LEGENDARIUM VII: La Tercera Edad (Segunda Parte)
ESTE FRAGMENTO ABARCA:
I.COMIENZA LA GUERRA DEL ANILLO
II.DE LA SITUACIÓN EN GONDOR ANTES DE LA GUERRA DEL ANILLO
III.EL ENCUENTRO DE ARAGORN Y ARWEN
IV.DE LA SITUACIÓN EN LOS VADOS DEL ISEN ANTES DE LA GUERRA DEL ANILLO
V.EL SEÑOR DE LOS ANILLOS
PREFACIO
PRÓLOGO
I.UNA FIESTA MUY ESPERADA
II.LA SOMBRA DEL PASADO
III.TRES ES COMPAÑÍA
IV.UN ATAJO HACIA LOS HONGOS
V.CONSPIRACIÓN DESENMASCARADA
VI.EL BOSQUE VIEJO
VII.EN CASA DE TOM BOMBADIL
VIII.NIEBLA EN LAS QUEBRADAS DE LOS TÚMULOS
IX.BAJO LA ENSEÑA DE «EL PONI PISADOR»
X.TRANCOS
XI.UN CUCHILLO EN LA OSCURIDAD
XII.HUYENDO HACIA EL VADO
XIII.MUCHOS ENCUENTROS
XIV.EL CONCILIO DE ELROND
XV.LA BÚSQUEDA DEL ANILLO
XVI.EL ANILLO VA HACIA EL SUR
XVII.UN VIAJE EN LA OSCURIDAD
XVIII.EL PUENTE DE KHAZAD-DÛM
XIX.LOTHLÓRIEN
XX.EL ESPEJO DE GALADRIEL
XXI.ADIÓS A LÓRIEN
XXII.EL RÍO GRANDE
XXIII. LA PRIMERA BATALLA DE LOS VADOS DEL ISEN
XXIV.LA DISOLUCIÓN DE LA COMUNIDAD
XXV.LA PARTIDA DE BOROMIR
XXVI.LOS JINETES DE ROHAN
XXVII.LOS URUK-HAI
XXVIII.SMÉAGOL DOMADO
XXIX.BÁRBOL
XXX.A TRAVÉS DE LAS CIÉNAGAS
XXXI.EL JINETE BLANCO
XXXII.EL REY DEL CASTILLO DE ORO
XXXIII.LA SEGUNDA BATALLA DE LOS VADOS DEL ISEN
XXXIV.EL ABISMO DE HELM
XXXV.EL CAMINO DE ISENGARD
XXXVI.RESTOS Y DESPOJOS
XXXVII.LA VOZ DE SARUMAN
XXXVIII.LA PUERTA NEGRA ESTÁ CERRADA
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I.COMIENZA LA GUERRA DEL ANILLO
EL SILMARILLION: DE LOS ANILLOS DE PODER Y LA TERCERA EDAD
(...)Pero
el golpe que asestaron[1] llegó
demasiado tarde. Porque el Señor Oscuro lo había previsto, y él estaba
esperándolo desde hacía mucho, y los ulairi, los nueve sirvientes, habían ido
delante de él para prepararle el camino. Por tanto, la huida fue sólo un
engaño, y Sauron pronto volvió, y antes de que los sabios pudieran prevenirlo,
se instaló en su reino de Mordor, y levantó una vez más las torres oscuras de Barad-dûr.
Y en ese año se convocó el Concilio Blanco una última vez, y Curunír se retiró
a Isengard, y no recibió otro consejo que el suyo propio.
Los orcos
estaban reuniéndose; y lejos al este y al sur los pueblos salvajes se armaban. Entonces
en medio del miedo creciente y los rumores de guerra, el presagio de Elrond se cumplió,
y el Anillo Único fue encontrado en verdad, en una ocasión más extraña todavía
que la prevista por Mithrandir, y permaneció oculto de Curunír y de Sauron.
Porque había sido recogido del Anduin mucho antes que ellos los buscaran; y lo
había encontrado un pequeño pescador [Sméagol-Gollum]
que vivía en una aldea junto al río, antes de la caída de los reyes de Gondor;
y quien lo encontró lo llevó fuera a un oscuro escondrijo bajo las raíces de
las montañas, a donde nadie podía ir a buscarlo. Allí quedó hasta que en el año
del ataque a Dol Guldur fue nuevamente encontrado por un viajero [Bilbo
Bolsón] que huía perseguido por los orcos a las profundidades de la tierra,
y pasó a un país distante, a la tierra de los periannath, la gente pequeña, los medianos, que habitaban al
oeste de Eriador. Y antes de ese día poco habían interesado a los elfos y a los
hombres, y en los consejos de Sauron o de los sabios nadie excepto Mithrandir los
había tenido en cuenta.
Ahora
bien, por fortuna y porque él estaba atento, Mithrandir fue el primero en tener
noticias del Anillo, antes que Sauron se enterase; no obstante, se sintió
afligido e inquieto. Porque muy grande era el poder maligno de esa cosa como
para que la tuviera alguno de los sabios, a no ser que como Curunír deseara
convertirse en un tirano y en otro señor oscuro; pero no era posible
ocultárselo por siempre a Sauron, ni deshacerlo mediante las artes de los elfos.
De modo que con ayuda de los dúnedain del norte Mithrandir hizo vigilar la
tierra de los periannath, y aguardó la ocasión oportuna. Pero Sauron tenía muchas
orejas, y no tardó en oír el rumor del Anillo Único, que deseaba por encima de
todas las cosas, y envió a los nazgûl a que lo buscaran. Entonces estalló la
guerra, y en la batalla con Sauron la Tercera Edad acabó como había empezado.(…)
II.DE
LA SITUACIÓN EN GONDOR ANTES DE LA GUERRA DEL ANILLO
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
(…)Ecthelion II, hijo de Turgon, era hombre de sabiduría. Con el poco
poder que le quedaba, empezó a fortalecer el reino contra los ataques de
Mordor. Llamó a todos los hombres de valor que vivían cerca o lejos y que
quisieran servirlo, y a los que se demostraron dignos les dio rango y los
recompensó. En mucho de lo que hizo tuvo la ayuda y el consejo de un gran
capitán al que amaba más que a nadie. Thorongil lo llamaban los hombres
en Gondor, el Águila de la Estrella, porque era rápido y tenía la vista afilada,
y llevaba una estrella de plata en el manto; pero nadie conocía su verdadero
nombre ni tampoco la tierra en la que había nacido. Fue al encuentro de
Ecthelion desde Rohan, donde había servido al rey Thengel, pero no era uno de
los rohirrim. Era un gran conductor de hombres, por tierra y por mar, pero
volvió a las sombras desde donde había venido, antes del fin de los días de
Ecthelion.
Thorongil advertía a menudo a Ecthelion que la fuerza de los rebeldes de
Umbar era un gran peligro para Gondor, y una amenaza para los feudos del sur
que podía resultar mortal, si Sauron presentaba guerra abierta. Por fin obtuvo
autorización del senescal y reunió una pequeña flota y se dirigió
inesperadamente a Umbar por la noche y allí incendió gran parte de los barcos
de los corsarios. Él mismo venció al capitán del puerto en batalla sobre los
muelles y retiró luego su flota con muy escasas pérdidas. Pero cuando volvió a
Pelargir, para pena y asombro de todos, no regresó a Minas Tirith, donde lo
aguardaban grandes honores.
Envió un mensaje de despedida a Ecthelion en el que decía: 'Otras
tareas me llaman ahora, señor, y mucho tiempo y muchos peligros han de pasar
antes de que vuelva a Gondor, si es ése mi destino'. Aunque nadie pudo
adivinar qué tareas fueran aquéllas, ni quién lo había llamado, se supo al
menos hacia dónde había ido. Porque tomó un bote y cruzó el Anduin, y allí dijo
adiós a sus compañeros y prosiguió solo la marcha; y cuando se lo vio por
última vez, volvía la cara hacia las montañas de la Sombra.
Hubo aflicción en la Ciudad por la partida de Thorongil, y a todos les
pareció una gran pérdida, salvo a Denethor, el hijo de Ecthelion, hombre a la
sazón maduro para la senescalía, a la que tuvo acceso al cabo de cuatro años, a
la muerte de su padre.
Denethor II fue un hombre orgulloso, alto, valiente y de aire más
soberano que ningún otro hombre que hubiera aparecido en Gondor durante muchas
vidas; y era sabio además, y previsor, y conocedor de la ciencia. En verdad era
tan parecido a Thorongil como el más cercano de sus parientes, y sin embargo
sólo era el segundo después del forastero en el corazón de los hombres y en la
estima del padre. En ese tiempo muchos creyeron que Thorongil había partido
antes de que el rival se convirtiera en amo; aunque en verdad Thorongil nunca
había competido con Denethor ni se había dado posición más alta que la de
servidor de su padre. Y los consejos que ambos daban al senescal sólo divergían
en un asunto: Thorongil a menudo advertía a Ecthelion que no confiara en Saruman
el Blanco, de Isengard, y que prefiriera a Gandalf el Gris. Pero era poco el
amor que había entre Denethor y Gandalf; y después de pasados los días de
Ecthelion, el Peregrino Gris ya no fue tan bien recibido en Minas Tirith. Por
tanto, más tarde, cuando todo fue puesto en claro, muchos creyeron que
Denethor, que era de inteligencia sutil y veía más lejos y más profundamente
que los demás, había descubierto en verdad quién era el forastero Thorongil, y
que sospechaba que él y Mithrandir pretendían suplantarlo[2].
Cuando Denethor se convirtió en senescal (2984), se mostró como un señor
imperioso que quería manejar todos los hilos. Hablaba poco. Escuchaba consejos
y luego hacía lo que se le antojaba. Se había casado tarde (2976), tomando por
esposa a Finduilas, hija de Adrahil de Dol Amroth. Era una señora de gran
belleza y gentil corazón, pero murió antes de que hubieran transcurrido doce
años. Denethor la amaba, a su manera, más que a nadie, salvo al mayor de los
hijos que ella le había dado. Pero les pareció a los hombres que Finduilas
languidecía en la ciudad guardada, como una flor de los valles del mar sobre
una roca estéril. La sombra del este la llenaba de horror, y volvía la mirada
siempre al sur, hacia el mar por el que sentía nostalgia.
Después de la muerte de Finduilas, Denethor se volvió más lóbrego y
silencioso que antes, y permanecía sentado a solas largas horas en la torre,
meditando, previendo que el ataque de Mordor se produciría antes de que él
muriera. Se creyó después que, en busca de conocimiento, pero orgulloso, y
pensando que tenía la fuerza de voluntad suficiente, había osado mirar la palantír de la Torre
Blanca. Ninguno de los senescales se había atrevido a esto antes, ni siquiera
los reyes Eärnil y Eärnur después de la caída de Minas Ithil, cuando la palantír de Isildur
llegó a manos del Enemigo; porque la piedra de Minas Tirith era la palantír de Anárion, la
que estaba en más estrecho acuerdo con la que poseía Sauron.
De este modo Denethor tuvo gran conocimiento de las cosas que sucedían
en el reino y de las de mucho más allá de las fronteras, y los hombres se
maravillaban, pero pagó caro este conocimiento, pues envejeció prematuramente combatiendo
con la voluntad de Sauron. Entonces el orgullo creció en Denethor junto con la
desesperación, hasta que vio en todos los hechos de aquel tiempo sólo un único
combate entre el señor de la Torre Blanca y el señor de la Barad-dûr, y
desconfiaba de todos cuantos oponían resistencia a Sauron, a no ser que lo
sirviesen sólo a él.
Así llegó el tiempo de la Guerra del Anillo, y los hijos de Denethor se
hicieron hombres. Boromir, el mayor en cinco años, era el preferido del padre y
semejante a él en facciones y orgullo, pero no en mucho más. Parecía un hombre
de la especie del rey Eärnur de antaño, pues no tomaba esposa y sólo las armas
lo deleitaban; audaz y fuerte, no le interesaba el conocimiento, salvo el de
las historias de las batallas antiguas. Faramir, el más joven, era como él en
aspecto, pero distinto de mente. Leía en el corazón de los hombres con tanta
penetración como su padre, y lo que en ellos leía lo movía a la piedad antes
que al desprecio. Era de porte gentil, y un amante de la ciencia y de la
música, por lo que muchos en aquellos días juzgaban su coraje menor que el de
su hermano. Pero no era así, salvo en que no buscaba la gloria en el peligro
sin propósito. Recibía complacido a Gandalf cuando éste visitaba la Ciudad, y
aprendía de él lo que podía; y en esto, como en muchos otros asuntos,
desagradaba a su padre.
No obstante, un gran amor unía a los hermanos, y los había unido desde
la infancia, cuando Boromir era el auxilio y el protector de Faramir. No había
habido desde entonces celos ni rivalidad entre ellos, ni por el favor del
padre, ni por la alabanza de los hombres. No le parecía a Faramir que nadie en
Gondor pudiera convertirse en rival de Boromir, heredero de Denethor, capitán
de la Torre Blanca; e igual pensaba Boromir. No obstante, no fue así en la
prueba. Pero de todo lo que les acaeció a estos tres en la Guerra del Anillo se
habla mucho en otro lugar.(…)
III.EL ENCUENTRO DE ARAGORN Y ARWEN
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
UN FRAGMENTO DE LA HISTORIA DE
ARAGORN Y ARWEN EXTRAÍDO DE LOS ANALES DE LOS REYES Y GOBERNADORES
Arador era el abuelo del rey[3].
Su hijo Arathorn pidió por esposa a Gilraen la Bella, hija de Dírhael, que era
a su vez descendiente de Aranarth. A esa unión se oponía Dírhael: porque Gilraen
era joven y no había alcanzado aún la edad en la que las mujeres de los dúnedain
solían desposarse.
“Además—decía—, Arathorn es un
hombre severo y en la fuerza de la edad, y llegará a capitán antes de lo que se
espera; sin embargo, me dice el corazón que tendrá una vida breve.'"
Pero Ivorwen, su esposa, que
también era vidente, respondió: “¡Mayor razón entonces para darse prisa! Los
días se oscurecen antes de la tempestad, y se avecinan grandes acontecimientos.
Si estos dos se desposan ahora, aún pueden nacer esperanzas para nuestro
pueblo; pero si la boda se posterga, la esperanza se desvanecerá para siempre
hasta el fin de esta Edad”.
Y aconteció que cuando hacía
apenas un año que Arathorn y Gilraen se habían casado, Arador fue tomado
prisionero por los troles de las montañas en los Páramos Fríos al norte de Rivendel,
y asesinado; y Arathorn se convirtió en el capitán de los dúnedain. Al año
siguiente Gilraen le dio un hijo, y lo llamaron Aragorn. Pero Aragorn tenía
apenas dos años cuando Arathorn partió a combatir contra los orcos con los
hijos de Elrond, y pereció con un ojo atravesado por una flecha orca; y así
tuvo en verdad una vida breve para alguien de su raza, pues apenas contaba
sesenta años cuando cayó.
Aragorn, que era ahora el heredero
de Isildur, fue llevado entonces a vivir con su madre en la casa de Elrond, y
Elrond hizo las veces de padre para él, y llegó a amarlo como a un hijo. Pero
lo llamaban Estel, que quiere decir 'Esperanza',
y su nombre verdadero y su linaje fueron mantenidos en secreto por orden de
Elrond, porque los sabios sabían entonces que el Enemigo trataba de descubrir
al heredero de Isildur, si quedaba alguno sobre la faz de la tierra.
Pero cuando Estel tenía apenas
veinte años de edad, aconteció que retornó a Rivendel después de llevar a cabo
grandes hazañas en compañía de los hijos de Elrond; y Elrond lo miró y se sintió
feliz, porque vio que era noble y hermoso, y había alcanzado aún a edad
temprana la madurez, si bien llegaría a ser más grande aún, de cuerpo y de
espíritu. Aquel día pues, Elrond lo llamó por su nombre, y le dijo quién era y
de quién era hijo; y le entregó los bienes hereditarios.
“He aquí el anillo de Barahir—dijo—,
símbolo de nuestro remoto parentesco; y he aquí también los fragmentos de
Narsil. Con ellos, aún podrás cumplir grandes hazañas; pues preveo que tendrás
una vida más larga que la común entre los hombres, a menos que sucumbas víctima
del Mal, o que fracases en la prueba. Pero la prueba será dura y larga. El cetro
de Annúminas lo retengo, pues aún tienes que ganarlo.”
Al día siguiente, a la hora del
crepúsculo, Aragorn paseaba solitario por los bosques, con el corazón alegre; y
cantaba, porque tenía muchas esperanzas, y porque el mundo era bello. Y de
pronto, mientras aún cantaba vio a una doncella que caminaba por un prado entre
los troncos blancos de los abedules; y se detuvo maravillado, creyendo haberse
extraviado en un sueño, o que le había sido concedido el don de los músicos
élficos, que hacen aparecer ante los ojos de quienes escuchan las cosas que cantan.
Porque Aragorn iba cantando un
fragmento de la Balada de Lúthien, el que narra el encuentro
de Lúthien y Beren en la floresta de Neldoreth. Y he aquí que Lúthien caminaba
ante sus propios ojos en Rivendel, envuelta en un manto de plata y azur, hermosa
como el crepúsculo en el Hogar de los Elfos; los cabellos oscuros le flotaban
movidos por una brisa súbita, y una diadema de gemas que parecían estrellas le
ceñía la frente.
Por un momento Aragorn la
contempló en silencio, pero temiendo que se desvaneciera para siempre, la llamó
gritando: “¡Tinúviel, Tinúviel!”, tal como Beren en los Días Antiguos.
La doncella entonces se volvió, y
sonrió, y dijo: “¿Quién eres? ¿Y por qué me llamas con ese nombre?”
Y él respondió: “Porque creí que
eras en verdad Lúthien Tinúviel, cuya balada venía cantando. Pero si no eres
ella, caminas como ella”.
“Muchos lo han dicho”, respondió
ella en tono grave. “Sin embargo no me llamo como ella, aunque acaso nuestros
destinos sean semejantes. ¿Pero tú, quién eres?”
“Estel me llamaban”, respondió él, “pero soy Aragorn, hijo de Arathorn,
heredero de Isildur, señor de los dúnedain.” Sin embargo, mientras lo decía,
sentía que ese alto linaje, que tanto le había regocijado el corazón, poco
valor tenía ahora, y no era nada comparado con la dignidad y la belleza de la
joven.
Pero ella rompió a reír, y dijo: “Entonces
somos parientes lejanos. Porque yo soy Arwen, hija de Elrond, y también me
llamo Undómiel”.
“Suele ocurrir”, dijo Aragorn, “que
en tiempos de peligro los hombres oculten el tesoro más preciado. Pero Elrond y
tus hermanos me asombran; porque, aunque he vivido en esta casa desde mi niñez,
nunca había oído hablar de ti. ¿Cómo es posible que no nos hayamos encontrado
antes? ¡Tu padre no te habrá guardado bajo llave junto con sus tesoros!”
“No”, dijo ella, y alzó los ojos
hacia las montañas que se erguían al este. “He vivido largo tiempo en la tierra
de mi madre, en la lejana Lothlórien. Y he venido hace poco, a visitar nuevamente
a mi padre. Hacía muchos años que no paseaba en Imladris.”
Aragorn se sorprendió, porque no
parecía tener más edad que él, que sólo había vivido una veintena de años en la
Tierra Media. Pero Arwen lo miró a los ojos y dijo: “¡No te asombres! Los hijos
de Elrond tenemos la vida de los eldar”.
Aragorn se turbó, porque vio en los
ojos de Arwen la luz élfica y la sabiduría de años incontables; pero desde
aquel momento amó a Arwen Undómiel, hija de Elrond.
En los días que siguieron Aragorn
se volvió silencioso, y su madre adivinó que algo extraño le había ocurrido; y
por fin cedió a las preguntas de ella, y le contó el encuentro entre los árboles
en el crepúsculo.
“Hijo mío—dijo Gilraen—, tu ambición
es alta, hasta para el descendiente de numerosos reyes. Porque esta dama es la
más noble y la más hermosa que hoy pisa la tierra. Y no es propio de un mortal
unirse en matrimonio a la raza de los elfos.”
“Sin embargo, también nosotros
pertenecemos en parte a esa raza—replicó Aragorn—, si es cierto lo que he
aprendido en la historia de mis antepasados.”
“Es verdad—dijo Gilraen—, pero eso
fue hace largo tiempo, y en otra edad de este mundo, antes que nuestra raza declinara.
Por esto temo: porque sin la buena voluntad del señor Elrond los herederos de
Isildur no tardarán en extinguirse. Pero no creo que en este asunto puedas
contar con la benevolencia de Elrond.”
“Amargos serán entonces mis días—dijo
Aragorn—, y a solas caminaré por las tierras salvajes.”
“'Tal será en verdad tu destino”,
dijo Gilraen; y si bien tenía en cierta medida el don de adivinación propio de
su gente, nada más dijo acerca del futuro, ni habló con nadie de lo que su hijo
le había confiado.
Pero Elrond veía muchas cosas y
leía en muchos corazones. Un día pues, antes de fin de año, llamó a Aragorn a
su cámara y le dijo: “¡Aragorn, hijo de Arathorn, señor de los dúnedain,
escúchame! Un gran destino te espera, sea el de elevarte más alto que todos tus
antepasados desde los días de Elendil, o caer en la oscuridad con todos los
sobrevivientes de tu estirpe. Pasarás por largos años de prueba. No tomarás
esposa, ni te ligarás a mujer alguna con promesa de matrimonio, hasta que
llegue tu hora, y hayas demostrado ser digno.”
Entonces Aragorn se turbó y dijo: “¿Acaso
mi madre os ha hablado?”
“No, por cierto—dijo Elrond—. Tus
propios ojos te han traicionado. Pero no hablo solamente de mi hija. Por ahora
no te comprometerás con la hija de ningún otro. Pero en cuanto a Arwen la
Bella, señora de Imladris y de Lórien, Estrella de la Tarde de su pueblo, es de
un linaje más alto que el tuyo, y ya ha vivido en el mundo tanto tiempo que
para ella no eres más que un retoño del año, frente a un joven abedul de
numerosos estíos. Está muy por encima de ti. Y así, creo, ha de parecerle a ella.
Pero aun cuando no fuera así, y el corazón de ella se inclinara hacia ti, de
todas maneras me entristecería a causa del destino que pesa sobre nosotros.”
“'¿Qué destino es ése?”
“Mientras yo habite aquí, ella
vivirá con la juventud de los eldar—respondió Elrond—, pero cuando me llegue la
hora de partir, ella me acompañará, si tal es su elección.”
“Veo—dijo Aragorn—que he puesto
los ojos en un tesoro no menos precioso que el de Thingol, que en un tiempo
deseó Beren. Éste es mi destino.” Pero de pronto despertó en él el don de
adivinación de los de su estirpe, y dijo: “¡Pero ved, señor Elrond! Los años de
vuestra morada en el mundo están concluyendo, y a vuestros hijos pronto les
tocará elegir entre separarse de vos y abandonar la Tierra Media”.
“Es verdad—dijo Elrond—. Pronto,
según nuestras cuentas, aunque aún habrán de transcurrir muchos años de los hombres.
Mas no habrá para Arwen, mi bienamada, otra elección posible, a menos que tú,
Aragorn hijo de Arathorn, te interpongas entre nosotros y obligues a uno de los
dos, a ti o a mí, a una separación amarga más allá del fin del mundo. Tú no
sabes aun lo que deseas de mí. —Suspiró, y luego de un silencio, miró al joven
con ojos graves y añadió—: Los años traerán lo que habrán de traer. No
volveremos a hablar de esto hasta que hayan transcurrido muchos años. Los días
se ensombrecen, y muchos males se avecinan.”
Entonces Aragorn se despidió
afectuosamente de Elrond; y al día siguiente dijo adiós a su madre, y a toda la
casa de Elrond, y a Arwen, y partió a las tierras salvajes. Durante casi treinta
años se consagró a la causa contra Sauron; y se convirtió en amigo de Gandalf
el Sabio, y aprendió de él mucha sabiduría. Hizo con él numerosos viajes
peligrosos, pero con el correr de los años a menudo partía solo. Las empresas
que acometía eran largas y duras, y adquirió un aspecto un tanto hosco y severo,
salvo las raras veces que sonreía; y aun así los hombres lo consideraban digno
de honores, como un rey en el exilio, cuando no ocultaba su verdadero
semblante. Porque viajaba adoptando las apariencias más diversas, y conquistó
gloria y fama con nombres diferentes. Cabalgó con el ejército de los rohirrim,
y combatió en mar y tierra por el señor de Gondor; y entonces, a la hora de la
victoria, se alejó de los hombres del oeste, y partió solo al este, y llegó a
lo más profundo de las tierras del sur, explorando los corazones de los hombres,
tanto malos como buenos, y desenmascarando las confabulaciones y estratagemas
de los siervos de Sauron.
Así se convirtió en el más
intrépido de los hombres vivientes, hábil en las artes y versado en las
tradiciones de ellos, y más que todos ellos; porque tenía una sabiduría élfica,
y en los ojos llevaba una luz que cuando se encendía pocos eran capaces de
soportar. El rostro era triste y severo a causa del destino que pesaba sobre
él, pero siempre conservaba viva una esperanza en el fondo del corazón, del que
la alegría brotaba a veces como un manantial de una roca.
Y aconteció que cuando Aragorn
tenía cuarenta y nueve años de edad, retornó de los peligros en los oscuros
confines de Mordor, donde ahora Sauron moraba otra vez consagrado al mal.
Estaba muy fatigado y anhelaba volver a Rivendel y descansar algún tiempo antes
de emprender nuevos viajes a los países lejanos; y en camino llegó a las
fronteras de Lórien, y fue admitido por la dama Galadriel en la tierra
escondida.
Él lo ignoraba, pero también Arwen
Undómiel se encontraba allí, pasando otra vez una temporada con los parientes
de su madre.
Había cambiado muy poco, porque
los años mortales no la habían tocado; pero tenía el semblante más grave, y
rara vez se la oía reír. Pero Aragorn había alcanzado la plena madurez de
cuerpo y de mente, y Galadriel le rogó que se despojara de las raídas ropas de
caminante, y lo vistió de plata y de blanco, con un manto gris élfico, y una
gema brillante en la frente. Entonces, superior a los hombres de todas las
especies, parecía más semejante a un señor de los elfos de las islas del Oeste.
Y así fue como lo volvió a ver por primera vez Arwen después de la larga
separación; y mientras avanzaba hacia ella bajo los árboles de Caras Galadhon
cargados de flores de oro, Arwen hizo su elección, y su destino quedó sellado.
Entonces, durante toda una
estación, pasearon juntos por los claros de Lothlórien, hasta que llegó para él
la hora de volver a partir. Y en la Noche del Solsticio de Verano, Aragorn, hijo
de Arathorn, y Arwen, hija de Elrond, fueron a la hermosa colina de Cerin
Amroth, en el corazón del país, y caminaron descalzos sobre la hierba inmortal
entre las elanor y las niphredil que florecían en torno. Y desde
allí, desde lo alto de la colina, miraron al este hacia la Sombra y al oeste
hacia el Crepúsculo; y se juraron eterna fidelidad y fueron felices.
Y Arwen dijo: “Oscura es la
Sombra, y sin embargo mi corazón se regocija; porque tú, Estel, estarás entre
los grandes cuyo valor habrá de destruirla”.
Pero Aragorn respondió: “¡Ay!, no
puedo preverlo, y cómo eso podría ocurrir es un misterio para mí. Pero con tu esperanza,
esperaré. Y rechazo la Sombra para siempre. Pero tampoco, dama, es para mí el
Crepúsculo; porque soy mortal, y si tú, Estrella de la Tarde, te unes a mí,
también tendrás que renunciar al Crepúsculo”.
Y ella quedó entonces inmóvil y
silenciosa como un árbol blanco, con la mirada perdida en el oeste, y dijo al fin:
“A ti me uniré, dúnadan, y me alejaré del Crepúsculo. Aunque aquélla es la
tierra de mi gente y la morada secular de todos los de mi raza”. Arwen amaba
entrañablemente a su padre.
Cuando Elrond se enteró de la
elección de su hija, guardó silencio, aunque tenía una congoja en el corazón, y
el destino largamente temido no era fácil de soportar. Pero cuando Aragorn retornó
a Rivendel lo llamó a su lado, y le dijo: “Hijo mío, vendrán años en los que
toda esperanza se desvanecerá, y más allá nada es claro para mí. Y ahora una
sombra ha asomado entre nosotros. Quizá así está escrito, que merced a mi
pérdida pueda ser restaurado el reino de los hombres. Por lo tanto, aunque te amo,
te digo a ti: Arwen Undómiel no desmedrará la gracia de su vida por una causa
menor. No será la esposa de ningún hombre, a menos que éste sea al mismo tiempo
el rey de Gondor y de Arnor. A mí, aún la victoria no podrá traerme más que
tristeza y separación... pero para ti, será una esperanza de felicidad por
algún tiempo. ¡Ay, hijo mío! Temo que a Arwen el Destino de los hombres pueda
parecerle duro, al final”.
Así quedaron las cosas entre
Elrond y Aragorn, y no volvieron a hablar del tema; pero Aragorn partió una vez
más a afrontar el peligro y la fatiga. Y mientras el mundo se ensombrecía, y el
miedo se cernía sobre la Tierra Media, a medida que el poder de Sauron se
acrecentaba, y que Barad-dûr se erguía, más alta cada día y más poderosa, Arwen
permaneció en Rivendel, y en ausencia de Aragorn velaba por él de lejos con el
pensamiento; y en la larga pero esperanzada espera hizo para él un estandarte, un
estandarte real, que nadie podría desplegar sino aquel que reivindicase el
señorío de los númenóreanos y la corona de Elendil.
Al cabo de unos pocos años,
Gilraen se despidió de Elrond y regresó a Eriador, con su propia gente, y allí
vivía sola; y a su hijo, que pasaba largos años en países lejanos, lo veía en
muy raras ocasiones. Pero una vez, cuando Aragorn regresó al norte, y fue a
verla, ella le dijo antes de que él volviera a irse: “Ésta es nuestra última separación,
Estel, hijo mío. Como a cualquiera de los hombres comunes, también a mí me han envejecido
las preocupaciones; y ahora que la veo acercarse, sé que no podré soportar la
oscuridad de nuestro tiempo que se agolpa en la Tierra Media. Pronto habré de
partir”.
Aragorn trató de confortarla, diciendo:
“Todavía puede haber una luz más allá de las tinieblas; y si la hay, quisiera
que la vieras y fueras feliz”.
Pero ella le respondió con este linnod:
“Onen i-Estel edain, ú-chebin estel anim”,
[Di Esperanza a los dúnedain, y no he conservado
ninguna para mí.] Y Aragorn partió con el corazón oprimido. Gilraen murió
antes de la primavera siguiente.(…)
IV.DE LA SITUACIÓN EN LOS VADOS DEL
ISEN ANTES DE LA GUERRA DEL ANILLO
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
En
otros tiempos el Fontegrís constituía el límite meridional y oriental del reino
el norte, y el Isen, el límite occidental del reino el sur. Los númenóreanos
visitaban con poca frecuencia la tierra intermedia (la Enedwaith o «Región Media»),
y ninguno se asentó nunca allí. En los días de los reyes formó parte del reino
de Gondor, pero los monarcas no se interesaban mucho por ella, salvo para la
patrulla y la vigilancia del Gran Camino Real. Éste iba desde Osgiliath y Minas
Tirith a Fornost en el norte lejano, cruzaba los vados del Isen y pasaba por
Enedwaith ascendiendo a las tierras altas en el centro y el nordeste hasta que
tenía que descender a las tierras occidentales en torno al curso inferior del Fontegrís,
que cruzaba por una calzada elevada que conducía a un gran puente en Tharbad.
En aquellos días la región estaba poco poblada. En las tierras pantanosas de
las desembocaduras del Fontegrís y el Isen vivían unas pocas tribus de «hombres
salvajes», pescadores y cazadores de aves, pero emparentados por la raza y
la lengua con los drúedain de los bosques de Anórien. Al pie de las colinas del
lado occidental de las montañas Nubladas vivían restos del pueblo que los rohirrim
llamaron más tarde los dunlendinos: un pueblo hosco, emparentado con los
antiguos habitantes de los valles de la montaña Blanca que Isildur maldijo. No
sentían mucho afecto por Gondor, pero aunque eran bastante osados y audaces,
eran muy pocos y sentían demasiado respeto por el poder de los reyes como para
perturbarlos o apartar sus miradas del este, desde donde los amenazaban los más
grandes peligros con que tenían que enfrentarse. Los dunlendinos, como todos
los pueblos de Arnor y Gondor, sufrieron los estragos de la Gran Peste de los
años 1636—1637 de la Tercera Edad, pero menos que la mayoría, pues vivían
apartados y tenían escaso trato con los demás hombres. Cuando los días de los reyes
terminaron (1975—2050) y empezó la decadencia de Gondor, dejaron en la práctica
de ser sus súbditos; el Camino Real no estaba vigilado en Enedwaith, y el puente
de Tharbad, en ruinas, fue reemplazado sólo por un peligroso vado. Los límites
de Gondor eran el Isen y la cavada de Calenardhon (como se llamaba entonces).
La cavada era vigilada desde las fortalezas de Aglarond (Cuernavilla) y
Angrenost (Isengard), y los vados del Isen, el único acceso a Gondor, estaban
siempre protegidos contra cualquier incursión de las «tierras salvajes».
Pero
durante la Paz Vigilada (desde 2063 a 2460) el pueblo de Calenardhon decayó:
los más vigorosos, año tras año, iban hacia el este para defender la línea del
Anduin; los que se quedaron se volvieron rudos y se desentendieron de lo que
concernía a Minas Tirith. Las guarniciones de los fuertes no se renovaron y
fueron dejadas al cuidado de capitanes hereditarios locales, cuyos súbditos
eran de sangre cada vez más mezclada. Porque los dunlendinos cruzaban el Isen
de continuo y sin trabas. Ésta era la situación cuando los ataques contra
Gondor desde el este se renovaron, y orcos y hombres del este invadieron
Calenardhon y sitiaron los fuertes, que no habrían podido resistir mucho
tiempo. Entonces llegaron los rohirrim y, después de la victoria de Eorl en el
Campo de Celebrant en el año 2510, su numeroso y aguerrido pueblo, con gran
dotación de caballos, entró en Calenardhon y expulsó o destruyó a los invasores
del este. Cirion el senescal les dio posesión de Calenardhon, que se llamó en
adelante la Marca de los jinetes o, en Gondor, Rochand (más tarde
Rohan). Los rohirrim empezaron sin demora a asentarse en esta región, aunque
durante el reinado de Eorl sus fronteras orientales a lo largo de las Emyn Muil
y el Anduin eran todavía atacadas a menudo. Pero durante el reinado de Brego y
Aldor los dunlendinos fueron desalojados otra vez y expulsados más allá del
Isen, y se estableció una defensa en los vados del Isen. Así los rohirrim se
ganaron el odio de los dunlendinos, que no se apaciguó hasta el retorno del rey,
en un futuro muy distante. Toda vez que los rohirrim estaban debilitados o en
dificultades, los dunlendinos renovaban sus ataques.
Jamás
alianza entre pueblos se ha mantenido tan fielmente por ambas partes como la
que se estableció entre Gondor y Roban en virtud del Juramento de Cirion y
Eorl; tampoco hubo nunca guardianes de las amplias planicies herbosas de Rohan
más adecuados a su tierra que los jinetes de la Marca. No obstante, su
situación padecía un grave inconveniente, como se puso en evidencia en los días
de la Guerra del Anillo, cuando casi se produjo la ruina de Roban y Gondor.
Esto fue consecuencia de varias cosas. Sobre todo, las miradas de Gondor
siempre se habían dirigido hacia el este, de donde le venían todos los
peligros; la enemistad de los «salvajes». Los dunlendinos no parecían preocupar
demasiado a los senescales. Otro detalle consistía en que los senescales
conservaban en su poder la torre de Orthanc y el anillo de Isengard
(Angrenost); las llaves de Orthanc se llevaron a Minas Tirith, la torre se
cerró, y el anillo de Isengard sólo quedó bajo la custodia de un capitán
gondoreano hereditario y su pequeño pueblo, al que se sumaron los viejos
guardianes hereditarios de Aglarond. La fortaleza que allí había se reparó con
ayuda de albañiles de Gondor y luego fue dada a los rohirrim. Que la llamaron Glæmscrafu,
pero la fortaleza tuvo el nombre de Súthburg, y después de los días del rey
Helm, Cuernavilla. De allí provenían los guardianes de los vados. En su mayoría
sus viviendas estaban al pie de las montañas Blancas y en los valles del sur. A
las fronteras septentrionales del Folde Oeste iban rara vez y sólo en caso de
necesidad, contemplando con temor las orillas de Fangorn (el bosque de los ents)
y los ceñudos muros de Isengard. Tenían muy poco trato con el «señor de
Isengard» y su pueblo secreto, a quienes creían versados en magia negra. Y
a Isengard los emisarios de Minas Tirith iban cada vez con menor frecuencia,
hasta que dejaron de hacerlo por completo; parecía que en medio de sus
preocupaciones los senescales habían olvidado la torre, aunque conservaban las
llaves.
Sin
embargo, la frontera occidental y la línea del Isen estaban naturalmente bajo
el dominio de Isengard y esto, evidentemente, los reyes de Gondor lo
comprendían muy bien. El Isen descendía desde sus fuentes en la pared oriental
del Anillo, y al avanzar hacia el sur era todavía un río joven que no oponía un
gran obstáculo a los invasores, aunque sus aguas eran todavía rápidas y
extrañamente frías. Pero las grandes puertas de Angrenost se abrían al oeste
del Isen, y si las fortalezas estaban bien dotadas de tropas, los enemigos del
oeste tendrían que contar con grandes fuerzas si pretendían invadir el Folde
Oeste. Además, Angrenost estaba a menos de la mitad de la distancia entre
Aglarond y los vados, que estaban comunicados con las puertas por una amplia
ruta para cabalgaduras cuyo recorrido era casi en todo momento llano. El temor
que rodeaba la gran torre y el miedo de la lobreguez de Fangorn, que estaba
detrás de ella, podrían servirle de protección por algún tiempo, pero si se la
privaba de guarnición y se la descuidaba, como sucedió durante los últimos días
de los senescales, esa protección no le había de valer por mucho tiempo.
Así
fue en efecto. Durante el reinado de Déor (de 2699 a 2718), los rohirrim
comprobaron que mantener los vados bajo vigilancia no bastaba. Como ni Rohan ni
Gondor hacían caso de este lejano rincón del reino, sólo muy tarde se supo lo
que allí había ocurrido. La descendencia de capitanes gondoreanos de Angrenost
se interrumpió y el mando de la fortaleza pasó a manos de una familia del
pueblo. Las gentes del pueblo, como se dijo, tenían la sangre desde hacía ya
mucho mezclada, y estaban ahora más amistosamente dispuestos hacia los dunlendinos
que hacia los «salvajes hombres del norte», que habían usurpado la
tierra; Minas Tirith, que se encontraba lejos, ya no les interesaba. Después de
la muerte del rey Aldor, que había expulsado a los últimos dunlendinos y había
lanzado incluso incursiones por sus tierras en Enedwaith a modo de represalia,
los dunlendinos, inadvertidos por Rohan pero con la connivencia de Isengard,
empezaron a infiltrarse otra vez en el norte del Folde Oeste, instalándose en
los vallecitos de la montaña al oeste y al este de Isengard, y aún en las
orillas meridionales de Fangorn. Durante el reinado de Déor se mostraron
abiertamente hostiles, haciendo incursiones con el fin de robar los rebaños y
las caballadas de los rohirrim en el Folde Oeste. No tardó en serles evidente a
los rohirrim que estos atacantes no habían cruzado el Isen por los vados ni por
punto alguno lejos al sur de Isengard, pues los vados estaban protegidos. Con
frecuencia se producían ataques contra la guarnición de la orilla occidental,
pero sin continuidad: sólo se llevaban a cabo para distraer la atención de los rohirrim
del norte. Déor, por tanto, condujo una expedición hacia el norte y se topó con
una hueste de dunlendinos. A éstos los venció; pero sintióse preocupado al
darse cuenta de que también Isengard le era hostil. Creyendo que había liberado
a Isengard de un sitio a que lo sometían los dunlendinos, envió mensajeros a
sus puertas con palabras de buena voluntad, pero las puertas se cerraron ante
ellos, y la única respuesta que recibieron fue el disparo de una flecha. Como
se supo más tarde, los dunlendinos, después de haber sido admitidos allí como
amigos, se apoderaron del anillo de Isengard, matando a los pocos
sobrevivientes que no estaban dispuestos (como lo estaba la mayoría) a
mezclarse con el pueblo dunlendino. Déor envió la noticia sin demora al senescal
en Minas Tirith (por ese entonces, en el año 2710, Egalmoth), pero no le fue
posible a éste enviar ayuda, y los dunlendinos siguieron ocupando Isengard
hasta que, reducidos por la gran hambruna del Largo Invierno (2758-2759),
debieron ceder para no morir de inanición y capitularon con Fréaláf (luego el
primer rey de la Segunda Línea). Pero Déor carecía de poder suficiente para
atacar o sitiar Isengard, y durante muchos años los rohirrim tuvieron que
mantener una gran fuerza de jinetes en el norte del Folde Oeste; y ésta se
mantuvo hasta las grandes invasiones de 2758.
Es,
pues, perfectamente comprensible que cuando Saruman ofreció hacerse cargo de
Isengard y repararlo y reorganizarlo como parte de las defensas del oeste,
fuera bien acogido tanto por el rey Fréaláf como por Beren el senescal. De modo
que cuando Saruman hizo de Isengard su lugar de morada y Beren le dio las
llaves de Orthanc, los rohirrim volvieron a su política de defender los vados
del Isen, el punto más vulnerable de las fronteras occidentales.
Apenas
cabe duda de que Saruman hizo su ofrecimiento de buena fe o, cuando menos, con
buena voluntad hacia la defensa del oeste, siempre que él fuera la principal
persona en dicha defensa y la cabeza del Concilio. Era listo, y percibía
claramente que Isengard tenía gran importancia por su ubicación geográfica y
por su gran fortaleza, debida a factores naturales, pero también a la mano del
hombre. La línea del Isen, entre las pinzas de Isengard y Cuernavilla, era un
baluarte contra las invasiones venidas del este (tanto si era Sauron quien las
promovía o las lanzaba como si tenían otro origen), con el propósito de cercar
Gondor o de invadir Eriador. Pero al final se volcó hacia el mal y se convirtió
en un enemigo; los rohirrim, sin embargo, aunque se les había advertido de la
creciente animadversión que abrigaba contra ellos, siguieron disponiendo el
grueso de sus fuerzas al oeste de los vados, hasta que Saruman, en abierta
batalla, les demostró que los vados eran una débil protección sin Isengard, y
más todavía si la tenía como enemiga.
V.EL SEÑOR DE LOS ANILLOS
MODIFICACIONES
Se presentan en orden cronológico
los capítulos que corresponden a EL SEÑOR DE LOS ANILLOS.
Igualmente se añaden cuatro
capítulos extraídos de los CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA:
·
XV.LA BÚSQUEDA DEL ANILLO
·
XXIII. LA PRIMERA BATALLA DE LOS VADOS DEL
ISEN
·
XXXIII.LA SEGUNDA BATALLA DE LOS VADOS DEL
ISEN
·
LXII.LA BATALLA EN VALLE Y EREBOR
La Nota sobre los
Archivos de La Comarca del Prólogo de La Comunidad del Anillo se
sitúa después de la narración de la Guerra del Anillo, concretamente en II.NOTA SOBRE LOS
ARCHIVOS DE LA COMARCA.
Asimismo, se
encuentran modificaciones a la traducción para hacerlo más similar al original
en inglés.[4]
ORDEN
ORIGINAL
El orden de los
capítulos (no cronológicos) de la edición original de EL SEÑOR DE LOS
ANILLOS es el siguiente:
LIBRO I
PREFACIO
PRÓLOGO
I.UNA FIESTA MUY ESPERADA
II.LA
SOMBRA DEL PASADO
III.TRES ES COMPAÑÍA
IV.UN ATAJO HACIA LOS HONGOS
V.CONSPIRACIÓN
DESENMASCARADA
VI.EL BOSQUE VIEJO
VII.EN CASA DE TOM BOMBADIL
VIII.NIEBLA EN LAS QUEBRADAS DE LOS TÚMULOS
IX.BAJO LA
ENSEÑA DE «EL PONI PISADOR»
X.TRANCOS
XI. UN CUCHILLO EN LA OSCURIDAD
XII.HUYENDO HACIA EL VADO
LIBRO II
XIV.EL CONCILIO DE ELROND
XVI.EL ANILLO VA HACIA EL SUR
XVII.UN VIAJE EN LA OSCURIDAD
XVIII.EL PUENTE DE KHAZAD-DÛM
XIX.LOTHLÓRIEN
XX.EL ESPEJO DE GALADRIEL
XXI.ADIÓS A LÓRIEN
XXII.EL RÍO GRANDE
XXIV.LA DISOLUCIÓN DE LA COMUNIDAD
LIBRO III
XXV.LA PARTIDA DE BOROMIRXXVI.LOS JINETES DE ROHAN
XXVII.LOS URUK-HAI
XXIX.BÁRBOL
XXXI.EL JINETE BLANCO
XXXII.EL REY DEL CASTILLO DE ORO
XXXIV.EL ABISMO DE HELM
XXXV.EL CAMINO DE ISENGARD
XXXVI.RESTOS Y DESPOJOS
XXXVII.LA VOZ DE SARUMAN
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—PREFACIO DE LA VERSIÓN REVISADA
Este relato fue creciendo a medida que se
narraba, hasta convertirse en una historia de la Gran Guerra del Anillo, e
incluyó muchos vislumbres de la historia aún más antigua que lo precedía. Fue
comenzado poco después de haberse escrito "El hobbit" y antes de su
publicación en 1937; pero no continué con esta secuela porque quería primero
completar y poner en orden la mitología y leyendas de los Días Antiguos, que
habían estado tomando forma durante varios años. Y deseaba hacer esto para mi
propia satisfacción, teniendo escasas esperanzas de que alguien más pudiera
estar interesado en ese trabajo, especialmente por proceder de inspiración
básicamente lingüística y haberse comenzado con la intención de proporcionar el
necesario trasfondo a la "historia" de las lenguas élficas.
Cuando aquellos cuyo consejo y opinión busqué
hicieron que mis "escasas esperanzas" se transformasen en
"ninguna esperanza", volví a la secuela, animado por las peticiones
de los lectores sobre más información concerniente a los hobbits y sus
aventuras. Pero el relato se había dirigido irresistiblemente hacia el mundo
antiguo, y se convirtió en una crónica, en el punto en que estaba, de su fin y
desaparición antes de que el inicio y el período intermedio se hubieran narrado.
El proceso había empezado con la escritura de "El hobbit", en el cual
había ya algunas referencias a los asuntos antiguos: Elrond, Gondolin, los altos
elfos, y los orcos, así como vislumbres que habían surgido sin quererlo de
cosas que eran más altas, profundas u oscuras de lo que mostraban en su
superficie: Durin, Moria, Gandalf, el Nigromante, el Anillo. El descubrimiento
de la significación de esos vislumbres y de su relación con las historias
antiguas revelaron la Tercera Edad y su culminación en la Guerra del Anillo.
Aquellos que habían solicitado más información
sobre los hobbits finalmente la tuvieron, pero hubieron de esperar mucho
tiempo; pues la composición de "El Señor de los Anillos" se hizo a
intervalos entre los años 1936 y 1949, un período en el que yo tenía muchas
obligaciones que atender, y muchos otros intereses como aprendiz y profesor que
con frecuencia me absorbían. El retraso fue, por supuesto, aumentado por el
estallido de la guerra en 1939, año al final del cual el relato no había aún
alcanzado el final del Libro Primero. A pesar de la oscuridad de los siguientes
cinco años sentí que la narración no podía ser abandonada del todo, y trabajé
mucho en ella, normalmente por la noche, hasta situarme en la tumba de Balin,
en Moria. Allí me detuve por un tiempo. Fue casi un año más tarde cuando
continué y llegué así a Lothlórien y al río Grande, a finales de 1941. En el
año siguiente escribí los primeros esbozos de los temas que ahora se encuentran
en el Libro Tercero, y el principio de los capítulos I y III del Libro Quinto;
y allí, mientras las almenaras se encendían en Anórien y Théoden llegaba al valle
Sagrado me detuve. La previsión me había fallado y no había tiempo para
prestarle más atención.
Fue durante 1944 cuando, dejando los cabos
sueltos y confusiones de una guerra que era mi tarea conducir, o al menos
relatar, me obligué a abordar el viaje de Frodo a Mordor. Esos capítulos, que
con el tiempo se convertirían en el Libro Cuarto, fueron escritos y enviados
por entregas a mi hijo, Christopher, entonces en Sudáfrica con la RAF. Sin embargo,
pasaron otros cinco años antes de que la historia fuese llevada a su final
definitivo; en aquel tiempo cambié de casa, sillón y colegio, y los días aunque
menos oscuros no eran menos laboriosos. Entonces, cuando el "final"
había sido al fin alcanzado la historia entera tenía que ser revisada, e
incluso reescrita retrospectivamente en gran parte. Y tenía que ser
mecanografiada, y re-mecanografiada: por mí; el coste de los diez dedos de un
mecanógrafo profesional estaba más allá de mis posibilidades.
"El Señor de los Anillos" ha sido
leído por mucha gente desde que finalmente apareció impreso; y querría decir
algo aquí en referencia a las muchas opiniones o conjeturas que he recibido o
leído concernientes a los motivos y el significado de la historia. El motivo
primero era el deseo de un narrador de historias de intentar de su propia mano
narrar un relato realmente largo que mantuviese la atención de los lectores,
los divirtiese, los deleitase e incluso, a veces, tal vez los excitase o
conmoviese profundamente. Como guía tenía sólo mis propias impresiones ante lo
que iba sucediendo o desarrollándose, y con frecuencia el guía estaba
inevitablemente desorientado. Algunos de los que han leído el libro, o al menos
lo han juzgado, lo han hallado aburrido, absurdo o desdeñable; y no tengo
motivos para quejarme, puesto que yo tengo similares opiniones de sus obras, o
de los tipos de narración que ellos evidentemente prefieren. Pero incluso desde
los puntos de vista de muchos que han disfrutado mi historia una gran parte no
llega a complacerles. Es quizás imposible en una historia larga dar gusto a
todo el mundo en todos los aspectos, así como disgustar a todos en los mismos
puntos; pues he extraído de las cartas que he recibido que todos aquellos
pasajes o capítulos que son para algunos una mancha en el conjunto de la obra
resultan especialmente aprobados por otros. El crítico más severo de todos, yo
mismo, encuentra ahora numerosos defectos, menores y mayores, pero no estando,
afortunadamente, bajo obligación alguna de revisar el libro o reescribirlo de
nuevo, pasará sobre ellos en silencio, excepto sobre uno que ha sido detectado
por otros: el libro es demasiado corto.
En lo que respecta a posibles significados ocultos
o "mensajes", no hay alguno en la intención del autor. No es una obra
alegórica ni tópica. Mientras la historia crecía, echó raíces (en el pasado) y
extendió inesperadas ramas: pero su tema principal fue establecido desde el
inicio por la inevitable elección del Anillo como el vínculo entre esta
historia y "El hobbit". El capítulo crucial, "La sombra del
pasado", es una de las partes más antiguas del relato. Fue escrito mucho
antes de que el ensombrecimiento de 1939 se hubiese convertido siquiera en una
amenaza de desastre inevitable, y desde ese punto la historia se habría
desarrollado hacia adelante esencialmente en las mismas líneas, si ese desastre
hubiese sido evitado. Sus fuentes estaban desde mucho antes en mi mente, o en
algunos casos ya escritas, y poco o nada en ello fue modificado por la guerra
que empezó en 1939 o sus secuelas.
La guerra real no se asemeja a la guerra
legendaria en su desarrollo ni conclusión. Si hubiese inspirado o dirigido el
desarrollo de la leyenda, entonces ciertamente el Anillo habría sido tomado y
utilizado contra Sauron; él no habría sido aniquilado sino esclavizado, y Barad-dûr
no habría sido destruida sino ocupada. Saruman, al fallar en su intento de
posesión del Anillo, habría aprovechado la confusión y traiciones de la época
para encontrar en Mordor los eslabones perdidos de su propia investigación en
la ciencia de los Anillos, y mucho antes habría fabricado un Gran Anillo para
él con el cual desafiar al autoproclamado Soberano de la Tierra Media. En ese
conflicto, los hobbits habrían sido aborrecidos y despreciados por ambos
bandos: no habrían sobrevivido mucho tiempo ni siquiera como esclavos.
Otras conexiones podían ser inventadas de
acuerdo a las preferencias o visiones de aquellos a los que gustan las referencias
alegóricas o tópicas. Pero a mí cordialmente me disgusta la alegoría en todas
sus manifestaciones, y siempre ha sido así desde que me hice mayor y lo
suficientemente cauteloso como para detectar su presencia. Prefiero de largo la
historia, real o ficticia, con su variada aplicabilidad al pensamiento y
experiencia de los lectores. Creo que muchos confunden
"aplicabilidad" con "alegoría"; pero la una reside en la
libertad del lector, y la otra en la expresa voluntad de dominación del autor.
Un autor no puede por supuesto permanecer
completamente ajeno a su experiencia, pero las formas en las que una semilla
narradora usa el abono de la experiencia son extremadamente complejas, y los
intentos de definir el proceso son más adivinados que evidentes lo cual resulta
inadecuado y ambiguo. Es también erróneo, aunque naturalmente atractivo, cuando
las vidas de un autor y de un crítico se solapan, suponer que los movimientos
del pensamiento o de los eventos del tiempo comunes a ambos son necesariamente
las influencias más poderosas. Uno tiene realmente que caer bajo la sombra de
la guerra para sentir plenamente su opresión; pero como los años pasan, parece
ahora olvidarse con frecuencia que ser atrapado en la juventud en 1914 no fue
una experiencia menos horrible que estar enredado en 1939 y los años
siguientes. En 1918 todos excepto uno de mis amigos más íntimos habían muerto.
O considerando un asunto menos grave: ha sido supuesto por algunos que "El
saneamiento de La Comarca" refleja la situación en Inglaterra en la época
en que yo finalizaba mi historia. No es así. Es una parte esencial de la trama,
prevista desde el inicio, aunque finalmente modificada por el personaje de
Saruman, tal y como se desarrolló en la historia sin, debo señalar, ninguna
significación alegórica o referencia política contemporánea o lo que sea. Tiene
de hecho alguna base en la experiencia, aunque leve (pues la situación
económica era completamente diferente), y mucho más atrás. La región en que
viví mi infancia estaba siendo mezquinamente destruida antes de que yo
cumpliera los diez años, en días en los que los automóviles eran objetos
extraños (yo nunca había visto uno) y los hombres estaban construyendo aún vías
de tren suburbanas. Recientemente vi en un diario una fotografía de la última decrepitud
del una vez próspero molino de grano junto a su estanque que durante mucho
tiempo me pareció tan importante. Nunca me gustó el aspecto del joven molinero,
pero su padre, el viejo molinero, tenía una barba negra, y no se llamaba
Arenas.
"El Señor de los Anillos" se publica
ahora en una nueva edición, y se ha aprovechado la oportunidad para revisarlo.
Cierto número de errores e inconsistencias que había en el texto han sido
corregidos, y se ha hecho un intento de proporcionar información en algunos
puntos que los lectores atentos han reclamado. He considerado todos sus
comentarios y preguntas, y si algunos parecen haber predominado sobre otros
puede ser porque haya fracasado en el mantenimiento de mis notas en orden; pero
muchas preguntas sólo podían ser contestadas por apéndices adicionales, o
incluso por la producción de un volumen accesorio conteniendo mucho del
material que no incluí en la edición original, en particular información
lingüística más detallada. Mientras tanto, esta edición ofrece este Prefacio,
una adición al Prólogo, algunas notas, y un índice de los nombres de personas y
lugares. Este índice es intencionadamente completo en elementos, pero no en
referencias, pues para el presente propósito ha sido necesario reducir su volumen.
Un índice completo, haciendo uso total del material preparado para mí por la
Sra. N. Smith, pertenecería más bien al volumen accesorio.
PRÓLOGO
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—PRÓLOGO
DE LOS HOBBITS
Este libro trata principalmente de los hobbits,
y el lector descubrirá en sus páginas mucho del carácter y algo de la historia
de este pueblo. Podrá encontrarse más información en los extractos del Libro Rojo de la Frontera del Oeste que
ya han sido publicados con el título de El
hobbit. El relato tuvo su origen en los primeros capítulos del Libro Rojo, compuestos por Bilbo Bolsón—el
primer hobbit que fue famoso en el mundo entero—y que él tituló Historia de una ida y de una vuelta,
pues contaba el viaje de Bilbo hacia el este y la vuelta, aventura que más
tarde enredaría a todos los hobbits en los importantes acontecimientos que aquí
se relatan.
No obstante, muchos querrán saber desde un
principio algo más de este pueblo notable y quizás algunos no tengan el libro
anterior. Para esos lectores se han reunido aquí algunas notas sobre los puntos
más importantes de la tradición hobbit, y se recuerda brevemente la primera
aventura.
Los hobbits son un pueblo sencillo y muy
antiguo, más numeroso en tiempos remotos que en la actualidad. Amaban la paz,
la tranquilidad y el cultivo de la buena tierra, y no había para ellos paraje
mejor que un campo bien aprovechado y bien ordenado. No entienden ni entendían
ni gustan de maquinarias más complicadas que una fragua, un molino de agua o un
telar de mano, aunque fueron muy hábiles con toda clase de herramientas. En
otros tiempos desconfiaban en general de la gente
grande, como nos llaman y ahora nos eluden con terror y es difícil
encontrarlos. Tienen el oído agudo y la mirada penetrante, y aunque engordan
fácilmente y nunca se apresuran si no es necesario, se mueven con agilidad y
destreza. Dominaron desde un principio el arte de desaparecer rápido y en
silencio, cuando la gente grande con la que no querían tropezar se les acercaba
casualmente, y han desarrollado este arte hasta el punto de que a los hombres
puede parecerles verdadera magia. Pero los hobbits jamás han estudiado magia de
ninguna índole y esas rápidas desapariciones se deben únicamente a una
habilidad profesional, que la herencia, la práctica y una íntima amistad con la
tierra han desarrollado tanto que es del todo inimitable para las razas más
grandes y torpes.
Los hobbits son gente diminuta, más pequeña
que los enanos; menos corpulenta y fornida, pero no mucho más baja. La estatura
es variable, entre los dos y los cuatro pies [0,6 a 1,2 metros] de
nuestra medida. Hoy pocas veces alcanzan los tres pies [0,9 metros],
pero se dice que en otros tiempos eran más altos. De acuerdo con el Libro
Rojo, Bandobras Tuk, apodado el Toro
Bramador, hijo de Isumbras III, medía cuatro pies y medio [1,4 metros] y
era capaz de montar a caballo. En los archivos de los hobbits se cuenta que
sólo fue superado por dos famosos personajes de la antigüedad, pero de este
hecho curioso se habla en el presente libro.
En cuanto a los hobbits de La Comarca, de
quienes tratan estas relaciones, conocieron en un tiempo la paz y la
prosperidad y fueron entonces un pueblo feliz. Vestían ropas de brillantes
colores, y preferían el amarillo y el verde; muy rara vez usaban zapatos, pues
las plantas de los pies eran en ellos duras como el cuero, fuertes y flexibles
y los pies mismos estaban recubiertos de un espeso pelo rizado, muy parecido al
pelo de las cabezas, de color castaño casi siempre. Por esta razón el único
oficio que practicaban poco era el de zapatero, pero tenían dedos largos y
habilidosos que les permitían fabricar muchos otros objetos útiles y
agradables. En general los rostros eran bonachones más que hermosos, anchos, de
ojos vivos, mejillas rojizas y bocas dispuestas a la risa, a la comida y a la
bebida. Reían, comían y bebían a menudo y de buena gana; les gustaban las
bromas sencillas en todo momento y comer seis veces al día (cuando podían).
Eran hospitalarios, aficionados a las fiestas, hacían regalos espontáneamente y
los aceptaban con entusiasmo.
Es en verdad evidente que a pesar de un
alejamiento posterior los hobbits son parientes nuestros: están más cerca de
nosotros que los elfos y aún que los mismos enanos. Antiguamente hablaban las
lenguas de los hombres, adaptadas a su propia modalidad, y tenían casi las
mismas preferencias y aversiones que los hombres. Mas ahora es imposible
descubrir en qué consiste nuestra relación con ellos. El origen de los hobbits
viene de muy atrás, de los Días Antiguos, ya perdidos y olvidados. Sólo los elfos
conservan algún registro de esa época desaparecida y sus tradiciones se
refieren casi únicamente a la historia élfica, historia donde los hombres
aparecen muy de cuando en cuando; a los hobbits ni siquiera se los menciona. Sin
embargo es obvio que los hobbits vivían en paz en la Tierra Media muchos años
antes que cualquier otro pueblo advirtiese siquiera que existían. Y como el
mundo se pobló luego de extrañas e
incontables criaturas, esta gente pequeña pareció insignificante. Pero en los
días de Bilbo y de Frodo, heredero de Bilbo, se transformaron de pronto a pesar
de ellos mismos en importantes y famosos, y perturbaron los Concilios de los grandes
y de los sabios.
Aquellos días—la Tercera Edad de la Tierra
Media—han quedado muy atrás, y la conformación de las tierras en general ha
cambiado mucho; pero las regiones en que vivían entonces los hobbits eran sin
duda las mismas de ahora: el noroeste del Viejo Mundo, al este del mar. Los hobbits
del tiempo de Bilbo no sabían de dónde venían. El deseo de conocimiento (fuera
de las ciencias genealógicas) no era común entre ellos, pero había aún
descendientes de antiguas familias que estudiaban sus propios libros y hasta
recogían de los elfos, los enanos y los hombres noticias de épocas pasadas y de
tierras distantes. Los recuerdos propios comienzan luego de que se
establecieran en La Comarca y las leyendas más antiguas apenas si se remontan
poco más allá de los Días del Éxodo. Está perfectamente claro, no obstante, a
través de estas leyendas y lo que puede descubrirse en el lenguaje y las
costumbres de los hobbits, que en un pasado muy lejano ellos también se
desplazaron hacia el oeste, como muchos otros pueblos. En las historias
primitivas hay referencias oscuras a los tiempos en que moraban en los altos
valles del Anduin, entre los lindes—del Gran Bosque Verde y
las montañas Nubladas. No se sabe con certeza por qué emprendieron más tarde el
arduo y peligroso cruce de las montañas y entraron en Eriador. Los relatos
hobbits hablan de la multiplicación de los hombres en la tierra y de una sombra
que cayó sobre la floresta y la oscureció, por lo que fue llamada desde
entonces el bosque Negro.
Antes de cruzar las montañas, los hobbits ya
se habían dividido en tres ramas un tanto diferentes—los pelosos, los fuertes y
los albos. Los pelosos eran de piel más oscura, cuerpo menudo, cara lampiña, y
no llevaban botas; de manos y pies bien proporcionados y ágiles preferían las
tierras altas y las laderas de las colinas. Los fuertes eran más anchos, de
constitución más sólida; tenían pies y manos más grandes; preferían las
llanuras y las orillas de los ríos. Los albos, de piel y cabellos más claros,
eran más altos y delgados que los otros: amaban los árboles y los bosques.
Los pelosos tuvieron relación con los enanos
en tiempos remotos y vivieron durante mucho tiempo en las estribaciones
montañosas. Fueron los primeros en desplazarse hacia el oeste y vagabundearon
por Eriador hasta la cima de los Vientos, mientras los otros permanecían en las
Tierras Ásperas. Eran la especie más normal, representativa y numerosa de los hobbits
y también la más sedentaria y la que conservó durante más tiempo el hábito
ancestral de vivir en túneles y cuevas.
Los fuertes vivieron muchos años a orillas del
río Grande, el Anduin y temían menos a los hombres. Vinieron al oeste después
de los pelosos y siguieron el curso del Sonorona hacia el sur; muchos de ellos
vivieron un tiempo entre Tharbad y los límites de las Tierras Brunas antes de
volver al norte.
Los albos, los menos numerosos, eran una rama
nórdica, más amiga de los elfos que el resto de los hobbits y más hábil para el
lenguaje y los cantos que para los trabajos manuales. Siempre habían preferido
la caza a la agricultura. Cruzaron las montañas al norte de Rivendel y
descendieron el Fontegrís. Muy pronto se mezclaron en Eriador con las ramas ya
establecidas allí, pero como eran más valientes y más aventureros, se los
encontraba a menudo como jefes o caudillos en los clanes de los pelosos y los fuertes.
Todavía en tiempos de Bilbo, el fuerte carácter albo podía descubrirse aún en
las grandes familias, tales como los Tuk y los señores del país de Los Gamos.
En las tierras occidentales de Eriador, entre
las montañas Nubladas y las montañas de Lun, los hobbits encontraron hombres y elfos.
En efecto, todavía moraba allí un resto de los dúnedain, los reyes de los hombres
que vinieron por el mar desde Oesternesse; pero iban desapareciendo rápidamente
y la ruina alcanzaba ya a todas las tierras del reino del norte. Había pues
sitio y en abundancia para los inmigrantes, y en poco tiempo los hobbits
empezaron a establecerse en comunidades ordenadas. De la mayoría de las
primitivas colonias no quedaba ya ni siquiera el recuerdo en tiempos de Bilbo,
pero una de las más importantes se mantenía aún, aunque reducida de tamaño:
estaba en Bree y en el bosque de Chet que se extendía por los alrededores, a
unas cuarenta millas [64 kilómetros] al este de La Comarca.
Fue en aquellos tempranos días, sin duda,
cuando los hobbits aprendieron el alfabeto y comenzaron a escribir a la manera
de los dúnedain, quienes a su vez habían aprendido este arte de los elfos.
También en ese tiempo los hobbits olvidaron todas las lenguas que habían usado
antes, y desde entonces hablaron siempre la lengua común, que llamaban oestron
y que era corriente en todas las tierras de los reyes, desde Arnor hasta
Gondor, y a lo largo de toda la costa del mar, desde Belfalas hasta Lun. Sin
embargo, conservaron unos pocos vocablos de su propio idioma, así como las
palabras que designaban los meses y los días y un gran caudal de nombres
personales del pasado.
Alrededor de esta época la leyenda comenzó a
ser historia entre los hobbits, al iniciarse el cómputo de los años. Pues fue
en el año mil seiscientos uno de la Tercera Edad cuando los hermanos albos
Marcho y Blanco salieron de Bree y luego de haber obtenido permiso del gran rey
de Fornost, cruzaron el Baranduin, el río pardo, con un gran séquito de hobbits.
Pasaron por el Puente de los Arbotantes, que había sido construido durante el
apogeo del reino el norte y tomaron posesión de la tierra que se extendía más
allá, donde se establecieron entre el río y las quebradas Lejanas. Todo lo que
se les pidió fue que mantuviesen en buen estado el Puente Grande y los demás
puentes y caminos, que ayudaran a los mensajeros y que reconocieran la majestad
del rey.
Así comenzó la Cronología de La Comarca, pues
el año del cruce del Brandivino—como los hobbits rebautizaron al Baranduin—se
transformó en el Año Uno de La Comarca y todas las fechas posteriores se calcularon
a partir de entonces. Los hobbits occidentales se enamoraron en seguida de la
nueva tierra, se quedaron allí y muy pronto desaparecieron de la historia de
los hombres y de los elfos. Aunque aún había allí un rey del que eran súbditos
formales, en realidad estaban gobernados por jefes propios y nunca intervenían
en los hechos del mundo exterior. En la última batalla de Fornost con el señor brujo
de Angmar, enviaron algunos arqueros en ayuda del rey, o por lo menos así lo
afirmaron, si bien esto no aparece en ningún relato de los hombres. En esa
guerra el reino el norte llegó a su fin y entonces los hobbits se apropiaron de
la tierra y eligieron de entre todos los jefes a un thain, que asumió la
autoridad del rey desaparecido. Desde entonces, por unos mil años, vivieron en
una paz ininterrumpida. La tierra era rica y generosa y aunque había estado
desierta durante mucho tiempo, en otras épocas había sido bien cultivada y allí
el rey tuvo granjas, maizales, viñedos y bosques.
Desde las Fronteras del Oeste, al pie de las colinas
de la Torre, hasta el Puente del Brandivino había unas cuarenta leguas [193 kilómetros] y
casi cincuenta [241
kilómetros] desde los páramos del norte hasta los pantanos
del sur. Los hobbits denominaron a estas tierras La Comarca. La región
estaba bajo la autoridad del thain y era un distrito de trabajos bien organizados;
y allí, en ese placentero rincón del mundo, llevaron una vida ordenada y dieron
cada vez menos importancia al mundo exterior, donde se movían unas cosas
oscuras, hasta llegar a pensar que la paz y la abundancia eran la norma en la
Tierra Media y el derecho de todo pueblo sensato. Olvidaron o ignoraron lo poco
que habían sabido de los Guardianes y de los trabajos de quienes hicieron
posible la larga paz de La Comarca. De hecho estaban protegidos, pero no lo
recordaban.
En ningún momento los hobbits fueron amantes
de la guerra y jamás lucharon entre sí. Si bien en tiempos remotos se vieron
obligados a luchar, para subsistir en un mundo difícil, en la época de Bilbo
aquello era historia antigua. La última batalla antes del comienzo de este
relato y por cierto la única que se libró dentro de los límites de La Comarca,
ocurrió en una época inmemorial: fue la Batalla de los Campos Verdes, en el año
1147 (CC) en la que Bandobras Tuk desbarató una invasión de orcos. Hasta el mismo
clima se hizo más apacible; y los lobos, que en otros tiempos habían llegado
desde el norte devorándolo todo durante los rudos inviernos blancos, eran ahora
cuentos de viejas. Aunque había algún pequeño arsenal en La Comarca, las armas
se usaban generalmente como trofeos: se las colgaba sobre las chimeneas o en
las paredes, o se las coleccionaba en el museo de Cavada Grande, conocido como el
Hogar de los Mathoms; los hobbits llamaban mathom a todo aquello que
no tenía uso inmediato y que tampoco se decidían a desechar. En las moradas de
los hobbits había a menudo grandes cantidades de mathoms y muchos de los
regalos que pasaban de mano en mano eran de esa índole.
No obstante, el ocio y la paz no habían
alterado el raro vigor de esta gente. Llegado el momento, era difícil
intimidarlos o matarlos; y esa afición incansable que mostraban por las cosas
buenas tenía quizás una razón: podían renunciar del todo a ellas cuando era
necesario y lograban sobrevivir así a los rigores de la adversidad, de los
enemigos o del clima, asombrando a aquellos que no los conocían y que no veían
más allá de aquellas barrigas y aquellas caras regordetas. Aunque se resistían
a pelear y no mataban por deporte a ninguna criatura viviente, eran valientes
cuando se los acosaba y hasta podían manejar las armas si se presentaba el
caso. Tiraban bien con el arco, pues eran de mirada certera y buena puntería, y
si un hobbit recogía una piedra, lo mejor era ponerse a resguardo
inmediatamente, como bien lo sabían todas las bestias merodeadoras.
Los hobbits habían vivido en un principio en
cuevas subterráneas, o así lo creían y en esas moradas se sentían a gusto. Mas
con el transcurso del tiempo se vieron obligados a adoptar otras viviendas. Lo
cierto es que en tiempos de Bilbo sólo los hobbits más ricos y los más pobres
mantenían en La Comarca esa vieja costumbre. Los más pobres continuaron
viviendo en las madrigueras primitivas, en realidad simples agujeros, con una
sola ventana o bien ninguna, mientras que los ricos edificaban versiones más
lujosas de las simples excavaciones antiguas. Pero los terrenos adecuados para
estos grandes túneles ramificados (smials, como ellos los llamaban) no
se encontraban en cualquier parte; y en las llanuras o en los distritos bajos,
los hobbits, a medida que se multiplicaban, comenzaron a edificar sobre el
nivel del suelo. En efecto, hasta en las regiones en las que había colinas y en
las villas más antiguas, tales como Hobbiton o Alforzada, o en la vecindad
principal de La Comarca, Cavada Grande, en quebradas Blancas, había ahora
muchas casas de madera, ladrillo o piedra. Por lo general eran las preferidas
por molineros, herreros, cordeleros, carreteros y otros de su clase; porque aun
cuando vivieran en cavernas, los hobbits conservaban la vieja costumbre de construir
cobertizos y talleres.
El hábito de edificar casas de campo y
graneros dicen que comenzó entre los habitantes de Marjala, a orillas del
Brandivino. Los hobbits de esa región, llamada Cuaderna del Este, eran más bien
grandes y de piernas fuertes y usaban botas de enano en los días de barro. Pero
no se ignoraba que tenían gran proporción de sangre fuerte, lo que se notaba en
el vello que les crecía en las barbillas. Ni los pelosos ni los albos tenían
rastro alguno de barba. Los habitantes de Marjala y Los Gamos, al este del río,
donde ellos se instalaron más tarde, habían llegado a La Comarca en época
reciente, en su mayoría desde el lejano sur. Conservaban todavía nombres
peculiares y palabras extrañas que no se encontraban en ningún otro lugar de La
Comarca.
Es posible que el arte de la edificación, como
otros muchos oficios, proviniera de los dúnedain. Pero los hobbits pudieron
haberlo aprendido de los elfos, los maestros de los hombres en su juventud. Los
elfos del alto linaje aún no habían abandonado la Tierra Media, y moraban
entonces en los Puertos Grises del oeste, y en otros lugares al alcance de La
Comarca. Tres torres de los elfos, de edad inmemorial, podían verse aún más
allá de las fronteras occidentales. Brillaban en la lejanía a la luz sobre una
colina verde. Los hobbits de la Cuaderna del Oeste decían que podía verse el
mar desde allá arriba, pero no se tiene noticia de que alguno de ellos escalara
las torres. En realidad, muy pocos hobbits habían navegado, o siquiera visto el
mar, y menos aún habían regresado para contarlo. La mayoría de los hobbits
miraban con profundo recelo aún los ríos y los pequeños botes, y muy pocos
podían nadar. A medida que el tiempo corría, hablaban menos y menos con los elfos
y llegaron a tenerles miedo y a desconfiar de quienes los trataban. El mar se
transformó en una palabra pavorosa, y un signo de muerte, y los hobbits
volvieron la espalda a las colinas del oeste.
El arte de la edificación bien pudo provenir
de los elfos o de los hombres, pero los hobbits lo practicaban a su manera. No
construían torres. Las casas eran generalmente largas, bajas y confortables.
Las más antiguas no eran más que imitaciones de smials, techadas con pasto
seco, paja o turba, y de paredes algo combadas. Este tipo de construcción venía
sin embargo de los primeros días de La Comarca, y cambió y mejoró mucho desde
entonces, incorporando procedimientos aprendidos de los enanos o descubiertos
por ellos mismos. La principal peculiaridad que subsistió de la arquitectura
hobbit fue la afición a las ventanas redondas, o aún a las puertas redondas.
Las casas y las cavernas de los hobbits de La
Comarca eran a menudo grandes y habitadas por familias numerosas. (Bilbo y
Frodo eran solteros y por ello excepcionales, como en muchas otras cosas, entre
ellas su amistad con los elfos.) En ciertas oportunidades—como el caso de los
Tuk de los Grandes Smials o de los Brandigamo de Casa Brandi—, muchas
generaciones de parientes vivían en paz (relativa) en una mansión ancestral de
numerosos túneles. Todos los hobbits eran, de cualquier modo, gente aficionada
a los clanes y llevaban cuidadosa cuenta de sus parientes. Dibujaban grandes y
esmerados árboles genealógicos con innumerables ramas. Cuando se trata con los hobbits
es importante recordar quién está emparentado con quién y en qué grado. Sería
imposible en este libro establecer un árbol de familia, aunque sólo incluyera a
los miembros más importantes de las familias más destacadas en la época a que
se refieren estos relatos. La colección de árboles genealógicos que se
encuentra al final del Libro Rojo de la Frontera del Oeste es casi un
pequeño libro y cualquiera, exceptuando a los hobbits, la encontraría
excesivamente pesada. Los hobbits se deleitan con esas cosas, si son exactas;
les encanta tener libros colmados de cosas que ya saben, expuestas sin
contradicciones y honradamente.
DE LA HIERBA PARA PIPA
Hay otra cosa entre los antiguos hobbits que
merece mencionarse; un hábito sorprendente: absorbían o inhalaban, a través de
pipas de arcilla o madera, el humo de la combustión de una hierba llamada hoja
o hierba para pipa, quizás una variedad de la nicotiana. Hay mucho misterio en
el origen de esta costumbre peculiar, o de este «arte», como los hobbits
preferían llamarlo. Todo lo que se descubrió en la antigüedad sobre el tema fue
recopilado por Meriadoc Brandigamo (más tarde señor de Los Gamos) y puesto que
él y el tabaco de la Cuaderna del Sur son parte de la historia que sigue, sus
comentarios en la introducción al Herbario de La Comarca merecen ser
citados aquí.
«Este arte, dice, es el único que
podemos reclamar como de invención nuestra. En qué época empezaron a fumar los hobbits
es un enigma; todas las leyendas e historias familiares lo dan por sabido;
durante años la gente de La Comarca fumó diversas hierbas, algunas malolientes,
otras aromáticas. Pero todos los documentos concuerdan en un punto: Tobold
Corneta de valle Largo en la Cuaderna del Sur fue el primero que cultivó un verdadero
tabaco de pipa en los días de Isengrim II, alrededor del año 1070 de la
Cronología de La Comarca. Los mejores cultivos todavía provienen de ese
distrito, especialmente las variedades que ahora se conocen como Hoja Valle
Largo, Viejo Toby y Estrella Sureña.
»No está registrado cómo el viejo Toby obtuvo
la planta, pues murió sin decírselo a nadie. Sabía mucho sobre hierbas, aunque
no era viajero. Se cuenta que en su juventud iba a menudo a Bree; ciertamente
nunca se alejó de La Comarca más allá de Bree. Por lo tanto, es muy posible que
haya conocido esta planta en Bree, donde hoy se da bien en la vertiente sur de
la colina; los hobbits de Bree pretenden haber sido los primeros fumadores de
esta hierba. Aseguran, por supuesto, que se adelantaron en todo a la gente de La
Comarca, a quienes llaman "colonos"; pero en este caso la pretensión
es, a mi entender, probablemente cierta, pues todo indica que fue en Bree donde
nació el arte de fumar la verdadera hierba, y desde allí se extendió en el
curso de los últimos siglos entre los enanos y algunas otras gentes, como los montaraces,
los magos y los vagabundos que iban y venían aún por aquella antigua
encrucijada de caminos. El centro y hogar de este arte se encuentra, pues, en
la posada de Bree, El Poni Pisador, propiedad de la familia Mantecona desde
épocas remotas.
»Al mismo tiempo, mis propias observaciones en
los viajes que hice al sur me convencieron de que la hierba no es originaria de
nuestra región, sino que vino del Anduin inferior hacia el norte, traída, creo
yo, del otro lado del mar por los hombres de Oesternesse. Crece en abundancia
en Gondor, y allí es más grande y exuberante que en el norte, donde nunca se la
encuentra en estado salvaje; florece sólo en lugares cálidos y abrigados, como valle
Largo. Los hombres de Gondor la llaman galenas dulce, y la aprecian por la
fragancia de las flores. Desde esas tierras la habrían llevado al norte
remontando el Camino Verde durante los largos siglos que median entre la
llegada de Elendil y nuestros días. Pero hasta los dúnedain de Gondor nos
otorgan este crédito: los hobbits fueron los primeros que la fumaron en pipa.
Ni siquiera los magos lo intentaron antes que nosotros. Aunque un mago que
conocí adquirió este arte mucho tiempo atrás, mostrándose tan hábil como en
todas las otras cosas a las que llegó a dedicarse.»
DE LA ORDENACIÓN DE LA
COMARCA
La Comarca se dividía en cuatro distritos, las
Cuadernas, denominadas del Norte, del Sur, del Este y del Oeste y éstas a su
vez en regiones que aún llevaban los nombres de algunas de las viejas familias
principales, aunque en la época de esta historia esos nombres no se encontraban
sólo en las regiones respectivas. Casi todos los Tuk vivían aún en las Tierras
de Tuk, lo que no ocurría con muchas otras familias, tales como los Bolsón o
los Boffin.
La Comarca en ese entonces apenas tenía «gobierno».
Las familias cuidaban en general de sus propios asuntos y dedicaban la mayor
parte del día al cultivo y consumo de alimentos. En otras cuestiones eran por
lo común gente generosa, tranquila y poco ambiciosa, de modo que las heredades,
granjas, talleres y pequeñas industrias tendían a conservarse invariables
durante generaciones.
La antigua tradición que hablaba de un rey de
Fornost o Norburgo, como lo llamaban muy al norte de La Comarca, se conservaba
aún, por supuesto. Pero no había habido rey durante casi mil años y las ruinas
de Norburgo estaban cubiertas de hierba. Sin embargo, los hobbits, al referirse
a pueblos salvajes y criaturas malignas (como los troles), aún decían que no
habían oído hablar del rey. Atribuían al antiguo rey todas las leyes esenciales
y por lo general las aceptaban de buen grado, ya que eran Los Preceptos (como
ellos decían) a la vez antiguos y justos.
Es verdad que la familia Tuk ocupó una
posición preeminente durante mucho tiempo; el cargo de thain había pasado de
los Gamoviejo a los Tuk algunos siglos antes y desde entonces el jefe Tuk había
llevado siempre ese título. El thain era jefe de la Asamblea de La Comarca y
capitán del acantonamiento y la tropa. Pero como la tropa y la Asamblea eran
convocadas sólo en casos de emergencia, que ya no ocurrían, la dignidad del thain
era apenas nominal. A la familia Tuk se la respetaba especialmente, pues seguía
siendo numerosa y muy rica y tenía la capacidad de producir en cada generación
personajes recios, de costumbres peculiares, y aún de temperamento aventurero.
Estas últimas cualidades, sin embargo, eran más toleradas (en los ricos) que
generalmente aprobadas. No obstante, se mantuvo la costumbre de llamar el
Tuk al jefe de la familia, y se agregaba al nombre—si era necesario—un
número, como por ejemplo Isengrim II.
El
único oficial verdadero en La Comarca era en esa época el alcalde de Cavada
Grande (o de La Comarca) y que era elegido cada siete años en la Feria Libre de
las quebradas Blancas, en Lithe, es decir, a mediados del verano. Como alcalde,
su casi única obligación consistía en presidir los banquetes en las fiestas de La
Comarca, que se celebraban con frecuencia. Pero a la alcaldía se agregaban los
oficios de jefe de Correos y primer oficial, de modo que el alcalde ordenaba tanto
los servicios de mensajeros como los policiales. Estos eran los únicos
servicios de La Comarca, y los mensajeros, los más numerosos y los más
atareados. Los hobbits no eran todos instruidos, de ningún modo; pero los que
lo eran escribían constantemente a todos los amigos y algunos parientes que
vivían más allá de una tarde de marcha.
Oficiales era
el nombre que los hobbits daban a sus policías o al equivalente más cercano.
Por supuesto, no llevaban uniforme (cosas así eran completamente desconocidas),
sino una simple pluma en el sombrero, y en la práctica eran guardias
campestres, más que policías y se ocupaban más de los animales extraviados que
de las gentes. En toda La Comarca sólo había doce: tres en cada Cuaderna, para
trabajos internos. Un cuerpo bastante mayor, que variaba de acuerdo con la
necesidad, estaba dedicado a «batir las fronteras» e impedir que los extraños
de cualquier clase, grandes o pequeños, molestaran demasiado.
En la época en que empieza esta historia, los fronteros,
como se los llamaba, se habían multiplicado mucho. Había numerosos informes y
quejas acerca de personas y criaturas extrañas que merodeaban fuera o dentro de
los lindes: primer signo de que todo no estaba completamente en orden, como lo
había estado siempre, excepto en cuentos y leyendas de otro tiempo. Muy pocos
prestaron atención a tales indicios y ni siquiera Bilbo tenía aún noción de lo
que esto presagiaba. Habían pasado sesenta años desde que emprendiera el
memorable viaje, y era viejo hasta para los hobbits, quienes alcanzaban a veces
los cien años, pero evidentemente conservaba mucho de la considerable fortuna
que había traído de vuelta. Cuánto, o cuán poco, no lo había revelado a nadie,
ni siquiera a Frodo, su sobrino favorito. Y todavía guardaba en secreto el
Anillo que había encontrado.
DEL DESCUBRIMIENTO DEL
ANILLO
Como se cuenta en El hobbit, un día
llegó a la puerta de Bilbo el gran mago, Gandalf el Gris y con él trece enanos:
nada menos que Thorin Escudo de Roble, descendiente de reyes, y doce compañeros
de exilio. Bilbo salió con ellos, del todo perplejo, en una mañana de abril del
año 1341 de la Cronología de La Comarca, a la búsqueda del gran tesoro: el
tesoro oculto de los reyes enanos de la montaña, debajo de Erebor en Valle,
lejos al este. La misión fue fructífera, y dieron muerte al dragón que
custodiaba el tesoro. Sin embargo, aunque antes del triunfo final se libró la
batalla de los Cinco Ejércitos, en la que murió Thorin, y se realizaron muchas
proezas, el asunto habría incumbido apenas a la historia posterior o sólo
hubiera merecido algo más que un comentario en los largos anales de la Tercera
Edad, de no haber mediado una causa fortuita: el grupo fue asaltado por orcos
en un alto paso de las montañas Nubladas, en el camino hacia las Tierras Ásperas,
y sucedió que Bilbo se perdió un tiempo en las profundas y negras minas
subterráneas de los orcos, bajo la montaña, y allí, tanteando en vano en la
oscuridad, posó la mano sobre un anillo, caído en el piso de un túnel. Se lo
guardó en el bolsillo. En ese momento sólo pensó que había tenido suerte.
Tratando de encontrar la salida, Bilbo siguió
descendiendo a las profundidades de la montaña, hasta que no pudo continuar. En
el fondo de la galería había un lago helado, lejos de toda luz, y en una isla
rocosa, en medio de las aguas, vivía Gollum. Era una pequeña y aborrecible
criatura; impulsaba un botecito con unos pies anchos y planos, acechando con
ojos pálidos y luminosos; metía los dedos largos en el agua, sacaba un pez
ciego, y se lo devoraba crudo. Se alimentaba de cualquier cosa viviente, aún orcos,
si podía apresarlos y estrangularlos sin lucha. Era dueño de un tesoro secreto
que había llegado a él en pasadas edades, cuando todavía vivía a la luz: un anillo
de oro que hacía invisible a quien lo usaba. Era lo único que amaba, su «tesoro»,
y hablaba con él incluso cuando no lo llevaba consigo. Lo mantenía oculto y a
salvo en un agujero de la isla, excepto cuando cazaba o espiaba a los orcos de
las minas.
Quizás
habría atacado a Bilbo inmediatamente, si cuando se encontraron hubiese llevado
el anillo; pero no fue así, y el hobbit tenía en la mano una daga de los elfos,
que le servía de espada. Para ganar tiempo, Gollum desafió a Bilbo al juego de
los enigmas, diciéndole que propondría un enigma, y si Bilbo no podía
resolverlo, lo mataría y se lo comería. Pero si Bilbo lo derrotaba, haría lo
que él quisiera y le mostraría la salida a través de los túneles,
Perdido sin esperanza en las tinieblas y no
pudiendo avanzar ni retroceder, Bilbo aceptó el desafío. Se plantearon
mutuamente los enigmas. Por fin Bilbo ganó, quizá más por buena suerte que por
inteligencia, pues al plantearle a Gollum otro enigma, encontró en el bolsillo
el anillo que había recogido y olvidado y exclamó: ¿Qué tengo en el
bolsillo? Gollum no pudo responder, aunque consiguió que Bilbo aceptara
tres respuestas.
Las autoridades, es cierto, difieren acerca de
si esta última era una simple pregunta o un verdadero enigma, de acuerdo con
las reglas estrictas del juego; pero todos están de acuerdo en que después de
aceptar y tratar de adivinar la respuesta, la promesa ataba a Gollum. Bilbo lo
obligó a mantener su palabra, pues se le ocurrió la idea de que ese ser
escurridizo podía ser falso, aunque tales promesas eran sagradas y desde antaño
todos, excepto las criaturas más malignas, habían temido romperlas. Pero
después de pasar tantos años solo en la oscuridad, el corazón de Gollum era
negro y abrigaba la traición. Se escabulló y retornó a su isla no muy lejana,
en las aguas oscuras, de la que Bilbo nada sabía. «Allí, pensaba, estaba el anillo.»
Se sentía ahora hambriento y enojado; pero una vez que tuviese el «tesoro»
con él, ya no temería ningún ataque.
Pero el anillo no estaba en la isla; lo había
perdido o había desaparecido. El grito penetrante de Gollum estremeció a Bilbo,
quien todavía no entendía lo que había pasado. Gollum había encontrado por fin
la respuesta al enigma, pero demasiado tarde. ¿Qué tiene en el bolsillo?,
gritó. Los ojos le brillaban como una llamarada verde cuando volvió rápidamente
sobre sus pasos, decidido a asesinar al hobbit y recobrar el «tesoro».
Justo a tiempo, Bilbo vio el peligro y huyó ciegamente por el pasaje,
alejándose del agua; y una vez más la buena suerte lo salvó. Porque mientras
corría metió la mano en el bolsillo, y el anillo se le deslizó suavemente en el
dedo; de modo que Gollum pasó a su lado sin verlo cuando iba a vigilar la
puerta de salida para que el «ladrón» no escapase. Bilbo siguió
cautelosamente a Gollum, que corría maldiciendo y hablando consigo mismo sobre
su «tesoro». Por esta charla Bilbo entendió al fin y la esperanza acudió
a él en las sombras; había encontrado el maravilloso anillo y con él la
probabilidad de escapar de los orcos y de Gollum.
Por fin se detuvieron frente a una abertura
oculta que llevaba a las puertas inferiores de las minas, en la ladera oriental
de las montañas. Allí Gollum se agazapó, acechando, husmeando, y escuchando.
Bilbo estuvo tentado de atravesarlo con la espada, pero le dio lástima, pues aunque
tenía el anillo, que era su única esperanza, no lo utilizaría como ayuda para
matar a la miserable criatura a traición. Por último, armándose de coraje,
saltó por encima de Gollum en la oscuridad y huyó pasaje adelante perseguido
por los gritos de odio y desesperación de su enemigo: ¡Ladrón! ¡Ladrón!
¡Bolsón! ¡Te odiaré siempre!
Cosa curiosa, pero ésta no es la historia que
Bilbo contó al principio a sus compañeros. Les dijo que Gollum le había
prometido un regalo, si él, Bilbo, ganaba en el juego; pero cuando Gollum fue a
la isla descubrió que el tesoro había desaparecido: era un anillo mágico que le
habían regalado en un cumpleaños mucho tiempo atrás. Bilbo sospechaba que ése
era el anillo que había encontrado y como había ganado el juego, le
correspondía por derecho. Pero como en aquel momento se encontraba en un apuro,
no había dicho nada y dejó que Gollum le mostrase la salida al exterior más
como recompensa que como regalo. Bilbo asentó este informe en sus memorias, y
parece que nunca lo alteró, ni siquiera después del Concilio de Elrond.
Evidentemente sigue apareciendo así en el Libro Rojo y en varias copias
y resúmenes. Pero muchos ejemplares contienen la verdadera versión (como una
variante), derivada sin duda de notas de Frodo o Samsagaz, pues ambos
conocieron la verdad, aunque parece que no desearon cambiar nada de lo que el
viejo hobbit había escrito.
Gandalf, sin embargo, en seguida puso en duda
la historia original de Bilbo y quiso saber algo más del anillo. Al fin obtuvo
la verdadera historia después de mucho preguntar a Bilbo, lo que por un tiempo
enfrió las relaciones entre ellos; el mago entendía que la verdad era
importante. Aunque no se lo dijo a Bilbo, pensó que era también importante y
perturbador saber que el buen hobbit no había dicho la verdad desde el
principio, cosa bastante contraria a su costumbre. La idea de un «regalo»,
sin embargo, no era mera invención del hobbit. Se la había sugerido a Bilbo y
así lo confesó, lo que alcanzó a oír a Gollum, quien en efecto denominó al anillo
muchas veces «regalo de cumpleaños». También esto le pareció a Gandalf
extraño y sospechoso, pero no descubrió la verdad al respecto hasta muchos años
después, como se verá en este libro.
De las posteriores aventuras de Bilbo muy poco
hay que decir aquí. Con ayuda del anillo escapó de los orcos que guardaban la
puerta y se reunió con sus compañeros. Usó el anillo muchas veces mientras iba
de un lado a otro, principalmente para ayudar a sus amigos, pero guardó el
secreto todo lo que pudo. Ya en su casa nunca habló de él con nadie, excepto
con Gandalf y Frodo; y ningún hobbit de La Comarca supo de la existencia del anillo,
o por lo menos así lo creyó él. Sólo a Frodo mostró el informe de viaje que
estaba escribiendo.
Colgó la espada, Dardo, sobre el hogar, y la
maravillosa cota de malla, regalo de los enanos, tomada del tesoro escondido
del dragón, la prestó a un museo: el Hogar de los Mathoms de Cavada
Grande. Pero en una gaveta, en Bolsón Cerrado, conservó el viejo manto y la
caperuza que había llevado en sus viajes. En cuanto al anillo, lo guardó
siempre en un bolsillo sujeto a una hermosa cadena.
Volvió a su hogar en Bolsón Cerrado el 22 de
junio de su quincuagésimo segundo año (1342 CC), y nada digno de mención
sucedió en La Comarca hasta que el señor Bolsón comenzó a preparar la
celebración de su cumpleaños centésimo decimoprimero (1401 CC). En ese punto
comienza esta Historia.(…)
I.UNA FIESTA MUY ESPERADA
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO I
Cuando el señor Bilbo
Bolsón de Bolsón Cerrado anunció que muy pronto celebraría su cumpleaños
centésimo decimoprimero con una fiesta de especial magnificencia, hubo muchos
comentarios y excitación en Hobbiton.
Bilbo era muy rico y
muy peculiar y había sido el asombro de La Comarca durante sesenta años, desde
su memorable desaparición e inesperado regreso. Las riquezas que había traído
de aquellos viajes se habían convertido en leyenda local y era creencia común,
contra todo lo que pudieran decir los viejos, que en la Colina de Bolsón
Cerrado había muchos túneles atiborrados de tesoros. Como si esto no fuera
suficiente para darle fama, el prolongado vigor del señor Bolsón era la
maravilla de La Comarca. El tiempo pasaba, pero parecía afectarlo muy poco. A
los noventa años tenía el mismo aspecto que a los cincuenta. A los noventa y
nueve comenzaron a considerarlo «bien
conservado», pero «sin cambios»
hubiese estado más cerca de la verdad. Había muchos que movían la cabeza
pensando que eran demasiadas cosas buenas; parecía injusto que alguien tuviese
(en apariencia) una juventud eterna y a la vez (se suponía) bienes inagotables.
—Tendrá que pagar—decían—.
¡No es natural, y traerá problemas!
Pero tales problemas
no habían llegado y como el señor Bolsón era generoso con su dinero, la mayoría
de la gente estaba dispuesta a perdonarle sus rarezas y su buena fortuna. Se
visitaba con sus parientes (excepto, claro está, los Sacovilla-Bolsón) y
contaba con muchos devotos admiradores entre los hobbits de familias pobres y
poco importantes. Sin embargo, no tuvo amigos íntimos, hasta que algunos de sus
primos más jóvenes fueron haciéndose adultos.
El primo mayor y el
favorito de Bilbo, era el joven Frodo Bolsón. Cuando Bilbo cumplió noventa y
nueve, adoptó a Frodo como heredero y lo llevó a vivir consigo a Bolsón
Cerrado; las esperanzas de los Sacovilla-Bolsón se desvanecieron del todo.
Ocurría que Bilbo y Frodo cumplían años el mismo día: el 22 de septiembre. «Mejor será que te vengas a vivir aquí,
muchacho», dijo Bilbo un día, «y así
podremos celebrar nuestros cumpleaños cómodamente juntos». En aquella
época, Frodo estaba todavía en la «veintena»,
como los hobbits llamaban a los irresponsables veinte años que median entre los
trece y los treinta y tres.
Pasaron doce años más.
Los Bolsón habían dado siempre bulliciosas fiestas de cumpleaños en Bolsón
Cerrado; pero ahora se tenía entendido que algo muy excepcional se planeaba
para el otoño. Bilbo cumpliría ciento once años, un número bastante curioso y
una edad muy respetable para un hobbit (el viejo Tuk había alcanzado sólo los
ciento treinta); y Frodo cumpliría treinta y tres, un número importante: el de
la mayoría de edad.
Las lenguas empezaron
a moverse en Hobbiton y Delagua: el rumor del próximo acontecimiento corrió por
todo el país. La historia y el carácter del señor Bilbo fueron de nuevo el tema
principal de conversación y las gentes más viejas descubrieron que los cuentos
del pasado eran de pronto bien recibidos por todos.
Nadie tuvo auditorio
más atento que el viejo Ham Gamyi conocido comúnmente como «el Tío». Contaba sus historias en La Mata de Hiedra, una pequeña posada en
el camino de Delagua y hablaba con cierta autoridad, pues había cuidado el
jardín de Bolsón Cerrado durante cuarenta años y anteriormente había ayudado al
viejo Cavada en esas mismas tareas. Ahora que envejecía y se le endurecían las
articulaciones, el trabajo estaba a cargo generalmente de su hijo más joven,
Sam Gamyi. Tanto el padre como el hijo tenían muy buenas relaciones con Bilbo y
Frodo. Vivían en la Colina misma, en Bolsón de Tirada número 3, justo
debajo de Bolsón Cerrado.
—El señor Bilbo es un
caballero hobbit muy bien hablado, como he dicho siempre—declaró el Tío. Decía
la verdad, pues Bilbo era muy cortés con él y lo llamaba «maestro Hamfast» y lo consultaba constantemente sobre el
crecimiento de las legumbres; en materia de tubérculos, especialmente de
patatas, el Tío era reconocido como autoridad máxima por todos los vecinos
(incluido él mismo).
—¿Quién es ese Frodo
que vive con él?—preguntó el viejo Nogales de Delagua—. Se apellida Bolsón,
pero dicen que es mitad Brandigamo. No entiendo por qué un Bolsón de Hobbiton
ha de buscar esposa en Los Gamos, donde la gente es tan extraña.
—Claro que son
extraños—intervino Papá Dospiés, el vecino del Tío—pues viven en la orilla mala
del Brandivino y justo enfrente del bosque Viejo. Un lugar siniestro y
tenebroso, si es cierto la mitad de lo que se cuenta.
—¡Tienes razón!—dijo
el Tío—. No porque los Brandigamo de Los Gamos vivan en el bosque Viejo; pero
son una familia rara, parece. Se divierten con botes en ese gran río y eso no
es natural; no me asombra que no salga nada bueno; pero de cualquier modo el
señor Frodo es un joven hobbit tan agradable como el que más. Muy parecido al
señor Bilbo y no sólo en el aspecto. Al fin y al cabo, el padre era un Bolsón.
Hobbit decente y respetable, el señor Drogo Bolsón, nunca dio mucho que hablar,
hasta que se ahogó.
—¿Se ahogó?—dijeron
varias voces. Habían oído antes este y otros rumores más sombríos, naturalmente;
pero los hobbits tienen pasión por las historias de familia, y estaban
dispuestos a oírlo todo de nuevo.
—Bien, así dicen—dijo
el Tío—. Verán: el señor Drogo se casó con la pobre señorita Prímula
Brandigamo; ella era prima hermana por parte de madre de nuestro señor Bilbo
(la madre era la hija menor del viejo Tuk) y el señor Drogo era un primo
segundo. Así el señor Frodo es su sobrino segundo por una parte y tercero por
la otra, si ustedes me siguen. El señor Drogo estaba pasando una temporada en
Casa Brandi con el suegro, el viejo señor Gorbadoc, cosa que hacía a menudo
(pues era de muy buen comer, y la mesa del viejo Gorbadoc estaba siempre bien
servida), y salió a navegar por el Brandivino; se ahogaron él y su mujer; el
pobre señor Frodo era niño aún.
—He oído que se fueron
al río después de la cena, a la luz de la luna—dijo el viejo Nogales—, y que
fue el peso de Drogo lo que hizo zozobrar la embarcación.
—Y yo he oído que ella
lo empujó y que él tiró de ella y la arrastró al agua—dijo Arenas, el molinero
de Hobbiton.
—No prestes atención a
todo lo que se dice, Arenas—dijo el Tío, que no estimaba mucho al molinero—. No
es necesario hablar de empujones y tirones. Los botes son bastante traicioneros
aún para los pasajeros más apacibles. No le busquemos cinco pies al gato. De
cualquier manera, el señor Frodo quedó huérfano, desamparado, como se dice,
entre aquellos extraños gamunos, y fue educado de algún modo en Casa Brandi.
Una simple conejera, según dicen. El viejo señor Gorbadoc nunca tenía menos de
doscientos parientes en el lugar. El señor Bilbo se mostró de veras bondadoso
cuando trajo al joven a vivir entre gente decente.
Pero reconozco que fue
un rudo golpe para los Sacovilla-Bolsón. Pensaban quedarse en Bolsón Cerrado,
cuando Bilbo desapareció y se le dio por muerto. Y he aquí que vuelve, los echa
y sigue viviendo y viviendo, manteniéndose siempre joven, ¡bendito sea! Y de
pronto presenta un heredero con todos los papeles en regla. Los Sacovilla-Bolsón
nunca volverán a ver Bolsón Cerrado por dentro, o al menos así lo esperamos.
—He oído decir que hay
una considerable cantidad de dinero escondida allí—dijo un extranjero, viajante
de comercio de Cavada Grande en la Cuaderna del Oeste—, y que todo lo alto de la Colina de
ustedes está plagado de túneles atestados de cofres con plata, oro y joyas,
según he oído.
—Entonces ha oído más
de lo que yo podría decir ahora—respondió el Tío—. No sé nada de joyas. El
señor Bilbo es generoso con su dinero y parece no faltarle; pero no sé nada de
túneles. Vi al señor Bilbo cuando volvió, unos sesenta años atrás, cuando yo
era muchacho. A poco de emplearme como aprendiz, el viejo Cavada (primo de mi
padre) me hizo subir a Bolsón Cerrado para ayudarlo a evitar que la gente
pisoteara el jardín mientras duraba la subasta y he aquí que en medio de todo
aparece el señor Bilbo subiendo la colina, montado en un poni y cargando unas
valijas enormes y un par de cofres. No dudo de que esta carga fuera en su mayor
parte ese tesoro que él trajo de sitios lejanos, donde hay montañas de oro,
según dicen, pero no era tanto como para llenar túneles. Mi muchacho Sam sabrá
más acerca de esto, pues allí entra y sale cuando quiere. Lo enloquecen las
viejas historias y escucha todos los relatos del señor Bilbo. El señor Bilbo le
ha enseñado a leer, sin ánimo de hacer daño alguno, noten ustedes, y espero de
veras que no le traiga ningún daño.
¡Elfos y dragones!, le
digo yo. Coles y patatas son más útiles para mí y para ti. No te mezcles en los
asuntos de tus superiores o te encontrarás en dificultades demasiado grandes
para ti, le repito constantemente. Y he de decir lo mismo a otros—agregó, mientras
miraba al extranjero y al molinero.
Pero el Tío no
convenció a su auditorio. La leyenda de la riqueza de Bilbo estaba ya
firmemente grabada en las mentes de las nuevas generaciones de hobbits.
—Ah, pero es muy
probable que él haya seguido aumentando lo que trajo al principio—arguyó el
molinero, haciéndose eco de la opinión general—. Se ausenta muy a menudo, y
miren la gente extranjera que lo visita: enanos que llegan de noche; ese viejo
hechicero vagabundo, Gandalf, y todos. Usted puede decir lo que quiera, Tío,
pero Bolsón Cerrado es un lugar extraño, y su gente más extraña aún.
—Y usted también puede decir lo que quiera, aunque de esto sabe tan poco como de cuestiones de botes, señor Arenas—replicó el Tío, a quien el molinero le resultaba más antipático que de costumbre—. Si eso es ser extraño, entonces podemos encontrar cosas un poco más extrañas por estos lugares. Hay alguien, no muy lejos de aquí, que no ofrecería un vaso de cerveza a un amigo, aunque viviese en una cueva de paredes doradas. Pero en Bolsón Cerrado las cosas se hacen bien. Nuestro Sam dice que todos serán invitados a la fiesta y que habrá regalos, no lo dude. Regalos para todos y en este mismo mes.
El mes era septiembre;
un septiembre tan hermoso como se pudiera pedir. Uno o dos días más tarde se
extendió el rumor (probablemente iniciado por el mismo Sam) de que habría fuegos
artificiales como no se habían visto en La Comarca durante casi un siglo, al
menos desde la muerte del viejo Tuk.
Era la marca de
Gandalf, naturalmente, y el viejo era Gandalf el mago, de reconocida habilidad
en el manejo de fuegos, humos y luces y famoso por esto en La Comarca. La
verdadera ocupación de Gandalf era mucho más difícil y peligrosa, pero el
pueblo de La Comarca no lo sabía. Para ellos Gandalf no era más que una de las
«atracciones» de la fiesta. De aquí
la excitación de los niños hobbits. —¡La G es de Grande!—gritaban y el viejo sonreía. Lo
conocían de vista, aunque sólo aparecía en Hobbiton ocasionalmente y nunca se
detenía mucho tiempo. Pero ni ellos ni nadie, excepto los más viejos de los más
viejos, habían visto sus fuegos de artificio, que ya pertenecían a un pasado
legendario.
Cuando el viejo,
ayudado por Bilbo y algunos enanos, terminó de descargar, Bilbo repartió unas
monedas, pero ningún petardo ni ningún buscapié, ante la decepción de los
espectadores.
—¡Y ahora, fuera!—dijo
Gandalf—. Tendrán de sobra a su debido tiempo. —Luego desapareció en el
interior de la casa junto con Bilbo, y la puerta se cerró. Los niños hobbits se
quedaron un rato mirando la puerta, y se alejaron sintiendo que el día de la
fiesta no llegaría nunca.
Bilbo y Gandalf
estaban sentados en una pequeña habitación de Bolsón Cerrado, frente a una
ventana abierta que miraba al oeste sobre el jardín. La tarde era clara y
serena. Las flores brillaban, rojas y doradas; escrofularias, girasoles y
capuchinas, matizaban el césped y se asomaban a las ventanas redondas
—¡Qué hermoso luce tu
jardín!—dijo Gandalf.
—Sí—respondió Bilbo—,
le tengo mucho cariño, lo mismo que a toda la vieja Comarca, pero creo que
necesito un descanso.
—¿Quieres decir que
continuarás con tu plan?
—Así es. Me decidí
hace meses, y no he cambiado de parecer.
—Muy bien. No es necesario
decir nada más. Mantente en tu plan, en tu plan completo y creo que dará buenos
resultados, para ti y para todos nosotros.
—Así lo espero. De
cualquier modo, quiero divertirme el jueves y hacer mi pequeña broma.
—Yo me pregunto quién
reirá—dijo Gandalf, sacudiendo la cabeza.
—Veremos—respondió
Bilbo.
Al día siguiente, más
y más carros subieron por la Colina. Hubo sin duda alguna queja a propósito de
este «comercio local», pero esa misma
semana Bolsón Cerrado empezó a emitir órdenes reservando toda clase de
provisiones, artículos de primera necesidad y costosos manjares que pudieran
obtenerse en Hobbiton, Delagua o cualquier otro lugar de la vecindad. La gente
se entusiasmó; comenzó a contar los días en el calendario, mientras esperaba
ansiosamente al cartero que les llevaría las invitaciones.
Muy pronto las
invitaciones comenzaron a salir a raudales y la oficina de correos de Hobbiton
quedó bloqueada y la de Delagua abrumada y hubo que contratar carteros
voluntarios. Un río continuo de carteros trepó por la loma llevando cientos de
corteses variantes de: Gracias, iré con
mucho gusto.
En la entrada de
Bolsón Cerrado apareció un cartel que decía: Prohibida la entrada excepto por asuntos de la fiesta. Aún a
aquellos que se ocupaban o pretendían ocuparse de asuntos de la fiesta raras
veces se les permitió la entrada. Bilbo trabajaba—escribiendo invitaciones,
registrando respuestas, envolviendo regalos y haciendo algunos preparativos
privados. Había permanecido oculto desde la llegada de Gandalf.
Una mañana, los
hobbits despertaron y vieron que el prado del sur junto a la puerta principal
de Bilbo estaba cubierto con cuerdas y estacas para tiendas y pabellones. Se
había abierto una entrada especial en la barranca que daba al camino y se habían
construido allí unos escalones anchos y una gran puerta blanca. Las tres
familias hobbits de Bolsón de Tirada, el terreno lindero, estaban muy
interesadas y eran envidiadas por todos. El Tío Gamyi hasta dejó de aparentar
que trabajaba en el jardín.
Los pabellones
comenzaron a elevarse. Había uno particularmente amplio, tan grande que el
árbol que crecía en el terreno cabía dentro y se erguía orgullosamente a un
lado, a la cabecera de la mesa principal. Se colgaron linternas de todas las
ramas. Algo aún más promisorio para la mentalidad hobbit: se levantó una enorme
cocina al aire libre, en la esquina norte del campo. Un ejército de cocineros
procedentes de todas las posadas y casas de comidas de muchas millas a la
redonda, llegó a ayudar a los enanos y a todos los curiosos personajes que
estaban acuartelados en Bolsón Cerrado. La excitación llegó a su punto
culminante.
De pronto el cielo se
nubló. Esto ocurrió el miércoles, víspera de la fiesta. La ansiedad era
intensa. Amaneció el esperado jueves 22 de septiembre. El sol se levantó, las
nubes desaparecieron, se enarbolaron las banderas, y la diversión comenzó.
Bilbo Bolsón la
llamaba una «fiesta», pero era en
realidad una variedad de entretenimientos combinados. Prácticamente habían sido
invitados todos los que vivían cerca. Muy pocos fueron omitidos por error, pero
esto no tuvo importancia, pues lo mismo acudieron. Invitaron además a mucha
gente de otras partes de La Comarca y hasta unos pocos de más allá de las
fronteras. Bilbo mismo recibía a los invitados (y acompañantes) junto a la
nueva puerta blanca. Repartió regalos a todos y muchos a algunos que salían por
los fondos y volvían a entrar por la puerta principal. Los hobbits, cuando
cumplían años, acostumbraban hacer regalos a los demás. Regalos no muy caros,
generalmente, y no tan pródigos como en esta ocasión; pero no era un mal
sistema. En verdad, en Hobbiton y en Delagua todos los días del año era el
cumpleaños de alguien y por lo tanto todo hobbit tenía una oportunidad segura
de recibir un regalo al menos una vez por semana. Nunca se cansaban de los
regalos.
En esta ocasión los
regalos fueron desacostumbradamente buenos. Los niños hobbits estaban tan
excitados que por un rato casi se olvidaron de comer. Había juguetes nunca
vistos, todos hermosos y algunos evidentemente mágicos. Muchos de ellos habían
sido encargados un año antes y los habían traído de la montaña y de Valle, y
eran piezas auténticas, fabricadas por enanos.
Cuando todos
estuvieron dentro, y luego de dárseles la bienvenida, hubo canciones, danzas,
música, juegos y como era de esperar, comida y bebida. Había tres comidas
oficiales: almuerzo, merienda y cena, pero el almuerzo y la merienda se
distinguieron principalmente por el hecho de que todos los invitados estaban
sentados y comían juntos. En otros momentos había sólo grupos de gente que
comían y bebían, sucediéndose sin interrupción desde las once hasta las seis y
media, hora en que comenzaron los fuegos de artificio.
Los fuegos de
artificio eran de Gandalf; no sólo los había traído, sino que los había
preparado y fabricado. Él mismo disparó los más extraños, las piezas y los
cohetes voladores. Hubo también una generosa distribución de buscapiés,
petardos, bengalas, cohetes, antorchas, estrellitas, velas de enano, fuentes
élficas, trasgos ladradores y truenos; todos soberbios. El arte de Gandalf
progresaba con los años.
Hubo cohetes como un
vuelo de pájaros centelleantes, de dulces voces; hubo árboles verdes, con
troncos de humo oscuro, y hojas que se abrían en una súbita primavera; de las
ramas brillantes caían flores resplandecientes sobre los hobbits maravillados y
desaparecían dejando un suave aroma en el instante mismo en que ya iban a tocar
los rostros vueltos hacia arriba. Hubo fuentes de mariposas que volaban entre
los árboles, columnas de fuegos coloreados que se elevaban transformándose en
águilas, o barcos de vela, o una bandada de cisnes voladores. Hubo un trueno y
relámpago rojo, y luego una lluvia amarilla; un bosque de lanzas plateadas se
alzó, de pronto con alaridos de batalla y cayó en el Agua siseando como cien
serpientes enardecidas. Y también hubo una última sorpresa dedicada a Bilbo,
que dejó atónitos a los hobbits, como lo deseaba Gandalf. Las luces se
apagaron; una gran humareda subió en el aire, tomando la forma de una montaña
lejana, vomitando llamas escarlatas y verdes, y de esas llamas salió volando un
dragón rojo y dorado, no de tamaño natural, pero sí de terrible aspecto. Le
brotaba fuego de la boca y le relampagueaban los ojos. Se oyó de pronto un
rugido y el dragón pasó tres veces como una exhalación sobre las cabezas de la
multitud. Todos se agacharon y muchos cayeron de bruces. El dragón se alejó
como un tren expreso, dio un triple salto mortal y estalló sobre Delagua con un
estruendo ensordecedor.
—¡La señal para la
cena!—dijo Bilbo—. El susto y la alarma se disiparon inmediatamente y los postrados
hobbits se incorporaron de un salto. Hubo una espléndida cena para todos,
excepto los invitados a la cena especial de la familia que se sirvió en el
pabellón. Se limitaron las invitaciones a doce docenas (número que los hobbits
llamaban a una gruesa, aunque el término no se considerara apropiado para
contar gente) y los invitados fueron seleccionados entre todas las familias a
las que Bilbo y Frodo estaban unidos por lazos de parentesco, con el agregado
especial de unos pocos amigos, como Gandalf. Se incluyeron muchos niños
hobbits, con el permiso de las familias, pues los hobbits no acostaban temprano
a los niños y los sentaban a la mesa junto con los mayores, especialmente
cuando se trataba de conseguir una comida gratis. La crianza de los niños hobbits
demandaba una gran cantidad de alimento.
Había muchos de los
Bolsón y de los Boffin, también de los Tuk y los Brandigamo; varios de los
Cavada, parientes de la abuela de Bilbo Bolsón y varios Redondo, relacionados
con el abuelo Tuk; y una selección de los Bolger, Ciñatiesa, Corneta, Ganapié,
Madriguera, Tallabuena y Tejonera. Algunos sólo eran parientes lejanos de Bilbo
y otros apenas habían estado alguna vez en Hobbiton, pues vivían en los remotos
confines de La Comarca. No se olvidó a los Sacovilla-Bolsón. Estaban presentes Otho
y su esposa Lobelia. Le tenían antipatía a Bilbo y detestaban a Frodo, pero les
pareció que no era posible rechazar una invitación escrita con tinta dorada en
una magnífica tarjeta. Además, el primo Bilbo se había especializado en la
buena cocina durante muchos años y su mesa era muy apreciada.
Los ciento cuarenta y
cuatro invitados, sin excepción, esperaban un banquete agradable, aunque temían
el discurso del anfitrión luego de la comida (inevitable ítem). Bilbo era
aficionado a insertar fragmentos de algo que él llamaba poesía, aunque fueran
traídos de los pelos; y algunas veces, después de un vaso o dos, aludía a las
aventuras absurdas de su misterioso viaje. Los invitados no quedaron
chasqueados; habían tenido una fiesta muy agradable, en una palabra, un
verdadero placer: rica, abundante, variada y prolongada. La adquisición de
provisiones en todo el distrito durante la semana siguiente fue casi nula, cosa
sin importancia, pues Bilbo había agotado las reservas de la mayoría de las
tiendas, bodegas y almacenes en muchas millas a la redonda.
El festín concluía (no
del todo) y vino el discurso. La mayor parte de los invitados se encontraba de
un humor apacible, en ese delicioso estado en que «se repletan los últimos
rincones» como ellos decían. Estaban sorbiendo ahora sus bebidas favoritas
y saboreando sus golosinas predilectas y ya no tenían nada que temer. Por lo tanto,
estaban preparados para escuchar cualquier cosa y aplaudir en todas las pausas.
—Mi querido pueblo—comenzó
Bilbo incorporándose. —¡Atención, atención!—gritaron todos a coro, poco
dispuestos a cumplir lo que ellos mismos aconsejaban. Bilbo dejó su lugar y se
subió a una silla bajo el árbol iluminado. La luz de la linterna le caía sobre
la cara radiante; en el chaleco de seda resplandecían unos botones dorados.
Todos podían verlo de pie, agitando una mano en el aire y la otra metida en el
bolsillo del pantalón.
—Mis queridos Bolsón y
Boffin—comenzó nuevamente—, y mis queridos Tuk y Bolger y Brandigamo y Cavada y
Redondo y Madriguera y Corneta y Ciñatiesa, Tallabuena, Tejonera y Ganapié. —¡Ganapié!—gritó
un viejo hobbit desde el fondo del pabellón. Tenía en verdad el nombre que
merecía. Los pies, que había puesto sobre la mesa, eran grandes y
excepcionalmente velludos.
—Ganapié—, repitió
Bilbo—. También mis buenos Sacovilla-Bolsón, a quienes doy por fin la
bienvenida a Bolsón Cerrado. Hoy es mi cumpleaños centésimo decimoprimero:
¡tengo ciento once años! —¡Hurra!
¡Hurra! ¡Por muchos años!—gritaron los hobbits golpeando alegremente sobre las
mesas. Bilbo estaba magnífico. Ese era el tipo de discurso que les gustaba:
corto y obvio.
—Deseo que lo estén
pasando tan bien como yo. —Se oyeron aplausos ensordecedores y gritos de Sí
(y No). Ruido de trompetas y cuernos, pitos y flautas y otros
instrumentos musicales. Había muchos niños hobbits, como se ha dicho, e
hicieron reventar cientos de petardos musicales; casi todos traían estampada la
marca Valle, lo que no significaba mucho para la mayoría de los hobbits,
aunque todos estaban de acuerdo en que eran petardos maravillosos. Dentro de
los petardos venían unos instrumentos pequeños, pero de fabricación perfecta y
sonidos encantadores. En efecto, en un rincón, algunos de los jóvenes Tuk y
Brandigamo, en la creencia de que el tío Bilbo había terminado (pues había
dicho sencillamente todo lo que tenía que decir), improvisaron una orquesta y
se pusieron a tocar una pieza bailable. El señor Everardo Tuk y la señorita
Melilot Brandigamo se subieron a una mesa y llevando unas campanitas en las
manos empezaron a bailar el «Repique de campanas», bonita danza, aunque
algo vigorosa.
Pero Bilbo no había
terminado. Le pidió la corneta a un niño que estaba allí cerca, se la llevó a
la boca y sopló tres veces fuertemente. El ruido se calmó. —No les distraeré
mucho tiempo—gritó Bilbo entre aplausos. —Los he reunido a todos con un
propósito. —Algo en el tono de Bilbo impresionó entonces a los hobbits; se hizo
casi el silencio. Uno o dos Tuk alzaron las orejas.
—En realidad, con tres
propósitos. En primer lugar, para poder decirles lo mucho que los quiero y lo
breves que son ciento once años entre hobbits tan maravillosos y admirables. —Tremendo
estallido de aprobación.
—No conozco a la mitad
de ustedes ni la mitad de lo que me gustaría; y menos de la mitad de ustedes me
gusta la mitad de lo que se merecen. —Esto fue inesperado y bastante difícil.
Se oyeron algunos aplausos aislados, pero la mayoría se quedó callada, tratando
de descifrar las palabras de Bilbo y viendo si podía entenderlas como un
cumplido.
—En segundo lugar,
para celebrar mi cumpleaños. —Aplausos nuevamente. —Tendría que decir: nuestro
cumpleaños, pues es también el cumpleaños de mi sobrino y heredero Frodo. Hoy
entra en la mayoría de edad y en posesión de la herencia. —Se volvieron a
escuchar algunos aplausos superficiales de los mayores y algunos gritos de «¡Frodo!
¡Frodo! ¡Viva el viejo Frodo!» de los más jóvenes. Los Sacovilla-Bolsón
fruncieron el ceño y se preguntaron qué habría querido decir Bilbo con las palabras
«posesión de la herencia».
—Juntos sumamos ciento
cuarenta y cuatro años. El número de ustedes fue elegido para corresponder a
este notable total, una gruesa, si se me permite la expresión. —Ningún aplauso.
Era ridículo. Muchos de los invitados, especialmente los Sacovilla-Bolsón se
sintieron insultados, entendiendo que se los había invitado sólo para completar
un número, como mercaderías en un paquete. Una gruesa, en efecto. ¡Qué
expresión tan vulgar!
—También es, si me
permiten que me remonte a la historia antigua, el aniversario de mi llegada en
tonel a Esgaroth, en lago Largo, aunque en aquella ocasión olvidé por completo
mi cumpleaños. Sólo tenía cincuenta y uno entonces, y cumplir años no me
parecía tan importante. El banquete fue espléndido, de todos modos, aunque
recuerdo que yo estaba muy acatarrado y sólo pude decir «Buchas gracias».
Ahora les digo más correctamente: Muchas gracias por asistir a mi pequeña
fiesta. —Silencio obstinado. Todos temían la inminencia de una canción o de una
poesía y estaban empezando a aburrirse. ¿Acaso no podía terminar de hablar y
dejarlos beber a su salud? Pero Bilbo ni cantó ni recitó. Hizo una breve pausa.
—En tercer lugar y
finalmente, ¡quiero hacer un anuncio! —Pronunció esta última palabra en voz tan
alta y tan repentinamente que quienes todavía podían se incorporaron en seguida.
—Lamento anunciarles que aunque ciento once años es tiempo demasiado breve para
vivir entre ustedes, como ya dije, esto es el fin. Me voy. Los dejo ahora.
¡Adiós!
Bilbo bajó de la silla
y desapareció: hubo un relámpago enceguecedor y todos los invitados
parpadearon; y cuando abrieron de nuevo los ojos, Bilbo ya no estaba. Ciento
cuarenta y cuatro hobbits miraron boquiabiertos y sin habla; el viejo Odo
Ganapié quitó los pies de encima de la mesa y pateó el suelo. Siguió un
silencio mortal, hasta que de pronto, luego de unos profundos suspiros, todos
los Bolsón, Boffin, Tuk, Brandigamo, Cavada, Redondo, Madriguera, Bolger, Ciñatiesa,
Tejonera, Tallabuena, Corneta y Ganapié, comenzaron a hablar al mismo tiempo.
La mayoría estuvo de
acuerdo: la broma había sido de muy mal gusto y necesitaban más comida y bebida
para curarse de la impresión y el mal rato. «Está loco. Siempre lo dije»
fue quizás el comentario más popular. Hasta los Tuk (excepto unos pocos)
pensaron que la conducta de Bilbo había sido absurda y casi todos dieron por
sentado que la desaparición no era más que una farsa ridícula.
Pero el viejo Rory
Brandigamo no estaba tan seguro. Ni la edad ni la gran comilona le habían
nublado la razón y le dijo a su nuera Esmeralda: —En todo esto hay algo
sospechoso, mi querida. Yo creo que el loco Bolsón ha vuelto a irse. Viejo
tonto. Pero ¿por qué preocuparnos si no se ha llevado las vituallas?—Llamó a
voces a Frodo para que ordenase servir más vino.
Frodo era el único de
los presentes que no había dicho nada. Durante un tiempo permaneció en
silencio, junto a la silla vacía de Bilbo, ignorando todas las preguntas y
conjeturas. Se había divertido con la broma, por supuesto, aunque estaba
prevenido. Le había costado contener la risa ante la sorpresa indignada de los
invitados, pero al mismo tiempo se sentía perturbado de veras; descubría de
pronto que amaba tiernamente al viejo hobbit. La mayor parte de los invitados
continuó bebiendo, comiendo y discutiendo las rarezas presentes y pasadas de
Bilbo Bolsón, pero los Sacovilla-Bolsón se fueron en seguida, furiosos. Frodo
ya no quiso saber nada con la fiesta; ordenó servir más vino, se puso de pie,
vació la copa en silencio, a la salud de Bilbo y se deslizó fuera del pabellón.
En cuanto a Bilbo
Bolsón, mientras pronunciaba el discurso no dejaba de juguetear con el anillo
de oro que tenía en el bolsillo, el anillo mágico que había guardado en secreto
tantos años. Cuando bajó de la silla se deslizó el anillo en el dedo y ningún
hobbit volvió a verlo en Hobbiton.
Regresó a su agujero a
paso vivo y se quedó allí unos instantes, escuchando con una sonrisa la
algarabía del pabellón y los alegres sonidos que venían de otros lugares del
campo. Luego entró. Se quitó la ropa de fiesta, dobló y envolvió en papel de
seda el chaleco de seda bordado y lo guardó. Se puso rápidamente algunas viejas
vestiduras y se ajustó a la cintura un gastado cinturón de cuero. De él colgó
una espada corta, en una vaina deteriorada de cuero negro. De una gaveta
cerrada con llave que olía a bolas de alcanfor tomó un viejo manto y un gorro.
Habían estado guardados bajo llave como si fuesen un tesoro, pero estaban tan
remendados y desteñidos por el tiempo que el color original apenas podía
adivinarse (verde oscuro quizá); por otra parte eran demasiado grandes para él.
Luego fue a su escritorio, tomó de una caja grande y pesada un atado envuelto
en viejos trapos, un manuscrito encuadernado en cuero y un sobre abultado. Puso
el libro y el atado dentro de una pesada maleta que ya estaba casi llena. Metió
dentro del sobre el anillo de oro y la cadena, selló el sobre y escribió el
nombre de Frodo. En un principio lo puso sobre la repisa de la chimenea,
pero de pronto cambió de idea y se lo guardó en el bolsillo. En ese momento se
abrió la puerta y Gandalf entró apresuradamente.
—Hola—dijo Bilbo—,
estaba pensando si vendrías.
—Me alegra encontrarte
visible—repuso el mago, sentándose en una silla—. Quería decirte unas pocas
palabras finales. Supongo que crees que todo ha salido espléndidamente y de
acuerdo con lo planeado.
—Sí, lo creo—dijo
Bilbo—. Aunque el relámpago me sorprendió. Me sobresalté de veras y no digamos
nada de los otros. ¿Fue un pequeño agregado tuyo?
—Sí. Tuviste la
prudencia de mantener en secreto el anillo todos estos años y me pareció
necesario dar a los invitados algo que explicase tu desaparición repentina.
—Y me arruinaste la
broma. Eres un viejo entrometido—rio Bilbo—; pero tienes razón, como de
costumbre.
—Así es, cuando sé
algo. Pero no me siento demasiado seguro en todo este asunto, que ha llegado a
su punto final. Has hecho tu broma, has alarmado y ofendido a la mayoría de tus
parientes y has dado a toda La Comarca tema de que hablar durante nueve días, o
mejor aún, noventa y nueve. ¿Piensas ir más lejos?
—Sí, lo haré. Tengo
necesidad de un descanso; un descanso muy largo, como te he dicho;
probablemente un descanso permanente; no creo que vuelva. En realidad, no tengo
la intención de volver y he hecho todos los arreglos necesarios. Estoy viejo,
Gandalf; no lo parezco, pero estoy comenzando a sentirlo en las raíces del
corazón. ¡Bien conservado!—resopló—. En verdad me siento adelgazado, estirado,
¿entiendes lo que quiero decir?, como un pedacito de manteca extendido sobre
demasiado pan. Eso no puede ser. Necesito un cambio, o algo.
Gandalf lo miró
curiosa y atentamente. —No, no me parece bien—dijo pensativo—. Aunque creo que
tu plan es quizá lo mejor.
—De cualquier manera,
me he decidido. Quiero ver nuevamente montañas, Gandalf, montañas; y luego
encontrar algún lugar donde pueda descansar, en paz y tranquilo, sin un montón
de parientes merodeando y una sarta de malditos visitantes colgados de la
campanilla. He de encontrar un lugar donde pueda terminar mi libro. He pensado
un hermoso final: «y en adelante vivió
feliz, hasta el fin de sus días.»
Gandalf rio. —Que así
sea. Pero nadie leerá el libro, cualquiera sea el final.
—Oh, lo leerán, en
años venideros. Frodo ha leído algo a medida que lo iba escribiendo. Pondrás un
ojo en Frodo. ¿Lo harás?
—Sí, lo haré; pondré
los dos ojos, siempre que pueda.
—Frodo hubiera venido
conmigo, por supuesto, si se lo hubiese pedido. En realidad, me lo ofreció una
vez, precisamente antes de la fiesta, pero él aún no lo deseaba de veras.
Quiero ver de nuevo el campo salvaje y las montañas, antes de morir. Frodo
todavía ama La Comarca, los campos, bosques y arroyos. Se sentirá cómodo aquí.
Le dejaré todo, naturalmente, excepto unas pocas menudencias. Creo que será
feliz cuando se acostumbre a estar solo. Ya es hora de que sea su propio dueño.
—¿Todo?—dijo Gandalf—.
¿También el anillo? Dijiste que se lo dejarías.
—Bueno... sí, supongo
que sí—tartamudeó Bilbo.
—¿Dónde está?
—Ya que quieres
saberlo, en un sobre—dijo Bilbo con impaciencia—. Allí, sobre la repisa de la
chimenea. Bueno, ¡no! ¡Lo tengo aquí, en el bolsillo!—Titubeó y murmuró entre
dientes—¿No es una tontería ahora? Después de todo, sí, ¿por qué no? ¿Por qué
no dejarlo aquí?
Gandalf volvió a mirar
a Bilbo muy duramente, con un fulgor en los ojos. —Creo, Bilbo—dijo con calma—,
que yo lo dejaría. ¿No es lo que deseas?
—Sí y no. Ahora que
tocamos el tema, te diré que me disgusta separarme de él. Y no sé por qué
habría de hacerlo. Pero ¿qué pretendes?—preguntó Bilbo y la voz le cambió de un
modo extraño. Hablaba ahora en un tono áspero, suspicaz y molesto—. Tú estás
siempre fastidiándome con el anillo y nunca con las otras cosas que traje del
viaje.
—Tuve que fastidiarte—dijo
Gandalf—. Quería conocer la verdad. Era importante. Los anillos mágicos son...
bueno, mágicos; raros y curiosos. Estaba profesionalmente interesado en tu anillo,
puedes decir, y todavía lo estoy. Me gustaría saber por dónde anda, si te
marchas de nuevo. Y también pienso que lo has tenido bastante. Ya no lo
necesitarás, Bilbo, a menos que yo me equivoque.
Bilbo enrojeció y un resplandor colérico le
encendió la mirada. El rostro bondadoso se le endureció de pronto. —¿Por qué
no?—gritó—. ¿Y qué te importa saber lo que hago con mis propias cosas? Es mío.
Yo lo encontré. El vino a mí.
—Sí, sí—dijo Gandalf—;
no hay por qué enojarse.
—Si me enojo es por tu
culpa. Te vuelvo a repetir que es mío. Mío. Mi tesoro. Sí, mi tesoro.
La cara del mago
seguía grave y atenta y sólo una luz vacilante en los ojos profundos mostraba
que estaba asombrado, y aún alarmado. —Alguien lo llamó así—dijo—, y no fuiste
tú.
—Pero yo lo llamo así
ahora. ¿Por qué no? Aunque una vez Gollum haya dicho lo mismo. Ya no es de él,
sino mío y repito que lo conservaré.
Gandalf se puso de
pie. Habló con severidad. —Serás un tonto si lo haces, Bilbo—dijo—. Cada
palabra que dices lo muestra más claramente. Tiene demasiado poder sobre ti.
¡Déjalo! Entonces podrás irte y serás libre.
—Iré adonde quiera y
haré lo que me dé la gana—continuó Bilbo con obstinación.
—¡Ya, ya, mi querido
hobbit!—dijo Gandalf—. Durante toda tu larga vida hemos sido amigos y algo me
debes. ¡Vamos! Haz lo que prometiste, déjalo.
—¡Bueno, si tú quieres
mi anillo, dilo!—gritó Bilbo—. Pero no lo tendrás. No entregaré mi tesoro, te
lo advierto. —La mano del hobbit se movió con rapidez hacia la empuñadura de la
pequeña espada.
Los ojos de Gandalf
relampaguearon. —Pronto me llegará el momento de enojarme—dijo—. Atrévete a
repetirlo y verás al descubierto a Gandalf el Gris.
Gandalf dio un paso
hacia el hobbit y pareció agrandarse, amenazante, y su sombra llenó la habitación.
Bilbo retrocedió hacia la pared, respirando agitadamente, la mano apretada
sobre el bolsillo. Se enfrentaron un momento, observándose mutuamente y el aire
vibró en el cuarto. Los ojos de Gandalf se quedaron clavados en el hobbit.
Bilbo aflojó poco a poco las manos y se echó a temblar.
—No me lo explico,
Gandalf—dijo—. Nunca te había visto así antes. ¿Qué ocurre? Es mío, ¿no es
verdad? Yo lo encontré y Gollum me habría matado si no lo hubiera tenido
conmigo. No soy un ladrón, diga lo que diga.
—Nunca te llamé ladrón—respondió
Gandalf—, y yo tampoco lo soy. No estoy tratando de robarte, sino de ayudarte.
Sería bueno que confiaras en mí, como hasta ahora. —Se volvió, y la sombra se
esfumó en el aire. Gandalf pareció achicarse hasta ser de nuevo un viejo gris,
encorvado e inquieto.
Bilbo se restregó los
ojos. —Lo lamento, pero me siento muy raro y sin embargo sería un alivio, en
cierto modo, no tener que preocuparme más. Me ha obsesionado en los últimos
tiempos. A veces me parecía un ojo que me miraba. Siempre tenía ganas de
ponérmelo y desaparecer, ¿sabes?, y luego quería sacármelo, temiendo que fuera
peligroso. Traté de guardarlo bajo llave, pero me di cuenta de que no podía
descansar si no lo tenía en el bolsillo. No sé por qué. Y no me siento capaz de
decidirme.
—Entonces confía en mí—dijo
Gandalf—. Ya está todo resuelto. Vete y déjalo. Renuncia a tenerlo y dáselo a
Frodo, a quien yo cuidaré.
Bilbo se quedó un
momento tenso e indeciso. Al fin suspiró y dijo con esfuerzo: —Bien, lo haré. —Se encogió de
hombros y sonrió tristemente. —Al fin y al cabo, para esto se hizo la fiesta:
para regalar muchas cosas y en cierto modo para que no me costara tanto dejar
también el anillo. No fue cosa fácil al final, pero sería una lástima
desperdiciar tantos preparativos. Arruinar la broma.
—En efecto—respondió
Gandalf—. Suprimiría el único motivo que siempre le vi al asunto.
—Muy bien—dijo Bilbo—,
se lo dejaré a Frodo con todo lo demás. —Tomó aliento. —Y ahora tengo que
partir, o alguien me pescará. Ya he dicho adiós y no podría empezar otra vez. —Recogió
la maleta y fue hacia la puerta.
—Todavía tienes el anillo—dijo
el mago.
—¡Sí, lo tengo!—gritó
Bilbo—. Y mi testamento y todos los otros documentos también. Es mejor que los
tomes tú y los entregues en mi nombre. Será lo más seguro.
—No, no me des el anillo—dijo
Gandalf—. Ponlo sobre la repisa de la chimenea. Estará seguro allí hasta que
llegue Frodo; yo lo esperaré.
Bilbo sacó el sobre y
justo en el momento en que lo colocaba junto al reloj, le tembló la mano y el
paquete cayó al suelo. Antes que pudiera levantarlo, el mago se agachó, lo
recogió y lo puso en su lugar. Un espasmo de rabia cruzó fugazmente otra vez
por la cara del hobbit y casi en seguida se transformó en un gesto de alivio y
en una risa.
—Bien, ya está—comentó—.
Ahora sí, ¡me voy!
Pasaron al vestíbulo.
Bilbo tomó su bastón favorito y silbó. Tres enanos vinieron de tres distintas
habitaciones.
—¿Está todo listo?—preguntó
Bilbo—. ¿Todo embalado y rotulado?
—Todo—contestaron.
—¡Entonces, en marcha!—Y
caminó hacia la puerta del frente. Era una noche magnífica y se veía el cielo
oscuro salpicado de estrellas. Bilbo miró, olfateando el aire. —¡Qué alegría!
¡Qué alegría estar nuevamente en camino con los enanos! ¡Años y años estuve
esperando este momento! ¡Adiós!—dijo mirando a su viejo hogar e inclinándose
delante de la puerta—. ¡Adiós, Gandalf!
—Adiós por ahora,
Bilbo. ¡Ten cuidado! Eres bastante viejo y quizá bastante sabio.
—¡Tener cuidado! No me
importa. ¡No te preocupes por mí! Me siento más feliz que nunca, lo que es
mucho decir. Pero la hora ha llegado. Al fin me voy. —En seguida, en voz baja,
como para sí mismo, se puso a cantar en la oscuridad:
El
camino sigue y sigue
desde
la puerta.
El
camino ha ido muy lejos,
y
si es posible he de seguirlo
recorriéndole
con pie decidido
hasta
llegar a un camino más ancho
donde
se encuentran senderos y cursos.
¿Y
de ahí adónde iré? No podría decirlo.[5]
Bilbo se detuvo en
silencio, un momento. Luego, sin pronunciar una palabra, se alejó de las luces
y voces de los campos y tiendas, y seguido por sus tres compañeros dio una
vuelta al jardín y bajó trotando la larga pendiente. Saltó un cerco bajo y fue
hacia los prados, internándose en la noche como un susurro de viento entre las
briznas.
Gandalf se quedó un
momento mirando cómo desaparecía en la oscuridad.
—Adiós, mi querido
Bilbo, hasta nuestro próximo encuentro—dijo dulcemente, y entró en la casa.
Frodo llegó poco
después y encontró a Gandalf sentado en la penumbra y absorto en sus
pensamientos. —¿Se fue?—le preguntó.
—Sí—respondió Gandalf—,
al fin se fue.
—Deseaba, es decir,
esperaba hasta esta tarde que todo fuese una broma—dijo Frodo—. Pero el corazón
me decía que era verdad. Siempre bromeaba sobre cosas serias. Lamento no haber
venido antes para verlo partir.
—Bueno, creo que al
fin prefirió irse sin alboroto—dijo Gandalf—. No te preocupes tanto. Se
encontrará bien, ahora. Dejó un paquete para ti. ¡Ahí está!
Frodo tomó el sobre de
la repisa, le echó una mirada, pero no lo abrió.
—Creo que adentro
encontrarás el testamento y todos los otros papeles—dijo el mago—. Tú eres
ahora el amo de Bolsón Cerrado. Supongo que encontrarás también un anillo de
oro.
—¡El anillo!—exclamó
Frodo—. ¿Me ha dejado el anillo? Me pregunto por qué. Bueno, quizá me sirva de
algo.
—Sí y no—dijo Gandalf—.
En tu lugar, yo no lo usaría. Pero guárdalo en secreto ¡y en sitio seguro!
Bien, me voy a la cama.
Como amo de Bolsón
Cerrado, Frodo sintió que era su penoso deber despedir a los huéspedes. Rumores
sobre extraños acontecimientos se habían diseminado por el campo. Frodo sólo
decía: “Sin duda todo se aclarará por la mañana”. Alrededor de
medianoche comenzaron a llegar los carruajes de la gente importante y así
fueron desapareciendo, uno a uno, cargados con hobbits hartos pero
insatisfechos. Al fin se llamó a los jardineros, que trasladaron en carretillas
a quienes habían quedado rezagados.
La noche pasó lentamente.
Salió el sol. Los hobbits se levantaron bastante tarde y la mañana prosiguió.
Se solicitó el concurso de gente, que recibió orden de despejar los pabellones
y quitar mesas, sillas, cucharas, cuchillos, botellas, platos, linternas,
macetas de arbustos en flor, migajas, papeles, carteras, pañuelos y guantes
olvidados, y alimentos no consumidos, que eran muy pocos. Luego llegó una serie
de personas no solicitadas, los Bolsón, Boffin, Bolger, Tuk y otros huéspedes
que vivían o andaban cerca. Hacia el mediodía, cuando hasta los más comilones
ya estaban de regreso, había en Bolsón Cerrado una gran multitud, no invitada,
pero no inesperada.
Frodo los esperaba en
la escalera, sonriendo, aunque con aire fatigado y preocupado. Saludó a todos,
pero no les pudo dar más explicaciones que en la víspera. Respondía a todas las
preguntas del mismo modo: —El señor Bilbo Bolsón se ha ido; creo que para
siempre. —Invitó a algunos de los visitantes a entrar en la casa, pues Bilbo
había dejado «mensajes» para ellos.
Dentro del vestíbulo había apilada una gran cantidad de paquetes, bultos y
mueblecitos. Cada uno de ellos tenía una etiqueta. Había varias de este tipo:
Para Adelardo Tuk, de veras para él, estaba escrito sobre una sombrilla. Adelardo se había llevado muchos paquetes
sin etiqueta.
Para Dora Bolsón, en recuerdo de una larga correspondencia, con el
cariño de Bilbo, en
una gran papelera. Dora era la hermana de Drogo y la sobreviviente más anciana,
emparentado con Bilbo y Frodo; tenía noventa y nueve años y había escrito
resmas de buenos consejos durante más de medio siglo.
Para Milo Madriguera, deseando que le sea útil, de B. B., en una pluma de oro y una botella de tinta.
Milo nunca contestaba las cartas.
Para uso de Angélica, del tío Bilbo, en un espejo convexo y redondo. Era una
joven Bolsón que evidentemente se creía bonita.
Para la colección de Hugo Ciñatiesa, de un contribuyente, en una biblioteca (vacía). Hugo solía pedir
libros prestados y la mayoría de las veces no los devolvía.
Para Lobelia Sacovilla-Bolsón, como regalo, en una caja de cucharas de plata. Bilbo
creía que Lobelia se había apoderado de una buena cantidad de las cucharas de
Bilbo mientras él estaba ausente, en el viaje anterior. Lobelia lo sabía muy
bien. Entendió en seguida la ironía, pero aceptó las cucharas.
Esto es sólo una
pequeña muestra del conjunto de regalos. Durante el curso de su larga vida, la
residencia de Bilbo se había ido atestando de cosas. El desorden era bastante
común en las cuevas de los hobbits y esto venía sobre todo de la costumbre de
hacerse tantos regalos de cumpleaños. Por supuesto, los regalos no eran siempre
nuevos; había uno o dos viejos mathoms de uso olvidado que habían circulado por
todo el distrito, pero Bilbo tenía el hábito de obsequiar regalos nuevos y de guardar
los que recibía. El viejo agujero estaba ahora desocupándose un poco.
Los regalos de
despedida tenían todos la correspondiente etiqueta que el mismo Bilbo había
escrito, y en varias aparecían agudezas o bromas. Pero, naturalmente, la
mayoría de las cosas estaban destinadas a quienes las necesitaban y fueron
recibidas con agrado. Tal fue el caso de los más pobres, especialmente los
vecinos de Bolsón de Tirada. El Tío Gamyi recibió dos bolsas de patatas, una
nueva azada, un chaleco de lana y una botella de ungüento para sus crujientes
articulaciones. El viejo Rory Brandigamo, como recompensa por tanta
hospitalidad, recibió una docena de botellas de Viejos Viñedos, un fuerte vino
rojo de la Cuaderna del Sur, bastante añejo, pues había sido puesto a estacionar
por el padre de Bilbo. Rory perdonó a Bilbo y luego de la primera botella lo
proclamó un gran hobbit.
A Frodo le dejó
muchísimas cosas y, por supuesto, los tesoros principales. También libros,
cuadros y cantidad de muebles. No hubo rastros ni mención de joyas o dinero; no
se regaló ni una cuenta de vidrio, ni una moneda.
Frodo tuvo una tarde
difícil; el falso rumor de que todos los bienes de la casa estaban
distribuyéndose gratis se propaló como un relámpago; pronto el lugar se llenó
de gente que no tenía nada que hacer allí, pero a la que no se podía mantener
alejada. Las etiquetas se rompieron y mezclaron, y estallaron disputas; algunos
intentaron hacer trueques y negocios en el salón y otros trataron de huir con
objetos de menor cuantía, que no les correspondían, o con todo lo que no era
solicitado o no estaba vigilado. El camino hacia la puerta se encontraba
bloqueado por carros de mano y carretillas.
Los Sacovilla-Bolsón
llegaron en mitad de la conmoción. Frodo se había retirado por un momento, dejando
a su amigo Merry Brandigamo al cuidado de las cosas. Cuando Otho requirió en
voz alta la presencia de Frodo, Merry se inclinó cortésmente.
—Está indispuesto—dijo—.
Está descansando.
—Escondiéndose,
querrás decir—respondió Lobelia—. De cualquier modo queremos verlo y lo
exigimos. ¡Ve y díselo!
Merry los dejó en el
salón por un tiempo y los Sacovilla-Bolsón descubrieron entonces las cucharas.
Esto no les mejoró el humor. Por último fueron conducidos al escritorio. Frodo
estaba sentado a una mesa frente a un montón de papeles. Parecía indispuesto
(de ver a los Sacovilla-Bolsón, en todo caso). Se levantó jugueteando con algo
que tenía en el bolsillo y les habló con mucha cortesía.
Los Sacovilla-Bolsón
estuvieron bastante ofensivos. Comenzaron por ofrecerle precios muy reducidos
(como entre amigos) por varias cosas que no tenían etiqueta. Cuando Frodo
replicó que sólo se darían aquellas cosas especialmente destinadas por Bilbo,
respondieron que todo el asunto era muy sospechoso.
—Sólo una cosa me
resulta clara—dijo Otho—, y es que tú eres el más beneficiado de todos. Insisto
en ver el testamento.
Otho habría sido el
heredero de Bilbo de no mediar la adopción de Frodo. Leyó el testamento
cuidadosamente y bufó. Era, para su desgracia, muy claro y correcto (de acuerdo
con las costumbres legales de los hobbits, quienes exigían, entre otras cosas,
las firmas de siete testigos, estampadas con tinta roja).
—¡Burlado otra vez!—dijo
a su mujer—. ¡Después de haber esperado sesenta años ¿Cucharas? ¡Qué disparate!—Chasqueó
los dedos bajo la nariz de Frodo y salió corriendo. No fue tan fácil deshacerse
de Lobelia. Un poco más tarde Frodo salió del estudio para ver cómo se
desarrollaban los acontecimientos y la encontró revisando todos los escondrijos
y rincones y dando golpecitos en el suelo. La acompañó con firmeza fuera de la
casa, después de aligerarla de varios pequeños pero bastante valiosos artículos
que le habían caído dentro del paraguas no se sabía cómo. La cara de Lobelia
reflejaba la angustia con que buscaba una frase demoledora de despedida, pero
esto fue lo único que dijo volviéndose airadamente:
—¡Vivirás para
lamentarlo, jovencito! ¿Por qué no te fuiste tú también? Tú no eres de aquí, no
eres un Bolsón, tú... ¡tú eres un Brandigamo!
—¿Has oído eso, Merry?
Fue un insulto, ¿no?—dijo Frodo cerrando la puerta en las narices de Lobelia.
—Fue un cumplido—respondió
Merry Brandigamo—, y por eso mismo falso.
Luego recorrieron el
lugar y expulsaron a tres jóvenes hobbits (dos Boffin y un Bolger) que estaban
agujereando la pared de una bodega. Frodo tuvo un forcejeo con el joven Sancho
Ganapié (el nieto del viejo Odo Ganapié), quien había iniciado una excavación
en la despensa mayor, donde le pareció que sonaba a hueco. La leyenda del oro
de Bilbo movía a la curiosidad y a la esperanza: pues el oro legendario
misteriosamente obtenido, si bien no positivamente mal habido, es, como todos
saben, para aquel que lo encuentre, a menos que algún otro interrumpa la
búsqueda.
Frodo echó a Sancho, y
se desplomó en una silla de la sala. —Ya es hora de cerrar la tienda, Merry—dijo—.
Echa llave a la puerta y no la abras a nadie hoy, aunque traigan un ariete. —Frodo
fue a reanimarse con una tardía taza de té.
Apenas se había
sentado, cuando se oyó un golpe en la puerta principal. «Seguro que es Lobelia otra vez», pensó. «Se le habrá ocurrido algo realmente desagradable y ha vuelto para
decírmelo. Puede esperar.»
Siguió tomando té. Se
oyó otra vez el golpe, mucho más fuerte. Frodo no le dio importancia. De
repente la cabeza del mago apareció en la ventana.
—Si no me dejas
entrar, Frodo, haré volar la puerta hasta el fondo de tu agujero y a través de
la colina
—¡Mi querido Gandalf!
¡Medio minuto!—gritó Frodo, corriendo hacia la puerta—. ¡Entra! ¡Entra! Pensé que era
Lobelia.
—Entonces te perdono.
La vi hace un momento en un cochecito que iba hacia Delagua, con una cara que
hubiese agriado la leche fresca.
—Casi me ha agriado a
mí. Honestamente, estuve tentado de utilizar el anillo de Bilbo. Tenía ganas de
desaparecer.
—¡No lo hagas!—dijo
Gandalf sentándose—. Ten mucho cuidado con ese anillo, Frodo. En realidad, en
parte he venido a decirte una última palabra al respecto.
—Bueno, ¿de qué se
trata?
—¿Qué sabes tú del anillo?
—Sólo lo que Bilbo me
contó. He oído su historia; cómo lo encontró y cómo lo usó en el viaje, quiero
decir.
—Estoy pensando qué
historia—dijo Gandalf.
—Oh, no la que contó a
los enanos y escribió en el libro—dijo Frodo.—La verdadera historia. Me la
contó tan pronto como vine a vivir aquí. Me dijo que tú lo habías importunado y
al fin te la contó y que entonces era mejor que yo también la supiera. «No tengamos secretos entre nosotros, Frodo»,
me dijo Bilbo. «Pero no la repitas. De
cualquier modo, el anillo me pertenece.»
—Interesante—dijo
Gandalf—. ¿Qué pensaste?
—Si te refieres al
invento ese del «regalo», bueno, te
diré que la historia verdadera me parece mucho más probable y no pude entender
por qué la alteró. Nada propio de Bilbo, al menos; el asunto me pareció raro.
—Lo mismo a mí, pero a
la gente que tiene estos tesoros, y los utiliza, pueden ocurrirles cosas
realmente raras. Permíteme aconsejarte que seas muy cuidadoso con el anillo;
puede tener quizás otros poderes además de hacerte desaparecer a voluntad.
—No entiendo—dijo
Frodo.
—Yo tampoco—respondió
el mago—. He empezado a hacerme preguntas sobre el anillo, especialmente desde
anoche. No tienes por qué preocuparte, pero sigue mi consejo y úsalo poco a
nada. Al menos te ruego que no lo uses en casos que puedan provocar comentarios
o sospechas. Te repito: guárdalo en secreto y en un sitio seguro.
—¡Cuánto misterio!
¿Qué temes?
—No lo sé muy bien, y
por lo tanto no diré más. Hablaré quizá cuando vuelva. Me voy inmediatamente;
así que me despido por ahora. —Se puso de pie.
—¡Así de pronto!—exclamó
Frodo—. ¿Por qué? Creí que te quedarías por lo menos una semana. Gandalf,
esperaba tu ayuda.
—Así lo deseaba, pero
tuve que cambiar de idea. Quizá me aleje por mucho tiempo; volveré a verte tan
pronto como me sea posible. ¡No me esperes antes de verme! Vendré sin hacer
ruido y no a menudo. Creo que me he vuelto bastante impopular en La Comarca.
Dicen que soy un estorbo, un perturbador de la paz. Algunos, de
hecho, me acusan de haber hecho desaparecer a Bilbo, o algo peor. Por si te interesa,
te aviso que algunos hablan de una confabulación entre tú y yo para quedarnos
con las riquezas de Bilbo.
—¡Algunos!—exclamó
Frodo—. Quieres decir Otho y Lobelia. ¡Qué abominables! Les daría Bolsón
Cerrado y todo lo demás si pudiera tener otra vez a Bilbo y salir con él a
corretear por los campos. Amo La Comarca, pero comienzo a lamentar no haber
partido con Bilbo. Me pregunto si lo veré otra vez.
—Lo mismo digo—respondió
Gandalf—, y me pregunto muchas otras cosas. ¡Adiós, ahora! ¡Cuídate! Búscame sobre
todo en los momentos difíciles. ¡Adiós!
Frodo lo acompañó
hasta la puerta. Gandalf lo despidió agitando la mano y desapareció a paso
sorprendentemente rápido, aunque Frodo pensó que el viejo mago estaba más
agobiado que de costumbre, como si llevase un gran peso sobre los hombros. La
tarde moría y la figura embozada se perdió en el crepúsculo. Frodo no volvería
a verlo por largo tiempo.
II.LA SOMBRA DEL PASADO
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO II
La charla no decreció
ni en nueve ni en noventa y nueve días. La segunda desaparición del señor Bilbo
Bolsón se discutió en Hobbiton y en verdad en toda La Comarca durante un año y
un día y se recordó todavía mucho más. Llegó a ser uno de esos cuentos que
cuentan los abuelos para los niños hobbits. Y al fin, el loco Bolsón, que tenía
la costumbre de desaparecer con una detonación y un relámpago para reaparecer
con una detonación y un relámpago para reaparecer con sacos repletos de oro y
alhajas, se convirtió en un personaje legendario que continuó viviendo cuando
ya los hechos verdaderos se habían olvidado del todo.
Pero entretanto, la
opinión general en la vecindad era que Bilbo (conocido ya como un poco
chiflado) se había vuelto al fin completamente loco, y había escapado al mundo
desconocido. Allí, sin duda habría caído en un estanque o en un río,
encontrando un fin trágico, aunque nada prematuro. La culpa recayó casi toda
sobre Gandalf.
«Si por lo menos ese maldito mago lo dejara tranquilo, quizás el joven
Frodo se enderezara, llegando a tener un poco de buen sentido hobbit»,
decían. Y aparentemente el mago lo dejó tranquilo y el joven Frodo se enderezó,
pero el desarrollo del sentido hobbit no era demasiado visible. En efecto,
pronto se ganó fama de extravagante, como Bilbo. Rehusó guardar duelo y al año
siguiente dio una fiesta en honor del centésimo decimosegundo cumpleaños de
Bilbo, que llamó la fiesta de ciento doce libras de peso. Pero se quedó
corto con el nombre, pues tuvo veinte invitados y varios banquetes, en los que
llovió bebida y nevó comida, como dicen los hobbits.
Algunos se
escandalizaron bastante, pero Frodo siguió celebrando el cumpleaños de Bilbo,
año tras año, hasta que al fin todos se acostumbraron. Frodo decía que no creía
que Bilbo hubiera muerto. Cuando le preguntaban: «¿Dónde está entonces?», se encogía de hombros.
Vivía solo, como había
vivido Bilbo; pero tenía muchos buenos amigos, especialmente entre los hobbits
más jóvenes (casi todos descendientes del viejo Tuk), que de niños habían
simpatizado con Bilbo, y con frecuencia entraban y salían de Bolsón Cerrado. Entre
ellos estaban Folco Boffin y Fredegar Bolger, pero sus amigos íntimos eran
Peregrin Tuk (llamado comúnmente Pippin) y Merry Brandigamo, cuyo nombre
verdadero, muy poco recordado, era Meriadoc. Frodo correteaba con ellos por La
Comarca, pero más a menudo vagabundeaba solo, asombrando a la gente razonable,
pues lo vieron muchas veces lejos de la casa, caminando por las lomas y los
bosques, a la luz de las estrellas. Merry y Pippin sospechaban que visitaba de
vez en cuando a los elfos, continuando la costumbre de Bilbo.
A medida que el tiempo
pasaba, la gente comenzó a notar que también Frodo se «conservaba» bien. Exteriormente tenía la apariencia de un hobbit
robusto y enérgico que apenas había sobrepasado la «veintena». «Algunos tienen
suerte en todo», decían; pero cuando Frodo se acercó a los cincuenta años,
edad comúnmente más sobria, la cosa empezó a parecerles rara.
El mismo Frodo, pasada
la primera conmoción, encontró bastante agradable ser su propio amo y el señor
Bolsón de Bolsón Cerrado. Durante algunos años fue feliz y no se preocupó mucho
por el futuro. Pero el remordimiento no del todo consciente de no haber seguido
a Bilbo, continuaba creciendo en él. Se descubrió a veces, especialmente en el
otoño, pensando en tierras salvajes, y unas montañas extrañas que nunca había
visto se le aparecieron en sueños. «Quizás
algún día cruzaré el río», comenzó a decirse; a lo que la otra mitad de la
mente le respondía siempre: «Todavía no.»
Así continuó hasta que
pasó los cuarenta y se acercó a su quincuagésimo cumpleaños. Cincuenta era un
número algo significativo (o temible); en todo caso, a esa edad le había
ocurrido a Bilbo aquella aventura. Frodo comenzó a sentirse intranquilo y los
viejos caminos le parecían ahora demasiado trillados. Estudiaba los mapas y
pensaba en lo que habría más allá; los mapas hechos en La Comarca mostraban en
su mayoría espacios blancos fuera de las fronteras. Frodo se acostumbró a
vagabundear por campos lejanos, casi siempre solo, por lo que Merry y otros
amigos lo observaban con inquietud. A menudo se le veía paseando y hablando con
extraños caminantes que en ese tiempo comenzaban a aparecer en La Comarca.
Había rumores de cosas
extrañas que ocurrían en el mundo exterior y como Gandalf no había aparecido,
ni había enviado ningún mensaje desde hacía años, Frodo andaba siempre en busca
de noticias. Los elfos, a quienes se veía muy raramente en La Comarca, cruzaban
los bosques hacia el oeste, al atardecer; pasaban y no volvían; abandonaban la
Tierra Media y ya no les interesaban aquellos problemas. Había, en cambio, un
número insólito de enanos. El antiguo Camino Este-Oeste atravesaba La Comarca
hasta los Puertos Grises, y los enanos habían tomado siempre esa ruta para
llegar a las minas de las montañas Azules. Eran la principal fuente de noticias
de los hobbits acerca de las regiones distantes, si querían tener alguna
noticia; por lo general los viajeros decían poco y los hobbits no preguntaban
mucho. Pero ahora Frodo se encontraba a menudo con enanos de distintas clases,
que venían de las tierras del sur. Estaban preocupados, y algunos hablaban en
voz baja del Enemigo y de la tierra de Mordor.
Los hobbits sólo
conocían ese nombre por leyendas del oscuro pasado, como una sombra recordada
apenas, aunque ominosa e inquietante. Parecía que el poder maléfico había
desaparecido del bosque Negro gracias a la intervención del Concilio, pero sólo
para reaparecer con poder todavía mayor en las viejas fortificaciones de
Mordor. Se decía que la Torre Oscura había sido reedificada. Desde allí se
extendía el poder, a lo largo y a lo ancho y en el lejano este y en el sur
había guerras y crecía el temor. Los orcos se multiplicaban de nuevo en las
montañas. Los troles estaban en todas partes; ya no eran tontos, sino astutos y
traían armas terribles. Y también se hablaba de criaturas todavía más
espantosas, pero que no tenían nombre.
Poco de esto llegó a
oídos de los hobbits comunes, como es natural, pero hasta los más sordos y los
más sedentarios comenzaron a oír cuentos extraños y aquellos cuyas ocupaciones
los llevaban a las fronteras del país veían cosas curiosas. Las conversaciones
en El Dragón Verde, en Delagua, una
tarde de primavera, en el quincuagésimo año de Frodo, demostraron que esos
rumores habían llegado al corazón mismo de La Comarca, aunque la mayoría de los
hobbits se los tomaran a risa.
Sam Gamyi estaba
sentado en un rincón, cerca del fuego, de frente a Ted Arenas, el hijo del
molinero, y varios rústicos jóvenes escuchaban la conversación.
—Se oyen cosas
extrañas en estos días—dijo Sam.
—Ah—dijo Ted—, las
oyes, si escuchas. Pero para escuchar cuentos de vieja y leyendas infantiles,
me quedo en mi casa.
—Sin duda—replicó Sam—,
y te diré que en algunos de esos cuentos hay más verdad de lo que crees. De
cualquier modo, ¿quién inventó las historias? Toma el caso de los dragones.
—No, gracias—dijo Ted—.
No lo haré. Oí hablar en otro tiempo cuando era más joven, pero no hay razón
para creer en dragones ahora. Hay un solo dragón en Delagua y es El Dragón Verde—concluyó, y todos se
rieron.
—Bien—dijo Sam
riéndose con los demás—. ¿Pero qué me cuentas de esos hombres-árboles, esos
gigantes, como quizá los llames? Dicen que vieron a uno mayor que un árbol más
allá de los páramos del norte no hace mucho tiempo.
—¿Quiénes lo vieron?
—Mi primo Hal, por
ejemplo. Trabaja para el señor Boffin en Sobremonte y se acerca a la Cuaderna
del Norte a cazar. Él vio uno.
—Dice que lo vio,
quizá. Tu Hal siempre dice que ve cosas y quizá vea lo que no hay.
—Pero éste era del
tamaño de un olmo y caminaba; si no andaba siete yardas [6 metros] de
una zancada no andaba ninguna.
—Entonces te apuesto a
que no andaba ninguna. Lo que vio era un olmo, lo más probable.
—Pero éste andaba, y
no hay olmos en los Páramos del Norte.
—Entonces Hal no pudo
ver ninguno—dijo Ted. Se oyeron risas y aplausos; la audiencia parecía pensar
que Ted se había apuntado un tanto.
—De cualquier modo—replicó
Sam—, no puedes negar que otros además de Hal han visto a gentes extrañas
cruzando La Comarca. Cruzando, sí, no lo olvides; hay muchos que fueron
detenidos en la frontera. Los fronteros no estuvieron nunca tan activos. He
oído decir que los elfos se mudan al oeste. Dicen que van hacia los puertos, más
allá de las Torres Blancas. —Sam hizo un vago ademán con el brazo; ni él ni
ningún otro sabía a qué distancia se encontraba el mar, más allá de los límites
occidentales de La Comarca, pasando las viejas torres, pero una antigua
tradición decía que en esa dirección, muy lejos, estaban los Puertos Grises,
donde a veces los barcos de los elfos se hacían a la mar, para no volver. —Navegan,
navegan, navegan por el mar; se van al oeste y nos abandonan—dijo Sam,
canturreando las palabras, sacudiendo la cabeza triste y solemnemente. Pero Ted
rio.
—Bueno, eso no es
nuevo, si crees en las viejas fábulas. No veo qué pueda importarnos. ¡Déjalos
que naveguen! Pero te aseguro que tú nunca los viste navegar, ni ningún otro de
La Comarca.
—Bueno, no sé—dijo Sam
pensativo. Creía haber visto una vez un elfo en los bosques y todavía esperaba
que algún día viese más. De todas las leyendas que había oído en sus primeros
años, algunos fragmentos de cuentos y relatos recordados a medias que contaban
los hobbits sobre los elfos siempre lo habían impresionado profundamente—. Hay
algunos, aun en por estos lares, que conocen a la hermosa gente, de quienes
obtienen noticias—dijo—. Además, ahí está el señor Bolsón, para quien yo
trabajo. Me contó que los elfos salían a navegar y él algo sabe sobre elfos y
el viejo señor Bilbo sabía más aún; son muchas las charlas que tuve con él
cuando era chico.
—Oh, los dos están
chiflados—dijo Ted—. Al menos el viejo Bilbo estaba chiflado y Frodo va en
camino de estarlo. Si ésa es la fuente de tus noticias, no llegarás muy lejos.
Bien, amigos, me voy a casa. ¡A vuestra salud!—Apuró el vaso y se fue
ruidosamente.
Sam se quedó sentado y
no dijo nada más. Tenía tantas cosas en que pensar. Por una parte, había
muchísimo que hacer en el jardín de Bolsón Cerrado; al día siguiente tendría
una jornada de mucho trabajo, si el tiempo mejoraba. La hierba crecía
rápidamente. Pero no era el cuidado del jardín lo que preocupaba a Sam. Al cabo
de un rato suspiró, se levantó y se fue.
Era a comienzos de
abril y el cielo aclaraba ahora, luego de un copioso chaparrón. El sol se había
puesto y la tarde fría y pálida desaparecía fundiéndose en la noche. Sam
regresó bajo las primeras estrellas; cruzó Hobbiton y fue colina arriba,
silbando suave y pensativamente.
Gandalf reapareció
justamente entonces, al cabo de una larga ausencia. Había estado fuera tres
años, luego del banquete; después visitó brevemente a Frodo y partió una vez
más. Durante uno o dos años había vuelto bastante a menudo; llegaba
inesperadamente de noche y partía sin aviso antes del alba. No hablaba de sus
viajes y ocupaciones y le interesaban sobre todo los pequeños acontecimientos
relacionados con la salud y las actividades de Frodo.
De pronto las visitas
se interrumpieron y hacía ya casi nueve años que Frodo no veía ni oía a
Gandalf. Comenzaba a pensar que el mago no volvería y que habría perdido todo
interés por los hobbits. Pero aquella tarde, mientras Sam regresaba caminando y
la luz del crepúsculo se apagaba poco a poco, Frodo oyó en la ventana del
estudio un golpe familiar.
Sorprendido y
encantado, dio la bienvenida al viejo amigo. Se observaron un instante.
—Todo bien, ¿no?—preguntó
Gandalf—. ¡Estás siempre igual, Frodo!
—Lo mismo que tú—replicó
Frodo, aunque le parecía que Gandalf estaba más viejo y agobiado. Le pidió
noticias de él mismo y el ancho mundo y pronto estuvieron metidos en una
conversación que se prolongó hasta altas horas de la noche.
A la mañana siguiente,
luego de un desayuno tardío, el mago se sentó junto a la ventana abierta del
estudio. Un fuego brillante ardía en el hogar, aunque el sol era cálido y el
viento soplaba del sur. Todo parecía fresco: el verde nuevo de la primavera
asomaba en los campos y en las yemas de los árboles.
Gandalf recordaba otra
primavera, unos ochenta años atrás, cuando Bilbo había partido de Bolsón
Cerrado sin llevarse ni siquiera un pañuelo. El mago tenía el cabello más
blanco ahora y la barba y las cejas quizá más largas y la cara más marcada por
las preocupaciones y la experiencia, pero los ojos le brillaban como siempre y
fumaba haciendo anillos de humo con el vigor y el placer de antaño.
Fumaba ahora en
silencio y Frodo estaba allí sentado y muy quieto, ensimismado. Aún a la luz de
la mañana sentía la sombra oscura de las noticias que Gandalf había traído. Al
fin quebró el silencio.
—Gandalf, anoche
empezaste a contarme cosas extrañas sobre mi anillo—dijo—, y en seguida callaste diciendo que
tales asuntos era mejor ventilarlos a la luz del día. ¿No piensas que sería
mejor terminar la conversación ahora? Me has dicho que el anillo es peligroso;
mucho más peligroso de lo que creo. ¿En qué sentido?
—En muchos sentidos—respondió
el mago—. Es mucho más poderoso de lo que me atreví a pensar en un comienzo,
tan poderoso que al fin puede llegar a dominar a cualquier mortal que lo posea.
El Anillo lo poseería a él.
»En tiempos remotos
fueron fabricados en Eregion muchos anillos de elfos, anillos mágicos como
vosotros los llamáis; eran, por supuesto, de varias clases, algunos más
poderosos y otros menos. Los menos poderosos fueron sólo ensayos, anteriores al
perfeccionamiento de este arte: bagatelas para los herreros de los elfos, aunque
a mi entender peligrosos para los mortales. Pero los realmente peligrosos eran
los Grandes Anillos, los Anillos de Poder.
»Un mortal que
conserve uno de los Grandes Anillos no muere, pero no crece ni adquiere más
vida. Simplemente continúa hasta que al fin cada minuto es un agobio. Y si lo
emplea a menudo para volverse invisible, se desvanecerá, se transformará al fin
en un ser perpetuamente invisible que se paseará en el crepúsculo bajo la
mirada del Poder Oscuro, que rige los Anillos. Sí, tarde o temprano (tarde, si
es fuerte y honesto, pero ni la fortaleza ni los buenos propósitos duran
siempre), tarde o temprano el Poder Oscuro lo devorará.
—¡Qué aterrador!—dijo
Frodo. Hubo otro largo silencio. Sam Gamyi cortaba el césped en el jardín y el
sonido subía hasta el estudio.
—¿Cuánto tiempo hace
que lo sabes?—preguntó Frodo por último—. ¿Cuánto sabía Bilbo?
—Bilbo no sabía más de
lo que te dijo; estoy seguro—respondió Gandalf—. Ciertamente, nunca te habría
dejado algo si hubiera pensado que podía hacerte daño, aunque yo le prometiera
cuidarte. Pensaba que el Anillo era muy hermoso y útil en caso de necesidad, y
que si había allí algo raro o que andaba mal era él mismo. Dijo que el Anillo
le ocupaba cada vez más la mente, cosa que lo inquietaba; no sospechaba que el
anillo en sí fuese el culpable, aunque había descubierto que necesitaba que lo
vigilaran, pues no siempre parecía tener el mismo tamaño y el mismo peso; se
encogía o crecía de manera curiosa y de pronto podía deslizarse fuera del dedo.
—Sí, me lo recomendó en
su última carta—dijo Frodo—; por eso no lo saco de la cadena.
—Muy prudente—dijo
Gandalf—. Pero en cuanto a su larga vida, Bilbo nunca la relacionó con el
Anillo; se atribuyó todo el mérito y estaba muy orgulloso, aunque cada vez más
inquieto y molesto. Delgado y estirado, decía. Señal de que el Anillo lo
estaba dominando.
—¿Cuánto tiempo hace
que lo sabes?—preguntó Frodo de nuevo.
—¿Saber? He sabido
muchas cosas que sólo saben los sabios, Frodo. Pero si te refieres a lo que sé
de este Anillo en particular, bueno, todavía no sé, podría decir. Me falta una
última prueba. Pero ya no pongo en duda mis sospechas.
»¿Cuándo empecé a
sospechar?—musitó Gandalf, recordando—. Espera... fue el año en que el Concilio
Blanco expulsó al Poder Oscuro del bosque Negro, poco antes de la Batalla de
los Cinco Ejércitos, cuando Bilbo encontró el Anillo. El corazón se me
ensombreció entonces, aunque sin saber todavía cuáles eran mis verdaderos
temores. Me preguntaba a menudo cómo Gollum había obtenido un Gran Anillo, de
un modo tan simple...Esto fue claro desde el principio. Después oí la extraña
historia de Bilbo acerca de cómo lo había "ganado", y no pude creerlo. Cuando al fin le saqué la verdad,
entendí en seguida que había estado defendiendo sus derechos al Anillo. Algo
parecido a la explicación de Gollum: "un
regalo de cumpleaños". Las mentiras eran demasiado semejantes, a mi
juicio, y al fin entendí: el Anillo tenía un poder nocivo que actuaba
inmediatamente sobre su dueño. Fue para mí el primer aviso de que las cosas no
andaban bien. A menudo le dije a Bilbo que era mejor no usar esos Anillos. Pero
se ofendió y no tardó en enojarse. No había muchas otras cosas que yo pudiera
hacer. Era imposible quitárselo sin causarle un daño mayor y yo tampoco tenía
derecho a hacerlo, de todos modos. Sólo me restaba esperar y observar. Quizá
debía haber consultado a Saruman el Blanco, pero algo me detenía siempre.
—¿Quién es?—preguntó
Frodo—. Nunca lo oí nombrar.
—Quizá no—respondió
Gandalf—. Nunca tuvo ninguna relación con los hobbits. Aunque es un grande
entre los sabios, el jefe de mi orden, el principal del Concilio. Tiene
profundos conocimientos y un orgullo que ha crecido a la par y se toma a mal
cualquier intrusión. Ha estudiado mucho la ciencia de los Anillos de los elfos y
ha buscado largo tiempo los secretos perdidos de la fabricación de los Anillos;
pero cuando se debatió el asunto en el Concilio lo que accedió a revelarnos
casi borró del todo mis temores. Mis dudas se echaron a dormir, pero con un
sueño intranquilo. Continué observando y esperando.
»Todo parecía
desarrollarse normalmente con Bilbo; los años pasaron; sí, pasaron y parecía
que no lo tocaban. Bilbo no mostraba signos de vejez; la sombra cayó sobre mí
nuevamente, pero me dije: "Al fin y
al cabo desciende por línea materna de una familia de longevos; hay tiempo aún.
¡Espera!"
»Y esperé hasta la
noche en que Bilbo dejó esta casa. Bilbo dijo e hizo cosas entonces que me
llenaron de un temor que ni las palabras de Saruman hubiesen podido calmar.
Supe así que algo oscuro y mortal estaba operando y me he pasado la mayoría de
estos años tratando de descubrir la verdad.
—No hubo ningún daño
permanente, espero—inquirió Frodo con ansiedad—. Se pondrá bien con el tiempo,
¿no es así? Quiero decir, podrá descansar en paz, ¿no es cierto?
—Se sintió mejor
inmediatamente—contestó Gandalf—. Pero hay un Poder en este mundo que lo sabe
todo acerca de los Anillos y sus efectos y no hay poder conocido que lo sepa
todo respecto de los hobbits. Entre los sabios soy el único que estudia la
ciencia hobbit: una oscura rama del conocimiento, pero colmada de raras
sorpresas. Hay hobbits blandos como manteca, y otros resistentes como viejas
raíces de árbol. Creo sinceramente que algunos podrían resistir a los Anillos
mucho más de lo que la mayoría de los sabios supone. No te preocupes por Bilbo.
»Por supuesto, tuvo el
Anillo muchos años y lo usó; la influencia tardará entonces algún tiempo en
desaparecer, antes que pueda verlo de nuevo sin que le haga daño, por ejemplo.
Hubiera podido seguir viviendo así largos años y muy feliz; la influencia se
detuvo cuando se libró del Anillo; y él mismo decidió dejarlo, no lo olvides.
No, ya no me inquieto por el querido Bilbo, que resolvió terminar con el
Anillo. Eres tú quien me hace sentir responsable.
»Desde la partida de
Bilbo me he interesado profundamente en ti y en todos estos encantadores,
absurdos y desvalidos hobbits. Si el Poder Oscuro se apoderase de La Comarca,
sería un doloroso golpe para el mundo; si vuestros amables, alegres, estúpidos
Bolger, Corneta, Boffin, Ciñatiesa y los demás, sin mencionar a los ridículos
Bolsón, fuesen esclavizados...
—¿Pero por qué nos
esclavizaría?—preguntó Frodo estremeciéndose—. ¿Y para qué querría esos
esclavos?
—Te diré la verdad—replicó
Gandalf—; creo que hasta ahora, «hasta
ahora», grábalo en tu mente, el Poder Oscuro ha pasado por alto la
existencia de los hobbits. Tendríais que estar agradecidos, pero vuestra
seguridad es ya cosa del pasado. El Poder no os necesita: tiene sirvientes
mucho más útiles, pero ya no olvidará a los hobbits. Le agradaría más verlos
como esclavos miserables, que felices y libres. ¡En todo esto hay maldad y
venganza!
—¡Venganza! ¿Venganza
de qué? Todavía no entiendo qué tiene que ver todo esto con Bilbo, conmigo y
con nuestro Anillo.
—Todo tiene que ver—dijo
Gandalf—. Todavía no sabes en qué peligro te encuentras. Yo tampoco estaba
seguro la última vez que vine, pero ha llegado la hora de hablar. Dame el
Anillo un momento.
Frodo lo sacó del
bolsillo del pantalón, donde lo guardaba enganchado a una cadena que le colgaba
del cinturón. Lo soltó y se lo alcanzó lentamente al mago. El Anillo se hizo de
pronto muy pesado, como si él mismo o Frodo no quisiesen que Gandalf lo tocara.
Gandalf lo sostuvo.
Parecía de oro puro y sólido. —¿Puedes ver alguna inscripción?—preguntó a
Frodo.
—No—dijo Frodo—, no
hay ninguna. Es completamente liso y no tiene rayas ni señales de uso.
—Bien, ¡entonces mira!
Ante la sorpresa y
zozobra de Frodo el mago arrojó el Anillo al fuego. Frodo gritó y buscó las
tenazas, pero Gandalf lo retuvo.
—¡Espera!—le ordenó
con voz autoritaria, echando a Frodo una rápida mirada desde debajo de unas
erizadas cejas.
No hubo en el Anillo
ningún cambio aparente. Un momento después Gandalf se levantó, cerró los postigos
y corrió las cortinas. La habitación se oscureció, se hizo un silencio y se oyó
el ruido de las tijeras de Sam, ahora cerca de la ventana. El mago se quedó
unos minutos mirando el fuego; luego se inclinó, sacó el Anillo con las
tenazas, poniéndolo sobre la chimenea y en seguida lo tomó con los dedos. Frodo
ahogó un grito.
—Está completamente
frío—dijo Gandalf—. ¡Tómalo!
Frodo lo recibió con
mano temblorosa; parecía más pesado y macizo que nunca.
—¡Álzalo!—ordenó
Gandalf—, y míralo muy de cerca.
Frodo lo alzó y miró y
vio líneas finas, más finas que los más finos rasgos de pluma y que corrían a
lo largo del Anillo, en el interior y el exterior: líneas de fuego, como los
caracteres de una fluida escritura. Brillaban con una penetrante intensidad,
pero con una luz remota, que parecía venir de unas profundidades abismales.
—No puedo leer las
letras ígneas—dijo Frodo con voz trémula.
—No—dijo Gandalf—,
pero yo sí; son antiguos caracteres élficos. El idioma es el de Mordor, que no
pronunciaré aquí. Esto es lo que dice en la lengua común, en una traducción
bastante fiel.
Un
Anillo para gobernarlos. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos
y en las tinieblas atarlos en la Tierra de Mordor donde las sombras se
extienden.
»Sólo dos versos de una estrofa muy conocida
en la tradición élfica:
Tres
Anillos para los reyes elfos bajo la bóveda celeste.
Siete
para los señores enanos en sus pétreos recintos.
Nueve
para los hombres mortales destinados a la muerte.
Uno
para el Señor Oscuro sobre su trono sombrío
en
la tierra de Mordor donde las sombras se extienden.
Un
Anillo para gobernarlos. Un Anillo para encontrarlos,
un
Anillo para atraerlos y en las tinieblas atarlos
en
la tierra de Mordor donde las sombras se extienden.[6]
Gandalf hizo una pausa
y luego dijo lentamente, con voz profunda:
—Este es el dueño de
los Anillos, el Anillo Único que los gobierna. Este es el Anillo Único que el
Señor Oscuro perdió en tiempos remotos, junto con parte de su poder. Lo desea
terriblemente, pero es necesario que no lo consiga.
Frodo se sentó en
silencio, inmóvil: el miedo parecía extender una mano enorme, como una vasta
nube oscura que se levantaba en oriente y que ya iba a devorarlo.
—¡Este anillo!—farfulló—.
¿Cómo rayos vino a mí?
—¡Ah!—dijo Gandalf—. Es
una historia muy larga. Sólo los maestros de la tradición la recuerdan, pues
comienza en los Años Oscuros. Si tuviera que contarte toda la historia,
seguiríamos aquí sentados hasta que la primavera diera paso al invierno.
»Ayer te hablé de
Sauron el Grande, el Señor Oscuro. Los rumores que has oído son ciertos. En
efecto, ha aparecido nuevamente y luego de abandonar sus dominios en el bosque
Negro, ha vuelto a la antigua fortaleza en la Torre Oscura de Mordor. Hasta
vosotros, los hobbits, habéis oído el nombre, como una sombra que merodea en
las viejas historias. Siempre después de una derrota y una tregua, la Sombra
toma una nueva forma y crece otra vez.
—Ojalá no hubiera
tenido que suceder en mi época—dijo Frodo.
—Yo tampoco lo hubiera
querido—dijo Gandalf—, lo mismo que todos los que viven en este tiempo. Pero no
depende de nosotros. Todo lo que podemos decidir es qué haremos con el tiempo
que nos dieron. Y ya, Frodo, nuestro tiempo ha comenzado a oscurecerse. El
enemigo se fortalece rápidamente y hace planes todavía no maduros, pero que
están madurando. Tenemos mucho que hacer. Tendríamos mucho que hacer aun cuando
no mediara este azar espantoso.
»Al Enemigo todavía le
falta algo que le dé poder y conocimientos suficientes para vencer toda
resistencia, derribar las últimas defensas y cubrir todas las tierras con una
segunda oscuridad: la posesión del Anillo Único.
»Los señores elfos le
ocultaron los Tres Anillos, los más perfectos de todos y él nunca los tocó o
los mancilló. Los reyes enanos poseían siete, de los cuales pudo recuperar
tres; los otros los devoraron los dragones. Les dio nueve a los hombres mortales,
orgullosos y espléndidos: así los engañó. Hace tiempo fueron dominados por el Único
y se volvieron espectros del Anillo, sombras bajo la gran Sombra, los
sirvientes más terribles. Hace tiempo. Pasaron años desde que los nueve se
fueron lejos y sin embargo, ¿quién sabe? A medida que crezca la Sombra, ellos también
pueden volver. ¡Pero vamos! No hablaremos de esas cosas ni siquiera en una
mañana de La Comarca.
»En resumen: ha
conseguido reunir los Nueve. También los Siete, a menos que hayan sido
destruidos. Los Tres permanecen todavía ocultos, pero eso ya no le interesa.
Sólo necesita el Único, pues lo fabricó él mismo, es suyo y en él dejó gran
parte del poder que tenía anteriormente, cuando gobernaba a todos los otros. Si
lo recupera los dominará otra vez, donde se encuentren y hasta los Tres, y todo
aquello que se haya hecho con estos anillos le será revelado.
»Este es el terrible
peligro, Frodo. Creyó que el Único había sido destruido, que los elfos lo
habían destruido, como tendría que haber sucedido en realidad. Ahora sabe que
no fue así y que lo encontraron hace un tiempo. Así que no hace otra cosa que
buscarlo y buscarlo, incesantemente. Vive de esa esperanza y esa esperanza es
nuestro temor.
—¿Por qué, por qué no
lo destruyeron?—exclamó Frodo—. ¿Cómo el enemigo pudo perderlo, si era tan
poderoso y tan valioso para él?—Apretó el Anillo en la mano, como si ya viera
unos dedos oscuros que se alargaban para robárselo.
—Se lo quitaron—respondió
Gandalf—. El poder de los Elfos para enfrentarlo era mayor mucho tiempo atrás;
y no todos los hombres se habían apartado de ellos. Los hombres de Oesternesse
acudieron entonces a ayudarlos. Este es un capítulo de historia antigua que
sería bueno recordar, pues en aquella época había también aflicción y oscuridad
crecientes pero había asimismo mucho valor y grandes hazañas que no fueron
totalmente vanas. Quizás algún día te contaré toda la historia o la oirás por
boca de alguien que la conozca mejor.
»Por el momento, pues,
necesitas saber sobre todo cómo el Anillo llegó aquí, lo que es bastante, no
diré más. Fueron Gil-galad, el rey de los elfos, y Elendil, de Oesternesse,
quienes derrocaron a Sauron, aunque murieron en la lucha. El hijo de Elendil,
Isildur, cortó el Anillo de la mano de Sauron y se quedó con él. Sauron fue
vencido; el espíritu desapareció, ocultándose por muchos años, hasta que la
Sombra tomó nueva forma en el bosque Negro.
»Pero el Anillo se
había perdido. Cayó a las aguas del río Grande, el Anduin. Desapareció cuando
Isildur, que iba hacia el norte siguiendo la margen este del río, fue asaltado
por los orcos de la montaña, cerca de los Campos Gladios. Los orcos de la montaña
mataron a casi toda su gente. Isildur se zambulló en las aguas, el Anillo se le
salió del dedo mientras nadaba, y los enemigos lo vieron, y lo mataron a
flechazos.
Gandalf hizo una pausa.
—Allí, en los lagos oscuros, en medio de los Campos Gladios—continuó—, el
Anillo murió para la tradición y la leyenda. Ahora sólo unos pocos conocen la
historia, y el mismo Concilio de los Sabios no pudo descubrir más, pero al fin
sé cómo continúa.
—Mucho después, pero
aún en un pasado remoto, vivía junto a las márgenes del río Grande, en los
límites de las Tierras Ásperas, una gente pequeña, de manos diestras y pies
silenciosos. Creo que eran de raza hobbit emparentados con los padres de los
padres de los fuertes, pues amaban el río y a menudo nadaban en él, o
construían pequeños botes de juncos. Había entre ellos una familia de gran
reputación, por ser más numerosa y más rica que la mayoría, encabezada por una
abuela austera y docta en cuestiones tradicionales. El más preguntón y curioso
de esa familia se llamaba Sméagol. Se interesaba en las raíces y orígenes
subterráneos; se zambullía en lagos profundos, cavaba bajo los árboles y
plantas y abría túneles en los montículos verdes. Un día dejó de mirar hacia
arriba, a la cima de las montañas, las hojas de los árboles o las flores que se
elevaban en el aire; llevaba la cabeza y los ojos vueltos siempre hacia abajo.
»Sméagol tenía un
amigo, Déagol, muy parecido, aunque de mirada más aguda y no tan fuerte y
rápido. En una ocasión tomaron un bote y fueron a los Campos Gladios donde
crecían matorrales de lirios y junquillos. Una vez allí, Sméagol comenzó a
curiosear por las márgenes, mientras Déagol permanecía sentado en el bote,
pescando. De repente un pez grande picó el anzuelo y antes de darse cuenta de
lo que ocurría, Déagol se vio arrastrado al agua, hasta el fondo. Soltó su
sedal, porque creyó ver algo brillante allá en el fondo del río y conteniendo
la respiración extendió la mano y lo alcanzó.
»Luego salió a la
superficie, chorreando, con hierbas en los cabellos y un puñado de barro y nadó
hacia la orilla. Se quitó el barro de la mano y, oh qué era aquello, un hermoso
anillo de oro que brillaba y centelleaba a la luz y le alegraba el corazón. Sméagol
había estado observándolo desde detrás de un árbol y mientras Déagol se
deleitaba mirando el anillo, se le acercó en silencio.
»"Dámelo, Déagol, mi querido", dijo
Sméagol por sobre el hombro de su amigo.
»"¿Por qué?"
»"Porque es mi cumpleaños, querido, y lo
quiero para mí", respondió Sméagol.
»"No me importa", contestó Déagol. "Ya te di un regalo; más de lo que estaba a
mi alcance. El anillo lo encontré yo y me lo guardaré."
»"¿De veras, querido?", dijo Sméagol
y tomó a Déagol por la garganta y lo estranguló, pues el oro era brillante y
hermoso. Luego se puso el Anillo en el dedo.
»Nadie pudo descubrir
qué había sido de Déagol. Había sido asesinado lejos de la casa y el cadáver
estaba bien escondido. Sméagol volvió solo y descubrió que la familia no podía
verlo, cuando tenía puesto el Anillo. El hallazgo lo entusiasmó y ocultó el
Anillo empleándolo para descubrir secretos y poniendo este conocimiento al
servicio de fines torcidos y maliciosos. Alcanzó a tener ojo avizor y oído
alerta para todo lo que fuera dañino. El Anillo le había dado poder, de acuerdo
con su talla moral. Se hizo muy impopular y los parientes se mantenían
apartados (cuando él era visible). Lo pateaban y él les mordía los pies. Se
acostumbró a robar y andar de aquí para allá, murmurando entre dientes y
gorgoteando y por eso lo llamaron Gollum.
Lo maldijeron y le ordenaron que se fuera lejos. La abuela, deseando tener paz,
lo expulsó de la familia y lo echó de la cueva.
»Gollum anduvo vagabundo y a solas,
lloriqueando por la crueldad del mundo; remontó el río hasta un arroyo que
fluía de las montañas y siguió esa dirección. Pescó en lagos profundos con
dedos invisibles y se comió los pescados crudos. Un día de mucho calor, estando
agachado junto a un lago sintió que algo le quemaba la nuca y que una luz
deslumbrante que venía del agua le lastimaba los ojos húmedos. Se preguntó qué
sería eso, pues casi se había olvidado del sol. Por última vez miró hacia arriba
y lo amenazó con el puño.
»Cuando bajó los ojos,
vio en la lejanía las cimas de las montañas Nubladas de donde nacía el arroyo,
y pensó de pronto: "Bajo aquellas
montañas habrá fresco y sombra. El sol no podrá mirarme allí. Las raíces de
esas montañas tienen que ser verdaderas raíces. Hay allí sin duda grandes
secretos enterrados que nadie ha descubierto todavía."
»Gollum viajó pues
durante la noche hacia las Tierras Altas y allí encontró una pequeña caverna de
la que salía el arroyo sombrío. Fue abriéndose paso como un gusano hacia el
corazón de las colinas y desapareció para el mundo. El Anillo bajó con él a las
sombras y ni siquiera aquel que lo había fabricado, cuando recobró de nuevo el
poder, pudo averiguar qué había ocurrido.
—¡Gollum!—exclamó
Frodo—; ¿Gollum? ¿Quieres decir que es el mismo Gollum que Bilbo encontró? ¡Qué
espanto!
—Me parece que es una
historia triste—dijo el mago—, que podría haberle sucedido a otros, aún a
algunos hobbits que he conocido.
—No puedo creer que
Gollum estuviera emparentado con los hobbits, ni de lejos—dijo Frodo acalorado—.
¡Qué abominable idea!
—De todos modos es
verdad—replicó Gandalf—. Sobre los orígenes de los hobbits, al menos, creo
saber más que ellos mismos. Hasta la historia de Bilbo sugiere de algún modo
ese parentesco; en el fondo de los pensamientos y la memoria tenían muchas
cosas parecidas y se entendían de modo notable; mucho mejor de lo que un hobbit
podía entenderse, por ejemplo, con un enano, con un orco, o hasta con un elfo.
Piensa para empezar en los enigmas que los dos conocían.
—Sí—dijo Frodo—, aunque
otros pueblos además de los hobbits tienen enigmas semejantes y los hobbits no
trampean. Gollum trampeaba siempre, trataba de sorprender descuidado al pobre
Bilbo y no me cabe duda de que se regocijaba en su maldad proponiendo un juego
que terminaría dejándole una víctima fácil y que en caso de derrota no le haría
ningún daño.
—Me temo que sea
demasiado cierto—dijo Gandalf—, pero pienso que en todo esto había algo más que
tú todavía no ves y es que Gollum no estaba totalmente perdido. Había
demostrado tener una resistencia que nadie hubiera adivinado, ni siquiera los
sabios; como podía tenerla un hobbit. En la mente de Gollum había un rinconcito
que aún le pertenecía y en el que penetraba la luz como por un resquicio en las
tinieblas: la luz que venía del pasado. Era realmente agradable, me parece,
escuchar de nuevo una verdadera voz, que despertaba recuerdos del viento, de
los árboles, del sol sobre los pastos y otras cosas olvidadas.
»Claro está, todo esto
irritaría todavía más en última instancia la parte malvada de Gollum; a menos
que alguien pueda dominarla, a menos que alguien lo cure. —Gandalf suspiró: —¡Ay!
Le doy pocas esperanzas. Aunque no ninguna esperanza. No, aunque haya tenido el
Anillo tanto tiempo que él mismo ya no recuerda desde cuándo. Pues no lo usaba
desde hacía mucho; no lo necesitaba en la impenetrable oscuridad. Por cierto,
no se ha "desvanecido". Es
delgado y fuerte todavía, pero aquella cosa estaba carcomiéndose la mente y el
tormento se había vuelto casi insoportable.
»Todos los "grandes secretos" escondidos en las
montañas sólo habían sido noche vacía; no había nada más que descubrir, nada
que valiera la pena, salvo sórdidas comidas furtivas y recuerdos de agravios. Se
sentía completamente desdichado, odiaba la oscuridad y más aún la luz; odiaba
todo, pero lo que más odiaba era el Anillo.
—¿Qué quieres decir?—dijo
Frodo—. ¿No era su tesoro y lo único que le importaba de veras? Y si lo odiaba
¿por qué no se deshacía de él, o se iba, dejándolo allí?
—Tendrás que empezar a
entender, Frodo, después de todo lo que has oído—respondió Gandalf—. Lo odiaba
y lo amaba, como se odiaba y se amaba a sí mismo. No podía deshacerse de él,
pues no era ya cuestión de voluntad.
»Un Anillo de Poder se
cuida solo, Frodo. Puede deslizarse traidoramente fuera del dedo, pero el dueño
no lo dejará nunca. Tendrá alguna vez la idea de pasárselo a otro, pero esto
sólo al principio, cuando el poder comienza a manifestarse. Pero, que yo sepa,
en toda la historia del Anillo sólo Bilbo fue capaz de ir más allá de la idea y
llevarla a cabo. Necesitó de toda mi ayuda. Y aun así, nunca hubiese dejado el
Anillo, nunca se hubiera librado de él. No fue Gollum, Frodo, sino el Anillo
mismo el que decidió. El Anillo abandonó a Gollum.
—Justo para
encontrarse con Bilbo—dijo Frodo—. ¿Un orco no le hubiera convenido más?
—No es asunto de risa—dijo
Gandalf—. No para ti. Fue el acontecimiento más extraño en toda la historia del
Anillo: la llegada de Bilbo en ese momento y que pusiera la mano sobre él,
ciegamente, en la oscuridad.
»Había más de un poder
actuando allí, Frodo. El Anillo trataba de volver a su dueño. Se había escapado
de la mano de Isildur, traicionándolo; cuando tuvo la oportunidad se apoderó del
pobre Déagol, que fue asesinado y después de Gollum, a quien devoró. Ya no
podía utilizar más a Gollum, demasiado pequeño y vil, y mientras tuviera el
Anillo no dejaría nunca aquellas aguas profundas. Ahora que el dueño despertaba
una vez más y transmitía oscuros pensamientos desde el bosque Negro, el Anillo
abandonó a Gollum; para caer en manos de la persona más inverosímil: Bilbo de La
Comarca.
»Detrás de todo esto
había algo más operando, y que escapaba a los propósitos del hacedor del
Anillo: no puedo explicarlo más claramente sino diciendo que Bilbo estaba
destinado a encontrar el Anillo, y no por voluntad del hacedor. En tal caso, tú
también estarías destinado a tenerlo. Quizá la idea te ayude un poco.
—No—dijo Frodo—, aunque
no estoy seguro de entenderte. Pero ¿cómo has sabido todo esto sobre el Anillo
y sobre Gollum? ¿Lo sabes realmente o te lo imaginas?
Gandalf miró a Frodo,
y le brillaron los ojos. —Sabía mucho y he aprendido más, pero no te daré
cuenta a ti de todo lo que hago. Los sabios conocen bien la historia de
Elendil, Isildur y el Anillo Único. Tu Anillo ha demostrado ser el Único por la
inscripción en letras de fuego, aparte de toda otra evidencia.
—¿Cuándo lo
descubriste?—interrumpió Frodo.
—Justo ahora, en esta
habitación—respondió el mago con brusquedad—. Esperaba descubrirlo. He vuelto
de viajes tenebrosos y largas búsquedas para hacer esta prueba final. Es la
última y ahora todo está demasiado claro. Descifrar la parte de Gollum y
meterla en la historia me exigió cierto esfuerzo. Puede, en un principio, haber
comenzado con suposiciones sobre Gollum, pero ya no supongo más. Lo sé, pues lo
he visto.
—¿Has visto a Gollum?—exclamó
Frodo asombrado.
—Sí. No había otra
cosa que hacer, evidentemente, y sólo faltaba saber si era posible. Lo busqué
mucho y al fin lo encontré.
—Entonces ¿qué ocurrió
después de la huida de Bilbo? ¿Lo sabes?
—No tan claramente. Lo
que te he contado es lo que conseguí sacarle a Gollum, aunque no fueron las
mismas palabras. Gollum es un mentiroso y hay que desbrozar lo que dice. Por
ejemplo, llamó al Anillo «regalo de
cumpleaños», una y otra vez. Dijo que se lo había dado su abuela, quien
tenía montones de cosas hermosas parecidas: una historia absurda. No dudo de
que la abuela de Sméagol fuese una matriarca, una gran persona, a su manera;
pero es disparatado decir que tenía muchos Anillos de los elfos, y que los
regalaba a los parientes. Sin embargo, en esta mentira había un grano de
verdad.
»El asesinato de
Déagol obsesionaba a Gollum, por lo que inventó una defensa y se la contaba a
su "tesoro" una y otra vez,
mientras roía huesos en la oscuridad, hasta que casi llegó a creerla. Era su
cumpleaños; Déagol tenía que darle el Anillo; había aparecido para ser un
regalo; era su regalo de cumpleaños, etcétera.
»Lo soporté tanto como
pude, pero la verdad era desesperadamente importante y por fin tuve que
mostrarme duro. Puse en él el miedo del fuego y le saqué la verdadera historia,
poco a poco, muy a disgusto y entre lloriqueos y rezongos. Gollum se veía a sí
mismo como una víctima incomprendida. Pero cuando por último me contó su
historia, incluyendo el juego de los enigmas y la huida de Bilbo, no quiso
decir nada más, fuera de unas vagas alusiones. Había en él otro temor, más
grande que el que yo le inspiraba. Murmuró que recobraría lo que era suyo.
Demostraría a la gente que no toleraba que lo trataran a empujones, lo
arrastraran a un agujero y luego le robaran. Gollum tenía ahora buenos y
poderosos amigos. Lo ayudarían y Bolsón pagaría su culpa. Esta era la obsesión
de Gollum; odiaba a Bilbo y maldecía su nombre. Y además sabía de dónde era
Bilbo.
—¿Cómo lo descubrió?—preguntó
Frodo.
—En cuanto al nombre,
se lo dijo Bilbo mismo, muy tontamente. Luego no le fue difícil averiguar de
qué país venía Bilbo; una vez que salió a la luz. Pues se atrevió a salir. El
deseo de recobrar el Anillo era más fuerte que su temor a los orcos y a la luz.
Pasó un año o dos y dejó las montañas. Como ves, aunque seguía dominado por el
deseo del Anillo, éste ya no lo devoraba; comenzó a revivir un poco. Se sentía
viejo, muy viejo, aunque menos tímido y con mucha hambre.
»Seguía y seguirá
temiendo la luz del sol y de la luna; pero era astuto y supo esconderse de la
luz del día y del fulgor de la luna y abrirse camino veloz y calladamente en lo
profundo de la noche con pálidos ojos fríos para atrapar a pequeñas criaturas
asustadizas o incautas. La nueva alimentación y el nuevo aire le dieron fuerza
y audacia. Se encaminó hacia el bosque Negro, como podía esperarse.
—¿Es allí donde lo
encontraste?—preguntó Frodo.
—Sí, lo vi allí—respondió
Gandalf—, pero antes Gollum había andado mucho, siguiendo el rastro de Bilbo.
Era muy difícil enterarse de algo por boca de Gollum, pues se interrumpía
constantemente con maldiciones y amenazas. "¿Qué
tenía en los bolsillos?", repetía. "Yo no podía decírselo, no, mi tesoro. Fue un engaño y no una pregunta
limpia. Sí, me engañó desde el principio. Quebrantó las reglas. Teníamos que
haberle roto los huesos allí mismo. Sí, mi tesoro. ¡Y lo haremos, mi tesoro!"
»Esta es una muestra
de su charla; supongo que no querrás más. Lo oí durante días enteros. Pero a
través de ciertas alusiones que dejó escapar entre gruñidos, saqué en limpio
que sus fatigados pies lo habían llevado por fin a Esgaroth y hasta las calles
de Valle, donde observó y escuchó en secreto. La noticia de los grandes
acontecimientos había corrido por todas las Tierras Ásperas, donde muchos
conocían el nombre de Bilbo y sabían de dónde había venido. No habían guardado
en secreto nuestro viaje de regreso al oeste; los agudos oídos de Gollum pronto
oyeron lo que querían oír.
—Entonces, ¿por qué no
siguió persiguiendo a Bilbo?—preguntó Frodo—. ¿Por qué no llegó a La Comarca?
—Ah—respondió Gandalf—,
ese es el punto. Creo que Gollum lo intentó; partió y volvió al oeste, hasta el
río Grande, pero se desvió. Estoy seguro de que no lo acobardó la distancia.
No, algo distinto lo llevó a otra parte. Así piensan los amigos a quienes les
pedí que lo siguieran.
»Los elfos de los
bosques fueron los primeros en rastrearlo; tarea fácil para ellos, pues las
huellas de Gollum estaban todavía frescas. Atravesaron el bosque Negro y
volvieron, pero nunca lo alcanzaron. En el bosque corrían muchos rumores sobre
él, historias terribles, aún entre los pájaros y las bestias. Los hombres del bosque
hablaban de un nuevo terror, un fantasma que bebía sangre, que se subía a los
árboles en busca de nidos, que se arrastraba por las cuevas en busca de niños,
que se deslizaba por las ventanas en busca de cunas.
»En el límite
occidental del bosque Negro las huellas se desviaban. Iban hacia el sur y se
perdían fuera del dominio de los elfos. Y entonces cometí un gran error. Sí,
Frodo; y no el primero, aunque me temo que el peor de todos. Abandoné el
asunto; lo dejé ir a Gollum, pues tenía otras cosas en que pensar y confiaba
todavía en la sabiduría de Saruman.
»Bueno, esto sucedió
hace muchos años. Desde entonces he pagado mi error con días oscuros y peligrosos.
El rastro se había borrado hacía mucho cuando lo retomé, después de la partida
de Bilbo. Y mi búsqueda habría sido en vano si no hubiese contado con la ayuda
de un amigo, Aragorn, el más grande viajero y cazador del mundo en esta época.
Buscamos juntos a Gollum por toda la extensión de las Tierras Ásperas sin
esperanza y sin éxito. Por último, cuando yo ya había abandonado la persecución
y me había ido a otras regiones, encontramos a Gollum. Mi amigo regresó luego
de haber pasado grandes peligros, trayendo consigo a la miserable criatura.
»Gollum no me dijo en
qué había estado ocupado. No hacía más que llorar, llamándonos crueles, entre
gorgoritos; y cuando lo presionábamos gemía y temblaba, restregándose las
largas manos y lamiéndose los dedos, como si le dolieran o como si recordase
alguna vieja tortura. Pero temo que no hay ninguna duda: Gollum había ido
arrastrándose paso a paso, milla a milla, lentamente y al fin había llegado a
la tierra de Mordor.
Hubo un pesado
silencio en el cuarto. Frodo alcanzaba a oír los latidos de su propio corazón.
Hasta parecía que fuera todo estaba en silencio. Los tijeretazos de la podadora
de Sam habían callado.
—Sí, a Mordor—repitió
Gandalf—. ¡Ay! Mordor atrae a todos los seres perversos y el Poder Oscuro pone
toda su voluntad en reunirlos allí. El Anillo del enemigo dejaría también su
marca, preparando a Gollum para cualquier requerimiento. Todo el mundo hablaba
de la nueva Sombra en el sur y de cómo odiaba al oeste. Allí estaban sus nuevos
amigos, que lo ayudarían a vengarse.
» ¡Tonto infeliz! En
aquella tierra aprendería mucho, demasiado para sentirse cómodo. Tarde o
temprano, cuando estuviera atisbando y acechando en las fronteras, lo
apresarían para interrogarlo. Creo que así fue. Cuando lo encontramos, hacía
tiempo que había estado allí y se preparaba para regresar en alguna misión
malévola. Pero eso no nos interesa ahora; el daño principal ya estaba hecho.
» ¡Ay, sí! Por medio
de Gollum, el enemigo supo que el Único había sido encontrado de nuevo. El
enemigo sabe ahora dónde cayó Isildur. Sabe dónde encontró Gollum el Anillo. Sabe
que es un Gran Anillo, pues confiere larga vida. Sabe que no es uno de los
Tres, que nunca se perdieron y no soportan la maldad. Sabe que no es uno de los
Siete, o de los Nueve, porque se conoce la suerte que tuvieron. Sabe que es el Único.
Creo, por último, que ha oído algo acerca de los hobbits y de La Comarca.
»La Comarca, que
estará buscando ahora, si ya no la encontró. En efecto, Frodo, temo que piense
incluso que el nombre Bolsón, durante mucho tiempo desconocido, se haya vuelto
importante.
—¡Es terrible!—exclamó
Frodo—. Mucho peor de lo que imaginé, luego de tus insinuaciones y
advertencias. Gandalf, mi mejor amigo, ¿qué debo hacer? Porque ahora estoy
realmente asustado. ¿Qué debo hacer? ¡Qué lástima que Bilbo no haya matado a
esa vil criatura cuando tuvo la oportunidad!
—¿Lástima? Sí, fue compasión
lo que detuvo la mano de Bilbo. Compasión y misericordia: no matar sin
necesidad. Y ha sido bien recompensado, Frodo; puedes estar seguro: la maldad
lo rozó apenas y al fin pudo escapar por el modo en que tomó posesión del
Anillo, con compasión.
—Lo lamento—dijo Frodo—;
estoy asustado y no siento ninguna lástima por Gollum.
—No lo has visto—interrumpió
Gandalf.
—No, y no quiero verlo—replicó
Frodo—. No puedo entenderte. ¿Quieres decir que tú y los elfos habéis dejado
que siguiera viviendo después de todas esas horribles hazañas? Ahora, de cualquier
modo, es tan malo como un orco y además un enemigo. Merece la muerte.
—La merece, sin duda.
Muchos de los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la
vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte,
pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos. No hay muchas
esperanzas de que Gollum tenga cura antes de morir, pero creo que aún podría
salvarse: está ligado al destino del Anillo. El corazón me dice que todavía
tiene un papel que desempeñar, para bien o para mal, antes del fin y cuando
éste llegue, la misericordia de Bilbo puede determinar el destino de muchos, no
menos que el tuyo. De cualquier modo no lo hemos matado; es muy anciano y muy
infeliz. Los elfos de los bosques lo tienen prisionero, pero lo tratan con toda
la benevolencia que es posible esperar de esos prudentes corazones.
—De todos modos—dijo
Frodo—, aunque Bilbo no haya matado a Gollum, yo hubiese preferido que no se
quedara con el Anillo. Desearía que nunca lo hubiese encontrado y querría no
tenerlo ahora. ¿Por qué permitiste que lo conservara? ¿Por qué no me obligaste
a tirarlo o a destruirlo?
—¿Permitirte?
¿Obligarte?—respondió el mago—. ¿No has oído todo lo que te dije? No piensas lo
que estás diciendo. Tirarlo sería una equivocación. Estos Anillos saben cómo
hacerse encontrar. En malas manos podría hacer mucho daño. Y lo peor de todo es
que podría caer en poder del enemigo. En efecto, podría, pues es el Único y el
enemigo está ejerciendo todo su poder para encontrarlo o atraerlo.
»Por supuesto, mi
querido Frodo, tú estabas en peligro, cosa que me trastornó profundamente. Pero
había tanto en juego que tuve que arriesgarme, aunque durante mi ausencia no
paso un día sin que ojos vigilantes cuidaran La Comarca. Mientras no lo uses,
no creo que el Anillo tenga algún efecto negativo sobre ti, o en todo caso no
durante un tiempo. Recuerda que hace nueve años, cuando te vi por última vez,
yo no sabía mucho.
—Pero... ¿por qué no
destruirlo? Tendría que haber sido destruido hace tiempo, dijiste—volvió a
exclamar Frodo—. Si me hubieses advertido, o me hubieses enviado un mensaje, yo
lo hubiera destruido.
—¿De veras? ¿Cómo? ¿Lo
intentaste alguna vez?
—No. Pero supongo que
podría deshacerlo a martillazos o fundirlo.
—¡Prueba!—dijo Gandalf—.
¡Prueba ahora!
Frodo sacó de nuevo el Anillo y lo miró. Parecía
liso y suave, sin ninguna marca visible. El oro era brillante y puro y Frodo
admiró la hermosura y vivacidad del color y la perfección de la forma. Era
admirable, una verdadera joya. Cuando lo sacó del bolsillo había pensado en
arrojarlo lejos, a la parte más caliente del fuego. Comprobó que no podía, que
tenía que vencer una enorme resistencia. Sopesó el Anillo en la mano,
titubeando y tratando de recordar lo que Gandalf le había dicho y entonces,
recurriendo a toda su voluntad, hizo un movimiento para arrojarlo a las llamas,
y en seguida advirtió que había vuelto a guardarlo en el bolsillo.
Gandalf rio torvamente.
—¿Ves, Frodo? Tampoco tú puedes deshacerte de él ni dañarlo. Y yo no podría
obligarte, sino por la fuerza, en cuyo caso te arruinaría la mente. Para acabar
con el Anillo, de nada sirve la fuerza. No le harías daño, aunque lo golpearas
con un martillo pesado. Ni tus manos ni las mías podrían destruirlo.
»
Tu pequeño fuego no podría
fundir siquiera el oro común. Este Anillo ha pasado ya por ese fuego y ni
siquiera se calentó. No hay forja en La Comarca que pueda cambiarlo en lo más
mínimo; aún los hornos y yunques de los enanos no podrían hacerle nada. Se ha
dicho que el fuego de los dragones podía fundir y consumir los Anillos de
Poder, pero no hay ahora ningún dragón que tenga ese fuego; y ninguno de los
dragones que hubo jamás, ni siquiera Ancalagon el Negro, podría haber dañado el
Anillo Único.
»Hay un solo camino:
encontrar las Grietas del Destino, en las profundidades de Orodruin, la montaña
de fuego, y arrojar allí el Anillo. Esto siempre que quieras destruirlo de
veras, e impedir que caiga en manos enemigas.
—¡Quiero destruirlo de
veras!—exclamó Frodo—. O que lo destruyan. No estoy hecho para empresas
peligrosas. Hubiese preferido no haberlo visto nunca. ¿Por qué vino a mí? ¿Por
qué fui elegido?
—Preguntas que nadie
puede responder—dijo Gandalf—. De lo que puedes estar seguro es de que no fue
por ningún mérito que otros no tengan. Ni por poder ni por sabiduría, a lo
menos. Pero has sido elegido y necesitarás de todos tus recursos: fuerza,
ánimo, inteligencia.
—¡Tengo tan poco de
esas cosas! Tú eres sabio y poderoso. ¿No quieres el Anillo?
—¡No, no!—exclamó
Gandalf, incorporándose—. Mi poder sería entonces demasiado grande y terrible.
Conmigo el Anillo adquiriría un poder todavía mayor y más mortal. —Los ojos de
Gandalf relampaguearon y la cara se le iluminó como con un fuego interior. —¡No
me tientes! Pues no quiero convertirme en algo semejante al Señor Oscuro. Todo
mi interés por el Anillo se basa en la misericordia, misericordia por los
débiles y deseo de poder hacer el bien. ¡No me tientes! No me atrevo a tomarlo,
ni siquiera para esconderlo y que nadie lo use. La tentación de recurrir al
Anillo sería para mí demasiado fuerte. ¡Tal vez lo necesitara! Me acechan
grandes peligros.
Gandalf fue hacia la
ventana, descorrió las cortinas y abrió los postigos. El sol entró nuevamente
en la habitación; Sam pasaba silbando por el sendero. —Y ahora—dijo el mago
volviéndose hacia Frodo—, la decisión depende de ti. Pero no olvides que puedes
contar siempre conmigo. —Puso una mano sobre el hombro de Frodo. —Te ayudaré a
soportar esta carga todo el tiempo que sea necesario. Pero tenemos que hacer
algo rápido. El enemigo no se está quieto.
Hubo un largo
silencio. Gandalf volvió a sentarse; fumaba la pipa como perdido en sus
pensamientos. Parecía tener los ojos cerrados, pero observaba a Frodo con
atención, entornando los párpados. Frodo miraba fijamente las enrojecidas
ascuas del hogar, hasta que creyó estar hundiendo los ojos en unos pozos
profundos y llameantes. Pensaba en las fabulosas Grietas del Destino y en el
terror de la montaña de fuego.
—Bien—dijo Gandalf por
último—. ¿En qué piensas? ¿Has tomado una decisión?
—No—respondió Frodo
volviendo en sí desde las tinieblas, viendo por la ventana el jardín soleado, y
sorprendiéndose de que no fuera todavía de noche—. O quizá sí. De acuerdo con
lo que entendí de tus palabras supongo que he de conservar el Anillo, al menos
por ahora, me haga lo que me haga.
—Cualquier cosa que te
haga, será muy lentamente, si lo guardas con ese propósito—dijo Gandalf.
—Así lo espero—respondió
Frodo—; pero también espero que encuentres un guardián mejor que yo y pronto.
Por el momento parece que soy un peligro para mis vecinos. No puedo conservar
el Anillo y quedarme aquí. Tengo que salir de Bolsón Cerrado, abandonar La
Comarca, abandonarlo todo e irme. —Suspiró. —Me gustaría salvar La Comarca, si
pudiera, aunque alguna vez pensé que los habitantes eran tan estúpidos que un
terremoto o una invasión de dragones les vendría bien. No siento lo mismo
ahora. Siento que mientras La Comarca continúe a salvo, en paz y tranquila, mis
peregrinajes serán más soportables; sabré que en alguna parte hay suelo firme, aunque
yo nunca vuelva a pisarlo.
»Por supuesto, muchas
veces pensé en irme, pero lo imaginaba como una especie de vacaciones, como una
serie de aventuras semejantes a las de Bilbo, o mejores, con un final feliz. Esto,
en cambio, significa exiliarse, escapar de un peligro a otro y ellos siempre
detrás, mordiéndome los talones. Supongo que he de partir solo si decido irme y
salvar La Comarca, pero me siento pequeño, y desarraigado... y desesperado. El
enemigo es tan fuerte y terrible.
No se lo dijo a
Gandalf, pero mientras hablaba se le había encendido en el corazón el deseo de
seguir a Bilbo y de encontrarlo tal vez. Era tan fuerte que se sobrepuso al
temor; podría casi haber salido corriendo camino abajo, sin sombrero, como lo
había hecho Bilbo tiempo atrás, en una mañana muy similar.
—Mi querido Frodo—exclamó
Gandalf—, los hobbits son criaturas realmente sorprendentes, como ya he dicho.
Puedes aprender todo lo que se refiere a sus costumbres y modos en un mes y
después de cien años aún te sorprenderán. Además no esperaba obtener esa
respuesta, ni siquiera de ti; pero Bilbo no se equivocó al elegir el heredero, aunque
no pensó demasiado en la importancia que tendría esa elección. Temo que estés
en lo cierto. El Anillo no podrá permanecer mucho tiempo oculto en La Comarca;
y para tu propio bien, tanto como para el de los demás, convendría que te
fueras y dejaras de llamarte Bolsón. Ese nombre no te daría ninguna
seguridad fuera de La Comarca ni en las tierras vírgenes. Te daré un seudónimo
para tu viaje: serás el señor Sotomonte.
»No creo que necesites
partir solo. No si conoces a alguien de confianza que quisiera acompañarte y a
quien pudieras exponer a peligros desconocidos. Pero si buscas compañía, ten
cuidado en cómo eliges. Y ten aún más cuidado con lo que dices, hasta a tus
amigos más íntimos. El enemigo tiene muchos espías y muchas maneras de
enterarse.
De pronto Gandalf se
detuvo, como si escuchara. Frodo notó que había mucho silencio, adentro y
afuera. Gandalf se deslizó hacia un costado de la ventana; en seguida, como una
flecha, saltó al antepecho y con un rápido movimiento extendió el largo brazo
afuera y abajo. Se oyó un graznido y la mano de Gandalf reapareció sosteniendo
por una oreja la ensortijada cabeza de Sam Gamyi.
—Bien, bien, ¡bendita
sea mi barba!—exclamó Gandalf—. ¿No se trata de Sam Gamyi? ¿Qué hacías por aquí?
—Bendito sea señor
Gandalf—respondió Sam—. ¡Nada! Recortaba el césped bajo la ventana, ¿no ve
usted?—Tomó las tijeras y las mostró como una prueba.
—No, no veo—dijo
Gandalf ásperamente—. Hace rato que no oigo tus tijeras. ¿Cuánto tiempo
estuviste fisgoneando?
—¿Fisgoneando, señor? Perdón,
no lo entiendo. No entiendo de qué me habla. No hay nada de eso en Bolsón Cerrado.
—No seas tonto. ¿Qué
has oído y por qué has escuchado?—Los ojos de Gandalf relampaguearon y las
cejas se le erizaron como cerdas.
—¡Señor
Frodo!—gritó Sam, temblando—. No le permita que me haga daño, señor. No
le permita que me transforme en un monstruo. Mi viejo padre me rechazaría. ¡No
quise hacer nada malo! ¡Se lo juro, señor!
—No te hará daño—respondió
Frodo sofocando la risa, aunque asombrado y algo confundido—. Él sabe tan bien
como yo que no tenías malas intenciones. Pero levántate y contesta en seguida.
—Bien, señor—dijo Sam,
tembloroso—. Oí un montón de cosas incomprensibles sobre un enemigo, anillos,
el señor Bilbo, señor, dragones, una montaña de fuego y.… elfos, señor. Escuché
porque no pude evitarlo, usted me entiende; pero ¡el señor me perdone!, adoro
esas historias y creo en ellas, contra todo lo que Ted diga. ¡Elfos, señor! Me
encantaría verlos. ¿Podría llevarme con usted a ver a los elfos, señor, cuando
usted vaya?
De repente Gandalf se
echó a reír. —¡Entra!—gritó, y sacando los brazos fuera levantó al asombrado
Sam junto con la azada, las tijeras de podar y demás y lo metió por la ventana,
depositándolo en el suelo—. Que te lleve a ver a los elfos, ¿eh?—dijo Gandalf,
observando de cerca a Sam, mientras una sonrisa le bailaba en la cara—.
¿Entonces oíste que el señor Frodo se va?
—Lo oí, señor y por
eso me atraganté y usted parece que me oyó. Traté de evitarlo, señor, pero no
pude. ¡Estaba tan trastornado!
—No hay nada que
hacer, Sam—respondió Frodo tristemente. Entendía de pronto que el dolor de
abandonar La Comarca sería mucho mayor que el de despedirse de las comodidades
de Bolsón Cerrado—. Tendré que irme, pero si tú me aprecias de verdad—y aquí
observó a Sam fijamente—, guardarás absoluto secreto. ¿Entiendes? Si así no lo
haces, o si repites una sola palabra de lo que aquí has oído, espero que
Gandalf te transforme en un sapo y luego llene de culebras el jardín.
Sam se arrodilló temblando. —Levántate, Sam—le
ordenó Gandalf—. He estado pensando en algo mejor. Algo que te cierre la boca y
te castigue por haber escuchado: irás con el señor Frodo.
—¿Yo, señor?—gritó
Sam, saltando de alegría, como un perro al que invitan a un paseo—. ¿Yo veré a
los elfos y todo? ¡Hurra!—gritó, y de pronto se echó a llorar.
III.TRES ES COMPAÑÍA
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO III
—Tienes que irte en
silencio, y pronto—dijo Gandalf.
Habían pasado dos o
tres semanas y Frodo no daba señales de estar listo.
—Lo sé, pero es
difícil hacer las dos cosas—objetó—. Si desapareciese como Bilbo, la noticia se
difundiría en seguida por toda La Comarca.
—No conviene que
desaparezcas, por supuesto—dijo Gandalf—. He dicho pronto, no ahora. Si se te
ocurre algún modo de dejar La Comarca sin despertar sospechas, creo que vale la
pena esperar. Pero no lo postergues demasiado.
—¿Qué tal en el otoño
o después de nuestro cumpleaños?—preguntó Frodo—. Creo que podré arreglar algo
para entonces.
A decir verdad, se
resistía a la idea de partir, ahora que se había decidido. Bolsón Cerrado le
parecía una residencia agradable, mucho más que en el pasado reciente y quería
saborear al máximo ese último verano en La Comarca. Sabía que cuando llegara el
otoño una parte de su corazón aceptaría mejor la idea de un viaje, como le
sucedía siempre en esa estación. Íntimamente ya había decidido partir en su
quincuagésimo cumpleaños; el centésimo vigesimoctavo de Bilbo. Le parecía un
día apropiado para partir y seguir a Bilbo. Seguir a Bilbo era el objetivo
principal y lo único que hacía soportable la idea de la partida. Pensaba lo
menos posible en el Anillo y en el fin al que éste podría llevarlo. Pero no le
dijo a Gandalf todo lo que pensaba. Lo que el mago adivinaba era siempre
difícil de saber.
Gandalf miró a Frodo y
sonrió: —Muy bien—dijo—. Estoy de acuerdo con la fecha, pero no te retrases
más. Ya empiezo a inquietarme. En el ínterin, ten cuidado, ¡no dejes escapar ni
palabra sobre adónde piensas ir! Y cuida de que Sam Gamyi no hable. Si habla,
lo transformaré de veras en un sapo.
—En cuanto adónde iré—dijo
Frodo—, será muy difícil decirlo, pues ni yo lo sé todavía.
—¡No seas absurdo!—exclamó
Gandalf—. ¡No te estoy advirtiendo contra el dejar tu dirección en la oficina
de correos! Pero abandonas La Comarca y eso no ha de saberse hasta que estés
muy lejos de aquí. Tienes que ir, o al menos partir, hacia el sur, el norte, el
este, o el oeste; y nadie ha de conocer el rumbo.
—He estado tan ocupado
con la idea de dejar Bolsón Cerrado y con la despedida que ni siquiera he
pensado en el rumbo—dijo Frodo—. Porque, ¿a dónde iré? ¿Qué me guiará? ¿Cuál
será mi tarea? Bilbo fue en busca de un tesoro y volvió, pero yo voy a perderlo
y no volveré, según veo.
—Pero no ves muy lejos—dijo
Gandalf—, ni yo tampoco. Tu tarea puede ser encontrar las Grietas del Destino,
pero quizás ese trabajo esté reservado a otros. No lo sé. De cualquier modo,
aún no estás preparado para un camino tan largo.
—En efecto, no—dijo
Frodo—; pero mientras tanto, ¿qué ruta tengo, que tomar?
—Hacia el peligro, de
modo no demasiado directo ni demasiado imprudente—respondió el mago—. Si
quieres mi consejo: ve a Rivendel. El viaje no será tan peligroso, aunque el
camino es más difícil de lo que era hace un tiempo y será todavía peor cuando
el año llegue a su fin.
—¡Rivendel!—dijo Frodo—.
Muy bien, iré al este, hacia Rivendel. Llevaré a Sam a ver a los elfos, cosa
que le encantará. —Hablaba superficialmente, pero de pronto el corazón le dio
un vuelco con el deseo de ver la casa de Elrond el medio elfo y respirar el
aire de aquel valle profundo donde mucha hermosa gente vivía todavía en paz.
Una tarde de verano,
una asombrosa noticia llegó a La Mata de
Hiedra y El Dragón Verde. Los
gigantes y los otros portentos de los límites de La Comarca quedaron relegados
a segundo lugar. Había asuntos más importantes. ¡El señor Frodo vendía Bolsón
Cerrado! ¡Ya lo había vendido a los Sacovilla-Bolsón!
«Por un buen pellizco», decían algunos. «A precio de ocasión», decían otros, «y así será, si la señora Lobelia es la compradora». (Lotho había
muerto algunos años antes, a la madura, aunque decepcionante edad de ciento dos
años.)
La razón por la que el
señor Frodo vendía su hermosa cueva se discutía todavía más que el precio. Unos
pocos sostenían la teoría, apoyada por las indirectas e insinuaciones del mismo
señor Bolsón, de que el dinero se le estaba agotando a Frodo. Abandonaría
Hobbiton y viviría en Los Gamos de manera sencilla, entre sus parientes, los
Brandigamo, con lo obtenido en la venta de Bolsón Cerrado. «Lo más lejos que pueda de los Sacovilla-Bolsón»,
agregaban algunos. Estaban tan convencidos de las riquezas inmensas de los
Bolsón de Bolsón Cerrado que a la mayoría todo esto le parecía increíble. Mucho
más difícil que cualquier otra razón o sinrazón que la imaginación pudiera
inventar. Para muchos era un plan sombrío, inconfesable, de Gandalf, quien, si
bien se mantenía muy tranquilo, y no salía durante el día, era sabido que se «escondía en Bolsón Cerrado». Pero como
quiera que el cambio se acomodase o no a los planes del hechicero, algo era
indudable: Frodo volvía a Los Gamos.
—Sí, me mudaré este otoño—decía—.
Merry Brandigamo me está buscando una pequeña pero hermosa cueva, o quizás una
casita.
En realidad, Frodo
había elegido y comprado con la ayuda de Merry una casita en Cricava más allá
de Gamoburgo. Para todos, excepto Sam, Frodo simuló que se establecería allí
permanentemente. La decisión de partir hacia el este le sugirió tal idea, pues Los
Gamos se encontraba en el límite oriental de La Comarca y como había pasado
allí la niñez, el regreso podía parecer verosímil.
Gandalf permaneció en La
Comarca dos meses más. Luego, una tarde, a fines de junio, casi en seguida de
que el plan de Frodo quedara establecido de modo definitivo, anunció que partía
a la mañana siguiente. —Sólo por un corto período, espero—dijo—. Iré más allá
de la frontera sur para recoger algunas noticias, si es posible. He estado sin
hacer nada demasiado tiempo.
Hablaba en un tono
ligero, pero a Frodo le pareció que estaba preocupado.
—¿Alguna novedad?—preguntó.
—No. Pero he oído algo
que me inquieta y que es imprescindible investigar. Si creo necesario que
partas inmediatamente, volveré en seguida, o al menos te enviaré un mensaje.
Mientras tanto no te desvíes del plan, pero sé más cuidadoso que nunca, sobre
todo con el Anillo. Permíteme que insista: ¡No lo uses!
Gandalf partió al
amanecer. —Volveré un día de éstos—dijo—. Como máximo estaré de vuelta para la
fiesta de despedida. Después de todo, quizá necesites que te acompañe.
Al principio, Frodo
estuvo muy preocupado y pensaba a menudo en lo que Gandalf podía haber oído;
pero al fin se tranquilizó y cuando llegó el buen tiempo olvidó del todo el
problema. Pocas veces se había visto en La Comarca un verano más hermoso y un
otoño más opulento; los árboles estaban cargados con manzanas, la miel rebosaba
en los panales y el grano estaba alto y henchido.
Bien entrado el otoño,
la suerte de Gandalf comenzó a inquietar de nuevo a Frodo. Terminaba septiembre
y no había noticias del mago. El cumpleaños y la mudanza se acercaban y no
había aparecido ni había enviado ningún mensaje. Comenzó el ajetreo en Bolsón
Cerrado. Algunos amigos de Frodo llegaron para ayudarlo a embalar: allí estaban
Fredegar Bolger, Folco Boffin y los más íntimos: Pippin Tuk y Merry Brandigamo.
Entre todos dieron vuelta a la casa.
El veinte de
septiembre, dos vehículos cubiertos partieron cargados hacia Los Gamos, a
través del Puente del Brandivino, llevando al nuevo hogar los enseres y muebles
que Frodo no había vendido. Al día siguiente Frodo estaba realmente inquieto y
clavaba los ojos afuera esperando a Gandalf. La mañana del jueves, día de su
cumpleaños, amaneció tan clara y brillante como aquella otra, de hacía mucho
tiempo, en ocasión de la fiesta de Bilbo. Gandalf no había aparecido aún. En la
tarde Frodo dio su fiesta de despedida: una cena muy pequeña, para él y sus
cuatro ayudantes, pero estaba preocupado y con poco ánimo para esas cosas. El
pensamiento de que pronto tendría que separarse de sus jóvenes amigos le pesaba
en el corazón. Se preguntaba cómo lo diría.
Los cuatro jóvenes
hobbits estaban muy animados, sin embargo, y la reunión pronto se hizo muy
alegre, a pesar de la ausencia de Gandalf. El comedor parecía vacío; tenía sólo
una mesa y sillas; pero la comida era buena y el vino excelente. El vino de
Frodo no se había incluido en la venta a los Sacovilla-Bolsón.
—Suceda lo que suceda
con el resto de mis cosas, cuando los Sacovilla-Bolsón las tomen entre sus
garras yo ya habré encontrado un buen destino para esto—dijo Frodo mientras
vaciaba el vaso. Era la última gota de los Viejos Viñedos.
Luego de haber cantado
muchas canciones y hablado de muchas cosas que habían hecho juntos brindaron por el
cumpleaños de Bilbo y bebieron a su salud y a la de Frodo, como era costumbre
de Frodo. Luego salieron a respirar un poco de aire, echaron una mirada a las
estrellas y se fueron a dormir. Con esto terminó la fiesta de Frodo, y Gandalf
no había llegado.
A la mañana siguiente
continuaron atareados cargando otro carro con el resto del equipaje. Merry se
ocupó de todo esto, y junto con el Gordo (Fredegar Bolger) marcharon hacia el
nuevo domicilio de Frodo. —Alguien tiene que ir allí, Frodo, y entibiar la casa
antes que llegues—dijo Merry—. Te veré luego, pasado mañana, si no te quedas
dormido en el camino.
Folco volvió a su casa
después del almuerzo, pero Pippin se quedó atrás. Frodo estaba inquieto,
ansioso, aguardando en vano a Gandalf. Decidió esperar hasta la caída de la
noche. Luego, si Gandalf lo necesitaba urgentemente, podría ir a Cricava y
hasta quizá llegara antes que él. Frodo iría a pie; el plan, por placer, tanto
como por cualquier otra razón, era caminar cómodamente desde Hobbiton hasta la balsadera
en Gamoburgo y echar una última mirada a La Comarca.
—Tengo que entrenarme
un poco—dijo, mirándose en un espejo polvoriento del vestíbulo casi vacío. No
hacía caminatas largas desde mucho tiempo atrás y la imagen, opinó, no daba una
impresión de vigor.
Después del almuerzo,
aparecieron los Sacovilla-Bolsón, Lobelia y su hijo Lotho, el rubio. Frodo se
sintió bastante molesto. —¡Nuestra al fin!—exclamó Lobelia, al tiempo que
entraba. No era ni cortés ni estrictamente verdadero, pues la venta de Bolsón
Cerrado no se realizó hasta la medianoche. Pero se podía perdonar a Lobelia; se
había visto obligada a esperar setenta y siete años a que Bolsón Cerrado fuese
suyo y ahora tenía cien años. De cualquier modo, había vuelto para cuidar que
no faltase nada de lo que había comprado y quería las llaves. Llevó largo rato
satisfacerla, pues había traído un inventario completo que verificó punto por
punto. Al fin partió con Lotho, la llave de repuesto y la promesa de que podría
recoger la otra llave en la casa de Gamyi, en Bolsón de Tirada. Resopló,
mostrando claramente que suponía a los Gamyi capaces de meterse de noche en la
cueva. Frodo ni siquiera le ofreció una taza de té.
Tomó su propio té en
la cocina con Pippin y Sam Gamyi. Se había anunciado oficialmente que Sam iría
a Los Gamos «a ayudar al señor Frodo y cuidar
el jardincito». Un arreglo que el Tío apoyó, aunque no lo consoló de la
perspectiva de tener a Lobelia como vecina.
—¡Nuestra última
comida en Bolsón Cerrado!—exclamó Frodo, retirando la silla. Dejaron a Lobelia
el lavado de los platos. Pippin y Sam ataron los tres fardos y los apilaron en
el vestíbulo; luego Pippin salió a dar una última vuelta por el jardín. Sam
desapareció.
El sol se puso; Bolsón
Cerrado parecía triste, melancólico, desmantelado. Frodo vagaba por las
habitaciones familiares y vio la luz del crepúsculo que se borraba en las
paredes y las sombras que trepaban por los rincones. Adentro oscureció
lentamente. Salió de la habitación, descendió hacia la puerta que estaba en el
extremo del sendero y anduvo un trecho por el camino de la colina. Tenía cierta
esperanza de ver a Gandalf subiendo a grandes zancadas en el crepúsculo.
El cielo estaba claro
y las estrellas brillaban cada vez más. —Será una hermosa noche—dijo en voz
alta—. Buen comienzo. Tengo ganas de echar a caminar. No puedo seguir
esperando. Partiré y Gandalf tendrá que seguirme. —Volvió sobre sus pasos y se
detuvo al oír voces que venían de Bolsón de Tirada. Una voz era sin duda la del
Tío, la otra era extraña y en cierto modo desagradable. No pudo entender lo que
decía, pero oyó las respuestas del Tío, que eran estridentes. El anciano
parecía irritado.
—No, el señor Bolsón
se ha ido esta mañana y Sam se fue con él. Al menos todo lo que tenía ha
desaparecido. Sí, vendió y se fue, le digo. ¿Por qué? El por qué no es asunto
suyo ni mío. ¿Hacia dónde? No es un secreto; se mudó a Gamoburgo o a algún otro
lugar así, allá lejos. Sí, es un buen camino. Nunca he llegado tan lejos; es
rara la gente de Los Gamos. No, no puedo darle ningún mensaje. ¡Buenas noches!
Los pasos descendieron
la Colina. Frodo se preguntó vagamente por qué el hecho de que no hubiera
subido lo había aliviado tanto. «Estoy
harto de preguntas y de la curiosidad de la gente sobre mis asuntos»,
pensó. «¡Qué preguntones son todos
ellos!» Tuvo la idea de alcanzar al Tío y averiguar quién había sido el
interlocutor, pero pensándolo mejor (o peor) se volvió y fue rápidamente hacia
Bolsón Cerrado.
Pippin esperaba
sentado sobre su fardo en el vestíbulo. Frodo atravesó la puerta oscura y llamó:
—¡Sam! ¡Sam! ¡Ya es hora!
—¡Voy, señor!—se oyó
la respuesta desde adentro, seguida por el mismo Sam que salió secándose la
boca.
Había estado
despidiéndose del barril de cerveza, en la bodega.
—¿Todo
listo, Sam?—preguntó Frodo.
—Sí, señor, tardaré
poco ya.
Frodo cerró la puerta
con llave y se la dio a Sam. —¡Corre con ella a tu casa, Sam!—le dijo—. Luego
corta a través de Tirada y encuéntranos tan pronto como puedas en la entrada
del sendero, más allá de la pradera. No cruzaremos la villa esta noche; hay
demasiados oídos y ojos atisbándonos. —Sam partió a toda prisa.
—Bueno, al fin nos
vamos—dijo Frodo. Cargaron los bultos sobre los hombros, tomaron los bastones y
doblaron hacia el oeste de Bolsón Cerrado. —¡Adiós!—dijo Frodo mirando el hueco
oscuro y vacío de las ventanas. Agitó la mano y luego se volvió; y (como
siguiendo a Bilbo) corrió detrás de Peregrin, sendero abajo. Saltaron por la
parte menos elevada del cerco y fueron hacia los campos, entrando en la
oscuridad como un susurro en la hierba.
Al pie de la Colina,
por la ladera del oeste, llegaron a la entrada del estrecho sendero. Se
detuvieron y ajustaron las correas de los bultos; en ese momento apareció Sam,
trotando de prisa y resoplando; llevaba la carga al hombro y se había puesto en
la cabeza un deformado saco de fieltro que llamaba sombrero. En las tinieblas
se parecía mucho a un enano.
—Estoy seguro de que
me han dado el bulto más pesado—dijo Frodo—. Siempre compadecí a los caracoles
y a todo bicho que lleve la casa a cuestas.
—Yo podría cargar
mucho más, señor, mi fardo es muy liviano—mintió Sam resueltamente.
—No, Sam—dijo Pippin—.
Le hace bien. Sólo lleva lo que nos ordenó empacar. Ha estado flojo
últimamente. Sentirá menos la carga cuando camine un rato y pierda un poco de
su propio peso.
—¡Sean amables con un pobre
y viejo hobbit!—rio Frodo—. Estaré tan delgado como una vara de sauce antes de
llegar a Los Gamos. Pero hablaba tonterías. Sospecho que has cargado demasiado,
Sam; echaré un vistazo la próxima vez que empaquemos. —Tomó de nuevo el bastón.
—Bueno, a todos nos gusta caminar en la oscuridad—dijo—. Nos alejaremos unas
millas antes de dormir.
Durante un rato
siguieron el sendero hacia el oeste. Luego doblaron a la izquierda, volviendo
sigilosamente a los campos. Continuaron en fila bordeando setos y malezas,
mientras la noche los envolvía en sombras. Cubiertos con mantos oscuros, eran
tan invisibles como si todos tuviesen anillos mágicos. Como eran hobbits, y
trataban de andar en silencio, no hacían ningún ruido que alguien pudiera oír,
ni aún otros hobbits. Hasta las criaturas salvajes de los campos y los bosques
apenas se daban cuenta de que pasaban.
Momentos más tarde
cruzaron el Agua, al oeste de Hobbiton, por un angosto puente de tablas. El
arroyo no era allí más que una serpenteante cinta negra, bordeada por
inclinados alisos. Se encontraban ahora en las Tierras de Tuk y continuaron
hacia el sur para llegar, una milla o dos más lejos, al camino principal de
Cavada Grande, que llevaba a Delagua y al Puente Brandivino. Torciendo al
sudeste, comenzaron a trepar por el país de las colinas Verdes, al sur de
Hobbiton. Pudieron ver las luces de la villa parpadeando en el agradable el valle
del Agua. La escena desapareció pronto entre los pliegues del suelo oscurecido
y entonces vieron Delagua, a orillas del lago gris. Cuando la luz de la última
granja quedó muy atrás, asomando entre los árboles, Frodo se volvió y agitó la
mano en señal de despedida.
—Me pregunto si
volveré a ver ese valle otra vez—dijo con calma.
Después de tres horas
descansaron. La noche era clara, fresca y estrellada, pero unas nubes de bruma
ascendían por las faldas de la loma desde los arroyos y las praderas profundas.
Unos abedules de follaje escaso, que la brisa movía allá arriba, eran como una
trama negra contra el cielo pálido. Devoraron una cena frugal (para los
hobbits) y continuaron la marcha. Pronto encontraron un camino muy angosto, que
ascendía y descendía y se perdía luego agrisándose en la oscuridad; era el
camino a Casa del Bosque y la balsadera de Gamoburgo. Subía desde el camino
principal de valle del Agua y zigzagueaba por las laderas de las colinas Verdes
hacia bosque Cerrado, una región salvaje de la Cuaderna del Este.
Momentos después se
hundían en una senda profunda, abierta entre árboles altos; las hojas secas
susurraban en la noche. Al principio hablaban o entonaban una canción a media
voz, pues estaban lejos ahora de oídos indiscretos. Luego continuaron en
silencio y Pippin comenzó a rezagarse. Al fin, cuando empezaban a subir una
cuesta se detuvo y se puso a bostezar.
—Tengo tanto sueño—dijo—que
pronto me caeré en el camino. ¿Pensáis dormir de pie? Es casi medianoche.
—Creí que te gustaba
caminar en la oscuridad—dijo Frodo—. Pero no corre tanta prisa; Merry nos
espera pasado mañana, de modo que tenemos aún cerca de dos días. Nos
detendremos en el primer lugar agradable.
—El viento sopla del
oeste—dijo Sam—. Si vamos a la ladera opuesta encontraremos un lugar bastante
resguardado y cómodo, señor. Más adelante hay un bosque seco de abetos, si mal
no recuerdo. —Sam conocía bien la región en veinte millas [32 kilómetros]
a la redonda de Hobbiton pero ése era el límite de sus conocimientos
de geografía.
En la cima misma de la
loma estaba el sitio de los abetos. Dejando el camino, se metieron en la
profunda oscuridad de los árboles que olían a resina y juntaron ramas secas y
piñas para hacer fuego. Pronto las llamas crepitaron alegremente al pie de un
gran abeto y se sentaron alrededor un rato, hasta que comenzaron a cabecear.
Cada uno en un rincón de las raíces del árbol, envueltos en capas y mantas,
cayeron en un sueño profundo. Nadie quedó de guardia; ni siquiera Frodo temía
algún peligro, pues aún estaban en el corazón de La Comarca. Unas pocas
criaturas se acercaron a observarlos luego que el fuego se apagó. Un zorro que
pasaba por el bosque, ocupado en sus propios asuntos, se detuvo unos instantes,
husmeando.
«¡Hobbits!»—pensó—.
«Bien, ¿qué querrá decir? He oído cosas
extrañas de esta tierra, pero rara vez de un hobbit que duerma a la intemperie
bajo un árbol. ¡Tres hobbits! Hay algo muy extraordinario detrás de todo esto.»
Estaba en lo cierto, pero nunca descubrió nada más sobre el asunto.
Llegó la mañana,
pálida y húmeda. Frodo despertó primero y descubrió que la raíz del árbol se le
había incrustado en la espalda y que tenía el cuello tieso. «¡Caminar por placer! ¿Por qué no habré
venido en carro?», pensó como lo hacía siempre al comienzo de una expedición.
«¡Y todas mis hermosas camas de plumas
vendidas a los Sacovilla-Bolsón! Las raíces de estos árboles les hubieran
venido bien.» Se desperezó. —¡Arriba, hobbits!—gritó—. Hermosa mañana.
—¿Qué tiene de
hermosa?—preguntó Pippin, asomando un ojo sobre el borde de la manta—. ¡Sam!
¡Prepara el desayuno para las nueve y media! ¿Tienes listo ya el baño caliente?
Sam dio un salto,
amodorrado aún. —No, señor, ¡no todavía!—exclamó.
Frodo arrancó las
mantas que envolvían a Pippin, lo hizo rodar y fue hacia el linde del bosque.
En el lejano este, el sol se levantaba muy rojo entre las nieblas espesas que
cubrían el mundo. Tocados con oro y rojo, los árboles otoñales parecían navegar
a la deriva en un mar de sombras. Un poco más abajo, a la izquierda, el camino
descendía bruscamente a una hondonada y desaparecía.
Cuando Frodo regresó,
Sam y Pippin estaban haciendo un buen fuego. —¡Agua!—gritó Pippin—. ¿Dónde está
el agua?
—No llevo agua en los
bolsillos—dijo Frodo.
—Pensamos que habrías
ido a buscarla—dijo Pippin, muy ocupado en sacar los alimentos y las tazas—. Es
mejor que vayas ahora.
—Tú también puedes
venir—respondió Frodo—. Y trae todas las botellas.
Había un arroyo al pie
de la loma. Llenaron las botellas y la pequeña marmita en un salto de agua que
caía desde unas piedras grises, unos metros más arriba. Estaba helada y se
lavaron la cara y las manos sacudiéndose y resoplando.
Cuando terminaron de
desayunar y rehicieron los fardos, eran más de las diez de la mañana; el día
estaba volviéndose hermoso y cálido. Bajaron la cuesta, cruzaron el arroyo,
subieron la cuesta siguiente y subiendo y bajando franquearon otra cresta de
las colinas. Entonces las capas, las mantas, el agua, los alimentos y todo el
equipo empezaron a pesarles de veras.
La marcha de ese día
prometía ser agobiante y la carga agotadora. Pocas millas después, sin embargo,
no hubo más subidas y bajadas. El camino ascendía hasta la cima de una empinada
colina por una senda zigzagueante y luego descendía una última vez. Vieron
frente a ellos las tierras bajas, salpicadas con pequeños grupos de árboles que
en la distancia se confundían en una parda bruma boscosa. Estaban mirando por
encima del bosque Cerrado hacia el río Brandivino. El camino se alargaba como
una cinta.
—El camino no tiene
fin—dijo Pippin—, pero yo necesito descansar. Es la hora del almuerzo. —Se
sentó al borde del camino, mirando hacia el brumoso este: más allá estaba el
río y el fin de La Comarca donde había pasado toda la vida. Sam permanecía de
pie junto a él; los ojos redondos muy abiertos, pues veía tierras que nunca
había visto, un nuevo horizonte.
—¿Hay elfos en esos
bosques?—preguntó.
—Que yo sepa, no—respondió
Pippin. Frodo callaba. También él miraba hacia el este a lo largo del camino,
como si no lo hubiese visto nunca. De pronto dijo pausadamente y en voz alta,
pero como si se hablara a sí mismo:
El
camino sigue y sigue
desde
la puerta.
El
camino ha ido muy lejos,
y
si es posible he de seguirlo
recorriéndole
con pie fatigado
hasta
llegar a un camino más ancho
donde
se encuentran senderos y cursos.
¿Y
de ahí adónde iré? No podría decirlo.[7]
—Me recuerda un poema
del viejo Bilbo—dijo Pippin—. ¿Es una de tus imitaciones? No me parece muy
alentadora.
—No lo sé—dijo Frodo—.
Me llegó como si estuviese inventándola, pero debo de haberla oído hace mucho
tiempo. En realidad, me recuerda mucho a Bilbo en los últimos años, antes que
partiera. Decía a menudo que sólo había un camino y que era como un río
caudaloso; nacía en el umbral de todas las puertas, y todos los senderos eran
ríos tributarios. «Es muy peligroso,
Frodo, cruzar la puerta», solía decirme. «Vas hacia el camino y si no cuidas tus pasos no sabes hacia dónde te
arrastrarán. ¿No entiendes que este camino atraviesa el bosque Negro, y que si
no prestas atención puede llevarte a la montaña Solitaria, y más lejos aún y a
sitios peores?» Acostumbraba decirlo en el sendero que pasaba frente a la
puerta principal de Bolsón Cerrado, especialmente después de haber hecho una
larga caminata.
—Bien. El camino no me
arrastrará a ningún lado, al menos durante una hora—dijo Pippin, descargando el
fardo. Los otros siguieron su ejemplo. Apoyaron los bultos contra el terraplén
y extendieron las piernas sobre el camino. Descansaron, almorzaron bien y luego
descansaron de nuevo.
El sol declinaba; la
luz de la tarde se alargaba sobre la tierra cuando los tres hobbits bajaron por
la loma. No habían encontrado ni un alma en el camino; no parecía una vía muy
frecuentada, pues no era apta para carros y había poco tránsito hacia bosque
Cerrado. Iban caminando lentamente desde hacía una hora o más, cuando Sam se
detuvo un momento como si escuchara. Estaban ahora en una planicie y el camino,
después de mucho serpentear, se extendía en línea recta y cruzaba praderas
verdes, salpicadas de árboles altos, como centinelas de los próximos bosques.
—Oigo una jaca o un
caballo que viene por el camino detrás de nosotros—dijo Sam.
Miraron hacia atrás,
pero había una curva en el camino y no podían ver muy lejos.
—Me pregunto si no
será Gandalf que viene a reunirse con nosotros—dijo Frodo. Al mismo tiempo
sintió que no era así y de pronto tuvo el deseo de esconderse, para que el
jinete no lo viera.
»No es que me importe
mucho—dijo disculpándose—, pero preferiría que nadie me viese en el camino;
estoy harto de que mis cosas se sepan y discutan. Y si es Gandalf—añadió, como
si acabara de ocurrírsele—, le daremos una pequeña sorpresa como pago por su
demora. ¡Escondámonos!
Los otros dos
corrieron hacia la izquierda, metiéndose en un hoyo, no lejos del camino, y
agazapándose. Frodo dudó un segundo; la curiosidad, o algún otro sentimiento,
luchaba con el deseo de esconderse. El ruido de cascos se acercaba. Justo a
tiempo se arrojó a un lugar de pastos altos, detrás de un árbol que sombreaba
el camino. Luego alzó la cabeza y espió con precaución por encima de una de las
grandes raíces.
En el codo del camino
apareció un caballo negro, no un poni hobbit sino un caballo de gran tamaño, y
sobre él un hombre corpulento, que parecía echado sobre la montura, envuelto en
un gran manto negro y tocado con un capuchón, por lo que sólo se le veían las
botas en los altos estribos. La cara era invisible en la sombra.
Cuando llegó al árbol,
frente a Frodo, el caballo se detuvo. El jinete permaneció sentado, inmóvil,
con la cabeza inclinada, como escuchando. Del interior del capuchón vino un
sonido, como si alguien olfateara para atrapar un olor fugaz; la cabeza se
volvió hacia uno y otro lado del camino.
Un repentino miedo de
ser descubierto se apoderó de Frodo y pensó en el Anillo. Apenas se atrevía a
respirar, pero el deseo de sacar el Anillo del bolsillo se hizo tan fuerte que
empezó a mover lentamente la mano. Sentía que sólo tenía que deslizárselo en el
dedo para sentirse seguro; el consejo de Gandalf le parecía disparatado. Bilbo
mismo había usado el Anillo. «Todavía
estoy en La Comarca», pensó, al tiempo que tocaba la cadena del Anillo. En
ese momento el jinete se enderezó y sacudió las riendas. El caballo echó a
andar, lentamente primero y después con un rápido trote.
Frodo se arrastró al
borde del camino y siguió con la vista al jinete, hasta que desapareció a lo
lejos. No podía asegurarlo, pero le pareció que súbitamente, antes de perderse
de vista, el caballo había doblado hacia los árboles de la derecha.
—Creo que se trata de
algo muy curioso, en realidad inquietante—se dijo Frodo, mientras iba al
encuentro de sus compañeros. Pippin y Sam habían permanecido todo este tiempo
tendidos sobre la hierba y no habían visto nada; Frodo les describió el jinete y
su extraña conducta.
—No puedo decir por
qué, pero sentí que me buscaba o me olfateaba, y tuve la certeza de que
yo no quería que me descubriera. Nunca en La Comarca sentí algo parecido.
—¿Pero qué tiene que
ver con nosotros uno de la gente grande?—preguntó Pippin—. ¿Y qué está haciendo
en esta parte del mundo?
—Hay hombres en los
alrededores—dijo Frodo—. En la Cuaderna del Sur creo que tuvieron dificultades
con la gente grande, pero nunca había oído de alguien como este jinete. Me
pregunto de dónde viene.
—Perdón, señor—interrumpió
Sam de improviso—. Yo sé de dónde viene. De Hobbiton. A menos que haya más de
uno. Y sé adónde va.
—¿Qué quieres decir?—dijo
Frodo severamente, mirándolo con asombro—. ¿Por qué no lo dijiste antes?
—Acabo de acordarme,
señor. Ocurrió así: cuando ayer a la tarde volví a casa con la llave, mi padre
me dijo: ¡Hola, Sam! Creí que habías partido
con el señor Frodo esta mañana. Vino un personaje extraño preguntando por el
señor Bolsón, de Bolsón Cerrado. Se acaba de ir. Lo envié a Gamoburgo. No me gustó el aspecto que tenía. Pareció
desconcertado cuando le dije que el señor Bolsón había dejado el viejo hogar
para siempre. Silbó entre dientes, sí. Me estremecí. Le pregunté al Tío qué
clase de individuo era. No lo sé, me
respondió. Pero no era un hobbit. Alto, negro
y se inclinó sobre mí; creo que era uno de la gente grande, esos que viven en
lugares remotos. Hablaba de modo raro.
»No pude quedarme a
escuchar más, señor, pues usted me esperaba; no le hice mucho caso. El Tío está
algo ciego y debe de haber sido casi de noche cuando el individuo subió a la
Colina y lo encontró tomando fresco como de costumbre. Espero que mi padre no
le haya causado daño, señor, ni yo.
—No se puede culpar al
Tío—dijo Frodo—. Te diré que lo oí hablar con un extranjero. Parecía preguntar
por mí y tuve la tentación de acercarme y preguntarle quién era. Lamento no
haberlo hecho, o que no me lo hubieses contado antes; me habría cuidado más en
el camino.
—Quizá no haya
relación entre este jinete y el extranjero del Tío—dijo Pippin—. Abandonamos
Hobbiton bastante en secreto y no sé cómo hubiera podido seguirnos.
—¿Qué me dice del olfateo,
señor?—preguntó Sam—. El Tío dijo que era un tipo negro.
—Ojalá hubiese
esperado a Gandalf—murmuró Frodo—. Pero quizás habría empeorado las cosas.
—¿Entonces sabes o
sospechas algo de ese jinete?—dijo Pippin, que había captado el murmullo.
—No lo sé, y prefiero
no sospecharlo—dijo Frodo.
—¡Muy bien, primo Frodo!
Puedes guardar el secreto, si quieres pasar por misterioso. Mientras tanto,
¿qué haremos? Me gustaría un bocado y un trago, pero creo que sería mejor salir
de aquí. Tu charla sobre jinetes olfateadores de narices invisibles me ha
turbado bastante.
—Sí, creo que nos
iremos—dijo Frodo—. Pero no por el camino; pudiera ocurrir que el jinete
volviera, o lo siguiese algún otro. Hoy tenemos que hacer un buen trecho. Los
Gamos está todavía a muchas millas de aquí.
Cuando partieron, las
sombras de los árboles eran largas y finas sobre el pasto. Caminaban ahora por
la izquierda del camino, manteniéndose a distancia de tiro de piedra y
ocultándose todo lo posible; pero la marcha era así difícil, pues la hierba
crecía en matas espesas, el suelo era disparejo y los árboles comenzaban a
apretarse en montecillos.
El sol enrojecido se
había puesto detrás de las lomas, a espaldas de los viajeros y la noche iba
cayendo antes que llegaran al final de la llanura, que el camino atravesaba en
línea recta. De allí doblaba a la izquierda y descendía a las tierras bajas de
Yale, en dirección a Cepeda; pero un sendero que se abría a la derecha
culebreaba entrando en un bosque de viejos robles hacia la Casa del Bosque. —Este
es nuestro camino—dijo Frodo.
No muy lejos del borde
del camino tropezaron con el enorme esqueleto de un árbol; vivía todavía y
tenía hojas en las pequeñas ramas que habían brotado alrededor de los muñones
rotos; pero estaba hueco, y en el lado opuesto del camino había un agujero por
donde se podía entrar. Los hobbits se arrastraron dentro del tronco y se
sentaron sobre un piso de vieja hojarasca y madera carcomida. Descansaron y
tomaron una ligera merienda, hablando en voz baja y escuchando de vez en
cuando.
El crepúsculo los envolvió cuando salieron al
camino. El viento del oeste suspiraba en las ramas. Las hojas murmuraban.
Pronto el camino empezó a descender suavemente, pero sin pausa, en la
oscuridad. Una estrella apareció sobre los árboles, ante ellos, en las
crecientes tinieblas del oriente. Para mantener el ánimo marchaban juntos y a
paso vivo. Después de un rato, cuando las estrellas se hicieron más brillantes
y numerosas, recobraron la calma y ya no prestaron atención a un posible ruido
de cascos. Comenzaron a tararear suavemente, como lo hacen los hobbits cuando
caminan, sobre todo cuando vuelven a sus casas por la noche. La mayoría canta
entonces una canción de cena o de cuna; pero estos hobbits tarareaban una
canción de caminantes (aunque con algunas alusiones a la cena y a la cama, por
supuesto). Bilbo Bolsón había puesto letra a una tonada tan vieja como las
colinas mismas y se la había enseñado a Frodo mientras caminaban por los
senderos del valle del Agua y hablaban de la aventura.
En
el hogar rojas las llamas
y
bajo el techo espera la cama;
pero
aún los pies no están cansados:
quizá
una roca, tal vez un árbol,
que
nadie ha visto, sino nosotros,
de
pronto surjan tras el recodo.
Árbol
y flor y hoja y forraje,
¡dejad
que pasen, dejad que pasen!
Colina
y agua bajo los cielos,
¡corred,
pasemos, corred, pasemos!
Nuevos
caminos, puertas secretas
tras
el recodo tal vez esperan,
y
aunque crucemos sin hacer caso
mañana
puede que aquí volvamos,
tomando
así sendas ocultas
en
pos del sol o de la luna.
Manzana,
espino, nuez y ciruela,
¡desaparezcan,
desaparezcan!
Arena
y roca, cañada y lago,
¡hasta
otro rato, hasta otro rato!
El
mundo al frente, la casa atrás,
y
hay muchas sendas que transitar
entre
las sombras hasta el ocaso,
cuando
se enciendan todos los astros.
Regresaremos
a nuestro hogar,
la
casa al frente, el mundo atrás.
Niebla
y crepúsculo, nube y penumbra,
¡que
se diluyan, que se diluyan!
Lámpara
y fuego, carne y hogaza.
¡Luego
a la cama! ¡Luego a la cama![8]
La canción terminó. —¡Y ahora a la cama! ¡Ahora a la cama!—cantó
Pippin en voz alta.
—¡Calla!—interrumpió
Frodo—. Creo oír ruido de cascos otra vez.
Se detuvieron y se
quedaron escuchando en silencio, como sombras de árboles. Había un ruido de
cascos en el camino, detrás, bastante lejos, pero se acercaba lenta y claramente
traído por el viento. Los hobbits se deslizaron fuera del camino rápida y
quedamente, internándose en la espesura, bajo los robles.
—No nos alejemos
demasiado—dijo Frodo—. No quiero que me vean, pero quiero ver si es otro jinete
negro.
—Muy bien—dijo Pippin—.
¡Pero no olvides el olfateo!
El ruido se aproximó;
no tuvieron tiempo de encontrar un escondrijo mejor que aquella oscuridad bajo
los árboles. Sam y Pippin se agacharon detrás de un tronco grueso, mientras que
Frodo se arrastraba unas pocas yardas hacia el camino descolorido, una línea de
luz agonizante, que atravesaba el bosque. Arriba, las estrellas se apretaban en
el cielo oscuro, pero no había luna.
El sonido de cascos se
interrumpió. Frodo vio algo oscuro que pasaba entre el claro luminoso de dos
árboles y luego se detenía. Parecía la sombra negra de un caballo, llevado por
una sombra más pequeña. La sombra se alzó junto al lugar en que habían dejado
el camino y se balanceó de un lado a otro; Frodo creyó oír la respiración de
alguien que olfateaba. La sombra se inclinó y luego empezó a arrastrarse hacia
Frodo.
Una vez más Frodo
sintió el deseo de ponerse el Anillo y el deseo era más fuerte que nunca. Tan
fuerte era que antes de advertir lo que hacía, ya estaba tanteándose el
bolsillo. En ese mismo momento se oyó un sonido de risas y cantos. Unas voces
claras se alzaron y se apagaron en la noche estrellada. La sombra negra se
enderezó, retirándose de prisa. Montó el caballo oscuro y pareció que se
desvanecía en las sombras del otro lado del camino. Frodo recobró el aliento.
—¡Elfos!—exclamó Sam
con un murmullo ronco—. ¡Elfos, señor!—Si no lo hubieran retenido, habría
saltado fuera de los árboles, para unirse a las voces.
—Sí, son elfos—dijo
Frodo—. Se los encuentra a veces en bosque Cerrado. No viven en La Comarca,
pero vagabundean por aquí en primavera y en otoño, lejos de sus propias
tierras, más allá de las colinas de la Torre. Y les agradezco la costumbre. No
lo visteis, pero el jinete negro se detuvo justamente aquí y se arrastraba
hacia nosotros cuando empezó el canto. Tan pronto oyó las voces, escapó.
—¿Y los elfos?—dijo
Sam, demasiado excitado para preocuparse por el jinete—. ¿No podemos ir a
verlos?
—Escucha, vienen hacia
aquí—dijo Frodo—. Sólo tenemos que esperar junto al camino.
La canción se acercó.
Una voz clara se elevaba sobre las otras. Cantaba en la bella lengua de los elfos,
de la que Frodo conocía muy poco y los otros nada. Sin embargo, el sonido,
combinado con la melodía, parecía tomar forma en la mente de los hobbits con
palabras que entendían sólo a medias. Esta era la canción, tal como la oyó
Frodo:
¡Blancanieves!
¡Blancanieves! ¡Oh, dama clara!
¡Reina
de más allá de los mares del Oeste!
¡Oh,
Luz para nosotros, peregrinos
en
un mundo de árboles entrelazados!
¡Gilthoniel!
¡Oh Elbereth!
Es
clara tu mirada y brillante tu aliento.
¡Blancanieves!
¡Blancanieves! Te cantamos
en
una tierra lejana más allá del mar.
Oh
estrellas que en un año sin sol
ella
sembró con luminosa mano,
en
campos borrascosos, ahora brillante y claro
vemos
tu capullo de plata esparcido en el viento.
¡Oh
Elbereth! ¡Gilthoniel!
Recordamos
aún, nosotros que habitamos
en
esta tierra lejana bajo los árboles,
tu luz estelar sobre los mares del Oeste.[9]
La canción terminó. —¡Son
altos elfos! ¡Han nombrado a Elbereth!—dijo Frodo sorprendido—. No sabía que
estas gentes magníficas visitaran La Comarca. No hay muchos ahora en la Tierra
Media, al este de las Grandes Aguas. Esta es de veras una muy rara ocasión.
Los hobbits se
sentaron junto al camino, entre las sombras. Los elfos no tardaron en bajar por
el camino hacia el valle. Pasaron lentamente y los hobbits alcanzaron a ver la
luz de las estrellas que centelleaba en los cabellos y los ojos de los elfos. No
llevaban luces, pero un resplandor semejante a la luz de la luna poco antes de
asomar sobre la cresta de las lomas les envolvía los pies. Marchaban ahora en
silencio y el último se volvió en el camino, miró a los hobbits y se rio.
—¡Salud, Frodo!—exclamó—.
Es muy tarde para estar fuera. ¿O andas perdido?—Llamó en voz alta a los otros,
que se detuvieron y se reunieron en círculo.
—Es realmente
maravilloso—dijeron—. Tres hobbits en un bosque, de noche. No hemos visto nada
semejante desde que Bilbo se fue. ¿Qué significa?
—Esto sólo significa, hermosa
gente—dijo. Frodo—, que seguimos el mismo camino que vosotros, parece. Me gusta
caminar a la luz de las estrellas y quisiera acompañaros.
—Pero no necesitamos
ninguna compañía y además los hobbits son muy aburridos—rieron—. ¿Cómo sabes
que vamos en la misma dirección, si no sabes a dónde vamos?
—¿Y cómo sabéis
vosotros mi nombre?—preguntó Frodo.
—Sabemos muchas cosas—dijeron
los elfos—. Te vimos a menudo con Bilbo, aunque tú no nos vieras.
—¿Quiénes sois? ¿Quién
es vuestro señor?—preguntó Frodo.
—Me llamo Gildor—respondió
el jefe, el primero que lo había saludado—. Gildor Inglorion de la casa de
Finrod. Somos desterrados; la mayoría de nosotros ha partido hace tiempo y
ahora no hacemos otra cosa que demorarnos un poco antes de cruzar el Gran Mar.
Pero algunos viven aún en paz en Rivendel. Vamos, Frodo, dinos qué haces, pues
vemos sobre ti una sombra de miedo.
—¡Oh, gente sabia—interrumpió
ansiosamente Pippin—, decidnos algo de los jinetes negros!
—¿Jinetes negros?—murmuraron
los elfos—. ¿Por qué esa pregunta?
—Porque dos jinetes negros
nos dieron alcance hoy mismo, o uno lo hizo dos veces—respondió Pippin—Desapareció
minutos antes que vosotros llegarais.
Los elfos no
respondieron en seguida; hablaron entre ellos en voz baja, en su propia lengua,
y al fin Gildor se volvió hacia los hobbits. —No hablaremos de eso aquí—dijo—.
Será mejor que vengáis con nosotros; no es nuestra costumbre, pero por esta vez
os llevaremos por nuestra ruta y esta noche os alojaréis con nosotros, si así
lo deseáis.
—¡Oh, hermosa gente!
Esto es más de lo que esperábamos—dijo Pippin. Sam se había quedado sin habla.
—Te lo agradezco, Gildor Inglorion—dijo Frodo inclinándose—. Elen sila lúmenn' omentielmo, una
estrella brilla en la hora de nuestro encuentro—agregó en la lengua alta de los
elfos.
—¡Cuidado, amigos!—rio
Gildor—. ¡No habléis de cosas secretas! He aquí un conocedor de la lengua
antigua. Bilbo era un buen maestro. ¡Salud, amigo de los elfos!—dijo
inclinándose ante Frodo—. ¡Ven con tus amigos y únete a nosotros! Es mejor que
caminéis en el medio, para que nadie se extravíe. Pienso que os sentiréis
cansados antes que hagamos un alto.
—¿Por qué? ¿Hacia
dónde vais?—preguntó Frodo.
—Esta noche vamos
hacia los bosques de las colinas que dominan la Casa del Bosque. Quedan a
algunas millas de aquí, pero podéis descansar cuando lleguemos y acortaréis el
camino de mañana.
Marcharon todos juntos
en silencio, como sombras y luces mortecinas; pues los elfos (aún más que los
hobbits) podían caminar sin hacer ruido, si así lo deseaban. Pippin pronto
sintió sueño y se tambaleó en una o dos ocasiones, pero cada vez un elfo que
marchaba a su lado extendía el brazo, sosteniéndolo Sam caminaba junto a Frodo
como en un sueño y con una expresión mitad de miedo y mitad de maravillada
alegría.
Los bosques de ambos
lados comenzaron a hacerse más densos; los árboles eran más nuevos y frondosos
y a medida que el camino descendía siguiendo un pliegue de las lomas, unos
sotos profundos de avellanos se sucedían sobre las dos laderas. Por último los elfos
dejaron el camino, internándose por un sendero verde casi oculto en la espesura
a la derecha y subieron por unas laderas boscosas hasta llegar a la cima de una
loma que se adelantaba hacía las tierras más bajas del valle del río. De
pronto, salieron de las sombras de los árboles y se abrió ante ellos un vasto
espacio de hierba gris bajo el cielo nocturno; los bosques lo encerraban por
tres lados, pero hacia el este el terreno caía a pique y las copas de los
árboles sombríos que crecían al pie de las laderas no llegaban a la altura del
claro. Más allá, las tierras bajas se extendían oscuras y planas bajo las
estrellas. Como al alcance de la mano, unas pocas luces parpadeaban en Casa del
Bosque.
Los elfos se sentaron
en la hierba hablando juntos en voz baja; parecían haberse olvidado de los
hobbits. Frodo y sus amigos se envolvieron en capas y mantas y una pesada
somnolencia cayó sobre ellos. La noche avanzó y las luces del valle se apagaron.
Pippin se durmió, la cabeza apoyada en un montículo verde.
A lo lejos, alta en
oriente, parpadeaba Remmirath, la red de estrellas, y lento entre la niebla
asomó el rojo Borgil, brillando como una joya de fuego. Luego algún movimiento
del aire descorrió el velo de bruma y trepando sobre las crestas del mundo
apareció la Espada del Cielo, Menelvagor, y su brillante cinturón. Los elfos
rompieron a cantar. De súbito, bajo los árboles, un fuego se alzó difundiendo
una luz roja.
—¡Venid!—llamaron los elfos
a los hobbits—. ¡Venid! ¡Llegó el momento de la palabra y la alegría!
Pippin se sentó restregándose los ojos y de
pronto tuvo frío y se estremeció. —Hay fuego en la sala y comida
para los invitados hambrientos—dijo un elfo, de pie ante él.
En el extremo sur del
claro había una abertura. Allí el suelo verde penetraba en el bosque formando
un espacio amplio, como una sala techada con ramas de árboles; los grandes
troncos se alineaban como pilares a los lados. En el centro había una hoguera y
sobre los árboles-pilares ardían las antorchas con luces de oro y plata. Los elfos
se sentaron en el pasto o sobre los viejos troncos serruchados, alrededor del
fuego. Algunos iban y venían llevando copas y sirviendo bebidas; otros traían
alimentos apilados en platos y fuentes.
—Es una comida pobre—dijeron
los elfos a los hobbits—, pues estamos acampando en los bosques, lejos de
nuestras casas. Allá en nuestros hogares os hubiésemos tratado mejor.
—A mí me parece un
banquete de cumpleaños—dijo Frodo.
Pippin apenas recordó
después lo que había comido y bebido, pues se pasó la noche mirando la luz que
irradiaban las caras de los elfos y escuchando aquellas voces tan variadas y
hermosas; todo había sido como un sueño. Pero recordaba que había habido pan,
más sabroso que una buena hogaza blanca para un muerto de hambre, y frutas tan
dulces como bayas silvestres y más perfumadas que las frutas cultivadas de las
huertas y había tomado una bebida fragante, fresca como una fuente clara,
dorada como una tarde de verano.
Sam nunca pudo
describir con palabras y ni siquiera volver a imaginar lo que había pensado y
sentido aquella noche, aunque se le grabó en la memoria como uno de los
episodios más importantes de su vida. Lo más que pudo decir fue: —Bien, señor, si pudiese cultivar
esas manzanas, me consideraría entonces un jardinero. Pero lo que más
profundamente me conmovió el corazón fueron las canciones, si usted me
entiende.
Frodo comió, bebió y
habló animadamente, pero prestó atención sobre todo a las palabras de los
demás. Conocía algo de la lengua de los elfos y escuchaba ávidamente. De vez en
cuando hablaba y agradecía en élfico. Los elfos sonreían y le decían riéndose:
—¡Una joya entre los hobbits!
Al poco tiempo Pippin
se durmió y lo alzaron y llevaron a una enramada bajo los árboles; allí durmió
el resto de la noche en un lecho blando. Sam no quiso abandonar a su señor.
Cuando Pippin se fue, se acercó y se acurrucó a los pies de Frodo y allí
cabeceó un rato y al fin cerró los ojos. Frodo se quedó largo tiempo despierto,
hablando con Gildor.
Hablaron de muchas
cosas, viejas y nuevas y Frodo interrogó repetidamente a Gildor acerca de lo
que ocurría en el ancho mundo, fuera de La Comarca. Las noticias eran en su
mayoría tristes y ominosas: las tinieblas crecientes, las guerras de los
hombres y la huida de los elfos. Al fin Frodo hizo la pregunta que más le
tocaba el corazón:
—Dime, Gildor, ¿has
visto a Bilbo después que se fue?
Gildor sonrió. —Sí—dijo—,
dos veces. Se despidió de nosotros en este mismo sitio. Pero lo vi otra vez,
lejos de aquí. —Gildor no quiso decir nada más acerca de Bilbo, y Frodo calló.
—No preguntas ni dices
mucho de lo que a ti concierne, Frodo—dijo Gildor—. Pero sé ya un poco y puedo
leer más en tu cara y en el pensamiento que dicta tus preguntas. Dejas La
Comarca y todavía no sabes si encontrarás lo que buscas, si cumplirás tu
cometido, o si un día volverás. ¿No es así?
—Así es—dijo Frodo—;
pero pensaba que mi partida era un secreto que sólo Gandalf y mi fiel Sam
conocían. —Miró a Sam que roncaba apaciblemente.
—En lo que toca a
nosotros, el secreto no llegará al Enemigo—dijo Gildor.
—¿El Enemigo?—dijo
Frodo—. ¿Entonces sabes por qué dejo La Comarca?
—No sé por qué te
persigue el enemigo—respondió Gildor—, pero veo que es así... aunque me parezca
muy extraño. Y te prevengo que el peligro está ahora delante y detrás de ti, y
a cada lado.
—¿Te refieres a los jinetes?
Temí que fueran sirvientes del enemigo. ¿Quiénes son los jinetes negros?
—¿Gandalf no te ha dicho
nada?
—Nada sobre tales
criaturas.
—Entonces creo que no
soy quien deba decirte más, pues el temor podría impedir tu viaje. Porque creo
que has partido justo a tiempo, si todavía hay tiempo. Ahora tienes que
apresurarte, no demorarte ni volver atrás, pues ya no hay protección para ti en
La Comarca.
—No puedo imaginar una
información más aterradora que tus insinuaciones y advertencias—exclamó Frodo—.
Sabía que el peligro acechaba, por supuesto, pero no esperaba encontrarlo tan
pronto, en nuestra propia Comarca. ¿Es que un hobbit no puede pasearse
tranquilamente desde el Agua al río?
—No es tu propia
Comarca—dijo Gildor—. Otros moraron aquí antes que los hobbits existieran, y
otros morarán cuando los hobbits ya no existan. Todo a vuestro alrededor se extiende
el ancho mundo. Podéis encerraros, pero no lo mantendréis siempre afuera.
—Lo sé, y sin embargo
nunca dejó de parecerme un sitio tan seguro y familiar. ¿Qué puedo hacer? Mi
plan era abandonar La Comarca en secreto, camino de Rivendel, pero ya me siguen
los pasos, aún antes de llegar a Los Gamos.
—Creo que tendrías que
seguir ese plan—dijo Gildor—. No pienso que el camino sea muy difícil para tu
coraje, pero si deseas consejos más claros tendrías que pedírselos a Gandalf.
No conozco el motivo de tu huida y por eso mismo no sé de qué medios se valdrán tus perseguidores para
atacarte. Gandalf lo sabrá, sin duda. Supongo que lo verás antes de dejar La
Comarca.
—Así lo espero, pero
esto es otra cosa que me inquieta. He esperado a Gandalf muchos días; tendría
que haber llegado a Hobbiton hace dos noches cuando mucho, pero no apareció.
Ahora me pregunto qué habrá ocurrido. ¿Crees necesario que lo espere?
Gildor guardó silencio
un rato y al fin dijo: —No me gustan estas noticias. El retraso de Gandalf no presagia
nada bueno. Pero está dicho: «No te entrometas
en asuntos de magos, pues son astutos y de cólera fácil.» Te corresponde a
ti decidir: sigue o espéralo.
—Y también se ha dicho—respondió
Frodo—: «No pidas consejo a los elfos,
pues te dirán al mismo tiempo que sí y que no.»
—¿De veras?—rio Gildor—.
Raras veces los elfos dan consejos indiscretos, pues un consejo es un regalo
muy peligroso, aún del sabio al sabio, ya que todos los rumbos pueden terminar
mal. ¿Qué pretendes? No me has dicho todo lo que a ti respecta; entonces, ¿cómo
podría elegir mejor que tú? Pero si me pides consejo te lo daré por amistad.
Pienso que debieras partir inmediatamente, sin dilación y si Gandalf no aparece
antes de tu partida, permíteme también aconsejarte que no vayas solo. Lleva
contigo amigos de confianza y de buena voluntad. Tendrías que agradecérmelo,
pues no te doy este consejo de muy buena gana. Los elfos tienen sus propios
trabajos y sus propias penas y no se entremeten en los asuntos de los hobbits o
de cualquier otra criatura terrestre. Nuestros caminos rara vez se cruzan con
los de ellos, por casualidad o a propósito; quizás este encuentro no sea del
todo casual, pero el propósito no me parece claro y temo decir demasiado.
—Te estoy
profundamente agradecido—dijo Frodo—. Pero me gustaría que me dijeras con
claridad qué son los jinetes negros. Si sigo tu consejo, no he de ver a Gandalf
durante mucho tiempo y tendría que conocer cuál es el peligro que me persigue.
—¿No es bastante saber
que son siervos del enemigo?—respondió Gildor—. ¡Escapa de ellos! ¡No les
hables! Son mortíferos. No me preguntes más. Mi corazón me anuncia que antes
del fin, tú, Frodo, hijo de Drogo, sabrás más de estas cosas terribles que
Gildor Inglorion. ¡Que Elbereth te proteja!
—¿Dónde encontraré
coraje?—preguntó Frodo—. Es lo que más necesito.
—El coraje se
encuentra en sitios insólitos—dijo Gildor—. Ten fe. ¡Duerme ahora! En la mañana
nos habremos ido, pero enviaremos nuestros mensajes a través de las tierras.
Las compañías errantes sabrán de tu viaje y aquellos que tienen poder para el
bien estarán atentos. ¡Te declaro amigo de los elfos y que las estrellas
brillen para ti hasta el fin del camino! Pocas veces nos hemos sentido tan
cómodos con gente extraña; es muy agradable oír palabras del idioma antiguo en
labios de otros peregrinos del mundo.
Frodo sintió que el
sueño se apoderaba de él, aún antes que Gildor terminara de hablar. —Dormiré
ahora—dijo y el elfo lo llevó junto a Pippin; y allí Frodo se echó sobre una
cama y durmió sin sueños toda la noche.
IV.UN ATAJO HACIA LOS HONGOS
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO IV
A la mañana siguiente
Frodo despertó renovado. Estaba acostado bajo una enramada; las ramas de un
árbol bajaban entrelazadas hasta el suelo. La cama era de helecho y musgo,
suave, profunda y extrañamente fragante. El sol refulgía entre las hojas
temblorosas, todavía verdes. Frodo se levantó de un salto y salió.
Sam estaba sentado en
la hierba, cerca del linde del bosque. Pippin, de pie, estudiaba el cielo y el
tiempo. No había señales de los elfos.
—Nos han dejado fruta,
bebidas y pan—dijo Pippin—. Ven a desayunar. El pan es casi tan bueno como
anoche. Yo no quería dejarte nada, pero Sam insistió.
Frodo se sentó junto a
Sam y empezó a comer. —¿Cuál es el plan de hoy?—preguntó Pippin.
—Caminar hacia Gamoburgo
tan rápido como sea posible—respondió Frodo, volviendo su atención a la comida.
—¿Crees que volveremos
a ver a alguno de los jinetes?—preguntó Pippin alegremente. Al sol de la
mañana, la posibilidad de encontrarse con todo un escuadrón de jinetes no le
parecía muy alarmante.
—Sí, quizá—respondió
Frodo, no muy a gusto con el recuerdo—. Espero cruzar el río sin que nos vean.
—¿Descubriste algo
sobre ellos por lo que te dijo Gildor?
—No mucho, sólo
insinuaciones y adivinanzas—dijo Frodo evasivamente.
—¿Le preguntaste por
el olfateo?
—No lo discutimos—dijo
Frodo, con la boca llena.
—Tendrías que haberlo
hecho; estoy seguro de que es muy importante.
—Y yo estoy seguro de
que Gildor se hubiera negado a explicármelo—dijo Frodo, bruscamente ahora—.
¡Déjame en paz! No tengo ganas de responder a una sarta de preguntas mientras
estoy comiendo. Quiero pensar.
—¡Cielos!—exclamó
Pippin—. ¿Durante el desayuno?—Se alejó hacia el borde del prado.
La mañana brillante,
traidoramente brillante, según Frodo, no había desvanecido el temor de que lo
persiguieran, y pensaba ahora en las palabras de Gildor. Oyó la alegre voz de
Pippin, que corría por la hierba, cantando.
«No, no podría», se dijo. «Una
cosa es llevar a mis jóvenes amigos a recorrer La Comarca hasta sentirnos
muertos de hambre y cansancio y añorar la comida y la cama, y otra cosa es
llevarlos al exilio donde el hambre y el cansancio no tienen remedio. La
herencia es sólo mía. Ni siquiera creo que deba llevar a Sam.» Miró a Sam
Gamyi y descubrió que él estaba observándolo.
—Bien, Sam—le dijo—,
¿qué sucede? Abandonaré La Comarca tan pronto como pueda. He decidido no
esperar ni siquiera un día en Cricava, si puedo evitarlo.
—¡Bien, señor!
—¿Todavía piensas
venir conmigo?
—Sí.
—Será muy peligroso,
Sam. Ya es peligroso. Quizá no volvamos, ninguno de nosotros.
—Si usted no vuelve,
señor, es verdad que yo tampoco volveré—replicó Sam—. ¡No lo abandones!,
me dijeron. ¡Abandonarlo! Ni siquiera lo pienso. Iré con él, aunque suba a la luna; y si alguno de esos jinetes negros
trata de detenerlo, tendrá que vérselas con Sam Gamyi, dije. Ellos se
echaron a reír.
—¿Quiénes son ellos?
¿Y de qué hablas?
—Los elfos, señor.
Tuvimos una conversación anoche. Parecían saber que usted se iba y no vi la
necesidad de negarlo. ¡Maravilloso pueblo los elfos, señor! ¡Maravilloso!
—Así es—dijo Frodo—.
¿Te siguen gustando, ahora que los viste más de cerca?
—A decir verdad,
parecen estar por encima de mis simpatías o antipatías—respondió Sam lentamente—.
Lo que yo pienso no importa mucho. Son bastante diferentes de lo que yo
esperaba; tan jóvenes y viejos, tan alegres y tristes, si puede decirse así.
Frodo lo miró bastante
confundido, como esperando ver algún signo exterior del extraño cambio que se
había producido en Sam. La voz no era la del Sam Gamyi que él creía conocer. No
obstante, seguía siendo el de antes, Sam Gamyi, allí sentado, pero tenía una
expresión pensativa, lo que en él era insólito.
—¿Sientes aún la
necesidad de abandonar La Comarca, ahora que cumpliste tu deseo de ver a los elfos?—le
preguntó.
—Sí, señor; no sé cómo
decirlo, pero después de anoche me siento diferente. Me parece ver el futuro,
en cierto modo. Sé que recorreremos un largo camino hacia la oscuridad; pero
también sé que no puedo volverme. No es que quiera ver elfos ahora, o dragones,
o montañas...lo que quiero no lo sé exactamente, pero tengo que hacer algo
antes del fin, y está ahí adelante, no en La Comarca. Tengo que buscarlo señor,
si usted me entiende.
—No del todo, pero
entiendo que Gandalf me eligió un buen compañero. Estoy contento. Iremos
juntos.
Frodo terminó de
desayunar en silencio. Poniéndose de pie, miró en derredor y llamó a Pippin.
—¿Todo listo? Hay que
partir en seguida. Dormimos hasta tarde y todavía nos falta un buen trecho.
—Tú dormiste
hasta tarde, querrás decir—replicó Pippin—. Me levanté mucho antes que tú y lo
único que esperábamos era que terminaras de comer y de pensar.
—Ya he terminado ambas
cosas y alcanzaré la balsadera de Gamoburgo tan rápido como sea posible. No
haremos ningún rodeo, es decir, no volveré al camino que dejamos anoche;
cortaré a través del campo.
—Entonces volarás—dijo
Pippin—. No podrás cortar camino a pie por estos campos.
—De cualquier modo el
trayecto será más corto—respondió Frodo—. La balsadera está al sudeste de Casa
del Bosque, pero el camino tuerce hacia la izquierda; puedes ver allí una parte
que va hacia el norte. Bordea a Marjala por el extremo norte y se une a la
calzada del puente en Cepeda. Se desvía muchas millas. Podríamos ahorrarnos un
cuarto de camino si trazásemos una línea recta de aquí a la balsadera.
—Los atajos cortos
traen retrasos largos—arguyó Pippin—. El campo es escabroso por aquí y hay
pantanos y toda clase de dificultades en Marjala. Conozco la región. Y si lo
que te preocupa son los jinetes negros, no creo que sea mejor encontrarlos en
un bosque o en el campo que en el camino.
—Es más difícil encontrar
gente en bosques y campos—respondió Frodo—. Y si se supone que estás en el
camino, es posible que te busquen allí y no fuera.
—Muy bien—dijo Pippin—,
te seguiré por pantanos y zanjas. ¡Será muy duro! Había descontado que
llegaríamos a La Perca Dorada, en Cepeda, antes de la caída del sol. La
mejor cerveza de la Cuaderna del Este, o así era antes. Hace tiempo que no la
pruebo.
—¡He aquí la razón!—dijo
Frodo—. Los atajos cortos traen retrasos largos; pero las posadas los
alargan todavía más. Te mantendremos alejado de La Perca Dorada, a toda
costa. Tenemos que llegar a la balsadera antes que anochezca. ¿Qué te parece,
Sam?
—Iré con usted, señor
Frodo—dijo Sam, a pesar de sus dudas y de lamentar profundamente perder la
mejor cerveza de la Cuaderna del Este.
—Bueno, si tenemos que
luchar con pantanos y zarzas, partamos en seguida—dijo Pippin.
Hacía casi tanto calor
como en la víspera, pero unas nubes comenzaron a levantarse en el oeste.
Parecía que iba a llover. Los hobbits descendieron por una verde barranca
empinada, ayudándose con pies y manos y se internaron en la espesura de la
arboleda. El itinerario que habían elegido dejaba Casa del Bosque a la
izquierda y atravesaba oblicuamente los bosques en la falda oriental de la
colina hasta las planicies del lado opuesto. Luego podrían seguir en línea
recta hasta la balsadera, a campo abierto, aunque cruzando unas pocas
alambradas y zanjas. Frodo estimó que tendrían que caminar dieciocho millas [29
kilómetros] en línea recta.
No tardó en comprobar
que el matorral era más espeso y enmarañado de lo que parecía. No había sendas
en la maleza y no podrían ir muy rápido. Cuando llegaron al fin al pie de la
barranca, se encontraron con un arroyo que bajaba de las colinas; el lecho era
profundo, los bordes empinados y resbaladizos, cubiertos de zarzas y cortaba de
modo muy inoportuno la línea que se habían trazado. No podían saltarlo, ni
tampoco cruzarlo sin empaparse las ropas, cubrirse de arañazos y embarrarse de
pies a cabeza. Se detuvieron buscando una solución. —¡Primer inconveniente!—dijo
Pippin con una sonrisa torva.
Sam Gamyi miró atrás.
Entre un claro de los árboles alcanzó a ver la cima de la barranca verde por
donde habían bajado.
—¡Mire!—dijo, tomando
el brazo de Frodo. Todos miraron y vieron allá arriba, recortándose en la
altura, contra el cielo, la silueta de un caballo. Junto a él se inclinaba una
figura negra.
Abandonaron en seguida
toda idea de volver atrás. Guiados por Frodo se escondieron rápidamente entre
los arbustos espesos que crecían a orillas del agua. —¡Cáspita!—le dijo Frodo a Pippin—.
¡Los dos teníamos razón! El atajo no es nada seguro, pero nos salvamos a
tiempo. Tienes oídos finos, Sam, ¿oyes si viene algo?
Se quedaron muy
quietos, reteniendo el aliento mientras escuchaban; pero no se oía ningún ruido
de persecución. —No creo que intente traer el caballo barranca abajo—dijo Sam—,
pero quizá sepa que nosotros bajamos por ahí. Mejor es que sigamos.
Seguir no era nada
fácil; tenían que cargar los fardos y los arbustos y las zarzas no los dejaban
avanzar. La loma de atrás cerraba el paso al viento y el aire estaba quieto y
pesado. Cuando llegaron al fin a un lugar más descubierto, estaban sofocados de
calor, cansados, rasguñados y ya no muy seguros de la dirección que seguían.
Las márgenes del arroyo se hacían más bajas en la llanura, se separaban y eran
menos profundas, desviándose hacia Marjala y el río.
—¡Pero éste es el
arroyo Cepeda!—dijo Pippin—. Si queremos retomar nuestro camino, tenemos que
cruzarlo en seguida y doblar a la derecha.
Vadearon el arroyo y
salieron de prisa a un amplio espacio abierto, cubierto de juncos y sin
árboles. Poco más allá había otro cinturón de árboles, en su mayoría robles
altos y algunos olmos y fresnos. El suelo era bastante llano, con poca maleza,
pero los árboles estaban demasiado juntos y no permitían ver muy lejos. Unas
ráfagas súbitas hacían volar las hojas y las primeras gotas comenzaron a caer
del cielo plomizo. Luego el viento cesó y la lluvia torrencial se abatió sobre
ellos. Caminaban ahora penosamente, tan a prisa como podían, sobre matas de
pasto, atravesando montones espesos de hojas muertas y alrededor de ellos la
lluvia crepitaba y empapaba el suelo. No hablaban, pero no dejaban de mirar
atrás y a los costados.
Media hora más tarde
Pippin dijo: —Espero que no hayamos torcido demasiado hacia el sur y que no
estemos cruzando el bosque de punta a punta. No es muy ancho, no más de una
milla me parece, y ya tendríamos que estar del otro lado.
—No serviría de nada
que comenzáramos a zigzaguear—dijo Frodo—. No arreglaría las cosas. Sigamos
como hasta ahora. No estoy seguro de querer salir a campo abierto todavía.
Recorrieron otro par
de millas [3 kilómetros]. Luego el sol brilló de nuevo entre desgarrones
de nubes y la lluvia decreció. Ya había pasado el mediodía y sintieron que era
hora de almorzar. Se detuvieron bajo un olmo de follaje amarillo, pero todavía
espeso. El suelo estaba allí seco y abrigado. Cuando empezaron a preparar la
comida, advirtieron que los elfos les habían llenado las botellas con una
bebida clara, de color dorado pálido; tenía la fragancia de una miel de muchas
flores y era maravillosamente refrescante. Pronto comenzaron a reír, burlándose
de la lluvia y de los jinetes negros. Sentían que pronto dejarían atrás las
últimas millas.
Frodo se recostó en el
tronco de un árbol y cerró los ojos. Sam y Pippin se sentaron cerca y se
pusieron a tararear y luego a cantar suavemente:
¡Ho!
¡Ho! ¡Ho! A la botella acudo
para
curar el corazón y ahogar las penas.
La
lluvia puede caer, el viento puede soplar
y
aún tengo que recorrer muchas millas,
pero
me acostaré al pie de un árbol alto
y
dejaré que las nubes naveguen en el cielo.[10]
—¡Ho!¡Ho!¡Ho!—volvieron
a cantar, esta vez más fuerte. De pronto se interrumpieron. Frodo se incorporó
de un salto. El viento traía un lamento prolongado, como el llanto de una
criatura solitaria y diabólica. El grito subió y bajó, terminando en una nota
muy aguda. Se quedaron como estaban, sentados o de pie, paralizados de pronto y
oyeron otro grito más apagado y lejano, pero no menos estremecedor. Luego hubo
un silencio, sólo quebrado por el sonido del viento en las hojas.
—¿Qué crees que fue?—preguntó
por fin Pippin, tratando de parecer despreocupado, pero temblando un poco—. Si
era un pájaro, no lo oí nunca en La Comarca.
—No era pájaro ni
bestia—dijo Frodo—. Era una llamada o una señal, pues en ese grito había
palabras que no pude entender. Ningún hobbit tiene una voz semejante.
No dijeron nada más.
Todos pensaban en los jinetes negros, aunque ninguno los mencionó. No sabían
ahora si quedarse o continuar; pero, tarde o temprano, tendrían que cruzar el
campo abierto hacia la balsadera. Era preferible hacerlo cuanto antes, a la luz
del día. Instantes más tarde ya habían cargado otra vez los bultos y echaban a
andar.
Poco después el bosque
terminó de pronto. Unas tierras anchas y cubiertas de pastos se extendían ante
ellos. Comprobaron entonces que se habían desviado, en efecto, demasiado hacia
el sur. A lo lejos, dominando la llanura, podían entrever la colina baja de Gamoburgo,
del otro lado del río, que ahora estaba a la izquierda. Se arrastraron con muchas
precauciones fuera de la arboleda y atravesaron el claro lo más rápido posible.
Al principio estaban
asustados, fuera del abrigo del bosque. Lejos, detrás de ellos, se alzaba el
sitio donde habían desayunado. Frodo casi esperaba ver allá arriba la figura
pequeña y distante de un jinete, recortada contra el cielo, pero no descubrió
nada. El sol, escapando de las nubes desgarradas mientras descendía a las lomas
que habían dejado atrás, brillaba de nuevo. Pronto perdieron el miedo, aunque
todavía se sentían intranquilos. El paisaje era cada vez más ordenado y
doméstico. Llegaron así a praderas y campos bien cuidados, en los que había
cercos, portones y zanjas de desagüe. Todo parecía tranquilo y apacible, un
rincón de La Comarca como tantos otros. A cada paso iban sintiéndose más
animados. La línea del río se acercaba, y los jinetes negros comenzaban a
parecerles fantasmas de los bosques, muy lejanos ahora.
Bordearon un enorme
campo de nabos y llegaron a la puerta de un cercado; más allá, entre setos bien
cuidados y de poca altura, corría una senda hacia un distante grupo de árboles.
Pippin se detuvo.
—¡Conozco estos campos
y esta puerta!—dijo—. Esto es el Habar, las tierras del viejo Maggot. Mirad la
granja, allá entre los árboles.
—¡Dificultad tras dificultad!—dijo
Frodo; parecía casi tan asustado como si Pippin le hubiese dicho que la senda
llevaba a la guarida de un dragón. Los otros lo miraron con sorpresa.
—¿Qué ocurre con el
viejo Maggot?—dijo Pippin—. Es un buen amigo de todos los Brandigamo. Por
supuesto, es el terror de los intrusos, pues tiene perros feroces. Después de
todo, la gente de aquí está muy cerca de la frontera y ha de estar prevenida.
—Lo sé—dijo Frodo y rio
avergonzado—, pero lo mismo me aterrorizan él y sus perros. Evité esta granja
durante años y años. Cuando yo era joven en Casa Brandi y venía aquí en busca
de hongos, me pescó varias veces. La última me castigó, me mostró los perros y
les dijo: «Miren, muchachos, la próxima vez que éste pise mis tierras,
pueden comérselo; ahora, ¡échenlo!» Me persiguieron hasta la balsadera.
Nunca me recobré del miedo, aunque he de decir que esas bestias conocían bien
sus obligaciones y ni siquiera me tocaron.
Pippin rio diciendo: —Bien, es tiempo de
saldar cuentas. Especialmente si vas a vivir de nuevo en Los Gamos. El viejo
Maggot es realmente un buen tipo, si dejas sus setas en paz. Sigamos la senda y
no podrán decir que somos intrusos. Si lo encontramos, yo le hablaré. Es amigo
de Merry y yo solía venir aquí con él muy a menudo en otro tiempo.
Siguieron la senda
hasta que vieron los techos bardados de una casa grande y los edificios de la
granja que asomaban entre los árboles al frente. Los Maggot y los Barroso de
Cepeda y la mayoría de los habitantes de Marjala habitaban en casas. La granja
estaba sólidamente construida con ladrillos, rodeada por un muro alto. Un
portón ancho de madera se abría en el muro sobre el camino.
Se acercaron y unos
aullidos y ladridos temibles estallaron de pronto y una voz gritó. —¡Garra!
¡Colmillo! ¡Lobo! ¡A callar, muchachos!
Frodo y Sam se
detuvieron en seco, pero Pippin se adelantó unos pasos. La puerta se abrió y
tres perros enormes salieron al camino y se precipitaron sobre los viajeros
ladrando fieramente. Pasaron por alto a Pippin; Sam se encogió contra la pared
mientras dos perros con aspecto de lobos lo husmeaban con desconfianza y le
mostraban los dientes cada vez que se movía. El mayor y más feroz de los tres
se detuvo frente a Frodo, erizado y gruñendo.
En la puerta apareció
un hobbit macizo de cara redonda y roja. —¡Hola! ¡Hola! ¿Quiénes pueden ser y
qué pueden desear?
—¡Buenas tardes, señor
Maggot!—dijo Pippin.
El granjero lo miró
detenidamente. —¡Ah, sí es el señor Pippin; mejor dicho, el señor Peregrin Tuk!—exclamó,
trocando su mueca por una amplia sonrisa—. Hace mucho tiempo que no viene por
aquí. Es una suerte para usted que lo conozca. Yo ya estaba a punto de azuzar a
mis perros. Pasan cosas raras últimamente. Por supuesto, de vez en cuando hay
gente extraña rondando. Demasiado cerca del río—dijo, moviendo la cabeza—. Pero
ese sujeto era el más extraño que yo haya visto nunca. No volverá a cruzar mi
tierra sin permiso, si puedo impedirlo.
—¿A qué sujeto se
refiere?—preguntó Pippin.
—¿Entonces no lo
vieron?—dijo el granjero—. Tomó el camino a la calzada no hace mucho. Era un
parroquiano raro, que hacía preguntas raras. Entre y hablaremos de las últimas
novedades. Tengo una pizca de buena cerveza de barril, si usted y sus amigos
están de acuerdo, señor Tuk.
Era evidente que el
granjero les diría algo más si le daban oportunidad y tiempo, de modo que todos
aceptaron la invitación. —¿Y los perros?—preguntó ansiosamente Frodo.
El granjero rio. —No
le harán daño, a menos que yo lo ordene. ¡Aquí, Garra! ¡Fuera, Colmillo! ¡Lobo!—gritó.
Los perros se alejaron, para alivio de Frodo y Sam.
Pippin presentó sus
amigos al granjero. —El señor Frodo Bolsón—dijo—. No lo recordará, pero vivió
en Casa Brandi. —Al oír el nombre de Bolsón, el granjero se sobresaltó y echó a
Frodo una mirada penetrante. Durante un momento Frodo pensó que Maggot había
recordado de pronto las setas robadas y que les diría a los perros que lo
echasen fuera. Pero el granjero lo tomó por un brazo.
—Bien, ¿no es esto
todavía más extraño?—exclamó—. El señor Bolsón, ¿eh? ¡Entren! Tenemos que
hablar.
Entraron en la cocina
de la granja y se sentaron junto a la amplia chimenea. La señora Maggot trajo
cerveza en una enorme jarra y llenó cuatro picheles. Era una buena cerveza y
Pippin se sintió más que compensado por no haber ido a La Perca Dorada.
Sam sorbió su cerveza con recelo. Tenía una desconfianza natural hacia los
habitantes de otras partes de La Comarca y no estaba dispuesto a hacer amistad
rápidamente con nadie que hubiese golpeado a su señor, aunque fuera largo
tiempo atrás.
Luego de breves
observaciones sobre el tiempo y las perspectivas agrícolas, que no eran peores
que otras veces, el granjero Maggot dejó su pichel y los miró a uno por uno.
—Ahora, señor Peregrin—dijo—,
¿de dónde vienen y hacia dónde van? ¿Vienen a visitarme? Pues si es así, habían
pasado por mi puerta sin que yo los viera.
—Bueno, no—respondió
Pippin—. A decir verdad, puesto que lo ha adivinado, hemos llegado al sendero
por la otra punta, atravesando los campos de usted, pero fue sólo por
accidente. Perdimos el camino en el bosque, cerca de Casa del Bosque, tratando
de encontrar un atajo hacia la balsadera.
—Si tienen prisa, les
hubiera convenido más tomar el camino—dijo el granjero—. Pero no era esa mi
preocupación. Pueden ustedes andar por todas mis tierras, si así lo desean,
señor Peregrin. Y usted también, señor Bolsón, aunque supongo que todavía le
gustan las setas. —Se rio. —Sí, reconocí el nombre. Recuerdo la época en que el
joven Frodo Bolsón era uno de los peores pilluelos de Los Gamos. Pero no estaba
pensando en setas. Oí el nombre, Bolsón, poco tiempo antes que ustedes
llegaran. ¿Qué creen que me preguntó el extraño parroquiano?
Los hobbits esperaron
ansiosamente a que el granjero continuara hablando. —Bien—dijo el granjero, paladeando la
lentitud con que llegaba el asunto—. Vino cabalgando en un caballo negro y
enorme, cruzó el portón que estaba abierto y llegó hasta mi puerta. Todo negro,
él también y envuelto en una capa y encapuchado como si no quisiera que lo
reconociesen. Pensé para mis adentros: «¿Qué querrá en La Comarca?» No
vemos mucha gente grande de este lado de la frontera y de todos modos nunca oí
hablar de algo parecido a este individuo negro.
»"Buen día",
le dije acercándome. "Este sendero no lleva a ninguna parte y vaya a
donde vaya lo más corto será que vuelva en seguida al camino." No me
gustaba su aspecto y cuando Garra acudió, lo husmeó y soltó un aullido como si
lo hubiesen atravesado con una aguja. Se escapó con la cola entre las patas,
lloriqueando. El sujeto negro no se inmutó.
»"Vengo de más
allá", dijo lentamente, muy tieso, señalando hacia el oeste, sobre mis
campos. "¿Ha visto a Bolsón?", me preguntó con una voz rara,
inclinándose hacia mí. No pude verle la cara, oculta bajo el capuchón y sentí
que una especie de escalofrío me corría por la espalda. Pero no entendía cómo
había atravesado mis tierras con tanta audacia, a caballo.
»"¡Váyase!",
le ordené. "No hay aquí ningún Bolsón. Se ha equivocado de sitio. Es
mejor que vuelva a Hobbiton, pero esta vez por la calzada."
»"Bolsón ha
partido", murmuró. "Viene hacia aquí y no está lejos. Deseo
encontrarlo. Si pasa, ¿me lo dirá? Volveré con oro."
»"No, no
volverá aquí", repliqué. "Volverá al lugar que le corresponde
y rápido. Le doy un minuto antes que llame a todos mis perros."
»El hombre lanzó una
especie de silbido. Quizás era una risa, o no. Luego me echó encima el caballo
y salté a un lado justo a tiempo. Llamé a los perros, pero se volvió
rápidamente y desapareció por el portón tomando el sendero hacia la calzada,
como un relámpago.
»¿Qué piensan de todo
esto?—concluyó el granjero.
Frodo se quedó mirando
las llamas un rato; no pensaba en otra cosa que en cómo diablos llegaría a la balsadera.
—No sé qué pensar—dijo al fin.
—Entonces yo mismo voy
a decírselo—continuó Maggot—. No tendría que haberse mezclado con la gente de
Hobbiton, señor Frodo. Son gente rara allá. —Sam se revolvió en su silla y echó
al granjero una mirada hostil. —Pero usted siempre ha sido un cabeza dura.
Cuando supe que había dejado a los Brandigamo yéndose a vivir con el viejo
señor Bilbo, dije que usted las pasaría mal. Oiga bien lo que le digo: todo
esto viene de la rara conducta del señor Bilbo. Dicen que obtuvo su dinero de
modo extraño, en lugares distantes. Quizás alguien desee saber qué ocurrió con
el oro y las joyas que enterró en la Colina de Hobbiton, según he oído.
Frodo no respondió; la
perspicacia de las hipótesis del granjero era desconcertante.
—Bien, señor Frodo, me
alegro de que haya tenido el buen tino de volver a Los Gamos—continuó Maggot—.
Mi consejo es: ¡quédese ahí! Y no se mezcle con gente de otros lados. Se hará
de amigos en estos lugares. Si algunos de esos sujetos negros vuelve a
buscarlo, se las verá conmigo. Diré que usted ha muerto, o que ha abandonado La
Comarca, o lo que usted quiera. Lo que será bastante cierto, pues lo más
probable es que deseen saber del señor Bilbo y no de usted.
—Quizás esté en lo
cierto—dijo Frodo, evitando los ojos del granjero y mirando las llamas.
Maggot lo observó
pensativamente. —Veo que tiene usted sus propias ideas—dijo—. Es claro como el
agua que ni usted ni el jinete vinieron en la misma tarde por casualidad y
quizá mis noticias no son muy nuevas para usted, después de todo. No le pido
que me diga algo que quiera guardar en secreto, pero me doy cuenta de que está
preocupado. Tal vez piensa que no le será muy fácil llegar a la balsadera sin
que le pongan las manos encima.
—Así es—dijo Frodo—,
pero tenemos que intentarlo y no lo conseguiremos si nos quedamos aquí sentados
pensando en el asunto. Así pues, temo que debamos partir. ¡Muchas gracias por
su amabilidad! Usted y sus perros me han aterrorizado durante casi treinta
años, granjero Maggot, aunque se ría al oírlo. Lástima, pues he perdido un buen
amigo y ahora lamento tener que partir tan pronto. Quizá vuelva un día, si me
acompaña la suerte.
—Será bien recibido—dijo
Maggot—. Pero tengo una idea. Ya está anocheciendo y cenaremos de un momento a
otro, pues por lo general nos vamos a acostar poco después que el sol. Si usted
y el señor Peregrin y todos quisiesen quedarse a tomar un bocado con nosotros,
nos sentiríamos muy complacidos.
—¡Nosotros también!—dijo
Frodo—. Pero me temo que hemos de partir en seguida. Será de noche cuando
lleguemos a la balsadera
—¡Ah!, pero un minuto.
Iba a decir que después de cenar sacaré una pequeña carreta y los llevaré a
todos a la balsadera. Les evitaré una larga caminata y quizá también otras
dificultades.
Frodo aceptó
agradecido la invitación, para alivio de Pippin y Sam. El sol se había
escondido ya tras las colinas del oeste y la luz declinaba. Aparecieron dos de
los hijos de Maggot y las tres hijas y sirvieron una cena generosa en la mesa
grande. La cocina fue iluminada con velas y reavivaron el fuego. La señora
Maggot iba y venía. En seguida entraron uno o dos hobbits del personal de la
granja; poco después eran catorce a la mesa. Había cerveza en abundancia y una
fuente de setas y tocino, además de otras muchas suculentas viandas caseras.
Los perros estaban sentados junto al fuego, royendo cortezas y triturando
huesos.
Terminada la cena, el
granjero y sus hijos llevaron fuera un farol y prepararon la carreta. Cuando
salieron los invitados, ya había oscurecido. Cargaron bultos en la carreta y
subieron. El granjero se sentó en el banco del conductor y azuzó con el látigo
a los dos vigorosos ponis. La señora Maggot lo miraba de pie desde la puerta
iluminada.
—¡Ten cuidado, Maggot!—exclamó—.
¡No discutas con extraños y vuelve aquí directamente!
—Eso haré—dijo Maggot,
cruzando el portón.
Ahora no se agitaba un
soplo de viento; la noche era apacible, silenciosa, y fresca. La noche era
apacible, silenciosa y fresca. Partieron sin luces, lentamente. Luego de una o
dos millas [2-3 kilómetros] llegaron al extremo del camino, cruzaron una
fosa profunda y subieron una pequeña cuesta hasta la calzada.
Maggot descendió y
miró a ambos lados, norte y sur, pero no se veía nada en la oscuridad y no se
oía ningún sonido en el aire quieto. Unas delgadas columnas de niebla flotaban
sobre las zanjas y se arrastraban por los campos.
—La niebla será espesa—dijo
Maggot—, pero no encenderé mis faroles hasta dejarlos a ustedes. Oiremos
cualquier cosa en el camino, antes de tropezarnos con ella esta noche.
La balsadera distaba
unas cinco millas [8 kilómetros] de la casa de Maggot. Los hobbits se
arroparon de pies a cabeza, pero con los oídos atentos a cualquier sonido que
se elevase sobre el crujido de las ruedas y el espaciado clop-clop de los ponis. El carro le parecía a Frodo más lento que
un caracol, junto a él, Pippin cabeceaba soñoliento, pero Sam clavaba los ojos
en la niebla que se alzaba delante.
Por fin llegaron a la
entrada de la balsadera, señalada por dos postes blancos que asomaron de pronto
a la derecha del camino. El granjero Maggot sujetó los ponis y el carro se
detuvo. Estaban comenzando a descargar cuando oyeron lo que tanto temían: unos
cascos en el camino allá más adelante. El sonido venía hacia ellos.
Maggot bajó de un
salto y sostuvo firmemente la cabeza de los ponis, escudriñando la oscuridad. Clip-clop, clip-clop; el jinete se acercaba. El golpe de los cascos resonaba
en el aire callado y neblinoso.
—Es mejor que se
oculte, señor Frodo—dijo Sam ansiosamente—. Usted acuéstese en la cama y
cúbrase con la manta. ¡Nosotros nos ocuparemos del jinete!—Bajó y se unió al
granjero. Los jinetes negros tendrían que pasar por encima de él para acercarse
a la carreta.
Clip-clop,
clip-clop. El jinete estaba casi
sobre ellos.
—¡Eh, ahí!—llamó el
granjero Maggot. El ruido de cascos se detuvo. Creyeron vislumbrar entre la
bruma una sombra oscura y embozada, uno o dos metros más adelante.
—¡Cuidado!—dijo el
granjero arrojándole las riendas a Sam y adelantándose—. ¡No dé ni un paso más!
¿Qué busca y a dónde va?
—Busco al señor Bolsón,
¿lo ha visto?—dijo una voz apagada: la voz de Merry Brandigamo. Se encendió una
linterna y la luz cayó sobre la cara asombrada del granjero.
—¡Señor Merry!—gritó.
—¡Sí, por supuesto!
¿Quién creía que era?—exclamó Merry acercándose. Cuando Merry salió de la bruma
y los temores de los otros se apaciguaron, pareció que la figura se le
empequeñecía hasta tener la talla común de un hobbit. Iba montado en un poni y
una bufanda que le envolvía el cuello hasta la barbilla le protegía de la
niebla.
Frodo saltó de la
carreta para saludarlo. —¡Así que aquí estás por fin!—dijo Merry—. Comenzaba a
preguntarme si aparecerías hoy y ya me iba a cenar. Cuando se levantó la niebla
fui a Cepeda a ver si habías caído en un pantano. Maldito si sé por dónde has
venido. ¿Dónde los encontró, señor Maggot? ¿En la laguna de los patos?
—No. Los descubrí
merodeando—dijo el granjero—, y casi les suelto los perros, pero sin duda ellos
le contarán toda la historia. Ahora, si me permiten, señor Merry, señor Frodo y
todos, lo mejor es que vuelva a casa. La señora Maggot estará preocupada, con
esta cerrazón.
Hizo retroceder la
carreta y dio media vuelta. —Buenas noches a todos—dijo—. Ha sido un extraño
día, sin ninguna duda. Pero todo está bien cuando termina bien. Aunque quizá
nosotros no podamos decirlo hasta que cada uno llegue a su casa. No negaré que
me sentiré feliz entonces. —Encendió los faroles y se levantó. De pronto sacó
de debajo del asiento una canasta grande. —Casi lo olvidaba—dijo—. La señora
Maggot lo preparó para el señor Bolsón, con sus recuerdos. —Tendió la canasta y
se alejó, seguido por un coro de gracias y buenas noches.
Los hobbits se
quedaron mirando los pálidos halos de luz de los faroles, que se perdían en la
noche brumosa. De repente, Frodo se echó a reír; de la canasta cubierta que
tenía en las manos subía un olor a hongos.
V.CONSPIRACIÓN DESENMASCARADA
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO V
—Lo mejor que podemos
hacer es irnos también a casa—dijo Merry. Hay algo raro en todo esto, me doy
cuenta, pero habrá que esperar a que lleguemos.
Doblaron por el
sendero de la balsadera, que era recto y bien cuidado, bordeado con grandes
piedras blanqueadas a la cal. Unos cien metros más allá desembocaba en la
orilla del río, donde había un ancho embarcadero de madera. Una balsa grande
estaba amarrada a un lado. Los bolardos blancos brillaban a la luz de dos
linternas instaladas sobre unos postes. Detrás, la bruma de los llanos se
alzaba por encima de los matorrales; pero delante el agua era oscura y unas
espirales como de vapor flotaban entre las cañas de la orilla. Parecía haber
menos niebla del otro lado.
Merry llevó al poni a
la balsa por una pasarela y los otros fueron detrás. Luego impulsó lentamente
la balsa con un largo bichero. El Brandivino fluía ante ellos lento y ancho.
Del otro lado la orilla era escarpada y un camino tortuoso ascendía desde el
embarcadero. Allí unas linternas parpadeaban. Detrás, asomaba la colina de Los
Gamos y en la falda de la colina, entre jirones de niebla, brillaban muchas
ventanas redondas, rojas y amarillas. Eran las ventanas de Casa Brandi, antiguo
hogar de los Brandigamo.
Mucho tiempo atrás, Gorhendad
Gamoviejo, cabeza de la familia Gamoviejo, una de las más antiguas en Marjala o
en La Comarca, había cruzado el río, límite original de las tierras orientales.
Edificó (y excavó) Casa Brandi, tomó el nombre de Brandigamo y se
estableció allí hasta llegar a ser el señor de lo que podía llamarse un pequeño
país independiente. La familia Brandigamo aumentó y aumentó y luego de la
muerte de Gorhendad continuó creciendo, hasta que Casa Brandi ocupó todo el pie
de la colina y tuvo tres amplias puertas principales, muchas laterales y cerca
de cien ventanas. Los Brandigamo y las numerosas gentes que dependían de ellos
comenzaron a excavar y más tarde a construir alrededor. Este fue el origen de Los
Gamos, una faja de tierra densamente poblada, entre el río y el bosque Viejo,
una especie de colonia de La Comarca. La villa principal era Gamoburgo, que se
apretaba en los terraplenes y lomas detrás de Casa Brandi.
La gente de Marjala
era amiga de la de Los Gamos, y los granjeros entre Cepeda y Junquera aún
reconocían la autoridad del señor de la Casa (como llamaban al jefe de familia
de los Brandigamo), pero la mayoría de los habitantes de la vieja Comarca
consideraba a la gente de Los Gamos como singular y algo extranjera, por así
decirlo, aunque en realidad no se diferenciaba mucho de los hobbits de las
Cuatro Cuadernas. Excepto en un punto: eran muy aficionados a los botes y
algunos de ellos hasta sabían nadar.
El lado este de
aquellas tierras no tenía en un principio ninguna defensa, pero los Brandigamo
levantaron allí una empalizada que llamaron Cerca Alta. Había sido
plantada muchas generaciones atrás y ahora era elevada y tupida pues la
cuidaban constantemente. Corría a lo largo de la orilla desde el Puente del
Brandivino siguiendo una amplia curva hasta el Fin de la Cerca (donde el
Tornasauce salía de la floresta y se unía al Brandivino): unas veinte millas [32
kilómetros] de extremo a extremo. Por supuesto, la protección no era
completa, pues la floresta crecía junto a la cerca en muchos sitios. La gente
de Los Gamos cerraba las puertas con llave al oscurecer y esto tampoco se
acostumbraba en La Comarca.
La balsa se movía
lentamente en el agua. La ribera de Los Gamos iba acercándose. Sam era el único
que aún no había cruzado el río. Miraba las aguas lentas y gorgoteantes y tuvo
una curiosa impresión: su vida anterior quedaba atrás entre las nieblas;
delante lo esperaban oscuras aventuras. Se rascó la cabeza y durante un momento
deseó que el señor Frodo hubiera continuado viviendo apaciblemente en Bolsón
Cerrado.
Los cuatro hobbits
dejaron la balsa. Merry estaba amarrándola y Pippin guiaba el poni sendero
arriba, cuando Sam (quien había mirado atrás, como despidiéndose de La Comarca)
dijo en un ronco murmullo:
—¡Mire atrás, señor
Frodo! ¿No ve algo?
En el otro atracadero,
bajo lámparas distantes, alcanzaron a vislumbrar apenas una figura; parecía un
bulto negro abandonado allí. Pero mientras miraban les pareció que se movía de
un lado a otro, como escudriñando el suelo. Luego se arrastró, o retrocedió
agachándose, de vuelta a la oscuridad, más allá de las lámparas.
—¿Qué diantres es eso?—exclamó
Merry.
—Algo que viene
siguiéndonos—dijo Frodo—No preguntes más por ahora. Escapemos de aquí en
seguida. —Subieron por el sendero hasta lo alto de la barranca, pero cuando miraron
atrás la niebla cubría la orilla, y no se veía nada.
—¡Por suerte no hay
botes en la ribera oeste!—dijo Frodo—. ¿Pueden cruzar el río los caballos?
—Pueden ir veinte
millas [32 kilómetros] al norte hasta el Puente del Brandivino, o pueden
nadar—respondió Merry—, aunque nunca oí de ningún caballo que cruzara a nado el
Brandivino. ¿Pero qué importan los caballos?
—Te lo diré más tarde.
Vayamos bajo techo y podremos hablar.
—Bien. Conoces el camino,
tú y Pippin. Yo me adelantaré a caballo para avisar a Gordo Bolger. Nos
pondremos de acuerdo sobre la cena y otras cosas.
—Ya tuvimos una cena
temprana, con el granjero Maggot—replicó Frodo—, pero podríamos tener otra.
—¡Así será! Dame esa
canasta—dijo Merry y partió adelantándose en la oscuridad.
Entre la nueva casa de
Frodo, en Cricava, y el Brandivino había alguna distancia. Dejaron la colina de
Los Gamos y Casa Brandi a la izquierda y en las afueras de Gamoburgo tomaron el
camino principal de Los Gamos, que corría desde el puente hacia el sur. Media
milla al norte, encontraron un sendero que se abría a la derecha. Lo siguieron
un par de millas [3 kilómetros], subiendo y bajando por los campos.
Al fin llegaron a una
puerta estrecha, en un seto. Nada podía verse de la casa en la oscuridad; se
levantaba lejos del sendero en medio de un círculo de césped, rodeada por un
cinturón de árboles bajos, dentro del cerco exterior. Frodo la había elegido
porque el sitio era apartado y no tenía vecinos próximos. Se podía entrar y
salir sin que nadie lo viera a uno. La habían construido los Brandigamo mucho
tiempo atrás, para uso de invitados o miembros de la familia que deseasen
escapar por un tiempo a la tumultuoso vida de Casa Brandi. Era una antigua casa
de campo, lo más parecida posible a la cueva de un hobbit. Larga y baja, de un
solo piso, tenía techo de paja, ventanas redondas y una gran puerta redonda.
Mientras subían por el
sendero verde, desde la puerta en el cercado, no vieron ninguna luz. Las ventanas
estaban oscuras y con las persianas cerradas. Frodo golpeó la puerta y Gordo
Bolger vino a abrir. Una luz acogedora se derramó hacia afuera. Los hobbits se
deslizaron rápidamente en la casa y se encerraron junto con las luces. Vieron
que estaban en un vestíbulo amplio con puertas a los lados; delante de ellos
corría un pasillo, hacia el centro de la casa.
—¿Qué te parece?—preguntó
Merry, viniendo por el pasillo—. Hemos hecho lo imposible en este poco tiempo.
Queríamos que te sintieras en casa. Al fin y al cabo, Gordo y yo no llegamos
aquí hasta ayer con el último cargamento.
Frodo miró alrededor.
Todo era allí hogareño, de veras. La mayoría de sus muebles preferidos, o mejor
los de Bilbo (le recordaban vivamente a Bilbo en aquel nuevo ámbito) habían
sido ordenados todo lo posible de acuerdo con la disposición de Bolsón Cerrado.
Era un sitio agradable, cómodo, acogedor y se encontró deseando haber venido a
instalarse realmente en ese retiro tranquilo. Le pareció injusto haber expuesto
a sus amigos a todas estas molestias y se preguntó de nuevo cómo podría
decirles que los abandonaría muy pronto, en seguida, en verdad. Ya no le
quedaba otro remedio que hablarles esa misma noche, antes que todos se
acostaran.
—Maravilloso—dijo con
un esfuerzo—. Apenas noto que me he mudado.
Los viajeros colgaron
las capas y apilaron los bultos sobre el piso. Merry los llevó por el pasillo y
en el otro extremo abrió una puerta. El resplandor de un fuego salió al pasillo
y una bocanada de vapor.
—¡Un baño!—gritó
Pippin—. ¡Oh, bendito Meriadoc!
—¿En qué orden
entraremos?—preguntó Frodo—. ¿Primero los más viejos o los más rápidos? De
cualquier modo tú serás el último, señor Peregrin.
—Confiad en mí para
arreglar mejor las cosas—dijo Merry—. No podemos comenzar nuestra vida en Cricava
discutiendo por el baño. En esa habitación hay tres tinas y una caldera de agua
hirviendo. Hay también toallas, esteras y jabón. ¡Entrad y de prisa!
Merry y Gordo fueron a
la cocina, en el otro extremo del corredor, y se ocuparon de los preparativos
finales para una cena tardía. Trozos de canciones que competían unas con otras
venían desde el cuarto de baño, mezcladas con el chapoteo y el sonido del agua
que desbordaba en las tinas. La voz de Pippin se elevó por encima de las otras
en una de las canciones de baño favoritas de Bilbo:
Cantemos
¡hey! al baño, que el día ya termina
¡el
barro y el cansancio se quedan en la tina!
Es
tonto rematado quien no rompe a cantar:
¡Ah
del Agua Caliente, que es cosa singular!
¡Ah!
Dulce es el sonido de la lluvia en verano,
y
el arroyo que baja de la colina al llano;
las
corrientes murmuran, pero siempre mejor
será
el Agua Caliente, con humo y con vapor.
¡Ah!
Podemos verter, si hace falta, agua fría,
en
las secas gargantas y darles alegría;
pero
para la sed es mejor la Cerveza,
tirando
Agua Caliente por sobre la cabeza.
¡Ah!
Grande es la belleza del agua fresca y pura,
que
de una fuente blanca se eleva hacia la altura;
¡pero
es mucho más dulce que el canto de una fuente
chapotear
con los pies en el Agua Caliente![11]
Se oyó un terrible
chapoteo y una interjección de Frodo. Parecía que una buena parte del baño de
Pippin había imitado a la fuente, saltando hacia arriba.
Merry se acercó a la
puerta. —¿Qué os parece una cena y cerveza en las gargantas abrasadas?—llamó. Frodo
salió enjugándose los cabellos.
—Hay tanta agua en el
aire, que terminaré de secarme en la cocina—dijo.
—¡Cielos!—exclamó
Merry, echando una mirada al interior. El piso de piedra estaba inundado—.
Tendrás que secarlo todo antes de probar un solo bocado, Peregrin—dijo—.¡Date
prisa, o no te esperaremos!
Cenaron en la cocina,
sentados a una mesa próxima al fuego. —Supongo que vosotros tres no comeréis
hongos de nuevo—dijo Fredegar, sin mucha esperanza.
—¡Sí, comeremos!—gritó
Pippin.
—¡Son míos!—dijo Frodo—.
Me los dio a mí la señora Maggot, la perla de las esposas de los granjeros.
Quita tus ávidas manos de ahí, que yo los serviré.
Los hobbits tienen
pasión por las setas, una pasión que sobrepasa los gustos más voraces de la gente
grande. Hecho que explica en parte las largas expediciones del joven Frodo a
los renombrados campos de Marjala y la ira del perjudicado Maggot. En esta ocasión
había en abundancia para todos, aún de acuerdo con las normas de los hobbits.
Había también otras muchas cosas, que vendrían después, y cuando terminaron de
cenar, Gordo Bolger exhaló un suspiro de satisfacción. Retiraron la mesa y
pusieron sillas alrededor del fuego.
—Limpiaremos todo más
tarde—dijo Merry—. Ahora, ¡cuéntame! Me imagino que habrás tenido aventuras, y
sin mí, lo que no me parece justo. Quiero que lo cuentes todo; y lo que más
deseo es saber qué ocurrió con el viejo Maggot y por qué me habló de ese modo.
Parecía asustado, si eso es posible.
—Todos hemos estado
asustados—dijo Pippin al cabo de un rato. Frodo clavaba los ojos en el fuego y
no decía una palabra—. Tú también lo habrías estado si los jinetes negros te
hubiesen perseguido durante dos días.
—¿Quiénes son?
—Figuras negras que
cabalgan en caballos negros—respondió Pippin—. Si Frodo no quiere hablar, yo te
contaré la historia desde el principio.
Pippin relató entonces
todos los incidentes del viaje desde la partida de Hobbiton. Sam cooperó con
gestos y exclamaciones de aprobación. Frodo permaneció silencioso.
—Podría pensar que
todo es un invento—dijo Merry—si no hubiese visto aquella forma negra en la balsadera
y si no hubiese oído el extraño tono de la voz de Maggot. ¿Qué sacas en conclusión,
Frodo?
—El primo Frodo se ha
mostrado muy cerrado—dijo Pippin—, pero es tiempo de que se abra. Hasta ahora
no tenemos otra pista que las suposiciones del granjero Maggot, para quien se
trataría de algo relacionado con el tesoro del viejo Bilbo.
—Es sólo una
suposición—se apresuró a decir Frodo—. Maggot no sabe nada.
—El viejo Maggot es un
sujeto perspicaz—dijo Merry—. Detrás de esa cara redonda pasan muchas cosas que
no aparecen en la conversación. He oído decir que hace un tiempo acostumbraba internarse
en el bosque Viejo y que sabe bastante de cosas extrañas. Pero al menos tú
podrías decirnos, Frodo, si es una buena o una mala suposición.
—Me parece—respondió
Frodo lentamente—que es una buena suposición, hasta cierto punto. Hay en efecto
alguna relación con las viejas aventuras de Bilbo y es cierto que los jinetes
andan detrás de él, o quizá debiera decir que andan buscándolo, o que andan
buscándome. Temo además que no sea cosa de broma, y que yo no esté seguro, ni
aquí ni en ningún otro sitio. —Miró alrededor las ventanas y las paredes, como
si temiese que desaparecieran de pronto. Los otros lo observaron en silencio,
cambiando entre ellos miradas significativas.
—Ahora saldrá la
verdad a luz—murmuró Pippin a Merry y Merry asintió.
—¡Bien!—dijo Frodo al
fin, enderezándose en la silla, como si hubiese tomado una decisión—. No puedo
mantenerlo en secreto por más tiempo. Tengo que deciros algo, a todos vosotros.
Pero no sé cómo empezar.
—Creo que yo podría
ayudarte contándote una parte de la historia—dijo Merry con calma.
—¿Qué quieres decir?—preguntó
Frodo, echándole una mirada inquieta.
—Sólo esto, mi viejo y
querido Frodo: te sientes desdichado porque no sabes decir adiós. Querías dejar
La Comarca, por supuesto; pero el peligro te alcanzó más pronto de lo que
esperabas y ahora has decidido partir inmediatamente. Y no tienes ganas. Lo
sentimos mucho por ti.
Frodo abrió la boca y
la volvió a cerrar. La expresión de sorpresa era tan cómica que los otros se
echaron a reír. —¡Querido viejo Frodo!—dijo Pippin—. ¿Realmente pensaste que
nos habías echado tierra a los ojos? ¡No tomaste las precauciones necesarias,
ni fuiste bastante inteligente! Todo este año, desde el mes de abril, estuviste
planeando la partida y despidiéndote de los sitios queridos. Te hemos oído
murmurar constantemente: «No sé si volveré a ver el valle otra vez», y
cosas parecidas. Y pretender que se te había acabado el dinero, y venderles tu
querido Bolsón Cerrado a los Sacovilla-Bolsón y esos conciliábulos con Gandalf.
—¡Cielos!—dijo Frodo—.
Y yo que creía haber sido tan cuidadoso y astuto. No sé qué diría Gandalf.
¿Entonces toda La Comarca discute mi partida?
—¡Oh, no!—dijo Merry—.
¡No te preocupes! El secreto no se mantendrá mucho tiempo, claro está, pero por
ahora sólo lo conocemos nosotros, creo, los conspiradores. Al fin y al cabo no
olvides que te conocemos bien y pasamos largas jornadas contigo. No nos cuesta
mucho imaginar lo que piensas. Yo conocía a Bilbo también. A decir verdad, te
he estado observando de cerca desde la partida de Bilbo. Pensé que lo
seguirías, tarde o temprano, aunque esperaba que lo harías antes y en los
últimos tiempos estuvimos muy preocupados. Nos aterrorizaba la idea de que nos
dejaras de pronto y partieras bruscamente, solo, lo mismo que Bilbo. Desde esta
primavera mantuvimos siempre los ojos bien abiertos y elaboramos nuestros
propios planes. ¡No te escaparás con tanta facilidad!
—Pero es necesario que
parta—dijo Frodo—. Nada puede hacerse, mis queridos amigos. Es una desdicha
para todos nosotros, pero es inútil que tratéis de retenerme. Ya que habéis
adivinado tantas cosas, ¡por favor, ayudadme y no me pongáis obstáculos!
—¡No entiendes!—dijo
Pippin—. Tienes que partir y por lo tanto nosotros también. Merry y yo iremos
contigo. Sam es un sujeto excelente. Saltaría a la boca de un dragón para
salvarte si no tropezara con sus propios pies, pero necesitarás más de un
compañero en tu peligrosa aventura.
—¡Mis queridos y
bienamados hobbits!—dijo Frodo, profundamente conmovido—. No podría
permitirlo. Lo decidí también hace tiempo. Habláis de peligro, pero no
entendéis. No se trata de la búsqueda de un tesoro, ni de un viaje de ida y
vuelta. Iré de peligro mortal en peligro mortal.
—Por supuesto que
entendemos—afirmó Merry—. Por eso hemos decidido venir. Sabemos que el Anillo
no es cosa de broma, pero haremos lo que podamos para ayudarte contra el
enemigo.
—¡El Anillo!—exclamó
Frodo, completamente atónito ahora.
—Sí, el Anillo—dijo
Merry—. Mi viejo y querido hobbit, no has tenido en cuenta la curiosidad de los
amigos. He sabido de la existencia del Anillo durante muchos años; en verdad
desde antes de la partida de Bilbo; pero como él guardaba el secreto, me callé
lo que sabía, hasta que armamos nuestra conspiración. No conocía a Bilbo tan
bien como a ti; yo era demasiado joven y Bilbo más cuidadoso, aunque no lo
suficiente. Si quieres saber cómo lo descubrí, voy a decírtelo.
—¡Continúa!—dijo Frodo
débilmente.
—Los culpables fueron
los Sacovilla-Bolsón, como podría esperarse. Un día, un año antes de la fiesta,
yo andaba paseando por el camino cuando vi a Bilbo adelante. Casi en seguida, a
lo lejos, aparecieron los Sacovilla-Bolsón, que venían hacia nosotros. Bilbo
aminoró el paso y de pronto, ¡eh, presto!, desapareció. Me quedé tan
estupefacto que casi no recordé que yo también podía esconderme, de un modo más
ordinario. Me metí entre los setos del camino y anduve por el campo. Eché una
mirada al camino, luego que pasaron los Sacovilla-Bolsón y observaba el lugar
donde había estado Bilbo, cuando él reapareció de pronto. Alcancé a ver un
brillo de oro en el momento en que él guardaba algo en el bolsillo del
pantalón.
»Luego de ese
incidente, mantuve los ojos bien abiertos. En pocas palabras, confieso que
espié. Pero admitirás que había motivos para sentirme intrigado. Y yo no tenía
aún veinte años. Pienso que soy el único en La Comarca, excepto tú, Frodo, que
ha visto el libro secreto del viejo Bilbo.
—¡Has leído el libro!—exclamó
Frodo—. ¡Cielos! ¿No hay nada seguro?
—Yo diría que no
demasiado—replicó Merry—. Pero sólo le eché una rápida ojeada y aún esto me
costó bastante. Bilbo nunca abandonaba el libro. Me pregunto qué se hizo de él.
Me gustaría echarle otro vistazo. ¿Lo tienes tú, Frodo?
—No, no estaba en
Bolsón Cerrado. Bilbo se lo llevó, seguramente.
—Bueno, como iba
diciendo—continuó Merry—, mantuve en secreto lo que yo sabía, hasta esta
primavera, cuando las cosas se agravaron. Armamos entonces nuestra conspiración
y como además éramos serios y el asunto no nos parecía cosa de risa, no fuimos
demasiado escrupulosos. No eres una nuez fácil de pelar y Gandalf menos. Pero
si quieres conocer a nuestro investigador principal, puedo presentártelo ahora
mismo.
—¿Dónde está?—preguntó
Frodo, mirando alrededor, como si esperase que una figura enmascarada y
siniestra saliera de un armario.
—Adelántate, Sam—ordenó
Merry. Sam se levantó, rojo hasta las orejas—. ¡He aquí a nuestro informante!
Nos dijo muchas cosas, te lo aseguro, antes que lo atraparan. Después se
consideró a sí mismo como juramentado y nuestra fuente se agotó.
—¡Sam!—exclamó Frodo,
sintiendo que su asombro llegaba al máximo e incapaz de decidir si se sentía
enojado, divertido, aliviado o simplemente aturdido.
—¡Sí, señor!—dijo Sam—.
¡Le pido perdón, señor! Pero no quise hacer daño, ni a usted ni al señor
Gandalf. Él es persona de buen sentido, recuérdelo, pues cuando usted le habló
de partir solo, él le respondió: ¡No! Lleva a alguien en quien puedas confiar.
—Pero parece que no
puedo confiar en nadie—dijo Frodo.
Sam lo miró
tristemente. —Todo depende de lo que quieras—intervino Merry—. Puedes confiar
en que te seguiremos en las buenas y en las malas hasta el fin, por amargo que
sea, y en que guardaremos cualquier secreto, mejor que tú. Pero no creas que te
dejaremos afrontar solo las dificultades, o partir sin una palabra. Somos tus
amigos, Frodo. De cualquier modo, el caso es claro. Sabemos casi todo lo que te
dijo Gandalf. Sabemos muchas cosas del Anillo. Estamos terriblemente asustados,
pero iremos contigo, o te seguiremos como sabuesos.
—Y después de todo,
señor—agregó Sam—, tendría que seguir el consejo de los elfos. Gildor le dijo
que llevase voluntarios que lo acompañaran, no lo puede negar.
—No lo niego—dijo
Frodo, mirando a Sam, que ahora sonreía satisfecho—. No lo niego, pero ya nunca
creeré que duermes, ronques o no. Para asegurarme, te patearé con fuerza. ¡Sois
una banda de pillos solapados!—dijo, volviéndose a los otros—. ¡Pero benditos seáis!—rio
levantándose y agitando los brazos—. Acepto; seguiré el consejo de Gildor. Si
el peligro fuera menos sombrío, bailaría de alegría. Sin embargo, no puedo
evitar sentirme feliz, más feliz de lo que me he sentido en mucho tiempo. La
perspectiva de esta noche me aterraba.
—¡Bien! Decidido. ¡Tres
hurras por el capitán Frodo y sus compañeros!—gritaron los otros mientras
bailaban alrededor. Merry y Pippin entonaron una canción que habían preparado
aparentemente para esta oportunidad.
La habían compuesto
tomando como modelo la canción de los enanos que había acompañado la partida de
Bilbo, tiempo atrás. Y la melodía era la misma:
Adiós
les decimos al hogar y a la sala.
Aunque
sople el viento y caiga la lluvia
hemos
de partir antes que amanezca,
lejos,
por el bosque y la montaña alta.
Rivendel,
donde los ellos habitan aún,
en
claros al pie de las nieblas del monte,
cruzando
páramos y eriales iremos de prisa
y
de allí no sabemos a dónde.
Delante
el enemigo y detrás el terror,
dormiremos
bajo el dosel del cielo,
hasta
que al fin se acaben las penurias,
el
viaje termine y la misión concluya.
¡Hay
que partir, hay que partir!
¡Saldremos
a caballo antes que amanezca![12]
—¡Muy bien!—dijo Frodo—.
En este caso hay mucho que hacer antes de irnos a la cama. Dormiremos bajo
techo, aunque sólo sea esta noche.
—¡Oh! ¡Eso era poesía!—dijo
Pippin—. ¿Realmente piensas partir antes que amanezca?
—No lo sé—respondió
Frodo—. Temo a esos jinetes negros y estoy seguro de que es imprudente quedarse
mucho tiempo en un mismo sitio, especialmente en un sitio adonde se sabe que yo
iría. También Gildor me aconsejó no esperar. Pero me gustaría tanto ver a
Gandalf. Me di cuenta de que el mismo Gildor se turbó cuando supo que Gandalf
no había aparecido. La partida depende de dos cosas. ¿Cuánto tiempo
necesitarían los jinetes para llegar a Gamoburgo? ¿Y cuándo podremos partir?
Tendremos que hacer muchos preparativos.
—Como respuesta a esa
segunda pregunta—dijo Merry—, te diré que podemos partir dentro de una hora.
Prácticamente he preparado todo. Hay seis ponis en un establo al otro lado del
campo; las provisiones y los enseres están todos empacados, excepto unas pocas
ropas de uso y los alimentos perecederos.
—Parece haber sido una
conspiración muy eficiente—dijo Frodo—. Pero, ¿y los jinetes negros? ¿Habría
peligro si esperamos a Gandalf un día más?
—Todo depende de lo
que pienses que harán los jinetes, si te encuentran aquí—respondió Merry—.
Podrían haber llegado ya, por supuesto, si no los hubiesen detenido en la
Puerta Norte, donde la Cerca desciende hasta el río, de este lado del puente.
Los guardias no les habrían permitido cruzar de noche, aunque ellos hubiesen
podido abrirse paso a la fuerza. Aún a la luz del día, tratarían de no dejarlos
pasar, por lo menos hasta mandarle un mensaje al señor de la Casa, pues no les
agradaría el aspecto de los jinetes y seguramente estarían asustados. Por
supuesto, Los Gamos no podría resistir mucho tiempo un ataque decidido. Y es
posible que en la mañana se permita pasar a un jinete Negro que llegue
preguntando por el señor Bolsón. Es bastante conocida tu idea de regresar y
establecerte en Cricava.
Frodo se quedó
sentado, un rato, muy pensativo. —Me he decidido—dijo al fin—. Partiré mañana, tan pronto
amanezca; pero no iré por el camino, sería más seguro quedarse aquí. Si yo
atravesase la Puerta Norte, mi partida se conocería en seguida, en vez de
mantenerse en secreto, al menos unos pocos días más, como tendría que ser.
Además, el Puente y el Camino del Este próximos de las fronteras estarán
vigilados, entre o no en Los Gamos algún jinete. No sabemos cuántos son; por lo
menos dos y quizá más. Lo único que nos queda es partir en una dirección del
todo inesperada.
—¡Pero eso significa
entrar en el bosque Viejo!—dijo Fredegar horrorizado—. No puedes pensar en algo
semejante. Es tan peligroso como los jinetes negros.
—No tanto—dijo Merry—.
Es una solución desesperada, pero creo que Frodo tiene razón; sólo así
podríamos evitar que nos siguieran en seguida. Con un poco de suerte podríamos
ganar una considerable ventaja.
—Pero no tendrás
ninguna suerte en el bosque Viejo—objetó Fredegar—. Nadie ha tenido suerte ahí.
Te perderás. La gente nunca entra en el bosque.
—¡Oh, sí!—dijo Merry—.
Los Brandigamo van a veces, cuando les da por ahí. Tenemos una entrada
particular. Frodo la conoció hace tiempo. Yo he estado varias veces; en general
durante el día, por supuesto, cuando los árboles están quietos y adormecidos.
—¡Bueno, haced como
mejor os parezca!—dijo Fredegar. Tengo más miedo del bosque Viejo que de
cualquier otra cosa; las historias que he oído son verdaderas pesadillas. Pero
mi voto apenas cuenta, pues no iré con vosotros. De todos modos, me alegra que
alguien se quede para contarle todo a Gandalf, cuando vuelva, y estoy seguro de
que no tardará.
Gordo Bolger, aunque
quería mucho a Frodo, no deseaba abandonar La Comarca ni ver lo que había más
allá. Era de una familia de la Cuaderna del Este, de Bolgovado, los Campos del
Puente, para ser más exactos; pero él nunca había ido más allá del Brandivino.
De acuerdo con el plan original, la obligación de Bolger era quedarse allí y
tratar con los preguntones y mantener así todo lo posible el engaño de que el
señor Bolsón continuaba en Cricava. Hasta habían traído algunas ropas viejas de
Frodo para ayudarlo a interpretar ese papel. Nadie pensó que ese papel pudiera
llegar a ser de veras peligroso.
—¡Excelente!—dijo
Frodo cuando comprendió el plan—. De otro modo no podríamos haber dejado un mensaje
para Gandalf. No sé si esos jinetes saben leer o no, pero no me hubiese
atrevido a correr el riesgo de un mensaje escrito, pensando que ellos podrían
entrar y revisar la casa. Pero si Gordo está dispuesto a custodiar la
fortaleza, lo que significa que Gandalf sabrá a dónde fuimos, eso me decide.
Mañana temprano entraré en el bosque Viejo.
—Está bien—dijo Pippin—.
Total, prefiero nuestra tarea a la de Gordo, que aguardará aquí la llegada de
los jinetes negros.
—Espera a encontrarte
en medio del bosque—dijo Fredegar—. Mañana antes de esta hora desearás estar
aquí conmigo.
—Basta de discusiones—dijo
Merry—. Todavía tenemos que ordenar las cosas y dar los últimos toques al
equipaje. Los despertaré antes que amanezca.
Cuando por fin se
acostaron, Frodo tardó en dormirse. Le dolían las piernas. Le alegraba saber
que partirían a caballo. Al fin cayó en un vago sueño; creía estar mirando a
través de una ventana alta, sobre un mar oscuro de árboles enmarañados. De
abajo, entre las raíces, venía el murmullo de unas criaturas que se arrastraban
y bufaban. Estaba seguro de que tarde o temprano lo descubrirían por el olfato.
Luego oyó un ruido a
lo lejos. Al principio creyó que era un viento huracanado, que soplaba sobre
las hojas del bosque. En seguida comprendió que no eran las hojas sino el
sonido del mar lejano, un sonido que nunca había oído en la vigilia, pero que a
menudo había turbado sus sueños. De pronto se encontró fuera, al aire libre. No
había árboles, después de todo. Estaba ahora entre unos matorrales oscuros y un
extraño olor salobre flotaba en el aire. Alzando los ojos, vio delante una
torre blanca y alta, que se erguía solitaria sobre un escarpado arrecife y tuvo
entonces deseos de subir a la torre y ver el mar. Comenzó a trepar penosamente
por el arrecife hacia la torre, pero de pronto una luz apareció en el cielo y
el trueno retumbó.
VI.EL BOSQUE VIEJO
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO VI
Frodo despertó
bruscamente. La habitación estaba todavía a oscuras. Merry estaba allí, de pie,
con una vela en una mano y golpeando la puerta con la otra. —Bien, bien, ¿qué ocurre?—dijo
Frodo, todavía tembloroso y aturdido.
—¿Qué ocurre?—exclamó
Merry—. Hora de levantarse. Son las cuatro y media y hay mucha niebla. ¡Arriba!
Sam está preparando el desayuno. Hasta Pippin está levantado. Voy ahora a
ensillar los ponis y elegir el que llevará el equipaje. ¡Despierta a ese Gordo
haragán! Que se levante a despedirnos, por lo menos.
Poco después de las
seis, los cinco hobbits estaban listos para partir. Gordo Bolger todavía
bostezaba. Salieron de la casa en silencio. Merry iba al frente guiando un poni
que llevaba el cargamento; tomó un sendero que atravesaba un bosquecillo detrás
de la casa y luego cortó por el campo. Las hojas de los árboles centelleaban a
la luz y las ramas goteaban; un rocío helado había agrisado las hierbas. Todo
estaba tranquilo y los ruidos lejanos parecían lejanos y próximos: unas aves parloteaban
en un corral; alguien cerraba una puerta en una casa distante.
Encontraron los ponis
en el establo; bestias pequeñas y robustas de la clase que preferían los
hobbits; no muy rápidas, pero buenas para una larga jornada. Los hobbits
montaron y pronto se encontraron cabalgando en la niebla que parecía abrirse de
mala gana y cerrar el paso detrás de ellos. Luego de cabalgar alrededor de una
hora, lentamente y sin hablar, una cerca se levantó de pronto delante. Era alta
y estaba envuelta en una red de plateadas telarañas.
—¿Cómo vas a
atravesarla?—preguntó Fredegar.
—¡Sígueme!—dijo Merry—y
ya verás. —Fue hacia la izquierda, a lo largo de la cerca y pronto llegaron a
un sitio donde el vallado torcía hacia adentro, corriendo por el borde de una
depresión. A cierta distancia de la cerca habían hecho una excavación en
pendiente; las paredes de ladrillo se arqueaban hasta formar un túnel que
pasaba por debajo de la cerca y desembocaba en la depresión del otro lado.
Aquí Gordo Bolger se
detuvo. —¡Adiós, Frodo!—dijo—. Desearía de veras que no te internaras en el
bosque. Espero sólo que no necesites auxilio antes de terminar el día. ¡Buena
suerte, hoy y todos los días!
—¡Tendré suerte, si no
nos aguarda nada peor que el bosque Viejo!—dijo Frodo—. Dile a Gandalf que se apresure por el Camino
del Este. Lo retomaremos pronto, e iremos de prisa. —¡Adiós!—gritaron y
corrieron cuesta abajo entrando en el túnel y desapareciendo de la vista de Fredegar.
El túnel era oscuro y
húmedo; una puerta con barrotes de hierro cerraba el otro extremo. Merry
desmontó y la abrió y cuando todos pasaron la empujó hacia atrás. La puerta se
cerró con un golpe metálico y el cerrojo cayó otra vez. El sonido fue
siniestro.
—¡Ya está!—exclamó
Merry—. Hemos dejado La Comarca y estamos fuera en los linderos del bosque
Viejo.
—¿Son ciertas las
historias que se cuentan?—preguntó Pippin.
—No sé a qué historias
te refieres—respondió Merry—. Si es a esas historias de miedo, que las nodrizas
le contaban a Gordo sobre trasgos y lobos y cosas así, te diré que no. En todo
caso yo no las creo. Pero el bosque es raro. Todo ahí está más vivo y es más
atento a todo lo que ocurre, por así decir, que las cosas de La Comarca. A los
árboles no les gustan los extraños te vigilan. Por lo general se contentan con
esto, mientras hay luz, y no te molestan demasiado. A veces los más hostiles
dejan caer una rama, o levantan una raíz, o te atrapan con una liana. Pero de
noche las cosas pueden ser muy alarmantes, según me han dicho. No he estado aquí
después de oscurecer sino una o dos veces y sin alejarme del cercado. Me
pareció entonces que todos los árboles murmuraban entre sí, contándose noticias
y conspirando en un lenguaje ininteligible; y las ramas se balanceaban y
rozaban sin ningún viento. Dicen que los árboles se mueven realmente y pueden
rodear y envolver a los extraños. En verdad, hace tiempo atacaron la Cerca;
vinieron y se plantaron al lado, inclinándose hasta cubrirla. Pero los hobbits
acudieron y cortaron cientos de árboles e hicieron una gran hoguera en el
bosque y quemaron el suelo en una larga franja al este de la Cerca. Los árboles
dejaron de atacar, pero se volvieron muy hostiles. Hay aún un ancho espacio
despejado, no muy adentro, donde hicieron la hoguera.
—¿Sólo los árboles son
peligrosos?—dijo Pippin.
—Hay criaturas
extrañas que viven en lo profundo del bosque y al otro lado—dijo Merry—, o así
me han dicho al menos; yo nunca las vi. Sea como sea, hay senderos entre los
árboles. Cuando uno entra en el bosque encuentra sendas abiertas, pero que
parecen moverse y cambiar de tanto en tanto de una manera extraña. No lejos de
este túnel hay o hubo hace tiempo un camino que llega al Claro de la Hoguera y
que continúa aproximadamente en nuestra dirección, hacia el oeste y un poco
hacia el norte. Ese es el camino que trataré de encontrar.
Los hobbits dejaron la
puerta del túnel y cabalgaron cruzando la ancha depresión. En el extremo
opuesto un borroso sendero subía a los terrenos del bosque, unos cien metros
más allá de la Cerca; pero se desvaneció tan pronto como los llevó bajo los
árboles. Mirando hacia atrás podían ver la oscura línea de la Cerca entre los
troncos de los árboles que ahora les rodeaban cada vez más espesos. Mirando
adelante sólo podían ver troncos de diferentes formas y tamaños: derechos o
inclinados, rechonchos o finos, pulidos o nudosos; y todos eran verdes o
grises, cubiertos de musgo y viscosas e hirsutas excrecencias.
Sólo Merry parecía
todavía animado. —Es mejor que vayas delante y encuentres esa senda—dijo Frodo—.
¡No nos perdamos los unos a los otros, y no olvidemos de qué lado queda la Cerca!
Tomaron un camino
entre los árboles y los ponis avanzaron evitando cuidadosamente las raíces
entrelazadas y retorcidas. No había maleza. El suelo se elevaba continuamente y
a medida que avanzaban parecía que los árboles se hacían más altos, oscuros y
espesos. No se oía nada, excepto alguna ocasional gota de humedad que caía
entre las hojas inmóviles. Por el momento no había ni un murmullo ni un
movimiento entre las ramas; pero todos tenían la incómoda impresión de que
alguien estaba observándolos con una creciente desaprobación, que llegaba a ser
disgusto y aún hostilidad. Esta impresión fue creciendo hasta que al fin se
encontraron echando rápidas miradas hacia arriba o hacia atrás, o por encima
del hombro, como si esperasen un golpe repentino.
No había ya indicios
de senda y parecía que los árboles les cerraban el paso. Pippin sintió que no
podía soportarlo más y gritó de pronto: —¡Eh! ¡Eh! No haré nada, déjenme pasar,
¿quieren?
Los otros se
detuvieron sobrecogidos; pero el grito volvió a ellos como apagado por una
cortina espesa; no hubo ecos ni respuesta, aunque el bosque parecía ahora más
poblado y atento que antes.
—Si yo fuese tú, no
hubiera gritado—dijo Merry—. Nos hace más mal que bien.
Frodo comenzaba a
preguntarse si sería posible encontrar un modo de pasar y si había hecho bien
en arrastrar a los otros a este bosque abominable. Merry miraba a ambos lados y
parecía indeciso acerca del camino que debían tomar. Pippin se dio cuenta. —No
te ha llevado mucho tiempo extraviarnos—dijo. Pero en ese momento Merry silbó
aliviado y señaló adelante.
—Bueno, bueno—dijo—.
Estos árboles se mueven de veras. Tenemos ahí enfrente (o así lo espero) el
Claro de la Hoguera, ¡pero parece que el sendero se ha ido!
La luz se hacía más
clara a medida que avanzaban. De pronto salieron de entre los árboles y se
encontraron en un vasto espacio circular. Había un cielo allá arriba, azul y
claro, y se sorprendieron, pues bajo el techo del bosque no habían podido ver
cómo se levantaba la mañana ni cómo se desvanecía la bruma. El sol no estaba
sin embargo bastante alto como para llegar al claro, aunque la luz brillaba
sobre los árboles. Al borde del claro las hojas parecían más verdes y espesas,
rodeándolo con un muro casi sólido. No crecía allí ningún árbol; sólo pastos
duros y muchas plantas altas: gruesos abetos marchitos, perejil silvestre,
maleza reseca que se deshacía en ceniza blanca, ortigas y cardos exuberantes.
Un lugar melancólico, aunque comparado con la espesura del bosque parecía un
jardín encantador y alegre.
Los hobbits recobraron
el ánimo y miraron con esperanza la luz creciente en el cielo. En el otro
extremo del claro había una abertura en la pared de árboles y más allá se abría
una senda. Alcanzaban a ver cómo entraba en el bosque, ancha en algunos sitios
y abierta arriba, aunque de vez en cuando los árboles la ensombrecían
cubriéndola con ramas oscuras. Siguieron ese camino. Ascendían aún, pero ahora
más rápidamente y con mejor ánimo, pues les parecía que el bosque había cedido
y que después de todo no se opondría a que pasaran.
Pero al cabo de un
rato el aire se hizo pesado y caluroso. Los árboles se cerraron de nuevo a los
lados y no podían ver adelante. La malignidad del bosque era ahora todavía más
evidente. Había tanto silencio que el ruido de los cascos que aplastaban las
hojas secas y a veces golpeaban raíces ocultas les retumbaban de algún modo en
los oídos. Frodo trató de cantar para animarlos, pero su voz fue sólo un
murmullo:
Oh,
vagabundos de la tierra en sombras,
no
desesperéis. Pues aunque oscuros se alcen
todos
los bosques terminarán al fin
viendo
pasar el sol descubierto:
el
sol poniente, el sol naciente,
el
fin del día y el principio del día.
Al
este o al oeste, los bosques acabarán.[13]
Acabarán...en el momento en que Frodo decía esta
palabra, se le apagó la voz. El aire parecía pesado, y hablar era fatigoso.
Justo detrás de ellos una rama gruesa cayó ruidosamente en el sendero. Adelante
los árboles parecían apretarse unos contra otros.
—No les gusta que
hables de términos y acabamientos—dijo Merry. Yo no cantaría más por ahora.
Espera a llegar al límite del bosque; ¡y entonces nos volveremos y le
cantaremos a coro!
Habló alegremente y si
había en él alguna ansiedad, no la demostró. Los demás no respondieron. Se
sentían agobiados. Una pesada carga oprimía el corazón de Frodo y a cada paso
que daba más lamentaba haber desafiado la amenaza de los árboles. Estaba casi
decidido a detenerse y proponerles que se volvieran (si esto era todavía
posible) cuando las cosas tomaron un nuevo rumbo. La senda dejó de ascender y
ahora corría por un llano. Los árboles oscuros se hicieron a un lado y podían
ver que más adelante el camino seguía casi en línea recta. Al frente, a alguna
distancia, una colina verde, sin árboles, se alzaba como una cabeza calva por
encima del bosque. La senda parecía llevar directamente a la colina.
Apresuraron la marcha,
encantados con la idea de trepar por encima del techo de la floresta. El
sendero descendió y luego comenzó a subir otra vez, conduciéndolos al pie de la
ladera empinada. Allí abandonó los árboles y se internó en el pasto. El bosque
rodeaba la colina como una cabellera espesa que terminaba de pronto en un
círculo alrededor de una testa rasurada.
Los hobbits cabalgaron
cuesta arriba, dando vueltas hasta llegar a la cima de la loma. Allí se
detuvieron mirando en torno. El aire era fulgurante, iluminado por la luz del
sol, aunque brumoso; no se veía muy lejos. Alrededor la niebla se había
disipado casi del todo, aunque aquí y allá cubría las cavidades del bosque y
hacia el sur, en un pliegue profundo que atravesaba el bosque de lado a lado,
se alzaba aún como cintas de humo blanco o vapor.
—Aquélla—dijo Merry,
señalando—es la línea del Tornasauce. Desciende de las lomas y corre al sudoeste,
atravesando el centro del bosque para unirse al Brandivino más abajo de Fin de
la Cerca. ¡No iremos en esa dirección! Dicen que el valle del Tornasauce es la
parte más extraña de todo el bosque, el centro de donde vienen todas las
rarezas, por así decir.
Los otros miraron en
la dirección que Merry indicaba, pero sólo vieron nieblas que se extendían
sobre un valle húmedo y profundo; la mitad meridional de la floresta se perdía
en la distancia.
El sol calentaba en la
cima de la loma. Serían aproximadamente las once de la mañana, pero la bruma
otoñal no dejaba ver mucho en otras direcciones. Hacia el oeste no alcanzaban a
distinguir la línea de la cerca ni el valle del Brandivino. En el norte, hacia
donde miraban más esperanzados, no veían nada que pudiera ser el gran Camino
del Este, que se proponían seguir. Estaban en una isla perdida en un mar de
árboles y de horizontes velados.
Al sudeste el suelo
descendía abruptamente, como si las laderas de la colina se internaran bajo los
árboles, como playas de islas que en realidad son laderas de montaña elevándose
desde aguas profundas. Se sentaron en la orilla verde, mirando por sobre los
bosques, mientras almorzaban. A medida que el sol subía y pasaba el meridiano,
comenzaron a vislumbrar en el este la línea verde-gris de las Quebradas que se
extendían del otro lado del bosque Viejo. Esto los animó de veras, pues era
bueno ver algo más allá de los lindes del bosque, aunque no pensaban ir en esa
dirección, si podían evitarlo. Las quebradas de los Túmulos tenían entre los
hobbits una reputación tan siniestra como el bosque mismo.
Al fin decidieron
proseguir el viaje. El sendero que los había llevado a la colina reapareció en
el lado norte; pero no lo habían seguido mucho tiempo cuando advirtieron que se
desviaba a la derecha. Pronto empezó a descender abruptamente y sospecharon que
llevaba al valle del Tornasauce, que no era de ningún modo la dirección que
pensaban tomar. Lo discutieron un rato y al fin resolvieron dejar el sendero y
torcer al norte, pues aunque no habían podido verla desde la cima de la loma,
la ruta tenía que estar en esa dirección y no muy lejos. También hacia el
norte, a la izquierda del sendero, la tierra parecía más seca y abierta,
alzándose en pendientes donde los árboles eran más delgados; pinos y abetos
reemplazaban a los robles, los fresnos y los extraños árboles desconocidos del
bosque más espeso.
Al comienzo la
elección pareció buena; marchaban a paso vivo, aunque cada vez que divisaban el
sol en un claro creían haber virado hacia el este, no sabían cómo. Luego los
árboles comenzaron a cerrarse (en la distancia les habían parecido más delgados
y menos enmarañados), y de pronto descubrieron unas fallas profundas e
inesperadas en el terreno, como surcos de ruedas gigantescas o anchos fosos y
caminos borrosos y en desuso, obstruidos por las zarzas. La mayoría de estos
repliegues cruzaban perpendicularmente la dirección que seguían los hobbits y
sólo podían franquearlos ayudándose con pies y manos, lo que era incómodo y
difícil a causa de los ponis. Cada vez que descendían encontraban la cavidad
cubierta por espesos matorrales y zarzas, que por alguna razón no cedían a la
izquierda y sólo permitían el paso si los viajeros se volvían a la derecha;
tenían que andar un rato por el fondo de la cavidad antes de encontrar el modo
de trepar al otro lado. Cada vez que subían, la arboleda parecía más profunda y
oscura; y siempre hacia la izquierda y hacia arriba era más difícil abrirse
paso. Tenían que ir siempre hacia la derecha, bajando.
Al cabo de una hora o
dos habían perdido todo sentido claro de la orientación, aunque sabían que
desde hacía tiempo ya no iban hacia el norte. Marchaban sin rumbo, siguiendo un
itinerario que otros habían elegido para ellos; al este y al sur, hacia el
corazón del bosque y no hacia una salida.
La tarde declinaba
cuando descendieron arrastrándose y tropezando a un repliegue más ancho y profundo
que todos los anteriores. Era tan empinado y abrupto que no había modo de salir
por un lado o por el otro sin abandonar los ponis y el equipaje. Todo lo que
podían hacer era seguir el curso descendente de la falla. El suelo era más
blando ahora, y a trechos pantanoso. En los terraplenes aparecieron manantiales
y pronto se encontraron marchando a orillas de un arroyo que se escurría y
murmuraba sobre un lecho de hierbas salvajes. Luego el suelo empezó a descender
rápidamente y el arroyo se hizo más sonoro y caudaloso, bajando a saltos a lo
largo de la pendiente. Estaban en una profunda y oscura hondonada, cubierta por
una alta bóveda de árboles.
Marcharon un rato
tropezando a lo largo del arroyo y de pronto salieron de las tinieblas como a
través de una puerta y vieron delante la luz del sol. Saliendo al claro
descubrieron que habían venido caminando por una hendidura en una barranca
empinada, casi un acantilado. Allá abajo había un ancho espacio de hierba y
cañas y a lo lejos se veía otra pared, también escarpada. El oro de un sol
tardío se extendía cálido y pesado entre las dos paredes. En medio serpenteaba
un río de aguas pardas y perezosas bordeado por viejos sauces caídos y moteado
por miles de hojas de sauce marchitas. Las hojas espesaban el aire; caían
revoloteando, amarillas; una brisa tibia y dulce soplaba en la hondonada; las
cañas murmuraban y las ramas de los sauces crujían.
—¡Bueno, por lo menos
ahora tengo una idea de donde estamos!—dijo Merry—. Hemos venido en dirección
contraria a lo previsto. ¡Este es el río Tornasauce! Iré a explorarlo.
Salió a la luz y
desapareció entre las hierbas altas. Poco después reapareció, informando que el
suelo era bastante firme entre el pie del acantilado y el río; en algunos
sitios una hierba apretada bajaba al borde del agua. —Más aún—dijo—. Parece
haber algo semejante a un sendero sinuoso a lo largo de esta orilla. Si
doblamos hacia la izquierda y lo seguimos, creo que saldremos del bosque por el
lado este.
—Pienso lo mismo—comentó
Pippin—. Es decir.... si la vía llega hasta allí y no nos deja en algún
pantano. ¿Quién puede haber trazado esta senda, decidme, y por qué? Estoy
seguro de que no para nuestro beneficio. Comienzo a desconfiar de veras de este
bosque y de todo lo que hay en él y ya creo en todas las historias que se
cuentan. ¿Tienes alguna idea de la distancia que debemos recorrer hacia el
este?
—No—dijo Merry—, no la
tengo. Ignoro del todo a qué altura del Tornasauce nos encontramos, ni quién
pudo haber venido aquí con tanta frecuencia como para trazar una senda a lo
largo del río. Pero no veo ni imagino otra salida.
No habiendo
alternativa, partieron uno detrás de otro y Merry los llevó al sendero que
había descubierto. Las hierbas y las cañas eran en todas partes lozanas y altas
y en algunos lugares crecían muy por encima de la cabeza de los viajeros; pero
una vez encontrado el sendero era fácil de seguir en sus vueltas y revueltas,
siempre por terreno firme, evitando ciénagas y pantanos. Aquí y allá atravesaba
otros arroyos que venían de las tierras boscosas y altas y descendían por
hondonadas hasta el Tornasauce y en estos puntos y puestos allí con cuidado,
había unos troncos de árboles o unos manojos de ramas que iban de orilla a
orilla y ayudaban a cruzar.
Los hobbits comenzaron
a sentir mucho calor. Ejércitos de moscas de toda especie les zumbaban en las
orejas y el sol de la tarde les quemaba las espaldas. Inesperadamente entraron
en una tenue sombra; grandes ramas grises se extendían por encima del sendero.
Cada paso adelante les costaba un poco más que el anterior. Parecía que una
somnolencia furtiva les subía por las piernas desde el suelo y les caía
dulcemente desde el aire sobre la cabeza y los ojos.
Frodo sintió que
cabeceaba. Justo delante de él, Pippin cayó de rodillas. Frodo se detuvo. —Es
inútil—oyó que Merry decía—. Imposible dar otro paso sin antes descansar un
poco. Necesitamos una siesta. Está fresco bajo los sauces. ¡Hay menos moscas!
El tono de estas
palabras no le gustó a Frodo. —¡Adelante!—gritó—. No podemos dormir todavía.
Primero tenemos que salir del bosque. —Pero los otros estaban ya demasiado
adormilados para preocuparse. Junto a ellos Sam bostezaba y parpadeaba con aire
estúpido.
De pronto Frodo mismo
se sintió dominado por la modorra. La cabeza se le bamboleaba. Apenas se oía un
sonido en el aire. Las moscas habían dejado de zumbar. Sólo un leve susurro
apenas audible, como si alguien cantara entre dientes una canción, parecía
revolotear allá arriba, en las ramas. Frodo alzó pesadamente los ojos y vio un
sauce enorme, viejo y blanquecino, que se inclinaba sobre él. El árbol parecía
inmenso; las largas ramas apuntaban como brazos tendidos, con muchas manos de
dedos largos y el tronco nudoso y retorcido se abría en anchas hendiduras que
crujían débilmente con el movimiento de las ramas. Las hojas que se estremecían
bajo el cielo brillante deslumbraron a Frodo; se tambaleó y cayó allí sobre las
hierbas.
Merry y Pippin se
arrastraron hacia adelante y se tendieron apoyándose de espaldas contra el
tronco del sauce. Detrás de ellos las grandes hendiduras se abrieron para
recibirlos y el árbol se balanceó y crujió. Miraron hacia arriba y vieron las
hojas grises y amarillas que se movían apenas contra la luz y cantaban.
Cerraron los ojos y les pareció que casi oían palabras, palabras frescas que
hablaban del agua y del sueño. Se abandonaron a aquel sortilegio y cayeron en
un sueño profundo al pie del enorme sauce gris.
Frodo luchó un rato
contra el sueño que lo aplastaba; al fin se incorporó de nuevo trabajosamente.
Tenía unas ganas irresistibles de agua fresca. —Espérame, Sam—balbució—. Tengo
que mojarme los pies un instante.
Medio dormido fue
hacia el lado del árbol que daba al río, donde unas grandes raíces nudosas
entraban en el agua, como dragones retorcidos que estiraban los cuellos para
beber. Montó a horcajadas sobre una de las ramas, hundió los pies en el agua
parda y fresca y se durmió en seguida, recostado contra el árbol.
Sam se sentó y se
rascó la cabeza, bostezando como una caverna. Estaba preocupado. La tarde declinaba
y esta somnolencia repentina le parecía inquietante. «Hay otra cosa aquí además del sol y el aire cálido», se susurró a
sí mismo. «Este árbol enorme no me gusta
nada. No le tengo confianza. ¡Escucha cómo canta invitando al sueño! ¡No me
convencerá!»
Se puso de pie con
mucho trabajo y fue tambaleándose a ver cómo estaban los ponis. Dos de ellos se
habían alejado por el sendero; acababa de atraparlos y de traerlos junto a los
otros cuando oyó dos ruidos: uno fuerte, el otro leve pero claro. Uno era el
chapoteo de algo pesado que había caído al agua; el otro parecía el sonido de
una cerradura en una puerta que se cierra despacio.
Sam se precipitó hacia
la orilla. Frodo estaba en el agua, cerca del borde, bajo una enorme raíz que
parecía mantenerlo sumergido, pero no se resistía. Sam lo tomó por la chaqueta
y tironeó sacándolo de debajo de la raíz; luego lo arrastró como pudo hasta la
orilla. Frodo se despertó casi inmediatamente, tosiendo y farfullando.
—¿Sabes tú, Sam—dijo
al fin—, que ese árbol maldito me arrojó al agua? Lo sentí. ¡La raíz me
envolvió el cuerpo y me hizo perder el equilibrio!
—Estaba usted soñando
sin duda, señor Frodo—dijo Sam—. No debiera haberse sentado en un lugar
semejante, si tenía ganas de dormir.
—¿Y los demás?—inquirió
Frodo—. Me pregunto qué clase de sueños tendrán...
Fueron al otro lado
del árbol y Sam entendió entonces por qué había creído oír el sonido de una
cerradura. Pippin había desaparecido. La abertura junto a la cual se había
acostado se había cerrado del todo y no se veía ni siquiera una grieta. Merry
estaba atrapado; otra de las hendiduras del árbol se le había cerrado alrededor
del cuerpo; tenía las piernas fuera, pero el resto estaba dentro de la abertura
negra y los bordes lo apretaban como tenazas.
Frodo y Sam comenzaron
por golpear el tronco en el lugar donde había estado Pippin. Luego lucharon
frenéticamente tratando de separar las mandíbulas de la grieta que sujetaba al
pobre Merry. Todo fue inútil.
—¡Qué cosa espantosa!—gritó
Frodo—. ¿Por qué habremos venido a este bosque horrible? ¡Ojalá estuviéramos
todos de vuelta en Cricava!
Pateó el árbol con
todas sus fuerzas, sin prestar atención al dolor que sentía en el pie. Un
estremecimiento apenas perceptible subió por el tronco hacia las ramas; las
hojas se sacudieron y murmuraron, pero ahora con el sonido de una risa lejana y
débil.
—¿No hemos traído un
hacha en nuestro equipaje, señor Frodo?—preguntó Sam.
—Traje un hacha
pequeña para cortar leña—dijo Frodo—. No nos serviría de mucho.
—¡Un momento!—gritó
Sam, pues la mención de la leña le había dado una idea—. ¡Podríamos recurrir al
fuego!
—Podríamos—dijo Frodo,
titubeando—. Podríamos asar vivo a Pippin dentro del tronco.
—Podríamos también,
para empezar, hacer daño al árbol o asustarlo—dijo Sam fieramente—. Si no los
suelta lo echaré abajo, aunque sea a mordiscos. —Corrió hacia los ponis y
pronto volvió con dos yesqueros y un hacha.
Juntaron rápidamente
hierbas y hojas secas y trozos de corteza; luego apilaron ramas rotas y
astillas. Amontonaron todo contra el tronco en el lado opuesto al de los
prisioneros. Tan pronto como Sam consiguió encender la yesca, las hierbas secas
comenzaron a arder y una columna de fuego y humo se alzó en el aire. Las
ramitas crujieron. Unas lengüitas de fuego lamieron la corteza seca y estriada
del árbol, chamuscándola. Un estremecimiento recorrió todo el sauce. Las hojas
parecían sisear allá arriba con un sonido de dolor y rabia. Merry gritó y desde
dentro del árbol llegó un aullido apagado de Pippin.
—¡Apáguenlo!
¡Apáguenlo!—gritó Merry—. ¡Me partirá en dos, si así no lo hacen! ¡Él lo dice!
—¿Quién? ¿Qué?—exclamó
Frodo, corriendo al otro lado del árbol.
—¡Apáguenlo!
¡Apáguenlo!—suplicó Merry. Las ramas del sauce comenzaron a balancearse con
violencia. Se oyó un rumor como de viento que se alzaba y se extendía a las
ramas de los otros árboles de alrededor, como si hubiesen arrojado una piedra a
la quietud soñolienta del valle del río, desencadenando unas ondas coléricas
que invadían todo el bosque. Sam pateó la pequeña hoguera y apagó las brasas.
Pero Frodo, sin tener una idea clara de por qué lo hacía, o qué esperaba,
corrió a lo largo del sendero gritando: —¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!—Tenía la
impresión de que apenas alcanzaba a oír el sonido agudo de su propia voz, como
si el viento del sauce se la llevara en seguida ahogándola en un clamor de
hojas. Se sintió desesperado, perdido y al borde mismo de la locura.
De pronto se detuvo.
Había una respuesta, o al menos así lo creyó, pero parecía venir de detrás de
él, del sendero que atravesaba el bosque. Se volvió y escuchó y pronto no tuvo
ninguna duda; alguien cantaba una canción; una voz profunda y alegre cantaba
descuidada y feliz, pero las palabras no tenían ningún sentido.
¡Hola,
dol! ¡Feliz, dol! ¡Toca un don diló!
¡Toca
un don! ¡Salta! ¡Sauce del fal lo!
¡Tom Bom, alegre Tom, Tom Bombadillo![14]
Mitad esperanzados,
mitad temerosos de un nuevo peligro, Frodo y Sam se quedaron muy quietos. De
pronto, luego de una larga tirada de palabras sin sentido (o así parecía), la
voz se oyó fuerte y clara.
¡Hola,
ven alegre dol, querida derry dol!
Ligeros
son el viento y el alado estornino.
Allá
abajo al pie de la colina, brillando al sol,
esperando
a la puerta la luz de las estrellas,
está
mi hermosa dama, hija de la dama del río,
delgada
como vara de sauce, clara como el agua.
El
viejo Tom Bombadil trayendo lirios de agua
vuelve
saltando a casa. ¿Lo oyes cómo canta?
¡Hola,
ven alegre dol, derry dol, alegre oh,
Baya
de Oro, Baya de Oro, alegre baya amarilla.
Pobre
viejo hombre-sauce, ¡retira tus raíces!
Tom
tiene prisa ahora. La noche sucede al día.
Tom
vuelve de nuevo trayendo lirios de agua.
¡Hola,
ven derry dol! ¿Me oyes cómo canto?[15]
Frodo y Sam parecían
como hechizados. El viento echó una última bocanada. Las hojas colgaron de
nuevo silenciosas en las ramas tiesas. La canción estalló otra vez y luego, de
pronto, saltando y bailando a lo largo del sendero, por encima de las cañas, asomó
un viejo y estropeado sombrero de copa alta y larga pluma azul sujeta a la
cinta. Un nuevo brinco y un salto y un hombre apareció a la vista, o por lo
menos algo semejante a un hombre; demasiado grande y pesado para ser un hobbit
y no bastante alto como para pertenecer a la gente grande, aunque hacía
bastante ruido, calzado con grandes botas amarillas, tranqueando entre las
hierbas y los juncos como una vaca que baja a beber. Tenía una chaqueta azul y
larga barba castaña; los ojos eran azules y brillantes y la cara roja como una
manzana madura, pero plegada en cientos de arrugas de risa. En las manos, sobre
una hoja grande, como en una bandeja, traía un montoncito de lirios de agua
blancos.
—¡Socorro!—gritó Frodo
y Sam corrió hacia el hombre adelantando las manos.
—¡Ho, ho! ¡Quietos!—gritó
el personaje alzando una mano y los hobbits se detuvieron en seco como
paralizados—. Bien, mis amiguitos, ¿a dónde vais, resoplando como fuelles? ¿Qué
pasa aquí? ¿Sabéis quién soy? Soy Tom Bombadil. Decidme cuál es el problema.
Tom tiene prisa. ¡No me aplastéis los lirios!
—Mis amigos están
atrapados en el sauce—exclamó Frodo sin aliento.
—¡Una hendidura está
triturando al señor Merry!—gritó Sam.
—¿Cómo?—gritó Tom
Bombadil dando un salto—. ¿El viejo hombre-sauce? Nada peor, ¿eh? Eso tiene
fácil arreglo. Conozco la cancioneta que le hace falta. ¡Viejo y gríseo hombre-sauce!
Le helaré la médula, si no se comporta bien. Le cantaré hasta sacarle afuera
las raíces. Le cantaré un viento que le arrancará hojas y ramas. ¡Viejo hombre-sauce!
Depositando con
cuidado los lirios de agua en el suelo, Tom Bombadil corrió hacia el árbol.
Allí vio los pies de Merry que aún sobresalían. El resto ya había sido
arrastrado al interior. Tom acercó la boca a la hendidura y se puso a cantar en
voz baja. Los dos hobbits no alcanzaban a oír las palabras, pero la reanimación
de Merry fue evidente. Las piernas patearon el aire. Tom se apartó de un salto
y arrancando una rama que colgaba a un costado, azotó el flanco del sauce. —¡Déjalo
salir, viejo hombre-sauce! ¿Qué pretendes? No tendrías que estar despierto. ¡Come
tierra! ¡Cava hondo! ¡Bebe agua! ¡Duerme! ¡Bombadil habla!—Tomó entonces los
pies de Merry y lo sacó de la hendidura que se había ensanchado de pronto.
Se oyó el sonido de
algo que se desgarra y la otra grieta se abrió también y Pippin saltó fuera,
como si lo hubiesen pateado. En seguida, con un sonoro chasquido, las dos
fisuras volvieron a cerrarse. Un estremecimiento recorrió el árbol de las
raíces a la copa, y siguió un completo silencio.
—¡Gracias!—dijeron los
hobbits, uno tras otro.
Tom Bombadil se echó a
reír. —¡Bueno, mis amiguitos!—dijo inclinándose para mirarles las caras. Vendréis
a casa conmigo. Hay en mi mesa un cargamento de crema amarilla, panal de miel,
manteca y pan blanco. Baya de Oro nos espera. Ya habrá tiempo para preguntas
mientras cenamos. ¡Seguidme tan rápido como podáis!—Luego de esto Tom Bombadil
recogió los lirios y se fue saltando y bailando por el camino hacia el este,
llamándolos con la mano, cantando otra vez en voz alta una canción que no tenía
sentido.
Demasiado sorprendidos
y demasiado aliviados para hablar, los hobbits lo siguieron tan rápidamente
como podían. Pero esto no bastaba. Tom desapareció muy pronto delante de ellos
y el sonido del canto se hizo más lejano y débil. Pero de súbito la voz volvió
flotando como un poderoso llamado.
¡Saltad,
amiguitos, a lo largo del Tornasauce!
Tom
va adelante a encender las velas.
El
sol se oculta pronto marcharéis a ciegas.
Cuando
caiga la noche, las puertas se abrirán,
y
en las ventanas brillará una luz amarilla.
No
tengáis miedo ni de alisos ni de sauces,
ni
de raíces ni de ramas. Tom va adelante.
¡Hola,
ahora, alegre dol! ¡Bienvenidos a casa![16]
Luego los hobbits no
oyeron más. Casi en seguida pareció que el sol se hundía entre los árboles,
detrás de ellos. Recordaron la luz oblicua de la tarde que brillaba sobre el
río Brandivino y las ventanas de Gamoburgo que comenzaban a iluminarse con
cientos de luces. Grandes sombras caían ahora alrededor; los troncos y las
ramas, negros y amenazantes, se inclinaban sobre el sendero. Unas nieblas
blancas comenzaban a alzarse ondulándose en la superficie del río,
esparciéndose entre las raíces de los árboles, en las orillas. Del suelo a los
pies de los hobbits, un vapor tenebroso subía confundiéndose con el crepúsculo,
que caía rápidamente.
Se hizo difícil seguir
el sendero y todos estaban muy cansados. Las piernas les pesaban como plomo.
Unos ruidos raros y furtivos corrían entre los matorrales y juncos a los lados
del camino y si alzaban los ojos veían unas caras extrañas, retorcidas y
nudosas, como sombras dibujadas en el cielo del crepúsculo, que los miraban
asomándose a las barrancas y a los límites del bosque. Empezaban a tener la
impresión de que todo aquel país era irreal y que avanzaban tropezando por un
sueño ominoso que no llevaba a ninguna vigilia.
En el momento en que
ya aminoraban el paso y parecía que iban a detenerse, advirtieron que el suelo
se elevaba poco a poco. Las aguas murmuraban ahora. Alcanzaron a vislumbrar en
la penumbra el resplandor blanco de la espuma del río que se precipitaba en una
pequeña cascada. En seguida los árboles terminaron y la niebla quedó atrás.
Salieron del bosque y se encontraron en una amplia extensión de hierbas. El
río, estrecho y rápido, saltaba hacia ellos alegremente, reflejando aquí y allá
la luz de las estrellas que ya brillaba en el cielo.
La hierba era allí
corta y suave, como si la hubiesen segado. Detrás, los bordes del bosque
parecían recortados como un cerco. El sendero era llano, estaba bien cuidado y
bordeado de piedras y subía serpenteando a la cima de una loma herbosa,
grisácea bajo el pálido cielo estrellado. Allí arriba en otra ladera
parpadeaban las luces de una casa. El sendero bajó y subió de nuevo por una larga
pendiente de césped hacia la luz. De pronto un rayo amarillo salió
brillantemente de una puerta que acababa de abrirse. Era la casa de Tom
Bombadil, sobre y bajo la colina.
Detrás el terreno se elevaba gris y desnudo y
más allá las sombras oscuras de las quebradas se perdían en la noche del este.
Hobbits y ponis se
precipitaron hacia adelante. Ya se habían quitado de encima la mitad de la
fatiga y todo temor. ¡Hola, venid, alegre
dol! llegó a ellos la canción, como una bienvenida.
¡Hola,
venid, alegre dol! ¡Bravos míos, saltad!
¡hobbits,
ponis, y todos, a la fiesta!
¡Que
la alegría empiece! ¡Cantemos todos juntos![17]
Luego, otra voz,
clara, joven y antigua como la primavera, como el canto de un agua gozosa que
baja a la noche desde una mañana brillante en las colinas, cayó como plata
hasta ellos:
¡Que
los cantos empiecen! Cantemos todos juntos,
el
sol y las estrellas, la luna, las nubes y la lluvia,
la
luz en los capullos, el rocío en la pluma,
el
viento en la colina, la campana en los brezos,
las
cañas en la orilla, los lirios en el agua,
¡el
viejo Tom Bombadil y la hija del río![18]
Y con esta canción los
hobbits llegaron al umbral, envueltos todos en una luz dorada.
VII.EN CASA DE TOM BOMBADIL
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO VII
Los cuatro hobbits
franquearon el ancho umbral de piedra y se detuvieron, parpadeando. La
habitación era larga y baja, iluminada por unas lámparas que colgaban de las
vigas del cielo raso y en la mesa de madera oscura y pulida había muchas velas
altas y amarillas, de llama brillante.
En el extremo opuesto
de la habitación, mirando a la puerta de entrada, estaba sentada una mujer. Los
cabellos rubios le caían en largas ondas sobre los hombros; llevaba una túnica
verde, verde como las cañas jóvenes, salpicada con cuentas de plata como gotas
de rocío y el cinturón era de oro, labrado como una cadena de azucenas y
adornado con ojos de nomeolvides, azules y claros. A sus pies, en vasijas de
cerámica verde y castaña, flotaban unos lirios de agua, de modo que la mujer
parecía entronizada en medio de un estanque.
—¡Adelante, mis buenos
invitados!—dijo y los hobbits supieron que era aquella voz clara la que habían
oído en el camino. Se adelantaron tímidamente unos pasos, haciendo reverencias,
sintiéndose de algún modo sorprendidos y torpes, como gentes que, habiendo
golpeado una puerta para pedir un poco de agua, se encuentran de pronto ante
una reina élfica, joven y hermosa, vestida con flores frescas. Pero antes de
que pudieran pronunciar una palabra, la joven saltó ágilmente por encima de las
fuentes de lirios y corrió riendo hacia ellos; y mientras corría la túnica
verde susurraba como el viento en las riberas floridas de un río.
—¡Venid, queridos
amigos!—dijo ella tomando a Frodo por la mano. —¡Reíd y alegraos! Soy Baya de
Oro, hija del río—. En seguida pasó rápidamente ante ellos y habiendo cerrado
la puerta se volvió otra vez, extendiendo los brazos blancos. —¡Cerremos las puertas a la noche!—dijo—.
Quizá todavía tenéis miedo de la niebla, la sombra de los árboles, el agua
profunda, las criaturas del bosque. ¡No temáis! Pues esta noche estáis bajo
techo en casa de Tom Bombadil.
Los hobbits la miraron
asombrados y ella los observó a su vez, uno a uno, sonriendo. —¡Hermosa dama
Baya de Oro!—dijo Frodo al fin, sintiendo en el corazón una alegría que no
alcanzaba a entender. Estaba allí, inmóvil, como había estado otras veces
escuchando las hermosas voces de los elfos, pero ahora el encantamiento era
diferente, menos punzante y menos sublime, pero más profundo y más próximo al
corazón humano; maravilloso, pero no ajeno.—¡Hermosa dama Baya de Oro!—repitió—.
Ahora me explico la alegría de esas canciones que oímos.
¡Oh
delgada como vara de sauce!
¡Oh
más clara que el agua clara!
¡Oh
junco a orillas del estanque! ¡Hermosa hija del río!
¡Oh
tiempo de primavera y tiempo de verano, y otra vez primavera!
¡Oh
viento en la cascada y risa entre las hojas![19]
Frodo calló de pronto,
balbuciendo, sorprendido al oírse decir esas palabras. Pero Baya de Oro rio.
—¡Bienvenido!—dijo—.
No había oído que la gente de La Comarca fuera de lengua tan dulce. Pero
entiendo que eres amigo de los elfos; así lo dicen la luz de tus ojos y el
timbre de tu voz. ¡Un feliz encuentro! ¡Sentaos y esperemos al señor de la
casa! No tardará. Está atendiendo a vuestros animales cansados.
Los hobbits se
sentaron complacidos en unas sillas bajas de mimbre, mientras Baya de Oro se
ocupaba alrededor de la mesa; y los ojos de ellos seguían con deleite la fina
gracia de los movimientos de la joven. De algún sitio detrás de la casa llegó
el sonido de un canto. De cuando en cuando alcanzaban a oír, entre muchos derry dol, alegre dol, y toca un don
dilló, unas palabras que se repetían:
El
viejo Tom Bombadil es un sujeto sencillo,
de
chaqueta azul brillante y zapatos amarillos.[20]
—¡Hermosa dama!—dijo
Frodo al cabo de un rato—. Decidme, si mi pregunta no os parece tonta, ¿quién
es Tom Bombadil?
—Es él—dijo Baya de
Oro, dejando de moverse y sonriendo.
Frodo la miró
inquisitivamente. —Es como lo has visto—dijo ella respondiendo a la mirada de
Frodo—. Es el señor de la madera, el agua y las colinas.
—¿Entonces estas
tierras extrañas le pertenecen?
—De ningún modo—dijo
ella y la sonrisa se le apagó—. Eso sería en verdad una carga—susurró—. Los
árboles y las hierbas y todas las cosas que crecen o viven en la región no
tienen otro dueño que ellas mismas. Tom Bombadil es el señor. Nadie ha atrapado
nunca al viejo Tom caminando en el bosque, vadeando el río, saltando en lo alto
de las colinas, a la luz o a la sombra. Tom Bombadil no tiene miedo. Es el señor.
Se abrió una puerta y
entró Tom Bombadil. Se había sacado el sombrero y unas hojas otoñales le
coronaban los espesos cabellos castaños. Rio y yendo hacia Baya de Oro le tomó
la mano.
—¡He aquí a mi hermosa
señora!—dijo inclinándose hacia los hobbits—. ¡He aquí a mi Baya de Oro vestida
de verde y plata con flores en la cintura! ¿Está la mesa puesta? Veo crema
amarilla y panales, y pan blanco y manteca, leche, queso, hierbas verdes y
cerezas maduras. ¿Alcanza para todos? ¿Está la cena lista?
—Está—respondió Baya
de Oro—, pero quizá los huéspedes no lo estén.
Tom golpeó las manos y
gritó: —¡Tom, Tom! ¡Tus huéspedes están cansados y tú casi lo olvidaste! ¡Venid,
mis alegres amigos y Tom os refrescará! Os limpiaréis las manos sucias y os
lavaréis las caras cansadas. Fuera esos abrigos embarrados. Peinad esas melenas
enmarañadas.
Abrió la puerta y los
hobbits lo siguieron por un corto pasadizo que doblaba a la derecha. Llegaron
así a una habitación baja, de techo inclinado (un cobertizo, parecía, añadido
al ala norte de la casa). Los muros eran de piedra, cubiertos en su mayor parte
con esteras verdes y cortinas amarillas. El suelo era de losa, y encima habían
puesto unos juncos verdes. A un lado, tendidos en el piso, había cuatro gruesos
colchones recubiertos con mantas blancas. Contra el muro opuesto un banco largo
sostenía unas cubetas de barro, y al lado se alineaban unas vasijas oscuras
llenas de agua; algunas con agua fría y otras con agua caliente. Unas chinelas
verdes esperaban junto a cada cama.
Al cabo de un rato,
lavados y refrescados, los hobbits se sentaron a la mesa, dos a cada lado y en
los extremos Baya de Oro y el señor. Fue una comida larga y alegre. No faltó
nada, aunque los hobbits comieron como sólo pueden comer unos hobbits
famélicos. La bebida que en los tazones parecía ser simple agua fresca, se les
subió a los corazones como vino y les desató las lenguas. Los invitados
advirtieron de pronto que estaban cantando alegremente, como si eso fuera más
fácil y natural que hablar.
Luego, Tom y Baya de
Oro se levantaron y limpiaron rápidamente la mesa. Les ordenaron a los
huéspedes que se quedaran quietos y los sentaron en sillas, los pies apoyados
en un escabel. Un fuego llameaba ante ellos en la vasta chimenea, con un olor
dulce, como madera de manzano. Cuando todo estuvo en orden, apagaron las luces
de la habitación excepto una lámpara y un par de velas en los extremos de la
chimenea. Baya de Oro se les acercó entonces con una vela en la mano y les
deseó a cada uno una buena noche y un sueño profundo.
—Tened paz ahora—dijo—,
¡hasta la mañana! No prestéis atención a ningún ruido nocturno. Pues nada entra
aquí por puertas y ventanas salvo el claro de luna, la luz de las estrellas y
el viento que viene de las cumbres. ¡Buenas noches!
Baya de Oro dejó la
habitación con un centelleo y un susurro y sus pasos se alejaron como un arroyo
que desciende dulcemente de una colina sobre piedras frescas en la quietud de
la noche.
Tom se sentó en
silencio mientras los hobbits titubeaban pensando en las preguntas que no se
habían animado a hacer durante la cena. El sueño les pesaba en los párpados. Al
fin Frodo habló:
—¿Oísteis mi llamada, señor,
o llegasteis a nosotros sólo por casualidad?
Tom se movió como un
hombre al que sacan de un sueño agradable. —¿Eh? ¿Qué?—dijo—. ¿Si oí tu
llamada? No, no oí nada, estaba ocupado cantando. Fue la casualidad lo que me
llevó allí, si quieres llamarlo casualidad. No estaba en mis planes, aunque
os estaba esperando. Habíamos oído hablar de vosotros y sabíamos que andabais
por el bosque, y que no tardaríais en llegar a orillas del río. Todos los
senderos vienen hacia aquí, hacia el Tornasauce. El viejo hombre-sauce gris es
un cantor poderoso y la gente pequeña escapa difícilmente de sus arteros
laberintos. Pero Tom tenía que cumplir allí una misión y él no se hubiera
atrevido a oponerse. —Tom cabeceó como
luchando contra el sueño, pero continuó con una dulce voz:
Yo
tenía allí una misión: recoger lirios de agua,
hojas
verdes y lirios blancos para complacer a mi hermosa dama,
los
últimos del año y preservarlos así del invierno,
para
que florezcan a sus pies antes que las nieves se fundan.
Todos
los años al fin del verano los busco para ella,
en
una laguna profunda y clara, lejos bajando por el río;
allí
se abren los primeros en primavera y allí duran más.
junto
a esa laguna encontré hace tiempo a la hija del río,
la
hermosa y joven Baya de Oro, sentada entre los juncos,
cantando
dulcemente, y el corazón le golpeaba.[21]
Tom abrió los ojos y miró
a los hobbits con un repentino centelleo azul.
Y
esto fue bueno para vosotros, pues ahora no volveré
a
descender a lo largo de las aguas del bosque,
mientras
el año sea viejo. Ni pasaré otra vez
junto
a la casa del viejo hombre-sauce
antes
de la gozosa primavera, cuando la hija del río
baje
bailando entre los mimbres a bañarse en el agua.[22]
Tom calló de nuevo,
pero Frodo no pudo dejar de hacer otra pregunta, aquella cuya respuesta más
deseaba oír. —Habladnos, señor—dijo—, del hombre-sauce. ¿Qué es? Nunca oí nada
de él.
—¡No, no!—dijeron
juntos Merry y Pippin, enderezándose bruscamente—. ¡No ahora! ¡No hasta la
mañana!
—¡Tenéis razón!—dijo
el viejo—. Es tiempo de descansar. No es bueno hablar de ciertas cosas cuando
las sombras reinan en el mundo. Dormid hasta que amanezca, reposad la cabeza en
las almohadas. ¡No prestéis atención a ningún ruido nocturno! ¡No temáis al
sauce gris!—Y diciendo esto bajó la lámpara y la apagó con un soplido y tomando
una vela en cada mano llevó a los hobbits fuera de la habitación.
Los colchones y las
almohadas tenían la dulzura de la pluma y las coberturas eran de lana blanca.
Acababan de tenderse en los lechos blandos y de acomodarse las mantas cuando se
quedaron dormidos.
En la noche profunda,
Frodo tuvo un sueño sin luz. Luego vio que se elevaba la luna joven y a la
tenue claridad apareció ante él un muro de piedra oscura, atravesado por un
arco sombrío parecido a una gran puerta. Le pareció a Frodo que lo llevaban por
el aire y vio entonces que la pared era un círculo de lomas que encerraban una
planicie; en el centro se elevaba un pináculo de piedra, semejante a una torre,
pero no obra de artífices. En la cima había una forma humana. La luna subió y
durante un momento pareció estar suspendida sobre la cabeza de la figura,
reflejándose en los cabellos blancos, movidos por el viento. De la planicie en
tinieblas se levantó un clamor de voces feroces y el aullido de muchos lobos. De
pronto una sombra, como grandes alas, pasó delante de la luna. La figura alzó
los brazos y del bastón que tenía en la mano brotó una luz. Un águila enorme
bajó entonces del cielo y se llevó a la figura. Las voces gimieron y los lobos
aullaron. Hubo un ruido como si soplara un viento huracanado y con él llegó el
sonido de unos cascos que galopaban, galopaban, galopaban desde el este. «¡Los jinetes negros!», pensó Frodo
despertando y con el golpeteo de los cascos resonándole aún en la cabeza. Se
preguntó si tendría alguna vez el coraje de dejar la seguridad de esos muros de
piedra. Se quedó quieto, escuchando todavía, pero todo estaba en silencio ahora
y al fin se volvió y se durmió otra vez, o se perdió en un sueño que no le dejó
ningún recuerdo.
Al lado, Pippin dormía
hundido en sueños agradables, pero algo cambió de pronto y se volvió en la cama
gruñendo. En seguida despertó, o pensó que había despertado y sin embargo oía
aún en la oscuridad el sonido que lo había perturbado mientras dormía: tip-tap, cuic; era como el susurro de unas ramas que se rozan con el viento,
dedos de ramitas que rascaban la ventana y la pared: cric, cric, cric. Se preguntó si habría sauces cerca de la casa y
de pronto tuvo la horrible impresión de que no estaba en una casa común sino
dentro del sauce, oyendo aquella espantosa voz, seca y chirriante, que otra vez
se reía de él. Se incorporó y sintió la almohada blanda en las manos y se
acostó otra vez con alivio. Le pareció oír el eco de unas palabras: «¡Nada temas! ¡Duerme en paz hasta la mañana!
¡No prestes atención a los ruidos nocturnos!» Volvió a dormirse.
Era el murmullo de un
agua que cae lo que Merry oía en su sueño tranquilo: agua que fluía dulcemente
y luego se extendía y se extendía alrededor de la casa en un estanque oscuro y
sin límites. Gorgoteaba bajo las paredes y subía lenta pero firmemente. «¡Me ahogaré!», pensó. «Entrará en la casa y entonces me ahogaré.»
Sintió que estaba acostado en un pantano blando y viscoso, e incorporándose de
un salto puso el pie en una losa dura y fría. Recordó entonces dónde estaba y
se acostó de nuevo. Creía oír o recordaba haber oído: «Nada entra aquí por puertas y ventanas salvo el claro de luna, la luz
de las estrellas y el viento que viene de las cumbres.» Una brisa leve y
dulce movió las cortinas. Respiró profundamente y se durmió otra vez.
Al día siguiente Sam
sólo recordaba que había dormido toda la noche, muy satisfecho, si los troncos
duermen satisfechos.
Despertaron los cuatro
a la vez, con la luz de la mañana. Tom andaba por la habitación silbando como
un estornino. Oyendo que los hobbits se movían, golpeó las manos y gritó: —¡Hola!
¡Ven alegre dol, derry dol! ¡Mis bravos!—Descorrió las cortinas amarillas y
aparecieron las ventanas, a ambos lados del aposento: una miraba al este y la
otra al oeste.
Los hobbits se
levantaron de un salto, renovados. Frodo corrió a la ventana oriental y se
encontró mirando una huerta, gris de rocío. Casi había esperado ver una franja
de césped entre la casa y los muros, césped marcado con huellas de cascos. En
verdad, no podía ver muy lejos, a causa de una alta estacada de habas, pero por
encima y a lo lejos la cresta gris de la colina se alzaba a la luz del
amanecer. Era una mañana pálida; en el este, detrás de unas nubes largas como
hilos de lana sucia, teñida de rojo en los bordes, centelleaban unos profundos
piélagos amarillos. El cielo anunciaba lluvia, pero la luz se extendía
rápidamente, y las flores rojas de las habas comenzaban a brillar entre las
hojas verdes y húmedas.
Pippin miró por la
ventana occidental y vio un estanque de bruma. Una niebla cubría el bosque. Era
como mirar desde arriba un techo de nubes en pendiente. Había un pliegue o
canal donde la bruma se quebraba en penachos y ondas: el valle del Tornasauce.
El arroyo descendía por la ladera izquierda y se desvanecía entre las sombras
blancas. Junto a la casa había un jardín de flores y un cerco recortado,
envuelto en una red de plata y más allá una hierba corta y gris, empalidecida
por gotas de rocío. No se veía ningún sauce.
—¡Buenos días, alegres
amigos!—gritó Tom abriendo de par en par la ventana del este. Un aire fresco
entró en el cuarto, trayendo olor a lluvia—. Hoy el sol no mostrará mucho la
cara, se me ocurre. He estado caminando, subiendo a las cumbres de las lomas,
desde que empezó el alba gris, olfateando el viento y el tiempo: hierba húmeda
a mis pies, cielo húmedo arriba. Desperté a Baya de Oro cantando bajo su
ventana, pero nada despierta a los hobbits a la mañana temprano. Las personitas
despiertan de noche en la oscuridad y se duermen cuando llega la luz. ¡Tocad un
don diló! ¡Despertad, alegres amigos! ¡Olvidad los ruidos nocturnos! ¡Tocad un
don diló del, mis bravos! Si os dais prisa, encontraréis el desayuno servido.
¡Si tardáis tendréis pasto y agua de lluvia!
Inútil decir que aunque
la amenaza de Tom no parecía muy seria los hobbits se apresuraron y dejaron la
mesa tarde, cuando ya empezaba a parecer vacía. Ni Tom ni Baya de Oro estaban
allí. Podía oírse a Tom que se movía por la casa, afanándose en la cocina,
subiendo y bajando las escaleras y cantando afuera, aquí y allá. La habitación
daba al oeste sobre el valle neblinoso y la ventana estaba abierta. El agua
goteaba desde los aleros de paja. Antes que terminaran de desayunar, las nubes
se habían unido formando un techo uniforme y una lluvia gris cayó verticalmente
con una dulce regularidad. La espesa cortina no dejaba ver el bosque.
Mientras miraban por
la ventana, la voz clara de Baya de Oro descendió dulcemente, como si bajara
con la lluvia, desde el cielo. No oían sino unas pocas palabras, pero les
pareció evidente que la canción era una canción de lluvia, dulce como un
chaparrón sobre las lomas secas y que contaba la historia de un río desde el
manantial en las tierras altas hasta el océano distante, allá abajo. Los
hobbits escuchaban deleitados y Frodo sentía alegría en el corazón y bendecía
la lluvia bienhechora que les demoraba la partida. La idea de que tenían que
irse le estaba pesando desde que abrieran los ojos, pero sospechaba ahora que
ese día no irían más lejos.
El viento alto se
estableció en el oeste y unas nubes más densas y más húmedas se elevaron
rodando para verter la carga de lluvia en las cimas desnudas de las quebradas.
No se veía nada alrededor de la casa, excepto agua que caía. Frodo estaba de
pie junto a la puerta abierta observando el blanco sendero gredoso que
descendía burbujeando al valle, transformado en un arroyo de leche. Tom
Bombadil apareció trotando en una esquina de la casa, moviendo los brazos como
para apartar la lluvia y en realidad cuando saltó al umbral parecía
perfectamente seco, excepto las botas. Se las quitó y las puso en un rincón de
la chimenea. Luego se sentó en la silla más grande y pidió a los hobbits que se
le acercaran.
—Es el día de lavado
de Baya de Oro—dijo—, y también de la limpieza de otoño. Llueve demasiado para
los hobbits, ¡que descansen mientras les sea posible! Día bueno para cuentos
largos, para preguntas y respuestas, de modo que Tom iniciará la charla.
Les contó entonces
muchas historias notables, a veces como hablándose a sí mismo y a veces
mirándolos de pronto con ojos azules y brillantes bajo las cejas tupidas. A
menudo la voz se le cambiaba en canto y se levantaba entonces de la silla para
bailar alrededor. Les habló de abejas y de flores, de las costumbres de los árboles
y las extrañas criaturas del bosque, de cosas malignas y de cosas benignas,
cosas amigas y cosas enemigas, cosas crueles y cosas amables y de secretos que
se ocultaban bajo las zarzas.
A medida que
escuchaban, los hobbits empezaron a entender las vidas del bosque, distintas de
las suyas, sintiéndose en verdad extranjeros allí donde todas las cosas estaban
en su sitio. El viejo hombre-sauce aparecía y desaparecía en la charla, una y
otra vez y Frodo aprendió bastante como para sentirse satisfecho, en verdad más
que bastante, pues las cosas de que se iba enterando no eran tranquilizadoras.
Las palabras de Tom desnudaban los corazones y los pensamientos de los árboles,
pensamientos que eran a menudo oscuros y extraños, colmados de odio por todas
las criaturas que se mueven libremente sobre la tierra, arañando, mordiendo,
rompiendo, cortando, quemando: destructoras y usurpadoras. No se le llamaba el bosque Viejo sin motivo, pues era
antiguo de veras, sobreviviente de vastos bosques olvidados; y en él vivían aún,
envejeciendo tan lentamente como las colinas, los padres de los padres de los
árboles, recordando la época en que eran señores. Los años innumerables les
habían dado orgullo y sabiduría enraizada en la tierra y malicia. Ninguno, sin
embargo, era más peligroso que el gran sauce: tenía el corazón podrido, pero
una fuerza todavía verde; y era astuto, y ordenaba los vientos, y su canto y su
pensamiento corrían entre los árboles de ambos lados del río. El espíritu
gríseo y sediento del sauce sacaba fuerzas de la tierra, extendiéndose como una
red de raíces en el suelo y como dedos invisibles en el aire, hasta tener
dominio sobre casi todos los árboles del bosque desde la Cerca a las quebradas.
De pronto la charla de Tom dejó los árboles
para remontar el joven arroyo, por encima de cascadas burbujeantes, guijarros y
rocas erosionadas y entre florecitas que se abrían en la hierba apretada y en
grietas húmedas, trepando así hasta las quebradas. Los hobbits oyeron hablar de
los grandes túmulos y de los montículos verdes y de los círculos de piedra
sobre las colinas y en los bajos. Las ovejas balaron en rebaños. Se levantaron
muros blancos y verdes. Había fortalezas en las alturas. reyes de pequeños
reinos se batieron entre ellos y el joven sol brilló como el fuego sobre el
rojo metal de las espadas codiciosas y nuevas. Hubo victorias y derrotas; y se
derrumbaron torres, se quemaron fortalezas y las llamas subieron al cielo. El
oro se apiló sobre los catafalcos de reyes y reinas, y unos montículos los
cubrieron y las puertas de piedra se cerraron y la hierba creció encima. Las
ovejas pacieron allí un tiempo, pero pronto las colinas estuvieron desnudas
otra vez. De sitios lejanos y oscuros vino una sombra, los huesos se agitaron
en las tumbas. Los T-tumularios se paseaban por las oquedades con un tintineo
de anillos en los dedos fríos y cadenas de oro al viento. Los círculos de
piedra salieron a la superficie de la tierra como dientes rotos a la luz de la
luna.
Los hobbits se
estremecieron. Hasta en la misma Comarca se había oído hablar de los tumularios,
que frecuentaban las quebradas de los Túmulos, más allá del bosque. Pero no era
esta una historia que complaciese a los hobbits, ni siquiera junto a una lejana
chimenea. La alegría de la casa los había distraído, pero ahora los cuatro
recordaron de pronto: la casa de Tom Bombadil se apoyaba en el hombro mismo de
las temibles quebradas. Perdieron el hilo del relato y se movieron inquietos,
mirándose a hurtadillas.
Cuando volvieron a
prestar atención, descubrieron que Tom deambulaba ahora por regiones extrañas,
más allá de la memoria y los pensamientos de los hobbits, en días en que el
mundo era más ancho y los mares fluían rectos hacia la costa del oeste; y
siempre yendo y viniendo Tom cantó la luz de las estrellas antiguas, cuando
sólo los ancianos elfos estaban despiertos. De pronto hizo una pausa y vieron
que cabeceaba como atacado por el sueño. Los hobbits se quedaron sentados,
frente a él, como hechizados; y bajo el encantamiento de aquellas palabras les
pareció que el viento se había ido y las nubes se habían secado y el día se
había retirado y la oscuridad había venido del este y del oeste: en el cielo
resplandecía una claridad de estrellas blancas.
Frodo no hubiese
podido decir si había pasado la mañana y la noche de un solo día o de muchos
días. No se sentía ni hambriento ni cansado, sólo colmado de asombro. Las
estrellas brillaban del otro lado de la ventana y el silencio de los cielos
parecía rodearlo. Al fin ese mismo asombro y un miedo repentino al silencio que
había sobrevenido lo llevaron a preguntar:
—¿Quién sois, señor?
—¿Eh? ¿Qué?—dijo Tom
enderezándose y los ojos le brillaron en la oscuridad—. ¿Todavía no sabes cómo
me llamo? Esa es la única respuesta. Dime, ¿quién eres tú, solo, tú mismo y sin
nombre? Pero tú eres joven, y yo soy viejo. El Antiguo, eso es lo que soy.
Prestad atención, amigos míos: Tom estaba aquí antes que el río y los árboles.
Tom recuerda la primera gota de lluvia y la primera bellota. Abrió senderos
antes que la gente grande y vio llegar a la gente pequeña. Estaba aquí antes
que los reyes y las tumbas y los tumularios. Cuando los elfos fueron hacia el
oeste, Tom ya estaba aquí, antes que los mares se replegaran. Conoció la
oscuridad bajo las estrellas antes que apareciera el miedo, antes que el Señor
Oscuro viniera de Afuera.
Pareció que una sombra
pasaba por la ventana y los hobbits echaron una rápida mirada a través de los
vidrios. Cuando se volvieron, Baya de Oro estaba en la puerta de atrás,
enmarcada en luz. Traía una vela encendida que protegía del aire con la mano y
la luz se filtraba a través de la mano como el sol a través de una concha
blanca.
—La lluvia ha cesado—dijo—y
las aguas nuevas corren por la falda de la colina, a la luz de las estrellas.
¡Riamos y alegrémonos!
—¡Y comamos y bebamos!—gritó
Tom—. Las historias largas dan sed. Y escuchar mucho tiempo es una tarea que da
hambre, ¡mañana, mediodía y noche!—Diciendo esto se incorporó de un salto, tomó
una vela de la repisa de la chimenea y la encendió en la llama que traía Baya
de Oro y se puso a bailar alrededor de la mesa. De súbito atravesó de un salto
la puerta y desapareció.
Regresó pronto,
trayendo una gran bandeja cargada. Luego él y Baya de Oro pusieron la mesa, y
los hobbits se quedaron sentados, mirándolos, en parte maravillados y en parte
riendo: tan hermosa era la gracia de Baya de Oro y tan alegres y estrafalarias
las cabriolas de Tom. Sin embargo, de algún modo, los dos parecían tejer una
sola danza, no molestándose entre sí, entrando y saliendo y alrededor de la
mesa; y los alimentos, los recipientes y las luces fueron prontamente
dispuestos. Las velas blancas y amarillas se reflejaron en los platos. Tom hizo
una reverencia a los huéspedes. —La cena está servida—dijo Baya de Oro y los
hobbits vieron ahora que ella estaba vestida toda de plata y con un cinturón
blanco y que los zapatos eran como escamas de pescado. Pero Tom tenía un traje
de color azul puro, azul como los nomeolvides lavados por la lluvia, y medias
verdes.
La comida fue todavía
mejor que la anterior. Quizá bajo el encanto de las palabras de Tom los hobbits
hubieran podido saltarse una comida o dos, pero cuando tuvieron el alimento
ante ellos pareció que no comían desde hacía una semana. No cantaron ni
siquiera hablaron mucho durante un rato, del todo dedicados a la tarea. Pero al
cabo de un tiempo el corazón y el espíritu se les animaron otra vez y las voces
resonaron, en alegría y risas.
Luego de la cena, Baya
de Oro cantó muchas canciones para ellos, canciones que comenzaban felizmente
en las colinas y recaían dulcemente en el silencio y en los silencios vieron
imágenes de estanques y aguas más vastos que todos los conocidos y observando
esas aguas vieron el cielo abajo y las estrellas como joyas en los abismos.
Luego, una vez más, Baya de Oro les dio a todos las buenas noches y los dejó
junto a la chimenea. Pero Tom estaba ahora muy despierto y los acosó a
preguntas.
Descubrieron entonces
que ya sabía mucho de ellos y de sus familias y que conocía la historia y
costumbres de La Comarca desde tiempos que los hobbits mismos recordaban
apenas. Esto no los sorprendió, pero Tom no ocultó que una buena parte de sus
conocimientos le venía del granjero Maggot, a quien parecía atribuir una
importancia que los hobbits no habían imaginado. —Hay tierra bajo los pies del
viejo Maggot y tiene arcilla en las manos, sabiduría en los huesos y muy
abiertos los dos ojos. —Fue también evidente que Tom había tenido tratos con
los elfos y que de alguna manera se había enterado por Gildor de la huida de
Frodo.
En verdad tanto sabía
Tom y sus preguntas eran tan hábiles, que Frodo se encontró hablándole de Bilbo
y de sus propias esperanzas y temores como no se había atrevido a hacerlo ni
siquiera con Gandalf. Tom asentía con movimientos de cabeza y los ojos le
brillaron cuando oyó nombrar a los jinetes.
—¡Muéstrame ese
precioso Anillo!—dijo de repente en medio de la historia: y Frodo, él mismo
asombrado, sacó la cadena y desprendiendo el Anillo se lo alcanzó en seguida a
Tom.
Pareció que el Anillo
se hacía más grande un momento en la manaza morena de Tom. De pronto Tom alzó
el Anillo y lo miró de cerca y se rio. Durante un segundo los hobbits tuvieron
una visión a la vez cómica y alarmante: el ojo azul de Tom brillando a través
de un círculo de oro. Luego Tom se puso el Anillo en el extremo del dedo
meñique y lo acercó a la luz de la vela. Durante un momento los hobbits no
advirtieron nada extraño. En seguida se quedaron sin aliento. ¡Tom no había
desaparecido!
Tom rio otra vez y
echó el Anillo al aire y el Anillo se desvaneció con un resplandor. Frodo dio
un grito y Tom se inclinó hacia adelante y le devolvió el Anillo con una
sonrisa.
Frodo miró el Anillo
de cerca y con cierta desconfianza (como quien ha prestado un dije a un
prestidigitador). Era el mismo Anillo, o tenía el mismo aspecto y pesaba lo
mismo; siempre le había parecido a Frodo que el Anillo era curiosamente pesado.
Pero no estaba seguro y tenía que cerciorarse. Quizás estaba un poco molesto con
Tom a causa de la ligereza con que había tratado algo que para el mismo Gandalf
era de una importancia tan peligrosa. Esperó la oportunidad, ahora que la
charla se había reanudado y Tom contaba una absurda historia de tejones y sus
raras costumbres, y se deslizó el Anillo en el dedo.
Merry se volvió hacia
él para decirle algo y tuvo un sobresalto, reprimiendo una exclamación. Frodo
estaba contento (en cierto modo); era en verdad el mismo Anillo, pues Merry
clavaba los ojos en la silla y obviamente no podía verlo. Frodo se puso de pie
y se escurrió hacia la puerta exterior, alejándose de la chimenea.
—¡Eh, tú!—gritó Tom
volviendo hacia él unos ojos brillantes que parecían verlo perfectamente—. ¡Eh!
¡Ven Frodo, ven aquí! ¿Adónde te ibas? El viejo Tom Bombadil todavía no está
tan ciego. ¡Sácate ese Anillo dorado! Te queda mejor la mano desnuda. ¡Ven
aquí! ¡Deja ese juego y siéntate a mi lado! Tenemos que hablar un poco más y
pensar en la mañana. Tom te enseñará el camino justo, ahorrándote extravíos.
Frodo se rio (tratando
de parecer complacido) y secándose el Anillo se acercó y se sentó de nuevo. Tom
les dijo entonces que el sol brillaría al día siguiente y que sería una hermosa
mañana y que la partida se presentaba bajo los mejores auspicios. Pero
convendría que salieran temprano, pues el tiempo en aquellas regiones era algo
de lo que ni siquiera Tom podía estar seguro y a veces cambiaba con más rapidez
de lo que él tardaba en cambiarse la chaqueta. —No soy dueño del clima—les dijo—,
como ningún ser que camine en dos patas.
De acuerdo con el
consejo de Tom decidieron ir hacia el norte desde la casa, por las laderas
occidentales y más bajas de las quebradas. De ese modo era posible que llegaran
al Camino del Este en una jornada, evitando los Túmulos. Les dijo que no se
asustaran y que atendieran a sus propios asuntos.
—No dejéis la hierba
verde. No os acerquéis a las piedras antiguas ni a los fríos tumularios, ni
espiéis los túmulos, a menos que seáis gente fuerte y de ánimo firme.
Dijo esto una vez más
y les aconsejó que pasaran los túmulos por el lado oeste, si se extraviaban y
se acercaban demasiado. Luego les enseñó a cantar una canción, para el caso de
que tuvieran mala suerte y cayeran al día siguiente en alguna dificultad.
¡Oh, Tom Bombadil, Tom Bombadilló!
Por
el agua y el bosque y la colina, las cañas y el sauce,
por
el fuego y el sol y la luna, ¡escucha ahora y óyenos!
¡Ven,
Tom Bombadil, pues nuestro apuro está muy cerca![23]
Los hobbits cantaron
juntos la canción después de él, y Tom les palmeó las espaldas a todos y
tomando unas velas los llevó de vuelta al dormitorio.
VIII.NIEBLA EN LAS QUEBRADAS DE LOS TÚMULOS
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO VIII
Aquella noche no
oyeron ruidos. Pero en sueños o fuera de los sueños, no hubiera podido decirlo,
Frodo oyó un canto dulce que le rondaba en la mente: una canción que parecía
venir como una luz pálida del otro lado de una cortina de lluvia gris y que
creciendo cambiaba el velo en cristal y plata, hasta que al fin el velo se
abrió y un país lejano y verde apareció ante él a la luz de un rápido amanecer.
La visión se fundió en
el despertar; y allí estaba Tom silbando como un árbol colmado de pájaros; y el
sol ya caía oblicuamente por la colina y a través de la ventana abierta. Afuera
todo era verde y oro pálido.
Luego del desayuno,
que tomaron de nuevo solos, se prepararon para despedirse, el corazón tan
oprimido como era posible en una mañana semejante: fría, brillante y limpia
bajo un lavado cielo otoñal de un ligero azul. El aire llegaba fresco del
noroeste. Los pacíficos ponis estaban casi retozones, bufando y moviéndose
inquietos. Tom salió de la casa, movió el sombrero y bailó en el umbral, invitando
a los hobbits a ponerse de pie, a partir y a marchar a buen paso.
Cabalgaron a lo largo
de un sendero que subía zigzagueando hacia el extremo norte de la loma en que
se apoyaba la casa. Acababan de desmontar para ayudar a los ponis en la última
pendiente empinada, cuando de pronto Frodo se detuvo.
—¡Baya de Oro!—gritó—.
¡Mi hermosa dama, toda vestida de verde plata! ¡No nos hemos despedido y no la
hemos visto desde anoche!—Se sentía tan desolado que quiso volver atrás, pero
en ese momento una llamada cristalina descendió hacia ellos como un rizo de
agua. Allá en la cima de la loma Baya de Oro les hacía señas; los cabellos
sueltos le flotaban en el aire, centelleando al sol. Una luz parecida al
reflejo del agua en la hierba húmeda de rocío le brillaba bajo los pies, que
bailaban.
Subieron de prisa la
última pendiente y se detuvieron sin aliento junto a ella. La saludaron
inclinándose, pero con un movimiento de la mano ella los invitó a mirar
alrededor; y desde aquella cumbre ellos miraron las tierras a la luz de la
mañana. El aire era ahora tan claro y transparente como había sido velado y
brumoso cuando llegaron al cerro del bosque, que ahora se erguía pálido y verde
entre los árboles oscuros del oeste. Allí la tierra se elevaba en repliegues
boscosos, verdes, amarillos, rosados a la luz del sol, y más allá se escondía
el valle del Brandivino. Hacia el sur, sobre la línea del Tornasauce, había un
resplandor lejano como un pálido espejo y el río Brandivino se torcía en un
lazo sobre las tierras bajas y se alejaba hacia regiones desconocidas para los
hobbits. Hacia el norte, más allá de las quebradas decrecientes, la tierra se
extendía en llanos y protuberancias de pálidos colores terrosos y grises y
verdes, hasta desvanecerse en una lejanía oscura e indistinta. Al este se
elevaban las quebradas de los Túmulos, en crestas sucesivas, perdiéndose de
vista hasta no ser más que una conjetura azul y un esplendor remoto y blanco
que se confundía con el borde del cielo, pero que evocaba para ellos, en
recuerdos y viejas historias, unas montañas altas y distantes.
Aspiraron una profunda
bocanada de aire y tuvieron la impresión de que un brinco y algunas pocas y
firmes zancadas los llevarían a donde quisieran. Parecía propio de pusilánimes
dar vueltas y vueltas a lo largo de las quebradas hasta llegar así al camino,
cuando en cambio podían saltar tan limpiamente como Tom sobre las estribaciones
y llegar directamente a las montañas.
Baya de Oro les habló,
atrayendo de nuevo las miradas y pensamientos de los hobbits. —¡Apresuraos
ahora, mis buenos huéspedes!—dijo—. ¡Y mantened firme vuestro propósito! ¡El
norte con el viento en el ojo izquierdo y benditos sean vuestros pasos! ¡De
prisa, mientras brilla el sol!—Y a Frodo le dijo: —¡Adiós, amigo de los elfos,
fue un encuentro feliz!
Pero Frodo no supo qué
responder. Hizo una profunda reverencia, montó en el poni y seguido por sus
amigos partió trotando a lo largo de la suave pendiente que bajaba detrás de la
loma. La casa de Tom Bombadil y el valle y el bosque desaparecieron de la vista
de los hobbits. El aire se hizo más cálido entre los muros verdes de las lomas
y el aroma del pasto era fuerte y dulce. Cuando llegaron al fondo de la
hondonada verde se volvieron y miraron a Baya de Oro, ahora pequeña y delgada
como una flor iluminada por el sol sobre un fondo de cielo; estaba de pie,
todavía mirándolos, con las manos tendidas hacia ellos. Mientras la miraban,
ella llamó con voz clara y levantando la mano se volvió y desapareció detrás de
la colina.
El camino serpenteaba
a lo largo de la hondonada, bordeando el pie verde de una colina escarpada
hasta entrar en un valle más profundo y más ancho, y luego pasaba sobre otras
cimas, descendiendo por las largas estribaciones y subiendo otra vez por las
faldas lisas hasta otras cumbres, para bajar luego a otros valles. No había
árboles ni ninguna agua visible: era un paisaje de hierbas y de pastos cortos y
elásticos, donde no se oía otra cosa que el murmullo del aire en los montículos
y los gritos agudos y solitarios de unas aves extrañas. A medida que caminaban,
el sol iba subiendo en el cielo y hacía más calor. Cada vez que llegaban a una
cumbre, la brisa parecía haber disminuido. Cuando vislumbraron al fin las
regiones occidentales, el bosque lejano parecía humear, como si la lluvia
reciente estuviera subiendo en humo desde las hojas, las raíces y el suelo. Una
sombra se extendía ahora a lo largo del horizonte, una niebla oscura sobre la
que el cielo era como un casquete azul, caliente y pesado.
Alrededor del mediodía
llegaron a una loma cuya cumbre era ancha y aplastada, como un plato plano de
reborde elevado y verde. Dentro no corría aire y el cielo parecía al alcance de
la mano. Atravesaron este espacio y miraron hacia el norte, y se sintieron
animados, pues era evidente que ya estaban más lejos de lo que habían creído.
La bruma, por cierto, no permitía apreciar las distancias, pero no había duda
de que las quebradas estaban llegando a su fin. Allá abajo se extendía un largo
valle, torciendo hacia el norte hasta alcanzar una abertura entre dos salientes
empinadas. Más allá, parecía, no había más lomas. En el norte alcanzaba a
divisarse una larga línea oscura.
—Eso es una línea de
árboles—dijo Merry—, y seguramente señala el camino. Los árboles crecen todo a
lo largo, durante muchas leguas al este del Puente. Algunos dicen que los
plantaron en los viejos días.
—Espléndido—dijo Frodo—.
Si seguimos marchando como hasta ahora, habremos dejado las quebradas antes que
se ponga el sol y buscaremos un buen sitio para acampar. —Pero aún mientras
hablaba se volvió para mirar hacia el este y vio que de aquel lado las lomas
eran más altas y se alzaban por encima de ellos; y todas esas lomas estaban
coronadas de montículos verdes y en algunas había piedras verticales que
apuntaban al aire, como dientes mellados que asomaban en encías verdes.
De algún modo esta
vista era inquietante; se volvieron y descendieron a la depresión circular. En
el centro se erguía una única piedra, alta bajo el sol, y a esa hora no echaba
ninguna sombra. Era una piedra informe y sin embargo significativa: como un
mojón, o un dedo guardián, o más aún una advertencia. Pero ellos tenían hambre
y el sol estaba aún en el mediodía, donde no había nada que temer, de modo que
se sentaron recostando las espaldas en el lado este de la piedra. Estaba
fresca, como si el sol no hubiera sido capaz de calentarla, pero a esa hora les
pareció agradable. Allí comieron y bebieron y fue aquel un almuerzo al aire
libre que hubiese contentado a cualquiera, pues el alimento venía de «bajo
la colina». Tom los había aprovisionado como para toda la jornada. Los ponis
desensillados retozaban en el pasto.
La cabalgata por las
lomas, la comida abundante, el sol tibio y el aroma de la hierba, un descanso
algo prolongado con las piernas estiradas, de cara al cielo: estas cosas quizá
bastan para explicar lo que ocurrió. De cualquier manera los hobbits despertaron
de pronto, incómodos, de un sueño que no había sido voluntario. La piedra
elevada estaba fría y arrojaba una larga sombra pálida que se extendía sobre
ellos hacia el este. El sol, de un amarillo claro y acuoso, brillaba entre las
nieblas justo por encima de la pared oeste de la depresión. Al norte, al sur y
al este, más allá de la pared, la niebla era espesa, fría y blanca. El aire era
silencioso, pesado y glacial. Los ponis se apretaban unos contra otros, las
cabezas bajas.
Los hobbits se
incorporaron de un salto, alarmados y corrieron hacia el reborde occidental.
Descubrieron que estaban en una isla, rodeados de niebla. Miraban aún
consternados la luz crepuscular, cuando el sol se puso ante ellos hundiéndose
en un mar blanco y una sombra fría y gris subió detrás en el este. La niebla
trepó por las paredes y se alzó sobre ellos y mientras subía se replegó hasta
formar un techo: estaban encerrados en una sala de niebla cuya columna central
era la piedra vertical.
Tuvieron la impresión
de que una trampa se cerraba sobre ellos, pero no se desanimaron del todo. Recordaban
todavía la prometedora visión de la línea del camino y no habían olvidado la
dirección en que se encontraba. De todos modos se sentían ahora tan a disgusto
en aquella depresión alrededor de la piedra, que no tenían la menor intención
de quedarse. Empacaron con toda la rapidez que les fue posible, los dedos
entumecidos por el frío.
Pronto estuvieron
conduciendo los ponis en fila por sobre el reborde y descendieron por la falda
norte de la loma, hacia el mar de nieblas. A medida que bajaban la niebla se
hacía más fría y más húmeda, y los cabellos les colgaban chorreando sobre la
frente. Cuando llegaron abajo hacía tanto frío que se detuvieron para sacar
mantas y capuchones que pronto se cubrieron de gotas grises. Luego, montando
los ponis, continuaron marchando lentamente, siguiendo las subidas y bajadas
del terreno. Se encaminaban, o así les parecía, hacia la abertura en forma de
puerta que habían visto a la mañana en el extremo norte del largo valle. Una
vez allí tenían que continuar en línea recta, tanto como les fuera posible y de
un modo o de otro llegarían así al camino. No pensaban en lo que vendría luego,
aunque esperaban quizá que más allá de las quebradas no habría niebla.
La marcha era muy
lenta. Para evitar separarse y extraviarse en direcciones diferentes iban todos
en fila, con Frodo adelante. Sam marchaba detrás, y luego Pippin, y luego
Merry. El valle parecía interminable. De pronto Frodo vio una señal de
esperanza. A un lado y a otro una sombra comenzó a asomar en la niebla; y se le
ocurrió que estaban acercándose al fin a la abertura entre las colinas, la
puerta norte de las quebradas de los Túmulos. Una vez del otro lado estarían
libres.
—¡Adelante! ¡Seguidme!—llamó
por encima del hombro y corrió hacia adelante.
Pero la esperanza se
convirtió pronto en alarma y confusión. Las manchas oscuras se oscurecieron
todavía más, pero encogiéndose; y de pronto, alzándose ominosas ante él y algo
inclinadas la una hacia la otra como pilares de una puerta descabezada, Frodo
vio dos piedras enormes clavadas en tierra. No recordaba haber visto ningún
signo parecido en el valle, cuando había mirado a la mañana desde lo alto de la
loma. Ya había pasado casi entre ellas cuando se dio cuenta y en ese mismo
momento la oscuridad pareció caer alrededor. El poni se encabritó relinchando y
Frodo rodó por el suelo. Cuando miró atrás descubrió que estaba solo; los otros
no lo habían seguido.
—¡Sam!—llamó—.
¡Pippin! ¡Merry! ¡Venid! ¿Por qué os quedáis atrás?
No hubo respuesta.
Frodo sintió que el miedo lo dominaba y volvió corriendo entre las piedras,
dando gritos: —¡Sam! ¡Sam! ¡Merry! ¡Pippin!—El poni desapareció brincando en la
niebla. A lo lejos creyó oír un llamado: —¡Eh, Frodo, eh!—Venía del este, a la
izquierda de las grandes piedras y Frodo clavó los ojos en la oscuridad,
tratando de ver. Al fin echó a andar en la dirección de la llamada y se
encontró subiendo una cuesta empinada.
Mientras se adelantaba
trabajosamente, llamó de nuevo y continuó llamando cada vez más desesperado,
pero durante un tiempo no oyó ninguna respuesta y luego le llegó débil y
lejana, de adelante y por encima de él. —¡Eh, Frodo!—decían las vocecitas que
venían de la bruma: y luego un grito que sonaba como socorro, socorro,
repetido muchas veces y terminando con un último socorro que se arrastró
en un largo quejido interrumpido de súbito. Se precipitó tambaleándose hacia
los gritos, pero ya no había luz y la noche se había cerrado alrededor, de modo
que no era posible orientarse. Le parecía que estaba subiendo todo el tiempo,
más y más.
Sólo el cambio en el
nivel del suelo le indicó que había llegado a la cima de un cerro o de una
loma. Estaba cansado, sudoroso y sin embargo helado. La oscuridad era completa.
—¿Dónde estáis?—gritó
como en un lamento.
Nadie respondió. Frodo
se detuvo, escuchando. De pronto cayó en la cuenta de que hacía mucho frío y
que allí arriba se levantaba un viento, un viento helado. El tiempo estaba
cambiando. La niebla se dispersaba en andrajos y jirones. El aliento le brotaba
como un humo y las tinieblas parecían menos próximas y espesas. Alzó los ojos y
vio con sorpresa que unas estrellas débiles aparecían entre hebras presurosas
de niebla y nubes. El viento comenzó a sisear sobre la hierba.
Creyó oír entonces un
grito ahogado y fue hacia él y mientras avanzaba la niebla se replegó
apartándose y descubriendo un cielo estrellado. Una mirada le mostró que estaba
ahora cara al sur y sobre una colina redonda a la que había subido desde el
norte. El viento penetrante soplaba del este. La sombra negra de un túmulo se
destacaba a la derecha sobre el fondo de las estrellas occidentales.
—¿Dónde estáis?—gritó
de nuevo a la vez irritado y temeroso.
—¡Aquí!—dijo una voz,
profunda y fría, que parecía salir del suelo—. ¡Estoy esperándote!
—¡No!—dijo Frodo, pero
no echó a correr. Se le doblaron las rodillas y cayó por tierra. Nada ocurrió y
no hubo ningún sonido. Alzó los ojos, temblando, a tiempo para ver una figura
alta y oscura como una sombra que se recortaba contra las estrellas. La sombra
se inclinó. Frodo creyó ver dos ojos fríos, aunque iluminados por una luz débil
que parecía venir de muy lejos. En seguida sintió el apretón de una garra más
fuerte y fría que el acero. El contacto glacial le heló los huesos y ya no supo
más.
Cuando recobró el
conocimiento, lo único que podía recordar era un sentimiento de pavor. De
pronto entendió que estaba encerrado, preso sin remedio en el interior de un
túmulo. Había caído en las garras de un tumulario y sin duda ya estaba sometido
a los terribles encantamientos de los tumularios de que hablaban las leyendas.
No se atrevió a moverse y se quedó como estaba, tendido de espaldas en una
piedra fría con las manos sobre el pecho.
Aunque su miedo era
tan enorme que parecía confundirse con las tinieblas mismas que lo rodeaban,
descubrió así tendido que estaba pensando en Bilbo Bolsón y sus historias, en
los paseos que habían hecho juntos por los prados de La Comarca, charlando de
caminos y de aventuras. Hay una semilla de coraje oculta (a menudo
profundamente, es cierto) en el corazón del más gordo y tímido de los hobbits,
esperando a que algún peligro desesperado y último la haga germinar. Frodo no
era ni muy gordo ni muy tímido; en verdad, aunque él no lo sabía, Bilbo (y Gandalf)
habían opinado que era el mejor hobbit de toda La Comarca. Pensaba haber
llegado al fin de su aventura, a un fin terrible, pero este pensamiento lo
fortaleció. Sintió que se endurecía, como para un salto final; ya no era más
una presa fláccida y desvalida.
Tendido allí, pensando
y recobrándose, advirtió en seguida que las tinieblas cedían lentamente: una
clara luz verdosa crecía alrededor. No le mostró al principio en qué clase de
sitio se encontraba, pues era como si la luz le saliera del cuerpo y viniera
del suelo, y no había alcanzado aún el techo y las paredes. Se volvió y allí
acostados junto a él, a la luz fría, vio a Sam, Pippin y Merry. Estaban de
espaldas, vestidos de blanco y las caras tenían una palidez mortal. Alrededor
había muchos tesoros, de oro quizás, aunque en aquella luz parecían fríos y
poco atractivos. Llevaban diademas en las cabezas, cadenas de oro alrededor de
la cintura y muchos anillos en los dedos. Había espadas junto a ellos y escudos
a sus pies. Pero sobre los tres cuellos se veía una larga espada desnuda.
De pronto comenzó un
canto: un murmullo frío, que subía y bajaba. La voz parecía distante e
inconmensurablemente triste; a veces era tenue y flotaba en el aire; a veces
venía del suelo como un gemido sordo. En la corriente informe de lastimosos
pero horribles sonidos, de cuando en cuando tomaban forma algunas ristras de
palabras: penosas, duras, frías, crueles, desdichadas palabras. La noche se
quejaba de la mañana que le habían quitado y el frío maldecía el deseado calor.
Frodo estaba helado hasta la médula. Al cabo de un rato el canto se hizo más
claro y con espanto en el corazón Frodo advirtió que era ahora un
encantamiento:
Que se hielen manos, corazón y huesos
y
bajo la piedra que se hiele el sueño:
que
nunca despierten en lecho de piedra
hasta
que el Sol mengüe y la Luna muera.
Caerán
las estrellas en el viento negro
y
aún yacerán en oro y silencio,
hasta
que su mano el señor oscuro
tienda
sobre tierras y mares difuntos.[24]
Frodo oyó detrás de su
cabeza un rasguño y un crujido. Incorporándose sobre un brazo se volvió y vio a
la luz pálida que estaban en una especie de pasaje, que detrás de ellos se
doblaba en un codo. Allí un brazo largo caminaba a tientas apoyándose en los
dedos y venía hacia Sam, que estaba más cerca, y hacia la empuñadura de la
espada puesta sobre él
Al principio Frodo
tuvo la impresión de que el encantamiento lo había transformado de veras en
piedra. En seguida sintió un deseo furioso de escapar. Se preguntó hasta qué
punto, si se ponía el Anillo, el tumulario dejaría de verlo y si encontraría
entonces un modo de escapar. Se vio a sí mismo corriendo por la hierba,
lamentándose por Merry y Sam y Pippin, pero libre y con vida. Gandalf mismo
admitiría que no había otra cosa que hacer.
Pero el coraje que
había despertado en él era ahora demasiado fuerte: no podía abandonar a sus
amigos con tanta facilidad. Titubeó la mano tanteando el bolsillo y en seguida
luchó de nuevo consigo mismo, mientras el brazo continuaba avanzando. De pronto
ya no dudó y echando mano a una espada corta que había junto a él, se arrodilló
inclinándose sobre los cuerpos de sus compañeros. Alzó la espada y la descargó
con fuerza sobre el brazo, cerca de la muñeca; la mano se desprendió, pero el
arma voló en pedazos hasta la empuñadura. Hubo un grito penetrante y la luz se
apagó. Un gruñido resonó en la oscuridad.
Frodo cayó hacia
adelante, sobre Merry, y la cara de Merry estaba fría. Luego recordó; lo había
olvidado desde la primera aparición de la niebla, pero ahora recordaba de
nuevo: la casa al pie de la loma y el canto de Tom. Recordó los versos que Tom
les había enseñado. Con una vocecita desesperada se puso a cantar: —¡Oh, Tom Bombadil!—y al pronunciar el nombre
la voz se le hizo más fuerte y se alzó animada y plena y en el recinto oscuro
se oyó como un eco de trompetas y tambores.
¡Oh, Tom Bombadil, Tom Bombadilló!
Por
el agua y el bosque y la colina, las cañas y el sauce,
por
el fuego y el sol y la luna, ¡escucha ahora y óyenos!
¡Ven,
Tom Bombadil, pues nuestro apuro está muy cerca![25]
Hubo un repentino y profundo silencio y Frodo
alcanzó a oír los latidos de su propio corazón. Al cabo de un rato largo y
lento, le llegó claramente, pero de muy lejos, como a través de la tierra o
unas gruesas paredes, una voz que respondía cantando.
El
viejo Tom Bombadil es un sujeto sencillo,
de
chaqueta azul brillante y zapatos amarillos.
Nadie
lo ha atrapado nunca, Tom Bombadil es el amo:
sus
canciones son más fuertes, y sus pasos son más rápidos.[26]
Se oyó un ruido
atronador, como de piedras que caen rodando y de pronto la luz entró a
raudales, luz verdadera, la pura luz del día. Una abertura baja parecida a una
puerta apareció en el extremo de la cámara, más allá de los pies de Frodo; y
allí estaba la cabeza de Tom (con sombrero, pluma y el resto), recortada en la
luz roja del sol que se alzaba detrás. La luz inundó el piso y las caras de los
tres hobbits acostados junto a Frodo. No se movían aún, pero habían perdido
aquel tinte enfermizo. Ahora sólo parecía que estuvieran sumidos en un sueño
profundo.
Tom se agachó, se sacó
el sombrero y entró en el recinto oscuro cantando:
¡Fuera,
viejo tumulario! ¡Desaparece a la luz!
¡Encógete
como la niebla fría, llora como el viento
en
las tierras estériles, más allá de los montes!
¡No
regreses aquí! ¡Deja vacío el túmulo!
Perdido
y olvidado, más sombrío que la sombra,
quédate
donde las puertas están cerradas para siempre,
hasta
los tiempos de un mundo mejor.[27]
A estas palabras
respondió un grito y una parte del extremo de la cámara se derrumbó con
estrépito. Luego se oyó un largo chillido arrastrado que se perdió en una
distancia inimaginable y en seguida silencio.
—¡Ven, amigo Frodo!—dijo
Tom—. ¡Salgamos a la hierba limpia! Ayúdame a transportarlos.
Juntos llevaron afuera
a Merry, Pippin y Sam. Frodo dejaba el túmulo por última vez cuando creyó ver
una mano cortada que se retorcía aún como una araña herida sobre un montón de
tierra. Tom entró de nuevo y se oyeron muchos pisoteos y golpes sordos. Cuando
salió traía en los brazos una carga de tesoros: objetos de oro, plata, cobre y
bronce, y numerosas perlas y cadenas y ornamentos enjoyados. Trepó al túmulo
verde y dejó todo arriba a la luz del sol.
Allí se quedó, de pie,
inmóvil, con el sombrero en la mano y los cabellos al viento, mirando a los
tres hobbits que habían sido depositados de espaldas sobre la hierba, en el
lado oeste del montículo. Alzando al fin la mano derecha dijo en una voz clara
y perentoria:
¡Despertad
ahora, mis felices muchachos! ¡Despertad y oíd mi llamada!
¡Que
el calor de la vida vuelva a los corazones y a los miembros!
La
puerta oscura no se cierra; la mano muerta se ha quebrado.
La
noche huyó bajo la Noche, ¡y el Portal está abierto![28]
Para gran alegría de
Frodo, los hobbits se movieron, extendieron los brazos, se frotaron los ojos y
se levantaron de un salto. Miraron alrededor asombrados, primero a Frodo y
luego a Tom, de pie sobre el túmulo, por encima de ellos y al fin se miraron a
sí mismos, vestidos con tenues andrajos blancos, coronas y cinturones de oro
pálido y adornos tintineantes.
—¿Qué es esto, por
todos los misterios?—comenzó Merry sintiendo la diadema dorada que le había
caído sobre un ojo. En seguida se detuvo y una sombra le cruzó la cara y cerró
los ojos—. ¡Claro, ya recuerdo!—dijo—. Los hombres de Carn Dûm cayeron sobre
nosotros de noche y nos derrotaron. ¡Ah, esa espada en el corazón!—Se llevó las
manos al pecho. —¡No! ¡No!—dijo, abriendo los ojos—. ¿Qué digo? He estado
soñando. ¿De dónde vienes, Frodo?
—Me creí perdido—dijo
Frodo—, pero no quiero hablar de eso. ¡Pensemos en lo que haremos ahora! ¡En
marcha otra vez!
—¿Vestido así, señor?—dijo
Sam—. ¿Dónde están mis ropas?
Tiró la diadema, el
cinturón y los anillos al pasto y miró impaciente alrededor, como si esperara
encontrar el manto, la chaqueta, los pantalones y las otras ropas hobbits allí
cerca, al alcance de la mano.
—No encontraréis
vuestras ropas—dijo Tom bajando de un salto desde el montículo, y riendo y
bailando alrededor a la luz del sol. Uno hubiera pensado que nada horrible ni
peligroso había ocurrido y en verdad el horror se les borró de los corazones
tan pronto como miraron a Tom y le vieron los ojos que centelleaban, felices.
—¿Qué queréis decir?—preguntó
Pippin mirándolo, entre perplejo y divertido—. ¿Por qué no?
Pero Tom movió la
cabeza diciendo: —Habéis vuelto a encontraros a vosotros mismos, saliendo de
las aguas profundas. Las ropas son una pequeña pérdida, cuando uno se salva de
morir ahogado. ¡Alegraos, mis alegres amigos y dejad que la luz del sol os
caliente los corazones y los miembros! ¡Libraos de esos andrajos fríos! ¡Corred
desnudos por el pasto, mientras Tom va de caza!
Bajó a saltos la
pendiente de la loma, silbando y llamando. Frodo lo siguió con la mirada y lo
vio correr hacia el sur a lo largo de la verde hondonada que los separaba de la
loma siguiente, silbando siempre y gritando:
¡Eh,
ahora! ¡Ven, ahora! ¿Por dónde vas ahora?
¿Arriba,
abajo, cerca, lejos, aquí, allí, o más allá?
¡Oreja-Fina,
Nariz-Aguda, Cola-Viva y Rocino,
mi
amigo Medias Blancas, mi Gordo Terronillo![29]
Así cantaba,
corriendo, echando el sombrero al aire y recogiéndolo otra vez, hasta que
desapareció detrás de una elevación del terreno; pero durante un tiempo los ¡eh,
ahora! ¡ven, ahora! les llegaron traídos por el viento, que soplaba del
sur.
El aire era de nuevo
muy caliente. Los hobbits corrieron un rato por la hierba, como Tom les había
dicho. Luego se tendieron al sol con el deleite de quienes han pasado de pronto
de un crudo invierno a un clima agradable, o de las gentes que luego de haber
guardado cama mucho tiempo, despiertan una mañana descubriendo que se sienten
inesperadamente bien y que el día está otra vez colmado de promesas.
Cuando Tom regresó se
sentían ya fuertes (y hambrientos). Tom reapareció y lo primero que se vio fue
el sombrero, sobre la cresta de la colina y detrás de él, y en fila obediente,
seis ponis: los cinco de ellos y uno más. El último, obviamente, era el viejo
Gordo Terronillo: más grande, fuerte, gordo (y viejo) que los ponis de los
hobbits. Merry, a quien pertenecían los otros, no les había dado en verdad
tales nombres, pero desde entonces respondieron siempre a los nombres que Tom
les había asignado. Tom los llamó uno por uno y los ponis treparon la cuesta y
esperaron en fila. Luego Tom se inclinó ante los hobbits.
—¡Aquí están vuestros ponis!—dijo—.
Tienen más sentido (de algún modo) que vosotros mismos, hobbits vagabundos; más
sentido del olfato. Pues husmean de lejos el peligro en que vosotros os metéis
directamente; y si corren para salvarse, corren en la dirección correcta.
Tenéis que perdonarlos, pues aunque fieles de corazón, no están hechos para
enfrentar el terror de los tumularios. ¡Mirad, aquí están de nuevo, la carga
completa!
Merry, Sam y Pippin se
vistieron con ropas de repuesto, que sacaron de los paquetes; y pronto
sintieron demasiado calor, pues tuvieron que ponerse las cosas más gruesas y
abrigadas, que habían traído para protegerse del invierno próximo.
—¿De dónde viene ese
otro viejo animal, ese Gordo Terronillo?—preguntó Frodo.
—Es mío—dijo Tom—. Mi
amigo cuadrúpedo; aunque lo monto poco y anda libre por las lomas y a veces se
va lejos. Cuando vuestros ponis estaban en mi casa, conocieron allí a mi
Terronillo; lo olfatearon en la noche y corrieron rápidos a buscarlo. Pensé que
él los buscaría y que les sacaría todo el miedo, con palabras sabias. Pero
ahora, mi bravo Terronillo, el viejo Tom va a montarte. ¡Eh! Irá con vosotros
sólo para poneros en camino y necesita un poni. Pues no es fácil hablar con
hobbits que van cabalgando, cuando uno tiene que trotar a pie junto a ellos.
Los hobbits se
sintieron muy contentos oyendo esto, y le dieron las gracias a Tom muchas
veces, pero él se rio y dijo que ellos tenían tanta habilidad para perderse que
no se sentiría feliz hasta que los viera a salvo más allá de los límites de su
dominio. —Tengo cosas que hacer—les dijo—. Mis composiciones y mi canto, mis
discursos y mis paseos y la vigilancia de mis tierras. Tom no puede estar
siempre cerca para abrir puertas y hendiduras de sauces. Tom tiene que cuidar
la casa y Baya de Oro espera.
Era todavía bastante
temprano, entre las nueve y las diez de la mañana, y los hobbits empezaron a
pensar en la comida. La última vez que habían probado alimento había sido el
almuerzo del día anterior, junto a la piedra erecta. Desayunaron ahora el resto
de las provisiones de Tom, destinadas a la cena, con agregados que Tom había
traído consigo. No fue una comida abundante (considerando los hábitos de los
hobbits y las circunstancias), pero se sintieron mucho mejor. Mientras comían,
Tom subió al montículo y examinó los tesoros. Dispuso la mayor parte en una
pila que brillaba y relumbraba sobre la hierba. Les pidió que los dejaran allí,
«para cualquiera que los encontrara, pájaros, bestias, elfos y hombres y
todas las criaturas bondadosas»; pues así se rompería el maleficio del
túmulo y ningún tumulario volvería a ese sitio. Eligió para sí mismo un broche
adornado con piedras azules de muchos reflejos, como flores de lino o alas de
mariposas azules. Lo miró largamente, como si le recordase algo, moviendo la
cabeza, y al fin dijo:
—¡He aquí un hermoso
juguete para Tom y su dama! Hermosa era quien lo llevó en el hombro, mucho
tiempo atrás. Baya de Oro lo llevará ahora, ¡y no olvidaremos a la otra!
Para cada uno de los
hobbits eligió una daga, larga y afilada como una brizna de hierba, de
maravillosa orfebrería, tallada con figuras de serpientes doradas y rojas. Las
dagas centellearon cuando las sacó de las vainas negras, de algún raro metal
fuerte y liviano y con incrustaciones de piedras refulgentes. Ya fuese por
alguna virtud de estas vainas o por el hechizo que pesaba en el túmulo, parecía
que las hojas no hubiesen sido tocadas por el tiempo; sin manchas de herrumbre,
afiladas, brillantes al sol.
—Los viejos puñales
son bastante largos para los hobbits, y pueden llevarlos como espadas—dijo Tom—.
Las hojas afiladas son convenientes si la gente de La Comarca camina hacia el
este, el sur o lejos en la oscuridad y el peligro. —Luego les dijo que estas
hojas habían sido forjadas mucho tiempo atrás por los hombres de Oesternesse;
eran enemigos del Señor Oscuro, pero habían sido vencidos por el malvado rey de
Carn Dûm en la tierra de Angmar. —Muy pocos los recuerdan—murmuró Tom—, pero
algunos andan todavía por el mundo, hijos de reyes olvidados que marchan en
soledad, protegiendo del mal a los incautos.
Los hobbits no
entendieron estas palabras, pero mientras Tom hablaba tuvieron una visión, una
vasta extensión de años que había quedado atrás, como una inmensa llanura
sombría cruzada a grandes trancos por formas de hombres, altos y torvos,
armados con espadas brillantes; y el último llevaba una estrella en la frente. Luego
la visión se desvaneció y se encontraron de nuevo en el mundo soleado. Era hora
de reiniciar la marcha. Se prepararon, empaquetando y cargando los ponis. Las
nuevas armas las colgaron de los cinturones de cuero bajo las chaquetas,
encontrándolas muy incómodas y preguntándose si servirían de algo. Ninguno de
ellos había considerado hasta entonces la posibilidad de un combate, entre las
aventuras que les estaban destinadas en esta huida.
Partieron al fin.
Llevaron los ponis loma abajo, y pronto montaron y trotaron rápidamente a lo
largo del valle. Dándose vuelta, vieron la cima del viejo túmulo sobre la loma
y el reflejo del sol en el oro se alzaba como una llama amarilla. Luego
bordearon una saliente de las quebradas y ya no vieron más la loma.
Aunque Frodo miraba a
un lado y a otro no vio en ninguna parte aquellas grandes piedras que se
levantaban como una puerta, y poco tiempo después llegaban a la abertura del
norte y la franqueaban rápidamente. El terreno descendía ahora. Era un buen
viaje, con Tom Bombadil que trotaba alegremente al lado, o delante, montado en
Gordo Terronillo, capaz de moverse con una rapidez que no se hubiera esperado
de él, dado su volumen. Tom cantaba la mayor parte del tiempo, pero sobre todo
cosas que no tenían sentido, o quizás en una lengua extranjera que los hobbits
no conocían, una lengua antigua con palabras que eran casi todas de alegría y
maravilla.
Avanzaban a paso
firme, pero pronto advirtieron que el Camino estaba más lejos de lo que habían
imaginado. Aún sin niebla, la siesta del mediodía les hubiera impedido llegar
allí antes de la caída de la noche, el día anterior. La línea oscura que habían
visto no era una línea de árboles, sino una línea de matorrales que crecían al
borde de una fosa profunda con una pared escarpada del otro lado. Tom comentó
que había sido la frontera de un reino, pero en tiempos muy lejanos. Pareció
que le recordaba algo triste y no dijo mucho.
Bajaron a la fosa y
subieron trabajosamente pasando por una abertura en la pared y luego Tom se
volvió hacia el norte, pues habían estado desviándose un poco hacia el oeste.
El terreno era abierto y bastante llano y apresuraron la marcha, aunque el sol
ya estaba poniéndose cuando vieron delante una línea de árboles y supieron que
habían llegado de vuelta al camino, luego de muchas inesperadas aventuras.
Recorrieron al galope las últimas millas y se detuvieron a la sombra alargada
de los árboles. Estaban en la cima de una pendiente y el camino, ahora borroso
a la luz del atardecer, se alejaba zigzagueando allá abajo; corría casi del
sudoeste al nordeste y a la derecha caía abruptamente hacia una ancha
hondonada. Lo atravesaban numerosos surcos y aquí y allá había rastros de los
últimos chaparrones: charcos y hoyos de agua.
Descendieron por la pendiente
mirando arriba y abajo. No había nada que ver. —¡Bueno, aquí estamos de vuelta
al fin!—dijo Frodo—. ¡El atajo por el bosque nos demoró quizá dos días! Pero
este atraso puede sernos útil. Quizá nos perdieron el rastro.
Los otros lo miraron.
La sombra del miedo a los jinetes negros los alcanzó de pronto otra vez. Desde
que entraran en el bosque casi no habían pensado otra cosa que en volver al
camino; ahora que ya estaban en él, recordaban de nuevo el peligro que los
perseguía y que muy probablemente estaría esperándolos en el camino mismo. Se
volvieron inquietos hacia el sol poniente; el camino era pardo y estaba
desierto.
—¿Creéis—preguntó
Pippin con una voz titubeante—, creéis que nos perseguirán esta misma noche?
—No, no esta noche,
espero—respondió Tom Bombadil—, ni quizá mañana. Pero no confíes en mi
presentimiento, pues no podría afirmarlo. De lo que se extiende al este nada
sé. Tom no es señor de los jinetes de la Tierra Tenebrosa, más allá de los
lindes de este país.
Los hobbits, de todos
modos, hubieran querido que Tom los acompañara. Tenían la impresión de que
nadie como él hubiese podido enfrentar a los jinetes negros. Pronto iban a
internarse en tierras que les eran totalmente extrañas y más allá de todo lo
conocido excepto en leyendas vagas y distantes; y en la tarde que caía tuvieron
nostalgias del hogar. Una profunda soledad y un sentimiento de pérdida los
invadió a todos. Se quedaron allí de pie, en silencio, resistiéndose a la
separación final y sólo lentamente fueron dándose cuenta de que Tom estaba
despidiéndose, diciéndoles que no perdieran el ánimo y que cabalgaran sin
detenerse hasta bien entrada la noche.
—Los consejos de Tom
os serán útiles hasta que el día termine. Luego tendréis que fiaros de vuestra
propia buena suerte. En el Camino, a cuatro millas [6 kilómetros] de
aquí, encontraréis una aldea: Bree, al pie de la colina de Bree, cuyas puertas
miran al oeste. Allí encontraréis una vieja posada, El Poni Pisador;
Cebadilla Mantecona es el afortunado propietario. Podréis pasar allí la noche y
luego la mañana os pondrá otra vez en camino. ¡Valor, pero cuidado! ¡Animo en
los corazones y no dejéis escapar la buena fortuna!
Los hobbits le rogaron
que los acompañase al menos hasta la posada y que bebiera con ellos una vez
más, pero Tom se rio y rehusó diciendo:
Las
tierras de Tom terminan aquí; no traspasará las fronteras.
Tiene
que ocuparse de su casa, ¡y Baya de Oro está esperando![30]
Luego se volvió,
arrojó al aire el sombrero, saltó sobre el lomo de Terronillo y se fue barranca
arriba cantando en el crepúsculo.
Los hobbits treparon
detrás y lo observaron hasta que se perdió de vista.
—Lamento tener que
dejar al señor Bombadil—dijo Sam—. Curioso ejemplar y no me equivoco. Digo que
andaremos mucho todavía y no encontraremos nada mejor, ni más raro. Pero no
niego que me gustará ver ese Poni Pisador de que habló. ¡Espero que se
parezca al Dragón Verde de nuestra tierra! ¿Qué clase de gente vive en
Bree?
—Hay hobbits en Bree—dijo
Merry—, y también gente grande. Me atrevo a decir que estaremos casi como en
casa. El Poni es una buena posada, desde todo punto de vista. Los míos
van allí de cuando en cuando.
—Puede ser todo lo que
deseamos—dijo Frodo—, pero de cualquier modo está fuera de La Comarca. ¡No os
sintáis demasiado en casa! Recordad todos por favor que el nombre de Bolsón no
ha de mencionarse. Si es necesario darme un nombre, soy el señor Sotomonte.
Montaron los ponis y
fueron en silencio hacia la noche. La oscuridad cayó rápidamente mientras
subían y bajaban las lomas, hasta que al fin vieron luces que resplandecían a
lo lejos.
Delante, cerrándoles
el paso, se levantó la colina de Bree, una masa oscura contra las estrellas
neblinosas; bajo el flanco oeste anidaba una aldea grande. Fueron hacia allí de
prisa, sólo deseando encontrar un fuego y una puerta que los separara de la
noche.
IX.BAJO LA ENSEÑA DE «EL PONI
PISADOR»
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO IX
Bree era la villa
principal de las tierras de Bree, pequeña región habitada, semejante a una isla
en medio de las tierras desiertas de alrededor. Las otras poblaciones eran
Entibo, junto a Bree, del otro lado de la loma; Combe, en un valle profundo un
poco más al este, y Archet, en los límites del bosque de Chet. Alrededor de la
loma de Bree y de las villas había una pequeña región de campos y bosques
cultivados, de unas pocas millas de extensión.
Los hombres de Bree
eran de cabellos castaños, anchos y no muy altos, alegres e independientes; no
servían a nadie, aunque se mostraban amables y hospitalarios con los hobbits, enanos,
elfos y otros habitantes del mundo próximo, lo que no era (o es) habitual en la
gente grande. De acuerdo con sus propias leyendas, descendían de los primeros
hombres que se habían aventurado a alejarse hacia el oeste de la Tierra Media y
eran los habitantes originales del lugar. Pocos habían sobrevivido a los
conflictos de los Días Antiguos, pero cuando los reyes volvieron cruzando de
nuevo las Grandes Aguas, encontraron a los hombres de Bree todavía allí, donde
continúan estando ahora, cuando el recuerdo de los viejos reyes ya se había
borrado en la hierba.
En aquellos días ningún otro hombre se había
afincado tan al oeste, ni a menos de cien leguas [483 kilómetros] de
La Comarca; pero en las tierras salvajes más allá de Bree había nómadas
misteriosos. La gente de Bree los llamaba los montaraces y no sabía de
dónde venían. Eran más altos y morenos que los hombres de Bree y se los creía
capaces de ver y oír cosas extrañas y de entender el lenguaje de las bestias y
los pájaros. Iban de un lado a otro hacia el sur y el este, casi hasta las montañas
Nubladas, pero ahora eran pocos y rara vez se los veía. Cuando aparecían traían
noticias de muy lejos y contaban extrañas historias olvidadas que eran
escuchadas con mucho interés; pero las gentes de Bree no hacían buenas migas
con ellos.
Había también numerosas familias de hobbits en
el país de Bree y pretendían ser el grupo de hobbits más antiguo del mundo,
establecidos allí mucho antes del cruce del Brandivino y la colonización de La
Comarca. La mayoría vivía en Entibo, aunque había algunos en Bree,
especialmente en las laderas más altas de la colina, por encima de las casas de
los hombres. La gente grande y la gente pequeña (como se llamaban unos a otros)
estaban en buenas relaciones, ocupándose de sus propios asuntos y cada uno a su
manera, pero considerándose todos parte necesaria de la población de Bree. En
ninguna otra parte del mundo hubiera podido encontrarse este arreglo peculiar (aunque
excelente).
La gente de Bree, grande
y pequeña, no viajaba mucho y no había para ellos nada más importante que los
asuntos de las cuatro villas. De cuando en cuando los hobbits de Bree iban
hasta Los Gamos o la Cuaderna del Este, pero aunque esta pequeña región no
estaba a más de una jornada a caballo desde el Puente del Brandivino, los
hobbits de La Comarca la visitaban poco ahora. Algún habitante de Los Gamos o
algún intrépido Tuk venía en ocasiones a pasar una noche o dos en la posada,
pero aún esto era cada vez más raro. Los hobbits de La Comarca llamaban a los
de Bree y a todos los que vivían más allá de las fronteras gentes del exterior
y se interesaban poco en ellos, considerándolos rústicos y bárbaros. En esa
época y al este del mundo había probablemente muchas gentes del exterior que
los hobbits de La Comarca no conocían. Algunos, sin duda, no eran sino
vagabundos, siempre dispuestos a cavar un agujero en cualquier barranca y
quedarse allí mientras se sintieran cómodos. Pero en las tierras de Bree, al
menos, los hobbits eran decentes y prósperos y no más rústicos que la mayoría
de los parientes lejanos del interior. No se había olvidado aún que en otro
tiempo las idas y venidas entre La Comarca y Bree habían sido cosa frecuente. Era
opinión común que había sangre de Bree en los Brandigamo.
La aldea de Bree comprendía
un centenar de casas de piedra de gentes grandes, la mayoría sobre el camino en
el flanco de la loma, con ventanas que daban al oeste. En este lado,
describiendo algo más de medio círculo, desde la loma y de vuelta, había un
foso profundo con un seto espeso sobre la pared interior. El camino franqueaba la
cerca por medio de una calzada, pero en el lugar donde atravesaba la cerca una
puerta de trancas cerraba el paso. Había otra en el extremo sur, donde el
camino dejaba la villa. Las puertas se cerraban a la caída de la noche, pero en
el lado de adentro había unos refugios pequeños para los guardianes.
Junto al camino, donde
doblaba a la derecha bordeando la colina, se levantaba una posada grande. Había
sido construida en tiempos remotos cuando el tránsito en los caminos era mucho
mayor. Pues Bree estaba situada en una vieja encrucijada; otro antiguo camino
cruzaba el Camino del Este junto al foso, en el extremo oeste de la villa; y
muchos hombres y gentes de distintas clases habían pasado por allí en tiempos
lejanos. Extraño como noticias de Bree era todavía una expresión
corriente en la Cuaderna del Este y se remontaba a la época en que noticias del
norte, el sur y el este podían oírse aún en la posada, donde los hobbits de La
Comarca iban más a menudo a oírlas. Pero las tierras del norte estaban
desiertas desde hacía tiempo y el Camino del Norte se usaba poco ahora; estaba
cubierto de hierba y la gente de Bree lo llamaba el Camino Verde.
La posada de Bree
estaba todavía allí, sin embargo, y el posadero era una persona importante. La
casa era lugar de reunión para los habitantes ociosos, charlatanes y curiosos,
grandes y pequeños, de las cuatro aldeas y un refugio para los montaraces y
otros trotamundos y para aquellos viajeros (en su mayoría enanos) que tomaban
todavía el Camino del Este para ir a las montañas, o volver de las montañas.
La noche había caído y
unas estrellas blancas brillaban en el cielo cuando Frodo y sus compañeros
llegaron al fin al cruce del Camino Verde, ya cerca de la aldea. Avanzaron
hacia la Puerta del Oeste y la encontraron cerrada, pero un hombre estaba
sentado frente a la casita, del otro lado de la cerca. El hombre se incorporó
de un salto, alcanzó una linterna y los miró por encima de la puerta de
trancas, sorprendido.
—¿Qué quieren y de
dónde vienen?—preguntó con tono áspero.
—Buscamos la posada—respondió
Frodo—. Vamos hacia el este y no podemos ir más lejos esta noche.
—¡Hobbits! ¡Cuatro
hobbits! Y lo que es más, de La Comarca, según parece por el acento—dijo el
guardián a media voz y como hablándose a sí mismo.
Los examinó un momento
con aire sombrío y luego abrió lentamente la puerta y los dejó entrar.
—No vemos a menudo
gente de La Comarca cabalgando por el camino de noche—prosiguió diciendo
mientras los hobbits hacían un alto junto a la empalizada—. ¿Me excusarán si
les pregunto qué los lleva al este de Bree? ¿Cómo se llaman, si me permiten?
—Nuestros nombres y
asuntos son cosa nuestra y éste no parece un buen lugar para discutirlo—dijo
Frodo a quien no le gustaba el aspecto del hombre ni el tono de su voz.
—De acuerdo—dijo el
hombre—, pero mi obligación es preguntar, después de la caída de la noche.
—Somos hobbits de Los
Gamos. Nos gusta viajar y queremos descansar en la posada de aquí—dijo Merry—.
Soy el señor Brandigamo. ¿Le basta eso? En otro tiempo la gente de Bree trataba
cortésmente a los viajeros, o así he oído.
—¡Muy bien! ¡Muy bien!—dijo
el hombre—. No quise ofenderlos. Pronto sabrán quizá que no sólo el viejo Herry
de la puerta es quien hace preguntas. Hay gente rara por aquí. Si van al Poni
descubrirán que no son los únicos huéspedes.
Les deseó buenas
noches y no dijo más; pero Frodo alcanzó a ver a la luz de la linterna que el
hombre no dejaba de mirarlos. Le alegró oír el golpe de la puerta que se
cerraba detrás de ellos, mientras avanzaban. Se preguntó por qué el hombre
parecía tan suspicaz y si alguien no habría estado pidiendo noticias de un
grupo de hobbits. ¿Gandalf quizá? Tenía tiempo de haber llegado, mientras ellos
se demoraban en el bosque y las quebradas. Pero había habido algo en la mirada
y la voz del guardián que lo había inquietado.
El hombre se quedó
observando a los hobbits un momento y luego entró en la casa. Tan pronto como
volvió la espalda, una figura oscura saltó rápidamente la empalizada y se perdió
en las sombras de la calle.
Los hobbits subieron
por una pendiente suave, dejaron atrás unas pocas casas dispersas y se
detuvieron a las puertas de la posada. Las casas les parecían grandes y
extrañas. Sam miró asombrado los tres pisos y las numerosas ventanas del
albergue y sintió un desmayo en el corazón. Había imaginado que se las vería
con gigantes más altos que árboles y otras criaturas todavía más terribles en
algún momento del viaje, pero descubría ahora que este primer encuentro con los
hombres y las casas de los hombres le bastaba como prueba, y en verdad era demasiado
como término oscuro de una jornada fatigosa. Imaginó caballos negros que
esperaban ensillados en las sombras del patio de la posada y jinetes negros que
espiaban desde las tenebrosas ventanas de arriba.
—No pasaremos aquí la
noche, seguro, ¿no, señor?—exclamó—. Si hay gente hobbit por aquí, ¿por qué no
buscamos a alguno que quiera recibirnos? Sería algo más hogareño.
—¿Qué tiene de malo la
posada?—dijo Frodo—. Nos la recomendó Tom Bombadil. Quizás el interior sea
bastante hogareño.
Aún desde afuera la
casa tenía un aspecto agradable, para ojos familiarizados con estos edificios.
La fachada miraba al camino y las dos alas iban hacia atrás apoyándose en parte
en tierras socavadas en la falda de la loma, de modo que las ventanas del
segundo piso de atrás se encontraban al nivel del suelo. Una amplia arcada
conducía a un patio entre las dos alas y bajo esa arcada a la izquierda había
una puerta grande sobre unos pocos y anchos escalones. La puerta estaba abierta
y derramaba luz. Sobre la arcada había un farol y debajo se balanceaba un
tablero con una figura: un poni blanco encabritado. Encima de la puerta se leía
en letras blancas: EL PONI PISADOR de CEBADILLA MANTECONA. En las
ventanas más bajas se veía luz detrás de espesas cortinas.
Mientras titubeaban
allí en la oscuridad, alguien comenzó a entonar adentro una alegre canción y
unas voces entusiastas se alzaron en coro. Los hobbits prestaron atención un
momento a este sonido alentador y desmontaron. La canción terminó y hubo una
explosión de aplausos y risas.
Llevaron los ponis
bajo la arcada, los dejaron en el patio y subieron los escalones. Frodo abría
la marcha y casi se llevó por delante a un hombre bajo, gordo, calvo y de cara
roja. Tenía puesto un delantal blanco, e iba de una puerta a otra llevando una
bandeja de jarros llenos hasta el borde.
—Podríamos... —comenzó
Frodo.
—¡Medio minuto, por
favor!—gritó el hombre volviendo la cabeza y desapareció en una babel de voces
y nubes de humo. Un momento después estaba de vuelta secándose las manos en el
delantal.
—¡Buenas noches,
pequeño señor!—dijo saludando con una reverencia. ¿En qué podría servirlo?
—Necesitamos cama para
cuatro y albergue para cinco ponis, si es posible. ¿Es usted el señor Mantecona?
—¡Sí, señor! Cebadilla
es mi nombre. ¡Cebadilla Mantecona para servirlos! Vienen de La Comarca, ¿eh?—dijo,
y de pronto se palmeó la frente, como tratando de recordar—. ¡Hobbits!—exclamó—.
¿Qué me recuerda esto? ¿Pueden decirme cómo se llaman ustedes, señor?
—El señor Tuk y el
señor Brandigamo—dijo Frodo—y este es Sam Gamyi. Mi nombre es Sotomonte.
—¡Ya recuerdo!—dijo
Mantecona chasqueando los dedos—. No, se me fue otra vez. Pero volverá, cuando
tenga un rato para pensarlo. No me alcanzan las manos, pero veré qué puedo
hacer por ustedes. La gente de La Comarca no viene aquí muy a menudo y
lamentaría no poder atenderlos. Pero esta noche ya hay una multitud en la casa,
como no la ha habido desde tiempo atrás. Siempre llueve sobre mojado,
como decimos en Bree. ¡Eh! ¡Nob!—gritó—. ¿Dónde estás, camastrón de pies
lanudos? ¡Nob!
—¡Voy, señor! ¡Voy!
Un hobbit de cara
risueña emergió de una puerta, y viendo a los viajeros se detuvo y se quedó
mirándolos con mucho interés.
—¿Dónde está Bob?—preguntó
el posadero—. ¿No lo sabes? ¡Bueno, búscalo! ¡Rápido! ¡No tengo seis piernas,
ni tampoco seis ojos! Dile a Bob que hay cinco ponis para llevar al establo.
Que les encuentre sitio. —Nob se alejó al trote, mostrando los dientes y guiñando
los ojos.
—Bien, ¿qué iba a
decirles?—dijo el señor Mantecona, golpeándosela frente con las puntas de los
dedos—. Un clavo saca a otro, como se dice. Estoy tan ocupado esta noche
que la cabeza me da vueltas. Hay un grupo que vino anoche del sur por el Camino
Verde y esto es ya bastante raro. Luego una tropa de enanos que va al oeste y
llegó esta tarde. Y ahora ustedes. Si no fueran hobbits dudo que pudiera alojarlos.
Pero tenemos un cuarto o dos en el ala norte, hechos especialmente para hobbits
cuando construyeron la casa. En la planta baja, como prefieren ellos, con
ventanas redondas y todo lo que les gusta. Creo que estarán ustedes cómodos.
Querrán cenar, sin duda. Tan pronto como sea posible. ¡Por aquí ahora!
Los llevó un trecho a
lo largo del pasillo y abrió una puerta. —He aquí una hermosa salita—dijo—.
Espero que les convenga. Perdónenme ahora. Estoy tan ocupado. No me sobra
tiempo ni para charla. Tengo que irme. Estoy siempre corriendo de un lado a
otro, pero no adelgazo. Los veré más tarde. Si necesitan algo, toquen la
campanilla y vendrá Nob. Si no viene, ¡toquen y griten!
El hombre se fue
dejándolos casi sin aliento. Parecía capaz de derramar un torrente interminable
de charla, por más ocupado que estuviera. Se encontraban a la sazón en un
cuarto pequeño y agradable. Un fuego ardía en el hogar y enfrente habían
dispuesto unas sillas bajas y cómodas. Había también una mesa redonda cubierta
con un mantel blanco y encima una gran campanilla. Pero Nob, el sirviente
hobbit, apareció antes que llamaran. Trajo velas y una bandeja colmada de
platos.
—¿Desean algo para
beber, señores?—preguntó—. ¿Quieren que les muestre los dormitorios mientras
esperan la cena?
Se habían lavado ya y
estaban rodeados de buenos jarros de cerveza cuando el señor Mantecona y Nob
aparecieron de nuevo. En un abrir y cerrar de ojos tendieron la mesa. Había
sopa caliente, carne fría, una tarta de moras, pan fresco, mantequilla y medio
queso bien estacionado: una buena comida sencilla, tan buena como cualquiera de
La Comarca y bastante familiar como para quitarle a Sam los últimos recelos
(que la excelencia de la cerveza ya había aliviado bastante).
El posadero se
entretuvo allí unos momentos y al fin anunció que se iba. —No sé si querrán
unirse a nosotros después de cenar—dijo desde la puerta—. Quizá prefieran
acostarse. De cualquier modo nos agradaría mucho que nos acompañaran, si tienen
ganas. No recibimos a menudo a gente del exterior... perdón, viajeros de La
Comarca, quiero decir; y nos gusta enterarnos de las últimas noticias, o quizás
oír una historia o una canción, como prefieran. ¡Decidan ustedes! Cualquier
cosa que necesiten, ¡toquen la campanilla!
Luego de la cena (que
había durado tres cuartos de hora, sin la interrupción de palabras inútiles)
Frodo, Pippin y Sam se sintieron tan frescos y animados que decidieron unirse a
los otros huéspedes. Merry dijo que el aire del salón debía de ser sofocante. —Me
quedaré aquí un rato sentado junto al fuego y luego quizá salga a tomar un poco
de aire. Cuídense y no olviden que hemos escapado en secreto y que aún estamos
en camino ¡y no muy lejos de La Comarca!
—¡Bueno, bueno!—dijo
Pippin—. ¡Cuídate tú también! ¡No te pierdas y no olvides que adentro estarás
más seguro!
Los huéspedes estaban
reunidos en el salón común de la posada. La concurrencia era numerosa y heterogénea,
descubrió Frodo, cuando los ojos se le acostumbraron a la luz. Esta procedía
sobre todo de un llameante fuego de leña, pues los tres faroles que pendían de
las vigas eran débiles y estaban velados por el humo. Cebadilla Mantecona, de
pie junto al fuego, hablaba con una pareja de enanos y con uno o dos hombres de
extraño aspecto. En los bancos había gentes diversas: hombres de Bree, un grupo
de hobbits locales sentados juntos, charlando, algunos enanos más y otras
figuras difíciles de distinguir en las sombras y rincones.
Tan pronto como los
hobbits de La Comarca entraron en el salón, se alzó un coro de voces: Bree les
daba la bienvenida. Los extraños, especialmente los que habían venido por el
Camino Verde, los miraron con curiosidad. El posadero presentó los recién
llegados a la gente de Bree, tan rápidamente que aunque los hobbits entendían
los nombres no estaban seguros de saber a quién pertenecía éste y a quién este
otro. Todos los hombres de Bree parecían tener nombres botánicos (y bastante
raros para la gente de La Comarca), tales como Juncales, Madreselva, Matosos,
Manzanero, Cardoso y Helechal (y Cebadilla Mantecona). Algunos hobbits tenían
nombres similares. Los Artemisa, por ejemplo, parecían numerosos. Pero la
mayoría llevaba nombres sacados de accidentes naturales como Bancos, Tejonera, Cuevas,
Arenas y Tunelo, muchos de los cuales eran comunes en La Comarca. Había varios
Sotomonte de Entibo y como no alcanzaban a imaginar que compartiesen un nombre
y no fuesen parientes, tomaron cariñosamente a Frodo por un primo perdido hacía
tiempo.
Los hobbits de Bree
eran en verdad amables y curiosos y Frodo pronto se dio cuenta de que tendría
que dar alguna explicación de lo que hacía. Dijo que le interesaban la
geografía y la historia (y aquí hubo muchos cabeceos de asentimiento, aunque
estas palabras no eran muy comunes en el dialecto de Bree). Declaró que pensaba
escribir un libro (lo que provocó un asombro mudo) y que él y sus amigos
deseaban informarse acerca de los hobbits que vivían fuera de La Comarca, sobre
todo en las tierras del este.
Junto con este anuncio
estalló un coro de voces. Si Frodo hubiese querido realmente escribir un libro
y hubiera tenido muchas orejas, habría reunido material para varios capítulos
en unos pocos minutos. Y como si esto no fuera suficiente le dieron toda una
lista de nombres, encabezada por «nuestro viejo Cebadilla», a quienes
podía recurrir en busca de más información. Pero al cabo de un rato, como Frodo
no diera ninguna señal de querer escribir un libro allí mismo y en seguida, los
hobbits de Bree volvieron a hacer preguntas sobre lo que pasaba en La Comarca.
Frodo no se mostró muy comunicativo y pronto se encontró solo, sentado en un
rincón, escuchando y mirando alrededor.
Los hombres y los enanos
hablaban sobre todo de acontecimientos distantes y daban noticias de una
especie que era ya demasiado familiar. Había problemas allá en el sur y parecía
que los hombres que habían venido por el Camino Verde habían partido en busca
de tierras donde pudieran encontrar un poco de paz. Las gentes de Bree los
trataban con simpatía, pero no parecían muy dispuestos a recibir un gran número
de extranjeros en aquellos reducidos territorios. Uno de los viajeros, bizco,
poco agraciado, pronosticaba que en el futuro cercano más y más gente subiría
al norte. —Si no les encuentran lugar, lo encontrarán ellos mismos. Tienen
derecho a vivir, tanto como otros—dijo con voz fuerte. Los habitantes del lugar
no parecían muy complacidos con esta perspectiva.
Los hobbits no
prestaron mucha atención a todo esto, que por el momento no parecía concernir a
los hobbits. Era difícil que la gente grande pretendiera alojarse en los
agujeros de los hobbits. Estaban aquí más interesados en Sam y Pippin, que
ahora se sentían muy cómodos y charlaban animadamente sobre los acontecimientos
de La Comarca. Pippin provocó una buena cantidad de carcajadas contando cómo se
vino abajo el techo en la alcaldía de Cavada Grande. Will Pieblanco, el alcalde
y el más gordo de los hobbits en la Cuaderna del Oeste, había emergido envuelto
en yeso, como un pastel enharinado. Pero se hicieron también muchas preguntas,
que inquietaron a Frodo. Uno de los habitantes de Bree, que parecía haber
estado varias veces en La Comarca, quiso saber dónde habitaban los Sotomonte y
con quién estaban emparentados.
De pronto Frodo notó
que un hombre de aspecto extraño, curtido por la intemperie, sentado en la
sombra cerca de la pared, escuchaba también con atención la charla de los
hobbits. Tenía un tazón delante de él y fumaba una pipa de caño largo,
curiosamente esculpida. Las piernas extendidas mostraban unas botas de cuero
blando, que le calzaban bien, pero que habían sido muy usadas y estaban ahora
cubiertas de barro. Un manto pesado, de color verde oliva, manchado por muchos
viajes, le envolvía ajustadamente el cuerpo y a pesar del calor que había en el
cuarto llevaba una capucha que le ensombrecía la cara; sin embargo, se le
alcanzaba a ver el brillo de los ojos, mientras observaba a los hobbits.
—¿Quién es?—susurró
Frodo cuando tuvo cerca al señor Mantecona—No recuerdo que usted nos haya presentado.
—¿Él?—respondió el
posadero en voz baja, apuntando con un ojo y sin volver la cabeza—. No lo sé
muy bien. Es uno de esos que van de un lado a otro. Montaraces, los
llamamos. Habla raras veces, aunque sabe contar una buena historia cuando tiene
ganas. Desaparece durante un mes, o un año, y se presenta aquí de nuevo. Se fue
y vino muchas veces en la primavera pasada, pero no lo veía desde hace tiempo.
El nombre verdadero nunca lo oí, pero por aquí se le conoce como Trancos.
Anda siempre a grandes pasos, con esas largas zancas que tiene, aunque nadie
sabe el porqué de tanta prisa. Pero no hay modo de entender a los del este y
tampoco a los del oeste, como decimos en Bree, refiriéndonos a los
montaraces y a las gentes de La Comarca, con el perdón de usted. Raro que me lo
haya preguntado. —Pero en ese momento alguien llamó pidiendo más cerveza y el
señor Mantecona se fue dejando en el aire su última frase.
Frodo notó que Trancos
estaba ahora mirándolo, como si hubiera oído o adivinado todo lo que se había
dicho. Casi en seguida, con un movimiento de la mano y un cabeceo, invitó a
Frodo a que se sentara junto a él. Frodo se acercó y el hombre se sacó la
capucha descubriendo una hirsuta cabellera oscura con mechones canosos y un par
de ojos grises y perspicaces en una cara pálida y severa.
—Me llaman Trancos—dijo
con una voz grave—. Me complace conocerlo, señor... Sotomonte, si el viejo
Mantecona ha oído bien el nombre de usted.
—Ha oído bien—dijo
Frodo tiesamente. No se sentía nada cómodo bajo la mirada de aquellos ojos
penetrantes.
—Bien, señor Sotomonte—dijo
Trancos—, si yo fuera usted, trataría de que esos jóvenes amigos no hablaran
demasiado. La bebida, el fuego y los conocidos casuales son bastante agradables,
pero, bueno... esto no es La Comarca. Hay gente rara por aquí. Aunque usted
pensará que no soy yo quien tiene que decirlo—añadió con una sonrisa torcida,
viendo la mirada que le echaba Frodo—. Y otros viajeros todavía más extraños
han pasado últimamente por Bree—continuó observando la cara del hobbit.
Frodo le devolvió la
mirada, pero no replicó y Trancos calló también. Ahora parecía interesado en
Pippin. Frodo, alarmado, se dio cuenta de que el ridículo joven Tuk, animado
por el éxito que había tenido su historia sobre el alcalde de Cavada Grande,
estaba dando una versión cómica de la fiesta de despedida de Bilbo. Imitaba
ahora el discurso y se acercaba al momento de la asombrosa desaparición.
Frodo se sintió
fastidiado. Era sin duda una historia bastante inofensiva para la mayoría de
los hobbits locales; sólo una historia rara sobre esas gentes raras que vivían
más allá del río; pero algunos (el viejo Mantecona, por ejemplo) no habían
nacido ayer y era probable que hubiesen oído algo tiempo atrás acerca de la
desaparición de Bilbo. Esto les traería a la memoria el nombre de Bolsón,
principalmente si se había preguntado por este nombre en Bree.
Frodo se movió en el
asiento, sin saber qué hacer. Pippin disfrutaba ahora de modo evidente del
interés que despertaba en los demás y había olvidado el peligro en que se
encontraban. Frodo temió de pronto que arrastrado por la historia Pippin
llegara a mencionar el Anillo, lo que podía ser desastroso.
—¡Será mejor que haga
algo y rápido!—le susurró Trancos al oído.
Frodo se subió de un salto
a una mesa y empezó a hablar. Los oyentes de Pippin se volvieron a mirarlo.
Algunos hobbits rieron y aplaudieron, pensando que el señor Sotomonte había
tomado demasiada cerveza.
Frodo se sintió de
pronto ridículo y se encontró (como era su costumbre cuando pronunciaba un
discurso) jugueteando con las cosas que llevaba en el bolsillo. Tocó el Anillo
y la cadena, e inesperadamente tuvo el deseo de ponérselo en el dedo y
desaparecer, escapando así de aquella tonta situación. Le pareció, de algún
modo, que la idea le había venido de afuera, de alguien o algo en el cuarto.
Resistió firmemente la tentación y apretó el Anillo en la mano, como para
asegurarlo e impedirle escapar o hacer algún disparate. De cualquier modo el
Anillo no lo inspiró. Pronunció «unas pocas palabras de circunstancias»,
como hubiesen dicho en La Comarca: Estamos todos muy agradecidos por tanta
amabilidad y me atrevo a esperar que mi breve visita ayudará a renovar los
viejos lazos de amistad entre La Comarca y Bree; y luego titubeó y tosió.
Todos en la sala
estaban ahora mirándolo. —¡Una canción!—gritó uno de los hobbits—. ¡Una
canción! ¡Una canción!—gritaron todos los otros—. ¡Vamos, señor, cántenos algo
que no hayamos oído antes!
Durante un rato Frodo
se quedó allí, de pie sobre la mesa, boquiabierto. Luego, desesperado, se puso
a cantar; era una canción ridícula que Bilbo había estimado bastante (y de la
que en realidad se había sentido orgulloso, pues él mismo era el autor de la
letra). Se hablaba en ella de una posada y fue esa quizá la razón por la que le
vino a la memoria en ese momento. Hela aquí en su totalidad. Hoy, en general,
sólo se recuerdan unas pocas palabras.
Hay
una posada, una vieja y alegre posada
al
pie de una vieja colina gris,
y
allí preparan una cerveza tan oscura
que
una noche bajó a beberla
el
hombre de la luna.
El
palafrenero tiene un gato borracho
que
toca un violín de cinco cuerdas;
y
el arco se mueve bajando y subiendo,
arriba
rechinando, abajo ronroneando,
y
serruchando en el medio.
El
posadero tiene un perrito
que
es muy aficionado a las bromas;
y
cuando en los huéspedes hay alegría,
levanta
una oreja a todos los chistes
y
se muere de risa.
Ellos
tienen también una vaca cornuda
orgullosa
como una reina;
la
música la trastorna como una cerveza
y
mueve la cola empenachada
y
baila en la hierba.
¡Oh
las pilas de fuentes de plata
y
el cajón de cucharas de plata!
Hay
un par especial de domingo
que
ellos pulen con mucho cuidado
la
tarde del sábado.
El
hombre de la luna bebía largamente
y
el gato se puso a llorar;
la
fuente y la cuchara bailaban en la consola,
y
la vaca brincaba en el jardín,
y
el perrito se mordía la cola.
El
hombre de la luna empinó el codo
y
luego rodó bajo la silla,
y
allí durmió soñando con cerveza;
hasta
que el alba estuvo en el aire
y
se borraron las estrellas.
Luego
el palafrenero le dijo al gato ebrio:
—Los
caballos blancos de la luna
tascan
los frenos de plata y relinchan
pero
el amo ha perdido la cabeza,
¡y
ya viene el día!
El
gato en el violín toca una jiga-jiga
que
despertaría a los muertos,
chillando,
serruchando, apresurando la tonada,
y
el posadero sacude al hombre de la luna,
diciendo:
¡Son las tres pasadas!
Llevan
al hombre rodando loma arriba
y
lo arrojan a la luna,
mientras
que los caballos galopan de espaldas
y
la vaca cabriola como un ciervo
y
la fuente se va con la cuchara.
Más
rápido el violín toca la jiga-jiga;
la
vaca y los caballos están patas arriba,
y
el perro lanza un rugido,
y
los huéspedes ya saltan de la cama
y
bailan en el piso.
¡Las
cuerdas del violín estallan con un pum!
La
vaca salta por encima de la luna,
y
el perrito se ríe divertido,
y
la fuente del sábado se escapa corriendo
con
la cuchara del domingo.
La
luna redonda rueda detrás de la colina,
mientras
el sol levanta la cabeza,
y
con ojos de fuego observa estupefacta
que
aunque es de día todos
volvieron
a la cama.[31]
El aplauso fue
prolongado y ruidoso. Frodo tenía una buena voz y la fantasía de la canción
había agradado a todos. —¿Por dónde anda el viejo Cebadilla?—exclamaron—. Tiene
que oírla. Bob podría enseñarle al gato a tocar el violín y tendríamos un baile.
—Pidieron una nueva ronda de cerveza y gritaron: —¡Cántela otra vez, señor!
¡Vamos! ¡Otra vez!
Hicieron tomar un
jarro más a Frodo, que recomenzó la canción y muchos se le unieron, pues la
melodía era muy conocida y se les había pegado la letra. Le tocó a Frodo
entonces sentirse satisfecho de sí mismo. Zapateaba sobre la mesa y cuando
llegó por segunda vez a la vaca salta por encima de la luna, dio un
salto en el aire demasiado vigoroso. Frodo cayó, bum, sobre una bandeja repleta de jarros, resbaló y fue a parar
bajo la mesa con un estruendo, un alboroto y un golpe sordo. Todos abrieron la
boca preparados para reír y se quedaron petrificados en un silencio sin
aliento, pues el cantor ya no estaba allí. ¡Había desaparecido como si hubiera
pasado directamente a través del piso de la sala sin dejar ni la huella de un
agujero!
Los hobbits locales se quedaron mirando mudos de asombro; en seguida se incorporaron de un salto y llamaron a gritos a Cebadilla. Todos se apartaron de Pippin y Sam, que se encontraron solos en un rincón, observados desde lejos con miradas sombrías y desconfiadas. Estaba claro que para la mayoría de la gente ellos eran los compañeros de un mago ambulante con poderes y propósitos desconocidos. Pero había un vecino de Bree, de tez oscura, que los miraba con la expresión de alguien que está sobre aviso y con una cierta ironía; Pippin y Sam se sentían de veras incómodos. Casi en seguida el hombre se escurrió fuera del salón, seguido por el sureño bizco; los dos habían pasado gran parte de la noche hablando juntos en voz baja. Herry, el guardián de la puerta, salió también detrás de ellos.
Frodo se daba cuenta
de que había cometido una estupidez. No sabiendo qué hacer, se arrastró por
debajo de las mesas hacia el rincón sombrío donde Trancos estaba todavía
sentado, impasible. Se apoyó de espaldas contra la pared y se quitó el Anillo.
Cómo le había llegado al dedo, no podía recordarlo. Era posible que hubiese
estado jugueteando con él en el bolsillo, mientras cantaba y que en el momento
de sacar bruscamente la mano para evitar la caída, se le hubiera deslizado de
algún modo en el dedo. Durante un instante se preguntó si el Anillo mismo no le
había jugado una mala pasada; quizás había tratado de hacerse notar en
respuesta al deseo o la orden de alguno de los huéspedes. No le gustaba el
aspecto de los hombres que habían dejado el salón.
—¿Bien?—dijo Trancos
cuando Frodo reapareció—. ¿Por qué lo hizo? Cualquier indiscreción de los
amigos de usted no hubiera sido peor. Ha metido usted la pata. ¿O tendría que
decir el dedo?
—No sé a qué se
refiere—dijo Frodo molesto y alarmado.
—Oh, sí que lo sabe—respondió
Trancos—, pero será mejor esperar a que pase el alboroto. Luego, si usted me
permite, señor Bolsón, me agradaría que tuviésemos una charla tranquila.
—¿A propósito de qué?—preguntó
Frodo aparentando no haber oído su verdadero nombre.
—A propósito de un
asunto de cierta importancia, tanto para usted como para mí—respondió Trancos
mirando a Frodo a los ojos—. Quizás oiga algo que le conviene.
—Muy bien—dijo Frodo
tratando de mostrarse indiferente—. Hablaré con usted más tarde.
Mientras, junto a la
chimenea se desarrollaba una discusión. El señor Mantecona había llegado al
trote y ahora trataba de escuchar a la vez varios relatos contradictorios sobre
lo que había ocurrido.
—Yo lo vi, señor
Mantecona—dijo un hobbit—, por lo menos no lo vi más, si usted me entiende. Se
desvaneció en el aire, como quien dice.
—¡No es posible, señor
Artemisa!—dijo el posadero, perplejo.
—Sí—replicó Artemisa—.
Y además sé lo que digo.
—Hay algún error en
alguna parte—dijo Mantecona sacudiendo la cabeza—. Había demasiado de ese señor
Sotomonte para que se desvaneciese así en el aire, o en el humo, lo que sería
más exacto si ocurrió en esta habitación.
—Bueno, ¿dónde está
ahora?—gritaron varias voces.
—¿Cómo podría saberlo?
Puede irse a donde quiera, siempre que pague por la mañana. Y aquí está el señor
Tuk, que no ha desaparecido.
—Bueno, vi lo que vi y
vi lo que no vi—dijo Artemisa, obstinado.
—Y yo digo que hay
aquí algún error—repitió Mantecona recogiendo la bandeja y los restos de los
jarros.
—¡Claro que hay un
error!—dijo Frodo—. No he desaparecido. ¡Aquí estoy! He tenido sólo una pequeña
charla con el señor Trancos en el rincón.
Frodo se adelantó a la
luz del fuego, pero la mayoría de los huéspedes dio un paso atrás, aún más
perturbados que antes. No los satisfacía la explicación de Frodo, según la cual
se había arrastrado rápidamente por debajo de las mesas luego de la caída. La
mayoría de los hobbits y de los hombres de Bree se apresuraron a irse, sin
ganas ya de seguir divirtiéndose esa noche. Unos pocos echaron a Frodo una
mirada sombría y partieron murmurando entre ellos. Los enanos y dos o tres
hombres extraños que todavía estaban allí se pusieron de pie y dieron las
buenas noches al posadero pero no a Frodo y sus amigos. Poco después no quedaba
nadie sino Trancos, todavía sentado en las sombras junto a la pared.
El señor Mantecona no
parecía muy preocupado. Pensaba, probablemente, que el salón estaría repleto
durante muchas noches, hasta que el misterio actual fuera discutido a fondo. —Y
ahora, ¿qué ha estado haciendo, señor Sotomonte?—preguntó—. ¿Asustando a mis
clientes y haciendo trizas mis jarros con esas acrobacias?
—Lamento mucho haber
causado alguna dificultad—dijo Frodo—. No tuve la menor intención, se lo
aseguro. Fue un desgraciado accidente.
—Muy bien, señor
Sotomonte. Pero si va usted a intentar otros juegos, o conjuros, o lo que sea,
mejor que antes advierta a la gente y que me advierta a mí. Aquí somos un poco
recelosos de todo lo que salga de lo común, de todo lo misterioso, si usted me
entiende, y tardamos en acostumbrarnos.
—No haré nada parecido
otra vez, señor Mantecona, se lo prometo. Y ahora creo que me iré a la cama.
Partimos temprano. ¿Podría ordenar que nuestros ponis estén preparados para las
ocho?
—¡Muy bien! Pero antes
que se vaya quiero tener con usted unas palabras en privado, señor Sotomonte.
Acabo de recordar algo que usted tiene que saber. Espero no molestarle. Cuando
haya arreglado una o dos cositas, iré al cuarto de usted, si no le parece mal.
—¡Claro que no!—dijo
Frodo, sintiendo que se le encogía el corazón. Se preguntó cuántas charlas
privadas tendría que sobrellevar antes de poder acostarse y qué revelarían.
¿Estaba toda esta gente ligada contra él? Empezaba a sospechar que aún la cara
redonda del viejo Mantecona ocultaba unos negros designios.
X.TRANCOS
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO X
Frodo, Pippin y Sam
volvieron a la salita. No había luz. Merry no estaba allí y el fuego había
bajado. Sólo después de avivar un rato las llamas y de haberlas alimentado con
un par de troncos, descubrieron que Trancos había venido con ellos. ¡Estaba
tranquilamente sentado en una silla junto a la puerta!
—¡Hola!—dijo Pippin—.
¿Quién es usted y qué desea?
—Me llaman Trancos—dijo
el hombre—, y aunque quizá lo haya olvidado, el amigo de usted me prometió
tener conmigo una charla tranquila.
—Usted dijo que yo me
enteraría de algo que quizá me fuera útil—dijo Frodo—. ¿Qué tiene que decir?
—Varias cosas—dijo
Trancos—. Pero, por supuesto, tengo mi precio.
—¿Qué quiere decir?—preguntó
Frodo ásperamente.
—¡No se alarme! Sólo
esto: le contaré lo que sé y le daré un buen consejo. Pero quiero una
recompensa.
—¿Qué recompensa?—dijo
Frodo, pensando ahora que había caído en manos de un pillo y recordando con
disgusto que había traído poco dinero. El total no contentaría de ningún modo a
un bribón y no podía malgastar ni siquiera una parte.
—Nada que usted no
pueda permitirse—respondió Trancos con una lenta sonrisa, como si adivinara los
pensamientos de Frodo—. Sólo esto: tendrá que llevarme con usted hasta que yo
decida dejarlo.
—Oh, ¿de veras?—replicó
Frodo, sorprendido, pero no muy aliviado—. Aún en el caso de que yo deseara
otro compañero, no consentiría hasta saber bastante más de usted y de sus
asuntos.
—¡Excelente!—exclamó
Trancos cruzando las piernas y acomodándose en la silla—. Parece que está usted
recobrando el buen sentido; mejor así. Hasta ahora ha sido demasiado
descuidado. ¡Muy bien! Le diré lo que sé y usted dirá si merezco la recompensa.
Quizá me la conceda de buen grado, luego de haberme oído.
—¡Adelante entonces!—dijo
Frodo—. ¿Qué sabe usted?
—Demasiado; demasiadas
cosas sombrías—dijo Trancos torvamente—. Pero en cuanto a los asuntos de
usted... —Se incorporó, fue hasta la puerta, la abrió rápidamente y miró fuera.
Luego cerró en silencio y se sentó otra vez. —Tengo oído fino—continuó bajando
la voz—, y aunque no puedo desaparecer, he seguido las huellas de muchas
criaturas salvajes y cautelosas y comúnmente evito que me vean, si así lo
deseo. Pues bien, yo estaba detrás de la empalizada esta tarde en el camino al
oeste de Bree, cuando cuatro hobbits vinieron de las quebradas. No necesito
repetir todo lo que hablaron con el viejo Bombadil o entre ellos, pero una cosa
me interesó. Por favor, recordad todos, dijo uno de ellos, que el
nombre de Bolsón no ha de mencionarse. Si es necesario darme un nombre soy el
señor Sotomonte. Esto me interesó tanto que los seguí hasta aquí. Me
deslicé por encima de la cerca justo detrás de ellos. Quizás el señor Bolsón
tiene un buen motivo para cambiar de nombre; pero si es así, les aconsejaré a
él y a sus amigos que sean más cuidadosos.
—No veo por qué mi
nombre ha de interesar a la gente de Bree—dijo Frodo, irritado—y todavía ignoro
por qué le interesa a usted. El señor Trancos puede tener buenos motivos para
espiar y escuchar indiscretamente; pero si es así, le aconsejaré que se
explique.
—¡Bien respondido!—dijo
Trancos riéndose—. Pero la explicación es simple: busco a un hobbit llamado
Frodo Bolsón. Quiero encontrarlo en seguida. Supe que estaba llevando fuera de La
Comarca, bueno, un secreto que nos concierne, a mí y a mis amigos.
»¡Un momento, no me
interpreten mal!—gritó al tiempo que Frodo se ponía de pie y Sam daba un salto
con aire amenazador—. Cuidaré del secreto mejor que ustedes. ¡Y hay que
cuidarse de veras!—Se inclinó hacia adelante y los miró. —¡Vigilen todas las
sombras!—dijo en voz baja—. Unos jinetes negros han pasado por Bree. Dicen que
el lunes llegó uno por el Camino Verde y otro apareció más tarde, subiendo por
el Camino Verde desde el sur.
Se hizo un silencio.
Al fin Frodo les habló a Pippin y Sam. —Tenía que haberlo sospechado por el
modo en que nos recibió el guardián—dijo—. Y el posadero parece haber oído
algo. ¿Por qué insistió en que nos uniéramos a los demás? ¿Y por qué razón nos
comportamos como tontos? Teníamos que habernos quedado aquí tranquilamente.
—Hubiese sido mejor—dijo
Trancos—. Yo hubiera impedido que fueran al salón, pero no me fue posible. El
posadero no hubiese permitido que yo los viera, ni les hubiera traído un
mensaje.
—Cree usted que... —comenzó
Frodo.
—No, no pienso mal del
viejo Mantecona. Pero los vagabundos misteriosos como yo no le gustan demasiado.
—Frodo lo miró con perplejidad. —Bueno, tengo cierto aspecto de villano, ¿no es
así?—dijo Trancos con una mueca de desdén y un brillo extraño en los ojos. Pero
espero que lleguemos a conocernos mejor. Cuando así sea, confío en que me
explicará usted qué ocurrió al fin de la canción. Porque esa pirueta...
—¡Fue sólo un
accidente!—interrumpió Frodo.
—Bueno—dijo Trancos—,
accidente entonces. Ese accidente ha empeorado la situación de usted.
—No demasiado—dijo
Frodo—. Yo ya sabía que esos jinetes estaban persiguiéndome, pero de todos
modos creo que me perdieron el rastro y se han ido.
—¡No cuente con eso!—dijo
Trancos vivamente—. Volverán y vendrán más. Hay otros. Sé cuántos son. Conozco
a esos jinetes. —Hizo una pausa y sus ojos eran fríos y duros. —Y hay gente en
Bree en la que no se puede confiar—continuó—. Bill Helechal, por ejemplo. Tiene
mala reputación en el país de Bree, y gente extraña llama a su casa. Lo habrá
visto usted entre los huéspedes: un sujeto moreno y burlón. Estaba muy cerca de
uno de esos extranjeros del sur y salieron todos juntos en seguida del «accidente».
No todos los sureños son buena gente y en cuanto a Helechal, le vendería
cualquier cosa a cualquiera; o haría daño por el placer de hacerlo.
—¿Qué vendería
Helechal y qué relación tiene con mi accidente?—dijo Frodo, decidido todavía a
no entender las insinuaciones de Trancos.
—Noticias de usted,
por supuesto—respondió Trancos—. Un relato de la hazaña de usted sería muy
interesante para cierta gente. Luego de esto apenas necesitarían saber cómo se
llama usted de veras. Me parece demasiado probable que se enteren antes que
termine la noche. ¿No le es suficiente? En cuanto a mi recompensa, haga lo que
le plazca: tómeme como guía o no. Pero le diré que conozco todas las tierras
entre La Comarca y las montañas Nubladas, pues las he recorrido en todos los
sentidos durante muchos años. Soy más viejo de lo que parezco. Le puedo ser
útil. Desde esta noche tendrá usted que dejar la carretera, pues los jinetes la
vigilarán día y noche. Podrá escapar de Bree, y nadie lo detendrá quizá
mientras el sol esté alto, pero no irá muy lejos. Caerán sobre usted en algún
sitio desierto y sombrío donde nadie podría auxiliarlo. ¿Permitirá que le den
alcance? ¡Son terribles!
Los hobbits lo miraron
y vieron con sorpresa que retorcía la cara como si soportara algún dolor y que
tenía las manos aferradas a los brazos de la silla. La habitación estaba muy
tranquila y silenciosa y la luz parecía más pálida. Trancos se quedó un rato
sentado, la mirada vacía, como atento a viejos recuerdos, o escuchando unos
sonidos lejanos en la noche.
—¡Sí!—exclamó al fin
pasándose la mano por la frente—. Quizá sé más que usted acerca de esos
perseguidores. Les tiene miedo, pero no bastante todavía. Mañana tendrá que
escapar, si puede. Trancos podría guiarlo por senderos poco transitados. ¿Lo
llevará con usted?
Hubo un pesado
silencio. Frodo no respondió, no sabía qué pensar; el miedo y la duda lo
confundían. Sam frunció el ceño y miró a su amo. Al fin estalló:
—¡Con el permiso de
usted, señor Frodo, yo diría no! Este señor Trancos, nos aconseja y dice que
tengamos cuidado; y yo digo sí a eso y que comencemos por él. Viene de las
tierras salvajes y nunca oí nada bueno de esa gente. Es evidente que sabe algo,
demasiado para mi gusto. Pero eso no es razón para que dejemos que nos lleve a
algún lugar sombrío lejos de cualquier ayuda, como él mismo dice.
Pippin se movió,
incómodo. Trancos no replicó a Sam y volvió los ojos penetrantes a Frodo. Frodo
notó la mirada y torció la cabeza. —No—dijo lentamente—, no estoy de acuerdo.
Pienso, pienso que usted no es realmente lo que quiere parecer. Empezó a
hablarme como la gente de Bree, pero ahora tiene otra voz. De cualquier modo
hay algo cierto en lo que dice Sam: no sé por qué nos aconseja usted que nos
cuidemos y al mismo tiempo nos pide que confiemos en usted. ¿Por qué el
disfraz? ¿Quién es usted? ¿Qué sabe realmente acerca de... acerca de mis
asuntos y cómo lo sabe?
—La lección de
prudencia ha sido bien aprendida—dijo Trancos con una sonrisa torcida—. Pero la
prudencia es una cosa y la irresolución es otra. Nunca llegarán a Rivendel por
sus propios medios y tenerme confianza es la única posibilidad que les queda.
Tienen que decidirse. Contestaré cualquier pregunta, si eso los ayuda. ¿Pero
por qué creerán en la verdad de mi historia, si no confían en mí? Aquí está,
sin embargo…
En ese momento
llamaron a la puerta. El señor Mantecona había traído velas y detrás venía Nob,
con jarras de agua caliente. Trancos se retiró a un rincón oscuro.
—He venido a desearles
buenas noches—dijo el posadero, poniendo las velas sobre la mesa. ¡Nob! ¡Lleva
el agua a los cuartos!—Entró y cerró la puerta.
—El asunto es así—comenzó
a decir, titubeando, perturbado—. Si he causado algún mal, lo lamento de veras.
Pero todo se encadena, como usted sabe, y soy un hombre ocupado. Esta semana,
primero una cosa y luego otra me despertaron poco a poco la memoria, como se
dice, y espero que no demasiado tarde. Pues verá usted, me pidieron que buscase
a unos hobbits de La Comarca, a un tal Bolsón sobre todo.
—¿Y eso qué relación
tiene conmigo?—preguntó Frodo.
—Ah, usted lo sabe sin
duda mejor que nadie—dijo el posadero con aire de estar enterado—. No lo
traicionaré a usted, pero me dijeron que ese Bolsón viajaría con el nombre de Sotomonte
y me hicieron una descripción que se le ajusta a usted bastante, si me permite.
—¿De veras? Bien,
¡venga entonces esa descripción!—dijo Frodo interrumpiéndolo aturdidamente.
—Un hombrecito rollizo
de mejillas rojas—dijo solemnemente el señor Mantecona. Pippin rio entre
dientes, pero Sam se mostró indignado. —Esto no te servirá de mucho,
Cebadilla, pues conviene a casi todos los hobbits, me dijeron—continuó el
señor Mantecona echándole una ojeada a Pippin—, pero éste es más alto que
algunos y más rubio que la mayoría y tiene un hoyuelo en la barbilla; un sujeto
de cabeza erguida y ojos brillantes. Perdón, pero él lo dijo, no yo.
—¿Él lo dijo?
¿Y quién era él?—preguntó Frodo muy interesado.
—¡Ah! Era Gandalf, si
usted sabe a quién me refiero. Un mago dicen que es, pero buen amigo mío,
cierto o no cierto. Pero ahora no sé qué me dirá, si lo veo de nuevo: me
agriará toda la cerveza o me transformará en un trozo de madera, no me
sorprendería. Es de temperamento vivo. Sin embargo, lo que está hecho no puede
deshacerse.
—Bueno, ¿qué ha hecho
usted?—dijo Frodo impacientándose ante la lentitud con que se desarrollaban los
pensamientos de Mantecona.
—¿Dónde estaba?—preguntó
el posadero haciendo una pausa y castañeteando los dedos—. ¡Ah, sí! El viejo
Gandalf. Hace tres meses entró directamente en mi cuarto sin llamar a la
puerta. Cebadilla, me dijo, salgo a la mañana. ¿Quieres hacerme un
favor? Lo que tú quieras, dije. Tengo prisa, dijo él, y me falta tiempo,
pero quiero que lleven un mensaje a La Comarca. ¿Tienes a alguien a quien
mandar y que sea seguro que llegue? Puedo encontrar a alguien, dije, mañana
quizás, o pasado mañana. Que sea mañana, me dijo, y luego me dio una
carta.
»La dirección es
bastante clara—dijo Mantecona sacando una carta del bolsillo y leyendo la
dirección lenta y orgullosamente (tenía reputación de hombre de letras)—: Señor
Frodo Bolsón, Bolsón Cerrado, Hobbiton, en La Comarca.
—¡Una carta para mí de
Gandalf!—gritó Frodo.
—¡Ah!—dijo el señor
Mantecona—. ¿Entonces el verdadero nombre de usted es Bolsón?
—Sí—dijo Frodo—, y
será mejor que me dé esa carta en seguida y me explique por qué nunca la envió.
Esto es lo que vino a decirme, supongo, aunque le llevó mucho tiempo.
El pobre señor Mantecona
parecía turbado. —Tiene razón, señor—dijo—, y le pido que me disculpe. Tengo un
miedo mortal de lo que diría Gandalf, si he causado algún daño. Pero no la he
retenido a propósito. La puse a buen recaudo, pero luego no encontré a nadie
que quisiera ir a La Comarca al día siguiente, ni al otro día y mi gente no
estaba disponible y luego vino una cosa detrás de la otra y me olvidé. Soy un
hombre ocupado. Haré todo lo que pueda para enderezar el entuerto y si puedo
ayudar en algo, dígamelo por favor.
»Aparte de la carta, a
Gandalf le prometí lo mismo. Cebadilla, me dijo, este amigo mío de La
Comarca puede venir pronto por aquí, él y otro. Se hará llamar Sotomonte. ¡No
lo olvides! Y no tienes nada que preguntarme. Si yo no estoy con él, quizás
esté en dificultades y podrá necesitar ayuda. Haz lo que puedas por él y te lo
agradecerá, me dijo. Y aquí está usted y las dificultades no están lejos,
parece.
—¿Qué quiere decir?—preguntó
Frodo.
—Esos hombres negros—dijo
el posadero bajando la voz—. Están buscando a Bolsón, y si tienen buenas
intenciones, yo soy un hobbit. Era lunes y todos los perros aullaban y los
gansos graznaban. Sobrenatural, diría yo. Nob vino y me dijo que dos hombres
negros estaban a la puerta preguntando por un hobbit llamado Bolsón. Nob
tenía los pelos de punta. Les dije a esos tipos negros que se fueran y les
cerré la puerta en las narices; pero han estado haciendo la misma pregunta a lo
largo de todo el camino hasta Archet, me han dicho. Y ese montaraz, Trancos, ha
estado preguntando también. Trató de venir aquí a verlo, antes que usted probara
un bocado, eso hizo.
—¡Eso hizo!—dijo
Trancos de pronto, saliendo a la luz—. Y se habrían evitado muchas
dificultades, si me hubieses dejado entrar, Cebadilla.
El posadero dio un
salto, sorprendido. —¡Tú!—gritó—. Siempre apareces de repente. ¿Qué quieres
ahora?
—Está aquí con mi
consentimiento—dijo Frodo—. Vino a ofrecerme ayuda.
—Bien, usted sabe lo
que hace, quizá—dijo el señor Mantecona mirando desconfiadamente a Trancos—.
Pero si estuviera en la situación de usted no frecuentaría montaraces.
—¿Y a quién
frecuentarías tú?—preguntó Trancos—. ¿A un posadero gordo que se acuerda de su
propio nombre sólo porque la gente lo llama a gritos todo el día? No pueden
quedarse en El Poni para siempre y no pueden regresar. Tienen un largo
camino por delante. ¿Los acompañarás, manteniendo a los hombres negros a
distancia?
—¿Yo? ¿Dejar Bree? No
lo haría, aunque me ofrecieran dinero—dijo el serio Mantecona que parecía
realmente asustado—. ¿Pero por qué no se quedan aquí tranquilos un tiempo,
señor Sotomonte? ¿Qué son esas cosas raras? Qué buscan esos hombres negros, y
de dónde vienen, quisiera saber.
—Lamento no poder
explicarlo todo—dijo Frodo—. Estoy cansado y muy preocupado y es una larga
historia. Pero si quiere ayudarme, le advierto que usted correrá peligro
mientras yo esté aquí. Esos jinetes negros: no estoy seguro, pero pienso...
temo que vengan de...
—Vienen de Mordor—dijo
Trancos en voz baja—. De Mordor, Cebadilla, si eso significa algo para ti.
—¡Misericordia!—gritó
el señor Mantecona empalideciendo; el nombre evidentemente le era conocido—.
Esta es la peor noticia que haya llegado a Bree en todos mis años.
—Lo es—dijo Frodo—.
¿Quiere todavía ayudarme?
—Sí, señor—dijo
Mantecona—, más que nunca. Aunque no sé qué puedan hacer gentes como yo contra,
contra... —Se le quebró la voz.
—Contra la Sombra del este—dijo
Trancos con calma—. No mucho, Cebadilla, pero las cosas pequeñas ayudan
también. Puedes dejar que el señor Sotomonte pase aquí la noche y puedes olvidar
el nombre de Bolsón hasta que se haya alejado.
—Así lo haré—dijo
Mantecona—. Pero sabrán que está aquí sin que yo diga nada, me temo. Es
lamentable que el señor Sotomonte haya llamado tanto la atención esta noche, por
cierto. La historia de la partida del señor Bilbo se ha oído aquí otras veces,
ya antes. Aún el cabezota de Nob ha estado haciéndose algunas conjeturas y hay
gente en Bree de entendimiento más rápido.
—Bueno, sólo resta
esperar que los jinetes no vuelvan aún—dijo Frodo.
—Ojalá—dijo Mantecona—.
Pero fantasmas o no fantasmas, no entrarán tan fácilmente en El Poni. No
se preocupe usted hasta la mañana. Nob no abrirá la boca. Ningún hombre negro cruzará
mi puerta, mientras yo me tenga en pie. Yo y mi gente vigilaremos esta noche,
pero a usted le haría bien dormir, si puede.
—En todo caso, tienen
que despertarnos al alba—dijo Frodo—. Partiremos lo antes posible. El desayuno
a las seis y media, por favor.
—De acuerdo. Iré a dar
las órdenes—dijo el posadero—. Buenas noches, señor Bolsón... ¡Sotomonte,
quiero decir! Buenas noches... Pero, bendito sea, ¿dónde está el señor
Brandigamo?
—No lo sé—dijo Frodo,
inquieto de pronto. Habían olvidado por completo a Merry y estaba haciéndose
tarde—. Temo que esté fuera. Habló de salir a tomar un poco de aire.
—Bueno, de veras
necesitan que los cuiden. ¡Se diría que están de vacaciones!—dijo Mantecona—.
Iré en seguida a atrancar las puertas, pero avisaré que le abran al amigo de
usted, cuando llegue. Será mejor que Nob vaya a buscarlo. ¡Buenas noches a
todos!—El señor Mantecona salió al fin, echando otra desconfiada mirada a
Trancos y moviendo la cabeza se alejó por el pasillo.
—¿Bien?—dijo Trancos—.
¿Cuándo va a abrir esa carta?
Frodo examinó
cuidadosamente el sello antes de romperlo. Parecía ser el de Gandalf. Dentro,
escrito con la vigorosa pero elegante letra del mago, había el siguiente
mensaje:
El Poni Pisador, Bree. Día del Año Medio 1418 de La Comarca.
Querido Frodo:
Me han llegado malas
noticias. He departir inmediatamente. Harás bien en dejar La Comarca antes de
fines de julio, como máximo. Regresaré tan pronto como pueda y te seguiré, si
descubro que te has ido. Déjame aquí un mensaje, si pasas por Bree. Puedes
confiar en el posadero (Mantecona). Quizás encuentres en el camino a un amigo
mío: un hombre, delgado, oscuro, alto, que algunos llaman Trancos. Conoce
nuestro asunto y te ayudará. Marcha hacia Rivendel. Espero que allí nos
encontremos de nuevo. Si no voy, Elrond te aconsejará.
Gandalf.
PS. ¡No vuelvas a usarlo, por ninguna razón! ¡No viajes de noche!
No siempre brilla el oro,
no
están perdidos todos los que vagan;
no
se amustia lo añejo vigoroso,
no
llega a la raíz honda la escarcha.
De
las cenizas despertará un fuego,
asomará
una luz entre las sombras;
la
espada rota forjarán de nuevo
y
volverá a ser rey el sin corona.[32]
¡Adiós!
Frodo leyó la carta en
silencio y luego la pasó a Pippin y a Sam. —¡El viejo Mantecona ha hecho de
veras un desaguisado!—dijo—. Se merece que lo asen. Si yo hubiera recibido ésta
a tiempo, ya estaríamos quizás en Rivendel y a salvo. ¿Pero qué puede haberle
ocurrido a Gandalf? Escribe como si fuese a enfrentar un gran peligro.
—Eso ha estado haciendo
durante muchos años—dijo Trancos.
Frodo se volvió y lo
miró con aire pensativo, recordando la segunda postdata de Gandalf. —¿Por qué
no me dijiste en seguida que eras amigo de Gandalf?—preguntó—. Eso nos hubiera
ahorrado mucho tiempo.
—¿Lo crees así? ¿Quién
de vosotros lo hubiera creído?—dijo Trancos—. Yo no sabía nada de ese mensaje.
Si quería ayudaros, no podía hacer otra cosa que tratar de ganar vuestra
confianza, sin ninguna prueba. De cualquier modo, no tenía la intención de
contar en seguida todo lo que a mí se refiere. Primero tenía que estudiaros y
estar seguro. El enemigo me ha tendido trampas en el pasado. Tan pronto como
decidí la cuestión, estuve dispuesto a contestar todas las preguntas. Pero he
de admitir—añadió con una risa rara—que he esperado que me aceptaran por lo que
soy. Un hombre perseguido se cansa a veces de la desconfianza y desea tener
amigos. Pero en esto yo diría que las apariencias están contra mí.
—Lo están... a primera
vista por lo menos—rio Pippin, muy aliviado luego de leer la carta de Gandalf—.
Pero luce bien quien hace bien, como dicen en La Comarca. Y todos
tendremos el mismo semblante cuando hayamos dormido día tras día en setos y
fosos.
—Necesitarías más que
unos pocos días, o semanas, o años, de vida errabundo en las tierras salvajes
para parecerte a Trancos—dijo el hombre—. Y antes morirás, a no ser que estés
hecho de una materia más dura de lo que parece.
Pippin cerró la boca,
pero Sam no se acobardaba y continuaba mirando a Trancos de mala manera. —¿Cómo
sabemos que es usted el Trancos de que habla Gandalf?—preguntó—. Nunca mencionó
a Gandalf, hasta la aparición de la carta. Quizá sea un espía que interpreta un
papel, por qué no, tratando de que lo acompañemos. Quizá se deshizo del
verdadero Trancos y tomó sus ropas. ¿Qué me responde?
—Que eres un individuo
audaz—dijo Trancos—, pero temo que mi única respuesta, Sam Gamyi, es ésta. Si
yo hubiese matado al verdadero Trancos, podría matarte a ti. Y ya lo hubiera
hecho, sin tanta charla. Si quisiera el Anillo, podría tenerlo... ¡Ahora!
Trancos se incorporó y
de pronto pareció más alto. Le brillaba una luz en los ojos, penetrante e
imperatoria. Echando atrás la capa, apoyó la mano en el pomo de una espada que
le colgaba a un costado. Los hobbits no se atrevieron a moverse. Sam se quedó
mirándolo, boquiabierto.
—Pero soy por fortuna
el verdadero Trancos—dijo, mirándolos, el rostro suavizado por una repentina
sonrisa—. Soy Aragorn hijo de Arathorn y si por la vida o por la muerte puedo
salvaros, así lo haré.
Hubo un largo
silencio. Al fin Frodo habló titubeando: —Pensé que eras un amigo antes que
llegara la carta—dijo—, o por lo menos así quise creerlo. Me asustaste varias
veces esta noche, pero nunca como lo hubiera hecho un servidor del enemigo, o
así me parece al menos. Pienso que un espía del enemigo... bueno, hubiese
parecido más hermoso y al mismo tiempo más horrible, si tú me entiendes.
—Ya veo—rio Trancos—.
Tengo mal aspecto, y las apariencias engañan, ¿no es así? No siempre brilla
el oro, no están perdidos todos los que vagan.
—¿Entonces los versos
se referían a ti?—preguntó Frodo—. No comprendí de qué hablaban. ¿Pero cómo
sabes que están en la carta de Gandalf, si nunca la leíste?
—No lo sabía—respondió
Trancos—. Pero soy Aragorn y esos versos van con ese nombre. —Sacó la espada y
vieron que la hoja estaba de veras quebrada a un pie del pomo. —No sirve de
mucho, ¿eh, Sam?—continuó—Pero poco falta para que sea forjada de nuevo.
Sam no dijo nada.
—Bueno—dijo Trancos—,
con el permiso de Sam, diremos que el trato está hecho. Trancos será vuestro
guía. Tendremos un rudo trecho mañana. Aunque podamos dejar Bree sin mayores
dificultades, ya no pasaremos inadvertidos. Pero trataré de que nos pierdan lo
antes posible. Conozco uno o dos caminos para salir de Bree, además de la ruta
principal. Una vez que nos libremos de perseguidores, iremos hacia la cima de
los Vientos.
—¿La cima de los
Vientos?—dijo Sam—. ¿Qué es eso?
—Es una colina, justo
al norte de la ruta, casi a medio camino entre Bree y Rivendel. Domina todas
las tierras vecinas y tendremos la posibilidad de mirar alrededor. Gandalf irá
allí, si nos sigue. Luego de la cima de los Vientos el camino será más difícil
y tendremos que elegir entre varios peligros.
—¿Cuándo viste a
Gandalf por última vez?—preguntó Frodo—. ¿Sabes dónde está o qué hace ahora?
Trancos mostró un aire
grave. —No lo sé—dijo—. Vine al oeste con él en la primavera. He vigilado a
menudo las fronteras de La Comarca en los últimos años, cuando él andaba ocupado
en alguna otra parte. Pocas veces las descuidaba. Nos encontramos por última
vez el primero de mayo, en el vado de Sarn, en el curso inferior del
Brandivino. Me dijo que los asuntos contigo habían ido bien y que partirías
para Rivendel en la última semana de septiembre. Sabiendo que él estaba a tu
lado, me fui de viaje a atender mis propios asuntos. Y esto resultó un error,
pues es evidente que le llegaron ciertas noticias y yo no estaba allí para
ayudar.
»Estoy preocupado por
primera vez desde que lo conozco. Tendríamos que haber recibido algún mensaje,
más aún si no pudo venir él mismo. A mi regreso, ya hace días, me enteré de las
malas nuevas. Se decía por todas partes que Gandalf había desaparecido y que se
habían visto unos jinetes. Fueron los elfos de Gildor quienes me lo dijeron; y
más tarde me contaron que ya no estabas en tu casa, pero no se sabía que
hubieras dejado Los Gamos. He estado observando el Camino del Este con
impaciencia.
—¿Piensas que los jinetes
negros tengan alguna relación con eso... quiero decir con la ausencia de
Gandalf?—preguntó Frodo.
—No conozco ninguna
otra cosa que hubiese podido detenerlo, excepto el enemigo mismo—dijo Trancos—.
¡Pero no te desanimes! Gandalf es más grande de lo que se supone en La Comarca;
como regla general no veis de él otra cosa que bromas y juegos. Pero este
asunto nuestro será la mayor de sus empresas.
Pippin bostezó. —Lo
siento—dijo—, pero no me tengo en pie. A pesar de tantos peligros y
preocupaciones he de irme a la cama, o me dormiré aquí sentado. ¿Dónde está ese
tonto de Merry? Sería el colmo, si hay que salir a buscarlo a la oscuridad.
En ese momento oyeron
un portazo. Luego unos pies vinieron corriendo por el pasillo. Merry entró
precipitadamente, seguido por Nob. Cerró de prisa la puerta y se apoyó contra
ella. Estaba sin aliento. Los otros lo observaron un momento, alarmados, antes
que él dijera, jadeando: —¡Los he visto, Frodo! ¡Los he visto! ¡Jinetes negros!
—¡Jinetes negros!—gritó
Frodo—. ¿Dónde?
—Aquí. En la aldea.
Estuve adentro una hora. Luego como no volvías, salí a dar un paseo. De regreso
me detuve justo fuera de la luz de la lámpara, a mirar las estrellas. De pronto
me estremecí y sentí que algo horrible se arrastraba cerca de mí, algo así como
una sombra más espesa entre las sombras del camino, al borde del círculo de la
luz. En seguida se deslizó a la oscuridad sin hacer ningún ruido. No vi ningún
caballo.
—¿Hacia dónde fue?—preguntó
Trancos bruscamente.
Merry se sobresaltó,
advirtiendo por primera vez la presencia del extraño. —¡Continúa!—dijo Frodo—.
Es un amigo de Gandalf. Te explicaré más tarde.
—Me pareció que subía
por el camino, hacia el este—prosiguió Merry—. Traté de seguirlo. Por supuesto,
desapareció casi en seguida, pero yo doblé en la esquina y llegué casi hasta la
última casa al borde del Camino.
Trancos miró asombrado
a Merry. —Tienes un corazón a toda prueba—dijo—, pero fue una tontería.
—No lo sé—dijo Merry—.
Ni coraje ni estupidez, me parece. No pude contenerme. Fue como si algo me
arrastrara. De cualquier modo, allá fui y de pronto oí voces junto a la cerca.
Una murmuraba; la otra susurraba, o siseaba. No pude oír una palabra de lo que
decían. No me acerqué más porque empecé a temblar de pies a cabeza. Luego sentí
pánico y me volví y ya estaba echando a correr de vuelta cuando algo vino por
detrás y... caí al suelo.
—Yo lo encontré, señor—intervino
Nob—. El señor Mantecona me mandó fuera con una linterna. Bajé a la Puerta del
Oeste y luego retrocedí subiendo hasta la Puerta del Sur. Justo al lado de la
casa de Bill Helechal alcancé a ver algo en el camino. No puedo jurarlo, pero
me pareció que dos hombres se inclinaban sobre un bulto y lo alzaban. Lancé un
grito, pero cuando llegué al lugar no vi a nadie; sólo al señor Brandigamo que
estaba tendido junto a la ruta. Parecía estar dormido. «Pensé que había
caído en un pozo profundo», me dijo cuando lo sacudí. Estaba raro y tan
pronto como lo desperté se levantó y escapó hacia aquí como una liebre.
—Temo que así sea—dijo
Merry—, aunque no sé qué dije. Tuve un mal sueño que no puedo recordar. Perdí
todo dominio de mí mismo. No sé qué me pasó.
—Yo sí—dijo Trancos—.
El soplo negro. Los jinetes deben de haber dejado los caballos afuera y
entraron en secreto por la Puerta del Sur. Ya estarán enterados de todas las
novedades, pues han visitado a Bill Helechal; y es probable que ese sureño sea
también un espía. Algo puede ocurrir esta noche, antes que dejemos Bree.
—¿Qué puede ocurrir?—dijo
Merry—. ¿Atacarán la posada?
—No, creo que no—dijo
Trancos—. No están todos aquí todavía. Y de cualquier manera, no es lo que
acostumbran, pues son mucho más fuertes en las tinieblas y la soledad. No
atacarán abiertamente una casa donde hay luces y mucha gente; no mientras no
estén en una situación desesperada, no mientras tengamos ante nosotros todavía
todas las largas leguas de Eriador. Pero el poder de ellos se apoya en el miedo
y ya dominan a muchos de Bree. Empujarán a estos desgraciados a alguna maldad:
Helechal y algunos de los extranjeros y quizá también el guardián de la puerta.
Tuvieron una discusión con Herry en la Puerta del Oeste, el lunes.
—Parece que estamos
rodeados de enemigos—dijo Frodo—. ¿Qué vamos a hacer?
—¡Os quedaréis aquí y
no iréis a vuestros cuartos! Sin duda ya descubrieron qué cuartos son. Los
dormitorios de los hobbits tienen ventanas que miran al norte y están cerca del
suelo. Nos quedaremos todos juntos y atrancaremos la ventana y la puerta. Pero
primero Nob y yo traeremos vuestro equipaje.
Durante la ausencia de
Trancos, Frodo hizo a Merry un rápido relato de todo lo que había ocurrido en
las últimas horas. Merry estaba todavía metido en la lectura y el estudio de la
carta de Gandalf cuando Trancos y Nob llegaron de vuelta.
—Bueno, señores—dijo
Nob—; desarreglé las mantas y puse una almohada en medio de la cama. Hice
también una bonita imitación de la cabeza de usted con un felpudo de lana de
color castaño, señor Bol... Sotomonte, señor—añadió con una sonrisa que
mostraba los dientes.
Pippin se rio. —¡Gran
parecido!—dijo—. ¿Pero qué harán cuando descubran el engaño?
—Ya se verá—dijo
Trancos—. Esperemos poder resistir hasta la mañana.
—Buenas noches a todos—dijo
Nob y salió a ocuparse de la vigilancia de las puertas.
Amontonaron los sacos
y el equipo en el piso de la salita. Apoyaron un sillón bajo contra la puerta y
cerraron la ventana. Frodo espió afuera y vio que la noche era clara todavía.
La Hoz brillaba sobre las estribaciones de la colina de Bree. Cerró luego
atrancando las pesadas persianas interiores y corrió las cortinas. Trancos
reanimó el fuego y apagó todas las velas.
Los hobbits se
tendieron sobre las mantas con los pies apuntando al fuego, pero Trancos se
instaló en el sillón que defendía la puerta. Hablaron un momento, pues Merry
tenía pendientes algunas preguntas.
—¡Un salto por encima
de la luna!—rio Merry entre dientes mientras se envolvía en la manta—. ¡Muy
ridículo de tu parte, Frodo! Pero me hubiera gustado estar allí para verlo. Las
gentes dignas de Bree seguirán discutiéndolo de aquí a cien años.
—Así lo espero—dijo
Trancos. Luego todos callaron, y uno tras otro los hobbits cayeron dormidos.
XI.UN CUCHILLO EN LA OSCURIDAD
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO XI
Mientras en la posada
de Bree se preparaban a dormir, las tinieblas se extendían en Los Gamos: una
niebla se movía por las cañadas y las orillas del río. La casa de Cricava se
alzaba envuelta en silencio. Gordo Bolger abrió la puerta con precaución y miró
afuera. Una inquietud temerosa había estado creciendo en él a lo largo del día
y ahora no tenía ganas de descansar ni de irse a la cama: había como una
amenaza latente en el aire inmóvil de la noche. Mientras clavaba los ojos en la
oscuridad, una sombra negra se escurrió bajo los árboles; la puerta pareció
abrirse por sus propios medios y cerrarse sin ruido. Gordo Bolger sintió que el
terror lo dominaba. Se encogió, retrocedió y se quedó un momento en el
vestíbulo, temblando. Luego cerró la puerta y echó el cerrojo.
La noche se hizo más
profunda. Se oyó entonces un sonido de cascos: traían caballos furtivamente por
la senda. Las pisadas se detuvieron a la puerta del jardín y tres formas negras
entraron como sombras nocturnas arrastrándose por el suelo. Una de ellas fue a
la puerta; las otras dos a los extremos de la casa y allí se quedaron,
inmóviles como sombras de piedras, mientras proseguía la noche lentamente. La
casa y los árboles silenciosos parecían esperar conteniendo el aliento.
Hubo una leve agitación
en las hojas y a la distancia cantó un gallo. Era la hora fría que precede al
alba. La figura que estaba junto a la puerta se movió de pronto y en la
oscuridad sin luna y sin estrellas brilló una hoja de metal, como si hubiesen
desenvainado una luz helada. Se oyó un golpe, sordo pero pesado, y la puerta se
estremeció.
—¡Abre, en nombre de
Mordor!—dijo una voz atiplada y amenazadora.
Otro golpe y las
maderas estallaron y la cerradura saltó en pedazos y la puerta cedió y cayó
hacia atrás. Las formas negras entraron precipitadamente.
En ese momento, entre
los árboles cercanos, sonó un cuerno. Desgarró la noche como un fuego en lo
alto de una loma.
¡DESPERTAD! ¡FUEGO! ¡PELIGRO! ¡ENEMIGOS!
¡DESPERTAD!
Gordo Bolger no había
estado inactivo. Tan pronto como vio que las formas oscuras venían
arrastrándose por el jardín, supo que tenía que correr, o morir. Y corrió,
saliendo por la puerta de atrás, a través del jardín y por los campos. Cuando
llegó a la casa más cercana, a más de una milla, se derrumbó en el umbral,
gritando: —¡No, no, no! ¡No, no yo! ¡No lo tengo!—Pasó
un tiempo antes que alguien pudiera entender los balbuceos de Bolger. Al fin
llegaron a la conclusión de que había enemigos en Los Gamos, una extraña
invasión que venía del bosque Viejo. Y no perdieron más tiempo.
¡PELIGRO! ¡FUEGO! ¡ENEMIGOS!
Los Brandigamo estaban
tocando el cuerno de llamada de Los Gamos, que no había sonado desde hacía un
siglo, desde el Invierno Cruel cuando habían aparecido los lobos blancos y las
aguas del Brandivino estaban heladas.
¡DESPERTAD! ¡DESPERTAD!
Otros cuernos
respondieron a lo lejos. La alarma cundía rápidamente.
Las figuras negras
escaparon de la casa. Una de ellas, mientras corría, dejó caer en el umbral un
manto de hobbit. Afuera en el sendero se oyó un ruido de cascos y en seguida un
galope que se alejó martillando las tinieblas. Todo alrededor de Cricava
resonaba la llamada de los cuernos, voces que gritaban y pies que corrían. Pero
los jinetes negros galopaban como un viento hacia la Puerta del Norte. ¡Dejad
que la gente pequeña toque los cuernos! Sauron se encargaría de ellos más
tarde. Mientras tanto tenían otra misión que cumplir: ahora sabían que la
casa estaba vacía y que el Anillo había desaparecido. Cargaron sobre los
guardias de la puerta y desaparecieron de La Comarca.
En las primeras horas
de la noche, Frodo despertó de pronto de un sueño profundo, como perturbado por
algún ruido o alguna presencia. Vio que Trancos seguía sentado y alerta en el
sillón, los ojos brillantes a la luz del fuego, que ardía vivamente. Pero
Trancos no se movió ni le hizo ninguna seña.
Frodo no tardó en
dormirse de nuevo y esta vez creyó oír un ruido de viento y de cascos que
galopaban en la noche. El viento parecía rodear la casa y sacudirla y a lo
lejos sonó un cuerno, que tocaba furiosamente. Abrió los ojos y oyó el canto
vigoroso de un gallo en el corral. Trancos había descorrido las cortinas y
ahora empujaba ruidosamente los postigos. Las primeras luces grises del alba
iluminaban el cuarto y un viento frío entraba por la ventana abierta.
Luego de haberlos
despertado a todos, Trancos los llevó a la alcoba. Cuando la vieron, se
alegraron de haberle hecho caso; habían forzado los postigos, que batían al
viento; las cortinas ondeaban; las camas estaban todas revueltas, las almohadas
abiertas de arriba abajo y tiradas en el suelo y habían hecho pedazos el
felpudo.
Trancos fue a buscar
en seguida al posadero. El pobre señor Mantecona parecía soñoliento y asustado.
Apenas había cerrado los ojos en toda la noche (así dijo), pero no había oído
nada.
—¡Nunca me ocurrió una
cosa semejante!—gritó alzando horrorizado las manos—. ¡Huéspedes que no pueden
dormir en cama y buenas almohadas arruinadas y todo lo demás! ¿Qué tiempos son
éstos?
—Tiempos oscuros—dijo
Trancos—. Pero por el momento podrás vivir en paz, una vez que te libres de
nosotros. Partiremos en seguida. No te preocupes por el desayuno: bastará una
taza de algo y un bocado de pie. Empacaremos en unos minutos.
El señor Mantecona
corrió a ordenar que tuvieran listos los ponis y a prepararles un «bocado».
Pero volvió muy pronto, aterrorizado. ¡Los ponis no estaban! Habían abierto las
puertas de los establos durante la noche y los animales habían desaparecido: no
sólo los ponis de Merry sino también todas las otras bestias que se encontraban
allí.
Frodo se sintió
aplastado por la noticia. ¿Cómo podrían llegar a Rivendel a pie, perseguidos
por enemigos montados? Tanto valía que trataran de alcanzar la luna. Trancos
los miró en silencio un rato, como sopesando la fuerza y el coraje de los
hobbits.
—Los ponis no nos
ayudarán a escapar de hombres a caballo—dijo al fin con aire pensativo, como si
adivinara lo que Frodo tenía en la cabeza—. No iremos más despacio a pie, no
por los caminos que yo quisiera tomar. Yo iré caminando de todos modos. Lo que
me preocupa son las provisiones y el equipo. No encontraremos nada que comer de
aquí a Rivendel, fuera de lo que llevemos con nosotros, y sería necesario
contar con bastantes reservas, pues podríamos retrasarnos, obligados a hacer
algún rodeo, apartándonos del camino principal. ¿Cuánto estáis dispuestos a
cargar vosotros mismos?
—Tanto como sea
necesario—dijo Pippin, sintiéndose desfallecer, pero tratando de mostrar que
era más fuerte de lo que parecía (o sentía).
—Yo soportaría la
carga de dos—dijo Sam con aire desafiante.
—¿No hay nada que
hacer, señor Mantecona?—preguntó Frodo—. ¿No podríamos conseguir un par de ponis
en la aldea, o por lo menos uno para el equipaje? No pienso que podamos
alquilarlos, pero sí quizá comprarlos—añadió con un tono indeciso,
preguntándose si podría permitirse ese gasto.
—Lo dudo—dijo el
posadero tristemente—. Los dos o tres ponis de silla que había en Bree estaban
aquí en mi establo y se han ido. En cuanto a otros animales, caballos, ponis de
tiro, o lo que sea, hay pocos en Bree y no estarán en venta. Pero haré lo que
pueda. Voy a sacar a Bob de la cama, que vaya a averiguar.
—Sí—dijo Trancos de
mala gana—, será lo mejor. Temo que sea menester llevar un poni por lo menos.
¡Pero aquí termina toda esperanza de salir temprano y de escurrirnos en
silencio! Será casi como si hiciésemos sonar un cuerno anunciando la partida.
Esto es parte del plan de ellos, sin duda.
—Queda una miga de
consuelo—dijo Merry—, y espero que más de una miga; podemos desayunar mientras
esperamos y sentados. Llamemos a Nob.
Al fin fueron más de
tres horas de atraso. Bob volvió informando que no había ningún caballo o poni
disponible en la vecindad, ni por dinero ni como regalo: excepto uno que Bill
Helechal estaría quizá dispuesto a vender.
—Una pobre criatura
vieja y famélica—dijo Bob—, pero no quiere separarse de ella por menos de tres
veces su valor, teniendo en cuenta la situación en que se encuentran ustedes,
lo que no me sorprende en Bill Helechal.
—¿Bill Helechal?—dijo
Frodo—. ¿No habrá algún engaño? ¿No volverá el animal a él con todas nuestras
cosas, o no ayudará a que nos persigan, o algo?
—Quizá—dijo Trancos—.
Pero me cuesta imaginar que un animal vuelva a él, una vez que se ha ido.
Pienso que es sólo una ocurrencia de último momento del amable señor Helechal,
un modo de sacar más beneficio de este asunto. El peligro principal es que la
pobre bestia esté a las puertas de la muerte. Pero no parece haber alternativa.
¿Qué nos pide?
El precio de Bill
Helechal era de doce centavos de plata y esto representaba en verdad tres veces
el valor de un poni en aquella región. El poni de Helechal resultó ser una
bestia huesuda, mal alimentada y floja; pero no parecía que fuera a morirse en
seguida. El señor Mantecona lo pagó de su propio bolsillo y ofreció a Merry
otras dieciocho monedas como compensación por los animales perdidos. Era un
hombre honesto y de buena posición según se decía en Bree, pero treinta
centavos de plata fueron para él un golpe duro y haber sido víctima de Bill
Helechal aumentaba todavía más el dolor.
En verdad no salió tan
mal parado al fin de cuentas. Como descubrió más tarde, sólo tendría que
lamentar el robo de un caballo. Los otros habían sido ahuyentados, o habían
huido, dominados por el miedo, y los encontraron vagando en diferentes lugares
del país de Bree. Los ponis de Merry habían escapado juntos y en definitiva
(pues eran animales sensatos) tomaron el camino de las quebradas en busca de
Gordo Terronillo. De modo que pasaron un tiempo al cuidado de Tom Bombadil y
estuvieron bien. Pero cuando le llegaron las noticias de lo que había ocurrido
en Bree, Tom se los envió en seguida de vuelta al señor Mantecona, que de este
modo obtuvo cinco ponis excelentes a muy buen precio. Tuvieron que trabajar
mucho más en Bree, pero Bob los trató bien, de modo que en general fueron
afortunados: escaparon a un viaje sombrío y peligroso. Pero no llegaron nunca a
Rivendel.
Mientras, sin embargo,
el señor Mantecona dio el dinero por perdido, para bien o para mal. Y ahora
tenía nuevas dificultades. Pues cuando los otros despertaron y se enteraron del
asalto a la posada, hubo una gran conmoción. Los viajeros sureños habían
perdido varios caballos y culparon al posadero a gritos, hasta que se supo que
uno de ellos había desaparecido también en la noche, nada menos que el
compañero bizco de Bill Helechal. Las sospechas cayeron sobre él en seguida.
—Si andan en compañía
de un ladrón de caballos y lo traen a mi casa—dijo Mantecona, furioso—, son
ustedes los que tendrían que pagar todos los daños y no venir a gritarme.
¡Vayan y pregúntenle a Helechal dónde está ese guapo amigo de ustedes!—Pero
parecía que el hombre no era amigo de nadie, y nadie podía recordar cuándo se
había unido a ellos.
Luego del desayuno los
hobbits tuvieron que empacar otra vez y hacer acopio de nuevas provisiones para
el viaje más largo que los esperaba ahora. Eran ya cerca de las diez cuando al
fin partieron. Por ese entonces ya todo Bree bullía de excitación. El truco de
la desaparición de Frodo; la aparición de los jinetes negros; el robo en los
establos; y no menos la noticia de que Trancos el montaraz se había unido a los
misteriosos hobbits: había bastante para alimentar unos cuantos años poco
movidos. La mayor parte de los habitantes de Bree y Entibo y aún muchos de
Combe y de Archet se habían apretujado a lo largo del camino para ver partir a
los viajeros. Los otros huéspedes de la posada estaban en las puertas o se
asomaban a las ventanas.
Trancos había cambiado
de idea y decidió dejar Bree por el camino principal. Todo intento de salir
inmediatamente al campo sólo empeoraría las cosas: la mitad de los habitantes
los seguiría para saber a dónde iban e impedir que cruzaran por terrenos
privados.
Los hobbits se
despidieron de Bob y Nob y agradecieron cordialmente al señor Mantecona. —Espero
que nos encontremos de nuevo un día, cuando haya otra vez felicidad—dijo Frodo—.
Nada me gustaría más que pasar un tiempo en paz en la casa de usted.
Partieron a pie,
inquietos y deprimidos, bajo las miradas de la multitud. No todas las caras
eran amistosas, ni todas las palabras que les gritaban. Pero la mayoría de los
habitantes de Bree parecían temer a Trancos y aquellos a quienes él miraba a
los ojos cerraban la boca y se alejaban. Trancos marchaba a la cabeza con
Frodo; luego venían Merry y Pippin y al fin Sam, que llevaba el poni, cargado
con todo el equipaje que se habían animado a ponerle encima; pero el animal
parecía ya menos abatido, como si aprobara este cambio de suerte. Sam masticaba
una manzana con aire ensimismado. Tenía un bolsillo lleno, regalo de despedida
de Bob y Nob. «Manzanas para caminar y una pipa para descansar», se
dijo. «Pero tengo la impresión de que me faltarán las dos cosas dentro de
poco.»
Los hobbits no
prestaron atención a las cabezas inquisitivas que miraban desde el hueco de las
puertas, o que asomaban por encima de cercas y muros, mientras pasaban. Pero
cuando se aproximaban a la puerta más lejana, Frodo vio una casa sombría y mal
cuidada escondida detrás de un seto espeso: la última casa de la villa. En una
de las ventanas alcanzó a ver una cara cetrina de ojos oblicuos y taimados, que
en seguida desapareció.
«¡De modo que es
aquí donde se esconde ese sureño!» pensó. «Se parece bastante a un
trasgo.»
Por encima del seto,
otro hombre los observaba descaradamente. Tenía espesas cejas negras y ojos
oscuros y despreciativos y boca grande, torcida en una mueca de desdén. Fumaba
una corta pipa negra. Cuando ellos se acercaron, se la sacó de la boca y
escupió.
—¡Buen día, Patas
Largas!—dijo—. ¿Partida matinal? ¿Al fin encontraste unos amigos?—Trancos
asintió con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada. —¡Buen día, mis pequeños
amigos!—dijo el hombre a los otros—. Supongo que ya saben con quién se han
juntado. ¡Don Trancos-sin-escrúpulos, ése es! Aunque he oído otros apodos no
tan bonitos. ¡Tengan cuidado, esta noche! ¡Y tú, Sammy, no maltrates a mi pobre
y viejo poni! ¡Puf!—El hombre escupió de nuevo.
Sam se volvió. —Y tú,
Helechal—dijo—, quita esa horrible facha de mi vista si no quieres que te la
aplaste. —Con un movimiento repentino, rápido como un relámpago, una manzana
salió de la mano de Sam y golpeó a Bill en plena nariz. Bill se echó a un lado
demasiado tarde y detrás de la cerca se oyeron unos juramentos. —Lástima
de manzana—se lamentó Sam y siguió caminando a grandes pasos.
Por último dejaron atrás
la aldea. La escolta de niños y vagabundos que venía siguiéndolos se cansó y
dio media vuelta en la Puerta del Sur. Ellos continuaron por la calzada durante
algunas millas. El camino torcía ahora a la izquierda, volviéndose hacia el
este mientras rodeaba la colina de Bree y descendiendo luego rápidamente hacia
una zona boscosa. Alcanzaban a ver a la izquierda algunos agujeros de hobbits y
casas de la villa de Entibo en las faldas más suaves del sudeste de la loma.
Allá abajo, en lo profundo de un valle, al norte del camino, se elevaban unas
cintas de humo; era la aldea de Combe. Archet se ocultaba entre los árboles,
más lejos.
Camino abajo, luego de
haber dejado atrás la colina de Bree, alta y parda, llegaron a un sendero
estrecho que llevaba al norte. —Aquí es donde dejaremos el camino abierto y
tomaremos el camino encubierto—dijo Trancos.
—Que no sea un atajo—dijo
Pippin—. Nuestro último atajo por los bosques casi termina en un desastre.
—Ah, pero todavía no
me teníais con vosotros—dijo Trancos riendo—Mis atajos, largos o cortos, nunca
terminan mal. —Echó una mirada al camino, de uno a otro extremo. No había nadie
a la vista y los guio rápidamente hacia el valle boscoso.
El plan de Trancos, en
la medida en que ellos podían entenderlo sin conocer la región, era encaminarse
al principio hacia Archet, pero tomar en seguida a la derecha y dejar atrás la
aldea por el este y luego marchar en línea recta todo lo posible por las
tierras salvajes hacia la cima de los Vientos. De este modo, si todo iba bien,
podrían ahorrarse una gran vuelta del camino, que más adelante doblaba hacia el
sur para evitar los pantanos de Moscagua. Pero por supuesto, tendría que
cruzarlos al fin y la descripción que hacía Trancos no era alentadora.
Mientras, sin embargo,
no les desagradaba caminar. En verdad, si no hubiese sido por los
acontecimientos perturbadores de la noche anterior, habrían disfrutado de esta
parte del viaje más que de ninguna otra hasta entonces. El sol brillaba en un
cielo despejado, pero no hacía demasiado calor. Los árboles del valle estaban
todavía cubiertos de hojas de colores vivos y parecían pacíficos y saludables.
Trancos guiaba sin titubear entre los muchos senderos entrecruzados; era
evidente que abandonados a ellos mismos los hobbits se hubieran extraviado en
seguida. El complicado itinerario tenía muchas vueltas y revueltas, para evitar
cualquier persecución.
—Bill Helechal estaba
espiándonos sin duda cuando dejamos la calzada—dijo Trancos—, pero no creo que
nos haya seguido. Conoce bastante bien la región, pero sabe que no podría
rivalizar conmigo en un bosque. Me importa más lo que Helechal podría decir a
otros. Se me ocurre que no están muy lejos de aquí. Tanto mejor si piensan que
nos encaminamos a Archet.
Ya fuese por la
habilidad de Trancos o por alguna otra razón, ese día no vieron señales ni
oyeron sonidos de cualquier otra criatura viviente; ni bípedos, excepto
pájaros; ni cuadrúpedos, excepto un zorro y unas pocas ardillas. Al día
siguiente marcharon en línea recta hacia el este y todo estuvo tranquilo y en
paz. Al tercer día salieron del bosque de Chet. El terreno había estado
descendiendo poco a poco desde que dejaran el camino y ahora entraban en un
llano amplio, mucho más difícil de recorrer. Habían dejado muy atrás las fronteras
del país de Bree y estaban en un desierto donde no había ningún sendero, ya
cerca de los pantanos de Moscagua.
El suelo era cada vez
más húmedo, barroso en algunos lugares, y de cuando en cuando tropezaban con
charcos y anchas cañadas y juncos donde gorjeaban unos pajaritos escondidos.
Tenían que cuidar dónde ponían los pies, para no mojarse y no salirse del curso
adecuado. Al principio avanzaron rápidamente, pero luego la marcha se hizo más
lenta y peligrosa. Los pantanos los confundían y eran traicioneros y ni
siquiera los montaraces habían podido descubrir una senda permanente que
cruzara los tembladerales. Las moscas empezaron a atormentarles y en el aire
flotaban nubes de mosquitos minúsculos que se les metían por las mangas y
pantalones y en el cabello.
—¡Me comen vivo!—gritó
Pippin—. ¡Moscagua! ¡Hay más moscas que agua!
—¿De qué viven cuando
no tienen un hobbit cerca?—preguntó Sam rascándose el cuello.
Pasaron un día
desdichado en aquella región solitaria y desagradable. El sitio donde acamparon
era húmedo, frío e incómodo y los insectos no los dejaron dormir. Había también
unas criaturas abominables que merodeaban entre las cañas y las hierbas y que
por el ruido que hacían parecían parientes endemoniados del grillo. Había miles
de ellos, chillando todos alrededor, nic-bric,
bric-nic, incesantemente, toda la
noche, hasta poner frenéticos a los hobbits.
El día siguiente, el
cuarto, fue poco mejor, y la noche casi tan incómoda. Aunque los nique-brique
(como Sam los llamaba) habían quedado atrás, los mosquitos todavía los
perseguían.
Frodo estaba tendido,
cansado pero incapaz de cerrar los ojos, cuando creyó ver que, en el cielo
oriental, muy lejos, aparecía una luz; brillaba y se apagaba, una y otra vez.
No era el alba, para la que faltaban todavía algunas horas.
—¿Qué es esa luz?—le
preguntó a Trancos, que se había puesto de pie y ahora escrutaba la noche.
—No sé—respondió
Trancos—. Está demasiado lejos. Parecerían relámpagos que estallan en las cimas
de las colinas.
Frodo se acostó de
nuevo, pero durante largo rato continuó viendo las luces blancas y recortándose
contra ellas la figura alta y oscura de Trancos, erguida, silenciosa y
vigilante. Al fin cayó en un sueño intranquilo.
No habían andado mucho
en el quinto día cuando dejaron atrás los últimos charcos y las cañadas de los
pantanos. El suelo comenzó a subir otra vez ante ellos. Al este, a lo lejos,
podían ver ahora una cadena de colinas. La más alta estaba a la derecha de la
cadena y un poco separada de las otras. La cima era cónica, un poco aplastada.
—Aquélla es la cima de
los Vientos—dijo Trancos—. El Viejo Camino que dejamos atrás a la derecha pasa
no muy lejos por el lado sur. Llegaremos allí mañana al mediodía, si
continuamos en línea recta. Supongo que es lo mejor que podemos hacer.
—¿Qué quieres decir?—preguntó
Frodo.
—Quiero decir que no
sabemos a ciencia cierta qué encontraremos allí. Está cerca del camino.
—¿Pero al menos
tenemos la esperanza de encontrar a Gandalf?
—Sí, pero la esperanza
es débil. Si viene por este camino, quizá no pase por Bree y no sabría qué ha
sido de nosotros. Y de cualquier modo, a menos que por alguna fortuna no
lleguemos casi al mismo tiempo, no coincidiremos; sería peligroso para él y
para nosotros detenernos mucho. Si los jinetes no nos encuentran en las tierras
salvajes, es probable que ellos también vayan a la cima de los Vientos. Desde
allí se dominan los alrededores. En verdad hay muchos pájaros y bestias de esta
región que podrían vernos aquí desde esa cima. No todos los pájaros son de fiar
y hay otros espías todavía más malévolos.
Los hobbits miraron
con inquietud las colinas distantes. Sam alzó los ojos al cielo pálido,
temiendo ver allá arriba halcones o águilas de ojos brillantes y hostiles. —¡No me inquiete usted, señor
Trancos!—dijo.
—¿Qué nos aconsejas?—preguntó
Frodo.
—Pienso—respondió
Trancos lentamente, como si no estuviera del todo seguro—, pienso que lo
mejor sería ir hacia el este en línea recta, todo lo posible y llegar así a las
colinas evitando la cima de los Vientos. Allí encontraremos un sendero que
conozco y que corre al pie de las colinas y que nos acercará desde el norte de
un modo más encubierto. Veremos entonces lo que podemos ver.
Marcharon toda la
jornada hasta que cayó la noche, fría y temprana. La tierra se hizo más seca y
más árida, pero detrás de ellos flotaban unas nieblas y vapores sobre los
pantanos. Unos pocos pájaros melancólicos piaron y se lamentaron hasta que el
redondo sol rojo se hundió lentamente en las sombras occidentales; luego siguió
un silencio vacío. Los hobbits recordaron la luz dulce del sol poniente que
entraba por las alegres ventanas de Bolsón Cerrado allá lejos.
Terminaba el día
cuando llegaron a un arroyo que descendía serpenteando desde las lomas y se
perdía en las aguas estancadas y lo siguieron aguas arriba mientras hubo luz.
Ya era de noche cuando al fin se detuvieron acampando bajo unos alisos
achaparrados a orillas del arroyo. Las márgenes desnudas de las colinas se
alzaban ahora contra el cielo oscuro. Aquella noche montaron guardia y Trancos,
pareció, no cerró los ojos. Había luna creciente y en las primeras horas de la
noche una luz fría y gris se extendió sobre el campo.
A la mañana siguiente
se pusieron en marcha poco antes de la salida del sol. Había una escarcha en el
aire y el cielo era de un pálido color azul. Los hobbits se sentían renovados,
como si hubieran dormido toda la noche. Estaban ya acostumbrándose a caminar
mucho con la ayuda de raciones escasas, más escasas al menos de las que allá en
La Comarca hubiesen considerado apenas suficientes para mantener a un hobbit en
pie. Pippin declaró que Frodo parecía alto como dos hobbits.
—Muy raro—dijo Frodo,
apretándose el cinturón—, teniendo en cuenta que hay bastante menos de mí.
Espero que el proceso de adelgazamiento no continúe de modo indefinido, o me
convertiré en un espectro.
—¡No hables de esas
cosas!—dijo Trancos rápidamente y con una seriedad que sorprendió a todos.
Las colinas estaban
más cerca. Eran una cadena ondulante, que se elevaba a menudo a más de
trescientas yardas [274 metros], cayendo aquí y allá en gargantas a pasos
bajos que llevaban a las tierras del este. A lo largo de la cresta de la cadena
los hobbits alcanzaron a ver los restos de unos muros y calzadas cubiertas de
pastos y en las gargantas se alzaban aún las ruinas de unos edificios de
piedra. A la noche habían alcanzado el pie de las pendientes del oeste y
acamparon allí. Era la noche del cinco de octubre y estaban a seis días de
Bree.
A la mañana siguiente
y por vez primera desde que habían dejado el bosque de Chet, descubrieron un
sendero claramente trazado. Doblaron a la derecha y lo siguieron hacia el sur.
El sendero corría de tal modo que parecía ocultarse a las miradas de cualquiera
que se encontrara en las cimas vecinas o en las llanuras del oeste. Se hundía
en los valles y bordeaba las estribaciones escarpadas y cuando cruzaba terrenos
más llanos y descubiertos tenía a los lados hileras de peñascos y piedras
cortadas que ocultaban a los viajeros casi como una cerca.
—Me pregunto quién
hizo esta senda y para qué—dijo Merry, mientras marchaban por una de estas
avenidas, bordeada de piedras de tamaño insólito, apretadas unas contra otras—.
No estoy seguro de que me guste. Me recuerda demasiado la región de los túmulos.
¿Hay túmulos en la cima de los Vientos?
—No. No hay túmulos en
la cima de los Vientos, ni en ninguna de estas alturas—dijo Trancos—. Los hombres
del oeste no vivían aquí, aunque en sus últimos días defendieron un tiempo
estas colinas contra el mal que venía de Angmar. Este camino abastecía los
fuertes a lo largo de los muros. Pero mucho antes, en los primeros tiempos del reino
el norte, edificaron una torre de observación en lo más alto de la cima de los
Vientos y la llamaron Amon Sûl. Fue incendiada y demolida y nada queda
de ella excepto un círculo de piedras desparramadas, como una tosca corona en
la cabeza de la vieja colina. Sin embargo, en un tiempo fue alta y hermosa. Se
dice que Elendil subió allí a observar la llegada de Gil-galad que venía del oeste,
en los días de la Última Alianza.
Los hobbits observaron
a Trancos. Parecía muy versado en tradiciones antiguas, tanto como en los modos
de vida del desierto. —¿Quién era Gil-galad?—preguntó Merry, pero Trancos no
respondió, como perdido en sus propios pensamientos. De pronto una voz baja
murmuró:
Gil-galad
era un rey de los elfos;
los
trovadores lamentan la suerte
del
último reino libre y hermoso
entre
las montañas y el océano.
La
espada del rey era larga y afilada la lanza,
y
el casco brillante se veía de lejos;
y
en el escudo de plata se reflejaban
los
astros innumerables de los campos del cielo.
Pero
hace mucho tiempo se alejó a caballo,
y
nadie sabe dónde habita ahora;
la
estrella de Gil-galad cayó en las tinieblas
de
Mordor, el país de las sombras.[33]
Los otros se
volvieron, estupefactos, pues la voz era la de Sam.
—¡No te detengas!—dijo
Merry.
—Es todo lo que sé—balbució
Sam, enrojeciendo—. La aprendí del señor Bilbo, cuando era muchacho.
Acostumbraba contarme historias como esa, sabiendo cómo me gustaba oír cosas de
los elfos. Fue el señor Bilbo quien me enseñó a leer y escribir. Era muy sabio,
el querido viejo señor Bilbo. Y escribía poesía. Escribió lo que acabo de
decir.
—No fue él—dijo
Trancos—. Es parte de una balada, La caída de Gil-galad, compuesta en
una lengua antigua. Bilbo tiene que haberla traducido. Yo no estaba enterado.
—Hay todavía más—dijo
Sam—, todo acerca de Mordor. No aprendí esa parte, me da escalofríos. ¡Nunca
supuse que yo también tomaría ese camino! [34]
—¡Ir
a Mordor!—gritó Pippin—. ¡Confío en que no lleguemos a eso!
—¡No pronuncies ese
nombre en voz tan alta!—dijo Trancos.
Era ya mediodía cuando
se acercaron al extremo sur del camino y vieron ante ellos, a la luz clara y
pálida del sol de octubre, una barranca verde-gris que llegaba como un puente a
la falda norte de la colina. Decidieron trepar hasta la cima en seguida,
mientras había luz. Ya no era posible ocultarse y sólo esperaban que ningún
enemigo o espía estuviera observándolos. Nada se movía allá en lo alto. Si Gandalf
andaba cerca, no se veía ninguna señal.
En el flanco
occidental de la cima de los Vientos encontraron un hueco abrigado y en el
fondo una concavidad con laderas tapizadas de hierba. Dejaron allí a Pippin y
Sam con el poni, los bultos y el equipaje. Los otros tres continuaron la
marcha. Al cabo de media hora de trabajosa ascensión, Trancos alcanzó la cima;
Frodo y Merry llegaron detrás agotados y sin aliento. La última pendiente había
sido escarpada y rocosa.
Encontraron arriba,
como había dicho Trancos, un amplio círculo de piedras trabajadas, desmoronadas
ahora o cubiertas por un pasto secular. Pero en el centro había una pila de
piedras rotas, ennegrecidas como por el fuego. Alrededor el pasto había sido
quemado hasta las raíces y en todo el interior del anillo las hierbas estaban
chamuscadas y resecas, como si las llamas hubieran barrido la cima de la
colina; pero no había señal de criaturas vivientes.
Mirando de pie desde
el borde del círculo de ruinas se alcanzaba a ver abajo y en torno un amplio
panorama, en su mayor parte de tierras áridas y sin ninguna característica,
excepto unas manchas de bosques en las lejanías del sur y detrás de los
bosques, aquí y allá, el brillo de un agua distante. Abajo, del lado sur,
corría como una cinta el Viejo Camino, viniendo del oeste y serpenteando en
subidas y bajadas, hasta desaparecer en el este detrás de una estribación
oscura. Nada se movía allí. Siguiéndolo con la mirada, vieron las montañas: las
elevaciones más cercanas eran de un color castaño y sombrío; detrás se alzaban
formas grises y más altas y luego unos picos elevados y blancos que
centelleaban entre nubes.
—¡Bueno, aquí estamos!—dijo
Merry—. Qué triste e inhospitalario parece todo. No hay agua ni reparo. Y
ninguna señal de Gandalf. Pero no lo acuso de no habernos esperado, si es que
vino por aquí.
—No estoy seguro—dijo
Trancos, mirando pensativo alrededor—. Aunque hubiera llegado a Bree un día o
dos después de nosotros, ya podría haber estado aquí. Puede cabalgar muy
rápidamente cuando es necesario. —Calló de pronto y se inclinó a mirar la
piedra que coronaba la pila; era más chata que las otras y más blanca, como si
hubiera escapado al fuego. La recogió y la examinó mirándola por un lado y por
otro. —Esta piedra ha sido manipulada hace poco—dijo—. ¿Qué piensas de estas
marcas?
En la base chata Frodo
vio unos rasguños. —Parece ser un trazo, un punto y tres trazos—dijo.
—El trazo de la
izquierda podría ser una G runa ramificada—dijo Trancos—. Quizá sea una
señal que nos dejó Gandalf, aunque no podemos estar seguros. Los trazos son
finos y sin duda recientes. Pero estas marcas podrían tener un significado
completamente distinto y sin ninguna relación con nosotros. Los montaraces usan
runas también y a veces vienen aquí.
—¿Qué podrían significar,
aún si las hubiera hecho Gandalf?
—Diría—respondió
Trancos—que representan G3, e indican que Gandalf estuvo aquí el tres de
octubre, esto es hace tres días. Pueden indicar también que tenía prisa y que
el peligro no estaba lejos, de modo que no pudo escribir algo más largo o más
claro, o no se atrevió. Si es así, hay que estar alerta.
—Quisiera tener la
certeza de que fue él quien dejó estas marcas, aunque no sepamos qué significan—dijo
Frodo—. Sería un alivio saber que está en camino, delante o detrás de nosotros.
—Quizá—dijo Trancos—.
Para mí, estuvo aquí y en peligro. Ha habido un fuego que quemó las hierbas y
me viene ahora a la memoria la luz que vimos hace tres días en el cielo del
este. Sospecho que atacaron a Gandalf en esta misma cima, pero no podría decir
con qué resultado. Ya no está aquí y ahora tenemos que ocuparnos de nosotros
mismos y encaminarnos a Rivendel del mejor modo posible.
—¿A qué distancia está
Rivendel?—preguntó Merry, mirando alrededor desanimadamente; el mundo parecía
vasto y salvaje visto desde lo alto de la cima de los Vientos.
—No sé si el camino ha
sido alguna vez medido en millas más allá de La Posada Abandonada, a una
jornada de marcha al este de Bree—respondió Trancos—. Algunos dicen que está a
tal distancia y otros a tal otra. Es una ruta extraña y las gentes se alegran
de llegar a destino, tarde o temprano. Pero sé cuánto me llevaría a mí, a pie,
con buen clima y sin contratiempos: doce días desde aquí al vado del Bruinen,
donde el camino cruza el Sonorona que nace en Rivendel. Nos esperan por lo
menos dos semanas de marcha, pues no creo que nos convenga tomar el camino.
—¡Dos semanas!—dijo
Frodo—. Pueden ocurrir muchas cosas en ese tiempo.
—Así es—dijo Trancos.
Permanecieron un
momento en silencio, junto al borde sur de la cima. En aquel sitio solitario
Frodo tuvo conciencia por primera vez del desamparo en que se encontraba y de
los peligros a que estaba expuesto. Deseó amargamente que la fortuna lo hubiese
dejado en la tranquila y amada Comarca. Observó desde lo alto el odioso camino,
que llevaba de vuelta al oeste, hacia el hogar. De pronto advirtió que dos
puntos negros se movían allí lentamente, hacia el oeste, y mirando de nuevo vio
que otros tres avanzaban en sentido contrario. Dio un grito y apretó el brazo
de Trancos.
—Mira—dijo, apuntando
hacia abajo.
Trancos se arrojó
inmediatamente al suelo detrás del círculo de ruinas, tirando de Frodo. Merry
se echó junto a ellos.
—¿Qué es eso?—preguntó
en voz baja.
—No sé—dijo Trancos—,
pero temo lo peor.
Se arrastraron de
nuevo lentamente hasta el borde del anillo y miraron por un intersticio entre
dos piedras dentadas. La luz ya no era brillante, pues la claridad de la mañana
se había desvanecido y unas nubes que venían del este cubrían ahora el sol, que
comenzaba a declinar. Todos veían los puntos negros, pero Frodo y Merry no
distinguían ninguna forma; aunque algo les decía sin embargo que allí abajo,
muy lejos, los jinetes negros estaban reuniéndose en el camino, más allá de las
estribaciones de la colina.
—Sí—dijo Trancos, que
tenía ojos penetrantes y para quien no había ninguna duda—. ¡El enemigo está
aquí!
Arrastrándose por el
flanco sur de la colina, descendieron rápidamente a reunirse con los otros.
Sam y Peregrin no
habían perdido el tiempo y habían explorado la cañada y las pendientes vecinas.
No muy lejos, en el flanco mismo de la colina, encontraron un manantial de agua
clara y al lado unas huellas de pisadas que no tenían más de un día o dos. En
la cañada misma había señales de un fuego reciente y otros signos que indicaban
un campamento apresurado. Había algunas piedras caídas al borde de la cadena,
en el flanco de la colina. Detrás de esas piedras Sam tropezó con una ordenada
pila de leña.
—Me pregunto si el
viejo Gandalf estuvo aquí—le dijo a Pippin—. Quien haya amontonado esta madera
parece que tenía la intención de volver.
Trancos se interesó
mucho en estos descubrimientos. —Ojalá me hubiese quedado aquí un rato a
explorar yo mismo el terreno—dijo yendo de prisa hacia el manantial a examinar
las pisadas.
—Tal como lo temía—dijo
al volver—. Sam y Pippin han pisoteado el suelo blando, arruinando o
confundiendo las huellas. Unos montaraces han estado aquí últimamente. Son
ellos quienes dejaron la leña para el fuego. Pero hay también muchas huellas
nuevas que no pertenecen a montaraces. Marcas de botas pesadas de hace un día o
dos. Un día por lo menos. No estoy seguro, pero creo que ha habido muchos pies
calzados con botas. —Trancos calló, sumido en inquietos pensamientos.
Cada uno de los hobbits
tuvo una imagen mental de los jinetes, calzados con botas, envueltos en capas.
Si ya habían descubierto la cañada, cuanto antes se alejaran de allí, mejor que
mejor. Sam contempló la concavidad con mucho desagrado, sabiendo ahora que los
enemigos estaban en camino, a unas pocas millas de allí.
—¿No sería mejor que
nos alejáramos en seguida, señor Trancos?—preguntó con impaciencia—. Se está
haciendo tarde y no me gusta este agujero. Me encoge el corazón, de algún modo.
—Sí, es de veras
necesario que nos decidamos enseguida—respondió Trancos alzando los ojos para
observar la hora y el estado del tiempo—. Bueno, Sam—dijo al fin—, a mí tampoco
me gusta este sitio, pero no conozco ninguno mejor al que podamos llegar antes
de la caída de la noche. Al menos aquí estamos al resguardo de todas las
miradas y si nos movemos sería muy posible que los espías nos descubrieran en
seguida. Todo lo que podemos hacer es retroceder hacia el norte por este lado
de los cerros, donde el terreno es bastante parecido al de aquí. El camino está
vigilado, pero tendremos que atravesarlo para ocultarnos así en las espesuras
del sur. Del lado norte del camino, más allá de las colinas, la tierra es
desnuda y llana en una extensión de muchas millas.
—¿Los jinetes pueden
ver?—preguntó Merry—. Quiero decir, parece que se sirven comúnmente más de la
nariz que de los ojos y que nos olfatean desde lejos, si olfatear es la palabra
exacta, al menos durante el día. Pero tú hiciste que nos echáramos al suelo,
cuando los vimos allá abajo y ahora dices que podrían vernos si nos movemos de
aquí.
—No tomé bastantes
precauciones en la cima—respondió Trancos—. Estaba ansioso por encontrar alguna
señal de Gandalf, pero fue un error que subiéramos los tres y que estuviéramos
de pie allí arriba tanto tiempo. Pues los caballos negros ven y los jinetes
pueden utilizar hombres y otros seres como espías, como comprobamos en Bree.
Ellos mismos no ven el mundo de la luz como nosotros: nuestras formas proyectan
sombras en las mentes de los jinetes, sombras que sólo el sol del mediodía
puede destruir, y perciben en la oscuridad signos y formas que se nos escapan y
es entonces cuando son más temibles. Y olfatean en cualquier momento la sangre
de las criaturas vivientes, deseándola y odiándola; y hay otros sentidos,
además de la vista y el olfato. Nosotros mismos podemos sentir la presencia de
estos seres; ha perturbado nuestros corazones desde que llegamos aquí y aún
antes de verlos; y ellos nos sienten a nosotros más vivamente aún. Además—añadió,
bajando la voz hasta que fue un murmullo—el Anillo los atrae.
—¿No hay entonces modo
de escapar?—dijo Frodo mirando atentamente alrededor—. Si me muevo, ¡me verán y
perseguirán! Si me quedo, ¡los atraeré inexorablemente!
Trancos le puso una
mano en el hombro. —Hay todavía esperanzas—dijo—. No estás solo. Tomemos como una señal
esta leña, que ha sido dejada lista para el fuego. No hay aquí ni reparo ni
defensa, pero el fuego nos servirá como protección. Sauron puede utilizar el
fuego para malos designios, como cualquier otra cosa, pero a los jinetes no les
agrada y temen a quienes lo manejan. En las tierras salvajes el fuego es
nuestro amigo.
—Quizá—murmuró Sam—.
Valdrá tanto como decir «aquí estamos», llamando a gritos.
En lo más profundo de
la cañada y en el rincón más abrigado, encendieron un fuego y prepararon una
comida. Las sombras de la noche empezaban a caer y el frío aumentaba.
Advirtieron de pronto que tenían mucha hambre, pues no habían comido nada desde
el desayuno, pero no se atrevieron a preparar otra cosa que una cena frugal. En
la región que se extendía ante ellos no había más que pájaros y bestias
salvajes; lugares inhóspitos abandonados por todas las razas del mundo. Los
montaraces se aventuraban a veces más allá de las colinas, pero eran poco
numerosos y no se demoraban allí mucho tiempo. Había otras pocas gentes
errantes, de índole maligna: troles que descendían a veces de los valles
septentrionales de las montañas Nubladas. Los viajeros iban todos por el
camino, enanos casi siempre, que pasaban de prisa ocupados en sus propios
asuntos y que no se detenían a hablar o ayudar a gente extraña.
—No sé cómo haremos
para no agotar las provisiones—dijo Frodo—. Nos hemos cuidado bastante en los
últimos días y esta comida no es por cierto un festín, pero si todavía nos
quedan dos semanas y quizá más, hemos consumido demasiado.
—Hay comida en el
desierto—dijo Trancos—: bayas, raíces, hierbas y tengo algunas habilidades como
cazador en apuros. No hay por qué temer que nos muramos de hambre antes que
llegue el invierno. Pero buscar y recoger comida es un trabajo largo y cansado,
y tenemos prisa. De modo que apretaos los cinturones, ¡y pensad con esperanza
en las mesas de la casa de Elrond!
El frío aumentaba
junto con la oscuridad. Espiando desde los bordes de la cañada no veían otra
cosa que una tierra gris, que ahora se borraba rápidamente hundiéndose en las
sombras. El cielo había aclarado de nuevo, puntuado por estrellas
centelleantes, más numerosas cada vez. Frodo y los demás se apretaban alrededor
del fuego, envueltos en todas las ropas y mantas disponibles, pero Trancos se
contentaba con una capa y estaba sentado un poco aparte, aspirando pensativo el
humo de la pipa.
Cuando caía la noche y
el fuego comenzó a arder con llamas brillantes, Trancos se puso a contarles
historias a los hobbits, para distraerles y que olvidaran el miedo. Conocía
muchas historias y leyendas de otras épocas, de elfos y hombres, y de los
acontecimientos fastos y nefastos de los Días Antiguos. Los hobbits se
preguntaban cuántos años tendría y dónde habría aprendido todo esto.
—Cuéntanos de Gil-galad—dijo
Merry de pronto, cuando Trancos concluyó una historia acerca de los reinos de
los elfos e hizo una pausa—. ¿Sabes algo más de esa vieja balada de que hablaste?
—Sí, por cierto—respondió
Trancos—. Y también Frodo, pues el asunto nos concierne de veras. —Merry y
Pippin miraron a Frodo que clavaba los ojos en el fuego.
—Sólo sé lo poco que
me contó Gandalf—dijo Frodo lentamente—. Gil-galad fue el último de los grandes
reyes elfos de la Tierra Media. Gil-galad significa Luz de las Estrellas
en la lengua de los elfos. junto con Elendil, el Amigo de los Elfos, se
encaminó al país de...
—¡No!—dijo Trancos
interrumpiendo—. No creo que la historia haya de ser contada ahora, con los
sirvientes del enemigo a mano. Si alcanzamos a llegar a la casa de Elrond,
podréis oírla allí, del principio al fin.
—Entonces cuéntanos
alguna otra historia de los viejos días—suplicó Sam—, una historia de los elfos
antes de la declinación. Me gustaría tanto oír más de los elfos; parece que la
oscuridad se cerrara sobre nosotros desde todos lados.
—Os contaré la
historia de Tinúviel—dijo Trancos—. Resumida, pues es un cuento largo del que no
se conoce el fin; y no hay nadie en estos días excepto Elrond que lo recuerde
tal como lo contaban antaño. Es una historia hermosa, aunque triste, como todas
las historias de la Tierra Media, y sin embargo quizás alivie vuestros
corazones. —Trancos calló un tiempo y al fin no habló, pero entonó dulcemente:
Las
hojas eran largas, la hierba era verde,
las
umbelas de los abetos altas y hermosas
y
en el claro se vio una luz
de
estrellas en la sombra centelleante.
Tinúviel
bailaba allí,
a
la música de una flauta invisible,
con
una luz de estrellas en los cabellos
y
en las vestiduras brillantes.
Allí
llegó Beren desde los montes fríos
y
anduvo extraviado entre las hojas
y
donde serpeaba el río de los elfos,
iba
afligido a solas.
Espió
entre las hojas del abeto
y
vio maravillado unas flores de oro
sobre
el manto y las mangas de la joven,
y
el cabello la seguía como una sombra.
El
encantamiento le reanimó los pies
condenados
a errar por las colinas
y
se precipitó, vigoroso y rápido,
a
alcanzar los rayos de la luna.
Entre
los bosques del país de los elfos
ella
huyó levemente con pies que bailaban
y
lo dejó a solas errando todavía
escuchando
en la floresta callada.
Allí
escuchó a menudo el sonido volante
de
los pies tan ligeros como hojas de tilo
o
la música que fluye bajo tierra
y
gorjea en huecos ocultos.
Ahora
yacen marchitas las hojas del abeto
y
una por una suspirando
caen
las hojas de las hayas
oscilando
en el bosque de invierno.
La
siguió siempre, caminando muy lejos;
las
hojas de los años eran una alfombra espesa,
a
la luz de la luna y a los rayos de las estrellas
que
temblaban en los cielos helados.
El
manto de la joven brillaba a la luz de la luna
mientras
allá muy lejos en la cima
ella
bailaba, llevando alrededor de los pies
una
bruma de plata estremecida.
Cuando
el invierno hubo pasado, ella volvió,
y
como una alondra que sube y una lluvia que cae
y
un agua que se funde en burbujas
su
canto liberó la repentina primavera.
Él
vio brotar las flores de los elfos
a
los pies de la joven, y curado otra vez
esperó
que ella bailara y cantara
sobre
los prados de hierbas.
De
nuevo ella huyó, pero él vino rápidamente,
¡Tinúviel!
¡Tinúviel!
La
llamó por su nombre élfico
y
ella se detuvo entonces, escuchando.
Se
quedó allí un instante
y
la voz de él fue como un encantamiento,
y
el destino cayó sobre Tinúviel
y
centelleando se abandonó a sus brazos.
Mientras
Beren la miraba a los ojos
entre
las sombras de los cabellos
vio
brillar allí en un espejo
la
luz temblorosa de las estrellas.
Tinúviel
la belleza élfica,
doncella
inmortal de sabiduría élfica
lo
envolvió con una sombría cabellera
y
brazos de plata resplandeciente.
Larga
fue la ruta que les trazó el destino
sobre
montañas pedregosas, grises y frías,
por
habitaciones de hierro y puertas de sombra
y
florestas nocturnas sin mañana.
Los
mares que separan se extendieron entre ellos
y
sin embargo al fin de nuevo se encontraron
y
en el bosque cantando sin tristeza
desaparecieron
hace ya muchos años.[35]
Trancos suspiró e hizo
una pausa antes de hablar otra vez.
—Esta es una canción—dijo—en
el estilo que los elfos llaman ann-thennath,
mas es difícil de traducir a la lengua común y lo que he cantado es apenas un
eco muy tosco. [36] La canción habla del encuentro de Beren,
hijo de Barahir y Lúthien Tinúviel. Beren era un hombre mortal, pero Lúthien
era hija de Thingol, un rey de los elfos en la Tierra Media, cuando el mundo
era joven; y ella era la doncella más hermosa que ha existido alguna vez entre
todas las niñas de este mundo. Como las estrellas sobre las nieblas de las
tierras del norte, así era la belleza de Lúthien, de rostro de luz. En aquellos
días, el Gran Enemigo, de quien Sauron de Mordor no era más que un siervo,
residía en Angband en el norte y los elfos del Oeste al volver de la Tierra Media
le hicieron la guerra para recobrar los Silmarils que él había robado y los
padres de los hombres ayudaron a los elfos. Pero el enemigo obtuvo la victoria
y Barahir perdió la vida y Beren, escapando de grave peligro, franqueó las montañas
del Terror y pasó al reino oculto de Thingol en la floresta de Neldoreth. Allí
descubrió a Lúthien, que cantaba y bailaba en un claro junto al Esgalduin, el río
Encantado; y la llamó Tinúviel, es decir Ruiseñor en lengua
antigua. Muchas penas cayeron sobre ellos desde entonces y estuvieron mucho
tiempo separados. Tinúviel libró a Beren de los calabozos de Sauron y juntos
pasaron por grandes riesgos y hasta derribaron del trono al Gran Enemigo y le
sacaron de la corona de hierro uno de los tres Silmarils, las más brillante de
todas las joyas, y fue el precio de la mano de Lúthien pagado a su padre
Thingol. Al fin el lobo, que vino de las puertas de Angband, mató a Beren que
murió en brazos de Tinúviel. Pero ella eligió la mortalidad y morir para el
mundo, para así poder seguirlo, y aún se canta que se encontraron más allá de
los Mares que Separan y que luego de haber marchado un tiempo vivos otra vez
por los bosques verdes, se alejaron juntos, hace muchos años, más allá de los
confines de este mundo. Así es que Lúthien murió realmente y dejó el mundo,
sólo ella de toda la raza élfica, y así perdieron lo que más amaban, pero por
ella la línea de los antiguos señores elfos descendió entre los hombres. Viven
todavía, aquellos de quienes Lúthien fue la antecesora y se dice que esta raza
no se extinguirá nunca. Elrond de Rivendel pertenece a esa especie. Pues de
Beren y Lúthien nació el heredero de Thingol, Dior; y de él, Elwing la Blanca,
que se casó con Eärendil, quien navegó más allá de las nieblas del mundo internándose
en los mares del cielo, llevando el Silmaril en la frente. Y de Eärendil
descendieron los reyes de Númenor, es decir Oesternesse.
Mientras Trancos
hablaba, los hobbits le observaban la cara extraña y vehemente, apenas
iluminada por el rojo resplandor de la hoguera. Le brillaban los ojos y la voz
era cálida y profunda. Por encima de él se extendía un cielo negro y
estrellado. De pronto una luz pálida apareció sobre la cima de los Vientos,
detrás de Trancos. La luna creciente subía poco a poco y la colina echaba
sombra y las estrellas se desvanecieron en lo alto.
El cuento había
concluido. Los hobbits se movieron y estiraron. —Mirad—dijo Merry—. La luna
sube. Está haciéndose tarde.
Los otros alzaron los
ojos. En ese momento vieron una silueta pequeña y sombría, que se recortaba a
la luz de la luna, sobre la cima del monte. Quizá no era más que una piedra
grande o una saliente de roca visible a la luz pálida.
Sam y Merry se
pusieron de pie y se alejaron de la hoguera. Frodo y Pippin se quedaron
sentados y en silencio. Trancos observaba atentamente la luz de la luna sobre
la colina. Todo parecía tranquilo y silencioso, pero Frodo sintió que un miedo
frío le invadía el corazón, ahora que Trancos ya no hablaba. Se acurrucó
acercándose al fuego. En ese momento Sam volvió corriendo desde el borde de la
cañada.
—No sé qué es—dijo—,
pero de pronto sentí miedo. No saldría de este agujero por todo el oro del
mundo. Sentí que algo trepaba arrastrándose por la pendiente.
—¿No viste
nada?—preguntó Frodo incorporándose de un salto.
—No, señor. No vi
nada, pero no me detuve a mirar.
—Yo vi algo—dijo Merry—,
o así me pareció. Lejos hacia el oeste donde la luz de la luna caía en los
llanos, más allá de las sombras de los picos, creí ver dos o tres sombras
negras. Parecían moverse hacia aquí.
—¡Acercaos todos al
fuego, con las caras hacia afuera!—gritó Trancos—. ¡Tened listos los palos más
largos!
Durante un tiempo en
que apenas se atrevían a respirar estuvieron allí, alertas y en silencio, de
espaldas a la hoguera, mirando las sombras que los rodeaban. Nada ocurrió. No
había ningún ruido ni ningún movimiento en la noche. Frodo cambió de posición;
tenía que romper el silencio y gritar.
—¡Calla!—murmuró
Trancos.
—¿Qué es eso?—jadeó
Pippin al mismo tiempo.
Sobre el borde de la
pequeña cañada, del lado opuesto a la colina, sintieron, más que vieron, que se
alzaba una sombra, una sombra o más. Miraron con atención y les pareció que las
sombras crecían. Pronto no hubo ninguna duda: tres o cuatro figuras altas
estaban allí, de pie en la pendiente, mirándolos. Tan negras eran que parecían
agujeros negros en la sombra oscura que los circundaba. Frodo creyó oír un
débil siseo, como un aliento venenoso, y sintió que se le helaban los huesos.
En seguida las sombras avanzaron lentamente.
El terror dominó a
Pippin y a Merry que se arrojaron de cara al suelo. Sam se encogió junto a
Frodo. Frodo estaba apenas menos aterrorizado que los demás; temblaba de pies a
cabeza, como atacado por un frío intenso, pero la repentina tentación de
ponerse en seguida el Anillo se sobrepuso a todo y ya no pudo pensar en otra
cosa. No había olvidado las quebradas, ni el aviso de Gandalf, pero algo parecía
impulsarlo a desoír todas las advertencias y dejarse llevar. No con la
esperanza de huir, o de obtener algo, malo o bueno. Sentía simplemente que
tenía que sacar el anillo y ponérselo en el dedo. No podía hablar. Sabía que
Sam lo miraba, como dándose cuenta de que su amo pasaba en ese momento por una
prueba muy dura, pero no era capaz de volverse hacia él. Cerró los ojos y luchó
un rato y al fin la resistencia se hizo insoportable y tiró lentamente de la
cadena y se deslizó el Anillo en el índice de la mano izquierda.
Inmediatamente, aunque
todo lo demás continuó como antes, indistinto y sombrío, las sombras se
hicieron terriblemente nítidas. Podía verlas ahora bajo las negras envolturas.
Eran cinco figuras altas: dos de pie al borde de la concavidad, tres avanzando.
En las caras blancas ardían unos ojos penetrantes y despiadados; bajo los
mantos llevaban unas vestiduras largas y grises; yelmos de plata cubrían las
cabelleras canosas y las manos macilentas sostenían espadas de acero. Los ojos cayeron
sobre Frodo y lo traspasaron, las figuras se precipitaron hacia él. Desesperado,
Frodo sacó la espada y le pareció que emitía una luz roja y vacilante, como un
tizón encendido. Dos de las figuras se detuvieron. La tercera era más alta que
las otras; tenía una cabellera brillante y larga y sobre el yelmo llevaba una
corona.
En
una mano sostenía una espada y en la otra un cuchillo y tanto el cuchillo como
la mano resplandecían con una pálida luz. La forma acometió, echándose sobre
Frodo.
En ese momento Frodo
se arrojó al suelo y se oyó gritar en voz alta: —¡O Elbereth! ¡Gilthoniel!—Al
mismo tiempo lanzó un golpe contra los pies del enemigo. Un grito agudo se
elevó en la noche; y Frodo sintió un dolor, como si un dardo de hielo
envenenado le hubiese traspasado el hombro izquierdo. En el mismo instante en
que perdía el conocimiento y como a través de un torbellino de niebla, alcanzó
a ver a Trancos que salía saltando de la oscuridad, esgrimiendo un tizón
ardiente en cada mano. Haciendo un último esfuerzo, Frodo se sacó el Anillo del
dedo, dejando caer su espada y lo apretó en la mano derecha.
XII.HUYENDO HACIA EL VADO
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO I—CAPÍTULO XII
Cuando Frodo volvió en
sí, aún aferraba desesperadamente el Anillo. Estaba tendido junto al fuego, que
había sido alimentado y ardía ahora con una luz brillante. Los tres hobbits se
inclinaban sobre él.
—¿Qué ha ocurrido?
¿Dónde está el rey pálido?—preguntó Frodo, aturdido.
Los otros estaban tan
contentos de oírlo hablar que no le contestaron en seguida y no entendieron qué
les preguntaba. Al fin Frodo supo por Sam que no habían visto otra cosa que
unas formas confusas y sombrías que venían hacia ellos. De pronto, horrorizado,
Sam había advertido la desaparición de Frodo, y en ese momento una sombra negra
pasó precipitadamente, muy cerca, y él cayó al suelo. Oía la voz de Frodo, pero
parecía venir de muy lejos, o de las profundidades de la tierra, gritando
palabras extrañas. No habían visto más, hasta que tropezaron con Frodo, que
yacía como muerto, la cara apretada contra la hierba, la espada debajo del
cuerpo. Trancos les ordenó que lo levantaran y lo acostaran junto a las llamas
y poco después desapareció. Desde entonces había pasado un buen rato.
Sam, evidentemente,
comenzaba a tener nuevas dudas a propósito de Trancos, pero mientras hablaba el
montaraz reapareció de pronto, saliendo de las sombras. Los hobbits se
sobresaltaron y Sam desenvainó la espada y cubrió a Frodo, pero Trancos se
agachó rápidamente junto a él.
—No soy un jinete negro,
Sam—dijo gentilmente—, ni estoy ligado a ellos. He estado tratando de descubrir
dónde se han metido, pero sin resultado alguno. No alcanzo a entender por qué
se han ido y no han vuelto a atacarnos. Pero no hay señales de que anden cerca.
Cuando oyó lo que
Frodo tenía que decirle, se mostró de veras preocupado, y movió la cabeza y
suspiró. Luego les ordenó a Pippin y Merry que calentaran la mayor cantidad de
agua que fuera posible en las pequeñas marmitas y que le lavaran la herida. —¡Mantened
el fuego encendido y cuidad de que Frodo no se enfríe!—dijo. Luego se incorporó
y se alejó, llamando a Sam—. Creo que ahora entiendo mejor—dijo en voz baja—.
Parece que los enemigos eran sólo cinco. Por qué no estaban todos aquí, no lo
sé, pero no creo que esperaran encontrar resistencia. Por el momento se han
retirado, aunque temo que no muy lejos. Regresarán otra noche, si no logramos
huir. Ahora se contentan con esperar, pues piensan que ya casi han conseguido
lo que desean y que el Anillo no podrá escapárseles. Me temo, Sam, que imaginan
que tu amo ha recibido una herida mortal, que lo someterá a lo que ellos
decidan. ¡Ya veremos!
Sam sintió que el
llanto lo sofocaba. —¡No desesperes!—dijo Trancos—. Confía en mí ahora. Tu
Frodo es de una pasta más firme de lo que yo pensaba, aunque Gandalf ya me lo
había insinuado. No está muerto y creo que resistirá el poder maligno de la
herida mucho más de lo que sus enemigos suponen. Haré todo lo que esté a mi
alcance para ayudarlo y curarlo. ¡Cuídalo bien en mi ausencia!—Se volvió
rápidamente desapareciendo de nuevo entre las sombras.
Frodo dormitaba, aunque
el dolor que le causaba la herida no dejaba de aumentar y un frío mortal se le
extendía desde el hombro hasta el brazo y el costado. Los tres hobbits lo
cuidaban, calentándolo y lavándole la herida. La noche pasó lenta y tediosa. El
alba crecía en el cielo y una luz gris invadía la cañada, cuando Trancos volvió
al fin.
—¡Mirad!—gritó, e
inclinándose levantó del suelo una túnica negra que había quedado allí oculta
en la oscuridad. Había un desgarrón en la tela, un poco por encima del borde
inferior—. La marca de la espada de Frodo—dijo—. El único daño que le causó al
enemigo, temo, pues no está dañada y las espadas que traspasan a ese rey
terrible caen destruidas. Más mortal para él fue el nombre de Elbereth.
¡Y más mortal para Frodo fue esto!—Se agachó de nuevo y tomó un cuchillo largo
y delgado. La hoja tenía un brillo frío. Cuando Trancos lo levantó vieron que
el borde del extremo estaba mellado y la punta rota. Pero mientras aún lo
sostenía a la luz creciente, observaron asombrados que la hoja parecía fundirse
y que se desvanecía en el aire como una humareda, no dejando más que la
empuñadura en la mano de Trancos. —¡Ay!—gritó—. Fue este maldito puñal el que
ha infligido la herida. Pocos tienen ahora el poder de curar el daño causado
por armas tan maléficas. Pero haré todo lo que esté a mi alcance.
Se sentó en el suelo y
tomando la empuñadura del arma se la puso en las rodillas y le cantó una lenta
canción en una lengua extraña. En seguida, poniéndola a un lado, se volvió a
Frodo y pronunció en voz baja unas palabras que los otros no llegaron a
entender. Del saco pequeño que llevaba a la cintura extrajo las hojas largas de
una planta.
—Estas hojas—dijo—caminé
mucho para encontrarlas, pues la planta no crece en las lomas desnudas, sino
entre los matorrales de allá lejos al sur del camino; las encontré en la
oscuridad por el olor. —Estrujó entre los dedos una hoja, que difundió una
fragancia dulce y fuerte. —Fue una suerte que la haya encontrado, pues es una
planta medicinal que los hombres del oeste trajeron a la Tierra Media. Athelas
la llamaron y ahora sólo crece en los sitios donde ellos acamparon o vivieron
hace tiempo; y no se la conoce en el norte excepto por aquellos que frecuentan
las tierras salvajes. Tiene grandes virtudes curativas, pero en una herida
semejante quizá sean insuficientes.
Trancos echó las hojas
en el agua hirviente y le lavó el hombro a Frodo. El aroma del vapor era
refrescante y los otros tres hobbits sintieron que les calmaba y aclaraba las
mentes. La hierba actuaba además sobre la herida, pues Frodo notó que le
disminuía el dolor y también aquella sensación de frío que tenía en el costado;
pero el brazo continuaba como sin vida y no podía alzar la mano o mover los
dedos. Lamentaba amargamente su propia necedad y se reprochaba no haberse
mostrado más firme pues comprendía ahora que al ponerse el Anillo no había
obedecido a sus propios deseos sino a las órdenes imperiosas de los enemigos.
Se preguntaba si no quedaría lisiado para siempre y cómo se las arreglarían
para proseguir el viaje. Se sentía tan débil que ni siquiera podía ponerse de
pie.
Los otros discutían
este mismo problema. Decidieron rápidamente dejar la cima de los Vientos tan
pronto como fuera posible. —Pienso ahora—dijo Trancos—que el enemigo ha estado
vigilando este sitio desde hace varios días. Si Gandalf vino por aquí, tiene
que haberse visto obligado a escapar y no volverá. De todos modos y luego del
ataque de anoche, correrías grave peligro aquí si nos quedamos después que
oscurezca y la situación no podría ser peor para nosotros en cualquier otro
sitio.
Tan pronto como se
hizo de día se prepararon una comida frugal y empacaron. Como Frodo no podía
caminar, dividieron la mayor parte del equipaje entre los cuatro y montaron a
Frodo en el poni. En los últimos pocos días la pobre bestia había mejorado de
modo notable; ya parecía más gorda y fuerte y había comenzado a mostrar afecto
a sus nuevos dueños, sobre todo a Sam. El tratamiento que había recibido de
Bill Helechal tenía que haber sido muy duro para que un viaje por tierras
salvajes le pareciera mucho mejor que la vida anterior.
Partieron en dirección
sur. Esto significaba cruzar el camino, pero era el modo más rápido de llegar a
regiones arboladas. Y necesitaban combustible, pues Trancos decía que Frodo
tenía que estar abrigado, especialmente de noche, y además el fuego serviría
para protegerlos a todos. Planeaban también abreviar el trayecto cortando a
través de otra vuelta del camino; al este, más allá de la cima de los Vientos,
la ruta cambiaba de curso describiendo una amplia curva hacia el norte.
Marcharon lenta y
precavidamente bordeando las faldas del sudoeste de la colina y no tardaron en
llegar al borde del camino. No había señales de los jinetes. Pero en el mismo
momento en que cruzaban de prisa alcanzaron a oír dos gritos lejanos: una voz
fría que llamaba y una voz fría que respondía. Temblando se precipitaron hacia
los matorrales que crecían del otro lado. El terreno descendía allí en
pendiente hacia el sur, salvaje y sin ninguna senda; unos arbustos y árboles
raquíticos crecían en grupos apretados en medio de amplios espacios desnudos.
La hierba era escasa, dura y gris; y los matorrales perdían las hojas secas.
Era una tierra desolada y el viaje se hacía lento y triste. Marchaban
penosamente y hablaban poco. Frodo observaba acongojado cómo caminaban junto a
él, cabizbajos, inclinados bajo el peso de los bultos. Hasta el mismo Trancos
parecía cansado y abatido.
Antes que terminara la
primera jornada el dolor de Frodo se acrecentó de nuevo, pero él tardó en
quejarse. Pasaron cuatro días y ni el terreno ni el escenario cambiaron mucho, aunque
detrás de ellos la cima de los Vientos bajaba lentamente y delante de ellos
subían las montañas lejanas. Pero luego de aquellos gritos distantes no habían
visto ni oído nada que indicara que el enemigo anduviese cerca, o estuviera
siguiéndolos. Temían las horas de oscuridad y montaban guardia en parejas,
esperando ver en cualquier momento unas sombras negras que se adelantaban en la
noche gris, débilmente iluminada por la luna velada de nubes; pero no veían
nada y no oían otro sonido que el de las hojas secas y la hierba. Ni una sola
vez tuvieron aquella impresión de peligro inminente que los había asaltado en
la cañada antes del ataque. No se atrevían a suponer que los jinetes les
hubiesen perdido de nuevo el rastro. ¿Esperarían quizá tenderles una emboscada
en algún sitio estrecho?
Al fin del quinto día
el terreno comenzó una vez más a elevarse lentamente, saliendo del valle bajo y
amplio al que habían descendido. Trancos los guio de nuevo hacia el nordeste y
en el sexto día llegaron a lo alto de una loma larga y vieron a la distancia un
grupo de colinas boscosas. Allá abajo el camino bordeaba el pie de las colinas
y a la derecha un río gris brillaba pálidamente a la débil luz del sol. A lo
lejos corría otro río por un valle pedregoso cubierto de jirones de bruma.
—Temo que ahora
tengamos que volver un rato al camino—dijo Trancos—. Hemos llegado al río
Fontegrís, que los elfos llaman Mitheithel. Desciende de las landas de
Etten, los páramos de los troles al norte de Rivendel y en el sur allá lejos se
une al Sonorona. De ahí en adelante algunos lo llaman Agua Gris. Es una
gran extensión de agua antes de llegar al mar. No hay otro modo de cruzarlo
desde que nace en las Landas de Etten que el Puente Último sobre el camino.
—¿Cuál es aquel otro
río allá a lo lejos?—preguntó Merry.
—El Sonorona, el
Bruinen de Rivendel—respondió Trancos—. El camino lo bordea durante varias
leguas, hasta el vado. Aún no he pensado cómo lo cruzaremos. ¡Un río por vez! Tendremos
bastante suerte en verdad si no encontramos algún obstáculo en el Puente Último.
Al otro día, temprano
de mañana, descendieron de nuevo al camino. Sam y Trancos fueron adelante, pero
no encontraron señales de viajeros o jinetes. Aquí, a la sombra de las colinas,
había llovido bastante. Trancos opinó que el agua había caído dos días atrás,
borrando todas las huellas. Desde entonces no había pasado ningún jinete, o así
parecía al menos.
Avanzaron rápidamente
y luego de una milla o dos vieron ante ellos el Puente Último, al pie de una
cuesta empinada y breve. Bajaron temiendo que unas sombras negras los esperasen
allí, pero no vieron nada. Trancos hizo que se ocultaran detrás de unos
matorrales a la vera del camino y se adelantó a explorar.
No mucho después
volvió apresuradamente. —Ningún enemigo a la vista—dijo—, y no entiendo por qué. Pero descubrí
algo muy extraño.
Tendió la mano y
mostró una piedra de color verde pálido. —La encontré en el barro, en medio del
puente—dijo—. Es un berilo, una piedra élfica. No podría decir si la pusieron
allí, o si alguien la perdió, pero me da cierta esperanza. Diría que es un
signo de que podemos cruzar el puente, pero no me atrevería a seguir por el
camino sin otra indicación más clara.
Partieron de nuevo en
seguida. Atravesaron el puente sanos y salvos, sin oír otro sonido que el de
las aguas arremolinadas bajo los tres grandes arcos. Una milla más allá
llegaron a una hondonada estrecha que llevaba al norte cruzando las tierras
escarpadas a la izquierda del camino. Aquí Trancos dobló a un lado y casi en
seguida se encontraron en una región sombría de árboles oscuros que
serpenteaban al pie de unas lomas adustas.
Los hobbits se
alegraron de dejar atrás las tierras desoladas y los peligros del camino, pero
esta nueva región parecía amenazadora e inamistosa. Las colinas iban creciendo
ante ellos. Aquí y allá, sobre alturas y crestas, vislumbraban unos antiguos
muros de piedra y ruinas de torres de ominoso aspecto. Frodo, que no caminaba,
tenía tiempo de mirar adelante y pensar. Recordaba los relatos de Bilbo y las
torres amenazadoras que se alzaban en los montes al norte del camino, en las
proximidades del bosque de los Troles donde se le había presentado el primer
incidente serio del viaje. Frodo adivinó que se encontraban ahora en la misma
región y se preguntó si no pasarían casualmente por el mismo sitio.
—¿Quién vive en estas
tierras?—preguntó—. ¿Y quién edificó esas torres? ¿Es este el país de los troles?
—No—dijo Trancos—. Los
troles no construyen. Nadie vive aquí. En otro tiempo moraron hombres, pero hoy
no queda ninguno. Fueron gente mala, así dice la leyenda, pues cayeron bajo la
sombra de Angmar. Pero todos murieron en la guerra que acabó con el reino el
norte. Hace ya tanto tiempo que las colinas han olvidado, aunque una sombra se
extiende aún sobre el país.
—¿Dónde aprendiste
esas historias si toda la región está desierta y olvidada?—preguntó Peregrin—.
Los pájaros y las bestias no cuentan historias de esa especie.
—Los herederos de
Elendil no olvidaron el pasado—dijo Trancos—, y sé de otros muchos asuntos que
aún se recuerdan en Rivendel.
—¿Has estado a menudo
en Rivendel?—dijo Frodo.
—Sí—respondió Trancos—,
viví allí un tiempo y vuelvo siempre que puedo. Mi corazón está allí, pero mi
destino no es vivir en paz, ni siquiera en la hermosa casa de Elrond.
Las colinas comenzaron
a cercarlos. El camino retrocedía de nuevo hacia el río, pero ahora ya no lo
veían. Al fin entraron en un valle largo, estrecho, profundo, sombrío y
silencioso. Unos árboles de viejas y retorcidas raíces colgaban de los riscos y
se amontonaban detrás en laderas de pinos.
Los hobbits estaban
muy cansados y avanzaban lentamente, abriéndose paso entre rocas y árboles
caídos. Trataban de evitar todo lo posible los terrenos escarpados, en
beneficio de Frodo, y era en verdad difícil encontrar un camino que los ayudara
a escalar las paredes de los valles. Llevaban dos días caminando por esta
región cuando empezó a llover. El viento sopló del oeste vertiendo el agua de
los mares lejanos sobre las cabezas oscuras de las lomas en una penetrante
llovizna. Cuando llegó la noche estaban calados hasta los huesos y no les
sirvió de mucho acampar, pues no pudieron encender ningún fuego. Al día
siguiente los montes se hicieron todavía más altos y escarpados obligándolos a
desviarse de la ruta y doblar hacia el norte. Trancos parecía cada vez más
inquieto; habían pasado diez días desde que dejaran atrás la cima de los
Vientos y las provisiones comenzaban a escasear. La lluvia no amainaba.
Aquella noche
acamparon en una estribación rocosa; una gruta poco profunda, un simple
agujero, se abría en el muro de piedra. La herida le dolía más que nunca a
Frodo, a causa del frío y la humedad, y sentía el cuerpo helado y no podía
dormir. Se volvía acostado a un lado y a otro, escuchando medrosamente los
furtivos ruidos nocturnos: el viento en las grietas de las rocas, el agua que
goteaba, un crujido, una piedra suelta que rodaba por la pendiente. Sintió que
unas formas negras se le acercaban queriendo sofocarlo, pero cuando se sentó no
vio sino la espalda de Trancos, sentado, con las piernas recogidas, fumando en
pipa y vigilando. Se acostó de nuevo y se deslizó en un sueño intranquilo y
soñó que se paseaba por el césped del jardín de La Comarca, pero el jardín era
borroso e indistinto, menos nítido que las sombras altas y oscuras que lo
miraban por encima del seto.
Cuando despertó a la
mañana, había dejado de llover. Las nubes eran todavía espesas, pero estaban
abriéndose, descubriendo pálidas franjas de azul. El viento cambiaba de nuevo.
No partieron en seguida. Luego del desayuno frío y escaso, Trancos se alejó
solo, diciéndoles a los otros que lo esperaran al abrigo del acantilado. Trataría
de llegar arriba, si le era posible, para observar la configuración del
territorio.
Regresó bastante
desanimado. —Nos hemos alejado demasiado hacia el norte—dijo—y tenemos que
encontrar un modo de volver al sur. Si seguimos en esta dirección llegaremos a
los valles de Etten, muy al norte de Rivendel. Esta es una región de troles,
que conozco poco. Quizás encontráramos un modo de atravesarla y de alcanzar
Rivendel desde el norte; pero nos llevaría demasiado tiempo, pues no conozco el
país y se nos acabarían las provisiones. De un modo o de otro tenemos que
encontrar el vado del Bruinen.
Pasaron el resto del
día arrastrándose sobre pies y manos por un terreno rocoso. Al fin, luego de
cruzar un pasaje estrecho entre dos lomas, encontraron un valle que corría
hacia el sudeste, la dirección que deseaban tomar; pero cuando el día ya terminaba
vieron que una cadena de tierras altas les cerraba de nuevo el paso: el borde
oscuro se recortaba contra el cielo como los dientes mellados de una sierra.
Tenían que elegir entre volverse o escalar la cadena de lomas.
Decidieron intentar la
ascensión, lo que fue demasiado difícil. Frodo no tardó en tener que desmontar
y seguir a pie. Aun así pensaron a menudo que no conseguirían que el poni
subiera, o que ellos mismos encontraran algo parecido a un sendero, cargados
como estaban. Casi no había luz y se sentían agotados cuando al fin llegaron
arriba. Estaban ahora en un paso estrecho entre dos elevaciones y poco más allá
el terreno descendía de nuevo abruptamente. Frodo se arrojó al suelo y allí se
quedó temblando de pies a cabeza. No podía mover el brazo izquierdo y tenía la
impresión de que unas garras de hielo le apretaban el costado y el hombro. Los
árboles y rocas de alrededor parecían sombríos e indistintos.
—No podemos seguir así—le
dijo Merry a Trancos—. Temo que el esfuerzo haya sido excesivo para Frodo. Me
inquieta de veras. ¿Qué vamos a hacer? ¿Piensas que podrían curarlo en
Rivendel, si es que llegamos allí?
—Quizá—respondió
Trancos—. No hay nada más que yo pueda hacer en el desierto y es esa herida
precisamente lo que me impulsa a que forcemos la marcha. Pero reconozco que
esta noche no podemos ir más lejos.
—¿Qué le ocurre a mi
amo?—preguntó Sam en voz baja, mirando a Trancos con aire suplicante—. La
herida es pequeña y está casi cerrada. No se le ve más que una cicatriz blanca
y fría en el hombro.
—Frodo ha sido
alcanzado por las armas del enemigo—dijo Trancos—, y hay algún veneno o mal que
está actuando en él y que mi arte no alcanza a eliminar. ¡Pero no pierdas las
esperanzas, Sam!
La noche era fría en
lo alto de la loma. Encendieron un fuego pequeño bajo las raíces nudosas de un
viejo pino que pendía sobre una cavidad poco profunda; parecía como si en un
tiempo hubiera habido allí una cantera de piedra. Se sentaron apretándose unos
contra otros. El viento helado soplaba en el paso y se oían los gemidos y
suspiros de los árboles de la pendiente. Frodo dormitaba acostado, imaginando
que unas interminables alas negras barrían el aire sobre él y que en esas alas
cabalgaban unos perseguidores que lo buscaban en todos los huecos de las
colinas.
La mañana se levantó
brillante y hermosa; el aire era puro y la luz pálida y limpia en un cielo
lavado por la lluvia. Se sentían más animados ahora, pero esperaron con
impaciencia a que el sol viniera a calentarles los miembros fríos y
agarrotados. Tan pronto como hubo luz, Trancos se llevó a Merry consigo y
fueron a examinar la región desde la altura que dominaba el este del paso. El
sol estaba alto y brillaba cuando volvieron con mejores noticias. Iban ya casi
en la dirección adecuada. Si descendían ahora por la otra pendiente tendrían
las montañas a la izquierda. A alguna distancia, allá delante, Trancos había
divisado de nuevo el Sonorona y sabía que aunque no se le veía desde allí, el
Camino del Vado no estaba lejos del río y corría de este lado del agua.
—Tendremos que retomar
el camino—dijo—. No podemos esperar que haya algún sendero entre estas colinas.
Cualquiera que sea el peligro que nos aceche, el camino es nuestra única vía
para llegar al vado.
Comieron y partieron
en seguida otra vez. Bajaron lentamente por el lado sur de la estribación, pero
el camino les pareció mucho más fácil, pues la ladera caía menos a pique de
este lado y al cabo de un momento Frodo pudo montar de nuevo el poni. El pobre
y viejo animal de Bill Helechal estaba desarrollando un talento inesperado para
elegir el camino y evitar a su jinete todas las sacudidas posibles. El grupo
recobró el ánimo y aún Frodo se sintió mejor a la luz de la mañana, aunque de
cuando en cuando una niebla parecía oscurecerle la vista y se pasaba las manos
por los ojos.
Pippin iba un poco
adelante. De improviso se volvió y los llamó. —¡Aquí hay un sendero!—gritó.
Cuando llegaron junto
a él, vieron que no se había equivocado: allí comenzaba borrosamente un sendero
tortuoso que subía desde los bosques y se perdía detrás en la cima de la
montaña. En algunos sitios era casi invisible y estaba cubierto de malezas y
obstruido por piedras y árboles caídos, pero parecía haber sido muy transitado
en otro tiempo. Quienes habían abierto el sendero eran de brazos fuertes y pies
pesados. Aquí y allá habían cortado o derribado viejos árboles, hendiendo las
rocas mayores o apartándolas a un lado para que no interrumpieran el paso.
Siguieron la senda un
tiempo, pues era el camino más fácil para bajar, pero se adelantaban con
precaución y a medida que se internaban en los bosques oscuros y la senda se
hacía ancha y llana, iban sintiéndose más y más intranquilos. De pronto,
saliendo de un cinturón de alisos, vieron que el sendero descendía por una
ladera empinada y se volvía en ángulo recto hacia la izquierda contorneando una
estribación rocosa. Luego corría por terreno llano, al pie de un acantilado
sobre el que asomaban unos árboles. En la pared de piedra había una puerta
entreabierta que colgaba torcidamente de una bisagra.
Se detuvieron frente a
la puerta. Detrás se abría una cueva o una cámara de roca, pero no se alcanzaba
a ver nada en la oscuridad. Trancos, Sam y Merry empujaron con todas sus
fuerzas y alcanzaron a abrir la puerta un poco más y luego Trancos y Merry
entraron en la cueva. No fueron muy lejos, pues en el suelo se veían muchas
viejas osamentas y no había otra cosa cerca de la entrada que grandes jarras
vacías y ollas rotas.
—¡Una cueva de troles,
seguro, si es que la hubo alguna vez!—gritó Pippin—. Salid, vosotros dos y
huyamos. Sabemos ahora quién hizo el sendero y será mejor que nos alejemos en
seguida.
—No es necesario, me
parece—dijo Trancos, saliendo—. Es ciertamente una cueva de troles, pero parece
abandonada hace mucho. No hay por qué asustarse, creo. Pero descendamos con
cuidado y ya veremos qué se presenta.
La senda continuaba
desde la puerta y doblando a la derecha cruzaba otra vez el terreno llano y se
hundía en una ladera boscosa. Pippin, no queriendo mostrarle a Trancos que
estaba todavía asustado, iba delante con Merry. Sam y Trancos marchaban detrás,
uno a cada lado del poni, pues la senda era ahora bastante ancha como para que
cuatro o cinco hobbits caminaran de frente codo con codo. Pero no habían ido
muy lejos cuando Pippin volvió corriendo, seguido por Merry. Los dos parecían
aterrorizados.
—¡Hay troles!—jadeó
Pippin—. En un claro del bosque un poco más abajo. Alcanzamos a verlos mirando
entre los troncos. ¡Son muy grandes!
—Vamos a echarles un
vistazo—dijo Trancos, recogiendo un palo. Frodo no dijo nada, pero Sam tenía
cara de espanto.
El sol estaba alto
ahora, y relucía entre las ramas otoñales de los árboles, iluminando el claro
con brillantes parches de luz. Se detuvieron al borde del claro y espiaron
entre los troncos conteniendo el aliento. Allí estaban los troles: tres troles
de considerables dimensiones. Uno de ellos estaba inclinado y los otros dos lo
observaban.
Trancos se adelantó
como al descuido. —¡Levántate, vieja piedra!—dijo y rompió el palo en el lomo
del trol inclinado.
No ocurrió nada. Un
jadeo de asombro entre los hobbits y luego el mismo Frodo se echó a reír. —¡Bueno!—dijo—.
¡Estamos olvidando la historia de la familia! Estos han de ser los tres que
atrapó Gandalf, cuando discutían sobre la mejor manera de cocinar trece enanos
y un hobbit.
—¡No tenía idea de que
estuviésemos tan cerca del sitio!—dijo Pippin, que conocía bien la historia,
pues Bilbo y Frodo se la habían contado a menudo; aunque en verdad él nunca la
había creído sino a medias. Aún ahora miraba los troles de piedra con aire de
sospecha, preguntándose si alguna fórmula mágica no podría devolverlos de
pronto a la vida.
—No sólo olvidáis la
historia de la familia, sino también todo lo que sabemos de los troles—dijo
Trancos—. Es pleno día, brilla el sol y volvéis tratando de asustarme con el
cuento de unos troles vivos que nos esperan en el claro. De todos modos,
hubieseis podido notar que uno de ellos tiene un viejo nido de pájaro detrás de
la oreja. ¡Un adorno de veras insólito en un trol vivo!
Todos rieron. Frodo se
sintió reanimado: el recuerdo de la primera aventura afortunada de Bilbo era
alentador. El sol, también, calentaba y confortaba y la niebla que tenía ante
los ojos parecía estar levantándose. Descansaron un tiempo en el claro y
almorzaron a la sombra de las grandes piernas de los troles.
—¿No cantaría alguien
una canción, mientras el sol está todavía alto?—preguntó Merry, cuando
terminaron de comer—. No hemos oído una canción o una historia desde hace días.
—Desde la cima de los
Vientos—dijo Frodo. Los otros lo miraron—. ¡No os preocupéis por mí!—continuó—.
Me siento mucho mejor, pero no creo que pueda cantar. Quizá Sam recuerde algo.
—¡Vamos, Sam!—dijo
Merry—. Hay muchas cosas que guardas en la cabeza y que no muestras nunca.
—No lo sé—dijo Sam—,
¿pero qué les parece esto? No es lo que yo llamaría poesía, si se me entiende,
es sólo una colección de disparates. Me vino a la memoria mirando estas viejas
estatuas. —Se incorporó y con las manos a la espalda, como si estuviese en la
escuela, se puso a cantar una vieja canción.
El
trol estaba sentado en un asiento de piedra,
mordiendo
y masticando un viejo hueso desnudo;
había
estado royéndolo durante años y años,
pues
un pedazo de carne era difícil de encontrar.
Vivía
solo en una caverna de las colinas
y
un pedazo de carne era difícil de encontrar.
Llegó
Tom calzado con grandes botas
y
le dijo al trol. —«¿Qué es eso, por favor?
pues
se parece a la tibia de mi tío Tim,
que
tendría que estar en el cementerio.
Hace
ya muchos años que Tim se nos ha ido
y
aún tendría que estar en el cementerio.»
«Compañero»,
dijo el trol, «es un hueso robado,
¿pero
de qué sirve un hueso en un agujero?
Tu
tío estaba muerto como un lingote de plomo
mucho
antes que yo encontrara esta tibia.
Puede
darle una parte a un pobre viejo trol
pues
él no necesita esta tibia».
«No
entiendo por qué las gentes como tú»,
dijo
Tom, «han de servirse libremente
la
canilla o la tibia de mi tío,
¡Pásame
entonces ese viejo hueso!.
Aunque
esté muerto, aún le pertenece;
¡Pásame
entonces ese viejo hueso!».
«Un
poco más», dijo el trol sonriendo,
«y
a ti también te comeré y roeré las tibias.
¡Un
bocado de carne fresca me caerá bien!
Te
clavaré los dientes ahora mismo.
Estoy
cansado de roer viejos huesos y cueros.
Tengo
ganas de comerte ahora mismo».
Pensando
aún que se había asegurado la cena
descubrió
que no tenía nada en las manos,
pues
Tom por detrás se había deslizado
lanzándole
un puntapié como buena lección,
«un
puntapié en las asentaderas», pensó Tom,
«será
el modo de darle una buena lección».
Más
duros que la piedra son la carne y el hueso
de
un trol que está sentado a solas en la loma;
tanto
valdría patear la raíz de la montaña,
pues
las asentaderas de un trol son insensibles.
El
viejo trol rio oyendo que Tom gruñía.
Y
supo que el pie de Tom era sensible.
Tom
regresó a su casa arrastrando la pierna
y
el pie le quedó estropeado mucho tiempo,
pero
al trol no le importa y está siempre allí
con
el hueso que le birló al propietario.
Las
asentaderas del trol son siempre las mismas,
¡y
también el hueso que le birló al propietario![37]
—¡Bueno, hay ahí una
advertencia para todos nosotros!—rio Merry—¡Es una suerte que hayas usado un
palo y no la mano, Trancos!
—¿Dónde aprendiste
eso, Sam?—preguntó Pippin—. Nunca lo había oído antes.
Sam murmuró algo
inaudible. —Lo sacó de la cabeza, por supuesto—dijo Frodo—. Estoy aprendiendo mucho sobre Sam
Gamyi en este viaje. Primero fue un conspirador y ahora es un juglar. Terminará
por ser un mago... ¡o un guerrero!
—Espero que no—dijo
Sam—. Ni lo uno ni lo otro.
A la tarde continuaron
descendiendo por la espesura. Seguían quizás aquella misma senda que Gandalf,
Bilbo y los enanos habían utilizado muchos años antes. Luego de unas pocas
millas llegaron a la cima de una loma que dominaba el camino. Aquí la calzada
había dejado atrás el angosto valle del río y ahora se abrazaba a las colinas,
bajando y subiendo entre los bosques y las laderas cubiertas de maleza hacia el
vado y las montañas. No lejos de la loma Trancos señaló una piedra que asomaba
entre el pasto. Toscamente talladas y ahora muy erosionadas podían verse aún en
la piedra unas runas de enanos y marcas secretas.
—¡Sí!—dijo Merry—.
Esta ha de ser la piedra que señala dónde estaba escondido el oro de los enanos.
¿Cuánto queda de la parte de Bilbo, me pregunto, Frodo?
Frodo miró la piedra y
deseó que Bilbo no hubiera traído de vuelta un tesoro más peligroso y más
difícil de compartir. —Nada—dijo—. Bilbo lo regaló todo. Me dijo que no creía
que le perteneciera, pues provenía de ladrones.
El camino se extendía bajo
las sombras alargadas del atardecer, apacible y desierto. No había otra ruta
posible, de modo que bajaron por la barranca y torciendo a la izquierda
marcharon a paso vivo. Pronto la estribación de una loma interceptó la luz del
sol que declinaba rápidamente. Un viento frío venía hacia ellos desde las montañas
que sobresalían allá adelante.
Empezaban a buscar un
sitio fuera del camino donde pudieran acampar esa noche, cuando oyeron un
sonido que los atemorizó de nuevo: unos cascos de caballo que resonaban detrás.
Volvieron la cabeza, pero no alcanzaron a ver muy lejos a causa de las idas y venidas
del camino. Dejaron de prisa la calzada y subieron internándose entre los
profundos matorrales de brezos y arándanos que cubrían las laderas, hasta que
al fin llegaron a un monte de castaños frondosos. Espiando entre las malezas
podían ver el camino, débil y gris a la luz crepuscular allá abajo, a unos
treinta pies. El sonido de los cascos se acercaba. Los caballos galopaban, con
un leve tiquititac tiquititac. Luego,
débilmente, como si la brisa se lo llevara, creyeron oír un repique apagado,
como un tintineo de campanillas.
—¡Eso no suena como el
caballo de un jinete negro!—dijo Frodo, que escuchaba con atención. Los otros
hobbits convinieron en que así era, esperanzados, aunque con cierta
desconfianza. Desde hacía tiempo marchaban temiendo que los persiguieran y todo
sonido que viniera de atrás les parecía amenazador y hostil. Pero Trancos se
inclinaba ahora hacia adelante, casi tocando el suelo, la mano en la oreja y
una expresión de alegría en la cara.
La luz disminuía y las
hojas de los arbustos susurraban levemente. Más claras y más próximas las
campanillas tintineaban y tiquitac
venía el sonido de un trote rápido. De pronto apareció allá abajo un caballo
blanco, resplandeciente en las sombras, que se movía con rapidez. El freno y
las bridas centelleaban y fulguraban a la luz del crepúsculo, como tachonados
de piedras preciosas que parecían estrellas vivientes. El manto flotaba detrás
y el caballero llevaba quitado el capuchón; los cabellos dorados volaban al
viento. Frodo tuvo la impresión de que una luz blanca brillaba a través de la
forma y las vestiduras del jinete, como a través de un velo tenue.
Trancos dejó de pronto
el escondite y se precipitó hacia el camino, gritando y saltando entre los
brezos, pero aún antes que se moviera o llamara, el jinete ya había tirado de
las riendas y se había detenido levantando los ojos a los matorrales donde
ellos estaban. Cuando vio a Trancos, saltó a tierra y corrió hacia él gritando:
Ai na vedui Dúnadan! Mae govannen! La
lengua y la voz clara y timbrada no dejaban ninguna duda: el jinete era de la
raza de los elfos. Ningún otro de los que vivían en el ancho mundo tenía una
voz tan hermosa. Pero había como una nota de prisa o temor en la llamada y los
hobbits vieron que hablaba rápida y urgentemente con Trancos.
Pronto Trancos les
hizo señas y los hobbits dejaron los matorrales y bajaron corriendo al camino.
—Este es Glorfindel, que habita en la casa de Elrond—dijo Trancos.
—¡Saludos y feliz
encuentro al fin!—le dijo Glorfindel a Frodo—. Me enviaron de Rivendel en tu
busca. Temíamos que corrieras peligro en el camino.
—¿Entonces Gandalf
llegó a Rivendel?—gritó Frodo alegremente.
—No. No cuando yo
partí, pero eso fue hace nueve días—respondió Glorfindel—. Llegaron algunas
noticias, que perturbaron a Elrond. Gentes de mi pueblo, viajando por tus
tierras más allá del Baranduin, oyeron decir que las cosas no andaban bien y
enviaron mensajes tan pronto como pudieron. Decían que los nueve habían salido
y que tú te habías extraviado llevando una carga muy pesada y sin ningún
auxilio, pues Gandalf no había vuelto. Hay pocos en Rivendel que puedan
enfrentar abiertamente a los nueve, pero a esos pocos Elrond los envió al
norte, al oeste y al sur. Se decía que tú harías un rodeo para evitar que te
persiguieran y que te perderías en las tierras salvajes.
»Me tocó a mí seguir
el camino y llegué al Puente del Mitheithel y dejé una señal allí, hace siete
días. Tres de los sirvientes de Sauron llegaron hasta el puente, pero se
retiraron y los perseguí hacia el oeste. Tropecé con otros dos, que se
volvieron alejándose hacia el sur. Desde entonces he estado buscando tus
huellas. Las descubrí hace dos días y las seguí cruzando el puente y hoy
advertí que habías bajado otra vez de las lomas. ¡Pero, vamos! No hay tiempo
para más noticias. Ya que estás aquí, hemos de arriesgarnos a los peligros del
camino y marchar adelante. Hay cinco detrás de nosotros y cuando descubran tus
huellas en el camino, nos perseguirán veloces como el viento. Y ellos no son todos.
Dónde están los otros cuatro, no lo sé. Temo descubrir que el vado ya está
defendido contra nosotros.
Mientras Glorfindel
hablaba, las sombras de la noche se hicieron más densas. Frodo sintió que el
cansancio lo dominaba. Desde que el sol había empezado a bajar, la niebla que
tenía ante los ojos se le había oscurecido y sentía que una sombra estaba
interponiéndose entre él y las caras de los otros. Ahora tenía un ataque de
dolor y mucho frío. Se tambaleó y se apoyó en el brazo de Sam.
—Mi amo está enfermo y
herido—dijo Sam airadamente—. No podría viajar durante la noche. Necesita
descanso.
Glorfindel alcanzó a
Frodo en el momento en que el hobbit caía al suelo y tomándolo gentilmente en
brazos le miró la cara con grave ansiedad.
Trancos le habló
entonces brevemente del ataque al campamento en la cima de los Vientos y del
cuchillo mortal. Sacó la empuñadura, que había conservado, y se la pasó al
elfo. Glorfindel se estremeció al tocarla, pero la miró con atención.
—Hay cosas malas escritas
en esta empuñadura—dijo—aunque quizá tus ojos no puedan verlas. ¡Guárdala,
Aragorn, hasta que lleguemos a la casa de Elrond! Pero ten cuidado y tócala lo
menos posible. Ay, las heridas causadas por este arma están más allá de mis
poderes de curación. Haré lo que pueda, pero ahora más que nunca os recomiendo
que continuéis sin tomar descanso.
Buscó con los dedos la
herida en el hombro de Frodo y la cara se le hizo más grave, como si lo que
estaba descubriendo lo inquietara todavía más. Pero Frodo sintió que el frío
del costado y el brazo le disminuía; un leve calor le bajó del hombro hasta la
mano y el dolor se hizo más soportable. La oscuridad del crepúsculo le pareció
más leve alrededor, como si hubieran apartado una nube. Veía ahora las caras de
los amigos más claramente y sintió que recobraba de algún modo la esperanza y
la fuerza.
—Montarás en mi
caballo—le dijo Glorfindel—. Recogeré los estribos hasta los bordes de la silla
y tendrás que sentarte lo más firmemente que puedas. Pero no te preocupes; mi
caballo no dejará caer a ningún jinete que yo le encomiende. Tiene el paso leve
y fácil y si el peligro apremia, te llevará con una rapidez que ni siquiera las
bestias negras del enemigo pueden imitar.
—¡No, no será así!—dijo
Frodo—. No lo montaré, si va a llevarme a Rivendel o alguna otra parte dejando
atrás a mis amigos en peligro.
Glorfindel sonrió. —Dudo
mucho—dijo—que tus amigos corran peligro si tú no estás con ellos. Los
perseguidores te seguirían a ti y nos dejarían a nosotros en paz, me parece.
Eres tú, Frodo, y lo que tú llevas lo que nos pone a todos en peligro.
Frodo no encontró
respuesta y tuvo que montar el caballo blanco de Glorfindel. El poni en cambio
fue cargado con una gran parte de los fardos de los otros, de modo que ahora
pudieron marchar más aliviados y durante un tiempo con notable rapidez; pero
los hobbits pronto descubrieron que les era difícil seguir el paso rápido e
infatigable del elfo. Allá iba, adelante, adentrándose en la boca de la
oscuridad y todavía más adelante hacia la noche profunda y nublada. No había
luna ni estrellas. Hasta que asomó el gris del alba no les permitió que se
detuviesen. Pippin, Merry y Sam estaban ya por ese entonces casi dormidos,
sosteniéndose apenas sobre unas piernas entumecidas y hasta el mismo Trancos
encorvaba la espalda como si se sintiera fatigado. Frodo, a caballo, iba
envuelto en un sueño oscuro.
Se echaron al suelo
entre las malezas a unos pocos metros del camino y cayeron dormidos en seguida.
Les pareció que habían cerrado apenas los ojos cuando Glorfindel, que se había
quedado vigilando mientras los otros dormían, los despertó de nuevo. La mañana
estaba ya bastante avanzada y las nubes y nieblas de la noche habían
desaparecido.
—¡Bebed esto!—les dijo
Glorfindel, sirviéndoles uno a uno un poco del licor que llevaba en la bota de
cuero adornada de plata. La bebida era clara como agua de manantial y no tenía
sabor y no era ni fresca ni tibia en la boca, pero les pareció mientras bebían
que recobraban la fuerza y el vigor. Luego unos pocos bocados de pan rancio y
de fruta seca (pues ya no les quedaba ninguna otra cosa) les calmaron el hambre
mejor que muchos buenos desayunos de La Comarca.
Habían descansado
bastante menos de cinco horas cuando retornaron el camino. Glorfindel insistía
en la necesidad de no detenerse y sólo les permitió dos breves descansos en
toda la jornada. Cubrieron así más de veinte millas [32 kilómetros]
antes de la caída de la noche y llegaron al punto en que el camino doblaba a la
derecha y descendía abruptamente al fondo del valle, dirigiéndose ahora
directamente hacia el río. Hasta ahora no había habido ninguna señal o sonido
de persecución que los hobbits pudieran ver u oír. Pero a menudo, si los otros
habían quedado atrás, Glorfindel se detenía y escuchaba y una nube de
preocupación le ensombrecía el rostro. Una vez o dos le habló a Trancos en
lengua élfica.
Pero por inquietos que
se sintieran los guías, era evidente que los hobbits no podrían ir más lejos
esa noche. Caminaban tambaleándose, como borrachos de cansancio, e incapaces de
pensar en otra cosa que en los pies y las piernas. El sufrimiento de Frodo se
había duplicado y las cosas de alrededor se le desvanecían durante el día en
sombras de un gris espectral. Le alegraba casi la llegada de la noche, pues el mundo
parecía entonces menos pálido y vacío.
Los hobbits se sentían
todavía extenuados, cuando de nuevo partieron temprano a la mañana siguiente.
Había que recorrer aún muchas millas para llegar al vado y marcharon de prisa,
trastabillando.
—El peligro aumentará
justo poco antes de llegar al río—dijo Glorfindel—, pues el corazón me dice que
los perseguidores vienen ahora a toda prisa detrás de nosotros y otro peligro
puede estar esperándonos cerca del vado.
El camino corría aun
regularmente ladera abajo y ahora a veces había mucha hierba a los lados y los
hobbits caminaban por allí cuando podían, para aliviarse los pies. A la caída
de la tarde llegaron a un lugar donde el camino se metía de pronto entre las
sombras oscuras de unos pinos, precipitándose luego en un desfiladero de
paredes de piedra roja, escarpadas y húmedas. Unos ecos resonaron mientras se
adelantaban de prisa y pareció oírse el sonido de muchos pasos, que venían
detrás. De pronto, el camino desembocó otra vez en terreno despejado, saliendo
del túnel como por una puerta de luz. Allí, al pie de una ladera muy inclinada,
se extendía una llanura de una milla de largo, y luego el vado de Rivendel. En
el otro lado había una loma escarpada, de color ocre, recorrida por un sinuoso
sendero y más allá se superponían unas montañas altas, estribación sobre
estribación y cima sobre cima, en el cielo pálido.
Más atrás se oía
todavía un eco, como si unos pasos vinieran siguiéndolos por el desfiladero; un
sonido impetuoso, como si un viento soplara derramándose entre las ramas de los
pinos. Glorfindel se volvió un momento a escuchar y en seguida dio un salto,
gritando:
—¡Huid! ¡Huid! ¡El
enemigo está sobre nosotros!
El caballo blanco se
precipitó hacia adelante. Los hobbits bajaron corriendo por la pendiente.
Glorfindel y Trancos los siguieron como retaguardia. No habían cruzado aún la
mitad del llano, cuando se oyó un galope de caballos. Saliendo del túnel de
árboles que acababan de dejar apareció un jinete negro. Tiró de las riendas y
se detuvo, balanceándose en la silla. Otro lo siguió y luego otro y en seguida
otros dos.
—¡Corre! ¡Corre!—le
gritó Glorfindel a Frodo.
Frodo no obedeció
inmediatamente, como dominado por una extraña indecisión. Llevando el caballo
al paso, se volvió para mirar atrás. Los jinetes parecían alzarse sobre las
grandes sillas como estatuas amenazadoras en lo alto de un cerro negro y
macizo, mientras que todos los bosques y tierras de alrededor se desvanecían
como en una niebla. De pronto el corazón le dijo a Frodo que los jinetes
estaban ordenándole en silencio que esperara. En seguida y a la vez, el miedo y
el odio despertaron en él. Soltó las riendas y echando mano a la empuñadura de
la espada, la desenvainó con un relámpago rojo.
—¡Corre! ¡Corre!—gritó
Glorfindel y en seguida llamó al caballo con voz alta y clara en la lengua de
los elfos—. Noro lim, noro lim,
Asfaloth!
Inmediatamente, el
caballo blanco se precipitó hacia adelante y corrió como el viento por la
última vuelta del camino. Al mismo tiempo los caballos negros se lanzaron
colina abajo persiguiéndolo y se oyó el grito terrible de los jinetes,
semejante a aquel que Frodo había oído alguna vez en la lejana Cuaderna del
Este, como un horror que venía de los bosques. Otros gritos respondieron y ante
la desesperación de Frodo y sus amigos, cuatro jinetes más asomaron rápidamente
entre los árboles y rocas que se veían a la izquierda a lo lejos. Dos fueron
hacia Frodo; dos galoparon como enloquecidos hacia el vado, para cerrarle el
paso. Le parecía a Frodo que corrían como el viento y que cambiaban rápidamente
haciéndose más grandes y oscuros a medida que los distintos cursos convergían
hacia él.
Frodo miró un instante
por encima del hombro. Ya no veía a sus amigos. Los jinetes que venían detrás
perdían terreno. Ni siquiera aquellas grandes cabalgaduras podían rivalizar en
velocidad con el caballo élfico de Glorfindel. Miró otra vez adelante y perdió
toda esperanza. No parecía tener ninguna posibilidad de llegar al vado antes
que los jinetes emboscados le salieran al encuentro. Podía verlos claramente
ahora; parecía que se hubiesen quitado las capuchas y los mantos negros y
estaban vestidos de blanco y gris. Las manos pálidas esgrimían espadas desnudas
y llevaban yelmos en las cabezas. Los ojos fríos relampagueaban y unas voces
terribles increpaban a Frodo.
El miedo dominaba
ahora enteramente a Frodo. No pensó más en su espada. No lanzó ningún grito.
Cerró los ojos y se aferró a las crines del caballo. El viento le silbaba en
los oídos y las campanillas del arnés se sacudían en un agudo repiqueteo. Un
aliento helado lo traspasó como una espada, cuando en un último esfuerzo, como
un relámpago de fuego blanco, volando como si tuviera alas, el caballo élfico
pasó de largo ante la cara del jinete más adelantado.
Frodo oyó el chapoteo
del agua, que batía espumosa alrededor. Sintió cómo el caballo empujaba
subiendo rápidamente, dejando el río y escalando el sendero pedregoso. Trepaba
ahora por la orilla escarpada. Había cruzado el vado.
Pero los perseguidores
venían cerca. En lo alto de la barranca, el caballo se detuvo y dio media
vuelta relinchando furiosamente. Había nueve jinetes allí abajo, junto al agua,
y Frodo se sintió desfallecer ante la amenaza de aquellas caras levantadas. No
sabía de nada que pudiera impedirles cruzar también el vado y entendió que era
inútil tratar de escapar por el largo e incierto camino que llevaba a los
lindes de Rivendel, una vez que los jinetes hubiesen vadeado el agua. De todos
modos sintió que le habían ordenado perentoriamente que se detuviera. La cólera
lo dominó otra vez, pero ya no tenía fuerzas para resistirse.
De pronto el jinete
que iba delante espoleó el caballo, que llegó al agua y se encabritó
retrocediendo. Haciendo un gran esfuerzo Frodo se irguió en la silla y esgrimió
la espada.
—¡Atrás!—gritó—.
¡Volved a la tierra de Mordor y no me sigáis!—llamó con una voz que a él mismo
le pareció débil y chillona.
Frodo no tenía los
poderes de Bombadil. Los jinetes se detuvieron, pero le replicaron con una risa
dura y escalofriante. —¡Vuelve! ¡Vuelve!—gritaron—. ¡A Mordor te llevaremos!
—¡Atrás!—murmuró
Frodo.
—¡El Anillo! ¡El
Anillo!—gritaron los jinetes con voces implacables, e inmediatamente el
cabecilla forzó al caballo a entrar en el agua, seguido de cerca por otros dos jinetes.
—¡Por Elbereth y
Lúthien la Bella—dijo Frodo con un último esfuerzo y esgrimiendo la espada—, no
tendréis el Anillo ni me tendréis a mí!
Entonces el cabecilla
que estaba ya en medio del vado se enderezó amenazante sobre los estribos y
alzó la mano. Frodo sintió que había perdido la voz. Tenía la lengua pegada al
paladar y el corazón le golpeaba con furia. La espada se le quebró y se le
desprendió de la mano temblorosa. El caballo élfico se encabritó resoplando. El
primero de los caballos negros ya estaba pisando la orilla.
En ese momento se oyó
un rugido y un estruendo: un ruido de aguas turbulentas que venía arrastrando
piedras. Frodo vio confusamente que el río se elevaba y que una caballería de
olas empenachadas se acercaba aguas abajo. Unas llamas blancas parecían moverse
en las cimas de las crestas y hasta creyó ver en el agua unos jinetes blancos
que cabalgaban caballos blancos con crines de espuma. Los tres jinetes que
estaban todavía en medio del vado desaparecieron de pronto bajo las aguas
espumosas. Los que venían detrás retrocedieron espantados.
Exhausto, Frodo oyó
gritos y creyó ver, más allá de los jinetes que titubeaban en la orilla, una
figura brillante de luz blanca y atrás unas pequeñas formas sombrías que
corrían llevando fuegos, y las llamas rojizas refulgían en la niebla gris que
estaba cubriendo el mundo.
Los caballos negros
enloquecieron y dominados por el terror saltaron hacia adelante arrojando a los
jinetes a las aguas impetuosas. Los gritos penetrantes se perdieron en el
rugido del río, que arrastró a los jinetes. Frodo sintió entonces que caía y le
pareció que el estruendo y la confusión crecían y lo envolvían llevándoselo
junto con sus enemigos. No oyó ni vio nada más.
XIII.MUCHOS ENCUENTROS
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO II—CAPÍTULO I
Frodo despertó y se
encontró tendido en una cama. Al principio creyó que había dormido mucho, luego
de una larga pesadilla que todavía le flotaba en las márgenes de la memoria. ¿O
quizás había estado enfermo? Pero el cielo raso le parecía extraño: chato, y
con vigas oscuras, muy esculpidas. Se quedó acostado todavía un momento,
mirando los parches de sol en la pared y escuchando el rumor de una cascada.
—¿Dónde estoy y qué
hora es?—le preguntó en voz alta al cielo raso.
—En la casa de Elrond,
y son las diez de la mañana—dijo una voz—. Es la mañana del veinticuatro de
octubre, si quieres saberlo.
—¡Gandalf!—exclamó
Frodo, incorporándose.
Allí estaba el viejo
mago, sentado en una silla junto a la ventana abierta.
—Sí—dijo Gandalf—,
aquí estoy. Y tú tienes suerte de estar también aquí, luego de todos los
disparates que hiciste últimamente.
Frodo se acostó de
nuevo. Se sentía demasiado cómodo y en paz para discutir, y de cualquier manera
sabía que no llevaría la mejor parte en una discusión. Estaba completamente
despierto ahora y recordaba los acontecimientos del viaje: el desastroso «atajo»
por el bosque Viejo, el accidente en El Poni Pisador y la tontería de
haberse puesto el Anillo en la cañada, al pie de la cima de los Vientos.
Mientras pensaba todas estas cosas, tratando en vano de recordar qué había
ocurrido luego y cómo había llegado a Rivendel, hubo un largo silencio,
interrumpido sólo por las suaves bocanadas de la pipa de Gandalf, que lanzaba
por la ventana anillos de humo blanco.
—¿Dónde está Sam?—preguntó
Frodo al fin—. ¿Y los otros, cómo se encuentran?
—Sí, todos están sanos
y salvos—respondió Gandalf—. Sam estuvo aquí hasta que yo lo mandé a descansar,
hace una media hora.
—¿Qué pasó en el vado?—dijo
Frodo—. Parecía todo tan confuso, y todavía lo parece.
—Sí, lo creo.
Empezabas a desaparecer—respondió Gandalf—. La herida al fin estaba terminando
contigo; pocas horas más y no hubiésemos podido ayudarte. Pero hay en ti una
notable resistencia, ¡mi querido hobbit! Como mostraste en los túmulos. Te salvaste
por un pelo; quizá fue el momento más peligroso de todos. Ojalá hubieses
resistido en la cima de los Vientos.
—Parece que ya sabes
mucho—dijo Frodo—. No les hablé del túmulo a los otros. Al principio era
demasiado horrible y luego hubo otras cosas en que pensar. ¿Cómo te enteraste?
—Has estado hablando
en sueños, Frodo—dijo Gandalf gentilmente. —Y no me ha sido difícil leerte los
pensamientos y la memoria. ¡No te preocupes! Aunque hablé de «disparates»,
no lo dije en serio. Pienso bien de ti y de los demás. No es poca hazaña haber
llegado tan lejos y a través de tantos peligros y conservar todavía el Anillo.
—No hubiésemos podido
sin la ayuda de Trancos—dijo Frodo—. Pero te necesitábamos. Sin ti, yo no sabía
qué hacer.
—Me retrasé—dijo
Gandalf—, y esto casi fue nuestra pérdida. Sin embargo, no estoy seguro. Quizás
haya sido mejor así.
—¡Pero cuéntame qué
pasó!
—¡Todo a su tiempo!
Hoy no tienes que hablar ni preocuparse por nada; son órdenes de Elrond.
—Pero hablar me
impediría pensar y hacer suposiciones, lo que es casi tan agotador—dijo Frodo—.
Estoy ahora muy despierto y recuerdo tantas cosas que necesitan de una
explicación. ¿Por qué te retrasaste? Al menos tendrías que contarme eso.
—Ya oirás todo lo que
quieres saber—dijo Gandalf—. Tendremos un Concilio, tan pronto como estés bien.
Por el momento sólo te diré que estuve prisionero.
—¿Tú?—exclamó Frodo.
—Sí, yo, Gandalf el
Gris—dijo el mago solemnemente—. Hay muchos poderes en el mundo, para el bien y
para el mal. Algunos son más grandes que yo. Contra otros, todavía no me he
medido. Pero mi tiempo se acerca. El señor de Morgul y los jinetes negros han
dejado la guarida. ¡La guerra está próxima!
—Entonces tú sabías de
los jinetes... antes que yo los encontrara.
—Sí, sabía de ellos.
En verdad te hablé de ellos una vez; los jinetes negros son los espectros que
guardan el Anillo, los nueve siervos del Señor de los Anillos. Pero yo ignoraba
que hubiesen reaparecido, o te hubieran acompañado desde un comienzo. No tuve
noticias de ellos hasta después de dejarte, en junio; pero esta historia tiene
que esperar. Por el momento, Aragorn nos ha salvado del desastre.
—Sí—dijo Frodo—, fue
Trancos quien nos salvó. Sin embargo, tuve miedo de él al principio. Creo que
Sam nunca le tuvo confianza, por lo menos no hasta que encontramos a
Glorfindel.
Gandalf sonrió. —Sé
todo acerca de Sam—dijo—. Ya no tiene más dudas.
—Me alegra—dijo Frodo—,
pues he llegado a apreciar de veras a Trancos. Bueno, apreciar no es la
palabra justa. Quiero decir que me es muy querido. Aunque a veces es raro y
torvo. En verdad me recuerda a ti a menudo. Yo no sabía que hubiese alguien así
entre la gente grande. Pensaba, bueno, que sólo eran grandes y bastante
estúpidos; amables y estúpidos como Mantecona; o estúpidos y malvados como Bill
Helechal. Pero es cierto que no sabemos mucho de los hombres en La Comarca,
excepto quizá las gentes de Bree.
—Sabes de veras muy
poco si crees que el viejo Cebadilla es estúpido—dijo Gandalf—. Es bastante
sagaz en su propio terreno. Piensa menos de lo que habla y más lentamente; sin
embargo puede ver a través de una pared de ladrillos (como dicen en
Bree). Pero pocos quedan en la Tierra Media como Aragorn hijo de Arathorn. La raza de los reyes de más
allá del mar está casi extinguida. Es posible que esta Guerra del Anillo sea su
última aventura.
—¿Quieres decir
realmente que Trancos pertenece al pueblo de los viejos reyes?—dijo Frodo,
asombrado—. Pensé que habían desaparecido todos, hace ya mucho tiempo. Pensé
que era sólo un montaraz.
—¡Sólo un montaraz!—exclamó
Gandalf—. Mi querido Frodo, eso son justamente los montaraces: los últimos
vestigios en el norte de un gran pueblo, los hombres del oeste. Me ayudaron ya
en el pasado y necesitaré que me ayuden en el futuro; pues aunque hemos llegado
a Rivendel, el Anillo no ha encontrado todavía reposo.
—Imagino que no—dijo
Frodo—, pero hasta ahora mi único pensamiento era llegar aquí, y espero no
tener que ir más lejos. El simple descanso es algo muy agradable. He tenido un
mes de exilio y aventuras y pienso que es suficiente para mí.
Calló y cerró los
ojos. Al cabo de un rato habló de nuevo: —He estado sacando cuentas—dijo—, y el
total no llega al veinticuatro de octubre. Hoy sería el veintiuno de octubre.
Tuvimos que haber llegado al vado el día veinte.
—En tu estado actual,
has hablado demasiado y has sacado demasiadas cuentas—dijo Gandalf—. ¿Cómo
sientes ahora el hombro y el costado?
—No sé—dijo Frodo—. No
los siento nada, lo que quizás es un adelanto, pero—hizo un esfuerzo—el brazo
puedo moverlo un poco. Sí, está volviendo a la vida. No está frío—añadió,
tocándose la mano izquierda con la derecha.
—¡Bien!—dijo Gandalf—.
Se está restableciendo. Pronto estarás curado del todo. Elrond ha estado
cuidándote, durante días, desde que te trajeron aquí.
—¿Días?—dijo Frodo.
—Bueno, cuatro noches
y tres días, para ser exactos. Los elfos te trajeron del vado en la noche del
veinte y es ahí donde perdiste la cuenta. Hemos estado muy preocupados, y Sam
no dejó tu cabecera ni de día ni de noche, excepto para llevar algún mensaje.
Elrond es un maestro del arte de curar, pero las armas del enemigo son
mortíferas. Para decirte la verdad, yo tuve muy pocas esperanzas, pues se me
ocurrió que en la herida cerrada había quedado algún fragmento de la hoja. Pero
no pudimos encontrarlo hasta anoche. Elrond extrajo una esquirla. Estaba muy
incrustada en la carne y abriéndose paso hacia dentro.
Frodo se estremeció
recordando el cruel puñal de hoja mellada que se había desvanecido en manos de
Trancos. —¡No te alarmes!—dijo Gandalf—. Ya no existe. Ha sido fundida. Y
parece que los hobbits se desvanecen de muy mala gana. He conocido guerreros
robustos de la gente grande que hubiesen sucumbido en seguida a esa esquirla
que tú llevaste diecisiete días.
—¿Qué me hubiesen
hecho?—preguntó Frodo—. ¿Qué trataban de hacer esos jinetes?
—Trataban de
atravesarte el corazón con un puñal de Morgul, que queda en la herida. Si lo
hubieran logrado, serías ahora como ellos, sólo que más débil, y te tendrían
sometido. Serías un espectro, bajo el dominio del Señor Oscuro, y te habría
atormentado por haber querido retener el Anillo, si hay tormento mayor que el
de perder el Anillo y verlo en el dedo del Señor Oscuro.
—¡Gracias sean dadas
por no haberme enterado de ese horrible peligro!—dijo Frodo con voz débil—. Yo
estaba mortalmente asustado, por supuesto, pero si hubiera sabido más no me
hubiese atrevido ni a moverme. ¡Es una maravilla que haya escapado con vida!
—Sí, la fortuna o el
destino te ayudaron sin duda—dijo Gandalf—, para no mencionar el coraje. Pues
no te tocaron el corazón y sólo te hirieron en el hombro y esto fue así porque
resististe hasta el fin. Pero te salvaste no se sabe cómo. El peligro mayor fue
cuando tuviste puesto el Anillo, pues entonces tú mismo estabas a medias en el
mundo de los espectros y ellos podían haberte alcanzado. Tú podías verlos y
ellos te podían ver.
—Sí, es cierto—dijo
Frodo—¡Mirarlos fue algo terrible! ¿Pero cómo vemos siempre a los caballos?
—Porque son verdaderos
caballos, así como las ropas negras son verdaderas ropas, que dan forma a la
nada que ellos son, cuando tienen tratos con los vivos.
—¿Por qué esos
caballos negros soportan entonces a semejantes jinetes? Todos los otros
animales se espantan cuando los jinetes andan cerca, aún el caballo élfico de
Glorfindel. Los perros les ladran y los gansos les graznan.
—Porque esos caballos
nacieron y fueron criados al servicio del Señor Oscuro. ¡Los sirvientes y
animales de Mordor no son todos espectros! Hay orcos y troles, huargos y licántropos;
y ha habido y todavía hay muchos hombres, guerreros y reyes, que andan a la luz
del sol y sin embargo están sometidos a Mordor. Y el número de estos servidores
crece todos los días.
—¿Y Rivendel y los elfos?
¿Está Rivendel a salvo?
—Sí, por ahora, hasta
que todo lo demás sea conquistado. Los elfos pueden temer al Señor Oscuro y
quizás huyan de él, pero nunca jamás lo escucharán o le servirán. Y aquí, en
Rivendel, viven algunos de los principales enemigos de Mordor: los sabios elfos,
señores de los eldar, de más allá de los mares lejanos. Ellos no temen a los espectros
del Anillo, pues quienes han vivido en el Reino Bienaventurado viven a la vez
en ambos mundos y tienen grandes poderes contra lo Visible y lo Invisible.
—Creí ver una figura blanca
que brillaba y no empalidecía como las otras. ¿Era entonces Glorfindel?
—Sí, lo viste un
momento tal como es en el otro lado, uno de los poderosos primeros nacidos. Es
el señor elfo de una casa de príncipes. En verdad hay poder en Rivendel capaz
de resistir la fuerza de Mordor, por un tiempo al menos, y hay también otros
poderes afuera. Hay poder también, de otra especie, en La Comarca. Pero todos
estos lugares pronto serán como islas sitiadas, si las cosas continúan como
hasta ahora. El Señor Oscuro está desplegando toda su fuerza.
»Sin embargo—continuó
Gandalf, incorporándose de pronto y adelantando el mentón mientras se le
erizaban los pelos de la barba como alambre de púas—, no nos desanimemos.
Pronto te curarás, si no te mato con mi charla. Estás en Rivendel, y no te
preocupes por ahora.
—No tengo ningún ánimo
y no sé cómo podría desanimarme—dijo Frodo—, pero ahora no hay nada que me
preocupe. Dame simplemente noticias de mis amigos y dime cómo terminó el asunto
del vado, como he venido preguntando, y me declararé satisfecho por el momento.
Luego dormiré otro poco, me parece, pero no podré cerrar los ojos hasta que
hayas terminado esa historia para mí.
Gandalf acercó la
silla a la cabecera del lecho y miró con atención a Frodo. El color le había
vuelto a la cara; los ojos se le habían aclarado y tenía una mirada despejada y
lúcida. Sonreía y parecía que todo andaba bien. Pero el ojo del mago alcanzó a
notar un cambio imperceptible, como una cierta transparencia alrededor de Frodo
y sobre todo alrededor de la mano izquierda, que descansaba sobre el cubre-cama.
«Sin embargo, era
algo que podía esperarse», reflexionó Gandalf. «No está ni siquiera
curado a medias y lo que le pasará al fin ni siquiera Elrond podría decirlo.
Creo que no será para mal. Podría convertirse en algo parecido a un vaso de
agua clara, para los ojos que sepan ver.»
—Tienes un aspecto
espléndido—dijo en voz alta—. Me arriesgaré a contarte una breve historia, sin
consultar a Elrond. Pero muy breve, recuérdalo, y luego dormirás otra vez. Esto
es lo que ocurrió, según lo que he averiguado. Los jinetes fueron directamente
detrás de ti, tan pronto como escapaste. Ya no necesitaban que los caballos los
guiaran: te habías vuelto visible para ellos: estabas en el umbral del mundo de
los fantasmas. Y además el Anillo los llamaba de algún modo. Tus amigos
saltaron a un lado, fuera del camino, o los hubieran aplastado sin remedio.
Sabían que estabas perdido, si no te salvaba el caballo blanco. Los jinetes
eran demasiado rápidos y hubiese sido inútil perseguirlos, y demasiado
numerosos y hubiese sido inútil oponerse. A pie, ni siquiera Glorfindel y
Aragorn luchando juntos hubieran podido resistir a los nueve a la vez.
»Cuando los espectros
del Anillo pasaron rápidos como el viento, tus amigos corrieron detrás. Muy
cerca del vado hay una pequeña hondonada, oculta tras unos pocos árboles
achaparrados junto al camino. Allí encendieron rápidamente un fuego, pues
Glorfindel sabía que habría una crecida, si los jinetes trataban de cruzar; él
entonces tendría que vérselas con quienes estuvieran de este lado del río. En
el momento en que llegó la creciente, Glorfindel corrió hacia el agua, seguido
por Aragorn y los otros, todos llevando antorchas encendidas. Atrapados entre
el fuego y el agua y viendo a un señor de los elfos, que mostraba todo el poder
de su furia, los jinetes se acobardaron y los caballos enloquecieron. Tres
fueron arrastrados río abajo por el primer asalto de la crecida; luego los
caballos echaron a los otros al agua.
—¿Y ese fue el fin de
los jinetes?—preguntó Frodo.
—No—dijo Gandalf—. Los
caballos tienen que haber muerto, y sin ellos son como impedidos. Pero los espectros
del Anillo no pueden ser destruidos con tanta facilidad. Sin embargo, y por el
momento, no son ya criaturas de temer. Tus amigos cruzaron, cuando pasó la
inundación, y te encontraron tendido de bruces en lo alto de la barranca, con
una espada rota bajo el cuerpo. El caballo hacía guardia a tu lado. Tú estabas
pálido y frío y temieron que hubieses muerto o algo peor. La gente de Elrond
los encontró allí y te trajeron lentamente a Rivendel.
—¿Quién provocó la
crecida?—dijo Frodo.
—Elrond la ordenó—respondió
Gandalf—. El río de este valle está bajo el dominio de Elrond. Las aguas se
levantan furiosas cuando él cree necesario cerrar el vado. Tan pronto como el
capitán de los espectros del Anillo entró a caballo en el agua, la avenida fue
liberada. Yo añadí mi propio toque, por decirlo así: quizá no lo notaste, pero
algunas de las olas se encabritaron como grandes caballos blancos montados por
brillantes jinetes blancos; y había muchas piedras que rodaban y crujían. Por
un momento temí que hubiésemos liberado una furia demasiado poderosa y que la
crecida se nos fuera de las manos y os arrastrara a todos vosotros. Hay gran
vigor en las aguas que bajan de las nieves de las montañas Nubladas.
—Sí, todo me viene a
la memoria ahora—dijo Frodo—: el tremendo rugido. Pensé que me ahogaba, con mis
amigos y todos. ¡Pero ahora estamos a salvo!
Gandalf echó una
rápida mirada a Frodo, pero el hobbit había cerrado los ojos. —Sí, estamos todos a salvo por el momento.
Pronto habrá fiesta y regocijo para celebrar la victoria en el vado del Bruinen
y allí estaréis todos vosotros ocupando sitios de honor.
—¡Espléndido!—dijo Frodo—.
Es maravilloso que Elrond y Glorfindel y tan grandes señores, sin hablar de
Trancos, se molesten tanto y sean tan bondadosos conmigo.
—Bueno, hay muchas
razones para que así sea—dijo Gandalf, sonriendo—. Yo soy una buena razón. El
Anillo es otra; tú eres el Portador del Anillo. Y eres el heredero de Bilbo,
que encontró el Anillo.
—¡Querido Bilbo!—dijo
Frodo, soñoliento—. Me pregunto dónde andará. Me gustaría que estuviese aquí y
pudiese oír toda esta historia. Se hubiera reído con ganas. ¡La vaca que saltó
por encima de la luna! ¡Y el pobre viejo trol!—Luego de esto, se durmió
rápidamente.
Frodo estaba ahora a
salvo en la Último Hogar al este del mar. Esta casa era, como Bilbo había
informado hacía tiempo, «una casa perfecta, tanto te guste comer como dormir
o contar cuentos o cantar, o sólo quedarte sentado pensando, o una agradable
combinación de todo». Bastaba estar allí para curarse del cansancio, el
miedo y la melancolía.
A la caída de la
noche, Frodo despertó de nuevo y descubrió que ya no sentía necesidad de dormir
o descansar y que en cambio tenía ganas de comer y beber y quizá cantar y
contar luego alguna historia. Salió de la cama y descubrió que podía utilizar
el brazo casi como antes. Encontró ya preparadas unas ropas limpias de color verde
que le caían muy bien. Mirándose en el espejo se sobresaltó al descubrir que
nunca había estado antes tan delgado; la imagen se parecía notablemente al
joven sobrino de Bilbo, que había acompañado al tío en muchos paseos a pie por La
Comarca; pero los ojos del espejo le devolvieron una mirada pensativa.
—Sí, desde la última
vez que te miraste en un espejo te ocurrieron algunas cosas—le dijo a la imagen—.
Pero ahora, ¡por un feliz encuentro!—Se estiró de brazos y silbó una melodía.
En ese momento, golpearon
a la puerta y entró Sam. Corrió hacia Frodo y le tomó la mano izquierda, torpe
y tímidamente. La acarició un momento con dulzura y luego enrojeció y se volvió
en seguida para irse.
—¡Hola, Sam!—dijo
Frodo.
—¡Está caliente!—dijo
Sam—. Quiero decir la mano de usted, señor Frodo. Ha estado tan fría en las
largas noches. ¡Pero victoria y trompetas!—gritó, dando otra media vuelta con
ojos brillantes y bailando—. ¡Es maravilloso verlo de pie y recuperado del
todo, señor! Gandalf me pidió que viniera a ver si usted podía bajar y pensé
que bromeaba.
—Estoy listo—dijo
Frodo—. ¡Vamos a buscar a los demás!
—Puedo llevarlo hasta
ellos, señor—dijo Sam—. Es una casa grande ésta y muy peculiar. A cada paso se
descubre algo nuevo y nunca se sabe qué encontrará uno a la vuelta de un
corredor. ¡Y elfos, señor Frodo! ¡Elfos por aquí y elfos por allá! Algunos como
reyes, terribles y espléndidos, y otros alegres como niños. Y la música y el
canto... aunque no he tenido tiempo ni ánimo para escuchar mucho desde que
llegamos aquí. Pero empiezo a conocer los recovecos de la casa.
—Sé lo que has estado
haciendo, Sam—dijo Frodo, tomándolo por el brazo—. Pero tienes que estar
contento esta noche y prestar oídos a la alegría que te llega del corazón.
¡Vamos, muéstrame lo que hay a la vuelta de los corredores!
Sam lo llevó por
distintos pasillos y luego escaleras abajo y por último salieron a un jardín
elevado sobre la barranca escarpada del río. Los amigos de Frodo estaban allí
sentados en un pórtico que miraba al este. Las sombras habían cubierto el
valle, abajo, pero en las faldas de las montañas lejanas había aún un resto de
luz. El aire era cálido. El sonido del agua que corría y caía en cascadas
llegaba a ellos claramente y un débil perfume de árboles y flores flotaba en la
noche, como si el verano se hubiese demorado en los jardines de Elrond.
—¡Hurra!—gritó Pippin
incorporándose de un salto—.¡He aquí a nuestro noble primo! ¡Abran paso a
Frodo, señor del Anillo!
—¡Calla!—dijo Gandalf
desde el fondo sombrío del pórtico—. Las cosas malas no tienen cabida en este
valle, pero aun así es mejor no nombrarlas. El señor del Anillo no es Frodo,
sino el amo de la Torre Oscura de Mordor, ¡cuyo poder se extiende otra vez
sobre el mundo! Estamos en una fortaleza. Afuera caen las sombras.
—Gandalf ha estado
diciéndonos cosas así, todas tan divertidas—dijo Pippin—. Piensa que es
necesario llamarme al orden, pero de algún modo parece imposible sentirse
triste o deprimido en este sitio. Tengo la impresión de que podría ponerme a
cantar, si conociese una canción apropiada.
—Yo también cantaría—rio
Frodo—. ¡Aunque por ahora preferiría comer y beber!
—Eso tiene pronto
remedio—dijo Pippin—. Has mostrado tu astucia habitual levantándote justo a
tiempo para una comida.
—¡Más que una comida!
¡Una fiesta!—dijo Merry—. Tan pronto como Gandalf informó que ya estabas bien,
comenzaron los preparativos. —Apenas había acabado de hablar cuando un tañido
de campanas los convocó al salón de la casa.
El salón de la casa de
Elrond estaba colmado de gente: elfos en su mayoría, aunque había unos pocos
huéspedes de otra especie. Elrond estaba sentado en un sillón a la cabecera de
una mesa larga sobre el estrado; a un lado tenía a Glorfindel y al otro a
Gandalf.
Frodo los observó
maravillado, pues nunca había visto a Elrond, de quien se hablaba en tantos
relatos; y sentados a la izquierda y a la derecha, Glorfindel y aún Gandalf, a
quien creía conocer tan bien, se le revelaban como grandes y poderosos señores.
Gandalf era de menor
estatura que los otros dos, pero la larga melena blanca, la abundante barba
gris y los anchos hombros, le daban un aspecto de rey sabio, salido de antiguas
leyendas. En la cara trabajada por los años, bajo las espesas cejas nevadas,
los ojos oscuros eran como carbones encastrados que de súbito podían encenderse
y arder.
Glorfindel era alto y
erguido, el cabello de oro resplandeciente, la cara joven y hermosa, libre de
temores y luminosa de alegría; los ojos brillantes y vivos y la voz como una
música; había sabiduría en aquella frente y fuerza en aquella mano.
El rostro de Elrond no
tenía edad; no era ni joven ni viejo, aunque uno podía leer en él el recuerdo
de muchas cosas, felices y tristes. Tenía el cabello oscuro como las sombras
del atardecer y ceñido por una diadema de plata; los ojos eran grises como la
claridad de la noche y en ellos había una luz semejante a la luz de las
estrellas. Parecía venerable como un rey coronado por muchos inviernos y
vigoroso sin embargo como un guerrero probado en la plenitud de sus fuerzas.
Era el señor de Rivendel, poderoso tanto entre los elfos como entre los
hombres.
En el centro de la
mesa, apoyada en los tapices que pendían del muro, había una silla bajo un
dosel y allí estaba sentada una hermosa dama—«tan parecida a Elrond, bajo
forma femenina, que no podía ser», pensó Frodo, «sino una pariente
próxima». Era joven y al mismo tiempo no lo era, pues aunque la escarcha no
había tocado las trenzas de pelo sombrío y los brazos blancos y el rostro claro
eran tersos y sin defecto y la luz de las estrellas le brillara en los ojos,
grises como una noche sin nubes, había en ella verdadera majestad, y la mirada
revelaba conocimiento y sabiduría, como si hubiera visto todas las cosas que
traen los años. Le cubría la cabeza una red de hilos de plata entretejida con
pequeñas gemas de un blanco resplandeciente, pero las delicadas vestiduras
grises no tenían otro adorno que un cinturón de hojas cinceladas en plata.
Así vio Frodo a Arwen,
hija de Elrond, a quien pocos mortales habían visto hasta entonces y de quien
se decía que había traído de nuevo a la tierra la imagen viva de Lúthien; y la
llamaban Undómiel, pues era la Estrella de la Tarde para su
pueblo. Había permanecido mucho tiempo en la tierra de la familia de la madre,
en Lórien, más allá de las montañas, y había regresado hacía poco a Rivendel, a
la casa del padre. Pero los dos hermanos de Arwen, Elladan y Elrohir, llevaban
una vida errante y a menudo iban a caballo hasta muy lejos junto con los montaraces
del norte; y jamás olvidaban los tormentos que la madre de ellos había sufrido
en los antros de los orcos.
Frodo no había visto
ni había imaginado nunca belleza semejante en una criatura viviente, y el hecho
de encontrarse sentado a la mesa de Elrond entre tanta gente alta y hermosa lo
sorprendía y abrumaba a la vez. Aunque tenía una silla apropiada y contaba con
el auxilio de varios almohadones, se sentía muy pequeño y bastante fuera de
lugar; pero esta impresión pasó rápidamente. La fiesta era alegre y la comida
todo lo que un estómago hambriento pudiese desear. Pasó un tiempo antes que
mirara de nuevo alrededor o se volviera hacia la gente vecina.
Buscó primero a sus
amigos. Sam había pedido que le permitieran atender a su amo, pero le
respondieron que por esta vez él era invitado de honor. Frodo podía verlo ahora
junto al estrado, sentado con Pippin y Merry a la cabecera de una mesa lateral.
No alcanzó a ver a Trancos.
A la derecha de Frodo
estaba sentado un enano que parecía importante, ricamente vestido. La barba,
muy larga y bifurcada, era blanca, casi tan blanca como el blanco de nieve de
las ropas. Llevaba un cinturón de plata, y una cadena de plata y diamantes le
colgaba del cuello. Frodo dejó de comer para mirarlo.
—¡Bienvenido y feliz
encuentro!—dijo el enano volviéndose hacia él y levantándose del asiento hizo
una reverencia—. Glóin, para servir a usted—dijo inclinándose todavía más.
—Frodo Bolsón, para
servir a usted y a la familia de usted—dijo Frodo correctamente, levantándose
sorprendido y desparramando los almohadones—. ¿Me equivoco al pensar que es
usted el Glóin, uno de los doce compañeros del gran Thorin Escudo de Roble?
—No se equivoca—dijo
el enano, juntando los almohadones y ayudando cortésmente a Frodo a volver a la
silla—. Y yo no pregunto, pues ya me han dicho que es usted pariente y heredero
de nuestro célebre amigo Bilbo. Permítame felicitarlo por su restablecimiento.
—Muchas gracias—dijo
Frodo.
—Ha tenido usted
aventuras muy extrañas, he oído—dijo Glóin—. No alcanzo a imaginarme qué motivo
pueden tener cuatro hobbits para emprender un viaje tan largo. Nada semejante
había ocurrido desde que Bilbo estuvo con nosotros. Pero quizá yo no debiera
hacer preguntas tan precisas, pues ni Elrond ni Gandalf parecen dispuestos a
hablar del asunto.
—Pienso que no
hablaremos de eso, al menos por ahora—dijo Frodo cortésmente. Entendía que, aún
en la casa de Elrond, el Anillo no era tema común de conversación y de
cualquier modo deseaba olvidar las dificultades pasadas, por un tiempo—. Pero yo también me pregunto—continuó—qué
traerá a un enano tan importante a tanta distancia de la montaña Solitaria.
Glóin lo miró. —Si
todavía no lo sabe, tampoco hablaremos de eso, me parece. El señor Elrond nos
convocará a todos muy pronto, creo, y oiremos entonces muchas cosas. Pero hay
todavía otras, de las que se puede hablar.
Conversaron durante
todo el resto de la comida, pero Frodo escuchaba más de lo que hablaba, pues
las noticias de La Comarca, aparte de las que se referían al Anillo, parecían
menudas, lejanas e insignificantes, mientras que Glóin en cambio tenía mucho
que decir de las regiones septentrionales de las Tierras Ásperas. Frodo supo
que Grimbeorn el Viejo, hijo de Beorn, era ahora el señor de muchos hombres
vigorosos y que ni orcos ni lobos se atrevían a entrar en su país, entre las
montañas y el bosque Negro.
—En verdad—dijo Glóin—,
si no fuera por los beórnidas, ir de Valle a Rivendel hubiese sido imposible
desde hace mucho tiempo. Son hombres valientes y mantienen abierto el Paso Alto
y el vado de la Carroca. Pero el peaje es elevado—añadió sacudiendo la cabeza—,
y como el Beorn de antaño, no gustan mucho de los enanos. Sin embargo, son
gente en la que se puede confiar y eso es mucho en estos días. Pero en ninguna
parte hay hombres que nos muestren tanta amistad como los del valle. Son buena
gente los bárdidos. El nieto de Bard el Arquero es quien los gobierna, Brand
hijo de Bain hijo de Bard. Es un rey poderoso, y sus dominios llegan ahora muy
al sur y al este de Esgaroth.
—¿Y qué me dice de la
gente de usted?—preguntó Frodo.
—Hay mucho que decir,
bueno y malo—respondió Glóin—, pero casi todo bueno. Hemos tenido suerte hasta
ahora, aunque no escapamos al ensombrecimiento de la época. Si realmente quiere
oír de nosotros, le daré todas las noticias que quiera. ¡Pero hágame callar
cuando esté cansado! La lengua se les suelta a los enanos cuando hablan de sí
mismos, dicen.
Y luego de esto Glóin
se embarcó en un largo relato sobre el reino de los enanos. Le encantaba haber
encontrado un oyente tan cortés, pues Frodo no daba señales de fatiga y no
trataba de cambiar el tema, aunque en verdad pronto se encontró perdido entre
los extraños nombres de personas y lugares de los que nunca había oído hablar.
Le interesó saber sin embargo que Dáin reinaba todavía bajo la montaña, que era
viejo (habiendo cumplido ya doscientos cincuenta años), venerable y
fabulosamente rico. De los diez compañeros que habían sobrevivido a la Batalla
de los Cinco Ejércitos, siete estaban todavía con él: Dwalin, Glóin, Dori,
Nori, Bifur, Bofur y Bombur. Bombur era ahora tan gordo que no podía
trasladarse por sus propios medios de la cama a la mesa, y se necesitaban seis
jóvenes enanos para levantarlo.
—¿Y qué se hizo de
Balin y Ori y Óin?—preguntó Frodo.
Una sombra cruzó la
cara de Glóin. —No lo sabemos—respondió—. He venido a pedir consejo a gentes
que moran en Rivendel en gran parte a causa de Balin. ¡Pero por esta noche
hablemos de cosas más alegres!
Glóin se puso entonces
a hablar de las obras de los enanos y le comentó a Frodo los trabajos que
habían emprendido en el valle y bajo la montaña. —Hemos trabajado bien—dijo—,
pero en metalurgia no podemos rivalizar con nuestros padres, muchos de cuyos
secretos se han perdido. Hacemos buenas armaduras y espadas afiladas, pero las
hojas y las cotas de malla no pueden compararse con las de antes de la venida
del dragón. Sólo en minería y en construcciones hemos superado los viejos
tiempos. ¡Tendría usted que ver los canales del valle, Frodo, las fuentes y los
estanques! ¡Tendría usted que ver las calzadas de piedras de distintos colores!
¡Y las salas y calles subterráneas con arcos tallados como árboles y las
terrazas y torres que se alzan en las faldas de la montaña! Vería usted
entonces que no hemos estado ociosos.
—Iré y lo veré, si me
es posible alguna vez—dijo Frodo—. ¡Cómo se hubiera sorprendido Bilbo viendo todos
esos cambios en la Desolación de Smaug!
Glóin miró a Frodo y
sonrió. —¿Usted quería mucho a Bilbo, no es así?—preguntó.
—Sí—respondió Frodo—.
Preferiría verlo a él antes que todas las torres y palacios del mundo.
El banquete concluyó
por fin. Elrond y Arwen se incorporaron y atravesaron la sala y los invitados
los siguieron en orden. Las puertas se abrieron de par en par y todos salieron
a un pasillo ancho y cruzaron otras puertas y llegaron a otra sala. No había
mesas allí, pero un fuego claro ardía en una amplia chimenea entre pilares
tallados a un lado y a otro.
Frodo se encontró
marchando al lado de Gandalf. —Esta es la Sala del Fuego—dijo el mago—.
Escucharás aquí muchas canciones y relatos, si consigues mantenerte despierto.
Pero fuera de las grandes ocasiones la sala está siempre vacía y silenciosa y
sólo vienen aquí quienes buscan tranquilidad y recogimiento. La chimenea está
encendida todo el año, pero casi no hay otra luz.
Mientras Elrond
entraba e iba hacia el asiento preparado para él, unos trovadores elfos
comenzaron a tocar una música suave. La sala se fue llenando lentamente y Frodo
observó con deleite las muchas caras hermosas que se habían reunido allí; la
luz dorada del fuego jugueteaba sobre las distintas facciones y relucía en los
cabellos. De pronto vio, no muy lejos del extremo opuesto del fuego, una
pequeña figura oscura sentada en un taburete, la espalda apoyada en una
columna. Junto a él, en el suelo, un tazón y un poco de pan. Frodo se preguntó
si el personaje estaría enfermo (si alguien podía enfermarse en Rivendel), y no
habría podido asistir al festín. Parecía dormir, la cabeza inclinada sobre el
pecho, y ocultaba la cara en un pliegue del manto negro.
Elrond se adelantó y
se quedó de pie junto a la silenciosa figura. —¡Despierta, pequeño señor!—dijo
con una sonrisa. En seguida se volvió hacia Frodo y le indicó que se acercara—.
He aquí llegada la hora que tanto has deseado, Frodo. He aquí un amigo que te
ha faltado mucho tiempo.
La figura oscura alzó
la cabeza y se descubrió la cara.
—¡Bilbo!—gritó Frodo
reconociéndolo de pronto y dando un salto hacia adelante.
—¡Hola, Frodo, mi
muchacho!—dijo Bilbo—. Así que llegaste al fin. Esperaba que tuvieras éxito.
¡Bueno, bueno! De modo que estos festejos son todos en tu honor, me han dicho.
Espero que lo hayas pasado bien.
—¿Por qué no estuviste
presente?—gritó Frodo—. ¿Y por qué no me permitieron que te viera antes?
—Porque estabas
dormido. Pero yo te vi bastante. He estado sentado a tu lado junto con Sam
todos estos días. Pero en cuanto a la fiesta, ya no frecuento mucho esas cosas.
Y tenía otra cosa que hacer.
—¿Qué estabas
haciendo?
—Bueno, estaba sentado
aquí, meditando. Lo hago con frecuencia desde hace un tiempo y este sitio es en
general el más adecuado. ¡Despierta, qué noticia!—dijo Bilbo guiñándole un ojo
a Elrond. Frodo alcanzó a ver un centelleo en el ojo de Bilbo y no advirtió
ninguna señal de somnolencia—. ¡Despierta! No estaba dormido, señor Elrond. Si
queréis saberlo, habéis venido todos demasiado pronto de la fiesta y me habéis
perturbado... mientras componía una canción. Me enredé en una línea o dos y
estaba recomponiendo los versos, pero supongo que ahora ya no tienen remedio. Vais
a cantar tanto que las ideas se me irán de la cabeza. Tendré que recurrir a mi
amigo el dúnadan para que me ayude. ¿Dónde está?
Elrond rio. —Lo
encontraremos—dijo—. Luego los dos os iréis a un rincón a acabar vuestra tarea
y nosotros la oiremos y la juzgaremos antes que terminen los festejos. —Se
enviaron mensajeros en busca del amigo de Bilbo, aunque nadie sabía dónde
estaba, ni por qué no había asistido al banquete.
Mientras tanto Frodo y
Bilbo se sentaron y Sam se acercó rápidamente y se quedó junto a ellos. Frodo y
Bilbo hablaron en voz baja, sin prestar atención a la alegría y a la música que
estallaban en la sala de un extremo a otro. Bilbo no tenía mucho que decir de
sí mismo. Luego de dejar Hobbiton había ido como sin rumbo, siguiendo a veces
el camino, o cruzando los campos a un lado o a otro, pero de algún modo había
caminado todo el tiempo hacia Rivendel.
—Llegué aquí sin
muchas aventuras—dijo—, y luego de un descanso fui hasta el valle acompañando a
los enanos: mi último viaje. Ya no iré por los caminos. El viejo Balin había
partido. Entonces volví aquí y aquí me he quedado hasta ahora. He estado
ocupado. He seguido escribiendo mi libro. Y compuse algunas canciones, por
supuesto. Las cantan aquí de vez en cuando: aunque sólo para complacerme, creo
yo; pues no son bastante buenas para Rivendel, naturalmente. Y escucho y
pienso. Aquí parece que el tiempo no pasara: existe, nada más. Un sitio notable
desde cualquier punto de vista.
»Me han llegado toda
clase de noticias de más allá de las montañas y del sur, pero ninguna de La
Comarca. He tenido noticias del Anillo, por supuesto. Gandalf ha estado aquí a
menudo. Aunque no me contó gran cosa; en estos últimos años se ha vuelto cada
vez más reservado. El dúnadan me dijo más. ¡Imagínate mi Anillo causando tantos
problemas! Es una lástima que Gandalf no lo hubiese averiguado antes. Yo mismo
podía haberlo traído aquí hace mucho sin tantas dificultades. Pensé alguna vez
en volver a buscarlo a Hobbiton, pero estoy poniéndome viejo y ellos no me
dejarían: Gandalf y Elrond quiero decir. Parecen pensar que el enemigo revuelve
cielo y tierra buscándome y que me haría picadillo si me sorprendiera al
descubierto.
»Y Gandalf dijo:
"Bilbo, el Anillo ha pasado a otro. No sería bueno para ti ni para
nadie si te entremetieras otra vez." Curiosa observación, digna de
Gandalf. Pero me dijo que cuidaba de ti, de modo que no me preocupé. Me hace
terriblemente feliz verte sano y salvo. —Hizo una pausa y miró a Frodo como
dudando.
—¿Lo tienes aquí?—preguntó
en un murmullo—. No me aguanto de curiosidad, entiendes, luego de todo lo que
he oído. Me gustaría mucho echarle un vistazo.
—Sí, lo tengo aquí—respondió
Frodo, sintiendo de pronto una rara resistencia—.
Tiene el mismo aspecto de siempre.
—Bueno, me gustaría
verlo un momento, nada más—dijo Bilbo.
Mientras se vestía,
Frodo había descubierto que le habían colgado al cuello el Anillo y que la
cadena era nueva, liviana y fuerte. Sacó lentamente el Anillo. Bilbo extendió
la mano. Pero Frodo retiró en seguida el Anillo. Descubrió con pena y asombro
que ya no miraba a Bilbo; parecía como si una sombra hubiese caído entre ellos
y detrás de esa sombra alcanzaba a ver una criatura menuda y arrugada, de
rostro ávido y manos huesudas y temblorosas. Tuvo ganas de golpearla.
La música y los cantos
de alrededor se apagaron de algún modo y hubo un silencio. Bilbo echó una
rápida mirada a la cara de Frodo y se pasó una mano por los ojos. —Ahora
entiendo—dijo—. ¡Apártalo! Lo lamento; lamento que te haya tocado esa carga: lo
lamento todo. ¿Las aventuras no terminan nunca? Supongo que no. Alguien tiene
que llevar adelante la historia. Bueno, no puede evitarse. Me pregunto si
valdrá la pena que termine mi libro. Pero no nos preocupemos por eso ahora.
¡Veamos las noticias! ¡Cuéntame de La Comarca!
Frodo ocultó el Anillo
y la sombra pasó dejando apenas una hilacha de recuerdo. La luz y la música de
Rivendel lo rodearon otra vez. Bilbo sonreía y reía, feliz. Todas las noticias
que Frodo le daba de La Comarca—ahora de cuando en cuando aumentadas y corregidas
por Sam—le parecían del mayor interés, desde la tala de un arbolito hasta las
travesuras del niño más pequeño de Hobbiton. Estaban tan absortos en los
acontecimientos de las Cuatro Cuadernas que no advirtieron la llegada de un
hombre vestido de verde oscuro. Durante algunos minutos se quedó mirándolos con
una sonrisa.
De pronto Bilbo alzó
los ojos. —¡Ah, al fin llegaste, dúnadan!—exclamó.
—¡Trancos!—dijo Frodo—.
Parece que tienes muchos nombres.
—Bueno, Trancos
nunca lo había oído hasta ahora—dijo Bilbo—. ¿Por qué lo llamas así?
—Así me llaman en Bree—dijo
Trancos riéndose—y así fui presentado.
—¿Y por qué lo llamas
tú dúnadan?—preguntó Frodo.
—El dúnadan—dijo
Bilbo—. Así lo llaman aquí a menudo. Pensé que conocías bastante élfico como
para entender dúnadan: hombre del oeste, númenóreano. ¡Pero no es
momento de lecciones!—Se volvió hacia Trancos. —¿Dónde has estado, amigo mío?
¿Por qué no asististe al festín? La dama Arwen estaba presente.
Trancos miró
gravemente a Bilbo. —Lo sé—dijo—, pero a menudo tengo que dejar la alegría a un
lado. Elladan y Elrohir han vuelto inesperadamente de las Tierras Ásperas y
traían noticias que yo quería oír en seguida.
—Bueno, querido
compañero—dijo Bilbo—, ahora que oíste las noticias, ¿puedes dedicarme un
momento? Necesito tu ayuda en algo urgente. Elrond dice que mi canción tiene
que estar terminada antes de la noche y me encuentro en un atolladero. ¡Vayamos
a un rincón a darle un último toque!
Trancos sonrió. —¡Vamos!—dijo—.
¡Házmela escuchar!
Dejaron un rato a
Frodo a solas consigo mismo, pues Sam dormía ahora, y el hobbit se sintió como
aislado del mundo y bastante abandonado, aunque todas las gentes de Rivendel se
apretaban alrededor. Pero quienes estaban más cerca callaban, atentos a la
música de las voces y los instrumentos, sin reparar en ninguna otra cosa. Frodo
se puso a escuchar.
Al principio y tan
pronto como prestó atención, la belleza de las melodías y de las palabras
entrelazadas en lengua élfica, aunque entendía poco, obraron sobre él como un
encantamiento. Le pareció que las palabras tomaban forma y visiones de tierras
lejanas y objetos brillantes que nunca había visto hasta entonces se abrieron
ante él; y la sala de la chimenea se transformó en una niebla dorada sobre
mares de espuma que suspiraban en las márgenes del mundo. Luego el
encantamiento fue más parecido a un sueño y en seguida sintió que un río
interminable de olas de oro y plata venía acercándose, demasiado inmenso para
que él pudiera abarcarlo; el río fue parte del aire vibrante que lo rodeaba, lo
empapaba y lo inundaba. Frodo se hundió bajo el peso resplandeciente del agua y
entró en un profundo reino de sueños.
Allí fue largamente de
un lado a otro en un sueño de música que se transformaba en agua corriente y
luego en una voz. Parecía la voz de Bilbo, que cantaba un poema. Débiles al
principio y luego más claras se alzaron las palabras.
Eärendil
era un marino
que
en Arvernien se demoró;
y
un bote hizo en Nimbrethil
de madera de árboles caídos;
tejió
las velas de hermosa plata,
y
los faroles fueron de plata;
el
mascarón de proa era un cisne
y
había luz en las banderas.
De
una panoplia de antiguos reyes
obtuvo
anillos encadenados,
un
escudo con letras rúnicas
para
evitar desgracias y heridas,
un
arco de cuerno de dragón
y
flechas de ébano tallado;
la
cota de malla era de plata
y
la vaina de piedra calcedonia,
de
acero la espada infatigable
y
el casco alto de adamante;
llevaba
en la cimera una pluma de águila
y
sobre el pecho una esmeralda.
Bajo
la luna y las estrellas
erró
alejándose del norte,
extraviándose
en sendas encantadas
más
allá de los días de las tierras mortales.
De
los chirridos del Hielo Apretado,
donde
las sombras yacen en colinas heladas,
de
los calores infernales y del ardor de los desiertos
huyó
de prisa, y errando todavía
por
aguas sin estrellas de allá lejos
llegó
al fin a la Noche de la Nada,
y
así pasó sin alcanzar a ver
la
luz deseada, la orilla centelleante.
Los
vientos de la cólera se alzaron arrastrándolo
y
a ciegas escapó de la espuma
del
oeste hacia el este, y de pronto
volvió
rápidamente al país natal.
La
alada Elwing vino entonces a él
y
la llama se encendió en las tinieblas;
más
clara que la luz del diamante
ardía
el fuego encima del collar;
y
en él puso el Silmaril
coronándolo
con una luz viviente;
Eärendil,
intrépido, la frente en llamas,
viró
la proa, y en aquella noche
del
otro mundo más allá del mar
furiosa
y libre se alzó una tormenta,
un
viento poderoso en Termanel,
y
como la potencia de la muerte
soplando
y mordiendo arrastró el bote
por
sitios que los mortales no frecuentan
y
mares grises hace tiempo olvidados;
y
así Eärendil pasó del este hacia el oeste.
Cruzando
la Noche Eterna fue llevado
sobre
las olas negras que corrían
por
sombras y por costas inundadas
ya
antes que los Días empezaran,
hasta
que al fin en márgenes de perlas
donde
las olas siempre espumosas
traen
oro amarillo y joyas pálidas,
donde
termina el mundo, oyó la música.
Vio
la montaña que se alzaba en silencio
donde
el crepúsculo se tiende en las rodillas
de
Valinor, y vio Eldamar
muy
lejos más allá de los mares.
Vagabundo
escapado de la noche
llegó
por último a un puerto blanco,
al
hogar de los elfos claro y verde,
de
aire sutil; pálidas como el vidrio,
al
pie de la colina de Ilmarin
resplandeciendo
en un valle abrupto
las
torres encendidas de Tirion
se
reflejan allí, en el lago de Sombras.
Allí
dejó la vida errante
y
le enseñaron canciones,
los
sabios le contaron maravillas de antaño,
y
le llevaron arpas de oro.
De
blanco élfico lo vistieron
y
precedido por siete luces
fue
hasta la oculta tierra abandonada
cruzando
el Calacirian.
Al
fin entró en los salones sin tiempo
donde
brillando caen los años incontables,
y
reina para siempre el Rey Antiguo
en
la montaña escarpada de Ilmarin;
palabras
desconocidas se dijeron entonces
de
la raza de los hombres y de los elfos,
más
allá del mundo le mostraron visiones
prohibidas
para aquellos que allí viven.
Un
nuevo barco para él construyeron
de
mithril y de vidrio élfico,
de
proa brillante; ningún remo desnudo,
ninguna
vela en el mástil de plata:
el
Silmaril como linterna
y
en la bandera un fuego vivo
puesto
allí mismo por Elbereth,
y
otorgándole alas inmortales
impuso
a Eärendil un eterno destino:
navegar
por los cielos sin orillas
detrás
del sol y la luz de la luna.
De
las altas colinas del Anochecer Eterno
donde
hay dulces manantiales de plata
las
alas lo llevaron, como una luz errante,
más
allá del Muro de las Montañas.
Del
fin del mundo entonces se volvió
deseando
encontrar otra vez
la
luz del hogar; navegando entre sombras
y
ardiendo como una estrella solitaria
fue
por encima de las nieblas
como
fuego distante delante del sol,
maravilla
que precede al alba,
donde
corren las aguas de Norlanda.
Y
así pasó sobre la Tierra Media
y
al fin oyó los llantos de dolor
de
las mujeres y las vírgenes élficas
de
los Tiempos Antiguos, de los días de antaño.
Pero
un destino implacable pesaba sobre él:
hasta
la desaparición de la luna
pasar
como una estrella en órbita
sin
detenerse nunca en las orillas
donde
habitan los mortales, heraldo
de
una misión que no conoce descanso
llevar
allá lejos la claridad resplandeciente,
la
luz flamígera de Oesternesse.[38]
[39]
El canto cesó. Frodo
abrió los ojos y vio que Bilbo estaba sentado en el taburete en medio de un
círculo de oyentes que sonreían y aplaudían.
—Ahora oigámoslo de
nuevo—dijo un elfo.
Bilbo se incorporó e
hizo una reverencia. —Me siento halagado, Lindir—dijo—. Pero sería demasiado
cansado repetirlo de cabo a rabo.
—No demasiado cansado
para ti—dijeron los elfos riendo—. Sabes que nunca te cansas de recitar tus
propios versos. ¡Pero en verdad una sola audición no nos basta para responder a
tu pregunta!
—¡Qué!—exclamó Bilbo—.
¿No podéis decir qué partes son mías y cuáles del dúnadan?
—No es fácil para
nosotros señalar diferencias entre dos mortales—dijo el elfo.
—Tonterías, Lindir—gruñó
Bilbo—. Si no puedes distinguir entre un hombre y un hobbit, tu juicio es más
pobre de lo que yo había imaginado. Son como guisantes y manzanas, así de
diferentes.
—Quizás. A una oveja
otra oveja le parece sin duda diferente—rio Lindir—. O a un pastor. Pero no nos
hemos dedicado a estudiar a los mortales. Hemos tenido otras ocupaciones.
—No discutiré contigo—dijo
Bilbo—. Tengo sueño luego de tanta música y canto. Dejaré que lo adivines, si
tienes ganas.
Se incorporó y fue
hacia Frodo. —Bueno, se terminó—dijo en voz baja—. Salí mejor parado de lo que
creía. Pocas veces me piden una segunda audición. ¿Qué piensas tú?
—No trataré de
adivinar—dijo Frodo sonriendo.
—No tienes por qué
hacerlo—dijo Bilbo—. En realidad es todo mío. Aunque Aragorn insistió en que
incluyera una piedra verde. Parecía creer que era importante. No sé por qué.
Pensaba además que el tema era superior a mis fuerzas y me dijo que si yo tenía
la osadía de hacer versos acerca de Eärendil en casa de Elrond era asunto mío.
Creo que tenía razón.
—No sé—dijo Frodo—. A
mí me pareció adecuado de algún modo, aunque no podría decirte por qué. Estaba
casi dormido cuando empezaste y me pareció la continuación de un sueño. No caí
en la cuenta de que estabas aquí cantando sino casi cerca del fin.
—Es difícil mantenerse
despierto en este sitio, hasta que te acostumbras—dijo Bilbo—. Aparte de que
los hobbits nunca llegarán a necesitar de la música y la poesía tanto como los elfos.
Parece que los necesitaran como la comida o más. Seguirán así por mucho tiempo
hoy. ¿Qué te parece si nos escabullimos y tenemos por ahí una charla tranquila?
—¿Podemos hacerlo?—dijo
Frodo.
—Por supuesto. Esto es
una fiesta, no una obligación. Puedes ir y venir como te plazca, si no haces
ruido.
Se pusieron de pie y
se retiraron en silencio a las sombras y fueron hacia la puerta. A Sam lo dejaron
atrás, durmiendo con una sonrisa en los labios. A pesar de la satisfacción de
estar en compañía de Bilbo, Frodo sintió una punzada de arrepentimiento cuando
dejaron la Sala del Fuego. Cruzaban aún el umbral cuando una voz clara entonó
una canción.
A Elbereth Gilthoniel,
silivren penna míriel
o
menel aglar elenath!
Na-chaered
palan-díriel
o
galadhremmin ennorath,
Fanuilos,
le linnathon
nef
aear, sí nef aearon!
Frodo se detuvo un
momento volviendo la cabeza. Elrond estaba en su silla y el fuego le iluminaba
la cara como la luz de verano entre los árboles. Cerca estaba sentada la dama
Arwen. Sorprendido, Frodo vio que Aragorn estaba de pie junto a ella. Llevaba
recogido el manto oscuro y parecía estar vestido con la cota de malla de los elfos
y una estrella le brillaba en el pecho. Hablaban juntos. De pronto le pareció a
Frodo que Arwen se volvía hacia la puerta y que la luz de los ojos de la joven
caía sobre él desde lejos y le traspasaba el corazón.
Se quedó allí como
esperando mientras las dulces sílabas de la canción élfica le llegaban como
joyas claras de palabras y música. —Es un canto a Elbereth—dijo Bilbo—.
Cantarán esa canción y otras del Reino Bienaventurado muchas veces esta noche.
¡Vamos!
Fueron hasta el
cuartito de Bilbo que se abría sobre los jardines y miraba al sur por encima de
las barrancas del Bruinen. Allí se sentaron un rato, mirando por la ventana las
estrellas brillantes sobre los bosques que crecían en las laderas abruptas y
charlando en voz baja. No hablaron más de las menudas noticias de La Comarca
distante, ni de las sombras oscuras y los peligros que los habían amenazado,
sino de las cosas hermosas que habían visto juntos en el mundo, de los elfos,
de las estrellas, de los árboles y de la dulce declinación del año brillante en
los bosques.
Alguien golpeó al fin
la puerta. —Con el perdón de ustedes—dijo Sam asomando la cabeza—, pero me
preguntaba si necesitarían algo.
—Con tu perdón, Sam
Gamyi—replicó Bilbo—. Sospecho que quieres decir que es hora de que tu amo se
vaya a la cama.
—Bueno, señor, hay un
Concilio mañana temprano, he oído, y hoy es el primer día que pasa levantado.
—Tienes mucha razón,
Sam—rio Bilbo—. Puedes ir a decirle a Gandalf que Frodo ya se fue a acostar.
¡Buenas noches, Frodo! ¡Qué bueno ha sido verte otra vez! En verdad, para una
buena conversación no hay nadie como los hobbits. Me estoy poniendo viejo y ya
me pregunto si llegaré a ver los capítulos que te corresponderán en nuestra
historia. ¡Buenas noches! Estiraré un rato las piernas, me parece, y miraré las
estrellas de Elbereth desde el jardín. ¡Que duermas bien!
XIV.EL CONCILIO DE ELROND
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO II—CAPÍTULO II
A la mañana siguiente
Frodo despertó temprano, sintiéndose descansado y bien. Caminó a lo largo de
las terrazas que dominaban las aguas tumultuosas del Bruinen y observó el sol
pálido y fresco que se elevaba por encima de las montañas distantes proyectando
unos rayos oblicuos a través de la tenue niebla de plata; el rocío refulgía
sobre las hojas amarillas y las telarañas centelleaban en los arbustos. Sam
caminaba junto a Frodo, sin decir nada, pero husmeando el aire y mirando una y
otra vez con ojos asombrados las grandes elevaciones del este. La nieve
blanqueaba las cimas.
En una vuelta del
sendero, sentados en un banco tallado en la piedra, tropezaron con Gandalf y
Bilbo que conversaban, abstraídos. —¡Hola! ¡Buenos días!—dijo Bilbo—. ¿Listo
para el gran Concilio?
—Listo para cualquier
cosa—respondió Frodo—. Pero sobre todas las cosas me gustaría caminar un poco y
explorar el valle. Me gustaría visitar esos pinares de allá arriba. —Señaló las
alturas del lado norte de Rivendel.
—Quizás encuentres la
ocasión más tarde—dijo Gandalf—. Hoy hay mucho que oír y decidir.
De pronto mientras
caminaban se oyó el claro tañido de una campana. —Es la campana que llama al
Concilio de Elrond—exclamó Gandalf—. ¡Vamos! Se requiere tu presencia y la de
Bilbo.
Frodo y Bilbo
siguieron rápidamente al mago a lo largo del camino serpeante que llevaba a la
casa; detrás de ellos trotaba Sam, que no estaba invitado y a quien habían
olvidado por el momento.
Gandalf los llevó
hasta el pórtico donde Frodo había encontrado a sus amigos la noche anterior.
La luz de la clara mañana otoñal brillaba ahora sobre el valle. El ruido de las
aguas burbujeantes subía desde el espumoso lecho del río. Los pájaros cantaban
y una paz serena se extendía sobre la tierra. Para Frodo, la peligrosa huida,
los rumores de que la oscuridad estaba creciendo en el mundo exterior, le
parecían ahora meros recuerdos de un sueño agitado, pero las caras que se
volvieron hacia ellos a la entrada de la sala eran graves.
Elrond estaba allí y
muchos otros que esperaban sentados en silencio, alrededor. Frodo vio a
Glorfindel y Glóin; y en un rincón estaba sentado Trancos, envuelto otra vez en
aquellas gastadas ropas de viaje. Elrond le indicó a Frodo que se sentara junto
a él y lo presentó a la compañía, diciendo:
—He aquí, amigos míos,
al hobbit Frodo, hijo de Drogo. Pocos han llegado atravesando peligros más
grandes o en una misión más urgente.
Luego señaló y nombró
a todos aquellos que Frodo no conocía aún. Había un enano joven junto a Glóin:
su hijo Gimli. Al lado de Glorfindel se alineaban otros consejeros de la casa
de Elrond, de quienes Erestor era el jefe; y junto a él se encontraba Galdor,
un elfo de los Puertos Grises a quien Círdan, el carpintero de barcos, le había
encomendado una misión. Estaba allí también un elfo extraño, vestido de castaño
y verde, Legolas, que traía un mensaje de su padre, Thranduil, el rey de los elfos
del bosque Negro del norte. Y sentado un poco aparte había un hombre alto de
cara hermosa y noble, cabello oscuro y ojos grises, de mirada orgullosa y
seria.
Estaba vestido con
manto y botas, como para un viaje a caballo, y en verdad, aunque las ropas eran
ricas y el manto tenía borde de piel, parecía venir de un largo viaje. De una
cadena de plata que tenía al cuello colgaba una piedra blanca; el cabello le
llegaba a los hombros. Sujeto a un tahalí llevaba un cuerno grande guarnecido
de plata que ahora apoyaba en las rodillas. Examinó a Frodo y Bilbo con
repentino asombro.
—He aquí—dijo Elrond
volviéndose hacia Gandalf—a Boromir, un hombre del sur. Llegó en la mañana gris
y busca consejo. Le pedí que estuviera presente, pues las preguntas que trae
tendrán aquí respuesta.
No es necesario contar
ahora todo lo que se habló y discutió en el Concilio. Se dijeron muchas cosas a
propósito de los acontecimientos del mundo exterior, especialmente en el sur y
en las vastas regiones que se extendían al este de las montarías. De todo esto
Frodo ya había oído muchos rumores, pero el relato de Glóin era nuevo para él y
escuchó al enano con atención. Era evidente que en medio del esplendor de los
trabajos manuales los enanos de la montaña Solitaria estaban bastante
perturbados.
—Hace ya muchos años—dijo
Glóin—una sombra de inquietud cayó sobre nuestro pueblo. Al principio no
supimos decir de dónde venía. Hubo ante todo murmullos secretos: se decía que
vivíamos encerrados en un sitio estrecho y que en un mundo más ancho
encontraríamos mayores riquezas y esplendores. Algunos hablaron de Moria: las
poderosas obras de nuestros padres que en la lengua de los enanos llamamos Khazad-dûm
y decían que al fin teníamos el poder y el número suficiente para emprender la
vuelta.
Glóin suspiró. —¡Moria!
¡Moria! ¡Maravilla del mundo septentrional! Allí cavamos demasiado hondo y
despertamos el miedo sin nombre. Mucho tiempo han estado vacías esas grandes
mansiones, desde la huida de los niños de Durin. Pero ahora hablamos de ella
otra vez con nostalgia y sin embargo con temor, pues ningún enano se ha
atrevido a cruzar las puertas de Khazad-dûm durante muchas generaciones de
reyes, excepto Thrór, que pereció. No obstante, Balin prestó atención al fin a
los rumores y resolvió partir y, aunque Dáin no le dio permiso de buena gana,
llevó consigo a Ori y Óin y muchas de nuestras gentes, y fueron hacia el sur.
»Esto ocurrió hace
unos treinta años. Durante un tiempo tuvimos noticias y parecían buenas. Los
informes decían que habían entrado en Moria y que habían iniciado allí grandes
trabajos. Luego siguió un silencio y ni una palabra llegó de Moria desde
entonces.
»Más tarde, hace un año,
un mensajero llegó a Dáin, pero no de Moria... de Mordor: un jinete nocturno
que llamó a las puertas de Dáin. El señor Sauron el Grande, así dijo, deseaba
nuestra amistad. Por esto nos daría anillos, como los que había dado en otro
tiempo. Y en seguida el mensajero solicitó información perentoria sobre los
hobbits, de qué especie eran y dónde vivían. "Pues Sauron sabe",
nos dijo, "que conocisteis una vez a uno de ellos".
»Al oír esto nos
sentimos muy confundidos y no contestamos. Entonces el tono feroz del mensajero
se hizo más bajo, y hubiera endulzado la voz, si hubiese podido. "Sólo
como pequeña prueba de amistad Sauron os pide", dijo, "que
encontréis a ese ladrón", tal fue la palabra, "y que le
saquéis a las buenas o a las malas un anillito, el más insignificante de los
anillos, que robó hace tiempo. Es sólo una fruslería, un capricho de Sauron y
una demostración de buena voluntad de vuestra parte. Encontradlo y tres Anillos
que los señores enanos poseían en otro tiempo os serán devueltos y el reino de
Moria será vuestro para siempre. Dadnos noticias del ladrón, si todavía vive y
dónde y obtendréis una gran recompensa y la amistad imperecedera del Señor. Rehusad
y no os irá tan bien. ¿Rehusáis?".
»El soplo que acompañó
a estas palabras fue como el silbido de las serpientes y aquellos que estaban
cerca sintieron un escalofrío, pero Dáin dijo: "No digo ni sí ni no. Tengo
que pensar detenidamente en este mensaje y en lo que significa bajo tan hermosa
apariencia."
»"Piénsalo
bien, pero no demasiado tiempo", dijo él.
»"El tiempo
que me lleve pensarlo es cosa mía", respondió Dáin.
»"Por el
momento", dijo él y desapareció en la oscuridad.
»Desde aquella noche
un peso ha agobiado los corazones de nuestros jefes. No hubiésemos necesitado
oír la voz lóbrega del mensajero para saber que palabras semejantes encerraban
a la vez una amenaza y un engaño, pues el poder que se había aposentado de
nuevo en Mordor era el mismo de siempre y ya nos había traicionado antes. Dos
veces regresó el mensajero y las dos veces se fue sin respuesta. La tercera y última
vez, así nos dijo, llegará pronto, antes que el año acabe.
»Al fin Dáin me
encomendó advertirle a Bilbo que el enemigo lo busca y averiguar, si esto era
posible, por qué deseaba ese Anillo, el más insignificante de los anillos.
Deseábamos oír además el consejo de Elrond. Pues la Sombra crece y se acerca.
Hemos sabido que otros mensajeros han llegado hasta el rey Brand en el valle y
que está asustado. Tememos que ceda. La guerra ya está a punto de estallar en
las fronteras orientales del valle. Si no respondemos, el enemigo puede
atraerse a algunos hombres y atacar al rey Brand y también a Dáin.
—Has hecho bien en
venir—dijo Elrond—. Oirás hoy todo lo que necesitas saber para entender los
propósitos del enemigo. No hay nada que podáis hacer, aparte de resistiros, con
esperanza o sin ella. Pero no estáis solos. Sabrás que vuestras dificultades
son sólo una parte de las dificultades del mundo del oeste. ¡El Anillo! ¿Qué
haremos con el Anillo, el más insignificante de los Anillos, la fruslería que
es un capricho de Sauron? Ese es el destino que hemos de considerar.
»Para este propósito
habéis sido llamados. Llamados, digo, pero yo no os he llamado, no os he dicho
que vengáis a mí, extranjeros de tierras distantes. Habéis venido en un
determinado momento y aquí estáis todos juntos, parecía que por casualidad,
pero no es así. Creed en cambio que ha sido ordenado de esta manera: que
nosotros, que estamos sentados aquí y no otras gentes, encontremos cómo
responder a los peligros que amenazan al mundo.
»Hoy, por lo tanto, se
hablará claramente de cosas que hasta este momento habían estado ocultas a casi
todos. Y como principio y para que todos entiendan de qué peligro se trata, se
contará la historia del Anillo, desde el comienzo hasta el presente. Y yo
comenzaré esa historia, aunque otros la terminen.
Todos escucharon
mientras la voz clara de Elrond hablaba de Sauron y los Anillos de Poder y de
cuando fueron forjados en la Segunda Edad del mundo, mucho tiempo atrás.
Algunos conocían una parte de la historia, pero nadie del principio al fin, y
muchos ojos se volvieron a Elrond con miedo y asombro mientras les hablaba de
los herreros elfos de Eregion y de la amistad que tenían con las gentes de
Moria y de cómo deseaban conocerlo todo y de cómo esta inquietud los hizo caer
en manos de Sauron. Pues en aquel tiempo nadie había sido testigo de maldad
alguna, de modo que recibieron la ayuda de Sauron y se hicieron muy hábiles,
mientras que él en tanto aprendía de todos sus secretos y los engañaba forjando
secretamente en la montaña de Fuego el Anillo Único, para dominarlos a todos.
Pero Celebrimbor se dio cuenta y escondió los Tres que había fabricado; y hubo
guerra y la tierra fue devastada y las puertas de Moria se cerraron.
Elrond hizo un esbozo
de la historia del Anillo; pero como esa historia se cuenta en otra parte y
Elrond mismo la ha anotado en los archivos de Rivendel, no se la recordará
aquí. Es una larga historia, colmada de grandes y terribles aventuras, y aunque
Elrond la contó brevemente, el sol subió en el cielo y la mañana ya casi había
pasado antes que él terminara.
Habló de Númenor, de
la gloria y la caída del reino y de cómo habían regresado a la Tierra Media los
reyes de los hombres, traídos desde los abismos del océano en alas de la
tempestad. Luego Elendil el Alto y sus poderosos hijos, Isildur y Anárion,
llegaron a ser grandes señores y fundaron en Arnor el reino el norte y Gondor,
cerca de las bocas del Anduin, el reino del sur. Pero Sauron de Mordor los
atacó y convinieron la Última Alianza de los elfos y los hombres y las huestes
de Gil-galad y Elendil se reunieron en Arnor.
En este punto Elrond
hizo una pausa y suspiró. —Todavía veo el esplendor de los estandartes—dijo—.
Me recordaron la gloria de los Días Antiguos y las huestes de Beleriand, tantos
grandes príncipes y capitanes estaban allí presentes. Y sin embargo no tantos,
no tan hermosos como cuando destruyeron Thangorodrim y los elfos pensaron que
el Mal había terminado para siempre, lo que no era cierto.
—¿Recuerda usted?—dijo
Frodo asombrado, pensando en voz alta—. Pero yo creía—balbució cuando Elrond se
volvió a mirarlo—, yo creía que la caída de Gil-galad ocurrió hace muchísimo
tiempo.
—Así es—respondió
Elrond gravemente—. Pero mi memoria llega aún a los Días Antiguos. Eärendil era
mi padre, que nació en Gondolin antes de la caída, y mi madre era Elwing, hija
de Dior, hijo de Lúthien de Doriath. He asistido a tres épocas en el oeste del
mundo y a muchas derrotas y a muchas estériles victorias.
»Fui heraldo de Gil-galad
y marché con su ejército. Estuve en la Batalla de Dagorlad frente a la Puerta
Negra de Mordor, donde llevábamos ventaja, pues nada podía resistirse a la
lanza de Gil-galad y a la espada de Elendil: Aeglos y Narsil. Fui
testigo del último combate en las laderas del Orodruin donde murió Gil-galad y
cayó Elendil y Narsil se le quebró bajo el cuerpo, pero Sauron fue derrotado, e
Isildur le sacó el Anillo cortándole la mano con la hoja rota de la espada de
su padre y se lo guardó.
Oyendo estas palabras,
Boromir, el extranjero, interrumpió a Elrond. —¡De modo que eso pasó con el
Anillo!—exclamó—. Si alguna vez se oyó esa historia en el sur, hace tiempo que
está olvidada. He oído hablar del Gran Anillo de aquel a quien no nombramos,
pero creíamos que había desaparecido del mundo junto con la destrucción del
primer reino. ¡Isildur se lo guardó! Esto sí que es una noticia.
—Ay, sí—dijo Elrond—.
Isildur se lo guardó y se equivocó. Tendría que haber sido echado al fuego del
Orodruin, muy cerca del sitio donde lo forjaron. Pero pocos advirtieron lo que
había hecho Isildur. Estaba solo junto a su padre en este último combate
mortal, y cerca de Gil-galad sólo nos encontrábamos Círdan y yo. Pero Isildur
no quiso oír nuestros consejos.
»"Lo guardaré
como prenda de reparación por mi padre y mi hermano", dijo, y sin
tenernos en cuenta, tomó el Anillo y lo conservó como un tesoro. Pero pronto el
Anillo lo traicionó y le causó la muerte, y por eso en el norte se le llama el
Daño de Isildur. Y sin embargo la muerte era quizá mejor que cualquier otra
cosa que pudiera haberle ocurrido.
»Esas noticias
llegaron sólo al norte y sólo a unos pocos. No es nada raro que no las hayas
oído, Boromir. De la ruina de los Campos Gladios, donde murió Isildur, no
volvieron sino tres hombres, que cruzaron las montañas luego de muchas idas y
venidas. Uno de ellos fue Othar, el escudero de Isildur, quien llevaba los
trozos de la espada de Elendil; y se los trajo a Valandil, heredero de Isildur,
quien se había quedado en Rivendel, pues era todavía un niño. Pero Narsil
estaba quebrada, y su luz extinguida, y no la han forjado de nuevo.
»¿Dije que la victoria
de la Última Alianza había sido estéril? No del todo, pero no conseguimos lo
que esperábamos. Sauron fue debilitado, pero no destruido. El Anillo se perdió
y no alcanzamos a fundirlo. La Torre Oscura fue demolida, pero quedaron los
cimientos; pues habían sido puestos con el poder del Anillo y mientras haya
Anillo nada podrá desenterrarlos. Muchos elfos y muchos hombres poderosos y
muchos otros amigos habían perecido en la guerra. Anárion había muerto e
Isildur había muerto y Gil-galad y Elendil no estaban más con nosotros. Nunca
jamás habrá otra alianza semejante de elfos y hombres, pues los hombres se
multiplican y los primeros nacidos disminuyen y las dos familias están
separadas. Y desde ese día la raza de Númenor ha declinado y ya tiene menos
años por delante.
»En el norte, luego de
la guerra y la masacre de los Campos Gladios, los hombres de Oesternesse
quedaron muy disminuidos, y la ciudad de Annúminas a orillas del lago Evendim
fue un montón de ruinas, y los herederos de Valandil se mudaron y se
aposentaron en Fornost en las altas quebradas del Norte y esto es ahora también
una región desolada. Los hombres la llaman Muros de los Muertos y temen caminar
por allí. Pues el pueblo de Arnor decayó y los enemigos los devoraron y el
señorío murió dejando sólo unos túmulos verdes en las colinas de hierbas.
»En el sur el reino de
Gondor duró mucho tiempo y acrecentó su esplendor durante una cierta época,
recordando de algún modo el poderío de Númenor, antes de la caída. El pueblo de
Gondor construyó torres elevadas, plazas fuertes y puertos de muchos barcos; y
la corona alada de los reyes de los hombres fue reverenciada por gentes de
distintas lenguas. La ciudad capital era Osgiliath, Ciudadela de las Estrellas,
que el río atravesaba de parte a parte. Y edificaron Minas Ithil, la Torre de
la Luna Naciente, al este, en una estribación de la montañas de la Sombra, y al
oeste, al pie de las montañas Blancas, levantaron Minas Anor, la Torre del Sol
Poniente. Allí, en los patios del rey, crecía un árbol blanco, nacido de la
semilla del árbol que Isildur había traído cruzando las aguas profundas, y la
semilla de ese árbol había venido de Eressëa y antes aún del Extremo Oeste en
el Día anterior a los días en que el mundo era joven.
»Pero mientras los
rápidos años de la Tierra Media iban pasando, la línea de Meneldil hijo de
Anárion se extinguió del todo y el árbol se secó y la sangre de los númenóreanos
se mezcló con la de otros hombres menores. Descuidaron la vigilancia de las murallas
de Mordor y unas criaturas sombrías volvieron disimuladamente a Gorgoroth. Y
luego de un tiempo vinieron criaturas malvadas y tomaron Minas Ithil y allí se
establecieron y lo transformaron en un sitio de terror, llamado luego Minas
Morgul, la Torre de la Hechicería. Luego Minas Anor fue rebautizada Minas
Tirith, la Torre de la Guardia y estas dos ciudades estuvieron siempre en
guerra; Osgiliath, que estaba entre las dos, fue abandonada y las sombras se
pasearon entre sus ruinas.
»Así ha sido durante
muchas generaciones. Pero los señores de Minas Tirith continúan luchando,
desafiando a nuestros enemigos, guardando el pasaje del río, desde Argonath al
mar. Y ahora la parte de la historia que a mí me toca ha llegado a su fin. Pues
en los días de Isildur el Anillo Soberano desapareció y nadie sabía dónde
estaba, y los Tres se libraron del dominio del Único. Pero en los últimos
tiempos se encuentran en peligro una vez más, pues muy a nuestro pesar el Único
ha sido descubierto de nuevo. Del descubrimiento del Anillo hablarán otros, pues
en esto he intervenido poco.
Elrond dejó de hablar
y en seguida Boromir se puso de pie, alto y orgulloso. —Permitidme ante todo, señor
Elrond—comenzó—, decir algo más de Gondor, pues yo vengo en verdad del país de
Gondor. Y será bueno que todos sepan lo que pasa allí. Pues son pocos, creo,
los que conocen nuestra ocupación principal y no sospechan por lo tanto el
peligro que corren, si acaso somos vencidos.
»No creáis que en las
tierras de Gondor se haya extinguido la sangre de Númenor, ni que todo el
orgullo y la dignidad de aquel pueblo hayan sido olvidados. Nuestro valor ha
contenido a los bárbaros del este y al terror de Morgul, y sólo así han sido
aseguradas la paz y la libertad en las tierras que están detrás de nosotros, el
baluarte del oeste. Pero si ellos tomaran los pasos del río, ¿qué ocurriría?
»Sin embargo esta
hora, quizá, no esté muy lejos. El Enemigo Sin Nombre ha aparecido otra vez. El
humo se alza una vez más del Orodruin, que nosotros llamamos montaña del
Destino. El poder de la Tierra Tenebrosa crece día a día, acosándonos. El
enemigo volvió y nuestra gente tuvo que retirarse de Ithilien, nuestro hermoso
dominio al este del río, aunque conservamos allí una cabeza de puente y un
grupo armado. Pero este mismo año, en junio, nos atacaron de pronto, desde
Mordor, y nos derrotaron con facilidad. Eran más numerosos que nosotros, pues
Mordor se ha aliado a los hombres del este y a los crueles haradrim, pero no
fue el número lo que nos derrotó. Había allí un poder que no habíamos sentido
antes.
»Algunos dijeron que se lo podía ver, como un
gran jinete negro, una sombra oscura bajo la luna. Cada vez que aparecía, una
especie de locura se apoderaba de nuestros enemigos, pero los más audaces de
nosotros sentían miedo, de modo que los caballos y los hombres cedían y
escapaban. De nuestras fuerzas orientales sólo una parte regresó, destruyendo
el único puente que quedaba aún entre las ruinas de Osgiliath.
»Yo estaba en la
compañía que defendió el puente, hasta que lo derrumbamos detrás de nosotros.
Sólo cuatro nos salvamos, nadando: mi hermano y yo, y otros dos. Pero
continuamos la lucha, defendiendo toda la costa occidental del Anduin, y
quienes buscan refugio detrás de nosotros nos alaban cada vez que alguien nos
nombra. Muchas alabanzas y poca ayuda. Sólo los caballeros de Rohan responderán
cuando llamemos.
»En esta hora nefasta
he recorrido muchas leguas peligrosas para llegar a Elrond; he viajado ciento
diez días, solo. Pero no busco aliados para la guerra. El poder de Elrond es el
de la sabiduría y no el de las armas, dicen. He venido a pedir consejo y a
descifrar palabras difíciles. Pues en la víspera del ataque repentino mi
hermano durmió agitado y tuvo un sueño, que después se le repitió otras noches
y que yo mismo soñé una vez.
»En ese sueño me
pareció que el cielo se oscurecía en el este y que se oía un trueno creciente,
pero en el oeste se demoraba una luz pálida y de esta luz salía una voz remota
y clara, gritando:
Busca
la espada quebrada
que
está en Imladris;
habrá
concilios más fuertes
que
los hechizos de Morgul.
Mostrarán
una señal
de
que el destino está cerca:
el
Daño de Isildur despertará,
y se presentará el mediano.[40]
»No comprendimos mucho
estas palabras y consultamos a nuestro padre, Denethor, señor de Minas Tirith,
versado en cuestiones de Gondor. Lo único que consintió en decirnos fue que
Imladris era desde tiempos remotos el nombre que daban los elfos a un lejano valle
del norte, donde vivía Elrond el medio elfo, el más grande maestro del saber. Entonces
mi hermano, entendiendo nuestra desesperada necesidad, decidió tener en cuenta
el sueño y buscar Imladris, pero el camino era peligroso e incierto y yo mismo
emprendí el viaje. Mi padre me dio permiso de mala gana y durante largo tiempo
anduve por caminos olvidados, buscando la casa de Elrond, de la que muchos
habían oído hablar, pero pocos sabían dónde estaba.
—Y aquí en casa de Elrond se te aclararán muchas cosas—dijo Aragorn poniéndose de pie. Echó la espada sobre la mesa, frente a Elrond, y la hoja estaba quebrada en dos—. Aquí está la espada quebrada.
—¿Y quién eres tú y
qué relación tienes con Minas Tirith?—preguntó Boromir, que miraba con asombro
las enjutas facciones del montaraz y el manto estropeado por la vida a la
intemperie.
—Es Aragorn hijo de
Arathorn—dijo Elrond—, y a través de muchas generaciones desciende de Isildur,
el hijo de Elendil de Minas Ithil. Es el jefe de los dúnedain del norte, de
quienes pocos quedan ya.
—¡Entonces te
pertenece a ti y no a mí!—exclamó Frodo azorado, poniéndose de pie, como si
esperara que le pidieran el Anillo en seguida.
—No pertenece a
ninguno de nosotros—dijo Aragorn—, pero ha sido ordenado que tú lo guardes un tiempo.
—¡Saca el Anillo,
Frodo!—dijo Gandalf con tono solemne—. El momento ha llegado. Muéstralo y
Boromir entenderá el resto del enigma.
Hubo un murmullo y
todos volvieron los ojos hacia Frodo, que sentía de pronto vergüenza y temor.
No tenía ninguna gana de sacar el Anillo y le repugnaba tocarlo. Deseó estar
muy lejos de allí. El Anillo resplandeció y centelleó mientras lo mostraba a
los otros alzando una mano temblorosa.
—¡Mirad el Daño de
Isildur!—dijo Elrond.
Los ojos de Boromir
relampaguearon mientras miraba el Anillo dorado. —¡El mediano!—murmuró—.
¿Entonces el destino de Minas Tirith ya está echado? ¿Pero por qué hemos de
buscar una espada quebrada?
—Las palabras no eran el
destino de Minas Tirith—dijo Aragorn—. Pero hay un destino y grandes acontecimientos
que ya están por revelarse. Pues la espada quebrada es la espada de Elendil,
que se le quebró debajo del cuerpo al caer. Cuando los otros bienes ya se
habían perdido, los herederos continuaron guardando la espada como un tesoro,
pues se dice desde hace tiempo entre nosotros que será templada de nuevo cuando
reaparezca el Anillo, el Daño de Isildur. Ahora que has visto la espada que
buscabas, ¿qué pedirás? ¿Deseas que la casa de Elendil retorne al país de
Gondor?
—No me enviaron a
pedir favores, sino a descifrar un enigma—respondió Boromir, orgulloso—. Sin
embargo, estamos en un aprieto y la espada de Elendil sería una ayuda superior
a todas nuestras esperanzas, si algo así pudiera volver de las sombras del
pasado. —Miró de nuevo a Aragorn y se le veía la duda en los ojos.
Frodo sintió que Bilbo
se movía al lado, impaciente. Era evidente que estaba molesto por Aragorn.
Incorporándose de pronto estalló:
No
siempre brilla el oro,
no
están perdidos todos los que vagan;
no
se amustia lo añejo vigoroso,
no
llega a la raíz honda la escarcha.
De
las cenizas despertará un fuego,
asomará
una luz entre las sombras;
la
espada rota forjarán de nuevo
y
volverá a ser rey el sin corona.[41]
»No muy bueno quizá—continuó
Bilbo—, pero apropiado, si necesitas algo más que la palabra de Elrond. Si para
oír valía la pena un viaje de ciento diez días, será mejor que escuches. —Se
sentó con un bufido.
»Lo compuse yo mismo—le
murmuró a Frodo—, para el dúnadan, hace ya mucho tiempo, cuando me dijo quién
era. Casi desearía que mis aventuras no hubieran terminado y así yo podría ir
con él cuando le llegue el día.
Aragorn le sonrió y se
volvió otra vez a Boromir. —Por mi parte perdono tus dudas—dijo—. Poco me
parezco a esas estatuas majestuosas de Elendil e Isildur tal como puedes verlas
en las salas de Denethor. Soy sólo el heredero de Isildur, no Isildur mismo. He
tenido una vida larga y difícil; y las leguas que nos separan de Gondor son una
parte pequeña en la cuenta de mis viajes. He cruzado muchas montañas y muchos
ríos y he recorrido muchas llanuras, hasta las lejanas de Rhûn y Harad donde
las estrellas son extrañas.
»Pero mi hogar está en
el norte, si es que tengo hogar. Pues aquí los herederos de Valandil han vivido
siempre en una línea continua de padres a hijos durante muchas generaciones.
Nuestros días se han ensombrecido y somos menos ahora, aunque la espada siempre
encontró un nuevo guardián. Y esto te diré, Boromir, antes de concluir. Somos
hombres solitarios, los montaraces del desierto, cazadores; pero las presas son
siempre los siervos del enemigo, pues se los encuentra en muchas partes y no
sólo en Mordor.
»Si Gondor, Boromir,
ha sido una firme fortaleza, nosotros hemos cumplido otra tarea Hay muchas cosas
malignas que vuestros fuertes muros y vuestras brillantes espadas no detienen.
Conocéis poco de las tierras que se extienden más allá de vuestras fronteras. ¿Paz
y libertad, dijiste? El norte no las hubiera conocido mucho sin nosotros. El
temor hubiese dominado pronto toda la región. Pero cuando unas criaturas
sombrías vienen de las lomas deshabitadas, o se arrastran en bosques que no
conocen el sol, huyen de nosotros. ¿Qué caminos se atreverían a transitar, qué
seguridad habría en las tierras tranquilas, o de noche en las casas de los hombres
sencillos si los dúnedain se quedasen dormidos, o hubiesen bajado todos a la
tumba?
»Y no obstante nos lo
agradecen menos aún que a vosotros. Los viajeros nos miran de costado y los
aldeanos nos ponen motes ridículos. Trancos soy para un hombre gordo que
vive a menos de una jornada de ciertos enemigos que le helarían el corazón, o
devastarían la aldea, si no montáramos guardia día y noche. Sin embargo no
podría ser de otro modo. Si las gentes simples están libres de preocupaciones y
temor, simples serán y nosotros mantendremos el secreto para que así sea. Esta
ha sido la tarea de mi pueblo, mientras los años se alargaban y el pasto
crecía.
»Pero ahora el mundo
está cambiando otra vez. Llega una nueva hora. El Daño de Isildur ha sido
encontrado. La batalla es inminente. La espada será forjada de nuevo. Iré a
Minas Tirith.
—El Daño de Isildur ha
sido encontrado, dices—replicó Boromir—. He visto un anillo brillante en la
mano del mediano, pero Isildur pereció antes que comenzara esta edad del mundo,
dicen. ¿Cómo saben los sabios que este anillo es el mismo? ¿Y cómo ha sido
transmitido a lo largo de los años, hasta el momento en que es traído aquí por
tan extraño mensajero?
—Eso se explicará—dijo
Elrond.
—Pero no ahora, ¡te lo
suplico, señor!—dijo Bilbo—. El sol ya sube al mediodía y necesito algo que me
fortalezca.
—No te había nombrado—dijo
Elrond sonriendo—. Pero lo hago ahora. ¡Acércate! Cuéntanos tu historia. Y si
todavía no la has puesto en verso, puedes contarla en palabras sencillas.
Cuanto más breve seas, más pronto tendrás tu refrigerio.
—Muy bien—dijo Bilbo—,
seré breve, si tú me lo pides. Pero contaré ahora la verdadera historia y si a
alguien se la he contado de otro modo—miró de soslayo a Glóin—, le ruego que la
olvide y me perdone. Sólo deseaba probar que el tesoro era de veras mío en
aquellos días y librarme del nombre de ladrón que se me había puesto. Pero
quizás yo entienda las cosas un poco mejor ahora. De cualquier modo, esto es lo
que ocurrió.
Para algunos de los
que estaban allí la historia de Bilbo era completamente nueva y escucharon
asombrados mientras el viejo hobbit, no de mala gana, volvía a relatar su
aventura con Gollum, de cabo a rabo. No omitió ninguno de los enigmas. Hubiera
hablado también de la fiesta y de cómo había dejado La Comarca, si se lo
hubieran permitido; pero Elrond alzó la mano.
—Bien dicho, amigo mío—dijo—,
pero ya es suficiente. Basta para saber que el Anillo ha pasado a Frodo tu
heredero. ¡Que él nos hable ahora!
Menos complacido que
Bilbo, Frodo contó todo lo que concernía al Anillo desde el día en que había
pasado a él. Hubo muchas preguntas y discusiones acerca de cada uno de los
pasos del viaje, desde Hobbiton hasta el vado del Bruinen y todo lo que él
podía recordar de los jinetes negros fue examinado con atención. Al fin Frodo
se sentó de nuevo.
—No estuvo mal—le dijo
Bilbo—. Hubieras contado una buena historia, si no te hubiesen interrumpido de
ese modo. Traté de sacar algunas notas, pero tendremos que revisarlas juntos
algún día, si me decido a transcribirlas. ¡Hay materia para capítulos enteros
en lo que te pasó antes de llegar!
—Sí, es una historia
muy larga—respondió Frodo—. Pero a mí no me parece todavía completa. Hay partes
que aún no conozco, sobre todo las que se refieren a Gandalf.
Galdor de los Puertos,
que estaba sentado no muy lejos, alcanzó a oírlo. —Hablas también por mí—exclamó
y volviéndose a Elrond le dijo—: Los sabios pueden tener buenas razones para
creer que el trofeo del mediano es en verdad el Gran Anillo largamente
discutido, aunque pueda parecer inverosímil a aquellos que saben menos. ¿Pero
no oiremos las pruebas? Y haré otra pregunta. ¿Qué hay de Saruman? Es muy
versado en la ciencia de los Anillos y sin embargo no se encuentra entre
nosotros. ¿Qué nos aconseja, si está enterado de lo que hemos oído?
—Las preguntas que
haces, Galdor—dijo Elrond—, están ligadas entre sí. No las he pasado por alto y
serán todas contestadas. Pero estas cosas tendrá que aclararlas Gandalf mismo,
y lo llamo ahora en último lugar, pues es el lugar de honor y en todos estos
asuntos ha sido siempre la autoridad.
—Algunos, Galdor—dijo
Gandalf—, pensarían que las noticias de Glóin y la persecución de Frodo bastan
para probar que el trofeo del mediano es de mucha importancia para el enemigo.
Sin embargo, es un anillo. ¿Entonces? Los nazgûl guardan los Nueve. Los Siete
han sido tomados o destruidos. —Al oír esto Glóin se sobresaltó, pero no dijo
una palabra. —De los Tres, ya sabemos que se hizo. ¿Qué es entonces este otro
anillo que él tanto desea?
»Hay en verdad un
amplio espacio de tiempo entre el río y la montaña, entre la pérdida y el
hallazgo. Pero la laguna que había en la ciencia de los sabios ha sido llenada
al fin. Aunque con demasiada lentitud. Pues el enemigo ha estado siempre cerca,
más cerca de lo que yo temía. Y quiso la buena ventura que hasta este año, este
último verano, parece, no averiguara toda la verdad.
»Algunos aquí
recordarán que hace muchos años me atreví a cruzar las puertas del Nigromante
en Dol Guldur; examiné secretamente sus costumbres y descubrí que nuestros
temores tenían fundamento; el Nigromante no era otro que Sauron, nuestro
antiguo enemigo, que de nuevo tomaba forma y poder. Algunos recordarán también
que Saruman nos disuadió de que emprendiéramos acciones contra él y por mucho
tiempo nos contentamos con vigilarlo. Al fin, mientras la sombra crecía,
Saruman fue cediendo y el Concilio se esforzó realmente y consiguió que el mal
dejara el bosque Negro... y esto ocurrió el mismo año en que se descubrió el
Anillo. Rara casualidad, si fue casualidad.
»Pero ya era demasiado
tarde, como Elrond había previsto. Sauron también había estado observándonos, y
se había preparado para resistir nuestro ataque, gobernando Mordor desde lejos
por medio de Minas Morgul, donde vivían los nueve sirvientes, hasta que todo
estuviese dispuesto. Luego cedió terreno ante nosotros, pero era una huida
fingida y poco después llegó a la Torre Oscura y allí se manifestó
abiertamente. Entonces el Concilio se reunió de nuevo, pues ahora sabíamos que
estaba buscando el Único, aún con mayor avidez. Temimos entonces que supiera
algo del Anillo que nosotros ignorábamos. Pero Saruman dijo no,
repitiendo lo que ya nos había dicho antes: que el Único nunca aparecería de
nuevo en la Tierra Media.
»"En el peor
de los casos", nos dijo, "el enemigo sabe que nosotros no lo
tenemos y que está todavía perdido. Pero lo que está perdido puede encontrarse,
piensa. ¡No temáis! Esta esperanza se volverá contra él. ¿No he estudiado
seriamente estas cuestiones? Cayó en las aguas del Anduin el Grande y hace
tiempo, mientras Sauron dormía, fue río abajo hacia el mar. Que se quede allí
hasta el Fin".
Gandalf calló, mirando
en el este, por encima del pórtico, los picos lejanos de las montañas Nubladas,
en cuyas grandes raíces el peligro del mundo había estado oculto tanto tiempo.
Suspiró.
—Me equivoqué entonces—dijo—.
Me dejé acunar por las palabras de Saruman el Sabio, pero yo tenía que haber
averiguado antes, y el peligro sería menor.
—Todos nos equivocamos—dijo
Elrond—y si no hubiese sido por tu vigilancia quizá las tinieblas ya habrían
caído sobre nosotros. ¡Pero continúa!
—Desde el principio
tuve malos presentimientos, a pesar de las supuestas evidencias—dijo Gandalf—y
quise saber cómo había llegado esta cosa a Gollum y cuánto tiempo la había
tenido consigo. Monté pues una guardia pensando que no tardaría en salir de las
tinieblas en busca de su tesoro. Salió, pero consiguió escapar y no pudimos
encontrarlo. Después, ay, descuidé el asunto y me contenté con observar y
esperar como hemos hecho demasiado a menudo.
»Pasó el tiempo y
trajo muchas preocupaciones y al fin mis dudas despertaron y se encontraron
convertidas en miedo. ¿De dónde venía el anillo del hobbit? Y si mi miedo
estaba justificado, ¿qué haríamos entonces? Había que decidirse. Pero no le
hablé de mis temores a nadie, sabiendo qué peligroso podía ser un susurro
intempestivo, si llegaba a oídos equivocados. En el curso de las largas guerras
con la Torre Oscura la traición ha sido nuestro mayor enemigo.
»Eso fue hace
diecisiete años. Muy pronto advertí que espías de toda clase, aún bestias y
pájaros, se habían reunido alrededor de La Comarca, y mis temores crecieron.
Pedí ayuda a los dúnedain, que doblaron la guardia, y abrí mi corazón a
Aragorn, el heredero de Isildur.
—Y yo—dijo Aragorn—aconsejé
que diéramos caza a Gollum, aunque fuera demasiado tarde. Y como parecía justo
que el heredero de Isildur reparara la falta de Isildur, acompañé a Gandalf en
la larga y desesperanzado persecución.
Luego Gandalf contó
cómo habían explorado de extremo a extremo las Tierras Ásperas, hasta las
mismas montañas de Sombra y las defensas de Mordor. —Allí nos llegaron rumores
de Gollum y supusimos que vivía en las lomas oscuras desde hacía tiempo, pero
nunca lo encontramos y al fin me desesperé. Y esa misma desesperación me llevó
a pensar en una prueba que podía hacer innecesario ir en busca de Gollum. El
anillo mismo podía decir si era el Único. Recordé unas palabras que había oído
en el Concilio, palabras de Saruman a las que no había prestado mucha atención
en aquel entonces. Las oía ahora claramente en mi corazón.
»"Los Nueve,
los Siete, y los Tres", nos dijo, "tienen todos una gema
propia. No el Único. Es redondo y sin adornos, como si fuese de menor
importancia, pero el hacedor del Anillo le grabó unas marcas que quizá las
gentes versadas aún podrían ver y leer".
»No nos dijo qué eran
esas marcas. ¿Quién podía saberlo? El hacedor. ¿Y Saruman? Por mayor que fuera su
ciencia, debía de haber una fuente. ¿En qué mano, exceptuando a Sauron, había
estado esta cosa, antes que se perdiera? Sólo en la mano de Isildur.
»Junto con este
pensamiento, abandoné la caza y pasé rápidamente a Gondor. En otras épocas los
miembros de mi orden eran bien recibidos allí, pero sobre todo Saruman, que fue
durante mucho tiempo huésped de los señores de la ciudad. El señor Denethor me
recibió más fríamente que en aquella época y me permitió de mala gana que
buscara en el montón de pergaminos y libros.
»"Si en verdad
sólo buscas, como dices, registros de días antiguos y de los comienzos de la
ciudad, ¡lee!", me dijo. "Para mí, lo que fue es menos oscuro
que lo que viene y esa es mi preocupación. Pero a no ser que tu ciencia supere
a la de Saruman, que estudió aquí mucho tiempo, no encontrarás nada que no me
sea conocido, pues soy maestro del saber en esta ciudad."
»Así dijo Denethor. Y
sin embargo hay allí en sus archivos muchos documentos que ya pocos son capaces
de leer, ni siquiera los maestros, pues la escritura y la lengua se han vuelto
oscuras para los hombres más recientes. Y a ti te digo, Boromir: hay aún en
Minas Tirith un pergamino de la mano misma de Isildur que me imagino que nadie
ha leído desde la caída de los reyes, excepto Saruman y yo. Pues Isildur no se
retiró directamente de la guerra en Mordor, como han dicho algunos.
—Algunos en el norte,
quizás—interrumpió Boromir—. Todos saben en Gondor que primero fue a Minas Anor
y allí habitó un tiempo con su sobrino Meneldil, instruyéndolo, antes de
encomendarle el reinado del sur. En ese tiempo plantó allí el último retoño del
árbol blanco, en memoria de su hermano.
—Pero en ese tiempo
escribió también este pergamino—dijo Gandalf—y eso no se recuerda en Gondor,
parece. Pues el pergamino se refiere al Anillo y ahí ha escrito Isildur:
El Gran Anillo pasará a ser ahora una herencia del reino el norte;
pero los documentos sobre él serán dejados en Gondor, donde también viven los
herederos de Elendil, para el tiempo en que el recuerdo de estos importantes
asuntos pudiera debilitarse.
»Luego de estas
palabras Isildur describe el Anillo, tal como lo encontró:
Estaba caliente cuando lo tomé, caliente como una brasa y me quemé
la mano, tanto que dudo que pueda librarme alguna vez de ese dolor. Sin embargo
se ha enfriado mientras escribo y parece que se encogiera, aunque sin perder
belleza ni forma. Ya la inscripción que lleva el Anillo, que al principio era
clara como una llama, se ha borrado y ahora apenas puede leerse. Los caracteres
son élficos, de Eregion, pues no hay letras en Mordor para un trabajo tan
delicado, pero el lenguaje me es desconocido. Pienso que se trata de una lengua
del País Tenebroso, pues es grosera y bárbara. Ignoro qué mal anuncia, pero la
he copiado aquí, para que no caiga en el olvido. El Anillo perdió, quizás, el
calor de la mano de Sauron, que era negra y sin embargo ardía como el fuego, y
así Gil-galad fue destruido; quizás si el oro se calentara de nuevo, la
escritura reaparecería. Pero por mi parte no me arriesgaré a dañarlo: de todas
las obras de Sauron, la única hermosa. Me es muy preciado, aunque lo he
obtenido con mucho dolor.
»Leí estas palabras y
supe que mi pesquisa había terminado. Pues como Isildur había supuesto, la
inscripción había sido grabada en la lengua de Mordor y los sirvientes de la
torre y lo que ahí se decía, era ya conocido. Pues el día en que Sauron se puso
el Único por primera vez, Celebrimbor, hacedor de los Tres, estaba mirándolo y
oyó desde lejos cómo pronunciaba estas palabras y así se conocieron los
malvados propósitos de Sauron.
»Me despedí en seguida
de Denethor, pero iba aún hacia el norte cuando me llegaron mensajes de Lórien:
que Aragorn había estado allí y que había encontrado a la criatura llamada
Gollum. Lo primero que hice fue ir a buscarlo y escuchar su historia. No me
atrevía a imaginar los peligros mortales a que habría estado expuesto.
—No hay por qué recordarlos—dijo
Aragorn—. Si un hombre tiene que pasar delante de la Puerta Negra, o pisar las
flores mortales del valle de Morgul, conocerá el peligro. Yo también desesperé
al fin y emprendí el camino de vuelta. Y he ahí que la fortuna me ayudó
entonces y tropecé con lo que buscaba: las huellas de unos pies blandos a
orillas de un estanque cenagoso. Las huellas eran frescas, de pasos rápidos, y
no iban hacia Mordor: se alejaban. Las seguí por las orillas de las ciénagas
Muertas y al fin lo alcancé. En acecho junto a una laguna, mirando las aguas
estancadas mientras caía la noche, así atrapé a Gollum. Un barro verde le
cubría el cuerpo. Nunca nos entenderemos, parece, pues me mordió y yo no me
mostré amable. No obtuve nada de su boca, excepto la marca de unos dientes.
Creo que esa fue la peor parte del viaje, el camino de vuelta, vigilándolo día
y noche, obligándolo a caminar delante de mí con una cuerda al cuello,
amordazado, llevándolo siempre hacia el bosque Negro, hasta que la falta de
agua y comida lo ablandaron un poco. Al fin llegamos allí y lo entregué a los elfos,
como habíamos convenido, y me alegró librarme de él, pues hedía. Por mi parte
espero no verlo más. Pero Gandalf llegó y tuvo con él una larga conversación.
—Sí, larga y fatigosa—dijo
Gandalf—pero no sin provecho. Ante todo, lo que me dijo de la pérdida del
Anillo concuerda con lo que Bilbo nos ha contado por vez primera abiertamente. Aunque
esto no importa mucho, pues yo había adivinado la verdad. Pero me enteré
entonces de que el Anillo de Gollum procedía del río Grande, cerca de los
Campos Gladios. Y me enteré también de que lo tenía desde hacía tanto tiempo
que habían pasado ya varias generaciones de la pequeña especie de Gollum. El
poder del Anillo le había alargado la vida más allá de lo normal y sólo los
Grandes Anillos tienen ese poder.
»Y si esto no es
prueba suficiente, Galdor, hay otra de la que ya he hablado. En este mismo
Anillo que habéis visto ante vosotros, redondo y sin adornos, las letras a las
que se refiere Isildur pueden todavía leerse, si uno se atreve a poner un rato
al fuego esta cosa de oro. Así lo hice y esto he leído:
Ash
nazg durbatulûk, ash nazg gimbatul, ash nazg
thrakatuûúk
agh burzum-ishi krimpatul.
Hubo un cambio
asombroso en la voz del mago, de pronto amenazadora, poderosa, dura como
piedra. Pareció que una sombra pasaba sobre el sol del mediodía y el pórtico se
oscureció un momento. Todos se estremecieron y los elfos se taparon los oídos.
—Nunca jamás se ha
atrevido voz alguna a pronunciar palabras en esa lengua aquí en Imladris,
Gandalf el Gris—dijo Elrond mientras la sombra pasaba y todos respiraban otra
vez.
—Y esperemos que nadie
las repita aquí de nuevo—respondió Gandalf—. Sin embargo, no pediré disculpas,
Elrond. Pues si no queremos que esa lengua se oiga en todos los rincones del oeste,
no dudemos de que este Anillo es lo que dijeron los sabios: el tesoro del
enemigo, cargado de maldad; y en él reside gran parte de esa fuerza que nos
amenaza desde hace tiempo. De los Años Oscuros vienen las palabras que los
herreros de Eregion oyeron una vez, cuando supieron que habían sido
traicionados.
Un
Anillo para gobernarlos. Un Anillo para encontrarlos,
un
Anillo para atraerlos y en las tinieblas atarlos.[42]
»Sabed también, mis
amigos, que aprendí todavía más de Gollum. Se resistía a hablar y su relato no
era claro, pero no hay ninguna duda de que estuvo en Mordor y que allí le
sacaron todo lo que sabía. De modo que el enemigo sabe que el Único fue
encontrado y que desde hace tiempo está en La Comarca, y como sus sirvientes lo
han perseguido casi hasta estas puertas, pronto sabrá, quizás ya sabe, ahora
mismo, que lo tenemos aquí.
Todos callaron un
rato, hasta que al fin Boromir habló. —Una criatura pequeña es este Gollum,
dijiste, pequeña, pero muy dañina. ¿Qué se hizo de él? ¿Qué destino le
reservaste?
—Lo tenemos
encarcelado, pero nada más—dijo Aragorn—. Ha sufrido mucho. No hay duda de que
fue atormentado y el miedo a Sauron es un peso que le oscurece el corazón. Sin
embargo, soy el primero en alegrarse de que esté al cuidado de los elfos del bosque
Negro. La malicia de Gollum es grande y le da una fuerza difícil de creer en
alguien tan flaco y macilento. Podría hacer aún muchas maldades, si estuviese
libre. Y no dudo de que le permitieron salir de Mordor con alguna misión
funesta.
—¡Ay! ¡Ay!—gritó
Legolas y el hermoso rostro élfico mostraba una gran inquietud—. Las noticias
que me ordenaron traer tienen que ser dichas ahora. No son buenas, pero sólo
aquí he llegado a entender qué malas pueden ser para vosotros. Sméagol, ahora
llamado Gollum, ha escapado.
—¿Escapado?—gritó
Aragorn—. Malas noticias en verdad. Todos lo lamentaremos amargamente, me temo.
¿Cómo es posible que la gente de Thranduil haya fracasado de este modo?
—No por falta de
vigilancia—dijo Legolas—, pero quizá por exceso de bondad. Y tememos que el
prisionero haya recibido ayuda de otros y que estén enterados de nuestros
movimientos más de lo que desearíamos. Vigilamos a esta criatura día y noche,
como pidió Gandalf, aunque la tarea era de veras fatigosa. Pero según Gandalf
había alguna posibilidad de que Gollum llegara a curarse y no nos pareció bien
tenerlo encerrado todo el tiempo en un calabozo subterráneo, donde recaería en
los pensamientos negros de siempre.
—Fuisteis menos
tiernos conmigo—dijo Glóin con un relámpago en los ojos recordando días
lejanos, cuando lo habían tenido encerrado en los sótanos del rey elfo.
—Un momento—dijo
Gandalf—. Te ruego que no interrumpas, mi buen Glóin. Aquello fue un lamentable
malentendido, ya aclarado hace tiempo. Si hemos de
discutir aquí todos
los pleitos entre elfos y enanos, será mejor que suspendamos el Concilio.
Glóin se puso de pie e hizo una reverencia y
Legolas continuó: —En los días de buen tiempo llevábamos a Gollum a los bosques
y había allí un árbol alto muy separado de los otros al que le gustaba subir. A
menudo le permitíamos que trepara a las ramas más elevadas, donde el viento
soplaba libremente, pero montábamos guardia al pie. Un día se negó a bajar y
los guardias no tuvieron ganas de ir a buscarlo. Gollum había aprendido a
sostenerse con los pies tanto como con las manos y los guardias se quedaron
junto al árbol hasta muy entrada la noche.
»Esa misma noche de
verano, a la sazón sin luna ni estrellas, los orcos cayeron de pronto sobre
nosotros. Los rechazamos al cabo de un tiempo; eran muchos y feroces, pero
venían de las montañas y no estaban acostumbrados a los bosques. Cuando la
lucha terminó, descubrimos que Gollum había desaparecido y que habían matado o
apresado a los guardias. Nos pareció evidente entonces que el propósito del
ataque había sido liberar a Gollum y que él lo sabía de antemano. Cómo habrán
urdido todo esto, no pudimos entenderlo, pero Gollum es astuto y los espías del
enemigo muy numerosos. Las criaturas tenebrosas que fueron ahuyentadas el año
de la caída del dragón, han vuelto en mayor número y el bosque Negro es de
nuevo un sitio nefasto, fuera de los límites del reino.
»No hemos podido recapturar a Gollum. Le seguimos las huellas, entre las de muchos orcos, y vimos que se internaban profundamente en el bosque, hacia el sur. Pero poco después las perdimos y no nos atrevimos a continuar la caza, pues ya estábamos muy cerca de Dol Guldur, que es todavía un sitio maléfico y que evitamos siempre.
—Bueno, bueno, se ha
ido—dijo Gandalf—. No tenemos tiempo de buscarlo otra vez. Que haga lo que
quiera. Pero todavía puede desempeñar un papel que ni él ni Sauron han
previsto.
»Y ahora responderé a
otras preguntas de Galdor. ¿Qué se hizo de Saruman? ¿Qué nos aconseja en esta
contingencia? Esta historia tendré que contarla entera, pues sólo Elrond la ha
oído y muy resumida, pero afectará todo lo que debemos decidir. Es el último
capítulo de la historia del Anillo, hasta ahora.
—A fines de junio yo
estaba en La Comarca, pero una nube de ansiedad me ensombrecía la mente y fui
cabalgando hasta las fronteras del sur; tenía el presentimiento de un peligro,
todavía oculto, pero cada vez más cercano. Allí me llegaron noticias de guerra
y derrota en Gondor y cuando me hablaron de la Sombra Negra, se me heló el
corazón. Pero no encontré nada excepto unos pocos fugitivos del sur; sin embargo,
me pareció que había en ellos un miedo del que no querían hablar. Me volví
entonces al este y al norte y fui a lo largo del Camino Verde y no lejos de
Bree tropecé con un viajero que estaba sentado en el terraplén a orillas del
camino, mientras el caballo pacía allí cerca. Era Radagast el Pardo, que en un
tiempo vivió en Rhosgobel, cerca del bosque Negro. Pertenece a mi orden, pero
no lo veía desde hacía muchos años.
»"¡Gandalf!",
exclamó. "Estaba buscándote. Pero soy un extraño en estos sitios. Todo
lo que sabía es que podías estar en una región salvaje que lleva el raro nombre
de Comarca."
»"Tu
información era correcta", dije. "Pero no hables así si te
encuentras con algún lugareño. En este momento estás muy cerca de los lindes de
La Comarca. ¿Y qué quieres de mí? Tiene que ser algo urgente. Nunca fuiste
aficionado a los viajes, si no son muy necesarios."
»"Tengo una
misión urgente", me dijo. "Las noticias son malas."
Miró alrededor, como si los setos pudieran oír. "Nazgûl",
murmuró. "Los nueve han salido otra vez. Han cruzado el río en secreto
y van hacia el oeste. Han tomado el aspecto de jinetes vestidos de oscuro."
»Supe entonces qué era
lo que yo había estado temiendo.
»"El enemigo
ha de tener alguna gran necesidad o propósito", dijo Radagast, "pero
no alcanzo a imaginar qué lo trae a estas regiones distantes y desoladas".
»"¿Qué quieres
decir?", pregunté.
»"Me han dicho
que adónde van, los jinetes piden noticias de una tierra llamada Comarca."
»"La Comarca",
dije y sentí que se me encogía el corazón. Pues aún los sabios temen
enfrentarse a los nueve, cuando andan juntos y al mando de ese jefe feroz, que
antes fue gran rey y mago y que ahora alimenta un miedo mortal. "¿Quién
te lo ha dicho y quién te envió?”, pregunté.
»"Saruman el
Blanco", respondió Radagast. "Y me mandó a decirte que si te
parece necesario, él te ayudará, pero tendrías que pedírselo en seguida, o será
demasiado tarde."
»Y este mensaje me dio
esperanzas. Pues Saruman el Blanco es el más grande de mi orden. Radagast es,
por supuesto, un mago de valor, maestro de formas y tonalidades y sabe mucho de
hierbas y bestias y tiene especial amistad con los pájaros. Pero Saruman
estudió hace tiempo las artes mismas del enemigo y gracias a esto a menudo
hemos sido capaces de adelantarnos a él. Fueron las estratagemas de Saruman lo
que nos ayudó a echarlo de Dol Guldur. Era posible que hubiese encontrado
alguna arma que haría retroceder a los nueve.
»"Iré a ver a
Saruman", dije.
»"Entonces
tienes que ir ahora", dijo Radagast, "pues perdí mucho tiempo
buscándote y los días empiezan a faltar. Me dijeron que te encontrara antes del
solsticio de verano y ya estamos ahí. Aunque partieras ahora, es difícil que
llegues a él antes que los nueve descubran esa tierra que andan buscando. Por
mi parte me vuelvo en seguida", y diciendo esto montó y se dispuso a
partir.
»"¡Un momento!",
dije. "Necesitaremos tu ayuda y la de todas las criaturas que estén de
nuestro lado. Mándales mensajes a todas las bestias y pájaros que son tus
amigos. Diles que transmitan a Saruman y a Gandalf todo lo que sepan sobre este
asunto. Que los mensajes sean enviados a Orthanc."
»"Así lo haré",
dijo Radagast, y se alejó al galope como si lo persiguieran los nueve.
—No pude seguirlo en
ese momento. Yo había viajado mucho ese día y me sentía tan cansado como el
caballo y tenía que pensar algunas cosas. Pasé la noche en Bree y decidí que no
tenía tiempo de regresar a La Comarca. ¡Nunca cometí mayor error!
»No obstante, le
escribí una nota a Frodo y le pedí a mi amigo el posadero que se la enviase. Me
alejé a caballo al amanecer y al cabo de una larga marcha llegué a la morada de
Saruman. Esta se encuentra lejos en el sur, en Isengard, donde terminan las montañas
Nubladas, no lejos del Paso de Rohan. Y Boromir os dirá que se trata de un gran
valle abierto entre las montañas Nubladas y las estribaciones septentrionales
de Ered Nimrais, las montañas Blancas de su país. Pero Isengard es un círculo
de rocas desnudas que rodea un valle, como un muro, y en medio de ese valle hay
una torre de piedra llamada Orthanc. No fue edificada por Saruman, sino por los
hombres de Númenor, en otra época; y es muy elevada y tiene muchos secretos;
sin embargo no parece ser obra de verdaderos artesanos. Para llegar a ella hay
que atravesar necesariamente el círculo de Isengard y en ese círculo hay sólo
una puerta.
»Tarde, una noche
llegué a esa puerta, como un arco amplio en la pared de roca y muy custodiada.
Pero los guardias de la puerta ya habían sido prevenidos y me dijeron que
Saruman estaba esperándome. Pasé bajo el arco y la puerta se cerró en silencio
a mis espaldas y de pronto tuve miedo, aunque no supe por qué.
»Seguí a caballo hasta
la torre y tomé la escalera que llevaba a Saruman y allí él salió a mi
encuentro y me condujo a una cámara alta. Llevaba puesto un anillo en el dedo.
»"Así que has
venido, Gandalf", me dijo gravemente; pero parecía tener una luz
blanca en los ojos, como si ocultara una risa fría en el corazón.
»"Sí, he
venido", dije. "He venido a pedir ayuda, Saruman el Blanco",
y me pareció que este título lo irritaba.
»"¡Qué me
dices, Gandalf el Gris!", se burló. "¿Ayuda? Pocas veces se ha
oído que Gandalf el Gris pidiera ayuda, alguien tan astuto y tan sabio, que va
de un lado a otro por las tierras, metiéndose en todos los asuntos, le
conciernan o no."
»Lo miré asombrado.
»"Pero si no
me engaño", dije, "hay cosas ahora que requieren la unión de
todas nuestras fuerzas".
»"Es posible",
me dijo, "pero este pensamiento se te ha ocurrido tarde. ¿Durante
cuánto tiempo, me pregunto, estuviste ocultándome, a mí, cabeza del Concilio,
un asunto de la mayor gravedad? ¿Qué te trae de tu escondite en La Comarca?".
»"Los nueve
han salido otra vez", respondí. "Han cruzado el río. Así me
dijo Radagast."
»"¡Radagast el
Pardo!", rio Saruman y no ocultó su desprecio. "¡Radagast, el
domesticador de pajaritos! ¡Radagast el Simple! ¡Radagast el Tonto! Sin
embargo, la inteligencia le alcanzó para interpretar el papel que yo le asigné.
Pues has venido y ese era todo el propósito de mi mensaje. Y aquí te quedarás,
Gandalf el Gris, y descansarás de tus viajes. ¡Pues yo soy Saruman el Sabio,
Saruman el Hacedor de Anillos, Saruman el Multicolor!"
»Lo miré entonces y vi
que sus ropas, que habían parecido blancas, no lo eran, pues estaban tejidas
con todos los colores, y cuando él se movía las ropas refulgían, como irisadas,
confundiendo la vista.
»"Me gusta el
blanco", le dije.
»"¡El blanco!",
se mofó. "Está bien para el principio. La ropa blanca puede teñirse. La
página blanca puedes cubrirla de letras. La luz blanca puede quebrarse."
»"Y entonces
ya no es blanca", dije. "Y aquel que quiebra algo para
averiguar qué es, ha abandonado el camino de la sabiduría."
»"No necesitas
hablarme como a uno de esos simplones que tienes por amigos", dijo.
"No te he hecho venir para que me instruyas, sino para darte una
posibilidad."
»Se puso de pie y
comenzó a declamar como si estuviera diciendo un discurso ensayado muchas
veces.
»"Los Días
Antiguos han terminado. Los Días Medios ya están pasando. Los Días Jóvenes
comienzan ahora. El tiempo de los elfos ha quedado atrás, pero el nuestro está
ya muy cerca: el mundo de los hombres, que hemos de gobernar. Pero antes
necesitamos poder, para ordenarlo todo como a nosotros nos parezca y alcanzar
ese bien que sólo los sabios entienden."
»Saruman se acercó y
me habló en voz más baja.
»"¡Y escucha,
Gandalf mi viejo amigo y asistente! Digo nosotros, y podrá ser nosotros, si te
unes a mí. Un nuevo Poder está apareciendo. Ya no podemos poner nuestras
esperanzas en los elfos o el moribundo Númenor. Contra ese poder no nos
servirán los aliados y métodos de antes. Hay una sola posibilidad para ti, para
nosotros. Tenemos que unirnos a ese Poder. Es el camino de la prudencia,
Gandalf. Hay esperanzas de ese modo. La victoria del Poder está próxima y habrá
grandes recompensas para quienes lo ayuden. A medida que el Poder crezca,
también crecerán los amigos probados, y los sabios como tú y yo podríamos con
paciencia llegar al fin a dominarlo, a gobernarlo. Podemos tomarnos tiempo,
podemos esconder nuestros designios, deplorando los males que se cometan al
pasar, pero aprobando las metas elevadas y últimas: Conocimiento, Dominio,
Orden, todo lo que hasta ahora hemos tratado en vano de alcanzar, entorpecidos
más que ayudados por nuestros perezosos o débiles amigos. No tiene por qué
haber, no habrá ningún cambio real en nuestros designios, sólo en nuestros
medios."
»"Saruman",
dije, "he oído antes discursos parecidos, pero sólo en boca de los
emisarios que Mordor envía para engañar a los ignorantes. No puedo pensar que
me hayas hecho venir de tan lejos sólo para fatigarme los oídos".
»Saruman me miró de
soslayo, e hizo una pausa, reflexionando.
»"Bueno, ya
veo que este sabio camino no te parece recomendable", dijo. "¿No
todavía? ¿No si pudiésemos arbitrar otros medios mejores?"
»Se acercó y me puso
una larga mano sobre el brazo.
»"¿Y por qué
no, Gandalf?", murmuró. "¿Por qué no? ¿El Anillo Soberano? Si
pudiéramos tenerlo, el Poder pasaría a nosotros. Por eso en verdad te hice
venir. Pues tengo muchos ojos a mi servicio y creo que sabes dónde está ahora
ese precioso objeto, ¿no es así? ¿Por qué si no, preguntan los nueve por La
Comarca, y qué haces tú en ese sitio?"
»Y mientras esto decía
una codicia que no pudo ocultar le brilló de pronto en los ojos.
»"Saruman",
le dije, apartándome de él, "sólo una mano por vez puede llevar el Único,
como tú sabes, ¡de modo que no te molestes en decir nosotros! Pero no te lo
daré, no, ni siquiera te daré noticias sobre él, ahora que sé lo que piensas.
Eras jefe del Concilio, pero al fin te sacaste la máscara. Bueno, las
posibilidades son, parece, someterme a Sauron, o a ti. No me interesa ninguna
de las dos. ¿No tienes otra cosa que ofrecerme?"
"Sí",
dijo, en un tono frío y amenazante. "No esperé que mostraras mucha
sabiduría, ni aún para tu propio beneficio, pero te di la posibilidad de que me
ayudaras por tu propia voluntad, evitándote así dificultades y sinsabores. La
tercera solución es que te quedes aquí, hasta el fin".
»"¿Hasta el
fin?"
»"Hasta que me
reveles dónde está el Único. Puedo encontrar medios de persuadirte. O hasta que
se lo encuentre, a pesar de ti, y el Soberano tenga tiempo para asuntos de
importancia menor: pensar por ejemplo cómo retribuir adecuadamente a Gandalf el
Gris por tantos estorbos e insolencias."
»"Quizá no sea
ese un asunto de importancia menor", dije, pero Saruman se rio de mí,
pues mis palabras no tenían ningún sentido, y él lo sabía.
—Me tomaron y me
encerraron solo en lo más alto de Orthanc, en el sitio donde Saruman
acostumbraba mirar las estrellas. No hay otro modo de descender que por una
estrecha escalera de muchos miles de escalones y parece que el valle estuviera
muy lejos allá abajo. Lo miré y vi que la hierba y la hermosura de otro tiempo
habían desaparecido y que ahora había allí pozos y fraguas. Lobos y orcos
habitaban en Isengard, pues Saruman estaba alistando una gran fuerza y rivalizando
con Sauron, aún no a su servicio. Sobre todas aquellas fraguas flotaba un humo
oscuro que se apretaba contra los flancos de Orthanc. Yo estaba solo en una
isla rodeada de nubes; no tenía ninguna posibilidad de escapar y mis días eran
de amargura. Me sentía traspasado de frío y tenía poco espacio para moverme y
me pasaba las horas cavilando sobre la llegada de los jinetes al norte.
»De que los nueve
estaban otra vez activos, no me cabía ninguna duda, aun no teniendo en cuenta
las palabras de Saruman, que quizás eran mentiras. Mucho antes de entrar en
Isengard me habían llegado noticias en el camino que no podían inducir a error.
El destino de mis amigos de La Comarca me preocupaba de veras, pero todavía
abrigaba alguna esperanza. Y esperaba que Frodo se hubiese puesto en seguida en
camino, como le había recomendado en mi carta, y que hubiera llegado a Rivendel
antes que comenzara la mortal persecución. Tanto mi temor como mi esperanza
resultaron infundados. Pues la raíz de mi esperanza era un hombre gordo en Bree
y la raíz de mi temor la astucia de Sauron. Pero los hombres gordos que venden
cerveza tienen muchas llamadas que atender y el miedo le atribuye a Sauron un
poder que todavía le falta. Pero en el círculo de Isengard, prisionero y solo,
no era fácil pensar que los cazadores ante quienes todos habían huido, o caído,
fracasarían en la lejana Comarca.
—¡Yo te vi!—gritó
Frodo—. Caminabas retrocediendo y avanzando. La luna te brillaba en los
cabellos.
Gandalf se detuvo
asombrado y lo miró. —Fue sólo un sueño—dijo Frodo—, pero lo recordé de pronto.
Lo había olvidado. Ocurrió hace algún tiempo; después de haber dejado La
Comarca, me parece.
—Entonces te llegó
tarde—dijo Gandalf—, como verás. Yo me encontraba en un verdadero apuro. Y
quienes me conocen convendrán en que me he visto pocas veces en una situación
parecida y que no las soporto bien. ¡Gandalf el Gris cazado como una mosca en
la tela traicionera de una araña! Sin embargo, aún las arañas más hábiles
pueden dejar un hilo flojo.
»Temí al principio,
como Saruman sin duda se había propuesto, que Radagast hubiese sucumbido
también. Sin embargo, yo no había llegado a distinguir nada malo en la voz o
los ojos de Radagast, el día de nuestro encuentro. Si así no hubiese sido, yo
no habría ido nunca a Isengard, o habría ido con más cuidado. Eso mismo pensó
Saruman y no había confesado sus propósitos y había engañado al mensajero. De
cualquier modo hubiera sido inútil tratar de que el honesto Radagast apoyara la
traición. Me buscó de buena fe, y por eso me convenció.
»Esto fue la ruina del
plan de Saruman. Pues Radagast no tenía razones para no hacer lo que yo le
había pedido y cabalgó hacia el bosque Negro donde contaba con viejos amigos. Y
las águilas de las montañas volaron lejos y alrededor y vieron muchas cosas: la
concentración de lobos y el alistamiento de orcos; y los nueve jinetes que iban
de acá para allá por las tierras; y oyeron rumores de la huida de Gollum. Y
enviaron un mensajero para que me llevara esas noticias.
»Así ocurrió que una
noche de luna, ya terminando el verano, Gwaihir el señor de los Vientos, la más
rápida de las grandes águilas, llegó de pronto a Orthanc; y me encontró de pie
en la cima de la torre. Le hablé entonces y me llevó por los aires, antes que
Saruman se diera cuenta. Yo ya estaba lejos cuando los lobos y los orcos
salieron por las puertas de Isengard en mi persecución.
»"¿Hasta dónde
puedes llevarme?", le dije a Gwaihir.
»"Muchas
leguas", me dijo, "pero no hasta el fin de la tierra. Me
enviaron a llevar noticias y no cargas".
»"Entonces
tendré que conseguir un caballo en tierra", dije "y un caballo
de veras rápido, pues nunca en mi vida tuve tanta prisa".
»"Si es así te
llevaré a Edoras, donde reside el señor de Rohan", me dijo, "pues
no está muy lejos".
»Me alegré, pues en la
Marca de los jinetes de Rohan, habitan los rohirrim, los señores de los caballos,
y no hay caballos como aquellos que se crían en el valle, entre las montañas
Nubladas y las Blancas.
»"¿Podemos
confiar todavía en los hombres de Rohan, tú crees?", le dije a Gwaihir
pues la traición de Saruman había debilitado mi confianza.
»"Pagan un
tributo de caballos", me respondió, "y todos los años mandan
muchos a Mordor, o así se dice; pero no han caído aún bajo el yugo. Pero si
Saruman se ha vuelto malo, como dices, la ruina de esta gente no podrá tardar
mucho".
—Poco antes del alba
me dejó en tierras de Rohan, y he alargado demasiado mi historia. El resto
tendrá que ser más breve. En Rohan descubrí que el mal ya estaba trabajando:
las mentiras de Saruman; y el rey no quiso prestar atención a mis advertencias.
Me invitó a que tomara un caballo y me fuera, y elegí uno muy a mi gusto, pero
poco al suyo. Tomé el mejor caballo de aquellas tierras y nunca he visto nada que
se le parezca.
—Entonces tiene que
ser una bestia muy noble—dijo Aragorn—y saber que Sauron recibe tales tributos
me entristece más que muchas otras noticias que pudieran parecer peores. No era
así cuando estuve por última vez en esa tierra.
—Ni lo es ahora, lo
juraría—dijo Boromir—. Es una mentira que viene del enemigo. Conozco a los hombres
de Rohan, sinceros y valientes, nuestros aliados; aún viven en las tierras que
les dimos hace mucho tiempo.
—La sombra de Mordor
se extiende sobre países lejanos—respondió Aragorn—. Saruman ha caído bajo esa
sombra. Rohan está sitiada. Quién sabe lo que encontrarás allí, si vuelves
alguna vez.
—No por lo menos eso—dijo
Boromir—de que regalan caballos para salvar la vida. Aman tanto a los caballos
como a sus familias. Y no sin razón, pues los caballos de la Marca de los jinetes
vienen de los campos del norte, lejos de la Sombra, y la raza de estos
animales, como la de los amos, se remonta a los días libres de antaño.
—¡Muy cierto!—dijo
Gandalf—. Y hay uno entre ellos que podría haber nacido en la mañana del mundo.
Los caballos de los nueve no podrían competir con él: incansable, rápido como
el soplo del viento. Sombragrís lo llaman. Durante el día el pelo le
reluce como plata y de noche es como una sombra y pasa inadvertido. Tiene el
paso leve. Nunca un hombre lo había montado antes, pero yo lo tomé y lo domé y
me llevó tan rápidamente que yo ya había llegado a La Comarca cuando Frodo
estaba aún en los túmulos, aunque salí de Rohan cuando él dejaba Hobbiton.
»Pero el miedo crecía
en mí mientras cabalgaba. A medida que iba hacia el norte me llegaban noticias
de los jinetes y aunque les ganaba terreno día a día, siempre estaban delante
de mí. Habían dividido las fuerzas, supe; algunas quedaron en las fronteras del
este, no lejos del Camino Verde y otras invadieron La Comarca desde el sur.
Llegué a Hobbiton y Frodo ya había partido, pero cambié unas palabras con el
viejo Gamyi. Demasiadas palabras y pocas pertinentes. Tenía mucho que decirme
de los defectos de los nuevos propietarios de Bolsón Cerrado.
»"No soporto
los cambios", dijo, "no a mi edad y menos aún los cambios para
peor. Cambios para peor", repitió varias veces.
»"Peor es fea
palabra", le dije, "y espero que no vivas para verlo".
»Pero entre toda esta
charla alcancé a oír al fin que Frodo había dejado Hobbiton una semana antes y
que un jinete negro había visitado la Colina esa misma noche. Me alejé al
galope, asustado. Llegué a Los Gamos y lo encontré alborotado, activo como un
hormiguero que ha sido removido con una vara. Fui a Cricava y la casa estaba
abierta y vacía, pero en el umbral encontré una capa que había sido de Frodo.
Entonces y por un tiempo perdí toda esperanza; no me quedé a recoger noticias,
que me hubiesen aliviado, y corrí tras las huellas de los jinetes. Eran
difíciles de seguir, pues se separaban en muchas direcciones, y al fin me
desorienté. Me pareció que uno o dos habían ido hacia Bree y allá fui yo
también, pues se me habían ocurrido unas palabras que quería decirle al
posadero.
»"Mantecona lo
llaman", pensé. "Si es culpable de esta demora, le derretiré
toda la manteca, asándolo a fuego lento a ese viejo tonto."
ȃl no esperaba menos,
pues cuando me vio cayó redondo al suelo y comenzó a derretirse allí mismo.
—¿Qué le hiciste?—gritó
Frodo, alarmado—. Fue realmente muy amable con nosotros e hizo todo lo que
pudo.
Gandalf rio. —¡No
temas!—dijo—. No mordí y ladré muy poco. Tan contento estaba yo con las
noticias que le saqué, cuando se le fueron los temblores, que abracé al buen
hombre. Yo no entendía cómo habían pasado las cosas, pero supe que habías
estado en Bree la noche anterior y que esa misma mañana habías partido con
Trancos.
»"¡Trancos!",
dije con un grito de alegría.
»"Sí, señor,
temo que sí, señor", dijo Mantecona malentendiéndome. "No pude
impedir que se acercara a ellos y ellos se fueron con él. Actuaron de un modo
muy raro todo el tiempo que estuvieron aquí; tercos, diría yo."
»"¡Asno!
¡Tonto! ¡Tres veces digno y querido Cebadilla!", dije. "Son
las mejores noticias que he tenido desde el solsticio de verano; valen por lo
menos una pieza de oro. ¡Que tu cerveza se beneficie con un encantamiento de
excelencia insuperable durante siete años!", dije. "Ahora
puedo tomarme una noche de descanso, la primera desde no sé cuánto tiempo."
—De modo que pasé allí
la noche, preguntándome qué habría sido de los jinetes; en Bree no se habían
visto sino dos, parecía. Aunque esa noche oímos más. Cinco por lo menos
llegaron del oeste y echaron abajo las puertas y atravesaron Bree como un
viento que aúlla; y las gentes de Bree están todavía temblando y esperando el
fin del mundo. Me levanté antes del alba y fui tras ellos.
»No estoy seguro, pero
yo diría que fue esto lo que ocurrió. El capitán de los jinetes permaneció en
secreto al sur de Bree, mientras dos de ellos cruzaban la aldea y cuatro más
invadían La Comarca. Pero luego de haber fracasado en Bree y Cricava, llevaron
las noticias al capitán, descuidando un rato la vigilancia del camino, donde
sólo quedaron los espías. Entonces el capitán mandó a algunos hacia el este,
cruzando la región en línea recta, y él y el resto fueron al galope a lo largo
del camino, furiosos.
»Corrí hacia la cima
de los Vientos y llegué allí antes de la caída del sol en mi segunda jornada
desde Bree y ellos ya estaban allí. Se retiraron en seguida, pues sintieron la
llegada de mi cólera y no se atrevían a enfrentaría mientras el sol estuviese
en el cielo. Pero durante la noche cerraron el cerco y me sitiaron en la cima
de la montaña, en el antiguo anillo de Amon Sûl. Fue difícil para mí en verdad.
Una luz y una llama semejantes no se habían visto en la cima de los Vientos
desde las hogueras de guerra de otras épocas.
»Al amanecer escapé de
prisa hacia el norte. No podía hacer otra cosa. Era imposible encontrarte en el
desierto, Frodo, y hubiese sido una locura intentarlo con los nueve pisándome
los talones. De modo que tenía que confiar en Aragorn. Yo esperaba desviar a
algunos de ellos y llegar a Rivendel antes que tú y enviar ayuda. Cuatro jinetes
vinieron detrás de mí, pero se volvieron al cabo de un rato y parece que fueron
hacia el vado. Esto ayudó un poco, pues eran sólo cinco, no nueve, cuando
atacaron tu campamento.
»Llegué aquí al fin
siguiendo un camino largo y difícil, remontando el Fontegrís y cruzando las landas
de Etten y descendiendo desde el norte. Tardé casi quince días desde la cima de
los Vientos, pues no es posible cabalgar entre las rocas en las colinas de los troles,
y despedí al caballo. Lo envié de vuelta a su amo, pero una gran amistad ha
nacido entre nosotros y si lo necesito vendrá a mi llamada. Y así sucedió que
llegué a Rivendel sólo tres días antes que el Anillo y las noticias del peligro
que corría ya se conocían aquí, lo que era buena señal.
»Y esto, Frodo, es el
fin de mi relato. Que Elrond y los demás me perdonen que haya sido tan extenso.
Pero esto nunca había ocurrido antes, que Gandalf faltara a una cita y no
cumpliera lo prometido. Había que dar cuenta de un suceso tan raro al Portador
del Anillo, me parece.
»Bueno, la historia ya
ha sido contada, del principio al fin. Henos aquí reunidos y he aquí el Anillo.
Pero no estamos más cerca que antes de nuestro propósito. ¿Qué haremos?
Hubo un silencio. Luego
Elrond habló otra vez.
—Las noticias que
conciernen a Saruman son graves—dijo—, pues confiamos en él y está muy enterado
de lo que pasa en los concilios. Es peligroso estudiar demasiado a fondo las
artes del enemigo, para bien o para mal. Mas tales caídas y traiciones, ay, han
ocurrido antes. De los relatos que hoy hemos oído, el de Frodo me parece el más
raro. He conocido pocos hobbits, aparte de Bilbo aquí presente, y creo que no
es quizá una figura tan única y peculiar como yo había pensado. El mundo ha
cambiado mucho desde mis últimos viajes por los caminos del oeste.
»A los tumularios los
conocemos bajo muchos nombres y del bosque Viejo se han contado muchas
historias. Todo lo que queda de él es un macizo en lo que era la frontera
norte. Hubo un tiempo en que una ardilla podía ir de árbol en árbol desde lo
que es ahora La Comarca hasta las Tierras Brunas al oeste de Isengard. Por esas
tierras yo viajé una vez y conocí muchas cosas extrañas y salvajes. Pero había
olvidado a Bombadil, si en verdad éste es el mismo que caminaba hace tiempo por
los bosques y colinas, y ya era el más viejo de todos los viejos. No se llamaba
así a la sazón. Iarwain Ben-adar lo llamábamos: el más antiguo y el
que no tiene padre. Aunque otras gentes lo llamaron de otro modo: fue Forn
para los enanos, Orald para los hombres del norte y tuvo muchos otros
nombres. Es una criatura extraña, pero quizá debiéramos haberlo invitado a
nuestro Concilio.
—No hubiese venido—dijo
Gandalf.
—¿No habría tiempo aún
de enviarle un mensaje y obtener su ayuda?—preguntó Erestor—. Parece que
tuviera poder aún sobre el Anillo.
—No, yo no lo diría
así—respondió Gandalf—. Diría mejor que el Anillo no tiene poder sobre él. Es
su propio amo. Pero no puede cambiar el Anillo mismo, ni quitar el poder que
tiene sobre otros. Y ahora se ha retirado a una región pequeña, dentro de
límites que él mismo ha establecido, aunque nadie puede verlos, esperando
quizás a que los tiempos cambien, y no dará un paso fuera de ellos.
—Sin embargo dentro de
esos límites nada parece amedrentarlo—dijo Erestor—. ¿No tomaría él el
Anillo guardándolo allí, inofensivo para siempre?
—No—dijo Gandalf—, no
voluntariamente. Lo haría si la gente libre del mundo llegara a pedírselo, pero
no entendería nuestras razones. Y si le diésemos el Anillo, lo olvidaría
pronto, o más probablemente lo tiraría. No le interesan estas cosas. Sería el
más inseguro de los guardianes y esto solo es respuesta suficiente.
—De cualquier modo—dijo
Glorfindel—enviarle el Anillo sería sólo posponer el día de la sentencia. Vive
muy lejos. No podríamos llevárselo sin que nadie sospechara, sin que nos viera
algún espía. Y aunque fuese posible, tarde o temprano el Señor de los Anillos
descubriría el escondite y volcaría allí todo su poder. ¿Bombadil solo podría
desafiar todo ese poder? Creo que no. Creo que, al fin, si todo lo demás es
conquistado, Bombadil caerá también, el Último, así como fue el Primero y luego
vendrá la noche.
—Poco sé de Iarwain
excepto el nombre—dijo Galdor—, pero Glorfindel, pienso, tiene razón. El poder
de desafiar al enemigo no está en él, a no ser que esté en la tierra misma. Y
sabemos sin embargo que Sauron puede torturar y destruir las colinas. El poder
que todavía queda está aquí entre nosotros, en Imladris, o con Círdan en los
Puertos, o en Lórien. ¿Pero tienen ellos la fuerza, tendremos nosotros la
fuerza de resistir al enemigo, la llegada de Sauron en los últimos días, cuando
todo lo demás ya haya sido dominado?
—Yo no tengo la fuerza—dijo
Elrond—, ni tampoco ellos.
—Entonces si la fuerza
no basta para mantener el Anillo fuera del alcance del enemigo—dijo Glorfindel—sólo
nos queda intentar dos cosas: llevarlo al otro lado del mar, o destruirlo.
—Pero Gandalf nos ha
revelado que los medios de que nosotros disponemos no podrían destruirlo—dijo
Elrond—. Y aquellos que habitan más allá del mar no lo recibirán: para mal o
para bien pertenece a la Tierra Media. El problema tenemos que resolverlo
nosotros, los que aún vivimos aquí.
—Entonces—dijo
Glorfindel—arrojémoslo a las profundidades y que las mentiras de Saruman sean
así verdad. Pues es claro que aún en el Concilio ha venido siguiendo un camino
tortuoso. Sabía que el Anillo no se había perdido para siempre, pero deseaba
que nosotros lo creyéramos, pues ya estaba codiciándolo. La verdad se oculta a
veces en la mentira. Estaría seguro en el mar.
—No seguro para
siempre—dijo Gandalf—. Hay muchas cosas en las aguas profundas y los mares y
las tierras pueden cambiar. Y nuestra tarea aquí no es pensar en una estación,
o en unas pocas generaciones de hombres, o en una época pasajera del mundo.
Tenemos que buscar un fin definitivo a esta amenaza, aunque no esperemos
encontrarlo.
—No lo encontraremos
en los caminos que van al mar—dijo Galdor—. Si se cree que llevárselo a Iarwain
es demasiado peligroso, en la huida hacia el mar hay ahora un peligro mucho
mayor. El corazón me dice que Sauron esperará que tomemos el camino del oeste,
cuando se entere de lo ocurrido. Se enterará pronto. Los nueve han quedado a
pie, es cierto, pero esto no nos da más que un respiro, hasta que encuentren
nueve cabalgaduras y más rápidas. Sólo la menguante fuerza de Gondor se alza
ahora entre él y una marcha de conquista a lo largo de las costas, hacia el
norte, y si viene y llega a apoderarse de las torres blancas y los Puertos, es
posible que los elfos ya no puedan escapar a las sombras que se alargan sobre
la Tierra Media.
—Esa marcha será
impedida por mucho tiempo—dijo Boromir—. Gondor mengua, dices. Pero se mantiene
en pie, y aún declinante, la fuerza de Gondor es todavía poderosa.
—Y sin embargo ya no
es capaz de parar a los nueve—dijo Galdor—. Y el enemigo puede encontrar otros
caminos que Gondor no vigila.
—Entonces—dijo Erestor—hay
sólo dos rumbos, como Glorfindel ya ha dicho: esconder el Anillo para siempre,
o destruirlo. Pero los dos están más allá de nuestro alcance. ¿Quién nos
resolverá este enigma?
—Nadie aquí puede
hacerlo—dijo Elrond gravemente—. Al menos nadie puede decir qué pasará si
tomamos este camino o el otro. Pero ahora creo saber ya qué camino tendríamos
que tomar. El occidental parece el más fácil. Por lo tanto hay que evitarlo. Lo
vigilarán. Los elfos han huido a menudo por ese camino. Ahora, en
circunstancias extremas, hemos de elegir un camino difícil, un camino
imprevisto. Esa es nuestra esperanza, si hay esperanza: ir hacia el peligro, ir
a Mordor. Tenemos que echar el Anillo al Fuego.
Hubo otro silencio.
Frodo, aún en aquella hermosa casa, que miraba a un valle soleado, de donde
llegaba un arrullo de aguas claras, sintió que una oscuridad mortal le invadía
el corazón. Boromir se agitó en el asiento y Frodo lo miró. Tamborileaba con
los dedos sobre el cuerno y fruncía el ceño. Al fin habló.
—No entiendo todo esto—dijo—.
Saruman es un traidor, pero ¿no tuvo ni una chispa de sabiduría? ¿Por qué
habláis siempre de ocultar y destruir? ¿Por qué no pensar que el Gran Anillo ha
llegado a nuestras manos para servirnos en esta hora de necesidad? Llevando el
Anillo, los señores de los libres podrían derrotar al enemigo. Y esto es lo que
él teme, a mi entender.
»Los hombres de Gondor
son valientes y nunca se someterán; pero pueden ser derrotados. El valor
necesita fuerza ante todo y luego un arma. Que el Anillo sea vuestra arma, si
tiene tanto poder como pensáis. ¡Tomadlo y marchad a la victoria!
—Ay, no—dijo Elrond—.
No podemos utilizar el Anillo Soberano. Esto lo sabemos ahora demasiado bien.
Le pertenece a Sauron, pues él lo hizo solo y es completamente maléfico. La
fuerza del Anillo, Boromir, es demasiado grande para que alguien lo maneje a
voluntad, salvo aquellos que ya tienen un gran poder propio. Pero para ellos
encierra un peligro todavía más mortal. Basta desear el Anillo para que el
corazón se corrompa. Piensa en Saruman. Si cualquiera de los sabios derrocara
con la ayuda del Anillo al señor de Mordor, empleando las mismas artes que él,
terminaría instalándose en el trono de Sauron y un nuevo Señor Oscuro
aparecería en la tierra. Y esta es otra razón por la que el Anillo tiene que
ser destruido; en tanto esté en el mundo será un peligro aún para los sabios.
Pues nada es malo en un principio. Ni siquiera Sauron lo era. Temo tocar el
Anillo para esconderlo. No tomaré el Anillo para utilizarlo.
—Ni yo tampoco—dijo
Gandalf.
Boromir los miró con
aire de duda, pero asintió inclinando la cabeza. —Que así sea entonces—dijo—.
La gente de Gondor tendrá que confiar en las armas ya conocidas. Y al menos
mientras los sabios guarden el Anillo, seguiremos luchando. Quizá la espada sea
capaz aún de contener la marea, si la mano que la esgrime no sólo ha heredado
un arma sino también el nervio de los reyes de los hombres.
—¿Quién puede decirlo?—dijo
Aragorn—. La pondremos a prueba algún día.
—Que ese día no tarde—dijo
Boromir—. Pues aunque no pido ayuda la necesitamos. Nos animaría saber que
otros luchan también con todos los medios de que disponen.
—Anímate, entonces—dijo
Elrond—. Pues hay otros poderes y reinos que no conoces, que están ocultos para
ti. El caudal del Anduin el Grande baña muchas orillas antes de llegar a
Argonath y a las Puertas de Gondor.
—Aun así podría
convenir a todos—dijo Glóin el enano—que todas estas fuerzas se unieran y que
los poderes de cada uno se utilizaran de común acuerdo. Puede haber otros
anillos, menos traicioneros, a los que podríamos recurrir. Los Siete están
perdidos para nosotros, si Balin no ha encontrado el anillo de Thrór, que era
el último. Nada se ha sabido de él desde que Thrór pereció en Moria. En verdad,
puedo revelar ahora que uno de los motivos del viaje de Balin era la esperanza
de encontrar ese anillo.
—Balin no encontrará
ningún anillo en Moria—dijo Gandalf—. Thrór se lo dio a su hijo Thráin, pero
Thráin no se lo dio a Thorin. Se lo quitaron a Thráin torturándolo en los
calabozos de Dol Guldur. Llegué demasiado tarde.
—¡Ah, ay!—gritó Glóin—.
¿Cuándo será el día de nuestra venganza? Pero todavía quedan los Tres. ¿Qué hay
de los Tres Anillos de los elfos? Anillos muy poderosos, dicen. ¿No los guardan
consigo los señores de los elfos? Sin embargo ellos también fueron hechos por
el Señor Oscuro tiempo atrás. ¿Están ociosos? Veo señores de los elfos aquí.
¿No dirán nada?
Los elfos no
respondieron. —¿No me has oído, Glóin?—dijo Elrond—. Los Tres no fueron hechos
por Sauron, ni siquiera llegó a tocarlos alguna vez. Pero de ellos no es
permitido hablar. Aunque algo diré, en esta hora de dudas. No están ociosos.
Pero no fueron hechos como armas de guerra o conquista; no es ese el poder que
tienen. Quienes los hicieron no deseaban ni fuerza ni dominio ni riquezas, sino
el poder de comprender, crear y curar, para preservar todas las cosas en cierta
medida, y con dolor. Pero todo lo que haya sido alcanzado por quienes se sirven
de los Tres se volverá contra ellos, y Sauron leerá en las mentes y los
corazones de todos, si recobra el Único. Habría sido mejor que los Tres nunca
hubieran existido. Esto es lo que Sauron pretende.
—Pero ¿qué sucederá si
el Anillo Soberano es destruido, como tú aconsejas?—preguntó Glóin.
—No lo sabemos con
seguridad—respondió Elrond tristemente—. Algunos esperan que los Tres Anillos,
que Sauron nunca tocó, se liberen entonces y quienes gobiernen los Anillos
podrían curar así las heridas que él ha causado en el mundo. Pero es posible
también que cuando el Único desaparezca, los Tres se malogren y que junto con
ellos se marchiten y olviden muchas cosas hermosas. Eso es lo que creo.
—Sin embargo, todos
los elfos están dispuestos a correr ese riesgo—dijo Glorfindel—, si pudiéramos
destruir el poder de Sauron y librarnos para siempre del miedo a que domine el
mundo.
—Así volvemos otra vez
a la destrucción del Anillo—dijo Erestor—y sin embargo no estamos más cerca.
¿De qué fuerza disponemos para encontrar el Fuego en que fue forjado? Es el
camino de la desesperación. De la locura, podría decir, si la larga sabiduría
de Elrond no me lo impidiese.
—¿Desesperación, o
locura?—dijo Gandalf—. No desesperación, pues sólo desesperan aquellos que ven
el fin más allá de toda duda. Nosotros no. Es sabiduría reconocer la necesidad,
cuando todos los otros cursos ya han sido considerados, aunque pueda parecer
locura a aquellos que se atan a falsas esperanzas. Bueno, ¡que la locura sea
nuestro manto, un velo en los ojos del enemigo! Pues él es muy sagaz y mide
todas las cosas con precisión, según la escala de su propia malicia. Pero la
única medida que conoce es el deseo, deseo de poder, y así juzga todos los
corazones. No se le ocurrirá nunca que alguien pueda rehusar el poder, que
teniendo el Anillo queramos destruirlo. Si perseguimos esto, confundiremos
todas sus conjeturas.
—Al menos por un
tiempo—dijo Elrond—. Hay que tomar ese camino, pero recorrerle será difícil. Y
ni la fuerza ni la sabiduría podrían llevarnos muy lejos. Los débiles pueden
intentar esta tarea con tantas esperanzas como los fuertes. Sin embargo, así
son a menudo los trabajos que mueven las ruedas del mundo. Las manos pequeñas
hacen esos trabajos porque es menester hacerlos, mientras los ojos de los
grandes se vuelven a otra parte.
—¡Muy bien, muy bien,
señor Elrond!—dijo Bilbo de pronto—. ¡No digas más! El propósito de tu discurso
es bastante claro. Bilbo el hobbit tonto comenzó este asunto y será mejor que
Bilbo lo termine, o que termine él mismo. Yo estaba muy cómodo aquí, ocupado en
mi obra. Si quieres saberlo, en estos días estoy escribiendo una conclusión.
Había pensado poner: y desde entonces vivió feliz hasta el fin de sus días.
Era un buen final, aunque se hubiera usado antes. Ahora tendré que alterarlo:
no parece que vaya a ser verdad, y de todos modos es evidente que habrá que
añadir otros varios capítulos, si vivo para escribirlos. Es muy fastidioso.
¿Cuándo he de ponerme en camino?
Boromir miró
sorprendido a Bilbo, pero la risa se le apagó en los labios cuando vio que
todos los otros miraban con grave respeto al viejo hobbit. Sólo Glóin sonreía,
pero la sonrisa le venía de viejos recuerdos.
—Por supuesto, mi
querido Bilbo—dijo Gandalf—. Si tú iniciaste realmente este asunto, tendrás que
terminarlo. Pero sabes muy bien que decir he iniciado es de una
pretensión excesiva para cualquiera, y que los héroes desempeñan siempre un
pequeño papel en las grandes hazañas. No tienes por qué inclinarte. Sabemos que
tus palabras fueron sinceras, y que bajo esa apariencia de broma nos hacías un
ofrecimiento valeroso. Pero que supera tus fuerzas, Bilbo. No puedes empezar
otra vez, el problema ha pasado a otras manos. Si aún tienes necesidad de mi
consejo, te diría que tu parte ha concluido, excepto como cronista. ¡Termina el
libro, y no cambies el final! Todavía hay esperanzas de que sea posible. Pero
prepárate a escribir una continuación, cuando ellos vuelvan.
Bilbo rio. —No
recuerdo que me hayas dado antes un consejo agradable—dijo—. Como todos tus
consejos desagradables han resultado buenos, me pregunto si éste no será malo.
Sin embargo, no creo que me quede bastante fuerza o suerte como para tratar con
el Anillo. Ha crecido y yo no. Pero dime, ¿a quién te refieres cuando dices
ellos?
—A los mensajeros que
llevarán el Anillo.
—¡Exactamente! ¿Y
quiénes serán? Eso es lo que el Concilio ha de decidir, me parece, y ninguna
otra cosa. Los elfos se alimentan de palabras y los enanos soportan grandes
fatigas; yo soy sólo un viejo hobbit y extraño el almuerzo. ¿Se te ocurren
algunos nombres? ¿O lo dejamos para después de comer?
Nadie respondió. Sonó
la campana del mediodía. Nadie habló tampoco ahora. Frodo echó una ojeada a
todas las caras, pero no lo miraban a él; todo el Concilio bajaba los ojos,
como sumido en profundos pensamientos. Sintió que un gran temor lo invadía,
como si estuviese esperando una sentencia que ya había previsto hacía tiempo,
pero que no deseaba oír. Un irresistible deseo de descansar y quedarse a vivir
en Rivendel junto a Bilbo le colmó el corazón. Al fin habló haciendo un
esfuerzo y oyó sorprendido sus propias palabras, como si algún otro estuviera
sirviéndose de su vocecita.
—Yo llevaré el Anillo—dijo—,
aunque no sé cómo.
Elrond alzó los ojos y
lo miró y Frodo sintió que aquella mirada penetrante le traspasaba el corazón.
—Si he entendido bien todo lo que he oído—dijo Elrond—, creo que esta tarea te
corresponde a ti, Frodo y, si tú no sabes cómo llevarla a cabo, ningún otro lo
sabrá. Esta es la hora de quienes viven en La Comarca, de quienes dejan los
campos tranquilos para estremecer las torres y los concilios de los grandes.
¿Quién de todos los sabios pudo haberlo previsto? Y si son sabios, ¿por qué
esperarían saberlo, antes que sonara la hora?
»Pero es una carga
pesada. Tan pesada que nadie puede pasársela a otro. No la pongo en ti. Pero si
tú la tomas libremente, te diré que tu elección es buena; y aunque todos los
poderosos amigos de los elfos de antes, Hador y Húrin y Túrin y Beren mismo
aparecieran juntos aquí, tu lugar estaría entre ellos.
—¿Pero seguramente
usted no lo enviará solo, señor?—gritó Sam, que ya no pudo seguir conteniéndose
y saltó desde el rincón donde había estado sentado en el suelo.
—¡No por cierto!—dijo
Elrond volviéndose hacia él con una sonrisa—. Tú lo acompañarás al menos. No
parece fácil separarte de Frodo, aunque él haya sido convocado a un Concilio
secreto y tú no.
Sam se sentó,
enrojeciendo y murmurando. —¡En bonito enredo nos hemos metido, señor Frodo!—dijo
moviendo la cabeza.
XV.LA BÚSQUEDA DEL ANILLO
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA: DEL VIAJE DE LOS JINETES NEGROS SEGÚN LO CONTÓ GANDALF A FRODO[43]
Gollum fue capturado en Mordor en el año 3017
y llevado a Barad-dûr, donde fue interrogado y torturado. Cuando hubo
averiguado lo que pudo sacarle, Sauron lo dejó libre. No confiaba para nada en
Gollum, pues adivinaba algo indomable en él que no era posible someter, ni
siquiera por la Sombra del Miedo, salvo destruyéndolo. Pero Sauron percibió la
profundidad del odio que abrigaba Gollum contra los que lo habían «robado»,
y sospechando que iría en busca de ellos para vengarse, esperaba que los espías
de Barad-dûr serían así conducidos hacia el Anillo.
Pero no transcurrió mucho antes que Aragorn
capturara a Gollum y lo llevara al norte del bosque Negro; y aunque los espías
de Sauron lo siguieron, no pudieron rescatarlo antes de que estuviera a buen
resguardo. Ahora bien, Sauron nunca había hecho caso de los «medianos», aunque
había oído hablar de ellos, y no sabía todavía dónde estaba la tierra de esta
gente. De Gollum, aun dándole tormento, no había podido obtener ninguna
descripción clara, tanto porque el mismo Gollum no tenía en verdad conocimiento
cierto alguno, como porque falseaba siempre lo poco que sabía. Era imposible
doblegarlo, salvo por la muerte, tal como Sauron había adivinado, a la vez por
causa de su naturaleza mediana y por otra cosa que Sauron, consumido por la
codicia del Anillo, no comprendía del todo. Entonces concibió hacia Sauron un
odio aún mayor que el miedo que le provocaba, pues veía en él realmente a su
más grande enemigo y rival.
Así fue que se atrevió a fingir que creía que los medianos habitaban cerca de los sitios donde él había vivido una vez, en las márgenes del Gladio.
Ahora bien, pocos podían oponerse a una de
esas feroces criaturas y (creía Sauron) nadie podía resistir a todas ellas
reunidas al mando de su terrible capitán, el señor de Morgul. No obstante, este
inconveniente tenían para el actual objetivo de Sauron: tan grande era el
terror que los precedía (aún invisibles y desnudos) que les era posible a los sabios
advertir que se acercaban y adivinar la misión que traían.
Así fue que Sauron preparó dos ataques, en los
que muchos vieron después la iniciación de la Guerra del Anillo. Los
desencadenó ambos a un tiempo. Los orcos atacaron el reino de Thranduil con la
orden de atrapar a Gollum; y el señor de Morgul fue enviado abiertamente a
presentar batalla a Gondor. Estas cosas se hicieron a fines de junio de 3018.
Así Sauron puso a prueba la fortaleza y el estado de alerta de Denethor y vio
que ambos eran mayores de lo que esperaba. Pero eso lo preocupó poco, pues
utilizó escasas fuerzas en el ataque, y su principal propósito era que la
salida de los nazgûl pareciera sólo parte de su política de guerra contra
Gondor.
Por tanto cuando Osgiliath fue tomada y
destruido el puente, Sauron detuvo el ataque, y se les ordenó a los nazgûl que
empezaran la búsqueda del Anillo. Pero Sauron no desestimaba los poderes y la
vigilancia de los sabios, y se les ordenó a los nazgûl que actuaran con tanto
secreto como les fuera posible. Ahora bien, por aquel entonces el capitán de
los espectros de los Anillos vivía en Minas Morgul con seis compañeros,
mientras que el segundo jefe, Khamûl la Sombra del Este, vivía en Dol Guldur
como teniente de Sauron, junto con otro espectro que le servía de mensajero.
El señor de Morgul, por tanto, condujo a sus
compañeros al otro lado del Anduin, desnudo y sin montura e invisible a la
mirada, y no obstante provocando el terror de cuanta criatura viviente tuvieran
cerca. Fue, quizás, el primer día de julio cuando se pusieron en camino.
Avanzaban lentamente y con sigilo por Anórien y cruzando el vado del Ent, y así
llegaron al Páramo, y el rumor de la oscuridad y el temor de los hombres
cundieron sin que se supiera por qué. Llegaron a las márgenes occidentales del
Anduin algo al norte de Sarn Gebir, donde tenían cita; y allí recibieron
caballos y vestidos que habían sido transportados secretamente por el río. Esto
sucedió (se cree) el 17 de julio. Luego se dirigieron al norte en busca de La
Comarca, la tierra de los medianos.
El 22 de julio, poco más o menos, se
encontraron con sus compañeros, los nazgûl de Dol Guldur, en el Campo de
Celebrant. Allí se enteraron de que Gollum había eludido a la vez a los orcos
que lo habían capturado de nuevo y a los elfos que los perseguían, y que había
desaparecido. El terror que le provocaban los nazgûl hizo que se atreviera a
esconderse en Moria. Les dijo también Khamûl que no se habían descubierto
moradas de los medianos en los valles del Anduin, y que las aldeas de los fuertes
junto al Gladio hacía ya mucho que habían sido abandonadas. Pero el señor de
Morgul, por falta de un mejor designio, decidió seguir la búsqueda por el norte
con la esperanza de que quizá se toparan con Gollum y encontraran La Comarca.
Que ésta no estaba lejos de la odiada tierra de Lórien no le parecía
improbable, si no se encontraba realmente dentro de los cercados de Galadriel.
Pero no estaba dispuesto a desafiar el poder del Anillo Blanco ni a entrar en
Lórien todavía. Pasando por tanto entre Lórien y las montañas, los nueve
siguieron cabalgando hacia el norte; y el terror los precedía y quedaba detrás
de ellos, pero no encontraron lo que buscaban ni se enteraron de nada que les
sirviera.
Por fin retornaron; pero el verano estaba muy
avanzado y la cólera y el miedo de Sauron aumentaban. Cuando volvieron al
Páramo era ya septiembre; y allí encontraron mensajeros de Barad-dûr con
amenazas de su Amo que los llenaron de consternación, aún al señor de Morgul.
Porque Sauron se había enterado ahora de las palabras proféticas escuchadas en
Gondor, y la partida de Boromir, y los hechos de Saruman y la captura de
Gandalf. De todas estas cosas concluyó que ni Saruman ni ninguno de los sabios
estaba todavía en posesión del Anillo, pero que Saruman cuando menos sabía
dónde podría estar oculto. Sólo la rapidez valdría ahora y no era momento de
secretos.
Se ordenó por tanto a los espectros de los
Anillos que fueran directamente a Isengard. Cabalgaron velozmente a
través de Rohan y el terror de su paso fue tan grande que muchos abandonaron la
tierra y se esparcieron en desorden por el norte y el oeste, convencidos de que
la guerra del este venía tras los talones de los caballos negros.
Dos días después de que Gandalf hubiera
partido de Orthanc, el señor de Morgul se detuvo frente a las puertas de
Isengard. Entonces Saruman, a quien la huida de Gandalf llenaba de cólera y
miedo, comprendió el peligro de encontrarse entre enemigos, tachado de traidor
por ambos. Tuvo mucho miedo, porque la esperanza de engañar a Sauron, o al
menos de recibir su favor en la victoria, se había desvanecido para siempre.
Ahora él mismo obtenía el Anillo, o estaba condenado a la ruina y el tormento.
Pero todavía era cauteloso y astuto, y había tomado disposiciones en Isengard
para el día en que tuviera que enfrentar tan desdichada circunstancia.
El Círculo de Isengard era demasiado
resistente como para que incluso el señor de Morgul y sus compañeros pudieran
atacarlo sin la ayuda de grandes fuerzas. Por tanto el desafío y las exigencias
del señor sólo recibieron la respuesta de la voz de Saruman, que por algún arte
de encantamiento parecía salir de las puertas mismas.
—No es una tierra lo que buscáis—decía—. Sé lo
que buscáis aunque no lo nombréis. No lo tengo, aunque sin duda vuestros
servidores lo saben sin que yo lo diga; porque si lo tuviera, os inclinaríais
ante mí y me llamaríais señor. Y si yo supiera dónde está eso escondido,
no me encontraría aquí, sino que hace ya mucho habría ido a buscarlo. Sólo hay
uno, adivino, que tenga ese conocimiento: Mithrandir, enemigo de Sauron. Y como
hace sólo dos días que abandonó Isengard, buscadlo en las cercanías.
Tal era todavía el poder de la voz de Saruman,
que ni siquiera el señor de los nazgûl puso en duda lo que decía, aunque fuera
falso o disimulara la plena verdad; sin más demora se alejó cabalgando y buscó
a Gandalf por las tierras de Rohan. Así fue que al atardecer del segundo día
los jinetes negros se encontraron con Grima Lengua de Serpiente cuando iba éste
apresurado a comunicarle a Saruman que Gandalf había llegado a Edoras y había
advertido al rey Théoden contra los traicioneros designios de Isengard. En ese
momento, Lengua de Serpiente estuvo a punto de morir de miedo; pero,
acostumbrado a la traición, habría dicho todo cuanto sabía al menor atisbo de
amenaza.
—Sí, sí, lo sé, de veras, señor—dijo—. Pude
oír lo que hablaban en Isengard. La tierra de los medianos: desde allí vino
Gandalf, y allí quiere volver. Sólo necesita ahora un caballo.
»¡Perdonadme! Hablo tan de prisa como puedo.
Hacia el oeste a través del Paso de Rohan, y luego hacia el norte y algo hacia
el oeste hasta llegar al próximo gran río que bloquea el camino; el cauce
Gris se llama. Desde allí, a partir del cruce de Tharbad, el viejo camino
os llevará a sus fronteras. La llaman "La Comarca".
»Sí, es verdad, Saruman la conoce. Desde allí
le llegaron mercancías por el camino. ¡Perdonadme, señor! A nadie le diré nada
de nuestro encuentro.
El señor de los nazgûl perdonó la vida de
Lengua de Serpiente, no por piedad, sino porque vio que tenía tanto miedo, que
jamás se atrevería a hablar de este encuentro (como así fue, en verdad), y se
dio cuenta de que la criatura era mala, y que probablemente le haría todavía
mucho mal a Saruman, si no moría demasiado pronto. De modo que lo dejó tendido
en el suelo y siguió adelante y no se cuidó de volver a Isengard. La venganza
de Sauron podía esperar.
Entonces dividió su compañía en cuatro pares y
cabalgaron por separado, pero él se adelantó con el par de jinetes más veloz.
Así, abandonaron Rohan por el oeste, y exploraron la desolación de Enedwaith y
llegaron por fin a Tharbad. De allí atravesaron Minhiriath, y aunque aún no
cabalgaban todos juntos, un rumor de miedo cundía alrededor de ellos, y las
criaturas del descampado se escondían y los hombres solitarios escapaban.
Pero a algunos fugitivos los capturaron en el
camino; y para deleite del capitán, dos resultaron ser espías y sirvientes de
Saruman. Uno de ellos había tomado parte a menudo en el tráfico entre Isengard
y La Comarca, y aunque él mismo jamás había estado más allá de la Cuaderna del
Sur, tenía mapas trazados por Saruman que describían con toda claridad La
Comarca. Los nazgûl se los quitaron y luego lo enviaron a Bree para que
siguiera con sus actividades de espía, pero le advirtieron que estaba ahora al
servicio de Mordor y que lo torturarían y lo matarían si alguna vez intentaba
volver a Isengard.
La noche ya acababa el vigésimo segundo día de
septiembre cuando, de nuevo reunidos, llegaron al vado de Sarn y las fronteras
más meridionales de La Comarca. Las encontraron vigiladas, porque los montaraces
les interceptaron el camino. Pero era ésta una tarea que superaba la capacidad
de los dúnedain; y quizá aún habría sido así si su capitán, Aragorn, hubiera
estado con ellos. Pero se encontraba éste ausente en el norte, en el Camino del
Este cerca de Bree; y hasta los corazones de los dúnedain flaquearon. Algunos
huyeron hacia el norte con la esperanza de llevarle la nueva a Aragorn, pero
fueron perseguidos o muertos o dispersados por las tierras yermas.
Algunos todavía se atrevieron a defender el
vado, y resistieron mientras duró la luz del día, pero por la noche el señor de
Morgul los barrió y los jinetes negros penetraron en La Comarca; y antes que
los gallos cantaran en la madrugada del vigésimo tercer día de setiembre,
algunos cabalgaban hacia el norte por el país, mientras Gandalf, montado en Sombragrís,
cabalgaba muy atrás por Rohan.
LA NATURALEZA DE LA TIERRA MEDIA
Sábado, 24 de septiembre. (Gandalf atraviesa
Enedwaith rápidamente.) E[44]
entra en el camino de Cepeda y alcanza a Frodo en la aproximación a bosque
Cerrado probablemente por accidente; la presencia del Anillo lo inquieta, pero
se muestra dubitativo e inseguro debido al brillante sol. Se introduce en el
bosque y espera la llegada de la noche. Cuando llega la noche se vuelve muy
consciente del Anillo y va tras su pista; pero se amilana debido a la repentina
presencia de los elfos y la canción de Elbereth. Mientras Frodo está rodeado de
los elfos, no puede percibir claramente el Anillo.
Domingo, 25. En cuanto los elfos parten,
retoma la búsqueda, y cuando alcanza la cresta que se arrima sobre Casa del
Bosque se da cuenta de que el Anillo ha estado allí. No encuentra al Portador y
tiene la sensación de estar desviándose, por lo que E llama a F mediante
chillidos. E es consciente de la dirección general que ha tomado el Anillo, pero
no sabe que Frodo ha descansado en el bosque. Creyendo que se ha marchado en
línea recta rumbo al este, F y él cabalgan sobre los campos. Visitan a Maggot
mientras Frodo aún permanece bajo los árboles. Entonces E comete un error
(probablemente porque se imagina que el Portador del Anillo es un hombre
poderoso, fuerte y rápido): en lugar de quedarse al acecho cerca de la granja,
envía a F por la calzada elevada hacia los pantanos de allende, mientras él
sigue el curso del río rumbo al norte, hacia el puente del Brandivino. Quedan
en volver para encontrarse ya de noche; pero llegan un poco tarde. F se une a
él poco después.
E ya es plenamente consciente de que el Anillo
ha cruzado el río; pero el río supone una barrera para su sentido del
movimiento. También E y F (y el resto de los nazgûl) odian el agua; y no quieren ni tocar el Baranduin: para
ellos, sus aguas eran élficas, porque comenzaba en el Nenuial, aún controlado
por los elfos. (Frodo pasa la noche en Cricava; Gandalf está acercándose a
Tharbad).
XVI.EL ANILLO VA HACIA EL SUR
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO II—CAPÍTULO III
Más tarde ese día los
hobbits tuvieron una reunión privada en el cuarto de Bilbo. Merry y Pippin se
mostraron indignados cuando supieron que Sam se había metido de rondón en el
Concilio y había sido elegido como compañero de Frodo.
—Es muy injusto—dijo
Pippin—. En vez de expulsarlo y ponerlo en cadenas, ¡Elrond lo recompensa por
su desfachatez!
—¡Recompensa!—dijo
Frodo—. No podría imaginar un castigo más severo. No piensas en lo que dices:
¿condenado a hacer un viaje sin esperanza, una recompensa? Ayer soñé que mi
tarea estaba cumplida y que podía descansar aquí un rato, quizá para siempre.
—No me sorprende—dijo
Merry—y ojalá pudieras. Pero estábamos envidiando a Sam,
no a ti. Si tú tienes que ir,
sería un castigo para cualquiera de nosotros quedarnos atrás, aún en Rivendel.
Hemos recorrido un largo camino juntos y hemos pasado momentos difíciles.
Queremos continuar.
—Es lo que yo quería
decir—continuó Pippin—. Nosotros los hobbits tenemos que mantenernos unidos y
eso haremos. Partiré contigo, a menos que me encadenen. Tiene que haber alguien
con inteligencia en el grupo.
—¡En ese caso no creo
que te elijan, Peregrin Tuk!—dijo Gandalf asomando la cabeza por la ventana,
que estaba cerca del suelo—. Pero no tenéis por qué estar preocupados. Nada se
ha decidido aún.
—¡Nada se ha decidido!—exclamó
Pippin—. ¿Entonces qué estuvisteis haciendo, encerrados durante horas?
—Hablando—dijo Bilbo—.
Había mucho que hablar y todos escucharon algo que los dejó boquiabiertos.
Hasta el viejo Gandalf. Creo que las breves noticias que dio Legolas sobre
Gollum le cayeron como un balde de agua fría, aunque no hizo comentarios.
—Estás equivocado—dijo
Gandalf—. No prestaste atención. Ya me lo había dicho Gwaihir. Quienes dejaron
boquiabiertos a los otros, como tú dices, fueron tú y Frodo; yo fui el único
que no se sorprendió.
—Bueno, de todos modos—dijo
Bilbo—, nada se decidió aparte de la elección del pobre Frodo y Sam. Este final
me lo temí siempre, si yo quedaba descartado. Pero pienso que Elrond enviará
una partida numerosa, cuando tenga los primeros informes. ¿Han partido ya,
Gandalf?
—Sí—dijo el mago—Ya
han salido algunos exploradores y mañana irán más. Elrond está enviando elfos y
se pondrán en contacto con los montaraces y quizá con la gente de Thranduil en
el bosque Negro. Y Aragorn ha partido con los hijos de Elrond. Se hará una
batida en varias leguas a la redonda antes de decidir la primera movida. ¡De
modo que anímate, Frodo! Quizá te quedes aquí un tiempo largo.
—Ah—dijo Sam con aire
sombrío—. Bastante largo como para que llegue el invierno.
—Eso es inevitable—dijo
Bilbo—y en parte tu culpa, querido Frodo; insististe en esperar mi cumpleaños.
Curiosa celebración diría yo. No es en verdad el día que yo hubiese elegido
para que los Sacovilla-Bolsón entraran en Bolsón Cerrado. Y esta es la
situación ahora: no puedes esperar hasta la primavera y no puedes salir antes
que lleguen los informes.
Cuando
el viento comienza a morder
y
las piedras crujen en la noche helada
de
charcos negros y árboles desnudos,
no
es bueno viajar por tierras ásperas.[45]
Me temo que esa sea
justamente tu suerte.
—Yo también temo que
esa sea la suerte de Frodo—dijo Gandalf—. No podemos partir hasta que sepamos
algo de los jinetes.
—Pensé que habían sido
destruidos en la crecida—dijo Merry.
—Los espectros del
Anillo no pueden ser destruidos con tanta facilidad—dijo Gandalf—. Llevan en
ellos el poder del amo y resisten o caen junto con él. Esperamos que hayan
quedado todos a pie y sin disfraces, de modo que durante un tiempo serán menos
peligrosos; pero no lo sabemos bien todavía. Entretanto, Frodo, trata de
olvidar tus dificultades. No sé si puedo hacer algo que te sirva de ayuda; pero
te soplaré un secreto: Alguien dijo que este grupo necesitaba una inteligencia.
Tenía razón. Creo que iré contigo.
Tan grande fue la
alegría de Frodo al oír este anuncio que Gandalf dejó el alféizar de la
ventana, donde había estado sentado, y se sacó el sombrero haciendo una
reverencia. —Sólo dije creo que iré. No cuentes aún con nada. En este
asunto, Elrond tendrá mucho que decir y también tu amigo Trancos. Lo que me
recuerda que quiero ver a Elrond. No puedo demorarme más.
—¿Cuánto tiempo crees
que estaré aquí?—le preguntó Frodo a Bilbo una vez que Gandalf se retiró.
—Oh, no sé. En
Rivendel se me van los días sin darme cuenta—dijo Bilbo—. Pero bastante tiempo,
creo. Podremos tener muchas buenas charlas. ¿Qué te parece si me ayudas con el
libro y empiezas el próximo? ¿Has pensado en algún final?
—Sí, en varios; todos
sombríos y desagradables—dijo Frodo.
—¡Oh, eso no sirve!—dijo
Bilbo—. Los libros han de tener un final feliz. Qué te parece éste: y
vivieron juntos y felices para siempre.
—Estaría bien, si eso
llegara a ocurrir—dijo Frodo.
—Ah—dijo Sam—. ¿Y
dónde vivirán? Es lo que me pregunto a menudo.
Durante un rato los
hobbits continuaron hablando y pensando en el viaje pasado y en los peligros
que les esperaban en el futuro; pero era tal la virtud de la tierra de Rivendel
que pronto se sintieron libres de miedos y ansiedades. El futuro, bueno o malo,
no fue olvidado, pero ya no tuvo ningún poder sobre el presente. La salud y la
esperanza se acrecentaron en ellos y estaban contentos, tomando los días tal
como se presentaban, disfrutando de las comidas, las charlas y las canciones.
Así el tiempo pasó deslizándose
y todas las mañanas eran hermosas y brillantes y todas las noches claras y
frescas. Pero el otoño menguaba rápidamente; poco a poco la luz de oro
declinaba transformándose en plata pálida y unas hojas tardías caían de los
árboles desnudos. Un viento helado empezó a soplar de las montañas Nubladas, al
este. La Luna del Cazador crecía en el cielo nocturno y todas las estrellas
menores huían. Pero en el horizonte del sur brillaba una estrella roja. Cuando
la luna menguaba otra vez, el brillo de la estrella aumentaba, noche a noche.
Frodo podía verla desde la ventana, hundida en el cielo, ardiendo como un ojo
vigilante que resplandecía sobre los árboles al borde del valle.
Los hobbits habían
pasado cerca de dos meses en la casa de Elrond y noviembre se había llevado los
últimos jirones del otoño, y concluía diciembre cuando los exploradores
comenzaron a volver. Algunos habían ido al norte, más allá del nacimiento del Aguada
Gris, internándose en las landas de Etten, y otros habían ido al oeste y con la
ayuda de Aragorn y los montaraces llegaron a explorar las tierras todo a lo
largo del Fontegrís, hasta Tharbad, donde el viejo Camino del Norte cruzaba el
río junto a una ciudad en ruinas. Muchos habían ido al este y al sur y algunos
de ellos habían cruzado las montañas entrando luego en el bosque Negro,
mientras que otros habían escalado el paso en las fuentes del río Gladio,
descendiendo a las Tierras Ásperas y atravesando los Campos Gladios hasta
llegar al viejo hogar de Radagast en Rhosgobel. Radagast no estaba allí y
volvieron cruzando el desfiladero que llamaban Escalera del arroyo Sombrío. Los
hijos de Elrond, Elladan y Elrohir, fueron los últimos en volver; habían hecho
un largo viaje, marchando a la vera del cauce de Plata hasta un extraño país, pero
de sus andanzas no hablaron con nadie excepto con Elrond.
En ninguna región
habían tropezado los mensajeros con señales o noticias de los jinetes o de
otros sirvientes del enemigo. Ni siquiera las águilas de las montañas Nubladas
habían podido darles noticias frescas. Nada se había visto ni oído de Gollum;
pero los lobos salvajes continuaban reuniéndose y cazaban otra vez muy arriba
del río Grande. Tres de los caballos negros aparecieron ahogados en las aguas
crecidas del vado. Más abajo, en las piedras de los rápidos, se encontraron los
cadáveres de cinco caballos más y también un manto largo y negro, hecho
jirones. De los jinetes negros no había ninguna señal y no se sentía que
anduviesen cerca. Parecía que hubieran desaparecido de los territorios del
norte.
—En todo caso, sabemos
qué ocurrió con ocho de los nueve—dijo Gandalf—. No es prudente estar demasiado
seguro, pero me atrevería a creer que los espectros del Anillo fueron
dispersados y regresaron como pudieron a Mordor, vacíos y sin forma.
»Si es así, pasará un
tiempo antes que reinicien la cacería. El enemigo tiene otros sirvientes, por
supuesto. Pero tendrían que hacer todo el camino hasta Rivendel antes que
encontraran nuestras huellas. Y si tenemos cuidado será difícil encontrarlas. Pero
no podemos retrasarnos más.
Elrond les indicó a
los hobbits que se acercaran. Miró gravemente a Frodo. —Ha llegado la hora—dijo—.
Si el Anillo ha de partir, que sea cuanto antes. Pero que quienes lo acompañan
no cuenten con ningún apoyo, ni de guerra ni de fuerzas. Tendrán que entrar en
los dominios del enemigo, lejos de toda ayuda. ¿Todavía mantienes tu palabra,
Frodo, de que serás el Portador del Anillo?
—Sí—dijo Frodo—. Iré
con Sam.
—Pues bien, no podré
ayudarte mucho, ni siquiera con consejos—dijo Elrond—. No alcanzo a ver cuál
será tu camino y no sé cómo cumplirás esa tarea. La Sombra se ha arrastrado
ahora hasta el pie de las montañas y ha llegado casi a las orillas del Aguada
Gris; y bajo la Sombra todo es oscuro para mí. Encontrarás muchos enemigos,
algunos declarados, otros ocultos, y quizá tropieces con amigos, cuando menos
los busques. Mandaré mensajes, tal como se me vayan ocurriendo, a aquellos que
conozco en el ancho mundo; pero las tierras han llegado a ser tan peligrosas
que algunos se perderán sin duda, o no llegarán antes que tú.
»Y elegiré los
compañeros que irán contigo, siempre que ellos quieran o lo permita la suerte.
Tienen que ser pocos, ya que tus mayores esperanzas dependen de la rapidez y el
secreto. Aunque contáramos con una tropa de elfos con armas de los Días
Antiguos, sólo conseguiríamos despertar el poder de Mordor.
»La Compañía del
Anillo será de nueve y los Nueve Caminantes se opondrán a los nueve jinetes
malvados. Contigo y tu fiel sirviente irá Gandalf; pues éste será el mayor de
sus trabajos y quizás el último.
»En cuanto al resto,
representarán a los otros pueblos libres del mundo: elfos, enanos y hombres.
Legolas irá por los elfos y Gimli hijo de Glóin por los enanos. Están
dispuestos a llegar por lo menos a los pasos de las montañas y quizá más allá.
Por los hombres tendrán a Aragorn hijo de Arathorn, pues el Anillo de Isildur
le concierne íntimamente.
—¡Trancos!—exclamó
Frodo.
—Sí—dijo Trancos con
una sonrisa—. Te pido una vez más que me permitas ser tu compañero.
—Yo te hubiera rogado
que vinieras—dijo Frodo—, pero pensé que irías a Minas Tirith con Boromir.
—Iré—dijo Aragorn—. Y
la espada quebrada será forjada de nuevo antes que yo parta para la guerra.
Pero tu camino y el nuestro corren juntos por muchos cientos de millas. Por lo
tanto Boromir estará también en la Compañía. Es un hombre valiente.
—Faltan todavía dos—dijo
Elrond—. Lo pensaré. Quizás encuentre a alguien entre las gentes de la casa que
me convenga mandar.
—¡Pero entonces no
habrá lugar para nosotros!—exclamó Pippin consternado—. No queremos quedarnos.
Queremos ir con Frodo.
—Eso es porque no
entiendes y no alcanzas a imaginar lo que les espera—dijo Elrond.
—Tampoco Frodo—dijo
Gandalf, apoyando inesperadamente a Pippin—. Ni ninguno de nosotros lo ve con
claridad. Es cierto que si estos hobbits entendieran el peligro, no se
atreverían a ir. Pero seguirían deseando ir, o atreviéndose a ir, y se
sentirían avergonzados e infelices. Creo, Elrond, que en este asunto sería
mejor confiar en la amistad de estos hobbits que en nuestra sabiduría. Aunque
eligieras para nosotros un señor de los elfos, como Glorfindel, los poderes que
hay en él no alcanzarían para destruir la Torre Oscura ni abrirnos el camino
que lleva al fuego.
—Hablas con gravedad—dijo
Elrond—, pero no estoy seguro. La Comarca, presiento, no está libre ahora de
peligros y había pensado enviar a estos dos de vuelta como mensajeros y para
que trataran allí de prevenir a la gente, de acuerdo con las normas del país.
De cualquier modo me parece que el más joven de los dos, Peregrin Tuk, tendría
que quedarse. Me lo dice el corazón.
—Entonces, señor
Elrond, tendrá usted que encerrarme en prisión, o mandarme a casa metido en un
saco—dijo Pippin—. Pues de otro modo yo seguiría a la Compañía.
—Que sea así entonces.
Irás—dijo Elrond y suspiró—. La cuenta de nueve ya está completa. La Compañía partirá
dentro de siete días.
La espada de Elendil
fue forjada de nuevo por herreros élficos, que grabaron sobre la hoja el dibujo
de siete estrellas, entre la luna creciente y el sol radiante, y alrededor
trazaron muchas runas; pues Aragorn hijo de Arathorn iba a la guerra en las
fronteras de Mordor. Muy brillante pareció la espada cuando estuvo otra vez
completa; era roja a la luz del sol y fría a la luz de la luna y tenía un borde
duro y afilado. Y Aragorn le dio un nuevo nombre y la llamó Andúril, Llama
del Oeste.
Aragorn y Gandalf
paseaban juntos o se sentaban a hablar del camino y de los peligros que podrían
encontrar y estudiaban los mapas historiados y los libros de ciencia que había
en casa de Elrond. A veces Frodo los acompañaba, pero estaba contento de poder
confiar en ellos como guías y se pasaba la mayor parte del tiempo con Bilbo.
En aquellos últimos
días los hobbits se reunían a la noche en la Sala de Fuego y allí entre muchas
historias oyeron completa la Balada de Beren y Lúthien y la conquista de la
Gran Joya, pero de día mientras Merry y Pippin iban de un lado a otro,
Frodo y Sam se pasaban las horas en el cuartito de Bilbo. Allí Bilbo les leía
pasajes del libro (que parecía aún muy incompleto), o fragmentos de poemas, o
tomaba notas de las aventuras de Frodo.
En la mañana del
último día Frodo estaba a solas con Bilbo y el viejo hobbit sacó de debajo de
la cama una caja de madera. Levantó la tapa y buscó dentro.
—Tengo aquí tu espada
—dijo—, aunque se te quebró. La guardé para conservarla, pero se me olvidó
pedir a los herreros que la reforjaran. Ahora ya no hay tiempo, y pensé que
quizá te interesara tener ésta, ¿la conoces? Sacó de la caja una espada
pequeña, guardada en una raída vaina de cuero. La desenvainó y la hoja pulida y
bien cuidada relució de pronto, fría y brillante.
—Esta es Dardo—dijo y sin mucho esfuerzo la hundió profundamente en una viga de
madera—. Tómala, si quieres. No la necesitaré más, espero.
Frodo la aceptó
agradecido.
—Y aquí hay otra cosa—dijo
Bilbo.
Y sacó un paquete que
parecía bastante pesado para su tamaño. Desenvolvió viejas telas y sacó a la
luz una pequeña cota de malla de anillos entrelazados, flexible casi como un
lienzo, fría como el hielo, y más dura que el acero. Brillaba como plata a la
luz de la luna y estaba tachonada de gemas blancas y tenía un cinturón de
cristal y perlas.
—¡Es hermosa!, ¿no es
cierto?—dijo Bilbo moviéndola a la luz—. Y útil, además. Es la cota de malla de
enano que me dio Thorin. La recuperé en Cavada Grande, antes de salir. Llevo
siempre conmigo todos los recuerdos del viaje excepto el Anillo. Pero nunca
esperé usarla y ahora no la necesito sino para mirarla algunas veces. Apenas
sientes el peso cuando la llevas.
—Parecerá... bueno, no
creo que me quede bien—dijo Frodo.
—Lo mismo dije yo—continuó
Bilbo—. Pero no te preocupes por tu apariencia. Puedes usarla debajo de la
ropa. ¡Vamos! Tienes que compartir conmigo este secreto. ¡No se lo digas a
nadie! Pero me sentiré más feliz si sé que la llevas puesta. Se me ha ocurrido
que hasta podría desviar los cuchillos de los jinetes negros—concluyó en voz
baja.
—Muy bien, la tomaré—dijo
Frodo.
Bilbo le colocó la
malla y aseguró a Dardo al cinturón resplandeciente. Luego Frodo
se puso encima las viejas ropas manchadas por la vida a la intemperie:
pantalones, túnica y chaqueta.
—Un simple hobbit, eso
pareces ser—dijo Bilbo—. Pero ahora hay algo más en ti, que sale a la
superficie. ¡Te deseo mucha suerte!
Dio media vuelta y
miró por la ventana, tratando de tararear una canción.
—Nunca te lo
agradeceré bastante, Bilbo, esto y todas tus bondades pasadas—dijo Frodo.
—¡Pues no lo intentes!—dijo
el viejo hobbit, y volviéndose palmeó a Frodo en la espalda—. ¡Huy!—gritó—.
¡Estás demasiado duro ahora para palmearte! Pero escúchame: los hobbits tienen
que estar siempre unidos y especialmente los Bolsón. Todo lo que te pido a
cambio es esto: cuídate bien, tráeme todas las noticias que puedas y todas las
viejas canciones e historias que encuentres. Haré lo posible por terminar el
libro antes que vuelvas. Me gustaría escribir el segundo volumen, si vivo
bastante. —Se interrumpió y se volvió otra vez a la ventana canturreando:
Me
siento junto al fuego y pienso
en
todo lo que he visto,
en
flores silvestres y mariposas
de
veranos que han sido.
En
hojas amarillas y telarañas,
en
otoños que fueron,
la
niebla en la mañana, el sol de plata
y
el viento en mis cabellos.
Me
siento junto al fuego y pienso
cómo
el mundo será,
cuando
llegue el invierno sin una primavera
que
yo pueda mirar.
Pues
hay todavía tantas cosas
que
yo jamás he visto:
en
todos los bosques y primaveras
hay
un verde distinto.
Me
siento junto al fuego y pienso
en
las gentes de ayer,
y
en gentes que verán un mundo
que
no conoceré.
Y
mientras estoy aquí sentado
pensando
en otras épocas
espero
oír unos pasos que vuelven
y
voces en la puerta.[46]
Era un día frío y gris
de fines de diciembre. El viento del este soplaba entre las ramas desnudas de
los árboles y golpeaba los pinos oscuros de las lomas. Jirones de nubes se
apresuraban allá arriba, oscuras y bajas. Cuando las sombras tristes del crepúsculo
comenzaron a extenderse, la Compañía se aprestó a partir. Saldrían al
anochecer, pues Elrond les había aconsejado que viajaran todo lo posible al
amparo de la noche, hasta que estuvieran lejos de Rivendel.
—No olvidéis los
muchos ojos sirvientes de Sauron—dijo—. Las noticias de la derrota de los jinetes
ya le han llegado sin duda y tiene que estar loco de furia. Pronto los espías
pedestres y alados se habrán diseminado por las tierras del norte. Cuando
estéis en camino, guardaos hasta del cielo que se extiende sobre vosotros.
La Compañía cargó poco
material de guerra, pues confiaban más en pasar inadvertidas que en la suerte
de una batalla. Aragorn llevaba a Andúril y ninguna otra arma, e iba vestido
con ropas de color verde y pardo mohosos, como un montaraz del desierto.
Boromir tenía una larga espada, parecida a Andúril, pero de menor linaje, y
cargaba además un escudo y el cuerno de guerra.
—Suena alto y claro en
los valles de las colinas—dijo—, ¡y los enemigos de Gondor ponen pies en
polvorosa! —Llevándose el cuerno a los labios, Boromir sopló y los ecos
saltaron de roca en roca y todos los que en Rivendel oyeron esa voz se
incorporaron de un salto.
—No te apresures a
hacer sonar de nuevo ese cuerno, Boromir—dijo Elrond—, hasta que hayas llegado
a las fronteras de tu tierra y sea necesario.
—Quizá—dijo Boromir—,
pero siempre en las partidas he dejado que mi cuerno grite, y aunque más tarde
tengamos que arrastrarnos en la oscuridad, no me iré ahora como un ladrón en la
noche.
Sólo Gimli el enano
exhibía una malla corta de anillos de acero (pues los enanos soportan bien las
cargas) y un hacha de regular tamaño le colgaba de la cintura. Legolas tenía un
arco y un carcaj, y en la cintura un largo cuchillo blanco. Los hobbits más
jóvenes cargaban las espadas que habían sacado del túmulo, pero Frodo no disponía
de otra arma que Dardo y llevaba oculta la cota de malla, como
Bilbo se lo había pedido. Gandalf tenía su bastón, pero se había ceñido a un
costado la espada élfica que llamaban Glamdring, hermana de Orcrist, que
descansa ahora sobre el pecho de Thorin bajo la montaña Solitaria.
Todos fueron bien
provistos por Elrond con ropas gruesas y abrigadas, y tenían chaquetas y mantos
forrados de piel. Las provisiones y ropas de repuesto fueron cargadas en un poni,
nada menos que la pobre bestia que habían traído de Bree.
La estadía en Rivendel
lo había transformado de un modo asombroso: le brillaba el pelo y parecía haber
recuperado todo el vigor de la juventud. Fue Sam quien insistió en elegirlo,
declarando que Bill (así lo llamaba ahora) se iría consumiendo poco a poco si
no lo llevaban con ellos.
—Ese animal casi habla—dijo—y
llegaría a hablar si se quedara aquí más tiempo. Me echó una mirada tan
elocuente como las palabras del señor Pippin: Si no me dejas ir contigo, Sam,
te seguiré por mi cuenta. —De modo que Bill sería la bestia de carga; sin
embargo era el único miembro de la Compañía que no parecía deprimido.
Ya se habían despedido
de todos en la gran sala junto al fuego y ahora sólo estaban esperando a
Gandalf, que aún no había salido de la casa. Por las puertas abiertas podían
verse los reflejos del fuego y en las ventanas brillaban unas luces tenues.
Bilbo estaba de pie y en silencio junto a Frodo, arropado en un manto. Aragorn
se había sentado en el suelo y apoyaba la cabeza en las rodillas; sólo Elrond
entendía de veras qué significaba esta hora para él. Los otros eran como
sombras grises en la oscuridad.
Sam, junto al poni, se
pasaba la lengua por los dientes y miraba morosamente la sombra de allá abajo
donde el río cantaba sobre un lecho de piedras; en este momento no tenía ningún
deseo de aventuras.
—Bill, amigo mío—dijo—,
no tendrías que venir con nosotros. Podrías quedarte aquí y comerías el heno
mejor, hasta que crecieran los nuevos pastos. —Bill sacudió la cola y no dijo
nada.
Sam se acomodó el
paquete sobre los hombros y repasó mentalmente todo lo que llevaba,
preguntándose con inquietud si no habría olvidado algo: el tesoro principal,
los utensilios de cocina; la cajita de sal que lo acompañaba siempre y que
llenaba cada vez que le era posible; una buena porción de hierba para pipa, «no
suficiente», pensaba; pedernal y yesca; medias de lana; ropa blanca; varias
pequeñas pertenencias que Frodo había olvidado y que él había guardado para
mostrarlas en triunfo cuando las necesitasen. Lo repasó todo.
—¡Cuerda!—murmuró—.
¡Ninguna cuerda! Y anoche mismo te dijiste: «Sam, ¿qué te parece un poco de
cuerda? Si no la llevas la necesitarás.» Bueno, ya la necesito. No puedo
conseguirla ahora.
En ese momento Elrond
salió con Gandalf y pidió a la Compañía que se acercase. —He aquí mis últimas
palabras—dijo en voz baja—. El Portador del Anillo parte ahora en busca de la montaña
del Destino. Toda responsabilidad recae sobre él: no librarse del Anillo, no entregárselo
a ningún siervo de Sauron y en verdad no dejar que nadie lo toque, excepto los
miembros del Concilio o la Compañía y esto en caso de extrema necesidad. Los
otros van con él como acompañantes voluntarios, para ayudarlo en esa tarea.
Podéis deteneros, o volver, o tomar algún otro camino, según las
circunstancias. Cuanto más lejos lleguéis, menos fácil será retroceder, pero
ningún lazo ni juramento os obliga a ir más allá de vuestros propios corazones,
y no podéis prever lo que cada uno encontrará en el camino.
—Desleal es aquel que
se despide cuando el camino se oscurece—dijo Gimli.
—Quizá—dijo Elrond—,
pero no jure que caminará en las tinieblas quien no ha visto la caída de la
noche.
—Sin embargo, un
juramento puede dar fuerzas a un corazón desfalleciente.
—O destruirlo—dijo
Elrond—. ¡No miréis demasiado adelante! ¡Pero partid con buen ánimo! Adiós y
que las bendiciones de los elfos y los hombres y toda la gente libre vayan con
vosotros. ¡Que las estrellas os iluminen!
—Buena... ¡buena
suerte!—gritó Bilbo tartamudeando de frío—. No creo que puedas llevar un
diario, Frodo, compañero, pero esperaré a que me lo cuentes todo cuando
vuelvas. ¡Y no tardes demasiado! ¡Adiós!
Muchos otros de la casa
de Elrond los miraban desde las sombras y les decían adiós en voz baja. No
había risas ni canto ni música. Al fin la Compañía se volvió, desapareciendo en
la oscuridad.
Cruzaron el puente y
remontaron lentamente los largos senderos escarpados que los llevaban fuera del
profundo valle de Rivendel, y al fin llegaron a los páramos altos donde el
viento siseaba entre los brezos. Luego, echando una mirada al Último Hogar que
centelleaba allá abajo, se alejaron a grandes pasos perdiéndose en la noche.
En el vado del Bruinen
dejaron el camino y doblando hacia el sur fueron por unas sendas estrechas
entre los campos quebrados. Tenían el propósito de seguir bordeando las laderas
occidentales de las montañas durante muchas millas y muchos días. La región era
más accidentada y desnuda que el valle verde del río Grande del otro lado de
las montañas, en las Tierras Ásperas. La marcha era necesariamente lenta, pero
esperaban escapar de este modo a miradas hostiles. Los espías de Sauron habían
sido vistos raras veces en estas extensiones desiertas y los senderos eran poco
conocidos excepto para la gente de Rivendel.
Gandalf marchaba
delante y con él iba Aragorn, que conocía estas tierras aún en la oscuridad.
Los otros los seguían en fila y Legolas que tenía ojos penetrantes cerraba la
marcha. La primera parte del viaje fue dura y monótona y Frodo sólo guardaría
el recuerdo del viento. Durante muchos días sin sol, un viento helado sopló de
las montañas del este y parecía que ninguna ropa pudiera protegerlos contra
aquellas agujas penetrantes. Aunque la Compañía estaba bien equipada, pocas
veces sintieron calor, tanto moviéndose como descansando. Dormían inquietos en
pleno día, en algún repliegue del terreno o escondiéndose bajo unos arbustos
espinosos que se apretaban a los lados del camino. A la caída de la tarde los
despertaba quien estuviera de guardia y tomaban la comida principal: fría y
triste casi siempre, pues pocas veces podían arriesgarse a encender un fuego.
Ya de noche partían otra vez, buscando los senderos que llevaban al sur.
Al principio les
pareció a los hobbits que aún caminando y trastabillando hasta el agotamiento,
iban a paso de caracol y no llegaban a ninguna parte. Pasaban los días y el
paisaje era siempre igual. Sin embargo, poco a poco, las montañas estaban
acercándose. Al sur de Rivendel eran aún más altas y se volvían hacia el oeste;
a los pies de la cadena principal se extendía una tierra cada vez más ancha de
colinas desiertas y valles profundos donde corrían unas aguas turbulentas. Los
senderos eran escasos y tortuosos y muchas veces los llevaban al borde de un
precipicio, o a un traicionero pantano.
Llevaban quince días
de marcha cuando el tiempo cambió. El viento amainó de pronto y viró al sur.
Las nubes rápidas se elevaron y desaparecieron y asomó el sol, claro y
brillante. Luego de haber caminado tropezando toda una noche, llegó el alba
fría y pálida. Estaban ahora en una loma baja, coronada de acebos; los troncos
de color verde grisáceo parecían estar hechos con la misma piedra de las lomas.
Las hojas oscuras relucían y las bayas eran rojas a la claridad del sol
naciente.
Lejos, en el sur,
Frodo alcanzaba a ver los perfiles oscuros de unas montañas elevadas que ahora
parecían interponerse en el camino que la Compañía estaba siguiendo. A la
izquierda de estas alturas había tres picos; el más alto y cercano parecía un
diente coronado de nieve; el profundo y desnudo precipicio del norte estaba
todavía en sombras, pero donde lo alcanzaban los rayos oblicuos del sol, el
pico llameaba, rojizo.
Gandalf se detuvo
junto a Frodo y miró amparándose los ojos con la mano. —Nos ha ido bien—dijo—. Hemos
llegado a los límites de la región que los hombres llaman Acebeda;
muchos elfos vivieron aquí en días más felices, cuando tenía el nombre de Eregion.
Hemos hecho cuarenta y cinco leguas [217
kilómetros]
a vuelo de pájaro, aunque nuestros pies caminaran otras muchas millas. El
territorio y el tiempo serán ahora más apacibles, pero quizá también más
peligrosos.
—Peligroso o no, un
verdadero amanecer es siempre bien recibido—dijo Frodo echándose atrás la
capucha y dejando que la luz de la mañana le cayera en la cara.
—¡Las montañas están
frente a nosotros!—dijo Pippin—. Nos desviamos al este durante la noche.
—No—dijo Gandalf—.
Pero ves más lejos a la luz del día. Más allá de esos picos la cadena dobla
hacia el sudoeste. Hay muchos mapas en la casa de Elrond, aunque supongo que
nunca pensaste en mirarlos.
—Sí, lo hice, a veces—dijo
Pippin—, pero no los recuerdo. Frodo tiene mejor cabeza que yo para estas cosas.
—Yo no necesito mapas—dijo
Gimli, que se había acercado con Legolas y miraba ahora ante él con una luz
extraña en los ojos profundos—. Esa es la tierra donde trabajaron nuestros
padres, hace tiempo, y hemos grabado la imagen de esas montañas en muchas obras
de metal y de piedra y en muchas canciones e historias. Se alzan muy altas en
nuestros sueños: Baraz, Zirak, Shathûr.
»Sólo las vi una vez
de lejos en la vigilia, pero las conozco y sé cómo se llaman, pues debajo de
ellas está Khazad-dûm, la Mina del Enano, que ahora: llaman el Pozo Oscuro,
Moria en la lengua élfica. Aquel es Barazinbar, el Cuerno Rojo, el cruel
Caradhras; y más allá se encuentran el Cuerno de Plata y el monte Nuboso: Celebdil
el Blanco y Fanuidhol el Gris, que nosotros llamamos Zirak-zigil y Bundushathûr.
»Allí las montañas
Nubladas se dividen y entre los dos brazos se extiende el valle profundo y
oscuro que no podemos olvidar: Azanulbizar, el valle del arroyo Sombrío, que
los elfos llaman Nanduhirion.
—Hacia ese valle vamos—dijo
Gandalf—. Si subimos por el paso llamado la Puerta del Cuerno Rojo, en la falda
opuesta del Caradhras, descenderemos por la Escalera del arroyo Sombrío al
valle profundo de los enanos; allí se encuentran el lago Espejo y los helados
manantiales del cauce de Plata.
—Oscura es el agua del
Kheled-zâram—dijo Gimli—y frías son las fuentes del Kibil-nâla. Se me encoge el
corazón pensando que los veré pronto.
—Que esa visión te
traiga alguna alegría, mi querido enano—dijo Gandalf—. Pero hagas lo que hagas,
no podremos quedarnos en ese valle. Tenemos que seguir el cauce de Plata aguas
abajo hasta los bosques secretos y así hasta el río Grande y luego...
Hizo una pausa.
—Sí, ¿y luego qué?—preguntó
Merry.
—Hacia nuestro
destino, el fin del viaje—dijo Gandalf—. No podemos mirar demasiado adelante.
Alegrémonos de que la primera etapa haya quedado felizmente atrás. Creo que
descansaremos aquí, no sólo hoy sino también esta noche. El aire de Acebeda
tiene algo de sano. Muchos males han de caer sobre un país para que olvide del
todo a los elfos, si alguna vez vivieron ahí.
—Es cierto—dijo
Legolas—. Pero los elfos de esta tierra no eran gente de los bosques como
nosotros, y los árboles y la hierba no los recuerdan. Sólo oigo el lamento de
las piedras, que todavía los lloran: Profundamente cavaron en nosotras,
bellamente nos trabajaron, altas nos erigieron; pero han desaparecido. Han
desaparecido. Fueron en busca de los puertos mucho tiempo atrás.
Aquella mañana
encendieron un fuego en un hueco profundo, velado por grandes macizos de acebos,
y por vez primera desde que dejaran Rivendel tuvieron una cena-desayuno feliz.
No corrieron en seguida a la cama, pues esperaban tener toda la noche para
dormir y no partirían de nuevo hasta la noche del día siguiente. Sólo Aragorn
guardaba silencio, inquieto. Al cabo de un rato dejó la Compañía y caminó hasta
el borde del hoyo; allí se quedó a la sombra de un árbol, mirando al sur y al
oeste, con la cabeza ladeada como si estuviera escuchando. Luego se volvió y
miró a los otros que reían y charlaban.
—¿Qué pasa, Trancos?—llamó
Merry—. ¿Qué estás buscando? ¿Echas de menos el viento del este?
—No por cierto—respondió
Trancos—. Pero algo echo de menos. He estado en el país de Acebeda en muchas
estaciones. Ninguna gente las habita ahora, pero hay animales que viven aquí en
todas las épocas, especialmente pájaros. Ahora sin embargo todo está callado,
excepto vosotros. Puedo sentirlo. No hay ningún sonido en muchas millas a la
redonda y vuestras voces resuenan como un eco. No lo entiendo.
Gandalf alzó la vista
con repentino interés. —¿Cuál crees que sea la razón?—preguntó—. ¿Habría otra
aparte de la sorpresa de ver a cuatro hobbits, para no mencionar el resto, en
sitios donde no se ve ni se oye a casi nadie?
—Ojalá sea así—respondió
Trancos—. Pero tengo una impresión de acechanza y temor que nunca conocí aquí
antes.
—Entonces tenemos que
cuidarnos—dijo Gandalf—. Si traes a un montaraz contigo, es bueno prestarle
atención, más aún si el montaraz es Aragorn. No hablemos en voz alta.
Descansemos tranquilos y vigilemos.
Ese día le tocaba a
Sam hacer la primera guardia, pero Aragorn se le unió. Los otros se durmieron.
Luego el silencio creció de tal modo que hasta Sam lo advirtió. La respiración
de los que dormían podía oírse claramente. Los meneos de la cola del poni y los
ocasionales movimientos de los cascos se convirtieron en fuertes ruidos. Sam se
movía y alcanzaba a oír cómo le crujían las articulaciones. Un silencio de
muerte reinaba alrededor y por encima del todo se extendía un cielo azul y
claro, mientras el sol ascendía en el este. A lo lejos, en el sur, apareció una
mancha oscura que creció y fue hacia el norte como un humo llevado por el
viento.
—¿Qué es eso, Trancos?
No parece una nube—le susurró Sam a Aragorn. Aragorn no respondió; tenía los ojos
clavados en el cielo. Pero Sam no tardó en reconocer lo que se acercaba.
Bandadas de pájaros, que volaban muy rápidamente y en círculos, yendo de un
lado a otro, como buscando algo; y estaban cada vez más próximas.
—¡Échate al suelo y no
te muevas!—siseó Aragorn, arrastrando a Sam a la sombra de una mata de acebos,
pues todo un regimiento de pájaros acababa de desprenderse de la bandada
principal y se acercaba volando bajo. Sam pensó que eran una especie de grandes
cuervos. Mientras pasaban sobre la loma, en una columna tan apretada que la
sombra los seguía oscuramente por el suelo, se oyó un único y ronco graznido.
No hasta que los
pájaros hubieron desaparecido en la distancia, al norte y al oeste, y el cielo
se hubo aclarado otra vez, se incorporó de nuevo Aragorn. Dio un salto entonces
y fue a despertar a Gandalf.
—Regimientos de
cuervos negros están volando de aquí para allá entre las montañas y el Aguada
Gris—dijo—y han pasado sobre Acebeda. No son nativos de aquí; son crebain
de Fangorn y de las Tierras Brunas. No sé qué les ocurre; quizás hay algún
problema allá en el sur del que vienen huyendo; pero creo que están espiando la
región. He visto además algunos halcones volando alto en el cielo. Pienso que
debiéramos partir de nuevo esta misma noche. Acebeda ya no es un lugar seguro
para nosotros; es un lugar vigilado.
—Y en ese caso lo
mismo será en la Puerta del Cuerno Rojo—dijo Gandalf—.Y no alcanzo a imaginar
cómo podríamos pasar por allí sin ser vistos. Pero lo pensaremos cuando sea el momento.
En cuanto a partir cuando oscurezca, temo que tengas razón.
—Por suerte nuestro
fuego humeó poco y sólo quedaban unas brasas cuando vinieron los crebain—dijo
Aragorn—. Hay que apagarlo y ya no encenderlo más.
—Bueno, ¡qué calamidad
y qué fastidio!—dijo Pippin. Las noticias: no más fuego y caminar otra vez de
noche, le habían sido transmitidas tan pronto como despertó poco después de
media tarde—. ¡Todo a causa de una bandada de cuervos! Yo había estado
esperando que esta noche comiésemos bien, algo caliente.
—Bueno, puedes seguir
esperando—dijo Gandalf—. Quizá tengas todavía muchos banquetes inesperados. En
cuanto a mí me gustaría fumar cómodamente una pipa y calentarme los pies. Sin
embargo, de algo al menos estamos seguros: habrá más calor a medida que vayamos
hacia el sur.
—Demasiado calor, no
me sorprendería—le murmuró Sam a Frodo—. Pero empiezo a pensar que es tiempo de
echarle un vistazo a esa montaña de fuego y ver el fin del camino, por así
decir. Yo creía al principio que este Cuerno Rojo, o como se llame, sería la montaña,
hasta que Gimli nos habló. Qué lenguaje este de los enanos, ¡para romperle a
uno las mandíbulas! —Los mapas no le decían nada a Sam y en estas tierras
desconocidas todas las distancias parecían tan vastas que él ya había perdido
la cuenta.
Todo aquel día la
Compañía permaneció oculta. Los pájaros oscuros pasaron sobre ellos una y otra
vez y cuando el sol poniente enrojeció desaparecieron en el sur. Al anochecer,
la Compañía se puso en marcha y volviéndose ahora un poco al este se
encaminaron hacia el lejano Caradhras, que era todavía un débil reflejo rojo a
la última luz del sol desvanecido. Una tras otra fueron asomando las estrellas
blancas, en el cielo que se apagaba.
Guiados por Aragorn
encontraron un buen sendero. Le pareció a Frodo que eran los restos de un
antiguo camino, en otro tiempo ancho y bien trazado, y que iba de Acebeda al
paso montañoso. La luna, llena ahora, se alzó por encima de las montañas y
difundió una pálida luz en donde las sombras de las piedras eran negras. Muchas
de ellas parecían trabajadas a mano, aunque ahora yacían tumbadas y arruinadas
en una tierra desierta y árida.
Era la hora de frío
glacial que precede a la aparición del alba y la luna había descendido. Frodo
alzó los ojos al cielo. De pronto vio o sintió que una sombra cruzaba por
delante de las estrellas, como si se hubieran apagado un momento y en seguida
brillaran otra vez. Se estremeció.
—¿Viste algo que pasó
por allá arriba?—le susurró a Gandalf—. Quizá no era nada, sólo un jirón de
nube.
—Se movía rápido
entonces—dijo Aragorn—y no con el viento.
Ninguna otra cosa
ocurrió esa noche. A la mañana siguiente el alba fue todavía más brillante,
pero de nuevo hacía mucho frío y ya el viento soplaba otra vez del este.
Marcharon dos noches más, subiendo siempre pero más lentamente a medida que el
camino torcía hacia las lomas y las montañas subían acercándose. En la tercera
mañana el Caradhras se elevaba ante ellos, una cima majestuosa, coronada de
nieve plateada, pero de faldas desnudas y abruptas, de un rojo cobrizo, como
tinto en sangre.
El cielo parecía negro
y el sol era pálido. El viento había cambiado ahora al nordeste. Gandalf husmeó
el aire y se volvió.
—El invierno avanza
detrás de nosotros—le dijo en voz baja a Aragorn—. Las cimas aquellas del norte
están más blancas; la nieve ha descendido a las estribaciones. Esta noche
estaremos ya a bastante altura, camino de la Puerta del Cuerno Rojo. En ese
camino angosto es muy posible que nos vean y quizá nos tiendan alguna trampa;
pero creo que el mal tiempo será nuestro peor enemigo. ¿Qué piensas ahora de
este itinerario, Aragorn?
Frodo alcanzó a oír
estas palabras y entendió que Gandalf y Aragorn estaban continuando una discusión
que había comenzado mucho antes. Prestó atención, con cierta ansiedad.
—No pienso nada bueno
del principio al fin y tú lo sabes bien, Gandalf—respondió Aragorn—. Y a medida
que vayamos adelante aumentarán los peligros, conocidos y desconocidos. Pero
tenemos que seguir; de nada serviría demorar el cruce de las montañas. Más al
sur no hay desfiladeros hasta llegar al Paso de Rohan. Desde tus informes sobre
Saruman, no me atrae ese camino. Quién sabe a qué bando sirven ahora los
mariscales de los señores de los caballos.
—¡Quién sabe, en
verdad!—dijo Gandalf—. Pero hay otro camino, que no es el paso de Caradhras: el
camino secreto y oscuro del que ya hablamos una vez.
—¡No volvamos a
nombrarlo! No todavía. No digas nada a los otros, te lo suplico, no hasta estar
seguros de que no hay otro remedio.
—Tenemos que
decidirnos antes de continuar—respondió Gandalf.
—Entonces consideremos
ahora el asunto, mientras los otros descansan y duermen—dijo Aragorn.
Al atardecer, mientras
los demás concluían el desayuno, Gandalf y Aragorn se hicieron a un lado y se
quedaron mirando el Caradhras. Los flancos parecían ahora sombríos y lúgubres y
había una nube sobre la cima. Frodo los observaba, preguntándose qué rumbos
tomaría la discusión. Por fin los dos volvieron al grupo y Gandalf habló y
Frodo supo que habían decidido enfrentar el mal tiempo y los peligros del paso.
Se sintió aliviado. No imaginaba qué podía ser ese otro camino, oscuro y
secreto, pero había bastado que Gandalf lo mencionase para que Aragorn
pareciera espantado. Era una suerte que hubieran abandonado ese plan.
—Por los signos que
hemos visto últimamente—dijo Gandalf—, temo que estén vigilando la entrada del
Cuerno Rojo, y tengo mis dudas sobre el tiempo que está preparándose ahí
detrás. Puede haber nieve. Tenemos que viajar lo más rápido posible. Aun así
necesitaremos más de dos jornadas de marcha para llegar a la cima del paso. Hoy
oscurecerá pronto. Partiremos en cuanto estéis listos.
—Yo añadiría una
pequeña advertencia, si se me permite—dijo Boromir—. Nací a la sombra de las montañas
Blancas y algo sé de viajes por las alturas. Antes de descender del otro lado,
encontraremos un frío penetrante, si no peor. De nada servirá ocultarnos hasta
morir de frío. Cuando dejemos este lugar, donde hay todavía unos pocos árboles
y arbustos, cada uno de nosotros ha de llevar un haz de leña, tan grande como
le sea posible.
—Y Bill podrá llevar
un poco más, ¿no es cierto, compañero?—dijo Sam. El poni lo miró con aire de
pesadumbre.
—Muy bien—dijo Gandalf—.
Pero no usaremos la leña... no mientras no haya que elegir entre el fuego y la
muerte.
La Compañía se puso de
nuevo en marcha, muy rápidamente al principio; pero pronto el sendero se hizo
abrupto y dificultoso; serpeaba una y otra vez subiendo siempre y en algunos
lugares casi desaparecía entre muchas piedras caídas. La noche estaba oscura,
bajo un cielo nublado. Un viento helado se abría paso entre las rocas. A
medianoche habían llegado a las faldas de las grandes montañas. El estrecho
sendero bordeaba ahora una pared de acantilados a la izquierda y sobre esa
pared los flancos siniestros del Caradhras subían perdiéndose en la oscuridad;
a la derecha se abría un abismo de negrura en el sitio en que el terreno caía a
pique en una profunda hondonada.
Treparon
trabajosamente por una cuesta empinada y se detuvieron arriba un momento. Frodo
sintió que algo blando le tocaba la mejilla. Extendió el brazo y vio que unos
diminutos copos de nieve se le posaban en la manga.
Continuaron. Pero poco
después la nieve caía apretadamente, arremolinándose ante los ojos de Frodo.
Apenas podía ver las figuras sombrías y encorvadas de Gandalf y Aragorn, que
marchaban delante a uno o dos pasos.
—Esto no me gusta—jadeó
Sam, que venía detrás—. No tengo nada contra la nieve en una mañana hermosa,
pero prefiero estar en cama cuando cae. Sería bueno que toda esta cantidad
llegara a Hobbiton. La gente de allí le daría la bienvenida. —Excepto en los
páramos altos de la Cuaderna del Norte las nevadas copiosas eran raras en La
Comarca y se las recibía como un acontecimiento agradable y una posibilidad de
diversión. Ningún hobbit viviente (excepto Bilbo) podía recordar el terrible
invierno de 1311, cuando los lobos blancos invadieran La Comarca cruzando las
aguas heladas del Brandivino.
Gandalf se detuvo. La
nieve se le acumulaba sobre la capucha y los hombros y le llegaba ya a los
tobillos.
—Esto es lo que me
temía—dijo—. ¿Qué opinas ahora, Aragorn?
—También yo lo temía—respondió
Aragorn—, pero menos que otras cosas. Conozco el riesgo de la nieve, aunque
pocas veces cae copiosamente tan al sur, excepto en las alturas. Pero no
estamos aún muy arriba; estamos bastante abajo, donde los pasos no se cierran
casi nunca en el invierno.
—Me pregunto si no
será una treta del enemigo—dijo Boromir—. Dicen en mi país que él comanda las
tormentas en las montañas de Sombra que rodean a Mordor. Dispone de raros
poderes y de muchos aliados.
—El brazo le ha
crecido de veras—dijo Gimli—si puede traer nieve desde el norte para
molestarnos aquí a trescientas leguas [1448
kilómetros] de
distancia.
—El brazo le ha
crecido—dijo Gandalf.
Mientras estaban allí
detenidos, el viento amainó y la nieve disminuyó hasta cesar casi del todo.
Echaron a caminar otra vez. Pero no habían avanzado mucho cuando la tormenta
volvió con renovada furia. El viento silbaba y la nieve se convirtió en una
cellisca enceguecedora. Pronto aún para Boromir fue difícil continuar. Los
hobbits, doblando el cuerpo, iban detrás de los más altos, pero era obvio que
no podrían seguir así, si continuaba nevando. Frodo sentía que los pies le
pesaban como plomo. Pippin se arrastraba detrás. Aún Gimli, tan fuerte como
cualquier otro enano, refunfuñaba tambaleándose.
De pronto la Compañía
hizo alto, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo sin que mediara una
palabra. De las tinieblas de alrededor les llegaban unos ruidos misteriosos.
Quizá no era más que una jugarreta del viento en las grietas y hendiduras de la
pared rocosa, pero los sonidos parecían chillidos agudos, o salvajes estallidos
de risa. Unas piedras comenzaron a caer desde la falda de la montaña, silbando
sobre las cabezas de los viajeros, o estrellándose en la senda. De cuando en
cuando se oía un estruendo apagado, como si un peñasco bajara rodando desde las
alturas ocultas.
—No podemos avanzar
más esta noche—dijo Boromir—. Que llamen a esto el viento, si así lo
desean; hay voces siniestras en el aire y estas piedras están dirigidas contra
nosotros.
—Yo lo llamaré el
viento—dijo Aragorn—. Pero eso no quita que hayas dicho la verdad. Hay
muchas cosas malignas y hostiles en el mundo que tienen poca simpatía por
quienes andan en dos patas; sin embargo no son cómplices de Sauron y tienen sus
propios motivos. Algunas estaban en este mundo mucho antes que él.
—Caradhras era llamado
el Cruel y tenía mala reputación—dijo Gimli—hace ya muchos años, cuando
aún no se había oído de Sauron en estas tierras.
—Importa poco quién es
el enemigo, si no podemos rechazarlo—dijo Gandalf.
—¿Pero qué haremos?—exclamó
Pippin, desesperado. Se había apoyado en Merry y Frodo y temblaba de pies a
cabeza.
—O nos detenemos aquí
mismo, o retrocedemos—dijo Gandalf—. No conviene continuar. Apenas un poco más
arriba, si mal no recuerdo, el sendero deja el acantilado y corre por una ancha
hondonada al pie de una pendiente larga y abrupta. Nada nos defenderá allí de
la nieve, o las piedras, o cualquier otra cosa.
—Y no conviene volver
mientras arrecia la tormenta—dijo Aragorn—. No hemos pasado hasta ahora por
ningún sitio que nos ofrezca un refugio mejor.
—¡Refugio!—murmuró Sam—.
Si esto es un refugio, entonces una pared sin techo es una casa.
La Compañía se apretó
todo lo posible contra la pared de roca. Miraba al sur y cerca del suelo
sobresalía un poco y ellos esperaban que los protegiera del viento del norte y
las piedras que caían. Pero las ráfagas se arremolinaban alrededor y la nieve
descendía en nubes cada vez más espesas.
Estaban todos juntos,
de espaldas a la pared. Bill el poni se mantenía en pie pacientemente pero con
aire abatido frente a los hobbits, resguardándolos un poco;
la nieve amontonada no
tardó en llegarle a los corvejones y seguía subiendo. Si no hubiesen tenido
compañeros de mayor tamaño, los hobbits habrían quedado pronto sepultados bajo
la nieve.
Una gran somnolencia
cayó sobre Frodo, y sintió que se hundía en un sueño tibio y confuso. Pensó que
un fuego le calentaba los pies, y desde las sombras al otro lado de las llamas
le llegó la voz de Bilbo: No me parece gran cosa tu diario, dijo. Tormentas
de nieve el doce de enero. No había necesidad de volver para traer esa noticia.
Pero yo quería
descansar y dormir, Bilbo,
respondió Frodo con un esfuerzo; sintió entonces que lo sacudían y recuperó
dolorosamente la conciencia. Boromir lo había levantado sacándolo de un nido de
nieve.
—Esto será la muerte
de los medianos, Gandalf—dijo Boromir—. Es inútil quedarse aquí sentado
mientras la nieve sube por encima de nuestras cabezas. Tenemos que hacer algo
para salvarnos.
—Dale esto—dijo
Gandalf buscando en sus alforjas y sacando un frasco de cuero—. Sólo un trago
cada uno. Es muy precioso. Es miruvor, el cordial de Imladris que Elrond
me dio al partir. ¡Pásalo!
Tan pronto como Frodo
hubo tragado un poco de aquel licor tibio y perfumado, sintió una nueva fuerza
en el corazón y los miembros libres de aquel pesado letargo. Los otros
revivieron también, con una esperanza y un vigor renovados. Pero la nieve no
cesaba. Giraba alrededor más espesa que nunca y el viento soplaba con mayor
ruido.
—¿Qué tal un fuego?—preguntó
Boromir bruscamente—. Parecería que ha llegado el momento de decidirse: el
fuego o la muerte, Gandalf. Cuando la nieve nos haya cubierto estaremos sin
duda ocultos a los ojos hostiles, pero eso no nos ayudará.
—Haz un fuego si
puedes—respondió Gandalf—. Si hay centinelas capaces de aguantar esta tormenta,
nos verán de todos modos, con fuego o sin fuego.
Aunque habían traído
madera y ramitas por consejo de Boromir, estaba más allá de la habilidad de un
elfo o aún de un enano encender una llama que no se apagase en los remolinos de
viento o que prendiera en el combustible mojado. Al fin Gandalf mismo
intervino, de mala gana. Tomando un leño lo alzó un momento y luego junto con
una orden, ¡naur an edraith ammen!, le hundió en el medio la punta de su
vara. Inmediatamente brotó una llama verde y azul y la madera ardió
chisporroteando.
—Si alguien ha estado
mirándonos, entonces yo al menos me he revelado a él—dijo—. He escrito Gandalf
está aquí en unos caracteres que cualquiera podría leer, desde Rivendel
hasta las bocas del Anduin.
Pero ya poco le
importaban a la Compañía los centinelas o los ojos hostiles. El resplandor del
fuego les regocijaba el corazón. La madera ardía animadamente y aunque todo
alrededor sisease la nieve y un agua enlodada les mojase los pies, se
complacían en calentarse las manos al calor del fuego. Estaban de pie,
inclinados, en círculo alrededor de las llamitas danzantes. Una luz roja les
encendía las caras fatigadas y ansiosas; detrás la noche era como un muro
negro. Pero la madera ardía con rapidez y aún caía la nieve.
El fuego se apagaba; echaron el último leño.
—La noche envejece—dijo
Aragorn—. El amanecer no tardará.
—Si hay algún amanecer
capaz de traspasar estas nubes—dijo Gimli.
Boromir se apartó del
círculo y clavó los ojos en la oscuridad.
—La nieve disminuye y
amaina el viento.
Frodo observó
cansadamente los copos que todavía caían saliendo de la oscuridad y revelándose
un momento a la luz del fuego moribundo, pero durante largo rato no notó que
nevara menos. Luego, de pronto, cuando el sueño comenzaba de nuevo a invadirle,
se dio cuenta de que el viento había cesado de veras, y que los copos eran
ahora más grandes y escasos. Muy lentamente, una luz pálida comenzó a insinuarse.
Al fin la nieve dejó de caer.
A medida que
aumentaba, la luz iba descubriendo un mundo silencioso y amortajado. Desde la
altura del refugio se veían abismos informes y jorobas y cúpulas blancas que
ocultaban el camino por donde habían venido; pero unas grandes nubes, todavía
pesadas, amenazando nieve, envolvían las cimas más altas.
Gimli alzó los ojos y
sacudió la cabeza. —Caradhras no nos ha perdonado—dijo—. Tiene todavía más nieve para
echárnosla encima, si seguimos adelante. Cuanto más pronto volvamos y
descendamos, mejor será.
Todos estuvieron de
acuerdo, pero la retirada era ahora difícil, quizás imposible. Sólo a unos
pocos pasos de la ceniza de la hoguera, la capa de nieve era de varios pies,
más alta que los hobbits; en algunos sitios el viento la había amontonado
contra la pared.
—Si Gandalf fuera
delante de nosotros con una llama, quizá pudiera fundirnos un sendero—dijo
Legolas. La tormenta no lo había molestado mucho y era el único de la Compañía
que aún parecía animado.
—Si los elfos volaran
por encima de las montañas, podrían traernos el sol y salvarnos—contestó
Gandalf—. Pero necesito materiales para trabajar. No puedo quemar nieve.
—Bueno—dijo Boromir—, cuando
las cabezas no saben qué hacer hay que recurrir a los cuerpos, como dicen
en mi país. Los más fuertes de nosotros tienen que buscar un camino. ¡Mirad! Aunque
ahora todo está cubierto de nieve, nuestro sendero, cuando subíamos, se
desviaba en aquella saliente de roca de allí abajo. Fue allí donde la nieve
comenzó a pesarnos. Si pudiéramos llegar a ese sitio, quizá fuera más fácil
continuar. No estamos a más de doscientas yardas [183 metros],
me parece.
—¡Entonces vayamos
allí, tú y yo!—dijo Aragorn.
Aragorn era el más
alto de la Compañía, pero Boromir, apenas más bajo, era más fornido y ancho de
hombros. Fue delante y Aragorn lo siguió. Se alejaron, lentamente, y pronto les
costó trabajo moverse. En algunos sitios la nieve les llegaba al pecho y muy a
menudo Boromir parecía nadar o cavar con los grandes brazos más que caminar.
Legolas los observó un
rato con una sonrisa en los labios y luego se volvió hacia los otros. —¿Los más
fuertes tienen que buscar un camino, dijeron? Pero yo digo: que el labrador
empuje el arado, pero elige una nutria para nadar, y para correr levemente
sobre la hierba y las hojas, o sobre la nieve... un elfo.
Diciendo esto saltó
ágilmente y entonces Frodo notó como si fuese la primera vez, aunque lo sabía
desde hacía tiempo, que el elfo no llevaba botas sino el calzado liviano de
costumbre y que sus pies apenas dejaban huellas en la nieve.
—¡Adiós!—le dijo
Legolas a Gandalf—. Voy en busca del sol. Luego, con la rapidez de un corredor
sobre arenas firmes, se precipitó hacia delante, y alcanzando en seguida a los
hombres que se esforzaban en la nieve, saludándolos con la mano los dejó atrás,
continuó corriendo y desapareció detrás de la saliente rocosa.
Los otros esperaron
apretados unos contra otros, mirando hasta que Boromir y Aragorn fueron dos
motas negras en la blancura. Al fin ellos también se perdieron de vista. El
tiempo pasó arrastrándose. Las nubes bajaron y unos copos de nieve giraron en
el aire, cayendo.
Transcurrió quizás una
hora, aunque pareció mucho más, y al fin vieron que Legolas regresaba. Al mismo
tiempo Boromir y Aragorn reaparecieron muy atrás en la vuelta del sendero y
subieron trabajosamente la pendiente.
—Bueno—exclamó Legolas
mientras trepaba corriendo—, no he traído el sol. Él está paseándose por los
campos azules del sur y una coronita de nieve sobre la cima del Cuerno Rojo no
lo incómoda demasiado. Pero traigo un rayo de buena esperanza para quienes
están condenados a seguir a pie. La nieve se ha amontonado de veras justo
después de la saliente, y allí nuestros hombres fuertes casi mueren enterrados.
No sabían qué hacer hasta que volví y les dije que la nieve no era más espesa
que un muro. Y del otro lado hay mucha menos nieve, y un poco más abajo es sólo
un mantillo blanco, bueno para refrescarles los pies a los hobbits.
—Ah, como dije antes—se
quejó Gimli—. No era una tormenta ordinaria, sino la mala voluntad de
Caradhras. No gusta de los elfos ni de los enanos y acumuló esa nieve para
cerrarnos el paso.
—Pero por suerte tu
Caradhras olvidó que venían hombres contigo—dijo Boromir—. Y hombres valientes
también, si puedo decirlo; aunque unos hombres menores pero con palas hubiesen
servido mejor. Sin embargo, hemos abierto un sendero entre la nieve y aquellos
que no corren tan levemente como los elfos nos estarán sin duda agradecidos.
—¿Pero cómo llegaremos
allí abajo, aunque hayáis abierto esa senda?—dijo Pippin, expresando el
pensamiento de todos los hobbits.
—¡Tened esperanza!—dijo
Boromir—. Estoy cansado, pero todavía me quedan fuerzas y lo mismo Aragorn.
Cargaremos a los más pequeños. Los otros se las arreglarán sin duda para
seguirnos. ¡Vamos, señor Peregrin! Comenzaré contigo.
Levantó al hobbit. —¡Sujétate
a mi espalda! Necesitaré de mis brazos—dijo, y se lanzó hacia adelante. Lo
siguió Aragorn cargando a Merry. Pippin estaba maravillado de la fuerza de
Boromir, viendo el pasaje que había logrado abrir sin otro instrumento que el
de sus grandes miembros. Aún ahora, cargado como estaba, echaba nieve a los
costados ensanchando la senda para quienes venían detrás.
Llegaron al fin a la
barrera de nieve. Cruzaba el sendero montañoso como una pared inesperada y
desnuda, y el borde superior, afilado, como tallado a cuchillo, se elevaba a
una altura dos veces mayor que Boromir, pero por el medio corría un pasaje que
subía y bajaba como un puente. Merry y Pippin fueron depositados en el suelo,
del otro lado y allí esperaron con Legolas a que llegara el resto de la
Compañía.
Al cabo de un rato
Boromir volvió trayendo a Sam. Detrás, en el sendero estrecho, pero ahora
firme, apareció Gandalf conduciendo a Bill; Gimli venía montado entre el
equipaje. Al fin llegó Aragorn, con Frodo. Vinieron por la senda, pero apenas
Frodo había tocado el suelo cuando se oyó un gruñido sordo y una cascada de
piedras y nieve se precipitó detrás de ellos. La polvareda encegueció casi a la
Compañía mientras se acurrucaban contra la pared, y cuando el aire se aclaró
vieron que el sendero por donde habían venido estaba ahora bloqueado.
—¡Basta! ¡Basta!—gritó
Gimli—. ¡Nos iremos lo antes posible! —Y en verdad con este último golpe la
malicia de la montaña pareció agotarse, como si a Caradhras le bastara que los
invasores hubiesen sido rechazados y que no se atrevieran a volver. La amenaza
de nieve pasó; las nubes empezaron a abrirse y la luz aumentó.
Como Legolas había informado,
descubrieron que la nieve era cada vez menos espesa, a medida que avanzaban, de
modo que hasta los hobbits podían ir a pie. Pronto se encontraron una vez más
sobre la cornisa en que terminaba la ladera y donde la noche anterior habían
sentido caer los primeros copos de nieve.
La mañana no estaba
muy avanzada. Volvieron la cabeza y miraron desde aquella altura las tierras
más bajas del oeste. Lejos, en los terrenos abruptos que se extendían al pie de
la montaña, se encontraba la hondonada donde habían comenzado a subir hacia el
paso.
A Frodo le dolían las
piernas. Estaba helado hasta los huesos y hambriento y la cabeza le daba
vueltas cuando pensaba en la larga y dolorosa bajada. Unas manchas negras le
flotaban ante los ojos. Se los frotó, pero las manchas negras no
desaparecieron. A lo lejos, abajo, pero ya encima de las primeras
estribaciones, unos puntos oscuros describían círculos en el aire.
—¡Otra vez los
pájaros!—dijo Aragorn señalando.
—No podernos hacer
nada ahora—dijo Gandalf—. Sean bondadosos o malvados, o aunque no tengan
ninguna relación con nosotros, tenemos que bajar en seguida. ¡No esperemos ni
siquiera en las rodillas de Caradhras a que caiga de nuevo la noche!
Un viento frío los
siguió mientras daban la espalda a la Puerta del Cuerno Rojo y bajaban por la
pendiente tropezando de fatiga. Caradhras los había derrotado.
XVII.UN VIAJE EN LA OSCURIDAD
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO II—CAPÍTULO IV
La luz gris menguaba
otra vez rápidamente, cuando se detuvieron a pasar la noche. Estaban muy
cansados. La oscuridad creciente velaba las montañas y el aire era frío.
Gandalf le dio a cada uno un trago más del miruvor de Rivendel. Luego de comer
invitó a los otros a discutir la situación.
—No podemos, por
supuesto, continuar esta noche—dijo—. El ataque en la Puerta del Cuerno Rojo
nos ha dejado agotados y tenemos que descansar.
—¿Y luego adónde
iremos?—preguntó Frodo.
—El viaje no ha
terminado y no hemos cumplido aún nuestra misión—respondió Gandalf—. No podemos
hacer otra cosa que continuar, o regresar a Rivendel.
El rostro se le
iluminó a Pippin ante la sola mención de retornar a Rivendel. Merry y Sam se
miraron esperanzados. Pero Aragorn y Boromir no reaccionaron. Frodo parecía
preocupado.
—Me gustaría estar
allí de vuelta—dijo—. ¿Pero cómo regresar sin sentirnos avergonzados? A no ser
que no haya en verdad otro camino y que nos declaremos vencidos.
—Tienes razón, Frodo—dijo
Gandalf—, regresar es admitir la derrota y enfrentar luego derrotas peores. Si
regresamos ahora, el Anillo tendrá que quedarse allí; no podremos partir otra
vez. Luego, tarde o temprano, Rivendel será sitiada y destruida a corto y
amargo plazo. Los espectros del Anillo son enemigos mortales, pero sólo sombras
del poder y del terror que llegarían a manejar si el Anillo Soberano cae de
nuevo en manos de Sauron.
—Entonces tenemos que
continuar, si hay un camino—dijo Frodo suspirando. Sam tenía de nuevo un aire
lúgubre.
—Hay un camino que
podemos probar—dijo Gandalf—. Desde el comienzo, cuando consideré por vez
primera este viaje, pensé que valía la pena intentarlo. Pero no es un camino
agradable y no os dije nada. Aragorn no estaba de acuerdo, al menos no hasta
que intentáramos cruzar las montañas.
—Si es un camino peor
que el de la Puerta del Cuerno Rojo, tiene que ser realmente malo—dijo Merry—.
Pero será mejor que nos hables y nos enteremos en seguida de lo peor.
—El camino de que
hablo conduce a las Minas de Moria—dijo Gandalf. Sólo Gimli alzó la cabeza, con
un fuego de brasas en la mirada. Todos los demás sintieron miedo de pronto. Aún
para los hobbits era una leyenda que evocaba un oscuro terror.
—El camino puede
llevar a Moria, ¿pero cómo podríamos saber si nos sacará de Moria?—dijo
Aragorn, sombrío.
—Es un nombre de malos
augurios—dijo Boromir—. Y no veo la necesidad de ir allí. Si no podemos cruzar
las montañas, viajemos hacia el sur hasta el Paso de Rohan donde los hombres
son amigos de mi pueblo, tomando el camino que yo seguí hasta aquí. O podemos
ir todavía más lejos y cruzar el Isen hasta playa Larga y Lebennin y así llegar
a Gondor desde las regiones cercanas al mar.
—Las cosas han
cambiado desde que viniste al norte, Boromir—replicó Gandalf—. ¿No oíste lo que dije de
Saruman? Quizá tengamos que arreglar cuentas antes que esto haya terminado.
Pero el Anillo no ha de acercarse a Isengard, si podemos impedirlo. El Paso de
Rohan está cerrado para nosotros mientras vayamos con el Portador.
»En cuanto al camino
más largo: no tenemos tiempo. Un viaje semejante podría llevarnos un año y
tendríamos que pasar por muchas tierras desiertas donde no encontraríamos
ningún refugio. Y no estaríamos seguros. Los ojos vigilantes de Saruman y el
enemigo están puestos en esas tierras. Cuando viniste al norte, Boromir, no
eras a los ojos del enemigo más que un viajero extraviado del sur y asunto de
poca monta para él; no pensaba en otra cosa que en perseguir el Anillo. Pero
ahora volverías como miembro de la Compañía del Anillo y estarías en peligro
mientras permanecieses con nosotros. El peligro aumentaría con cada legua que
hiciésemos hacia el sur bajo el cielo desnudo.
»Desde que intentamos
cruzar el paso, nuestra situación se ha hecho aún más difícil, temo. Veo pocas
esperanzas, si no nos perdemos de vista durante un tiempo y cubrimos nuestras
huellas. Por lo tanto aconsejo que no vayamos por encima de las montañas, ni
rodeándolas, sino por debajo. De cualquier modo es una ruta que el enemigo no
esperará que tomemos.
—No sabemos lo que él
espera—dijo Boromir—. Quizá vigile todas las rutas, las probables y las
improbables. En ese caso entrar en Moria sería meterse en una trampa, apenas
mejor que ir a golpear las puertas de la Torre Oscura. El nombre de Moria
es tétrico.
—Hablas de lo que no
sabes, cuando comparas a Moria con la fortaleza de Sauron—respondió Gandalf—. De
todos nosotros yo he sido el único que he estado alguna vez en los calabozos
del Señor Oscuro y esto sólo en la morada de Dol Guldur, más antigua y menos
importante. Quienes cruzan las puertas de Barad-dûr no vuelven nunca. Pero yo
no os llevaría a Moria si no hubiese ninguna esperanza de salir. Si hay orcos
allí, lo pasaremos mal, es cierto. Pero la mayoría de los orcos de las montañas
Nubladas fueron diseminados o destruidos en la Batalla de los Cinco Ejércitos.
Las águilas informan que los orcos están viniendo otra vez desde lejos, pero
hay esperanzas de que Moria esté todavía libre.
»Hasta es posible que
haya enanos allí y que en alguna sala subterránea construida en otro tiempo
encontremos a Balin hijo de Fundin. De cualquier modo, la necesidad nos dicta
este camino.
—¡Iré contigo,
Gandalf!—dijo Gimli—. Iré contigo y exploraré las salas de Durin, cualquiera
sea el riesgo, si encuentras las puertas que están cerradas.
—¡Bien, Gimli!—dijo
Gandalf—. Tú me alientas. Buscaremos juntos las puertas ocultas y las
cruzaremos. En las ruinas de los enanos, una cabeza de enano se confundirá
menos que un elfo, o un hombre o un Hobbit. No será la primera vez que entro en
Moria. Busqué allí mucho tiempo a Thráin hijo de Thrór, después que
desapareció. ¡Estuve en Moria y salí con vida!
—Yo también crucé una
vez la Puerta del arroyo Sombrío—dijo Aragorn serenamente—. Pero aunque salí
como tú, guardo un recuerdo siniestro. No deseo entrar en Moria una segunda
vez.
—Y yo ni siquiera una
vez—dijo Pippin.
—Yo tampoco—murmuró
Sam.
—¡Claro que no!—dijo
Gandalf—. ¿Quién lo desearía? Pero la pregunta es: ¿quién me seguirá, si os
guío hasta allí?
—Yo—dijo Gimli con vehemencia.
—Yo—masculló Aragorn—.
Tú me seguiste casi hasta el desastre en la nieve y no te quejaste ni una vez.
Yo te seguiré ahora, si esta última advertencia no te conmueve. No pienso ahora
en el Anillo ni en ninguno de nosotros, Gandalf, sino en ti. Y te digo: si
cruzas las puertas de Moria, ¡cuidado!
—Yo no iré—dijo
Boromir—, a menos que todos voten contra mí. ¿Qué dicen Legolas y la gente
pequeña? Tendríamos que oír, me parece, la opinión del Portador del Anillo.
—Yo no deseo ir a
Moria—dijo Legolas.
Los hobbits no dijeron
nada. Sam miró a Frodo. Al fin Frodo habló. —No deseo ir—dijo—, pero tampoco
quiero rechazar el consejo de Gandalf. Ruego que no se vote hasta que lo
hayamos pensado bien. Apoyaremos a Gandalf más fácilmente a la luz de la mañana
que en esta fría oscuridad. ¡Cómo aúlla el viento!
Con estas palabras
todos se sumieron en una silenciosa reflexión. El viento silbaba entre las
rocas y los árboles y había aullidos y lamentos en los vacíos ámbitos de la
noche.
De pronto Aragorn se incorporó
de un salto. —¿Cómo aúlla el viento?—exclamó—. Aúlla con voz de
lobo. ¡Los huargos han pasado al oeste de las montañas!
—¿Es necesario
entonces esperar a que amanezca?—dijo Gandalf—. Como dije antes, la caza ha
empezado. Aunque vivamos para ver el alba, ¿quién querrá ahora viajar al sur de
noche con los lobos salvajes pisándonos los talones?
—¿A qué distancia está
Moria?—preguntó Boromir.
—Hay una puerta al
sudoeste de Caradhras, a unas quince millas [24 kilómetros] a vuelo de
cuervo y a unas veinte [32 kilómetros] a paso de lobo—respondió Gandalf
con aire sombrío.
—Partamos entonces con
las primeras luces, si podemos—dijo Boromir—. El lobo que se oye es peor que el
orco que se teme.
—¡Cierto!—dijo
Aragorn, soltando la espada en la vaina—. Pero donde el huargo aúlla, el orco
ronda.
—Lamento no haber
seguido el consejo de Elrond—le murmuró Pippin a Sam—. Al fin y al cabo sirvo
de muy poco. No hay bastante en mí de la raza de Bandobras el Toro Bramador:
esos aullidos me hielan la sangre. No recuerdo haberme sentido nunca tan
desdichado.
—El corazón se me ha
caído a los pies, señor Pippin—dijo Sam—. Pero todavía no nos han devorado y
tenemos aquí alguna gente fuerte. No sé qué le estará reservado al viejo
Gandalf, pero apostaría que no es la barriga de un lobo.
Para defenderse
durante la noche, la Compañía subió a la loma que los había abrigado hasta
entonces. Allá arriba en la cima había un grupo de viejos árboles retorcidos y
alrededor un círculo incompleto de grandes piedras. Encendieron un fuego en
medio de las piedras, pues no había esperanza de que la oscuridad y el silencio
los ocultaran a las manadas de lobos cazadores.
Se sentaron alrededor
del fuego y aquellos que no estaban de guardia cayeron en un sueño intranquilo.
El pobre Bill, el poni, temblaba y transpiraba. El aullido de los lobos se oía
ahora todo alrededor, a veces cerca y a veces lejos. En la oscuridad de la
noche alcanzaban a verse muchos ojos brillantes que se asomaban al borde de la
loma. Algunos se adelantaban casi hasta el círculo de piedras. En una brecha
del círculo pudo verse una oscura forma lobuna, que los miraba. De pronto
estalló en un aullido estremecedor, como si fuera un capitán incitando a la
manada al asalto.
Gandalf se incorporó y
dio un paso adelante, alzando la vara. —¡Escucha, bestia de Sauron!—gritó—. Soy
Gandalf. ¡Huye, si das algún valor a tu horrible pellejo! Te secaré del hocico
a la cola, si entras en este círculo.
El lobo gruñó y dio un
gran salto hacia adelante. En ese momento se oyó un chasquido seco. Legolas
había soltado el arco. Un grito espantoso se alzó en la noche y la sombra que
saltaba cayó pesadamente al suelo; la flecha élfica le había atravesado la
garganta. Los ojos vigilantes se apagaron. Gandalf y Aragorn se adelantaron
unos pasos, pero la loma estaba desierta; la manada había huido. El silencio
invadió la oscuridad de alrededor; el viento suspiraba y no traía ningún grito.
La noche terminaba y
la luna menguante se ponía en el oeste, brillando de cuando en cuando entre las
nubes que comenzaban a abrirse. Frodo despertó bruscamente. De improviso, una
tempestad de aullidos feroces y amenazadores estalló alrededor del campamento.
Una hueste de huargos se había acercado en silencio y ahora atacaban desde
todos los lados a la vez.
—¡Rápido, echad
combustible al fuego!—gritó Gandalf a los hobbits—. ¡Desenvainad y poneos
espalda contra espalda!
A la luz de la leña
nueva que se inflamaba y ardía, Frodo vio muchas sombras grises que entraban
saltando en el círculo de piedras. Otras y otras venían detrás. Aragorn lanzó
una estocada y le atravesó la garganta a un lobo enorme, uno de los jefes. Golpeando
de costado, Boromir le cortó la cabeza a otro. Gimli estaba de pie junto a
ellos, las piernas separadas, esgrimiendo su hacha de enano. El arco de Legolas
cantaba.
A la luz oscilante del
fuego pareció que Gandalf crecía de súbito: una gran forma amenazadora que se
elevaba como el monumento de piedra de algún rey antiguo en la cima de una
colina. Inclinándose como una nube, tomó una rama y fue al encuentro de los
lobos. Las bestias retrocedieron. Gandalf arrojó al aire la tea llameante. La
madera se inflamó con un resplandor blanco, como un relámpago en la noche, y la
voz del mago rodó como el trueno:
—Naur an edraith ammen! Naur dan i ngaurhoth!—gritó.
Hubo un estruendo y un
crujido y el árbol que se alzaba sobre él estalló en una floración de llamas
enceguecedoras. El fuego saltó de una copa a otra. Una luz resplandeciente
coronó toda la colina. Las espadas y cuchillos de los defensores brillaron y
refulgieron. La última flecha de Legolas se inflamó en pleno vuelo, y ardiendo
se clavó en el corazón de un gran jefe lobo. Todos los otros escaparon.
El fuego se extinguió
lentamente hasta que sólo quedó un movimiento de cenizas y chispas y una
humareda acre subió en volutas de los muñones quemados de los árboles,
envolviendo oscuramente la loma mientras las primeras luces del alba aparecían
pálidas en el cielo. Los lobos habían sido vencidos y no volverían.
—¿Qué le dije, señor
Pippin?—comentó Sam envainando la espada—. Los lobos no pudieron con él. Fue de
veras una sorpresa. ¡Casi se me chamuscan los cabellos!
Entrada la mañana no
se vio ninguna señal de los lobos, ni se encontró ningún cadáver. Las únicas
huellas del combate de la noche eran los árboles carbonizados y las flechas de
Legolas en la cima de la loma. Todas estaban intactas excepto una que no tenía
punta.
—Tal como me lo temía—dijo
Gandalf—. Estos no eran lobos comunes que buscan alimento en el desierto.
¡Comamos en seguida y partamos!
Ese día el tiempo
cambió otra vez, casi como si obedeciese a algún poder que ya no podía servirse
de la nieve, desde que ellos se habían retirado del paso, un poder que ahora
deseaba tener una luz clara, de manera que todo aquello que se moviese en el
desierto pudiera ser visto desde muy lejos. El viento había estado cambiando
durante la noche del norte al noroeste y ahora ya no soplaba. Las nubes
desaparecieron en el sur descubriendo un cielo alto y azul. Estaban en la falda
de la loma, listos para partir, cuando un sol pálido iluminó las cimas de los
montes.
—Tenemos que llegar a
las puertas antes que oscurezca—dijo Gandalf—o temo que no lleguemos nunca. No
están lejos, pero corremos el riesgo de que nuestro camino sea demasiado sinuoso,
pues aquí Aragorn no nos puede guiar; conoce poco el país y yo estuve sólo una
vez al pie de los muros occidentales de Moria y eso fue hace tiempo. —Señaló el
lejano sudeste donde los flancos de las montañas caían a pique en hondonadas
sombrías. —Es allá—continuó. En la distancia alcanzaba a verse una línea de
riscos desnudos y en medio, más alta que el resto, una gran pared gris—. Cuando
dejamos el paso os llevé hacia el sur y no de vuelta a nuestro punto de partida
como alguno de vosotros habrá notado. Era mejor así, pues ahora tenemos varias
millas menos que recorrer y hay que darse prisa. ¡Vamos!
—No sé qué esperar—dijo
Boromir ceñudamente—: que Gandalf encuentre lo que busca, o que llegando a los
riscos descubramos que las puertas han desaparecido para siempre. Todas las
posibilidades parecen malas, y que quedemos atrapados entre los lobos y el muro
es quizá la posibilidad mayor. ¡En marcha!
Gimli caminaba ahora
delante junto al mago, tan ansioso estaba de llegar a Moria. Juntos guiaron a
los otros de vuelta hacia las montañas. El único camino antiguo que llevaba a
Moria desde el oeste seguía el curso de un río, el Sirannon, que corría desde
los riscos, no muy lejos de donde habían estado las puertas. Pero pareció que
Gandalf había errado el camino, o que la región había cambiado en los últimos
años, pues el río no estaba donde esperaba encontrarlo, a unas pocas millas al
sur de la pared.
Era casi mediodía y la
Compañía iba aún de un lado a otro, ayudándose a veces con manos y pies, por un
terreno desolado de piedras rojas. No se veía ningún brillo de agua, ni se oía
el menor ruido. Todo era desierto y seco. No había allí aparentemente criaturas
vivas y ningún pájaro cruzaba el aire. Nadie quería pensar qué podía traerles
la noche, si los alcanzaba en aquellas regiones perdidas.
De pronto Gimli que se
había adelantado les gritó que se acercaran. Se había subido a una pequeña loma
y apuntaba a la derecha. Se apresuraron y vieron allí abajo un cauce estrecho y
profundo. Estaba vacío y silencioso y entre las piedras del lecho, pardas y
manchadas de rojo, corría apenas un hilo de agua. Junto al borde más cercano
había un sendero ruinoso que serpeaba entre las paredes derruidas y las piedras
de una antigua carretera.
—¡Ah! ¡Aquí estamos al fin!—dijo Gandalf—. Es aquí donde corría el río, el Sirannon, el río de la Puerta como solían llamarlo. No puedo imaginar qué le pasó al agua; antes era rápida y ruidosa. ¡Vamos! Tenemos que darnos prisa. Estamos retrasados.
Todos estaban cansados
y tenían los pies doloridos, pero siguieron tercamente por aquella senda
sinuosa y áspera durante muchas millas. El sol comenzó a descender. Luego de un
breve descanso y una rápida comida, continuaron la marcha. Las montañas parecían
observarlos de mala manera, pero el sendero corría por una profunda hondonada y
sólo veían las estribaciones más altas y los picos lejanos del este.
Al fin llegaron a una
vuelta brusca del sendero. Habían estado marchando hacia el sur entre el borde
del canal y una pendiente abrupta a la izquierda; pero ahora el sendero corría
de nuevo hacia el este. Casi en seguida vieron ante ellos un risco bajo, de
unas cinco brazas [9 metros] de alto, que terminaba en un borde mellado
y roto. Un hilo de agua bajaba del risco, goteando a lo largo de una grieta que
parecía haber sido cavada por un salto de agua, en otro tiempo caudaloso.
—¡Las cosas han
cambiado en verdad!—dijo Gandalf—. Pero no hay error posible respecto del
sitio. Esto es todo lo que queda de los Saltos de la Escalera. Si recuerdo bien
hay unos escalones tallados en la roca a un lado, pero el camino principal se
pierde doblando a la izquierda y sube así hasta el terreno llano de la cima.
Había también un valle poco profundo que subía más allá de las cascadas hasta
las Murallas de Moria y el Sirannon atravesaba ese valle con el camino a un
lado. ¡Vayamos a ver cómo están las cosas ahora!
Encontraron los
escalones de piedra sin dificultad y Gimli los subió saltando, seguido por Gandalf
y Frodo. Cuando llegaron a la cima vieron que por ese lado no podían ir más
allá y descubrieron las causas del secamiento del arroyo de la Puerta. Detrás
de ellos el sol poniente inundaba el fresco cielo occidental con una débil luz
dorada. Ante ellos se extendía un lago oscuro y tranquilo. Ni el cielo ni el
crepúsculo se reflejaban en la sombría superficie. El Sirannon había sido
embalsado y las aguas cubrían el valle. Más allá de esas aguas ominosas se
elevaba una cadena de riscos, finales e infranqueables, de paredes torvas y
pálidas a la luz evanescente. No había signos de puerta o entrada, ni una
fisura o grieta que Frodo pudiera ver en aquella piedra hostil.
—He ahí los Muros de
Moria—dijo Gandalf apuntando a través del agua—. Y allí hace un tiempo estuvo
la Puerta, la Puerta de los Elfos en el extremo del camino de Acebeda, por
donde hemos venido. Pero esta vía está cerrada. Nadie en la Compañía, me
parece, querría nadar en estas aguas tenebrosas a la caída de la noche. Tienen
un aspecto malsano.
—Busquemos un camino
que bordee el lado norte—dijo Gimli—. La Compañía tendría que subir ante todo
por el camino principal y ver adónde lleva. Aunque no hubiera lago, no
conseguiríamos que nuestro poni de carga trepara por estos escalones.
—De cualquier modo no
podríamos llevar a la pobre bestia a las Minas—dijo Gandalf—. El camino que
corre por debajo de las montañas es un camino oscuro y hay trechos angostos y
escarpados por donde él no pasaría, aunque pasáramos nosotros.
—¡Pobre viejo Bill!—dijo
Frodo—. No lo había pensado. ¡Y pobre Sam! Me pregunto qué dirá.
—Lo lamento—dijo
Gandalf—. El pobre Bill ha sido un compañero muy útil y siento en el alma tener
que abandonarlo ahora. Yo hubiera preferido viajar con menos peso y sin ningún
animal y menos que ninguno este que Sam quiere tanto. Temí todo el tiempo que
estuviésemos obligados a tomar ese camino.
El día estaba
terminando y las estrellas frías parpadeaban en el cielo bien por encima del
sol poniente, cuando la Compañía trepó con rapidez por las laderas y bajó a la
orilla del lago. No parecía tener de ancho más de un tercio de milla [500
metros], como máximo. La luz era escasa y no alcanzaban a ver hasta dónde
iba hacia el sur, pero el extremo norte no estaba a más de media milla [800
metros] y entre las crestas rocosas que encerraban el valle y la orilla del
agua había una franja de tierra descubierta. Se adelantaron de prisa, pues
tenían que recorrer una milla o dos [1,5-3
kilómetros] antes de llegar al punto de la orilla opuesta indicado por
Gandalf, y luego había que encontrar las puertas.
Llegaron al extremo
norte del lago y descubrieron allí que una caleta angosta les cerraba el paso.
Era de aguas verdes y estancadas y se extendía como un brazo cenagoso hacia las
cimas de alrededor. Gimli dio un paso adelante sin titubear y descubrió que el
agua era poco profunda y que allí en la orilla no le llegaba más arriba del
tobillo. Los otros caminaron detrás de él, en fila, pisando con cuidado, pues
bajo las hierbas y el musgo había piedras viscosas y resbaladizas. Frodo se
estremeció de repugnancia cuando el agua oscura y sucia le tocó los pies.
Cuando Sam, el último
de la Compañía, llevó a Bill a tierra firme, del otro lado del canal, se oyó de
pronto un sonido blando: un roce, seguido de un chapoteo, como si un pez
hubiera perturbado la superficie tranquila del agua. Miraron atrás y alcanzaron
a ver unas ondas que la sombra bordeaba de negro a la luz declinante; unos
grandes anillos concéntricos se abrían desde un punto lejano del lago. Hubo un
sonido burbujeante y luego silencio. La oscuridad creció y unas nubes velaron
los últimos rayos del sol poniente.
Gandalf marchaba ahora
a grandes pasos y los otros lo seguían tan de cerca como les era posible. Llegaron
así a la franja de tierra seca entre el lago y los riscos, que no tenía a
menudo más de doce yardas [11 metros] de ancho, y donde había muchas rocas y
piedras; pero encontraron un camino siguiendo el contorno de los riscos y
manteniéndose alejados todo lo posible del agua oscura. Una milla más al sur
tropezaron con unos acebos. En las depresiones del suelo se pudrían tocones y
ramas secas: restos, parecía, de viejos setos o de una empalizada que alguna
vez había bordeado el camino a través del valle anegado. Pero muy pegados al
risco, altos y fuertes, había dos árboles, más grandes que cualquier otro acebo
que Frodo hubiera visto o imaginado. Las grandes raíces se extendían desde la
muralla hasta el agua Vistos desde lejos, cuando estaban en lo
alto de la Escalera, habían parecido meros arbustos al pie de aquellas
elevaciones, pero ahora se alzaban dominantes, tiesos, oscuros y silenciosos,
proyectando en el suelo unas apretadas sombras nocturnas, irguiéndose como
columnas que guardaban el término del camino.
—¡Bueno, aquí estamos
al fin!—dijo Gandalf—. Aquí concluye el Camino de los Elfos que viene de
Acebeda. El acebo era el signo de las gentes de este país y los plantaron aquí
para señalar los límites del dominio, pues la Puerta del Oeste era utilizada
para traficar con los señores de Moria. Eran aquellos días más felices, cuando
había a veces una estrecha amistad entre gentes de distintas razas, aún entre enanos
y elfos.
—El debilitamiento de
esa amistad no fue culpa de los enanos—dijo Gimli.
—Nunca oí decir que la
culpa fuera de los elfos—dijo Legolas.
—Yo oí las dos cosas—dijo
Gandalf—, y no tomaré partido ahora. Pero os ruego a los dos, Legolas y Gimli,
que al menos seáis amigos y que me ayudéis. Las puertas están cerradas y
ocultas y cuanto más pronto las encontremos mejor. ¡La noche se acerca!
Volviéndose hacia los
otros continuó: —Mientras yo busco, ¿queréis todos vosotros prepararos para
entrar en las Minas? Pues temo que aquí tengamos que despedirnos de nuestra
buena bestia de carga. Tendremos que abandonar también mucho de lo que trajimos
para protegernos del frío; no lo necesitaremos adentro, ni, espero, cuando
salgamos del otro lado y bajemos hacia el sur. En cambio cada uno de nosotros
tomará una parte de lo que trae el poni, especialmente comida y los odres de
agua.
—¡Pero no podemos
dejar al pobre Bill en este sitio desolado, señor Gandalf!—gritó Sam, irritado
y desesperado a la vez—. No lo permitiré y punto. ¡Después que ha venido tan
lejos y todo lo demás!
—Lo lamento, Sam—dijo
el mago—. Pero cuando la puerta se abra, no creo que seas capaz de arrastrar a
tu Bill al interior, a la larga y tenebrosa Moria. Tendrás que elegir entre
Bill y tu amo.
—Bill seguiría al
señor Frodo a un antro de dragones, si yo lo llevara—protestó Sam—. Sería casi
un asesinato dejarlo aquí solo con todos esos lobos alrededor.
—Espero que sea casi
un asesinato y nada más—dijo Gandalf. Puso la mano sobre la cabeza del poni y
habló en voz baja—. Ve con palabras de protección y cuidado. Eres una bestia
inteligente y has aprendido mucho en Rivendel. Busca los caminos donde haya
pasto y llega a casa de Elrond, o a donde quieras ir.
»¡Ya está, Sam! Tendrá
tantas posibilidades como nosotros de escapar a los lobos y volver a casa.
Sam estaba de pie,
abatido, junto al poni, y no respondió. Bill, como si entendiera lo que estaba
ocurriendo, se frotó contra Sam, pasándole el hocico por la oreja. Sam se echó
a llorar y tironeó de las correas, descargando los bultos del poni y echándolos
a tierra. Los otros sacaron todo, haciendo una pila de lo que podían dejar y
repartiéndose el resto.
Luego se volvieron a
mirar a Gandalf. Parecía que el mago no hubiera hecho nada. Estaba de pie entre
los árboles mirando la pared desnuda del risco, como si quisiera abrir un
agujero con los ojos. Gimli iba de un lado a otro, golpeando la piedra aquí y
allá con el hacha. Legolas se apretaba contra la pared, como escuchando.
—Bueno, aquí estamos,
todos listos—dijo Merry—, ¿pero dónde están las puertas? No veo ninguna
indicación.
—Las puertas de los enanos
no se hicieron para ser vistas, cuando están cerradas—dijo Gimli—. Son
invisibles. Ni siquiera los amos de estas puertas pueden encontrarlas o
abrirlas, si el secreto se pierde.
—Pero ésta no se hizo
para que fuera un secreto, conocido sólo por los enanos—dijo Gandalf, volviendo
de súbito a la vida y dando media vuelta—. Si las cosas no cambiaron aquí demasiado,
un par de ojos que sabe lo que busca tendría que encontrar los signos.
Fue otra vez hacia la
pared. Justo entre la sombra de los árboles había un espacio liso y Gandalf
pasó por allí las manos de un lado a otro, murmurando entre dientes. Luego dio
un paso atrás.
—¡Mirad!—dijo—. ¿Veis
algo ahora?
La luna brillaba en
ese momento sobre la superficie de roca gris; pero durante un rato no vieron
nada nuevo. Luego lentamente, en el sitio donde el mago había puesto las manos,
aparecieron unas líneas débiles, como delgadas vetas de plata que corrían por
la piedra. Al principio no eran más que hilos pálidos, como unos centelleos a
la luz plena de la luna, pero poco a poco se hicieron más anchos y claros,
hasta que al fin se pudo distinguir un dibujo.
Arriba, donde Gandalf
ya apenas podía alcanzar, había un arco de letras entrelazadas en caracteres
élficos. Abajo, aunque los trazos estaban en muchos sitios borrados o rotos,
podían verse los contornos de un yunque y un martillo y sobre ellos una corona
con siete estrellas. Más abajo había dos árboles y cada uno tenía una luna
creciente. Más clara que todo el resto una estrella de muchos rayos brillaba en
medio de la puerta.
—¡Son emblemas de
Durin!—exclamó Gimli.
—¡Y ese es el árbol de
los altos elfos!—dijo Legolas.
—Y la estrella de la casa
de Fëanor—dijo Gandalf—. Están labrados en ithildin
que sólo refleja la luz de las estrellas y la luna y que duerme hasta el
momento en que alguien lo toca pronunciando ciertas palabras que en la Tierra
Media se olvidaron tiempo atrás. Las oí hace ya muchos años y tuve que
concentrarme para recordarlas.
—¿Qué dice la
escritura?—preguntó Frodo mientras trataba de descifrar la inscripción en el
arco—. Pensé que conocía las letras élficas, pero éstas no las puedo leer.
—Está escrito la
lengua élfica del oeste de la Tierra Media en los Días Antiguos—respondió
Gandalf—. Pero no dicen nada de importancia para nosotros. Dicen sólo Las
Puertas de Durin, señor de Moria. Habla, amigo y entra. Y más abajo en
caracteres pequeños y débiles está escrito: Yo, Narvi, construí estas
puertas. Celebrimbor de Acebeda grabó estos signos.
—¿Qué significa habla,
amigo y entra?—preguntó Merry.
—Es bastante claro—dijo
Gimli—. Si eres un amigo, dices la contraseña y las puertas se abren y puedes
entrar.
—Sí—dijo Gandalf—, es probable que estas puertas estén gobernadas por palabras. Algunas puertas de enanos se abren sólo en ocasiones especiales, o para algunas personas en particular, y a veces hay que recurrir a cerraduras y llaves aun conociendo las palabras y el momento oportuno. Esta puerta no tiene llave. En los tiempos de Durin no eran secretas. Estaban de ordinario abiertas y los guardias vigilaban aquí. Pero si estaban cerradas, cualquiera que conociese la contraseña podía decirla y pasar. Al menos eso es lo que se cuenta, ¿no es así, Gimli?
Las Puertas de Moria por J.R.R. Tolkien
—Así es—dijo el enano—,
pero qué palabra era ésa, nadie lo sabe. Narvi y el arte de Narvi y todos los
suyos han desaparecido de la faz de la tierra.
—¿Pero tú no
conoces la palabra, Gandalf?—preguntó Boromir sorprendido.
—¡No!—dijo el mago.
Los otros parecieron
consternados; sólo Aragorn, que había tratado largo tiempo a Gandalf, permaneció
callado e impasible.
—¿De qué sirve
entonces habernos traído a este maldito lugar?—exclamó Boromir, echando una
ojeada al agua oscura y estremeciéndose—. Nos dijiste que una vez atravesaste
las Minas. ¿Cómo fue posible si no sabes cómo entrar?
—La respuesta a tu
primera pregunta, Boromir—dijo el mago—es que no conozco la palabra... todavía.
Pero pronto atenderemos a eso. Y—añadió y los ojos le chispearon bajo las cejas
erizadas—puedes preguntar de qué sirven mis actos cuando hayamos comprobado que
son del todo inútiles. En cuanto a tu otra pregunta: ¿dudas de mi relato? ¿O
has perdido la facultad de razonar? No entré por aquí. Vine del este.
»Si deseas saberlo, te
diré que estas puertas se abren hacia afuera. Puedes abrirlas desde dentro
empujándolas con las manos. Desde fuera nada las moverá excepto la contraseña
indicada. No es posible forzarlas hacia adentro.
—¿Qué vas a hacer
entonces?—preguntó Pippin a quien no intimidaban las pobladas cejas del mago.
—Golpear a las puertas
con tu cabeza, Peregrin Tuk—dijo Gandalf—. Y si eso no las echa abajo, tendré
por lo menos un poco de paz, sin nadie que me haga preguntas estúpidas. Buscaré
la contraseña.
»Conocí en un tiempo
todas las fórmulas mágicas que se usaron alguna vez para estos casos, en las
lenguas de los elfos, de los hombres, o de los orcos. Aún recuerdo unas
doscientas sin necesidad de esforzarme mucho. Pero sólo se necesitarán unas
pocas pruebas, me parece, y no tendré que recurrir a Gimli y a esa lengua
secreta de los enanos que no enseñan a nadie. Las palabras que abren la puerta
son élficas, sin duda, como la escritura del arco.
Se acercó otra vez a
la roca y tocó ligeramente con la vara la estrella de plata del medio, bajo el
signo del yunque, y dijo con una voz perentoria:
Annon edhellen, edro hi ammen!
Fennas nogothrim, lasto beth lammen!
Las líneas de plata se
apagaron, pero la piedra gris y desnuda no se movió.
Muchas veces repitió
estas palabras, en distinto orden, o las cambió. Luego probó diversas fórmulas,
una tras otra, hablando ahora más rápido y más alto, ahora más bajo y más
lentamente. Luego dijo muchas palabras sueltas en élfico. Nada ocurrió. La cima
del risco se perdió en la noche, las estrellas innumerables se encendieron allá
arriba, sopló un viento frío y las puertas continuaron cerradas.
Gandalf se acercó de
nuevo a la pared y alzando los brazos habló con voz de mando, cada vez más
colérico. Edro! Edro!, exclamó,
golpeando la piedra con la vara. ¡Ábrete! ¡Ábrete!, gritó y continuó con
todas las órdenes de todos los lenguajes que alguna vez se habían hablado al
oeste de la Tierra Media. Al fin arrojó la vara al suelo y se sentó en
silencio.
En ese instante el
viento les trajo desde muy lejos el aullido de los lobos. Bill el poni se
sobresaltó, asustado, y Sam corrió a él y le habló en voz baja.
—¡No dejes que se
escape!—dijo Boromir—. Parece que pronto lo necesitaremos, si antes no nos
descubren los lobos. ¡Cómo odio esta laguna siniestra!—Inclinándose, recogió
una piedra grande y la arrojó lejos al agua oscura.
La piedra desapareció
con un suave chapoteo, pero casi al mismo tiempo se oyó un silbido y un sonido
burbujeante. Unos grandes anillos de ondas aparecieron en la superficie más
allá del sitio donde había caído la piedra y se acercaron lentamente a los pies
del risco.
—¿Por qué hiciste eso,
Boromir?—dijo Frodo—. Yo también odio este lugar y tengo miedo. No sé de qué:
no de los lobos, o de la oscuridad que espera detrás de las puertas; de otra
cosa. Tengo miedo de la laguna. ¡No la perturbes!
—¡Ojalá pudiéramos
irnos!—dijo Merry.
—¿Por qué Gandalf no
hace algo?—dijo Pippin.
Gandalf no les
prestaba atención. Sentado, cabizbajo, parecía desesperado, o inquieto. El
aullido lúgubre de los lobos se oyó otra vez. Las ondas de agua crecieron y se
acercaron; algunas lamían ya la costa.
De pronto, tan de
improviso que todos se sobresaltaron, el mago se incorporó vivamente. ¡Se reía!
—¡Lo tengo!—gritó—. ¡Claro, claro! De una absurda simpleza, como todos los
acertijos una vez que encontraste la solución.
Recogiendo la vara y
de pie ante la roca, dijo con voz clara: —Mellon!
La estrella brilló
brevemente y se apagó. En seguida, en silencio, se dibujó una gran puerta, aunque
hasta entonces no habían sido visibles ni grietas ni junturas. Se dividió
lentamente en el medio y se abrió hacia afuera pulgada a pulgada hasta que
ambas hojas se apoyaron contra la pared. A través de la abertura pudieron ver
una escalera sombría y empinada, pero más allá de los primeros escalones la
oscuridad era más profunda que la noche. La Compañía miraba con ojos muy
abiertos.
—Después de todo, yo
estaba equivocado—dijo Gandalf—y también Gimli. Merry, quién lo hubiese creído,
encontró la buena pista. ¡La contraseña estaba inscrita en el arco! La
traducción tenía que haber sido: Di «amigo» y entra. Sólo tuve que
pronunciar la palabra amigo en élfico y las puertas se abrieron. Simple,
demasiado simple para un docto maestro en estos días sospechosos. Aquellos eran
tiempos más felices. ¡Bueno, vamos!
Gandalf se adelantó y
puso el pie en el primer escalón. Pero en ese momento ocurrieron varias cosas.
Frodo sintió que algo lo tomaba por el tobillo y cayó dando un grito. Se oyó un
relincho terrible y Bill el poni corrió espantado a lo largo de la orilla
perdiéndose en la oscuridad. Sam saltó detrás y oyendo en seguida el grito de
Frodo regresó de prisa, llorando y maldiciendo. Los otros se volvieron y
observaron que las aguas huían, como si un ejército de serpientes viniera
nadando desde el extremo sur.
Un largo y sinuoso
tentáculo se había arrastrado fuera del agua; era de color verde pálido,
fosforescente y húmedo. La extremidad provista de dedos había, aferrado a Frodo
y estaba llevándolo hacia el agua. Sam, de rodillas, lo atacaba a cuchilladas.
El brazo soltó a Frodo
y Sam arrastró a su amo alejándolo de la orilla y pidiendo auxilio. Aparecieron
otros veinte tentáculos extendiéndose como ondas. El agua oscura hirvió y el
hedor era espantoso.
—¡Por la puerta!
¡Subid las escaleras! ¡Rápido!—gritó Gandalf saltando hacia atrás. Arrancándolos
al horror que parecía haberlos encadenado a todos al suelo, excepto a Sam,
Gandalf consiguió que corrieran hacia la puerta.
Habían reaccionado
justo a tiempo. Sam y Frodo estaban unos pocos escalones arriba y Gandalf
comenzaba a subir cuando los tentáculos se retorcieron tanteando la playa
angosta y palpando la pared del risco y las puertas. Uno reptó sobre el umbral,
reluciendo a la luz de las estrellas, Gandalf se volvió e hizo una pausa.
Estaba considerando qué palabra podría cerrar la galería desde dentro cuando
unos brazos serpentinos se enroscaron a las puertas y con un terrible esfuerzo
las hicieron girar, las puertas batieron resonando y la luz desapareció. Un
ruido de crujidos y golpes llegó sordamente a través de la piedra maciza.
Sam, asiéndose del
brazo de Frodo, se dejó caer sobre un escalón en la negra oscuridad. —¡Pobre
viejo Bill!—dijo con voz entrecortada—. ¡Lobos y serpientes! Pero las
serpientes fueron demasiado para él. Tuve que elegir, señor Frodo. Tuve que
venir con usted.
Oyeron que Gandalf
bajaba los escalones y arrojaba la vara contra la puerta. Hubo un
estremecimiento en la piedra y los escalones temblaron, pero las puertas no se
abrieron.
—¡Bueno, bueno!—dijo
el mago—. Ahora el pasadizo está bloqueado a nuestras espaldas y hay una sola
salida... del otro lado de la montaña. Temo que estos ruidos últimos vengan de
unos peñascos que han caído ¡arrancando árboles y apiñándolos frente a la
puerta! Lo lamento, pues los árboles eran hermosos y habían resistido tantos
años.
—Sentí que había algo
horrible cerca desde el momento en que mi pie tocó el agua—dijo Frodo—. ¿Qué
era eso, o había muchos?
—No lo sé—respondió
Gandalf—, pero todos los brazos tenían un solo propósito. Algo ha venido
arrastrándose o ha sido sacado de las aguas oscuras bajo las montañas. Hay
criaturas más antiguas y horribles que los orcos en las profundidades del mundo.
—No dijo lo que pensaba: cualquiera que fuese la naturaleza de aquello que
habitaba en la laguna, había atacado a Frodo antes que a los demás.
Boromir susurró entre
dientes, pero la piedra resonante amplificó el sonido convirtiéndolo en un
murmullo ronco que todos pudieron oír: —¡En las profundidades del mundo! Y ahí
vamos, contra mi voluntad. ¿Quién nos conducirá en esta oscuridad sin remedio?
—Yo—dijo Gandalf—. Y
Gimli caminará a mi lado. ¡Seguid mi vara!
Mientras el mago se
adelantaba subiendo los grandes escalones, alzó la vara y de la punta brotó un
débil resplandor. La ancha escalinata era segura y se conservaba bien.
Doscientos escalones, contaron, anchos y bajos; y en la cima descubrieron un
pasadizo abovedado que llevaba a la oscuridad.
—¿Por qué no nos
sentamos a descansar y a comer aquí en el pasillo, ya que no encontramos un
comedor?—preguntó Frodo. Estaba empezando a olvidar el horrible tentáculo, y de
pronto sentía mucha hambre.
La propuesta tuvo
buena acogida y se sentaron en los últimos escalones, unas figuras oscuras
envueltas en tinieblas. Después de comer, Gandalf le dio a cada uno otro sorbo
del miruvor de Rivendel.
—No durará mucho más,
me temo—dijo—, pero lo creo necesario luego de ese horror de la puerta. Y a no
ser que tengamos mucha suerte, ¡nos tomaremos el resto antes de llegar al otro
lado! ¡Tened cuidado también con el agua! Hay muchas corrientes y manantiales
en las Minas, pero no se los puede tocar. Quizá no tengamos oportunidad de
llenar las botas y botellas antes de descender al valle del arroyo Sombrío.
—¿Cuánto tiempo nos
llevará?—preguntó Frodo.
—No puedo decirlo—respondió
Gandalf—. Depende de muchas cosas. Pero yendo directamente, sin contratiempos
ni extravíos, tardaremos tres o cuatro etapas, espero. No hay menos de cuarenta
millas [64 kilómetros] entre la Puerta del Oeste y el Portal del Este en
línea recta y es posible que el camino dé muchas vueltas.
Luego de un breve
descanso, se pusieron otra vez en marcha. Todos ellos deseaban terminar esta
parte del viaje lo antes posible y estaban dispuestos, a pesar de sentirse tan
cansados, a caminar durante horas. Gandalf iba al frente como antes. Llevaba en
la mano izquierda la vara centelleante, que sólo alcanzaba a iluminar el piso
ante él; en la mano derecha esgrimía la espada Glamdring. Detrás de Gandalf iba
Gimli, los ojos brillantes a la luz débil mientras volvía la cabeza a los
lados. Detrás del enano caminaba Frodo, que había desenvainado la espada corta,
Dardo. De las hojas de Dardo y Glamdring no venía ningún reflejo y esto era auspicioso, pues
habiendo sido forjadas por elfos de los Días Antiguos estas espadas brillaban
con una luz fría si había algún orco cerca. Detrás de Frodo marchaba Sam y
luego Legolas y los hobbits jóvenes y Boromir. En la oscuridad de la
retaguardia, grave y silencioso, caminaba Aragorn.
Después de doblar a un
lado y a otro unas pocas veces el pasadizo empezó a descender. Siguió así un
largo rato, en un descenso regular y continuo hasta que corrió otra vez
horizontalmente. El aire era ahora cálido y sofocante, aunque no viciado, y de
vez en cuando sentían en la cara una corriente de aire fresco que parecía venir
de unas aberturas disimuladas en las paredes. Había muchas de estas aberturas.
Al débil resplandor de la vara del mago, Frodo alcanzaba a ver escaleras y
arcos y pasadizos y túneles, que subían, o bajaban bruscamente, o se abrían a
las tinieblas de ambos lados. Hubiera sido fácil extraviarse y nadie hubiera
podido recordar el camino de vuelta.
Gimli ayudaba a
Gandalf muy poco, excepto mostrando resolución y coraje. Al menos no parecía
perturbado por la mera oscuridad, como la mayoría de los otros. El mago lo
consultaba a menudo cuando la elección del camino se hacía dudosa, pero la
última palabra la daba siempre Gandalf. Las Minas de Moria eran de una vastedad
y complejidad que desalaban la imaginación de Gimli, hijo de Glóin, nada menos
que un enano de la raza de las montañas. A Gandalf los borrosos recuerdos de un
viaje hecho en el lejano pasado no le servían de mucho, pero aún en la
oscuridad y a pesar de todos los meandros del camino él sabía adónde quería ir
y no cejaría mientras hubiera un sendero que llevase de algún modo a la meta.
—¡No temáis!—dijo
Aragorn. Hubo una pausa más larga que de costumbre y Gandalf y Gimli murmuraron
entre ellos; los otros se apretaron detrás, esperando ansiosamente—. ¡No
temáis! Lo he acompañado en muchos viajes, aunque en ninguno tan oscuro, y en
Rivendel se cuentan hazañas de él más extraordinarias que todo lo que yo haya
visto alguna vez. No se extraviará, si es posible encontrar un camino. Nos ha
conducido aquí contra nuestros propios deseos, pero nos llevará de vuelta
afuera, cueste lo que cueste. Estoy seguro de que en una noche cerrada
encontraría el camino de vuelta más fácilmente que los gatos de la reina
Berúthiel.[47]
Era bueno para la
Compañía contar con un guía semejante. No disponían de combustible ni de ningún
material para preparar una antorcha. En la huida precipitada hacia la puerta,
habían dejado atrás muchos bultos. Pero sin luz hubieran caído pronto en la
desesperación. No sólo eran muchas las sendas posibles, también abundaban
agujeros y fosas y a lo largo del camino se abrían pozos oscuros que devolvían
el eco de los pasos. Había fisuras y grietas en las paredes y el piso y de
cuando en cuando aparecía un abismo justo ante ellos. El más ancho medía cerca
de dos metros y Pippin tardó bastante en animarse a saltar. De muy abajo venía
un rumor de aguas revueltas, como si una gigantesca rueda de molino estuviera
girando en las profundidades.
—¡Una cuerda!—murmuró
Sam—. Sabía que la necesitaría, si no la traía conmigo.
A medida que estos
peligros eran más frecuentes, la marcha se hacía más lenta. Les parecía ya que
habían estado caminando y caminando, interminablemente, hacia las raíces de la montaña.
La fatiga los abrumaba y sin embargo no tenían ganas de detenerse. Frodo había
recuperado un poco el ánimo luego de la comida y un sorbo del cordial; pero
ahora una profunda inquietud, que llegaba al miedo, lo invadía otra vez. Aunque
le habían curado la herida en Rivendel, la terrible cuchillada había tenido
algunas consecuencias. Se le habían agudizado los sentidos y advertía ahora la
presencia de muchas cosas que no podían ser vistas. Un síntoma de esos cambios,
y que había notado muy pronto, era que podía ver en la oscuridad quizá más que
cualquiera de los otros, excepto Gandalf. Y de todos modos él era el Portador
del Anillo; le colgaba de la cadena sobre el pecho y a veces lo sentía como una
carga pesada. Estaba seguro de que el mal los esperaba allá delante y que a la
vez venía siguiéndolos, pero no hacía ningún comentario. Apretaba la empuñadura
de la espada y se adelantaba tercamente.
Detrás de él la
Compañía hablaba poco y nada más que en murmullos apresurados. Sólo se oía el
sonido de las pisadas: el golpe sordo de las botas de enano de Gimli; los
pesados pies de Boromir; el paso liviano de Legolas; el trote ligero y casi
imperceptible de los hobbits y en la retaguardia las pisadas lentas y firmes de
Aragorn, que caminaba a grandes trancos. Cuando se detenían un momento, no oían
nada, excepto el débil goteo ocasional de un hilo de agua que se escurría
invisible. No obstante, Frodo comenzó a oír, o a imaginar que oía, alguna otra
cosa: el blando sonido de unos pies descalzos. El sonido no era nunca bastante
alto, ni bastante próximo, como para que él estuviera seguro de haberlo oído,
pero una vez que empezaba ya no cesaba nunca, mientras la Compañía continuara
marchando. Pero no era un eco, pues cuando se detenían proseguía un rato, solo,
antes de apagarse.
Ya caía la noche
cuando habían entrado en las Minas. Habían caminado durante horas, haciendo
breves escalas, y Gandalf tropezó de pronto con el primer problema serio. Ante
él se alzaba un arco amplio y oscuro que se abría en tres pasajes; todos iban
en la misma dirección, hacia el este; pero el pasaje de la izquierda bajaba
bruscamente, el de la derecha subía, y el del medio parecía correr en línea
recta, liso y llano, pero muy angosto.
—¡No tengo ningún
recuerdo de este sitio!—dijo Gandalf titubeando bajo el arco. Sostuvo en alto
la vara con la esperanza de encontrar alguna marca o inscripción que lo ayudara
a elegir, pero no había nada de esta especie—. Estoy demasiado cansado para
decidir—dijo, moviendo la cabeza—. Y supongo que todos vosotros estáis tan
cansados como yo, o más. Mejor que nos detengamos aquí por lo que queda de la
noche. ¡Sé que me entendéis! Aquí está siempre oscuro, pero fuera la luna
tardía va hacia el oeste y la medianoche ha quedado atrás.
—¡Pobre viejo Bill!—dijo
Sam—. Me pregunto dónde anda. Espero que esos lobos todavía no lo hayan
atrapado.
A la izquierda del
gran arco encontraron una puerta de piedra; estaba a medio cerrar pero un leve
empellón la abrió fácilmente. Más allá parecía haber una sala amplia tallada en
la roca.
—¡Tranquilos!
¡Tranquilos!—exclamó Gandalf mientras Merry y Pippin empujaban hacia adelante,
contentos de haber encontrado un sitio donde podían descansar sintiéndose más
amparados que en el corredor—. Tranquilos. Todavía no sabéis lo que hay dentro.
Iré primero.
Entró con cuidado y
los otros lo siguieron en fila. —¡Mirad!—dijo apuntando al suelo con la vara. Todos
miraron y vieron un agujero grande y redondo, como la boca de un pozo. Unas
cadenas rotas y oxidadas colgaban de los bordes y bajaban al pozo negro. Cerca
había unos trozos de piedra.
—Uno de vosotros pudo
haber caído aquí y todavía estaría preguntándose cuándo golpearía el fondo—le
dijo Aragorn a Merry—. Deja que el guía vaya delante, mientras tienes uno.
—Esto parece haber
sido una sala de guardia, destinada a la vigilancia de los tres pasadizos—dijo
Gimli—. El agujero es evidentemente un pozo para uso de los guardias y que se
tapaba con una losa de piedra. Pero la losa está rota y hay que tener cuidado
en la oscuridad.
Pippin se sentía
curiosamente atraído por el pozo. Mientras los otros desenrollaban mantas y
preparaban camas contra las paredes del recinto, se arrastró hasta el borde y
se asomó. Un aire helado pareció pegarle en la cara, como subiendo de
profundidades invisibles. Movido por un súbito impulso repentino, tanteó
alrededor buscando una piedra suelta y la dejó caer. Sintió que el corazón le
latía muchas veces antes que hubiera algún sonido. Luego, muy abajo, como si la
piedra hubiera caído en las aguas profundas de algún lugar cavernoso, se oyó un
pluf, muy distante, pero amplificado
y repetido en el hueco del pozo.
—¿Qué es eso?—exclamó
Gandalf. Se mostró un instante aliviado cuando Pippin confesó lo que había
hecho, pero en seguida montó en cólera y Pippin pudo ver que le relampagueaban
los ojos—. ¡Tuk estúpido!—gruñó el mago—. Este es un viaje serio y no una
excursión hobbit. Tírate tú mismo la próxima vez y no molestarás más. ¡Ahora
quédate quieto!
Nada más se oyó
durante algunos minutos, pero luego unos débiles golpes vinieron de las profundidades:
tom-tap, tap-tom. Hubo un silencio y cuando los ecos se apagaron, los golpes
se repitieron: tap-tom, tom-tap, tap-tap, tom. Sonaban de
un modo inquietante, pues parecían señales de alguna especie, pero al cabo de
un rato se apagaron y no se oyeron más.
—Eso era el golpe de
un martillo, o nunca he oído uno—dijo Gimli.
—Sí—dijo Gandalf—, y
no me gusta. Quizá no tenga ninguna relación con la estúpida piedra de
Peregrin, pero es posible que algo haya sido perturbado y hubiese sido mejor
dejarlo en paz. ¡Por favor, no vuelvas a hacer algo parecido! Espero que
podamos descansar sin más dificultades. Tú, Pippin, harás la primera guardia,
como recompensa—gruñó mientras se envolvía en una manta.
Pippin se sentó
miserablemente junto a la puerta en la cerrada oscuridad, pero no dejaba de
volver la cabeza, temiendo que alguna cosa desconocida se arrastrara fuera del
pozo. Hubiese querido cubrir el agujero, por lo menos con una manta, pero no se
atrevía a moverse ni a acercarse, aunque Gandalf parecía dormir.
Gandalf en realidad
estaba despierto, aunque acostado y en silencio, y trataba de recordar todos
los detalles de su viaje anterior a las Minas, preguntándose ansiosamente qué
rumbo convendría tomar; una media vuelta equivocada podía ser desastrosa. Al cabo
de una hora se incorporó y fue hacia Pippin.
—Vete a un rincón y
trata de dormir, mi muchacho—dijo en un tono amable—. Quieres dormir, supongo.
Yo no he cerrado un ojo, de modo que puedo reemplazarte en la guardia.
»Ya sé lo que me
ocurre—murmuró mientras se sentaba junto a la puerta—. ¡Necesito un poco de
humo! No he fumado desde la mañana anterior a la tormenta de nieve.
Lo último que vio
Pippin, mientras el sueño se lo llevaba, fue la sombra del viejo mago encogida
en el piso, protegiendo un fuego incandescente entre las manos nudosas, puestas
sobre las rodillas. La luz temblorosa mostró un momento la nariz aguileña y una
bocanada de humo.
Fue Gandalf quien los
despertó a todos. Había estado sentado y vigilando solo alrededor de seis
horas, dejando que los otros descansaran. —Y mientras tanto tomé mi decisión—dijo—.
No me gusta la idea del camino del medio y no me gusta el olor del camino de la
izquierda: el aire está viciado allí, o no soy un guía. Tomaré el pasaje de la
derecha. Es hora de que volvamos a subir.
Durante ocho horas
oscuras, sin contar dos breves paradas, continuaron marchando y no encontraron
ningún peligro, ni oyeron nada y no vieron nada excepto el débil resplandor de
la luz del mago, bailando ante ellos como un fuego fatuo. El túnel que habían
elegido llevaba regularmente hacia arriba, torciendo a un lado y al otro,
describiendo grandes curvas ascendentes, y a medida que subía se hacía más
elevado y más ancho. No había a los lados aberturas de otras galerías o túneles
y el suelo era llano y firme, sin pozos o grietas. Habían tomado evidentemente
lo que en otro tiempo fuera una ruta importante y progresaban con mucha mayor
rapidez que en la jornada anterior.
De este modo avanzaron
unas quince millas [24 kilómetros], medidas en línea recta hacia el
este, aunque en realidad debían de haber caminado veinte millas [32 kilómetros]
o más. A medida que el camino subía, el ánimo de Frodo mejoraba un poco; pero
se sentía aún oprimido y aún oía a veces, o creía oír, detrás de la Compañía,
más allá de los ajetreos de la marcha, pisadas que venían siguiéndolos y que no
eran un eco.
Habían marchado hasta
los límites de las fuerzas de los hobbits y estaban todos pensando en un lugar
donde pudieran dormir, cuando de pronto las paredes de la izquierda y la
derecha desaparecieron; luego de atravesar una puerta abovedada habían salido a
un espacio negro y vacío. Una corriente de aire tibio soplaba detrás de ellos y
delante una fría oscuridad les tocaba las caras. Se detuvieron y se apretaron
inquietos unos contra otros.
Gandalf parecía
complacido. —Elegí el buen camino—dijo—. Por lo menos estamos llegando a las
partes habitables y sospecho que no estamos lejos del lado este. Pero nos
encontramos en un sitio muy alto, más alto que la Puerta del arroyo Sombrío, a
menos que me equivoque. Tengo la impresión de que estamos ahora en una sala
amplia. Me arriesgaré a tener un poco de verdadera luz.
Alzó la vara, que
relampagueó brevemente. Unas grandes sombras se levantaron y huyeron y durante un
segundo vieron un vasto cielo raso sostenido por numerosos y poderosos pilares
tallados en la piedra. Ante ellos y a cada lado se extendía un recinto amplio y
vacío: las paredes negras, pulidas y lisas como el vidrio, refulgían y
centelleaban. Vieron también otras tres entradas; un túnel negro se abría ante
ellos y corría en línea recta hacia el este y había otros dos a los lados.
Luego la luz se apagó.
—No me atrevería a
nada más por el momento—dijo Gandalf—. Antes había grandes ventanas en los
flancos de la montaña y túneles que llevaban a la luz en las partes superiores
de las Minas. Creo que hemos llegado ahí, pero afuera es otra vez de noche y no
podremos saberlo hasta mañana. Si no me equivoco, quizá veamos apuntar el
amanecer. Pero mientras tanto será mejor no ir más lejos. Descansemos, si es
posible. Las cosas han ido bien hasta ahora y la mayor parte del camino oscuro
ha quedado atrás. Pero no hemos llegado todavía al fin y hay un largo trayecto
hasta las puertas que se abren al mundo.
La Compañía pasó
aquella noche en la gran sala cavernosa, apretados todos en un rincón para
escapar a la corriente de aire frío que parecía venir del arco del este. Todo
alrededor de ellos pendía la oscuridad, hueca e inmensa, y la soledad y
vastedad de las salas excavadas y las escaleras y pasajes que se bifurcaban
interminablemente eran abrumadoras. Las imaginaciones más descabelladas que
unos sombríos rumores hubiesen podido despertar en los hobbits, no eran nada
comparados con el miedo y el asombro que sentían ahora en Moria.
—Tiene que haber
habido aquí toda una multitud de enanos en otra época—dijo Sam—y todos más
atareados que tejones durante quinientos años haciendo todo esto, ¡y la mayor
parte en roca dura! ¿Para qué, me pregunto? Seguramente no vivirían en estos
agujeros oscuros.
—No son agujeros—dijo
Gimli—. Esto es el gran reino y la ciudad de la Mina del Enano. Y antiguamente
no era oscura sino luminosa y espléndida, como lo recuerdan aún nuestras
canciones.
El enano se puso de pie
en la oscuridad y empezó a cantar con una voz profunda, y los ecos se perdieron
en la bóveda.
El
mundo era joven y las montañas verdes,
y
aún no se veían manchas en la luna
y
los ríos y piedras no tenían nombre,
cuando
Durin despertó y echó a caminar.
Nombró
las colinas y los valles sin nombre;
bebió
de fuentes ignoradas;
se
inclinó y se miró en el lago Espejo
y
sobre la sombra de la cabeza de Durin
apareció
una corona de estrellas
como
joyas engarzadas en un hilo de plata.
El
mundo era hermoso en los días de Durin,
en
los Días Antiguos antes de la caída
de
reyes poderosos en Nargothrond y Gondolin
que
desaparecieron más allá de los mares.
El
mundo era hermoso y las montañas altas.
Fue
rey en un trono tallado
y
en salas de piedra de muchos pilares
y
runas poderosas en la puerta,
de
bóvedas de oro y de suelo de plata.
La
luz del sol, la luna y las estrellas
en
centelleantes lámparas de vidrio
que
las nubes y la noche jamás se oscurecían
para
siempre brillaban.
Allí
el martillo golpeaba el yunque,
el
cincel esculpía y el buril escribía,
se
forjaba la hoja de la espada,
y
se fijaban las empuñaduras;
cavaba
el cavador, el albañil edificaba.
Allí
se acumulaban el berilo, la perla
y
el pálido ópalo y el metal en escamas,
y
la espada y la lanza brillantes,
el
escudo, la malla y el hacha.
Incansable
era entonces la gente de Durin;
bajo
las montañas despertaba la música;
los
arpistas tocaban, cantaban los cantantes,
y
en la puerta las trompetas sonaban.
El
mundo es gris ahora y vieja la montaña;
el
fuego de la forja es sólo unas cenizas;
el
arpa ya no suena, el martillo no cae;
la
sombra habita en las salas de Durin,
y
la oscuridad ha cubierto la tumba
en
Moria, en Khazad-dûm.
Pero
todavía aparecen las estrellas ahogadas
en
la oscuridad y el silencio del lago Espejo,
y
hasta que Durin despierte de nuevo
en
el agua profunda la corona descansa.[48]
—¡Me gusta eso!—dijo
Sam—. Me gustaría aprenderlo. ¡En Moria, en Khazad-dûm! Pero la imagen
de todas esas lámparas hace la oscuridad más pesada, me parece. ¿Hay todavía
por aquí montones de oro y joyas?
Gimli no contestó.
Había cantado su canción y no quería decir más.
—¿Montones de joyas?—dijo
Gandalf—. No. Los orcos han saqueado Moria a menudo. No queda nada en las salas
superiores. Y desde que los enanos se fueron, nadie se ha atrevido a explorar
los pozos o a buscar tesoros en los sitios más profundos; los ha inundado el
agua, o una sombra de miedo.
—¿Entonces por qué los
enanos querrían volver?—preguntó Sam.
—Por el mithril—respondió
Gandalf—. La riqueza de Moria no era el oro y las joyas, juguetes de los enanos;
tampoco el hierro, sirviente de los enanos. Tales cosas hallaron aquí, es cierto,
especialmente hierro; pero no cavaban para eso; todo lo que deseaban podían
obtenerlo traficando. Pues este era el único sitio del mundo donde había plata
de Moria, o plata auténtica como algunos la llamaban: mithril es
el nombre élfico. Los enanos le dan otro nombre, pero lo guardan en secreto. El
valor del mithril era diez veces superior al del oro y ahora ya no tiene
precio, pues queda poco en la superficie y ni siquiera los orcos se atreven a
cavar aquí. Las vetas llevan siempre al norte, hacia Caradhras y abajo, a la
oscuridad. Ellos no hablan de eso, pero si es cierto que el mithril fue
la base de la riqueza de los enanos, fue también la perdición de estas
criaturas, que cavaron con demasiada codicia, demasiado abajo y perturbaron
aquello de que huían, el Daño de Durin. De lo que llevaron a la luz, los orcos
recogieron casi todo y se lo entregaron como tributo a Sauron.
»¡Mithril! Todo
el mundo lo deseaba. Podía ser trabajado como el cobre y pulido como el vidrio;
y los enanos podían transformarlo en un metal más liviano y sin embargo más
duro que el acero templado. Tenía la belleza de la plata común, pero nunca se
manchaba ni perdía el brillo. Los elfos lo estimaban muchísimo y lo empleaban
entre otras cosas para forjar los ithildin, la estrella-luna que habéis
visto en la puerta. Bilbo tenía una malla de anillos de mithril que
Thorin le había dado. Me pregunto qué se habrá hecho de ella. Todavía juntando
polvo en el museo de Cavada Grande, me imagino.
—¿Qué?—exclamó Gimli
de pronto, saliendo de su silencio—. ¿Una cota de plata de Moria? ¡Un regalo de
rey!
—Sí—continuó Gandalf—.
Nunca se lo dije, pero vale más que La Comarca entera y todo lo que en ella
hay.
Frodo no dijo nada,
pero metió la mano bajo la túnica y tocó los anillos de la camisa. Se le
confundía la cabeza pensando que había ido de un lado a otro llevando el valor
de La Comarca bajo la chaqueta. ¿Lo había sabido Bilbo? Estaba seguro de que
Bilbo lo sabía muy bien. Era en verdad un regalo de rey. Pero ahora ya no
pensaba en las minas oscuras, pues se había acordado de Rivendel y de Bilbo, y
luego de Bolsón Cerrado en los días en que Bilbo vivía todavía allí. Deseó de
todo corazón estar de vuelta, en aquellos días de antes, segando la hierba, o
paseando entre las flores, y no haber oído hablar de Moria, o del mithril,
o del Anillo.
Siguió un profundo
silencio. Uno a uno los otros fueron durmiéndose. Como un soplo que venía de
las profundidades, cruzando puertas invisibles, el miedo envolvió a Frodo.
Tenía las manos frías y la frente transpirada. Escuchó, prestando atención
durante dos lentas horas, pero no oyó ningún sonido, ni siquiera el eco
imaginario de unos pasos.
La guardia de Frodo
había concluido casi, cuando allá lejos, donde suponía que se alzaba el arco
occidental, creyó ver dos pálidos puntos de luz, casi como ojos luminosos. Se
sobresaltó. Había estado cabeceando. «Poco faltó para que me quedara dormido
en plena guardia», pensó. «Ya empezaba a soñar.» Se incorporó y se
frotó los ojos y se quedó de pie, espiando la oscuridad, hasta que Legolas lo
relevó.
Cuando se acostó se
quedó dormido en seguida, pero tuvo la impresión de que el sueño continuaba:
oía murmullos y vio que los pálidos puntos de luz se acercaban lentamente.
Despertó y vio que los otros estaban hablando en voz baja muy cerca y que una
luz débil le caía en la cara. Muy arriba, sobre el arco del este, un rayo de
luz largo y pálido asomaba en una abertura de la bóveda, y en el otro extremo
del recinto la luz resplandecía también débil y distante entrando por el arco
del norte.
Frodo se sentó. —¡Buen
día!—le dijo Gandalf—. Pues al fin es de día. No me equivoqué. Estamos muy
arriba en el lado este de Moria. Antes que termine la jornada tenemos que
encontrar las Grandes Puertas y ver las aguas del lago Espejo en el valle del arroyo
Sombrío ante nosotros.
—Me alegro—dijo Gimli—.
Ya he visto Moria y es muy grande, pero se ha convertido en un sitio oscuro y
terrible y no hemos encontrado señales de mi gente. Dudo ahora que Balin haya
estado alguna vez aquí.
Luego de haber
desayunado, Gandalf decidió que se pondrían en marcha en seguida.
—Estamos cansados,
pero dormiremos mejor cuando lleguemos afuera—dijo—. Creo que ninguno de
nosotros desearía pasar otra noche en Moria.
—¡No, en verdad!—dijo
Boromir—. ¿Qué camino tomaremos? ¿Ese arco que apunta al este?
—Quizá—dijo Gandalf—.
Pero aún no sé exactamente dónde nos encontramos. Si no he perdido el rumbo,
creo que estamos encima de los Grandes Portales y un poco al norte; y quizá no
sea fácil encontrar el camino que baja a las puertas. El
arco del este tal vez
sea la ruta adecuada, pero antes de decidirnos miraremos un poco alrededor.
Vayamos hacia aquella luz de la puerta norte. Si pudiéramos encontrar una
ventana, mejor que mejor, pero temo que la luz descienda sólo a través de
largas aberturas.
Siguiendo a Gandalf,
la Compañía pasó bajo el arco del norte. Se encontraban ahora en un amplio
corredor. A medida que avanzaban el resplandor iba aumentando y vieron que
venía de un portal de la derecha. Era alto, plano arriba, y la puerta de piedra
colgaba todavía de los goznes, a medio cerrar. Del otro lado había un cuarto
grande y cuadrado. Estaba apenas iluminado, pero a los ojos de la Compañía,
luego de haber pasado tanto tiempo en la oscuridad, era de una luminosidad
enceguecedora y todos parpadearon al entrar.
El suelo estaba
cubierto por una espesa capa de polvo y la Compañía tropezó en el umbral con
muchas cosas que estaban allí tiradas y cuyas formas no pudieron reconocer al
principio. Una abertura alta y amplia de la pared del este iluminaba la cámara.
Atravesaba oblicuamente la pared y del otro lado, lejos y arriba, podía verse
un cuadradito de cielo azul. La luz caía directamente sobre una mesa en medio
del cuarto: una piedra oblonga, de dos pies de alto, sobre la que habían puesto
una losa de piedra blanca.
—Parece una tumba—murmuró
Frodo, y se inclinó hacia adelante, sintiendo un raro presentimiento, para
mirar desde más cerca.
Gandalf se acercó
rápidamente. Sobre la losa había unas runas grabadas:
—Son runas de Daeron,
como se usaban antiguamente en Moria—dijo Gandalf—. Dice aquí en las
lenguas de los hombres y los enanos:
BALIN
HIJO
DE FUNDIN
SEÑOR DE MORIA
—Está
muerto entonces—dijo Frodo—. Temía que fuera así. —Gimli se echó la capucha
sobre la cara.
XVIII.EL PUENTE DE KHAZAD-DÛM
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO II—CAPÍTULO V
La Compañía del Anillo
permaneció en silencio junto a la tumba de Balin. Frodo pensó en Bilbo, en la
larga amistad que había tenido con el enano y en la visita de Balin a La
Comarca tiempo atrás. En aquel cuarto polvoriento de la montaña parecía que eso
había ocurrido hacía mil años y en el otro extremo del mundo.
Por último se movieron
y levantaron los ojos y buscaron algo que pudiera aclararles la muerte de
Balin, o qué había sido de su gente. Había otra puerta más pequeña en el lado
opuesto de la cámara, bajo la abertura. Junto a las dos puertas podían ver
ahora muchos huesos desparramados y entre ellos espadas y hachas rotas y
escudos y cascos hendidos. Algunas de las espadas eran curvas: cimitarras de
orcos con hojas negras.
Había muchos nichos
tallados en la piedra de los muros, que contenían grandes cofres de madera
aherrojados. Todo había sido roto y saqueado, pero junto a la tapa destrozada
de uno de los cofres encontraron los restos de un libro. Lo habían desgarrado y
lo habían apuñalado, estaba quemado en parte y tan manchado de negro y otras
marcas oscuras, como sangre vieja, que poco podía leerse. Gandalf lo alzó con
cuidado, pero las hojas crujieron y se quebraron mientras lo ponía sobre la
losa. Se inclinó sobre él un tiempo sin hablar. Frodo y Gimli de pie junto a
Gandalf, que volvía delicadamente las hojas, alcanzaban a ver que había sido
escrito por distintas manos, en runas, tanto de Moria como de Valle y de cuando
en cuando en caracteres élficos.
Al fin Gandalf alzó
los ojos. —Parece ser un registro de los azares y fortunas que cayeron sobre el
pueblo de Balin—dijo—. Supongo que empieza cuando llegaron al valle del arroyo
Sombrío hace treinta años hay números en las páginas que parecen referirse a
los años que siguieron. La primera página está marcada uno-tres, de modo
que al menos dos ya faltan desde el principio. ¡Escuchad!
»Echamos a los orcos de la gran puerta y el
cuarto de guar—supongo que diría guardia.
Matamos a muchos a la brillante—creo—luz
del valle. Una flecha mató a Flói. Él derribó al grande. Luego hay una
mancha seguida por Flói bajo la hierba junto al lago Espejo. Sigue una línea
o dos que no puedo leer. Luego esto:
Hemos elegido como vivienda la sala vigesimoprimera del lado norte. Hay no sé qué.
Se menciona una abertura. Luego
Balin se ha aposentado en la Cámara de Mazarbul.
—La Cámara de los
Registros—dijo Gimli—. Sospecho que ahí estamos ahora.
—Bueno, aquí no
alcanzo a leer mucho más—dijo Gandalf—excepto la palabra oro y Hacha de Durin y
algo así como yelmo. Luego Balin es ahora señor de Moria. Esto
parece terminar un capítulo. Luego de algunas estrellas comienza otra
mano y aquí se lee encontramos plata
auténtica y luego las palabras bien
forjada y luego algo. ¡Lo tengo! Mithril
y las dos últimas líneas: Óin buscará las
armerías superiores del Tercer Sótano; algo va al oeste, una mancha, a la puerta de Acebeda.
Gandalf hizo una pausa
y apartó unas pocas hojas. —Hay varias páginas de este tipo, escritas bastante
de prisa y muy dañadas—dijo—, pero poco puedo sacar en limpio con esta luz.
Tienen que faltar también algunas hojas, pues éstas comienzan con el número cinco,
el quinto año de la colonia, supongo. Veamos. No, están demasiado rotas y
sucias, no puedo leerlas. Mejor que probemos a la luz del sol. ¡Un momento! Aquí
hay algo: grandes caracteres élficos escritos por una mano firme.
—Esa tiene que ser la
mano de Ori—dijo Gimli mirando por encima del brazo de Gandalf—. Podía escribir
bien y rápido y a menudo usaba los caracteres élficos.
—Temo que esa mano
hábil haya tenido que registrar malas noticias—dijo Gandalf—. La primera
palabra es pena, pero el resto de la
línea se ha perdido, aunque termina en ayer.
Sí, tiene que ser ayer seguido por siendo el diez de noviembre Balin señor de
Moria cayó en el valle del arroyo Sombrío. Fue solo a mirar el lago Espejo. Un
orco lo mató desde atrás de una piedra. Matamos al orco, pero muchos más.. —subiendo
desde el este por el cauce de Plata. El resto de la página está demasiado
borroneado, pero me parece que alcanzo a leer hemos atrancado las puertas y luego resistiremos si y luego quizás horrible y sufrimiento. ¡Pobre Balin!
Parece que no pudo conservar el título que él mismo se dio ni siquiera cinco
años. Me pregunto qué habrá ocurrido después, pero no hay tiempo de descifrar
las últimas pocas páginas. Aquí está la última. —Hizo una pausa y suspiró.
—Es una lectura
siniestra—continuó—. Temo que el fin de esta gente haya sido cruel. ¡Escuchad! No podemos salir. No podemos salir. Han
tomado el puente y la segunda sala. Frár y Lóni y Náli murieron allí. Luego
hay cuatro líneas muy manchadas y sólo puedo leer hace cinco días.
Las últimas líneas dicen la laguna llega a los muros de la Puerta
del Oeste. El Guardián del Agua se llevó a Óin. No podemos salir. El fin se
acerca, y luego tambores, tambores en los abismos. Me
pregunto qué será esto. Las últimas palabras son un garabateo arrastrado en
letras élficas: están acercándose. No
hay nada más.
Gandalf calló,
guardando un pensativo silencio.
Todos en la Compañía
tuvieron un miedo repentino, sintiendo que se encontraban en una cámara de
horrores. —No podemos salir—murmuró Gimli—. Fue una suerte para nosotros que la
laguna hubiese bajado un poco y que el Guardián estuviera durmiendo en el
extremo sur.
Gandalf alzó la cabeza
y miró alrededor. —Parece que ofrecieron una última resistencia en las dos
puertas—dijo—, pero ya entonces no quedaban muchos. ¡Así terminó el intento de
recuperar Moria! Fue valiente, pero insensato. No ha llegado todavía la hora.
Bien, temo que tengamos que despedirnos de Balin hijo de Fundin. Que descanse
aquí en las salas paternas. Nos llevaremos este libro, el libro de Mazarbul, y lo
miraremos luego con más atención. Será mejor que tú lo guardes, Gimli, y que lo
lleves de vuelta a Dáin, si tienes oportunidad. Le interesará, aunque se
sentirá profundamente apenado. Bueno, ¡vayamos! La mañana está quedando atrás.
—¿Qué camino tomaremos?—preguntó
Boromir.
—Volvamos a la sala—dijo
Gandalf—. Pero la visita a este cuarto no ha sido inútil. Ahora sé dónde
estamos. Esta tiene que ser, como dijo Gimli, la Cámara de Mazarbul, y la sala
la vigesimoprimera del extremo norte. Por lo tanto, hemos de salir por el arco
del este, e ir a la derecha y al sur, descendiendo. La Sala Vigesimoprimera
tiene que estar en el Séptimo Sótano, es decir seis sótanos por encima de las
puertas. ¡Vamos! ¡De vuelta a la sala!
Apenas Gandalf hubo
dicho estas palabras cuando se oyó un gran ruido, como si algo rodara retumbando
en los abismos lejanos, estremeciendo el suelo de piedra. Todos saltaron hacia
la puerta, alarmados. Bum, bum,
resonó otra vez, como si unas manos enormes estuvieran utilizando las cavernas
de Moria como un vasto tambor. Luego siguió una explosión, repetida por el eco:
un gran cuerno sonó en la sala y otros cuernos y unos gritos roncos
respondieron a lo lejos. Se oyó el sonido de muchos pies que corrían.
—¡Se acercan!—gritó
Legolas.
—No podemos salir—dijo
Gimli.
—¡Atrapados!—gritó
Gandalf—. ¿Por qué me retrasé? Aquí estamos, encerrados como ellos antes. Pero
entonces yo no estaba aquí. Veremos qué...
Bum, bum;
el redoble sacudió las paredes.
—¡Cerrad las puertas y
atrancadlas!—gritó Aragorn—. Y no descarguéis los bultos mientras os sea
posible. Quizás aún tengamos posibilidad de escapar.
—¡No!—dijo Gandalf—.
Mejor que no nos encerremos. ¡Dejad entreabierta la puerta del este! Iremos por
ahí, si nos dejan.
Otra ronca llamada de
cuerno y unos gritos agudos que reverberaron en las paredes. Unos pies venían
corriendo por el pasillo. Hubo un entrechocar de metales mientras la Compañía
desenvainaba las espadas. Glamdring brilló con una luz pálida y los filos de Dardo centellearon. Boromir apoyó el hombro contra la puerta
occidental.
—¡Un momento! ¡No la
cierres todavía!—dijo Gandalf. Alcanzó de un salto a Boromir y levantó la
cabeza enderezándose.
»¿Quién viene aquí a
perturbar el descanso de Balin señor de Moria?—gritó con una voz estentórea.
Hubo una cascada de risas roncas, como piedras
que se deslizan y caen en un pozo; en medio del clamor se alzó una voz grave,
dando órdenes. Bum, bum, bum,
redoblaban los tambores en los abismos.
Con rápido movimiento
Gandalf fue hacia el hueco de la puerta y estiró el brazo adelantando la vara.
Un relámpago enceguecedor iluminó el cuarto y el pasadizo. El mago se asomó un
instante, miró y dio un salto atrás mientras las flechas volaban alrededor
siseando y silbando.
—Son orcos, muchos—dijo—.
Y algunos son corpulentos y malvados: uruks negros de Mordor. No se han
decidido a atacar todavía, pero hay algo más ahí. Un gran trol de las cavernas,
creo, o más que uno. No hay esperanzas de poder escapar por ese lado.
—Y ninguna esperanza
si vienen también por la otra puerta—dijo Boromir.
—Aquí no se oye nada
todavía—dijo Aragorn que estaba de pie junto a la puerta del este, escuchando—.
El pasadizo de este lado desciende directamente a una escalera y es obvio que
no lleva de vuelta a la sala. Pero no serviría de nada huir ciegamente por ahí,
con los enemigos pisándonos los talones. No podemos bloquear la puerta. No hay
llave y la cerradura está rota y se abre hacia dentro. Ante todo trataremos de
demorarlos. ¡Haremos que teman la Cámara de Mazarbul!—dijo torvamente, pasando
el dedo por el filo de la espada Andúril.
Unos pies pesados
resonaron en el corredor. Boromir se lanzó contra la puerta y la cerró
empujándola con el hombro; luego la sujetó acuñándola con hojas de espada quebradas
y astillas de madera. La Compañía se retiró al otro extremo del cuarto. Pero
aún no tenían ninguna posibilidad de escapar. Un golpe estremeció la puerta,
que en seguida comenzó a abrirse lentamente, rechinando, desplazando las cuñas.
Un brazo y un hombro voluminosos, de piel oscura, escamosa y verde, aparecieron
en la abertura, ensanchándola. Luego un pie grande, chato y sin dedos, entró
empujando, deslizándose por el suelo. Afuera había un silencio de muerte.
Boromir saltó hacia
adelante y lanzó un mandoble contra el brazo, pero la espada golpeó resonando,
se desvió a un lado y se le cayó de la mano temblorosa. La hoja estaba mellada.
De pronto, y algo
sorprendido pues no se reconocía a sí mismo, Frodo sintió que una cólera
ardiente le inflamaba el corazón. —¡La Comarca!—gritó y saltando al lado de
Boromir se inclinó y descargó a Dardo contra el pie. Se oyó un aullido y el pie
se retiró bruscamente, casi arrancando a Dardo de la mano de Frodo. Unas gotas negras
cayeron de la hoja y humearon en el suelo. Boromir se arrojó otra vez contra la
puerta y la cerró con violencia.
—¡Un tanto para La
Comarca!—gritó Aragorn—. ¡La mordedura del hobbit es profunda! ¡Tienes una
buena hoja, Frodo hijo de Drogo!
Un golpe resonó en la
puerta y luego otro y otro. Los orcos atacaban ahora con martillos y arietes.
Al fin la puerta crujió y se tambaleó hacia atrás y de pronto la abertura se
ensanchó. Las flechas entraron silbando, pero golpeaban la pared del norte y
caían al suelo. Un cuerno llamó en seguida y unos pies corrieron y los orcos
entraron saltando en la cámara.
Cuántos eran, la
Compañía no pudo saberlo. En un principio los orcos atacaron decididamente,
pero el furor de la defensa los desanimó muy pronto. Legolas les atravesó la
garganta a dos de ellos. Gimli le cortó las piernas a otro que se había subido
a la tumba de Balin. Boromir y Aragorn mataron a muchos. Cuando ya habían caído
trece, el resto huyó chillando, dejando a los defensores indemnes, excepto Sam
que tenía un rasguño a lo largo del cuero cabelludo. Un rápido movimiento lo
había salvado y había matado al orco: un golpe certero con la espada tumularia.
En los ojos castaños le ardía un fuego de brasas que habría hecho retroceder a
Ted Arenas, si lo hubiera visto.
—¡Ahora es el momento!—gritó
Gandalf—. ¡Vamos, antes que el trol vuelva!
Pero mientras aún
retrocedían y antes que Pippin y Merry hubieran llegado a la escalera exterior,
un enorme jefe orco, casi de la altura de un hombre, vestido con malla negra de
la cabeza a los pies, entró de un salto en la cámara; lo seguían otros, que se
apretaron en la puerta. La cara ancha y chata era morena, los ojos como
carbones, la lengua roja; esgrimía una lanza larga. Con un golpe de escudo
desvió la espada de Boromir y lo hizo retroceder, tirándolo al suelo. Eludiendo
la espada de Aragorn con la rapidez de una serpiente, cargó contra la Compañía,
apuntando a Frodo con la lanza. El golpe alcanzó a Frodo en el lado derecho y
lo arrojó contra la pared. Sam con un grito quebró de un hachazo el extremo de
la lanza. Aún estaba el orco dejando caer el asta y sacando la cimitarra,
cuando Andúril le cayó sobre el yelmo. Hubo un estallido, como una llama, y el
yelmo se abrió en dos. El orco cayó, la cabeza hendida. Los que venían detrás
huyeron dando gritos y Aragorn y Boromir acometieron contra ellos.
Bajo su acero por John Howe
Bum, bum
continuaban los tambores allá abajo. La gran voz se alzó de nuevo.
—¡Ahora!—gritó Gandalf—.
Es nuestra última posibilidad. ¡Corramos!
Aragorn recogió a
Frodo, que yacía junto a la pared, y se precipitó hacia la escalera, empujando
delante de él a Merry y a Pippin. Los otros los siguieron; pero Gimli tuvo que
ser arrastrado por Legolas; a pesar del peligro se había detenido cabizbajo
junto a la tumba de Balin. Boromir tiró de la puerta este y los goznes
chillaron. Había a cada lado un gran anillo de hierro, pero no era posible
sujetar la puerta.
—Estoy bien—jadeó
Frodo—. Puedo caminar. ¡Bájame!
Aragorn, asombrado,
casi lo dejó caer. —¡Pensé que estabas muerto!—exclamó.
—¡No todavía!—dijo
Gandalf—. Pero no es momento de asombrarse. ¡Adelante todos, escaleras abajo!
Esperadme al pie unos minutos, pero si no llego en seguida, ¡continuad! Marchad
rápidamente siempre a la derecha y abajo.
—¡No podemos dejar que
defiendas la puerta tú solo!—dijo Aragorn.
—¡Haz como digo!—dijo
Gandalf con furia—. Aquí ya no sirven las espadas. ¡Adelante!
Ninguna abertura
iluminaba el pasaje y la oscuridad era completa. Descendieron una larga
escalera tanteando las paredes y luego miraron atrás. No vieron nada, excepto
el débil resplandor de la vara del mago, muy arriba. Parecía que Gandalf estaba
todavía de guardia junto a la puerta cerrada. Frodo respiraba pesadamente y se
apoyó en Sam, que lo sostuvo con un brazo. Se quedaron así un rato espiando la oscuridad
de la escalera. Frodo creyó oír la voz de Gandalf arriba, murmurando palabras
que descendían a lo largo de la bóveda inclinada como ecos de suspiros. No
alcanzaba a entender lo que decían. Parecía que las paredes temblaban. De vez
en cuando se oían de nuevo los redobles de tambor: bum, bum.
De pronto una luz
blanca se encendió un momento en lo alto de la escalera. En seguida se oyó un
rumor sordo y un golpe pesado. El tambor redobló furiosamente, bum, bum, bum y enmudeció. Gandalf se
precipitó escaleras abajo y cayó en medio de la Compañía.
—¡Bien, bien!
¡Problema terminado!—dijo el mago incorporándose con trabajo—. He hecho lo
que he podido. Pero encontré la horma de mi zapato y estuvieron a punto de
destruirme. ¡Pero no os quedéis ahí! ¡Vamos! Tendréis que ir sin luz un rato,
pues estoy un poco sacudido. ¡Vamos! ¡Vamos! ¿Dónde estás, Gimli? ¡Ven adelante
conmigo! ¡Seguidnos los demás, y no os separéis!
Todos fueron
tropezando detrás de él y preguntándose qué habría ocurrido. Bum, bum sonaron otra vez los golpes de
tambor; les llegaban ahora más apagados y como desde lejos, pero venían detrás.
No había ninguna otra señal de persecución, ningún ajetreo de pisadas, ninguna
voz. Gandalf no se volvió ni a la izquierda ni a la derecha, pues el pasaje
parecía seguir la dirección que él deseaba. De cuando en cuando encontraban un
tramo de cincuenta o más escalones que llevaba a un sótano más bajo. Por el
momento este era el peligro principal, pues en la oscuridad no alcanzaban a ver
las escaleras, hasta que ya estaban bajando, o habían puesto un pie en el
vacío. Gandalf tanteaba el suelo con la vara, como un ciego.
Al cabo de una hora
habían avanzado una milla [1,5 kilómetros], o quizás un poco más, y habían descendido
muchos tramos de escalera. No se oía aún ningún sonido de persecución. Hasta
empezaban a creer que quizás escaparían. Al pie del séptimo tramo, Gandalf se
detuvo.
—¡Está haciendo calor!—jadeó—.
Ya tendríamos que estar por lo menos al nivel de las puertas. Pronto habrá que
buscar un túnel a la izquierda, que nos lleve al este. Espero que no esté
lejos. Me siento muy fatigado. Tengo que descansar aquí unos instantes, aunque
todos los orcos que alguna vez han sido caigan ahora sobre nosotros.
Gimli lo ayudó a
sentarse en el escalón. —¿Qué pasó allá arriba en la puerta?—preguntó—.
¿Descubriste al que toca el tambor?
—No lo sé—respondió
Gandalf—. Pero de pronto me encontré enfrentado a algo que yo no conocía. No
supe qué hacer, excepto recurrir a algún conjuro que mantuviera cerrada la
puerta. Conozco muchos, pero estas cosas requieren tiempo y aun así el enemigo
podría forzar la entrada.
»Mientras estaba ahí
oí voces de orcos que venían del otro lado, pero en ningún momento se me
ocurrió que podían echar abajo la puerta. No alcanzaba a oír lo que se decía;
parecían estar hablando en ese horrible lenguaje de ellos. Todo lo que entendí
fue ghash, fuego. En seguida algo,
entró en la cámara; pude sentirlo a través de la puerta y los mismos orcos se
asustaron y callaron. El recién llegado tocó el anillo de hierro y en ese
momento advirtió mi presencia y mi conjuro.
»Qué era eso, no puedo
imaginarlo, pero nunca me había encontrado con nada semejante. El contraconjuro
fue terrible. Casi me hace pedazos. Durante un instante perdí el dominio de la
puerta, ¡que comenzó a abrirse! Tuve que pronunciar un mandato. El esfuerzo
resultó ser excesivo. La puerta estalló. Algo oscuro como una nube estaba
ocultando toda la luz, y fui arrojado hacia atrás escaleras abajo. La pared
entera cedió y también el techo de la cámara, me parece.
»Temo que Balin esté
sepultado muy profundamente y quizá también alguna otra cosa. No puedo decirlo.
Pero por lo menos el pasaje que quedó a nuestras espaldas está completamente
bloqueado. ¡Ah! Nunca me he sentido tan agotado, pero ya pasa. ¿Y qué me dices
de ti, Frodo? No hubo tiempo de decírtelo, pero nunca en mi vida tuve una
alegría mayor que cuando tú hablaste. Temí que fuera un hobbit valiente pero
muerto lo que Aragorn llevaba en brazos.
—¿Qué digo de mí?—preguntó
Frodo—. Estoy vivo y entero, creo. Me siento lastimado y dolorido, pero no es
grave.
—Bueno—dijo Aragorn—,
sólo puedo decir que los hobbits son de un material tan resistente que nunca
encontré nada parecido. Si yo lo hubiera sabido antes, ¡habría hablado con más
prudencia en la taberna de Bree! ¡Ese lanzazo hubiese podido atravesar a un
jabalí de parte a parte!
—Bueno, no estoy
atravesado de parte a parte, me complace decirlo—dijo Frodo—,
aunque siento como si hubiese estado entre un martillo y un yunque. —No dijo
más. Le costaba respirar.
—Te pareces a Bilbo—dijo
Gandalf—. Hay en ti más de lo que se advierte a simple vista, como dije
de él hace tiempo. —Frodo se quedó pensando si esta observación no tendría
algún otro significado.
Prosiguieron la
marcha. Al rato Gimli habló. Tenía una vista penetrante en la oscuridad. —Creo—dijo—que
hay una luz delante. Pero no es la luz del día. Es roja. ¿Qué puede ser?
—Ghash!—murmuró Gandalf—. Me pregunto si era eso a lo que se
referían, que los sótanos inferiores están en llamas. Sin embargo, no podemos
hacer otra cosa que continuar.
Pronto la luz fue
inconfundible y todos pudieron verla. Vacilaba y reverberaba en las paredes del
pasadizo. Ahora podían ver por dónde iban: descendían una pendiente rápida y un
poco más adelante había un arco bajo; de allí venía la claridad creciente. El
aire era casi sofocante.
Cuando llegaron al
arco, Gandalf se adelantó indicándoles que se detuvieran. Fue hasta poco más
allá de la abertura y los otros vieron que un resplandor le encendía la cara.
El mago dio un paso atrás.
—Esto es alguna nueva
diablura—dijo Gandalf—preparada sin duda para darnos la bienvenida. Pero sé
dónde estamos: hemos llegado al Primer Sótano, inmediatamente debajo de las
puertas. Esta es la Segunda Sala de la Antigua Moria y las puertas están cerca:
más allá del extremo este, a la izquierda, a un cuarto de milla. Hay que cruzar
el puente, subir por una ancha escalinata, luego un pasaje ancho que atraviesa
la Primera Sala, ¡y fuera! ¡Pero venid y mirad!
Espiaron y vieron otra
sala cavernosa. Era más ancha y mucho más larga que aquella en que habían
dormido. Estaban cerca de la pared del este; se prolongaba hacia el oeste
perdiéndose en la oscuridad. Todo a lo largo del centro se alzaba una doble
fila de pilares majestuosos. Habían sido tallados como grandes troncos de
árboles y una intrincada tracería de piedra imitaba las ramas que parecían
sostener el cielo raso. Los tallos eran lisos y negros, pero reflejaban
oscuramente a los lados un resplandor rojizo. Justo ante ellos, a los pies de
dos enormes pilares, se había abierto una gran fisura. De allí venía una
ardiente luz roja y de vez en cuando las llamas lamían los bordes y abrazaban
la base de las columnas. Unas cintas de humo negro flotaban en el aire cálido.
—Si hubiésemos venido
por la ruta principal desde las salas superiores, nos hubieran atrapado aquí—dijo
Gandalf—. Esperemos que el fuego se alce ahora entre nosotros y quienes nos
persiguen. ¡Vamos! No hay tiempo que perder.
Aún mientras hablaban
escucharon de nuevo el insistente redoble de tambor: bum, bum, bum. Más allá de las sombras en el extremo oeste de la
sala estallaron unos gritos y llamadas de cuerno. Bum, bum: los pilares parecían temblar y las llamas oscilaban.
—¡Ahora la última
carrera!—dijo Gandalf—. Si afuera brilla el sol, aún podemos escapar.
¡Seguidme!
Se volvió a la
izquierda y echó a correr por el piso liso de la sala. La distancia era mayor
de lo que habían creído. Mientras corrían oyeron los golpeteos y los ecos de
muchos pies que venían detrás. Se oyó un chillido agudo: los habían visto. Hubo
luego un clamor y un repiqueteo de aceros. Una flecha silbó por encima de la
cabeza de Frodo.
Boromir rio. —No lo
esperaban—dijo—. El fuego les cortó el paso. ¡Estamos del mal lado!
—¡Mirad adelante!—llamó
Gandalf—. Nos acercamos al puente. Es angosto y peligroso.
De pronto Frodo vio
ante él un abismo negro. En el extremo de la sala el piso desapareció y cayó a
pique a profundidades desconocidas. No había otro modo de llegar a la puerta
exterior que un estrecho puente de piedra, sin barandilla ni parapeto, que describía
una curva de cincuenta pies sobre el abismo. Era una antigua defensa de los enanos
contra cualquier enemigo que pusiera el pie en la Primera Sala y los pasadizos
exteriores. No se podía cruzar sino en fila de a uno. Gandalf se detuvo al
borde del precipicio y los otros se agruparon detrás.
—¡Tú adelante, Gimli!—dijo—.
Luego Pippin y Merry. ¡Derecho al principio y escaleras arriba después de la
puerta!
Las flechas cayeron
sobre ellos. Una golpeó a Frodo y rebotó. Otra atravesó el sombrero de Gandalf
y allí se quedó sujeta como una pluma negra. Frodo miró hacia atrás. Más allá
del fuego vio un enjambre de figuras oscuras, que podían ser centenares de
orcos. Esgrimían lanzas y cimitarras que brillaban rojas como la sangre a la
luz del fuego. Bum, bum resonaba el
redoble, cada vez más alto y más alto, bum,
bum.
Legolas se volvió y
puso una flecha en la cuerda, aunque la distancia era excesiva para aquel arco
tan pequeño. Iba a tirar de la cuerda cuando de pronto soltó la mano dando un
grito de desesperación y terror. La flecha cayó al suelo. Dos grandes troles se
acercaron cargando unas pesadas losas y las echaron al suelo para utilizarlas
como un puente sobre las llamas. Pero no eran los troles lo que había
aterrorizado al elfo. Las filas de los orcos se habían abierto y retrocedían
como si ellos mismos estuviesen asustados. Algo asomaba detrás de los orcos. No
se alcanzaba a ver lo que era; parecía una gran sombra y en medio de esa sombra
había una forma oscura, quizás una forma de hombre, pero más grande, y en esa
sombra había un poder y un terror que iban delante de ella.
Llegó al borde del
fuego y la luz se apagó como detrás de una nube. Luego y con un salto, la
sombra pasó por encima de la grieta. Las llamas subieron rugiendo a darle la
bienvenida y se retorcieron alrededor; y un humo negro giró en el aire. Las
crines flotantes de la sombra se encendieron y ardieron detrás. En la mano
derecha llevaba una hoja como una penetrante lengua de fuego y en la mano
izquierda empuñaba un látigo de muchas colas.
—¡Ay, ay!—se quejó
Legolas—. ¡Un balrog! ¡Ha venido un balrog!
Gimli miraba con los
ojos muy abiertos. —¡El Daño de Durin!—gritó y dejando caer el hacha se cubrió
la cara con las manos.
—Un balrog—murmuró
Gandalf—. Ahora entiendo. —Trastabilló y se apoyó pesadamente en la vara. —¡Qué
mala suerte! Y estoy tan cansado.
La figura oscura de
estela de fuego corrió hacia ellos. Los orcos aullaron y se precipitaron sobre
las losas que servían como puentes. Boromir alzó entonces el cuerno y sopló. El
desafío resonó y rugió como el grito de muchas gargantas bajo la bóveda
cavernosa. Los orcos titubearon un momento y la sombra ardiente se detuvo. En
seguida los ecos murieron, como una llama apagada por el soplo de un viento
oscuro, y el enemigo avanzó otra vez.
—¡Por el puente!—gritó
Gandalf, recurriendo a todas sus fuerzas—. ¡Huid! Es un enemigo que supera
todos vuestros poderes. Yo le cerraré aquí el paso. ¡Huid! —Aragorn y Boromir
hicieron caso omiso de la orden y afirmando los pies en el suelo se quedaron
juntos detrás de Gandalf, en el extremo del puente. Los otros se detuvieron en
el umbral del extremo de la sala, y miraron desde allí, incapaces de dejar que
Gandalf enfrentara solo al enemigo.
El balrog llegó al
puente. Gandalf aguardaba en el medio, apoyándose en la vara que tenía en la
mano izquierda; pero en la otra relampagueaba Glamdring, fría y blanca. El
enemigo se detuvo de nuevo, enfrentándolo, y la sombra que lo envolvía se abrió
a los lados como dos vastas alas. En seguida esgrimió el látigo y las colas
crujieron y gimieron. Un fuego le salía de la nariz. Pero Gandalf no se movió.
—No puedes pasar—dijo.
Los orcos permanecieron inmóviles y un silencio de muerte cayó alrededor—. Soy
un servidor del Fuego Secreto y esgrimo la llama de Anor. No puedes pasar. El
fuego oscuro no te servirá de nada, llama de Udûn. ¡Vuelve a la Sombra! No puedes pasar.
El balrog no
respondió. El fuego pareció extinguirse y la oscuridad creció todavía más. El balrog
avanzó lentamente y de pronto se enderezó hasta alcanzar una gran estatura,
extendiendo las alas de muro a muro; pero Gandalf era todavía visible, como un
débil resplandor en las tinieblas; parecía pequeño y completamente solo; gris e
inclinado, como un árbol seco poco antes de estallar la tormenta.
De la sombra brotó
llameando una espada roja.
Glamdring respondió
con un resplandor blanco.
Hubo un sonido de
metales que se entrechocaban y una estocada de fuego blanco. El balrog cayó de
espaldas y la hoja le saltó de la mano en pedazos fundidos. El mago vaciló en
el puente, dio un paso atrás y luego se irguió otra vez, inmóvil.
—¡No puedes pasar!—dijo.
El balrog dio un salto y cayó en medio del puente. El látigo restalló y silbó.
—¡No podrá resistir
solo!—gritó Aragorn de pronto y corrió de vuelta por el puente—. ¡Elendil!—gritó—.
¡Estoy contigo, Gandalf!
—¡Gondor!—gritó Boromir
y saltó detrás de Aragorn.
En ese momento,
Gandalf alzó la vara y dando un grito golpeó el puente ante él. La vara se
quebró en dos y le cayó de la mano. Una cortina enceguecedora de fuego blanco
subió en el aire. El puente crujió, rompiéndose justo debajo de los pies del balrog
y la piedra que lo sostenía se precipitó al abismo mientras el resto quedaba
allí, en equilibrio, estremeciéndose como una lengua de roca que se asoma al
vacío.
Con un grito terrible
el balrog se precipitó hacia adelante; la sombra se hundió y desapareció. Pero
aún mientras caía sacudió el látigo y las colas azotaron y envolvieron las
rodillas del mago, arrastrándolo al borde del precipicio. Gandalf se tambaleó y
cayó al suelo, tratando vanamente de asirse a la piedra, deslizándose al
abismo.—¡Huid, insensatos!—gritó, y desapareció.
El fuego se extinguió
y volvió la oscuridad. La Compañía estaba como clavada al suelo, mirando el
pozo, horrorizada. En el momento en que Aragorn y Boromir regresaban de prisa,
el resto del puente crujió y cayó. Aragorn llamó a todos con un grito.
—¡Venid! ¡Yo os guiaré
ahora! Tenemos que obedecer la última orden de Gandalf. ¡Seguidme!
Subieron
atropellándose por las grandes escaleras que estaban más allá de la puerta.
Aragorn delante, Boromir detrás. Arriba había un pasadizo ancho y habitado de
ecos. Corrieron por allí. Frodo oyó que Sam lloraba junto a él y en seguida
descubrió que él también lloraba y corría. Bum,
bum, bum, resonaban detrás los redobles, ahora lúgubres y lentos.
Siguieron corriendo.
La luz crecía delante; grandes aberturas traspasaban el techo. Corrieron más
rápido. Llegaron a una sala con ventanas altas que miraban al este y donde
entraba directamente la luz del día. Cruzaron la sala, pasando por unas puertas
grandes y rotas y de pronto se abrieron ante ellos las Grandes Puertas, un arco
de luz resplandeciente.
Había una guardia de
orcos que acechaba en la sombra detrás de los montantes a un lado y a otro,
pero las puertas mismas estaban rotas y caídas en el suelo. Aragorn abatió al
capitán que le cerraba el paso y el resto huyó aterrorizado. La Compañía pasó
de largo, sin prestarles atención. Ya fuera de las puertas bajaron corriendo
los amplios y gastados escalones, el umbral de Moria.
Así, al fin y contra
toda esperanza, estuvieron otra vez bajo el cielo y sintieron el viento en las
caras.
No se detuvieron hasta
encontrarse fuera del alcance de las flechas que venían de los muros. El valle
del arroyo Sombrío se extendía alrededor. La sombra de las montañas Nubladas
caía en el valle, pero hacia el este había una luz dorada sobre la tierra. No
había pasado una hora desde el mediodía. El sol brillaba; la luz era alta y
blanca.
Miraron atrás. Las
puertas oscuras bostezaban a la sombra de la montaña. Los lentos redobles
subterráneos resonaban lejanos y débiles. Bum.
Un tenue humo negro salía arrastrándose. No se veía nada más; el valle estaba
vacío. Bum. La pena los dominó a
todos al fin y lloraron: algunos de pie y en silencio, otros caídos en tierra. Bum, bum. El redoble se apagó.
XIX.LOTHLÓRIEN
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO II—CAPÍTULO VI
—Ay, temo que no
podamos demorarnos aquí—dijo Aragorn. Miró hacia las montañas y alzó la espada—.
¡Adiós, Gandalf!—gritó—. ¿No te dije si cruzas las puertas de Moria, ten
cuidado? Ay, cómo no me equivoqué. ¿Qué esperanzas nos quedan sin ti?
Se volvió hacia la
Compañía. —Dejemos de lado la esperanza—dijo—. Al menos quizá seamos vengados.
Apretemos las mandíbulas y dejemos de llorar. ¡Vamos! Tenemos por delante un largo
camino y muchas cosas todavía pendientes.
Se incorporaron y
miraron alrededor. Hacia el norte el valle corría por una garganta oscura entre
dos grandes brazos de las montañas y en la cima brillaban tres picos blancos:
Celebdil, Fanuidhol, Caradhras: las montañas de Moria. De lo alto de la
garganta venía un torrente, como un encaje blanco sobre una larga escalera de
pequeños saltos y una niebla de espuma colgaba en el aire a los pies de las
montañas.
—Allá está la Escalera
del arroyo Sombrío—dijo Aragorn apuntando a las cascadas—. Tendríamos que haber
venido por ese camino profundo que corre junto al torrente, si la fortuna nos
hubiese sido más propicia.
—O Caradhras menos
cruel—dijo Gimli—. ¡Helo ahí, sonriendo al sol! —Amenazó con el puño al más
distante de los picos nevados y dio media vuelta.
Al este el brazo
adelantado de las montañas terminaba bruscamente y más allá podían verse unas
tierras lejanas, vastas e imprecisas. Hacia el sur las montañas Nubladas se
perdían de vista a la distancia. A menos de una milla y un poco por debajo de
ellos, pues estaban aún a regular altura al costado oeste del valle, había una
laguna. Era larga y ovalada, como una punta de lanza clavada profundamente en
la garganta del norte; pero el extremo sur se extendía más allá de las sombras
bajo el cielo soleado. Sin embargo, las aguas eran oscuras: un azul profundo
como el cielo claro de la noche visto desde un cuarto donde arde una lámpara.
La superficie estaba tranquila, sin una arruga. Todo alrededor una hierba suave
descendía por las laderas hasta la orilla lisa y uniforme.
—El lago Espejo, ¡el
profundo Kheled-zâram!—dijo Gimli—. Recuerdo que él dijo: «¡Ojalá tengáis la
alegría de verlo! ¡Pero no podremos demorarnos allí!» Mucho tendré que
viajar antes de sentir alguna alegría. Soy yo quien ha de apresurarse y él
quien ha de quedarse.
La Compañía descendió
ahora por el camino que nacía en las puertas. Era abrupto y quebrado y se
convertía casi en seguida en un sendero y corría serpenteando entre los brezos
y retamas que crecían en las grietas de las piedras. Pero todavía podía verse
que en otro tiempo un camino pavimentado y sinuoso había subido desde las
tierras bajas hacia el reino de los enanos. En algunos sitios había
construcciones de piedra arruinadas junto al camino y montículos verdes
coronados por esbeltos abedules, o abetos que suspiraban en el viento. Una
curva que iba hacia el este los llevó al prado de la laguna y allí, no lejos
del camino, se alzaba una columna de ápice quebrado.
—¡La Piedra de Durin!—exclamó
Gimli—. ¡No puedo seguir sin apartarme un momento a mirar la maravilla del
valle!
—¡Apresúrate entonces!—dijo
Aragorn, volviendo la cabeza hacia las puertas—. El sol se pone temprano. Quizá
los orcos no salgan antes del crepúsculo, pero para ese entonces tendríamos que
estar muy lejos. No hay luna casi y la noche será oscura.
—¡Ven conmigo, Frodo!—llamó
el enano, saltando fuera del camino—. No te dejaré ir sin que veas el Kheled-zâram.
—Bajó corriendo la ancha ladera verde. Frodo lo siguió lentamente, atraído por
las tranquilas aguas azules, a pesar de la pena y el cansancio. Sam se apresuró
y lo alcanzó.
Gimli se detuvo junto
a la columna y alzó los ojos. La piedra estaba agrietada y carcomida por el
tiempo y había unas runas escritas a un lado, tan borrosas que no se podían
leer.—Este pilar señala el sitio donde Durin miró por primera vez en el lago
Espejo—dijo el enano—. Miremos nosotros, antes de irnos.
Se inclinaron sobre el
agua oscura. Al principio no pudieron ver nada. Luego lentamente distinguieron
las formas de las montañas de alrededor reflejadas en un profundo azul y los
picos eran como penachos de fuego blanco sobre ellas; más allá había un espacio
de cielo. Allí como joyas en el fondo del lago brillaban unas estrellas
titilantes, aunque la luz del sol estuviera muy alta. De ellos mismos,
inclinados, no veían ninguna sombra.
—¡Oh bello y
maravilloso Kheled-zâram!—dijo Gimli—. Aquí descansa la corona de Durin, hasta
que despierte. ¡Adiós! —Saludó con una reverencia, dio media vuelta y subió de
prisa por la pendiente verde hasta el camino.
—¿Qué viste?—le
preguntó Pippin a Sam, pero Sam estaba demasiado perdido en sus propios pensamientos
y no contestó.
El camino corría ahora
hacia el sur y descendía rápidamente, alejándose de los brazos del valle. Un
poco por debajo del lago tropezaron con un manantial profundo, claro como el
cristal; el agua fresca caía sobre un reborde y descendía centelleando y
gorgoteando por un canal abrupto abierto en la piedra.
—Este es el manantial
donde nace el cauce de Plata—dijo Gimli—. ¡No bebáis! Es frío como el hielo.
—Pronto se transforma
en un río rápido y se alimenta de muchas otras corrientes montañosas—dijo
Aragorn—. Nuestro camino lo bordea durante muchas millas. Pues os llevaré por
el camino que Gandalf eligió y mi primer deseo es llegar a los bosques donde el
cauce de Plata desemboca en el río Grande y más allá. —Miraron adonde señalaba
Aragorn y vieron ante ellos que la corriente descendía saltando por el valle y
luego corría hacia las tierras más bajas perdiéndose en una niebla de oro.
—¡Allí están los
bosques de Lothlórien!—dijo Legolas—. La más hermosa de las moradas de mi
pueblo. No hay árboles como ésos. Pues en el otoño las hojas no caen, aunque
amarillean. Sólo cuando llega la primavera y aparecen los nuevos brotes, caen
las hojas, y para ese entonces las ramas ya están cargadas de flores amarillas;
y el suelo del bosque es dorado y el techo es dorado y los pilares del bosque
son de plata, pues la corteza de los árboles es lisa y gris. ¡Cómo se me
alegraría el corazón si me encontrara bajo las enramadas de ese bosque y fuera
primavera!
—A mí también se me
alegraría el corazón, aunque sea invierno—dijo Aragorn—. Pero el bosque está
a muchas millas. ¡De prisa!
Durante un tiempo,
Frodo y Sam consiguieron seguir a los otros de cerca, pero Aragorn los llevaba
a paso vivo y al cabo de un rato se arrastraban muy atrás. No habían probado
bocado desde la mañana temprano. A Sam la herida le quemaba como un fuego y
sentía que se le iba la cabeza. A pesar del sol brillante el viento le parecía
helado luego de la tibia oscuridad de Moria. Se estremeció. Frodo descubría que
cada nuevo paso era más doloroso que el anterior y jadeó sin aliento.
Al fin Legolas volvió
la cabeza y viendo que se habían quedado muy rezagados le habló a Aragorn. Los
otros se detuvieron y Aragorn corrió de vuelta, llamando a Boromir.
—¡Lo lamento, Frodo!—exclamó,
muy preocupado—. Tantas cosas ocurrieron hoy y hubo tanta prisa que olvidé que
estabas herido; y Sam también. Tenías que haber hablado. No hicimos nada para
aliviarte, como era nuestro deber, aunque todos los orcos de Moria vinieran
detrás. ¡Vamos! Un poco más allá hay un sitio donde podríamos descansar un
momento. Allí haré por ti lo que esté a mi alcance. ¡Ven, Boromir! Los
llevaremos en brazos.
Poco después llegaron
a otra corriente de agua que descendía del oeste y se unía burbujeando al
tormentoso cauce de Plata. Juntos saltaban por encima de unas piedras de color
verde y caían espumosos en un barranco. Alrededor se elevaban unos abetos bajos
y torcidos; las riberas eran escarpadas y cubiertas con helechos y matas de
arándanos. En el extremo de la hondonada había un espacio abierto y llano que
el río atravesaba murmurando sobre un lecho de piedras relucientes. Aquí
descansaron. Eran casi las tres de la tarde y estaban aún a unas pocas millas
de las puertas. El sol descendía ya hacia el oeste.
Mientras Gimli y los
dos hobbits más jóvenes encendían un fuego con ramas y hojas de abeto y traían
agua, Aragorn atendió a Sam y a Frodo. La herida de Sam no era profunda, pero
tenía mal aspecto y Aragorn la examinó con aire grave. Al cabo de un rato alzó
los ojos aliviado.
—¡Buena suerte, Sam!—dijo—.
Muchos han recibido heridas peores como prenda por haber abatido al primer
orco. La herida no está envenenada, como ocurre demasiado a menudo con las
provocadas por estas armas. Cicatrizará bien, una vez que la hayamos atendido.
Báñala, cuando Gimli haya calentado un poco de agua.
Abrió un saquito y
sacó unas hojas marchitas. —Están secas y han perdido algunas de sus virtudes—dijo—,
pero aún tengo aquí algunas de las hojas de athelas
que junté cerca de la cima de los Vientos. Machaca una en agua y lávate la
herida y luego te vendaré. ¡Ahora te toca a ti, Frodo!
—¡Yo estoy bien!—dijo
Frodo, con pocas ganas de que le tocaran las ropas—. Todo lo que necesito es
comida y descansar un rato.
—¡No!—dijo Aragorn—.
Tenemos que mirar y ver qué te han hecho el martillo y el yunque. Todavía me
maravilla que estés vivo. —Le quitó a Frodo lentamente la vieja chaqueta y la
túnica gastada y ahogó un grito, sorprendido. En seguida se rio. El corselete
de plata relumbraba ante él como la luz sobre un mar ondulado. La sacó con
cuidado y la alzó, y las gemas de la malla refulgieron como estrellas y el
tintineo de los anillos era como el golpeteo de una lluvia en un estanque.
—¡Mirad, amigos míos!—llamó—.
¡He aquí una hermosa piel de hobbit que serviría para envolver a un pequeño
príncipe elfo! Si se supiera que los hobbits tienen cueros semejantes, todos
los cazadores de la Tierra Media ya estarían cabalgando hacia La Comarca.
—Y todas las flechas
de todos los cazadores del mundo serían inútiles—dijo Gimli, observando
boquiabierto la malla—. Es una cota de mithril. ¡Mithril! Nunca
vi ni oí hablar de una malla tan hermosa. ¿Es la misma de la que hablaba
Gandalf? Entonces no la estimó en todo lo que vale. ¡Pero ha sido bien dada!
—Me pregunté a menudo
qué hacías tú y Bilbo, tan juntos en ese cuartito—dijo Merry—. ¡Bendito sea el
viejo hobbit! Lo quiero más que nunca. ¡Ojalá tengamos una oportunidad de
contárselo!
En el costado derecho
y en el pecho de Frodo había un moretón ennegrecido. Frodo había llevado bajo
la malla una camisa de cuero blando, pero en un punto los anillos habían
atravesado la camisa clavándose en la carne. El lado izquierdo de Frodo que
había golpeado la pared estaba también lastimado y contuso. Mientras los otros
preparaban la comida, Aragorn bañó las heridas con agua donde habían macerado
unas hojas de athelas. Una fragancia
penetrante flotó en la hondonada y todos los que se inclinaban sobre el agua
humeante se sintieron refrescados y fortalecidos. Frodo notó pronto que se le
iba el dolor y que respiraba con mayor facilidad; aunque se sintió anquilosado
y dolorido durante muchos días. Aragorn le sujetó al costado unas blandas
almohadillas de tela.
—La malla es
extraordinariamente liviana—dijo—. Póntela de nuevo, si la soportas. Me alegra
de veras saber que llevas una cota semejante. No te la quites, ni aún para
dormir, a no ser que la fortuna te lleve a algún lugar donde no corras ningún
peligro y eso no será muy frecuente mientras dure tu misión.
Luego de comer, la
Compañía se preparó para partir. Apagaron el fuego y borraron todas las
huellas. Trepando fuera de la hondonada volvieron al camino. No habían andado
mucho cuando el sol se puso detrás de las alturas del oeste y unas grandes
sombras descendieron por las faldas de los montes. El crepúsculo les velaba los
pies y una niebla se alzó en las tierras bajas. Lejos en el este la luz pálida
del anochecer se extendía sobre unos territorios indistintos de bosques y
llanuras. Sam y Frodo que se sentían ahora aliviados y reanimados iban a buen
paso y con sólo un breve descanso Aragorn guio a la Compañía durante tres horas
más.
Había oscurecido. Era
ya de noche y había muchas estrellas claras, pero la luna menguante no se vería
hasta más tarde. Gimli y Frodo marchaban a la retaguardia, sin hablar,
prestando atención a cualquier sonido que pudiera oírse detrás en el camino. Al
fin Gimli rompió el silencio.
—Ningún sonido,
excepto el viento—dijo—. No hay trasgos rondando, o mis oídos son de madera. Esperemos
que los orcos hayan quedado contentos echándonos de Moria. Y quizá no
pretendían nada más, no tenían otra cosa que hacer con nosotros... con el
Anillo. Aunque los orcos persiguen a menudo a los enemigos a campo abierto y
durante muchas leguas, si tienen que vengar a un capitán.
Frodo no respondió. Le
echó una mirada a Dardo y la hoja tenía un brillo opaco. Sin
embargo había oído algo, o había creído oír algo. Tan pronto como las sombras
cayeran alrededor ocultando el camino, había oído otra vez el rápido rumor de
unas pisadas. Aún ahora lo oía. Se volvió bruscamente. Detrás de él había dos
diminutos puntos de luz, o creyó ver dos puntos de luz, pero en seguida se
movieron a un lado y desaparecieron.
—¿Qué pasa?—preguntó
el enano.
—No sé—respondió Frodo—.
Creí oír el sonido de unos pasos y creí ver una luz... como ojos. Me ocurrió
muchas veces, desde que entramos en Moria.
Gimli se detuvo y se
inclinó hacia el suelo. —No oigo nada sino la conversación nocturna de las
plantas y las piedras—dijo—. ¡Vamos! ¡De prisa! Los otros ya no se ven.
El viento frío de la
noche sopló valle arriba. Ante ellos se levantaba una ancha sombra gris y había
un continuo rumor de hojas, como álamos en el viento.
—¡Lothlórien!—exclamó
Legolas—. ¡Lothlórien! Hemos llegado a los límites del bosque de Oro. ¡Lástima
que sea invierno!
Los árboles se
elevaban hacia el cielo de la noche y se arqueaban sobre el camino y el arroyo
que corría de pronto bajo las ramas extendidas. A la luz pálida de las
estrellas los troncos eran grises y las hojas temblorosas un débil resplandor
amarillo rojizo.
—¡Lothlórien!—dijo
Aragorn—. ¡Qué felicidad oír de nuevo el viento en los árboles! Nos encontramos
aún a unas cinco leguas [24 kilómetros] de las puertas, pero no podemos ir más
lejos. Esperemos que la virtud de los elfos nos ampare esta noche de los
peligros que vienen detrás.
—
Si todavía hay Elfos
aquí, ahora que el mundo se ensombrece—dijo Gimli.
—Ninguno de los míos
ha vuelto a estas tierras desde hace tiempo—dijo Legolas—, aunque se dice que
Lórien no ha sido abandonado del todo, pues habría aquí un poder que protege a
la región contra el mal. Sin embargo, esos habitantes se dejan ver raramente y
quizá viven ahora en lo más profundo del bosque, lejos de las fronteras
septentrionales.
—Viven en verdad en lo
más profundo del bosque—dijo Aragorn y suspiró como recordando algo—. Esta
noche tendremos que arreglárnoslas solos. Iremos un poco más allá, hasta que
los árboles nos rodeen, y luego dejaremos la senda y buscaremos donde dormir.
Dio un paso adelante,
pero Boromir parecía irresoluto y no lo siguió. —¿No hay otro camino?—dijo.
—¿Qué otro camino
querrías tú?—dijo Aragorn.
—Un camino simple, aunque
nos llevara a través de setos de espadas—dijo Boromir—. Esta Compañía ha sido conducida
por caminos extraños y hasta ahora con mala fortuna. Contra mi voluntad pasamos
bajo las sombras de Moria y hacia nuestra perdición. Y ahora tenemos que entrar
en el bosque de Oro, dices. Pero de estas tierras peligrosas hemos oído hablar
en Gondor y se dice que de todos los que entran son pocos los que salen y menos
aun los que escapan indemnes.
—No digas indemne
pero sí sin cambios y estarás más en lo cierto—dijo Aragorn—Pero la
sabiduría está perdiéndose en Gondor, Boromir, si en la ciudad de aquellos que
una vez fueron sabios ahora se habla así de Lothlórien De cualquier modo, no
hay para nosotros otro camino, salvo que quieras volver a las Puertas de Moria,
escalar las montañas que no tienen caminos, o ir a nado y solo por el río
Grande.
—¡Entonces, adelante!—dijo
Boromir—. Pero es peligroso.
—Peligroso, es cierto—dijo
Aragorn—. Hermoso y peligroso, pero sólo la maldad puede tenerle miedo con
alguna razón, o aquellos que llevan alguna maldad en ellos mismos. ¡Seguidme!
Se habían internado
poco más de una milla [1,5 kilómetros] en el bosque cuando tropezaron con otro
arroyo, que descendía rápidamente desde las laderas arboladas que subían detrás
hacia las montañas del oeste. No muy lejos entre las sombras de la derecha, se
oía el rumor de una pequeña cascada. Las aguas oscuras y precipitadas cruzaban
el sendero ante ellos y se unían al cauce de Plata en un torbellino de aguas
oscuras entre las raíces de los árboles.
—¡He aquí el Nimrodel!—dijo
Legolas—. Los elfos silvanos lo cantaron muchas veces y esas canciones se
cantan aún en el norte, recordando el arco iris de los saltos y las flores
doradas que brotan en la espuma. Todo es oscuro ahora y el Puente del Nimrodel
está roto. Me mojaré los pies, pues dicen que el agua cura la fatiga. —Se
adelantó, descendió por la barranca escarpada y entró en el arroyo.
—¡Seguidme!—gritó—. El
agua no es profunda. ¡Crucemos! Podemos descansar en la otra orilla y el
susurro del agua que cae nos ayudará a dormir y a olvidar las penas.
Uno a uno bajaron por
la ribera y siguieron a Legolas. Frodo se detuvo un momento junto a la orilla y
dejó que el arroyo le bañara los pies cansados. El agua era fría y límpida y
cuando le llegó a las rodillas Frodo sintió que le lavaba la suciedad del viaje
y todo el cansancio que le pesaba en los miembros.
Cuando toda la
Compañía hubo cruzado, se sentaron a descansar, comieron unos bocados y Legolas
les contó las historias de Lothlórien que los elfos del bosque Negro atesoraban
aún, historias de la luz del sol y las estrellas en los prados que el río
Grande había bañado antes que el mundo fuera gris.
Al fin callaron y se
quedaron escuchando la música de la cascada que caía dulcemente en las sombras.
Frodo llegó a imaginar que oía el canto de una voz, junto con el sonido del
agua.
—¿Alcanzáis a oír la
voz de Nimrodel?—preguntó Legolas—. Os cantaré una canción de la doncella
Nimrodel, que vivía junto al arroyo y tenía el mismo nombre. Es una hermosa
canción en nuestra lengua de los bosques y hela aquí en la lengua del Oeste,
como algunos la cantan ahora en Rivendel. —Legolas empezó a cantar con una voz
dulce que apenas se oía entre el murmullo de las hojas.
Había
en otro tiempo una doncella élfica,
una
estrella que brillaba en el día,
de
manto blanco recamado en oro
y
zapatos de plata gris.
Tenía
una estrella en la frente,
una
luz en los cabellos,
como
el sol en las ramas de oro
de
Lórien la bella.
Los
cabellos largos, los brazos blancos,
libre
y hermosa era Nimrodel,
y
en el viento corría levemente,
como
la hoja del tilo.
Junto
a los saltos de Nimrodel,
cerca
del agua clara y fresca,
la
voz caía como plata que cae
en
el agua brillante.
Por
dónde anda ahora, nadie sabe,
a
la luz del sol o entre los sombras,
pues
hace tiempo que Nimrodel
se
extravió en las montañas.
Un
barco elfo en el puerto gris,
bajo
el viento de la montaña,
la
esperó muchos días
junto
al mar tumultuoso.
Un
viento nocturno en el norte
se
levantó gritando,
y
llevó la nave desde las playas élficas
sobre
olas que iban y venían.
Cuando
asomó la pálida aurora
las
montañas grises se hundían
más
allá de las olas empenachadas
de
espuma enceguecedora.
Amroth
vio que la costa desaparecía
debajo
y más allá de la ola,
y
maldijo la nave pérfida que lo llevara
lejos
de Nimrodel.
Había
sido antaño un rey élfico
señor
del valle y los árboles,
cuando
los brotes primaverales se doraban
en
Lothlórien la bella.
Lo
vieron saltar desde la borda
como
flecha de un arco
y
caer en el agua profunda
como
una gaviota.
El
aire le movía los cabellos,
y
la espuma le brillaba alrededor,
lo
vieron de lejos hermoso y fuerte
deslizándose
como un cisne.
Pero
del Oeste no llegó una palabra,
y
en la costa Citerior
los
elfos nunca tuvieron
noticias
de Amroth.[49]
La voz se le quebró a
Legolas y dejó de cantar. —No puedo seguir—dijo—. Esto es sólo una parte; he
olvidado casi todo. La canción es larga y triste, pues cuenta las desventuras
que cayeron sobre Lothlórien, Lórien de las Flores, cuando los enanos
despertaron al mal en las montañas.
—Pero los enanos no
hicieron al mal—dijo Gimli.
—Yo no dije eso, pero
el mal vino—respondió Legolas tristemente—. Luego muchos de los elfos de la
estirpe de Nimrodel dejaron sus moradas y partieron y ella se perdió allá lejos
en el sur, en los pasos de las montañas Blancas, y no vino al barco donde la
esperaba Amroth, su amante. Pero en la primavera cuando el viento mueve las
primeras hojas aún puede oírse el eco de la voz de Nimrodel junto a los saltos
de agua de ese nombre. Y cuando el viento sopla del sur es la voz de Amroth la
que sube desde el océano, pues el Nimrodel fluye en el cauce de Plata, que los elfos
llaman Celebrant, y el Celebrant en el Gran Anduin, y el Anduin en la bahía
de Belfalas, donde los elfos de Lórien se lanzaron a la mar. Pero ellos nunca
volvieron, ni Nimrodel ni Amroth.
»Se dice que ella
vivió en una casa construida en las ramas de un árbol, cerca de la cascada, pues
tal era la costumbre entre los elfos de Lórien, vivir en los árboles y quizá
todavía lo hacen. Por eso se los llamó los galadhrin, las gentes de los árboles.
En lo más profundo del bosque los árboles son muy grandes. La gente de los
bosques no habitaba bajo el suelo como los enanos, ni levantó fortalezas de
piedra hasta que llegó la Sombra.[50]
—Y aún ahora podría
decirse que vivir en los árboles es más seguro que sentarse en el suelo—dijo
Gimli. Miró más allá del agua el camino que llevaba de vuelta al valle del arroyo
Sombrío y luego alzó los ojos hacia la bóveda de ramas oscuras.
—Tus palabras nos
traen un buen consejo, Gimli—dijo Aragorn—. No podemos construir una casa, pero
esta noche haremos como los galadhrin y buscaremos refugio en las copas de los
árboles, si podemos. Hemos estado sentados aquí junto al camino más de lo
prudente.
La Compañía dejó ahora
el sendero y se internó en las sombras más profundas del bosque, hacia el
oeste, a lo largo del arroyo montañoso, alejándose del cauce de Plata. No lejos
de los saltos del Nimrodel encontraron un grupo de árboles, que en algunos
sitios se inclinaban sobre el río. Los grandes troncos grises eran muy gruesos,
pero nadie supo decir qué altura tenían.
—Subiré—dijo Legolas—.
Me siento en casa entre los árboles, junto a las raíces o en las ramas, aunque
estos árboles son de una familia que no conozco, excepto como un nombre en una
canción. Mellyrn los llaman y son los que lucen flores amarillas, pero
nunca subí a uno. Veré ahora qué forma tienen y cómo se desarrollan.
—De cualquier modo—dijo
Pippin—tendrían que ser árboles maravillosos si pueden ser un sitio de descanso
para alguien, además de los pájaros. ¡No puedo dormir colgado de una rama!
—Entonces cava un
agujero en el suelo—dijo Legolas—, si está más de acuerdo con tus costumbres.
Pero tienes que cavar hondo y muy rápido, o no escaparás a los orcos.
Saltando ágilmente se
cogió de una rama que nacía del tronco a bastante altura por encima de ellos.
Se balanceó allí un momento y una voz habló de pronto desde las sombras altas
del árbol.
—Daro!—dijo en un tono perentorio y Legolas se dejó caer al suelo
sorprendido y asustado. Se encogió contra el tronco del árbol.
—¡Quietos todos!—les
susurró a los otros—. ¡No os mováis ni habléis!
Una risa dulce estalló
allá arriba y luego otra voz clara habló en una lengua élfica. Frodo no
entendía mucho de lo que se decía, pues la lengua de la gente silvana del este
de las montañas se parecía poco a la del oeste. Legolas levantó la cabeza y
respondió en la misma lengua.
—¿Quiénes son y qué
dicen?—preguntó Merry.
—Son elfos—dijo Sam—.
¿No oyes las voces?
—Sí, son elfos—dijo
Legolas—y dicen que respiráis tan fuerte que podrían atravesaras con una flecha
en la oscuridad. —Sam se llevó rápidamente la mano a la boca. —Pero también
dicen que no tengáis miedo. Saben que estamos por aquí desde hace rato. Oyeron
mi voz del otro lado del Nimrodel y supieron que yo era de la familia del norte
y por ese motivo no nos impidieron el paso; y luego oyeron mi canción. Ahora me
invitan a que suba con Frodo; pues han tenido alguna noticia de él y de nuestro
viaje. A los otros les dicen que esperen un momento y que monten guardia al pie
del árbol, hasta que ellos decidan.
Una escala de cuerda bajó de las sombras; era
de color gris plata y brillaba en la oscuridad, y aunque parecía delgada podía
sostener a varios hombres, como se comprobó más tarde. Legolas trepó ágilmente
y Frodo lo siguió más despacio y detrás fue Sam tratando de no respirar con
fuerza. Las ramas del mallorn
eran casi horizontales al principio y luego se curvaban hacia arriba; pero
cerca de la copa el tronco se dividía en una corona de ramas y vieron que entre
esas ramas los elfos habían construido una plataforma de madera, o flet como se la llamaba en esos tiempos;
los elfos la llamaban talan. Un agujero redondo en el centro permitía el
acceso a la plataforma y por allí pasaba la escala.
Cuando Frodo llegó al flet, encontró a Legolas sentado con
otros tres elfos. Llevaban ropas de un color gris sombra y no se los distinguía
entre las ramas, a no ser que se movieran bruscamente. Se pusieron de pie y uno
de ellos descubrió un farol pequeño que emitía un delgado rayo de plata. Alzó
el farol y escrutó el rostro de Frodo y el de Sam. Luego tapó otra vez la luz y
dijo en su lengua palabras de bienvenida. Frodo respondió titubeando.
—¡Bienvenido!—repitió
entonces el elfo en la lengua común, hablando lentamente—. Pocas veces usamos
otra lengua que la nuestra, pues ahora vivimos en el corazón del bosque y no
tenemos tratos voluntarios con otras gentes. Aún los hermanos del norte están
separados de nosotros. Pero algunos de los nuestros aún viajan lejos, para
recoger noticias y observar a los enemigos y ellos hablan las lenguas de otras
tierras. Soy uno de ellos. Me llamo Haldir. Mis hermanos, Rúmil y Orophin,
hablan poco vuestra lengua.
»Pero algo habíamos
oído de vuestra venida, los mensajeros de Elrond pasaron por Lórien cuando iban
a regresar remontando la Escalera del arroyo Sombrío. No habíamos oído hablar
de... los hobbits, o medianos, desde años atrás y no sabíamos que aún vivieran
en la Tierra Media. ¡No parecéis gente mala! Y como vienes con un elfo de
nuestra especie, estamos dispuestos a ayudarte, como lo pidió Elrond, aunque no
sea nuestra costumbre guiar a los extranjeros que cruzan estas tierras. Pero
tenéis que quedaros aquí esta noche. ¿Cuántos sois?
—Ocho—dijo Legolas—.
Yo, cuatro hobbits, y dos hombres; uno de ellos, Aragorn, es de la estirpe de
Oesternesse y amigo de los elfos.
—El nombre de Aragorn,
hijo de Arathorn, es conocido en Lórien—dijo Haldir—y tiene la protección de la
dama. Todo está bien entonces. Pero sólo me hablaste de siete.
—El último es un enano—dijo
Legolas.
—¡Un enano!—dijo
Haldir—. Eso no es bueno. No tenemos tratos con los enanos desde los Días
Oscuros. No se los admite en estas tierras. No puedo permitirle el paso.
—Pero es de la montaña
Solitaria, de las fieles gentes de Dáin y amigo de Elrond—dijo Frodo—. Elrond
mismo decidió que nos acompañara y se ha mostrado valiente y leal.
Los elfos hablaron en
voz baja, e interrogaron a Legolas en la lengua de ellos. —Muy bien—dijo Haldir por último—. Esto es
lo que haremos, aunque no nos complace. Si Aragorn y Legolas lo vigilan y
responden por él, lo dejaremos pasar; aunque cruzará Lothlórien con los ojos
vendados.
»Pero no es momento de
discutir. No conviene que los vuestros se queden en tierra. Hemos estado
vigilando los ríos, desde que vimos una gran tropa de orcos yendo al norte
hacia Moria, bordeando las montañas, hace ya muchos días. Los lobos aúllan en
los lindes de los bosques. Si venís en verdad desde Moria, el peligro no puede
estar muy lejos, detrás de vosotros. Partiréis de nuevo mañana temprano.
»Los cuatro hobbits
subirán aquí y se quedarán con nosotros... ¡No les tenemos miedo! Hay otro talan en el árbol próximo. Allí se
refugiarán los demás. Tú, Legolas, responderás por ellos. Llámanos, si algo
anda mal. ¡Y no pierdas de vista al enano!
Legolas bajó por la
escala llevando el mensaje de Haldir y poco después Merry y Pippin trepaban al
alto flet. Estaban sin aliento y
parecían bastante asustados.
—¡Bien!—dijo Merry
jadeando—. Hemos traído vuestras mantas junto con las nuestras. Trancos ha ocultado
el resto del equipaje bajo un montón de hojas.
—No había necesidad de
esa carga—dijo Haldir—. Hace frío en las copas de los árboles en invierno, aunque
esta noche el viento sopla del sur, pero tenemos alimentos y bebidas que os
sacarán el frío nocturno y pieles y mantos de sobra.
Los hobbits aceptaron
con alegría esta segunda (y mucho mejor) cena. Luego se envolvieron no sólo en
los mantos forrados de los elfos sino también con las mantas que habían traído
y trataron de dormir. Pero aunque estaban muy cansados sólo Sam parecía bien
dispuesto. Los hobbits no son aficionados a las alturas, y no duermen en pisos
elevados, aun teniendo escaleras. El flet
no les gustaba mucho como dormitorio. No tenía paredes, ni siquiera una
baranda; sólo en un lado había un biombo plegadizo que podía moverse e
instalarse en distintos sitios, según soplara el viento.
Pippin siguió hablando un rato. —Espero no
rodar y caerme si llego a dormirme en este nido de pájaros—dijo.
—Una vez que me duerma—dijo
Sam—, continuaré durmiendo, ruede o no ruede. Y cuanto menos se diga ahora más
pronto caeré dormido, si usted me entiende.
Frodo se quedó
despierto un tiempo, mirando las estrellas que relucían a través del pálido
techo de hojas temblorosas. Sam se había puesto a roncar aún antes que él
cerrara los ojos. Alcanzaba a ver las formas grises de dos elfos que estaban
sentados, los brazos alrededor de las rodillas, hablando en susurros. El otro
había descendido a montar guardia en una rama baja. Al fin, mecido allí arriba
por el viento en las ramas y abajo por el dulce murmullo de las cascadas del
Nimrodel, Frodo se durmió con la canción de Legolas dándole vueltas en la
cabeza.
Despertó más tarde en
medio de la noche. Los otros hobbits dormían. Los elfos habían desaparecido. La
hoz de la luna brillaba apenas entre las hojas. El viento había cesado. No muy
lejos oyó una risa ronca y el sonido de muchos pies en el suelo entre los
árboles y luego un tintineo metálico. Los ruidos se perdieron lentamente a lo lejos
y parecían ir hacia el sur, adentrándose en el bosque.
Una cabeza asomó de
pronto por el agujero del flet. Frodo
se sentó asustado y vio que era un elfo de capucha gris. Miró hacia los
hobbits.
—¿Qué pasa?—dijo
Frodo.
—Yrch!—dijo el elfo con un murmullo siseante y echó sobre el flet la escala de cuerda que acababa de
recoger.
—¡Orcos!—dijo Frodo—.
¿Qué están haciendo? —Pero el elfo había desaparecido.
No se oían más ruidos.
Hasta las hojas callaban ahora y parecía que las cascadas habían enmudecido. Frodo,
sentado aún, se estremeció de pies a cabeza bajo las mantas. Se felicitaba de
que no los hubieran encontrado en el suelo, pero sentía que los árboles no los
protegían mucho, salvo ocultándolos. Los orcos tenían un olfato fino, se decía,
como los mejores perros de caza, pero además podían trepar. Sacó a Dardo, que relampagueó y resplandeció como una llama azul y luego se
apagó otra vez poco a poco. Sin embargo, la impresión de peligro inmediato no
dejó a Frodo; al contrario, se hizo más fuerte. Se incorporó, se arrastró a la
abertura y miró hacia el suelo. Estaba casi seguro de que podía oír unos
movimientos furtivos, lejos, al pie del árbol.
No eran elfos, pues la
gente de los bosques no hacía ningún ruido al moverse. Luego oyó débilmente un
sonido, como si husmearan, y le pareció que algo estaba arañando la corteza del
árbol. Clavó los ojos en la oscuridad, reteniendo el aliento.
Algo trepaba ahora
lentamente y se lo oía respirar, como si siseara con los dientes apretados.
Luego Frodo vio dos ojos pálidos que subían, junto al tronco. Se detuvieron y
miraron hacia arriba, sin parpadear. De pronto se volvieron y una figura
indistinta bajó deslizándose por el tronco y desapareció.
Casi en seguida Haldir
llegó trepando rápidamente por las ramas. —Había algo en este árbol que nunca
vi antes—dijo—. No era un orco. Huyó tan pronto como toqué el árbol. Parecía
astuto y entendido en árboles, o hubiese pensado que era uno de vosotros, un
hobbit.
»No tiré, pues no
quería provocar ningún grito: no podemos arriesgar una batalla. Una fuerte
compañía de orcos ha pasado por aquí. Cruzaron el Nimrodel, y malditos sean
esos pies infectos en el agua pura, y siguieron el viejo camino junto al río.
Parecían ir detrás de algún rastro y durante un rato examinaron el suelo, cerca
del sitio donde os detuvisteis. Nosotros tres no podíamos enfrentar a un
centenar de modo que nos adelantamos y hablamos con voces fingidas
arrastrándolos al interior del bosque.
»Orophin ha regresado
de prisa a nuestras moradas para advertir a los nuestros. Ninguno de los orcos
saldrá jamás de Lórien. Y habrá muchos elfos ocultos en la frontera norte antes
que caiga otra noche. Pero tenéis que tomar el camino del sur tan pronto como
amanezca.
El día asomó pálido en
el este. La luz creció y se filtró entre las hojas amarillas de los mallorn y a los hobbits les recordó
el sol temprano de una fresca mañana de estío. Un cielo azul claro se mostraba
entre las ramas mecidas por el viento. Mirando por una abertura en el lado sur
del flet, Frodo vio todo el valle del
cauce de Plata extendido como un mar de oro rojizo que ondulaba dulcemente en
la brisa.
La mañana había
empezado apenas y era fría aun cuando la Compañía se puso en camino guiada esta
vez por Haldir y su hermano Rúmil. —¡Adiós, dulce Nimrodel!—exclamó Legolas. Frodo
volvió los ojos y vio un brillo de espuma blanca entre los árboles grises. —Adiós—dijo
y le parecía que nunca oiría otra vez un sonido tan hermoso como el de aquellas
aguas, alternando para siempre unas notas innumerables en una música que no
dejaba de cambiar.
Regresaron al viejo
sendero que iba por la orilla oeste del cauce de Plata y durante un tiempo lo
siguieron hacia el sur. Había huellas de orcos en la tierra. Pero pronto Haldir
se desvió a un lado y se detuvo junto al río a la sombra de los árboles.
—Hay alguien de mi
pueblo del otro lado del arroyo, aunque no podéis verlo—dijo. —Llamó silbando
bajo como un pájaro y un elfo salió de un macizo de arbustos; estaba vestido de
gris, pero tenía la capucha echada hacia atrás y los cabellos le brillaban como
el oro a la luz de la mañana. Haldir arrojó hábilmente una cuerda gris por encima
del agua y el otro la alcanzó y ató el extremo a un árbol cerca de la orilla.
—El Celebrant es aquí
una corriente poderosa, como veis—dijo Haldir—, de aguas rápidas y profundas y
muy frías. No ponemos el pie en él tan al norte, si no es necesario. Pero en
estos días de vigilancia no tendemos puentes. He aquí cómo cruzamos. ¡Seguidme!
—Amarró el otro extremo de la cuerda a un árbol y luego corrió por encima sobre
el río y de vuelta, como si estuviese en un camino.
—Yo podría cruzar así—dijo
Legolas—, ¿pero y los otros? ¿Tendrán que nadar?
—¡No—dijo Haldir—.
Tenemos otras dos cuerdas. Las ataremos por encima de la otra, una a la altura
del hombro y la segunda a media altura y los extranjeros podrán cruzar
sosteniéndose en las dos.
Cuando terminaron de instalar
este puente liviano, la Compañía pasó a la otra orilla, unos con precaución y
lentamente, otros con más facilidad. De los hobbits, Pippin demostró ser el
mejor pues tenía el paso seguro y caminó con rapidez sosteniéndose con una mano
sola, pero con los ojos clavados en la otra orilla y sin mirar hacia abajo. Sam
avanzó arrastrando los pies, aferrado a las cuerdas y mirando las aguas pálidas
y tormentosas como si fueran un precipicio.
Respiró aliviado
cuando se encontró a salvo en la otra orilla. —¡Vive y aprende!, como
decía mi padre. Aunque se refería al cuidado del jardín y no a posarse como los
pájaros o caminar como las arañas. ¡Ni siquiera mi tío Andy conocía estos
trucos!
Cuando toda la
Compañía estuvo al fin reunida en la orilla este del cauce de Plata, los elfos
desataron las cuerdas y las enrollaron. Rúmil, que había permanecido en la otra
orilla, recogió una de las cuerdas, se la echó al hombro y se alejó saludando
con la mano, de vuelta al Nimrodel a continuar la guardia.
—Ahora, amigos—dijo
Haldir—, habéis entrado en el Naith
de Lórien o el Enclave, como vosotros diríais, pues esta región se
introduce como una lanza entre los brazos del cauce de Plata y el Gran Anduin. No
permitimos que ningún extraño espíe los secretos del Naith. A pocos en verdad se les ha permitido poner aquí el pie.
»Como habíamos
convenido, ahora le vendaré los ojos a Gimli el enano. Los demás pueden andar
libremente un tiempo hasta que nos acerquemos a nuestras moradas, abajo en
Egladil, en el Angulo entre las Aguas.
Esto no era del agrado
de Gimli. —El arreglo se hizo sin mi consentimiento—dijo—. No caminaré con los
ojos vendados, como un mendigo o un prisionero. Y no soy un espía. Mi gente
nunca ha tenido tratos con los sirvientes del enemigo. Tampoco causamos daño a
los elfos. Si creéis que yo llegaría a traicionaros, lo mismo podríais esperar
de Legolas, o de cualquiera de mis amigos.
—No dudo de ti—dijo
Haldir—. Pero es la ley. No soy el dueño de la ley y no puedo dejarla de lado.
Ya he hecho mucho permitiéndote cruzar el Celebrant.
Gimli era obstinado.
Se plantó firmemente en el suelo, las piernas separadas, y apoyó la mano en el
mango del hacha. —Iré libremente—dijo—, o regresaré a mi propia tierra, donde
confían en mi palabra, aunque tenga que morir en el desierto.
—No puedes regresar—dijo
Haldir con cara seria—. Ahora que has llegado tan lejos tenemos que llevarte
ante el señor y la dama. Ellos te juzgarán y te retendrán o te dejarán ir, como
les plazca. No puedes cruzar de nuevo los ríos y detrás de ti hay ahora
centinelas que te cerrarán el paso. Te matarían antes que pudieses verlos.
Gimli sacó el hacha
del cinturón. Haldir y su compañero tomaron los arcos.
—¡Malditos enanos, qué
testarudos son!—dijo Legolas.
—¡Un momento!—dijo
Aragorn—. Si he de continuar guiando esta Compañía, haréis lo que yo ordene. Es
duro para el enano que lo pongan así aparte. Iremos todos vendados, aún
Legolas. Será lo mejor, aunque el viaje parecerá lento y aburrido.
Gimli rio de pronto. —¡Qué
tropilla de tontos pareceremos! Haldir nos llevará a todos atados a una cuerda,
como mendigos ciegos guiados por un perro. Pero si Legolas comparte mi ceguera,
me declaro satisfecho.
—Soy un elfo y un
hermano aquí—dijo Legolas, ahora también enojado.
—Y ahora gritemos:
¡malditos elfos, qué testarudos son!—dijo Aragorn—. Pero toda la Compañía
compartirá esa suerte. Ven, Haldir, véndanos los ojos.
—Exigiré plena
reparación por cada caída y lastimadura en los pies—dijo Gimli mientras le
tapaban los ojos con una tela.
—No será necesario—dijo
Haldir—. Te conduciré bien y las sendas son llanas y rectas.
—¡Ay, qué tiempos de
desatino!—dijo Legolas—. ¡Todos somos aquí enemigos del único enemigo y sin
embargo hemos de caminar a ciegas mientras el sol es alegre en los bosques bajo
hojas de oro!
—Quizá parezca un
desatino—dijo Haldir—. En verdad nada revela tan claramente el poder del Señor
Oscuro como las dudas que dividen a quienes se le oponen. Hallamos tan poca fe
y confianza en el mundo más allá de Lohtlórien, excepto quizá en Rivendel, que
no nos atrevemos confiar nosotros mismos y así exponer nuestra tierra. Vivimos
ahora como en una isla, rodeados de peligro, y nuestras manos están más a
menudo sobre los arcos que en las arpas.
»Los ríos nos
defendieron mucho tiempo, pero ya no son una protección segura, pues la Sombra
se ha arrastrado hacia el norte, todo alrededor de nosotros. Algunos hablan de
partir, aunque para eso ya es demasiado tarde. En las montañas del oeste
aumenta el mal; las tierras del este son regiones desoladas, donde pululan las
criaturas de Sauron; y se dice que no podríamos pasar sanos y salvos por Rohan
y que las bocas del río Grande están vigiladas por el enemigo. Aunque
pudiéramos llegar al mar, no encontraríamos allí protección alguna. Se cuenta
que los puertos de los altos elfos existen todavía, pero están muy al norte y
al oeste, más allá de la tierra de los medianos. Dónde se encuentran en verdad,
quizá lo sepan el señor y la dama; yo lo ignoro.
—Tendrías que
adivinarlo por lo menos, ya que nos habéis visto—dijo Merry—. Hay puertos de elfos
al oeste de mi tierra, La Comarca, donde viven los hobbits.
—¡Felices los hobbits
que viven cerca de la orilla del mar!—dijo Haldir—. Ha pasado mucho tiempo en
verdad desde que mi gente vio el mar por última vez. Pero todavía lo recordamos
en nuestras canciones. Háblame de esos puertos mientras caminamos.
—No puedo—dijo Merry—.
Nunca los he visto. Nunca salí antes de mi país. Y si hubiese sabido cómo era
el mundo de afuera, no creo que me hubiese atrevido a dejar La Comarca.
—¿Ni siquiera para ver
la hermosa Lothlórien?—dijo Haldir—. Es cierto que el mundo está colmado de
peligros y que hay en él sitios lóbregos, pero hay también cosas hermosas y aunque
en todas partes el amor está unido hoy a la aflicción, no por eso es menos
poderoso.
»Algunos de nosotros
cantan que la Sombra se retirará y que volverá la paz. No creo sin embargo que
el mundo que nos rodea sea alguna vez como antes, ni que el sol brille como en
otro tiempo. Para los elfos, temo, esa paz no sería más que una tregua, que les
permitiría llegar al mar sin encontrar demasiados obstáculos y dejar la Tierra
Media para siempre. ¡Ay por Lothlórien, que tanto amo! Será una pobre vida
estar en un país donde no crecen los mallorn.
Pues si hay mallorn más allá
del mar, nadie lo ha dicho.
Mientras así hablaban,
la Compañía marchaba lentamente en fila a lo largo de los senderos del bosque,
conducida por Haldir, mientras que el otro elfo caminaba detrás. Sentían que el
suelo bajo los pies era blando y liso y al cabo de un rato caminaron más
libremente, sin miedo de lastimarse o caer. Privado de la vista, Frodo
descubrió que el oído y los otros sentidos se le agudizaban. Podía oler los
árboles y las hierbas. Podía oír muchas notas diferentes en el susurro de las
hojas, el río que murmuraba lejos a la derecha y las voces claras y tenues de
los pájaros en el cielo. Cuando pasaban por algún claro sentía el sol en las
manos y la cara.
Tan pronto como pisara
la otra orilla del cauce de Plata, Frodo había sentido algo extraño, que crecía
a medida que se internaba en el Naith:
le parecía que había pasado por un puente de tiempo hasta un rincón de los Días
Antiguos y que ahora caminaba por un mundo que ya no existía. En Rivendel se
recordaban cosas antiguas; en Lórien las cosas antiguas vivían aún en el mundo
de la vigilia. Allí el mal había sido visto y oído, la pena había sido
conocida; los elfos temían el mundo exterior y desconfiaban de él; los lobos
aullaban en las lindes del bosque, pero en la tierra de Lórien no había ninguna
sombra.
La Compañía marchó
todo el día hasta que sintieron el fresco del atardecer y oyeron las primeras
brisas nocturnas que suspiraban entre las hojas. Descansaron entonces y
durmieron sin temores en el suelo, pues los guías no permitieron que se
quitaran las vendas y no podían trepar. A la mañana continuaron la marcha, sin
apresurarse. Se detuvieron al mediodía y Frodo notó que habían pasado bajo el
sol brillante. De pronto oyó alrededor el sonido de muchas voces.
Una tropa de elfos que
marchaba por el bosque se había acercado en silencio; iban de prisa hacia las
fronteras del norte para prevenir cualquier ataque que viniera de Moria y
traían noticias y Haldir transmitió algunas de ellas. Los orcos merodeadores
habían caído en una emboscada y casi todos habían muerto; el resto huía hacia
las montañas del oeste y eran perseguidos. Habían visto también a una criatura
extraña, que corría inclinándose hacia adelante y con las manos cerca del
suelo, como una bestia, aunque no tenía forma de bestia. Había conseguido
escapar; no tiraron sobre ella, no sabiendo si era de buena o mala índole, y al
fin desapareció en el sur siguiendo el curso del cauce de Plata.
—También—dijo Haldir—me
traen un mensaje del señor y la dama de los galadhrin. Marcharéis todos
libremente, aún el enano Gimli. Parece que la dama sabe quién es y qué es cada
miembro de vuestra Compañía. Quizá llegaron otros mensajes de Rivendel.
Quitó la venda que
ocultaba los ojos de Gimli. —¡Perdón!—dijo saludando con una reverencia—.
¡Míranos ahora con ojos amistosos! ¡Mira y alégrate, pues eres el primer enano
que contempla los árboles del Naith
de Lórien desde el Día de Durin!
Cuando le llegó el
turno de que le descubrieran los ojos, Frodo miró hacia arriba y se quedó sin
aliento. Estaban en un claro. A la izquierda había una loma cubierta con una
alfombra de hierba tan verde como la primavera de los Días Antiguos. Encima,
como una corona doble, crecían dos círculos de árboles; los del exterior tenían
la corteza blanca como la nieve y aunque habían perdido las hojas se alzaban
espléndidos en su armoniosa desnudez; los del interior eran mallorn de gran altura, todavía
vestidos de oro pálido. Muy arriba entre las ramas de un árbol que crecía en el
centro y era más alto que los otros resplandecía un flet blanco. A los pies de los árboles y en las laderas de la loma
había unas florecitas amarillas de forma de estrella. Entre ellas,
balanceándose sobre tallos delgados, había otras flores, blancas o de un verde
muy pálido; relumbraban como una llovizna entre el rico colorido de la hierba.
Arriba el cielo era azul y el sol de la tarde resplandecía sobre la loma y
echaba largas sombras verdes entre los árboles.
—¡Mirad! Hemos llegado
a Cerin Amroth—dijo Haldir—. Pues este es el corazón del antiguo reino y esta
es la loma de Amroth, donde en días más felices fue edificada la alta casa de
Amroth. Aquí se abren las flores de invierno en una hierba siempre fresca: la elanor
amarilla y la pálida niphredil. Aquí nos quedaremos un rato y a la caída
de la tarde llegaremos a la ciudad de los galadhrin.
Los otros se dejaron
caer sobre la hierba fragante, pero Frodo se quedó de pie, todavía maravillado.
Tenía la impresión de haber pasado por una alta ventana que daba a un mundo
desaparecido. Brillaba allí una luz para la cual no había palabras en la lengua
de los hobbits. Todo lo que veía tenía una hermosa forma, pero todas las formas
parecían a la vez claramente delineadas, como si hubiesen sido concebidas y
dibujadas por primera vez cuando le descubrieron los ojos y antiguas como si
hubiesen durado siempre. No veía otros colores que los conocidos, amarillo y
blanco y azul y verde, pero eran frescos e intensos, como si los percibiera
ahora por primera vez y les diera nombres nuevos y maravillosos. En un invierno
así ningún corazón hubiese podido llorar el verano o la primavera. En todo lo
que crecía en aquella tierra no se veían manchas ni enfermedades ni
deformidades. En el país de Lórien no había defectos.
Se volvió y vio que
Sam estaba ahora de pie junto a él, mirando alrededor con una expresión de
perplejidad, frotándose los ojos como si no estuviese seguro de estar
despierto. —Hay sol y es un hermoso día, sin duda—dijo—. Pensé que los elfos no
amaban otra cosa que la luna y las estrellas: pero esto es más élfico que
cualquier otra cosa que yo haya conocido alguna vez, aún de oídas. Me siento
como si estuviera dentro de una canción, si usted me entiende.
Haldir los miró y
parecía en verdad que había entendido tanto el pensamiento como las palabras de
Sam. Sonrió. —Estáis sintiendo el poder de la dama de los galadhrin—les dijo—.
¿Queréis trepar conmigo a Cerin Amroth?
Siguieron a Haldir,
que subía con paso ligero las pendientes cubiertas de hierba. Aunque Frodo
caminaba y respiraba y el viento que le tocaba la cara era el mismo que movía
las hojas y las flores de alrededor, tenía la impresión de encontrarse en un
país fuera del tiempo, un país que no languidecía, no cambiaba, no caía en el
olvido. Cuando volviera otra vez al mundo exterior, Frodo, el viajero de La
Comarca, caminaría aún aquí, sobre la hierba entre la elanor y la niphredil,
en la hermosa Lothlórien.
Entraron en el círculo
de árboles blancos. En ese momento el viento del sur sopló sobre Cerin Amroth y
suspiró entre las ramas. Frodo se detuvo, oyendo a lo lejos el rumor del mar en
playas que habían desaparecido hacía tiempo y los gritos de unos pájaros
marinos ya extinguidos en el mundo.
Haldir se había
adelantado y ahora trepaba a la elevada plataforma. Mientras Frodo se preparaba
para seguirlo, apoyó la mano en el árbol junto a la escala; nunca había tenido
antes una conciencia tan repentina e intensa de la textura de la corteza del
árbol y de la vida que había dentro. La madera, que sentía bajo la mano, lo deleitaba,
pero no como a un leñador o a un carpintero; era el deleite de la vida misma
del árbol.
Cuando al fin llegó al
flet, Haldir le tomó la mano y lo
volvió hacia el sur. —¡Mira primero a este lado!—dijo.
Frodo miró y vio,
todavía a cierta distancia, una colina donde se alzaban muchos árboles
magníficos, o una ciudad de torres verdes, no estaba seguro. De ese sitio
venían, le pareció entonces, el poder y la luz que reinaban sobre todo el país
y tuvo el deseo de volar como un pájaro para ir a descansar a aquella ciudad
verde. Luego miró hacia el este y vio las tierras de Lórien que bajaban hasta
el pálido resplandor del Anduin, el río Grande. Miró más allá del río: toda la
luz desapareció y se encontró otra vez en el mundo conocido. Más allá del río
la tierra parecía chata y vacía, informe y borrosa, hasta que más lejos se
levantaba otra vez como un muro, oscuro y terrible. El sol que alumbraba a
Lothlórien no tenía poder para ahuyentar las sombras de aquellas distantes
alturas.
—Allí está la
fortaleza del bosque Negro del sur—dijo Haldir—. Está cubierta por una floresta
de abetos oscuros, donde los árboles se oponen unos a otros y las ramas se
marchitan y se pudren. En medio, sobre una altura rocosa, se alza Dol Guldur,
donde en otro tiempo se ocultaba el enemigo. Tememos que esté habitada de nuevo
y con un poder septuplicado. Desde hace un tiempo se ve a veces encima una nube
negra. Desde esta elevación puedes ver los dos poderes en oposición, luchando
siempre con el pensamiento; pero aunque la luz traspasa de lado a lado el
corazón de las tinieblas, el secreto de la luz misma todavía no ha sido
descubierto. Todavía no. —Se volvió y descendió rápidamente y los otros lo
siguieron.
Al pie de la loma,
Frodo encontró a Aragorn, erguido, inmóvil y silencioso como un árbol; pero
sostenía en la mano un capullo dorado de elanor y una luz le brillaba en
los ojos. Parecía que estuviera recordando algo hermoso y Frodo supo que veía
las cosas como habían sido antes en ese mismo sitio. Pues los años torvos se
habían borrado de la cara de Aragorn y parecía todo vestido de blanco, un joven
señor alto y hermoso, que le hablaba en lengua élfica a alguien que Frodo no
podía ver. [51]
—Arwen vanimalda, namárië!—dijo, y en seguida respiró profundamente
y saliendo de sus pensamientos miró a Frodo y sonrió.
—Aquí está el corazón
del mundo élfico—dijo—y aquí mi corazón vivirá para siempre, a menos que
encontremos una luz más allá de los caminos oscuros que hemos de recorrer, tú y
yo. ¡Ven conmigo! —Y tomando la mano de Frodo, dejó la loma de Cerin Amroth a
la que nunca volvería en vida.
XX.EL ESPEJO DE GALADRIEL
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO II—CAPÍTULO VII
El sol descendía
detrás de las montañas y las sombras crecían en el bosque cuando se pusieron
otra vez en camino. Los senderos pasaban ahora por unos setos donde la
oscuridad ya estaba cerrándose. Mientras marchaban, la noche cayó bajo los
árboles y los elfos descubrieron los faroles de plata.
De pronto salieron
otra vez a un claro y se encontraron bajo un pálido cielo nocturno salpicado
por unas pocas estrellas tempranas. Un vasto espacio sin árboles se extendía
ante ellos en un gran círculo abriéndose a los lados. Más allá había un foso
profundo perdido entre las sombras, pero la hierba de las márgenes era verde,
como si brillara aún en memoria del sol que se había ido. Del otro lado del
foso una pared verde se levantaba a gran altura y rodeaba una colina verde
cubierta de los mallorn más
altos que hubieran visto hasta entonces en esa región. Qué altos eran no se
podía saber, pero se erguían a la luz del crepúsculo como torres vivientes.
Entre las muchas ramas superpuestas y las hojas que no dejaban de moverse
brillaban innumerables luces, verdes y doradas y plateadas. Haldir se volvió
hacia la Compañía.
—¡Bienvenidos a Caras Galadhon!—dijo—.
He aquí la ciudad de los galadhrin donde moran el señor Celeborn y Galadriel,
la dama de Lórien. Pero no podemos entrar por aquí pues las puertas no miran al
norte. Tenemos que dar un rodeo hasta el lado sur y habrá que caminar un rato,
pues la ciudad es grande.
Por la orilla exterior
del foso corría un camino de piedras blancas. Fueron por allí hacia el oeste,
con la ciudad alzándose siempre a la izquierda como una nube verde; y a medida
que avanzaba la noche, aparecían más luces, hasta que toda la colina pareció
inflamada de estrellas.
Llegaron al fin a un
puente blanco, y luego de cruzar se encontraron ante las grandes puertas de la ciudad:
miraban al sudoeste, entre los extremos del muro circular que aquí se
superponían, y eran altas y fuertes y había muchas lámparas.
Haldir golpeó y habló
y las puertas se abrieron en silencio, pero Frodo no vio a ningún guardia. Los
viajeros pasaron y las puertas se cerraron detrás. Estaban en un pasaje
profundo entre los dos extremos de la muralla y atravesándolo rápidamente
entraron en la Ciudad de los Árboles. No vieron a nadie ni oyeron ningún ruido
de pasos en los caminos, pero sonaban muchas voces alrededor y en el aire
arriba. Lejos sobre la colina se oía el sonido de unas canciones que caían de
lo alto como una dulce lluvia sobre las hojas.
Recorrieron muchos
senderos y subieron muchas escaleras hasta que llegaron a unos sitios elevados
y vieron una fuente que refulgía en un campo de hierbas. Estaba iluminada por
unas linternas de plata que colgaban de las ramas de los árboles, y el agua
caía en un pilón de plata que desbordaba en un arroyo blanco. En el lado sur
del prado se elevaba el mayor de todos los árboles; el tronco enorme y liso
brillaba como seda gris y subía rectamente hasta las primeras ramas que se
abrían muy arriba bajo sombrías nubes de hojas. A un lado pendía una ancha
escala blanca y tres elfos estaban sentados al pie. Se incorporaron de un salto
cuando vieron acercarse a los viajeros, y Frodo observó que eran altos y
estaban vestidos con unas mallas grises y que llevaban sobre los hombros unas
túnicas largas y blancas.
—Aquí moran Celeborn y
Galadriel—dijo Haldir—. Es deseo de ellos que subáis y les habléis.
Uno de los guardias
tocó una nota clara en un cuerno pequeño y le respondieron tres veces desde lo
alto. —Iré primero—dijo Haldir—. Que luego venga Frodo y con él Legolas. Los
otros pueden venir en el orden que deseen. Es una larga subida para quienes no
están acostumbrados a estas escalas, pero podéis descansar de vez en cuando.
Mientras trepaba
lentamente, Frodo vio muchos flets:
unos a la derecha, otros a la izquierda y algunos alrededor del tronco, de modo
que la escala pasaba atravesándolos. Al fin, a mucha altura, llegó a un talan
grande, parecido al puente de un navío. Sobre el talan había una casa, tan
grande que en tierra hubiese podido servir de habitación a los hombres. Entró
detrás de Haldir y descubrió que estaba en una cámara ovalada y en el medio
crecía el tronco del gran mallorn,
ahora ya adelgazándose, pero todavía un pilar de amplia circunferencia.
Una luz clara
iluminaba aquel espacio; las paredes eran verdes y plateadas y el techo de oro.
Había muchos elfos sentados. En dos asientos que se apoyaban en el tronco del
árbol, y bajo el palio de una rama, estaban el señor Celeborn y Galadriel. Se
incorporaron para dar la bienvenida a los huéspedes, según la costumbre de los elfos,
aún de aquellos que eran considerados reyes poderosos. Muy altos eran, y la dama
no menos alta que el señor, y hermosos y graves. Estaban vestidos de blanco y
los cabellos de la dama eran de oro y los cabellos del señor Celeborn eran de
plata, largos y brillantes; pero no había ningún signo de vejez en ellos,
excepto quizás en lo profundo de los ojos, pues éstos eran penetrantes como
lanzas a la luz de las estrellas y sin embargo profundos, como pozos de
recuerdos.
Haldir llevó a Frodo
ante ellos y el señor le dio la bienvenida en la lengua de los hobbits. La dama
Galadriel no dijo nada, pero contempló largamente el rostro de Frodo.
—¡Siéntate junto a mí,
Frodo de La Comarca!—dijo Celeborn—. Hablaremos cuando todos hayan llegado.
Saludó cortésmente a
cada uno de los compañeros, llamándolos por sus nombres. —¡Bienvenido, Aragorn,
hijo de Arathorn!—dijo—. Han pasado treinta y ocho años del mundo exterior
desde que viniste a estas tierras; y esos años pesan sobre ti. Pero el fin está
próximo, para bien o para mal. ¡Descansa aquí de tu carga por un momento!
»¡Bienvenido, hijo de
Thranduil! Pocas veces las gentes de mi raza vienen aquí del norte.
»¡Bienvenido, Gimli,
hijo de Glóin! Hace mucho en verdad que no se ve a alguien del pueblo de Durin
en Caras Galadhon. Pero hoy hemos dejado de lado esa antigua ley. Quizás es un
anuncio de mejores días, aunque las sombras cubran ahora el mundo, y de una
nueva amistad entre nuestros pueblos. —Gimli hizo una profunda reverencia.
Cuando todos los
huéspedes terminaron de sentarse, el señor los miró de nuevo.
—Aquí hay ocho—dijo—.
Partieron nueve, así decían los mensajes. Pero quizás hubo algún cambio en el
Concilio y no nos enteramos. Elrond está lejos y las tinieblas crecen alrededor,
este año más que nunca.
—No, no hubo cambios
en el Concilio—dijo la dama Galadriel hablando por vez primera. Tenía una voz
clara y musical, aunque de tono grave—. Gandalf el Gris partió con la Compañía,
pero no cruzó las fronteras de este país. Contadnos ahora dónde está, pues
mucho he deseado hablar con él otra vez. Pero no puedo verlo de lejos, a menos
que pase de este lado de las barreras de Lothlórien; lo envuelve una niebla
gris y no sé por dónde anda ni qué piensa.
—¡Ay!—dijo Aragorn—.
Gandalf el Gris ha caído en la sombra. Se quedó en Moria y no pudo escapar.
Al oír estas palabras
todos los elfos de la sala dieron grandes gritos de dolor y de asombro. —Una
noticia funesta—dijo Celeborn—, la más funesta que se haya anunciado aquí en
muchos años de dolorosos acontecimientos. —Se volvió a Haldir. —¿Por qué no me
dijeron nada hasta ahora?—preguntó en la lengua élfica.
—No le hemos hablado a
Haldir ni de lo que hicimos ni de nuestros propósitos—dijo Legolas—. Al
principio nos sentíamos cansados y el peligro estaba aún demasiado cerca; y
luego casi olvidamos nuestra pena durante un tiempo, mientras veníamos felices
por los hermosos senderos de Lórien.
—Nuestra pena es
grande sin embargo y la pérdida no puede ser reparada—dijo Frodo—. Gandalf era
nuestro guía y nos condujo a través de Moria, y cuando parecía que ya no
podíamos escapar, nos salvó y cayó.
—¡Contadnos toda la
historia!—dijo Celeborn.
Entonces Aragorn contó
todo lo que había ocurrido en el paso de Caradhras y en los días que siguieron,
y habló de Balin y del libro y de la lucha en la Cámara de Mazarbul y el fuego
y el puente angosto y la llegada del terror. —Un mal del mundo antiguo me pareció,
algo que nunca había visto antes—dijo Aragorn—. Era a la vez una sombra y una
llama, poderosa y terrible.
—Era un balrog de
Morgoth—dijo Legolas—; de todos los azotes de los elfos el más mortal, excepto
aquel que reside en la Torre Oscura.
—En verdad vi en el
puente a aquel que se nos aparece en las peores pesadillas, vi el Daño de Durin—dijo
Gimli en voz baja y el miedo le asomó a los ojos.
—¡Ay!—dijo Celeborn—.
Temimos durante mucho tiempo que hubiese algo terrible durmiendo bajo el
Caradhras. Pero si hubiese sabido que los enanos habían reanimado este mal en
Moria, yo te hubiera impedido pasar por las fronteras del norte, a ti y a todos
los que iban contigo. Y hasta se podría decir quizá que Gandalf cayó al fin de
la sabiduría a la locura, metiéndose sin necesidad en las redes de Moria.
—Sería imprudente en
verdad quien dijera tal cosa—dijo con aire grave Galadriel—. En todo lo que
hizo Gandalf en vida no hubo nunca nada inútil. Quienes lo seguían no estaban
enterados de lo que pensaba y no pueden explicarnos lo que él se proponía. De
cualquier modo estos seguidores no tuvieron ninguna culpa. No te arrepientas de
haber dado la bienvenida al enano. Si nuestra gente hubiese vivido mucho tiempo
lejos de Lothlórien, ¿quién de los galadhrin, incluyendo a Celeborn el Sabio,
hubiera pasado cerca sin el deseo de ver el antiguo hogar, aunque se hubiese
convertido en morada de dragones?
»Oscuras son las aguas
del Kheled-zâram y frías son las fuentes del Kibil-nâla y hermosas eran las
salas de columnas de Khazad-dûm en los Días Antiguos antes que los reyes
poderosos cayeran bajo la piedra. —Galadriel miró a Gimli que estaba sentado y
triste y le sonrió. Y el enano, al oír aquellos nombres en su propia y antigua
lengua, alzó los ojos y se encontró con los de Galadriel y le pareció que
miraba de pronto en el corazón de un enemigo y que allí encontraba amor y
comprensión. El asombro le subió a la cara y en seguida respondió con una
sonrisa.
Se incorporó
torpemente y saludó con una reverencia al modo de los enanos diciendo: —Pero
más hermoso aún es el país viviente de Lórien, y la dama Galadriel está por
encima de todas las joyas de la tierra.
Hubo un silencio. Al
fin Celeborn volvió a hablar. —Yo no sabía que vuestra situación era tan mala—dijo—.
Que Gimli olvide mis palabras duras; hablé con el corazón perturbado. Haré todo
lo que pueda por ayudaros, a cada uno de acuerdo con sus deseos y necesidades,
pero en especial a aquel de la gente pequeña que lleva la carga.
—Conocemos tu misión—dijo
Galadriel mirando a Frodo—, pero no hablaremos aquí más abiertamente. Quizá
podamos probar que no habéis venido en vano a esta tierra en busca de ayuda,
como parecía ser el propósito de Gandalf. Pues se dice del señor de los galadhrin
que es el más sabio de los elfos de la Tierra Media y un dispensador de dones
que superan los poderes de los reyes. Ha residido en el oeste desde los tiempos
del alba y he vivido con él innumerables años, pues crucé las montañas antes de
la caída de Nargothrond o Gondolin y juntos hemos combatido durante siglos la
larga derrota.
»Yo fui quien convocó por vez primera el
Concilio Blanco, y si hubiera podido llevar adelante mis designios, Gandalf el
Gris hubiese presidido la reunión y quizá las cosas hubieran pasado entonces de
otro modo. Pero aún ahora queda alguna esperanza. No os aconsejaré que hagáis
esto o aquello. Pues si puedo ayudaros no será con actos o maquinaciones, o
decidiendo que toméis tal o cual rumbo, sino por el conocimiento de lo que ha
sido y lo que es y en parte de lo que será. Pero te diré esto: tu misión marcha
ahora por el filo de un cuchillo. Un solo paso en falso y fracasará, para ruina
de todos. Hay esperanzas sin embargo mientras todos los miembros de la Compañía
continúen siendo fieles.
Y con estas palabras
los miró a todos y en silencio escrutó el rostro de cada uno. Nadie excepto
Legolas y Aragorn soportó mucho tiempo esta mirada. Sam enrojeció en seguida y
bajó la cabeza.
Por último la dama
Galadriel dejó de observarlos y sonrió. —Que vuestros corazones no se turben—dijo—.
Esta noche dormiréis en paz. —Enseguida ellos suspiraron y se sintieron
cansados de pronto, como si hubiesen sido interrogados a fondo mucho tiempo, aunque
no se había dicho abiertamente ninguna palabra.
—Podéis iros—dijo
Celeborn—. El dolor y los esfuerzos os han agotado. Aunque vuestra misión no
nos concerniese de cerca, podríais quedaros en la ciudad hasta que os
sintierais curados y recuperados. Ahora id a descansar y durante un tiempo no
hablaremos de vuestro camino futuro.
Aquella noche la
Compañía durmió en el suelo, para gran satisfacción de los hobbits. Los elfos prepararon para
ellos un pabellón entre los árboles próximos a la fuente y allí pusieron unos
lechos mullidos; luego murmuraron palabras de paz con dulces voces élficas y
los dejaron. Durante un rato los viajeros hablaron de cómo habían pasado la
noche anterior en las copas de los árboles, de la marcha del día, del señor y
de la dama, pues no estaban todavía en ánimo de mirar más atrás.
—¿Por qué enrojeciste,
Sam?—dijo Pippin—. Te turbaste en seguida. Cualquiera hubiese pensado que
tenías mala conciencia. Espero que no haya sido nada peor que un plan retorcido
para robarme una manta.
—Nunca pensé nada
semejante—dijo Sam que no tenía ánimos para bromas—. Si quiere saberlo, me
sentí como si no tuviera nada encima y no me gustó. Me pareció que ella estaba
mirando dentro de mí y preguntándome qué haría yo si ella me diera la
posibilidad de volver volando a La Comarca y a un bonito y pequeño agujero con
un jardincito propio.
—Qué raro—dijo Merry—.
Casi exactamente lo que yo sentí, sólo que... bueno, creo que no diré más—concluyó
con una voz débil.
A todos ellos,
parecía, les había ocurrido algo semejante: cada uno había sentido que se le
ofrecía la oportunidad de elegir entre una oscuridad terrible que se extendía
ante él y algo que deseaba entrañablemente, y para conseguirlo sólo tenía que
apartarse del camino y dejar a otros el cumplimiento de la misión y la guerra
contra Sauron.
—Y a mí me pareció
también—dijo Gimli—que mi elección permanecería en secreto y que sólo yo lo
sabría.
—Para mí fue algo muy
extraño—dijo Boromir—. Quizá fue sólo una prueba y ella quería leernos el
pensamiento con algún buen propósito, pero yo casi hubiera dicho que estaba
tentándonos y ofreciéndonos algo que dependía de ella. No necesito decir que me
rehusé a escuchar. Los hombres de Minas Tirith guardan la palabra empeñada.
Pero lo que le había
ofrecido la dama, Boromir no lo dijo.
En cuanto a Frodo se
negó a hablar, aunque Boromir lo acosó con preguntas. —Te miró mucho tiempo,
Portador del Anillo—dijo.
—Sí—dijo Frodo—, pero
lo que me vino entonces a la mente ahí se quedará.
—Pues bien, ¡ten
cuidado!—dijo Boromir—. No confío demasiado en esta dama élfica y en lo que se
propone.
—¡No hables mal de la dama
Galadriel!—dijo Aragorn con severidad—. No sabes lo que dices. En ella y en
esta tierra no hay ningún mal, a no ser que un hombre lo traiga aquí él mismo.
Y entonces ¡que él se cuide! Pero esta noche y por vez primera desde que
dejamos Rivendel dormiré sin ningún temor. ¡Y ojalá duerma profundamente y
olvide un rato mi pena! Tengo el cuerpo y el corazón cansados. —Se echó en la
cama y cayó en seguida en un largo sueño.
Los otros pronto
hicieron lo mismo y durmieron sin ser perturbados por ruidos o sueños. Cuando
despertaron vieron que la luz del día se extendía sobre la hierba ante el
pabellón y que el agua de la fuente se alzaba y caía refulgiendo a la luz del
sol.
Se quedaron algunos
días en Lothlórien, o por lo menos eso fue lo que ellos pudieron decir o
recordar más tarde. Todo el tiempo que estuvieron allí brilló el sol, excepto
en los momentos en que caía una lluvia suave que dejaba todas las cosas nuevas
y limpias. El aire era fresco y dulce, como si estuviesen a principios de la
primavera, y sin embargo sentían alrededor la profunda y reflexiva quietud del
invierno. Les pareció que casi no tenían otra ocupación que comer y beber y
descansar y pasearse entre los árboles; y esto era suficiente.
No habían vuelto a ver
al señor y a la dama y apenas conversaban con el resto de los elfos, pues eran
pocos los que hablaban otra cosa que la lengua silvana. Haldir se había
despedido de ellos y había vuelto a las defensas del norte, muy vigiladas ahora
luego que la Compañía había traído aquellas noticias de Moria. Legolas pasaba
muchas horas con los galadhrin y luego de la primera noche ya no durmió con sus
compañeros, aunque regresaba a comer y hablar con ellos. A menudo se llevaba a
Gimli para que lo acompañara en algún paseo y a los otros les asombró este
cambio.
Ahora, cuando los
compañeros estaban sentados o caminaban juntos, hablaban de Gandalf y todo lo
que cada uno había sabido o visto de él les venía claramente a la memoria. A
medida que se curaban las heridas y el cansancio del cuerpo, el dolor de la
pérdida de Gandalf se hacía más agudo. A menudo oían voces élficas que cantaban
cerca y eran canciones que lamentaban la caída del mago, pues alcanzaban a oír
su nombre entre palabras dulces y tristes que no entendían.
Mithrandir, Mithrandir, cantaban los elfos, ¡oh
Peregrino Gris! Pues así les gustaba llamarlo. Pero si Legolas estaba
entonces con la Compañía no les traducía las canciones, diciendo que no se
consideraba bastante hábil y que para él la pena estaba aún demasiado cerca y
era un tema para las lágrimas y no todavía para una canción.
Fue Frodo el primero
que expresó su dolor en palabras titubeantes. Pocas veces sentía el impulso de
componer canciones o versos; aún en Rivendel había escuchado y no había cantado
él mismo, aunque recordaba muchas cosas de otros. Pero ahora sentado junto a la
fuente de Lórien y escuchando las voces de los elfos que hablaban de Gandalf,
se le ocurrió una canción que a él le parecía hermosa, pero cuando trató de
repetírsela a Sam sólo quedaron unos fragmentos, apagados como un manojo de
flores marchitas.
Cuando
la tarde era gris en La Comarca
se
oían sus pasos en la Colina;
y
se iba antes del alba
en
silencio a sitios remotos.
De
las Tierras Ásperas a la costa del oeste,
del
desierto del norte a las lomas del sur,
por
antros de dragones y puertas ocultas
y
bosques oscuros iba a su antojo.
Con
enanos y hobbits, con ellos y con hombres,
con
gentes mortales e inmortales,
con
pájaros en árboles y bestias en madrigueras,
en
lenguas secretas hablaba.
Una
espada mortal, una mano benigna,
una
espalda que la carga doblaba;
una
voz de trompeta, una antorcha encendida,
un
peregrino fatigado.
señor
de sabiduría entronizado,
de
cólera viva y de rápida risa;
un
viejo de gastado sombrero
que
se apoya en una vara espinosa.
Estuvo
solo sobre el puente
desafiando
al Fuego y la Sombra;
la
vara se le quebró en la piedra,
y
su sabiduría murió en Khazad-dûm.[52]
—¡Bueno, pronto
derrotará al señor Bilbo!—dijo Sam.
—No, temo que no—dijo
Frodo—, pero no soy capaz de nada mejor.
—En todo caso, señor
Frodo, si un día tiene ganas de componer algo más, espero que diga una palabra
de los fuegos de artificio. Algo así:
Los
más hermosos fuegos nunca vistos:
estallaban
en estrellas azules y verdes,
y
después de los truenos un rocío de oro
caía
como una lluvia de flores.[53]
»Aunque esto no le
hace justicia, lejos de eso.
—No,
te lo dejo a ti, Sam. O
quizás a Bilbo. Pero... bueno, no puedo seguir hablando. No soporto la idea de
darle la noticia a Bilbo.
Una tarde Frodo y Sam
se paseaban al aire fresco del crepúsculo. Los dos se sentían de nuevo
inquietos. La sombra de la partida había caído de pronto sobre Frodo; sabía de
algún modo que no faltaba mucho tiempo para que tuvieran que dejar Lothlórien.
—¿Qué piensas ahora de
los elfos, Sam?—dijo—. Ya una vez te hice esta pregunta, hace tanto tiempo,
parece; pero los has visto mucho más desde entonces.
—¡Muy cierto!—dijo Sam—.
Y yo diría que hay elfos y elfos. Todos son bastante élficos, pero no iguales.
Estos de aquí por ejemplo no son gente errante o sin hogar y se parecen más a
nosotros; parecen pertenecer a este sitio, más aún que los hobbits a La Comarca.
No sé si hicieron el país o si el país los hizo a ellos, es difícil decirlo, si
usted me entiende. Hay una tranquilidad maravillosa aquí. Se diría que no pasa
nada y que nadie quiere que pase. Si se trata de alguna magia está muy
escondida, en algún sitio que no puedo tocar con las manos, por así decir.
—Puedes sentirla y verla
en todas partes—dijo Frodo.
—Bueno—dijo Sam—, no
se ve a nadie trabajando en eso. Ningún fuego de artificio, como el pobre viejo
Gandalf acostumbraba mostrar. Me pregunto por qué no hemos vuelto a ver al señor
y a la dama en todos estos días. Se me ocurre que ella podría hacer algunas
cosas maravillosas, si quisiera. ¡Me gustaría tanto ver alguna magia élfica,
señor Frodo!
—A mí no—dijo Frodo—.
Estoy satisfecho. Y no echo de menos los fuegos artificiales de Gandalf, pero
sí sus cejas espesas y su cólera y su voz.
—Tiene razón—dijo Sam—.
Y no crea que estoy buscando defectos. Siempre he querido ver un poco de magia,
como esa de que se habla en las viejas historias, pero nunca supe de una tierra
mejor que ésta. Es como estar en casa y de vacaciones al mismo tiempo, si usted
me entiende. No quiero irme. De todos modos, estoy empezando a sentir que si
tenemos que irnos lo mejor sería irse en seguida.
»El trabajo que
nunca se empieza es el que más tarda en terminarse, como decía mi padre. Y
no creo que estas gentes puedan ayudarnos mucho más, magia y no magia. Estoy
pensando que cuando dejemos estas tierras extrañaremos a Gandalf más que nunca.
—Temo que eso sea
demasiado cierto, Sam—dijo Frodo—. Sin embargo espero de veras que antes de
irnos podamos ver de nuevo a la dama de los elfos.
Estaban todavía
hablando cuando vieron que la dama Galadriel se acercaba como respondiendo a
las palabras de Frodo. Alta y blanca y hermosa, caminaba entre los árboles. No
les habló, pero les indicó que se acercaran.
Volviéndose, la dama
Galadriel los condujo hacia las faldas del sur de Caras Galadhon y luego de
cruzar una cerca verde y alta entraron en un jardín cerrado. No tenía árboles y
el cielo se abría sobre él. La estrella de la tarde se había levantado y
brillaba como un fuego blanco sobre los bosques del oeste. Descendiendo por una
larga escalera, la dama entró en una profunda cavidad verde, por la que corría
murmullando la corriente de plata que nacía en la fuente de la colina. En el
fondo de la cavidad, sobre un pedestal bajo, esculpido como un árbol frondoso,
había un pilón de plata, ancho y poco profundo, y al lado un jarro también de
plata.
Galadriel llenó el
pilón hasta el borde con agua del arroyo y sopló encima, y cuando el agua se
serenó otra vez les habló a los hobbits. —He aquí el espejo de Galadriel—dijo—.
Os he traído aquí para que miréis, si queréis hacerlo.
El aire estaba muy
tranquilo y el valle oscuro, y la dama era alta y pálida.
—¿Qué buscaremos y qué
veremos?—preguntó Frodo con un temor reverente.
—Puedo ordenarle al
espejo que revele muchas cosas—respondió ella—y a algunos puedo mostrarles lo
que desean ver. Pero el espejo muestra también cosas que no se le piden y éstas
son a menudo más extrañas y más provechosas que aquellas que deseamos ver. Lo
que verás, si dejas en libertad al espejo, no puedo decirlo. Pues muestra cosas
que fueron y cosas que son y cosas que quizá serán. Pero lo que ve, ni siquiera
el más sabio puede decirlo. ¿Deseas mirar?
Frodo no respondió.
—¿Y tú?—dijo ella
volviéndose a Sam—. Pues esto es lo que tu gente llama magia, aunque no
entiendo claramente qué quieren decir, y parece que usaran la misma palabra
para hablar de los engaños del enemigo. Pero ésta, si quieres, es la magia de
Galadriel. ¿No dijiste que querías ver la magia de los elfos?
—Sí—dijo
estremeciéndose, sintiendo a la vez miedo y curiosidad—. Echaré una mirada, señora,
si me permite.
En un aparte le dijo a
Frodo: —No me disgustaría mirar un poco lo que ocurre en casa. He estado tanto
tiempo fuera. Pero lo más probable es que sólo vea las estrellas, o algo que no
entenderé.
—Lo más probable—dijo
la dama con una sonrisa dulce—. Pero acércate y verás lo que puedas. ¡No toques
el agua!
Sam subió al pedestal
y se inclinó sobre el pilón. El agua parecía dura y sombría y reflejaba las
estrellas.
—Hay sólo estrellas,
como pensé—dijo. Casi en seguida se sobresaltó y contuvo el aliento pues las
estrellas se extinguían. Como si hubiesen descorrido un velo oscuro, el espejo
se volvió gris y luego se aclaró. El sol brillaba y las ramas de los árboles se
movían en el viento. Pero antes que Sam pudiera decir qué estaba viendo, la luz
se desvaneció; y en seguida creyó ver a Frodo, de cara pálida, durmiendo al pie
de un risco grande y oscuro. Luego le pareció que se veía a sí mismo yendo por
un pasillo tenebroso y subiendo por una interminable escalera de caracol. Se le
ocurrió de pronto que estaba buscando algo con urgencia, pero no podía saber
qué. Como un sueño la visión cambió y volvió atrás y mostró de nuevo los
árboles. Pero esta vez no estaban tan cerca y Sam pudo ver lo que ocurría: no
oscilaban en el viento, caían ruidosamente al suelo.
—¡Eh!—gritó Sam
indignado—. Ahí está ese Ted Arenas derribando los árboles que no tendría que
derribar. Son los árboles de la avenida que está más allá del Molino y que dan
sombra al camino de Delagua. Si tuviera a ese Ted a mano, ¡lo derribaría a él!
Pero ahora Sam notó
que el Viejo Molino había desaparecido y que estaban levantando allí un gran
edificio de ladrillos rojos. Había mucha gente trabajando. Una chimenea alta y
roja se erguía muy cerca. Un humo negro nubló la superficie del espejo.
—Hay algo malo que
opera en La Comarca—dijo—. Elrond lo sabía bien cuando quiso mandar de vuelta
al señor Merry. —De pronto Sam dio un grito y saltó hacia atrás. —No puedo
quedarme aquí—gritó desesperado—. Tengo que volver. Han socavado Bolsón de Tirada
y allá va mi pobre padre colina abajo llevando todas sus cosas en una
carretilla. ¡Tengo que volver!
—No puedes volver solo—dijo
la dama—. No deseabas volver sin tu amo antes de mirar en el espejo y sin
embargo sabías que podía ocurrir algo malo en La Comarca. Recuerda que el
espejo muestra muchas cosas y que algunas no han ocurrido aún. Algunas no
ocurrirán nunca, a no ser que quienes miran las visiones se aparten del camino
que lleva a prevenirlas. El espejo es peligroso como guía de conducta.
Sam se sentó en el
suelo y se llevó las manos a la cabeza. —Desearía no haber venido nunca aquí y
no quiero ver más magias—dijo y calló un rato. Luego habló trabajosamente, como
conteniendo el llanto—. No, volveré por el camino largo junto con el señor
Frodo, o no volveré. Pero espero volver algún día. Si lo que he visto llega a
ser cierto, ¡alguien las pasará muy mal!
—¿Quieres mirar tú
ahora, Frodo?—dijo la dama Galadriel—. No deseabas ver la magia de los elfos y
estabas satisfecho.
—¿Me aconsejáis mirar?—preguntó
Frodo.
—No—dijo ella—. No te
aconsejo ni una cosa ni otra. No soy una consejera. Quizás aprendas algo y lo
que veas, sea bueno o malo, puede ser de provecho, o no. Ver es a la vez
conveniente y peligroso. Creo sin embargo, Frodo, que tienes bastante coraje y
sabiduría para correr el riesgo, o no te hubiera traído aquí. ¡Haz como
quieras!
—Miraré—dijo Frodo y
subiendo al pedestal se inclinó sobre el agua oscura. En seguida el espejo se
aclaró y Frodo vio un paisaje crepuscular. Unas montañas oscuras asomaban a lo
lejos contra un cielo pálido. Un camino largo y gris se alejaba serpenteando
hasta perderse de vista. Allá lejos venía una figura descendiendo lentamente
por el camino, débil y pequeña al principio, pero creciendo y aclarándose a medida
que se acercaba. De pronto Frodo advirtió que la figura le recordaba a Gandalf.
Iba a pronunciar en voz alta el nombre del mago cuando vio que la figura estaba
vestida de blanco y no de gris (un blanco que brillaba débilmente en el
atardecer) y que en la mano llevaba un báculo blanco. La cabeza estaba tan
inclinada que Frodo no le veía la cara, y al fin la figura tomó una curva del
camino y desapareció de la vista del espejo. Una duda entró en la mente de
Frodo: ¿era ésta una imagen de Gandalf en uno de sus muchos viajes solitarios
de otro tiempo, o era Saruman?
La visión cambió.
Breve y pequeña pero muy vívida alcanzó a ver una imagen de Bilbo que iba y
venía nerviosamente por su cuarto. La mesa estaba cubierta de papeles en
desorden; la lluvia golpeaba las ventanas.
Luego hubo una pausa y
en seguida siguieron unas escenas rápidas y Frodo supo de algún modo que eran
partes de una gran historia en la que él mismo estaba envuelto. La niebla se
aclaró y vio algo que nunca había visto antes pero que reconoció en seguida: el
mar. La oscuridad cayó. El mar se encrespó y se alborotó en una tormenta. Luego
vio contra el sol, que se hundía rojo como sangre en jirones de nubes, la
silueta negra de un alto navío de velas desgarradas que venía del oeste. Luego
un río ancho que cruzaba una ciudad populosa. Luego una fortaleza blanca con
siete torres. Y luego otra vez una nave de velas negras, pero ahora era de
mañana y el agua reflejaba la luz, y una bandera con el emblema de un árbol
blanco brillaba al sol. Se alzó un humo como de fuego y batalla y el sol
descendió de nuevo envuelto en llamas rojas y se desvaneció en una bruma gris;
y un barco pequeño se perdió en la bruma con luces temblorosas. Desapareció y
Frodo suspiró y se dispuso a retirarse.
Pero de pronto el
espejo se oscureció del todo, como si se hubiera abierto un agujero en el mundo
visible, y Frodo se quedó mirando el vacío. En ese abismo negro apareció un
Ojo, que creció lentamente, hasta que al fin llenó casi todo el espejo. Tan
terrible era que Frodo se quedó como clavado al suelo, incapaz de gritar o de
apartar la mirada. El Ojo estaba rodeado de fuego, pero él mismo era vidrioso,
amarillo como el ojo de un gato, vigilante y fijo, y la hendidura negra de la
pupila se abría sobre un pozo, una ventana a la nada.
Luego el Ojo comenzó a
moverse, buscando aquí y allá y Frodo supo con seguridad y horror que él,
Frodo, era un de esas muchas cosas que el Ojo buscaba. Pero supo también que el
Ojo no podía verlo, no todavía, a menos que él mismo así lo desease. El Anillo
que le colgaba del cuello se hizo pesado, más pesado que una gran piedra y lo
obligó a inclinar la cabeza sobre el pecho. Pareció que el espejo se calentaba
y unas volutas de vapor flotaron sobre el agua. Frodo se deslizó hacia
adelante.
—¡No toques el agua!—le
dijo dulcemente la dama Galadriel.
La visión desapareció
y Frodo se encontró mirando las frías estrellas que titilaban en el pilón. Dio
un paso atrás temblando de pies a cabeza y miró a la dama.
—Sé lo que viste al
final—dijo ella—pues está también en mi mente. ¡No temas! Pero no pienses que
el país de Lothlórien resiste y se defiende del enemigo sólo con cantos en los
árboles, o con las débiles flechas de los arcos élficos. Te digo, Frodo, que
aún mientras te hablo, veo al Señor Oscuro y sé lo que piensa, o al menos lo
que piensa en relación con los elfos. Y él está siempre tanteando, queriendo
verme y conocer mis propios pensamientos. ¡Pero la puerta está siempre cerrada!
La dama levantó los brazos blancos y extendió
las manos hacia el este en un ademán de rechazo y negativa. Eärendil, la
Estrella de la Tarde, la más amada de los elfos, brillaba clara allá en lo
alto. Tan brillante era que la figura de la dama echaba una sombra débil en la
hierba. Los rayos se reflejaban en un anillo que ella tenía en el dedo y allí
resplandecía como oro pulido recubierto de una luz de plata, y una piedra
blanca relucía en él como si la Estrella de la Tarde hubiera venido a apoyarse
en la mano de la dama Galadriel. Frodo miró el anillo con un respetuoso temor,
pues de pronto le pareció que entendía.
—Sí—dijo ella
adivinando los pensamientos de Frodo—, no está permitido hablar de él y Elrond
tampoco pudo. Pero no es posible ocultárselo al Portador del Anillo y a alguien
que ha visto el Ojo. En verdad, en el país de Lórien y en el dedo de Galadriel
está uno de los Tres. Este es Nenya, el Anillo de Diamante, y yo soy quien lo
guarda.
ȃl lo sospecha, pero
no lo sabe aún. ¿Entiendes ahora por qué tu venida era para nosotros como un
primer paso en el cumplimiento del Destino? Pues si fracasas, caeremos
indefensos en manos del enemigo. Pero si triunfas, nuestro poder decrecerá y
Lothlórien se debilitará, y las marcas del Tiempo la borrarán de la faz de la tierra.
Tenemos que partir hacia el oeste, o transformarnos en un pueblo rústico que
vive en cañadas y cuevas, condenados lentamente a olvidar y a ser olvidados.
Frodo bajó la cabeza. —¿Y
vos qué deseáis?
—Que se cumpla lo que
ha de cumplirse—dijo ella—. El amor de los elfos por esta tierra en que viven y
por las obras que llevan a cabo es más profundo que las profundidades del mar,
y el dolor que ellos sienten es imperecedero y nunca se apaciguará. Sin
embargo, lo abandonarán todo antes que someterse a Sauron, pues ahora lo
conocen. Del destino de Lothlórien no eres responsable, pero sí del
cumplimiento de tu misión. Sin embargo desearía, si sirviera de algo, que el
Anillo Único no hubiese sido forjado jamás, o que nunca hubiese sido
encontrado.
—Sois prudente,
intrépida y hermosa, dama Galadriel—dijo Frodo y os daré el Anillo Único, si
vos me lo pedís. Para mí es algo demasiado grande.
Galadriel rio de
pronto con una risa clara. —La dama Galadriel es quizá prudente—dijo—, pero ha
encontrado quien la iguale en cortesía. Te has vengado gentilmente de la prueba
a que sometí tu corazón en nuestro primer encuentro. Comienzas a ver claro. No
niego que mi corazón ha deseado pedirte lo que ahora me ofreces. Durante muchos
largos años me he preguntado qué haría si el Gran Anillo llegara alguna vez a
mis manos, ¡y mira!, está ahora a mi alcance. El mal que fue planeado hace ya
mucho tiempo sigue actuando de distintos modos, ya sea que Sauron resista o
caiga. ¿No hubiera sido una noble acción, que aumentaría el crédito del Anillo,
si se lo hubiera arrebatado a mi huésped por la fuerza o el miedo?
»Y ahora al fin llega.
¡Me darás libremente el Anillo! En el sitio del Señor Oscuro instalarás una reina.
¡Y yo no seré oscura sino hermosa y terrible como la mañana y la noche! ¡Hermosa
como el mar y el sol y la nieve en la montaña! ¡Terrible como la tempestad y el
relámpago! Más fuerte que los cimientos de la tierra. ¡Todos me amarán y
desesperarán!
Galadriel alzó la mano
y del anillo que llevaba brotó una luz que la iluminó a ella sola, dejando todo
el resto en la oscuridad. Se irguió ante Frodo y pareció que tenía de pronto
una altura inconmensurable y una belleza irresistible, adorable y tremenda. En
seguida dejó caer la mano, y la luz se extinguió y ella rio de nuevo, y he aquí
que fue otra vez una delgada mujer elfa, vestida sencillamente de blanco, de
voz dulce y triste.
—He pasado la prueba—dijo—.
Me iré empequeñeciendo, marcharé al Oeste y continuaré siendo Galadriel.
Permanecieron largo
rato en silencio. Al fin la dama habló otra vez. —Volvamos—dijo—. Tienes que
partir en la mañana, pues ya hemos elegido y las mareas del destino están
subiendo.
—Quisiera preguntamos
algo antes de partir—dijo Frodo—, algo que ya quise preguntárselo a Gandalf en
Rivendel. Se me ha permitido llevar el Anillo Único. ¿Por qué no puedo ver
todos los otros y conocer los pensamientos de quienes los usan?
—No lo has intentado—dijo
ella—. Desde que tienes el Anillo sólo te lo has puesto tres veces. ¡No lo
intentes! Te destruiría. ¿No te dijo Gandalf que los Anillos dan poder de
acuerdo con las condiciones de cada poseedor? Antes que puedas utilizar ese
poder tendrás que ser mucho más fuerte y entrenar tu voluntad en el dominio de
los otros. Y aun así, como Portador del Anillo y como alguien que se lo ha
puesto en el dedo y ha visto lo que está oculto, tus ojos han llegado a ser
penetrantes. Has leído en mis pensamientos más claramente que muchos que se
titulan sabios. Viste el Ojo de aquel que tiene los Siete y los Nueve. ¿Y no
reconociste el anillo que llevo en el dedo? ¿Viste tú mi anillo?—preguntó
volviéndose hacia Sam.
—No, señora—respondió
Sam—. Para decir la verdad, me preguntaba de qué estaban hablando. Vi una
estrella a través del dedo de usted. Pero si me permiten que hable francamente,
creo que mi amo tiene razón. Yo desearía que tomara usted el Anillo. Pondría
usted las cosas en su lugar. Impediría que molestasen a mi padre y que lo
echaran a la calle. Haría pagar a algunos por los sucios trabajos en que han
estado metidos.
—Sí—dijo ella—. Así
sería al principio. Pero luego sobrevendrían otras cosas, lamentablemente. No
hablemos más. ¡Vamos!
XXI.ADIÓS A LÓRIEN
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO II—CAPÍTULO VIII
Aquella noche la
Compañía fue convocada de nuevo a la cámara de Celeborn y allí el señor y la dama
los recibieron con palabras amables. Al fin Celeborn habló de la partida.
—Ha llegado la hora—dijo—en
que aquellos que desean continuar la misión tendrán que mostrarse duros de
corazón y dejar este país. Aquellos que no quieren ir más adelante pueden
permanecer aquí, durante un tiempo. Pero se queden o se vayan, nadie estará
seguro de tener paz. Pues hemos llegado al borde del precipicio del destino.
Aquellos que así lo deseen podrán esperar aquí a la hora en que los caminos del
mundo se abran de nuevo para todos, o a que sean convocados en última instancia
en auxilio de Lórien. Podrán entonces volver a sus propios países, o marchar al
largo descanso de quienes caen en la batalla.
Hubo un silencio. —Todos
han resuelto seguir adelante—dijo Galadriel mirándolos a los ojos.
—En cuanto a mí—dijo
Boromir—, el camino de regreso está adelante y no atrás.
—Es cierto—dijo
Celeborn—, ¿pero irá contigo toda la Compañía hasta Minas Tirith?
—No hemos decidido aún
qué curso seguiremos—dijo Aragorn—. No sé qué pensaba hacer Gandalf más allá de
Lothlórien. Creo en verdad que ni siquiera él tenía un propósito claro.
—Quizá no—dijo
Celeborn—, sin embargo cuando dejéis esta tierra habéis de tener en cuenta el río
Grande. Como algunos de vosotros lo sabéis bien, ningún viajero con equipaje
puede cruzarlo entre Lórien y Gondor, excepto en bote. ¿Y acaso no han sido
destruidos los puentes de Osgiliath y no están todos los embarcaderos en manos
del enemigo?
»¿Por qué lado
viajaréis? El camino de Minas Tirith corre por este lado, al oeste; pero el
camino directo de la misión va por el este del río, la orilla más oscura. ¿Qué
orilla seguiréis?
—Si mi consejo vale de
algo, yo elegiría la orilla occidental, el camino a Minas Tirith—respondió
Boromir—. Pero no soy el jefe de la Compañía. —Los otros no dijeron nada y
Aragorn parecía indeciso y preocupado.
—Ya veo que todavía no
sabéis qué hacer—dijo Celeborn—. No me corresponde elegir por vosotros, pero os
ayudaré en lo que pueda. Hay entre vosotros algunos capaces de manejar una
embarcación: Legolas, cuya gente conoce el rápido río del Bosque; y Boromir de
Gondor y Aragorn el viajero.
—¡Y un hobbit!—gritó
Merry—. No todos nosotros pensamos que los botes son caballos salvajes. Mi
gente vive a orillas del Brandivino.
—Muy bien—dijo
Celeborn—. Entonces proveeré de embarcaciones a la Compañía. Serán pequeñas y
livianas, pues si vais lejos por el río, habrá sitios donde tendréis que
transportarlas. Llegaréis a los rápidos de Sarn Gebir y quizás al fin a los
grandes saltos de Rauros donde el río cae atronando desde Nen Hithoel; y hay
otros peligros. Las embarcaciones harán que vuestro viaje sea menos trabajoso
por un tiempo. Sin embargo, no os aconsejarán: al fin tendréis que dejarlas a
ellas y al río y marchar hacia el oeste, o el este.
Aragorn agradeció a
Celeborn repetidas veces. La noticia de los botes lo tranquilizó, pues durante
unos días no sería necesario decidir el curso. Los otros parecían también más
esperanzados. Cualesquiera fuesen los peligros que los esperaban allá adelante,
parecía mejor ir a encontrarlos navegando el ancho Anduin aguas abajo que
caminar trabajosamente con las espaldas dobladas. Sólo Sam titubeaba: él por lo
menos pensaba aún que los botes eran tan malos como los caballos salvajes, si
no peores y no todos los peligros a los que había sobrevivido le habían probado
lo contrario.
—Todo estará preparado
para vosotros y os esperará en el puerto antes del mediodía—dijo Celeborn—. Os
enviaré a mi gente en la mañana para que os ayude en los preparativos del
viaje. Ahora os desearemos a todos buenas noches y un sueño tranquilo.
—¡Buenas noches,
amigos míos!—dijo Galadriel—. ¡Dormid en paz! No os preocupéis demasiado esta
noche pensando en el camino. Pues los caminos que seguiréis todos vosotros ya
se extienden quizás a vuestros pies, aunque no los veáis aún. ¡Buenas noches!
La Compañía se
despidió y regresó al pabellón. Legolas fue con ellos, pues ésta era la última
noche que pasarían en Lothlórien y a pesar de las palabras de Galadriel
deseaban estar todos juntos y discutir los pormenores del viaje.
Durante largo tiempo
hablaron de lo que harían y cómo llevarían a cabo la misión que concernía al
Anillo; pero no llegaron a ninguna decisión. Era obvio que la mayoría deseaba
ir primero a Minas Tirith y escapar así al menos por un tiempo al terror del
enemigo. Estaban dispuestos a seguir a un guía hasta la otra orilla y aún
entrar en las sombras de Mordor, pero Frodo callaba y Aragorn vacilaba todavía.
El plan de Aragorn,
mientras Gandalf estaba aún con ellos, había sido ir con Boromir y ayudar a la
liberación de Gondor. Pues creía que el mensaje del sueño era un mandato y que
había llegado al fin la hora en que el heredero de Elendil aparecería para
luchar contra el dominio de Sauron. Pero en Moria había tenido que tomar la
carga de Gandalf y sabía que ahora no podía dejar de lado el Anillo, si Frodo
se negaba a ir con Boromir. ¿Y sin embargo de qué modo podría él, o cualquier
otro de la Compañía, ayudar a Frodo, salvo acompañándolo a ciegas a la
oscuridad?
—Iré a Minas Tirith,
solo, si fuera necesario, pues es mi deber—dijo Boromir y luego calló un rato,
sentado y con los ojos clavados en Frodo, como si tratara de leer los
pensamientos del mediano. Al fin retomó la palabra, como discutiendo consigo
mismo—. Si sólo te propones destruir el Anillo—dijo—, la guerra y las armas no
servirán de mucho y los hombres de Minas Tirith no podrán ayudarte. Pero si
deseas destruir el poder armado del Señor Oscuro, sería una locura entrar sin
fuerzas en esos dominios y una locura sacrificar... —Se interrumpió de pronto,
como si hubiese advertido que estaba pensando en voz alta. Sería una locura
sacrificar vidas, quiero decir—concluyó—. Se trata de elegir entre defender una
plaza fortificada y marchar directamente hacia la muerte. Al menos, así es como
yo lo veo.
Frodo notó algo nuevo
y extraño en los ojos de Boromir y lo miró con atención. Lo que Boromir acababa
de decir no era lo que él pensaba, evidentemente. Sería una locura sacrificar
¿qué? ¿El Anillo de Poder? Boromir había dicho algo parecido en el Concilio, aunque
había aceptado entonces la corrección de Elrond. Frodo miró a Aragorn, pero el
montaraz parecía hundido en sus propios pensamientos y no daba muestras de
haber oído las palabras de Boromir. Y así terminó la discusión. Merry y Pippin
ya estaban dormidos y Sam cabeceaba. La noche envejecía.
A la mañana, mientras
comenzaban a embalar las pocas cosas que les quedaban, unos elfos que hablaban
la lengua de la Compañía vinieron a traerles regalos de comida y ropa para el
viaje. La comida consistía principalmente en galletas, preparadas con una
harina que estaba un poco tostada por afuera y que por dentro tenía un color de
crema. Gimli tomó una de las galletas y la miró con ojos dudosos.
—Cram—dijo a
media voz mientras mordisqueaba una punta quebradiza. La expresión del enano
cambió rápidamente y se comió todo el resto de la galleta saboreándola con
delectación.
—¡Basta, basta!—gritaron
los elfos riendo—. Has comido suficiente para toda una jornada.
—Pensé que era sólo
una especie de cram, como los que preparan los hombres de Valle para
viajar por el desierto—dijo el enano.
—Así es—respondieron
los elfos—. Pero nosotros lo llamamos lembas o pan del camino y
es más fortificante que cualquier comida preparada por los hombres y es más
agradable que el cram, desde cualquier punto de vista.
—Por cierto—dijo Gimli—.
En realidad es mejor que los bizcochos de miel de los beórnidas y esto es un
gran elogio, pues no conozco panaderos mejores. Aunque estos días no parecen
estar interesados en darles bizcochos a los viajeros. ¡Sois anfitriones muy
amables!
—De cualquier modo, os
aconsejamos que cuidéis de la comida—dijeron los elfos—. Comed poco cada vez y
sólo cuando sea necesario. Pues os damos estas cosas para que os sirvan cuando
falte todo lo demás. Las galletas se conservarán frescas muchos días, si las
guardáis enteras y en las envolturas de hojas en que las hemos traído. Una sola
basta para que un viajero aguante en pie toda una dura jornada, aunque sea un
hombre alto de Minas Tirith.
Los elfos abrieron
luego los paquetes de ropas y las repartieron entre los miembros de la
Compañía. Habían preparado para cada uno y en las medidas correspondientes, una
capucha y una capa, de esa tela sedosa, liviana y abrigada que tejían los galadhrin.
Era difícil saber de qué color eran: parecían grises, con los tonos del
crepúsculo bajo los árboles; pero si se las movía, o se las ponía en otra luz,
eran verdes como las hojas a la sombra, o pardas como los campos en barbecho al
anochecer, o de plata oscura como el agua a la luz de las estrellas. Las capas
se cerraban al cuello con un broche que parecía una hoja verde de nervaduras de
plata.
—¿Son mantos mágicos?—preguntó
Pippin mirándolos con asombro.
—No sé a qué te
refieres—dijo el jefe de los elfos—. Son vestiduras hermosas y la tela es
buena, pues ha sido tejida en este país. Son por cierto ropas élficas, si eso
querías decir. Hoja y rama, agua y piedra: tienen el color y la belleza de
todas esas cosas que amamos a la luz del crepúsculo en Lórien, pues en todo lo
que hacemos ponemos el pensamiento de todo lo que amamos. Sin embargo son
ropas, no armaduras y no pararán ni la flecha ni la espada. Pero os serán muy
útiles: son livianas para llevar, abrigadas o frescas de acuerdo con las
necesidades del momento. Y os ayudarán además a manteneros ocultos de miradas
indiscretas, ya caminéis entre piedras o entre árboles. ¡La dama os tiene en
verdad en gran estima! Pues ha sido ella misma y las doncellas que la sirven
quienes han tejido esta tela, y nunca hasta ahora habíamos vestido a
extranjeros con las ropas de los nuestros.
Luego de un almuerzo
temprano la Compañía se despidió del prado junto a la fuente. Todos sentían un
peso en el corazón, pues el sitio era hermoso y había llegado a convertirse en
un hogar para ellos, aunque no sabían bien cuántos días y noches habían pasado
allí. Se habían detenido un momento a mirar el agua blanca a la luz del sol
cuando Haldir se les acercó cruzando el pasto del claro. Frodo lo saludó con
alegría.
—Vengo de las defensas
del norte—dijo el elfo—, y he sido enviado para que os sirva otra vez de guía.
En el valle del arroyo Sombrío hay vapores y nubes de humo y las montañas están
perturbadas. Hay ruidos en las profundidades de la tierra. Si alguno de
vosotros ha pensado en regresar por el norte, no podría cruzar. ¡Pero adelante!
Vuestro camino va ahora hacia el sur.
Caminaron atravesando
Caras Galadhon, las sendas verdes estaban desiertas, pero arriba en los árboles
se oían muchas voces que murmuraban y cantaban. El grupo marchaba en silencio.
Al fin Haldir los llevó cuesta abajo por la pendiente meridional de la colina y
llegaron así de nuevo a la puerta iluminada por faroles y al puente blanco; y
por allí salieron dejando la ciudad de los elfos. Casi en seguida abandonaron
la ruta empedrada y tomaron un sendero que se internaba en un bosque espeso de mallorn y avanzaron serpenteando
entre bosques ondulantes de sombras de plata, descendiendo siempre al sur y al
este hacia las orillas del río.
Habían recorrido ya
unas diez millas [16 kilómetros] y el mediodía estaba próximo cuando
llegaron a una alta pared verde. Pasaron por una abertura y se encontraron
fuera de la zona de árboles. Ante ellos se extendía un prado largo de hierba
brillante, salpicado de elanor doradas que brillaban al sol. El prado
concluía en una lengua estrecha entre márgenes relucientes: a la derecha y al
oeste corría centelleando el cauce de Plata; a la izquierda y al este bajaban
las aguas amplias, profundas y oscuras del río Grande. En las orillas opuestas
los bosques proseguían hacia el sur hasta perderse de vista, pero las orillas
mismas estaban desiertas y desnudas. Ningún mallorn alzaba sus ramas doradas más allá del país de Lórien.
En las márgenes del cauce
de Plata, a cierta distancia de donde se encontraban las corrientes, había un
embarcadero de piedras blancas y maderos blancos, y amarrados allí numerosos
botes y barcas. Algunos estaban pintados con colores muy brillantes, plata y
oro y verde, pero casi todos eran blancos o grises. Tres pequeñas barcas grises
habían sido preparadas para los viajeros y los elfos cargaron en ellas los
paquetes de ropa y comida. Y añadieron además unos rollos de cuerda, tres por
cada barca. Las cuerdas parecían delgadas pero fuertes, sedosas al tacto,
grises como los mantos de los elfos.
—¿Qué es esto?—preguntó
Sam tocando un rollo que yacía sobre la hierba.
—¡Cuerdas, por
supuesto!—respondió un elfo desde las barcas—. ¡Nunca vayas lejos sin una
cuerda! Una cuerda larga, fuerte y liviana, puede ser una buena ayuda en muchas
ocasiones.
—¡Que me lo digan a
mí!—exclamó Sam—. No traje ninguna y he estado preocupado desde entonces. Pero
me preguntaba qué material es éste, pues algo sé de confección de cuerdas: está
en la familia, por así decirlo.
—Son cuerdas de hithlain—dijo el elfo—; pero no hay
tiempo ahora de instruirte en el arte de fabricar cuerdas. Si hubiéramos sabido
de tu interés, podríamos haberte enseñado muchas cosas. Pero ahora, ay, a menos
que un día vuelvas aquí, tendrás que contentarte con nuestro regalo. ¡Que te
sea útil!
—¡Vamos!—dijo Haldir—.
Está todo listo. ¡Embarcad! ¡Pero tened cuidado al principio!
—¡No olvidéis este
consejo!—dijeron los otros elfos—. Estas son embarcaciones livianas y distintas
de las de otras gentes. No se hundirán, aunque las carguéis demasiado, pero no
son fáciles de manejar. Deberíais acostumbraros a subir y a bajar, aprovechando
que hay aquí un embarcadero, antes de lanzaros aguas abajo.
La Compañía se
repartió así: Aragorn, Frodo y Sam iban en una barca; Boromir, Merry y Pippin
en otra; y en la tercera Legolas y Gimli, que ahora eran grandes amigos. Esta
última embarcación llevaba además la mayor parte de las provisiones y paquetes.
Las barcas eran impulsadas y dirigidas con unos remos cortos de pala ancha en
forma de hoja. Cuando todo estuvo preparado, Aragorn decidió probarlas en el cauce
de Plata. La corriente era rápida y progresaban lentamente. Sam, sentado en la
proa, las manos aferradas a los bordes, miraba nostálgico la orilla. Los
reflejos del sol en el agua lo enceguecían. Más allá del campo verde de la
Lengua los árboles crecían otra vez en las márgenes. Aquí y allá unas hojas
doradas se balanceaban en el agua. El aire era brillante y tranquilo y todo
estaba en silencio, excepto el canto de las alondras.
Doblaron en un recodo
del río y allí, navegando orgullosamente hacia ellos, vieron un cisne de gran
tamaño. El agua se abría en ondas a cada lado del pecho blanco, bajo el cuello
curvo. El pico del ave chispeaba como oro bruñido y los ojos relucían como
azabache engarzado en piedras amarillas; las inmensas alas blancas se alzaban a
medias. Una música lo acompañaba mientras descendía por el río; y de pronto se
dieron cuenta de que el cisne era una nave construida y esculpida con todo el
arte élfico. Dos elfos vestidos de blanco la impulsaban con la ayuda de unas
palas negras. En medio de la embarcación estaba sentado Celeborn y detrás venía
Galadriel, de pie, alta y blanca; una corona de flores doradas le ceñía los
cabellos y en la mano sostenía un arpa pequeña y cantaba. Triste y dulce era el
sonido de la voz de Galadriel en el aire claro y fresco.
He
cantado las hojas, las hojas de oro, y allí crecían hojas de oro;
he
cantado el viento, y un viento vino y sopló entre las ramas.
Más
allá del sol, más allá de la luna, había espuma en el mar,
y
cerca de la playa de Ilmarin crecía un árbol de oro, y brillaba
en
Eldamar bajo las estrellas de la Noche Eterna,
en
Eldamar junto a los muros de Tirion de los elfos.
Allí
crecieron durante largos años las hojas doradas,
Mientras
que aquí, más allá de los mares separadores, corren ahora las lágrimas élficas.
Oh
Lórien. Llega el invierno, el día desnudo y deshojado;
las
hojas caen en el agua, el río fluye alejándose.
Oh
Lórien. Demasiado he vivido en estas costas
y
he entretejido la elanor de oro en una corona evanescente.
Pero
si ahora he de cantar a las naves, ¿qué nave vendrá a mí,
qué
nave me llevará de vuelta por un océano tan ancho?[54]
Aragorn detuvo la
barca mientras la nave-cisne se acercaba. La dama dejó de cantar y les dio la
bienvenida. —Hemos venido a daros nuestro último adiós—dijo—y acompañar vuestra
partida con nuestras bendiciones.
—Aunque habéis sido
nuestros huéspedes—dijo Celeborn—todavía no habéis comido con nosotros, y os
invitamos por lo tanto a un festín de despedida, aquí entre las aguas que os
llevarán lejos de Lórien.
El cisne se adelantó
lentamente hacia el embarcadero y los otros botes dieron media vuelta y fueron
detrás. Allí, en los extremos de Egladil y sobre la hierba verde se celebró el
festín de despedida; pero Frodo comió y bebió poco, atento sólo a la belleza de
la dama y a su voz. Ya no le parecía ni peligrosa ni terrible, ni poseedora de
un poder oculto.
La veía ya como los
hombres de tiempos ulteriores vieron a los elfos presentes y sin embargo
remotos, una visión animada de aquello que la corriente incesante del Tiempo
había dejado atrás.
Luego de haber comido
y bebido, sentados en la hierba, Celeborn les habló otra vez del viaje y
alzando la mano señaló al sur los bosques que se extendían más allá de la
Lengua.
—Cuando vayáis aguas
abajo—dijo—, veréis que los árboles irán disminuyendo hasta que al fin
llegaréis a una región árida. Allí el río corre por valles pedregosos entre
altos páramos, hasta que después de muchas leguas se encuentra con Escarpa, la
isla alta que llamamos Tol Brandir. El agua rodea las costas escarpadas
de la isla para precipitarse luego con mucho estrépito y humo por las cataratas
de Rauros al cauce del Nindalf, el Cancha Aguada en vuestra lengua. Es
una vasta región de pantanos inertes donde las aguas se dividen en muchos
tortuosos brazos. En este sitio el Entaguas afluye por numerosas bocas desde el
bosque de Fangorn en el oeste. Junto a esas aguas, a este lado del río Grande,
está Rohan. Del otro lado se elevan las colinas desnudas de Emyn Muil. El
viento sopla allí del este, pues estas elevaciones llevan por encima de las ciénagas
Muertas y las Tierras de Nadie a Cirith Gorgor y las Puertas Negras de Mordor.
»Boromir y aquellos
que vayan con él en busca de Minas Tirith tendrán que dejar el río Grande antes
de Rauros y cruzar el Entaguas antes que desemboque en las ciénagas. Sin
embargo no han de remontar demasiado esa corriente, ni correr el riesgo de
perder el rumbo en el bosque de Fangorn. Son tierras extrañas, ahora poco
conocidas. Pero seguro que Boromir y Aragorn no necesitan de esta advertencia.
—Sí, hemos oído hablar
de Fangorn en Minas Tirith—dijo Boromir—. Pero lo que he oído me ha parecido en
gran parte cuentos de viejas, adecuados para niños. Todo lo que se encuentra al
norte de Rohan está para nosotros tan lejos que es posible imaginar cualquier
cosa. Fangorn es desde hace tiempo una frontera de Gondor, pero han pasado
generaciones sin que ninguno de nosotros visitara esas tierras, probando así o
desaprobando las leyendas que nos llegaron de antaño.
»Yo mismo he estado a
veces en Rohan, pero nunca atravesé la región hacia el norte. Cuando tuve que
llevar algún mensaje marché por el Paso bordeando las montañas Blancas y crucé
el Isen y el Aguada Gris para pasar a las tierras del norte. Un viaje largo y
fatigoso. Cuatrocientas leguas [1931 kilómetros] conté entonces, y me llevaron muchos
meses, pues perdí mi caballo en Tharbad, vadeando el Fontegrís. Después de ese
viaje y el camino que he hecho con esta Compañía, no dudo de que encontraría un
modo de atravesar Rohan, y Fangorn también si fuese necesario.
—Entonces no tengo más
que decir—concluyó Celeborn—. Pero no desprecies las tradiciones que nos llegan
de antaño; ocurre a menudo que las viejas guardan en la memoria cosas que los
sabios de otro tiempo necesitaban saber.
Galadriel se levantó
entonces de la hierba y tomando una copa de manos de una doncella, la llenó de
hidromiel blanco y se la tendió a Celeborn. —Ahora es tiempo de beber la copa
del adiós—dijo—¡Bebed, señor de los galadhrin! Y que tu corazón no esté triste,
aunque la noche tendrá que seguir al mediodía y ya la tarde lleva a la noche.
En seguida ella llevó
la copa a cada uno de los miembros de la Compañía, invitándolos a beber y a
despedirse. Pero cuando todos hubieron bebido les ordenó que se sentaran otra
vez en la hierba, y las doncellas trajeron unas sillas para ella y Celeborn.
Las doncellas esperaron un rato a los huéspedes. Al fin habló otra vez.
—Hemos bebido la copa
de la despedida—dijo—y las sombras caen ahora entre nosotros. Pero antes que os
vayáis, he traído en mi barca unos regalos que el señor y la dama de los galadhrin
os ofrecen ahora en recuerdo de Lothlórien. —En seguida los llamó a uno por
uno.
—Este es el regalo de
Celeborn y Galadriel al guía de vuestra Compañía—le dijo a Aragorn y le dio una
vaina que habían hecho especialmente para la espada que llevaba el nombre de Andúril,
y que estaba adornada por flores y hojas entretejidas de oro y plata y por
numerosas gemas dispuestas como runas élficas en las que se leía el nombre y el
linaje de la espada—. La hoja que sale de esta vaina no tendrá manchas ni se
quebrará, aún en la derrota. ¿Pero hay alguna otra cosa que desearías de mí en
este momento de la separación? Pues las tinieblas descenderán entre nosotros y
es posible que no volvamos a encontrarnos, a no ser lejos de aquí en un camino
del que no se vuelve.
Y Aragorn respondió: —Señora,
conoces bien todos mis deseos, y durante mucho tiempo guardaste el único tesoro
que busco. Sin embargo, no depende de ti dármelo, aunque ésa fuera tu voluntad;
y sólo llegaré a él internándome en las tinieblas.
—Entonces quizás esto
te alivie el corazón—dio Galadriel—, pues quedó a mi cuidado para que te lo
diera si llegabas a pasar por aquí. —Galadriel alzó entonces una piedra de
color verde claro que tenía en el regazo, montada en un broche de plata que
imitaba a un águila con las alas extendidas, y mientras ella la sostenía en lo
alto la piedra centelleaba como el sol que se filtra entre las hojas de la
primavera. —Esta piedra se la di a mi hija Celebrían, y ella se la pasó a su
hija, y ahora llega a ti. En esta hora toma el nombre que se previó para ti: ¡Elessar,
la Piedra de Elfo de la casa de Elendil!
Aragorn tomó entonces
la piedra y se la puso al pecho y quienes lo vieron se asombraron mucho, pues
no habían notado antes qué alto y majestuoso era, como si se hubiera
desprendido de muchos años. —Te agradezco los regalos que me has dado—dijo
Aragorn—, oh dama de Lórien de quien descienden Celebrían y Arwen, la Estrella
de la Tarde. ¿Qué elogio podría ser más elocuente?
La dama inclinó la
cabeza y luego se volvió a Boromir y le dio un cinturón de oro, y a Merry y a
Pippin les dio pequeños cinturones de plata, con broches labrados como flores de
oro. A Legolas le dio un arco como los que usan los galadhrin, más largo y
fuerte que los arcos del bosque Negro, y la cuerda era de cabellos élficos.
Había también un carcaj de flechas.
—Para ti, pequeño
jardinero y amante de los árboles—le dijo a Sam—, tengo sólo un pequeño regalo—y
le puso en la mano una cajita de simple madera gris, sin ningún adorno excepto
una runa de plata en la tapa. Esto es una G por Galadriel—dijo—, pero
podría referirse a jardín, en vuestra lengua. Esta caja contiene tierra de mi
jardín y lleva las bendiciones que Galadriel todavía puede otorgar. No te
protegerá en el camino ni te defenderá contra el peligro, pero si la conservas
y vuelves un día a tu casa, quizá tengas entonces tu recompensa. Aunque encontraras
todo seco y arruinado, pocos jardines de La Comarca florecerán como el tuyo si
esparces allí esta tierra. Entonces te acordarás de Galadriel y tendrás una
visión de la lejana Lórien, que viste en invierno. Pues nuestra primavera y
nuestro verano han quedado atrás y nunca se verán otra vez, excepto en la
memoria.
Sam enrojeció hasta
las orejas y murmuró algo ininteligible y tomando la caja saludó como pudo con
una reverencia.
—¿Y qué regalo le
pediría un enano a los elfos?—dijo Galadriel volviéndose a Gimli.
—Ninguno, señora —respondió
Gimli—. Es suficiente para mí haber visto a la dama de los galadhrin y haber
oído tan gentiles palabras.
—¡Escuchad vosotros, elfos!—dijo
la dama mirando a la gente de alrededor—. Que nadie vuelva a decir que los enanos
son codiciosos y antipáticos. Pero tú, Gimli hijo de Glóin, algo desearás que
yo pueda darte. ¡Nómbralo, y es una orden! No serás el único huésped que se va
sin regalo.
—No deseo nada, dama
Galadriel—dijo Gimli inclinándose y balbuciendo—. Nada, a menos que... a menos
que se me permita pedir, qué digo, nombrar uno solo de vuestros cabellos, que
supera al oro de la tierra así como las estrellas superan a las gemas de las
minas. No pido ese regalo, pero me ordenasteis que nombrara mi deseo.
Los elfos se agitaron
y murmuraron estupefactos, y Celeborn miró con asombro a Gimli, pero la dama
sonreía. —Se dice que los enanos son más hábiles con las manos que con la
lengua—dijo—, pero esto no se aplica a Gimli. Pues nadie me ha hecho nunca un
pedido tan audaz y sin embargo tan cortés. ¿Y cómo podría rehusarme si yo misma
le ordené que hablara? Pero dime, ¿qué harás con un regalo semejante?
—Atesorarlo, señora—respondió
Gimli—, en recuerdo de lo que me dijisteis en nuestro primer encuentro. Y si
vuelvo alguna vez a las forjas de mi país, lo guardaré en un cristal
imperecedero como tesoro de mi casa y como prenda de buena voluntad entre la montaña
y el bosque hasta el fin de los días. [55]
La dama se soltó
entonces una de las largas trenzas, cortó tres cabellos dorados y los puso en
la mano de Gimli. —Estas palabras acompañan al regalo—dijo—. No profetizo nada,
pues toda profecía es vana ahora; de un lado hay oscuridad y del otro nada más
que esperanza. Si la esperanza no falla, yo te digo, Gimli hijo de Glóin, que
el oro te desbordará en las manos, y sin embargo no tendrá ningún poder sobre
ti.
»Y tú, Portador del
Anillo—dijo la dama, volviéndose a Frodo—; llego a ti en último término, aunque
en mis pensamientos no eres el último. Para ti he preparado esto. —Alzó un
frasquito de cristal, que centelleaba cuando ella lo movía, y unos rayos de luz
le brotaron de la mano. —En este frasco—dijo ella—he recogido la luz de la
estrella de Eärendil, tal como apareció en las aguas de mi fuente. Brillará más
en la noche. Que sea para ti una luz en los sitios oscuros, cuando todas las
otras luces se hayan extinguido. ¡Recuerda a Galadriel y el espejo!
Frodo tomó el frasco y
la luz brilló un instante entre ellos y él la vio de nuevo erguida como una
reina, grande y hermosa, pero ya no terrible. Se inclinó, sin saber qué decir.
La dama se puso
entonces de pie y Celeborn los guio de vuelta al muelle. La luz amarilla del
mediodía se extendía sobre la hierba verde de la Lengua y en el agua había
reflejos plateados. Todo estaba listo al fin. La Compañía ocupó los puestos de
antes en las barcas. Mientras gritaban adiós, los elfos de Lórien los empujaron
con las largas varas grises a la corriente del río y las aguas ondulantes los
llevaron lentamente. Los viajeros estaban sentados y no hablaban ni se movían.
De pie sobre la hierba verde, en la punta misma de la Lengua, la figura de la dama
Galadriel se erguía solitaria y silenciosa. Cuando pasaron ante ella los
viajeros se volvieron y miraron cómo iba alejándose lentamente sobre las aguas.
Pues así les parecía: Lórien se deslizaba hacia atrás como una nave brillante
que tenía como mástiles unos árboles encantados; se alejaba navegando hacia
costas olvidadas, mientras que ellos se quedaban allí, descorazonados, a
orillas de un mundo deshojado y gris.
Miraban aun cuando el cauce
de Plata desapareció en las aguas del río Grande, y las embarcaciones viraron y
fueron hacia el sur. La forma blanca de la dama fue pronto distante y pequeña.
Brillaba como el cristal de una ventana a la luz del sol poniente en una lejana
colina, o como un lago remoto visto desde una cima montañosa: un cristal caído
en el regazo de la tierra. En seguida le pareció a Frodo que ella alzaba los
brazos en un último adiós, y el viento que venía siguiéndolos les trajo desde
lejos pero con una penetrante claridad, la voz de la dama, que cantaba. Pero
ahora ella cantaba en la antigua lengua de los elfos de más allá del mar y
Frodo no entendía las palabras; bella era la música, pero no le traía ningún
consuelo.
Sin embargo, como
ocurre con las palabras élficas, los versos se le grabaron en la memoria y
tiempo después los tradujo como mejor pudo: el lenguaje era el de las canciones
y hablaba de cosas poco conocidas en la Tierra Media.
Ai!
laurië lantar lassi súrinen!
Yéni
únótime ve rámar aldaron,
yéni
ve linte yuldar vánier
mi
oromardi lisse-miruvóreva
Andúne
pella Vardo tellumar
nu
luini yassen tintilar í eleni
ómaryo
airetári-lírínen.
Sí
rnan i yulna nin enquantuva?
An
sí Tintalle Varda Oiolossëo
ve
fanyar máryat Elentári ortane
ar
ilye tier unduláve lumbule,
ar
sindanóriello carta mornië
i
falmalinnar imbe met, ar hísië
untúpa
Calaciryo míri oiale.
Sí
vanwa na, Rómello vanwa, Valimar!
Namárië
Nai biruvalye Valimar.
Nai
elye hiruva. Namárië!
«¡Ah,
como el oro caen las hojas en el viento!
E
innumerables como las alas de los árboles son los años.
Los
años han pasado como sorbos rápidos
y
dulces de hidromiel blanco en las salas
de
más allá del Oeste, bajo las bóvedas azules de Varda,
donde
las estrellas tiemblan
cuando
oyen el sonido de esa voz, bienaventurada y real.
¿Quién me llenará de nuevo la copa?
Pues
ahora la Iluminadora, Varda, la Reina de las Estrellas,
desde
el Monte Siempre Blanco ha alzado las manos como nubes,
y
todos los caminos se han ahogado en sombras
y
la oscuridad que ha venido de un país gris
se
extiende sobre las olas espumosas que nos separan,
y
la niebla cubre para siempre las joyas de Calacirya.
Ahora
se ha perdido, ¡perdido para aquellos del este, Valimar!
¡Adiós!
¡Adiós! Ojalá encuentres Valimar.
Ojalá
tú lo encuentres. ¡Adiós![56]
[Varda es el nombre de la dama que los elfos de estas tierras de
exilio llaman Elbereth.]
De pronto el río
describió una curva y las orillas se elevaron a los lados, ocultando la luz de
Lórien. Frodo no vería nunca más aquel hermoso país.
Los viajeros volvieron
la cabeza y miraron adelante: el sol se levantaba ante ellos, encegueciéndolos,
y todos tenían lágrimas en los ojos. Gimli sollozaba.
—Mi última mirada ha
sido para aquello que era más hermoso—le dijo a su compañero Legolas—. De aquí
en adelante a nada llamaré hermoso si no es un regalo de ella. —Se llevó
la mano al pecho.
»Dime, Legolas—continuó—,
¿cómo me he incorporado a esta misión? ¡Yo ni siquiera sabía dónde estaba el
peligro mayor! Elrond decía la verdad cuando anunciaba que no podíamos prever
lo que encontraríamos en el camino. El peligro que yo temía era el tormento en
la oscuridad y eso no me retuvo. Pero si hubiese conocido el peligro de la luz
y de la alegría, no hubiese venido. Mi peor herida la he recibido en esta
separación, aunque cayera hoy mismo en manos del Señor Oscuro. ¡Ay de Gimli
hijo de Glóin!
—¡No!—dijo Legolas—¡Ay
de todos nosotros! Y de todos aquellos que recorran el mundo en los días
próximos. Pues tal es el orden de las cosas: encontrar y perder, como le parece
a aquel que navega siguiendo el curso de las aguas. Pero te considero una
criatura feliz, Gimli hijo de Glóin, pues tú mismo has decidido sufrir esa
pérdida, ya que hubieras podido elegir de otro modo. Pero no has olvidado a tus
compañeros, y como última recompensa el recuerdo de Lothlórien no se te borrará
del corazón y será siempre claro y sin mancha y nunca empalidecerá ni se echará
a perder.
—Quizá—dijo Gimli—y
gracias por tus palabras. Palabras verdaderas sin duda, pero esos consuelos no
me reconfortan. Lo que el corazón desea no son recuerdos. Eso es sólo un
espejo, aunque sea tan claro como Kheled-zâram. O al menos eso es lo que dice
el corazón de Gimli el enano. Quizá los elfos vean las cosas de otro modo. En
verdad he oído que para ellos la memoria se parece al mundo de la vigilia más
que al de los sueños. No es así para los enanos.
»Pero dejemos el tema.
¡Mira la barca! Está muy hundida en el agua con tanto peso y el río Grande es
rápido. No tengo ganas de ahogar las penas en agua fría. —Gimli tomó una pala y
guio el bote hacia la orilla occidental, siguiendo la embarcación de Aragorn
que iba adelante y ya había dejado la corriente del medio.
Así la compañía
continuó navegando en aquellas aguas rápidas y anchas, arrastrada siempre hacía
el sur. Unos bosques desnudos se levantaban en una y otra orilla y nada podían
ver de las tierras que se extendían por detrás. La brisa murió y el río fluyó
en silencio. No se oían cantos de pájaros. El sol fue velándose a medida que el
día avanzaba, hasta que al fin brilló en un cielo pálido como una alta perla
blanca. Luego se desvaneció en el oeste y el crepúsculo fue temprano y lo
siguió una noche gris y sin estrellas. Llegaron las horas negras y calladas y
ellos siguieron navegando, guiando los botes a la sombra de los bosques
occidentales. Los grandes árboles pasaban junto a ellos como espectros,
hundiendo en el agua a través de la bruma las raíces retorcidas y sedientas. La
noche era lúgubre y fría. Frodo, inmóvil, escuchaba el débil golpeteo de las
aguas en la orilla y los gorgoteos entre las raíces y las maderas flotantes,
hasta que al fin sintió que le pesaba la cabeza y cayó en un sueño intranquilo.
XXII.EL RÍO GRANDE
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO II—CAPÍTULO IX
Sam despertó a Frodo. Frodo
vio que estaba tendido, bien arropado, bajo unos árboles altos de corteza gris
en un rincón tranquilo del bosque, en la margen occidental del río Grande, el
Anduin. Había dormido toda la noche, y el gris del alba asomaba apenas entre
las ramas desnudas. Gimli estaba allí cerca, cuidando de un pequeño fuego.
Partieron otra vez
antes que aclarara del todo. No porque la mayoría de los viajeros tuviera prisa
en llegar al sur: estaban contentos de poder esperar algunos días antes de
tomar una decisión, la que sería inevitable cuando llegaran a Rauros y a la isla
de Escarpa; y se dejaron llevar por las aguas del río, pues no tenían ningún
deseo de correr hacia los peligros que les esperaban más allá, cualquiera fuese
el curso que tomaran. Aragorn dejaba que se desplazaran según criterio de cada
uno, ahorrando fuerzas para las fatigas que vendrían luego. Insistía, sin
embargo, en la necesidad de iniciar la jornada temprano, todos los días, y de
prolongarla hasta bien caída la tarde, pues le decía el corazón que el tiempo
apretaba y no creía que el Señor Oscuro se hubiese quedado cruzado de brazos
mientras ellos se retrasaban en Lórien.
Ese día al menos no
vieron ninguna señal del enemigo y tampoco al día siguiente. Pasaban las horas,
grises y monótonas, y no ocurría nada. En el tercer día de viaje el paisaje fue
cambiando poco a poco: ralearon los árboles y al fin desaparecieron del todo.
Sobre la orilla oriental, a la izquierda, unas lomas alargadas subían alejándose;
parecían resecas y quemadas, como si un fuego hubiese pasado sobre ellas y no
hubiera dejado con vida ni una sola hoja verde: era una región hostil donde no
había ni siquiera un árbol quebrado o una piedra desnuda que aliviaran aquella
desolación. Habían llegado a las Tierras Brunas, una región vasta y abandonada
que se extiende entre el bosque Negro del sur y las colinas de Emyn Muil. Ni
siquiera Aragorn sabía qué pestilencia, qué guerra o qué mala acción del
enemigo había devastado de ese modo toda la región.
Hacia el oeste y a la
derecha el terreno era también sin árboles, pero llano y verde en muchos sitios
con amplios prados de hierba. De este lado del río crecían florestas de juncos,
tan altos que ocultaban todo el oeste, y los botes pasaban rozando aquellas
márgenes oscilantes. Los plumajes sombríos y resecos se inclinaban y alzaban
con un susurro blando y triste en el leve aire fresco. De cuando en cuando
Frodo alcanzaba a ver brevemente entre los juncos unos terrenos ondulados y
mucho más allá unas colinas envueltas en la luz del crepúsculo y sobre el
horizonte una línea oscura: las estribaciones meridionales de las montañas
Nubladas.
No habían encontrado
hasta entonces ninguna criatura, excepto pájaros. Los pequeños volátiles
silbaban y piaban entre los juncos, pero se los veía muy raramente. Una o dos
veces oyeron el movimiento rápido y el sonido quejoso de unas alas de cisnes y
alzando los ojos vieron una bandada que atravesaba el cielo.
—¡Cisnes!—dijo Sam—.
¡Y muy grandes!
—Sí—dijo Aragorn—,
cisnes negros.
—¡Qué inmenso y
desierto y lúgubre me parece todo este país!—dijo Frodo—. Siempre creí que
yendo hacia el sur uno encontraba regiones cada vez más cálidas y alegres,
hasta que ya no había invierno.
—Pero aún no hemos
llegado bastante al sur—dijo Aragorn—. Todavía es invierno y estamos lejos del
mar. Aquí el mundo es frío y la primavera llega bruscamente; puede haber nieve
todavía. Allá abajo en la bahía de Belfalas donde desemboca el Anduin, las
tierras son más cálidas y alegres, quizás, o lo serían si no existiera el
enemigo. Pero no creo que estemos a más de sesenta leguas [290 kilómetros],
me parece, al sur de la Cuaderna del Sur en tu Comarca, a cientos de millas más
allá. Ahora estás mirando hacia el sudoeste, por encima de las llanuras
septentrionales de la Marca de los jinetes, Rohan, el país de los señores de
los caballos. No tardaremos en llegar a las bocas del Limclaro que desciende de
Fangorn para unirse al río Grande. Esa es la frontera norte de Rohan y todo lo
que se extiende entre el Limclaro y las montañas Blancas pertenece a los rohirrim.
Es una tierra amable y rica, de pastos incomparables, pero en estos días
nefastos la gente no habita junto al río ni cabalga a menudo hasta la orilla.
El Anduin es ancho y sin embargo los orcos pueden disparar sus flechas por
encima de la corriente, y se dice que en los últimos años se han atrevido a
atravesar las aguas y atacar las manadas y establos de Rohan.
Sam miraba a una y
otra orilla, intranquilo. Antes los árboles habían parecido hostiles, como si
ocultaran ojos secretos y peligros inminentes. Ahora deseaba que los árboles
estuviesen todavía allí. Le parecía que la Compañía estaba demasiado expuesta,
navegando en botes abiertos entre tierras que no ofrecían ningún abrigo y en un
río que era una frontera de guerra.
En los dos o tres días
siguientes, mientras avanzaban regularmente hacia el sur, esta impresión de
inseguridad invadió a toda la Compañía. Durante un día entero empuñaron las
palas para apresurar la marcha. Las orillas desfilaron. El río pronto se
ensanchó y se hizo más profundo; unas largas playas pedregosas se extendieron
al este y había bancos de arena en el agua, que demandaban atención. Las Tierras
Brunas se elevaron en planicies desiertas, sobre las que soplaba un viento
helado del este. En el otro lado los prados se habían convertido en terrenos
quebrados de hierba seca, en una región de matas y zarzas. Frodo se estremeció
recordando los prados y fuentes, el sol claro y las lluvias suaves de
Lothlórien. En los botes no había mucha conversación y ninguna risa. Todos
parecían ensimismados.
El corazón de Legolas
corría bajo las estrellas de una noche de verano en algún claro septentrional entre
los bosques de hayas; Gimli tocaba oro mentalmente, preguntándose si ese metal
servirla para guardar el regalo de la dama. Merry y Pippin en el bote del medio
no se sentían tranquilos, pues Boromir no dejaba de murmurar entre dientes, a
veces mordiéndose las uñas, como consumido por alguna duda o inquietud, a veces
tomando una pala y tratando de poner la barca detrás de la de Aragorn. Pippin,
que estaba sentado en la proa mirando hacia atrás, vio entonces una luz rara en
los ojos de Boromir, que se inclinaba espiando a Frodo. Sam estaba convencido
desde hacía tiempo: las barcas no le parecían ahora tan peligrosas como antes,
pero nunca había pensado que fueran tan incómodas. Se sentía agarrotado y
descorazonado, no teniendo nada que hacer excepto clavar los ojos en los
paisajes invernales que se arrastraban a lo largo de las orillas y en el agua
gris a los lados. Aun cuando tenían que recurrir a las palas, no le confiaban
ninguna.
En el cuarto día, a la
caída de la tarde, Sam miraba hacia atrás por encima de las cabezas de Frodo y
Aragorn y los otros botes; soñoliento, no pensaba en otra cosa que en pisar
tierra firme y acampar. De pronto creyó ver algo; al principio miró
distraídamente y en seguida se sentó frotándose los ojos, pero cuando miró de
nuevo ya no se veía nada.
Aquella noche
acamparon en un pequeño islote, cerca de la orilla occidental. Sam, envuelto en
mantas, estaba acostado junto a Frodo.
—Tuve un sueño curioso
una hora o dos antes de detenernos, señor Frodo—dijo—. O quizá no fue un sueño. De todos
modos fue curioso.
—Bueno, cuéntame—dijo
Frodo sabiendo que Sam no se quedaría tranquilo hasta que hubiera contado la
historia, o lo que fuera—. Desde que dejamos Lothlórien no he visto ni he
pensado nada que me haya hecho sonreír.
—No fue curioso en ese
sentido, señor Frodo. Fue extraño. Disparatado, si no se tratara de un sueño. Y
será mejor que se lo cuente. ¡Vi un leño con ojos!
—Lo del leño está bien—dijo
Frodo—. Hay muchos en el río. ¡Pero olvídate de los ojos!
—Eso no—dijo Sam—. Si
me senté fue a causa de los ojos, por así decirlo. Vi lo que me pareció un
leño: venía flotando en la penumbra detrás del bote de Gimli, pero no le presté
mucha atención. Luego tuve la impresión de que el tronco estaba acercándose a
nosotros. Y esto era demasiado peculiar, podría decirse, pues todos flotábamos
juntos en la corriente. En seguida vi los ojos: algo así como dos puntos
pálidos, brillantes, sobre una joroba en el extremo más cercano del tronco.
Además no era un tronco, pues tenía unas patas palmeadas, casi de cisne pero
más grandes y las metía en el agua y las sacaba del agua, continuamente.
»En ese momento me
senté, frotándome los ojos, con la intención de gritar si aquello seguía allí
cuando acabara de sacarme el sopor que me nublaba la cabeza. El no-sé-qué venía
ahora rápidamente y ya estaba cerca de Gimli. No sé si aquellas dos luces
vieron cómo me movía y miraba, o si recobré mis sentidos. Cuando miré de nuevo,
no había nada. Creo sin embargo, que algo llegué a ver de reojo, como dicen,
algo oscuro que corrió a ocultarse a la sombra de la orilla. Los ojos no los vi
más.
»Soñando de nuevo,
Sam Gamyi, me dije y no hablé con nadie. Pero he estado pensando desde
entonces y ahora no estoy tan seguro. ¿Qué le parece a usted, señor Frodo?
—Me parecería que
viste de veras un tronco, de noche y con mirada soñolienta—dijo Frodo—, si esos
ojos no hubiesen aparecido antes. Pero no es así. Los vi allá lejos en el norte
antes que llegáramos a Lórien. Y vi una extraña criatura con ojos que subió a
la plataforma de los elfos, aquella noche. Haldir la vio también. ¿Y recuerdas
lo que dijeron los elfos que habían ido detrás de la manada de orcos?
—Ah—dijo Sam—, sí y
recuerdo otra cosa. No me gusta lo que tengo en la cabeza, pero pensando esto y
aquello, en las historias del señor Bilbo y lo demás, me parece que yo podría
darle un nombre a esta criatura. Un nombre desagradable. ¿Gollum, quizá?
—Sí—dijo Frodo—, he
venido temiéndolo desde hace un tiempo. Desde la noche de la plataforma.
Supongo que estaba escondido en Moria y que a partir de ahí empezó a seguirnos,
pero se me ocurrió que nuestra estancia en Lórien le haría perder el rastro. ¡La
miserable criatura tuvo que haberse escondido en los bosques del cauce de
Plata, esperando a que saliéramos!
—Algo parecido—dijo
Sam—. Y será mejor que vigilemos un poco más nosotros mismos, o una de estas
noches sentiremos que unos dedos desagradables nos aprietan el cuello, si
alcanzamos a despertar. Y a eso iba. No vale la pena molestar a Trancos o los
otros esta noche. Yo vigilaré. Puedo dormir mañana, pues casi no soy otra cosa
que un baúl en un bote, si así se puede decir.
—Yo lo diría—concluyó
Frodo—, pero me parece mejor «baúl con ojos». Tú vigilarás, pero sólo si
prometes despertarme a la madrugada y si nada pasa antes.
En plena noche, Frodo
salió de un sueño profundo y sombrío y descubrió que Sam estaba sacudiéndolo. —Es
una vergüenza despertarlo—dijo Sam en voz baja—, pero usted me lo pidió. No hay
nada nuevo, o no mucho. Creí oír unos chapoteos y la respiración de alguien,
hace un momento; pero de noche y en un río se oyen muchos sonidos raros.
Sam se acostó y Frodo
se sentó envuelto en las mantas, luchando contra el sueño. Los minutos o las
horas pasaron lentamente y nada ocurrió. Frodo estaba ya cediendo a la
tentación de acostarse de nuevo cuando una forma oscura, apenas visible, flotó
muy cerca de una de las barcas. Una mano larga y blanquecina asomó pálidamente
y se aferró a la borda; dos ojos claros brillaron fríamente como linternas
mientras miraban dentro del bote y luego se alzaron posándose en Frodo. No se
encontraban a más de unos dos metros de distancia y Frodo alcanzó a oír que la
criatura tomaba aliento, siseando. Se incorporó, sacando a Dardo de la vaina y se enfrentó a los ojos. La luz se extinguió en
seguida. Se oyó otro siseo y un chapoteo y la oscura forma de leño se precipitó
aguas abajo en la noche. Aragorn se movió en sueños, dio media vuelta y se
sentó.
—¿Qué pasa?—murmuró,
incorporándose de un salto y acercándose a Frodo—. Sentí algo en sueños. ¿Por
qué sacaste la espada?
—Gollum—respondió
Frodo—, o al menos así me pareció.
—¡Ah!—dijo Aragorn—.
¿Así que conoces a nuestro pequeño salteador de caminos? Vino detrás de
nosotros mientras cruzábamos Moria y bajó hasta el Nimrodel. Desde que tomamos
los botes nos sigue tendido de bruces sobre un leño y remando con pies y manos.
Traté de atraparlo una o dos veces de noche, pero es más astuto que un zorro y
resbaladizo como un pez. Yo esperaba que el viaje por el río acabaría con él,
pero es una criatura acostumbrada al agua y demasiado hábil.
»Trataremos de ir más
rápido mañana. Acuéstate ahora y yo montaré guardia el resto de la noche. Ojalá
pudiera echarle las manos encima a ese desgraciado. Quizá lográramos que nos
fuera útil. Pero si no lo atrapo, sería mejor perderlo de vista. Es muy
peligroso. Además de intentar atacarnos de noche por su propia cuenta, podría
guiar hacia nosotros a cualquier enemigo.
Pasó la noche sin que
Gollum mostrara ni siquiera una sombra. Desde entonces la Compañía estuvo
alerta y vigilante, pero en el resto del viaje no vieron más a Gollum. Si
todavía los seguía, era muy cuidadoso y sagaz. Aragorn había aconsejado que
remaran durante largos períodos y las orillas desfilaban rápidamente. Pero veían
poco de la región, pues viajaban sobre todo de noche y a la luz del crepúsculo,
descansando de día, tan ocultos como lo permitía el terreno. El tiempo pasó sin
ningún incidente hasta el séptimo día.
El cielo estaba
todavía gris y nublado y un viento soplaba del este, pero a medida que la tarde
se mudaba en noche, unos claros de luz débil, amarilla y verde, se abrieron
bajo los bancos de nubes grises. La forma blanca de la luna nueva se reflejaba
en los lagos lejanos. Sam la miró, frunciendo el ceño.
Al día siguiente el
paisaje empezó a cambiar con rapidez a ambos lados. Las orillas se levantaron y
se hicieron pedregosas. Pronto se encontraron cruzando un terreno accidentado y
rocoso y las costas eran unas pendientes abruptas cubiertas de matas espinosas y
endrinos, confundidos con zarzas y plantas trepadoras. Detrás había unos
acantilados bajos y desmoronados a medias y chimeneas de una carcomida piedra
gris, cubiertas por una hiedra oscura, y aún más allá se alzaban unas cimas
coronadas de abetos retorcidos por el viento. Estaban acercándose al país de
las colinas grises de Emyn Muil, la frontera sur de las Tierras Ásperas.
Había muchos pájaros
en los acantilados y las chimeneas de piedra, y durante todo el día unas
bandadas habían estado revoloteando allá arriba, negras contra el cielo pálido.
Mientras descansaban en el campamento, Aragorn observaba los vuelos con aire
receloso, preguntándose si Gollum no habría hecho de las suyas y las noticias
de la expedición no estarían propasándose ya por el desierto. Luego, cuando se
ponía el sol y la Compañía estaba atareada preparándose para partir otra vez,
alcanzó a ver un punto oscuro que se movía a la luz moribunda: un pájaro grande
que volaba muy alto y lejos, ya dando vueltas, ya volando lentamente hacia el
sur.
—¿Qué es eso, Legolas?—preguntó
apuntando al cielo del norte—. ¿Es como yo creo un águila?
—Sí—dijo Legolas—. Es
un águila de caza. Me pregunto qué presagiará. Estamos lejos de los montes.
—No partiremos hasta
que sea noche cerrada—dijo Aragorn.
Llegó la noche octava
del viaje. Era una noche silenciosa y tranquila; el viento gris del este había
cesado. El delgado creciente de la luna había caído temprano en la pálida
puesta de sol, pero el cielo era todavía claro arriba y aunque allá lejos en el
sur había grandes franjas de nubes que brillaban aun débilmente, en el oeste
resplandecían las estrellas.
—¡Vamos!—dijo Aragorn—.
Correremos el riesgo de otra jornada nocturna. Estamos llegando a unos tramos
del río que no conozco bien, pues nunca he viajado aquí por el agua, no entre
este sitio y los rápidos de Sarn Gebir. Pero estos rápidos, si no me equivoco,
están aún a muchas millas. Nos encontraremos con muchos peligros antes de
llegar: rocas e islotes de piedra en la corriente. Abramos bien los ojos y no
rememos demasiado rápido.
A Sam que iba en el
borde de delante le fue encomendada la tarea de vigía. Tendido en la proa,
clavaba los ojos en la oscuridad. La noche era cada vez más oscura, pero arriba
las estrellas brillaban de un modo extraño y había un resplandor sobre la
superficie del río. No faltaba mucho para la medianoche y desde hacía tiempo se
dejaban llevar por la corriente, recurriendo raramente a las palas, cuando de
pronto Sam dio un grito. Delante, a unos pocos metros, se alzaban unas formas y
se oían los remolinos de unas aguas rápidas. Una fuerte corriente iba hacia la
izquierda, donde el cauce no presentaba obstáculos. Mientras el agua los
llevaba así a un lado, los viajeros alcanzaron a ver, ahora muy de cerca, las blancas
espumas del río que golpeaban unas rocas puntiagudas, inclinadas hacia adelante
como una hilera de dientes. Los botes estaban todos agrupados.
—¡Eh, Aragorn!—gritó
Boromir mientras su bote golpeaba contra el de Aragorn—. ¡Esto es una locura!
¡No podemos cruzar los rápidos de noche! Pero no hay bote que resista en Sarn
Gebir, de noche o de día.
—¡Atrás! ¡Atrás!—gritó
Aragorn—. ¡Virad! ¡Virad si podéis!
Hundió la pala en el
agua tratando de detener la barca y de hacerla girar.
—Me he equivocado—le
dijo a Frodo—. No sabía que habíamos llegado tan lejos. El Anduin fluye más
rápido de lo que pensaba. Sarn Gebir tiene que estar ya al alcance de la mano.
Luego de muchos
esfuerzos lograron dominar los botes, haciéndolos girar en redondo, pero al
principio el agua no los dejaba avanzar y cada vez estaban más cerca de la
orilla del este, que ahora se levantaba negra y siniestra en la noche.
—¡Todos juntos,
rememos!—gritó Boromir—. ¡Rememos! O el agua nos arrastrará a los bajíos. —Se
oía aún la voz de Boromir cuando Frodo sintió que la quilla rozaba el fondo
rocoso.
En ese momento se oyó
el ruido seco de unos arcos: algunas flechas pasaron por encima de ellos y
otras cayeron en las barcas. Una alcanzó a Frodo entre los hombros; Frodo
vaciló y cayó adelante, gritando y soltando la pala; pero la flecha rebotó en
la malla escondida. Otra le atravesó la capucha a Aragorn y una tercera se
clavó en la borda del segundo bote, cerca de la mano de Merry. Sam creyó ver
unas figuras negras corriendo a lo largo de las playas pedregosas de la orilla
oriental. Le pareció que estaban muy cerca.
—Yrch!—dijo Legolas, volviendo involuntariamente a su propia lengua.
—¡Orcos!—gritó Gimli.
—Obra de Gollum,
apuesto la cabeza—le dijo Sam a Frodo—. Y qué buen lugar eligieron. El río parece
decidido a ponernos directamente en manos de esas bestias.
Todos se doblaron
hacia adelante trabajando con las palas; hasta Sam dio una mano. Pensaban que
en cualquier momento sentirían la mordedura de las flechas de penachos negros.
Muchas les pasaban por encima, silbando; otras caían en el agua cercana; pero
ninguna los alcanzó. La noche era oscura, no demasiado oscura para los ojos de
los orcos, y a la luz de las estrellas los viajeros debían de ser un buen
blanco para aquellos astutos enemigos, aunque era posible que los mantos grises
de Lórien y la madera gris de las barcas élficas desconcertaran a los
maliciosos arqueros de Mordor.
La compañía no soltaba
las palas. En la oscuridad era difícil afirmar que estuvieran moviéndose de
veras, pero los remolinos de agua fueron apagándose poco a poco y la sombra de
la orilla oriental retrocedió en la noche. Al fin, les pareció, habían llegado
de nuevo al medio del río y habían alejado las embarcaciones de aquellas rocas
afiladas. Dando entonces media vuelta, remaron esforzadamente hacia la orilla
occidental y se detuvieron a tomar aliento a la sombra de unos arbustos que se
inclinaban sobre el río.
Legolas dejó la pala y
tomó el arco que había traído de Lórien. Luego saltó a tierra y subió unos
pocos pasos por la orilla. Puso una flecha en el arco, estiró la cuerda y se
volvió a mirar por encima del río en la oscuridad. Del otro lado venían unos
gritos estridentes, pero no se veía nada.
Frodo miró al elfo que
se erguía allí arriba, observando la noche, buscando un blanco. Sobre la cabeza
sombría había una corona de estrellas blancas que resplandecían vivamente en
los charcos negros del cielo. Pero ahora, elevándose y navegando desde el sur,
las grandes nubes avanzaron enviando unos adelantados oscuros a los campos de
estrellas. Un temor repentino invadió a los viajeros.
—Elbereth Gilthoniel!—suspiró Legolas mirando al cielo. Una sombra
negra, parecida a una nube, pero que no era una nube, pues se movía con
demasiada rapidez, vino de la oscuridad del sur y se precipitó hacia la
Compañía, cegando todas las luces mientras se acercaba. Pronto apareció como
una gran criatura alada, más negra que los pozos en la noche. Unas voces
feroces le dieron la bienvenida desde la otra orilla del río. Un escalofrío
repentino le corrió por el cuerpo a Frodo estrujándole el corazón; sentía en el
hombro un frío mortal, como el recuerdo de una vieja herida. Se agachó, como
para esconderse.
De pronto el gran arco
de Lórien cantó. La flecha subió silbando, desde la cuerda élfica. Frodo alzó
los ojos. Casi encima de él la forma alada retrocedió encogiéndose. Hubo un
graznido ronco y la sombra cayó del aire, desvaneciéndose en la penumbra de la
costa oriental. El cielo era claro otra vez. Lejos se oyó un tumulto de muchas
voces, que maldecían y se quejaban en la oscuridad, y luego silencio. Ni
flechas ni gritos llegaron otra vez del este aquella noche.
Al cabo de un rato
Aragorn guio las embarcaciones aguas arriba. Siguieron tanteando la orilla del
agua un cierto trecho hasta que encontraron una bahía pequeña, poco profunda.
Había unos árboles bajos cerca de la orilla y luego se elevaba una barranca
rocosa y abrupta. La Compañía decidió quedarse allí a esperar el alba; era
inútil tratar de seguir viaje de noche. No acamparon y no encendieron un fuego,
se quedaron en las barcas, amarradas juntas.
—¡Alabados sean el
arco de Galadriel y la mano y el ojo de Legolas!—dijo Gimli mientras masticaba
una oblea de lembas—. ¡Un buen tiro en la oscuridad, amigo mío!
—¿Pero quién puede
decir qué blanco fue ése?
—Yo no—dijo Gimli—.
Pero agradezco que la sombra no se haya acercado más. No me gusta nada. Me
recordaba demasiado a la sombra de Moria... la sombra del balrog—concluyó en un
suave susurro.
—No era un balrog—dijo
Frodo, todavía temblando de frío—. Era algo más helado. Creo que era...
Frodo se detuvo y no
siguió hablando.
—¿Qué crees?—preguntó
Boromir con interés, inclinándose fuera de su barca, como tratando de verle la
cara a Frodo.
—Creo... No, no lo
diré—respondió Frodo—. De cualquier manera, esa caída aterrorizó a nuestros
enemigos.
—Así parece—dijo
Aragorn—. Sin embargo no sabemos dónde están, ni cuántos son, ni qué harán
mañana. ¡Esta noche nadie dormirá! La oscuridad nos protege. ¿Pero qué nos
mostrará el día? ¡Tened las armas al alcance de la mano!
Sam estaba sentado
golpeteando con las puntas de los dedos la vaina de la espada, como si
estuviese sacando cuentas. —Es muy raro—murmuró—. La luna es la misma en La
Comarca que en las Tierras Ásperas, o tendría que serlo. Pero ha cambiado de
curso, o estoy contando mal. Recuerde, señor Frodo: la luna decrecía cuando
descansamos aquella noche en la plataforma del árbol; una semana después del
plenilunio, me pareció. Anoche se cumplía una semana de viaje y he aquí que se
aparece una luna nueva, tan delgada como una raedura de uña, como si no
hubiésemos pasado un tiempo en el país de los elfos.
»Bien, recuerdo que
estuvimos allí tres noches al menos y creo recordar muchas otras; pero juraría
que no pasó un mes. ¡Uno casi podría pensar que allá el tiempo no cuenta!
—Y quizás así era—dijo
Frodo—. Es posible que en ese país hayamos estado en un tiempo que era ya el
pasado en otros sitios. Sólo cuando el cauce de Plata nos llevó al Anduin, me
parece, volvimos al tiempo que fluye por las tierras de los mortales hacia las
Grandes Aguas. Y no recuerdo ninguna luna, nueva o vieja, en Caras Galadhon:
sólo las estrellas de noche y el sol de día.
Legolas se movió en su
barca. —No, el tiempo nunca se detiene del todo—dijo—, pero los cambios y el
crecimiento no son siempre iguales para todas las cosas y en todos los sitios.
Para los elfos el mundo se mueve y es a la vez muy rápido y muy lento. Rápido,
porque los elfos mismos cambian poco y todo lo demás parece fugaz; lo sienten
como una pena. Lento, porque no cuentan los años que pasan, no en relación con
ellos mismos. Las estaciones del año no son más que ondas que se repiten una y
otra vez a lo largo de la corriente. Sin embargo todo lo que hay bajo el sol ha
de terminar un día.
—Pero el proceso es
lento en Lórien—dijo Frodo—. El poder de la dama se manifiesta ahí claramente.
Las horas son plenas, aunque parecen breves, en Caras Galadhon, donde Galadriel
guarda el anillo élfico.
—Esto no hay que
decirlo fuera de Lórien, ni siquiera a mí—dijo Aragorn—. ¡No hables más! Pero
así es, Sam: en esas tierras no valen las cuentas. Allí el tiempo pasó tan
rápidamente para nosotros como para los elfos. La vieja luna ha muerto y otra
ha crecido y decrecido en el mundo exterior, mientras nos demorábamos allí. Y
anoche la luna nueva apareció otra vez. El invierno casi ha terminado. El
tiempo fluye hacia una primavera de flacas esperanzas.
La noche fue
silenciosa. Ninguna voz, ninguna llamada volvió a elevarse del otro lado del
agua. Los viajeros acurrucados en las barcas sintieron el cambio en el aire.
Era tibio ahora y estaba muy quieto bajo los nubarrones húmedos que habían
venido del sur y los mares lejanos. Las aguas que golpeaban las rocas de los
rápidos parecían más ruidosas y más próximas. Sobre ellos las ramas de los
árboles empezaron a gotear.
Cuando llegó el día,
el mundo de alrededor tenía un aspecto blando y triste. Lentamente el alba dio
paso a una luz gris, difusa y sin sombras. Había una bruma sobre el río y una
niebla blanca cubría la costa; la orilla opuesta no se veía.
—No soporto la niebla—dijo
Sam—, pero ésta parece de buena suerte. Ahora quizá podamos irnos sin que esos
malditos nos vean.
—Quizá—dijo Aragorn—.
Pero nos costará encontrar el camino si esa niebla no se levanta un poco dentro
de un rato. Y tenemos que encontrarlo, si queremos cruzar Sarn Gebir y llegar a
Emyn Muil.
—No entiendo por qué
razón tenemos que cruzar los rápidos o seguir el curso del río todavía más—dijo
Boromir—. Si Emyn Muil está ahí delante, podríamos abandonar estas cáscaras de
nuez y marchar hacia el oeste y el sur hasta llegar al Entaguas y pasar a mi
propio país.
—Sí, si vamos a Minas
Tirith—dijo Aragorn—, pero todavía no está decidido. Y ese rumbo puede ser más
peligroso de lo que parece. El valle del Entaguas es llano y pantanoso, y la
niebla es un peligro mortal para quienes van cargados y a pie. Yo no
abandonaría las barcas hasta que fuese indispensable. En el río al menos no
podremos extraviarnos.
—Pero el Enemigo
domina la costa oriental—dijo Boromir—. Y aunque cruzáramos las Puertas de
Argonath y llegáramos sanos y salvos a Escarpa, ¿qué haríamos entonces? ¿Saltar
por encima de las cascadas y caer en los pantanos?
—¡No!—respondió
Aragorn—. Di mejor que llevaremos las barcas por el viejo camino hasta el pie
del Rauros, donde volveremos al agua. ¿Ignoras, Boromir, o prefieres olvidar la
Escalera del Norte y el elevado sitial de Amon Hen, que fueron construidos en
los días de los grandes reyes? Yo al menos tengo la intención de detenerme en
esas alturas antes de decidir qué camino seguiremos. Quizá veamos allí alguna
señal que pueda orientarnos.
Boromir discutió este
plan largo rato, pero cuando fue evidente que Frodo seguiría a Aragorn, no
importaba dónde, cedió de pronto. —Los hombres de Minas Tirith no abandonan a
sus amigos en los momentos difíciles—dijo—, y necesitaréis de mis fuerzas, si
llegáis a Escarpa. Iré hasta la isla alta, pero no más adelante. De allí me
volveré a mi país, solo, si no me gané con mi ayuda la recompensa de un
compañero.
El día avanzaba y la
niebla se había disipado un poco. Se decidió que Aragorn y Legolas se
adelantaran a lo largo de la costa, mientras los otros se quedaban en las
barcas. Aragorn esperaba encontrar algún camino por el que pudieran llevar las
barcas y el equipaje hasta las aguas tranquilas de más allá de los rápidos.
—Las barcas de los elfos
no se hundirían quizá—dijo—, pero eso no significa que podríamos sobrevivir a
los rápidos. Nadie lo ha conseguido hasta ahora. Los hombres de Gondor no
abrieron ningún camino en esta región, pues aún en los mejores días el reino no
llegaba hasta el Anduin más allá de Emyn Muil; pero hay una senda para bestias
de carga en alguna parte de la orilla occidental y espero encontrarla. No creo
que haya desaparecido, pues en otro tiempo las embarcaciones ligeras cruzaban
las Tierras Ásperas descendiendo hasta Osgiliath y esto hasta hace pocos años,
cuando los orcos de Mordor empezaron a multiplicarse.
—He visto pocas veces
a lo largo de mi vida que una barca viniera del norte, y los orcos dominan la
orilla oriental—dijo Boromir—. Si seguimos adelante, el peligro crecerá con
cada milla y aún falta encontrar un camino.
—El peligro acecha en
todos los caminos que van al sur –respondió Aragorn—. Esperadnos un día. Si en
ese tiempo no volvemos, sabréis que el infortunio nos ha alcanzado esta vez.
Entonces tendréis que elegir un nuevo jefe y luego seguirlo como mejor podáis.
Frodo sintió una
congoja en el corazón mientras miraba cómo Aragorn y Legolas ascendían la empinada
barranca y desaparecían en la niebla; pero no había por qué preocuparse. Sólo
habían pasado dos o tres horas y era aún el mediodía cuando las formas borrosas
de los exploradores aparecieron de nuevo.
—Todo bien—dijo
Aragorn, bajando por la barranca—. Hay una senda, lleva a un embarcadero
todavía útil. No está lejos. Los rápidos empiezan media milla aguas abajo y no
se extienden por más de una milla. No mucho después la corriente se vuelve de
nuevo clara y mansa, aunque sigue siendo rápida. El trabajo más duro será
llevar las barcas y el equipaje hasta el viejo sendero. Lo hemos encontrado,
pero corre bastante lejos de la orilla, a unas doscientas yardas [183 metros],
y al amparo de una pared de roca. No hemos visto el desembarcadero del norte.
Si aún existe tenemos que haber pasado anoche por allí. Podríamos remontar con
mucho trabajo la corriente y quizá no lo viéramos en la niebla. Temo que
tengamos que dejar el río ahora mismo y tomar como podamos ese camino.
—No será fácil, aunque
todos fuéramos hombres—dijo Boromir.
—Lo intentaremos sin
embargo, tal como somos—dijo Aragorn.
—Claro que sí—dijo
Gimli—. ¡Las piernas se les doblan a los hombres cuando el camino es duro, pero
un enano nunca cae, aunque lleve una carga dos veces más pesada que él mismo, señor
Boromir!
El trabajo fue duro en
verdad, pero se llevó a cabo. Descargaron los bultos de las embarcaciones y los
llevaron a la cima de la barranca. Luego sacaron las barcas del agua y las
arrastraron hasta arriba. Habían temido que fuesen mucho más pesadas. Ni
siquiera Legolas sabía de qué árbol del país élfico era aquella madera, dura y
sin embargo muy liviana. En terreno llano, Merry y Pippin podían llevar solos
la barca y con facilidad. Pero se necesitaba la fuerza de dos hombres para
transportarlas en vilo por aquel terreno; nacía en pendiente a orillas del río
y era un amontonamiento de piedras calcáreas de color gris, con muchos agujeros
escondidos, tapados con zarzas y matorrales; las matas espinosas abundaban y
también las grietas; había aquí y allá charcos pantanosos que eran alimentados
por unos hilos de agua que venían de las tierras altas del interior.
Aragorn y Boromir
fueron llevando las barcas, una a una, mientras los otros se afanaban y
tambaleaban detrás con el equipaje. Al fin todo fue mudado y depositado en el
sendero. Luego, sin encontrar otros obstáculos que las plantas rampantes y las
numerosas piedras caídas, marcharon todos juntos. La niebla colgaba todavía en
velos sobre la casi desmoronada pared de roca; a la izquierda la bruma ocultaba
el río: podían oír cómo se precipitaba en espumas contra las salientes afiladas
y los dientes de piedra de Sarn Gebir, pero no lo veían. Hicieron dos veces el
viaje antes que todo estuviera a salvo en el embarcadero del sur.
Allí la senda se acercaba
a la orilla, descendiendo poco a poco hasta el borde apenas elevado de una
pequeña laguna. La cuenca no parecía ser obra de alguna mano sino de los
remolinos del agua que descendía de Sarn Gebir, golpeando una roca baja que se
adentraba en el río. Más allá la orilla subía a pique en una muralla gris y no
había ningún pasaje para los que iban a pie.
La breve tarde había
quedado atrás y ya caía el crepúsculo pálido y nuboso. Los viajeros se habían
sentado junto al río escuchando la confusa precipitación de las aguas, el
rugido de los rápidos ocultos en la bruma. Se sentían cansados y con sueño, tan
melancólicos como el día moribundo.
—Bueno, aquí estamos y
aquí tendremos que pasar otra noche—dijo Boromir—. Necesitamos dormir y si a
Aragorn se le ha ocurrido cruzar de noche las Puertas de Argonath... bueno,
estamos todos demasiado cansados; excepto sin duda nuestro vigoroso enano.
Gimli no replicó;
cabeceaba sentado.
—Descansemos ahora
todo lo posible—dijo Aragorn—. Mañana viajaremos otra vez de día. Si el tiempo
no cambia una vez más y no se pone contra nosotros, tenemos una buena
posibilidad de escurrirnos sin que nos vean desde la orilla de enfrente. Pero
esta noche se turnarán dos en la guardia: tres horas de reposo y una de
vigilia.
No hubo esa noche nada
peor que una corta llovizna, una hora antes del alba. Llegó el día y se
pusieron en camino. La niebla estaba desvaneciéndose. Se mantenían lo más cerca
posible de la orilla occidental y se podían ver las formas oscuras de las
barrancas, más altas cada vez; muros sombríos que hundían los pies en las aguas
apresuradas. A media mañana las nubes descendieron y empezó a llover
copiosamente. Extendieron las cubiertas de pieles sobre las barcas, para que no
entrara el agua, y continuaron dejándose llevar río abajo. Las cortinas grises
de la lluvia no les permitían ver lo que había delante o alrededor.
La lluvia, sin
embargo, no duró mucho. El cielo fue aclarándose lentamente y luego las nubes
se abrieron, y arrastrando unos flecos desaliñados se alejaron hacia el norte.
Las nieblas y brumas habían desaparecido. Delante de los viajeros se extendía
una amplia hondonada, de grandes paredes rocosas, de donde colgaban unos pocos
arbustos retorcidos, aferrados a las salientes y las grietas. El cauce se hizo
más estrecho y el río más rápido. Las aguas corrían con las barcas y parecía
difícil que pudieran detenerse o cambiar el rumbo, cualquiera fuese el
obstáculo que se les presentara delante. Sobre ellos el cielo era un prado
azul; alrededor se extendía el río oscurecido, y delante, negras, las colinas
de los Emyn Muil al sol, y en ellas no se veía ninguna abertura.
Frodo miraba hacia
adelante y de pronto vio dos rocas que se acercaban desde lejos: parecían dos
grandes pináculos o pilares de piedra. Altas, verticales, amenazadoras, se
erguían a ambos lados del río. Una estrecha abertura apareció entre ellas, y el
río arrastró hacia allí las barcas.
—¡Mirad los Argonath,
los Pilares de los Reyes!—gritó Aragorn—. Los cruzaremos pronto. ¡Mantened las
barcas en fila y tan apartadas como sea posible! ¡Siempre por el medio de la
corriente!
Frodo, arrastrado por
las aguas, sintió que las dos torres se adelantaban a recibirlo. Eran unas
formas gigantescas, vastas figuras grises, mudas pero peligrosas En seguida vio
que los pilares eran en verdad unas tallas enormes, que el arte y los antiguos
poderes habían trabajado en ellos y que a pesar de los soles y las lluvias de
años olvidados todavía seguían siendo unas poderosas imágenes. Sobre unos
grandes pedestales apoyados en el fondo de las aguas se levantaban dos grandes
reyes de piedra: los ojos velados bajo unas cejas hendidas aún miraban
ceñudamente al norte. Los dos adelantaban la mano izquierda, mostrando la palma
en un ademán de advertencia: en la mano derecha tenían una hacha y sobre la
cabeza llevaban un casco y una corona desmoronados. Aún daban impresión de
poder y majestad, guardianes silenciosos de un reino desaparecido hacía tiempo.
Frodo se sintió invadido por un temor reverente y se encogió cerrando los ojos,
sin atreverse a mirar mientras la barca se acercaba. Hasta Boromir inclinó la
cabeza cuando las embarcaciones pasaron en un torbellino, como hojitas frágiles
y voladizas, a la sombra permanente de los centinelas de Númenor. Así cruzaron
la abertura oscura de las Puertas.
Los terribles
acantilados se alzaban ahora a cada lado a alturas inescrutables. El cielo
pálido parecía estar muy lejos. Las aguas negras rugían y resonaban, y un
viento chillaba sobre ellas. Frodo, la cabeza entre las rodillas, oyó a Sam que
gruñía y murmuraba adelante. —¡Qué sitio! ¡Qué sitio horrible! ¡Que pueda yo
salir de este bote y nunca volveré a mojarme los pies en un charco y menos en
un río!
—¡No temas!—dijo una
voz extraña, detrás de él. Frodo se volvió y vio a Trancos, y sin embargo no
era Trancos, pues el curtido montaraz ya no estaba allí. En la popa venía
sentado Aragorn hijo de Arathorn, orgulloso y erguido, guiando la barca con
hábiles golpes de pala; se habla echado atrás la capucha, los cabellos negros
le flotaban al viento y tenía una luz en los ojos: un rey que vuelve del
exilio.
—¡No temas!—repitió—.
Durante muchos años anhelé contemplar las imágenes de Isildur y Anárion, mis
señores de otro tiempo. A la sombra de estos señores, Elessar, Piedra de Elfo,
hijo de Arathorn de la casa de Valandil hijo de Isildur, heredero de Elendil,
¡no tiene nada que temer!
En seguida la luz se
le apagó en los ojos y Aragorn dijo como hablándose a sí mismo: —¡Ah, si ahora
Gandalf estuviera aquí! ¡Qué nostalgia tengo de Minas Anor y las murallas de mi
ciudad! ¿A dónde iré ahora?
El paso era largo y
oscuro y había allí un ruido de viento, de aguas tormentosas y de ecos que
resonaban en las paredes de piedra. Describía una curva hacia el oeste, de modo
que al principio todo era oscuro delante, pero Frodo vio luego una alta brecha
luminosa, que crecía con rapidez. De pronto las barcas salieron precipitadas a
una luz vasta y clara.
El sol, que ya había
dejado muy atrás el mediodía, brillaba en un cielo ventoso. Las aguas se
extendían ahora en un largo lago oval, el pálido Nen Hithoel, rodeado de
colinas grises y abruptas; las faldas estaban cubiertas de árboles, pero las
cimas desnudas brillaban fríamente a la luz del sol. En el extremo sur había
tres picos. El del medio se inclinaba un poco hacia adelante, apartándose de
los otros: una isla en medio del agua, entre los brazos pálidos y centelleantes
del río. De lejos venía un rugido profundo, como un trueno distante.
—¡Mirad el Tol
Brandir!—dijo Aragorn señalando el pico alto del sur—. A la izquierda se alza
el Amon Lhaw y a la derecha el Amon Hen, las colinas del Oído y de la Vista. En
los días de los grandes reyes había sitiales ahí arriba y una guardia permanente.
Pero se dice que ningún pie de hombre o de bestia ha hollado alguna vez el Tol
Brandir. Antes que caigan las sombras de la noche ya estaremos allí. Escucho la
voz eterna del Rauros, que nos llama.
La Compañía descansó
un rato, dejando que la corriente los llevara hacia el sur por el medio del
lago. Comieron algo y luego tomaron las palas para ir más de prisa. La sombra
cayó en las laderas del oeste y el sol descendió redondo y rojo. Aquí y allá
asomó una estrella neblinosa. Los tres picos se erguían ante ellos, cada vez
más oscuros. El vozarrón del Rauros rugía no muy lejos. Cuando los viajeros
llegaron por último a la sombra de las colinas, la noche se extendía ya sobre
las aguas.
El décimo día de viaje
había terminado. Las Tierras Ásperas quedaban atrás. No podían continuar sin
decidir entre el camino del este y, el camino del oeste. La última etapa de la misión
estaba ante ellos.
XXIII. LA PRIMERA BATALLA DE
LOS VADOS DEL ISEN
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
Los principales obstáculos con los que se
topaba Saruman para la fácil conquista de Rohan los constituían Théodred y
Éomer: eran hombres vigorosos y devotos al rey, que los tenía en muy alta
estima por ser respectivamente su único hijo y el hijo de su hermana; e
hicieron todo lo posible por frustrar la influencia que ganó Grima sobre el rey,
cuya salud había empezado a flaquear.
Esto ocurrió a principios del año 3014, cuando
Théoden tenía sesenta y seis años; su enfermedad pudo, pues, ser consecuencia
de causas naturales, aunque los rohirrim por lo general vivían hasta los
ochenta años y aún más. Pero pudo haber sido inducida o agravada por venenos
sutiles administrados por Grima. De cualquier modo, la sensación de debilidad y
la dependencia que tenía de Grima eran en gran parte consecuencia de la astucia
y la habilidad mostradas por este mal consejero. La política de Grima consistía
en desacreditar a sus principales opositores ante Théoden, y si le era posible,
en desembarazarse de ellos. Le fue imposible, sin embargo, hacerlos disputar
entre sí: Théoden, antes de su «enfermedad», había sido muy amado de
todos sus parientes y su pueblo, y la lealtad de Théodred y Éomer permaneció
inalterable, aún en su estado de aparente chochez. Éomer tampoco era un hombre
ambicioso, y el amor y el respeto que sentía por Théodred (trece años mayor que
él) sólo eran superados por el amor que sentía hacia su padre adoptivo. Por eso
Grima intentó oponerlos entre sí a los ojos del rey, pintando a Éomer como un
hombre ansioso por acrecentar su autoridad, que actuaba sin consultar al rey o
su heredero. En este sentido, obtuvo cierto buen éxito, que dio fruto cuando
Saruman logró por fin la muerte de Théodred.
Se vio claramente en Rohan, cuando se conoció
la verdad acerca de las batallas de los vados, que Saruman había dado órdenes
especiales de que Théodred debía ser muerto a toda costa. En la primera batalla
todos sus guerreros más feroces atacaron implacables a Théodred y a su custodia
sin consideración alguna por otros acontecimientos de la batalla que, de otra
manera, podría haber tenido por resultado una mucho más dañosa derrota para los
rohirrim. Cuando Théodred fue muerto por fin, el comandante de Saruman (que sin
duda obedecía órdenes) pareció satisfecho por el momento y Saruman cometió el
error, fatal como luego se comprobó, de no hacer intervenir más fuerzas de
inmediato y luego proceder a la invasión masiva del Folde Oeste; los ents no
fueron aquí tenidos en cuenta, como nadie los tenía en cuenta, salvo Gandalf.
Pero a no ser que éste hubiera logrado el levantamiento de los ents varios días
antes (como a juzgar por la narración era evidentemente imposible), Rohan no se
habría salvado. Los ents podrían haber destruido Isengard y aún capturado a
Saruman (si después de la victoria no hubiera éste seguido a su ejército). Los ents
y los huorns, con la ayuda de los jinetes de la Marca del Este todavía no
comprometidos, podrían haber destruido las fuerzas de Saruman en Rohan, pero la
Marca habría quedado en ruinas y sin conducción. Aún si la Flecha Roja hubiera
hallado a alguien con autoridad para hacerse cargo de ella, la llamada de
Gondor no habría sido escuchada, o, en el mejor de los casos, unas pocas
compañías de hombres cansados habrían llegado a Minas Tirith, demasiado tarde,
salvo para perecer junto con ella, aunque el valor de Grimbold y Elfhelm
contribuyó a su demora. Si la invasión del Folde Oeste hubiera empezado cinco
días antes, no cabe duda de que los refuerzos venidos de Edoras no habrían
llegado al abismo de Helm, sino que habrían sido derrotados y aplastados
en la llanura abierta; y esto suponiendo que Edoras misma no hubiera sido
atacada y tomada antes de la llegada de Gandalf.
Se dijo que el valor de Grimbold y Elfhelm
contribuyeron a la demora de Saruman, que resultó desastrosa para éste. La
crónica que precede quizá subestime su importancia. El Isen descendía
velozmente desde sus fuentes en Isengard, pero en la tierra llana del Paso se
volvía lento hasta que su curso torcía hacia el oeste; luego fluía a través del
campo descendiendo por prolongadas cuestas hasta las bajas tierras costeras de
los confines de Gondor y Enedwaith, donde se volvía profundo y rápido. Justo
encima de esta curva hacia el oeste se encontraban los vados del Isen. Allí el
río era ancho y poco profundo y se abría en dos brazos en torno a un islote
sobre un lecho arenoso cubierto de piedras y guijarros arrastrados desde el
norte.
Al sur de Isengard, aquél era el único punto
por donde podía cruzar el río un gran ejército, sobre todo si iba bien
pertrechado y montado. Saruman tenía, pues, esta ventaja: podía enviar a sus
tropas a cada lado del Isen y atacar los vados, si le oponían resistencia,
desde ambos extremos. Cualquier fuerza del lado oeste del Isen podía retirarse
a Isengard en caso de necesidad. Por otra parte, Théodred podría enviar hombres
a través de los vados, o bien en cantidad suficiente para desencadenar un
ataque contra las tropas de Saruman o con intención de defender la cabeza de
puente del lado oeste; pero si eran derrotados, no tenían retirada posible,
salvo retroceder nuevamente por los vados con el enemigo en los talones, y
posiblemente esperándolos también en la orilla oriental. Al sur y al oeste, a
lo largo del Isen, no tenían modo de volver a su tierra, a no ser que
estuvieran provistos para un largo viaje a Gondor Occidental.
Más allá del Paso, la tierra entre el Isen y
el Adorn formaba nominalmente parte del reino de Rohan; pero aunque Folcwine la
había recuperado expulsando a los dunlendinos que la habían ocupado, el pueblo
que allí quedaba era en su mayoría de sangre mezclada, y no era muy firme su
lealtad a Edoras: se recordaba todavía que el rey Helm había dado muerte a su
señor, Freca. A decir verdad, por este tiempo estaban más dispuestos a ponerse
del lado de Saruman, y muchos de sus guerreros se habían sumado a sus fuerzas.
De cualquier modo, no había manera de entrar en sus tierras desde el oeste,
salvo que se fuera un audaz nadador.
El ataque de Saruman no era imprevisto, pero
se produjo antes de lo esperado. Los exploradores de Théodred le habían
advertido de una reunión de tropas ante las puertas de Isengard, sobre todo
(según parecía) al lado oeste del Isen. Por tanto, montó guardia al este y al
oeste en los accesos a los vados recurriendo a hombres fornidos de a pie
reclutados en el Folde Oeste. Dejando tres compañías de jinetes junto con
cuidadores de caballos y caballos de reserva, cruzó con el grueso de su
caballería: ocho compañías y una compañía de arqueros, cuya tarea era
desbaratar el ejército de Saruman antes de que estuviera plenamente preparado.
Pero Saruman no había revelado sus intenciones ni el alcance de sus fuerzas.
Estaban ya en marcha cuando Théodred se puso
en camino. A unas veinte millas [32 kilómetros] de los vados, Théodred
se topó con su vanguardia y la dispersó con pérdidas. Pero cuando avanzó
cabalgando para atacar al grueso del ejército, la resistencia se endureció. El
enemigo, de hecho, estaba en posiciones preparadas para el acontecimiento, tras
trincheras con hombres armados de picas, y Théodred, en la éored de
vanguardia, fue detenido en su avance y casi derrotado, porque nuevas fuerzas
que venían presurosas de Isengard lo flanqueaban desde el oeste.
Lo libró de la dificultad el ataque de las
compañías que venían en pos de él; pero miró hacia el este y quedó consternado.
Había sido una mañana poco soleada y con nieblas; pero las nieblas retrocedían
ahora por el Paso llevadas por una brisa que soplaba desde el oeste, y a lo
lejos, al este del río, divisó otras fuerzas que venían presurosas hacia los vados,
aunque no alcanzaba ver si eran numerosas. Sin vacilar ordenó una retirada que
los jinetes, bien entrenados en la maniobra, llevaron a cabo en orden y con
escasas pérdidas más; pero no se desembarazaron del enemigo ni se distanciaron
mucho de él, porque la retirada fue a menudo entorpecida y la retaguardia
mandada por Grimbold tuvo que volverse para mantener a raya a los más ansiosos
de sus perseguidores.
Cuando Théodred ganó los vados, el día ya
acababa. Puso a Grimbold al mando de la guarnición de la orilla del oeste,
reforzada con cincuenta jinetes desmontados. Al resto de los jinetes y a todos
los caballos los hizo cruzar el río, pero él y su propia compañía montaron
guardia en el islote para cubrir la retirada de Grimbold, si era éste obligado
a retroceder. Casi en seguida sobrevino el desastre. Las fuerzas del este de Saruman
llegaron con inesperada velocidad; eran mucho menos numerosas que las del oeste,
pero más peligrosas. En la vanguardia había algunos jinetes dunlendinos y una
gran manada de seres órquicos montados en lobos, muy temidos por los caballos. Eran
muy rápidos y hábiles para evitar a los hombres formados en disposición de
batalla y se dedicaban sobre todo a destruir grupos aislados o perseguir a
fugitivos; pero en caso de necesidad pasaban con implacable ferocidad a través
de toda brecha en medio de compañías de caballería, abriendo el vientre de los
caballos.
Tras ellos venían dos batallones de feroces uruks,
fuertemente armados pero adiestrados para desplazarse a gran velocidad en
trayectos de muchas millas. Los jinetes y las criaturas montadas en lobos
cayeron sobre los grupos de caballos, dándoles lanzadas, matándolos y
dispersándolos. La guarnición de la orilla izquierda, sorprendida por el súbito
ataque de los uruks formados en prietas filas, fue dispersada, y atacaron a los
jinetes que acababan de cruzar desde la orilla oeste antes de que pudieran
reagruparse, y aunque lucharon desesperadamente, fueron rechazados de los vados
a lo largo de la línea del Isen, y perseguidos por los uruks. No bien se hubo
apoderado el enemigo del extremo oriental de los vados, apareció una compañía
de hombres u orcos-hombres (evidentemente preparados para la ocasión), feroces,
vestidos de cota de malla y armados de hachas. Se precipitaron sobre el islote
y lo atacaron desde ambos lados. Al mismo tiempo Grimbold, en la orilla oeste,
fue atacado por las fuerzas de Saruman que había en esa orilla del Isen. Al
mirar hacia el este, afligido por el estruendo de la batalla y los espantosos
gritos de victoria lanzados por los orcos, vio a los hombres armados de hachas
que rechazaban a las fuerzas de Théodred de las orillas del islote hacia la
loma no muy alta que había en su centro, y oyó la fuerte voz de Théodred que
gritaba: ¡A mí, eórlidas! Casi en seguida Grimbold, llevando consigo
unos pocos hombres que estaban cerca, volvió corriendo al islote.
Grimbold, hombre de gran fuerza y estatura,
lanzó un ataque tan feroz contra la retaguardia del enemigo, que se abrió
camino con otros dos, hasta que llegó a Théodred, acorralado en la loma.
Demasiado tarde. Cuando llegó a su lado, Théodred cayó herido por un orco-hombre.
Grimbold dio muerte al orco-hombre y se irguió sobre el cuerpo de Théodred
creyéndolo muerto; y allí habría muerto también él si no hubiera sido por la
llegada de Elfhelm. Elfhelm había venido cabalgando de prisa por el camino de
Edoras conduciendo a cuatro compañías en respuesta a la llamada de Théodred;
esperaba la batalla, aunque no antes de unos cuantos días. Pero cerca de la
unión del camino con la ruta que venía del Desfiladero, su escolta de la
derecha comunicó que habían sido vistos dos individuos a lomos de lobos en los
campos. Advirtiendo que no iban bien las cosas, no torció el camino para
dirigirse al abismo de Helm con el fin de pasar la noche, como había
planeado, sino que siguió cabalgando a toda velocidad hacia los vados. El
camino para cabalgaduras torcía al noroeste después de unirse con el camino que
bajaba del desfiladero, pero una vez más doblaba pronunciadamente hacia el
oeste al alcanzar la altura de los vados, a los que se llegaba por un estrecho
sendero de unas dos millas de longitud [3 kilómetros]. Elfhelm,
pues, no vio ni oyó nada de la lucha entre la guarnición en retirada y los uruks
al sur de los vados. El sol se había puesto y la luz disminuía cuando se acercó
a la última curva del camino, y allí encontró algunos caballos que corrían
desbocados y unos pocos fugitivos que le contaron del desastre.
Aunque sus hombres y sus caballos estaban ya
fatigados, cabalgó tan de prisa como pudo a lo largo del estrecho sendero, y
cuando llegó a divisar la orilla del este, ordenó a sus compañías que cargaran.
Esta vez fueron los isengardeanos los sorprendidos. Oyeron el trueno de los
cascos y vieron venir, como negras sombras, recortadas sobre el este en
penumbra, un gran ejército (tal parecía) con Elfhelm a la cabeza, y junto a él,
un estandarte blanco llevado como guía de aquellos que lo seguían. Pocos se
quedaron en su puesto. La mayoría huyó hacia el norte, perseguidos por dos de
las compañías de Elfhelm. A las otras las hizo desmontar para guardar la orilla
del este, pero sin dilación, y con los hombres de su propia compañía, se
precipitó hacia el islote. Los portadores de hachas se vieron atrapados
entonces entre los defensores sobrevivientes y el ataque de Elfhelm, con las
dos orillas todavía en posesión de los rohirrim. Siguieron luchando, pero antes
de acabar el día fue muerto hasta el último hombre. Elfhelm saltó hacia la loma
y allí encontró a Grimbold luchando con dos altos portadores de hachas por la
posesión del cuerpo de Théodred. A uno de ellos mató Elfhelm sin demora, y el
otro cayó ante Grimbold.
Se agacharon entonces para levantar el cuerpo,
y vieron que Théodred respiraba todavía; pero vivió sólo lo suficiente para
pronunciar sus últimas palabras: ¡Dejadme yacer aquí…para mantener los vados
hasta que llegue Éomer! Cayó la noche. Se oyó sonar un áspero cuerno, y un
silencio cayó sobre la tierra. El ataque contra la orilla del oeste cesó de
pronto, y el enemigo se desvaneció en la oscuridad. Los rohirrim conservaron
los vados del Isen; pero sus bajas fueron cuantiosas, y perdieron también
muchos caballos; el hijo del rey había muerto y ya no tenían jefe y no sabían
qué podría ocurrir aún.
Cuando después de una fría noche sin dormir
volvió la luz gris, no había signo de los isengardeanos, salvo los muchos
muertos abandonados en el campo. A lo lejos aullaban los lobos, esperando a que
los sobrevivientes se fueran. Muchos de los hombres dispersados por el súbito
ataque de los isengardeanos empezaron a volver, algunos montados todavía, otros
trayendo caballos recobrados. Más tarde, por la mañana, la mayor parte de los jinetes
de Théodred que habían sido rechazados hacia el sur y río abajo por un batallón
de negros uruks, volvieron fatigados de la batalla, pero en orden. Lo que
tenían que contar era parecido. Se detuvieron en una colina baja y se
aprestaron a defenderla. Aunque habían rechazado a una parte de las fuerzas
atacantes de Isengard, la retirada hacia el sur sin provisiones no tenía a la
larga esperanza alguna.
Los uruks habían impedido todo intento de
irrumpir hacia el este, y los estaban empujando hacia el país hostil de la «frontera
occidental» de los dunlendinos. Pero al prepararse los jinetes para
resistir el ataque, aunque era entonces plena noche, sonó un cuerno; y pronto
descubrieron que el enemigo había partido. Tenían muy pocos caballos para
intentar una persecución o aún para actuar como exploradores, si de algo servía
hacerlo por la noche. Al cabo de un tiempo empezaron, precavidos, a avanzar
hacia el norte otra vez, pero no hallaron oposición. Pensaron que los uruks
habían vuelto para reforzar su dominio de los vados y esperaban emprender la
batalla allí nuevamente, y se asombraron mucho al comprobar que los rohirrim dominaban
la situación. Sólo más tarde descubrieron a dónde habían ido los uruks.
Así terminó la Primera Batalla de los vados
del Isen.
XXIV.LA DISOLUCIÓN DE LA COMUNIDAD
LA COMUNIDAD DEL ANILLO—LIBRO II—CAPÍTULO X
Aragorn los llevó
hacia el brazo derecho del río. Aquí, en la ladera del oeste, a la sombra del
Tol Brandir, había un prado verde que descendía hacia el agua desde los pies
del Amon Hen. Detrás se elevaban las primeras estribaciones de la colina,
sembradas de árboles, y otros árboles se alejaban hacia el oeste siguiendo la
orilla curva del lago. Un pequeño manantial brotaba y sus aguas se despeñaban
alimentando la hierba.
—Descansaremos aquí
esta noche—dijo Aragorn—. Estos son los prados de Parth Galen: un hermoso sitio
en los días de verano de otro tiempo. Esperemos que ningún mal haya llegado aún
aquí.
Llevaron las
embarcaciones a la barranca y acamparon. Pusieron una guardia, pero no oyeron
ningún ruido ni vieron ninguna señal de los enemigos. Si Gollum los seguía aún,
había encontrado el modo de que no lo vieran ni lo oyeran. Sin embargo, a
medida que pasaba la noche, Aragorn iba sintiéndose más y más intranquilo,
agitándose en sueños y despertando a menudo. En las primeras horas del alba, se
incorporó y se acercó a Frodo, a quien le tocaba montar guardia.
—¿Por qué estás
despierto?—preguntó Frodo—. No es tu turno.
—No sé—respondió
Aragorn—, pero una sombra y una amenaza han estado creciendo en mis sueños.
Sería bueno que sacaras la espada.
—¿Por qué?—preguntó
Frodo—. ¿Hay enemigos cerca?
—Veamos qué nos
muestra Dardo—dijo Aragorn.
Frodo desenfundó
entonces la hoja élfica. Aterrorizado, vio que los filos brillaban débilmente
en la noche. —¡Orcos!—dijo—. No muy cerca y sin embargo demasiado cerca, me parece.
—Tal como me lo temía—dijo
Aragorn—. Pero no creo que estén de este lado del río. La luz de Dardo es débil y quizá sólo apunta a los espías de Mordor en las
laderas del Amon Lhaw. Nunca oí hablar de orcos que hubieran llegado al Amon
Hen. Sin embargo quién sabe qué puede ocurrir en estos días nefastos, ahora que
Minas Tirith ya no guarda los pasajes del Anduin. Tendremos que avanzar con
cuidado mañana.
El día llegó como
fuego y humo. Abajo en el este había barras negras de nubes, como la humareda de
un gran incendio. El sol naciente las iluminó desde abajo con oscuras llamas
rojas, pero pronto subió al cielo claro. La cima del Tol Brandir estaba
guarnecida de oro. Frodo miró hacia el este donde se levantaba la isla. Los
flancos salían abruptamente del agua, y dominando los altos acantilados había
pendientes escarpadas a las que se aferraban los árboles, de copas
superpuestas, y más arriba de nuevo unas paredes grises e inaccesibles,
coronadas por una aguja de piedra. Muchos pájaros volaban alrededor, pero no
había otros signos de vida.
Después del desayuno,
Aragorn reunió a la Compañía. —El día ha llegado al fin—dijo—, el día de la
elección tanto tiempo demorada. ¿Qué será ahora de nuestra Compañía, que ha
viajado tan lejos en comunidad? ¿Iremos al este con Boromir, a las guerras de
Gondor, o iremos al oeste, hacia el Miedo y la Sombra, o disolveremos la Comunidad
y cada uno tomará el camino que prefiera? Lo que se decida, hay que hacerlo en
seguida. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo. El enemigo está en la costa
oriental, ya sabemos; pero temo que los orcos puedan encontrarse de este lado
del agua.
Hubo un largo
silencio, en el que nadie habló o se movió.
—Bueno, Frodo—dijo
Aragorn al fin—. Temo que la responsabilidad pese ahora sobre tus hombros. Eres
el Portador elegido por el Concilio. Se trata de tu propio camino y sólo tú
decides. En este asunto no puedo aconsejarte. No soy Gandalf y aunque he
tratado de desempeñarme como él, no sé qué designios o esperanzas tenía para
esta hora, si tenía algo. Lo más probable es que si estuviera aquí con nosotros
la elección dependería todavía de ti. Tal es tu destino.
Frodo no respondió en
seguida. Luego dijo lentamente: —Sé que el tiempo apremia, pero no puedo
elegir. La responsabilidad es muy pesada. Dame una hora más y hablaré. Dejadme
solo.
Aragorn lo miró con
una piedad conmiserativa. —Muy bien, Frodo hijo de Drogo—dijo—. Tendrás una
hora y estarás solo. Nos quedaremos aquí un rato. Pero no te alejes tanto que
no podamos oírte.
Frodo se quedó algún
tiempo sentado, cabizbajo. Sam, que había estado observando a su amo muy
preocupado, inclinó la cabeza y murmuró: —Es claro como el agua, pero no vale
la pena que Sam Gamyi meta la pata justo ahora.
Al fin Frodo se
incorporó y se alejó, y Sam vio que mientras los otros se dominaban y evitaban
mirarlo, los ojos de Boromir seguían a Frodo, hasta que se perdió entre los
árboles al pie del Amon Hen.
Yendo al principio sin
rumbo por el bosque, Frodo descubrió que los pies estaban llevándolo hacia las
faldas de la montaña. Llegó a un sendero, las tortuosas ruinas de un camino de
otra época. En los lugares abruptos habían tallado unos escalones, pero ahora
estaban agrietados y gastados y las raíces de los árboles habían partido la
piedra. Trepó algún tiempo sin preocuparse por donde iba, hasta que llegó a un
sitio con pastos. Había fresnos alrededor y en medio una gran piedra chata. El
pequeño prado de la colina se abría al este y ahora estaba iluminado por el sol
matinal. Frodo se detuvo y miró por encima del río, que corría muy abajo, los
picos del Tol Brandir y los pájaros que revoloteaban en el gran espacio aéreo
que se extendía entre él y la isla virgen. La voz del Rauros era un poderoso
rugido acompañado por un bramido retumbante.
Frodo se sentó en la
piedra, apoyando el mentón en las manos, los ojos clavados en el este, pero no
viendo mucho. Todo lo que había ocurrido desde que Bilbo dejara La Comarca le
desfiló entonces por la mente y recordó lo que pudo de las palabras de Gandalf.
El tiempo pasó y aún no podía decidirse.
De pronto despertó de
estos pensamientos: tenía la rara impresión de que algo estaba detrás de él,
que unos ojos inamistosos lo observaban. Se incorporó de un salto y se volvió:
le sorprendió no ver sino a Boromir, de cara sonriente y bondadosa.
—Temía por ti, Frodo—dijo
Boromir adelantándose—. Si Aragorn tiene razón y los orcos están cerca, no
conviene que nos paseemos solos y menos tú: tantas cosas dependen de ti. Y mi
corazón también lleva una carga. ¿Puedo quedarme y hablarte un rato ya que te
he encontrado? Me confortará. Cuando hay tantos, toda palabra se convierte en
una discusión interminable. Pero dos quizás encuentren juntos el camino de la
sabiduría.
—Eres amable—dijo
Frodo—. Aunque no creo que un discurso pueda ayudarme. Pues sé muy bien lo que
he de hacer, pero tengo miedo de hacerlo, Boromir, miedo.
Boromir no replicó. El
Rauros continuaba rugiendo. El viento murmuraba en las ramas de los árboles.
Frodo se estremeció.
De pronto Boromir se
acercó y se sentó junto a él. —¿Estás seguro de que no sufres sin necesidad?—dijo—.
Deseo ayudarte. Necesitas alguien que te guíe en esa difícil elección. ¿No
aceptarías mi consejo?
—Creo que ya sé qué
consejo me darías, Boromir—dijo Frodo—. Y me parecería un buen consejo si el
corazón no me dijese que he de estar prevenido.
—¿Prevenido? ¿Prevenido
contra quién?—dijo Boromir con tono brusco.
—Contra todo retraso.
Contra lo que parece más fácil. Contra la tentación de rechazar la carga que me
ha sido impuesta. Contra... bueno, hay que decirlo: contra la confianza en la
fuerza y la verdad de los hombres.
—Sin embargo esa
fuerza te protegió mucho tiempo allá en tu pequeño país, aunque tú no lo supieras.
—No pongo en duda el
valor de tu pueblo. Pero el mundo está cambiando. Las murallas de Minas Tirith
pueden ser fuertes, pero quizá no bastante fuertes. Si ceden, ¿qué pasará?
—Moriremos como
valientes en el combate. Sin embargo, hay esperanzas de que no cedan.
—Ninguna esperanza
mientras exista el Anillo.
—¡Ah! ¡El Anillo!—dijo
Boromir y se le encendieron los ojos—¡El Anillo! ¿No es un extraño destino
tener que sobrellevar tantos miedos y recelos por una cosa tan pequeña? ¡Una
cosa tan pequeña! Y yo sólo la vi un instante en la casa de Elrond. ¿No podría
echarle otra mirada?
Frodo alzó la cabeza.
El corazón se le había helado de pronto. Había alcanzado a ver el extraño
resplandor en los ojos de Boromir, aunque la expresión de la cara era aún
amable y amistosa. —Es mejor que permanezca oculto—respondió.
—Como quieras. No me
importa—dijo Boromir—. ¿Pero no puedo hablarte de ese Anillo? Parece que sólo
pensaras en el poder que podría alcanzar en manos del enemigo; en los malos
usos del Anillo y no en los buenos. El mundo cambia, dices. Minas Tirith caerá,
si el Anillo no desaparece. ¿Pero por qué? Así será si lo tiene el enemigo,
pero no si lo tenemos nosotros.
—¿No estuviste en el
Concilio?—respondió Frodo—. No podemos utilizarlo, y lo que consigues con él se
desbarata en mal.
Boromir se incorporó y
se puso a caminar de un lado a otro con impaciencia. —Sí, ya conozco la
cantinela—exclamó—. Gandalf, Elrond, todos te dijeron lo mismo y tú lo repites.
Quizás esté bien para ellos. Esos elfos, medio elfos y magos: es posible que
alguna desgracia les cayera encima. Sin embargo me pregunto a menudo si serán
sabios de veras y no meramente tímidos. Pero a cada uno según su especie. Los
hombres de corazón leal no serán corrompidos. Nosotros los de Minas Tirith nos
hemos mostrado fuertes a través de largos años de prueba. No buscamos el poder
de los señores magos, sólo fuerza para defendernos, fuerza para una causa
justa. ¡Y mira! En nuestro aprieto la casualidad trae a la luz el Anillo de
Poder. Es un regalo digo yo, un regalo para los enemigos de Mordor. Seríamos
insensatos si no lo aprovecháramos, si no utilizáramos contra el enemigo ese
mismo poder. El temerario, el audaz, sólo ellos tendrán la victoria. ¿Qué no
podría hacer un guerrero en esta hora, un gran jefe? ¿Qué no podría hacer
Aragorn? Y si Aragorn se rehúsa, ¿qué no podría hacer Boromir? El Anillo me
daría poder de mando. ¡Ah, cómo perseguiría yo a las huestes de Mordor y cómo
todos los hombres servirían a mi bandera!
Boromir iba y venía
hablando cada vez más alto, casi como si hubiera olvidado a Frodo, mientras
peroraba sobre murallas y armas y la convocatoria a los hombres y planeaba
grandes alianzas y gloriosas victorias futuras; y sometía a Mordor y él se
convertía en un rey poderoso, benevolente y sabio. De pronto se detuvo y
sacudió los brazos.
—¡Y nos dicen que lo
tiremos por ahí—gritó—. Yo no digo como ellos destruidlo. Esto podría convenir,
si hubiese algún motivo razonable. No lo hay. El único plan que nos propusieron
es que un mediano entrara a ciegas en Mordor y ofreciera al enemigo la
posibilidad de recuperar el Anillo. ¡Qué locura!
»Seguro que tú también
lo entiendes así, ¿no es cierto, amigo?—dijo de pronto volviéndose de nuevo
hacia Frodo—. Dices que tienes miedo. Si es así, el más audaz te lo perdonaría.
¿Pero ese miedo no será tu buen sentido que se rebela?
—No, tengo miedo—dijo
Frodo—. No hay otra cosa. Y me alegra haberte oído hablar tan francamente. Mi
mente está más clara ahora.
—¿Entonces vendrás a
Minas Tirith?—exclamó Boromir. Tenía los ojos brillantes y el rostro encendido.
—Me has entendido mal—dijo
Frodo.
—¿Pero vendrás, al
menos por un tiempo?—insistió Boromir—. Mi ciudad no está lejos ahora y no hay
más distancia de allí a Mordor que desde aquí. Hemos estado mucho tiempo en el
desierto y necesitas saber qué hace ahora el enemigo antes de dar un paso. Ven
conmigo, Frodo—dijo—. Necesitas descansar antes de aventurarte más allá, si es
necesario que vayas. Se apoyó en el hombro de Frodo, en actitud amistosa, pero
Frodo sintió que la mano de Boromir temblaba con una excitación contenida. Dio
rápidamente un paso atrás y miró con inquietud al hombre alto, casi dos veces
más grande que él y mucho más fuerte.
—¿Por qué eres tan
poco amable?—dijo Boromir—. Soy un hombre leal, no un ladrón, ni un bandolero.
Necesito tu Anillo, ahora lo sabes, pero te doy mi palabra de que no quiero
quedarme con él. ¿No me permitirás al menos que probemos mi plan? ¡Préstame el
Anillo!
—¡No! ¡No!—gritó Frodo—.
El Concilio decidió que era yo quien tenía que llevarlo.
—¡Tu locura nos
llevará a la derrota!—gritó Boromir—. ¡Me pones fuera de mí! ¡Insensato!
¡Cabeza dura! Corres voluntariamente a la muerte y arruinas nuestra causa. Si
algún mortal tiene derecho al Anillo, ha de ser un hombre de Númenor y no un
mediano. Sólo por una desgraciada casualidad es tuyo. Tenía que haber sido mío.
Tiene que ser mío. ¡Dámelo!
Frodo no respondió y
fue alejándose hasta que la gran piedra chata se extendió entre ellos. —¡Vamos,
vamos, mi querido amigo!—dijo Boromir con una voz más endulzada—. ¿Por qué no
librarte de él? ¿Por qué no librarte de tus dudas y miedos? Puedes echarme la
culpa, si quieres. Puedes decir que yo era demasiado fuerte y te lo quité. ¡Pues
soy demasiado fuerte para ti, mediano! —Boromir dio un salto y se precipitó por
encima de la piedra hacia Frodo. Tenía otra cara ahora, fea y desagradable, y
un fuego de furia le ardía en los ojos.
Frodo lo esquivó y de
nuevo puso la piedra entre ellos. Había una sola solución: temblando sacó el
Anillo sujeto a la cadena y se lo deslizó rápidamente en el dedo, en el momento
en que Boromir saltaba otra vez hacia él. El hombre ahogó un grito, miró un
momento, asombrado, y luego echó a correr de un lado a otro, buscando aquí y
allí entre las rocas y árboles.
—¡Miserable tramposo!—gritó—.
¡Espera a que te ponga las manos encima! Ahora entiendo tus intenciones. Le
llevarás el Anillo a Sauron y nos venderás a todos. Querías abandonarnos y sólo
esperabas que se te presentara la ocasión. ¡Malditos tú y todos los medianos,
que se los lleven la muerte y las tinieblas! —En ese momento el pie se le
enganchó en una piedra, cayó hacia adelante con los brazos y piernas extendidos
y se quedó allí tendido de bruces. Durante un rato estuvo muy quieto y pareció
que lo hubiera alcanzado su propia maldición; luego, de pronto, se echó a
llorar.
Se incorporó y se pasó
la mano por los ojos, enjugándose las lágrimas. —¿Qué he dicho?—gritó—. ¿Qué he
hecho? ¡Frodo! ¡Frodo!—llamó—. ¡Vuelve! Tuve un ataque de locura, pero ya se me
pasó. ¡Vuelve!
No hubo respuesta,
Frodo ni siquiera oyó los gritos. Estaba ya muy lejos, saltando a ciegas por el
sendero que llevaba a la cima, estremeciéndose de terror y de pena mientras
recordaba la cara enloquecida y los ojos ardientes de Boromir.
Pronto se encontró
solo en la cima del Amon Hen y se detuvo, sin aliento. Vio a través de la
niebla un círculo amplio y chato, cubierto de losas grandes y rodeado por un
parapeto en ruinas; y en medio, sobre cuatro pilares labrados, en lo alto de
una escalera de muchos peldaños, había un asiento. Frodo subió y se sentó en la
antigua silla, sintiéndose casi como un niño extraviado que ha trepado al trono
de los reyes de la montaña.
Al principio poco pudo
ver. Parecía como si estuviese en un mundo de nieblas, donde sólo había
sombras; tenía puesto el Anillo. Luego, aquí y allá, la niebla fue levantándose
y vio muchas escenas, visiones pequeñas y claras como si las tuviera ante los
ojos sobre una mesa y sin embargo remotas. No había sonidos, sólo imágenes
brillantes y vívidas. El mundo parecía encogido, enmudecido. Estaba sentado en
el Sitial de la Vista, sobre el Amon Hen, la colina del Ojo de los hombres de
Númenor. Miró al este y vio tierras que no aparecían en los mapas, llanuras sin
nombre y bosques inexplorados. Miró al norte y vio allá abajo el río Grande
como una cinta, y las montañas Nubladas parecían pequeñas y de contornos
irregulares, como dientes rotos. Miró al oeste y vio las vastas praderas de
Rohan; Orthanc, el pico de Isengard, como una espiga negra. Miró al sur y vio
el río Grande que rodaba como una ola y caía por los saltos del Rauros a un
abismo de espumas; un arco iris centelleaba sobre los vapores. Y vio el Ethir
Anduin, el poderoso delta del río y miríadas de pájaros marinos que
revoloteaban al sol como un polvo blanco, y debajo un mar plateado y verde,
ondeando en líneas interminables.
Pero adonde mirara,
veía siempre signos de guerra. Las montañas Nubladas hervían como hormigueros:
los orcos salían de innumerables madrigueras. Bajo las ramas del bosque Negro
había una lucha enconada de elfos, hombres y bestias feroces. La tierra de los beórnidas
estaba en llamas; una nube cubría Moria; unas columnas de humo se elevaban en
las fronteras de Lórien.
Unos jinetes galopaban
sobre la hierba de Rohan; desde Isengard los lobos llegaban en manadas. En los
puertos de Harad, las naves de guerra se hacían a la mar y del este venían
muchos hombres: de espada, lanceros, arqueros a caballo, carros de comandantes
y vagones de suministros. Todo el poder del Señor Oscuro estaba en movimiento.
Volviéndose de nuevo hacia el sur Frodo contempló Minas Tirith. Parecía estar
muy lejos y era hermosa: de muros blancos, franqueada por numerosas torres,
orgullosa y espléndida, encaramada en la montaña; el acero refulgía en las
almenas y en las torrecillas brillaban estandartes de muchos colores. En el
corazón de Frodo se encendió una esperanza. Pero contra Minas Tirith se alzaba
otra fortaleza, más grande y más poderosa. No quería mirar pero se volvió hacia
el este y vio los puentes arruinados de Osgiliath y las puertas abiertas como
en una mueca de Minas Morgul y las montañas Encantadas, y se descubrió mirando
Gorgoroth, el valle del terror en el país de Mordor. Las tinieblas se extendían
allí bajo el sol. El fuego brillaba entre el humo. El monte del Destino estaba
ardiendo y una densa humareda subía en el aire. Al fin los ojos se le
detuvieron y entonces la vio: muro sobre muro, almena sobre almena, negra,
inmensamente poderosa, montaña de hierro, puerta de acero, torre de diamante: Barad-dûr,
la fortaleza de Sauron. Frodo perdió toda esperanza.
Y entonces sintió el
Ojo. Había un ojo en la Torre Oscura, un ojo que no dormía, y ese ojo no
ignoraba que él estaba mirándolo. Había allí una voluntad feroz y decidida y de
pronto saltó hacia él. Frodo la sintió casi como un dedo que lo buscaba y que
en seguida lo encontraría, aplastándolo. El dedo tocó el Amon Lhaw. Echó una
mirada al Tol Brandir. Frodo saltó a los pies de la silla y se acurrucó
cubriéndose la cabeza con la capucha gris.
Se oyó a sí mismo
gritando: ¡Nunca! ¡Nunca! O quizá decía: Me acerco en verdad, me
acerco a ti. No podía asegurarlo. Luego como un relámpago venido de algún
otro extremo de poder se le presentó un nuevo pensamiento: ¡Sácatelo!
¡Sácatelo! ¡Insensato, sácatelo! ¡Sácate el Anillo!
Barad-dûr por John Howe
Los dos poderes
lucharon en él. Durante un momento, en perfecto equilibrio entre dos puntas
afiladas, Frodo se retorció atormentado. De súbito tuvo de nuevo conciencia de
sí mismo: Frodo, ni la Voz ni el Ojo libre de elegir y disponiendo apenas de un
instante. Se sacó el Anillo del dedo. Estaba arrodillado a la clara luz del sol
delante del elevado sitial. Una sombra negra pareció pasar sobre él, como un
brazo; no acertó a dar con el Amon Hen, buscó un poco en el oeste y se
desvaneció. El cielo era otra vez limpio y azul y los pájaros cantaban en todos
los árboles.
Frodo se puso de pie. Se
sentía muy fatigado, pero estaba decidido ahora y se había quitado un peso del
corazón. Se habló en voz alta. —Bien, tengo que hacerlo—dijo—. Esto al menos es
claro: la malignidad del Anillo ya está operando, aún en la Compañía, y antes
que haga más daño hay que llevarlo lejos. Iré solo. En algunos no puedo confiar
y aquellos en quienes puedo confiar me son demasiado queridos: el pobre viejo
Sam y Merry y Pippin. Trancos también: desea tanto volver a Minas Tirith, y
quizá lo necesiten allí, ahora que Boromir ha sucumbido al mal. Iré solo. En
seguida.
Descendió rápidamente
por el sendero y llegó de vuelta al prado donde lo había encontrado Boromir.
Allí se detuvo y escuchó. Creyó oír gritos y llamados que venían de los bosques
cercanos a la costa.
—Estarán buscándome—se
dijo—. Me pregunto cuánto tiempo he estado ausente. Horas quizá. ¿Qué puedo
hacer?—murmuró titubeando—. Tengo que irme ahora, o no me iré nunca. No tendré
otra oportunidad. Odio abandonarlos y más de este modo, sin ninguna
explicación. Pero creo que ellos entenderán. Sam entenderá. ¿Y qué otra cosa
puedo hacer?
Lentamente extrajo el
Anillo y se lo puso una vez más. Desapareció y descendió por la colina, leve
como el roce del viento.
Los otros
permanecieron un tiempo junto al río. Habían estado callados un rato, yendo de
un lado a otro, inquietos, pero ahora estaban sentados en círculo y hablaban. De
cuando en cuando trataban de hablar de alguna otra cosa, del largo camino y de
las numerosas aventuras que habían encontrado; interrogaron a Aragorn acerca
del reino de Gondor en los tiempos antiguos, y los restos de las grandes obras
que podían verse aún en estas extrañas regiones fronterizas de los Emyn Muil:
los reyes de piedra y los sitiales de Lhaw y Hen y la gran escalera junto a los
saltos del Rauros. Pero los pensamientos y las palabras de todos volvían una y
otra vez a Frodo y el Anillo. ¿Qué decidiría Frodo? ¿Por qué dudaba?
—Trata de averiguar
qué camino es el más desesperado, me parece—dijo Aragorn—. No me sorprende. Hay
menos esperanzas que nunca para la Compañía si vamos hacia el este. Gollum nos
ha seguido el rastro y es posible que nuestro viaje ya no sea un secreto. Pero
Minas Tirith no está más cerca del Fuego y la destrucción de la Carga.
»Podemos quedarnos allí
un tiempo y defendernos como bravos, pero el señor Denethor y todos sus hombres
no podrían conseguir lo que no está al alcance de los poderes de Elrond, según
dijo él mismo: o mantener en secreto la Carga, o mantener a distancia a las
fuerzas del enemigo cuando venga tras ella. ¿Qué camino elegiríamos nosotros en
el lugar de Frodo? No lo sé. Nunca hemos necesitado más a Gandalf.
—Cruel ha sido nuestra
pérdida—dijo Legolas—, pero tendremos que encontrar alguna solución sin la
ayuda de Gandalf. ¿Por qué no lo decidimos entre todos y ayudamos así a Frodo? ¡Llamémoslo
de vuelta y votemos! Yo votaré por Minas Tirith.
—Y yo también—dijo
Gimli—. Nosotros, por supuesto, sólo vinimos a ayudar al Portador a lo largo
del camino y no tenemos por qué ir más allá; ninguno de nosotros ha hecho un
juramento ni ha recibido la orden de buscar la montaña del Destino. Dejar
Lothlórien fue duro para mí, pero he venido aquí tan lejos y digo ahora: Ha
llegado el momento de la última decisión y es evidente que no dejaré a Frodo.
Yo elegiría Minas Tirith, pero si él piensa otra cosa, lo seguiré.
—Yo también iré con
Frodo—dijo Legolas—. Sería desleal despedirme de él ahora.
—Sería de veras una
traición, si todos lo abandonáramos—dijo Aragorn—. Pero si va hacia el este, no
es necesario que lo acompañemos todos, ni creo que convenga. Es un riesgo
desesperado, tanto para ocho como para dos o tres, o uno solo. Si se me permitiera
elegir, yo designaría tres compañeros: Sam, que no podría soportar que fuera de
otro modo; Gimli y yo mismo. Boromir volverá a Minas Tirith donde su padre y la
gente lo necesitan y junto con él irían los demás, o al menos Meriadoc y
Peregrin, si Legolas no está dispuesto a dejarnos.
—¡Imposible!—exclamó
Merry—. ¡No podemos dejar a Frodo! Pippin y yo decidimos desde un principio
acompañarlo a todas partes y aún es así para nosotros. Aunque antes no
entendimos lo que eso significaba. Parecía distinto allá lejos, en La Comarca o
en Rivendel. Sería una locura y una crueldad permitir que Frodo vaya a Mordor.
¿Por qué no podemos impedírselo?
—Tenemos que
impedírselo—dijo Pippin—. Y por eso está preocupado, no me cabe ninguna duda.
Sabe que no estaremos de acuerdo si quiere ir al este. Y no le gusta pedirle a
alguien que lo acompañe, pobre viejo. Y no podría ser de otra manera. ¡Ir a
Mordor solo!—Pippin se estremeció. —Pero el viejo, tonto y querido hobbit debiera saber que no tiene nada que
pedir. Debiera saber que si no podemos detenerlo, no lo dejaremos solo.
—Perdón—dijo Sam—. No
creo que ustedes entiendan del todo a mi amo. Las dudas que él tiene no se
refieren al camino. ¡Claro que no! ¿De qué serviría Minas Tirith de todos
modos? A él quiero decir, si usted me perdona, señor Boromir—añadió,
volviéndose. Fue entonces cuando descubrieron que Boromir, quien al principio
había esperado en silencio fuera del círculo, ya no estaba con ellos. —¿Qué ha
ido a hacer ahora?—preguntó Sam, preocupado—. Ha estado raro desde hace un
tiempo, me parece. De cualquier modo no es un problema suyo. Él va de camino a
su casa, como siempre ha dicho, y no lo culpo. Pero el señor Frodo sabe que
necesita encontrar las Grietas del Destino, si es posible. Pero tiene miedo.
Ahora que ha llegado el momento de decidirse, está simplemente aterrorizado.
Este es su problema. Por supuesto ha ganado un poco de experiencia, por así
decir—como todos nosotros—desde que salimos de casa, o estaría tan asustado que
tiraría el Anillo al río y se escaparía. Pero tiene todavía demasiado miedo
para ponerse en camino. Y tampoco está preocupado por nosotros: si vamos a ir
con él o no. Sabe que no lo dejaríamos solo. Esto es otra cosa que le preocupa.
Si se decide a partir, querrá irse solo. ¡Recuerden lo que digo! Vamos a tener
dificultades cuando venga.
—Pienso que hablas con
más sabiduría que ninguno de nosotros, Sam—dijo Aragorn—. ¿Y qué haremos, si
tienes razón?
—¡Detenerlo! ¡No
dejarlo ir!—gritó Pippin.
—No sé—dijo Aragorn—.
Es el Portador y el destino de la Carga pesa sobre él. No creo que nos
corresponda empujarlo en un sentido o en otro. No creo por otra parte que
tuviéramos éxito, si lo intentáramos. Hay otros poderes en acción, mucho más
fuertes.
—Bueno, me gustaría
que Frodo «se decidiera» a volver y concluyéramos el asunto—dijo Pippin—.
¡Esta espera es horrible! ¿No se cumplió ya el tiempo?
—Sí—dijo Aragorn—. La
hora ha pasado hace rato. La mañana termina. Hay que llamarlo.
En ese momento
reapareció Boromir. Salió de los árboles y se adelantó hacia ellos sin hablar.
Tenía un aire sombrío y triste. Se detuvo como para contar quiénes estaban
presentes y luego se sentó aparte, los ojos clavados en el suelo.
—¿Dónde has estado,
Boromir?—preguntó Aragorn—. ¿Has visto a Frodo?
Boromir titubeó un
segundo. —Sí, y no—respondió lentamente—. Sí: lo encontré en la ladera de la
colina y le hablé. Lo insté a que viniera a Minas Tirith y que no fuera al
este. Me enojé y él se fue. Desapareció. Nunca vi nada semejante, aunque había
oído historias. Debe de haberse puesto el Anillo. No volví a encontrarlo. Pensé
que había vuelto aquí.
—¿No tienes más que
decir?—preguntó Aragorn clavando en Boromir unos ojos poco amables.
—No—respondió Boromir—,
no por el momento.
—¡Aquí hay algo malo!—gritó
Sam, incorporándose de un salto—. No sé qué pretende este hombre. ¿Por qué
Frodo se pondría el Anillo? No tenía por qué y si lo hizo, ¡quién sabe qué
habrá pasado!
—Pero no se lo dejaría
puesto—dijo Merry—. No después de haber escapado a un visitante molesto, como
hacía Bilbo.
—¿Pero dónde ha ido?
¿Dónde está?—gritó Pippin—. Hace siglos que se fue.
—¿Cuánto tiempo pasó
desde que viste a Frodo por última vez, Boromir?—preguntó Aragorn.
—Media hora quizá—respondió
Boromir—. O quizás una hora. Estuve caminando un poco desde entonces. ¡No sé!
¡No sé!
Se llevó las manos a
la cabeza y se quedó sentado, como abrumado por una pena.
—¡Una hora desde que
desapareció!—exclamó Sam—. Hay que ir a buscarlo en seguida. ¡Vamos!
—¡Un momento!—gritó Aragorn—.
Tenemos que dividirnos en parejas y arreglar... ¡Eh, un momento, espera!
No sirvió de nada. No
le hicieron caso. Sam había echado a correr antes que nadie. Lo siguieron Merry
y Pippin, que ya estaban desapareciendo entre los árboles de la costa, gritando:
¡Frodo! ¡Frodo!, con aquellas voces altas y claras de los hobbits.
Legolas y Gimli corrían también. Un pánico o una locura repentina parecía
haberse apoderado de la Compañía.
—Nos dispersaremos y
nos perderemos—gruñó Aragorn—. ¡Boromir! No sé cuál ha sido tu parte en esta
desgracia, ¡pero ayuda ahora! Corre detrás de esos dos jóvenes hobbits y
protégelos al menos, aunque no puedas encontrar a Frodo. Vuelve aquí, si lo
encuentras, o si ves algún rastro. Regresaré pronto.
Aragorn se precipitó
en persecución de Sam. Lo alcanzó en el pequeño prado, entre los acebos. Sam
iba cuesta arriba, jadeando y llamando: ¡Frodo!
—¡Ven conmigo, Sam!—dijo
Aragorn—. Que ninguno de nosotros se quede solo ni un momento. Hay algo
malévolo en el aire. Voy a la cima, al Sitial del Amon Hen, a ver lo que se
puede ver. ¡Y mira! Tal como lo presentí: Frodo fue por este lado. Sígueme, ¡y
mantén los ojos abiertos!
Subió rápidamente por
el sendero. Sam corrió detrás de él, pero no podía competir con Trancos el
montaraz y poco después lo perdió de vista. Sam se detuvo, resoplando. De
pronto se palmeó la frente.
—Calma, Sam Gamyi—se
dijo en voz alta—. Tienes las piernas demasiado cortas, ¡de modo que usa la
cabeza! Veamos. Boromir no miente, no es de esa índole, pero no nos dijo todo.
El señor Frodo se asustó mucho por alguna razón y de pronto decidió partir. ¿Adónde?
Hacia el este. ¿No sin Sam? Sí, aún sin Sam. Esto es duro, muy duro.
Sam se pasó la mano
por los ojos, enjugándose las lágrimas. —Tranquilo, Gamyi—dijo—. ¡Piensa si
puedes! No puede volar por encima de los ríos y no puede saltar por encima de
las cascadas. No lleva ningún equipo. Tendrá pues que volver a los botes. ¡A
los botes! ¡Corre hacia los botes, Sam, como un rayo!
Dio media vuelta y
bajó a saltos el sendero. Cayó y se lastimó las rodillas. Se incorporó y siguió
corriendo. Llegó así al borde del prado de Parth Galen, junto a la orilla,
donde habían sacado las barcas del agua. No había nadie allí. De los bosques de
atrás parecían venir unos gritos, pero no les prestó atención. Se quedó mirando
un momento, inmóvil, boquiabierto. Una embarcación se deslizaba sola cuesta
abajo. Dando un grito, Sam corrió por la hierba. La barca entró en el agua.
—¡Ya voy, señor Frodo!
¡Ya voy!—gritó Sam. Se tiró desde la orilla con las manos tendidas hacia la
barca que partía. Dando un grito y con un chapoteo cayó de cabeza a una yarda [1 metro] de
la borda en el agua profunda y rápida. Se hundió gorgoteando; el río se cerró
sobre la cabeza rizada de Sam.
Un grito de
consternación se alzó en la barca vacía. Una pala giró y la barca viró en
redondo. Sam subió a la superficie burbujeando y debatiéndose, y Frodo llegó
justo a tiempo para tomarlo por los cabellos. Los ojos redondos y castaños
miraban el aire con miedo.
—¡Arriba, Sam,
muchacho!—dijo Frodo—. ¡Tómame la mano!
—¡Sálveme, señor
Frodo!—jadeó Sam—. Estoy ahogándome. No le veo la mano.
—Aquí está. ¡No
aprietes tanto! No te soltaré. Quédate derecho y no te sacudas, o volcarás el
bote. Bueno, aférrate a la borda, ¡y déjame usar la pala!
Con unos pocos golpes
Frodo llevó de vuelta la barca a la orilla y Sam pudo salir arrastrándose,
mojado como una rata de agua. Frodo se sacó el Anillo y pisó otra vez tierra
firme.
—¡De todos los
fastidios del mundo tú eres el peor, Sam!—dijo.
—Oh, señor Frodo, ¡es
usted duro conmigo!—dijo Sam temblando de pies a cabeza—. Es usted duro
tratando de irse sin mí y todo lo demás. Si yo no hubiese adivinado la verdad,
¿dónde estaría usted ahora?
—A salvo y en camino.
—¡A salvo!—dijo Sam—.
¿Solo y sin mi ayuda? No hubiese podido soportarlo, sería mi muerte.
—Venir conmigo también
puede ser tu muerte, Sam—dijo Frodo—y entonces yo no hubiese podido soportarlo.
—No es tan seguro como
si me quedara—dijo Sam.
—Pero voy a Mordor.
—Lo sé de sobra, señor
Frodo. Claro que sí. Y yo iré con usted.
—Por favor, Sam—dijo
Frodo—, ¡no me pongas obstáculos! Los otros pueden volver en cualquier
instante. Si me encuentran aquí, tendré que discutir y explicar y ya nunca
tendré el ánimo o la posibilidad de irme. Pero he de partir en seguida. No hay
otro modo.
—Sí, ya lo sé—dijo Sam—.
Pero no solo. Voy yo también, o ninguno de los dos. Antes desfondaré todas las
barcas.
Frodo rio con ganas.
Sentía en el corazón un calor y una alegría repentinos. —¡Deja una!—dijo—. La
necesitaremos. Pero no puedes venir así, sin equipo ni comida ni nada.
—¡Un momento nada más
y traeré mis cosas!—exclamó Sam animado—. Todo está listo. Pensé que partiríamos
hoy. —Corrió al sitio donde habían acampado, quitó un bulto de la pila donde
Frodo lo había puesto, cuando sacara de la barca las pertenencias de los otros,
tomó otra manta y algunos paquetes más de provisiones y volvió corriendo.
—¡He aquí todo mi plan
estropeado!—dijo Frodo—. Imposible escapar de ti. Pero estoy contento, Sam. No
puedo decirte qué contento. ¡Vamos! Es evidente que estábamos destinados a ir
juntos. Partiremos, ¡y que los otros encuentren un camino seguro! Trancos los
cuidará. No creo que volvamos a verlos.
—Quizá sí, señor
Frodo. Quizá sí—dijo Sam.
Así Frodo y Sam
iniciaron juntos la última etapa de la misión. Frodo remó alejándose de la
costa y el río los llevó rápidamente, a lo largo del brazo occidental, más allá
de los acantilados amenazadores del Tol Brandir. El rugido de las cataratas fue
acercándose. Aún con la ayuda de Sam costó trabajo atravesar la corriente en el
extremo sur de la isla y virar al este hacia la orilla lejana.
Al fin llegaron de
nuevo a tierra en el flanco sur del Amon Lhaw. Allí encontraron una costa
empinada y sacaron la barca del río, la arrastraron arriba y la ocultaron como
mejor pudieron detrás de unos peñascos. Luego, cargando al hombro los bultos
partieron en busca de un sendero que los llevara por encima de las colinas
grises de los Emyn Muil y descendiera internándose en el País de la Sombra.
XXV.LA PARTIDA DE BOROMIR
LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO I
Aragorn subió rápidamente la colina. De vez
en cuando se inclinaba hasta el suelo. Los hobbits tienen el paso leve y no
dejan huellas fáciles de leer, ni siquiera para un montaraz, pero no lejos de
la cima un manantial cruzaba el sendero y Aragorn vio en la tierra húmeda lo
que estaba buscando.
«Interpreto bien los signos», se
dijo. «Frodo corrió a lo alto de la colina. ¿Qué habrá visto allí, me
pregunto? Pero luego bajó por el mismo camino.»
Aragorn titubeó. Hubiera querido ir él
mismo hasta el elevado sitial, esperando ver algo que lo orientase de algún
modo, pero el tiempo apremiaba. De pronto dio un salto hacia adelante y corrió
a la cima; atravesó las grandes losas y subió por los escalones. Luego,
sentándose en el alto sitial, miró alrededor. Pero el sol parecía oscuro y el
mundo apagado y lejano. Se volvió desde el norte y dio una vuelta completa
hasta mirar de nuevo al norte y no vio nada excepto las colinas distantes, aunque
allá a lo lejos la forma de un pájaro grande parecido a un águila planeaba en
el cielo otra vez y descendía a tierra en círculos amplios y lentos.
Aún mientras observaba alcanzó a oír unos
sonidos débiles en el bosque que se extendía allá abajo al oeste del río. Se
enderezó. Eran gritos y entre ellos reconoció con horror las voces roncas de
los orcos. Un instante después resonó de súbito la llamada profunda y gutural
de un corno, y los ecos golpearon las colinas y se extendieron por las
hondonadas, elevándose sobre el rugido de las aguas en un poderoso clamor.
—¡El cuerno de Boromir!—gritó Aragorn—. ¡Boromir
está en dificultades!—Se lanzó escalones abajo, y se alejó saltando por el
sendero. —¡Ay! Hoy me persigue un destino funesto, y todo lo que hago sale
torcido. ¿Dónde está Sam?
Mientras corría los gritos aumentaron, pero
la llamada del corno era ahora más débil y más desesperada. Los aullidos de los
orcos se alzaron, feroces y agudos y de pronto el corno calló. Aragorn bajó a
todo correr la última pendiente, pero antes que llegara al pie de la colina,
los sonidos fueron apagándose, y cuando dobló a la izquierda para correr tras
ellos, comenzaron a retirarse hasta que al fin ya no pudo oírlos. Sacando la espada
brillante y gritando Elendil! Elendil! se precipitó entre los árboles.
A una milla [1,5 kilómetros] quizá de Parth Galen,
en un pequeño claro no lejos del lago, encontró a Boromir. Estaba sentado de
espaldas contra un árbol grande y parecía descansar. Pero Aragorn vio que
estaba atravesado por muchas flechas empenachadas de negro; sostenía aún la
espada en la mano, pero se le había roto cerca de la empuñadura. En el suelo y
alrededor yacían muchos orcos.
Aragorn se arrodilló junto a él. Boromir
abrió los ojos y trató de hablar. Al fin salieron unas palabras, lentamente. —Traté
de sacarle el Anillo a Frodo—dijo—. Lo siento. He pagado. —Echó una ojeada a
los enemigos caídos; veinte por lo menos estaban tendidos allí cerca. —Partieron.
Los medianos se los llevaron los orcos. Pienso que no están muertos. Los orcos
los maniataron. —Hizo una pausa y se le cerraron los ojos, cansados. Al cabo de
un momento habló otra vez.
—¡Adiós, Aragorn! ¡Ve a Minas Tirith y
salva a mi pueblo! Yo he fracasado.
—¡No!—dijo Aragorn tomándole la mano y besándole
la frente—. Has vencido. Pocos hombres pueden reclamar una victoria semejante.
¡Descansa en paz! ¡Minas Tirith no caerá!
Boromir sonrió.
—¿Por dónde fueron? ¿Estaba Frodo allí?—preguntó
Aragorn.
Pero Boromir no dijo más.
—¡Ay!—dijo Aragorn—. ¡Así desaparece el
heredero de Denethor, señor de la Torre de la Guardia! Un amargo fin. La
Compañía está deshecha. Soy yo quien ha fracasado. Vana fue la confianza que
Gandalf puso en mí. ¿Qué haré ahora? Boromir me ha obligado a ir a Minas Tirith
y mi corazón así lo desea, ¿pero dónde están el Anillo y el Portador? ¿Cómo
encontrarlos e impedir que la misión termine en un desastre?
Se quedó un momento de rodillas doblado por
el llanto, aferrado a la mano de Boromir. Así lo encontraron Legolas y Gimli.
Vinieron de las faldas occidentales de la colina, en silencio, arrastrándose
entre los árboles como si estuvieran de caza. Gimli esgrimía el hacha y Legolas
el largo cuchillo; no le quedaba ninguna flecha. Cuando desembocaron en el
claro, se detuvieron con asombro y en seguida se quedaron quietos un momento,
cabizbajos, abrumados de dolor, pues veían claramente lo que había ocurrido.
—¡Ay!—dijo Legolas acercándose a Aragorn—.
Hemos perseguido y matado a muchos orcos en el bosque, pero aquí hubiésemos
sido más útiles. Vinimos cuando oímos el corno... demasiado tarde, parece. Temo
que estéis mortalmente heridos.
—Boromir está muerto—dijo Aragorn—. Yo
estoy ileso, pues no me encontraba aquí con él. Cayó defendiendo a los hobbits
mientras yo estaba arriba en la colina.
—¡Los hobbits!—gritó Gimli—. ¿Dónde están
entonces? ¿Dónde está Frodo?
—No lo sé—respondió Aragorn con cansancio—.
Boromir me dijo antes de morir que los orcos se los habían llevado atados; no
creía que estuvieran muertos. Yo lo envié a que siguiera a Merry y a Pippin,
pero no le pregunté si Frodo o Sam estaban con él: no hasta que fue demasiado
tarde. Todo lo que he emprendido hoy ha salido torcido. ¿Qué haremos ahora?
—Primero tenemos que ocuparnos del caído—dijo
Legolas—. No podemos dejarlo aquí como carroña entre esos orcos espantosos.
—Pero hay que darse prisa—dijo Gimli—. Él
no hubiese querido que nos retrasáramos. Tenemos que seguir a los orcos, si hay
esperanza de que alguno de la Compañía sea un prisionero vivo.
—Pero no sabemos si el Portador del Anillo
está con ellos o no—dijo Aragorn—. ¿Vamos a abandonarlo? ¿No tendríamos que
buscarlo primero? ¡La elección que se nos presenta ahora es de veras funesta!
—Pues bien, hagamos ante todo lo que es
ineludible—dijo Legolas—. No tenemos ni tiempo ni herramientas para dar
sepultura adecuada a nuestro amigo. Podemos cubrirlo con piedras.
—La tarea será pesada y larga; las piedras
que podrían servirnos están casi a orillas del río—dijo Gimli.
—Entonces pongámoslo en una barca con las
armas de él y las armas de los enemigos vencidos—dijo Aragorn—. Lo enviaremos a
los Saltos de Rauros y lo dejaremos en manos del Anduin. El río de Gondor cuidará
al menos de que ninguna criatura maligna deshonre los huesos de Boromir.
Buscaron de prisa entre los cuerpos de los
orcos, juntando en un montón las espadas y los yelmos y escudos hendidos.
—¡Mirad!—exclamó Aragorn—. ¡Hay señales
aquí!—De la pila de armas siniestras recogió dos puñales de lámina en forma de
hoja, damasquinados de oro y rojo; y buscando un poco más encontró también las
vainas, negras, adornadas con pequeñas gemas rojas. —¡Estas no son herramientas
de orcos!—dijo—. Las llevaban los hobbits. No hay duda de que fueron despojados
por los orcos, pero que tuvieron miedo de conservar los puñales, conociéndolos
en lo que eran: obra de Oesternesse, cargados de sortilegios para desgracia de
Mordor. Bien, aunque estén todavía vivos, nuestros amigos no tienen armas. Tomaré
éstas, esperando contra toda esperanza que un día pueda devolvérselas.
—Y yo—dijo Legolas—tomaré las flechas que
encuentre, pues mi carcaj está vacío. —Buscó en la pila y en el suelo de
alrededor y encontró no pocas intactas, más largas que las flechas comunes
entre los orcos. Las examinó de cerca.
Y Aragorn, mirando los muertos, dijo: —Hay
aquí muchos cadáveres que no son de gente de Mordor. Algunos vienen del norte,
de las montañas Nubladas, si algo sé de orcos y sus congéneres. Y aquí hay
otros que nunca he visto. ¡El atavío no es propio de los orcos!
Había cuatro soldados trasgos más
corpulentos que el resto, morenos, de ojos oblicuos, piernas gruesas y manos grandes.
Estaban armados con espadas cortas de hoja ancha y no con las cimitarras curvas
habituales en los orcos, y tenían arcos de tejo, parecidos en tamaño y forma a
los arcos de los hombres. En los escudos llevaban un curioso emblema: una
manita blanca en el centro de un campo negro; una S rúnica de algún
metal blanco había sido montada sobre la visera de los yelmos.
—Nunca vi estos signos—dijo Aragorn—. ¿Qué
significan?
—S
representa a Sauron, por supuesto—dijo Gimli.
—¡No!—exclamó Legolas—. Sauron no usa las
runas élficas.
—Nunca usa además su verdadero nombre y no
permite que lo escriban o lo pronuncien—dijo Aragorn—. Y tampoco usa el blanco.
El signo de los orcos de Barad-dûr es el Ojo Rojo. —Se quedó pensativo un
momento. —La S es de Saruman, me
parece—dijo al fin—. Hay mal en Isengard y el oeste ya no está seguro. Tal como
lo temía Gandalf: el traidor Saruman ha sabido de nuestro viaje, por algún medio.
Es verosímil también que ya esté enterado de la caída de Gandalf. Entre los que
venían persiguiéndonos desde Moria, algunos pudieron haber escapado a la
vigilancia de Lórien, o quizá pudieron evitar ese país y llegar a Isengard por
otro camino. Los orcos viajan rápido. Pero Saruman tiene muchas maneras de
enterarse. ¿Recuerdas los pájaros?
—Bueno, no tenemos tiempo de pensar en
acertijos—dijo Gimli—. ¡Llevemos a Boromir!
—Pero luego tendremos que resolver los acertijos,
si queremos elegir bien el camino—dijo Aragorn.
—Quizá no haya una buena elección—dijo
Gimli.
Tomando el hacha, el enano se puso a cortar
unas ramas. Las ataron con cuerdas de arco y extendieron los mantos sobre la
armazón. Sobre estas parihuelas rudimentarias llevaron el cuerpo de Boromir
hasta la costa, junto con algunos trofeos de la última batalla. No había mucho
que caminar pero la tarea no les pareció fácil, pues Boromir era un hombre
grande y robusto.
Aragorn se quedó a orillas del agua cuidando
de las parihuelas, mientras Legolas y Gimli se apresuraban a volver a Parth
Galen. La distancia era de una milla [1,5 kilómetros] o más y pasó cierto
tiempo antes que regresaran remando con rapidez en dos barcas a lo largo de la
costa.
—¡Ocurre algo extraño!—dijo Legolas—. Había
sólo dos barcas en la barranca. No pudimos encontrar ni rastros de la otra.
—¿Había habido orcos allí?—preguntó
Aragorn.
—No vimos ninguna señal—respondió Gimli—. Y
los orcos habrían destruido todas las barcas, o se las habrían llevado, junto
con el equipaje.
—Examinaré el suelo cuando lleguemos allí—dijo
Aragorn.
Extendieron a Boromir en medio de la barca
que lo transportaría aguas abajo. Plegaron la capucha gris y la capa élfica y
se las pusieron bajo la cabeza. Le peinaron los largos cabellos oscuros y los
dispusieron sobre los hombros. El cinturón dorado de Lórien le brillaba en la
cintura. Junto a él colocaron el yelmo y sobre el regazo el corno hendido y la empuñadura
y los fragmentos de la espada y a sus pies las armas de los enemigos. Luego de
haber asegurado la proa a la popa de la otra embarcación, lo llevaron al agua.
Remaron tristemente a lo largo de la orilla y entrando en la corriente rápida
del río dejaron atrás los prados verdes de Parth Galen. Los flancos escarpados
de Tol Brandir resplandecían: era media tarde. Mientras iban hacia el sur los
vapores de Rauros se elevaron en una trémula claridad como una bruma dorada. La
furia y el estruendo de las aguas sacudían el aire tranquilo.
Tristemente, soltaron la barca funeraria:
allí reposaba Boromir, en paz, deslizándose sobre el seno de las aguas móviles.
La corriente lo llevó, mientras ellos retenían su propia barca con los remos.
Boromir flotó junto a ellos y luego se fue alejando lentamente, hasta ser sólo
un punto negro en la luz dorada, y de pronto desapareció. El rugido del Rauros
prosiguió, invariable. El río se había llevado a Boromir hijo de Denethor y ya
nadie volvería a verlo en Minas Tirith, de pie en la Torre Blanca por la mañana
como era su costumbre. Pero más tarde en Gondor se dijo mucho tiempo que la
barca élfica dejó atrás los saltos y las aguas espumosas y que llevó a Boromir
a través de Osgiliath y más allá de las numerosas bocas del Anduin y al fin una
noche salió a las Grandes Aguas bajo las estrellas.
Los tres compañeros se quedaron un rato en
silencio siguiéndolo con los ojos. Luego Aragorn habló: —Lo buscarán desde la
Torre Blanca—dijo—, pero no volverá ni de las montañas ni del océano. —Luego,
lentamente, se puso a cantar:
A través de Rohan por los pantanos y los prados donde crecen las hierbas
largas
el viento del oeste se pasea y recorre los muros.
«¿Qué noticias del oeste, oh viento errante, me traes esta noche?
¿Has visto a Boromir el Alto a la luz de la luna o las estrellas?»
«Lo vi cabalgar sobre siete ríos, sobre aguas anchas y grises;
lo vi caminar por tierras desiertas y al fin desapareció
en las sombras del norte y no lo vi más desde entonces.
El viento del norte pudo haber oído el corno del hijo de Denethor.
»Oh Boromir. Desde los altos muros miro lejos en el oeste,
pero no vienes de los desiertos donde no hay hombres.»[57]
Luego Legolas cantó:
De las bocas del mar viene el viento del sur, de las piedras y de
las dunas;
trae el quejido de las gaviotas, y a las puertas se lamenta.
«¿Qué noticias del sur, oh viento que suspiras, me traes en la
noche?
¿Dónde está ahora Boromir el Hermoso? Tarda en llegar, y estoy
triste.»
«No me preguntes dónde habita... Hay allí tantos huesos,
en las costas blancas y en las costas oscuras bajo el cielo
tormentoso;
tantos han descendido las aguas del río Anduin para encontrar las
mareas del mar.
¡Pídele al viento norte las noticias que él mismo me trae!»
«¡Oh Boromir! Más allá de la Puerta la ruta al mar corre hacia el sur,
pero tú no vienes con las gaviotas que desde la boca del mar gris
se lamentan.»[58]
Y Aragorn cantó de nuevo:
De la Puerta de los Reyes viene el viento del norte y pasa por las
cascadas tumultuosas:
y claro y frío alrededor de la torre llama el corno sonoro.
«¿Qué noticias del norte, oh poderoso viento, hoy me traes?
¿Qué noticias de Boromir el Valiente? Pues partió ya hace tiempo.»
«Al pie del Amon Hen le he oído gritar. Allí batió a los enemigos.
El yelmo hendido, la espada rota, al agua los llevaron.
La orgullosa cabeza, el rostro tan hermoso, los miembros, pusieron
a descansar;
y Rauros, los saltos dorados de Rauros, lo transportaron en el
seno de las aguas.»
«¡Oh Boromir! La Torre de la Guardia mirará siempre al norte,
a Rauros, los saltos dorados, hasta el fin de los tiempos. »[59]
Concluyeron así. En seguida hicieron girar
la barca y la llevaron con la mayor rapidez posible contra la corriente de
vuelta a Parth Galen.
—Me dejasteis el viento del este—dijo Gimli—,
pero de él no diré nada.
—Así tiene que ser—dijo Aragorn—. En Minas
Tirith soportan el viento del este, pero no le piden noticias. Pero ahora
Boromir ha tomado su camino y hemos de apresurarnos a elegir el nuestro.
Examinó la hierba verde, de prisa pero con
cuidado, inclinándose hasta el suelo. —Ningún orco ha pisado aquí—dijo—.
Ninguna otra cosa puede darse por segura. Ahí están todas nuestras huellas, en
idas y venidas. No puedo decir si alguno de los hobbits estuvo aquí, luego de
haber salido en busca de Frodo. —Volvió a la barranca, cerca del sitio donde el
arroyo del manantial llegaba en hilos al río. —Hay huellas nítidas aquí—dijo—Un
hobbit entró en el agua y regresó a tierra, pero no sé cuándo.
—¿Cómo descifras entonces el acertijo?—preguntó
Gimli.
Aragorn no respondió en seguida; caminó de
vuelta hasta el sitio del campamento y examinó un rato el equipaje. —Faltan dos
bultos—dijo—y puedo asegurar que uno pertenecía a Sam: era bastante grande y
pesado. Esta es entonces la respuesta: Frodo se ha ido en una barca y su
sirviente ha ido con él. Frodo pudo haber vuelto mientras todos estábamos
buscándolo. Me encontré con Sam subiendo la pendiente y le dije que me
siguiera; pero es evidente que no lo hizo. Adivinó las intenciones del amo y
regresó antes que Frodo partiera. ¡No le resultó nada fácil dejar atrás a Sam!
—¿Pero por qué tenía que dejarnos a
nosotros y sin decir una palabra?—dijo Gimli—. ¡Extraña ocurrencia!
—Y brava ocurrencia—dijo Aragorn—. Sam
tenía razón, pienso. Frodo no quería llevar a ningún amigo a la muerte en
Mordor. Pero sabía que él no podía eludir la tarea. Algo le ocurrió después de
dejarnos que acabó con todos sus temores y dudas.
—Quizá lo sorprendieron unos orcos
cazadores y huyó—dijo Legolas.
—Huyó, ciertamente—dijo Aragorn—, pero no
creo que de los orcos. —Qué había provocado según él la repentina resolución y
la huida de Frodo, Aragorn no lo dijo. Las últimas palabras de Boromir las
guardó en secreto mucho tiempo.
—Bueno, al menos ahora algo es claro—dijo
Legolas—. Frodo ya no está de este lado del río: sólo él puede haber llevado la
barca. Y Sam lo acompaña: sólo él ha podido llevarse el bulto.
—La alternativa entonces—dijo Gimli—es
tomar la barca que queda y seguir a Frodo, o perseguir a los orcos a pie. En
cualquier caso hay pocas esperanzas. Hemos perdido ya horas preciosas.
—¡Dejadme pensar!—dijo Aragorn—. ¡Ojalá
pueda elegir bien y cambiar la suerte nefasta de este desgraciado día!—Se quedó
callado un momento. —Seguiré a los orcos—dijo al fin—. Yo hubiera guiado a
Frodo a Mordor acompañándolo hasta el fin; pero para buscarlo ahora en las
tierras salvajes tendría que abandonar los prisioneros a los tormentos y a la
muerte. Mi corazón habla al fin con claridad: el destino del Portador ya no está
en mis manos. Lo que se esperaba de la Compañía está
hecho. Pero no podemos olvidar a nuestros compañeros mientras nos queden
fuerzas. ¡Vamos! Partiremos en seguida. ¡Dejad aquí todo lo que no nos sea
indispensable! ¡Marcharemos sin detenernos de día y de noche!
Arrastraron la última barca hasta los
árboles. Pusieron debajo todo lo que no necesitaban y no podían llevar y
dejaron Parth Galen. El sol ya declinaba cuando regresaron al claro donde había
caído Boromir. Allí examinaron un rato las huellas de los orcos. No se
necesitaba mucha habilidad para encontrarlas.
—Ninguna otra criatura pisotea el suelo de
este modo—dijo Legolas—. Parece que se deleitaran en romper y aplastar todo lo
que crece, aunque no se encuentre en el camino de ellos.
—Pero no les impide marchar con rapidez—dijo
Aragorn—y no se cansan. Y más tarde tendremos que buscar la senda en terrenos
desnudos y duros.
—Bueno, ¡vayamos tras ellos!—dijo Gimli—.
También los enanos son rápidos y no se cansan antes que los orcos. Pero será
una larga cacería: nos llevan mucha ventaja.
—Sí—dijo Aragorn—, a todos nos hará falta
la resistencia de los enanos. ¡Pero adelante! Con o sin esperanza, seguiremos
las huellas del enemigo. ¡Y ay de ellos, si probamos que somos más rápidos!
Haremos una cacería que será el asombro de los tres linajes: elfos, enanos y hombres.
¡Adelante los Tres Cazadores!
Aragorn saltó como un ciervo,
precipitándose entre los árboles. Corría siempre delante, guiándolos, infatigable
y rápido ahora que ya estaba decidido. Dejaron atrás los bosques junto al lago.
Subieron por unas largas pendientes oscuras, que se recortaban contra el cielo
enrojecido del crepúsculo. Se alejaron como sombras grises sobre una tierra pedregosa.
XXVI.LOS JINETES DE ROHAN
LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO II
La oscuridad aumentó. La niebla se extendía
detrás de ellos en los bosques de las tierras bajas y se demoraba en las
pálidas márgenes del Anduin, pero el cielo estaba claro. Aparecieron las
estrellas. La luna creciente cabalgaba en el oeste y las sombras de las rocas
eran negras. Habían llegado al pie de unas colinas rocosas y marchaban más
lentamente pues las huellas ya no eran fáciles de seguir. Aquí las tierras
montañosas de Emyn Muil corrían de norte a sur en dos largas cadenas de cerros.
Las faldas occidentales eran empinadas y de difícil acceso, pero en el lado
este había pendientes más suaves, atravesadas por hondonadas y cañadas
estrechas. Los tres compañeros se arrastraron durante toda la noche por estas
tierras descarnadas, subiendo hasta la cima del primero de los cerros, el más
elevado, y descendiendo otra vez a la oscuridad de un valle profundo y
serpeante.
Allí descansaron un rato, en la hora
silenciosa y fría que precede al alba. La luna se había puesto ante ellos mucho
tiempo antes y arriba titilaban las estrellas; la primera luz del día no había
asomado aún sobre las colinas oscuras que habían dejado atrás. Por un momento
Aragorn se sintió desorientado: el rastro de los orcos había descendido hasta
el valle y había desaparecido.
—¿Qué te parece? ¿De qué lado habrán ido?—dijo
Legolas—. ¿Hacia el norte buscando un camino que los lleve directamente a
Isengard, o a Fangorn, si es ahí a donde van como tú piensas? ¿O hacia el sur
para encontrar el Entaguas?
—Vayan a donde vayan, no irán hacia el río—dijo
Aragorn—. Y si no hay algo torcido en Rohan y el poder de Saruman no ha crecido
mucho, tomarán el camino más corto por los campos de los rohirrim—. ¡Busquemos
en el norte!
El valle corría como un canal pedregoso
entre las hileras de los cerros y un arroyo se deslizaba en hilos entre las
piedras del fondo. Había un acantilado sombrío a la derecha; a la izquierda se alzaban
unas laderas grises, indistintas y oscuras en la noche avanzada. Siguieron así
durante una milla [1,5 kilómetros] o más hacia el norte. Inclinándose hacia el
suelo, Aragorn buscaba entre las cañadas y repliegues que subían a los cerros
del oeste. Legolas iba un poco delante. De pronto el elfo dio un grito y los
otros corrieron hacia él.
—Ya hemos alcanzado a algunos de los que
perseguíamos—dijo—. ¡Mirad!—Apuntó y descubrieron entonces que las sombras que
habían visto al pie de la pendiente no eran peñascos como habían pensado al
principio sino unos cuerpos caídos. Cinco orcos muertos yacían allí. Habían
sido cruelmente acuchillados y dos no tenían cabeza. El suelo estaba empapado
de sangre negruzca.
—¡He aquí otro acertijo!—dijo Gimli—. Pero
necesitaríamos la luz del día y no podemos esperar.
—De cualquier modo que lo interpretes, no
parece desalentador—dijo Legolas—. Los enemigos de los orcos tienen que ser
amigos nuestros. ¿Vive alguna gente en estos montes?
—No—dijo Aragorn—. Los rohirrim vienen aquí
raramente y estamos lejos de Minas Tirith. Pudiera ser que un grupo de hombres
estuviese aquí de caza por razones que no conocemos. Sin embargo, se me ocurre
que no.
—¿Qué piensas entonces?—preguntó Gimli.
—Pienso que el enemigo trajo consigo a su
propio enemigo—respondió Aragorn—. Estos
son orcos del norte, venidos de muy lejos. Entre esos cadáveres no hay ningún
orco corpulento, con esas extrañas insignias. Hubo aquí una pelea, me parece.
No es cosa rara entre estas pérfidas criaturas. Quizá discutieron a propósito
del camino.
—O a propósito de los cautivos—dijo Gimli—.
Esperemos que tampoco los hayan matado a ellos.
Aragorn examinó el terreno en un amplio
círculo, pero no pudo encontrar otras huellas de la lucha. Prosiguieron la
marcha. El cielo del este ya palidecía; las estrellas se apagaban y una luz
gris crecía lentamente. Un poco más al norte llegaron a una cañada donde un arroyuelo
diminuto, descendiendo y serpeando, había abierto un sendero pedregoso. En
medio crecían algunos arbustos y había matas de hierba a los costados.
—¡Al fin!—dijo Aragorn—. ¡Aquí están las
huellas que buscamos! Arroyo arriba, este es el camino por el que fueron los
orcos luego de la discusión.
Rápidamente, los perseguidores se volvieron
y tomaron el nuevo sendero. Como si estuvieran igual de frescos que tras una
noche de descanso, saltaron de piedra en piedra. Al fin llegaron a la cima del
cerro gris y una brisa repentina les sopló en los cabellos y les agitó las
capas: el viento helado del alba.
Volviéndose, vieron por encima del río las
colinas lejanas envueltas en luz. El día irrumpió en el cielo. El limbo rojo
del sol se asomó por encima de las estribaciones oscuras. Ante ellos, hacia el
oeste, se extendía el mundo: Silencioso, gris, informe; pero aún mientras
miraban, las sombras de la noche se fundieron, la tierra despertó y se coloreó
otra vez, el verde fluyó sobre las praderas de Rohan, las nieblas blancas
fulguraron en el agua de los valles, y muy lejos a la izquierda, a treinta
leguas [144
kilómetros] o más, azules y purpúreas se alzaron las montañas
Blancas en picos de azabache, y la luz incierta de la mañana brilló en las
cumbres coronadas de nieve.
—¡Gondor! ¡Gondor!—gritó Aragorn—. ¡Ojalá
pueda volver a contemplarte en horas más felices! No es tiempo aún de que vaya
hacia el sur en busca de tus claras corrientes.
¡Gondor, Gondor, entre las montañas y el mar!
El viento del oeste sopla aquí, la luz sobre el árbol de plata
cae como una lluvia centelleante en los jardines de los reyes
antiguos.
¡Oh muros orgullosos! ¡Torres blancas! ¡Oh alada corona y trono de
oro!
¡Oh Gondor, Gondor! ¿Contemplarán los hombres el árbol de plata,
o el viento del oeste soplará de nuevo entre las montañas y el
mar?[60]
—¡Ahora, en marcha!—dijo apartando los ojos
del sur y buscando en el oeste y el norte el camino que habían de seguir.
El monte sobre el que estaban ahora
descendía abruptamente ante ellos. Allá abajo, a unas cuarenta yardas [36 metros], corría una cornisa
amplia y escabrosa que concluía bruscamente al borde de un precipicio: el Muro
Oriental de Rohan. Así terminaban los Emyn Muil y las llanuras verdes de los rohirrim
se extendían ante ellos hasta perderse de vista.
—¡Mirad!—gritó Legolas, apuntando al cielo
pálido—. ¡Ahí está de nuevo el águila! Vuela muy alto. Parece que estuviera
alejándose, de vuelta al norte y muy rápidamente. ¡Mirad!
—No, ni siquiera mis ojos pueden verla, mi
buen Legolas—dijo Aragorn—. Tiene que estar en verdad muy lejos. Me pregunto en
qué andará y si será la misma ave que vimos antes. ¡Pero mirad! Alcanzo a ver
algo más cercano y más urgente. ¡Una cosa se mueve en la llanura!
—Muchas cosas—dijo Legolas—. Es una gran
compañía a pie, pero no puedo decir más ni ver qué clase de gente es ésa. Están
a muchas leguas, doce [57 kilómetros] me parece, aunque es difícil estimar la
distancia en esa llanura uniforme.
—Pienso, sin embargo, que ya no necesitamos
de ninguna huella que nos diga qué camino hemos de tomar—dijo Gimli—.
Encontremos una senda que nos lleve a los llanos tan rápido como sea posible.
—No creo que encuentres un camino más
rápido que el de los orcos—dijo Aragorn.
Continuaron la persecución, ahora a la
clara luz del día. Parecía como si los orcos hubiesen escapado a marcha
forzada. De cuando en cuando los perseguidores encontraban cosas abandonadas o
tiradas en el suelo: sacos de comida, cortezas de un pan gris y duro, una capa
negra desgarrada, un pesado zapato claveteado roto por las piedras. El rastro
llevaba al norte a lo largo del declive escarpado y al fin llegaron a una
hondonada profunda cavada en la piedra por un arroyo que descendía
ruidosamente. En la cañada estrecha un sendero áspero bajaba a la llanura como
una escalera empinada.
Abajo se encontraron de pronto pisando los
pastos de Rohan. Llegaban ondeando como un mar verde hasta los mismos pies de
Emyn Muil. El arroyo que bajaba de la montaña se perdía en un campo de berros y
plantas acuáticas; los compañeros podían oír cómo se alejaba murmurando por
túneles verdes, descendiendo poco a poco hacia los pantanos del valle del
Entaguas allá lejos. Parecía que hubieran dejado el invierno aferrado a las
montañas de detrás. Aquí el aire era más dulce y tibio y levemente perfumado,
como si la primavera ya se hubiera puesto en movimiento y la savia estuviese
fluyendo de nuevo en hierbas y hojas. Legolas respiró hondamente, como alguien
que toma un largo trago luego de haber tenido mucha sed en lugares estériles.
—¡Ah, el olor a verde!—dijo—. Es mejor que
muchas horas de sueño. ¡Corramos!
—Los pies ligeros pueden correr rápidamente
aquí—dijo Aragorn—. Más rápido quizá que unos orcos calzados con zapatos de
hierro. ¡Esta es nuestra oportunidad de recuperar la ventaja que nos llevan!
Fueron en fila, corriendo como lebreles
detrás de un rastro muy nítido, llevando una luz encendida en los ojos. La
franja de hierba que señalaba el paso de los orcos iba hacia el oeste: los
dulces pastos de Rohan habían sido aplastados y ennegrecidos. De pronto Aragorn
dio un grito y se volvió a un lado.
—¡Un momento!—exclamó—. ¡No me sigáis
todavía! —Corrió rápidamente a la derecha, alejándose del rastro principal,
pues había visto unas huellas que iban en esa dirección, apartándose de las
otras; las marcas de unos pies pequeños y descalzos. Estas huellas sin embargo
no se alejaban mucho antes de confundirse otra vez con pisadas de orcos, que
venían también desde el rastro principal, de atrás y adelante y luego se
volvían en una curva y se perdían de nuevo en las hierbas pisoteadas. En el
punto más alejado Aragorn se inclinó y recogió algo del suelo; luego corrió de
vuelta.
—Sí—dijo—, son muy claras: las huellas de
un hobbit. Pippin, creo. Es más pequeño que los otros. ¡Y mirad! —Aragorn alzó
un objeto pequeño que brilló a la luz del sol. Parecía el brote nuevo de una
hoja de haya, hermoso y extraño en esa llanura sin árboles.
—¡El broche de una capa élfica!—gritaron
juntos Legolas y Gimli.
—Las hojas de Lórien no caen inútilmente—dijo
Aragorn—. Esta no fue dejada aquí por casualidad, sino como una señal para
quienes vinieran detrás. Pienso que Pippin se desvió de las huellas con ese
propósito.
—Entonces al menos él está vivo—dijo Gimli—.
Y aún puede usar la cabeza y también las piernas. Esto es alentador. Nuestra
persecución no es en vano.
—Esperemos que no haya pagado demasiado
cara esa audacia—dijo Legolas—. ¡Vamos! ¡Sigamos adelante! El pensamiento de
esos alegres jóvenes llevados como ganado me encoge el corazón.
El sol subió al mediodía y luego bajó
lentamente por el cielo. Unas nubes tenues vinieron del mar en el lejano sur y
fueron arrastradas por la brisa. El sol se puso. Unas sombras se alzaron detrás
y extendieron unos largos brazos desde el este. Los cazadores no se detuvieron.
Había pasado un día desde la muerte de Boromir y los orcos iban todavía muy
adelante. Ya no había señales de orcos en la extensa llanura.
Cuando las sombras de la noche se cerraban
sobre ellos, Aragorn se detuvo. En toda la jornada sólo habían descansado dos
veces y durante un rato, y ahora los separaban doce leguas [57 kilómetros] del Muro del Este
donde habían estado al alba.
—Nos encontramos ante una difícil elección—dijo
Aragorn—. ¿Descansaremos de noche o seguiremos adelante mientras tengamos
voluntad y fuerzas?
—A menos que nuestros enemigos también
descansen, nos dejarán muy atrás si nos detenemos a dormir—dijo Legolas.
—Supongo que hasta los mismos orcos se
toman algún descanso mientras marchan—dijo Gimli.
—Los orcos viajan raras veces por terreno
descubierto y a la luz del sol, como parece ser el caso—dijo Legolas—.
Ciertamente no descansarán durante la noche.
—Pero si marchamos de noche, no podremos
seguirlas huellas—dijo Gimli.
—El rastro es recto, y no se desvía ni a la
izquierda ni a la derecha hasta donde alcanzo a ver—dijo Legolas.
—Quizás yo pudiera guiaros en la oscuridad
y sin perder el rumbo—dijo Aragorn—, pero si nos extraviásemos o ellos se
desviaran, cuando volviese la luz nos retrasaríamos mucho mientras encontramos
de nuevo el rastro.
—Hay algo más—dijo Gimli—. Sólo de día
podemos ver si alguna huella se separa de las otras. Si un prisionero escapa y
si se llevan a uno, al este digamos, al río Grande, hacia Mordor, podemos pasar
junto a alguna señal y no enterarnos nunca.
—Eso es cierto—dijo Aragorn—. Pero si hasta
ahora no he interpretado mal los signos, los orcos de la Mano Blanca son los
más numerosos y toda la compañía se encamina a Isengard. El rumbo actual
corrobora mis presunciones.
—Sin embargo, no convendría fiarse de las
intenciones de los orcos—dijo Gimli—. ¿Y una huida? En la
oscuridad quizá no hubiéramos visto las huellas que te llevaron al broche.
—Los orcos habrán doblado las guardias
desde entonces, y los prisioneros, estarán cada vez más cansados—dijo Legolas—.
No habrá ninguna otra huida, no sin nuestra ayuda. No se me ocurre ahora cómo
podremos hacerlo, pero primero hay que darles alcance.
—Y sin embargo yo mismo, enano de muchos
viajes, y no el menos resistente, no podría ir corriendo hasta Isengard sin
hacer una pausa—dijo Gimli—. A mí también se me encoge el corazón y preferiría
partir cuanto antes, pero ahora tengo que descansar un poco para correr mejor.
Y si decidimos descansar, la noche es el tiempo adecuado.
—Dije que era una elección difícil—dijo
Aragorn—. ¿Cómo concluiremos este debate?
—Tú eres nuestro guía—dijo Gimli—y el
cazador experto. Tienes que elegir.
—El corazón me incita a que sigamos—dijo
Legolas—. Pero tenemos que mantenernos juntos. Seguiré tu consejo.
—Habéis elegido un mal árbitro—dijo Aragorn—.
Desde que cruzamos los Argonath todas mis decisiones han salido mal. —Hizo una
pausa, mirando al norte y al oeste en la noche creciente. —No marcharemos de
noche—dijo al fin—. El peligro de no ver las huellas o alguna señal de otras
idas y venidas me parece el más grave. Si la luna diera bastante luz, podríamos
aprovecharla, pero ay, se pone temprano y es aún pálida y joven.
—Y esta noche está amortajada además—murmuró
Gimli—. ¡Ojalá la dama nos hubiera dado una luz, como el regalo que le dio a
Frodo!
—La necesitará más aquel a quien le fue
destinada—dijo Aragorn—. Es él quien lleva adelante la verdadera Búsqueda. La
nuestra es sólo un asunto menor entre los grandes acontecimientos de la época.
Una persecución vana, quizá, que ninguna elección mía podría estropear o
corregir. Bueno, he elegido. ¡De modo que aprovechemos el tiempo como mejor
podamos!
Aragorn se echó al suelo y cayó en seguida
en un sueño profundo, pues no dormía desde que pasaran la noche a la sombra del
Tol Brandir. Despertó y se levantó antes que el alba asomara en el cielo. Gimli
estaba aun profundamente dormido, pero Legolas, de pie, miraba hacia el norte
en la oscuridad, pensativo y silencioso, como un árbol joven en la noche sin
viento.
—Están de veras muy lejos—dijo tristemente
volviéndose a Aragorn—. El corazón me dice que no han descansado esta noche.
Ahora sólo un águila podría alcanzarlos.
—De todos modos tenemos que seguirlos, como
nos sea posible—dijo Aragorn. Inclinándose despertó al enano—. ¡Arriba! Hay que
partir—dijo—. El rastro está enfriándose.
—Pero todavía es de noche—dijo Gimli—. Ni
siquiera Legolas subido a una loma podría verlos, no hasta que salga el sol.
—Temo que ya no estén al alcance de mis
ojos, ni desde una loma o en la llanura, a la luz de la luna o a la luz del sol—dijo
Legolas.
—Donde la vista falla la tierra puede
traernos algún rumor—dijo Aragorn—. La tierra ha de quejarse bajo esas patas
odiosas. —Aragorn se tendió en el suelo con la oreja apretada contra la hierba.
Allí se quedó, muy quieto, tanto tiempo que Gimli se preguntó si no se habría
desmayado o se habría quedado dormido otra vez. El alba llegó con una luz
temblorosa y una luz gris creció lentamente alrededor. Al fin Aragorn se incorporó
y los otros pudieron verle la cara: pálida, enjuta, de ojos turbados.
—El rumor de la tierra es débil y confuso—dijo—.
No hay nadie que camine por aquí, en un radio de muchas millas. Las pisadas de
nuestros enemigos se oyen apagadas y distantes. Pero hay un rumor claro y
distinto de cascos de caballo. Se me ocurre que ya antes los oí, aún mientras
dormía tendido en la hierba, y que perturbaron mis sueños: caballos que
galopaban en el oeste. Pero ahora se alejan más de nosotros, hacia el norte.
¡Me pregunto qué ocurre en este país!
—¡Partamos!—dijo Legolas.
Así comenzó el tercer día de persecución.
Durante todas esas largas horas de nubes y sol caprichosos, apenas hicieron una
pausa, ya caminando, ya corriendo, como si ninguna fatiga pudiera consumir el fuego
que los animaba. Hablaban poco. Cruzaron aquellas amplias soledades y las capas
élficas se confundieron con el gris verdoso de los campos; aún al sol frío del
mediodía pocos ojos que no fuesen ojos élficos hubiesen podido verlos. A menudo
agradecían de corazón a la dama de Lórien por las lembas que les había
regalado, pues comían un poco y recobraban en seguida las fuerzas sin necesidad
de dejar de correr.
Durante todo el día la huella de los
enemigos se alejó en línea recta hacia el noreste, sin interrumpirse ni
desviarse una sola vez. Cuando el día declinó una vez más, llegaron a unas
largas pendientes sin árboles donde el suelo se elevaba hacia una línea de
lomas bajas. El rastro de los orcos se hizo más borroso a medida que doblaba
hacia el norte acercándose a las lomas, pues el suelo era allí más duro y la
hierba más escasa. Lejos a la izquierda, el río Entaguas serpeaba como un hilo
de plata en un suelo verde. Nada más se movía. Aragorn se asombraba a menudo de
que no vieran ninguna señal de bestias o de hombres. Las moradas de los rohirrim
se alzaban casi todas en el sur, a muchas leguas de allí, en las estribaciones
boscosas de las montañas Blancas, ahora ocultas entre nieblas y nubes; sin
embargo, los señores de los caballos habían tenido en otro tiempo mucho ganado
y sementales en Estemnet, esta región oriental del reino, y los ganaderos la
habían recorrido entonces a menudo, de un extremo a otro, viviendo en
campamentos y tiendas, aún en los meses invernales. Pero ahora toda la tierra
estaba desierta y había un silencio que no parecía ser la quietud de la paz.
Al crepúsculo se detuvieron de nuevo. Ahora
ya habían recorrido dos veces doce leguas [116 kilómetros] por las llanuras de
Rohan y los muros de Emyn Muil se perdían en las sombras del este. La luna
joven brillaba confusamente en un cielo nublado, aunque daba un poco de luz y
las estrellas estaban veladas.
—Ahora me permitiría menos que nunca un
tiempo de descanso o una pausa en la caza—dijo Legolas—. Los orcos han corrido
ante nosotros como perseguidos por los látigos del mismísimo Sauron. Temo que
hayan llegado al bosque y las colinas oscuras y que ya estén a la sombra de los
árboles.
Los dientes de Gimli rechinaron. —¡Amargo
fin de nuestras esperanzas y todos nuestros afanes!—dijo.
—De las esperanzas quizá, pero no de los
afanes—dijo Aragorn—. No volveremos atrás. Sin embargo me siento cansado. —Se
volvió a mirar el camino por donde habían venido, hacia la noche que ahora se
apretaba en el este—Hay algo extraño en esta región. No me fío del silencio. No
me fío ni siquiera de la luna pálida. Las estrellas son débiles; y me siento
cansado como pocas veces antes. Cansado como nunca lo está ningún montaraz, si
tiene una pista clara que seguir. Hay alguna voluntad que da rapidez a nuestros
enemigos y levanta ante nosotros una barrera invisible: un cansancio del
corazón más que de los miembros.
—¡Cierto!—dijo Legolas—. Lo he sabido desde
que bajamos de Emyn Muil. Pues esa voluntad no está detrás de nosotros, sino
delante.
Apuntó por encima de las tierras de Rohan
hacia el oeste oscuro bajo la luna creciente.
—¡Saruman!—murmuró Aragorn—. ¡Pero no nos
hará volver! Nos detendremos una vez más, eso sí, pues mirad: la luna misma
está hundiéndose en nubes. Hacia el norte, entre las lomas y los pantanos, irá
nuestra ruta, cuando vuelva el día.
Como otras veces Legolas fue el primero en
despertar, si en verdad había dormido. —¡Despertad! ¡Despertad!—gritó—. Es un
amanecer rojo. Cosas extrañas nos esperan en los lindes del bosque. Buenas o
malas, no lo sé, pero nos llaman. ¡Despertad!
Los otros se incorporaron de un salto y
casi en seguida se pusieron de nuevo en marcha. Poco a poco las lomas fueron
acercándose. Faltaba aún una hora para el mediodía cuando las alcanzaron: unas
elevaciones verdes de cimas desnudas que corrían en línea recta hacia el norte.
Al pie de estos cerros el suelo era duro y la hierba corta; pero una larga
franja de tierra inundada, de unas diez millas de ancho [16 kilómetros],
los separaba del río, deambulando entre macizos indistintos de cañas y juncos.
Justo al oeste de la pendiente más meridional había un anillo amplio donde la
hierba había sido arrancada y pisoteada por muchos pies. Desde allí la pista de
los orcos iba otra vez hacia el norte a lo largo de las faldas resecas de las
lomas. Aragorn se detuvo y examinó las huellas de cerca.
—Descansaron aquí un rato—dijo—, pero aún
las huellas que van al norte son viejas. Temo que el corazón te haya dicho la
verdad, Legolas: han pasado tres veces doce horas, creo, desde que los orcos
estuvieron aquí. Si mantuvieron ese paso, ayer a la caída del sol debieron
llegar a los lindes de Fangorn
—No veo nada al norte y al oeste; sólo unos
pastos entre la niebla—dijo Gimli—. ¿Podríamos ver el bosque, si subimos a las
colinas?
—Está lejos aún—dijo Aragorn—. Si recuerdo
bien, estas lomas corren ocho leguas [39 kilómetros] o más hacia el norte,
y luego al noroeste se extienden otras tierras hasta el nacimiento del
Entaguas; otras quince leguas [72 kilómetros] quizá.
—Pues bien, partamos—dijo Gimli—. Mis
piernas tienen que ignorar las millas. Así estarán más dispuestas, si el
corazón me pesa menos.
El sol se ponía cuando empezaron a
acercarse al extremo norte de las lomas. Habían marchado muchas horas sin
tomarse descanso. Iban lentamente ahora y Gimli se inclinaba hacia adelante.
Los enanos son duros como piedras para el trabajo o los viajes, pero esta
cacería interminable comenzaba a abrumarlo, más aún porque ya no alimentaba
ninguna esperanza. Aragorn caminaba detrás, ceñudo y silencioso, agachándose de
cuando en cuando a observar una marca o señal en el suelo. Sólo Legolas
caminaba con la ligereza de siempre apoyándose apenas en la hierba, no dejando
ninguna huella detrás; pero en el pan del camino de los elfos, encontraba toda
la sustancia que podía necesitar, y era capaz de dormir, si eso podía llamarse
dormir, descansando la mente en los extraños senderos de los sueños élficos, aún
caminando con los ojos abiertos a la luz del mundo.
—¡Subamos por esta colina verde!—dijo. Lo
siguieron trabajosamente, trepando por una pendiente larga, hasta que llegaron
a la cima. Era una colina redonda, lisa y desnuda, que se alzaba separada de
las otras en el extremo septentrional de la cadena. El sol se puso y las
sombras de la noche cayeron como una cortina. Estaban solos en un mundo gris e
informe sin medidas ni marcas. Sólo muy lejos al noroeste la oscuridad era más
densa, sobre un fondo de luz moribunda: las montañas Nubladas y los bosques
próximos.
—Nada se ve que pueda guiarnos—dijo Gimli—.
Bueno, tenemos que detenernos otra vez y pasar la noche. ¡Está haciendo frío!
—El viento viene de las nieves del norte—dijo
Aragorn.
—Y antes que amanezca cambiará al este—dijo
Legolas—. Pero descansad, si tenéis que hacerlo. Mas no abandonéis toda
esperanza. Del día de mañana nada sabemos aún. La solución se encuentra a
menudo a la salida del sol.
—En esta cacería ya hemos visto subir tres
soles y no nos trajeron ninguna solución—dijo Gimli.
La noche era más y más fría. Aragorn y Gimli
dormían a los saltos y cada vez que despertaban veían a Legolas de pie junto a
ellos, o caminando de aquí para allá, canturreando en su propia lengua; y
mientras cantaba, las estrellas blancas se abrieron en la dura bóveda negra de
allá arriba. Así pasó la noche. Juntos observaron el alba que crecía lentamente
en el cielo, ahora desnudo y sin nubes, hasta que al fin asomó el sol, pálido y
claro. El viento soplaba del este y había arrastrado todas las nieblas; unos
campos vastos y desiertos se extendían alrededor de la luz huraña.
Adelante y al este vieron las tierras altas
y ventosas de las mesetas de Rohan, que habían vislumbrado días antes desde el río
Grande. Al noroeste se adelantaba el bosque oscuro de Fangorn; los lindes
sombríos estaban aún a diez leguas [48 kilómetros] de distancia y más allá unas pendientes
montañosas se perdían en el azul de la lejanía. En el horizonte, como flotando
sobre una nube gris, brillaba la cabeza blanca del majestuoso Methedras, el
último pico de las montañas Nubladas. El Entaguas salía del bosque e iba hacia
ellos, corriendo ahora por un cauce estrecho, entre barrancas profundas. Las
huellas de los orcos dejaron las lomas y se encaminaron al río.
Siguiendo con ojos penetrantes el rastro
que llevaba al río y luego el curso del río hasta el bosque, Aragorn vio una
sombra en el verde distante, una mancha oscura que se movía rápidamente. Se
arrojó al suelo y escuchó otra vez con atención. Pero Legolas, de pie junto a
él, protegiéndose los brillantes ojos élficos con una mano larga y delgada, no
vio una sombra, ni una mancha, sino las figuras pequeñas de unos jinetes,
muchos jinetes, y en las puntas de las lanzas el reflejo matinal, como el
centelleo de unas estrellas diminutas que los ojos no alcanzaban a ver. Lejos
detrás de ellos un humo oscuro se elevaba en delgadas volutas.
El silencio reinaba en los campos desiertos
de alrededor y Gimli podía oír el aire que se movía en las hierbas.
—¡Jinetes!—exclamó Aragorn incorporándose
bruscamente—. ¡Muchos jinetes montados en corceles rápidos vienen hacia aquí!
—Sí—dijo Legolas—, son ciento cinco. Los
cabellos son rubios y las espadas brillantes. El jefe es muy alto.
Aragorn sonrió. —Penetrantes son los ojos
de los elfos—dijo.
—No. Los jinetes están a poco más de cinco
leguas [24
kilómetros]—dijo Legolas.
—Cinco leguas o una—dijo Gimli—, no podemos
escapar en esta tierra desnuda. ¿Los esperaremos aquí o seguiremos adelante?
—Esperaremos—dijo Aragorn—. Estoy cansado y
la cacería ya no tiene sentido. Al menos otros se nos adelantaron, pues esos
jinetes vienen cabalgando por la pista de los orcos. Quizá nos den alguna
noticia.
—O lanzas—dijo Gimli.
—Hay tres monturas vacías, pero no veo
ningún hobbit—dijo Legolas.
—No hablé de buenas noticias—dijo Aragorn—,
pero buenas o malas las esperaremos aquí.
Los tres compañeros dejaron la cima de la
loma, donde podían ser un fácil blanco contra el cielo claro y bajaron
lentamente por la ladera norte. Un poco antes de llegar a los pies de la loma y
envolviéndose en las capas, se sentaron juntos en las hierbas marchitas. El
tiempo pasó lenta y pesadamente. Había un viento leve, que no dejaba de soplar.
Gimli no estaba tranquilo.
—¿Qué sabes de esos hombres a caballo,
Aragorn?—dijo—. ¿Nos quedaremos aquí sentados esperando una muerte súbita?
—He estado entre ellos—respondió Aragorn—.
Son orgullosos y porfiados, pero sinceros de corazón, generosos en pensamiento
y actos, audaces pero no crueles; sabios pero poco doctos, no escriben libros
pero cantan muchas canciones parecidas a las que cantaban los niños de los hombres
antes de los Años Oscuros. Mas no sé qué ha ocurrido aquí en los últimos
tiempos y en qué andan ahora los rohirrim, acorralados quizás entre el traidor
Saruman y la amenaza de Sauron. Han sido mucho tiempo amigos de la gente de
Gondor, aunque no son parientes. Eorl el Joven los trajo del norte en años ya
olvidados y están emparentados sobre todo con los bárdidos de Valle y los beórnidas
del bosque, entre quienes pueden verse aún muchos hombres altos y hermosos,
como los jinetes de Rohan. Al menos no son amigos de los orcos.
—Pero Gandalf oyó el rumor de que rinden
tributo a Mordor—dijo Gimli.
—Lo creo no más que Boromir—le respondió
Aragorn.
—Pronto sabréis la verdad—dijo Legolas—. Ya
están cerca.
Ahora aún Gimli podía escuchar el ruido
lejano de los caballos al galope. Los jinetes, siguiendo la huella, se habían
apartado del río y estaban acercándose a las lomas. Cabalgaban como el viento.
Unos gritos claros y fuertes resonaron en
los campos. De pronto los jinetes llegaron con un ruido de trueno y el que iba
delante se desvió, pasando al pie de la colina y conduciendo a la tropa hacia
el sur a lo largo de las laderas occidentales. Los otros lo siguieron: una
larga fila de hombres en cota de malla, rápidos, resplandecientes, terribles y
hermosos.
Los caballos eran de gran alzada, fuertes y
de miembros ágiles; los pelajes grises relucían, las largas colas flotaban al
viento, las melenas habían sido trenzadas sobre los pescuezos altivos. Los
hombres que los cabalgaban armonizaban con ellos: grandes, de piernas largas;
los cabellos rubios como el lino asomaban bajo los cascos ligeros y les caían
en largas trenzas por la espalda; las caras eran serias y fuertes. Venían
esgrimiendo unas altas lanzas de fresno y unos escudos pintados les colgaban
sobre las espaldas; en los cinturones llevaban unas espadas largas y las
lustrosas camisas de malla les llegaban a las rodillas.
Galopaban en parejas y aunque de cuando en
cuando uno de ellos se alzaba en los estribos y miraba adelante y a los
costados, no parecieron advertir la presencia de los tres extraños que estaban
sentados en silencio y los observaban. La tropa casi había pasado cuando
Aragorn se incorporó de pronto y llamó en voz alta:
—¿Qué noticias hay del norte, jinetes de
Rohan?
Con una rapidez y una habilidad asombrosas,
los jinetes refrenaron los caballos, dieron media vuelta, y regresaron a la
carrera. Pronto los tres compañeros se encontraron dentro de un anillo de
jinetes que se movían en círculos, subiendo y bajando por la falda de la
colina, y acercándose cada vez más. Aragorn esperaba de pie, en silencio, y los
otros estaban sentados sin moverse, preguntándose qué resultaría de todo esto.
Sin una palabra o un grito, de súbito, los
jinetes se detuvieron. Un muro de lanzas apuntaba hacia los extraños, y algunos
de los hombres esgrimían arcos tendidos, con las flechas en las cuerdas. Luego
uno de ellos se adelantó, un hombre alto, más alto que el resto; sobre el yelmo
le flotaba como una cresta una cola de caballo blanca. El hombre avanzó hasta
que la punta de la lanza tocó casi el pecho de Aragorn. Aragorn no se movió.
—¿Quién eres y qué haces en esta tierra?—dijo
el jinete hablando en la lengua común del oeste y con una entonación y de una
manera que recordaba a Boromir, hombre de Gondor.
—Me llaman Trancos—dijo Aragorn—. Vengo del
norte. Estoy cazando orcos.
El jinete se apeó. Le dio la lanza a otro
que se acercó a caballo y desmontó junto a él, sacó la espada y se quedó
mirando de frente a Aragorn, atentamente y no sin asombro. Al fin habló de
nuevo.
—En un principio pensé que vosotros mismos
erais orcos—dijo—, pero veo ahora que no es así. En verdad conocéis poco de
orcos si esperáis cazarlos de esta manera. Eran rápidos y muy numerosos, e iban
bien armados. Si los hubieseis alcanzado, los cazadores se habrían convertido
pronto en presas. Pero hay algo raro en ti, Trancos. —Dos ojos claros y
brillantes se clavaron de nuevo en el montaraz. —No es nombre de hombres el que
tú me dices. Y esas ropas vuestras también son raras. ¿Salisteis de la hierba?
¿Cómo escapasteis a nuestra vista? ¿Sois elfos?
—No—dijo Aragorn—. Sólo uno de nosotros es
un elfo, Legolas del reino de los bosques en el distante bosque Negro. Pero
pasamos por Lothlórien y nos acompañan los dones y favores de la dama.
El jinete los miró con renovado asombro,
pero los ojos se le endurecieron. —¡Entonces hay una dama en
el bosque Dorado como dicen las viejas historias!—exclamó. —Pocos escapan a las
redes de esa mujer, dicen. ¡Extraños días! Pero si ella os protege, entonces
quizá seáis también echadores de redes y hechiceros.—Miró de pronto fríamente a
Legolas y a Gimli. —¿Por qué estáis tan callados?—preguntó.
Gimli se incorporó y se plantó firmemente
en el suelo, con los pies separados y una mano en el mango del hacha. Le
brillaban los ojos oscuros, coléricos. —Dame tu nombre, señor de caballos, y te
daré el mío y también algo más—dijo.
—En cuanto a eso—dijo el jinete observando
desde arriba al enano—, el extraño tiene que darse a conocer primero. No
obstante te diré que me llamo Éomer hijo de Éomund y soy tercer mariscal de la
Marca de los jinetes.
—Entonces Éomer hijo de Éomund, tercer mariscal
de la Marca de los jinetes, permite que Gimli el enano hijo de Glóin te
advierta que no digas necedades. Habla mal de lo que es hermoso más allá de tus
posibilidades de comprensión y sólo el poco entendimiento podría excusarte.
Los ojos de Éomer relampaguearon y los hombres
de Rohan murmuraron airadamente y cerraron el círculo, adelantando las lanzas. —Te
rebanaría la cabeza. Señor enano, si se alzara un poco más del suelo—dijo Éomer.
—El enano no está solo—dijo Legolas
poniendo una flecha y tendiendo el arco con unas manos tan rápidas que la vista
no podía seguirlas—. Morirías antes que alcanzaras a golpear.
Éomer levantó la espada y las cosas
pudieron haber ido mal, pero Aragorn saltó entre ellos alzando la mano. —¡Perdón,
Éomer!—gritó—. Cuando sepas más, entenderás por qué has molestado a mis
compañeros. No queremos ningún mal para Rohan, ni para ninguno de los que ahí
habitan, sean hombres o caballos. ¿No oirás nuestra historia antes de
atacarnos?
—La oiré—dijo Éomer, bajando la hoja—. Pero
sería prudente que quienes andan de un lado a otro por la Marca de los jinetes
fueran menos orgullosos en estos días de incertidumbre. Primero dime tu
verdadero nombre.
—Primero dime a quién sirves—replicó
Aragorn—. ¿Eres amigo o enemigo de Sauron, el Señor Oscuro de Mordor?
—Sólo sirvo al señor de la Marca, el rey
Théoden hijo de Thengel—respondió Éomer—. No servimos al Poder del lejano País
Negro, pero tampoco estamos en guerra con él, y si estás huyendo de Sauron será
mejor que dejes estas regiones. Hay dificultades ahora en todas nuestras
fronteras y estamos amenazados; pero sólo deseamos ser libres y vivir como
hemos vivido hasta ahora, conservando lo que es nuestro y no sirviendo a ningún
señor extraño, bueno o malo. En épocas mejores agasajábamos a quienes venían a
vernos, pero en este tiempo los extraños que no han sido invitados nos
encuentran dispuestos a todo. ¡Vamos! ¿Quién eres tú? ¿A quién sirves tú? ¿En
nombre de quién estás cazando orcos en nuestras tierras?
—No sirvo a ningún hombre—dijo Aragorn—,
pero persigo a los sirvientes de Sauron en cualquier sitio que se encuentren.
Pocos hay entre los hombres mortales que sepan más de orcos y no los cazo de
este modo porque lo haya querido así. Los orcos a quienes perseguimos tomaron
prisioneros a dos de mis amigos. En semejantes circunstancias el hombre que no
tiene caballo irá a pie y no pedirá permiso para seguir el rastro. Ni contará
las cabezas del enemigo salvo con la espada. No estoy desarmado.
Aragorn echó atrás la capa. La vaina élfica
centelleó y la hoja brillante de Andúril resplandeció con una llama súbita. —¡Elendil!—gritó—.
Soy Aragorn hijo de Arathorn
y me llaman Elessar, Piedra de Elfo, dúnadan, heredero de Isildur de Gondor,
hijo de Elendil. ¡He aquí la espada que estuvo rota una vez y fue forjada de
nuevo! ¿Me ayudarás o te opondrás a mí? ¡Escoge rápido!
Gimli y Legolas miraron asombrados a
Aragorn, pues nunca lo habían visto así antes. Parecía haber crecido en
estatura y en cambio a Éomer se le veía más pequeño. En la cara animada de
Aragorn asomó brevemente el poder y la majestad de los reyes de piedra. Durante
un momento Legolas creyó ver una llama blanca que ardía sobre la frente de
Aragorn como una corona brillante.
Éomer dio un paso atrás con una expresión
de temor reverente en la cara. Bajó los ojos. —Días muy extraños son estos en
verdad—murmuró—. Sueños y leyendas brotan de las hierbas mismas.
»Dime, señor—dijo—, ¿qué te trae aquí? ¿Qué
significado tienen esas palabras oscuras? Hace ya tiempo Boromir hijo de
Denethor fue en busca de una respuesta y el caballo que le prestamos volvió sin
jinete. ¿Qué destino nos traes del norte?
—El destino de una elección—dijo Aragorn—.
Puedes decirle esto a Théoden hijo de Thengel: le espera una guerra declarada,
con Sauron o contra él. Nadie podrá vivir ahora como vivió antes y pocos
conservarán lo que tienen. Pero de estos importantes asuntos hablaremos más
tarde. Si la suerte lo permite, yo mismo iré a ver al rey. Ahora me encuentro
en un grave apuro y pido ayuda, o por lo menos alguna noticia. Ya oíste que
perseguimos a una tropa de orcos que se llevaron a nuestros amigos. ¿Qué puedes
decirnos?
—Que no necesitas continuar persiguiéndolos—dijo
Éomer—. Los orcos fueron destruidos.
—¿Y nuestros amigos?
—No encontramos sino orcos.
—Eso es raro en verdad—dijo Aragorn—.
¿Buscaste entre los muertos? ¿No había otros cadáveres aparte de los orcos?
Eran gente pequeña, quizá sólo unos niños a tus ojos, descalzos, pero vestidos
de gris.
—No había enanos ni niños—dijo Éomer—.
Contamos todas las víctimas y las despojamos de armas y suministros. Luego las
apilamos y las quemamos en una hoguera, como es nuestra costumbre. Las cenizas
humean aún.
—No hablamos de enanos o de niños—dijo
Gimli—. Nuestros amigos eran hobbits.
—¿Hobbits?—dijo Éomer—. ¿Qué es eso?
Un nombre extraño.
—Un nombre extraño para una gente extraña—dijo
Gimli—, pero éstos nos eran muy queridos. Ya habéis oído en Rohan, parece, las
palabras que perturbaron a Minas Tirith. Hablaban de un mediano. Estos hobbits
son medianos.
—¡Medianos!—rio el jinete que estaba
junto a Éomer—. ¡Medianos! Pero son sólo una gentecita que aparece en las
viejas canciones y los cuentos infantiles del norte. ¿Dónde estamos, en el país
de las leyendas o en una tierra verde a la luz del sol?
—Un hombre puede estar en ambos sitios—dijo
Aragorn—. Pues no nosotros sino otras gentes que vendrán más tarde contarán las
leyendas de este tiempo. ¿La tierra verde, dices? ¡Buen asunto para una leyenda,
aunque te pasees por ella a la luz del día!
—El tiempo apura—dijo el jinete sin prestar
oídos a Aragorn—. Tenemos que darnos prisa hacia el sur, señor. Dejemos que
estas gentes se ocupen de sus propias fantasías. O atémoslos para llevarlos al
rey.
—¡Paz, Eothain!—dijo Éomer en su propia
lengua—. Déjame un rato. Dile al éored que se junten en el camino y se
preparen para cabalgar hasta el Entaguas.
Eothain se retiró murmurando entre dientes
y les habló a los otros. La tropa se alejó y dejó solo a Éomer con los tres
compañeros.
—Todo lo que cuentas es extraño, Aragorn—dijo—.
Sin embargo, dices la verdad, es evidente; los hombres de la Marca no mienten
nunca y por eso mismo no se los engaña con facilidad. Pero no has dicho todo.
¿No hablarás ahora más a fondo de tus propósitos, para que yo pueda decidir?
—Salí de Imladris, como se la llama en los
cantos, hace ya muchas semanas—respondió Aragorn—. Conmigo venía Boromir de
Minas Tirith. Mi propósito era llegar a esa ciudad con el hijo de Denethor,
para ayudar a su gente en la guerra contra Sauron. Pero la Compañía con quien
he viajado perseguía otros asuntos. De esto no puedo hablar ahora. Gandalf el
Gris era nuestro guía.
—¡Gandalf!—exclamó Éomer—. ¡Gandalf Capagrís,
como se lo conoce en la Marca! Pero te advierto que el nombre de Gandalf ya no
es una contraseña para alcanzar el favor del rey. Ha sido huésped del reino
muchas veces en la memoria de los hombres, yendo y viniendo a su antojo, luego
de unos meses, o luego de muchos años. Es siempre el heraldo de acontecimientos
extraños; un portador del mal, dicen ahora algunos.
»En verdad desde la última venida de
Gandalf todo ha ido para peor. En ese tiempo comenzaron nuestras dificultades
con Saruman el Blanco. Hasta entonces contábamos a Saruman entre nuestros amigos,
pero Gandalf vino y nos anunció que una guerra súbita estaba preparándose en
Isengard. Dijo que él mismo había estado prisionero en Orthanc y que había
escapado a duras penas y pedía ayuda. Pero Théoden no quiso escucharlo y
Gandalf se fue. ¡No pronuncies el nombre de Gandalf en voz alta si te
encuentras con Théoden! Está furioso, pues Gandalf se llevó el caballo que
llaman Sombragrís, el más precioso de los corceles del rey, jefe de los mearas
que sólo el señor de la Marca puede montar. Pues el padre de esta raza era el
gran caballo de Eorl que conocía el lenguaje de los hombres. Sombragrís volvió
hace siete noches, pero la cólera del rey no se ha apaciguado, pues el caballo
es ahora salvaje y no permite que nadie lo monte.
—Entonces Sombragrís ha encontrado solo su
camino desde el lejano norte—dijo Aragorn—, pues fue allí donde él y Gandalf se
separaron. Pero, ay, Gandalf no volverá a cabalgar. Cayó en las tinieblas de
las Minas de Moria y nadie lo vio otra vez.
—Malas nuevas son éstas—dijo Éomer—. Al
menos para mí y para muchos; aunque no para todos como descubrirás si ves al
rey.
—Nadie podría entender ahora en estos
territorios hasta qué extremo son malas nuevas, aunque quizá lo comprueben
amargamente antes que el año avance mucho más—dijo Aragorn—. Pero cuando los
grandes caen, los pequeños ocupan sus puestos. Mi parte ha sido guiar a la
Compañía por el largo camino que viene de Moria. Viajamos cruzando Lórien (y a
este respecto sería bueno que te enteraras de la verdad antes de hablar otra
vez), y luego bajamos por el río Grande hasta los saltos de Rauros. Allí los
orcos que tú destruiste mataron a Boromir.
—¡Tus noticias son todas de desgracias!—exclamó
Éomer, consternado—. Esta muerte es una gran pérdida para Minas Tirith y para
todos nosotros. Boromir era un hombre digno, todos lo alababan. Pocas veces
venía a la Marca, pues estaba siempre en las guerras de las fronteras del este,
pero yo lo conocí. Me recordaba más a los rápidos hijos de Eorl que a los graves
hombres de Gondor, y hubiera sido un gran capitán. No nos ha llegado de Gondor
noticia de esta desgracia. ¿Cuándo murió?
—Han pasado ya cuatro días—dijo Aragorn—y
aquella misma tarde dejamos la sombra del Tol Brandir y hemos venido viajando
hasta ahora.
—¿A pie?—exclamó Éomer.
—Sí, así como nos ves.
Éomer parecía estupefacto. —Trancos
es un nombre que no te hace justicia, hijo de Arathorn—dijo—. Yo te llamaría Pies
Alados. Esta hazaña de los tres amigos tendría que ser cantada en muchos
castillos. ¡No ha concluido el cuarto día y ya habéis recorrido cuarenta y
cinco leguas [217
kilómetros]! ¡Fuerte es la raza de Elendil!
»Pero ahora, señor, ¿cómo podría ayudarte?
Tendría que volver en seguida a avisar a Théoden. He hablado con cierta
prudencia ante mis hombres. Es cierto que aún no estamos en guerra declarada
con el País Negro y algunos, próximos a la oreja del rey, dan consejos
cobardes, pero la guerra se acerca. No olvidamos nuestra vieja alianza con
Gondor y cuando ellos luchen los ayudaremos: así pienso yo y todos aquellos que
me acompañan. La Marca del Este está a mi cuidado, el distrito del tercer mariscal,
y he sacado de aquí todas las manadas y las gentes que las cuidan, dejando sólo
unos pocos guardias y centinelas.
—¿Entonces no pagáis tributo a Sauron?—preguntó
Gimli.
—Ni ahora ni nunca—dijo Éomer y un
relámpago le pasó por los ojos—, aunque he oído hablar de esa mentira. Hace
algunos años el señor del País Negro deseó comprarnos algunos caballos a buen
precio, pero nos rehusamos, pues emplean las bestias para malos propósitos.
Entonces mandó una tropa de orcos, que saquearon nuestras tierras y se llevaron
lo que pudieron, eligiendo siempre los caballos negros: de éstos pocos quedan
ahora. Por esa razón nuestra enemistad con los orcos tiene un sabor amargo.
»Pero en este momento nuestra mayor
preocupación es Saruman. Se ha declarado señor de todos estos territorios y
desde hace varios meses estamos en guerra. Ha reclutado orcos y jinetes de
lobos y hombres malignos y nos cerró los caminos de El Paso y así es posible
que nos asalten desde el este y el oeste.
»No es bueno toparse con semejante enemigo:
un mago a la vez astuto y tropelista que tiene muchos disfraces. Va de un lado
a otro, dicen, encapuchado y envuelto en una capa, muy parecido a Gandalf, como
muchos recuerdan ahora. Los espías que tiene a su servicio se escurren por
todas partes y sus pájaros de mal agüero recorren el cielo. No sé qué fin nos
espera y estoy preocupado, pues tengo la impresión de que sus amigos no son
todos de Isengard. Pero si vienes a casa del rey, lo verás por ti mismo. ¿No
quieres venir? ¿Es vana mi esperanza de que hayas sido enviado para ayudarme en
estas dudas y aprietos?
—Iré cuando pueda—dijo Aragorn.
—¡Ven ahora!—dijo Éomer—. El heredero de
Elendil sería sin duda un fuerte apoyo para los hijos de Eorl en estos tiempos
aciagos. Ahora mismo se está librando una batalla en Oestemnet y temo que
termine mal para nosotros.
»En verdad en este viaje por el norte partí
sin autorización del rey y han quedado pocos guardias en la casa. Pero los
centinelas me advirtieron que una tropa de orcos bajó de la Muralla del Este
hace tres noches y que algunos de ellos llevaban las insignias blancas de
Saruman. De modo que sospechando lo que más temo, una alianza entre Orthanc y
la Torre Oscura, me puse a la cabeza de mis éoreds, hombres de mi propia
casa. Alcanzamos a los orcos a la caída de la noche hace ya dos días, cerca de
los lindes del bosque de Ent. Allí los rodeamos y ayer al alba libramos la
batalla. Ay, perdí quince hombres y doce caballos. Pues los orcos eran mucho
más numerosos de lo que habíamos creído. Otros se unieron a ellos, viniendo del
este a través del río Grande: se ven claramente las huellas un poco al norte de
aquí. Y otros vinieron del bosque. Orcos de gran tamaño que también exhibían la
Mano Blanca de Isengard; esta especie es más fuerte y cruel que todos los
otros.
»Sin embargo, terminamos con ellos. Pero
nos alejamos demasiado. Nos necesitan en el sur y el oeste. ¿No vendrás? Sobran
caballos, como ves. Hay trabajo suficiente para la espada. Sí, y quizá podamos
servirnos también del hacha de Gimli y del arco de Legolas, si me perdonan lo
que he dicho de la dama del bosque. Sólo digo lo que dicen los hombres de mi
tierra y me complacería enderezar mi error.
—Te agradezco tus buenas palabras—dijo
Aragorn—y en mi corazón desearía acompañarte, pero no puedo abandonar a mis
amigos mientras haya alguna esperanza.
—Esperanzas no hay—dijo Éomer—. No
encontrarás a tus amigos en las fronteras del norte.
—Sin embargo, no están detrás de nosotros.
No lejos de la Muralla del Este encontramos una prueba clara de que uno de
ellos al menos estaba con vida allí. Pero entre la muralla y las lomas no había
más señales y no vimos ninguna huella que se desviara a un lado o a otro, si
mis talentos no me han abandonado.
—¿Qué fue de ellos entonces?
—No lo sé. Quizá murieron y ardieron junto
con los orcos, pero tú me dices que esto no puede ser y yo no lo temo. Quizá
los llevaron al bosque antes de la batalla, quizás aún antes de que cercaras a
los enemigos. ¿Estás seguro de que nadie escapó a tus redes?
—Puedo jurar que ningún orco escapó, desde
el momento que los vimos—dijo Éomer—. Llegamos a los lindes antes que ellos y
si alguna criatura rompió después el cerco, entonces no era un orco y tenía
algún poder élfico.
—Nuestros amigos estaban vestidos como
nosotros—dijo Aragorn—y tú pasaste a nuestro lado sin vernos a la plena luz del
día.
—Lo había olvidado—dijo Éomer—. Es difícil
estar seguro de algo entre tantas maravillas. Todo en este mundo está teniendo
un aire extraño. Elfos y enanos recorren juntos nuestras tierras y hay gente
que habla con la dama del bosque y continúa con vida, y vuelve a la guerra la espada
que fue rota hace largas edades, antes de que los padres de nuestros padres
cabalgaran en la Marca. ¿Cómo encontrar el camino recto en semejante época?
—Como siempre—dijo Aragorn—. El mal y el
bien no han cambiado desde ayer, ni tienen un sentido para los elfos y enanos y
otro para los hombres. Corresponde al hombre discernir entre ellos, tanto en el
bosque de Oro como en su propia casa.
—Muy cierto—dijo Éomer—. No dudo de ti, ni
de lo que me dicta el corazón. Pero no soy libre de hacer lo que quiero. Está
contra la ley permitir que gente extranjera ande a su antojo por nuestras
tierras, hasta que el rey mismo les haya dado permiso, y la prohibición es más
estricta en estos días peligrosos. Te he pedido que vengas conmigo
voluntariamente y te has negado. No seré yo quien inicie una lucha de cien
contra tres.
—No creo que tus leyes se apliquen a estas
circunstancias—dijo Aragorn—y ciertamente no soy un extranjero, pues he estado
antes en estas tierras, más de una vez, y he cabalgado con las tropas de los rohirrim,
aunque con otro nombre y otras ropas. A ti no te he visto antes, pues eres
joven, pero he hablado con Éomund, tu padre, y con Théoden hijo de Thengel. En
otros tiempos los altos señores de estas tierras nunca hubieran obligado a un
hombre a abandonar una búsqueda como la mía. Al menos mi obligación es clara:
continuar. Vamos, hijo de Éomund, decídete a elegir. Ayúdanos, o en el peor de
los casos déjanos en libertad. O aplica las leyes. Si así lo haces serán menos
quienes regresen a tu guerra o a tu rey.
Éomer calló un momento y al fin habló. —Los
dos tenemos prisa—dijo—. Mi compañía está deseando partir y tus esperanzas se
debilitan hora a hora. Esta es mi elección. Te dejaré ir y además te prestaré
unos caballos. Sólo esto te pido: cuando hayas terminado tu búsqueda, o la
hayas abandonado, vuelve con los caballos por el vado de Ent hasta Meduseld, la
alta casa de Edoras donde Théoden reside ahora. Así le probarás que no me he
equivocado. En esto quizá me juegue la vida, confiando en tu veracidad. No
faltes a tu obligación.
—No lo haré—dijo Aragorn.
Cuando Éomer ordenó que los caballos
sobrantes fueran prestados a los extranjeros, los demás jinetes se
sorprendieron y cambiaron entre ellos miradas sombrías y desconfiadas; pero
sólo Eothain se atrevió a hablar francamente.
—Quizás esté bien para este señor que dice
ser de la raza de Gondor—comentó—, ¿pero
quién ha oído hablar de prestarle a un enano un caballo de la Marca?
—Nadie—dijo Gimli—. Y no te preocupes,
nadie lo oirá nunca. Antes prefiero ir a pie que sentarme en el lomo de una
bestia tan grande, aunque me la dieran de buena gana.
—Pero tienes que montar o serás una carga
para nosotros—dijo Aragorn.
—Vamos, te sentarás detrás de mí, amigo
Gimli—dijo Legolas—. Todo estará bien entonces y no tendrás que preocuparse ni
por el préstamo ni por el caballo mismo.
Le dieron a Aragorn un caballo grande, de
pelaje gris oscuro y él lo montó. —Se llama Hasufel—dijo Éomer—.
¡Que te lleve bien y hacia una mejor fortuna que la de Gárulf, su último dueño!
A Legolas le trajeron un caballo más
pequeño y ligero, pero más arisco y fogoso. Se llamaba Arod. Pero Legolas pidió
que le sacaran la montura y las riendas. —No las necesito—dijo y lo
montó ágilmente de un salto y ante el asombro de los otros, Arod se mostró
manso y dócil bajo Legolas y bastaba una palabra para que fuera o viniera en
seguida de aquí para allá; tal era la manera de los elfos con todas las buenas
bestias. Pusieron a Gimli detrás de Legolas y se aferró al elfo, no mucho más
tranquilo que Sam Gamyi en una embarcación.
—¡Adiós y que encuentres lo que buscas!—gritó
Éomer—. Vuelve lo más rápido que puedas, ¡y que juntas brillen entonces
nuestras espadas!
—Vendré—dijo Aragorn.
—Y yo también vendré—dijo Gimli—. El asunto
de la dama Galadriel no está todavía claro. Aún tengo que enseñarte el lenguaje
de la cortesía.
—Ya veremos—dijo Éomer—. Se han visto
tantas cosas extrañas que aprender a alabar a una hermosa dama bajo los amables
hachazos de un enano no parecerá mucha maravilla. ¡Adiós!
Los caballos de Rohan se alejaron
rápidamente. Cuando poco después Gimli volvió la cabeza, la compañía de Éomer
era ya una mancha pequeña y distante. Aragorn no miró atrás: observaba las
huellas mientras galopaban, con la cabeza pegada al pescuezo de Hasufel. No
había pasado mucho tiempo cuando llegaron a los límites del Entaguas y allí
encontraron el rastro de que había hablado Éomer y que bajaba de las mesetas
del este.
Aragorn desmontó y examinó el suelo; en
seguida, volviendo a montar de un salto, cabalgó un tiempo hacia el este,
manteniéndose a un lado y evitando pisar el rastro. Luego se apeó otra vez y
escudriñó el terreno adelante y atrás.
—Hay poco que descubrir—dijo al volver—. El
rastro principal está todo confundido con las huellas de los jinetes que venían
de vuelta; de ida pasaron sin duda más cerca del río. Pero el rastro que va
hacia el este es reciente y claro. No hay huellas de pies en la otra dirección,
hacia el Anduin. Cabalgaremos ahora más lentamente asegurándonos de que no haya
rastros de otras huellas a los lados. Los orcos tienen que haberse dado cuenta
aquí de que los seguían; quizás intentaron llevarse lejos a los cautivos antes
que les dieran alcance.
Mientras se adelantaban cabalgando, el día
se nubló. Unas nubes grises y bajas vinieron de la Meseta. Una niebla amortajó
el sol. Las laderas arboladas de Fangorn se elevaron, oscureciéndose a medida
que el sol descendía. No vieron signos de ninguna huella a la derecha o a la
izquierda, pero de vez en cuando encontraban el cadáver de un orco, que había
caído en plena carrera y que ahora yacía con unas flechas de penacho gris
clavadas en la espalda o la garganta.
Al fin, cuando el sol declinaba, llegaron a
los lindes del bosque y en un claro que se abría entre los primeros árboles
encontraron los restos de una gran hoguera: las cenizas estaban todavía
calientes y humeaban. Al lado había una gran pila de cascos y cotas de malla,
escudos hendidos y espadas rotas, arcos y dardos y otros instrumentos de guerra
y sobre la pila una gran cabeza empalada: la insignia blanca podía verse aún en
el casco destrozado. Más allá, no lejos del río, que fluía saliendo del bosque,
había un montículo. Lo habían levantado recientemente: la tierra desnuda estaba
recubierto de terrones con hierba y alrededor habían clavado quince lanzas.
Aragorn y sus compañeros inspeccionaron
todos los rincones del campo de batalla, pero la luz disminuía y pronto cayó la
noche, oscura y neblinosa. No habían encontrado aún ningún rastro de Merry y
Pippin.
—Más no podemos hacer—dijo Gimli
tristemente—. Hemos tropezado con muchos enigmas desde que llegamos a Tol
Brandir, pero este es el más difícil de descifrar. Apostaría a que los huesos
quemados de los hobbits están mezclados con los de los orcos. Malas noticias
para Frodo, si llega a enterarse un día, y malas también para el viejo hobbit
que espera en Rivendel. Elrond se oponía a que vinieran.
—Gandalf no—dijo Legolas.
—Pero Gandalf eligió venir él mismo y fue
el primero que se perdió—respondió Gimli—. No alcanzó a ver bastante lejos.
—El consejo de Gandalf no se fundaba en la
posible seguridad de él mismo o de los otros—intervino Aragorn—. De ciertas
empresas podría decirse que es mejor emprenderlas que rechazarlas, aunque el
fin se anuncie sombrío. Pero no dejaré todavía este lugar. En todo caso hemos
de esperar aquí la luz de la mañana.
Acamparon poco más allá del campo de
batalla bajo un árbol frondoso: parecía un castaño y sin embargo tenía aún las
hojas anchas y ocres del año anterior, como manos secas que mostraban los
largos dedos; murmuraban tristemente en el viento de la noche.
Gimli tuvo un escalofrío. Habían traído
sólo una manta para cada uno. —Encendamos un
fuego—dijo—. El peligro ya no me importa. Que los orcos vengan apretados como
falenas de verano alrededor de una vela.
—Si esos desgraciados hobbits se han
perdido en el bosque quizás este fuego los atraiga—dijo Legolas.
—Y quizás atraiga también a otras cosas que
no serían ni orcos ni hobbits—dijo Aragorn—. Estamos cerca de las montañas del
traidor Saruman y también en los lindes mismos de Fangorn y dicen que es
peligroso tocar los árboles de ese bosque.
—Pero los rohirrim hicieron una gran
hoguera aquí ayer mismo—dijo Gimli—y derribaron árboles para el fuego, como
puede verse. Y sin embargo pasaron aquí la noche sin que nada los molestara,
una vez concluido el trabajo.
—Eran muchos—dijo Aragorn—y no prestan
atención a la cólera de Fangorn, pues vienen por aquí raras veces y no se
internan entre los árboles. Pero es posible que nuestros caminos nos lleven al
corazón del bosque. De modo que cuidado. No cortéis ninguna madera viva.
—No es necesario—dijo Gimli—. Los jinetes
han dejado muchas ramas cortadas y hay madera muerta de sobra. —Fue a juntar
leña y luego se ocupó en preparar y encender un fuego, pero Aragorn se quedó
sentado y en silencio, ensimismado, la espalda apoyada contra el tronco
corpulento. Mientras, Legolas, de pie en el claro, miraba hacia las sombras
profundas del bosque, inclinado hacia adelante, como escuchando unas voces que
llamaban desde lejos.
Cuando el enano hubo obtenido una pequeña
llamarada brillante, los tres compañeros se sentaron alrededor, ocultando la
luz con las formas encapuchadas. Legolas alzó los ojos hacia las ramas del
árbol que se extendían sobre ellos.
—¡Mirad!—dijo—. El árbol está contento con
el fuego.
Quizá las sombras danzantes les engañaban
los ojos, pero cada uno de los compañeros tuvo la impresión de que las ramas se
inclinaban a un lado y a otro poniéndose encima del fuego, mientras que las
ramas superiores se doblaban hacia abajo; las hojas pardas estaban tiesas ahora
y se frotaban unas contra otras como manos frías y envejecidas que buscaban el
consuelo de las llamas.
De pronto hubo un silencio entre ellos,
pues el bosque oscuro y desconocido, tan al alcance de la mano, era ahora como
una gran presencia meditativa, animada por secretos propósitos. Al cabo de un
rato, Legolas habló otra vez.
—Celeborn nos advirtió que no nos
internásemos demasiado en Fangorn—dijo—. ¿Sabes tú por qué,
Aragorn? ¿Qué son esos cuentos del bosque de que hablaba Boromir?
—He oído muchas historias en Gondor y en
otras partes—dijo Aragorn—, pero si no fuese por las palabras de Celeborn yo
diría que son meras fábulas, que los hombres inventan cuando los recuerdos
empiezan a borrarse. Yo había pensado preguntarte si tú sabías la verdad. Y si
un elfo de los bosques no lo sabe, ¿qué podrá responder un hombre?
—Tú has viajado más lejos que yo—dijo
Legolas—. No he oído nada parecido en mi propia tierra, excepto unas canciones
que dicen cómo los onodrirn, que los hombres llaman ents, moraban
aquí hace tiempo, pues Fangorn es viejo, muy viejo, aún para las medidas
élficas.
—Sí, es viejo, tan viejo como el bosque de
las quebradas de los Túmulos, y mucho más extenso. Elrond dice que están
emparentados y son las últimas plazas fuertes de los bosques de los Días
Antiguos, cuando los primeros nacidos ya iban de un lado a otro, mientras los hombres
dormían aún. Sin embargo, Fangorn tiene un secreto propio. Qué secreto es ése,
no lo sé.
—Y yo no quiero saberlo—dijo Gimli—. ¡Que
mi paso no perturbe a ninguno de los moradores de Fangorn!
Tiraron a suerte los turnos de guardia y la
primera velada le tocó a Gimli. Los otros se tendieron en el suelo. Casi en
seguida se quedaron dormidos. —Gimli—dijo
Aragorn, soñoliento—. No lo olvides: cortar una rama o una ramita de un árbol
vivo de Fangorn es peligroso. Pero no te alejes buscando madera muerta. ¡Antes
deja que el fuego se apague! ¡Llámame si me necesitas!
Dicho esto, se durmió. Legolas ya no se
movía; las manos hermosas cruzadas sobre el pecho, los ojos abiertos, unía la
noche viviente al sueño profundo, como es costumbre entre los elfos. Gimli se
sentó en cuclillas junto a la hoguera, pensativo, pasando el pulgar por el filo
del hacha. El árbol susurraba. No se oía ningún otro sonido.
De pronto Gimli alzó la cabeza y allí al
borde mismo del resplandor del fuego, vio la figura encorvada de un anciano, un
hombre apoyado en un bastón y envuelto en una capa amplia; un sombrero de ala
ancha le ocultaba los ojos, Gimli dio un salto, demasiado sorprendido para
gritar, aunque pensó en seguida que Saruman los había atrapado. El movimiento
brusco había despertado a Aragorn y Legolas, que ya estaban sentados, los ojos
muy abiertos. El anciano no habló ni hizo ningún ademán.
—Bueno, abuelo, ¿qué podemos hacer por ti?—dijo
Aragorn, poniéndose de pie—.
Acércate y caliéntate, si tienes frío.
Dio un paso adelante, pero el anciano ya no
estaba allí. No había ninguna huella de él en las cercanías y no se atrevieron
a ir muy lejos. La luna se había puesto y la noche era muy oscura.
De pronto Legolas lanzó un grito. —¡Los
caballos! ¡Los caballos!
Los caballos habían desaparecido,
llevándose las estacas a la rastra. Durante un tiempo los tres compañeros se
quedaron quietos y en silencio, perturbados por este nuevo y desafortunado
incidente. Estaban en los lindes de Fangorn, e innumerables leguas los
separaban ahora de los hombres de Rohan, únicas gentes en quienes podían
confiar en aquellas tierras vastas y peligrosas. Mientras estaban así, creyeron
oír, lejos en la noche, los relinchos de unos caballos. Luego el silencio reinó
otra vez, interrumpido sólo por el susurro frío del viento.
—Bueno, se han ido—dijo Aragorn al fin—. No
podemos encontrarlos o darles caza; de modo que si no vuelven ellos solos,
tendremos que seguir como podamos. Partimos a pie y continuaremos a pie.
—Pobres pies—dijo Gimli—. Pero no podemos
comernos los pies y caminar al mismo tiempo. —Echó un poco de leña al fuego y
se dejó caer a un lado.
—Hace aún pocas horas no querías montar un
caballo de Rohan—dijo Legolas riendo—. Todavía llegarás a ser un verdadero
jinete.
—No parece muy probable que yo tenga esa
oportunidad—dijo Gimli y un momento después añadió—: Si queréis saber lo que
pienso, creo que el viejo era Saruman. ¿Quién si no? Recordad las palabras de Éomer:
Anda de un lado a otro como un viejo
encapuchado y envuelto en una capa. Así nos dijo. Se llevó los caballos, o
los espantó y aquí estamos ahora. Las dificultades no terminaron aún, no
olvidéis mis palabras.
—No las olvidaré—dijo Aragorn—, pero no
olvido tampoco que el viejo tenía un sombrero y no una capucha. No pienso sin
embargo que no tengas razón y que aquí no corramos peligro, de día o de noche.
Pero por el momento nada podemos hacer, excepto descansar, mientras sea posible.
Yo velaré ahora un rato, Gimli. Tengo más necesidad de pensar que de dormir.
La noche pasó lentamente. Legolas reemplazó
a Aragorn y Gimli reemplazó a Legolas y las guardias concluyeron. Pero no
ocurrió nada. El anciano no volvió a aparecer y los caballos no regresaron.
XXVII.LOS URUK-HAI
LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO III
Pippin se debatía en una oscura pesadilla:
creía oír su propia vocecita que resonaba en unos túneles oscuros llamando:
¡Frodo! ¡Frodo! Pero en vez de Frodo las caras horribles de centenares de
orcos lo miraban desde las sombras haciendo muecas y centenares de brazos
horribles se extendían hacia él. ¿Dónde estaba Merry?
Despertó. Un aire frío le soplaba en la
cara. Caía la noche y el cielo se oscurecía en el cenit. Dio media vuelta y
descubrió que el sueño era poco peor que el despertar. Tenía las manos, las
piernas y los tobillos atados con cuerdas. Junto a él yacía Merry, pálido, la
frente envuelta en un trapo sucio. Todo alrededor, sentados o de pie, había
muchos orcos.
Lentamente la memoria se fue aclarando en
la cabeza dolorida de Pippin y salió de las sombras del sueño. Por supuesto: él
y Merry habían huido a los bosques. ¿Qué les había ocurrido? ¿Por qué habían
escapado así sin ocuparse del viejo Trancos? Habían corrido lejos, dando
gritos; no alcanzaba a recordar ni la distancia ni el tiempo; y de pronto
habían tropezado con un grupo de orcos: estaban de pie, escuchando y al parecer
no habían visto a Merry y Pippin hasta que casi los tuvieron encima. Se
pusieron a aullar entonces y docenas de otras bestias salieron de entre los
árboles. Merry y él habían echado mano a las espadas, pero los orcos no querían
luchar y sólo intentaron apoderarse de ellos, aun cuando Merry ya había cortado
muchos brazos y manos. ¡Bien, viejo Merry!
En seguida llegó Boromir, saltando entre los
árboles. Los obligó a combatir. Mató a muchos y el resto escapó. Pero aún no se
habían alejado en el camino de vuelta cuando un centenar de orcos los atacó
otra vez. Algunos eran muy corpulentos y lanzaban lluvias de flechas, siempre
contra Boromir. Boromir tocó el gran cuerno, hasta que los sonidos
estremecieron el bosque, pero cuando no llegó otra respuesta que los ecos, los
orcos atacaron con más fiereza. Pippin no recordaba mucho más. La última imagen
era la figura de Boromir apoyada contra un árbol, quitándose una flecha; luego
la oscuridad cayó de súbito.
—Supongo que me golpearon la cabeza—se dijo
a sí mismo—. Me pregunto si la herida de Merry será grave. ¿Qué le pasó a
Boromir? ¿Por qué los orcos no nos mataron? ¿Dónde estamos y a dónde vamos?
No encontraba respuestas. Hacía frío y se
sentía enfermo. «Ojalá Gandalf no hubiera convencido a Elrond de que nos
dejara venir», pensó. «¿Qué he hecho de bueno? He sido sólo una
molestia, un pasajero, un bulto de equipaje. Ahora me han robado y soy sólo un
bulto de equipaje para los orcos. Espero que Trancos o algún otro vengan a
rescatarnos. ¿Pero puedo tener esperanzas? ¿No se malograrán todos los planes?
Ah, cómo quisiera escapar».
Luchó un rato en vano, tratando de librarse
de las ligaduras. Uno de los orcos, sentado no muy lejos, se rio y le dijo algo
a un compañero en aquella lengua abominable. —¡Descansa mientras puedas,
tontito!—dijo en seguida en la lengua común, que le pareció entonces a Pippin
tan espantosa como el lenguaje de los orcos—. ¡Descansa mientras puedas! Pronto
encontrarás en qué utilizar tus piernas. Desearás no haberlas tenido nunca,
antes que lleguemos a destino.
—Si por mí fuera, querrías morir ahora
mismo—dijo el otro—. Te haría chillar, rata miserable. —Se inclinó sobre Pippin
acercándole a la cara los colmillos amarillos, blandiendo un puñal negro de
larga hoja mellada. —Quédate tranquilo, o te haré cosquillas con esto—siseó—.
No llames la atención, pues yo podría olvidar las órdenes que me han dado.
¡Malditos sean los isengardos! Uglúk u
bagronk sha pushdug Saruman-glob búbbosh skai—y el orco se lanzó a un largo
y colérico discurso en su propia lengua que se perdió poco a poco en murmullos
y ronquidos.
Aterrorizado, Pippin se quedó muy quieto, aunque
las muñecas y los tobillos le dolían cada vez más y las piedras del suelo se le
clavaban en la espalda. Para distraerse, escuchó con la mayor atención todo lo
que podía oír. Muchas voces se alzaban alrededor y aunque en la lengua de los
orcos había siempre un tono de odio y cólera, parecía evidente que había
estallado alguna especie de pelea y que los ánimos se iban acalorando.
Pippin descubrió sorprendido que mucha de
la charla era inteligible; algunos de los orcos estaban usando la lengua común.
En apariencia había allí miembros de dos o tres tribus muy diferentes, que no
entendían la lengua orca de los otros. La airada disputa tenía como tema el
próximo paso: qué ruta tomar y qué hacer con los prisioneros.
—No hay tiempo para matarlos de un modo
adecuado—dijo uno—. No hay tiempo para diversiones en este viaje.
—Es cierto—dijo otro—, ¿pero por qué no
eliminarlos rápidamente y matarlos ahora? Son una maldita molestia y tenemos
prisa. Se acerca la noche y hay que pensar en irse.
—Órdenes—dijo una tercera voz gruñendo
roncamente—. Matadlos a todos, pero no a los medianos; los quiero vivos aquí
y lo más pronto posible. Esas son las órdenes que tengo.
—¿Para qué los quiere?—preguntaron varias
voces—. ¿Por qué vivos? ¿Son una buena diversión?
—No. He oído que uno de ellos tiene una
cosa que se necesita para la Guerra, un artificio élfico o algo parecido. En
todo caso serán interrogados.
—¿Es todo lo que sabes? ¿Por qué no los
registramos y descubrimos la verdad? Quizás encontremos algo que nos sirva a
nosotros.
—Muy interesante observación—dijo una voz
burlona, más dulce que las otras pero más malévola—. La incluiré en mi informe.
Los prisioneros no serán registrados ni saqueados. Esas son las órdenes
que yo tengo.
—Y también las mías—dijo la voz profunda—. Vivos
y tal como fueran capturados; nada de pillajes. Así me lo ordenaron.
—¡Pero no a nosotros!—dijo una de las voces
anteriores—. Hemos recorrido todo el camino desde las Minas para matar y vengar
a los nuestros. Tengo ganas de matar y luego volver al norte.
—Pues bien, quédate con las ganas—dijo la
voz ronca—. Yo soy Uglúk. Soy yo quien manda. Iré a Isengard por el camino más
corto.
—¿Quién es el amo, Saruman o el Gran Ojo?—dijo
la voz malévola—. Tenemos que volver en seguida a Lugbúrz.[61]
—Sería posible, si cruzáramos el río Grande—dijo
otra voz—. Pero no somos bastante numerosos como para aventuramos hasta los
puentes.
—Yo crucé el río Grande—dijo la voz
malévola—. Un nazgûl alado nos espera en el norte junto a la orilla oriental.
—¡Quizá, quizá! Y entonces tú te irás
volando con los prisioneros y recibirás todas las pagas y los elogios en Lugbúrz
y dejarás que crucemos a pie el país de los caballos. No, tenemos que seguir
juntos. Estas tierras son muy peligrosas: infestadas de traidores y bandidos.
—Sí, tenemos que seguir juntos—gruñó Uglúk—.
No confío en ti, cerdito. Fuera del establo ya no tienes ningún coraje. Si no
fuera por nosotros, ya habrías escapado. ¡Somos los combatientes uruk-hai!
Hemos abatido al Gran Guerrero. Hemos apresado a esos dos. Somos los sirvientes
de Saruman el Sabio, la Mano Blanca: la mano que nos da de comer carne humana.
Salimos de Isengard y trajimos aquí la tropa y volveremos por el camino que
nosotros decidamos. Soy Uglúk. He dicho.
—Has dicho demasiado, Uglúk—se burló la voz
malévola—. Me pregunto qué pensarán en Lugbúrz. Quizá piensen que los
hombros de Uglúk necesitan que se les quite el peso de una cabeza inflada.
Quizá pregunten de dónde sacaste esas raras ideas. ¿De Saruman quizá? ¿Quién se
cree, volando por cuenta propia y envuelto en sucios trapos blancos? Estarán de
acuerdo conmigo, Grishnákh, el mensajero de confianza; y yo, Grishnákh, digo:
Saruman es un idiota, sucio y traidor. Pero el Gran Ojo no lo deja en paz.
»¿Cerdo, dijiste? ¿Qué pensáis vosotros?
Los lacayos de un mago insignificante dicen que sois unos cerdos. Apuesto a que
se alimentan de carne de orco.
Unos alaridos feroces en lengua orca fueron
la respuesta y se oyó el ruido metálico de las armas desenvainadas. Pippin se
volvió con precaución esperando ver qué ocurría. Los guardias se habían alejado
para unirse a la pelea. Alcanzó a ver en la penumbra un orco grande y negro,
Uglúk sin duda, que enfrentaba a Grishnákh, una criatura de talla corta y
maciza y con unos largos brazos que casi le llegaban al suelo. Alrededor había
otros monstruos más pequeños. Pippin supuso que éstos eran los que venían del
norte. Habían desenvainado los cuchillos y las espadas, pero no se atrevían a
atacar a Uglúk.
Uglúk dio un grito y otros orcos casi tan
grandes como él aparecieron corriendo. En seguida, sin ningún aviso, Uglúk
saltó hacia adelante, lanzó dos golpes rápidos y las cabezas de dos orcos
rodaron por el suelo. Grishnákh se apartó y desapareció en las sombras. Los
otros se amilanaron y uno de ellos retrocedió de espaldas y cayó sobre el
cuerpo tendido de Merry. Quizás esto le salvó la vida, pues los seguidores de
Uglúk saltaron por encima de él y derribaron a otro con las espadas de hoja
ancha. La víctima era el guardián de colmillos amarillos. El cuerpo le cayó
encima a Pippin, la mano del orco empuñando todavía aquel largo cuchillo
mellado.
—¡Dejad las armas!—gritó Uglúk—. ¡Y basta
de tonterías! De aquí iremos directamente al oeste y escaleras abajo. De allí
directamente a las quebradas y luego a lo largo del río hasta el bosque. Y
marcharemos día y noche. ¿Está claro?
—Bien—se dijo Pippin—, si esa horrible
criatura tarda un poco en dominar a la tropa, tengo alguna posibilidad—. Había
vislumbrado un rayo de esperanza. El filo del cuchillo negro le había
desgarrado el brazo y se le había deslizado casi hasta la muñeca. La sangre le
corría ahora por la mano, pero sentía también el contacto del acero frío.
Los orcos se estaban preparando para
partir, pero algunos de los del norte se resistían aún y los isengardos
tuvieron que abatir a otros dos antes de dominar al resto. Hubo muchas
maldiciones y confusión. Durante un momento nadie vigiló a Pippin. Tenía las
piernas bien atadas, pero los brazos estaban sujetos sólo en las muñecas, con
las manos delante de él. Podía mover las dos manos juntas, aunque las cuerdas
se le incrustaban cruelmente en la carne. Empujó al orco muerto a un lado y
casi sin atreverse a respirar movió la atadura de las muñecas arriba y abajo
sobre la hoja del cuchillo. La hoja era afilada y la mano del cadáver la
sostenía con firmeza. ¡La cuerda estaba cortada! Pippin la tomó rápidamente
entre los dedos, hizo un flojo brazalete de dos vueltas y metió las manos
dentro. Luego se quedó muy quieto.
—¡Traed los prisioneros!—gritó Uglúk—. ¡Y
nada de trampas! Si no están vivos a nuestro regreso, algún otro morirá
también.
Un orco alzó a Pippin como un saco, le puso
la cabeza entre las manos atadas y tomándolo por los brazos tiró hacia abajo.
La cara de Pippin se aplastó contra el cuello del orco, que partió traqueando.
Otro dispuso de Merry de modo similar. Las garras apretaban los brazos de
Pippin como un par de tenazas y las uñas se le clavaban en la carne. Cerró los
ojos y se deslizó de nuevo a un mundo de pesadillas malignas.
De pronto lo arrojaron otra vez a un suelo
pedregoso. Era el principio de la noche, pero la luna delgada descendía ya en
el oeste. Estaban al borde de un precipicio que parecía mirar a un océano de
nieblas pálidas. Se oía el sonido de una cascada próxima.
—Los exploradores han vuelto al fin—dijo un
orco que andaba cerca.
—Bueno, ¿qué descubriste?—gruñó la voz de
Uglúk.
—Sólo un jinete solitario, e iba hacia el
oeste. El camino está libre, por ahora.
—Sí, por ahora. ¿Pero durante, cuánto
tiempo? ¡Idiotas! Teníais que haberlo matado. Dará la alarma. Esos malditos
criadores de caballos sabrán de nosotros cuando llegue la mañana. Ahora habrá
que redoblar el paso.
Una sombra se inclinó sobre Pippin. Era
Uglúk. —¡Siéntate!—dijo el orco—. Mis compañeros están cansados de cargarte de
aquí para allá. Vamos a bajar y tendrás que servirte de tus piernas. No te
resistas ahora. No grites y no intentes escapar. Haríamos un escarmiento que no
te gustaría, aunque el señor aún podría sacarte algún provecho.
Cortó los lazos de cuero que sujetaban las
piernas y tobillos de Pippin, lo tomó por los cabellos y lo puso de pie. Pippin
cayó al suelo y Uglúk lo levantó sosteniéndolo por los cabellos otra vez.
Algunos orcos se rieron. Uglúk le metió un frasco entre los dientes y le echó
un líquido ardiente en la garganta. Pippin sintió un calor arrebatado que le
abrasaba el cuerpo. El dolor de las piernas y los tobillos se desvaneció. Podía
tenerse en pie.
—¡Ahora el otro!—dijo Uglúk. Pippin vio que
el orco se acercaba a Merry, tendido allí cerca, y que lo pateaba. Merry se
quejó. Uglúk lo obligó a sentarse y le arrancó el vendaje de la cabeza. Luego
le untó la herida con una sustancia oscura que sacó de una cajita de madera.
Merry gritó y se debatió furiosamente.
Los orcos batieron las manos y se burlaron.
—No quiere tomarse la medicina—rieron—. No sabe lo que es bueno para él. ¡Ja!
Cómo nos divertiremos más tarde.
Pero por el momento Uglúk no estaba con
ánimo de diversiones. Le corría prisa y no era ocasión de discutir con quienes
lo seguían de mala gana. Estaba curando a Merry al modo de los orcos y el
tratamiento parecía eficaz. Cuando consiguió de viva fuerza que el hobbit
tragara el contenido del frasco, le cortó las ataduras de las piernas y tironeó
de él hasta ponerlo de pie. Merry se enderezó, pálido pero alerta y desafiante.
La herida de la frente no le molestaba, aunque le dejó una cicatriz oscura para
toda la vida.
—¡Hola, Pippin!—dijo—. ¿Así que tú también
vendrás en esta pequeña expedición? ¿Dónde encontraremos una cama y un
desayuno?
—Atención—dijo Uglúk—. Nada de charlas.
Cualquier dificultad será denunciada en el otro extremo, y Él sabrá seguramente
cómo pagaros. Tendréis cama y desayuno, más de lo que vuestros estómagos pueden
recibir.
La banda de orcos comenzó a descender por
una cañada estrecha que llevaba a la llanura brumosa. Merry y Pippin caminaban
con ellos, separados por una docena o más de orcos. Abajo encontraron un suelo
de hierbas y los hobbits se sintieron algo más animados.
—¡Ahora en línea recta!—gritó Uglúk—. Hacia
el oeste y un poco al norte. Seguid a Lugdush.
—Pero ¿qué haremos a la salida del sol?—dijo
alguno de los norteños.
—Seguiremos corriendo—dijo Uglúk—. ¿Qué
pretendes? ¿Sentarte en la hierba y esperar a que los pálidos vengan a la
fiesta?
—Pero no podemos correr a la luz del sol.
—Correrás y yo iré detrás vigilándote—dijo
Uglúk—. ¡Corred! O nunca volveréis a ver vuestras queridas madrigueras. ¿De qué
sirve una tropa de gusanos de montaña entrenados a medias? ¡Por la Mano Blanca!
¡Corred, maldición! ¡Corred mientras dure la noche!
Toda la compañía echó a correr entonces a
los saltos, con las largas zancadas de los orcos y en desorden. Se empujaban,
se daban codazos y maldecían; sin embargo avanzaban muy rápidamente. Cada uno
de los hobbits iba vigilado por tres orcos; Pippin corría entre los rezagados,
casi cerrando la columna. Se preguntaba cuánto tiempo podría seguir a este
paso; no había comido desde la mañana. Uno de los guardias blandía un látigo.
Pero por ahora el licor de los orcos le calentaba todavía el cuerpo y de algún
modo le había despejado la mente.
Una y otra vez, una imagen espontánea se le
presentaba de pronto: la cara atenta de Trancos que se inclinaba sobre una
senda oscura y corría, corría detrás. ¿Pero qué podría ver aún un montaraz
excepto un rastro confuso de pisadas de orcos? Las pequeñas señales que dejaban
Merry y él mismo desaparecían bajo las huellas de los zapatos de hierro, delante,
atrás y alrededor.
Habían avanzado poco más de una milla
cuando el terreno descendió a una amplia depresión llana, de suelo blando y
húmedo. La bruma se demoraba allí, brillando pálidamente a los últimos rayos de
una luna delgada. Las formas de los primeros orcos se hicieron más oscuras.
—¡Atención! ¡No tan rápido ahora!—gritó
Uglúk a retaguardia.
Una idea se le ocurrió de pronto a Pippin,
que no titubeó. Se apartó bruscamente a la derecha y librándose de la mano del
guardia, se hundió de cabeza en la bruma; cayó de bruces y forcejeando sobre la
hierba.
—¡Alto!—aulló Uglúk.
Durante un momento hubo mucho ruido y
confusión. Pippin se levantó de un salto y echó a correr. Pero los orcos fueron
detrás. Algunos aparecieron de pronto delante de él.
—No podré escapar—se dijo Pippin—. Pero
quizá deje unas huellas nítidas en este suelo húmedo. —Se tanteó el cuello con
las manos atadas y desprendió el broche que le sujetaba la capa. En el momento
en que unos brazos largos y unas garras duras lo alzaban en vilo, soltó el
broche. —Supongo que ahí se quedará hasta el fin de los tiempos—pensó—. No sé
por qué lo hice. Si los otros escaparon, lo más probable es que hayan ido con
Frodo.
La cola de un látigo se le enredó en las
piernas y ahogó un grito.
—¡Basta!—gritó Uglúk, acercándose de prisa—.
Todavía tiene mucho que correr. ¡Que los dos corran! Recurrid al látigo sólo
para que no lo olviden. —Y en seguida añadió, volviéndose a Pippin: —Pero eso
no es todo. No lo olvidaré. La pena sólo ha sido postergada. ¡Adelante!
Ni Pippin ni Merry conservaron muchos
recuerdos de la última parte del viaje. Los malos sueños y los malos
despertares se confundieron en un largo túnel de miserias; las esperanzas iban
quedando atrás, cada vez más débiles. Corrieron, corrieron, aunque se les
doblaban las piernas, azotados de vez en cuando por una mano cruel y hábil. Si
se detenían o trastabillaban, los levantaban y los arrastraban un rato.
El calor de la bebida orca se había
desvanecido. Pippin se sentía otra vez helado y enfermo. De repente cayó de
bruces sobre la hierba. Unas manos duras de uñas afiladas lo tomaron y lo
alzaron. Lo cargaron como un saco una vez más y le pareció que la oscuridad
crecía alrededor. No podía decir si era aquella la oscuridad de otra noche o si
se estaba quedando ciego.
De pronto creyó oír unas voces que
llamaban: parecía que muchos de los orcos querían detenerse un momento; Uglúk
gritaba. Sintió que lo arrojaban al suelo y se quedó allí tendido, hasta que
unas pesadillas negras cayeron sobre él. Pero no escapó mucho tiempo al dolor;
las tenazas de hierro de unas manos implacables lo aferraron otra vez. Durante
un largo rato lo empujaron y lo sacudieron y luego la oscuridad fue cediendo
lentamente, y así volvió al mundo de la vigilia y descubrió que era de mañana.
Se oyeron unas órdenes y lo echaron sobre la hierba.
Se quedó allí un momento, luchando con la
desesperación. La cabeza le daba vueltas, pero por el calor que sentía en el
cuerpo supuso que le habían dado otro trago de licor. Un orco se inclinó sobre
él y le echó un poco de pan y una tira de carne seca. Devoró ávidamente el pan
grisáceo y rancio, pero no tocó la carne. Se sentía hambriento, aunque no tanto
como para comer la carne que le daba un orco, la carne de quién sabe qué
criatura. Se sentó y miró alrededor. Merry no estaba muy lejos. Habían acampado
a orillas de un río angosto y rápido. Enfrente se elevaban unas montañas: en
una de las cimas se reflejaban ya los primeros rayos del sol. En las faldas más
bajas de adelante se extendía la mancha oscura de un bosque.
Había muchos gritos y discusiones entre los
orcos; parecía que en cualquier momento iba a estallar otra pelea entre los del
norte y los isengardos. Algunos señalaban el sur detrás de ellos y otros el
este.
—Muy bien—dijo Uglúk—. ¡Dejádmelos a mí
entonces! Nada de darles muerte, como dije antes; pero si queréis abandonar lo
que hemos venido a buscar desde tan lejos, abandonadlo. Yo lo cuidaré. Dejad
que los aguerridos uruk-hai hagan el trabajo, como de costumbre. Si tenéis miedo
de los pálidos, ¡corred! ¡Corred! Allí está el bosque—gritó, señalando adelante—.
Id hasta allí, es vuestra mayor esperanza. Rápido, antes que yo derribe unas
cabezas más para poner un poco de sentido común en el resto.
Se oyeron unos juramentos y un ruido de
cuerpos que se empujaban unos a otros y luego la mayoría de los norteños se
separó de los otros y echó a correr, un centenar de ellos, atropellándose en
desorden a lo largo del río, hacia las montañas. Los hobbits quedaron con los isengardos:
una tropa sombría y siniestra de por lo menos ochenta orcos corpulentos de tez
morena, ojos oblicuos, que llevaban grandes arcos y unas espadas cortas y de
hoja ancha. Algunos de los norteños más grandes y audaces permanecieron con
ellos.
—Y ahora nos ocuparemos de ese Grishnákh—dijo
Uglúk, pero algunos orcos miraban al sur y parecían inquietos—. Sí—continuó con
un gruñido—, esos malditos palafreneros han venido detrás de nosotros. Pero la
culpa es toda tuya, Snaga. A ti y los otros exploradores habría que arrancarles
las orejas. Pero somos los combatientes. Todavía tendremos un festín de carne
de caballo, o de algo mejor.
En ese momento Pippin vio por qué algunos
orcos habían estado señalando el este. De allí llegaban ahora unos gritos
roncos. Grishnákh reapareció y detrás otros cuarenta como él: orcos patizambos
de brazos largos. Llevaban un ojo rojo pintado en los escudos. Uglúk se
adelantó a recibirlos.
—¿De modo que has vuelto?—dijo—. Lo
pensaste mejor, ¿eh?
—He vuelto a ver cómo se cumplen las órdenes
y se protege a los prisioneros–dijo Grishnákh.
—¿De veras?—dijo Uglúk—. Un trabajo inútil.
Yo cuidaré de que las órdenes se cumplan. ¿Y para qué otra cosa volviste?
Viniste rápido. ¿Olvidaste algo?
—Olvidé a un idiota—gruñó Grishnákh—. Pero
hay aquí gente de coraje acompañándolo y sería una lástima que se perdiera. Sé
que tú los meterías en dificultades. He venido a ayudarlos.
—¡Espléndido!—rio Uglúk—. Pero si eres
débil y escapas al combate, has equivocado el camino. Tu ruta es la de Lugbúrz.
Los pálidos se acercan. ¿Qué le ha ocurrido a tu precioso nazgûl? ¿Han vuelto a
matarle la cabalgadura? Pero si lo has traído contigo quizá nos sea útil, si
esos nazgûl son todo lo que se cuenta.
—Nazgûl, nazgûl—dijo Grishnákh,
estremeciéndose y pasándosela lengua por los labios, como si la palabra tuviera
un mal sabor, desagradable—. Hablas de algo que tus sueños cenagosos no
alcanzan a concebir, Uglúk—dijo—. ¡Nazgûl! ¡Ah! ¡Todo lo que se cuenta! Un día
desearás no haberlo dicho. ¡Mono!—gruñó fieramente—. Ignoras que son las niñas
del Gran Ojo. Pero los nazgûl alados: todavía no, todavía no. Él no dejará que
se muestren por ahora más allá del río Grande, no demasiado pronto. Se los
reserva para la Guerra... y otros propósitos.
—Pareces saber mucho—dijo Uglúk—. Más de lo
que te conviene, pienso. Quizá la gente de Lugbúrz se pregunte cómo y
por qué. Pero entretanto los uruk-hai de Isengard pueden hacer el trabajo
sucio, como de costumbre. ¡No te quedes ahí babeando! ¡Reúne a tu gentuza! Los
otros cerdos escaparon al bosque. Será mejor que vayas detrás. No regresarás
con vida al río Grande. ¡De prisa! ¡Ahora mismo! Iré pisándote los talones.
Los isengardos tomaron de nuevo a Merry y a
Pippin y se los echaron a la espalda. Luego la tropa se puso en camino. Corrieron
durante horas, deteniéndose de cuando en cuando sólo para que otros orcos
cargaran a los hobbits. Ya porque eran más rápidos y más resistentes, o quizás
obedeciendo a algún plan de Grishnákh, los isengardos fueron adelantándose a
los orcos de Mordor y la gente de Grishnákh se agrupó en la retaguardia. Pronto
se aproximaron también a los norteños que iban delante. Se acercaban ya al
bosque.
Pippin sentía el cuerpo magullado y
lacerado, y la mandíbula repugnante y la oreja peluda del orco le raspaban la
cabeza dolorida. Enfrente había espaldas dobladas y piernas gruesas y macizas
que bajaban y subían y bajaban y subían sin descanso, como si fueran de alambre
y cuerno, marcando los segundos de pesadilla de un tiempo interminable.
Por la tarde la tropa de Uglúk rebasó las
líneas de los norteños. Se tambaleaban ahora a la luz del sol brillante, que en
verdad no era sino un sol de invierno en un cielo pálido y frío; iban con las
cabezas bajas y las lenguas fuera.
—¡Larvas!—se burlaron los isengardos—.
Estáis cocinados. Los pálidos os alcanzarán y os comerán. ¡Ya vienen!
Un grito de Grishnákh mostró que no se
trataba de una broma. En efecto, unos hombres a caballo, que venían a todo
correr, habían sido avistados detrás y a lo lejos, e iban ganando terreno a los
orcos, como una marea que avanza sobre una playa, acercándose a unas gentes que
se han extraviado en un tembladeral.
Los isengardos se adelantaron con un paso
redoblado que asombró a Pippin, como si cubrieran ahora los últimos tramos de
una carrera desenfrenada. Luego vio que el sol estaba poniéndose, cayendo
detrás de las montañas Nubladas; las sombras se extendían sobre la tierra. Los
soldados de Mordor alzaron las cabezas y también ellos aceleraron el paso. El
bosque sombrío estaba cerca, ya habían dejado atrás unos pocos árboles
aislados. El terreno comenzó a elevarse cada vez más abrupto, pero los orcos no
dejaron de correr. Uglúk y Grishnákh gritaban exigiéndoles un último esfuerzo.
«Todavía lo conseguirán. Van a escaparse»—se
dijo Pippin y torciendo el pescuezo miró con un ojo por encima del hombro. Allá
a lo lejos en el este vio que los jinetes ya habían alcanzado las líneas de los
orcos, galopando en la llanura. El sol poniente doraba las lanzas y los cascos
y centelleaba sobre los pálidos cabellos flotantes. Estaban rodeando a los
orcos, impidiendo que se dispersaran y obligándolos a seguir la línea del río.
Se preguntó con inquietud qué clase de
gentes serían. Lamentaba ahora no haber aprendido más en Rivendel y no haber
mirado con mayor atención los mapas y todo; pero en aquellos días los planes
para el viaje parecían estar en manos más competentes, y nunca se le había
ocurrido que podían separarlo de Gandalf, o de Trancos, o aún de Frodo. Todo lo
que podía recordar de Rohan era que el caballo de Gandalf, Sombragrís, había
venido de aquellas tierras. Esto parecía alentador, dentro de ciertos límites.
—¿Cómo podría saber que no somos orcos?—se
dijo—. No creo que aquí hayan oído hablar de hobbits alguna vez. Tendría que
regocijarme, supongo, de que quizá los orcos sean destruidos, pero preferiría
salvarme yo. —Lo más probable era que él y Merry murieran junto con los orcos
antes que los hombres de Rohan repararan en ellos.
Unos pocos de los jinetes parecían ser
arqueros, capaces de disparar hábilmente desde un caballo a la carrera.
Acercándose rápidamente descargaron una lluvia de flechas sobre los orcos de la
desbandada retaguardia y algunos cayeron; en seguida los jinetes dieron media
vuelta poniéndose fuera del alcance de los arcos enemigos; los orcos disparaban
las flechas de cualquier modo, pues no se atrevían a detenerse. Esto ocurrió
una vez y otra y en una ocasión las flechas cayeron entre los isengardos. Uno
de ellos, justo frente a Pippin, rodó por el suelo y ya no se levantó.
Llegó la noche y los jinetes no habían
vuelto a acercarse. Muchos orcos habían caído, pero aún quedaban no menos de
doscientos. Ya oscurecía cuando los orcos llegaron a una loma. Los lindes del bosque
estaban muy cerca, quizás a no más de doscientos metros, pero tuvieron que
detenerse. Los jinetes los habían cercado. Un grupo pequeño desoyó las órdenes
de Uglúk y corrió hacia el bosque: sólo tres volvieron.
—Bueno, aquí estamos—se burló Grishnákh—.
¡Excelente conducción! Espero que el gran Uglúk vuelva a guiarnos alguna otra
vez.
—¡Bajen a los medianos!—ordenó Uglúk, sin
prestar atención a Grishnákh—. Tú, Lugdush, toma otros dos y vigílalos. No hay
que matarlos, a menos que esos inmundos pálidos nos obliguen. ¿Entendéis?
Mientras yo esté con vida quiero conservarlos. Pero no hay que dejar que
griten, ni que escapen. ¡Atadles las piernas!
La última parte de la orden fue llevada a
cabo sin misericordia. Pero Pippin descubrió que por primera vez estaba cerca
de Merry. Los orcos hacían mucho ruido, gritando y entrechocando las armas, y
los hobbits pudieron cambiar algunas palabras en voz baja.
—No tengo muchas esperanzas—dijo Merry—.
Estoy agotado. No creas que pueda arrastrarme muy lejos, aún sin estas
ataduras.
—¡Lembas!—susurró Pippin—. Lembas:
tengo un poco. ¿Tienes tú? Creo que sólo nos sacaron las espadas.
—Sí, tengo un paquete en el bolsillo—le
respondió Merry—. Pero ha de estar convertido en migas. De todos modos, ¡no
puedo ponerme la boca en el bolsillo!
—No será necesario. Yo he... —pero en ese
momento un feroz puntapié advirtió a Pippin que el ruido había cesado y que los
guardias vigilaban.
La noche era fría y silenciosa. Todo
alrededor de la elevación donde se habían agrupado los orcos, se alzaron unas
pequeñas hogueras, rojas y doradas en la oscuridad, un círculo completo.
Estaban allí a tiro de arco, pero los jinetes no eran visibles a contraluz y
los orcos desperdiciaron muchas flechas disparando a los fuegos hasta que Uglúk
los detuvo. Los jinetes no hacían ruido. Más tarde en la noche, cuando la luna
salió de las nieblas, se les pudo ver de cuando en cuando: unas sombras oscuras
que a veces la luz blanca iluminaba un momento mientras se movían en una ronda
incesante.
—¡Están esperando a que salga el sol,
malditos sean!—refunfuñó un guardia—. ¿Por qué no cargamos todos juntos sobre
ellos y nos abrimos paso? ¡Qué piensa ese viejo Uglúk, quisiera saber!
—Claro que quisieras saberlo—gruñó Uglúk,
avanzando por detrás—. Quieres decir que no pienso nada, ¿eh? ¡Maldito seas! No
vales más que toda esa canalla: las larvas y los monos de Lugbúrz. De
nada serviría intentar una carga con ellos. No harán otra cosa que chillar y
dar saltos y hay bastantes de esos inmundos palafreneros para hacernos morder
el polvo aquí mismo.
»Hay una sola cosa que puedan hacer estas
larvas: tienen ojos que penetran como taladros en la oscuridad. Pero esos pálidos
ven mejor de noche que la mayoría de los hombres, he oído decir, ¡y no
olvidemos los caballos! Pueden ver la brisa nocturna, se dice por ahí. Sin
embargo, ¡aún hay algo que esos despabilados no saben! Las gentes de Mauhúr
están en el bosque y se presentarán en cualquier momento.
Las palabras de Uglúk bastaron en
apariencia para satisfacer a los isengardos, aunque los otros orcos se
mostraron a la vez desanimados y disconformes. Pusieron unos pocos centinelas,
pero la mayoría se quedó tendida en el suelo, descansando en la agradable
oscuridad. La noche había cerrado otra vez, pues la luna descendía al oeste
envuelta en espesas nubes, y Pippin no distinguía nada más allá de un par de
metros. Los fuegos no alcanzaban a iluminar la loma. Los jinetes, sin embargo,
no se contentaron con esperar al alba, dejando que los enemigos descansasen. Un
clamor repentino estalló en la falda este de la loma mostrando que algo andaba
mal. Al parecer algunos hombres se habían acercado a caballo y desmontando en
silencio se habían arrastrado hasta los bordes del campamento. Allí mataron a
varios orcos y se perdieron otra vez en las tinieblas. Uglúk corrió a prevenir
una huida precipitada.
Pippin y Merry se enderezaron. Los guardias
isengardos habían partido con Uglúk. Pero si los hobbits creyeron poder
escapar, la esperanza les duró poco. Un brazo largo y velludo los tomó por el
cuello y los juntó, arrastrándolos. Alcanzaron a ver la cabezota y la cara
horrible de Grishnákh entre ellos. Sentían en las mejillas el aliento infecto
del orco, que se puso a manosearlos y a palparlos. Pippin se estremeció cuando
unos dedos duros y fríos le bajaron tanteando por la espalda.
—¡Bueno, mis pequeños!—dijo Grishnákh en un
susurro sofocado ¿Disfrutando de un bonito descanso? ¿O no? No en muy buena
posición, quizás; espadas y látigos de un lado y lanzas traicioneras del otro.
Las gentes pequeñas no tendrían que meterse en asuntos demasiado grandes. —Los
dedos de Grishnákh seguían tanteando. Tenía en los ojos una luz que era como un
fuego, pálido pero ardiente.
La idea se le ocurrió de pronto a Pippin,
como si le hubiera llegado directamente de los pensamientos que urgían al orco.
«¡Grishnákh conoce la existencia del Anillo! Está buscándolo, mientras Uglúk
se ocupa de otras cosas; es probable que lo quiera para él.» Pippin sintió
un miedo helado en el corazón, pero preguntándose al mismo tiempo cómo podría
utilizar en provecho propio el deseo de Grishnákh.
—No creo que ese sea el modo—murmuró—. No
es fácil de encontrar.
—¿Encontrar?—dijo Grishnákh; los dedos
dejaron de hurgar y se cerraron en el hombro de Pippin—. ¿Encontrar qué? ¿De
qué estás hablando, pequeño?
Pippin calló un momento. Luego, de pronto,
gorgoteó en la oscuridad: gollum, gollum. —Nada, mi tesoro—añadió.
Los hobbits sintieron que los dedos se le
crispaban a Grishnákh. —¡Oh ah!—siseó la criatura entre dientes—. Eso es lo que
quieres decir, ¿eh? ¡Oh ah! Muy, pero muy peligroso, mis pequeños.
—Quizá—dijo Merry, atento ahora y
advirtiendo la sospecha de Pippin—. Quizás y no sólo para nosotros. Claro que
usted sabrá mejor de qué se trata. ¿Lo quiere, o no? ¿Y qué daría por él?
—¿Si yo lo quiero? ¿Si yo lo quiero?—dijo
Grishnákh, como perplejo; pero le temblaban los brazos—. ¿Qué daría por él?
¿Qué queréis decir?
—Queremos decir—dijo Pippin eligiendo con
cuidado las palabras—, que no es bueno tantear en la oscuridad. Podríamos
ahorrarle tiempo y dificultades. Pero primero tendría que desatarnos las
piernas, o no haremos nada, ni diremos nada.
—Mis queridos y tiernos tontitos—siseó
Grishnákh—, todo lo que tenéis y todo lo que sabéis, se os sacará en el momento
adecuado: ¡todo! Desearéis tener algo más que decir para contentar al
Inquisidor; así será en verdad y muy pronto. No apresuraremos el
interrogatorio. Claro que no. ¿Por qué pensáis que os perdonamos la vida? Mis
pequeños amiguitos, creedme os lo ruego si os digo que no fue por bondad. Ni
siquiera Uglúk habría caído en esa falta.
—No me cuesta nada creerlo—dijo Merry—.
Pero aún no ha llevado la presa a destino. Y no parece que vaya a parar a las
manos de usted, pase lo que pase. Si llegamos a Isengard no será el gran
Grishnákh el beneficiario. Saruman tomará todo lo que pueda encontrar. Si
quiere algo para usted, es el momento de hacer un trato.
Grishnákh empezó a perder la cabeza. El
nombre de Saruman sobre todo parecía haberlo enfurecido. El tiempo pasaba y el
alboroto estaba muriendo: Uglúk o los isengardos volverían en cualquier
instante. —¿Lo tenéis aquí, o no?—gruñó el orco.
—¡Gollum, gollum!—dijo Pippin.
—¡Desátanos las piernas!—dijo Merry.
Los brazos del orco se estremecieron con violencia.
—¡Maldito seas, gusanito sucio!—siseó—. ¿Desataros las piernas? Os desataré
todas las fibras del cuerpo. ¿Creéis que yo no podría hurgaros las entrañas?
¿Hurgar digo? Os reduciré a lonjas palpitantes. No necesito la ayuda de
vuestras piernas para sacaros de aquí, ¡y teneros para mí solo!
De pronto los alzó a los dos. La fuerza de
los largos brazos y los hombros era aterradora. Se puso a los hobbits bajo los
brazos y los apretó ferozmente contra las costillas; unas manos grandes y
sofocantes les cerraron las bocas. Luego saltó hacia adelante, el cuerpo
inclinado. Así se alejó, rápido y en silencio, hasta llegar al borde de la
loma. Allí, eligiendo un espacio libre entre los centinelas, se internó en la
noche como una sombra maligna, bajó por la pendiente y fue hacia el río que
corría en el oeste saliendo del bosque. Allí se abría un claro amplio, con una
sola hoguera.
Luego de haber cubierto una docena de
metros, Grishnákh se detuvo, espiando y escuchando. No se veía ni se oía nada.
Se arrastró lentamente, inclinado casi hasta el suelo. Luego se detuvo en
cuclillas y escuchó otra vez. En seguida se incorporó, como si fuera a saltar.
En ese momento la forma oscura de un jinete se alzó justo delante. Un caballo
bufó y se encabritó. Un hombre llamó en voz alta.
Grishnákh se echó de bruces al suelo,
arrastrando a los hobbits; luego sacó la espada. Había decidido evidentemente
matar a los cautivos antes que permitirles escapar, o que los rescatasen, pero no
llegó a hacerlo. La espada resonó débilmente y brilló un poco a la luz de la
hoguera que ardía a la izquierda. Una flecha salió silbando de la oscuridad;
arrojada con habilidad, o guiada por el destino, le atravesó a Grishnákh la
mano derecha. El orco dejó caer la espada y chilló. Se oyó un rápido golpeteo
de cascos y en el mismo momento en que Grishnákh echaba a correr, lo atropelló
un caballo y lo traspasó una lanza. Grishnákh lanzó un grito terrible y
estremecido y ya no se movió.
Los hobbits estaban aún en el suelo, como
Grishnákh los había dejado. Otro jinete acudió rápidamente. Ya fuese porque era
capaz de ver en la oscuridad o por algún otro sentido, el caballo saltó y pasó
con facilidad sobre ellos, pero el jinete no los vio. Los hobbits se quedaron
allí tendidos, envueltos en los mantos élficos, por el momento demasiado
aplastados, demasiado asustados para levantarse.
Al fin Merry se movió y susurró en voz
baja: —Todo bien hasta ahora, pero ¿cómo evitaremos nosotros que nos traspasen
de parte a parte?
La respuesta llegó casi en seguida. Los
gritos de Grishnákh habían alertado a los orcos. Por los aullidos y chillidos
que venían de la loma, los hobbits dedujeron que los orcos estaban buscándolos;
Uglúk sin duda cortaba en ese momento algunas cabezas más. Luego de pronto unas
voces de orcos respondieron a los gritos desde la derecha, más allá del círculo
de los fuegos, desde el bosque y las montañas. Parecía que Mauhúr había llegado
y atacaba ahora a los sitiadores. Se oyó un galope de caballos. Los jinetes
estaban cerrando el círculo alrededor de la loma, afrontando las flechas de los
orcos, como para prevenir que alguien saliese, mientras que una tropa corría a
ocuparse de los recién llegados. De pronto Merry y Pippin cayeron en la cuenta
de que sin haberse movido se encontraban ahora fuera del círculo; nada impedía
que escaparan.
—Bueno—dijo Merry—, si al menos tuviésemos
las piernas y las manos libres, podríamos irnos. Pero no puedo tocar los nudos
y no puedo morderlos.
—No hay por qué intentarlo—dijo Pippin—.
Iba a decírtelo. Conseguí librarme las manos. Estos lazos son sólo un
simulacro. Será mejor que primero tomes un poco de lembas.
Retiró las cuerdas de las muñecas y sacó un
paquete del bolsillo. Las galletas estaban rotas, pero bien conservadas,
envueltas aún en las hojas. Los hobbits comieron uno o dos trozos cada uno. El
sabor les trajo el recuerdo de unas caras hermosas y de risas y comidas sanas
en días tranquilos y lejanos ahora. Durante un rato comieron con aire
pensativo, sentados en la oscuridad, sin prestar atención a los gritos y ruidos
de la batalla cercana. Pippin fue el primero en regresar al presente.
—Tenemos que irnos—dijo—. Espera un
momento. —La espada de Grishnákh estaba allí en el suelo al alcance de la mano,
pero era demasiado pesada y embarazosa; de modo que se arrastró hacia adelante
y cuando encontró el cuerpo del orco le sacó de entre las ropas un cuchillo
largo y afilado. Luego cortó rápidamente las cuerdas.
—¡Y ahora vámonos!—dijo—. Cuando nos
hayamos desentumecido un poco, quizá podamos tenernos en pie y caminar. De cualquier
modo será mejor que empecemos arrastrándonos.
Se arrastraron. La hierba era espesa y
blanda y esto los ayudó, aunque avanzaban muy lentamente. Dieron un amplio
rodeo para evitar las hogueras y se adelantaron poco a poco hasta la orilla del
río, que se alejaba gorgoteando entre las sombras oscuras de las barrancas.
Luego miraron atrás.
Los ruidos se habían apagado. Parecía
evidente que la tropa de Mauhúr había sido destruida o rechazada. Los jinetes
habían vuelto a la ominosa y silenciosa vigilia. No se prolongaría mucho
tiempo. La noche envejecía ya. En el este, donde no había nubes, el cielo era
más pálido.
—Tenemos que ponernos a cubierto—dijo
Pippin—, o pronto nos verán. No nos ayudará que esos jinetes descubran que no
somos orcos, luego de darnos muerte. —Se incorporó y golpeó los pies contra el
suelo. —Esas cuerdas se me han incrustado en la carne como alambres, pero los
pies se me están calentando de nuevo. Yo ya podría echar a andar. ¿Y tú, Merry?
Merry se puso de pie. —Sí—dijo—, yo
también. El lembas te da realmente ánimos. Y una sensación más sana,
también, que el calor de esa bebida de los orcos. Me pregunto qué sería. Mejor
que no lo sepamos. ¡Tomemos un poco de agua para sacarnos ese recuerdo!
—No aquí, las orillas son muy abruptas—dijo
Pippin—. ¡Adelante ahora!
Dieron media vuelta y caminaron juntos y
despacio a lo largo del río. Detrás la luz crecía en el este. Mientras
caminaban compararon lo que habían visto y oído, hablando en un tono ligero, a
la manera de los hobbits, de todo lo que había ocurrido desde que los
capturaran. Nadie hubiera sospechado entonces que habían pasado por crueles
sufrimientos y que se habían encontrado en grave peligro, arrastrados sin
esperanza al tormento y la muerte, o que aún ahora, como ellos lo sabían bien,
no tenían muchas posibilidades de encontrarse otra vez con un amigo o sanos y
salvos.
—Parece que habéis mostrado mucho tino,
maese Tuk—dijo Merry—. Casi te mereces un capítulo en el libro del viejo Bilbo,
si alguna vez tengo la oportunidad de contárselo. Buen trabajo: sobre todo por
haber adivinado las intenciones de ese canalla peludo y haberle seguido el
juego. Pero me pregunto si alguien descubrirá alguna vez nuestras huellas y
encontrará ese broche. No me gustaría perder el mío, aunque me temo que el tuyo
haya desaparecido para siempre.
»Mucho tendré que esforzarme si pretendo
llegar a tu altura. En verdad el primo Brandigamo va ahora al frente. Entra en
escena en este momento. No creo que sepas muy bien dónde estamos; pero he
aprovechado mejor que tú el tiempo que pasamos en Rivendel. Marchamos hacia el
oeste a lo largo del Entaguas. Las estribaciones de las montañas Nubladas se
alzan ahí delante, y el bosque de Fangorn.
Hablaba aun cuando el linde sombrío del
bosque apareció justo ante ellos. La noche parecía haberse refugiado bajo los
grandes árboles, alejándose furtivamente del alba próxima.
—¡Adelante, maese Brandigamo!—dijo Pippin—.
¡O demos media vuelta! Nos han advertido a propósito de Fangorn. Pero alguien
tan avisado como tú no puede haberlo olvidado.
—No lo he olvidado—respondió Merry—, pero aun
así el bosque me parece preferible a regresar y encontrarnos en medio de una
batalla.
Marchó adelante y se metió bajo las ramas
enormes. Los árboles parecían no tener edad. Unas grandes barbas de liquen
colgaban ante ellos, ondulando y balanceándose en la brisa. Desde el fondo de
sombras los hobbits se atrevieron a mirar atrás: pequeñas figuras furtivas que
a la débil luz parecían niños elfos en los abismos del tiempo mirando
asombrados desde la floresta salvaje la luz de la primera aurora.
Lejos y por encima del río Grande y las Tierras
Brunas, sobre leguas y leguas de extensiones grises, llegó el alba, roja como
un fuego. Los cuernos de caza resonaron saludándola. Los jinetes de Rohan
despertaron a la vida. Los cuernos respondieron a los cuernos.
Merry y Pippin oyeron, claros en el aire
frío, los relinchos de los caballos de guerra y el canto repentino de muchos
hombres. El limbo del sol se elevó como un arco de fuego sobre las márgenes del
mundo. Dando grandes gritos, los jinetes cargaron desde el este; la luz roja
centelleaba sobre las mallas y las lanzas. Los orcos aullaron y dispararon las
flechas que les quedaban aún. Los hobbits vieron que varios hombres caían; pero
la línea de jinetes consiguió mantenerse a lo largo y por encima de la loma, y
dando media vuelta cargaron otra vez. La mayoría de los orcos que estaban aún
con vida se desbandaron y huyeron, en distintas direcciones y fueron
perseguidos uno a uno hasta que casi todos murieron. Pero una tropa, apretada
en una cuña negra, avanzó resuelta hacia el bosque. Subiendo por la pendiente
cargaron contra los centinelas. Estaban acercándose y parecía que iban a
escapar: ya habían derribado a tres jinetes que les cerraban el paso.
—Hemos mirado demasiado tiempo—dijo Merry—.
¡Allí está Uglúk! No quisiera encontrármelo otra vez. —Los hobbits se volvieron
y se internaron profundamente en las sombras del bosque.
Así fue como no presenciaron la última
resistencia, cuando Uglúk fue atrapado en el linde mismo del bosque. Allí murió
al fin a manos de Éomer, el tercer mariscal de la Marca, que desmontó y luchó
con él, espada contra espada. Y en aquellas vastas extensiones los jinetes de
ojos penetrantes persiguieron a los pocos orcos que habían conseguido escapar y
que aún tenían fuerzas para correr.
Luego, habiendo enterrado a los compañeros
muertos bajo un montículo y habiendo entonado los cantos de alabanza, los
jinetes prepararon una gran hoguera y desparramaron las cenizas de los
enemigos. Así terminó la aventura y ninguna noticia llegó de vuelta a Mordor o
a Isengard; pero el humo de la incineración subió muy alto en el cielo y fue
visto por muchos ojos atentos.
XXVIII.SMÉAGOL DOMADO
LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO I
—Y bien, mi amo, no hay duda de que estamos
metidos en un brete—dijo Sam Gamyi. De pie junto a Frodo, desanimado, la cabeza
hundida entre los hombros, Sam entornaba los ojos escudriñando la oscuridad.
Hacía tres noches que se habían separado de
la Compañía, o por lo menos eso creían ellos: casi habían perdido la cuenta de
las horas mientras escalaban afanosamente las pendientes áridas y pedregosas de
Emyn Muil, a menudo obligados a volver sobre sus pasos, pues no encontraban una
salida, o descubriendo que habían estado dando vueltas en un círculo que los
llevaba siempre a un mismo punto. No obstante, a pesar de todas las idas y
venidas, no habían dejado de avanzar hacia el este, procurando en lo posible no
alejarse del borde exterior de aquel grupo de colinas, intrincado y extraño.
Pero siempre tropezaban con los flancos de las montañas, altas e
infranqueables, que miraban ceñudamente a la llanura; y más allá de las faldas
pedregosas se extendían unas ciénagas lívidas y putrefactas, donde nada se
movía y ni siquiera se veía un pájaro.
Los hobbits se encontraban ahora en la
orilla de un alto acantilado, desolado y desnudo, envuelto a los pies en una
espesa niebla; a espaldas de ellos se erguían las cadenas de montañas coronadas
de nubes fugitivas. Un viento glacial soplaba desde el este. Ante ellos la
noche se cerraba sobre un paisaje informe; el verde malsano se transformaba en
un pardo sombrío. Lejos, a la derecha, el Anduin, que durante el día había centelleado
de tanto en tanto, cada vez que el sol aparecía entre las nubes, estaba ahora
oculto en las sombras. Pero los ojos de los hobbits no miraban más allá del
río, no se volvían hacia Gondor, hacia sus amigos, hacia la tierra de los
hombres. Escudriñaban la orilla de sombras del sur y el este por donde la noche
avanzaba, allí donde se insinuaba una línea oscura, como montañas distantes de
humo inmóvil. De vez en cuando un diminuto resplandor rojo titilaba allá lejos
en los confines del cielo y la tierra.
—¡Qué brete!—dijo Sam—. Entre todos los
lugares de que nos han hablado, aquel es el único que no desearíamos ver de cerca;
¡y justamente a él estamos tratando de llegar! Y por lo que veo, no hay modo de
llegar. Tengo la impresión de que hemos errado el camino de medio a medio.
Posibilidad de bajar, no tenemos ninguna; y si la tuviésemos descubriríamos, se
lo aseguro, que toda esa tierra verde no es otra cosa que un pantano inmundo.
¡Puaj! ¿Huele usted?—Husmeó el viento.
—Sí, huelo—dijo Frodo, pero no se movió, ni
apartó los ojos de la línea oscura y de la llama trémula—. ¡Mordor!—murmuró—.
¡Si he de ir allí, quisiera llegar cuanto antes y terminar de una vez!—Se
estremeció. Soplaba un viento helado, cargado a la vez de un frío olor a
podredumbre.—Bueno—dijo al fin, desviando la mirada—. No podemos quedarnos aquí
la noche entera, brete o no brete. Necesitamos encontrar un sitio más reparado
y volver a acampar; y tal vez la luz del nuevo día nos muestre algún sendero.
—O la del siguiente, o la del otro o la del
tercero—murmuró Sam—. O la de ninguno. Por aquí no llegaremos a ninguna parte.
—Quién sabe—dijo Frodo—. Si es mi destino,
como creo, ir allá, al lejano País de las Sombras, tarde o temprano algún
sendero tendrá que aparecer. ¿Pero quién me lo mostrará, el bien o el mal?
Todas nuestras esperanzas se cifraban en la rapidez. Esta demora favorece al
enemigo... y heme aquí: demorado. ¿Es la voluntad de la Torre Oscura la que nos
dirige? Todas mis elecciones resultaron equivocadas. Debí separarme de la
Compañía mucho antes, y bajar desde el norte, por el camino que corre al este
del río y los Emyn Muil, y cruzar por tierra firme el Llano de la Batalla hasta
los Pasos de Mordor. Pero ahora no será posible que tú y yo solos encontremos
un camino, y en la orilla oriental merodean los orcos. Cada día que pasa es un
tiempo precioso que perdemos. Estoy cansado, Sam. No sé qué hacer. ¿Qué comida
nos queda?
—Sólo esas... ¿cómo se llaman...? esas lembas,
señor Frodo. Una buena cantidad. Son mejor que nada, en todo caso. Sin embargo,
nunca me imaginé, la primera vez que les hinqué el diente, que llegarían a cansarme.
Pero eso es lo que me pasa ahora: un mendrugo de pan común y un jarro de
cerveza... ay, siquiera medio jarro... me caerían de perlas. Desde la última
vez que acampamos traigo a cuestas mis enseres de cocina, ¿y de qué me han
servido? Nada con que encender un fuego, para empezar; y nada que cocinar; ¡ni
una mísera hierba!
Dieron media vuelta y descendieron a una
hondonada pedregosa. El sol ya en el ocaso desapareció entre unas nubes y la
noche cayó rápidamente. A pesar del frío consiguieron dormir por turno en un
recoveco entre unos pináculos altos y mellados de roca carcomida por el tiempo;
por lo menos estaban al reparo del viento del este.
—¿Los ha vuelto a ver, señor Frodo?—preguntó
Sam, cuando estuvieron sentados, ateridos de frío, mascando lembas a la
luz yerta y gris del amanecer.
—No—dijo Frodo—, no he oído ni visto nada
desde hace dos noches.
—Yo tampoco—dijo Sam—. ¡Grrr! Esos ojos me
helaron la sangre. Tal vez hayamos conseguido despistarlo, a ese miserable
fisgón. ¡Gollum! Gollum le voy a dar yo en el gaznate si algún día le
pongo las manos encima.
—Espero que ya no sea necesario—dijo Frodo—.
No sé cómo habrá hecho para seguirnos; pero es posible que haya vuelto a perder
el rastro, como tú dices. En esta región seca y desierta no podemos dejar
muchas huellas, ni olores, ni aún para esa nariz husmeadora.
—Ojalá sea como usted dice—dijo Sam—.
¡Ojalá nos libráramos de él para siempre!
—Sí—dijo Frodo—; pero no es él mi mayor
preocupación. ¡Quisiera poder salir de estas colinas! Les tengo horror. Me
siento desamparado aquí en el este, sin nada que me separe de la Sombra sino
esas tierras muertas y desnudas. Hay un Ojo en la oscuridad. ¡Coraje! ¡De una u
otra manera, hoy tenemos que bajar!
Pero transcurrió la mañana y cuando la
tarde dio paso al anochecer, Frodo y Sam continuaban arrastrándose fatigosamente
a lo largo de la cresta sin haber encontrado una salida.
A veces, en el silencio de aquel paisaje
desolado, creían oír detrás unos sonidos confusos, el rumor de una piedra que
caía, pisadas furtivas sobre las rocas. Pero si se detenían y escuchaban
inmóviles, no oían nada, sólo los suspiros del viento en las aristas de las
piedras... pero también esto sonaba a los oídos de los hobbits como una
respiración sibilante entre dientes afilados.
A lo largo de toda esa jornada la cresta
exterior de Emyn Muil se fue replegando poco a poco hacia el norte. El borde de
esa cresta se extendía en un ancho altiplano de roca desgastada y pulida, en el
que se abrían, de tanto en tanto, pequeñas gargantas que bajaban abruptamente
hasta las grietas del acantilado. Buscando algún sendero, un camino entre esas
gargantas que eran cada vez más profundas y frecuentes, Frodo y Sam no cayeron
en la cuenta de que se desviaban a la izquierda, alejándose del borde, y que por
espacio de varias millas habían estado descendiendo en forma lenta pero
constante hacia la llanura: la cresta llegaba casi al nivel de las tierras
bajas.
Por último se vieron obligados a detenerse.
La cresta describía una curva más pronunciada hacia el norte, que estaba
cortada por una garganta más profunda que las anteriores. Del otro lado volvía
a trepar bruscamente, en varias decenas de brazas: un acantilado alto y gris se
erguía amenazante ante ellos, y tan a pique que parecía cortado a cuchillo.
Seguir adelante era imposible y no les quedaba otro recurso que cambiar de
rumbo, hacia el oeste o hacia el este. Pero la marcha hacia el este sería lenta
y trabajosa, y los llevaría de vuelta al corazón de las montañas; y por el este
sólo podían llegar hasta el precipicio.
—No hay otro remedio que intentar el
descenso por esta garganta, Sam—dijo Frodo—. Veamos a dónde nos conduce.
—A una caída desastrosa, sin duda—dijo Sam.
La garganta era más larga y profunda de lo
que parecía. Un poco más abajo encontraron unos árboles nudosos y raquíticos,
la primera vegetación que veían desde hacía muchos días: abedules contrahechos casi
todos y uno que otro pino. Muchos estaban muertos y descarnados, mordidos hasta
la médula por los vientos del este. Parecía que alguna vez, en días más
benévolos, había crecido una arboleda bastante espesa en aquella hondonada;
ahora, unos cincuenta metros más allá, los árboles desaparecían, pero unos
pocos tocones viejos y carcomidos llegaban hasta casi el borde mismo del
acantilado. El fondo de la garganta, que corría a lo largo de una falla de la
roca, estaba cubierto de pedruscos y descendía en una larga pendiente escabrosa
y torcida. Cuando llegaron por fin al otro extremo, Frodo se detuvo y se asomó.
—¡Mira!—dijo—. O hemos descendido mucho, o
el acantilado ha perdido altura. Ahora está mucho más abajo, y hasta parece
fácil de escalar.
Sam se arrodilló al lado de Frodo y asomó
con desgana la cabeza. Luego alzó los ojos y observó el acantilado que se
levantaba a la izquierda cada vez más alto. —¡Más fácil!—gruñó—.
Bueno, quizás es más fácil bajar que subir. ¡Quien no sepa volar, que salte!
—Sería un buen salto de todos modos –dijo
Frodo—. Alrededor de... un momento—se irguió midiendo la distancia con la vista—...alrededor
de unas dieciocho brazas [33 metros], me parece. No más.
—¡Y ya es bastante!—dijo Sam—. ¡Brrr! ¡No
me gusta nada mirar para abajo desde una altura! Pero mirar es siempre mejor
que bajar.
—En todo caso—dijo Frodo—creo que por aquí
podríamos descender; y tendremos que intentarlo. Mira... la roca no es lisa
como unas millas atrás. Se ha deslizado y hay muchas grietas.
En efecto, la cara externa no era vertical,
sino ligeramente oblicua. Parecía más bien un rompeolas, o un murallón que se
había desplazado sobre sus cimientos, ahora retorcido y resquebrajado, con
fisuras y largos rebordes sesgados que por momentos eran anchos como escalones.
—Y si vamos a intentar el descenso, más
vale que lo intentemos ahora mismo. Está oscureciendo temprano. Creo que se
avecina una tormenta.
En el oeste, los contornos ya borrosos de
las montañas se diluían en una oscuridad más profunda que ya comenzaba a
extender unos brazos largos hacia el oeste. Sopló una brisa que trajo de lejos
el murmullo del trueno. Frodo husmeó el aire y observó el cielo con una
expresión de incertidumbre. Se ajustó la capa con el cinturón y se acomodó
sobre el hombro el ligero equipaje; luego avanzó hacia el borde de la cresta. —Lo
intentaré—dijo.
—¡De acuerdo!—dijo Sam con aire sombrío—.
Pero yo iré primero.
—¿Tú?—exclamó Frodo—. ¿Cómo has cambiado de
idea?
—No he cambiado de idea. Es simple sentido
común; poner más abajo a quien es probable que resbale. No quiero caerme encima
de usted y derribarlo: no tiene sentido que mueran dos en una sola caída.
Antes de que Frodo pudiese detenerlo, Sam se
sentó, con las piernas colgando sobre el borde, y dio media vuelta, buscando a
tientas con los dedos de los pies un apoyo en la roca. Nunca había mostrado
tanto coraje a sangre fría, ni tanta imprudencia.
—¡No, no! ¡Sam, viejo asno!—dijo Frodo—. Te
vas a matar bajando así sin mirar siquiera dónde pondrás el pie. ¡Vuelve!—Tomó
a Sam por las axilas y lo alzó en vilo. —¡Ahora espera un momento y ten
paciencia!—dijo. Se echó al suelo y se asomó al precipicio; la luz desaparecía
ya rápidamente, aunque el sol aún no se había ocultado—. Creo que podremos
hacerlo—dijo—. Yo al menos; y también tú, si no pierdes la cabeza y me sigues con
cautela.
—No sé cómo puede estar tan seguro—dijo Sam—.
No se alcanza a ver el fondo con esta luz. ¿Y si cae en un lugar donde no haya
nada en que apoyar los pies o las manos?
—Volveré a subir, supongo—dijo Frodo.
—Es fácil decirlo—objetó Sam—. Mejor espere
hasta mañana, cuando haya más luz.
—¡No! No si puedo evitarlo—dijo Frodo con
una vehemencia repentina y extraña—. Cada hora que pasa, cada minuto, me parece
insoportable. Lo intentaré ahora. ¡No me sigas hasta que vuelva o te llame!
Aferrándose con los dedos al borde del
precipicio se dejó caer lentamente y cuando ya tenía los brazos estirados, los
pies encontraron una cornisa. —¡Un primer paso!—dijo—. Y esta cornisa se
ensancha a la derecha. Podría mantenerme en pie sin sujetarme con las manos.
Iré... —la frase fue bruscamente interrumpida.
La oscuridad que avanzaba veloz y se
extendía rápidamente, se precipitó desde el este devorando el cielo. El
estampido seco y fragoroso de un trueno resonó en lo alto. Los relámpagos
restallaron entre las colinas. Luego sopló una ráfaga huracanada, y simultáneamente,
mezclado con el rugido del viento, se oyó un grito agudo y penetrante. Los
hobbits habían escuchado el mismo grito allá lejos en Marjala cuando huían de Hobbiton,
y ya entonces, en los bosques de La Comarca, les había helado la sangre. Aquí,
en el desierto, el terror que inspiraba era mucho mayor: unos cuchillos helados
de horror y desesperación los atravesaban paralizándoles el corazón y el
aliento. Sam se echó al suelo de bruces. Involuntariamente, Frodo soltó las manos
del borde para cubrirse la cabeza y las orejas. Vaciló, resbaló y con un grito
desgarrador desapareció en el abismo.
Sam lo oyó y se arrastró hasta el borde. —¡Amo!
¡Amo!—gritó—. ¡Amo!—Ninguna respuesta le llegó del precipicio. Descubrió que
estaba temblando de pies a cabeza, pero tomó aliento y volvió a gritar: —¡Amo!—Le
pareció que el viento le devolvía la voz a la garganta; pero mientras el aire
pasaba, rugiendo, a través de la hondonada y se alejaba sobre las colinas,
llevó a oídos de Sam un apagado grito de respuesta.
—¡Todo bien! ¡Todo bien! Estoy aquí. Pero
no se ve nada.
Frodo gritaba con voz débil. En realidad,
no estaba muy lejos. Había resbalado pero no había caído, yendo a parar, de
pie, a una cornisa más ancha pocas yardas más abajo. Por fortuna en aquel punto
la pared de roca se retiraba hacia atrás y el viento había empujado a Frodo
contra ella, impidiendo que se precipitara en el abismo. Trató de mantenerse en
equilibrio apoyando la cara contra la piedra fría, sintiendo el corazón que le
golpeaba en el pecho. Pero o bien la oscuridad se había vuelto impenetrable, o
Frodo había perdido la vista. Todo era negro alrededor. Se preguntó si se
habría quedado ciego de golpe. Respiró hondo.
—¡Vuelva! ¡Vuelva!—oyó la voz de Sam desde
allá arriba, en las tinieblas.
—No puedo—dijo—. No veo nada. No encuentro
en qué apoyarme. No me atrevo a moverme.
—¿Qué puedo hacer, señor Frodo? ¿Qué puedo
hacer?—gritó Sam, asomándose peligrosamente. ¿Por qué su señor no veía? Estaba
oscuro, sin duda, pero no tanto. Sam distinguía allá abajo la figura de Frodo,
gris y solitaria contra la cara oblicua del acantilado, lejos del alcance de
una mano amiga.
Volvió a retumbar el trueno y empezó a
llover a torrentes. Una cortina de agua y granizo enceguecedora y helada
azotaba la roca.
—Bajaré hasta usted—gritó Sam, aunque no
sabía cómo podría ayudar de ese modo.
—¡No, no, espera!—le gritó Frodo ahora con
más fuerza—. Pronto estaré mejor. Ya me siento mejor. ¡Espera! No puedes hacer
nada sin una cuerda.
—¡Cuerda!—exclamó Sam, excitado y aliviado—.
¡Si merezco que me cuelguen de una, por imbécil! ¡No eres más que un
pampirolón, Sam Gamyi!: eso solía decirme el Tío, una palabra que él había
inventado. ¡Cuerda!
—¡Basta de charla!—gritó Frodo, bastante
recobrado ahora como para sentirse divertido e irritado a la vez—. ¡Qué importa
lo que dijera tu Tío! ¿Estás tratando de decirte que tienes una cuerda en el
bolsillo? Si es así, ¡sácala de una vez!
—Sí, señor Frodo, en mi equipaje junto con
todo lo demás. ¡La he traído conmigo centenares de millas y la había olvidado
por completo!
—Entonces ¡manos a la obra y tírame un
cabo!
Sam descargó rápidamente el fardo y se puso
a revolverlo. Y en verdad allá en el fondo había un rollo de la cuerda gris y
sedosa trenzada por la gente de Lórien. Le arrojó un extremo a su amo. Frodo
tuvo la impresión de que la oscuridad se disipaba, o de que estaba recobrando
la vista. Alcanzó a ver la cuerda gris que descendía balanceándose, y le
pareció que tenía un resplandor plateado. Ahora que podía clavar los ojos en un
punto luminoso, sentía menos vértigo. Adelantando el cuerpo, se aseguró el
extremo de la cuerda alrededor de la cintura y la tomó con ambas manos.
Sam retrocedió y afirmó los pies contra un tocón
a una o dos yardas [1-2 metros] de la orilla. A medias izado, a medias
trepando, Frodo subió y se dejó caer en el suelo.
El trueno retumbaba y rugía en lontananza,
y la lluvia seguía cayendo, torrencial. Los hobbits volvieron a arrastrarse al
interior de la garganta en busca de reparo; no encontraron ninguno. El agua que
descendía en arroyuelos no tardó en convertirse en un torrente espumoso que se
estrellaba contra las rocas antes de precipitarse a chorros desde el acantilado
como desde el alero de una enorme techumbre.
—Si me hubiese quedado allá abajo, ya
estaría casi ahogado, o el agua me habría arrastrado no sé dónde—dijo Frodo—.
¡Qué suerte extraordinaria que tuvieras esa cuerda!
—Mejor suerte hubiera sido que lo pensara
un poco antes—dijo Sam—. Tal vez usted recuerde cómo las pusieron en las
barcas, cuando partíamos: en el país élfico. Me fascinaron y guardé un rollo en
mi equipaje. Parece que hiciera años de eso. Puede ser una buena ayuda en
muchas ocasiones dijo Haldir o uno de ellos. Tenía razón.
—Lástima que no se me ocurriera a mí traer
otro rollo—dijo Frodo—; pero me separé de la Compañía con tanta prisa y en
medio de tanta confusión. Quizá pudiera alcanzarnos para bajar. ¿Cuánto medirá
tu cuerda, me pregunto?
Sam extendió la cuerda lentamente,
midiéndola con los brazos. —Cinco, diez, veinte, treinta varas [150 metros],
más o menos.
—¡Quién lo hubiera creído!—exclamó Frodo.
—¡Ah! ¿Quién?—dijo Sam—. Los elfos son
gente maravillosa. Parece demasiado delgada, pero es resistente; y suave como
leche en la mano. Ocupa poco lugar y es liviana como la luz. ¡Gente maravillosa
sin ninguna duda!
—¡Treinta anas!—dijo Frodo, pensativo—.
Creo que será suficiente. Si la tormenta pasa antes que caiga la noche, voy a
intentarlo.
—Ya casi ha dejado de llover—dijo Sam—,
¡pero no haga otra vez nada peligroso en la oscuridad, señor Frodo! Quizás
usted haya olvidado ese grito en el viento, ¡pero yo no! Parecía el grito de un
jinete negro... aunque venía del aire, como si pudiese volar. Creo que lo mejor
sería quedarnos aquí hasta que pase la noche.
—Y yo creo que no me quedaré aquí ni un
minuto más de lo necesario, atado de pies y manos al borde de este precipicio
mientras los ojos del País Oscuro nos observan a través de las ciénagas—dijo
Frodo.
Y con estas palabras se incorporó y volvió
al fondo de la garganta. Miró a lo lejos. El cielo estaba casi límpido en el
este. Los nubarrones se alejaban, tempestuosos y cargados de lluvia, y la
batalla principal extendía ahora las grandes alas sobre Emyn Muil; allí el
pensamiento sombrío de Sauron se detuvo un momento. Luego se volvió, golpeando
el valle de Anduin con granizo y relámpagos, y arrojando sobre Minas Tirith una
sombra que amenazaba guerra. Entonces, descendiendo a las montañas, pasó
lentamente sobre Gondor y los confines de Rohan, hasta que a lo lejos, mientras
cabalgaban por la llanura rumbo al oeste, los caballeros vieron las torres
negras que se movían detrás del sol. Pero aquí, sobre el desierto y sobre las ciénagas
hediondas, el cielo de la noche se abrió una vez más, y unas estrellas
titilaron como pequeños agujeros blancos en el palio que cubría la luna
creciente.
—¡Qué felicidad volver a ver!—exclamó
Frodo, respirando profundamente—. ¿Sabes que durante un rato creí que había
perdido la vista? A causa de los rayos o de algo más terrible tal vez. No veía
nada, absolutamente nada hasta que apareció la cuerda gris. Me pareció que
centelleaba.
—Es cierto, parece de plata en la oscuridad—dijo
Sam—. Es raro, no lo había notado antes, aunque no recuerdo haberla mirado
desde que la puse en el paquete. Pero si está tan decidido a bajar, señor
Frodo, ¿cómo piensa utilizarla? Treinta anas, unas dieciocho brazas [33
metros], digamos: más o menos la
altura que usted supuso.
Frodo reflexionó un momento. —¡Amárrala a
ese tocón, Sam!—dijo—. Creo que esta vez tendrás la satisfacción de ir primero.
Yo te bajaré por la cuerda, y sólo tendrás que usar los pies y las manos para
no chocar contra la roca. De todos modos, si puedes apoyarte en la cornisa y me
das un respiro, tanto mejor. Cuando hayas llegado abajo, yo te seguiré. Me
siento muy bien ahora.
—De acuerdo—dijo Sam sin mucho entusiasmo—.
Si tiene que ser ¡que sea en seguida!—Tomó la cuerda y la ató al tocón más
próximo a la orilla; luego se aseguró el otro extremo a la cintura. Se volvió a
regañadientes y se preparó para dejarse caer por segunda vez.
Sin embargo, el descenso resultó mucho
menos difícil de lo que había esperado. La cuerda parecía darle confianza, aunque
más de una vez, al mirar hacia abajo tuvo que cerrar los ojos. A cierta altura,
en un tramo donde no había cornisa y la pared del acantilado se inclinaba hacia
adentro, pasó un mal rato: resbaló y quedó suspendido en el aire. Pero Frodo
sujetaba la cuerda con mano firme y la iba soltando poco a poco, y al fin el descenso
concluyó. Lo que más había temido el hobbit era que la cuerda se acabase
demasiado pronto, pero Frodo tenía aún un buen trozo entre las manos cuando Sam
le gritó: —¡Ya estoy abajo!—La voz llegaba nítida desde el fondo del abismo,
pero Frodo no distinguía a Sam: la capa gris de elfo se confundía con la
penumbra del crepúsculo.
Frodo tardó un poco más en seguir a Sam. Se
había asegurado la cuerda a la cintura y la había recogido manteniéndola
siempre tensa; quería evitar en lo posible el riesgo de una caída; no tenía la
fe ciega de Sam en aquella delgada cuerda gris. Sin embargo en dos sitios tuvo
que confiar enteramente en ella: dos superficies tan lisas que ni sus vigorosos
dedos de hobbit encontraron apoyo, y la distancia entre una cornisa y otra era demasiado
grande. Pero al fin también él llegó abajo.
—¡Albricias! ¡Lo conseguimos! ¡Hemos
escapado de Emyn Muil! ¿Y ahora? Quizá pronto estemos suspirando por pisar otra
vez una buena roca dura.
Sam no contestó: tenía los ojos fijos en el
acantilado. —¡Pampirolón!—dijo—¡Estúpido!
¡Mi tan hermosa cuerda! Ha quedado allá amarrada a un tocón y nosotros aquí
abajo. Mejor escalera no podíamos dejarle a ese fisgón de Gollum. ¡Es casi como
si hubiéramos puesto aquí un letrero, indicándole qué camino hemos tomado! Ya
me parecía que todo era demasiado fácil.
—Si se te ocurre cómo hubiéramos podido
bajar por la cuerda y al mismo tiempo traerla con nosotros, entonces puedes
pasarme a mí el pampirolón o cualquier otro epíteto de esos que te
endilgaba tu Tío—dijo Frodo—. ¡Sube, desátala y baja, si quieres!
Sam se rascó la cabeza. —No, no veo cómo,
con el perdón de usted—dijo—. Pero no me gusta dejarla, por supuesto. —Acarició
el extremo de la cuerda y la sacudió levemente. —Me cuesta separarme de algo
que traje del país de los elfos. Hecha por Galadriel en persona, tal vez.
Galadriel—murmuró moviendo tristemente la cabeza. Miró hacia arriba y tironeó
por última vez de la cuerda como despidiéndose.
Ante el asombro total de los dos hobbits,
la cuerda se soltó. Sam cayó de espaldas y las largas espirales grises se
deslizaron silenciosamente sobre él. Frodo se echó a reír. —¿Quién aseguró la
cuerda?—dijo—¡Menos mal que aguantó hasta ahora! ¡Pensar que confié a tu nudo
todo mi peso!
Sam no se reía. —Quizás yo no sea muy ducho
en eso de escalar montañas, señor Frodo—dijo con aire ofendido—, pero de
cuerdas y nudos algo sé. Me viene de familia, por así decir. Mi abuelo, y
después de él mi tío Andy, el hermano mayor del Tío, tuvo durante muchos años
una cordelería cerca de Campo del Cordelero. Y nadie hubiera podido atar a ese
tocón un nudo más seguro que el mío, en La Comarca o fuera de ella.
—Entonces la cuerda ha tenido que
romperse... al rozar contra el borde de la roca, supongo—dijo Frodo.
—¡Apuesto a que no!—dijo Sam en un tono aún
más ofendido. Se agachó y examinó los dos cabos—. No, no me equivoco. ¡Ni una sola
hebra!
—Entonces me temo que haya sido el nudo—dijo
Frodo.
Sam sacudió la cabeza sin responder. Se
pasaba la cuerda entre los dedos, pensativo. —Como quiera, señor Frodo—dijo por
último—, pero para mí la cuerda se soltó sola... cuando yo la llamé. —La
enrolló y la guardó cariñosamente.
—Que bajó no puede negarse—dijo Frodo—, y
eso es lo que importa. Pero ahora hemos de pensar cuál será nuestro próximo
paso. Pronto caerá la noche. ¡Qué hermosas están las estrellas y la luna!
—Regocijan el corazón ¿verdad?—dijo Sam
mirando el cielo—. Son élficas, de alguna manera. Y la luna está en creciente.
Con este tiempo nuboso, hacía un par de noches que no la veíamos; ya da mucha
luz.
—Sí—dijo Frodo—pero hasta dentro de unos
días no habrá luna llena. No me parece prudente que nos internemos en las
ciénagas a la luz de una media luna.
Al amparo de las primeras sombras de la
noche iniciaron una nueva etapa del viaje. Al cabo de un rato Sam volvió la
cabeza y escudriñó el camino que acababan de recorrer. La boca de la garganta
era como una fisura en la pared rocosa. —Me alegro de haber
recuperado la cuerda—dijo—. En todo caso ese malandrín se encontrará con un
pequeño enigma difícil de resolver. ¡Que intente bajar por las cornisas con
esos inmundos pies planos!
Avanzaron con precaución alejándose del pie
del acantilado, a través de un desierto de guijarros y piedras ásperas, húmedas
y resbaladizas por la lluvia. El terreno aún descendía abruptamente. Habían
recorrido un corto trecho cuando se encontraron de pronto ante una fisura negra
que les interceptaba el camino. No era demasiado ancha, pero sí lo suficiente
para que no se atrevieran a saltar en la penumbra. Creyeron oír un gorgoteo de
agua en el fondo. A la izquierda la fisura se curvaba hacia el norte, hacia las
colinas, cerrándoles así el paso, por lo menos mientras durase la oscuridad.
—Será mejor que busquemos una salida por el
sur a lo largo del acantilado—dijo Sam—. Tal vez encontremos un recoveco, o una
caverna, o algo así.
—Creo que tienes razón—dijo Frodo—. Estoy
cansado y no me siento con fuerzas para seguir arrastrándome entre las piedras
esta noche... aunque odio retrasarme todavía más. Ojalá tuviésemos por delante
una senda clara: en ese caso seguiría hasta que ya no me dieran las piernas.
Avanzar a lo largo de las faldas escabrosas
de Emyn Muil no fue más fácil para los hobbits. Ni Sam encontró un rincón o un
hueco en que cobijarse: sólo pendientes desnudas y pedregosas bajo la mirada
amenazante del acantilado, que ahora volvía a elevarse, más alto y vertical.
Por fin, extenuados, se dejaron caer en el suelo al abrigo de un peñasco, no
lejos del pie del acantilado. Allí se quedaron algún tiempo, taciturnos,
acurrucados uno contra otro en la noche fría e inclemente, luchando contra el
sueño que los iba venciendo. La luna subía ahora alta y clara. El débil
resplandor blanco iluminaba las caras de las rocas y bañaba las paredes frías y
amenazadoras del acantilado, transformando la vasta e inquietante oscuridad en un
gris pálido y glacial estriado de sombras negras.
—¡Bueno!—dijo Frodo, poniéndose de pie y
arrebujándose en la capa—. Tú, Sam, duerme un poco y toma mi manta. Mientras
tanto yo caminaré de arriba abajo y vigilaré. —De pronto se irguió, muy tieso;
en seguida se agachó y tomó a Sam por el brazo. —¿Qué es eso?—murmuró—. Mira,
allá arriba, en el acantilado.
Sam miró y contuvo el aliento. —¡Sss!—susurró—.
Ya está ahí. ¡Es ese Gollum! ¡Sapos y culebras! ¡Y pensé que lo habíamos despistado
con nuestra pequeña hazaña! ¡Mírelo! ¡Arrastrándose por la pared como una araña
horrible!
A lo largo de una cara del precipicio, que
parecía casi lisa a la pálida luz de la luna, una pequeña figura negra se
desplazaba con los miembros delgados extendidos sobre la roca. Quizás aquellos
pies y manos blandos y prensiles encontraban fisuras y asideros que ningún
hobbit hubiera podido ver o utilizar, pero parecía deslizarse sobre patas
pegajosas, como un gran insecto merodeador de alguna extraña especie. Y bajaba
de cabeza, como si viniera olfateando el camino. De tanto en tanto levantaba el
cráneo lentamente, haciéndolo girar sobre el largo pescuezo descarnado, y los
hobbits veían entonces dos puntos pálidos, dos ojos, que parpadeaban un
instante a la luz de la luna y en seguida volvían a ocultarse.
—¿Le parece que puede vernos?—dijo Sam.
—No sé—respondió Frodo en voz baja—, pero
no lo creo. Estas capas élficas son poco visibles, aún para ojos amigos: yo no
te veo en la sombra ni a dos pasos. Y por lo que sé, es enemigo del sol y de la
luna.
—¿Por qué entonces desciende aquí,
precisamente?—inquirió Sam.
—Calma, Sam—dijo Frodo—. Tal vez pueda
olernos. Y tiene un oído tan fino como el de los elfos, dicen. Me parece que ha
oído algo ahora; nuestras voces probablemente. Hemos gritado mucho allá arriba;
y hasta hace un momento hablábamos en voz demasiado alta.
—Bueno, estoy harto de él—dijo Sam—. Nos ha
seguido demasiado tiempo para mi gusto y le cantaré cuatro frescas, si puedo.
De todos modos creo que ahora será inútil que tratemos de evitarlo. —Cubriéndose
la cara con la caperuza gris, Sam se arrastró con pasos furtivos hacia el
acantilado.
—¡Ten cuidado!—le susurró Frodo, que iba
detrás—. ¡No lo alarmes! Es mucho más peligroso de lo que parece.
La forma negra había descendido ya las tres
cuartas partes de la pared y estaba a unos quince metros o menos del pie del
acantilado. Acurrucados e inmóviles como piedras a la sombra de una roca, los
hobbits lo observaban. Al parecer había tropezado con un pasaje difícil, o
tenía alguna preocupación. Lo oían olisquear y de tanto en tanto escuchaban una
respiración áspera y siseante que sonaba como un juramento reprimido. Levantó
la cabeza y a los hobbits les pareció que escupía. Luego siguió avanzando.
Ahora lo oían hablar con una voz cascada y sibilante.
—¡Ajjj, sss! ¡Cauto, mi tesoro! A camino
largo, paso corto. No corramos el riesssgo de rompernos el pessscuezo, no,
tesssoro. ¡No, tesssoro... gollum!—Levantó otra vez la cabeza, le guiñó los
ojos a la luna, y volvió a cerrarlos rápidamente. —La aborrecemos—siseó—.
Odiosssa, odiosssa luz trémula es... sss... nos essspía, tesoro... nos
lassstima los ojos.
Se iba acercando y los siseos eran ahora
más agudos y claros. —¿Dónde essstá, dónde essstá: mi tesssoro, mi tesssoro? Es
nuestro, es, y nosotros lo queremos. Los ladrones, los inmundos ladronzuelos.
¿Dónde están con mi tesoro? ¡Malditos! Los odiamos de veras.
—No parece saber dónde estamos ¿eh?—susurró
Sam—. ¿Y qué es su tesoro? ¿Se referirá al ...?
—¡Calla!—susurró Frodo—. Se está acercando
y ya podría oírnos.
Y en efecto, Gollum había vuelto a
detenerse de improviso, e inclinaba la cabezota hacia uno y otro lado como si
estuviese escuchando. Había abierto a medias los ojillos pálidos. Sam se
contuvo, aunque los dedos le escocían. Tenía los ojos encendidos de cólera y
asco, fijos en la miserable criatura, que ahora avanzaba otra vez, siempre
cuchicheando y siseando entre dientes.
Por fin, se encontró a no más de una docena
de pies del suelo, justo encima de las cabezas de los hobbits. Desde esa altura
la caída era vertical, pues la pared se inclinaba ligeramente hacia adentro, y
ni el propio Gollum hubiera podido encontrar en ella un punto de apoyo. Trataba
al parecer de darse vuelta, y ponerse con las piernas para abajo, cuando de
pronto, con un chillido estridente y sibilante, cayó enroscando las piernas y
los brazos alrededor del cuerpo, como una araña a la que han cortado el hilo
por el que venía descendiendo.
Sam salió de su escondite como un rayo y en
un par de saltos cruzó el espacio que lo separaba de la pared de piedra. Antes
que Gollum pudiera levantarse, cayó sobre él. Pero descubrió que aun así,
tomado por sorpresa después de una caída, Gollum era más fuerte y hábil de lo
que había creído. No había alcanzado a sujetarlo cuando los largos miembros de
Gollum lo envolvieron en un abrazo implacable, blando, pero horriblemente poderoso que le impedía todo movimiento, y lo
estrujaba como cuerdas que fuesen apretando lentamente. Unos dedos pegajosos le
tantearon la garganta. Luego unos dientes afilados se le hincaron en el hombro.
Todo cuanto Sam pudo hacer fue sacudir con violencia la cabeza dura y redonda
contra la cara de la criatura. Gollum siseó escupiendo, pero no lo soltó.
Las cosas habrían
terminado mal para Sam si hubiera estado solo. Pero Frodo se levantó de un
salto, desenvainando a Dardo.
Con la mano izquierda tomó a Gollum por los cabellos ralos y lacios y le
tironeó la cabeza hacia atrás, estirándole el pescuezo, y obligándolo a fijar
en el cielo los pálidos ojos venenosos.
—¡Suéltalo, Gollum!—dijo—.
Esta espada es Dardo.
Ya la has visto antes. ¡Suéltalo, o esta vez sentirás la hoja! ¡Te degollaré!
Gollum se aflojó y se
derrumbó como una cuerda mojada. Sam se incorporó, palpándose el hombro. Echaba
fuego por los ojos, pero no podía vengarse: su miserable enemigo se arrastraba
por el suelo gimoteando.
—¡No nos hagas daño!
¡No dejes que nos hagan daño, mi tesoro! No nos harán daño, ¿verdad que no, pequeños
y simpáticos hobbits? No teníamos intención de hacer daño, pero nos saltaron
encima como gatos sobre unos pobres ratones, eso hicieron, mi tesoro. Y estamos
tan solos, gollum. Seremos buenos con ellos, muy buenísimos, si también
ellos son buenos con nosotros, ¿no? Sí, así.
—Bueno ¿qué hacemos
con él?—dijo Sam—. Atarlo, para que no nos siga más espiándonos, digo yo.
—Pero eso nos mataría,
nos mataría—gimoteó Gollum—. Crueles pequeños hobbits. Atarnos y abandonarnos
en las duras tierras frías, gollum, gollum. —Los sollozos se le ahogaban
en gorgoteos.
—No—dijo Frodo—. Si lo
matamos, tenemos que matarlo ahora. Pero no podemos hacerlo, no en esta
situación. ¡Pobre miserable! ¡No nos ha hecho ningún daño!
—¿Ah no?—dijo Sam
restregándose el hombro—. En todo caso tenía la intención y la tiene aún. Apuesto
cualquier cosa. Estrangularnos mientras dormimos, eso es lo que planea.
—Puede ser –dijo Frodo—.
Pero lo que intenta hacer es otra cuestión. —Calló un momento, ensimismado. Gollum
yacía inmóvil, pero ya no gimoteaba. Sam le echaba miradas amenazadoras.
De pronto Frodo creyó
oír, muy claras pero lejanas, unas voces que venían del pasado:
«¡Qué lástima que Bilbo no haya matado a esa vil criatura, cuando tuvo
la oportunidad!»
«¿Lástima? Sí, fue lástima lo que detuvo la mano de Bilbo. Lástima y
misericordia: no matar sin necesidad.»
«No siento ninguna lástima por Gollum. Merece la muerte. La merece,
sin duda.»
«Muchos de los que viven merecen morir y algunos de los que mueren
merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures en
dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.»
—Muy bien—respondió en
voz alta, bajando la espada—. Pero todavía tengo miedo. Y sin embargo, como ves,
no tocaré a este desgraciado. Porque ahora que lo veo, me inspira lástima.
Sam clavó la mirada en
su amo, que parecía hablar con alguien que no estaba allí. Gollum alzó la
cabeza.
—Sssí, somos
desgraciados, tesoro—gimió—. ¡Miseria! ¡Miseria! Los hobbits no nos matarán,
buenos hobbits.
—No, no te mataremos—dijo
Frodo—. Pero tampoco te soltaremos. Eres todo maldad y malicia, Gollum. Tendrás
que venir con nosotros, sólo eso, para que podamos vigilarte. Pero tú tendrás
que ayudarnos, si puedes. Favor por favor.
—Sssí, sí, por
supuesto—dijo Gollum incorporándose—. ¡Buenos hobbits! Iremos con ellos. Les buscaremos
caminos seguros en la oscuridad, sí. ¿Y a dónde van ellos por estas tierras
frías, preguntamos, sí, preguntamos? —Levantó la mirada hacia ellos y un leve
resplandor de astucia y ansiedad apareció un instante en los ojos pálidos y
temerosos.
Sam le clavó una
mirada furibunda y apretó los dientes; pero notó que había algo extraño en la
actitud de su amo, y comprendió que las discusiones estaban fuera de lugar. Pero
la respuesta de Frodo lo dejó estupefacto.
Frodo miró a Gollum y
la criatura apartó los ojos. —Tú lo sabes, o lo adivinas, Sméagol—dijo Frodo
con voz severa y tranquila—. Vamos camino de Mordor, naturalmente. Y tú conoces
ese camino, me parece.
—¡Aj! ¡Sss!—dijo
Gollum, cubriéndose las orejas con las manos, como si tanta franqueza y esos nombres
pronunciados en voz alta y clara le hicieran daño—. Lo adivinamos, sí lo
adivinamos—murmuró—, y no queríamos que fueran, ¿no es verdad? No, tesoro, no
los buenos hobbits. Cenizas, cenizas, y polvo, y sed, hay allí, y fosos, fosos,
fosos, y orcos, orcos, millares de orcos. Los buenos hobbits evitan... sss... esos
lugares.
—¿Entonces has estado
allí?—insistió Frodo—. Y ahora tienes que volver, ¿no?
—Ssí. Ssí. ¡No!
–chilló Gollum—. Una vez, por accidente ¿no fue así, mi tesoro? Sí, por
accidente. Pero no volveremos, no, ¡no!—De pronto la voz y el lenguaje de
Gollum cambiaron, los sollozos se le ahogaron en la garganta, y habló, pero no
para ellos. —«¡Déjame solo gollum! Me haces daño. Oh mis pobres manos, ¡Gollum!
Yo, nosotros, no quisiera volver. No lo puedo encontrar. Estoy cansado. Yo,
nosotros no podemos encontrarlo, gollum, gollum, no, en ninguna parte. Ellos
siempre están despiertos. Enanos, hombres y elfos, elfos terribles de ojos
brillantes. No puedo encontrarlo. ¡Aj!»—Se puso de pie y cerró la larga mano
en un nudo de huesos, y la sacudió mirando al este. —¡No queremos!—gritó—. ¡No
para ti!—Luego volvió a derrumbarse. —Gollum, gollum—gimió de cara al
suelo—. ¡No nos mires! ¡Vete a dormir!
—No se marchará ni se
dormirá porque tú se lo ordenes, Sméagol—le dijo Frodo—. Pero si realmente
quieres librarte de él, tendrás que ayudarme. Y eso, me temo, significa
encontrar un camino que nos lleve a él. Tú no necesitas llegar hasta el final,
no más allá de las puertas de ese país.
Gollum se incorporó
otra vez y miró a Frodo por debajo de los párpados. —¡Está allí!—dijo
con sarcasmo—. Siempre allí. Los orcos te indicarán el camino. Es fácil
encontrar orcos al este del río. No se lo preguntes a Sméagol. Pobre, pobre
Sméagol, hace mucho tiempo que partió. Le quitaron su Tesoro y ahora está
perdido.
—Tal vez podamos
encontrarlo, si vienes con nosotros—dijo Frodo.
—No. No, ¡jamás! Ha
perdido el Tesoro—dijo Gollum.
—¡Levántate!—ordenó
Frodo.
Gollum se puso en pie
y retrocedió hasta el acantilado.
—¡A ver!—dijo Frodo—.
¿Cuándo es más fácil encontrar el camino, de día o de noche? Nosotros estamos cansados;
pero si prefieres la noche, partiremos hoy mismo.
—Las grandes luces nos
dañan los ojos, sí—gimió Gollum—. No la luz de la Cara Blanca, no, todavía no. Pronto
se esconderá detrás de las colinas, sssí. Descansad antes un poco, buenos
hobbits.
—Siéntate entonces—dijo
Frodo—¡y no te muevas!
Los hobbits se
sentaron uno a cada lado de Gollum, de espaldas a la pared pedregosa, y estiraron
las piernas. No fue preciso que hablaran para ponerse de acuerdo: sabían que no
tenían que dormir ni un solo instante. Lentamente desapareció la luna. Las
sombras cayeron desde las colinas y todo fue oscuridad. Las estrellas se
multiplicaron y brillaron en el cielo. Ninguno de los tres se movía. Gollum
estaba sentado con las piernas encogidas, las rodillas debajo del mentón, las
manos y los pies planos abiertos contra el suelo, los ojos cerrados; pero
parecía tenso, como si estuviera pensando o escuchando.
Frodo cambió una
mirada con Sam. Los ojos se encontraron y se comprendieron. Los hobbits aflojaron
el cuerpo, apoyaron la cabeza en la piedra, y cerraron los ojos, o fingieron
cerrarlos. Pronto se los oyó respirar regularmente. Las manos de Gollum se
crisparon, nerviosas. La cabeza se volvió en un movimiento casi imperceptible a
la izquierda y a la derecha, y primero entornó apenas un ojo y luego el otro.
Los hobbits no reaccionaron.
De súbito, con una
agilidad asombrosa y la rapidez de una langosta o una rana, Gollum se lanzó de un
salto a la oscuridad. Eso era precisamente lo que Frodo y Sam habían esperado.
Sam lo alcanzó antes de que pudiera dar dos pasos más. Frodo, que lo seguía, le
aferró la pierna y lo hizo caer.
—Tu cuerda podrá
sernos útil otra vez, Sam—dijo.
Sam sacó la cuerda. —¿Y
a dónde iba usted por estas duras tierras frías, señor Gollum?—gruñó—. Nos
preguntamos, sí, nos preguntamos. En busca de algunos de tus amigos orcos,
apuesto. Repugnante criatura traicionera. Alrededor de tu gaznate tendría que
ir esta cuerda y con un nudo bien apretado.
Gollum yacía inmóvil y
no intentó ninguna otra jugarreta. No le contestó a Sam, pero le echó una mirada
fugaz y venenosa.
—Sólo nos hace falta
algo con que sujetarlo—dijo Frodo—. Es necesario que camine, de modo que no
tendría sentido atarle las piernas... o los brazos, pues por lo que veo los
utiliza indistintamente. Átale esta punta al tobillo y no sueltes el otro
extremo.
Permaneció junto a
Gollum, vigilándolo, mientras Sam hacía el nudo. El resultado desconcertó a los
dos hobbits. Gollum se puso a gritar: un grito agudo, desgarrador, horrible al
oído. Se retorcía tratando de alcanzar el tobillo con la boca y morder la cuerda,
aullando siempre.
Frodo se convenció al
fin de que Gollum sufría de verdad; pero no podía ser a causa del nudo. Lo examinó
y comprobó que no estaba demasiado apretado; al contrario. Sam había sido más
compasivo que sus propias palabras. —¿Qué te pasa?—dijo—. Si intentas escapar,
tendremos que atarte; pero no queremos hacerte daño.
—Nos hace daño, nos
hace daño—siseó Gollum—. ¡Hiela, muerde! ¡La hicieron los elfos, malditos sean!
¡Hobbits sucios y crueles! Por eso tratamos de escapar, claro, tesoro.
Adivinamos que eran hobbits crueles. Hobbits que visitan a los elfos, elfos
feroces de ojos brillantes. ¡Quitad la cuerda! ¡Nos hace daño!
—No, no te la sacaré—dijo
Frodo—a menos... —se detuvo un momento para reflexionar—... a menos que haya una
promesa de tu parte en la que yo confíe.
—Juraremos hacer lo
que él quiere, sí, sssí—dijo Gollum, siempre retorciéndose y aferrándose el
tobillo—. Nos hace daño.
—¿Jurarías?—dijo
Frodo.
—Sméagol—dijo Gollum
con voz súbitamente clara, abriendo grandes los ojos y mirando a Frodo con una extraña
luz—. Sméagol jurará sobre el Tesoro.
Frodo se irguió y una
vez más Sam escuchó estupefacto las palabras y la voz grave de Frodo. —¿Sobre
el Tesoro? ¿Cómo te atreves?—dijo—. Reflexiona.
Un Anillo para gobernarlos. Un Anillo para encontrarlos,
un Anillo para atraerlos y en las tinieblas atarlos
en la Tierra de Mordor donde las sombras se extienden.
»¿Te atreves a hacer
una promesa semejante, Sméagol? Te obligará a cumplirla. Pero es aún más traicionero
que tú. Puede tergiversar tus palabras. ¡Ten cuidado!
Gollum se encogió. —¡Sobre
el Tesoro, sobre el Tesoro!—repitió.
—¿Y qué jurarías?—preguntó
Frodo.
—Ser muy muy bueno—dijo
Gollum. Luego, arrastrándose por el suelo a los pies de Frodo, murmuró con voz
ronca, y un escalofrío lo recorrió de arriba abajo, como si el terror de las palabras
le estremeciera los huesos: —Sméagol jurará que nunca, nunca, permitirá que Él
lo tenga. ¡Nunca! Sméagol lo salvará. Pero ha de jurar sobre el Tesoro.
—¡No! No sobre el
Tesoro—dijo Frodo, mirándolo con severa piedad—. Lo que deseas es verlo y tocarlo,
si puedes, aunque sabes que enloquecerías. No sobre el Tesoro. Jura por él, si
quieres. Pues tú sabes dónde está. Sí, tú lo sabes, Sméagol. Está delante de
ti.
Por un instante Sam
tuvo la impresión de que su amo había crecido y que Gollum había empequeñecido:
una sombra alta y severa, un poderoso y luminoso señor que se ocultaba en una
nube gris, y a sus pies, un perrito lloroso. Sin embargo, no eran dos seres
totalmente distintos, había entre ellos alguna afinidad: cada uno podía adivinar
lo que pensaba el otro. Gollum se incorporó y se puso a tocar a Frodo,
acariciándole las rodillas.
—¡Abajo! ¡Abajo! Ahora
haz tu promesa.
—Prometemos, sí, ¡yo
prometo!—dijo Gollum—. Serviré al señor del Tesoro. Buen amo, buen Sméagol, ¡gollum,
gollum!—Súbitamente se echó a llorar y volvió a morderse el tobillo.
—¡Sácale la cuerda,
Sam!—dijo Frodo.
De mala gana, Sam
obedeció. Gollum se puso de pie al instante y caracoleó como un cuzco que
recibe una caricia luego del castigo. A partir de entonces hubo en él una
curiosa transformación que se prolongó un cierto tiempo. La voz era menos
sibilante y menos llorosa, y hablaba directamente con los hobbits, no con aquel
tesoro bienamado. Se encogía y retrocedía si los hobbits se le acercaban o hacían
algún movimiento brusco, y evitaba todo contacto con las capas élficas; pero se
mostraba amistoso, y en verdad daba lástima observar cómo se afanaba tratando
de complacer a los hobbits. Se desternillaba de risa y hacía cabriolas ante
cualquier broma, o cuando Frodo le hablaba con dulzura; y se echaba a llorar si
lo reprendía. Sam casi no le hablaba. Desconfiaba de este nuevo Gollum, de
Sméagol, más que nunca, y le gustaba, si era posible, aún menos que el antiguo.
—Y bien, Gollum, o
como rayos te llames—dijo—, ¡ha llegado la hora! La luna se ha escondido y la
noche se va. Convendría que nos pusiéramos en marcha.
—Sí, sí—asintió
Gollum, brincando alrededor—. ¡En marcha! No hay más que un camino entre el
extremo norte y el extremo sur. Yo lo descubrí, yo. Los orcos no lo utilizan,
los orcos no lo conocen. Los orcos no atraviesan las ciénagas, hacen rodeos de
millas y millas. Es una gran suerte que hayáis venido por aquí. Es una gran
suerte que os encontrarais con Sméagol, sí. Seguid a Sméagol.
Se alejó unos pasos y
volvió la cabeza, en una actitud de espera Solícita, como un perro que los
invitara a dar un paseo. —¡Espera un poco, Gollum!—le gritó Sam—. ¡No te adelantes
demasiado! Te seguiré de cerca, y tengo la cuerda preparada.
—¡No, no!—dijo Gollum—.
Sméagol prometió.
En plena noche y a la
luz clara y fría de las estrellas, emprendieron la marcha. Durante un trecho
Gollum los guio hacia el norte por el mismo camino por el que habían venido;
luego dobló a la derecha alejándose de las escarpadas paredes de Emyn Muil, y
bajó por la pendiente pedregosa y accidentada que llevaba a las ciénagas.
Rápidos y silenciosos desaparecieron en la oscuridad. Sobre las interminables
lenguas desérticas que se extendían ante las puertas de Mordor, se cernía un silencio
negro.
XXIX.BÁRBOL
LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO IV
Entretanto los hobbits corrían tan
rápidamente como era posible en la oscuridad y la maraña del bosque, siguiendo
el curso del río, hacia el oeste y las pendientes de las montañas, internándose
más y más en Fangorn. El miedo a los orcos fue muriendo en ellos poco a poco y
aminoraron el paso. De pronto se sintieron invadidos por una curiosa sensación
de ahogo, como si el aire se hubiera enrarecido.
Al fin Merry se detuvo. —No podemos seguir
así—jadeó—. Necesito aire.
—Bebamos un trago al menos—dijo Pippin—.
Tengo la garganta seca. —Se trepó a una gruesa raíz de árbol que bajaba
retorciéndose a la corriente y se inclinó y recogió un poco de agua en las
manos juntas. El agua era fría y clara y Pippin bebió varias veces. Merry lo
siguió. El agua los refrescó y reanimó; se quedaron sentados un rato a orillas
del río, moviendo en el agua las piernas y pies doloridos y examinando los
árboles que se alzaban en silencio en filas apretadas, hasta perderse todo
alrededor en el crepúsculo gris.
—Espero que todavía no hayas perdido el
rumbo—dijo Pippin, apoyándose en un tronco corpulento—. Podríamos al menos
seguir el curso de este río, el Entaguas, o como lo llames, y salir por donde
hemos venido.
—Podríamos, sí, si las piernas nos ayudan—dijo
Merry—y si el aire no nos falta.
—Sí, todo es muy oscuro y sofocante aquí—dijo
Pippin—. Me recuerda de algún modo la vieja sala de la Gran Morada de los Tuk
en los Smials de Tukburgo: una inmensa habitación donde los muebles no se
movieron ni se cambiaron durante generaciones. Se dice que Tuk el Viejo vivió
allí muchos años, y que él y la habitación envejecieron y decayeron juntos.
Nadie tocó nada allí desde que él murió, hace ya un siglo. Y el viejo Geronte
era mi tatarabuelo, de modo que el cuarto está así desde hace rato. Pero no era
nada comparado con la impresión de vejez que da este bosque. ¡Mira todas esas
barbas y patillas de líquenes que lloran y se arrastran! Y casi todos los
árboles parecen estar cubiertos con unas hojas secas y raídas que nunca han
caído. Desaliñados. No alcanzo a imaginar qué aspecto tendrá aquí la primavera,
si llega alguna vez; menos aún una limpieza de primavera.
—Pero el sol tiene que asomar aquí algunas
veces –dijo Merry—. No se parece ni en el aspecto ni en la atmósfera al bosque
Negro según la descripción de Bilbo. Aquel era sombrío y negro, y morada de
cosas sombrías y negras. Este es sólo oscuro y terriblemente tupido. No puedes
imaginar que vivan animales aquí, o que se queden mucho tiempo.
—No, ni hobbits—dijo Pippin—. Y la idea de
atravesarlo no me hace ninguna gracia. Nada que comer durante cientos de
millas, me parece. ¿Cómo están nuestras provisiones?
—Escasas—dijo Merry—. Escapamos sin nada
más que dos pequeños paquetes de lembas y abandonamos todo el resto. —Examinaron
lo que quedaba de los bizcochos de los elfos: sólo unos pocos pedazos que no
durarían más de cinco días. —Y
nada con que cubrirnos—dijo Merry—. Pasaremos frío esta noche, no importa por
donde vayamos.
—Bueno, será mejor que lo decidamos ahora—dijo
Pippin—. La mañana estará ya bastante avanzada.
En ese mismo momento vieron que una luz
amarilla había aparecido un poco más allá: los rayos del sol parecían haber
traspasado de pronto la bóveda del bosque.
—¡Mira!—dijo Merry—. El sol tiene que
haberse ocultado en una nube mientras estábamos bajo los árboles y ahora ha
salido otra vez, o ha subido lo suficiente como para echar una mirada por
alguna abertura. No es muy lejos, ¡vamos a ver!
Pronto descubrieron que el sitio estaba más
lejos de lo que habían imaginado. El terreno continuaba elevándose en una
empinada pendiente y era cada vez más pedregoso. La luz crecía a medida que
avanzaban y pronto se encontraron ante una pared de piedra: la falda de una
colina o el fin abrupto de alguna larga estribación que venía de las montañas
distantes. No había allí ningún árbol y el sol caía de lleno sobre la
superficie de piedra. Las ramas de los árboles que crecían al pie de la pared
se extendían tiesas e inmóviles, como para recibir el calor. Donde todo les
pareciera antes tan avejentado y gris, brillaban ahora los pardos y los ocres y
los grises y negros de la corteza, lustrosos como cuero encerado. En las copas
de los árboles había un claro resplandor verde, como de hierba nueva, como si
una primavera temprana o una visión fugaz de la primavera flotara alrededor.
En la cara del muro de piedra se veía una
especie de escalinata: quizá natural, labrada por las inclemencias del tiempo y
el desgaste de la piedra, pues los escalones eran desiguales y toscos. Arriba,
casi a la altura de las cimas de los árboles, había una cornisa, debajo de un
risco. Nada crecía allí excepto unas pocas hierbas y malezas en el borde y un
viejo tronco de árbol donde sólo quedaban dos ramas retorcidas; parecía casi la
silueta de un hombre viejo y encorvado que estaba allí de pie, parpadeando a la
luz de la mañana.
—¡Subamos!—dijo Merry alegremente—.
¡Vayamos a respirar un poco de aire fresco y echar una mirada a las cercanías!
Treparon por la pared. Si los escalones no
eran naturales habían sido labrados para pies más grandes y piernas más largas
que los de los hobbits. Se sentían demasiado impacientes y no se detuvieron a
pensar cómo era posible que ya hubieran recobrado las fuerzas y que las heridas
y lastimaduras del cautiverio hubieran cicatrizado de un modo tan notable.
Llegaron al fin al borde de la cornisa, casi al pie del viejo tronco; subieron
entonces de un salto y se volvieron dando la espalda a la colina, respirando
profundamente y mirando hacia el este. Vieron entonces que se habían internado
en el bosque sólo unas tres o cuatro millas [5-6 kilómetros]: las copas
de los árboles descendían por la pendiente hacia la llanura. Allí, cerca de las
márgenes del bosque, unas altas volutas de humo negro se alzaban en espiral y
venían flotando y ondulando hacia ellos.
—El viento está cambiando—dijo Merry—.
Sopla otra vez del este. Hace fresco aquí.
—Sí—dijo Pippin—. Temo que sólo sean unos
rayos pasajeros y que pronto todo sea gris otra vez. ¡Qué lástima! Este viejo
bosque hirsuto parecía tan distinto a la luz del sol. Casi me gustaba el lugar.
—¡Casi te gustaba el bosque! ¡Muy bien! Una
amabilidad nada común—dijo una voz desconocida—. Daos vuelta que quiero veros
las caras. Yo casi sentí que no me gustabais, pero no nos apresuremos.
¡Volveos! —Unas manos grandes y nudosas se posaron en los hombros de los
hobbits y los obligaron a darse vuelta, gentilmente pero con una fuerza
irresistible; dos grandes brazos los alzaron en el aire.
Se encontraron entonces mirando una cara de
veras extraordinaria. La figura era la de un hombre corpulento, casi de trol,
de por lo menos catorce pies de profundidad, muy robusto, cabeza grande,
encajada entre los hombros. Era difícil saber si estaba vestido con una materia
que parecía una corteza gris y verde, o si esto era la piel. En todo caso los
brazos, a una cierta distancia del tronco, no tenían arrugas y estaban
recubiertos de una piel parda y lisa. Los grandes pies tenían siete dedos cada
uno. De la parte inferior de la larga cara colgaba una barba gris, abundante,
casi ramosa en las raíces, delgada y mohosa en las puntas. Pero en ese momento
los hobbits no miraron otra cosa que los ojos. Aquellos ojos profundos los
examinaban ahora, lentos y solemnes, pero muy penetrantes. Eran de color castaño,
atravesados por una luz verde. Más tarde, Pippin trató a menudo de describir la
impresión que le causaron aquellos ojos.
—Uno hubiera dicho que había un pozo enorme
detrás de los ojos, colmado de siglos de recuerdos y con una larga, lenta y
sólida reflexión; pero en la superficie centelleaba el presente: como el sol
que centellea en las hojas exteriores de un árbol enorme, o sobre las
ondulaciones de un lago muy profundo. No lo sé, pero parecía algo que crecía de
la tierra, o que quizá dormía y era a la vez raíz y hojas, tierra y cielo, y
que hubiera despertado de pronto y te examinase con la misma lenta atención que
había dedicado a sus propios asuntos interiores durante años interminables.
—Hrum, hum—murmuró la voz, profunda
como un instrumento de madera de voz muy grave—. ¡Muy curioso en verdad! No te
apresures, esa es mi divisa. Pero sí os hubiera visto antes de oír vuestras
voces (me gustaron, hermosas vocecitas que me recuerdan algo que no puedo
precisar), si os hubiera visto antes de oíros, os habría aplastado en seguida,
pues os habría tomado por pequeños orcos, descubriendo tarde mi error. Muy
raros sois en verdad. ¡Raíces y brotes, muy raros!
Pippin, aunque todavía muy asombrado,
perdió el miedo. Sentía ante aquellos ojos una curiosa incertidumbre, pero
ningún temor. —Por favor—dijo—, ¿quién eres? ¿Y qué eres?
Una mirada rara asomó entonces a los viejos
ojos, una suerte de cautela; los pozos profundos estaban de nuevo cubiertos. —Hrum,
bueno—respondió la voz—. En fin, soy un ent, o así me llaman. Sí, ent es
la palabra. Soy el ent, podríais decir, en vuestro lenguaje. Algunos me
llaman Fangorn, otros Bárbol. Podéis llamarme Bárbol.
—¿Un ent?—dijo Merry—. ¿Qué es eso?
¿Pero qué nombre te das? ¿Cómo te llamas en verdad?
—¡Hu, veamos!—respondió Bárbol—. ¡Hu! ¡Eso
sería decirlo todo! No tan de prisa. Soy yo quien hace las preguntas. Estáis en
mi país. ¿Quiénes sois vosotros, me pregunto? No alcanzo a reconoceros. No me
parece que estéis en las largas listas que aprendí cuando era joven. Pero eso
fue hace muchísimo tiempo y pueden haber hecho nuevas listas. ¡Veamos! ¡Veamos!
¿Cómo era?
Aprended ahora la ciencia de las criaturas vivientes:
Nombrad primero los cuatro, los pueblos libres:
los más antiguos, los hijos de los elfos;
el enano que habita en moradas sombrías;
el ent, nacido de la tierra, viejo como los montes;
el hombre mortal, domador de caballos.
»Hm, hm, hm.
El castor que construye, el gamo que salta,
el oso aficionado a la miel, el jabalí que lucha,
el perro hambriento, la liebre temerosa...
»Hm, hm.
El águila en el aire, el buey en la pradera,
el ciervo de corona de cuerno, el halcón el más rápido,
el cisne el más blanco, la serpiente la más fría...[62]
»Hum, hm, hum,
hm, ¿cómo seguía? Rum tum, rum tum, rumti tum tm. Era
una larga lista. ¡Pero de todos modos parece que no encajaréis en ningún sitio!
—Parece que siempre nos dejaron fuera de
las viejas listas y las viejas historias—dijo Merry—. Sin embargo, andamos de
un lado a otro desde hace bastante tiempo. Somos hobbits.
—¿Por qué no añadir otra línea?—dijo
Pippin.
Los hobbits medianos, que habitan en agujeros.
»Si nos pones entre los cuatro, después del
hombre (la gente grande), quizás hayas resuelto el problema.
—Hm. No está mal. No está mal—dijo
Bárbol—. Podemos hacerlo. Así que habitáis en agujeros, ¿eh? Parece muy bien y
adecuado. ¿Quién os llama hobbits, de todos modos? No me parece una
palabra élfica. Los elfos crearon todas las palabras antiguas; ellos empezaron.
—Nadie nos llama hobbits. Nosotros
nos llamamos así a nosotros mismos—dijo Pippin.
—Hm, hm. Un momento. No tan de
prisa. ¿Os llamáis hobbits a vosotros mismos? Pero no tenéis que
decírselo a cualquiera. Pronto estaréis divulgando vuestros verdaderos nombres
si no tenéis cuidado.
—Eso no nos preocupa—dijo Merry—. En verdad
yo soy un Brandigamo, Meriadoc Brandigamo, aunque casi todos me llaman Merry.
—Y yo soy Tuk, Peregrin Tuk, pero
generalmente me llaman Pippin, o aún Pip.
—Hm, sois realmente gente apresurada—dijo
Bárbol—. Vuestra confianza me honra, pero no tenéis que ser tan francos al
principio. Hay ents y ents, ya sabéis; o hay ents y cosas que parecen ents,
pero no lo son, como diríais vosotros. Os llamaré Merry y Pippin, si os parece
bien; bonitos nombres. En cuanto a mí, no os diré cómo me llamo, no por ahora
al menos. —Una curiosa sonrisa, como si ocultara algo, pero a la vez de un
cierto humor, le asomó a los ojos con un resplandor verde. —Ante todo me
llevaría mucho tiempo; mi nombre crece continuamente; de modo que mi nombre es
como una historia. Los nombres verdaderos os cuentan la historia de quienes los
llevan, en mi lenguaje, en el viejo éntico, como podría decirse. Es un lenguaje
encantador, pero lleva mucho tiempo decir algo en él, pues nunca decimos nada,
excepto cuando vale la pena pasar mucho tiempo hablando y escuchando.
»Pero ahora—y los ojos se volvieron muy
brillantes y "presentes" y pareció que se achicaban y hasta
que se afilaban—¿qué ocurre? ¿Qué hacéis vosotros en todo esto? Puedo ver y oír
(y oler y sentir) muchas de estas cosas y de estas y de estas a-lalla-lalla-rumba-kamanda-lind-orburúmë.
Excusadme, es una parte del nombre que yo le doy; no sé qué nombre tiene en los
lenguajes de fuera: ya sabéis, el sitio en que estamos, el sitio en que estoy
de pie mirando las mañanas hermosas y pensando en el sol y en las hierbas de
más allá del bosque y en los caballos y en las
nubes y en cómo se despliega el mundo. ¿Qué
ocurre? ¿En qué anda Gandalf? Y esos... burárum—Bárbol emitió un sonido
retumbante y profundo, como el acorde disonante de un órgano—, y esos orcos y
el joven Saruman en Isengard, ¿qué hacen? Me gusta que me cuenten las noticias.
Pero no demasiado aprisa ahora.
—Pasan muchas cosas—dijo Merry—y aunque nos
diéramos prisa sería largo de contar y nos has pedido que no nos apresuremos.
¿Conviene que te contemos algo tan en seguida? ¿Sería impertinente que te
preguntáramos qué vas a hacer con nosotros y de qué lado estás? ¿Y conociste a
Gandalf?
—Sí, lo conozco: el único mago a quien
realmente le importan los árboles—dijo Bárbol—. ¿Lo conocéis?
—Sí—dijo Pippin tristemente—, lo conocimos.
Era un gran amigo y era nuestro guía.
—Entonces puedo responder a vuestras otras
preguntas—dijo Bárbol—. No haré nada con vosotros: no si eso quiere
decir «haceros algo a vosotros» sin vuestro permiso. Podemos intentar
algunas cosas juntos. No sé nada acerca de lados. Sigo mi propio camino, aunque
podéis acompañarme un momento. Pero habláis del señor Gandalf como parte de una
historia que ha terminado.
—Sí, así es—dijo tristemente Pippin—. La
historia parece continuar, pero me temo que Gandalf haya caído fuera de ella.
—¡Hu, vamos!—dijo Bárbol—. Hum,
hm, ah, bien. —Hizo una pausa, mirando largamente a los hobbits. —Hum,
ah, bien, no sé qué decir, vamos.
—Si quisieras oír algo más—dijo Merry—, te
lo contaremos. Pero llevará tiempo. ¿No quisieras ponernos en el suelo? ¿No
podríamos sentarnos juntos al sol, mientras hay sol? Estarás cansado de
tenernos siempre alzados.
—Hm, ¿cansado? No, no estoy
cansado. No me canso fácilmente. Y no tengo la costumbre de sentarme. No soy
muy, hm, plegadizo. Pero mirad, el sol se está yendo, en efecto. Dejemos
este... ¿habéis dicho cómo lo llamáis?
—¿Colina?—sugirió Pippin—. ¿Cornisa?
¿Escalón?—sugirió Merry.
Bárbol repitió pensativo las palabras. —Colina.
Sí, eso era. Pero es una palabra apresurada para algo que ha estado siempre
aquí desde que se formó esta parte del mundo. No importa. Dejémosla y vámonos.
—¿A dónde iremos?—preguntó Merry.
—A mi casa, o a una de mis casas—respondió
Bárbol.
—¿Está lejos?
—No lo sé. Quizá lo llaméis lejos.
¿Pero qué importa?
—Bueno, verás, hemos perdido todo lo que
teníamos—dijo Merry—. Sólo nos queda un poco de comida.
—¡Oh! ¡Hm! No hay de qué preocuparse—dijo
Bárbol—. Puedo daros una bebida que os mantendrá verdes y en estado de
crecimiento durante un largo, largo rato. Y si decidimos separarnos, puedo
depositaros fuera de mi país en el punto que queráis. ¡Vamos!
Sosteniendo a los hobbits gentilmente pero
con firmeza, cada uno en el hueco de un brazo, Bárbol alzó primero un gran pie
y luego el otro y los llevó al borde de la cornisa. Los dedos que parecían
raíces se aferraron a las rocas. Luego Bárbol descendió cuidadosa y
solemnemente de escalón en escalón y llegó así al suelo del bosque.
En seguida echó a andar entre los árboles
con largos pasos deliberados, internándose más y más en el bosque, sin alejarse
del río, subiendo siempre hacia las faldas de las montañas. Muchos de los
árboles parecían dormidos, o no le prestaban atención, como si fuera una de
aquellas criaturas que iban simplemente de aquí para allá; pero algunos se
estremecían y algunos levantaban las ramas por encima de la cabeza de Bárbol
para dejarlo pasar. En todo este tiempo, mientras caminaba, Bárbol se hablaba a
sí mismo en una ininterrumpida corriente de sonidos musicales.
Los hobbits estuvieron callados un tiempo.
Se sentían, lo que era raro, a salvo y cómodos y tenían mucho que pensar y
mucho que preguntarse. Al fin Pippin se atrevió a hablar otra vez.
—Por favor, Bárbol—dijo—, ¿puedo
preguntarte algo? ¿Por qué Celeborn nos previno contra el bosque? Nos dijo que
no nos arriesgáramos a extraviarnos en el bosque.
—Hm, ¿os dijo eso?—gruñó Bárbol—. Y
yo hubiera dicho lo mismo, si hubierais ido en dirección opuesta. ¡No te
arriesgues a extraviarse en los bosques de Laurelindórenan! Así es como lo
llamaban los elfos, pero ahora han abreviado el nombre: Lothlórien lo
llaman. Quizá tienen razón, quizás el bosque está decayendo, no creciendo. El
valle del Oro que Cantaba, así llamaban al país, en los tiempos de érase
una vez. Ahora lo llaman Flor del Sueño. En fin. Pero es un lugar raro,
donde no todos pueden aventurarse. Me sorprende que hayáis salido de allí, pero
mucho más que hayáis entrado; esto no le ha ocurrido a ningún extranjero desde
hace tiempo. Es un curioso país.
»Y así pasa con este bosque. La gente ha
tenido mucho que lamentar aquí. Ay, sí, mucho que lamentar, sí. Laurelindórenan
lindelorendor malinornélion ornemalin—canturreó entre dientes—. Me parece
que allá se han quedado un poco atrás— dijo—. Ni este país ni ninguna otra cosa
fuera del bosque Dorado son lo que eran en la juventud de Celeborn. Sin
embargo:
Taurelilómëa-tumbalemorna Tumbaletaurëa
Lómëanor.
»Eso es lo que decían. Las cosas han
cambiado, pero aún son verdad en algunos sitios.
—¿Qué quieres decir?—preguntó Pippin—. ¿Qué
es verdad?
—Los árboles y los ents—dijo Bárbol—. No
entiendo todo lo que pasa, de modo que no puedo explicártelo. Algunos de los
nuestros son todavía verdaderos ents y andan bastante animados a nuestra
manera, pero muchos otros parecen soñolientos, se están poniendo arbóreos,
podría decirse. La mayoría de los árboles son sólo árboles, por supuesto; pero
muchos están medio despiertos. Algunos han despertado del todo y unos pocos,
bien, ah, bien, están volviéndose entescos. Esto nunca cesa.
»Cuando le ocurre esto a un árbol,
descubres que algunos tienen mal corazón. No me refiero a la calidad de la
madera. Yo mismo he conocido algunos viejos buenos sauces Entaguas abajo y que
desaparecieron hace tiempo, ay. Eran bastante huecos, en realidad estaban
cayéndose a pedazos, pero tan tranquilos y de tan dulce lenguaje como una hoja
joven. Y luego hay algunos árboles de los valles al pie de las montañas que
tienen una salud de hierro y que son malos de punta a punta. Esta clase de
cosas parecen extenderse cada día. Antes había zonas peligrosas en este país.
Hay todavía sitios muy negros.
—¿Como el bosque Viejo allá en el norte,
quieres decir?
—Ay, ay, algo parecido, pero mucho peor. No
dudo de que una sombra de la Gran Oscuridad todavía reposa allá en el norte, y
los malos recuerdos han llegado hasta nosotros. Pero hay cañadas bajas en esta
tierra de donde nunca sacaron la Oscuridad y los árboles son allí más viejos
que yo. No obstante, hacemos lo que podemos. Rechazamos a los extranjeros y a
los imprudentes y entrenamos y enseñamos, caminamos y quitamos las malezas.
»Somos pastores de árboles, nosotros los
viejos ents. Pocos quedamos ahora. Las ovejas terminan por parecerse a los
pastores y los pastores a las ovejas, se dice; pero lentamente, y ni unos ni
otros se demoran demasiado en el mundo. El proceso es más íntimo y rápido entre
árboles y ents, y ellos vienen caminando juntos desde hace milenios. Pues los
ents son más como los elfos: menos interesados en sí mismos que los hombres y
más dispuestos a entrar en otras cosas. Y sin embargo los ents son también más
como los hombres, más cambiantes que los elfos y toman más rápidamente los
colores del mundo, podría decirse. O mejor que los dos: pues son más y más
capaces de dedicarse a algo durante mucho tiempo.
»Algunos de los nuestros son ahora
exactamente como árboles y se necesita mucho para despertarlos y hablan sólo en
susurros. Pero algunos de mis árboles son de miembros flexibles, y muchos
pueden hablarme. Fueron los elfos quienes empezaron, por supuesto, despertando
árboles y enseñándoles a hablar y aprendiendo el lenguaje de los árboles.
Siempre quisieron hablarle a todo, los viejos elfos. Pero luego sobrevino la
Gran Oscuridad y se alejaron cruzando el mar, o se escondieron en valles
lejanos e inventaron canciones acerca de unos días que ya nunca volverán. Nunca
jamás. Ay, ay, érase una vez un solo bosque, desde aquí hasta las montañas de
Lune, y esto no era sino el Extremo Oriental.
»¡Aquellos fueron grandes días! Hubo un
tiempo en que yo pude caminar y cantar el día entero y sólo oír el eco de mi
propia voz en las cuevas de las colinas. Los bosques eran como los bosques de
Lothlórien, pero más densos, más fuertes, más jóvenes. ¡Y el olor del aire! A
veces me pasaba toda una semana ocupado sólo en respirar.
Bárbol calló, caminando en largas zancadas,
y sin embargo casi sin hacer ruido. Luego zumbó de nuevo entre dientes y pronto
el zumbido pasó a ser un canturreo. Poco a poco los hobbits fueron cayendo en
la cuenta de que estaba cantando para ellos.
En los sauzales de Tasarinan yo me paseaba en primavera.
¡Ah, los colores y el aroma de la primavera en Nantasarion!
Y yo dije que aquello era bueno.
Recorrí en el verano los olmedos de Ossiriand.
¡Ah, la luz y la música en el verano junto a los siete ríos de
Ossir!
Y yo pensé que aquello era mejor.
A los hayales de Neldoreth vine en el otoño.
¡Ah, el oro y el rojo y el susurro de las hojas en el otoño de
Taur-na-neldor!
Yo no había deseado tanto.
A los pinares de la meseta de Dorthonion subí en el invierno.
¡Ah, el viento y la blancura y las ramas negras del invierno en
Orod-na-Thón!
Mi voz subió y cantó en el cielo.
Y todas aquellas tierras yacen ahora bajo las olas,
y caminé por Ambarona, y Tauremorna, y Aldalómë,
y por mis propias tierras, el país de Fangorn,
donde las raíces son largas.
Y los años se amontonan más que las hojas
en Tauremornalómë.[63]
Bárbol dejó de cantar y caminó a grandes
pasos y en silencio y en todo el bosque, hasta donde alcanzaba el oído, no se
oía nada.
El día menguó y el crepúsculo abrazó los
troncos de los árboles. Al fin los hobbits vieron una tierra abrupta y oscura
que se alzaba borrosamente ante ellos: habían llegado a los pies de las
montañas y a las verdes raíces del elevado Methedras. Al pie de la ladera el
joven Entaguas, saltando desde los manantiales de allá arriba, escalón tras
escalón, corría ruidosamente hacia ellos. A la derecha del río había una
pendiente larga, recubierto de hierba, ahora gris a la luz del crepúsculo. No
crecía allí ningún árbol y la pendiente se abría al cielo: las estrellas ya
brillaban en lagos entre costas de nubes.
Bárbol trepó por la loma, aflojando apenas
el paso. De pronto los hobbits vieron ante ellos una amplia abertura. Dos
grandes árboles se erguían allí, uno a cada lado, como montantes vivientes de
una puerta, pero no había otra puerta que las ramas que se entrecruzaban y
entretejían. Cuando el viejo ent se acercó, los árboles levantaron las ramas y
las hojas se estremecieron y susurraron. Pues eran árboles perennes y las hojas
eran oscuras y lustrosas y brillaban a la luz crepuscular. Más allá se abría un
espacio amplio y liso, como el suelo de una sala enorme, tallado en la colina.
A cada lado se elevaban las paredes, hasta a una altura de cincuenta pies o
más, y a lo largo de las paredes crecía una hilera de árboles, cada vez más
altos a medida que Bárbol avanzaba.
La pared del fondo era perpendicular, pero
al pie habían cavado una abertura de techo abovedado: el único techo del
recinto, excepto las ramas de los árboles, que en el extremo interior daban
sombra a todo el suelo dejando sólo una senda ancha en el medio. Un arroyo
escapaba de los manantiales de arriba y abandonando el curso mayor caía
tintineando por la cara perpendicular de la pared, derramándose en gotas de
plata, como una delgada cortina delante de la abertura abovedada. El agua se
reunía de nuevo en una concavidad de piedra entre los árboles y luego corría
junto al sendero y salía a unirse al Entaguas que se internaba en el bosque.
—¡Hm! ¡Aquí estamos!—dijo Bárbol,
quebrando el largo silencio—. Os he traído durante setenta mil pasos de ent,
pero no sé cuánto es eso en las medidas de vuestro país. De cualquier modo
estamos cerca de las raíces de la Última Montaña. Parte del nombre de este
lugar podría ser Sala del Manantial en vuestro lenguaje. Me gusta.
Pasaremos aquí la noche.—Puso a los hobbits en la hierba entre las hileras de
árboles y ellos lo siguieron hacia la gran bóveda. Los hobbits notaron ahora
que Bárbol apenas doblaba las rodillas al caminar, pero que los pasos eran
largos. Plantaba en el suelo ante todo los dedos gordos (y eran gordos en
verdad y muy anchos) antes de apoyar el resto del pie.
Bárbol se detuvo un momento bajo la
llovizna del manantial y respiró profundamente; luego se rio y entró. Había
allí una gran mesa de piedra, pero ninguna silla. En el fondo de la bóveda se
apretaban las sombras. Bárbol tomó dos grandes vasijas y las puso en la mesa.
Parecían estar llenas de agua; pero Bárbol mantuvo las manos sobre ellas e
inmediatamente se pusieron a brillar, una con una luz dorada, y la otra con una
hermosa luz verde; y la unión de las dos luces iluminó la bóveda, como si el
sol del verano resplandeciera a través de un techo de hojas jóvenes. Mirando
hacia atrás, los hobbits vieron que los árboles del patio brillaban también ahora,
débilmente al principio, pero luego más y más, hasta que en todas las hojas
aparecieron nimbos de luz: algunos verdes, otros dorados, otros rojos como
cobre, y los troncos de los árboles parecían pilares de piedra luminosa.
—Bueno, bueno, ahora podemos hablar otra
vez—dijo Bárbol—. Tenéis sed, supongo. Quizá también estéis cansados. ¡Bebed!—Fue
hasta el fondo de la bóveda donde se alineaban unas jarras de piedra, con tapas
pesadas. Sacó una de las tapas y metió un cucharón en la jarra y llenó los tazones,
uno grande y dos más pequeños.
—Esta es una casa de ent—dijo—y no hay
asientos, me temo. Pero podéis sentaros en la mesa. —Alzando en vilo a los
hobbits los sentó en la gran losa de piedra, a unos seis pies del suelo, y allí
se quedaron balanceando las piernas y bebiendo a pequeños sorbos.
La bebida parecía agua y en verdad el gusto
era parecido al de los tragos que habían bebido antes a orillas del Entaguas
cerca de los lindes del bosque, y sin embargo tenía también un aroma o sabor
que ellos no podían describir: era débil, pero les recordaba el olor de un
bosque distante que una brisa nocturna trae desde lejos. El efecto de la bebida
comenzó a sentirse en los dedos de los pies y subió firmemente por todos los miembros,
refrescándolos y vigorizándolos, hasta las puntas mismas de los cabellos. En
verdad los hobbits sintieron que se les erizaban los cabellos, que ondeaban y
se rizaban y crecían. En cuanto a Bárbol, primero se lavó los pies en el
estanque de más allá del arco y luego vació el tazón de un solo trago, largo y
lento. Los hobbits pensaron que nunca dejaría de beber.
Al fin dejó otra vez el tazón sobre la
mesa. —Ah, ah—suspiró—. Hm, hum, ahora podemos hablar con mayor
facilidad. Podéis sentaros en el suelo y yo me acostaré; así evitaré que la
bebida se me suba a la cabeza y me dé sueño.
A la derecha de la bóveda había un lecho
grande de patas bajas, de no más de dos pies, muy recubierto de hierbas y
helechos secos. Bárbol se echó lentamente en esta cama (doblando apenas la
cintura) hasta que descansó acostado, con las manos detrás de la cabeza,
mirando el cielo raso, donde centelleaban las luces, como hojas que se mueven
al sol. Merry y Pippin se sentaron junto a él sobre almohadones de hierba.
—Ahora contadme vuestra historia, ¡y no os
apresuréis!
Los hobbits empezaron a contarle la
historia de todo lo que había ocurrido desde que dejaran Hobbiton. No siguieron
un orden muy claro, pues se interrumpían uno a otro de continuo y Bárbol
detenía a menudo a quien hablaba y volvía a algún punto anterior, o saltaba
hacia adelante haciendo preguntas sobre acontecimientos posteriores. No
hablaron sin embargo del Anillo y no le dijeron por qué se habían puesto en
camino ni hacia dónde iban; y Bárbol no les pidió explicaciones.
Todo le interesaba enormemente: los jinetes
negros, Elrond, Rivendel, el bosque Viejo, Tom Bombadil y las Minas de Moria,
Lothlórien y Galadriel. Insistió en que le describieran La Comarca, una y otra
vez. En este punto, hizo un curioso comentario: —¿Nunca visteis, hm,
ningún ent rondando por allí, no es cierto?—preguntó—. Bueno, no ents, ents-mujeres
tendría que decir.
—¿Ents-mujeres?—dijo Pippin—. ¿Se
parecen a ti?
—Sí, hm, bueno, no: realmente no lo
sé—dijo Bárbol, pensativo—. Pero a ellas les hubiera gustado vuestro país, por
eso preguntaba.
Bárbol sin embargo estaba particularmente
interesado en todo lo que se refería a Gandalf y más interesado aún en lo que
hacía Saruman. Los hobbits lamentaron de veras saber tan poco acerca de ello:
sólo unas vagas referencias de Sam a lo que Gandalf había dicho en el Concilio.
Pero de cualquier modo era claro que Uglúk y parte de los orcos habían venido
de Isengard y que hablaban de Saruman como si fuera el amo de todos ellos.
—¡Hm, hum!—dijo Bárbol,
cuando al fin luego de muchas vueltas y revueltas la historia de los hobbits
desembocó en la batalla entre los orcos y los jinetes de Rohan—. ¡Bueno, bueno!
Un buen montón de noticias, sin ninguna duda. No me habéis dicho todo, no en
verdad, y falta bastante. Pero no dudo de que os comportáis como Gandalf
hubiera deseado. Algo muy importante está ocurriendo, me doy cuenta y ya me
enteraré cuando sea el momento, bueno o malo. Por las raíces y las ramas, qué
extraño asunto. De pronto asoma una gente menuda, que no está en las viejas
listas, y he aquí que los nueve jinetes olvidados reaparecen y los persiguen y
Gandalf los lleva a un largo viaje y Galadriel los acoge en Caras Galadhon y
los orcos los persiguen de un extremo a otro de las Tierras Ásperas: en verdad
parece que los hubiera alcanzado una terrible tormenta. ¡Espero que puedan
capear el temporal!
—¿Y qué nos dices de ti?—preguntó Merry.
—Hum, hm, las grandes guerras
no me preocupan—dijo Bárbol—, ellas conciernen sobre todo a los elfos y a los
hombres. Es un asunto de magos: los magos andan siempre preocupados por el
futuro. No me gusta preocuparme por el futuro. No estoy enteramente del lado de
nadie, porque, nadie está enteramente de mi lado, si me entendéis. Nadie cuida
de los bosques como yo, hoy ni siquiera los elfos. Sin embargo, tengo más
simpatía por los elfos que por los otros: fueron los elfos quienes nos sacaron
de nuestro mutismo en otra época y esto fue un gran don que no puede ser
olvidado, aunque hayamos tomado distintos caminos desde entonces. Y hay algunas
cosas, por supuesto, de cuyo lado yo nunca podría estar: esos... burárum—se
oyó otra vez un gruñido profundo de disgusto—, esos orcos y los jefes de los
orcos.
»Me sentí inquieto en otras épocas cuando
la sombra se extendía sobre el bosque Negro, pero cuando se mudó a Mordor,
durante un tiempo no me preocupé: Mordor está muy lejos. Pero parece que el
viento sopla ahora del este y no sería raro que muy pronto todos los bosques
empezaran a marchitarse. No hay nada que un viejo ent pueda hacer para impedir
la tormenta: tiene que capearla o caer partido en dos.
»¡Pero Saruman! Saruman es un vecino: no
puedo descuidarlo. Algo tengo que hacer, supongo. Me he preguntado a menudo
últimamente qué puedo hacer con Saruman.
—¿Quién es Saruman?—le preguntó Pippin—.
¿Sabes algo de él?
—Saruman es un mago—dijo Bárbol—. Más no
podría decir. No sé nada de la historia de los magos. Aparecieron por vez
primera poco después que las grandes naves llegaran por el mar; pero ignoro si
vinieron con los barcos. Saruman era reconocido como uno de los grandes, creo.
Un día, hace tiempo, vosotros diríais que hace mucho tiempo, dejó de ir de aquí
para allá y de meterse en los asuntos de los hombres y los elfos y se instaló
en Angrenost, o Isengard como lo llaman los hombres de Rohan. Se quedó
muy tranquilo al principio, pero fue haciéndose cada vez más famoso. Fue
elegido como cabeza del Concilio Blanco, dicen; pero el resultado no fue de los
mejores. Me pregunto ahora si ya entonces Saruman no estaba volviéndose hacia
el mal. Pero en todo caso no molestaba demasiado a los vecinos. Yo acostumbraba
hablar con él. Hubo un tiempo en que se paseaba siempre por mis bosques. Era
cortés en ese entonces, siempre pidiéndome permiso (al menos cuando tropezaba
conmigo) y siempre dispuesto a escuchar. Le dije muchas cosas que él nunca
hubiera descubierto por sí mismo; pero nunca me lo retribuyó. No recuerdo que
llegara a decirme algo. Y así fue transformándose día a día. La cara, tal como
yo la recuerdo, y no lo veo desde hace mucho, se parecía al fin a una ventana
en un muro de piedra: una ventana con todos los postigos bien cerrados.
»Creo entender ahora en qué anda. Está
planeando convertirse en un Poder. Tiene una mente de metal y ruedas y no le
preocupan las cosas que crecen, excepto cuando puede utilizarlas en el momento.
Y ahora está claro que es un malvado traidor. Se ha mezclado con criaturas
inmundas, los orcos. ¡Brm, hum! Peor que eso: ha estado
haciéndoles algo a esos orcos, algo peligroso. Pues esos isengardos se parecen
sobre todo a hombres de mala entraña. Como otra señal de las cosas malvadas que
llegaron durante la Gran Oscuridad tienen en común que nunca toleraron la luz
del sol; pero estas criaturas de Saruman pueden soportarla, aunque la odien. Me
pregunto qué les ha hecho. ¿Son hombres que Saruman ha arruinado, o ha mezclado
las razas de los hombres y los orcos? ¡Qué negra perversidad!—Bárbol rezongó un
momento, como si estuviera recitando una negra y profunda maldición éntica. —Hace
un tiempo me sorprendió que los orcos se atreviesen a pasar con tanta libertad
por mis bosques—continuó—. Sólo últimamente empecé a sospechar que todo era
obra de Saruman y que había estado espiando mis caminos y descubriendo mis
secretos. Él y esas gentes inmundas hacen estragos ahora, derribando árboles
allá en la frontera, buenos árboles. Algunos de los árboles los cortan
simplemente y dejan que se pudran; maldad propia de un orco, pero otros los
desbrozan y los llevan a alimentar las hogueras de Orthanc. Siempre hay un humo
que brota en Isengard en estos días.
»¡Maldito sea, por raíces y ramas! Muchos
de estos árboles eran mis amigos, criaturas que conocí en la nuez o en el
grano; muchos tenían voces propias que se han perdido para siempre. Y ahora hay
claros de tocones y zarzas donde antes había avenidas pobladas de cantos. He
sido perezoso. He descuidado las cosas. ¡Esto tiene que terminar!—Bárbol se
levantó del lecho con una sacudida, se incorporó y golpeó con la mano sobre la
mesa. Las vasijas se estremecieron y lanzaron hacia arriba dos chorros
luminosos. En los ojos de Bárbol osciló una luz, como un fuego verde, y la
barba se le adelantó, tiesa como una escoba de paja.
—¡Yo terminaré con eso!—estalló—. Y
vosotros vendréis conmigo. Quizá podáis ayudarme. De ese modo estaréis ayudando
también a esos amigos vuestros, pues si no detenemos a Saruman, Rohan y Gondor
tendrán un enemigo detrás y no sólo delante. Nuestros caminos van juntos...
¡hacia Isengard!
—Iremos contigo—dijo Merry—. Haremos lo que
podamos.
—Sí—dijo Pippin—. Me gustaría ver la Mano
Blanca destruida para siempre. Me gustaría estar allí, aunque yo no sirviera de
mucho. Nunca olvidaré a Uglúk y cómo cruzamos Rohan.
—¡Bueno! ¡Bueno!—dijo Bárbol—. Pero he
hablado apresuradamente. No tenemos que apresurarnos. Me excité demasiado.
Tengo que tranquilizarme y pensar, pues es más fácil gritar ¡basta!, que
obligarlos a detenerse.
Fue a grandes pasos hacia la arcada y se
detuvo un tiempo bajo la llovizna del manantial. Luego se rio y se sacudió y
unas gotas de agua cayeron al suelo centelleando como chispas rojas y verdes.
Volvió, se tendió de nuevo en la cama y guardó silencio.
Al rato los hobbits oyeron que murmuraba
otra vez. Parecía estar contando con los dedos. —Fangorn, Finglas, Fladrif, ay,
ay—suspiró—. El problema es que quedamos tan pocos—dijo volviéndose hacia los
hobbits—. Sólo quedan tres de los primeros ents que anduvieron por los bosques
antes de la Oscuridad: sólo yo, Fangorn, Finglas y Fladrif, si los llamamos con
los nombres élficos; podéis llamarlos también Zarcillo y Corteza,
si preferís. Y de nosotros tres, Zarcillo y Corteza no servirán de mucho en
este asunto. Zarcillo está cada día más dormido y muy arbóreo, podría decirse.
Prefiere pasarse el verano de pie y medio dormido, con las hierbas hasta las
rodillas. Un vello de hojas le cubre el cuerpo. Acostumbraba despertar en
invierno, pero últimamente se ha sentido demasiado soñoliento para caminar
mucho. Corteza vive en las faldas de las montañas al este de Isengard. Allí es
donde ha habido más dificultades. Los orcos lo lastimaron y muchos de los suyos
y de los árboles que apacentaba han sido asesinados y destruidos. Ha subido a
los lugares altos, entre los abedules que él prefiere, y no descenderá. Sin embargo,
me atrevo a decir que yo podría juntar un grupo bastante considerable de la
gente más joven... si consigo que entiendan en qué aprieto nos encontramos
ahora; si consigo despertarlos: no somos gente apresurada. ¡Qué lástima que
seamos tan pocos!
—¿Cómo sois tan pocos habiendo vivido en
este país tanto tiempo?—preguntó Pippin—. ¿Han muerto muchos?
—¡Oh no!—dijo Bárbol—. Nadie ha muerto por
dentro, como podría decirse. Algunos cayeron en las vicisitudes de los largos
años, por supuesto; y muchos son ahora arbóreos. Pero nunca fuimos muchos y no
hemos aumentado. No ha habido entandos, no ha habido niños diríais vosotros,
desde hace un terrible número de años. Pues veréis, hemos perdido a las ents-mujeres.
—¡Qué pena!—dijo Pippin—. ¿Cómo fue que
murieron todas?
—¡No murieron!—dijo Bárbol—. Nunca
dije que murieron. Las perdimos, dije. Las perdimos y no podemos
encontrarlas. —Suspiró—Pensé que casi todos lo sabían. Los elfos y los hombres
del bosque Negro hasta Gondor han cantado cómo los ents buscaron a las ents-mujeres.
No es posible que esos cantos se hayan olvidado.
—Bueno, temo que esas canciones no hayan
pasado al oeste por encima de las montañas hasta La Comarca—dijo Merry—. ¿No
nos dirás más, o no nos cantarás una de las canciones?
—Sí, lo haré—dijo Bárbol, en apariencia
complacido—. Pero no puedo contarlo como sería menester; sólo un resumen; y
luego interrumpiremos la charla; mañana habrá que llamar a concilio y nos
esperan trabajos y quizás un largo viaje.
»Es una historia bastante rara y triste—dijo
luego de una pausa—. Cuando el mundo era joven y los bosques vastos y salvajes,
los ents y las ents-mujeres (y había entonces ent-doncellas: ¡ah!, ¡la belleza
de Fimbrethil, de Miembros de Junco de los pies ligeros, en nuestra juventud!
caminaban juntas y habitaban juntas. Pero los corazones de unos y otros no
crecieron del mismo modo: los ents se consagraban a lo que encontraban en el
mundo y las ents-mujeres a otras cosas, pues los ents amaban los grandes
árboles y los bosques salvajes y las faldas de las altas colinas y bebían de
los manantiales de las montañas y comían sólo las frutas que los árboles
dejaban caer delante de ellos; y aprendieron de los elfos y hablaron con los
árboles. Pero las ents-mujeres se interesaban en los árboles más pequeños y en
las praderas soleadas más allá del pie de los bosques; y ellas veían el endrino
en el arbusto y la manzana silvestre y la cereza que florecían en primavera y
las hierbas verdes en las tierras anegadas del verano y las hierbas granadas en
los campos de otoño. No deseaban hablar con esas cosas, pero sí que entendieran
lo que se les decía y que obedecieran. Las ents-mujeres les ordenaban que
crecieran de acuerdo con los deseos que ellas tenían y que las hojas y los
frutos fueran del agrado de ellas, pues las ents-mujeres deseaban orden y
abundancia y paz (o sea que las cosas se quedaran donde ellas las habían
puesto). De modo que las ents-mujeres cultivaron jardines para vivir. Pero los
ents siguieron errando por el mundo y sólo de vez en cuando íbamos a los
jardines. Luego, cuando la Oscuridad entró en el norte, las ents-mujeres
cruzaron el río Grande, e hicieron otros jardines y trabajaron los campos
nuevos y las vimos menos aún. Luego de la derrota de la Oscuridad las tierras
de las ents-mujeres florecieron en abundancia y los campos se colmaron de
grano. Muchos hombres aprendieron las artes de las ents-mujeres y les rindieron
grandes honores; pero nosotros sólo éramos una leyenda para ellos, un secreto
guardado en el corazón del bosque. Sin embargo, aquí estamos todavía, mientras
que todos los jardines de las ents-mujeres han sido devastados: los hombres los
llaman ahora las Tierras Brunas.
»Recuerdo que hace mucho tiempo, en los
días de la guerra entre Sauron y los hombres del mar, tuve una vez el deseo de
ver de nuevo a Fimbrethil. Muy hermosa era ella todavía a mis ojos, cuando la
viera por última vez, aunque poco se parecía a la ent-doncella de antes. Pues
el trabajo había encorvado y tostado a las ents-mujeres y el sol les había
cambiado el color de los cabellos, que ahora parecían espigas maduras, y las
mejillas eran como manzanas rojas. Sin embargo, tenían aún los ojos de nuestra
gente. Cruzamos el Anduin y fuimos a aquellas tierras, pero encontramos un
desierto. Todo había sido quemado y arrancado de raíz, pues la guerra había
visitado esos lugares. Pero las ents-mujeres no estaban allí. Mucho tiempo las
llamamos y mucho tiempo las buscamos; y a todos les preguntábamos a dónde
habían ido las ents-mujeres. Algunos decían que nunca las habían visto; y
algunos decían que las habían visto yendo hacia el oeste y algunos decían el
este y otros el sur. Pero fuimos a todas partes y no pudimos encontrarlas.
Nuestra pena era muy honda. No obstante el bosque salvaje nos reclamaba y
volvimos. Durante muchos años mantuvimos la costumbre de salir del bosque de
cuando en cuando y buscar a las ents-mujeres, caminando de aquí para allá y
llamándolas por aquellos hermosos nombres que ellas tenían. Pero el tiempo fue
pasando y salíamos y nos alejábamos cada vez menos. Y ahora las ents-mujeres
son sólo un recuerdo para nosotros, y nuestras barbas son largas y grises. Los elfos
inventaron muchas canciones sobre la Busca de los ents, y algunas de esas
canciones pasaron a las lenguas de los hombres. Pero nosotros no compusimos
ninguna canción y nos contentamos con canturrear los hermosos nombres cuando
nos acordábamos de las ents-mujeres. Creemos que volveremos a encontrarnos en
un tiempo venidero, quizás en una tierra donde podamos vivir juntos y ser
felices. Pero se ha dicho que esto se cumplirá cuando hayamos perdido todo lo
que tenemos ahora. Y es posible que ese tiempo se esté acercando al fin. Pues
si el Sauron de antaño destruyó los jardines, el enemigo de hoy parece capaz de
marchitar todos los bosques.
»Hay una canción élfica que habla de esto,
o al menos así la entiendo yo. Antes se la cantaba todo a lo largo del río
Grande. No fue nunca una canción éntica, notadlo bien: ¡hubiese sido una
canción muy larga en éntico! Pero aún la recordamos y la canturreamos a veces.
Hela aquí en vuestra lengua:
ENT
Cuando la primavera despliega la hoja del haya y hay savia en las
ramas;
cuando la luz se apoya en el río del bosque y el viento toca la
cima;
cuando el paso es largo, la respiración profunda y el aire se
anima en la montaña,
¡regresa a mí! ¡Regresa a mí y di que mi tierra es hermosa!
ENT-MUJER
Cuando la primavera llega a los regadíos y los campos, y aparece
la espiga;
cuando en las huertas florecen los capullos como una nieve
brillante;
cuando la llovizna y el sol sobre la tierra perfuman el aire,
me demoraré aquí y no me iré, pues mi tierra es hermosa.
ENT
Cuando el verano se extiende sobre el mundo, en un mediodía de
oro,
bajo la bóveda de las hojas dormidas se despliegan los sueños de
los árboles;
cuando las salas del bosque son verdes y frescas, y el viento
sopla del oeste,
¡regresa a mí! ¡Regresa a mí y di que mi tierra es la mejor!
ENT-MUJER
Cuando el verano calienta los frutos que cuelgan y oscurece las
bayas;
cuando la paja es de oro y la espiga blanca y es tiempo de
cosechar;
cuando la miel se derrama y el manzano crece, aunque el viento
sople del oeste,
me demoraré aquí a la luz del sol, porque mi tierra es la mejor.
ENT
Cuando llegue el invierno, el invierno salvaje que matará la
colina y el bosque;
cuando caigan los árboles y la noche sin estrellas devore al día
sin sol;
cuando el viento sople mortalmente del este, entonces en la lluvia
que golpea
te buscaré y te llamaré, ¡y regresaré otra vez contigo!
ENT-MUJER
Cuando llegue el invierno y terminen los cantos; cuando las
tinieblas caigan al fin;
cuando la rama estéril se rompa y la luz y el trabajo hayan
pasado;
te buscaré y te esperaré, hasta que volvamos a encontrarnos:
¡juntos tomaremos el camino bajo la lluvia que golpea!
AMBOS
Juntos tomaremos el camino que lleva al oeste
y juntos encontraremos una tierra en donde los corazones tengan
descanso.[64]
Bárbol dejó de cantar. —Así dice la canción—dijo—.
Es una canción élfica por supuesto, alegre, concisa y termina pronto. Me
atrevería a decir que es bastante hermosa. Aunque los ents podrían decir mucho
más, ¡si tuvieran tiempo! Pero ahora voy a levantarme para dormir un poco.
¿Dónde os pondréis de pie?
—Nosotros comúnmente nos acostamos para
dormir—dijo Merry—. Nos quedaremos donde estamos.
—¡Acostarse para dormir!—exclamó Bárbol—.
¡Pero claro! Hm, hum: me olvido a veces: cantando esa canción
creí estar de nuevo en los tiempos de antaño: casi como si estuviera
hablándoles a unos jóvenes entandos. Bueno, podéis acostaros en la cama. Yo me
pondré de pie bajo la lluvia. ¡Buenas noches!
Merry y Pippin treparon a la cama y se
acomodaron en la hierba y los helechos blandos. Era una cama fresca, perfumada
y tibia. Las luces se apagaron y el resplandor de los árboles se desvaneció;
pero afuera, bajo el arco, alcanzaban a ver al viejo Bárbol de pie, inmóvil,
con los brazos levantados por encima de la cabeza. Las estrellas brillantes
miraban desde el cielo e iluminaban el agua que caía y se le derramaba sobre
los dedos y la cabeza y goteaba, goteaba, en cientos de gotas de plata.
Escuchando el tintineo de las gotas los hobbits se durmieron.
Despertaron y vieron que un sol fresco brillaba
en el patio y en el suelo de la caverna. Unos andrajos de nubes altas corrían
en el cielo, arrastradas por un viento que soplaba firmemente del este. No
vieron a Bárbol, pero mientras se bañaban en el estanque junto al arco, oyeron
que zumbaba y cantaba, subiendo por el camino entre los árboles.
—¡Hu, ho! ¡Buenos días, Merry
y Pippin!—bramó al verlos—. Dormís mucho. Yo ya he dado cientos de pasos. Ahora
beberemos un poco y luego iremos a la Asamblea de los Ents.
Trajo una jarra de piedra, pero no la misma
de la noche anterior, y les sirvió dos tazones. El sabor tampoco era el mismo:
más terrestre, más generoso, más fortificante y nutritivo, por así decir.
Mientras los hobbits bebían, sentados en el borde de la cama, y mordisqueando
los bizcochos élficos (porque comer algo les parecía parte necesaria del
desayuno, no porque tuvieran hambre), Bárbol se quedó allí de pie, canturreando
en éntico o élfico o alguna extraña lengua, y mirando el cielo.
—¿Dónde está la Asamblea de los Ents?—se atrevió a preguntar
Pippin.
—¿Hu, eh? ¿La Asamblea de los Ents?—dijo
Bárbol, dándose vuelta—. No es un lugar, es una reunión de ents, lo que no
ocurre a menudo. Pero he conseguido que un número considerable me prometiera
venir. Nos reuniremos en el sitio donde nos hemos reunido siempre. El valle
Emboscado, lo llaman los hombres. Está lejos de aquí, en el sur. Tenemos
que llegar allí antes del mediodía.
Partieron sin tardanza, Bárbol llevó en
brazos a los hobbits, como en la víspera. A la entrada del patio dobló a la
derecha, atravesó de una zancada la corriente y caminó a grandes pasos hacia el
sur bordeando las faldas de piedras desmoronadas donde los árboles eran raros.
Los hobbits alcanzaron a distinguir montes de abedules y fresnos y más arriba
unos pinos sombríos. Pronto Bárbol se apartó un poco de las colinas para
meterse en unos bosquecillos profundos; los hobbits nunca habían visto hasta
entonces árboles más grandes, más altos y más gruesos. Durante un momento
creyeron tener aquella sensación de ahogo que los había asaltado cuando
entraron por primera vez en Fangorn, pero pasó pronto. Bárbol no les hablaba.
Canturreaba entre dientes, con un tono grave y meditativo, pero Merry y Pippin
no alcanzaban a distinguir las palabras: sonaba bum, bum, rumbum, burar, bum, bum, dahrar bum bum, dahrar bum y así
continuamente con un cambio incesante de notas y ritmos. De cuando en cuando
creían oír una respuesta, un zumbido, o un sonido tembloroso que salía de la
tierra, o que venía de las ramas altas, o quizá de los troncos de los árboles;
pero Bárbol no se detenía ni volvía la cabeza a uno u otro lado.
Había estado caminando un largo rato—Pippin
había tratado de llevar cuenta de los pasos-de-ent, pero se había perdido
alrededor de los tres mil—cuando Bárbol empezó a aflojar el paso. De pronto se
detuvo, bajó a los hobbits y se llevó a la boca las manos juntas, como formando
un tubo hueco. Luego sopló o llamó. Un gran hum, hom resonó en
los bosques como un cuerno grave y pareció que los árboles devolvían el eco. De
lejos y de distintos sitios llegó un similar hum, hom, hum
que no era un eco sino una respuesta.
Bárbol cargó a Merry y Pippin sobre los
hombros y echó a andar otra vez, lanzando de cuando en cuando otra llamada de
cuerno, y las respuestas eran cada vez más claras y próximas. De este modo
llegaron al fin a lo que parecía ser un muro impenetrable de árboles oscuros y
de hoja perenne, árboles de una especie que los hobbits nunca habían visto
antes: las ramas salían directamente de las raíces y estaban densamente
cubiertas de hojas oscuras y lustrosas como de acebo, pero sin espinas, y en el
extremo de unos peciolos tiesos y verticales brillaban unos botones grandes y
brillantes de color oliva.
Volviéndose a la izquierda y bordeando esta
cerca enorme, Bárbol llegó en unas pocas zancadas a una entrada angosta. Un
sendero donde se veían muchas huellas atravesaba la cerca y bajaba de pronto
por una pendiente larga y abrupta. Los hobbits vieron que estaban descendiendo
a un valle grande, casi tan redondo como un tazón, muy ancho y profundo,
coronado en el borde por la alta cerca de árboles oscuros. El interior era liso
y herboso y no había árboles excepto tres abedules plateados muy altos y
hermosos que crecían en el fondo del tazón. Otros dos senderos bajaban al
valle: desde el oeste y desde el este.
Varios ents habían llegado ya. Más estaban
descendiendo por los otros senderos y algunos seguían ahora a Bárbol. Cuando se
acercaron, los hobbits los miraron con curiosidad. Habían esperado ver un
cierto número de criaturas parecidas a Bárbol así como un hobbit se parece a
otro (al menos a los ojos de un extranjero) y les sorprendió mucho encontrarse
con algo muy distinto. Los ents eran tan diferentes entre sí como un árbol de
otro árbol: algunos tan diferentes como árboles del mismo nombre, pero que no
han crecido del mismo modo y no tienen la misma historia; y algunos tan
diferentes como si pertenecieran a distintas familias de árboles, como el
abedul y el haya, el roble y el abeto. Había unos pocos ents muy viejos,
barbudos y nudosos, como árboles vigorosos pero de mucha edad (aunque ninguno
parecía tan viejo como Bárbol), y había ents robustos y altos, bien ramificados
y de piel lisa como árboles del bosque en la plenitud de la edad; pero no se
veían ents jóvenes, ningún renuevo. Eran en total unas dos docenas de pie en
las hierbas del valle y otros tantos llegaban ahora.
Al principio, a Merry y Pippin les
sorprendió sobre todo la variedad de lo que veían: las muchas formas, los
colores, las diferencias en el talle, la altura y el largo de los brazos y
piernas; y en el número de dedos en los pies (de tres a nueve). Algunos eran
quizá parientes de Bárbol y parecían hayas o robles. Pero los había de distintas
especies. Algunos recordaban el castaño: ents de piel parda con manos grandes y
dedos abiertos y piernas cortas y macizas; otros el fresno: ents altos, rectos
y grises con manos de muchos dedos y piernas largas; algunos el abeto (los ents
más altos) y otros el abedul, el pino y el tilo. Pero cuando todos los ents se
reunieron alrededor de Bárbol, inclinando ligeramente las cabezas, murmurando
con aquellas voces lentas y musicales y mirando alrededor larga y seriamente a
los extraños, entonces los hobbits vieron que todos eran de la misma condición
y que todos tenían los mismos ojos: no siempre tan viejos y profundos como los
de Bárbol, pero con la misma expresión lenta, firme y pensativa y el mismo
centelleo verde.
Tan pronto como toda la compañía estuvo
reunida, de pie en un amplio círculo alrededor de Bárbol, se inició una curiosa
e ininteligible conversación. Los ents se pusieron a murmurar lentamente:
primero uno y luego otro, hasta que todos estuvieron cantando juntos en una
cadencia larga que subía y bajaba, ahora más alta en un sector del círculo,
ahora muriendo aquí y creciendo y resonando en algún otro sitio. Aunque Pippin
no podía distinguir o entender ninguna de las palabras—suponía que el lenguaje
era éntico—, el sonido le pareció muy agradable al principio, aunque poco a
poco dejó de prestar atención. Al cabo de mucho tiempo (y la salmodia no
mostraba signos de declinación) se encontró preguntándose, ya que el éntico era
un lenguaje tan poco «apresurado», si no estarían aún en los Buen día,
y en el caso que Bárbol pasara lista cuánto tiempo tardarían en entonar todos
los nombres. «Me pregunto cómo se dirá sí o no en éntico»,—se dijo.
Bostezó.
Bárbol advirtió en seguida la inquietud de
Pippin. —Hm, ha, hey, mi Pippin—dijo y todos los otros
ents interrumpieron el canto—. Sois gente apresurada, lo había olvidado; y por
otra parte es fatigoso escuchar un discurso que no se entiende. Podéis bajar
ahora. Ya he transmitido vuestros nombres a la Asamblea de los Ents y ellos os han visto y todos
están de acuerdo en que no sois orcos y en que es necesario añadir otra línea a
las viejas listas. No hemos ido más allá hasta ahora, pero hemos ido rápido
tratándose de una Cámara de Ents. Tú y Merry podéis pasearos por el valle, si
queréis. Hay un manantial de agua buena y fresca allá en la barranca norte.
Todavía tenemos que decir algunas palabras antes que la asamblea comience de
veras. Yo iré a veros y os contaré cómo van las cosas.
Puso a los hobbits en tierra. Antes que se
alejaran, Merry y Pippin saludaron haciendo una reverencia. Esta proeza pareció
divertir mucho a los ents, a juzgar por el tono de los murmullos que se oyeron
entonces y el centelleo que les asomó a los ojos; pero pronto se volvieron de
nuevo a sus propios asuntos. Merry y Pippin subieron por el sendero que venía
del oeste y miraron a través de la abertura en la cerca. Unas faldas largas y
cubiertas de árboles subían desde el borde del valle, y más allá, sobre los
pinos de la estribación más lejana se alzaba, afilado y blanco, el pico de una
elevada montaña. A la izquierda y hacia el sur alcanzaban a ver el bosque que
se perdía en una lejanía gris. Allí y muy distante, creyeron distinguir un
débil resplandor verde, que Merry atribuyó a las llanuras de Rohan.
—Me pregunto dónde estará Isengard—dijo
Pippin.
—No sé muy bien dónde estamos nosotros—dijo
Merry—, pero es posible que sea el Methedras, y creo recordar que el anillo de
Isengard se encuentra en una bifurcación o una abertura profunda en el extremo
de las montañas, probablemente detrás de esa cordillera. Parece haber una
niebla o humo allí arriba, a la izquierda del pico, ¿no crees?
—¿Cómo es Isengard?—dijo Pippin—. Me
pregunto qué pueden hacer ahí los ents, de todos modos.
—Yo también me lo pregunto—dijo Merry—. Isengard
es una especie de anillo de rocas o colinas, pienso, alrededor de un espacio
llano y una isla o pilar de piedra en el medio que llaman Orthanc.
Saruman tiene una torre ahí. Hay una entrada, quizá más de una, en la muralla
circular y creo que la atraviesa un río; desciende de las montañas y corre a
través del Paso de Rohan. No parece un lugar muy apropiado para que los ents
puedan hacer algo ahí. Pero tengo una rara impresión acerca de estos ents: de
algún modo no creo que sean tan poco peligrosos y, bueno, tan graciosos como
parecen. Son lentos, extraños y pacientes, casi tristes; y sin embargo creo que
algo podría despertarlos. Si eso ocurriera alguna vez, no me gustaría estar en
el bando opuesto.
—¡Sí!—dijo Pippin—. Entiendo qué quieres
decir. Quizás esa sea toda la diferencia entre una vieja vaca echada que rumia
en paz y un toro que embiste, y el cambio puede ocurrir de pronto. Me pregunto
si Bárbol conseguirá despertarlos. Estoy seguro de que lo intentará. Pero no
les gusta que los exciten. Bárbol se excitó un momento anoche y luego se
contuvo otra vez.
Los hobbits se volvieron. Las voces de los
ents todavía se alzaban y bajaban en el cónclave. El sol había subido y miraba
ahora por encima de la cerca; brillaba en las copas de los abedules e iluminaba
el lado norte del valle con una fresca luz amarilla. Allí centelleaba un
pequeño manantial. Caminaron a lo largo del borde de la concavidad al pie de
los árboles perennes—era agradable sentir de nuevo la hierba fresca en los pies
y no tener prisa—y luego descendieron al agua del manantial. Bebieron un poco,
un trago de agua fresca, fría y acre y se sentaron sobre una piedra mohosa,
mirando los dibujos del sol en la hierba y las sombras de las nubes que
navegaban en el cielo. El murmullo de los ents continuaba. El valle parecía un
sitio muy extraño y remoto, fuera del mundo y alejado de todo lo que habían
vivido hasta entonces. Los invadió una profunda nostalgia y recordaron con
tristeza los rostros y las voces de los otros compañeros, especialmente de Frodo
y Sam y Trancos.
Al fin hubo una pausa en las voces de los
ents; y alzando los ojos vieron que Bárbol venía hacia ellos, con otro ent al
lado.
—Hm, hum, aquí estoy otra vez—dijo
Bárbol—. Comenzabais a cansaros y a sentir alguna impaciencia, hmm, ¿eh?
Bueno, temo que aún no sea tiempo de sentirse impaciente. Hemos cumplido la
primera etapa, pero todavía falta mucho que explicar a aquellos que viven lejos
de aquí, lejos de Isengard, y a aquellos que no pude ver antes de la asamblea,
y luego habrá que decidir si se puede hacer algo. Sin embargo, para decidirse a
hacer algo, los ents no necesitan tanto tiempo como para examinar todos los
hechos y acontecimientos sobre los que será necesario decidirse. No obstante, y
de nada serviría negarlo, estaremos aquí mucho tiempo todavía: un par de días
quizá. De modo que os traje compañía. Tiene una casa éntica cerca. Se llama Bregalad,
en élfico. Dice que ya se ha decidido y no necesita quedarse en la asamblea. Hm,
hm, es lo que más se parece entre nosotros a un ent con prisa. Creo que
os entenderéis. ¡Adiós!
Bárbol dio media vuelta y los dejó.
Bregalad se quedó un momento mirando a los hobbits con solemnidad; y ellos
también lo miraron, preguntándose cuándo mostraría algún signo de «apresuramiento».
Era alto y parecía ser uno de los ents más jóvenes; una piel lisa y brillante
le cubría los brazos y piernas; tenía labios rojos y el cabello era verdegris. Podía
inclinarse y balancearse como un árbol joven al viento. Al fin habló y con una
voz resonante pero más alta y clara que la de Bárbol.
—Ha, hum, ¡vamos a dar un
paseo, amigos míos!—dijo—. Me llamo Bregalad, lo que en vuestra lengua
significa Ramaviva. Pero esto no es más que un apodo, por supuesto. Me
llaman así desde el momento en que le dije sí a un ent anciano antes que
terminara de hacerme una pregunta. También bebo rápidamente y me voy cuando
otros todavía están mojándose las barbas. ¡Venid conmigo!
Bajó dos brazos bien torneados y les dio
una mano de dedos largos a cada uno de los hobbits. Todo ese día caminaron con
él por los bosques, cantando y riendo, pues Ramaviva reía a menudo. Reía si el
sol salía de detrás de una nube, reía cuando encontraban un arroyo o un
manantial: se inclinaba entonces y se refrescaba con agua los pies y la cabeza;
reía a veces cuando se oía algún sonido o murmullo en los árboles. Cada vez que
tropezaban con un fresno se detenía un rato con los brazos extendidos y cantaba,
balanceándose.
Al atardecer llevó a los hobbits a una casa
éntica que era sólo una piedra musgosa puesta sobre unas matas de hierba en una
barranca verde. Unos fresnos crecían en círculo alrededor y había agua, como en
todas las casas énticas, un manantial que brotaba en burbujas de la barranca.
Hablaron un rato mientras la oscuridad caía en el bosque. No muy lejos las
voces de la Asamblea
de los Ents podían oírse aún; pero ahora parecían más graves y menos ociosas, y
de cuando en cuando un vozarrón se alzaba en una música alta y rápida, mientras
todas las otras parecían apagarse. Pero junto a ellos Bregalad hablaba
gentilmente en la lengua de los hobbits,
casi susurrando; y ellos se enteraron de que pertenecía a la gente de Corteza y
que el país donde vivieran antes había sido devastado. Esto pareció a los
hobbits suficiente como para explicar el «apresuramiento» de Ramaviva,
al menos en lo que se refería a los orcos.
—Había fresnos en mi casa—dijo Bregalad,
con una dulce tristeza—, fresnos que echaron raíces cuando yo era aún un
entando, hace muchos años en el silencio del mundo. Los más viejos fueron
plantados por los ents para probar y complacer a las ents-mujeres; pero ellas
los miraron y sonrieron y dijeron que conocían un sitio donde los capullos eran
más blancos y los frutos más abundantes. Pero ya no quedan árboles de esa raza,
el pueblo de la Rosa, que eran tan hermosos a mis ojos. Y esos árboles
crecieron y crecieron, hasta que la sombra de cada uno fue como una sala verde
y los frutos rojos del otoño colgaron como una carga, de maravillosa belleza.
Los pájaros acostumbraban anidar en ellos. Me gustan los pájaros, aun cuando
parlotean; y en los fresnos había pájaros de sobra. Pero estos pájaros de
pronto se hicieron hostiles, ávidos, y desgarraron los árboles y derribaron los
frutos pero no se los comieron. Luego llegaron los orcos blandiendo hachas y
echaron abajo los árboles. Llegué y los llamé por los largos nombres que ellos
tenían, pero no se movieron, no oyeron ni respondieron: estaban todos muertos.
¡Oh Orofarnë, Lassemista, Carnimirië!
¡Oh hermoso fresno, sobre tu cabellera qué hermosas son las
flores!
¡Oh fresno mío, te vi brillar en un día de verano!
Tu brillante corteza, tus leves hojas, tu voz tan fresca y dulce:
¡qué alta llevas en tu cabeza la corona de oro rojo!
Oh fresno muerto, tu cabellera es seca y gris;
tu corona ha caído, tu voz ha callado para siempre.
¡Oh Orofarnë, Lassemista, Carnimirië![65]
Los hobbits se durmieron con la música del
dulce canto de Bregalad, que parecía lamentar en muchas lenguas la caída de los
árboles que él había amado.
El día siguiente también lo pasaron en
compañía de Bregalad, pero no se alejaron mucho de la «casa». La mayor
parte del tiempo se quedaron sentados en silencio al abrigo de la barranca;
pues el viento era más frío y las nubes más bajas y grises; el sol brillaba
poco y a lo lejos las voces de los ents reunidos en asamblea todavía subían y
bajaban, a veces altas y fuertes, a veces bajas y tristes, a veces rápidas, a
veces lentas y solemnes como un himno. Llegó otra noche y el cónclave de los
ents continuaba bajo nubes rápidas y estrellas caprichosas.
El tercer día amaneció triste y ventoso. Al
alba las voces de los ents estallaron en un clamor y luego se apagaron de
nuevo. La mañana avanzó y el viento amainó y el aire se colmó de una pesada
expectativa. Los hobbits pudieron ver que Bregalad escuchaba ahora con
atención, aunque ellos, en la cañada de la casa éntica, apenas alcanzaban a oír
los rumores de la asamblea.
Llegó la tarde y el sol que descendía en el
oeste hacia las montañas lanzó unos largos rayos amarillos entre las grietas y
fisuras de las nubes. De pronto cayeron en la cuenta de que todo estaba muy
tranquilo; el bosque entero esperaba en un atento silencio. Por supuesto, las
voces de los ents habían callado. ¿Qué significaba esto? Bregalad, erguido y
tenso, miraba al norte hacia el valle Emboscado.
En seguida y con un estruendo llegó un
grito resonante: ¡Rahumrah! Los árboles se estremecieron y se inclinaron
como si los hubiera atacado un huracán. Hubo otra pausa y luego se oyó una
música de marcha, como de solemnes tambores, y por encima de los redobles y los
golpes se elevaron unas voces que cantaban altas y fuertes.
Venimos, venimos, con un redoble de tambor: ¡ta-runda runda runda
rom![66]
Los ents venían
y el canto se elevaba cada vez más cerca y más sonoro.
Venimos, venimos con cuernos y tambores: ¡ta-rûna rûna rûna rom![67]
Bregalad recogió a los hobbits y se alejó
de la casa.
No tardaron en ver la tropa en marcha que
se acercaba; los ents cantaban bajando por la pendiente a grandes pasos. Bárbol
venía a la cabeza y detrás unos cincuenta seguidores, de dos en fondo, marcando
el ritmo con los pies y golpeándose los flancos con las manos. Cuando
estuvieron más cerca, se pudo ver que los ojos de los ents relampagueaban y
centelleaban.
—¡Hum, hom! ¡Henos aquí con
un estruendo, henos aquí por fin!—llamó Bárbol cuando estuvo a la vista de
Bregalad y los hobbits—. ¡Venid, uníos a la asamblea! Partimos. ¡Partimos hacia
Isengard!
—¡A Isengard!—gritaron los ents con muchas
voces.
—¡A Isengard!
¡A Isengard! Aunque Isengard esté clausurado con puertas de
piedra;
Aunque Isengard sea fuerte y dura, fría como la piedra y desnuda
como el hueso.
Partimos, partimos, partimos a la guerra, a romper la piedra y
derribar la puerta;
pues el tronco y la rama están ardiendo ahora, el horno ruge;
¡partimos a la guerra!
Al país de las tinieblas con paso de destino, con redoble de
tambor, marchamos, marchamos.
¡A Isengard marchamos con el destino!
¡Marchamos con el destino, con el destino marchamos![68]
Así cantaban mientras marchaban hacia el
sur.
Bregalad, los ojos brillantes, se metió de
un salto en la fila junto a Bárbol. El viejo ent tomó de vuelta a los hobbits y
se los puso otra vez sobre los hombros y así ellos cabalgaron orgullosos a la
cabeza de la compañía que iba cantando, el corazón palpitante y la frente bien
alta. Aunque habían esperado que algo ocurriera al fin, el cambio que se había
operado en los ents les parecía sorprendente, como si ahora se hubiese soltado
una avenida de agua, que un dique había contenido mucho tiempo.
—Los ents no tardan mucho en decidirse, al
fin y al cabo, ¿no te parece?—se aventuró a decir Pippin al cabo de un rato,
cuando el canto se interrumpió un momento y sólo se oyó el batir de las manos y
los pies.
—¿No tardan mucho?—dijo Bárbol—. ¡Hum!
Sí, en verdad. Tardamos menos de lo que yo había pensado. En verdad no los he
visto despiertos como ahora desde hace siglos. A nosotros los ents no nos gusta
que nos despierten y no despertamos sino cuando nuestros árboles y nuestras
vidas están en grave peligro. Esto no ha ocurrido en el bosque desde las guerras
de Sauron y los hombres del mar. Es la obra de los orcos, esa destrucción por
el placer de destruir, de rârum, sin ni siquiera la mala excusa de tener
que alimentar las hogueras, lo que nos ha encolerizado de este modo, y la
traición de un vecino, de quien esperábamos ayuda. Los magos tendrían que ser
más sagaces: son más sagaces. No hay maldición en élfico, éntico, o las lenguas
de los hombres bastante fuerte para semejante perfidia. ¡Abajo Saruman!
—¿Derribaréis realmente las puertas de Isengard?—preguntó
Merry.
—Ho, hm, bueno, podríamos
hacerlo en verdad. No sabéis quizá qué fuertes somos. Quizás habéis oído hablar
de los troles. Son extremadamente fuertes. Pero los troles son sólo una
impostura, fabricados por el enemigo en la Gran Oscuridad, una falsa imitación
de los ents, así como los orcos son imitación de los elfos. Somos más fuertes
que los troles. Estamos hechos de los huesos de la tierra. Somos capaces de
quebrar la piedra, como las raíces de los árboles, sólo que más rápido, mucho
más rápido, ¡cuando estamos despiertos! Si no nos abaten, o si no nos destruye
el fuego o alguna magia, podríamos reducir Isengard a un montón de astillas y
convertir esos muros en escombros.
—Pero Saruman tratará de deteneros, ¿no es
cierto?
—Hm, ah, sí, así es. No lo he
olvidado. En verdad lo he pensado mucho tiempo. Pero, veréis, muchos de los
ents son más jóvenes que yo, en muchas vidas de árboles. Están todos despiertos
ahora y no piensan sino una cosa: destruir a Isengard. Pero pronto se pondrán a
pensar en otras cosas; se enfriarán un poco, cuando tomemos la bebida de la
noche. ¡Qué sed tendremos! ¡Pero que ahora marchen y canten! Hay que recorrer
un largo camino y sobrará tiempo para pensar. Ya es bastante habernos puesto en
camino.
Bárbol continuó marchando, cantando con los
otros durante un tiempo. Pero luego bajó la voz, que fue sólo un murmullo, y al
fin calló otra vez. Pippin alcanzó a ver que la vieja frente del ent estaba
toda arrugada y nudosa. Al fin Bárbol alzó los ojos y Pippin descubrió una
mirada triste, triste pero no desdichada. Había una luz en ellos, como si la
llama verde se le hubiera hundido aún más en los pozos oscuros del pensamiento.
—Por supuesto, es bastante verosímil,
amigos míos—dijo con lentitud—, bastante verosímil que estemos yendo a nuestra
perdición: la última marcha de los ents. Pero si nos quedamos en casa y no
hacemos nada, la perdición nos alcanzará de todos modos, tarde o temprano. Este
pensamiento está creciendo desde hace mucho en nuestros corazones; y por eso estamos
marchando ahora. No fue una resolución apresurada. Ahora al menos la última
marcha de los ents quizá merezca una canción. Ay—suspiró—, podemos ayudar a los
otros pueblos antes de irnos. Sin embargo, me hubiera gustado ver que las
canciones sobre las ents-mujeres se cumplían de algún modo. Me hubiera gustado
de veras ver otra vez a Fimbrethil. Pero en esto, amigos míos, las canciones
como los árboles dan frutos en el tiempo que corresponde y según leyes propias:
y a veces se marchitan prematuramente.
Los ents continuaban caminando a grandes
pasos. Habían descendido a un largo repliegue del terreno que se alejaba
bajando hacia el sur y ahora empezaban a trepar, cada vez más arriba, hacia la
elevada cresta del oeste. El bosque se hizo menos denso y llegaron a unos
pequeños montes de abedules y luego a unas pendientes desnudas donde sólo
crecían unos pinos raquíticos. El sol se hundió detrás de la giba oscura de la
loma que se alzaba delante. El crepúsculo gris cayó sobre ellos.
Pippin miró hacia atrás. El número de los
ents había crecido... ¿o qué ocurría ahora? Donde se extendían las faldas
desnudas y oscuras que acababan de cruzar, creyó ver montes de árboles. ¡Pero
estaban moviéndose! ¿Era posible que el bosque entero de Fangorn hubiese
despertado y que ahora marchase por encima de las colinas hacia la guerra? Se
frotó los ojos preguntándose si no lo habrían engañado el sueño o las sombras;
pero las grandes formas grises continuaban avanzando firmemente. Se oía un
ruido como el del viento en muchas ramas. Los ents se acercaban ahora a la cima
de la estribación y todos los cantos habían cesado. Cayó la noche y se hizo el
silencio; no se oía otra cosa que un débil temblor de tierra bajo los pies de
los ents y un roce, la sombra de un susurro, como de muchas hojas llevadas por
el viento. Al fin se encontraron sobre la cima y miraron allá abajo un pozo
oscuro: la gran depresión en el extremo de las montañas: Nan Curunír, el valle de Saruman.
—La noche se extiende sobre Isengard—dijo
Bárbol.
XXX.A TRAVÉS DE LAS CIÉNAGAS
LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO II
Gollum avanzaba rápidamente, adelantando la
cabeza y el cuello, y utilizando a menudo las manos con tanta destreza como los
pies. Frodo y Sam se veían en apuros para seguirlo; pero ya no parecía tener
intenciones de escaparse, y si se retrasaban, se daba vuelta y los esperaba. Al
cabo de un rato llegaron a la entrada de la garganta angosta que antes les
cerrara el paso; pero ahora estaban más lejos de las colinas.
—¡Helo aquí!—gritó Gollum—. Hay un sendero
que desciende en el fondo, sí. Ahora lo seguimos... y sale allá, allá lejos. —Señaló
las ciénagas, hacia el sur y hacia el este. El hedor espeso y rancio llegaba
hasta ellos pese al fresco aire nocturno.
Gollum iba y venía a lo largo del borde y
por fin los llamó a gritos. —¡Aquí! Por aquí podemos bajar. Sméagol fue por
este camino una vez. Yo fui por este camino, ocultándome de los orcos.
Gollum se adelantó y siguiéndole los pasos
los hobbits bajaron a la oscuridad. No fue una empresa difícil, pues allí la
grieta no medía más de doce pies de altura y unos doce de ancho. En el fondo
corría agua: la grieta era en realidad el lecho de uno de los muchos riachos
que descendían de las colinas a alimentar las lagunas y las ciénagas. Gollum
giró a la derecha, hacia el sur, y pisó chapoteando el fondo pedregoso del
riacho. Parecía inmensamente feliz al sentir el agua en los pies; reía entre
dientes y hasta creaba a ratos una especie de canción.
Las duras tierras frías
nos muerden las manos,
nos roen los pies.
Las rocas y las piedras
son como huesos
viejos y descarnados.
Pero el arroyo y la charca
son húmedos y frescos:
¡buenos para los pies!
Y ahora deseamos...[69]
—¡Ja!, ¡ja! ¿Qué deseamos?—dijo, mirando de
soslayo a los hobbits—. Te lo diremos—croó—. Él lo adivinó hace mucho tiempo,
Bolsón lo adivinó. —Un fulgor le iluminó los ojos, y a Sam, que alcanzó a verlo
en la oscuridad, no le causó ninguna gracia.
Vive sin respirar;
frío como la muerte;
nunca sediento, siempre bebiendo,
viste de malla y no tintinea.
Se ahoga en el desierto,
y cree que una isla
es una montaña
y una fuente, una ráfaga.
¡Tan bruñido y tan bello!
¡Qué alegría encontrarlo!
Sólo tenemos un deseo:
¡que atrapemos un pez
jugoso y suculento![70]
Estas palabras no hicieron más que
acrecentar la preocupación que acuciaba a Sam desde que supo que su amo iba a
adoptar a Gollum como guía: el problema de la alimentación. No se le ocurrió
que quizá también Frodo lo hubiera pensado, pero de que Gollum lo pensaba no le
cabía ninguna duda. Quién sabe cómo y de qué se había alimentado durante sus
largos vagabundeos solitarios. «No demasiado bien, se dijo Sam. Parece
un tanto famélico. Y no creo que, a falta de pescado, tenga demasiados escrúpulos
en probar el sabor de los hobbits... en el caso de que nos sorprendiera
dormidos. Pues bien, no nos sorprenderá: no a Sam Gamyi por cierto.»
Avanzaron a tientas por la oscura y sinuosa
garganta durante un tiempo que a los fatigados pies de Frodo y Sam les pareció
interminable. La garganta, luego de describir una curva a la izquierda, se
volvía cada vez más ancha y menos profunda. Por fin el cielo empezó a clarear,
pálido y gris, a las primeras luces del alba. Gollum, que hasta ese momento no
había dado señales de fatiga, miró hacia arriba y se detuvo.
—El día se acerca—murmuró, como si el día
pudiese oírlo y saltarle encima—. Sméagol se queda aquí. Yo me quedaré aquí y
la Cara Amarilla no me verá.
—A nosotros nos alegraría ver el sol—dijo
Frodo—, pero también nos quedaremos: estamos demasiado cansados para seguir
caminando.
—No es de sabios alegrarse de ver la Cara
Amarilla—dijo Gollum—. Delata. Los hobbits buenos y razonables se quedarán con
Sméagol. Orcos y bestias inmundas rondan por aquí. Ven desde muy lejos.
¡Quedaos y escondeos conmigo!
Los tres se instalaron al pie de la pared
rocosa, preparándose a descansar. Allí la altura de la garganta era apenas
mayor que la de un hombre, y en la base había unos bancos anchos y lisos de
piedra seca; el agua corría por un canal al pie de la otra pared. Frodo y Sam
se sentaron en una de las piedras, recostándose contra el muro de roca. Gollum
chapoteaba y pataleaba en el arroyo.
—Necesitaríamos comer un bocado—dijo Frodo—.
¿Tienes hambre, Sméagol? Es poco lo que nos queda, pero lo compartiremos
contigo.
Al oír la palabra hambre una luz
verdosa se encendió en los pálidos ojos de Gollum, que ahora parecían más
saltones que nunca en el rostro flaco y macilento. Durante un momento les habló
como antes. —Estamos famélicos, sí, famélicos, mi tesoro—dijo—. ¿Qué comen
ellos? ¿Tienen buenos pescados? Movía la lengua de lado a lado entre los
afilados dientes amarillos, y se lamía los labios descoloridos.
—No, no tenemos pescado—dijo Frodo—. No
tenemos más que esto... —le mostró una galleta de lembas—...y también
agua, si es que el agua de aquí se puede beber.
—Ssí, ssí, agua buena—dijo Gollum—.
¡Bebamos, bebamos, mientras sea posible! ¿Pero qué es lo que ellos tienen, mi tesoro?
¿Se puede masticar? ¿Es sabroso?
Frodo partió un trozo de galleta y se lo
tendió envuelto en la hoja. Gollum olió la hoja, y un espasmo de asco y algo de
aquella vieja malicia le torcieron la cara. —¡Sméagol lo huele!—dijo—.
Hojas del país élfico. ¡Puaj! Apestan. Se trepaba a esos árboles, y nunca más
podía quitarse el olor de las manos, ¡mis preciosas manos! —Dejó caer la hoja,
y mordisqueó un borde de la lembas. Escupió y un acceso de tos le
sacudió el cuerpo.
—¡Aj! ¡No!—farfulló echando baba—. Estáis
tratando de ahogar al pobre Sméagol. Polvo y cenizas, eso él no lo puede comer.
Se morirá de hambre. Pero a Sméagol no le importa. ¡Hobbits buenos! Sméagol prometió.
Se morirá de hambre. No puede comer alimentos de hobbits. Se morirá de hambre.
¡Pobre Sméagol, tan flaco!
—Lo lamento—dijo Frodo—, pero no puedo
ayudarte, creo. Pienso que este alimento te haría bien, si quisieras probarlo.
Pero tal vez ni siquiera puedas probarlo, al menos por ahora.
Los hobbits mascaron sus lembas en
silencio. A Sam de algún modo, le supieron mucho mejor que en los últimos días:
el comportamiento de Gollum le había permitido descubrir nuevamente el sabor y la
fragancia de las lembas. Pero no se sentía a gusto. Gollum seguía con la
mirada el trayecto de cada bocado de la mano a la boca, como un perro famélico
que espera junto a la silla del que come. Sólo cuando los hobbits terminaron y
se preparaban a descansar, se convenció al parecer de que no tenían manjares ocultos
para compartir. Entonces se alejó, se sentó a solas a algunos pasos de
distancia, y lloriqueó.
—¡Escuche!—le murmuró Sam a Frodo, no en
voz demasiado baja; en realidad no le importaba que Gollum lo oyera o no—.
Necesitamos dormir un poco; pero no los dos al mismo tiempo con este malvado hambriento
en las cercanías. Con promesa o sin promesa, Sméagol o Gollum, no va a cambiar
de costumbres de la noche a la mañana, eso se lo aseguro. Duerma usted, señor
Frodo, y lo llamaré cuando se me cierren los ojos. Haremos guardias, como
antes, mientras él ande suelto.
—Puede que tengas razón, Sam—dijo Frodo
hablando abiertamente—. Ha habido un cambio en él, pero de qué naturaleza y
profundidad, no lo sé todavía con certeza. A pesar de todo, creo sinceramente
que no hay nada que temer... por el momento. De cualquier manera, monta guardia
si quieres. Déjame dormir un par de horas, no más, y luego llámame.
Tan cansado estaba Frodo que la cabeza le
cayó sobre el pecho, y ni bien hubo terminado de hablar, se quedó dormido. Al
parecer, Gollum no sentía ya ningún temor. Se hizo un ovillo y no tardó en dormirse,
indiferente a todo. Pronto se le oyó respirar suave y acompasadamente, silbando
apenas entre los dientes apretados, pero yacía inmóvil como una piedra. Al cabo
de un rato, temiendo dormirse también él si seguía escuchando la respiración de
sus dos compañeros, Sam se levantó y pellizcó ligeramente a Gollum. Las manos
de Gollum se desenroscaron y se crisparon, pero no hizo ningún otro movimiento.
Sam se agachó y dijo pessscado junto
al oído de Gollum, mas no hubo ninguna reacción, ni siquiera un sobresalto en la
respiración de Gollum.
Sam se rascó la cabeza.
—Ha de estar realmente dormido—murmuró—. Y
si yo fuera como él, no despertaría nunca más. —Alejó las imágenes de la espada
y la cuerda que se le habían aparecido en la mente, y fue a sentarse junto a
Frodo.
Cuando despertó el cielo estaba oscuro, no
más claro sino más sombrío que cuando habían desayunado. Sam se incorporó
bruscamente. No sólo a causa del vigor que había recobrado, sino también por la
sensación de hambre, comprendió de pronto que había dormido el día entero,
nueve horas por lo menos. Frodo tendido ahora de costado, aún dormía
profundamente. A Gollum no se lo veía por ninguna parte. Varios epítetos poco
halagadores para sí mismo acudieron a la mente de Sam, tomados del vasto
repertorio paternal del Tío; luego se le ocurrió pensar que su amo no se había
equivocado: por el momento no tenían nada que temer. En todo caso, allí seguían
los dos todavía vivos; nadie los había estrangulado.
—¡Pobre miserable!—dijo no sin
remordimiento—. Me pregunto a dónde habrá ido.
—¡No muy lejos, no muy lejos!—dijo una voz
por encima de él. Sam levantó la mirada y vio la gran cabeza y las enormes
orejas de Gollum contra el cielo nocturno.
—Eh, ¿qué estás haciendo?—gritó Sam,
inquieto una vez más como antes, no bien vio aquella cabeza.
—Sméagol tiene mucha hambre—dijo Gollum—.
Volverá pronto.
—¡Vuelve ahora mismo!—gritó Sam—. ¡Eh! ¡Vuelve!—Pero
Gollum había desaparecido.
Frodo despertó con el grito de Sam y se
sentó y se frotó los ojos. —¡Hola!—dijo—. ¿Algo anda mal? ¿Qué
hora es?
—No sé—dijo Sam—. Ya ha caído el sol, me
parece. Y el otro se ha marchado. Decía que tenía mucha hambre.
—No te preocupes—dijo Frodo—. No podemos
impedirlo. Pero volverá, ya verás. Todavía cumplirá la promesa por algún
tiempo. Y de todos modos, no abandonará su Tesoro.
Frodo tomó con calma la noticia de que
ambos habían dormido profundamente durante horas con Gollum, y con un Gollum
muy hambriento por añadidura, suelto en las cercanías. —No busques ninguno de
esos epítetos de tu Tío—le dijo a Sam—. Estabas extenuado y todo ha
salido bien: ahora los dos estamos descansados. Y tenemos por delante un camino
difícil, el tramo más arduo.
—A propósito de comida—comentó Sam—,
¿cuánto tiempo cree que nos llevará este trabajo? Y cuando hayamos concluido,
¿qué haremos entonces? Este pan del camino mantiene en pie maravillosamente bien,
pero no satisface para nada el hambre de adentro, por así decir: no a mí al
menos, sin faltar el respeto a quienes lo prepararon. Pero uno tiene que comer
un poco cada día, y no se multiplica. Creo que nos alcanzará para unas tres
semanas, digamos, y eso con el cinturón apretado y poco diente. Hemos estado
derrochándolo.
—No sé cuánto tardaremos aún... hasta el
final—dijo Frodo—. Nos retrasamos demasiado en las montañas. Pero Samsagaz
Gamyi, mi querido hobbit... en verdad Sam, mi hobbit más querido, el amigo por excelencia,
no nos preocupemos por lo que vendrá después. Terminar con este trabajo, como
tú dices... ¿qué esperanzas tenemos de terminarlo alguna vez? Y si lo hacemos
¿sabemos acaso qué habremos conseguido? Si el Único cae en el Fuego, y nosotros
nos encontramos en las cercanías, yo te pregunto a ti, Sam, ¿crees que en ese caso
necesitaremos pan alguna vez? Yo diría que no. Cuidar nuestras piernas hasta
que nos lleven al monte del Destino, más no podemos hacer. Y empiezo a temer
que sea más de lo que está a mi alcance.
Sam asintió en silencio. Tomando la mano de
Frodo, se inclinó. No se la besó, pero unas lágrimas cayeron sobre ella. Luego
se volvió, se enjugó la nariz con la manga, se levantó y se puso a dar
puntapiés en el suelo, mientras trataba de silbar y decía con voz forzada: —¿Por
dónde andará esa condenada criatura?
En realidad, Gollum no tardó en regresar;
pero con tanto sigilo que los hobbits no lo oyeron hasta que lo tuvieron
delante. Tenía los dedos y la cara sucios de barro negro. Masticaba aún y se
babeaba. Lo que mascaba, los hobbits no se lo preguntaron ni quisieron
imaginarlo.
«Gusanos o escarabajos o algunos de esos
bichos viscosos que viven en agujeros», pensó Sam. «¡Brrr!¡Qué criatura
inmunda! ¡Pobre desgraciado!»
Gollum no les habló hasta después de beber
en abundancia y lavarse en el arroyo. Entonces se acercó a los hobbits
lamiéndose los labios. —Mejor ahora ¿eh?—les dijo—. ¿Hemos descansado? ¿Listos
para seguir viaje? ¡Buenos hobbits! ¡Qué bien duermen! ¿Confían ahora en
Sméagol? Muy, muy bien.
La etapa siguiente del viaje fue muy
parecida a la anterior. A medida que avanzaban la garganta se hacía menos
profunda y la pendiente del suelo menos inclinada. El fondo era más terroso y
casi sin piedras, y las paredes se transformaban poco a poco en barrancas.
Ahora el sendero serpenteaba y se desviaba hacia uno u otro lado. La noche
concluía, pero las nubes cubrían la luna y las estrellas, y sólo una luz gris y
tenue que se expandía lentamente anunciaba la llegada del día.
En una fría hora de marcha llegaron al
término del arroyo. Las orillas eran ahora montículos cubiertos de musgo. El
agua gorgoteaba sobre el último reborde de piedra putrefacta, caía en una charca
de aguas pardas y desaparecía. Unas cañas secas silbaban y crujían, aunque al
parecer no había viento.
A ambos lados y al frente de los viajeros
se extendían grandes ciénagas y marismas, internándose al este y al sur en la
penumbra pálida del alba. Unas brumas y vahos brotaban en volutas de los
pantanos oscuros y fétidos. Un hedor sofocante colgaba en el aire inmóvil. En
lontananza, casi en línea recta al sur, se alzaban las murallas montañosas de
Mordor, como una negra barrera de nubes despedazadas que flotasen sobre un mar
peligroso cubierto de nieblas.
Ahora los hobbits dependían enteramente de
Gollum. No sabían, ni podían adivinar a esa luz brumosa, que en realidad se
encontraban a sólo unos pasos de los confines septentrionales de las ciénagas, cuyas
ramificaciones principales se abrían hacia el sur. De haber conocido la región,
habrían podido, demorándose un poco, volver sobre sus pasos y luego, girando al
este, llegar por tierra firme a la desnuda llanura de Dagorlad: el campo de la
antigua batalla librada ante las puertas de Mordor. Aunque ese camino no prometía
demasiado. En aquella llanura pedregosa, atravesada por las carreteras de los
orcos y los soldados del enemigo, no había ninguna posibilidad de encontrar
algún refugio. Allí ni siquiera las capas élficas de Lórien hubieran podido
ocultarlos.
—¿Y ahora por dónde vamos, Sméagol?—preguntó
Frodo—. ¿Tenemos que atravesar estas marismas pestilentes?
—No, no—dijo Gollum—. No si los hobbits quieren
llegar a las montañas oscuras e ir a verlo lo más pronto posible. Un poco para
atrás y una pequeña vuelta... —el brazo flaco señaló al norte y el este—...y
podréis llegar por caminos duros y fríos a las puertas mismas del país. Muchos
de los suyos estarán allí para recibir a los huéspedes, felices de poder
conducirlos directamente a Él, oh sí. El Ojo vigila constantemente en esa dirección.
Allí capturó a Sméagol, hace mucho mucho tiempo. —Gollum se estremeció. —Pero
desde entonces Sméagol ha aprendido a usar sus propios ojos, sí, sí: he usado
mis ojos y mis pies y mi nariz desde entonces. Conozco otros caminos. Más
difíciles, menos rápidos; pero mejores, si no queremos que Él vea. ¡Seguid a Sméagol!
Él puede guiaros a través de las ciénagas, a través de las nieblas espesas y
amigas. Seguid a Sméagol con cuidado, y podréis ir lejos, muy lejos, antes que
Él os atrape, sí, quizás.
Ya era de día, una mañana lúgubre y sin
viento, y los vapores de las ciénagas yacían en bancos espesos. Ni un solo rayo
de sol atravesaba el cielo encapotado, y Gollum parecía ansioso y quería continuar
el viaje sin demora. Así pues, luego de un breve descanso, reanudaron la marcha
y pronto se perdieron en un paisaje umbrío y silencioso, aislado de todo el
mundo circundante, desde donde no se veían ni las colinas que habían abandonado
ni las montañas hacia donde iban. Avanzaban en fila, a paso lento: Gollum, Sam,
Frodo.
Frodo parecía el más cansado de los tres, y
a pesar de la lentitud de la marcha, a menudo se quedaba atrás. Los hobbits no
tardaron en comprobar que aquel pantano inmenso era en realidad una red
interminable de charcas, lodazales blandos, y riachos sinuosos y menguantes. En
esa maraña, sólo un ojo y un pie avezados podían rastrear un sendero errabundo.
Gollum poseía ambas cosas sin duda alguna, y las necesitaba. No dejaba de girar
la cabeza de un lado a otro sobre el largo cuello, mientras husmeaba el aire y
hablaba constantemente consigo mismo en un murmullo. De vez en cuando levantaba
una mano para indicarles que debían detenerse, mientras él se adelantaba unos
pocos pasos, y se agachaba para palpar el terreno con los dedos de las manos o
de los pies, o escuchar, con el oído pegado al suelo.
Era un paisaje triste y monótono. Un
invierno frío y húmedo reinaba aún en aquella comarca abandonada. El único
verdor era el de la espuma lívida de las algas en la superficie oscura y
viscosa del agua sombría. Hierbas muertas y cañas putrefactas asomaban entre
las neblinas como las sombras andrajosas de unos estíos olvidados.
A medida que avanzaba el día, la claridad
fue en aumento, las nieblas se levantaron volviéndose más tenues y
transparentes. En lo alto, lejos de la putrefacción y los vapores del mundo, el
sol subía, altivo y dorado sobre un paisaje sereno con suelos de espuma
deslumbrante, pero ellos, desde allí abajo, no veían más que un espectro
pasajero, borroso y pálido, sin color ni calor. Bastó no obstante ese vago
indicio de la presencia del sol para que Gollum se enfurruñara y vacilara.
Suspendió el viaje, y descansaron, agazapados como pequeñas fieras perseguidas,
a la orilla de un extenso cañaveral pardusco. Había un profundo silencio, rasgado
sólo superficialmente por las ligeras vibraciones de las cápsulas de las
semillas, ahora resecas y vacías, y el temblor de las briznas de hierba
quebradas, movidas por una brisa que ellos no alcanzaban a sentir.
—¡Ni un solo pájaro!—dijo Sam con tristeza.
—¡No, nada de pájaros!—dijo Gollum—.
¡Buenos pájaros!—Se pasó la lengua por los dientes. —Nada de pájaros aquí. Hay
serpientes, gusanos, cosas de las ciénagas. Muchas cosas, montones de cosas inmundas.
Nada de pájaros—concluyó tristemente. Sam lo miró con repulsión.
Así transcurrió la tercera jornada del
viaje en compañía de Gollum. Antes que las sombras de la noche comenzaran a
alargarse en tierras más felices, los viajeros reanudaron la marcha, avanzando
casi sin cesar, y deteniéndose sólo brevemente, no tanto para descansar como
para ayudar a Gollum; porque ahora hasta él tenía que avanzar con sumo cuidado,
y a ratos se desorientaba. Habían llegado al corazón mismo de la ciénaga de los
Muertos y estaba oscuro.
Caminaban lentamente, encorvados, en
apretada fila, siguiendo con atención los movimientos de Gollum. Los pantanos
eran cada vez más aguanosos, abriéndose en vastas lagunas; y cada vez era más
difícil encontrar donde poner el pie sin hundirse en el lodo burbujeante. Por
fortuna, los viajeros eran livianos, pues de lo contrario difícilmente hubieran
encontrado la salida.
Pronto la oscuridad fue total: el aire
mismo parecía negro y pesado. Cuando aparecieron las luces, Sam se restregó los
ojos: pensó que estaba viendo visiones. La primera la descubrió con el rabillo
del ojo izquierdo: un fuego fatuo que centelleó un instante débilmente y
desapareció; pero pronto asomaron otras: algunas como un humo de brillo
apagado, otras como llamas brumosas que oscilaban lentamente sobre cirios
invisibles; aquí y allá se retorcían como sábanas fantasmales desplegadas por
manos ocultas. Pero ninguno de sus compañeros decía una sola palabra.
Por último Sam no pudo contenerse. —¿Qué es
todo esto, Gollum?—dijo en un murmullo—. ¿Estas luces? Ahora nos rodean por
todas partes. ¿Nos han atrapado? ¿Quiénes son?
Gollum alzó la cabeza. Se encontraba
delante del agua oscura y se arrastraba en el suelo, a derecha e izquierda, sin
saber por dónde ir. —Sí, nos rodean por todas partes—murmuró—. Los fuegos
fatuos. Los cirios de los cadáveres, sí, sí. ¡No les prestes atención! ¡No las
mires! ¡No las sigas! ¿Dónde está el amo?
Sam volvió la cabeza y advirtió que Frodo
se había retrasado otra vez. No lo veía. Volvió sobre sus pasos en las
tinieblas, sin atreverse a ir demasiado lejos, ni a llamar en voz más alta que
un ronco murmullo. Súbitamente tropezó con Frodo, que inmóvil y absorto
contemplaba las luces pálidas. Las manos rígidas le colgaban a los costados del
cuerpo: goteaban agua y lodo.
—¡Venga, señor Frodo!—dijo Sam—¡No las
mire! Gollum dice que no hay que mirarlas. Tratemos de caminar junto con él y
de salir de este sitio maldito lo más pronto posible... si es posible.
—Está bien—dijo Frodo como si regresara de
un sueño—. Ya voy. ¡Sigue adelante!
En la prisa por alcanzar a Gollum, Sam
enganchó el pie en una vieja raíz o en una mata de hierba y trastabilló. Cayó
pesadamente sobre las manos, que se hundieron en el cieno viscoso, con la cara
muy cerca de la superficie oscura de la laguna. Oyó un débil silbido, se
expandió un olor fétido, las luces titilaron, danzaron y giraron
vertiginosamente. Por un instante el agua le pareció una ventana con vidrios
cubiertos de inmundicia a través de la cual él espiaba. Arrancando las manos
del fango, se levantó de un salto, gritando. —Hay cosas muertas, caras muertas
en el agua—dijo horrorizado—. ¡Caras muertas!
Gollum se rio. —La ciénaga de los Muertos,
sí, sí: así la llaman—cloqueó—. No hay que mirar cuando los cirios están
encendidos.
—¿Quiénes son? ¿Qué son?—preguntó Sam con
un escalofrío, volviéndose a Frodo que ahora estaba detrás de él.
—No lo sé—dijo Frodo con una voz soñadora—.
Pero yo también las he visto. En los pantanos cuando se encendieron las luces.
Yacen en todos los pantanos, rostros pálidos, en lo más profundo de las aguas tenebrosas.
Yo los vi: caras horrendas y malignas, y caras nobles y tristes. Una multitud
de rostros altivos y hermosos, con algas en los cabellos de plata. Pero todos
inmundos, todos putrefactos, todos muertos. En ellos brilla una luz tétrica. —Frodo
se cubrió los ojos con las manos. —No sé quienes son; pero me pareció ver allí
hombres y elfos, y orcos junto a ellos.
—Sí, sí—dijo Gollum—. Todos muertos, todos
putrefactos. Elfos y hombres y orcos. La ciénaga de los Muertos. Hubo una gran
batalla en tiempos lejanos, sí, eso le contaron a Sméagol cuando era joven,
cuando yo era joven y el Tesoro no había llegado aún. Fue una gran batalla. Hombres
altos con largas espadas, y elfos terribles, y orcos que aullaban. Pelearon en
el llano durante días y meses delante de las Puertas Negras. Pero las ciénagas
crecieron desde entonces, engulleron las tumbas; reptando, reptando siempre.
—Pero eso pasó hace una eternidad o más—dijo
Sam—. ¡Los muertos no pueden estar ahí realmente! ¿Pesa algún sortilegio sobre
el País Oscuro?
—¿Quién sabe? Sméagol no sabe—respondió
Gollum—. No puedes llegar a ellos, no puedes tocarlos. Nosotros lo intentamos
una vez, sí, tesoro. Yo traté una vez; pero son inalcanzables. Sólo formas para
ver, quizá, pero no para tocar. ¡No, tesoro! Todos muertos.
Sam lo miró sombríamente y se estremeció
otra vez, creyendo adivinar por qué razón Sméagol había intentado tocarlos. —Bueno,
no quiero verlos—dijo—. ¡Nunca más! ¿Podemos continuar y alejarnos de aquí?
—Sí, sí—dijo Gollum—. Pero lentamente, muy
lentamente. ¡Con mucha cautela! Si no los hobbits bajarán a acompañar a los
muertos y a encender pequeños cirios. ¡Seguid a Sméagol! ¡No miréis las luces!
Gollum se arrastró en cuatro patas hacia la
derecha, buscando un camino que bordeara la laguna. Frodo y Sam lo seguían de
cerca, y se agachaban, utilizando a menudo las manos lo mismo que Gollum. «Tres
pequeños tesoros de Gollum seremos, si esto dura mucho más», pensó Sam.
Llegaron por fin al extremo de la laguna
negra, y la atravesaron, reptando o saltando de una traicionera isla de hierbas
a la siguiente. Más de una vez perdieron pie y cayeron de manos en aguas tan
hediondas como las de un albañal, y se levantaron cubiertos de lodo y de
inmundicia casi hasta el cuello, arrastrando un olor nauseabundo.
Era noche cerrada, cuando por fin pisaron
una vez más suelo firme. Gollum siseaba y murmuraba entre dientes, pero parecía
estar contento: de alguna manera misteriosa, gracias a una combinación de los sentidos
del tacto y el olfato, y a una extraordinaria memoria para reconocer formas en
la oscuridad, parecía saber una vez más dónde se encontraba y por dónde iba el
camino.
—¡En marcha ahora!—dijo—. ¡Buenos hobbits!
¡Valientes hobbits! Muy muy cansados, claro; también nosotros, mi tesoro, los
tres. Pero al amo hay que alejarlo de las luces malas, sí, sí. —Con estas palabras
reanudó la marcha casi al trote, por lo que parecía ser un largo camino entre
cañas altas, y los hobbits lo siguieron, trastabillando, tan rápido como
podían. Pero poco después se detuvo de pronto y husmeó el aire dubitativamente,
siseando como si otra vez algo lo preocupara o irritara.
—¿Qué te ocurre?—gruñó Sam, tomando a mal
la actitud de Gollum—. ¿Qué andas husmeando? A mí este olor poco menos que me
derriba, por más que me tape la nariz. Tú apestas y el amo apesta: todo apesta en
este sitio.
—¡Sí, sí, y Sam apesta!—respondió Gollum—.
El pobre Sméagol lo huele, pero Sméagol es bueno y lo soporta. Ayuda al buen
amo. Pero no es por eso. El aire se agita, algo va a cambiar. Sméagol se pregunta
qué: no está contento.
Se puso de nuevo en marcha, pero parecía
cada vez más inquieto, y a cada instante se erguía en toda su estatura, y
tendía el cuello hacia el este y el sur. Durante un tiempo los hobbits no
alcanzaron a oír ni asentir lo que tanto parecía preocupar a Gollum. De
improviso los tres se detuvieron, tiesos y alertas. Frodo y Sam creyeron oír a
los lejos un grito largo y doliente, agudo y cruel. Se estremecieron. En el mismo
momento advirtieron al fin la agitación del aire, que ahora era muy frío.
Mientras permanecían así, muy quietos, y expectantes, oyeron un rumor
creciente, como el de un vendaval que se fuera acercando. Las luces veladas por
la niebla vacilaron, se debilitaron, y por fin se extinguieron.
Gollum se negaba a avanzar. Se quedó allí,
como petrificado, temblando y farfullando en su jerigonza, hasta que el viento
se precipitó sobre ellos en un torbellino, rugiendo y silbando en las ciénagas.
La oscuridad se hizo algo menos impenetrable, apenas lo suficiente como para
que pudieran ver, o vislumbrar, unos bancos informes de niebla que se
desplazaban y alejaban encrespándose en rizos y en volutas. Y al levantar la cabeza
vieron que las nubes se abrían y dispersaban en jirones; de pronto, alta en el
cielo meridional, flotando entre las nubes fugitivas, brilló una luna pálida.
Por un instante el tenue resplandor llenó
de júbilo los corazones de los hobbits; pero Gollum se agazapó, maldiciendo
entre dientes la Cara Blanca. Y entonces Frodo y Sam, mirando el cielo, la
vieron venir: una nube que se acercaba volando desde las montañas malditas; una
sombra negra de Mordor; una figura alada, inmensa y aciaga. Cruzó como una
ráfaga por delante de la luna, y con un grito siniestro, dejando atrás el
viento, se alejó hacia el oeste.
Se arrojaron al suelo de bruces y se
arrastraron, insensibles a la tierra fría. Más la sombra nefasta giró en el
aire y retornó, y esta vez voló más bajo, muy cerca del suelo, sacudiendo las
alas horrendas y agitando los vapores fétidos de la ciénaga. Y entonces
desapareció: en las alas de la ira de Sauron voló rumbo al oeste; y tras él,
rugiendo, partió también el viento huracanado dejando desnuda y desolada la ciénaga
de los Muertos. Hasta donde alcanzaba la vista, hasta la distante amenaza de
las montañas, sólo la luz intermitente de la luna punteaba el páramo inmenso.
Frodo y Sam se levantaron, frotándose los
ojos, como niños que despiertan de un mal sueño, y encuentran que la noche
amiga tiende aún un manto sobre el mundo. Pero Gollum yacía en el suelo, como
desmayado. No les fue fácil reanimarlo; durante un rato se negó a alzar el
rostro y permaneció obstinadamente de rodillas, los codos apoyados en el suelo
protegiéndose la parte posterior de la cabeza con las manos grandes y chatas.
—¡Espectros!—gimoteaba—. ¡Espectros con
alas! Son los siervos del Tesoro. Lo ven todo, todo. ¡Nada puede ocultárseles!
¡Maldita Cara Blanca! ¡Y le dicen todo a Él! Él ve, Él sabe. ¡Aj, gollum,
gollum, gollum!—Sólo cuando la luna se puso a lo lejos, más allá del Tol
Brandir, consintió en levantarse y reanudar la marcha.
A partir de ese momento Sam creyó adivinar
en Gollum un nuevo cambio. Se mostraba más servil y más pródigo en supuestas
manifestaciones de afecto; pero Sam lo sorprendía a veces echando miradas
extrañas, principalmente a Frodo; además, recaía, cada vez más a menudo, en el
lenguaje de antes. Y Sam tenía otro motivo de preocupación. Frodo parecía
cansado, cansado hasta el agotamiento. No decía nada, en realidad casi no
hablaba; tampoco se quejaba, pero caminaba como si soportara una carga cuyo peso
aumentaba sin cesar; y se arrastraba con una lentitud cada vez mayor, al punto
que Sam tenía que rogarle a menudo a Gollum que esperase a fin de no dejar
atrás al amo.
Frodo sentía, en efecto, que con cada paso
que lo acercaba a las puertas de Mordor, el Anillo, sujeto a la cadena que
llevaba al cuello, se volvía más y más pesado. Y empezaba a tener la sensación
de llevar a cuestas un verdadero fardo, cuyo peso lo vencía y lo encorvaba.
Pero lo que más inquietaba a Frodo era el Ojo: así llamaba en su fuero íntimo a
esa fuerza más insoportable que el peso del Anillo que lo obligaba a caminar
encorvado. El Ojo: la creciente y horrible impresión de la voluntad hostil,
decidida a horadar toda sombra de nube, de tierra y de carne para verlo: para
inmovilizarlo con una mirada mortífera, desnuda, inexorable. ¡Qué tenues, qué
frágiles y tenues eran ahora los velos que lo protegían! Frodo sabía bien dónde
habitaba y cuál era el corazón de aquella voluntad: con tanta certeza como un
hombre que sabe dónde está el sol, aún con los ojos cerrados. Estaba allí,
frente a él, y esa fuerza le golpeaba la frente.
Gollum sentía sin duda algo parecido. Pero
lo que acontecía en aquel corazón miserable, acorralado como estaba entre las
presiones del Ojo, la codicia del Anillo ahora tan al alcance de la mano, y la
promesa reticente y humillante que hiciera a medias bajo la amenaza de la
espada, los hobbits no podían adivinarlo. Frodo no había pensado en eso en
ningún momento. Y Sam preocupado como estaba por su señor, casi no había
reparado en la nube que le ensombrecía el corazón. Ahora caminaba detrás de
Frodo, y observaba con mirada vigilante cada uno de sus movimientos,
sosteniéndolo cuando vacilaba, procurando alentarlo, con palabra desmayadas.
Cuando despuntó por fin el día, los hobbits
se sorprendieron al ver cuánto más próximas estaban ya las montañas infaustas.
El aire era ahora más límpido y fresco, y aunque todavía lejanos, los muros de
Mordor no parecían ya una amenaza nebulosa en el horizonte, sino unas torres
negras y siniestras que se erguían del otro lado de un desierto tenebroso. Las
tierras pantanosas terminaban transformándose paulatinamente en turberas
muertas y grandes placas de barro seco y resquebrajado. Ante ellos el terreno
se elevaba en largas cuchillas, desnudas y despiadadas, hacia el desierto que
se extendía a las puertas de Sauron.
Mientras duró la luz grísea, se agazaparon
encogiéndose como gusanos debajo de una piedra negra, temiendo que el terror
alado pasara nuevamente y los ojos crueles alcanzaran a verlos. El resto de
aquel día fue una sombra creciente de miedo en que la memoria no encontró nada
en que posarse a descansar. Durante dos noches más avanzaron penosamente por
aquella tierra monótona y sin caminos. El aire, les parecía, se había vuelto
más áspero, cargado de un vapor acre que los sofocaba y les secaba la boca.
Por fin, en la quinta mañana desde que se
pusieran en camino con Gollum, se detuvieron una vez más. Ante ellos, negras en
el amanecer, las cumbres se perdían en una alta bóveda de humo y nubarrones sombríos.
De las faldas de las montañas, que se alzaban ahora a sólo una docena de millas
[19 kilómetros], nacían grandes contrafuertes y colinas anfractuosas.
Frodo miró en torno, horrorizado. Si las ciénagas de los Muertos y los páramos secos
de la Tierra-de-Nadie les habían parecido sobrecogedores, mil veces más
horripilante era el paisaje que el lento amanecer desvelaba a los ojos
entornados de los viajeros. Hasta el pantano de las Caras Muertas llegaría
acaso alguna vez un trasnochado espectro de verde primavera; pero estas tierras
nunca más conocerían la primavera ni el estío. Nada vivía aquí, ni siquiera esa
vegetación leprosa que se alimenta de la podredumbre. Cenizas y lodos viscosos
de un blanco y un gris malsanos ahogaban las bocas jadeantes de las ciénagas,
como si las entrañas de los montes hubiesen vomitado una inmundicia sobre las
tierras circundantes. Altos túmulos de roca triturada y pulverizada, grandes
conos de tierra calcinada y manchada de veneno, que se sucedían en hileras
interminables, como obscenas sepulturas de un cementerio infinito, asomaban
lentamente a la luz indecisa.
Habían llegado a la desolación que nacía a
las puertas de Mordor: ese monumento permanente a los trabajos sombríos de
muchos esclavos, y destinado a sobrevivir aun cuando todos los esfuerzos de
Sauron se perdieran en la nada: una tierra corrompida, enferma sin la más
remota esperanza de cura, a menos que el Gran Mar la sumergiera en las aguas
del olvido. —Me siento mal—dijo Sam. Frodo callaba.
Permanecieron allí unos instantes, como
hombres a la orilla de un sueño en el que acecha una pesadilla, procurando no
amilanarse, pero recordando que sólo atravesando la noche se llega a la mañana.
La luz crecía alrededor. Las ciénagas ahogadas y los túmulos envenenados se
recortaban ya nítidos y horribles. El sol, ahora alto, surcaba el cielo entre
nubes y largos regueros de humo, pero la luz parecía impura y viciada, y no
alegró los corazones de los hobbits. La sintieron hostil, pues les mostraba el
desamparo en que estaban: pequeños fantasmas atribulados y errantes entre los
túmulos de cenizas del Señor Oscuro.
Demasiado fatigados, buscaron un sitio
donde descansar. Durante un rato estuvieron sentados y sin hablar a la sombra
de un túmulo de escoria, pero los vapores fétidos les atacaban la garganta y
los sofocaban. Gollum fue el primero en levantarse. Escupiendo y echando
maldiciones, se puso de pie, y sin una palabra ni una mirada a los hobbits se
alejó en cuatro patas. Frodo y Sam se arrastraron detrás, hasta que llegaron a un
foso enorme y casi circular que se elevaba en el oeste en un terraplén. Estaba
frío y muerto y un cieno viscoso y multicolor rezumaba en el fondo. En ese
agujero maligno se amontonaron, esperando que la sombra los protegiera de las
miradas del Ojo.
El día transcurrió lentamente. La sed
atormentaba, pero apenas bebieron algunas gotas de las cantimploras. Las habían
llenado por última vez en la garganta, que ahora, en el recuerdo, les parecía un
remanso de paz y belleza. Los hobbits se turnaron para descansar. Tan agotados
estaban, que al principio ninguno de los dos pudo dormir, pero cuando el sol
empezó a descender a lo lejos, envuelto en nubes lentas, Sam se quedó dormido.
A Frodo le tocó pues hacer la guardia. Apoyó la espalda contra la pared inclinada
del foso, pero seguía sintiéndose como si llevara una carga agobiante. Alzó los
ojos al cielo estriado de humo y vio fantasmas extraños, jinetes negros y
rostros del pasado. Flotando entre el sueño y la vigilia, perdió la noción del
tiempo, hasta que el olvido vino y lo envolvió.
Sam despertó bruscamente, con la impresión
de que su amo lo estaba llamando. Era de noche. Frodo no podía haberlo llamado,
porque se había quedado dormido, y había resbalado casi hasta el fondo del pozo.
Gollum estaba junto él. Por un instante Sam pensó que estaba tratando de despertar
a Frodo; pero enseguida comprendió que no era así. Gollum estaba hablando solo.
Sméagol discutía con un interlocutor imaginario que utilizaba la misma voz,
sólo que la pronunciación era entrecortada y sibilante. Un resplandor pálido y
un resplandor verde aparecían alternativamente en sus ojos mientras hablaba.
—Sméagol prometió—decía el primer
pensamiento.
—Sí, sí, mi tesoro—fue la respuesta—, hemos
prometido: para salvar nuestro Tesoro, para no dejar que lo tenga Él... nunca.
Pero está yendo hacia Él, con cada paso se le acerca más. ¿Qué pensará hacer el
hobbit, nos preguntamos, sí, nos preguntamos?
—No lo sé. Yo no puedo hacer nada. El amo
lo tiene. Sméagol prometió ayudar al amo.
—Sí, sí, ayudar al amo: el amo del Tesoro.
Pero si nosotros fuéramos el amo, podríamos ayudarnos a nosotros mismos, sí, y
a la vez cumplir las promesas.
—Pero Sméagol dijo que iba a ser muy bueno,
buenísimo. ¡Buen hobbit! Quitó la cuerda cruel de la pierna de Sméagol. Me
habla con afecto.
—Ser muy bueno, buenísimo, ¿eh mi tesoro?
Seamos buenos, entonces, buenos como los peces, dulce tesoro, pero con nosotros
mismos. Sin hacerle ningún daño al buen hobbit, naturalmente, no, no.
—Pero el Tesoro mantendrá la promesa—objetó
la voz de Sméagol.
—Quítaselo entonces—dijo la segunda voz—, y
será nuestro. Entonces, nosotros seremos el amo, ¡Gollum! Haremos que el otro
hobbit, el malo y desconfiado, se arrastre por el suelo, ¿sí, Gollum?
—¿No al hobbit bueno?
—Oh no, si eso nos desagrada. Sin embargo
es un Bolsón, mi tesoro, un Bolsón. Y fue un Bolsón quien lo robó. Lo encontró
y no dijo nada, nada. Odiamos a los Bolsones.
—No, no a este Bolsón.
—Sí, a todos los Bolsones. A todos los que
retienen el Tesoro. ¡Tiene que ser nuestro!
—Pero Él verá, Él sabrá. ¡Él nos lo
quitará!
—Él ve. Él sabe. Él nos ha oído hacer
promesas tontas, contrariando sus órdenes, sí. Tenemos que quitárselo. Los espectros
buscan. Tenemos que quitárselo.
—¡No para Él!.
—No, dulce tesoro. Escucha, mi tesoro: si
es nuestro, podremos escapar, hasta de Él ¿eh? Podríamos volvernos muy fuertes,
más fuertes tal vez que los espectros. ¿El señor Sméagol? ¿Gollum el Grande?
¡El Gollum! Comer pescado todos los días, tres veces al día, recién sacado del
mar. ¡Gollum el más precioso de los Tesoros! Tiene que ser nuestro. Lo
queremos, lo queremos, ¡lo queremos!
—Pero ellos son dos. Despertarán demasiado
pronto y nos matarán—gimió Sméagol en un último esfuerzo—. Ahora no. Todavía
no.
—¡Lo queremos! Pero... —y aquí hubo una
larga pausa, como si un nuevo pensamiento hubiera despertado—. Todavía no ¿eh?
Tal vez no. Ella podría ayudar. Ella podría, sí.
—¡No, no! ¡Así no!—gimió Sméagol.
—¡Sí! ¡Lo queremos! ¡Lo queremos!
Cada vez que hablaba el segundo pensamiento,
la larga mano de Gollum avanzaba lentamente hacia Frodo, para apartarse luego
de pronto, con un sobresalto, cuando volvía a hablar Sméagol. Finalmente los dos
brazos, con los largos dedos flexionados y crispados, se acercaron a la
garganta de Frodo.
Fascinado por esta discusión, Sam había
permanecido acostado e inmóvil, pero espiando por entre los párpados entornados
cada gesto y cada movimiento de Gollum. Como espíritu simple, había imaginado
que el peligro principal era la voracidad de Gollum, el deseo de comer hobbits.
Ahora caía en la cuenta de que no era así: Gollum sentía el terrible llamado
del Anillo. Él era evidentemente el Señor Oscuro, pero Sam se preguntaba
quién sería Ella. Una de las horrendas amigas que la miserable criatura había
encontrado en sus vagabundeos, supuso. Pero al instante se olvidó del asunto
pues las cosas habían ido sin duda demasiado lejos y estaban tomando visos
peligrosos. Una gran pesadez le agarrotaba todos los miembros, pero se
incorporó con un esfuerzo y logró sentarse. Algo le decía que tuviera cuidado y
no revelara que había escuchado la discusión. Suspiró largamente y bostezó con
ruido.
—¿Qué hora es?—preguntó con voz soñolienta.
Gollum dejó escapar entre dientes un silbido
prolongado. Se irguió un momento, tenso y amenazador; luego se desplomó, cayó
hacia adelante en cuatro patas, y echó a correr, reptando, por el borde del
pozo. —¡Buenos hobbits! ¡Buen Sam!—dijo—. ¡Cabezas soñolientas, sí, cabezas
soñolientas! ¡Dejad que el buen Sméagol haga la guardia! Pero cae la noche. El
crepúsculo avanza. Es hora de partir.
«¡Más que hora!» pensó Sam. «Y
también hora de que nos separemos.» Pero en el mismo instante se le cruzó
la idea de que Gollum suelto y en libertad podía ser tan peligroso como yendo
con ellos. «¡Maldito sea!», masculló. «¡Ojalá se ahogara!» Bajó
la cuesta tambaleándose y despertó a su amo.
Cosa extraña, Frodo se sentía reconfortado.
Había tenido un sueño. La sombra oscura había pasado y una visión maravillosa
lo había visitado en esta tierra infecta. No conservaba ningún recuerdo, pero a
causa de esa visión se sentía animado y feliz. La carga parecía menos pesada
ahora. Gollum lo saludó con la alegría de un perro. Reía y parloteaba, haciendo
crujir los dedos largos y palmoteando las rodillas de Frodo. Frodo le sonrió.
—¡Coraje!—le dijo—. Nos has guiado bien y
con fidelidad. Esta es la última etapa. Condúcenos hasta la Puerta y una vez
allí no te pediré que des un paso más. Condúcenos hasta la Puerta y serás libre
de ir a donde quieras... excepto a reunirte con nuestros enemigos.
—Hasta la Puerta, ¿eh?—chilló la voz de
Gollum, al parecer con sorpresa y temor—. ¿Hasta la Puerta, dice el amo? Sí,
eso dice. Y el buen Sméagol hace lo que el amo pide. Oh sí. Pero cuando nos
hayamos acercado, veremos tal vez, entonces veremos. Y no será nada agradable.
¡Oh no! ¡Oh no!
—¡Acaba de una vez!—dijo Sam—. ¡Ya basta!
La noche caía cuando se arrastraron fuera
del foso y se deslizaron lentamente por la tierra muerta. No habían avanzado
mucho y de pronto sintieron otra vez aquel temor que los había asaltado cuando
la figura alada pasara volando sobre las ciénagas. Se detuvieron, agazapándose
contra el suelo nauseabundo; pero no vieron nada en el sombrío cielo
crepuscular, y pronto la amenaza pasó a gran altura enviada tal vez desde Barad-dûr
con alguna misión urgente. Al cabo de un rato Gollum se levantó y reanudó la
marcha en cuatro patas, mascullando y temblando.
Alrededor de una hora después de la
medianoche el miedo los asaltó por tercera vez, pero ahora parecía más remoto,
como si volara muy por encima de las nubes, precipitándose a una velocidad
terrible rumbo al oeste. Gollum sin embargo estaba paralizado de terror,
convencido de que los perseguían, de que sabían dónde estaban.
—¡Tres veces!—gimoteó—. Tres veces es una
amenaza. Sienten nuestra presencia. Sienten el Tesoro. El Tesoro es el amo para
ellos. No podemos seguir adelante, no. ¡Es inútil, inútil!
De nada sirvieron ya los ruegos y las
palabras amables. Y sólo cuando Frodo se lo ordenó, furioso, y echó mano a la
empuñadura de la espada, Gollum se movió, otra vez. Se levantó al fin con un
gruñido, y marchó delante de ellos como un perro apaleado.
Y así, tropezando y trastabillando,
prosiguieron la marcha hasta el fatigoso término de la noche, hacia el amanecer
de un nuevo día de terror, caminando en silencio con las cabezas gachas, sin
ver nada, sin oír nada más que el silbido del viento.
XXXI.EL JINETE BLANCO
LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO V
—Estoy helado hasta los huesos—dijo Gimli
batiendo los brazos y golpeando los pies contra el suelo. Por fin había llegado
el día. Al alba los compañeros habían desayunado como habían podido; ahora a la
luz creciente estaban preparándose a examinar el suelo otra vez en busca de rastros
de hobbits.
—¡Y no olvidéis a ese viejo!—dijo Gimli—.
Me sentiría más feliz si pudiera ver la huella de una bota.
—¿Por qué eso te haría feliz?—preguntó
Legolas.
—Porque un viejo con pies que dejan huellas
no será sino lo que parece—respondió el enano.
—Quizá—dijo el elfo—, pero es posible que
una bota pesada no deje aquí marca alguna. La hierba es espesa y elástica.
—Eso no confundiría a un montaraz—dijo
Gimli—. Una brizna doblada le basta a Aragorn. Pero no espero que él encuentre
algún rastro. Era el fantasma maligno de Saruman lo que vimos anoche. Estoy
seguro, aún a la luz de la mañana. Quizá los ojos de Saruman nos miran desde
Fangorn en este mismo momento.
—Es muy posible—dijo Aragorn—, sin embargo
no estoy seguro. Estaba pensando en los caballos. Dijiste anoche, Gimli, que el
miedo los espantó. Pero yo no lo creo. ¿Los oíste, Legolas? ¿Te parecieron unas
bestias aterrorizadas?
—No—dijo Legolas—. Los oí claramente. Si no
hubiese sido por las tinieblas y nuestro propio miedo, yo hubiera pensado que
eran bestias dominadas por alguna alegría repentina. Hablaban como caballos que
encuentran un amigo después de mucho tiempo.
—Así me pareció—dijo Aragorn—, pero no
puedo resolver el enigma, a menos que vuelvan. ¡Vamos! La luz crece
rápidamente. ¡Miremos primero y dejemos las conjeturas para después!
Comenzaremos por aquí, cerca del campamento, buscando con cuidado alrededor y
subiendo después hacia el bosque. Nuestro propósito es encontrar a los hobbits,
aparte de lo que podamos pensar de nuestro visitante nocturno. Si por alguna
casualidad han podido escapar, tienen que haberse ocultado entre los árboles, o
los hubieran visto. Si no encontramos nada entre aquí y los lindes del bosque,
los buscaremos en el campo de batalla y entre las cenizas. Pero ahí hay tan
pocas esperanzas: los jinetes de Rohan han hecho su trabajo demasiado bien.
Durante algún tiempo los compañeros se
arrastraron tanteando el suelo. El árbol se alzaba melancólico sobre ellos; las
hojas secas colgaban flojas ahora y crujían en el viento helado del este.
Aragorn se alejó con lentitud. Llegó junto a las cenizas de la hoguera de
campaña cerca de la orilla del río y luego retrocedió hasta la loma donde se
había librado el combate. De pronto se detuvo y se inclinó, casi tocando la
hierba con la cara. Llamó a los otros, que se acercaron corriendo.
—¡Aquí al fin hay algo nuevo!—dijo Aragorn.
Alzó una hoja rota y la mostró, una hoja grande y pálida de desvaído color
dorado, ya casi pardo—. He aquí una hoja de mallorn de Lórien, con unas pequeñas migas encima y unas pocas
migas más en la hierba. ¡Y mirad! ¡Unos trozos de cuerda cerca!
—¡Y he aquí el cuchillo que cortó la
cuerda!—dijo Gimli y extrajo de entre unas hierbas, donde la había hundido
algún pie pesado, una hoja corta y mellada. Al lado estaba la empuñadura—. Es
un arma de orco—dijo tomándola con precaución y observando con disgusto el
mango labrado; tenía la forma de una horrible cabeza de ojos bizcos y boca
torcida.
—Pues bien, ¡he aquí el enigma más raro que
hayamos encontrado hasta ahora!—dijo Legolas—. Un prisionero atado consigue
eludir a los orcos y a jinetes que los rodean. Luego se detiene, aún al
descubierto, y corta las ataduras con un cuchillo de orco. ¿Pero cómo y por
qué? Pues si tenía las piernas atadas, ¿cómo pudo caminar? Y si tenía los
brazos atados, ¿cómo pudo utilizar el cuchillo? Y si ni las piernas ni los
brazos estaban atados, ¿por qué cortó las cuerdas? Contento de haber mostrado
tamaña habilidad, ¡se sienta a comer tranquilamente un poco de pan de viaje! Esto
al menos basta para saber que se trataba de un hobbit, aún sin la hoja de mallorn. Luego de esto, supongo,
trocó los brazos en alas y se alejó cantando hacia los árboles. Tiene que ser
fácil encontrarlo, ¡sólo falta que nosotros también tengamos alas!
—Es cosa de brujos, obviamente—dijo Gimli—.
¿Qué estaba haciendo ese viejo? ¿Qué dices tú, Aragorn, de la interpretación de
Legolas? ¿Puedes mejorarla?
—Quizá—dijo Aragorn, sonriendo—. Hay otros
signos al alcance de la mano que no habéis tenido en cuenta. Estoy de acuerdo
en que el prisionero era un hobbit y que tenía los pies o las manos libres
antes de llegar aquí. Supongo que eran las manos, pues el enigma se aclara un
poco entonces y también porque de acuerdo con las huellas fue traído aquí por
un orco. Se ha vertido sangre en este sitio, sangre de orco. Hay marcas
profundas de cascos todo alrededor y signos de que se llevaron a la rastra una
cosa pesada. Los jinetes mataron a un orco y luego lo arrastraron hasta las
hogueras. Pero no vieron al hobbit: no estaba «al descubierto», pues era
de noche y llevaba todavía el manto élfico. Estaba agotado y con hambre y no es
raro que después de librarse de las ataduras con el cuchillo del enemigo caído,
haya descansado y comido un poco antes de irse sigilosamente. Pero es un alivio
saber que tenía un poco de lembas en el bolsillo, aunque haya escapado
sin armas ni provisiones; esto es quizá típico de un hobbit. Hablo en singular,
aunque espero que Merry y Pippin hayan estado aquí juntos. Nada sin embargo
permite asegurarlo.
—¿Y cómo supones que alguno de nuestros
amigos llegó a tener una mano libre?
—No sé cómo ocurrió—respondió Aragorn—. Ni
sé tampoco por qué un orco estaba llevándolos. No para ayudarlos a escapar, es
indudable. No, pero empiezo a entender algo que me ha intrigado desde el
principio. ¿Por qué cuando cayó Boromir los orcos se contentaron con capturar a
Merry y a Pippin? No buscaron al resto de nuestra tropa, ni atacaron nuestro
campamento, pero en cambio partieron apresuradamente hacia Isengard. ¿Pensaron
que habían capturado al Portador del Anillo y a su fiel camarada? No lo creo.
Los amos de los orcos no se habrían atrevido a darles órdenes tan claras, aún
si estuviesen tan enterados, ni les hubieran hablado tan abiertamente del
Anillo; no son servidores de confianza. Pero creo que les ordenaron que
capturaran hobbits vivos, a toda costa. Hubo un intento de escapar con los
preciosos prisioneros antes de la batalla. Una traición quizá, bastante
verosímil en tales criaturas. Algún orco grande y audaz pudo haber tratado de
escapar él solo con la presa, para beneficiarse él mismo. Bueno, esa es mi
historia. Podríamos imaginar otras. Pero en todo caso de algo podemos estar
seguros: uno al menos de nuestros amigos ha escapado. Nuestra tarea es ahora
dar con él y ayudarlo antes de volver a Rohan. No permitamos que Fangorn nos
desanime, pues la necesidad tiene que haberlo llevado a ese sitio oscuro.
—No sé qué me desanima más, si Fangorn o la
idea de recorrer a pie el largo camino hasta Rohan—dijo Gimli.
—Pues bien, vayamos al bosque—dijo Aragorn.
Aragorn no tardó mucho en encontrar nuevas
huellas. En un lugar cerca del Entaguas tropezó con el rastro de unas pisadas:
marcas de hobbits, pero demasiado débiles para sacar alguna conclusión. Luego
otra vez junto al tronco de un árbol grande en el linde del bosque descubrieron
otras marcas. El terreno era allí desnudo y seco y no revelaba mucho.
—Un hobbit al menos se detuvo aquí un rato
y miró atrás, antes de penetrar en el bosque—dijo Aragorn.
—Entonces vayamos nosotros también—dijo
Gimli—. Pero el aspecto de este Fangorn no me agrada y nos han advertido contra
él. Mejor sería que la persecución nos hubiera llevado a otro sitio.
—No creo que el bosque dé una impresión de
malignidad, digan lo que digan las historias—dijo Legolas. Se había detenido en
los límites del bosque, inclinándose hacia adelante como si escuchara y
espiando las sombras con los ojos muy abiertos—. No, no es maligno y si hay
algún mal en él está muy lejos. Sólo me llegan los ecos débiles de un sitio en
penumbras donde los corazones de los árboles son negros. No hay ninguna malicia
cerca, pero sí vigilancia y cólera.
—Bueno, no hay razón para que estén
enojados conmigo—dijo Gimli—. No les hice daño.
—Lo mismo da—dijo Legolas—. De todos modos
le han hecho daño. Hay algo que está ocurriendo ahí dentro, o que está por
ocurrir. ¿No sientes la tensión? Me quita el aliento.
—Yo siento que el aire es pesado—dijo el
enano—. Este bosque es menos denso que el bosque Negro, pero parece mohoso y
decrépito.
—Es viejo, muy viejo—dijo el elfo—. Tan
viejo que casi me siento joven otra vez, como no he vuelto a sentirme desde que
viajo con niños como vosotros. Viejo y poblado de recuerdos. Yo podía haber
sido feliz aquí, si hubiera venido en días de paz.
—Me atrevo a asegurarlo—se burló Gimli—. De
todos modos eres un elfo de los bosques, aunque los elfos son siempre gente
rara. Sin embargo, me reconfortas. A donde tú vayas, yo también iré. Pero ten
el arco bien dispuesto y yo llevaré el hacha suelta en el cinturón. No para
usarla contra los árboles—dijo de prisa, alzando los ojos al árbol que se
erguía sobre ellos—. No me gustaría tropezarme de improviso con ese hombre
viejo sin un argumento en la mano. ¡Adelante!
Luego de esto los tres cazadores se
metieron en el bosque de Fangorn. Legolas y Gimli dejaron que Aragorn fuese
adelante, buscando una pista. No había mucho que ver. El suelo del bosque
estaba seco y cubierto con montones de hojas, pero imaginando que los fugitivos
no se alejarían del agua, Aragorn retornaba a menudo a la orilla del río. Fue
así como llegó al sitio donde Merry y Pippin habían estado bebiendo y se habían
lavado los pies. Allí, muy claras, se veían las huellas de dos hobbits, uno más
pequeño que el otro.
—Buenas noticias al fin—concluyó Aragorn—.
Pero las marcas son de dos días atrás. Y parece que en este punto los hobbits
dejaron la orilla del agua.
—¿Qué haremos ahora entonces?—dijo Gimli—.
No podemos perseguirlos todo a lo largo de Fangorn. No tenemos bastantes
provisiones. Si no los encontramos pronto, no podremos ayudarlos mucho, excepto
sentarnos con ellos y mostrarles nuestra amistad y morirnos juntos de hambre.
—Si en verdad eso es todo lo que podemos
hacer, tenemos que hacerlo—dijo Aragorn—. Sigamos.
Llegaron al fin al extremo abrupto de la
colina de Bárbol y observaron la pared de piedra con aquellos toscos escalones
que llevaban a la elevada saliente. Unos rayos de sol caían a través de las
nubes rápidas y el bosque parecía ahora menos gris y triste.
—¡Subamos para mirar un poco alrededor!—dijo
Legolas—. Todavía me falta el aliento. Me gustaría saborear un rato un aire más
libre.
Los compañeros treparon. Aragorn iba detrás
subiendo lentamente, mirando de cerca los escalones y las cornisas.
—Podría asegurar que los hobbits subieron
por aquí—dijo—, pero hay otras huellas, huellas muy extrañas que no entiendo.
Me pregunto si desde esta cornisa podríamos ver algo que nos ayudara a saber a
dónde han ido.
Se enderezó y miró alrededor, pero no vio
nada de provecho. La cornisa daba al sur y al este, pero la perspectiva era
amplia sólo en el este. Allí se veían las copas de los árboles que descendían
en filas apretadas hacia la llanura por donde habían venido.
—Hemos dado un largo rodeo—dijo Legolas—.
Podíamos haber llegado aquí todos juntos y sanos y salvos si hubiéramos dejado
el río Grande el segundo o tercer día para ir hacia el oeste. Raros son aquellos
capaces de prever a dónde los llevará el camino, antes de llegar.
—Pero no deseábamos venir a Fangorn—señaló
Gimli.
—Sin embargo aquí estamos; y hemos caído
limpiamente en la red—dijo Legolas—. ¡Mira!
—¿Mira qué?—preguntó Gimli.
—Allí en los árboles.
—¿Dónde? No tengo ojos de elfo.
—¡Cuidado, habla más bajo!—dijo Legolas
apuntando—. Allá abajo en el bosque, en el camino por donde hemos venido. ¿No
lo ves, pasando de árbol en árbol?
—¡Lo veo, ahora lo veo!—siseó Gimli—¡Mira,
Aragorn! ¿No te lo advertí? Todo en andrajos grises y sucios: por eso no pude
verlo al principio.
Aragorn miró y vio una figura inclinada que
se movía lentamente. No estaba muy lejos. Parecía un viejo mendigo, que
caminaba con dificultad, apoyándose en una vara tosca. Iba cabizbajo y no
miraba hacia ellos. En otras tierras lo hubieran saludado con palabras amables:
pero ahora lo miraban en silencio, inmóviles, dominados todos por una rara
expectativa; algo se acercaba trayendo un secreto poder, o una amenaza.
Gimli observó un rato con los ojos muy
abiertos, mientras la figura se acercaba paso a paso. De pronto estalló,
incapaz ya de dominarse. —¡Tu arco, Legolas! ¡Tiéndelo! ¡Prepárate! Es Saruman.
¡No permitas que hable, o que nos eche un encantamiento! ¡Tira primero!
Legolas tendió el arco y se dispuso a
tirar, lentamente, como si otra voluntad se le resistiese. Tenía una flecha en
la mano y no la ponía en la cuerda. Aragorn callaba, el rostro atento y
vigilante.
—¿Qué esperas? ¿Qué te pasa?—dijo Gimli en
un murmullo sibilante.
—Legolas tiene razón—dijo Aragorn con
tranquilidad—. No podemos tirar así sobre un viejo, de improviso y sin
provocación, aún dominados por el miedo y la duda. ¡Mira y espera!
En ese momento el viejo aceleró el paso y
llegó con sorprendente rapidez al pie de la pared rocosa. Entonces de pronto
alzó los ojos, mientras los otros esperaban inmóviles mirando hacia abajo. No
se oía ningún sonido.
No alcanzaban a verle el rostro; estaba
encapuchado y encima de la capucha llevaba un sombrero de alas anchas, que le
ensombrecía las facciones excepto la punta de la nariz y la barba grisácea. No obstante,
Aragorn creyó ver un momento el brillo de los ojos, penetrantes y vivos bajo la
sombra de la capucha y las cejas.
Al fin el viejo rompió el silencio. —Feliz
encuentro en verdad, amigos míos—dijo con una voz dulce—. Deseo hablaros.
¿Bajaréis vosotros, o subiré yo? —Sin esperar una respuesta empezó a trepar.
—¡No!—gritó Gimli—. ¡Detenlo, Legolas!
—¿No dije que deseaba hablaros?—replicó el
viejo—. ¡Retira ese arco, señor elfo!
El arco y la flecha cayeron de las manos de
Legolas y los brazos le colgaron a los costados.
—Y tú, señor enano, te ruego que sueltes el
mango del hacha, ¡hasta que yo haya llegado arriba! No necesitaremos de tales
argumentos.
Gimli tuvo un sobresalto y en seguida se
quedó quieto como una piedra, los ojos clavados en el viejo que subía saltando
por los toscos escalones con la agilidad de una cabra. Ya no parecía cansado. Cuando
puso el pie en la cornisa, hubo un resplandor, demasiado breve para ser cierto,
un relámpago blanco, como si una vestidura oculta bajo los andrajos se hubiese
revelado un instante. La respiración sofocada de Gimli pudo oírse en el
silencio como un sonoro silbido.
—¡Feliz encuentro, repito!—dijo el viejo,
acercándose. Cuando estuvo a unos pocos pasos se detuvo, apoyándose en la vara,
con la cabeza echada hacia adelante, mirándolos desde debajo de la capucha—. ¿Y
qué podéis estar haciendo en estas regiones? Un elfo, un hombre y un enano,
todos vestidos a la manera élfica. Detrás de todo esto hay sin duda alguna
historia que valdría la pena. Cosas semejantes no se ven aquí a menudo.
—Habláis como alguien que conoce bien
Fangorn—dijo Aragorn—. ¿Es así?
—No muy bien—dijo el viejo—, eso demandaría
muchas vidas de estudio. Pero vengo aquí de cuando en cuando.
—¿Podríamos saber cómo os llamáis y luego
oír lo que tenéis que decirnos?—preguntó Aragorn—. La mañana pasa y tenemos
algo entre manos que no puede esperar.
—En cuanto a lo que deseo deciros, ya lo he
dicho: ¿Qué estáis haciendo y qué historia podéis contarme de vosotros mismos?
¡En cuanto a mi nombre!—El viejo calló y soltó una risa larga y dulce. Aragorn
se estremeció al oír el sonido; y no era sin embargo miedo o terror lo que
sentía, sino algo que podía compararse a la mordedura súbita de una ráfaga
penetrante, o el batimiento de una lluvia helada que arranca a un hombre de un
sueño inquieto.
»¡Mi nombre!—dijo el viejo otra vez—.
¿Todavía no lo habéis adivinado? Sin embargo lo habéis oído antes, me parece.
Sí, lo habéis oído antes. ¿Pero qué podéis decirme de vosotros?
Los tres compañeros no respondieron.
—Alguien podría decir sin duda que vuestra
misión es quizás inconfesable—continuó el viejo—. Por fortuna, algo sé. Estáis
siguiendo las huellas de dos jóvenes hobbits, me parece. Sí, hobbits. No me
miréis así, como si nunca hubieseis oído esa palabra. Los conocéis y yo
también. Sabed entonces que ellos treparon aquí anteayer. Y se encontraron con
alguien que no esperaban. ¿Os tranquiliza eso? Y ahora quisierais saber a dónde
los llevaron. Bueno, bueno, quizás yo pudiera daros algunas noticias. ¿Pero por
qué estáis de pie? Pues veréis, vuestra misión no es ya tan urgente como habéis
pensado. Sentémonos y pongámonos cómodos.
El viejo se volvió y fue hacia un montón de
piedras y peñascos caídos al pie del risco, detrás de ellos. En ese instante,
como si un encantamiento se hubiese roto, los otros se aflojaron y se
sacudieron. La mano de Gimli aferró el mango del hacha. Aragorn desenvainó la
espada. Legolas recogió el arco.
El viejo, sin prestarles la menor atención,
se inclinó y se sentó en una piedra baja y chata. El manto gris se entreabrió y
los compañeros vieron, ahora sin ninguna duda, que debajo estaba vestido todo
de blanco.
—¡Saruman!—gritó Gimli y saltó hacia el
viejo blandiendo el hacha—. ¡Habla! ¡Dinos dónde has escondido a nuestros
amigos! ¿Qué has hecho con ellos? ¡Habla o te abriré una brecha en el sombrero
que aún a un mago le costará trabajo reparar!
El viejo era demasiado rápido. Se incorporó
de un salto y se encaramó en una roca. Allí esperó, de pie, de pronto muy alto,
dominándolos. Había dejado caer la capucha y los harapos grises y ahora la
vestidura blanca centelleaba. Levantó la vara y a Gimli el hacha se le
desprendió de la mano y cayó resonando al suelo. La espada de Aragorn, inmóvil
en la mano tiesa, se encendió con un fuego súbito. Legolas dio un grito y soltó
una flecha que subió en el aire y se desvaneció en un estallido de llamas.
—¡Mithrandir!—gritó—. ¡Mithrandir!
—¡Feliz encuentro, te digo a ti otra vez,
Legolas!—exclamó el viejo. Todos tenían los ojos fijos en él. Los cabellos del viejo
eran blancos como la nieve al sol; y las vestiduras eran blancas y
resplandecientes; bajo las cejas espesas le brillaban los ojos, penetrantes
como los rayos del sol; y había poder en aquellas manos. Asombrados, felices y
temerosos, los compañeros estaban allí de pie y no sabían qué decir.
Al fin Aragorn reaccionó. —¡Gandalf!—dijo—.
¡Más allá de toda esperanza, regresas ahora a asistirnos! ¿Qué velo me
oscurecía la vista? ¡Gandalf! —Gimli no dijo nada; cayó de rodillas cubriéndose
los ojos.
—Gandalf—repitió el viejo como sacando
de viejos recuerdos una palabra que no utilizaba desde hacía mucho—. Sí, ése
era el nombre. Yo era Gandalf.
Bajó de la roca y recogiendo el manto gris
se envolvió en él; fue como si el sol luego de haber brillado un momento se
ocultara otra vez entre las nubes. —Sí, todavía
podéis llamarme Gandalf—dijo, y era aquélla la voz del amigo y el guía—.
Levántate, mi buen Gimli. No tengo nada que reprocharte y no me has hecho
ningún daño. En verdad, amigos míos, ninguno de vosotros tiene aquí un arma que
pueda lastimarme. ¡Alegraos! Nos hemos encontrado de nuevo. En la vuelta de la
marea. El huracán viene, pero la marea ha cambiado.
Puso la mano sobre la cabeza de Gimli y el
enano alzó los ojos y de pronto se rio. —¡Gandalf!—dijo—. ¡Pero ahora estás
todo vestido de blanco!
—Sí, soy blanco ahora—dijo Gandalf—. En
verdad soy Saruman, podría decirse. Saruman como él tendría que haber sido.
Pero ¡contadme de vosotros! He pasado por el fuego y por el agua profunda desde
que nos vimos la última vez. He olvidado buena parte de lo que creía saber y he
aprendido muchas cosas que había olvidado. Ahora veo cosas muy lejanas, pero
muchas otras que están al alcance de la mano no puedo verlas. ¡Habladme de
vosotros!
—¿Qué quieres saber?—preguntó Aragorn—.
Todo lo que ocurrió desde que nos separamos en el puente haría una larga
historia. ¿No quisieras ante todo hablarnos de los hobbits? ¿Los encontraste, y
están a salvo?
—No, no los encontré—dijo Gandalf—. Hay
tinieblas que cubren los valles de Emyn Muil y no supe que los habían capturado
hasta que el águila me lo dijo.
—¡El águila!—dijo Legolas—. He visto un
águila volando alto y lejos: la última vez fue hace tres días, sobre Emyn Muil.
—Sí—dijo Gandalf—, era Gwaihir el señor de
los Vientos que me rescató de Orthanc. Lo envié ante mí a
observar el río y a recoger noticias. Tiene ojos penetrantes, pero no puede ver
todo lo que pasa bajo los árboles y las colinas. Algo ha visto y yo vi otras
cosas. El Anillo está ahora más allá de mis posibilidades de ayuda, o las de
cualquier miembro de la Compañía que partió de Rivendel. El enemigo estuvo muy
cerca de descubrirlo, pero el Anillo escapó. Tuve en eso alguna parte, pues yo
residía entonces en un sitio alto y luché con la Torre Oscura y la Sombra pasó.
Luego me sentí cansado, muy cansado, y marché mucho tiempo hundido en
pensamientos sombríos.
—¡Entonces sabes algo de Frodo!—exclamó
Gimli—. ¿Cómo le van a él las cosas?
—No puedo decirlo. Ha escapado a un peligro
grande, pero otros muchos le aguardan aún. Ha resuelto ir solo a Mordor y ya se
ha puesto en camino; eso es todo lo que puedo decir.
—No solo—dijo Legolas—. Creemos que Sam lo
acompaña.
—¿Sam?—dijo Gandalf, y una luz le pasó por
los ojos y una sonrisa le iluminó la cara—. ¿Sam, de veras? No sabía nada y sin
embargo no me sorprende. ¡Bien! ¡Muy bien! Me sacáis un peso del corazón.
Tenéis que decirme más. Ahora sentaos junto a mí y contadme la historia de
vuestro viaje.
Los compañeros se sentaron en el suelo a
los pies de Gandalf, y Aragorn contó la historia. Durante un tiempo Gandalf no
dijo nada y no hizo preguntas. Tenía las manos extendidas sobre las rodillas y
los ojos cerrados. Al fin, cuando Aragorn habló de la muerte de Boromir y de la
último viaje por el río Grande, el viejo suspiró.
—No has dicho todo lo que sabes o
sospechas, Aragorn, amigo mío—dijo serenamente—. ¡Pobre Boromir! No pude ver
qué le ocurrió. Fue una dura prueba para un hombre como él, un guerrero y señor
de los hombres. Galadriel me dijo que estaba en peligro. Pero consiguió escapar
de algún modo. Me alegro. No fue en vano que los hobbits jóvenes vinieran con
nosotros, al menos para Boromir. Pero no fue éste el único papel que les tocó
desempeñar. Los trajeron a Fangorn y la llegada de ellos fue como la caída de
unas piedrecitas que desencadenan un alud en las montañas. Aún desde aquí,
mientras hablamos, alcanzo a oír los primeros ruidos. ¡Será bueno para Saruman
no estar demasiado lejos cuando el dique se rompa!
—En una cosa no has cambiado, querido amigo—dijo
Aragorn—, todavía hablas en enigmas.
—¿Qué? ¿En enigmas?—dijo Gandalf—. ¡No!
Pues estaba pensando en voz alta. Una costumbre de la gente vieja: eligen
siempre el más enterado de los presentes cuando llega el momento de hablar; las
explicaciones que necesitan los jóvenes son largas y fatigosas. —Se rio, pero
la risa era ahora cálida y amable como un rayo de sol.
—Yo ya no soy joven, ni siquiera en las
estimaciones de los hombres de las casas antiguas—dijo Aragorn—. ¿No quieres hablarme
más claramente?
—¿Qué podría decir?—preguntó Gandalf, e
hizo una pausa, reflexionando—. He aquí en resumen de cómo veo las cosas en la
actualidad, si deseáis conocer con la mayor claridad posible una parte de mi pensamiento.
El enemigo, por supuesto, sabe desde hace tiempo que el Anillo está en viaje y
que lo lleva un hobbit. Sabe también cuántos éramos en la Compañía cuando
salimos de Rivendel y la especie de cada uno de nosotros. Pero aún no ha
entendido claramente nuestro propósito. Supone que todos íbamos a Minas Tirith,
pues eso es lo que él hubiera hecho en nuestro lugar. Y de acuerdo con lo que
él piensa, el poder de Minas Tirith hubiera sido entonces para él una grave
amenaza. En verdad está muy asustado, no sabiendo qué criatura poderosa podría
aparecer de pronto, llevando el Anillo, declarándole la guerra y tratando de
derribarlo y reemplazarlo. Que deseemos derribarlo pero no sustituirlo por
nadie es un pensamiento que nunca podría ocurrírsele. Que queramos destruir el
Anillo mismo no ha entrado aún en los sueños más oscuros que haya podido
alimentar. En esto como entenderéis sin duda reside nuestra mayor fortuna y
nuestra mayor esperanza. Imaginando la guerra, la ha desencadenado, creyendo ya
que no hay tiempo que perder, pues quien primero golpea, si golpea con bastante
fuerza, quizá no tenga que golpear de nuevo. Ha puesto pues en movimiento, y
más pronto de lo que pensaba, las fuerzas que estaba preparando desde hace
mucho. Sabiduría insensata: si hubiera aplicado todo el poder de que dispone a
guardar Mordor, de modo que nadie pudiese entrar, y se hubiera dedicado por
entero a la caza del Anillo, entonces en verdad toda esperanza sería inútil: ni
el Anillo ni el portador lo hubieran eludido mucho tiempo. Pero ahora se pasa
las horas mirando a lo lejos y no atendiendo a los asuntos cercanos; y sobre
todo le preocupa Minas Tirith. Pronto todas sus fuerzas se abatirán allí como
una tormenta.
»Pues sabe ya que los mensajeros que él
envió a acechar a la Compañía han fracasado otra vez. No han encontrado el
Anillo. No han conseguido tampoco llevarse a algún hobbit como rehén. Esto solo
hubiese sido para nosotros un duro revés, quizá fatal. Pero no confundamos
nuestros corazones imaginando cómo pondrían a prueba la gentil lealtad de los
hobbits allá en la Torre Oscura. Pues el enemigo ha fracasado, hasta ahora, y
gracias a Saruman.
—¿Entonces Saruman no es un traidor?—preguntó
Gimli.
—Sí, lo es—dijo Gandalf—. Por partida
doble. ¿Y no es raro? Nada de lo que hemos soportado en los últimos tiempos nos
pareció tan doloroso como la traición de Isengard. Aún reconocido sólo como
señor y capitán, Saruman se ha hecho muy poderoso. Amenaza a los hombres de
Rohan e impide que ayuden a Minas Tirith en el momento mismo en que el ataque
principal se acerca desde el este. No obstante un arma traidora es siempre un
peligro para la mano. Saruman tiene también la intención de apoderarse del
Anillo por su propia cuenta, o al menos atrapar a algunos hobbits para llevar a
cabo sus malvados propósitos. De ese modo nuestros enemigos sólo consiguieron
arrastrar a Merry y Pippin con una rapidez asombrosa y en un abrir y cerrar de
ojos hasta Fangorn, ¡a donde de otro modo ellos nunca hubieran ido!
»A la vez han alimentado en ellos mismos
nuevas dudas y han perturbado sus propios planes. Ninguna noticia de la batalla
llegará a Mordor, gracias a los jinetes de Rohan, pero el Señor Oscuro sabe que
dos hobbits fueron tomados prisioneros en Emyn Muil y llevados a Isengard
contra la voluntad de sus propios servidores. Ahora él teme a Isengard tanto
como a Minas Tirith. Si Minas Tirith cae, las cosas empeorarán para Saruman.
—Es una pena que nuestros amigos estén en
el medio—dijo Gimli—. Si ninguna tierra separara a Isengard de Mordor, podrían
entonces luchar entre ellos mientras nosotros observamos y esperamos.
—El vencedor saldrá más fortalecido que
cualquiera de los dos bandos y ya no tendrá dudas—dijo Gandalf—. Pero Isengard
no puede luchar contra Mordor, a menos que Saruman obtenga antes el Anillo.
Esto no lo conseguirá ahora. Nada sabe aún del peligro en que se encuentra. Son
muchas las cosas que ignora. Estaba tan ansioso de echar manos a la presa que
no pudo esperar en Isengard y partió a encontrar y espiar a los mensajeros que
él mismo había enviado. Pero esta vez vino demasiado tarde y la batalla estaba
terminada aún antes que él llegara a estas regiones, y ya no podía intervenir.
No se quedó aquí mucho tiempo. He mirado en la mente de Saruman y he visto qué
dudas lo afligen. No tiene ningún conocimiento del bosque. Piensa que los
jinetes han masacrado y quemado todo en el mismo campo de batalla pero no sabe
si los orcos llevaban o no algún prisionero. Y no se ha enterado de la disputa
entre los servidores de Isengard y los orcos de Mordor; nada sabe tampoco del mensajero
alado.
—¡El mensajero alado!—exclamó Legolas—. Le
disparé con el arco de Galadriel sobre Sarn Gebir, y él cayó del cielo. Todos
sentimos miedo entonces. ¿Qué nuevo terror es ése?
—Uno que no puedes abatir con flechas—dijo
Gandalf—. Sólo abatiste la cabalgadura. Fue una verdadera hazaña pero el jinete
pronto montó de nuevo. Pues él era un nazgûl, uno de los nueve, que ahora
cabalgan bestias aladas. Pronto ese terror cubrirá de sombras los últimos
ejércitos amigos, ocultando el sol. Pero no se les ha permitido aún cruzar el
río y Saruman nada sabe de esta nueva forma que visten los espectros del
Anillo. No piensa sino en el Anillo. ¿Estaba presente en la batalla? ¿Fue
encontrado? ¿Y qué pasaría si Théoden, el señor de la Marca, tropieza con el
Anillo y se entera del poder que se le atribuye? Ve todos esos peligros y ha
vuelto de prisa a Isengard a redoblar y triplicar el asalto a Rohan. Y durante
todo ese tiempo hay otro peligro, que él no ve, dominado como está por tantos
pensamientos. Ha olvidado a Bárbol.
—Ahora otra vez piensas en voz alta—dijo
Aragorn con una sonrisa—. No conozco a ningún Bárbol. Y he adivinado una parte
de la doble traición de Saruman; pero no sé de qué puede haber servido la
llegada de dos hobbits a Fangorn, excepto obligarnos a una persecución larga e
infructuosa.
—¡Espera un minuto!—dijo Gimli—. Hay otra
cosa que quisiera saber antes. ¿Fuiste tú, Gandalf, o fue Saruman a quien vimos
anoche?
—No fui yo a quien visteis por cierto—respondió
Gandalf—. He de suponer, pues, que visteis a Saruman. Nos parecemos tanto
evidentemente que he de perdonarte que hayas querido abrirme una brecha
incurable en el sombrero.
—¡Bien, bien!—dijo Gimli—. Mejor que no
fueras tú.
Gandalf rio otra vez. —Sí, mi buen enano—dijo—,
es un consuelo que a uno no lo confundan siempre. ¡No lo sé yo demasiado bien!
Pero por supuesto, nunca os acusé de cómo me recibisteis. Cómo podría hacerlo,
si yo mismo he aconsejado a menudo a mis amigos que ni siquiera confíen en sus
propias manos cuando tratan con el enemigo. ¡Bendito seas, Gimli hijo de Glóin!
¡Quizás un día nos veas juntos y puedas distinguir entre los dos!
—¡Pero los hobbits!—interrumpió Legolas—.
Hemos andado mucho buscándolos y tú pareces saber dónde se encuentran. ¿Dónde
están ahora?
—Con Bárbol y los ents—dijo Gandalf.
—¡Los ents!—exclamó Aragorn—. ¿Entonces son
ciertas las viejas leyendas sobre los habitantes de los bosques profundos y los
pastores de árboles? ¿Hay todavía ents en el mundo? Pensé que eran sólo un
recuerdo de los Días Antiguos, o quizás apenas una leyenda de Rohan.
—¡Una leyenda de Rohan!—exclamó Legolas—.
No, todo elfo de las Tierras Ásperas ha cantado canciones sobre los viejos onodrin
y la pena que los acosaba. Aunque aún entre nosotros son sólo apenas un
recuerdo. Si me encontrara a alguno que anda todavía por este mundo, en verdad
me sentiría joven de nuevo. Pero Bárbol no es más que una traducción de Fangorn
a la lengua común; sin embargo, hablas de él como si fuera una persona. ¿Quién
es este Bárbol?
—¡Ah! Ahora haces demasiadas preguntas—dijo
Gandalf—. Lo poco que sé de esta larga y lenta historia demandaría un relato
para el que nos falta tiempo. Bárbol es Fangorn, el guardián del bosque; es el
más viejo de los ents, la criatura más vieja entre quienes caminan todavía bajo
el sol en la Tierra Media. Espero en verdad, Legolas, que tengas la oportunidad
de conocerlo. Merry y Pippin han sido afortunados; se encontraron con él en
este mismo sitio. Pues llegó aquí hace dos días y se los llevó a la morada
donde él habita, al pie de las montañas. Viene aquí a menudo, principalmente
cuando no se siente tranquilo y los rumores del mundo exterior lo perturban. Lo
vi hace cuatro días paseándose entre los árboles y creo que él me vio, pues
hizo una pausa; pero no llegué a hablarle; muchos pensamientos me abrumaban y
me sentía fatigado luego de mi lucha con el Ojo de Mordor y él tampoco me
habló, ni me llamó por mi nombre.
—Quizá creyó él también que eras Saruman—dijo
Gimli—. Pero hablas de él como si fuera un amigo. Yo creía que Fangorn era
peligroso.
—¡Peligroso!—exclamó Gandalf—. Y yo
también lo soy, muy peligroso, más peligroso que cualquier otra cosa que hayáis
encontrado hasta ahora, a menos que os lleven vivos a la residencia del Señor
Oscuro. Y Aragorn es peligroso y Legolas es peligroso. Estás rodeado de
peligros, Gimli hijo de Glóin, pues tú también eres peligroso, a tu manera. En
verdad el bosque de Fangorn es peligroso y más aún para aquellos que en seguida
echan mano al hacha; y Fangorn mismo, él también es peligroso; aunque sabio y
bueno. Pero ahora la larga y lenta cólera de Fangorn está desbordando y
comunicándose a todo el bosque. La llegada de los hobbits y las noticias que le
trajeron fueron la gota que colmó el vaso; pronto esa cólera se extenderá como
una inundación, volviéndose contra Saruman y las hachas de Isengard. Está por ocurrir
algo que no se ha visto desde los Días Antiguos: los ents despertarán y
descubrirán que son fuertes.
—¿Qué harán?—preguntó Legolas, sorprendido.
—No lo sé—dijo Gandalf—. Y no creo que
ellos lo sepan. —Calló y bajó la cabeza, ensimismado.
Los otros se quedaron mirándolo. Un rayo de
sol se filtró entre las nubes rápidas y cayó en las manos de Gandalf, que ahora
las tenía en el regazo con las palmas vueltas hacia arriba: parecían estar
colmadas de luz como una copa llena de agua. Al fin alzó los ojos y miró
directamente al sol.
—La mañana se va—dijo—. Pronto habrá que
partir.
—¿Iremos a buscar a nuestros amigos y ver a
Bárbol?—preguntó Aragorn.
—No—dijo Gandalf—, no es ésa la ruta que os
aconsejo. He pronunciado palabras de esperanza. Pero sólo de esperanza. La
esperanza no es la victoria. La guerra está sobre nosotros y nuestros amigos;
una guerra en la que sólo recurriendo al Anillo podríamos asegurarnos la
victoria. Me da mucha tristeza y mucho miedo, pues mucho se destruirá y todo
puede perderse. Soy Gandalf, Gandalf el Blanco, pero el Negro es todavía más
poderoso.
Se incorporó y miró al este, protegiéndose
los ojos, como si viera allá lejos muchas cosas que los otros no alcanzaban a
ver. Al fin movió la cabeza. —No—dijo
en voz baja—, está ahora fuera de nuestro alcance. Alegrémonos de esto al
menos. El Anillo ya no puede tentarnos. Tendremos que descender a enfrentar un
riesgo que es casi desesperado; pero el peligro mortal ha sido suprimido.
Se volvió a Aragorn. —¡Vamos, Aragorn hijo
de Arathorn!—dijo—. No lamentes tu elección en el valle de Emyn Muil, ni hables
de una persecución vana. En la duda elegiste el camino que te parecía bueno; la
elección fue justa y ha sido recompensada. Pues nos hemos reencontrado a tiempo
y de otro modo nos hubiésemos reencontrado demasiado tarde. Pero la busca de
tus compañeros ha concluido. La continuación de tu viaje está señalada por la
palabra que diste. Tienes que ir a Edoras y buscar a Théoden. Pues te
necesitan. La luz de Andúril ha de descubrirse ahora en la batalla por la que
ha esperado durante tanto tiempo. Hay guerra en Rohan y un mal todavía peor; la
desgracia amenaza a Théoden.
—¿Entonces ya no veremos otra vez a esos
alegres y jóvenes hobbits?—preguntó Legolas.
—No diría eso—respondió Gandalf—. ¿Quién
sabe? Tened paciencia. Id a donde tenéis que ir, ¡y confiad! ¡A Edoras! Yo iré
con vosotros.
—Es un largo camino para que un hombre lo
recorra a pie, joven o viejo—le dijo Aragorn—. Temo que la batalla termine
mucho antes que lleguemos.
—Ya se verá, ya se verá—dijo Gandalf—.
¿Vendréis ahora conmigo?
—Sí, partiremos juntos—dijo Aragorn—, pero
no dudo de que tú podrías llegar allí antes que yo, si lo quisieras. —Se
incorporó y observó largamente a Gandalf. Los otros los miraron en silencio,
mientras estaban allí de pie, enfrentándose. La figura gris del hombre, Aragorn
hijo de Arathorn, era alta y rígida como la piedra, con la mano en la
empuñadura de la espada; parecía un rey que hubiese salido de las nieblas del
mar a unas costas donde vivían unos hombres menores. Ante él se erguía la vieja
figura, blanca, brillante como si alguna luz le ardiera dentro, inclinada,
doblada por los años, pero dueña de un poder que superaba la fuerza de los
reyes.
—¿No digo acaso la verdad, Gandalf?—dijo
Aragorn al fin—. ¿No podrías ir a cualquier sitio más rápido que yo si así lo
quisieras? Y digo esto también: eres nuestro capitán y nuestra bandera. El
Señor Oscuro tiene nueve. Pero nosotros tenemos Uno, más poderoso que ellos: el
jinete blanco. Ha pasado por las pruebas del fuego y el abismo, y ellos le
temerán. Iremos a donde él nos conduzca.
—Sí, juntos te seguiremos—dijo Legolas—.
Pero antes me aliviarías el corazón, Gandalf, si nos dijeras qué te ocurrió en
Moria. ¿Nos lo dirás? ¿No puedes demorarte ni siquiera para decirles a tus
amigos cómo te libraste?
—Me he demorado ya demasiado—respondió
Gandalf—. El tiempo es corto. Pero aunque dispusiésemos de un año, no os lo
diría todo.
—¡Entonces dinos lo que quieras y lo que el
tiempo permita!—dijo Gimli—. ¡Vamos, Gandalf, dinos cómo enfrentaste al balrog!
—¡No lo nombres!—dijo Gandalf, y durante un
momento pareció que una nube de dolor le pasaba por la cara, y se quedó
silencioso, y pareció viejo como la muerte—. Mucho tiempo caí—dijo al fin,
lentamente, como recordando con dificultad—. Mucho tiempo caí, y él cayó
conmigo. El fuego de él me envolvía, quemándome. Luego nos hundimos en un agua
profunda y todo fue oscuro. El agua era fría como la marca de la muerte: casi
me hiela el corazón.
—Profundo es el abismo que el Puente de
Durin franquea—dijo Gimli—y nadie lo ha medido.
—Sin embargo tiene un fondo, más allá de
toda luz y todo conocimiento—dijo Gandalf—. Al fin llegué allí, a las más
extremas fundaciones de piedra. Él estaba todavía conmigo. El fuego se le había
apagado, pero ahora era una criatura de barro, más fuerte que una serpiente
constrictora.
»Luchamos allá lejos bajo la tierra
viviente, donde no hay cuenta del tiempo. Él me aferraba con fuerza y yo lo
acuchillaba, hasta que por último él huyó por unos túneles oscuros. No fueron
construidos por la gente de Durin, Gimli hijo de Glóin. Abajo, más abajo que
las más profundas moradas de los enanos, unas criaturas sin nombre roen el
mundo. Ni siquiera Sauron las conoce. Son más viejas que él. Recorrí esos
caminos, pero nada diré que oscurezca la luz del día. En aquella desesperanza,
mi enemigo era la única salvación y fui detrás de él, pisándole los talones.
Terminó por fin por llevarme a los caminos secretos de Khazad-dûm: demasiado
bien los conocía. Siempre subiendo fuimos así hasta que llegamos a la Escalera
Interminable.
—Hace tiempo que no se sabe de ella—dijo
Gimli—. Muchos pretenden que nunca existió sino en las leyendas, pero otros
afirman que fue destruida.
—Existe y no fue destruida—dijo Gandalf—.
Desde el escondrijo más bajo a la cima más alta sube en una continua espiral de
miles de escalones, hasta que sale al fin en la Torre de Durin labrada en la
roca viva de Zirakzigil, el pico del Cuerno de Plata.
»Allí sobre el Celebdil una ventana
solitaria se abre a la nieve y ante ella se extiende un espacio estrecho, un
área vertiginosa sobre las nieblas del mundo. El sol brilla fieramente en ese
sitio, pero abajo todo está amortajado en nubes. Él salió fuera, y cuando
llegué detrás, ya estaba ardiendo con nuevos fuegos. No había nadie allí que
nos viera, aunque quizá cuando pasen los años habrá gentes que canten la
Batalla de la Cima. —Gandalf rio de pronto. —¿Pero qué dirán esas canciones?
Aquellos que miraban de lejos habrán pensado que una tormenta coronaba la montaña.
Se oyeron truenos y hubo relámpagos, que estallaban sobre el Celebdil, y
retrocedían quebrándose en lenguas de fuego. ¿No es bastante? Una gran humareda
se alzó a nuestro alrededor, vapores y nubes. El hielo cayó como lluvia.
Derribé a mi enemigo y él cayó desde lo alto, golpeando y destruyendo el flanco
de la montaña. Luego me envolvieron las tinieblas y me extravié fuera del
pensamiento y del tiempo, y erré muy lejos por sendas de las que nada diré.
»Desnudo fui enviado de vuelta, durante un
tiempo, hasta que llevara a cabo mi trabajo. Y desnudo yací en la cima de la
montaña. La torre de detrás había sido reducida a polvo, la ventana había
desaparecido: las piedras rotas y quemadas obstruían la arruinada escalera. Yo
estaba solo allí, olvidado, sin posibilidad de escapar en aquella dura cima del
mundo. Allí me quedé, tendido de espaldas, mirando el cielo mientras las
estrellas giraban encima y los días parecían más largos que la vida entera de
la tierra. Débiles llegaban a mis oídos los rumores de todas las tierras: la
germinación y la muerte, las canciones y los llantos, y el lento y sempiterno
gruñido de las piedras sobrecargadas. Y así por fin Gwaihir el señor de los
Vientos me encontró otra vez, y me recogió y me llevó.
»"Parezco condenado a ser tu carga,
amigo en tiempos de necesidad", le dije.
»"Has sido una carga antes",
me respondió, "pero no ahora. Eres entre mis garras liviano como una
pluma de cisne. El sol brilla a través de ti. En verdad no pienso que me
necesites más: si yo te dejara caer flotarías en el viento".
»"¡No me dejes caer!",
jadeé, pues sentía que me volvía la vida. "¡Llévame a Lothlórien!"
»"Esa es en verdad la orden de la dama
Galadriel, que me envió a buscarte", me respondió.
»Fue así como llegué a Caras Galadhon y
descubrí que ya no estabais. Me demoré allí en el tiempo sin edad de aquellas
tierras, donde los días curan y no arruinan. Me curé y fui vestido de blanco.
Aconsejé y me aconsejaron. De allá vine por extraños caminos y traje mensajes
para algunos de vosotros. Se me pidió que a Aragorn le dijera esto:
¿Dónde están ahora los dúnedain, Elessar, Elessar?
¿Por qué tus gentes andan errantes allá lejos?
Cercana está la hora en que volverán los Perdidos
y del norte descienda la Compañía Gris.
Pero sombría es la senda que te fue reservada:
los muertos vigilan el camino que lleva al mar.[71]
»A Legolas le envió este mensaje:
Legolas Hojaverde mucho tiempo bajo el árbol
en alegría has vivido. ¡Ten cuidado del mar!
Si escuchas en la orilla la voz de la gaviota,
nunca más descansará tu corazón en el bosque.[72]
Gandalf calló y cerró los ojos.
—¿No me envió ella entonces ningún mensaje?—dijo
Gimli e inclinó la cabeza.
—Oscuras son esas palabras—dijo Legolas—, y
poco significan para quien las recibe.
—Eso no es ningún consuelo—dijo Gimli.
—¿Qué pretendes?—dijo Legolas—. ¿Que ella
te hable francamente de tu propia muerte?
—Sí, si no tiene otra cosa que decir.
—¿Qué estáis hablando? –les preguntó
Gandalf, abriendo los ojos—. Sí, creo adivinar el sentido de esas palabras.
¡Perdóname, Gimli! Estaba rumiando esos mensajes otra vez. Pero en verdad ella
me pidió que te dijera algo, ni triste ni oscuro.
»"A Gimli hijo de Glóin",
me dijo, "llévale el beneplácito de su dama. Portador del rizo, a donde
quiera que vayas mi pensamiento va contigo. ¡Pero cuida de que tu hacha se
aplique al árbol adecuado!"
—¡Feliz hora en la que has vuelto a
nosotros, Gandalf!—exclamó el enano dando saltos y cantando alto en la extraña
lengua de los enanos—. ¡Vamos, vamos!—gritó, blandiendo el hacha—. Ya que la
cabeza de Gandalf es sagrada ahora, ¡busquemos una que podamos hendir!
—No será necesario buscar muy lejos—dijo
Gandalf levantándose—. ¡Vamos! Hemos consumido todo el tiempo que se concede al
reencuentro de los amigos. Ahora es necesario apresurarse.
Se envolvió otra vez en aquel viejo manto
andrajoso y encabezó el grupo. Los otros lo siguieron y descendieron
rápidamente desde la cornisa y se abrieron paso a través del bosque siguiendo
la margen del Entaguas. No volvieron a hablar hasta que se encontraron de nuevo
sobre la hierba más allá de los lindes de Fangorn. Nada se veía de los
caballos.
—No han vuelto—dijo Legolas—. Será una
caminata fatigosa.
—Yo no caminaré. El tiempo apura—dijo
Gandalf, y echando atrás la cabeza, emitió un largo silbido. Tan clara y tan
penetrante era la nota que a los otros les sorprendió que saliera de aquellos
viejos labios barbados. Gandalf silbó tres veces; y luego débil y lejano,
traído por el viento del este, pareció oírse el relincho de un caballo en las
llanuras. Los otros esperaron sorprendidos. Poco después llegó un ruido de
cascos, al principio apenas un estremecimiento del suelo que sólo Aragorn pudo
oír con la cabeza sobre la hierba, y que aumentó y se aclaró hasta que fue un
golpeteo rápido.
—Viene más de un caballo—dijo Aragorn.
—Por cierto—dijo Gandalf—. Somos una carga
demasiado pesada para uno solo.
—Hay tres—dijo Legolas, que observaba la
llanura—. ¡Mirad cómo corren! Allí viene Hasufel, ¡y mi amigo Arod viene al
lado! Pero hay otro que encabeza la tropa: un caballo muy grande. Nunca vi
ninguno parecido.
—Ni nunca lo verás—dijo Gandalf—. Ese es Sombragrís.
Es el jefe de los mearas, señores de los caballos, y ni siquiera Théoden, rey
de Rohan, ha visto uno mejor. ¿No brilla acaso como la plata y corre con la
facilidad de una rápida corriente? Ha venido por mí: la cabalgadura del jinete
blanco. Iremos juntos al combate.
El viejo mago hablaba aun cuando el caballo
grande subió la pendiente hacia él: le brillaba la piel, las crines le flotaban
al viento. Los otros dos animales venían lejos detrás. Tan pronto como Sombragrís
vio a Gandalf, aminoró el paso y relinchó con fuerza; luego se adelantó al
trote e inclinando la orgullosa cabeza frotó el hocico contra el cuello del
viejo.
Gandalf lo acarició. —Rivendel está lejos,
amigo mío—dijo—, pero tú eres inteligente y rápido y vienes cuando te
necesitan. Haremos ahora juntos una larga cabalgata, ¡y ya no nos separaremos
en este mundo!
Pronto los otros caballos llegaron también
y se quedaron quietos y tranquilos, como esperando órdenes. —Iremos en seguida
a Meduseld, la morada de vuestro amo, Théoden—dijo Gandalf hablándoles
gravemente; y los animales inclinaron las cabezas—. El tiempo escasea, de modo
que con vuestro permiso, amigos míos, montaremos ahora. Os agradeceríamos que
fueseis tan rápidos como podáis. Hasufel llevará a Aragorn y Arod a Legolas.
Gimli irá conmigo, si Sombragrís nos lo permite. Sólo nos detendremos ahora a
beber un poco.
—Ahora entiendo en parte ese enigma de
anoche—dijo Legolas saltando ágilmente sobre el lomo de Arod—. No sé si al
principio los espantó el miedo, pero tropezaron con Sombragrís, el jefe, y lo
saludaron con alegría. ¿Sabías tú que andaba cerca, Gandalf?
—Sí, lo sabía—dijo el mago—. Puse en él
todos mis pensamientos, rogándole que se apresurara; pues ayer estaba muy lejos
al sur de estos territorios. ¡Deseemos que me lleve rápido de vuelta!
Gandalf le habló entonces a Sombragrís y el
caballo partió a la carrera, pero cuidando de no dejar muy atrás a los otros.
Al cabo de un rato giró de pronto y eligiendo un paraje donde las barrancas
eran más bajas, vadeó el río, y luego los llevó en línea recta hacia el sur por
terrenos llanos, amplios y sin árboles. El viento pasaba como olas grises entre
las interminables millas de hierbas. No había huellas de caminos o senderos,
pero Sombragrís no titubeó ni cambió el paso.
—Corre ahora directamente hacia la Casa de
Théoden al pie de las montañas Blancas—dijo Gandalf—. Será más rápido así. El
suelo es más firme en el Estemnet, por donde pasa la ruta principal hacia el
norte, del otro lado allá del río, pero Sombragrís sabe cómo ir entre los
pantanos y las cañadas.
Durante muchas horas cabalgaron por las
praderas y las tierras ribereñas. A menudo la hierba era tan alta que llegaba a
las rodillas de los jinetes y parecía que las cabalgaduras estaban nadando en
un mar verdegris. Encontraron muchas lagunas ocultas y grandes extensiones de
juncias que ondulaban sobre pantanos traicioneros; pero Sombragrís no se
desorientaba y los otros caballos lo seguían entre la hierba. Lentamente el sol
cayó del cielo hacia el oeste. Mirando por encima de la amplia llanura, los
jinetes vieron a lo lejos como un fuego rojo que se hundía un instante en los
pastos. Allá abajo en el horizonte las estribaciones de las montañas centelleaban
rojizas a un lado y a otro. Un humo subió oscureciendo el disco del sol,
tiñéndolo de sangre, como si el astro hubiese inflamado los pastos mientras
desaparecía en el borde de la tierra.
—Ahí está el Paso de Rohan—dijo Gandalf—.
Ahora casi al oeste de nosotros. Por ahí se llega a Isengard.
—Veo una gran humareda—dijo Legolas—. ¿Qué
es?
—¡La batalla y la guerra!—dijo Gandalf—¡Vamos!
XXXII.EL REY DEL CASTILLO DE
ORO
LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO VI
Continuaron cabalgando durante la puesta
del sol y el lento crepúsculo, y la noche que caía. Cuando al fin se detuvieron
y echaron pie a tierra, aún el mismo Aragorn se sentía embotado y fatigado.
Gandalf sólo les concedió un descanso de unas pocas horas. Legolas y Gimli
durmieron, y Aragorn se tendió de espaldas en el suelo, pero Gandalf se quedó
de pie, apoyado en el bastón, escrutando la oscuridad, al este y al oeste. Todo
estaba en silencio y no había señales de criaturas vivas. Cuando los otros
abrieron los ojos, unas nubes largas atravesaban el cielo de la noche,
arrastradas por un viento helado. Partieron una vez más a la luz fría de la
luna, rápidamente, como si fuera de día.
Las horas pasaron y aún seguían cabalgando.
Gimli cabeceaba y habría caído por tierra si Gandalf no lo hubiera sostenido,
sacudiéndolo. Hasufel y Arod, fatigados pero orgullosos, corrían detrás del guía
infatigable, una sombra gris apenas visible ante ellos. Muchas millas quedaron
atrás. La luna creciente se hundió en el oeste nuboso.
Un frío penetrante invadió el aire.
Lentamente, en el este, las tinieblas se aclararon y fueron de un color gris
ceniciento. Unos rayos de luz roja asomaron por encima de las paredes negras de
Emyn Muil lejos a la izquierda. Llegó el alba, clara y brillante; un viento
barrió el camino, apresurándose entre las hierbas gachas. De pronto Sombragrís
se detuvo y relinchó. Gandalf señaló allá adelante.
—¡Mirad!—exclamó, y todos alzaron los ojos
fatigados. Delante de ellos se erguían las montañas del sur: coronadas de
blanco y estriadas de negro. Los herbazales se extendían hasta las lomas que se
agrupaban al pie de las laderas y subían a numerosos valles todavía borrosos y
oscuros que la luz del alba no había tocado aún y que se introducían serpeando
en el corazón de las grandes montañas. Delante mismo de los viajeros la más
ancha de estas cañadas se abría como una larga depresión entre las lomas. Lejos
en el interior alcanzaron a ver la masa desmoronada de una montaña con un solo
pico; a la entrada del valle se elevaba una cima solitaria, como un centinela.
Alrededor, fluía el hilo plateado de un arroyo que salía del valle; sobre la cumbre,
todavía muy lejos, vieron un reflejo del sol naciente, un resplandor de oro.
—¡Habla, Legolas!—dijo Gandalf—. ¡Dinos lo
que ves ante nosotros!
Legolas miró adelante, protegiéndose los
ojos de los rayos horizontales del sol que acababa de asomar. —Veo una
corriente blanca que desciende de las nieves—dijo—. En el sitio en que sale de
la sombra del valle, una colina verde se alza al este. Un foso, una muralla
maciza y una cerca espinosa rodean la colina. Dentro asoman los techos de las
casas; y en medio, sobre una terraza verde se levanta un castillo de hombres. Y
me parece ver que está recubierto de oro. La luz del castillo brilla lejos
sobre las tierras de alrededor. Dorados son también los montantes de las
puertas. Allí hay unos hombres de pie, con mallas relucientes; pero todos los
otros duermen aún en las moradas.
—Esas moradas se llaman Edoras—dijo
Gandalf—, y el castillo dorado es Meduseld. Allí vive Théoden hijo de Thengel,
rey de la Marca de Rohan. Hemos llegado junto con el sol. Ahora el camino se extiende
claramente ante nosotros. Pero tenemos que ser más prudentes, pues se ha
declarado la guerra y los rohirrim, los señores de los caballos, no descansan, aunque
así parezca desde lejos. No echéis mano a las armas, no pronunciéis palabras
altaneras, os lo aconsejo a todos, hasta que lleguemos ante el sitial de
Théoden.
La mañana era brillante y clara alrededor,
y los pájaros cantaban, cuando los viajeros llegaron al río. El agua bajaba
rápidamente hacia la llanura y más allá de las colinas describía ante ellos una
curva amplia y se alejaba a alimentar el lecho del Entaguas, donde se apretaban
los juncos. El suelo era verde; en los prados húmedos y a lo largo de las
orillas herbosas crecían muchos sauces. En esta tierra meridional las yemas de los
árboles ya tenían un color rojizo, sintiendo la cercanía de la primavera. Un
vado atravesaba la corriente entre las orillas bajas, donde había muchas
huellas de caballos. Los viajeros cruzaron el río y se encontraron en una ancha
senda trillada que llevaba a las tierras altas.
Al pie de la colina amurallada, la senda
corría a la sombra de numerosos montículos, altos y verdes. En la cara oeste de
estas elevaciones la hierba era blanca como nieve llevada por el viento; unas florecitas
asomaban entre la hierba como estrellas innumerables.
—¡Mirad!—dijo Gandalf—. ¡Qué hermosos son
esos ojos que brillan en la hierba! Las llaman «nomeolvides», symbelmynë en esta tierra de hombres,
pues florecen en todas las estaciones del año y crece donde descansan los
muertos. He aquí las grandes tumbas donde duermen los antepasados de Théoden.
—Siete túmulos a la derecha y nueve a la
izquierda—dijo Aragorn—. El castillo de oro fue construido hace ya muchas vidas
de hombres.
—Quinientas veces las hojas rojas cayeron
desde entonces en mi casa del bosque Negro—dijo Legolas—y a nosotros nos parece
que ha pasado sólo un instante.
—Pero a los jinetes de la Marca les parece
un tiempo tan largo—dijo Aragorn—que la edificación de esta morada es sólo un
recuerdo en una canción, y los años anteriores se pierden en la noche de los
siglos. Ahora llaman a esta región el país natal, y no hablan la misma lengua
que los parientes del norte. —Se puso a cantar dulcemente en una lengua lenta,
desconocida para el elfo y el enano; ellos escucharon, sin embargo, pues la
música era muy hermosa.
—Esta es, supongo, la lengua de los rohirrim—dijo
Legolas—, pues podría comparársela a estas tierras: ricas y onduladas en parte
y también duras y severas como montañas. Pero no alcanzo a entender el significado,
excepto que está cargado de la tristeza de los hombres mortales.
—Hela aquí en la lengua común—dijo Aragorn—,
en una versión aproximada.
¿Dónde están ahora el caballo y el caballero? ¿Dónde está el cuerno
que sonaba?
¿Dónde están el yelmo y la coraza, y los luminosos cabellos
flotantes?
¿Dónde están la mano en el arpa y el fuego rojo encendido?
¿Dónde están la primavera y la cosecha y la espiga alta que crece?
Han pasado como una lluvia en la montaña, como un viento en el
prado;
los días han descendido en el oeste en la sombra detrás de las
colinas.
¿Quién recogerá el humo de la ardiente madera muerta,
o verá los años fugitivos que vuelven del mar?[73]
»Así dijo una vez en Rohan un poeta
olvidado, evocando la estatura y la belleza de Eorl el joven, que vino cabalgando
del norte; y el corcel tenía alas en las patas; Felaróf, padre de caballos[74]. Así
cantan aún los hombres al anochecer.
Con estas palabras los viajeros dejaron
atrás los silenciosos montículos. Siguiendo el camino que serpenteaba a lo
largo de las estribaciones verdes llegaron al fin a las grandes murallas y a
las puertas de Edoras, batidas por el viento.
Había allí muchos hombres sentados vestidos
con brillantes túnicas de malla, que en seguida se pusieron de pie y les
cerraron el camino con las lanzas. —¡Deteneos
extranjeros aquí desconocidos!—gritaron en la lengua de la Marca de los
jinetes, y preguntaron los nombres y el propósito de los extranjeros. Parecían
bastante sorprendidos, pero no eran amables; y echaban miradas sombrías a
Gandalf.
—Yo entiendo bien lo que decís—respondió en
la misma lengua—, pero pocos extranjeros pueden hacer otro tanto. ¿Por qué
entonces no habláis en la lengua común, como es costumbre en el oeste, si
deseáis una respuesta?
—Es la voluntad del rey Théoden que nadie
franquee estas puertas, excepto aquellos que conocen nuestra lengua y son
nuestros amigos—replicó uno de los guardias—. Nadie es bienvenido aquí en
tiempos de guerra sino nuestra propia gente y aquellos que vienen de Mundburgo
en el país de Gondor[75].
¿Quiénes sois vosotros que venís descuidadamente por el llano con tan raras
vestiduras, montando caballos parecidos a los nuestros? Hace tiempo que
montamos guardia aquí y os hemos observado desde lejos. Nunca hemos visto unos
jinetes tan extraños, ni ningún caballo tan arrogante como ese que traéis. Es
uno de los mearas, si los ojos no nos engañan por algún encantamiento. Decidme,
¿no seréis un mago, algún espía de Saruman, o alguna fabricación ilusoria?
¡Hablad, rápido!
—No somos fantasmas—dijo Aragorn—, ni os
engañan los ojos. Pues estos que cabalgamos son en verdad caballos vuestros,
como ya sabíais sin duda antes de preguntar. Pero es raro que un ladrón vuelva
al establo. Aquí están Hasufel y Arod, que Éomer, el tercer mariscal de la
Marca, nos prestó hace sólo dos días. Los traemos de vuelta, como se lo
prometimos. ¿No ha vuelto entonces Éomer y no ha anunciado nuestra llegada?
Una sombra de preocupación asomó a los ojos
del guardia. —De Éomer nada puedo decir—respondió—. Si lo que me contáis es cierto,
es casi seguro que Théoden estará enterado. Quizás algo se sabía de vuestra
venida. No hace más de dos noches Lengua de Serpiente vino a decirnos que por
voluntad de Théoden no se permitiría la entrada de ningún extranjero.
—¿Lengua de Serpiente?—dijo Gandalf
escrutando el rostro del guardia—. ¡No digas más! No vengo a ver a Lengua de
Serpiente sino al mismísimo señor de la Marca. Tengo prisa. ¿No irás o mandarás
decir que hemos venido?—Los ojos del mago centellearon bajo las cejas espesas
mientras se inclinaba a mirar al hombre.
—Sí iré—dijo el guardia lentamente—. Pero
¿qué nombres he de anunciar? ¿Y qué diré de vos? Parecéis ahora viejo y
cansado, pero yo diría que por debajo sois implacable y severo.
—Bien ves y hablas—dijo el mago—. Pues yo
soy Gandalf. He vuelto. ¡Y mirad! También traigo de vuelta un caballo. He aquí
a Sombragrís el Grande, que ninguna otra mano pudo domar. Y aquí a mi lado está
Aragorn hijo de Arathorn, heredero de reyes y que va a Mundburgo. He aquí
también a Legolas el elfo y Gimli el enano, nuestros camaradas. Ve ahora y dile
a tu amo que estamos a las puertas de Edoras y que quisiéramos hablarle, si nos
permite entrar en el castillo.
—¡Raros nombres los vuestros en verdad!
Pero informaré como me pedís y veremos cuál es la voluntad de mi señor—dijo el
guardia—. Esperad aquí un momento y os traeré la respuesta que a él le plazca.
¡No tengáis muchas esperanzas! Estos son tiempos oscuros. —Se alejó
rápidamente, ordenando a los otros guardias que vigilaran atentamente a los
extranjeros.
Al cabo de un rato, el guardia volvió. —¡Seguidme!—dijo—.
Théoden os permite entrar, pero tenéis que dejar en el umbral cualquier arma
que llevéis, aunque sea una vara. Los centinelas las cuidarán.
Se abrieron de par en par las grandes
puertas oscuras. Los viajeros entraron, marchando en fila detrás del guía.
Vieron un camino ancho recubierto de piedras talladas, que ahora subía
serpenteando o trepaba en cortos tramos de escalones bien dispuestos. Dejaron
atrás numerosas casas de madera y numerosas puertas oscuras. A la vera del
camino corría entre las piedras, centelleando y murmurando, un arroyo límpido. Llegaron
por fin a la cresta de la colina. Vieron allí una plataforma alta que se
elevaba por encima de una terraza verde a cuyo pie brotaba, de una piedra
tallada en forma de cabeza de caballo, un manantial claro; y más abajo una gran
cuenca desde donde el agua se vertía para ir a alimentar el arroyo. Una ancha y
alta escalinata de piedra subía a la terraza y a cada lado del último escalón
había sitiales tallados en la piedra. En ellos estaban sentados otros guardias,
las espadas desnudas sobre las rodillas. Los cabellos dorados les caían en
trenzas sobre los hombros y un sol blasonaba los escudos verdes; las largas
corazas bruñidas resplandecían, y cuando se pusieron de pie parecieron de
estatura más alta que los hombres mortales.
—Ya estáis frente a las puertas—les dijo el
guía—. Yo he de volver a montar la guardia. Adiós. ¡Y que el señor de la Marca
os sea benévolo!
Dio media vuelta y regresó rápidamente
camino abajo. Los viajeros subieron la larga escalera, bajo la mirada vigilante
de los guardias, que permanecieron de pie en silencio hasta el momento en que
Gandalf puso el pie en la terraza pavimentada. Entonces, de pronto, con voz
clara, pronunciaron una frase de bienvenida en la lengua de los jinetes.
—Salve, extranjeros que venís de lejos—dijeron,
volviendo hacia los viajeros la empuñadura de las espadas en señal de paz. Las
gemas verdes centellearon al sol. Luego uno de los hombres se adelantó y les
habló en la lengua común.
—Yo soy el ujier de armas de Théoden—dijo—.
Me llamo Háma. He de pediros que dejéis aquí vuestras armas antes de entrar.
Legolas le entregó el puñal de empuñadura
de plata, el arco y el carcaj. —Guárdalos bien—le dijo—, pues provienen del bosque
Dorado y me los ha regalado la dama de Lothlórien.
El guarda lo miró asombrado; rápidamente
dejó las armas contra el muro, como temeroso. —Nadie las tocará, te lo prometo—dijo.
Aragorn titubeó un momento. —No deseo
desprenderme de mi espada—dijo—, ni confiar Andúril a las manos de algún otro
hombre.
—Es la voluntad de Théoden—dijo Háma.
—No veo por qué la voluntad de Théoden hijo
de Thengel, por más que sea el señor de la Marca, ha de prevalecer sobre la de
Aragorn hijo de Arathorn, heredero de Elendil, señor de Gondor.
—Esta es la casa de Théoden, no la de
Aragorn, aunque sea rey de Gondor y ocupe el trono de Denethor—dijo Háma,
corriéndose con presteza hasta las puertas para cerrarle el paso. Ahora
esgrimía la espada y apuntaba con ella a los viajeros.
—Todo esto son palabras ociosas—dijo
Gandalf—. Vana es la exigencia de Théoden, pero también lo es que rehusemos. Un
rey es dueño de hacer lo que le plazca en su propio castillo, así sea una
locura.
—Sin duda—dijo Aragorn—. Y yo me doblegaría
ante la voluntad del dueño de casa, así fuese la cabaña de un leñador, si mi
espada no se llamara Andúril.
—Cualquiera que sea el nombre de tu espada—dijo
Háma—, aquí la dejarás si no quieres batirte tú solo contra todos los hombres
de Edoras.
—¡No solo!—dijo Gimli, acariciando el filo
del hacha y alzando hacia el guardia una mirada sombría, como si el hombre
fuera un árbol joven que se propusiera abatir—. ¡No solo!
—¡Vamos, vamos!—interrumpió Gandalf—. Aquí
todos somos amigos. O tendríamos que serlo; pues si disputamos, nuestra única
recompensa sería la risa sarcástica de Mordor. La misión que aquí me trae es
urgente. He aquí mi espada, al menos, buen hombre. Guárdala bien. Se llama
Glamdring y fue forjada por los elfos hace mucho tiempo. Ahora déjame pasar.
¡Ven, Aragorn!
Aragorn se quitó lentamente el cinturón y
él mismo apoyó la espada contra el muro. —Aquí la dejo—dijo—, pero te ordeno que
no la toques ni permitas que nadie ponga la mano en ella. En esta vaina élfica
habita la espada que estuvo rota y fue forjada de nuevo. Telchar la forjó por
primera vez en la noche de los tiempos. La muerte se abatirá sobre todo hombre
que se atreva a empuñar la espada de Elendil, excepto el heredero de Elendil.
El guarda dio un paso atrás y miró a
Aragorn con extrañeza. —Se diría que vienes de tiempos olvidados en alas de una
canción—dijo—. Se hará lo que ordenas, señor.
—Bueno—dijo Gimli—, si tiene a Andúril por
compañía, también mi hacha puede quedar aquí, sin desmedro—y la puso en el suelo—.
Ahora, si todo está ya como lo deseas, llévanos a ver a tu amo.
El guarda vacilaba aún. —Vuestra vara—le
dijo a Gandalf—. Perdonad, pero también ella tiene que quedar afuera.
—¡Pamplinas!—dijo Gandalf—. Una cosa es la
prudencia y otra la descortesía. Soy un hombre viejo. Si no puedo caminar
apoyándome en un bastón, me quedaré sentado y esperaré a que Théoden se digne arrastrarse
hasta aquí para hablar conmigo.
Aragorn se rio. —Todos los hombres tienen
algo que no quieren confiar a manos extrañas. ¿Pero quitarías el báculo a un hombre
viejo? Vamos ¿no nos permitirás entrar?
—Esa vara en manos de un mago puede ser
algo más que un simple báculo—dijo Háma. Examinó con atención la vara de fresno
en que se apoyaba Gandalf—. Pero en la duda un hombre de bien ha de confiar en
su propio juicio. Creo que sois amigos y personas honorables y que no os trae aquí
ningún propósito malvado. Podéis entrar.
Los guardas levantaron entonces las pesadas
trancas y lentamente empujaron las puertas, que giraron gruñendo sobre los
grandes goznes. Los viajeros entraron. El recinto parecía oscuro y caluroso,
luego del aire claro de la colina. Era una habitación larga y ancha, poblada de
sombras y medias luces; unos pilares poderosos sostenían una bóveda elevada.
Aquí y allá unos brillantes rayos de sol caían en haces titilantes desde las
ventanas del este bajo los profundos saledizos. Por la lumbrera del techo, más
allá de las ligeras volutas de humo, se veía el cielo, pálido y azul. Cuando
los ojos de los viajeros se acostumbraron a la oscuridad, observaron que el
suelo era de grandes losas multicolores y que en él se entrelazaban unas runas
ramificadas y unos extraños emblemas. Veían ahora que los pilares estaban
profusamente tallados y que el oro y unos colores apenas visibles brillaban
débilmente en la penumbra. De las paredes colgaban numerosos tapices y entre
uno y otro desfilaban figuras de antiguas leyendas, algunas empalidecidas por
los años, otras ocultas en las sombras. Pero caía un rayo de sol sobre una de esas
formas: un hombre joven montado en un caballo blanco. Soplaba un cuerno grande
y los cabellos rubios le flotaban al viento. El caballo tenía la cabeza erguida
y los ollares dilatados y enrojecidos, como si olfateara a lo lejos la batalla.
Un agua espumosa, verde y blanca, corría impetuosa alrededor de las corvas del
animal.
—¡Contemplad a Eorl el Joven!—dijo Aragorn—.
Así vino del norte a la Batalla del Campo de Celebrant.
Los cuatro camaradas avanzaron hasta más
allá del centro de la sala donde en el gran hogar chisporroteaba un fuego de
leña. Entonces se detuvieron. En el extremo opuesto de la sala, frente a las
puertas y mirando al norte, había un estrado de tres escalones, y en el centro
del estrado se alzaba un trono de oro. En él estaba sentado un hombre, tan
encorvado por el peso de los años que casi parecía un enano; los cabellos
blancos, largos y espesos, le caían en grandes trenzas por debajo de la fina
corona dorada que llevaba sobre la frente. En el centro de la corona,
centelleaba un diamante blanco. La barba le caía como nieve sobre las rodillas;
pero un fulgor intenso le iluminaba los ojos, que relampaguearon cuando miró a los
desconocidos. Detrás del trono, de pie, había una mujer vestida de blanco.
Sobre las gradas, a los pies del rey estaba sentado un hombre enjuto y pálido,
con ojos de párpados pesados y mirada sagaz.
Hubo un silencio. El anciano permaneció
inmóvil en el trono. Al fin, Gandalf habló. —¡Salve, Théoden hijo de Thengel!
He regresado. He aquí que la tempestad se aproxima y ahora todos los amigos
tendrán que unirse, o serán destruidos.
El anciano se puso de pie poco a poco,
apoyándose pesadamente en una vara negra con empuñadura de hueso blanco, y los
viajeros vieron entonces que aunque muy encorvado, el hombre era alto todavía y
que en la juventud había sido sin duda erguido y arrogante.
—Yo te saludo—dijo—, y tú acaso esperas ser
bienvenido. Pero a decir verdad, tu bienvenida es aquí dudosa, señor Gandalf.
Siempre has sido portador de malos augurios. Las tribulaciones te siguen como
cuervos y casi siempre las peores. No te quiero engañar: cuando supe que Sombragrís
había vuelto sin su jinete, me alegré por el regreso del caballo, pero más aún por
la ausencia del caballero; y cuando Éomer me anunció que habías partido a tu
última morada, no lloré por ti. Pero las noticias que llegan de lejos rara vez
son ciertas. ¡Y ahora has vuelto! Y contigo llegan males peores que los de
antes, como era de esperar. ¿Por qué habría de darte la bienvenida, Gandalf
Cuervo de la Tempestad? Dímelo. —Y lentamente se sentó otra vez.
—Habláis con toda justicia, señor—dijo el
hombre pálido que estaba sentado en las gradas—. No hace aún cinco días que
recibimos la mala noticia de la muerte de vuestro hijo Théodred en las Marcas
del oeste: vuestro brazo derecho, el segundo mariscal de la Marca. Poco podemos
confiar en Éomer. De habérsele permitido gobernar, casi no quedarían hombres
que guardar vuestras murallas. Y aún ahora nos enteramos desde Gondor que el
Señor Oscuro se agita en el este. Y ésta es precisamente la hora que este vagabundo
elige para volver. ¿Por qué, en verdad, te recibiríamos con los brazos
abiertos, señor Cuervo de la Tempestad? Lathspell, te nombro, Malas
Nuevas, y las malas nuevas nunca son buenos huéspedes, se dice. —Soltó una
risa siniestra, mientras levantaba un instante los pesados párpados y observaba
a los extranjeros con ojos sombríos.
—Se te tiene por sabio, amigo Lengua de
Serpiente, y eres sin duda un gran sostén para tu amo—dijo Gandalf con voz
dulce—. Pero hay dos formas en las que un hombre puede traer malas nuevas.
Puede ser un espíritu maligno, o bien uno de esos que prefieren la soledad y
sólo vuelven para traer ayuda en tiempos difíciles.
—Así es—dijo Lengua de Serpiente—; pero los
hay de una tercera especie: los junta cadáveres, los que aprovechan la
desgracia ajena, los que comen carroña y engordan en tiempos de guerra. ¿Qué
ayuda has traído jamás? ¿Y qué ayuda traes ahora? Fue nuestra ayuda lo que
viniste a buscar la última vez que estuviste por aquí. Mi señor te invitó
entonces a escoger el caballo que quisieras y ante el asombro de todos tuviste la
insolencia de elegir a Sombragrís. Mi señor se sintió ultrajado, más en opinión
de algunos, ese precio no era demasiado alto con tal de verte partir cuanto
antes. Sospecho que una vez más sucederá lo mismo: que vienes en busca de
ayuda, no a ofrecerla. ¿Traes hombres contigo? ¿Traes acaso caballos, espadas,
lanzas? Eso es lo que yo llamaría ayuda, lo que ahora necesitamos. ¿Pero
quiénes son esos que te siguen? Tres vagabundos cubiertos de harapos grises, ¡y
tú el más andrajoso de los cuatro!
—La hospitalidad ha disminuido bastante en
este castillo desde hace un tiempo, Théoden hijo de Thengel—dijo Gandalf—. ¿No
os ha transmitido el mensajero los nombres de mis compañeros? Rara vez un señor
de Rohan ha tenido el honor de recibir a tres huéspedes tan ilustres. Han
dejado a las puertas de vuestra casa armas que valen por las vidas de muchos
mortales, aún los más poderosos. Grises son las ropas que llevan, es cierto,
pues son los elfos quienes los han vestido y así han podido dejar atrás la
sombra de peligros terribles, hasta llegar a tu palacio.
—Entonces es verdad lo que contó Éomer:
estás en connivencia con la hechicera del bosque de Oro—dijo Lengua de
Serpiente—. No hay por qué asombrarse: siempre se han tejido en Dwimordene
telas de supercherías.
Gimli dio un paso adelante, pero sintió de
pronto que la mano de Gandalf lo tomaba por el hombro, y se detuvo, inmóvil
como una piedra.
En Dwimordene, en Lórien
rara vez se han posado los pies de los hombres,
pocos ojos mortales han visto la luz
que allí alumbra siempre, pura y brillante.
¡Galadriel! ¡Galadriel!
Clara es el agua de tu manantial;
blanca es la estrella de tu mano blanca,
intactas e inmaculadas la hoja y la tierra
en Dwimordene, en Lórien
más hermosa que los pensamientos de los hombres mortales.[76]
Así cantó Gandalf con voz dulce, luego,
súbitamente, cambió. Despojándose del andrajoso manto, se irguió y sin apoyarse
más en la vara, habló con voz clara y fría.
—Los sabios sólo hablan de lo que saben,
Gríma hijo de Gálmód. Te has convertido en una serpiente sin inteligencia.
Calla, pues, y guarda tu lengua bífida detrás de los dientes. No he pasado a
través del fuego y la muerte para cambiar palabras torcidas con un sirviente
hasta que el rayo nos fulmine.
Levantó la vara. Un trueno rugió a lo
lejos. El sol desapareció de las ventanas del este; la sala se ensombreció de
pronto como si fuera noche. El fuego se debilitó, hasta convertirse en unos rescoldos
oscuros. Sólo Gandalf era visible, de pie, alto y blanco ante el hogar
ennegrecido.
Oyeron en la oscuridad la voz sibilante de Lengua
de Serpiente. —¿No
os aconsejé, señor, que no le dejarais entrar con la vara? ¡El imbécil de Háma
nos ha traicionado! —Hubo un relámpago, como si un rayo hubiera partido en dos
el techo. Luego, todo quedó en silencio. Lengua de Serpiente cayó al suelo de
bruces.
—¿Me escucharéis ahora, Théoden hijo de
Thengel?—dijo Gandalf—. ¿Pedís ayuda?—Levantó la vara y la apuntó hacia una
ventana alta. Allí la oscuridad pareció aclararse y pudo verse por la abertura,
alto y lejano, un brillante pedazo de cielo. —No todo es oscuridad. Tened
valor, señor de la Marca, pues mejor ayuda no encontraréis. No tengo ningún
consejo para darle a aquel que desespera. Podría sin embargo aconsejaros a vos
y hablaros con palabras. ¿Queréis escucharlas? No son para ser escuchadas por
todos los oídos. Os invito pues a salir a vuestras puertas y a mirar a lo
lejos. Demasiado tiempo habéis permanecido entre las sombras prestando oídos a
historias aviesas e instigaciones tortuosas.
Lentamente Théoden se levantó del trono.
Una luz tenue volvió a iluminar la sala. La mujer corrió, presurosa, al lado
del rey y lo tomó del brazo; con paso vacilante, el anciano bajó del estrado y cruzó
despaciosamente el recinto. Lengua de Serpiente seguía tendido de cara al
suelo. Llegaron a las puertas y Gandalf golpeó.
—¡Abrid!—gritó—. ¡Aquí viene el señor de la
Marca!
Las puertas se abrieron de par en par y un
aire refrescante entró silbando en la sala. El viento soplaba sobre la colina.
—Enviad a vuestros guardias al pie de la
escalera—dijo Gandalf. —Y vos, señora, dejadlo un momento a solas conmigo. Yo
cuidaré de él.
—¡Ve, Éowyn, hija de hermana!—dijo el viejo
rey—. El tiempo del miedo ha pasado.
La mujer dio media vuelta y entró
lentamente en la casa. En el momento en que franqueaba las puertas, volvió la
cabeza y miró hacia atrás. Graves y pensativos, los ojos de Éowyn se posaron en
el rey con serena piedad. Tenía un rostro muy hermoso y largos cabellos que
parecían un río dorado. Alta y esbelta era ella en la túnica blanca ceñida de
plata; pero fuerte y vigorosa a la vez, templada como el acero, verdadera hija
de reyes. Así fue como Aragorn vio por primera vez a la luz del día a Éowyn, señora
de Rohan, y la encontró hermosa, hermosa y fría, como una clara mañana de
primavera que no ha alcanzado aún la plenitud de la vida. Y ella de pronto lo
miró: noble heredero de reyes, con la sabiduría de muchos inviernos, envuelto
en la andrajosa capa gris que ocultaba un poder que ella no podía dejar de
sentir. Permaneció inmóvil un instante, como una estatua de piedra; luego,
volviéndose rápidamente, entró en el castillo.
—Y ahora, señor—dijo Gandalf—, ¡contemplad
vuestras tierras! ¡Respirad una vez más el aire libre!
Desde el pórtico, que se alzaba en la elevada
terraza, podían ver, más allá del río, las campiñas verdes de Rohan que se
pierden en la lejanía gris. Cortinas de lluvia caían oblicuamente a merced del
viento, y el cielo allá arriba, en el oeste, seguía encapotado; a lo lejos
retumbaba el trueno y los relámpagos parpadeaban entre las cimas de las colinas
invisibles. Pero ya el viento había virado al norte y la tormenta que venía del
este se alejaba rumbo al sur, hacia el mar. De improviso las nubes se abrieron
detrás de ellos y por una grieta asomó un rayo de sol. La cortina de lluvia
brilló con reflejos de plata y a lo lejos el río rieló como un espejo.
—No hay tanta oscuridad aquí—dijo Théoden.
—No—respondió Gandalf—. Ni los años pesan
tanto sobre vuestras espaldas como algunos quisieran que creyerais. ¡Tirad el
bastón!
La vara negra cayó de las manos del rey,
restallando sobre las piedras. El anciano se enderezó lentamente, como un
hombre a quien se le ha endurecido el cuerpo por haber pasado muchos años
encorvado cumpliendo alguna tarea pesada. Se irguió, alto y enhiesto,
contemplando con ojos ahora azules el cielo que empezaba a despejarse.
—Sombríos fueron mis sueños en los últimos
tiempos—dijo—, pero siento como si acabara de despertar. Ahora quisiera que hubieras
venido antes, Gandalf, pues temo que sea demasiado tarde y sólo veas los
últimos días de mi casa. El alto castillo que construyera Brego hijo de Eorl no
se mantendrá en pie mucho tiempo. El fuego habrá de devorarlo. ¿Qué podemos
hacer?
—Mucho—dijo Gandalf—. Pero primero traed a Éomer.
¿Me equivoco al pensar que lo tenéis prisionero por consejo de Gríma, aquél a
quien todos excepto vos llaman Lengua de Serpiente?
—Es verdad—dijo Théoden—. Éomer se rebeló
contra mis órdenes y amenazó de muerte a Gríma en mi propio castillo.
—Un hombre puede amaros y no por ello amar
a Gríma y aprobar sus consejos—dijo Gandalf.
—Es posible. Haré lo que me pides. Haz
venir a Háma. Ya que como ujier no se ha mostrado digno de mi confianza, que
sea mensajero. El culpable traerá al culpable para que sea juzgado—dijo
Théoden, y el tono era grave, pero al mirar a Gandalf le sonrió y muchas de las
arrugas de preocupación que tenía en la cara se le borraron y no reaparecieron.
Luego que Háma fue llamado y hubo partido, Gandalf
llevó a Théoden hasta un sitial de piedra y él mismo se sentó en el escalón más
alto. Aragorn y sus compañeros permanecieron de pie en las cercanías.
—No hay tiempo para que os cuente todo
cuanto tendríais que oír—dijo Gandalf—. No obstante, si el corazón no me
engaña, no tardará en llegar el día en que pueda hablaros con más largueza.
Tened presente mis palabras: estáis expuesto a un peligro mucho peor que todo
cuanto la imaginación de Lengua de Serpiente haya podido tejer en vuestros
sueños. Pero ya lo veis: ahora no soñáis, vivís. Gondor y Rohan no están solos.
El enemigo es demasiado poderoso, pero confiamos en algo que él ni siquiera
sospecha.
Gandalf habló entonces rápida y
secretamente, en voz baja, y nadie excepto el rey pudo oír lo que decía. Y a
medida que hablaba una luz más brillante iluminaba los ojos de Théoden; al fin
el rey se levantó, erguido en toda su estatura, y Gandalf a su lado, y ambos
contemplaron al este desde el alto sitial.
—En verdad—dijo Gandalf con voz alta, clara
y sonora—ahí en lo que más tememos está nuestra esperanza. El destino pende aún
de un hilo, pero hay todavía esperanzas si resistimos un tiempo más.
También los otros volvieron entonces la
mirada al este. A través de leguas y leguas contemplaron allá en la lejanía el
horizonte, y el temor y la esperanza llevaron los pensamientos de todos todavía
más lejos, más allá hasta las montañas negras del País de las Sombras. ¿Dónde
estaba ahora el Portador del Anillo? ¡Qué frágil era el hilo del que pendía aún
el destino! Legolas miró con atención y creyó ver un resplandor blanco; allá, en
lontananza, el sol centelleaba sobre el pináculo de la Torre de la Guardia. Y
más lejos aún, remota y sin embargo real y amenazante, flameaba una diminuta
lengua de fuego.
Lentamente Théoden volvió a sentarse, como
si la fatiga estuviera una vez más dominándolo, contra la voluntad de Gandalf.
Volvió la cabeza y contempló la mole imponente del castillo. —¡Ay!—suspiró—.
Que estos días aciagos sean para mí y que me lleguen ahora, en los años de mi
vejez, en lugar de la paz que creía merecer. ¡Triste destino el de Boromir el
intrépido! Los jóvenes mueren mientras los viejos se agostan lentamente. —Se
abrazó las rodillas con las manos rugosas.
—Vuestros dedos recordarían mejor su
antigua fuerza si empuñaran una espada—dijo Gandalf.
Théoden se levantó y se llevó la mano al
costado, pero ninguna espada le colgaba del cinto. —¿Dónde la habrá escondido
Gríma?—murmuró a media voz.
—¡Tomad ésta, amado señor!—dijo una voz
clara—. Siempre ha estado a vuestro servicio. —Dos hombres habían subido en
silencio por la escalera y ahora esperaban de pie, a unos pocos peldaños de la
cima. Allí estaba Éomer, con la cabeza descubierta, sin cota de malla, pero con
una espada desnuda en la mano; arrodillándose, le ofreció la empuñadura a su
señor.
—¿Qué significa esto?—dijo Théoden
severamente. Y se volvió a Éomer, y los hombres miraron asombrados la figura
ahora erguida y orgullosa. ¿Dónde estaba el anciano que dejaran abatido en el
trono o apoyado en un bastón?
—Es obra mía, señor—dijo Háma, temblando—.
Entendí que Éomer tenía que ser puesto en libertad. Fue tal la alegría que
sintió mi corazón, que quizá me haya equivocado. Pero como estaba otra vez
libre y es mariscal de la Marca, le he traído la espada como él me ordenó.
—Para depositarla a vuestros pies, mi señor—dijo
Éomer.
Hubo un silencio y Théoden se quedó mirando
a Éomer, siempre hincado ante él. Ninguno de los dos hizo un solo movimiento.
—¿No aceptaréis la espada?—preguntó
Gandalf.
Lentamente Théoden extendió la mano. En el
instante en que los dedos se cerraban sobre la empuñadura, les pareció a todos
que el débil brazo del anciano recobraba la fuerza y la firmeza. Levantó
bruscamente la espada y la agitó en el aire y la hoja silbó resplandeciendo.
Luego Théoden lanzó un grito. La voz resonó, clara y vibrante, entonando en la
lengua de Rohan la llamada a las armas:
¡De pie ahora, de pie, jinetes de Théoden!
Desgracias horrendas nos acechan, hay sombras en el este.
¡Preparad los caballos, que resuenen los cuernos!
¡Adelante, eorlingas![77]
Los guardias, creyendo que se los
convocaba, subieron en tropel las escaleras. Miraron con asombro a su señor y
luego, como un solo hombre, depositaron a sus pies las espadas. —¡Ordenad!—dijeron.
—Westu
Théoden hál!—gritó Éomer—. Es una alegría para nosotros volver a veros como
antes. ¡Ya nadie podrá decir, Gandalf, que sólo vienes aquí a traer dolor!
—¡Recoge tu espada, Éomer, hijo de hermana!—dijo
el rey—. ¡Ve, Háma, y tráeme mi propia espada! Gríma la tiene. Tráeme también a
Gríma. Y ahora, Gandalf, dijiste que me darías consejo, si yo quería escucharlo.
¿Cuál es tu consejo?
—Lo que iba a aconsejarte ya está hecho—respondió
Gandalf—. Que confiarais en Éomer antes que en un hombre de mente tortuosa. Que
dejarais de lado temores y remordimientos. Que hicierais lo que está a vuestro
alcance. Todo hombre que pueda cabalgar tendrá que ser enviado al oeste
inmediatamente, tal como Éomer os ha aconsejado. Ante todo, hemos de destruir
la amenaza de Saruman, mientras estemos a tiempo. Si fracasamos, caeremos
todos. Si triunfamos, emprenderemos la próxima tarea. Entretanto, la gente de vuestro
pueblo, la que quede aquí, las mujeres, los niños, los ancianos, tendrán que
huir a los refugios de las montañas. ¿No se han preparado acaso para un día
funesto como el de hoy? Que lleven provisiones, pero que no se demoren, y que
no se carguen de tesoros, grandes o pequeños. Es la vida de todos lo que está en
peligro.
—Este consejo me parece bueno ahora—dijo
Théoden—. ¡Que todos mis súbditos se preparen! Pero vosotros, mis huéspedes...
tenías razón, Gandalf, al decir que la hospitalidad de mi castillo había
menguado. Habéis cabalgado la noche entera y ya se termina la mañana. No habéis
tenido reposo ni alimento. Prepararemos una casa para los huéspedes: allí
dormiréis después de haber comido.
—Imposible, señor—dijo Aragorn—. No ha
llegado aún la hora del reposo para los fatigados. Los hombres de Rohan tendrán
que partir hoy y nosotros cabalgaremos con ellos, hacha, espada y arco. No
hemos traído nuestras armas para dejarlas apoyadas contra vuestros muros, señor
de la Marca. Y le he prometido a Éomer que mi espada y la suya combatirán
juntas.
—¡Ahora en verdad hay esperanzas de
victoria!—dijo Éomer.
—Esperanzas, sí—dijo Gandalf—. Pero
Isengard es poderoso. Y nos acechan otros peligros más inminentes. No os
retraséis, Théoden, cuando hayamos partido. ¡Llevad prontamente a vuestro
pueblo a la fortaleza de El Sagrario en las colinas!
—Eso sí que no, Gandalf—dijo el rey—. No
sabes hasta qué punto me has devuelto la salud. No haré eso. Yo mismo iré a la
guerra, para caer en el frente de combate, si tal es mi destino. Así podré
dormir mejor.
—Entonces, hasta la derrota de Rohan se
cantará con gloria—dijo Aragorn. —Los hombres armados que estaban cerca
entrechocaron las espadas y gritaron: —¡El señor de la Marca parte para la
guerra! ¡Adelante, eorlingas!
—Pero vuestra gente no ha de quedar sin
armas y sin pastor—dijo Gandalf—. ¿Quién los guiará y los gobernará en vuestro
reemplazo?
—Lo pensaré antes de partir—respondió
Théoden—. Aquí viene mi consejero.
En aquel momento Háma volvía de la sala del
castillo. Tras él, encogido entre otros dos hombres, venía Gríma, Lengua de
Serpiente. Estaba muy pálido y parpadeó a la luz del sol. Háma se arrodilló y
presentó a Théoden una espada larga en una vaina con cierre de oro y recamada
de gemas verdes.
—Hela aquí, señor, Herugrim, vuestra
antigua espada—dijo—. La encontramos en el cofre de Gríma. Por nada del mundo
quería entregarnos las llaves. Hay allí muchas otras cosas que se creían
perdidas.
—Mientes—dijo Lengua de Serpiente—. Y esta
espada, tu propio amo me pidió que la guardara.
—Y ahora te la reclamo—dijo Théoden—. ¿Eso
te disgusta?
—Por cierto que no, señor—dijo Lengua de
Serpiente—. Me preocupo por vos y por los vuestros tanto como puedo. Pero no os
fatiguéis, ni confiéis demasiado en vuestras fuerzas. Dejad que otros se ocupen
de estos huéspedes importunos. Vuestra mesa será servida de un momento a otro.
¿No iréis a comer?
—Sí—dijo Théoden—. Y que junto a mí se
ponga comida para mis huéspedes. El ejército partirá hoy. ¡Enviad los heraldos!
Que convoquen a todos. Que los hombres y los jóvenes fuertes y aptos para las armas,
y todos quienes tengan caballos estén aquí montados a las puertas del castillo
a la hora segunda pasado el mediodía.
—¡Venerado señor!—gritó Lengua de Serpiente—.
Tal como me lo temía, este mago os ha hechizado. ¿No quedará nadie para
defender el Castillo de Oro de vuestros padres y todos los tesoros? ¿Nadie
protegerá al señor de la Marca?
—Si esto es hechicería—dijo Théoden—, me
parece mucho más saludable que tus cuchicheos. Tus sanguijuelas pronto me
hubieran obligado a caminar en cuatro patas como las bestias. No, nadie
quedará, ni siquiera Gríma. Gríma partirá también. ¡Date prisa! ¡Aún tienes
tiempo de limpiar la herrumbre de tu espada!
—¡Misericordia, señor!—gimió Lengua de
Serpiente, arrastrándose por el suelo—. Tened piedad de alguien que
ha envejecido a vuestro servicio. ¡No me alejéis de vuestro lado! Yo al menos
estaré con vos cuando todos los demás se hayan ido. ¡No os separéis de vuestro
fiel Gríma!
—Cuentas con mi piedad—dijo Théoden—. Y no
te alejo de mi lado. También yo parto a la guerra junto con mis hombres. Te
invito a acompañarme y probarme tu lealtad.
Lengua de Serpiente miró una a una todas
las caras, como una bestia acosada por un círculo de enemigos y que busca una
brecha por donde escapar. Se humedeció los labios con una lengua larga y
pálida. —De un señor de la casa de Eorl, por muy viejo que sea, no cabía esperar
otra resolución—dijo—. Pero quienes lo aman de verdad tendrían que ayudarlo
ahorrándole disgustos en estos últimos años. Veo, sin embargo, que he llegado
demasiado tarde. Otros, que acaso llorarían menos la muerte de mi señor, ya lo han
persuadido. Si lo que está hecho no puede deshacerse ¡escuchadme al menos en
esto, señor! Alguien que conozca vuestras ideas y honre vuestras órdenes deberá
quedar en Edoras. Nombrad un senescal de confianza. Que vuestro consejero Gríma
cuide de todo hasta vuestro regreso... y ojalá lo veamos, aunque ningún hombre
sensato esperaría milagro semejante.
Éomer se rio. —Y si este alegato no te
exime de la guerra, nobilísimo Lengua de Serpiente—dijo—¿qué cargo menos honroso
aceptarías? ¿Llevar una talega de harina a las montañas... si alguien se
atreviera a confiártela?
—Jamás, Éomer, has comprendido tú los
propósitos del señor Lengua de Serpiente—dijo Gandalf, traspasando a Gríma con
la mirada—. Es temerario y artero. En este mismo momento está jugando un juego
peligroso y gana un lance. Ya me ha hecho perder horas de mi precioso tiempo.
¡Al suelo, víbora!—dijo de súbito con una voz terrible—. ¡Arrástrate sobre tu
vientre! ¿Cuánto tiempo hace que te vendiste a Saruman? ¿Cuál fue el precio
convenido? Cuando todos los hombres hayan muerto, ¿recogerás tu parte del
tesoro y tomarás la mujer que codicias? Hace tiempo que la vigilas y la acechas
de soslayo.
Éomer echó mano a la espada. —Eso ya lo
sabía—murmuró—. Por esa razón ya le habría dado muerte antes, olvidando la ley
del castillo. Aunque hay también otras razones. —Dio un paso adelante, pero
Gandalf lo detuvo.
—Éowyn está a salvo ahora—dijo—. Pero tú,
Lengua de Serpiente, has hecho cuanto has podido por tu verdadero amo. Has ganado
al menos una recompensa. Sin embargo, Saruman a veces no cumple lo que ha
prometido. Te aconsejaría que fueses prontamente a refrescarle la memoria, para
que no olvide tus fieles servicios.
—Mientes—dijo Lengua de Serpiente.
—Esta palabra te viene a la boca demasiado
a menudo y con facilidad—dijo Gandalf—. Yo no miento. Mirad, Théoden, aquí
tenéis una serpiente. No podéis, por vuestra seguridad, llevarla con vos, ni tampoco
podéis dejarla aquí. Matarla sería hacer justicia. Pero no siempre fue como ahora.
Alguna vez fue un hombre y os prestó servicio a su manera. Dadle un caballo y
permitidle partir inmediatamente, a donde quiera ir. Por lo que elija podréis
juzgarlo.
—¿Oyes, Lengua de Serpiente?—dijo Théoden—.
Esta es tu elección: acompañarme a la guerra y demostrarnos en la batalla si en
verdad eres leal; o irte ahora a donde quieras. Pero en ese caso, si alguna vez
volvemos a encontrarnos, no tendré piedad de ti.
Lengua de Serpiente se levantó con
lentitud. Miró a todos con ojos entonados, para escrutar por último el rostro
de Théoden. Abrió la boca como si fuera a hablar, y entonces, de pronto, irguió
el cuerpo, movedizas las manos, los ojos echando chispas. Tanta maldad se
reflejaba en ellos que los hombres dieron un paso atrás. Mostró los dientes y
con un ruido sibilante escupió a los pies del rey, y en seguida, saltando a un
costado, se precipitó escaleras abajo.
—¡Seguidlo!—dijo Théoden—. Impedid que haga
daño a nadie, mas no lo lastiméis ni lo retengáis. Dadle un caballo, si así lo
desea.
—Y si hay alguno que quiera llevarlo—dijo Éomer.
Uno de los guardas bajó de prisa las
escaleras. Otro fue hasta el manantial al pie de la terraza, recogió agua en el
yelmo y limpió con ella las piedras que Lengua de Serpiente había ensuciado.
—¡Y ahora, mis invitados, venid!—dijo
Théoden—. Venid y reparad fuerzas mientras la prisa nos lo permita.
Entraron nuevamente en el castillo. Allá
abajo en la villa ya se oían las voces de los heraldos y el sonido de los
cuernos de guerra, pues el rey partiría tan pronto como los hombres de la aldea
y los que habitaban en los aledaños estuviesen reunidos y armados a las puertas
del castillo.
A la mesa del rey se sentaron Éomer y los cuatro
invitados, y también estaba allí la dama Éowyn, sirviendo al rey. Comieron y
bebieron rápidamente. Todos escucharon en silencio mientras Théoden interrogaba
a Gandalf sobre Saruman.
—¿Quién puede saber desde cuándo nos
traiciona?—dijo Gandalf. —No siempre fue malvado. En un tiempo, no lo dudo, fue
un amigo de Rohan; y aún más tarde, cuando empezó a enfriársele el corazón,
pensaba que podíais serle útil. Pero hace tiempo ya que planeó vuestra ruina,
bajo la máscara de la amistad, hasta que llegó el momento. Durante todos estos
años la tarea de Lengua de Serpiente ha sido fácil y todo cuanto hacíais era
conocido inmediatamente en Isengard; porque el vuestro era un país abierto y
los extranjeros entraban en él y salían libremente. Y mientras tanto las murmuraciones
de Lengua de Serpiente penetraban en vuestros oídos, os envenenaban la mente,
os helaban el corazón, debilitaban vuestros miembros, y los otros observaban
sin poder hacer nada, pues vuestra voluntad estaba sometida a él.
»Pero cuando escapé y os puse en guardia,
la máscara cayó para los que querían ver. Después de eso, Lengua de Serpiente
jugó una partida peligrosa, procurando siempre reteneros, impidiendo que recobrarais
vuestras fuerzas. Era astuto: embotaba la prudencia natural del hombre, o
trabajaba con la amenaza del miedo, según le conviniera. ¿Recordáis con cuánta
vehemencia os suplicó que no distrajerais un solo hombre en una empresa
quimérica en el norte cuando el peligro inminente estaba en el oeste? Por
consejo de él prohibisteis a Éomer que persiguiera a los orcos invasores. Si Éomer
no hubiera desafiado las palabras de Lengua de Serpiente que hablaba por
vuestra boca, esos orcos ya habrían llegado a Isengard, obteniendo una buena
presa. No por cierto la que Saruman desea por encima de todo, pero sí al menos
dos miembros de mi Compañía, con quienes comparto una secreta esperanza, de la
cual, ni aún con vos, señor, puedo todavía hablar abiertamente. ¿Alcanzáis a
imaginar lo que podrían estar padeciendo o lo que Saruman podría saber ahora,
para nuestra desdicha?
—Tengo una gran deuda con Éomer—dijo
Théoden—. Un corazón leal puede tener una lengua insolente.
—Decid también que para ojos aviesos la verdad
puede ocultarse detrás de una mueca.
—En verdad, mis ojos estaban casi ciegos—dijo
Théoden—. La mayor de mis deudas es para contigo, huésped mío. Una vez más, has
llegado a tiempo. Quisiera hacerte un regalo antes de partir, a tu elección.
Puedes escoger cualquiera de mis posesiones. Sólo me reservo la espada.
—Si he llegado a tiempo o no, queda por ver—dijo
Gandalf—. En cuanto al regalo que me ofrecéis, señor, escogeré uno que responde
a mis necesidades: rápido y seguro. ¡Dadme a Sombragrís! Sólo en préstamo lo
tuve antes, si préstamo es la palabra. Pero ahora tendré que exponerlo a
grandes peligros, oponiendo la plata a las tinieblas: no quisiera arriesgar
nada que no me pertenezca. Y ya hay un lazo de amistad entre nosotros.
—Escoges bien—dijo Théoden—; y ahora te lo
doy de buen grado. Sin embargo, es un regalo muy valioso. No hay ningún caballo
que se pueda comparar a Sombragrís. En él ha resurgido uno de los corceles más
poderosos de tiempos muy remotos. Nunca más habrá otro semejante. Y a vosotros,
mis otros invitados, os ofrezco lo que podáis encontrar en mi armería. No
necesitáis espadas, pero hay yelmos y cotas de malla que son obra de hábiles
artífices, regalos que los señores de Gondor hicieran a mis antepasados.
¡Escoged lo que queráis antes de la partida y ojalá os sirvan bien!
Los hombres trajeron entonces paramentos de
guerra de los arcones del rey, y vistieron a Aragorn y Legolas con cotas de
malla resplandecientes. También eligieron yelmos y escudos redondos, recamados de
oro y con incrustaciones de piedras preciosas, verdes, rojas y blancas. Gandalf
no aceptó una cota de malla; y Gimli no necesitaba cota, aun cuando encontraran
alguna adecuada a su talla, pues no había en los arcones de Edoras un plaquín
que pudiese compararse al jubón corto forjado en la montaña del norte. Pero
escogió un capacete de hierro y cuero que le cubría perfectamente la cabeza
redonda; también llevó un escudo pequeño con el emblema de la casa de Eorl, un
caballo al galope, blanco sobre fondo verde.
—¡Que te proteja bien!—dijo Théoden—. Fue
forjado para mí en los tiempos de Thengel, cuando era aún un niño.
Gimli hizo una reverencia. —Me
enorgullezco, señor de la Marca, de llevar vuestra divisa—dijo—. A decir
verdad, quisiera ser yo quien lleve un caballo, y no que un caballo me lleve a
mí. Prefiero mis piernas. Pero quizás haya un sitio donde pueda combatir de
pie.
—Es probable que así sea—dijo Théoden.
El rey se levantó y al instante se adelantó
Éowyn trayendo el vino. —Ferthu Théoden hal!—dijo—. Recibid esta
copa y bebed en esta hora feliz. ¡Que la salud os acompañe en la ida y el retorno!
Théoden bebió de la copa y Éowyn la ofreció
entonces a los invitados. Al llegar a Aragorn se detuvo de pronto y lo miró, y
le brillaron los ojos. Y Aragorn contempló el bello rostro y le sonrió; pero
cuando tomó la copa, rozó la mano de la joven, y sintió que ella temblaba. —¡Salve,
Aragorn hijo de Arathorn!—dijo Éowyn. —Salve, señora de Rohan—respondió él;
pero ahora tenía el semblante demudado y ya no sonreía.
Cuando todos hubieron bebido, el rey cruzó
la sala en dirección a las puertas. Allí lo esperaban los guardias y los
heraldos, y todos los señores y jefes que quedaban en Edoras y en los
alrededores.
—¡Escuchad! Ahora parto y ésta será quizá
mi última cabalgata—dijo Théoden—.
No tengo hijos. Théodred, mi hijo, ha muerto a manos de nuestros enemigos. A ti
Éomer, hijo de mi hermana, te nombro mi heredero. Y si ninguno de nosotros
vuelve de esta guerra, elegid, a vuestro albedrío, un nuevo señor. Pero he de
dejar al cuidado de alguien este pueblo que ahora abandono, para que los
gobierne en mi reemplazo. ¿Quién de vosotros desea quedarse?
Nadie respondió.
—¿No hay nadie a quien vosotros
nombraríais? ¿En quién confía mi pueblo?
—En la casa de Eorl—respondió Háma.
—Pero de Éomer no puedo prescindir, ni él
tampoco querría quedarse—dijo el rey—; y Éomer es el último de esta casa.
—No he nombrado a Éomer—dijo Háma—. Y no es
el último. Está Éowyn, hija de Éomund, la hermana de Éomer. Es valiente y de
corazón magnánimo. Todos la aman. Que ella sea como un señor los eorlingas en
nuestra ausencia.
—Así será—dijo Théoden—. ¡Que los heraldos
anuncien que la dama Éowyn gobernará al pueblo!
Y el rey se sentó entonces en un sitial
frente a las puertas y Éowyn se arrodilló ante él para recibir una espada y una
hermosa cota de malla. —¡Adiós, hija de mi hermana!—dijo—. Sombría es la hora;
pero quizás un día volveremos al Castillo de Oro. Sin embargo, en El Sagrario
el pueblo podrá resistir largo tiempo y si la suerte no nos es propicia, allí
irán a buscar refugio todos los que se salven.
—No habléis así—respondió ella—. Cada día
que pase esperando vuestro regreso será como un año para mí. —Pero mientras
hablaba los ojos de Éowyn se volvían a Aragorn, que estaba de pie allí cerca.
—El rey regresará—dijo Aragorn—. ¡Nada
temas! No es en el oeste sino en el este donde nos espera nuestro destino.
El rey bajó entonces la escalera con
Gandalf a su lado. Los otros lo siguieron. Aragorn volvió la cabeza en el
momento en que se encaminaban hacia la puerta. Allá, en lo alto de la escalera,
de pie, sola delante de las puertas, estaba Éowyn, las manos apoyadas en la empuñadura
de la espada clavada ante ella en el suelo. Ataviada ya con la cota de malla,
resplandecía como la plata a la luz del sol. Con el hacha al hombro, Gimli
caminaba junto a Legolas. —¡Bueno, por fin partimos!—dijo—. Cuánto necesitan
hablar los hombres antes de decidirse. El hacha se impacienta en mis manos. Aunque
no pongo en duda que estos rohirrim tengan la mano dura cuando llega la ocasión,
no creo que sea ésta la clase de guerra que a mí me conviene. ¿Cómo llegaré a
la batalla? Ojalá pudiera ir a pie y no rebotando como un saco contra el arzón
de la silla de Gandalf.
—Un lugar más seguro que muchos otros,
diría yo—dijo Legolas— Aunque sin duda Gandalf te bajará de buena gana cuando
comiencen los golpes, o el mismo Sombragrís. Un hacha no es arma de caballero.
—Y un enano no es un jinete. Querría cortar
cabezas de orcos, no rasurar cueros cabelludos humanos—dijo Gimli, palmoteando
el mango del hacha.
En la puerta, encontraron una gran hueste
de hombres, viejos y jóvenes, ya montados. Eran más de mil. Las lanzas en alto,
parecían un bosque naciente. Un potente y jubiloso clamor saludó la aparición
de Théoden. Algunos hombres sujetaban al caballo del rey, Crinblanca, ya listo
para la partida, y otros cuidaban las cabalgaduras de Aragorn y Legolas. Gimli
estaba malhumorado, con el ceño fruncido, pero Éomer se le acercó, llevando el
caballo por la brida.
—¡Salve, Gimli hijo de Glóin!—exclamó—. No
ha habido tiempo para que aprendiera a expresarme en un lenguaje más delicado,
como me prometiste. ¿Pero no será mejor que olvidemos nuestra querella? Al menos
no volveré a hablar mal de la dama del bosque.
—Olvidaré mi ira por un tiempo, Éomer hijo
de Éomund—dijo Gimli—, pero si un día llegas a ver a la dama Galadriel con tus
propios ojos, tendrás que reconocerla como la más hermosa de las damas, o
acabará nuestra amistad.
—¡Que así sea!—dijo Éomer—. Pero hasta ese
momento, perdóname, y en prueba de tu perdón cabalga conmigo en mi silla, te lo
ruego. Gandalf marchará a la cabeza con el señor de la Marca; pero Pies de Fuego,
mi caballo, nos llevará a los dos, si tú quieres.
—Te lo agradezco de veras—dijo Gimli muy
complacido—. Con todo gusto montaré contigo si Legolas, mi camarada, cabalga a
nuestro lado.
—Así será—dijo Éomer—. Legolas a mi
izquierda y Aragorn a mi diestra, ¡y nadie se atreverá a ponerse delante de
nosotros!
—¿Dónde está Sombragrís?—preguntó Gandalf.
—Corriendo desbocado por los prados—le
respondieron—. No deja que ningún hombre se le acerque. Allá va por el vado
como una sombra entre los sauces.
Gandalf silbó y llamó al caballo por su
nombre, y el animal levantó la cabeza y relinchó; y en seguida volviéndose,
corrió como una flecha hacia la hueste.
—Si el viento del oeste tuviera un cuerpo
visible, así de veloz soplaría—dijo Éomer, mientras el caballo corría hasta
detenerse delante del mago.
—Se diría que el regalo se ha entregado ya—dijo
Théoden—. Pero, prestad oídos, todos los presentes. Aquí y ahora nombro a mi
huésped Gandalf Capagrís, el más sabio de los consejeros, el más bienvenido de
todos los vagabundos, señor de la Marca, jefe de los eorlingas, mientras
perdure nuestra dinastía; y le doy a Sombragrís, príncipe de caballos.
—Gracias, rey Théoden—dijo Gandalf. Luego,
de súbito, echó atrás la capa gris, arrojó a un lado el sombrero y saltó sobre
la grupa del caballo. No llevaba yelmo ni cota de malla. Los cabellos de nieve le
flotaban al viento y las blancas vestiduras resplandecieron al sol con un
brillo enceguecedor.
—¡Contemplad al jinete blanco!—gritó
Aragorn; y todos repitieron estas palabras.
—¡Nuestro rey y el jinete blanco!—gritaron—.
¡Adelante, eorlingas!
Sonaron las trompetas. Los caballos
piafaron y relincharon. Las lanzas restallaron contra los escudos. Entonces el
rey levantó las manos y con un ímpetu semejante al de un vendaval, la última
hueste de Rohan partió como un trueno rumbo al oeste.
Sola e inmóvil, de pie delante de las
puertas del castillo silencioso, Éowyn siguió con la mirada el centelleo de las
lanzas que se alejaban por la llanura.
LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO VII
(INICIO DEL CAPÍTULO “EL ABISMO DE HELM”)[78]
El sol declinaba ya en el poniente cuando
partieron de Edoras, llevando en los ojos la luz del atardecer, que envolvía
los ondulantes campos de Rohan en una bruma dorada. Un camino trillado costeaba
las estribaciones de las montañas Blancas hacia el noroeste y en él se
internaron, subiendo y bajando y vadeando numerosos riachos que corrían y
saltaban entre las rocas de la campiña verde. A lo lejos y a la derecha
asomaban las montañas Nubladas, cada vez más altas y más sombrías a medida que
avanzaban las huestes. Ante ellos, el sol se hundía lentamente. Detrás, venía
la noche.
El ejército proseguía la marcha, empujado
por la necesidad. Temiendo llegar demasiado tarde, se adelantaban a todo correr
y rara vez se detenían. Rápidos y resistentes eran los corceles de Rohan, pero
el camino era largo: cuarenta leguas [193 kilómetros] o quizá más, a vuelo
de pájaro, desde Edoras hasta los vados del Isen, donde esperaban encontrar a
los hombres del rey que contenían a las tropas de Saruman.
Cayó la noche. Al fin se detuvieron a
acampar. Habían cabalgado unas cinco horas y habían dejado atrás buena parte de
la llanura occidental, pero aún les quedaba por recorrer más de la mitad del
trayecto. En un gran círculo bajo el cielo estrellado y la luna creciente
levantaron el vivac. No encendieron hogueras, pues no sabían lo que la noche
podía depararles; pero rodearon el campamento con una guardia de centinelas
montados y algunos jinetes partieron a explorar los caminos, deslizándose como
sombras entre los repliegues del terreno. La noche transcurrió lentamente, sin
novedades ni alarmas. Al amanecer sonaron los cuernos y antes de una hora ya
estaban otra vez en camino.
Aún no había nubes en el cielo, pero la
atmósfera era pesada y demasiado calurosa para esa época del año. El sol subía
velado por una bruma, perseguido palmo a palmo por una creciente oscuridad,
como si un huracán se levantara en el este. Y a lo lejos, en el noroeste, otra
oscuridad parecía cernirse sobre las últimas estribaciones de las montañas
Nubladas, una sombra que descendía arrastrándose desde el valle del Mago.
Gandalf retrocedió hasta donde Legolas cabalgaba al lado de Éomer. —Tú que
tienes los ojos penetrantes de tu hermosa raza, Legolas—dijo—, capaces de
distinguir a una legua un gorrión de un jilguero: dime, ¿ves algo allá a lo
lejos, en el camino a Isengard?
—Muchas millas nos separan—dijo Legolas, y
miró llevándose la larga mano a la frente y protegiéndose los ojos de la luz—.
Veo una oscuridad. Dentro hay formas que se mueven, grandes formas lejanas a la
orilla del río, pero qué son no lo puedo decir. No es una bruma ni una nube lo
que me impide ver: es una sombra que algún poder extiende sobre la tierra para
velarla y que avanza lentamente a lo largo del río. Es como si el crepúsculo
descendiera de las colinas bajo una arboleda interminable.
—Y la tempestad de Mordor nos viene pisando
los talones—dijo Gandalf—. La noche será siniestra.
En la jornada del segundo día, el aire
parecía más pesado aún. Por la tarde, las nubes oscuras los alcanzaron: un
palio sombrío de grandes bordes ondulantes y estrías de luz enceguecedora. El
sol se ocultó, rojo sangre en una espesa bruma gris. Un fuego tocó las puntas
de las lanzas cuando los últimos rayos iluminaron las pendientes escarpadas del
Thrihyrne, ya muy cerca, en el brazo septentrional de las montañas Blancas:
tres picos dentados que miraban al poniente. A los últimos resplandores
purpúreos, los hombres de la vanguardia divisaron un punto negro, un jinete que
avanzaba hacia ellos. Se detuvieron a esperarlo.
El hombre llegó, exhausto, con el yelmo
abollado y el escudo hendido. Se apeó lentamente del caballo y allí se quedó,
silencioso y jadeante. —¿Está
aquí Éomer?—preguntó al cabo de un rato—. Habéis llegado al fin, pero demasiado
tarde y con fuerzas escasas. La suerte nos ha sido adversa después de la muerte
de Théodred. Ayer, en la otra margen del Isen, sufrimos una derrota; muchos
hombres perecieron al cruzar el río. Luego, al amparo de la noche, otras
fuerzas atravesaron el río y atacaron el campamento. Toda Isengard ha de estar
vacía; y Saruman armó a los montañeses y pastores salvajes de las Tierras
Brunas de más allá de los ríos y los lanzó contra nosotros. Nos dominaron. El
muro de protección ha caído. Erkenbrand del Folde Oeste se ha replegado con
todos los hombres que pudo reunir en la fortaleza del abismo de Helm. Los demás
se han dispersado.
»¿Dónde está Éomer? Decidle que no queda
ninguna esperanza. Que mejor sería regresar a Edoras antes que lleguen los
lobos de Isengard.
Théoden había permanecido en silencio,
oculto detrás de los guardias; ahora adelantó el caballo. —¡Ven, acércate,
Ceorl!—dijo—. Aquí estoy yo. La última hueste de los eorlingas se ha puesto en
camino. No volverá a Edoras sin presentar batalla.
Una expresión de alegría y sorpresa iluminó
el rostro del hombre. Se irguió y luego se arrodilló a los pies del rey
ofreciéndole la espada mellada. —¡Ordenad,
mi señor!—exclamó—. ¡Y perdonadme! Creía que...
—Creías que me había quedado en Meduseld,
agobiado como un árbol viejo bajo la nieve de los inviernos. Así me vieron tus
ojos cuando partiste para la guerra. Pero un viento del oeste ha sacudido las
ramas—dijo Théoden—. ¡Dadle a este hombre otro caballo! ¡Volemos a auxiliar a
Erkenbrand!
Mientras Théoden hablaba aún, Gandalf se
había adelantado un trecho, y miraba hacia Isengard al norte y al sol que se
ponía en el oeste.
—Adelante, Théoden—dijo regresando—.
¡Adelante hacia el abismo de Helm! ¡No vayáis a los vados del Isen ni os
demoréis en los llanos! He de abandonaros por algún tiempo. Sombragrís me
llevará ahora a una misión urgente. —Volviéndose a Aragorn y Éomer, y a los
hombres del séquito del rey, gritó:
—¡Cuidad bien al señor de la Marca hasta mi
regreso! ¡Esperadme en la puerta de Helm! ¡Adiós!
Le dijo una palabra a Sombragrís y como una
flecha disparada desde un arco, el caballo echó a correr. Apenas alcanzaron a
verlo partir: un relámpago de plata en el atardecer, un viento impetuoso sobre
las hierbas, una sombra que volaba y desaparecía. Crinblanca relinchó y piafó,
queriendo seguirlo; pero sólo un pájaro que volara raudamente hubiera podido
darle alcance.
—¿Qué significa esto?—preguntó a Háma uno
de los guardias.
—Que Gandalf Capagrís tiene mucha prisa—respondió
Háma—. Siempre aparece y desaparece así, de improviso.
—Si Lengua de Serpiente estuviera aquí, no
le sería difícil buscar una explicación—dijo el otro.
—Muy cierto—dijo Háma—, pero yo, por mi
parte, esperaré hasta que lo vuelva a ver.
—Quizá tengas que esperar un largo tiempo—dijo
el otro. (…)
XXXIII.LA SEGUNDA BATALLA DE
LOS VADOS DEL ISEN
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
De
la Segunda Batalla no se hizo nunca una crónica tan clara por causa de los
acontecimientos mucho más grandes que ocurrieron en seguida. Erkenbrand del
Folde Oeste asumió el mando de la Marca Oeste cuando la nueva de la caída de
Théodred le llegó al día siguiente en Cuernavilla. Envió jinetes mensajeros a
Edoras para anunciarlo y para llevar a Théoden las últimas palabras de su hijo,
rogando además que mandaran a Éomer sin demora con toda la ayuda de que pudiera
disponerse. Los mensajes no llegaron a Edoras hasta el mediodía del 27 de
febrero. Gandalf llegó allí temprano por la mañana el 2 de marzo (¡febrero tenía 30 días!): de modo que
no habían transcurrido cinco días completos como dijo Grima, cuando la noticia
le llegó al rey. —Que la defensa de Edoras se haga aquí mismo, en el oeste—decía—,
y no se espere a que sea sitiada. —Pero Grima aprovechó el laconismo de este
consejo para favorecer su propia política dilatoria. Sólo después de la derrota
a manos de Gandalf se tomó alguna medida. Los refuerzos con Éomer y el mismo rey
se pusieron en camino la tarde del 2 de marzo, pero esa noche se libró y se
perdió la Segunda Batalla de los Vados y empezó la invasión de Rohan.
Erkenbrand
no acudió él mismo en seguida al campo de batalla. Todo era confusión. No sabía
qué fuerzas podría reunir de prisa; tampoco le era posible todavía estimar con
exactitud las pérdidas de las tropas de Théodred. Juzgó sin equivocarse que la
invasión era inminente, pero que Saruman no se atrevería a avanzar hacia el
este para atacar Edoras en tanto la fortaleza de Cuernavilla no quedara
reducida, pues contaba con hombres y estaba bien guardada. En esta empresa y el
reclutamiento de tantos hombres del Folde Oeste como pudiera encontrar, estuvo
ocupado durante tres días. El mando en el campo lo dio a Grimbold hasta que él
mismo acudiera; pero no asumió el mando sobre Elfhelm y sus jinetes, que
pertenecían a la nómina de Edoras. Los dos comandantes eran, sin embargo,
amigos, y ambos hombres leales y juiciosos, y no había desacuerdo entre ellos;
el ordenamiento de las fuerzas fue un compromiso entre opiniones divergentes. Elfhelm
sostenía que los vados no tenían ya importancia, y que en verdad eran una
trampa en la que podían caer hombres que hubieran estado mejor apostados en
otro sitio, pues evidentemente no le sería difícil a Saruman enviar fuerzas a
ambas orillas del Isen cuando le pareciera oportuno; y su propósito inmediato
sería sin duda invadir el Folde Oeste y sitiar Cuernavilla antes de que pudiera
llegar de Edoras una ayuda efectiva. Por tanto, su ejército o la mayor parte de
él bajaría a lo largo de la orilla este del Isen; porque, aunque por allí,
siendo un terreno áspero y desprovisto de caminos, el avance sería más lento,
no tendría que abrirse paso por los vados. Aconsejó por tanto Elfhelm que los vados
se abandonaran; todos los hombres disponibles de a pie serían apostados sobre
el lado del este y situados de modo tal que pudieran interceptar el avance del
enemigo: una prolongada línea de terreno ascendente que iba de oeste a este a
unas pocas millas al norte de los vados; pero la caballería tenía que ser
trasladada hacia el este hasta un punto desde el cual, cuando el avance del
enemigo se topara con la defensa, se pudiera atacar con la máxima eficacia el
flanco derecho, y así, empujarlos al río. —¡Que el Isen sea una trampa para
ellos y no para nosotros!
Grimbold,
en cambio, no estaba dispuesto a abandonar los vados. Esto era en parte una
consecuencia de la tradición del Folde Oeste en la que él y Erkenbrand habían
sido criados, pero no dejaba de tener en parte razón. —No sabemos—dijo—las
fuerzas que Saruman manda todavía. Pero si es en verdad su propósito asolar el Folde Oeste y empujar a sus defensores al abismo de Helm para hacerlos
allí prisioneros, tienen que ser muy grandes. Es improbable que las despliegue
a todas de una vez. No bien adivine o descubra cómo hemos dispuesto a nuestra
defensa, sin duda enviará grandes fuerzas a toda velocidad desde Isengard, y
después de cruzar los vados sin defensa, nos atacará por la retaguardia, si
estamos todos reunidos en el norte.
Por
fin Grimbold apostó hombres en el extremo occidental de los vados, la mayor
parte de sus soldados de a pie; ocupaban una fuerte posición en las fortalezas
que protegían las vías de acceso. Él permaneció con el resto de sus hombres,
incluidos los que le quedaban de la caballería de Théodred, en la orilla este.
El islote fue dejado vacío. Se dice que levantó estacas en torno al islote en
las que estaban clavadas las cabezas de los portadores de hachas que habían
sido muertos allí, pero sobre el montículo de Théodred, levantado
apresuradamente, en el medio, puso su estandarte. —Ésa será defensa suficiente—dijo
Elfhelm se retiró con sus jinetes y tomó posiciones sobre la línea donde había
deseado que se apostara el grueso de la defensa; su propósito era divisar tan
pronto como fuera posible cualquier ataque que viniera del este del río, y
desbaratar a las fuerzas atacantes antes de que pudieran llegar a los vados.
Todo
fue mal, como muy probablemente habría sucedido en cualquier caso: las fuerzas
de Saruman eran excesivas. Empezó su ataque de día, y antes del mediodía del 2
de marzo, un fuerte batallón de sus mejores guerreros, avanzando por el camino
de Isengard, atacó los fuertes al oeste de los vados. Esta tropa, de hecho, no
era sino una pequeña parte de las fuerzas con que contaba entonces, no más que
lo que consideró suficiente para eliminar la defensa debilitada. La guarnición
de los vados, aunque vastamente superada en número, resistió, no obstante, con
firmeza. Pero por fin, cuando en los dos fuertes se libraba encarnizada lucha,
una tropa de uruks se abrió camino entre ellos y empezó a cruzar los vados. Grimbold,
que confiaba en que Elfhelm rechazaría el ataque sobre el lado este, avanzó con
todos los hombres que le quedaban y los obligó a retroceder... por un tiempo.
Pero el comandante enemigo hizo intervenir a un batallón inactivo hasta el
momento y quebrantó las defensas. Grimbold tuvo que retirarse cruzando el Isen.
No faltaba mucho para que el sol se pusiera. Había sufrido grandes pérdidas,
pero se las había infligido aún mayores al enemigo (orcos en su mayoría) y
retenía todavía con firmeza la posesión de la orilla este. El enemigo no intentó
cruzar los vados y abrirse camino luchando por las empinadas cuestas; mejor
dicho, no lo intentó todavía.
Elfhelm
no había podido tomar parte en esta acción. En el crepúsculo reunió a sus
compañías y se retiró hacia el campamento de Grimbold colocando a sus hombres
en grupos a cierta distancia de él para que sirvieran de pantalla de protección
contra los ataques venidos del norte y del este. Del sur no esperaban mal
alguno y tenían esperanzas de que desde allí les llegara socorro. Después de
retirarse cruzando los vados, se habían despachado sin demora mensajeros
montados a Erkenbrand y a Edoras que llevarían las infortunadas noticias.
Temiendo o, mejor, sabiendo que todavía sufrirían mayores males en breve plazo
a no ser que les llegara de prisa una inesperada ayuda, los defensores se
preparaban para impedir de cualquier modo el avance de Saruman antes de ser
desbordados por él. Esto, se dijo, fue resolución de Grimbold. La mayor parte
veló las armas, y sólo unos pocos, por turnos, intentaron descansar y dormir
brevemente. Grimbold y Elfhelm permanecieron insomnes a la espera del alba y
temiendo lo que ésta pudiera depararles.
Elfhelm
no lo abandonó entonces, pero si él hubiera estado al mando habría dejado atrás
los vados al abrigo de la noche y se hubiera retirado hacia el sur al encuentro
de Erkenbrand con el propósito de sumarse a las fuerzas todavía disponibles
para la defensa de la hondonada del abismo y de Cuernavilla.
No
tuvieron que esperar demasiado. No era todavía medianoche, cuando desde el
norte se vieron puntos de luz roja que se acercaban al oeste del río. Era la
vanguardia de todo el resto de las fuerzas de Saruman que se disponía a
batallar ahora por la conquista del Folde Oeste. Venía a gran velocidad, y de
pronto todas las huestes parecieron estallar en llamas. Se encendieron
centenares de antorchas con las que portaban los conductores de las tropas, y
uniéndose a la corriente de las fuerzas que ya estaban apostadas en la orilla
oeste, cruzaron los vados como un río de fuego con gran estrépito de odio. Una
gran compañía de arqueros podría haber logrado que el enemigo lamentara la luz
de las antorchas, pero Grimbold tenía sólo un puñado de ellos. No le era posible
retener la orilla este y se retiró formando un gran escudo en torno al
campamento. Pronto fue rodeado y los atacantes arrojaron antorchas entre ellos,
y algunas las hicieron volar muy altas por sobre las cabezas de los muros del
escudo con la esperanza de pegar fuego a los almacenes de provisiones y aterrar
a los pocos caballos que todavía le quedaban a Grimbold. Pero el escudo
resistió. Pues, como los orcos no resultaban tan eficaces en este tipo de lucha
por su escasa estatura, se arrojaron contra él feroces compañías de dunlendinos,
los hombres de las colinas. Pero a pesar del odio que les profesaban, los dunlendinos
todavía temían a los rohirrim si se topaban con ellos cara a cara, y eran
además menos hábiles en las artes de la guerra y no estaban tan bien armados. El
escudo todavía resistió.
No
llevaban armadura; sólo algunos usaban una cota, obtenida en robos o saqueos.
Los rohirrim tenían la ventaja de haber sido pertrechados por los herreros de
Gondor. En Isengard todavía no había sino las mallas pesadas y torpes de los orcos,
hechas para sus propios usos.
En
vano esperaba Grimbold que le viniera ayuda de Elfhelm. No le llegó. Por fin
decidió llevar a cabo el plan que ya se había trazado en caso de encontrarse en
posición tan desesperada. Había terminado por reconocer el tino de Elfhelm, y
comprendía que, aunque sus hombres siguieran luchando hasta que el último
pereciera, y así lo harían si se les ordenaba, semejante valor de nada le
valdría a Erkenbrand: cualquier hombre que pudiera liberarse del cerco y huir
hacia el sur resultaría más útil, aunque pareciera menos glorioso.
Hasta
entonces el cielo nocturno había estado nublado y oscuro, pero la luna
creciente empezó a resplandecer entre nubes errantes. Un viento soplaba desde
el este, anunciando la gran tormenta que pasaría sobre Roban y estallaría en el
abismo de Helm a la noche siguiente. Grimbold cobró conciencia de pronto
de que la mayor parte de las antorchas se habían extinguido y de que la furia
del ataque había menguado.
Parece
que la valiente defensa de Grimbold no había sido del todo inútil. Había sido
inesperada y el comandante de Saruman llegó tarde: se había demorado algunas
horas cuando la intención había sido que barriera los vados, dispersara las
débiles defensas, y sin perder tiempo en perseguirlas, se diera prisa en llegar
al camino y seguir luego hacia el sur para sumarse a las fuerzas que atacarían
el Desfiladero. Ahora dudaba. Esperaba, quizás, alguna señal del otro ejército
que había sido enviado al lado este del Isen.
Por
tanto, sin demora hizo montar a los pocos jinetes que disponían de caballo
todavía, no más de media éored, y los puso al mando de Dúnhere.
Un
valiente capitán, sobrino de Erkenbrand. Gracias a su coraje y habilidad
sobrevivió al desastre de los vados, pero cayó en la batalla de Pelennor para
gran dolor del Folde Oeste.
El
escudo se abrió por el lado del este y los jinetes lo atravesaron rechazando en
esa parte a los atacantes; luego, dividiéndose y girando, cargaron contra el
enemigo por el norte y el sur del campamento. La súbita maniobra por un momento
tuvo buenos resultados. El enemigo quedó confundido y consternado; muchos
creyeron en un principio que una gran fuerza de jinetes había venido desde el
este. Grimbold, por su parte, quedó de a pie con una retaguardia de hombres
escogidos de antemano, y cubiertos durante un rato por estos hombres y los jinetes
mandados por Dúnhere, los demás se retiraron tan de prisa como pudieron. Pero
el comandante de Saruman no tardó en advertir que el escudo estaba roto y que
los defensores huían. Afortunadamente la luna había sido alcanzada por las
nubes y todo estaba a oscuras otra vez, y él tenía prisa. No permitió que sus
tropas se adelantaran demasiado en la oscuridad en persecución de los fugitivos
ahora que los vados estaban en su poder. Reunió a sus tropas en las mejores
condiciones que pudo y se dirigió hacia el camino del sur. Así fue que la mayor
parte de los hombres de Grimbold sobrevivieron. Se dispersaron en la noche,
pero, como él había ordenado, se alejaron del Camino al este de la gran curva
donde tuerce en dirección oeste hacia el Isen. Sintieron alivio y también
asombro al no toparse con enemigo alguno, pues no sabían que un gran ejército
se había puesto en marcha hacia el sur ya hacía algunas horas y que Isengard no
tenía apenas otra protección que la resistencia de sus muros y puertas.
Por
esta razón no le había llegado ayuda de Elfhelm. Más de la mitad de las fuerzas
de Saruman habían sido enviadas hacia el este del Isen. Avanzaban más
lentamente que la división occidental, porque el terreno era más áspero y no
tenía camino; y no portaban luces. Pero delante de ellos, veloces y en
silencio, avanzaban varias tropas de los temidos jinetes de lobos. Antes de que
Elfhelm tuviera noticias de la aproximación de los enemigos por el lado del río
que él ocupaba, los jinetes de lobos se interponían entre él y el campamento de
Grimbold; y estaban también intentando rodear a cada uno de los pequeños grupos
de jinetes. La oscuridad era grande y todas sus fuerzas estaban en desorden.
Reunió a todos los que pudo en un cuerpo cerrado de hombres montados, pero fue
obligado a retirarse hacia el este. No pudo llegar a Grimbold, aunque sabía que
se encontraba en apuros, y estaba por acudir en su ayuda cuando los jinetes de
lobos lo atacaron. Pero presintió también con acierto que los jinetes de lobos
no eran sino la avanzadilla de una fuerza demasiado grande, y él no podría
impedir que avanzaran hacia el camino del sur. La noche ya concluía; no tenía
otra cosa que hacer sino aguardar el alba.
Lo
que siguió resulta menos claro, pues sólo Gandalf conoció toda la verdad. Sólo
recibió noticias del desastre estando muy avanzada la tarde del 3 de marzo. El rey
estaba en un punto no muy lejano hacia el este de la unión del camino con el
ramal que iba a Cuernavilla. Desde allí sólo había unas noventa millas [145 kilómetros]
en línea directa hasta Isengard; y Gandalf tuvo que haberse lanzado a la
carrera montado en Sombragrís. Llegó a Isengard al caer la noche, y partió otra
vez en no más de veinte minutos. Tanto en el viaje de ida, cuando el camino
directo tuvo que haberlo llevado cerca de los vados, como en el regreso hacia
el sur para reunirse con Erkenbrand, debió de encontrarse con Grimbold y Elfhelm.
Éstos se convencieron de que actuaba en nombre del rey, no sólo por aparecer
montado en Sombragrís, sino también porque conocía el nombre del mensajero
Ceorl y el mensaje que éste portaba; y consideraron una orden el consejo que
les dio. A los hombres de Grimbold los envió hacia el sur para que se unieran a
Erkenbrand...[79]
XXXIV.EL ABISMO DE HELM
LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO VII (CONTINUACIÓN)[80]
(…)El ejército se desvió del camino que
conducía a los vados del Isen y se dirigió al sur. Cayó la noche y continuaron
cabalgando. Las colinas se acercaban, pero ya los altos picos del Thrihyrne se
desdibujaban en la oscuridad creciente del cielo. Algunas millas más allá, del
otro lado del Folde Oeste, había una hondonada ancha y verde en las montañas, y
desde allí un desfiladero se abría paso entre las colinas. Los lugareños lo
llamaban el abismo de Helm, en recuerdo de un héroe de antiguas guerras que
había tenido allí su refugio[81]. Cada
vez más escarpado y angosto, serpeaba desde el norte y se perdía a la sombra
del Thrihyrne, en los riscos poblados de cuervos que se levantaban como torres
imponentes a uno y otro lado, impidiendo el paso de la luz.
En la Puerta de Helm, ante la entrada del abismo,
el risco más septentrional se prolongaba en un espolón de roca. Sobre esta
estribación se alzaban unos muros de piedra altos y antiguos que circundaban
una soberbia torre. Se decía que en los lejanos días de gloria de Gondor los
reyes del mar habían edificado aquella fortaleza con la ayuda de gigantes. La
llamaban Cuernavilla, porque los ecos de una trompeta que llamaba a la guerra
desde la torre resonaban aún en el abismo, como si unos ejércitos largamente
olvidados salieran de nuevo a combatir de las cavernas y bajo las colinas.
Aquellos hombres de antaño también habían edificado una muralla, desde
Cuernavilla hasta el acantilado más austral, cerrando así la entrada del
desfiladero. Abajo se deslizaba la corriente del Bajo. Serpeaba a los pies de
Cuernavilla y fluía luego por una garganta a través de una ancha lengua de
tierra verde que descendía en pendiente desde la Puerta hasta el abismo. De ahí
caía en la hondonada del abismo y penetraba en el valle del Folde Oeste. Allí,
en Cuernavilla, a las Puertas de Helm, moraba ahora Erkenbrand, dueño y señor
del Folde Oeste, en las fronteras de la Marca. Y cuando el peligro de guerra se
hizo más inminente, Erkenbrand, hombre precavido, ordenó reparar las murallas y
fortificar la ciudadela.
Los jinetes estaban todavía en la hondonada
a la entrada del valle del bosque, cuando oyeron los gritos y los cuernos
tonantes de los exploradores que se habían adelantado. Las flechas rasgaban,
silbando, la oscuridad. Uno de los exploradores volvió al galope para anunciar
que unos jinetes montados en lobos ocupaban el valle y que una horda de orcos y
de hombres salvajes, procedente de los vados del Isen, avanzaba en tropel hacia
el sur y parecía encaminarse al abismo de Helm.
—Hemos encontrado muertos a muchos de
nuestros hombres que trataron de huir en esa dirección—dijo el explorador—. Y
hemos tropezado con compañías desperdigadas, que erraban de un lado a otro, sin
jefes que las guiaran. Nadie parecía saber qué había sido de Erkenbrand. Lo más
probable es que lo capturen antes que pueda llegar a la Puerta de Helm, si es
que no ha muerto todavía.
—¿Se sabe de Gandalf?—preguntó Théoden.
—Sí, señor. Muchos han visto aquí y allá a
un anciano vestido de blanco y montado en un caballo que cruzaba las llanuras
rápido como el viento. Algunos creían que era Saruman. Dicen que antes que
cayera la noche partió rumbo a Isengard. Otros dicen que más temprano vieron a
Lengua de Serpiente que iba al norte con una compañía de orcos.
—Mal fin le espera a Lengua de Serpiente si
Gandalf tropieza con él—dijo Théoden—. Como quiera que sea, ahora echo de menos
a mis dos consejeros, el antiguo y el nuevo. Pero en este trance, no hay otra alternativa
que seguir adelante, como dijo Gandalf, hacia las Puertas de Helm, aunque
Erkenbrand no esté allí. ¿Se sabe cómo es de poderoso el ejército que avanza
del norte?
—Es muy grande—dijo el explorador—. El que
huye cuenta a cada enemigo por dos; sin embargo, yo he hablado con hombres de
corazón bien templado y estoy convencido de que el grueso del enemigo es muchas
veces superior a las fuerzas con que aquí contamos.
—Entonces, démonos prisa—dijo Éomer—.
Tratemos de cruzar a salvo las líneas enemigas que nos separan de la fortaleza.
Hay cavernas en el abismo de Helm donde pueden ocultarse centenares de hombres;
y caminos secretos que suben por las colinas.
—No te fíes de los caminos secretos—dijo el
rey—. Saruman ha estado espiando toda esta región desde hace años. Sin embargo,
en ese paraje nuestra defensa puede resistir mucho tiempo. ¡En marcha!
Aragorn y Legolas iban ahora con Éomer en
la vanguardia. Cabalgaban en plena noche, a paso más lento a medida que la
oscuridad se hacía más profunda y el camino trepaba más escarpado hacia el sur,
entre los imprecisos repliegues de las estribaciones montañosas. Encontraron
pocos enemigos. De tanto en tanto se topaban con pandillas de orcos vagabundos;
pero huían antes que los caballeros pudieran capturarlos o matarlos.
—No pasará mucho, me temo—dijo Éomer—antes
de que el avance de las huestes del rey llegue a oídos de aquel que encabeza
las tropas enemigas, Saruman o quienquiera que sea el capitán que haya puesto al
frente.
Los rumores de la guerra crecían tras ellos.
Ahora escuchaban, como transportados en alas de la noche, unos cantos roncos.
Cuando habían escalado ya un buen trecho de la hondonada del abismo se
volvieron a mirar y abajo vieron antorchas, innumerables puntos de luz
incandescente que tachonaban los campos negros como flores rojas o que
serpenteaban subiendo desde los bajíos en largas hileras titilantes. De tanto
en tanto la luz estallaba, resplandeciente.
—Es un ejército muy grande y nos pisa los
talones—dijo Aragorn.
—Traen fuego—dijo Théoden—, e incendian
todo cuanto encuentran a su paso, niaras, cabañas y árboles. Este era un valle
rico y en él prosperaban muchas heredades. ¡Ay, pobre pueblo mío!
—¡Si por lo menos fuese de día y pudiésemos
caer sobre ellos como una tormenta que baja de las montañas!—dijo Aragorn—. Me
avergüenza tener que huir delante de ellos.
—No tendremos que huir mucho tiempo—dijo Éomer—.
Ya no estarnos lejos de la Empalizada de Helm, una antigua trinchera con una
muralla que protege la hondonada, a un cuarto de milla por debajo de la Puerta
de Helm. Allí podremos volvernos y combatir.
—No, somos muy pocos para defender la
empalizada—dijo Théoden—. Tiene por lo menos una milla de largo y el foso es
demasiado ancho.
—Allí, en el foso, mantendremos nuestra
retaguardia, por si nos asedian—dijo Éomer.
No había luna ni estrellas cuando los
caballeros llegaron al foso de la empalizada, allí de donde salían el río y el
camino ribereño que bajaban de Cuernavilla. El murallón apareció de pronto ante
ellos, una sombra gigantesca del otro lado de un foso negro. Cuando subían, se
oyó el grito de un centinela.
—El señor de la Marca se encamina hacia la
Puerta de Helm—respondió Éomer—. El que habla es Éomer hijo de Éomund.
—Buenas nuevas nos traes, cuando ya
habíamos perdido toda esperanza—dijo el centinela. ¡Daos prisa! El enemigo os
pisa los talones.
La tropa cruzó el foso y se detuvo en lo
alto de la pendiente. Allí se enteraron con alegría de que Erkenbrand había
dejado muchos hombres custodiando la Puerta de Helm y que más tarde también otros
habían podido refugiarse allí.
—Quizá contemos con unos mil hombres aptos
para combatir a pie—dijo Gameling, un anciano que era el jefe de los que
defendían la empalizada—. Pero la mayoría ha visto muchos inviernos, como yo, o
demasiado pocos, como el hijo de mi hijo, aquí presente. ¿Qué noticias hay de
Erkenbrand? Ayer nos llegó la voz de que se estaba replegando hacia aquí, con
todo lo que se ha salvado de los mejores jinetes del Folde Oeste. Pero no ha
venido.
—Me temo que ya no pueda venir—dijo Éomer—.
Nuestros exploradores no han sabido nada de él y el enemigo ocupa ahora todo el
valle.
—Ojalá haya podido escapar—dijo Théoden—.
Era un hombre poderoso. En él renació el temple de Helm Manomartillo. Pero no
podemos esperarlo aquí. Hemos de concentrar todas nuestras fuerzas detrás de las
murallas. ¿Tenéis provisiones suficientes? Nosotros estamos escasos de víveres,
pues partimos dispuestos a librar batalla, no a soportar un sitio.
—Atrás, en las cavernas del abismo, están
las tres cuartas partes de los habitantes del Folde Oeste, viejos y jóvenes,
niños y mujeres—dijo Gameling—. Pero también hemos llevado allí provisiones en
abundancia y muchas bestias, y el forraje necesario para alimentarlas.
—Habéis actuado bien—dijo Éomer—. El
enemigo quema o saquea todo cuanto queda en el valle.
—Si vienen a mercar con nosotros en la
Puerta de Helm, pagarán un alto precio—dijo Gameling.
El rey y sus caballeros prosiguieron la
marcha. Frente a la explanada que pasaba sobre el río se detuvieron apeándose.
En una larga fila, subieron los caballos por la rampa y franquearon las puertas
de Cuernavilla. Allí fueron una vez más recibidos con júbilo y renovadas
esperanzas; porque ahora había hombres suficientes para defender a la vez la
empalizada y la fortaleza.
Rápidamente, Éomer desplegó a sus hombres.
El rey y su séquito quedaron en Cuernavilla, donde también había muchos hombres
del Folde Oeste. Pero Éomer distribuyó la mayor parte de las fuerzas sobre el muro
del abismo y la torre, y también detrás, pues era allí donde la defensa parecía
más incierta en caso de que el enemigo atacase resueltamente y con tropas
numerosas. Llevaron los caballos más lejos, al abismo, dejándolos bajo la
custodia de unos pocos guardias.
El muro del abismo tenía veinte pies de
altura y el espesor suficiente como para que cuatro hombres caminaran de frente
todo a lo largo del adarve, protegido por un parapeto al que sólo podía
asomarse un hombre muy alto. De tanto en tanto había troneras en el parapeto de
piedra. Se llegaba a este baluarte por una escalera que descendía desde una de
las puertas del patio exterior de la fortaleza; otras tres escaleras subían
detrás desde el abismo hasta la muralla; pero la fachada era lisa y las grandes
piedras empalmaban unas con otras tan ajustadamente que no había en las uniones
ningún posible punto de apoyo para el pie, y las de más arriba eran
anfractuosas como las rocas de un acantilado tallado por el mar.
Gimli estaba apoyado contra el parapeto del
muro. Legolas, sentado sobre el parapeto, jugueteaba con el arco y escudriñaba
la oscuridad.
—Esto me gusta más—dijo el enano pisando
las piedras—. El corazón siempre se me anima en las cercanías de las montañas.
Hay buenas rocas aquí. Esta región tiene los huesos sólidos. Podía sentirlos
bajo los pies cuando subíamos desde el foso. Dadme un año y un centenar de los
de mi raza y haré de este lugar un baluarte donde los ejércitos se estrellarán
como un oleaje.
—No lo dudo—dijo Legolas—. Pero tú eres un
enano, y los enanos son gente extraña. A mí no me gusta este lugar y sé que no
me gustará más a la luz del día. Pero tú me reconfortas, Gimli, y me alegro de
tenerte cerca con tus piernas robustas y tu hacha poderosa. Desearía que
hubiera entre nosotros más de los de tu raza. Pero más daría aún por un
centenar de arqueros del bosque Negro. Los necesitaremos. Los rohirrim tienen buenos
arqueros a su manera, pero hay muy pocos aquí, demasiado pocos.
—Está muy oscuro para los arcos—dijo Gimli—.
En realidad, es hora de dormir. ¡Dormir! Nunca un enano tuvo tantas ganas de
dormir. Cabalgar es faena pesada. Sin embargo, el hacha no se está quieta en mi
mano. ¡Dadme una hilera de cabezas de orcos y espacio suficiente para blandir
el hacha y todo mi cansancio desaparecerá!
El tiempo pasó, lento. A lo lejos, en el
valle, ardían aún unas hogueras desperdigadas. Las huestes de Isengard
avanzaban en silencio y las antorchas trepaban serpeando por la cañada en filas
innumerables.
De súbito, desde la empalizada, llegaron los
alaridos y los feroces gritos de guerra de los hombres. Teas encendidas
asomaron por el borde y se amontonaron en el foso en una masa compacta. En
seguida se dispersaron y desaparecieron. Los hombres volvían al galope a través
del campo y subían por la rampa hacia Cuernavilla. La retaguardia del Folde
Oeste se había visto obligada a replegarse.
—¡El enemigo está ya sobre nosotros!—dijeron—.
Hemos agotado nuestras flechas y dejamos en la empalizada un tendal de orcos.
Pero esto no los detendrá mucho tiempo. Ya están escalando la rampa en
distintos puntos, en filas cerradas como un hormiguero en marcha. Pero les
hemos enseñado a no llevar antorchas.
Había pasado ya la medianoche. El cielo era
un espeso manto de negrura y la quietud del aire pesado anunciaba una tormenta.
De pronto un relámpago enceguecedor rasgó las nubes. Las ramas luminosas
cayeron sobre las colinas del este. Durante un instante los vigías apostados en
los muros vieron todo el espacio que los separaba de la empalizada: iluminado
por una luz blanquísima, hervía, pululaba de formas negras, algunas burdas y
achaparradas, otras gigantescas y amenazadoras, con cascos altos y escudos negros.
Centenares y centenares de estas formas seguían descolgándose en tropel desde
la empalizada y a través del foso. La marca oscura subía como un oleaje hasta
los muros, de risco en risco. En el valle retumbó el trueno y se descargó una
lluvia lacerante.
Las flechas, no menos copiosas que el
aguacero, silbaban por encima de los parapetos y caían sobre las piedras
restallando y chisporroteando. Algunas encontraban un blanco. Había comenzado
el ataque al abismo de Helm, pero dentro no se oía ningún ruido, ningún
desafío; nadie respondía a las flechas enemigas.
Las huestes atacantes se detuvieron, desconcertadas
por la amenaza silenciosa de la piedra y el muro. A cada instante, los
relámpagos desgarraban las tinieblas. De pronto, los orcos prorrumpieron en
gritos agudos agitando lanzas y espadas y disparando una nube de flechas contra
todo cuanto se veía por encima de los parapetos; y los hombres de la Marca,
estupefactos, se asomaron sobre lo que parecía un inmenso trigal negro sacudido
por un vendaval de guerra, y cada espiga era una púa erizada y centelleante.
Resonaron las trompetas de bronce. Los
enemigos se abalanzaron en una marejada violenta, unos contra el muro del abismo,
otros hacia la explanada y la rampa que subía hasta las puertas de Cuernavilla.
Era un ejército de orcos gigantescos y montañeses salvajes de las Tierras Brunas.
Vacilaron un instante y luego reanudaron el ataque. El resplandor fugaz de un
relámpago iluminó en los cascos y los escudos la insignia siniestra, la mano de
Isengard. Llegaron a la cima de la roca; avanzaron hacia los portales.
Entonces, por fin, hubo una respuesta: una
tormenta de flechas les salió al encuentro, y una granizada de pedruscos.
Sorprendidos, las criaturas titubearon, se desbandaron y emprendieron la fuga;
pero en seguida volvieron a la carga, dispersándose y atacando de nuevo, y cada
vez, como una marea creciente, se detenían en un punto más elevado. Resonaron
otra vez las trompetas y una horda saltó hacia adelante, vociferando. Llevaban
los escudos en alto como formando un techo y empujaban en el centro dos troncos
enormes. Tras ellos se amontonaban los arqueros orcos, lanzando una lluvia de
dardos contra los arqueros apostados en los muros. Llegaron por fin a las
puertas. Los maderos crujieron al resquebrajarse, cediendo a los embates de los
árboles impulsados por brazos vigorosos. Si un orco caía, aplastado por una
piedra que se despeñaba, otros dos corrían a reemplazarlo. Una y otra vez los
grandes arietes golpearon la puerta.
Éomer y Aragorn estaban juntos, de pie
sobre el muro del abismo. Oían el rugido de las voces y los golpes sordos de
los arietes; de pronto, a la luz de un relámpago, advirtieron el peligro que
amenazaba a las puertas.
—¡Vamos!—dijo Aragorn—. ¡Ha llegado la hora
de las espadas!
Rápidos como el fuego, corrieron a lo largo
del muro, treparon las escaleras y subieron al patio exterior en lo alto del peñón.
Mientras corrían, reunieron un puñado de valientes espadachines. En un ángulo
del muro de la fortaleza había una pequeña poterna que se abría al oeste, en un
punto en el que el acantilado avanzaba hacia el castillo. Un sendero estrecho y
sinuoso descendía hasta la puerta principal, entre el muro y el borde casi
vertical del peñón. Éomer y Aragorn franquearon la puerta de un salto, seguidos
por sus hombres. En un solo relámpago las espadas salieron de las vainas.
—¡Gúthwinë!—exclamó Éomer—. ¡Gúthwinë por
la Marca!
—¡Andúril!—exclamó Aragorn—. ¡Andúril por
los dúnedain!
Atacando de costado, se precipitaron sobre
los salvajes. Andúril subía y bajaba, resplandeciendo con un fuego blanco. Un
grito se elevó desde el muro y la torre. —¡Andúril! ¡Andúril va a la guerra! ¡La espada
que estuvo rota brilla otra vez!
Aterrorizadas, las criaturas que manejaban
los arietes los dejaron caer y se volvieron para combatir; pero el muro de
escudos se quebró como atravesado por un rayo y los atacantes fueron barridos,
abatidos o arrojados por encima del peñón al torrente pedregoso. Los arqueros
orcos dispararon sin tino todas sus flechas y luego huyeron.
Éomer y Aragorn se detuvieron un momento
frente a las puertas. El trueno rugía ahora en la lejanía. Los relámpagos
centelleaban aún a la distancia entre las montañas del sur. Un viento
inclemente soplaba otra vez desde el norte. Las nubes se abrían y se
dispersaban, y aparecieron las estrellas; y por encima de las colinas que
bordeaban el valle del bosque la luna surcó el cielo hacia el oeste, con un
brillo amarillento en los celajes de la tormenta.
—No hemos llegado a tiempo—dijo Aragorn,
mirando los portales. Los golpes de los arietes habían sacado de quicio los
grandes goznes y habían doblado las trancas de hierro; muchos maderos estaban
rotos.
—Sin embargo, no podemos quedarnos aquí, de
este lado de los muros, para defenderlos—dijo Éomer—. ¡Mira!—Señaló hacia la
explanada. Una apretada turba de orcos y hombres volvía a congregarse más allá del
río. Ya las flechas zumbaban y rebotaban en las piedras de alrededor. —¡Vamos!
Tenemos que volver y amontonar piedras y vigas y bloquear las puertas por
dentro. ¡Vamos ya!
Dieron media vuelta y echaron a correr. En
ese momento, unos diez o doce orcos que habían permanecido inmóviles y como
muertos entre los cadáveres, se levantaron rápida y sigilosamente, y partieron
tras ellos. Dos se arrojaron al suelo y tomando a Éomer por los talones lo
hicieron trastabillar y caer, y se le echaron encima. Pero una pequeña figura
negra en la que nadie había reparado emergió de las sombras lanzando un grito
ronco. —Baruk Khazâd! Khazâd ai-mênu!
—Un hacha osciló como un péndulo. Dos orcos cayeron, decapitados. El resto
escapó.
En el momento en que Aragorn acudía a
auxiliarlo, Éomer se levantaba trabajosamente.
Cerraron la poterna y amontonando piedras
barricaron los portales de hierro. Cuando todos estuvieron dentro, a salvo, Éomer
se volvió. —¡Te doy las gracias, Gimli hijo de Glóin!—dijo—. No sabía que tú
estabas con nosotros en este encuentro. Pero más de una vez el huésped a quien
nadie ha invitado demuestra ser la mejor compañía. ¿Cómo apareciste por allí?
—Yo os había seguido para ahuyentar el
sueño—dijo Gimli—; pero miré a los montañeses y me parecieron demasiado grandes
para mí; entonces me senté en una piedra a admirar la destreza de vuestras espadas.
—No me será fácil devolverte el favor que
me has prestado—dijo Éomer.
—Quizá se te presenten otras muchas
oportunidades antes de que pase la noche—rio el enano—. Pero estoy contento.
Hasta ahora no había hachado nada más que leña desde que partí de Moria.
—¡Dos!—dijo Gimli acariciando el hacha.
Había regresado a su puesto en el muro.
—¿Dos?—dijo Legolas—. Yo he hecho más que
eso, aunque ahora tenga que buscar a tientas las flechas malgastadas; me he
quedado sin ninguna. De todos modos, estimo en mi haber por lo menos veinte.
Pero son sólo unas pocas hojas en todo un bosque.
Ahora las nubes se dispersaban rápidamente
y la luna declinaba clara y luminosa. Pero la luz trajo pocas esperanzas a los jinetes
de la Marca. Las fuerzas del enemigo, antes que disminuir, parecían acrecentarse;
y nuevos refuerzos llegaban al valle y cruzaban el foso. El enfrentamiento en
el peñón había sido sólo un breve respiro. El ataque contra las puertas se redobló.
Las huestes de Isengard rugían como un mar embravecido contra el muro del abismo.
Orcos y montañeses iban y venían de un extremo al otro arrojando escalas de
cuerda por encima de los parapetos, con tanta rapidez que los defensores no
atinaban a cortarlas o desengancharlas. Habían puesto ya centenares de largas
escalas. Muchas caían rotas en pedazos, pero eran reemplazadas en seguida, y
los orcos trepaban por ellas como los monos en los oscuros bosques del sur. A los
pies del muro, los cadáveres y los despojos se apilaban como pedruscos en una
tormenta; el lúgubre montículo crecía y crecía, pero el enemigo no cejaba.
Los hombres de Rohan empezaban a sentirse
fatigados. Habían agotado todas las flechas y habían arrojado todas las lanzas;
las espadas estaban melladas y los escudos hendidos. Tres veces Aragorn y Éomer
consiguieron reorganizarlos y darles ánimo, y tres veces Andúril flameó en una
carga desesperada que obligó al enemigo a alejarse del muro.
De pronto un clamor llegó desde atrás,
desde el abismo. Los orcos se habían escabullido como ratas hacia el canal.
Allí, al amparo de los peñascos, habían esperado a que el ataque creciera y que
la mayoría de los defensores estuviese en lo alto del muro. En ese momento
cayeron sobre ellos. Ya algunos se habían arrojado a la garganta del abismo y
estaban entre los caballos, luchando con los guardias.
Con un grito feroz cuyo eco resonó en los
riscos vecinos, Gimli saltó del muro. —Khazâd! Khazâd!—Pronto tuvo en qué ocuparse. —¡Ai-oi!—gritó—. ¡Los
orcos están detrás del muro! ¡Ai-oi! Ven aquí, Legolas. ¡Hay bastante para los
dos! Khazâd ai-mênu!
Gameling el Viejo observaba desde lo alto
de Cuernavilla y escuchaba por encima del tumulto la poderosa voz del enano. —¡Los
orcos están en el abismo!—gritó—. ¡Helm! ¡Helm! ¡Adelante, helmingas!—mientras
bajaba a saltos la escalera del peñón, seguido por numerosos hombres del Folde
Oeste.
El ataque fue tan feroz como súbito y los
orcos perdieron terreno. Arrinconados en los angostos desfiladeros de la
garganta, todos fueron muertos o cayeron aullando al precipicio frente a los
guardias de las cavernas ocultas.
—¡Veintiuno!—exclamó Gimli. Blandió el
hacha con ambas manos y el último orco cayó tendido a sus pies—. ¡Ahora mi
haber supera otra vez al de maese Legolas!
—Hemos de cerrar esta cueva de ratas—dijo Gameling—.
Se dice que los enanos son diestros con las piedras. ¡Ayúdanos, maestro!
—Nosotros no tallamos la piedra con hachas
de guerra, ni con las uñas—dijo Gimli—. Pero ayudaré tanto como pueda.
Juntaron todos los guijarros y cantos
rodados que encontraron en las cercanías y bajo la dirección de Gimli los
hombres del Folde Oeste bloquearon la parte interior del canal, dejando sólo
una pequeña abertura. Asfixiada en su lecho, la Corriente del Bajo, crecida por
la lluvia, se agitó y burbujeó, y se expandió entre los peñascos en frías
lagunas.
—Estará más seco allá arriba—dijo Gimli—.
¡Ven, Gameling, veamos cómo marchan las cosas sobre la muralla!
Trepó al adarve y allí encontró a Legolas
en compañía de Aragorn y Éomer. El elfo estaba afilando el largo puñal. Había
ahora una breve tregua en el combate, pues el intento de atacar desde el agua
había sido frustrado.
—¡Veintiuno!—dijo Gimli.
—¡Magnífico!—dijo Legolas—. Pero ahora mi
cuenta asciende a dos docenas. Aquí arriba han trabajado los puñales.
Éomer y Aragorn se apoyaban extenuados en
las espadas. A lo lejos, a la izquierda, el fragor y el clamor de la batalla
volvía a elevarse en el peñón. Pero Cuernavilla se mantenía aún intacta, como
una isla en el mar. Las puertas estaban en ruinas, aunque ningún enemigo había
traspuesto aún la barricada de vigas y piedras.
Aragorn contemplaba las pálidas estrellas y
la luna que declinaba ahora por detrás de las colinas occidentales que cerraban
el valle. —Esta noche es larga como años—dijo—. ¿Cuánto tardará en llegar el
día?
—El amanecer no está lejos—dijo Gameling,
que había subido al adarve y se encontraba ahora al lado de Aragorn—. Pero la
luz del día no habrá de ayudarnos, me temo.
—Sin embargo el amanecer es siempre una
esperanza para el hombre—dijo Aragorn.
—Pero estas criaturas de Isengard, estos
semi-orcos y hombres—bestiales fabricados por las artes inmundas de Saruman, no
retrocederán a la luz del sol—dijo Gameling—. Tampoco lo harán los montañeses
salvajes. ¿No oyes ya sus voces?
—Las oigo—dijo Éomer—, pero a mis oídos no
son más que griteríos de pájaros y alaridos de bestias.
—Sin embargo, hay muchos que gritan en la
lengua de las Tierras Brunas—dijo Gameling—. Yo la conozco. Es una antigua
lengua de los hombres y en otros tiempos se hablaba en muchos de los valles
occidentales de la Marca. ¡Escucha! Nos odian y están contentos; pues nuestra
perdición les parece segura. «¡El rey, el rey!», gritan. «¡Capturaremos
al rey! ¡Muerte para los forgoil! ¡Muerte para los cabeza-de-paja! ¡Muerte para
los ladrones del norte!» Esos son los nombres que nos dan. No han olvidado
en medio milenio la ofensa que les infligieran los señores de Gondor al otorgar
la Marca a Eorl el Joven y aliarse con él. Este antiguo odio ha inflamado a
Saruman. Y son feroces cuando se excitan. No los detendrán las luces del alba
ni las sombras del crepúsculo, hasta que hayan tomado prisionero a Théoden, o
ellos mismos hayan sucumbido.
—A pesar de todo a mí el amanecer me llena
de esperanzas—dijo Aragorn—. ¿No se dice acaso que ningún enemigo tomó jamás
Cuernavilla, cuando la defendieron los hombres?
—Así dicen las canciones—dijo Éomer.
—¡Entonces defendámosla y confiemos!—dijo
Aragorn.
Hablaban aun cuando las trompetas resonaron
otra vez. Hubo un estallido atronador, una brusca llamarada y humo. Las aguas
de la corriente del Bajo se desbordaron siseando en burbujas de espuma. Un
boquete acababa de abrirse en el muro y ya nada podía contenerlas. Una horda de
formas oscuras irrumpió como un oleaje.
—¡Brujerías de Saruman!—gritó Aragorn—.
Mientras nosotros conversábamos volvieron a meterse en el agua. ¡Han encendido
bajo nuestros pies el fuego de Orthanc! ¡Elendil, Elendil!—gritó saltando al
foso; pero ya había un centenar de escalas colgadas de las almenas. Desde
arriba y desde abajo del muro se lanzó el último ataque: demoledor como una ola
oscura sobre una duna, barrió a los defensores. Algunos de los caballeros,
obligados a replegarse más y más sobre el abismo, caían peleando, mientras
retrocedían hacia las cavernas oscuras. Algunos volvieron directamente a la Ciudadela.
Una ancha escalera subía del abismo al peñón
y a la poterna de Cuernavilla. Casi al pie de esa escalera se erguía Aragorn.
Andúril le centelleaba aún en la mano y el terror de la espada arredró todavía
un momento al enemigo, mientras los hombres que podían llegar a la escalera
subían uno a uno hacia la puerta. Atrás, arrodillado en el peldaño más alto,
estaba Legolas. Tenía el arco preparado, pero sólo había conseguido rescatar
una flecha, y ahora espiaba, listo para dispararla sobre el primer orco que se
atreviera a acercarse.
—Todos los que han podido escapar están
ahora a salvo, Aragorn—gritó—. ¡Volvamos!
Aragorn giró sobre sus talones y se lanzó
escaleras arriba, pero el cansancio le hizo tropezar y caer. Sin perder un
instante, los enemigos se precipitaron a la escalera. Los orcos subían
vociferando, extendiendo los largos brazos para apoderarse de Aragorn. El que
iba a la cabeza cayó con la última flecha de Legolas atravesada en la garganta,
pero eso no detuvo a los otros. De pronto, un peñasco enorme, lanzado desde el
muro exterior, se estrelló en la escalera, arrojándolos otra vez al abismo.
Aragorn ganó la puerta, que al instante se cerró tras él con un golpe.
—Las cosas andan mal, mis amigos—dijo,
enjugándose con el brazo el sudor de la frente.
—Bastante mal—dijo Legolas—, pero aún nos
quedan esperanzas, mientras tú nos acompañes. ¿Dónde está Gimli?
—No sé—respondió Aragorn—. La última vez
que lo vi estaba peleando detrás del muro, pero la acometida nos separó.
—¡Ay! Estas son malas noticias—dijo
Legolas.
—Gimli es fuerte y valeroso—dijo Aragorn—.
Esperemos que vuelva sano y salvo a las cavernas. Allí, por algún tiempo,
estará seguro. Más que nosotros. Un refugio de esa naturaleza es el ideal de un
enano.
—Eso es lo que espero—dijo Legolas—. Pero
me gustaría que hubiera venido por aquí. Quería decirle a maese Gimli que mi
cuenta asciende ahora a treinta y nueve.
—Si consigue llegar a las cavernas volverá
a sobrepasarte—dijo Aragorn riendo—.
Nunca vi un hacha en manos tan hábiles.
—Necesito ir en busca de algunas flechas—dijo
Legolas—. Quisiera que la noche terminase de una vez, así tendría mejor luz
para tomar puntería.
Aragorn entró en la Ciudadela. Allí se
enteró consternado de que Éomer no había regresado a Cuernavilla.
—No, no ha vuelto al peñón—dijo uno de los
hombres del Folde Oeste—. Cuando lo vi por última vez estaba reuniendo hombres
y combatiendo a la entrada del abismo. Gameling lo acompañaba y también el enano;
pero no pude acercarme a ellos.
Aragorn cruzó a grandes trancos el patio
interior, y subió a una cámara alta de la torre. Allí, una silueta sombría
recortada contra una ventana angosta, estaba el rey, mirando hacia el valle.
—¿Qué hay de nuevo, Aragorn?—preguntó.
—Se han apoderado del muro del abismo,
señor, y han barrido a los defensores; pero muchos han venido a refugiarse
aquí, en el peñón.
—¿Está Éomer aquí?
—No, señor. Pero muchos de vuestros hombres
se replegaron en el abismo; y algunos dicen que Éomer estaba entre ellos. Allí,
en los desfiladeros, podrían contener el avance del enemigo y llegar a las cavernas.
Qué esperanzas de salvarse tendrán entonces, no lo sé.
—Más que nosotros. Provisiones en
abundancia, según dicen. Y allí el aire es puro gracias a las grietas en lo
alto de las paredes de roca. Nadie puede entrar por la fuerza contra hombres
decididos. Podrán resistir mucho tiempo.
—Pero los orcos han traído una brujería
desde Orthanc—dijo Aragorn—. Tienen un fuego que despedaza las rocas y con él
tomaron el Muro. Si no llegan a entrar en las cavernas, podrían encerrar allí a
los ocupantes. Pero ahora hemos de concentrar todos nuestros pensamientos en la
defensa.
—Me muero de impaciencia en esta prisión—dijo
Théoden—. Si hubiera podido empuñar una lanza, cabalgando al frente de mis
hombres, habría sentido quizás otra vez la alegría del combate, terminando así
mis días. Pero de poco sirvo estando aquí.
—Aquí al menos estáis protegido por la
fortaleza más inexpugnable de la Marca—dijo Aragorn—. Más esperanzas tenemos de
defendemos aquí en Cuernavilla que en Edoras y aún allá arriba en las montañas
de El Sagrario.
—Dicen que Cuernavilla no ha caído nunca
bajo ningún ataque—dijo Théoden—; pero esta
vez mi corazón teme. El mundo cambia y todo aquello que alguna vez parecía
invencible hoy es inseguro. ¿Cómo podrá una torre resistir a fuerzas tan
numerosas y a un odio tan implacable? De haber sabido que las huestes de
Isengard eran tan poderosas, quizá no hubiera tenido la temeridad de salirles
al encuentro, pese a todos los artificios de Gandalf. El consejo no parece
ahora tan bueno como al sol de la mañana.
—No juzguéis el consejo de Gandalf, señor,
hasta que todo haya terminado—dijo Aragorn.
—El fin no está lejano—dijo el rey—. Pero
yo no acabaré aquí mis días, capturado como un viejo tejón en una trampa.
Crinblanca y Hasufel y los caballos de mi guardia están aquí, en el patio
interior. Cuando amanezca, haré sonar el cuerno de Helm, y partiré. ¿Cabalgarás
conmigo, tú hijo de Arathorn? Quizá nos abramos paso, o tengamos un fin digno
de una canción... si queda alguien para cantar nuestras hazañas.
—Cabalgaré con vos—dijo Aragorn.
Despidiéndose, volvió a los muros, y fue de
un lado a otro reanimando a los hombres y prestando ayuda allí donde la lucha
era violenta. Legolas iba con él. Allá abajo estallaban fuegos que conmovían
las piedras. El enemigo seguía arrojando ganchos y tendiendo escalas. Una y
otra vez los orcos llegaban a lo alto del muro exterior y otra vez eran derribados
por los defensores.
Por fin llegó Aragorn a lo alto de la
arcada que coronaba las grandes puertas, indiferente a los dardos del enemigo.
Mirando adelante, vio que el cielo palidecía en el este. Alzó entonces la mano
vacía, mostrando la palma, para indicar que deseaba parlamentar.
Los orcos vociferaban y se burlaban. —¡Baja!
¡Baja!—le gritaban—. Si quieres hablar con nosotros, ¡baja! ¡Tráenos a tu rey!
Somos los guerreros uruk-hai. Si no viene, iremos a sacarlo de su guarida.
¡Tráenos al cobardón de tu rey!
—El rey saldrá o no, según sea su voluntad—dijo
Aragorn.
—Entonces ¿qué haces tú aquí?—le dijeron—.
¿Qué miras? ¿Quieres ver la grandeza de nuestro ejército? Somos los guerreros uruk-hai.
—He salido a mirar el alba—dijo Aragorn.
—¿Qué tiene que ver el alba?—se mofaron los
orcos—. Somos los uruk-hai; no dejamos la pelea ni de noche ni de día, ni
cuando brilla el sol o ruge la tormenta. Venimos a matar, a la luz del sol o de
la luna. ¿Qué tiene que ver el alba?
—Nadie sabe qué habrá de traer el nuevo día—dijo.
Aragorn—. Alejaos antes de que se vuelva contra vosotros.
—Baja o te abatiremos—gritaron—. Esto no es
un parlamento. No tienes nada que decir.
—Todavía tengo esto que decir—respondió
Aragorn—. Nunca un enemigo ha tomado Cuernavilla. Partid, de lo contrario
ninguno de vosotros se salvará. Ninguno quedará con vida para llevar las
noticias al norte. No sabéis qué peligro os amenaza.
Era tal la fuerza y la majestad que
irradiaba Aragorn allí de pie, a solas, en lo alto de las puertas destruidas,
ante el ejército de sus enemigos, que muchos de los montañeses salvajes
vacilaron y miraron por encima del hombro hacia el valle y otros echaron
miradas indecisas al cielo. Pero los orcos se reían estrepitosamente; y una
salva de dardos y flechas silbó por encima del muro, en el momento en que
Aragorn bajaba de un salto.
Hubo un rugido y una intensa llamarada. La
bóveda de la puerta en la que había estado encaramado se derrumbó convertida en
polvo y humo. La barricada se desperdigó como herida por el rayo. Aragorn
corrió a la torre del rey.
Pero en el momento mismo en que la puerta
se desmoronaba y los orcos aullaban alrededor preparándose a atacar, un
murmullo se elevó detrás de ellos, como un viento en la distancia, y creció
hasta convertirse en un clamor de muchas voces que anunciaban extrañas nuevas
en el amanecer. Los orcos, oyendo desde el peñón aquel rumor doliente,
vacilaron y miraron atrás. Y entonces, súbito y terrible, el gran cuerno de
Helm resonó en lo alto de la torre.
Todos los que oyeron el ruido se
estremecieron. Muchos orcos se arrojaron al suelo boca abajo, tapándose las
orejas con las garras. Y desde el fondo del abismo retumbaron los ecos, como si
en cada acantilado y en cada colina un poderoso heraldo soplara una trompeta
vibrante. Pero los hombres apostados en los muros levantaron la cabeza y
escucharon asombrados: aquellos ecos no morían. Sin cesar resonaban los cuernos
de colina en colina; ahora más cercanos y potentes, respondiéndose unos a
otros, feroces y libres.
—¡Helm! ¡Helm!—gritaron los caballeros—.
¡Helm ha despertado y retorna a la guerra! ¡Helm ayuda al rey Théoden!
En medio de este clamor, apareció el rey.
Montaba un caballo blanco como la nieve; de oro era el escudo y larga la lanza.
A su diestra iba Aragorn, el heredero de Elendil, y tras él cabalgaban los
señores de la casa de Eorl el joven. La luz se hizo en el cielo. Partió la
noche.
—¡Adelante, eorlingas! —Con un grito y un
gran estrépito se lanzaron al ataque. Rugientes y veloces salían por los
portales, cubrían la explanada y arrasaban a las huestes de Isengard como un
viento entre las hierbas. Tras ellos llegaban desde el abismo los gritos roncos
de los hombres que irrumpían de las cavernas persiguiendo a los enemigos. Todos
los hombres que habían quedado en el peñón se volcaron como un torrente sobre
el valle. Y la voz potente de los cuernos seguía retumbando en las colinas.
Avanzaban galopando sin trabas, el rey y
sus caballeros. Capitanes y soldados caían o huían delante de la tropa. Ni los
orcos, ni los hombres podían resistir el ataque. Corrían, de cara al valle y de
espaldas a las espadas y las lanzas de los jinetes. Gritaban y gemían, pues la
luz del amanecer había traído pánico y desconcierto.
Así partió el rey Théoden de la Puerta de
Helm y así se abrió paso hacia la empalizada. Allí la compañía se detuvo. La
luz crecía alrededor. Los rayos del sol encendían las colinas orientales y
centelleaban en las lanzas. Los jinetes, inmóviles y silenciosos, contemplaron
largamente la hondonada del abismo.
El paisaje había cambiado. Donde antes se
extendiera un valle verde, cuyas laderas herbosas trepaban por las colinas cada
vez más altas, ahora había un bosque. Hileras e hileras de grandes árboles,
desnudos y silenciosos, de ramaje enmarañado y cabezas blanquecinas; las raíces
nudosas se perdían entre las altas hierbas verdes. Bajo la fronda todo era
oscuridad. Un trecho de no más de un cuarto de milla separaba a la empalizada
del linde de aquel bosque. Allí se escondían ahora las arrogantes huestes de Saruman,
aterrorizadas por el rey tanto como por los árboles. Como un torrente habían
bajado desde la Puerta de Helm hasta que ni uno solo quedó más arriba de la
empalizada; pero allá abajo se amontonaban como un hervidero de moscas.
Reptaban y se aferraban a las paredes del valle tratando en vano de escapar. Al
este la ladera era demasiado escarpada y pedregosa; a la izquierda, desde el
oeste, avanzaba hacia ellos el destino inexorable.
De improviso, en una cima apareció un
jinete vestido de blanco y resplandeciente al sol del amanecer. Más abajo, en
las colinas, sonaron los cuernos. Tras el jinete un millar de hombres a pie,
espada en mano, bajaba de prisa las largas pendientes. Un hombre recio y de
elevada estatura marchaba entre ellos. Llevaba un escudo rojo. Cuando llegó a
la orilla del valle se llevó a los labios un gran cuerno negro y sopló con todas
sus fuerzas.
—¡Erkenbrand!—gritaron los caballeros—.¡Erkenbrand!
—¡Contemplad al jinete blanco!—gritó
Aragorn. —¡Gandalf ha vuelto!
—¡Mithrandir, Mithrandir!—dijo Legolas—.
¡Esto es magia pura! ¡Venid! Quisiera ver este bosque, antes que cambie el
sortilegio.
Las huestes de Isengard aullaron, yendo de
un lado a otro, pasando de un miedo a otro. Nuevamente sonó el cuerno de la
torre. Y la compañía del rey se lanzó a la carga a través del foso de la
empalizada. Y desde las colinas bajaba, saltando, Erkenbrand, señor del Folde
Oeste. Y también bajaba Sombragrís, brincando como un ciervo que corretea sin
miedo por las montañas. Allá estaba el jinete blanco y el terror de esta
aparición enloqueció al enemigo. Los salvajes montañeses caían de bruces. Los
orcos se tambaleaban y gritaban y arrojaban al suelo las espadas y las lanzas.
Huían como un humo negro arrastrado por un vendaval. Pasaron, gimiendo, bajo la
acechante sombra de los árboles; y de esa sombra ninguno volvió a salir.
XXXV.EL CAMINO DE ISENGARD
LAS DOS TORRES LIBRO III—CAPÍTULO VIII
Así, en el prado verde a orillas de la corriente
del Bajo, volvieron a encontrarse, a la luz de una hermosa mañana, el rey
Théoden y Gandalf, el jinete blanco. Estaban con ellos Aragorn hijo de
Arathorn, Legolas el elfo, y Erkenbrand del Folde Oeste, y los señores del
Palacio de Oro. Los rodeaban los rohirrim, los jinetes de la Marca; una
impresión de maravilla prevalecía de algún modo sobre el júbilo de la victoria los
ojos de todos se volvían al bosque.
De pronto se oyó un clamor y los compañeros
que el enemigo había arrastrado al abismo descendieron de la empalizada: Gameling
el Viejo, Éomer hijo de Éomund, y junto con ellos Gimli el enano. No llevaba yelmo y una venda manchada de
sangre le envolvía la cabeza; pero la voz era firme y sonora.
—¡Cuarenta y dos,
maese Legolas!—gritó—. ¡Ay! ¡Se me ha mellado el hacha! El cuadragésimo segundo
tenía un gorjal de hierro en el cuello. ¿Y a ti cómo te ha ido?
—Me has ganado por un
tanto—respondió Legolas—. Pero no te celo ¡tan contento estoy de verte todavía
en pie!
—¡Bienvenido, Éomer,
hijo de mi hermana!—dijo Théoden—. Ahora que te veo sano y salvo, me alegro de veras.
—¡Salve, señor de la
Marca!—dijo Éomer—. La noche oscura ha pasado y una vez más ha llegado el día. Pero
el día ha traído extrañas nuevas. —Se volvió y miró con asombro, primero el
bosque y luego a Gandalf. —Otra vez has vuelto de improviso, en una hora de
necesidad—dijo.
—¿De improviso?—replicó
Gandalf—. Dije que volvería y que me reuniría aquí con vosotros.
—Pero no dijiste la
hora, ni la forma en que aparecerías. Extraña ayuda nos traes. ¡Eres poderoso
en la magia, Gandalf el Blanco!
—Tal vez. Pero si lo
soy, aún no lo he demostrado. No he hecho más que dar buenos consejos en el peligro
y aprovechar la ligereza de Sombragrís. Más valieron vuestro coraje y las
piernas vigorosas de los hombres del Folde Oeste, marchando en la noche.
Y entonces todos
contemplaron a Gandalf con un asombro todavía mayor. Algunos echaban miradas sombrías
al bosque y se pasaban la mano por la frente, como si pensaran que Gandalf no
veía lo mismo que ellos.
Gandalf soltó una
larga y alegre carcajada. —¿Los árboles?—dijo—. No, yo veo el bosque como lo
veis vosotros. Pero esto no es obra mía, sino algo que está más allá de los
designios de los sabios. Los acontecimientos se han desarrollado mejor de lo
que yo había previsto y hasta han sobrepasado mis esperanzas.
—Entonces, si no has
sido tú, ¿quién ha obrado esta magia?—preguntó Théoden—. No Saruman, eso es evidente.
¿Habrá acaso algún sabio todavía más poderoso, del que nunca oímos hablar?
—No es magia, sino un
poder mucho más antiguo—dijo Gandalf—, un poder que recorría antaño la tierra,
mucho antes que los elfos cantaran, o repicara el martillo.
Mucho antes que se conociera el hierro o se hachasen los árboles;
cuando la montaña era joven aún bajo la luna;
mucho antes que se forjase el Anillo, o que se urdiese el infortunio,
ya en tiempos remotos recorría los bosques.[82]
—¿Y qué respuesta
tiene tu acertijo?—le preguntó Théoden.
—Para conocerla
tendrás que venir conmigo a Isengard—respondió Gandalf.
—¿A Isengard?—exclamaron
todos.
—Sí—dijo Gandalf—.
Volveré a Isengard y quien lo desee puede acompañarme. Allí veremos extrañas cosas.
—Pero aun cuando
pudiéramos reunirlos a todos y curarles las heridas y la fatiga, no hay
suficientes hombres en la Marca para atacar la fortaleza de Saruman—dijo
Théoden.
—De todas maneras, yo
iré a Isengard—dijo Gandalf—. No me quedaré allí mucho tiempo. Ahora mi camino
me lleva al este. ¡Buscadme en Edoras, antes de la luna menguante!
—¡No!—dijo Théoden—.
En la hora oscura que precede al alba dudé de ti, pero ahora no volveremos a separarnos.
Iré contigo, si tal es tu consejo.
—Quiero hablar con
Saruman tan pronto como sea posible—dijo Gandalf—, y como el daño que te ha causado
es grande, vuestra presencia sería oportuna. Pero ¿cuándo y con qué ligereza
podríais poneros en marcha?
—La batalla ha
extenuado a mis hombres—dijo el rey—, y también yo estoy cansado. He cabalgado
mucho y he dormido poco. ¡Ay! mi vejez no es fingida, ni tan sólo el resultado
de los cuchicheos de Lengua de Serpiente. Es un mal que ningún médico podrá
curar por completo, ni aún siquiera el propio Gandalf.
—Entonces, aquellos
que hayan decidido acompañarme, que descansen ahora—dijo Gandalf—. Viajaremos
en la oscuridad de la noche. Mejor así, pues de ahora en adelante todas
nuestras idas y venidas se harán dentro del mayor secreto. Pero no preparéis
una gran escolta, Théoden. Vamos a parlamentar, no a combatir.
El rey escogió
entonces a aquéllos de sus caballeros que no estaban heridos y que tenían
caballos rápidos, y los envió a proclamar la buena nueva de la victoria en
todos los valles de la Marca; y a convocar con urgencia en Edoras a todos los
hombres, jóvenes o viejos. Allí el señor de la Marca reuniría a todos los jinetes
capaces de llevar armas, en el día segundo después de la luna llena. Para que
lo escoltaran a caballo en el viaje a Isengard, el rey eligió a Éomer y a
veinte hombres de su propio séquito. Junto con Gandalf irían Aragorn y Legolas,
y también Gimli. Aunque herido, el enano se resistió a que lo dejaran atrás.
—Fue apenas un golpe y
el almete lo desvió—dijo—. El rasguño de un orco no es bastante para retenerme.
—Yo te curaré mientras
descansas—le dijo Aragorn.
El rey volvió entonces
a Cuernavilla y durmió con un sueño apacible, que no conocía desde hacía años.
Los hombres que había elegido como escolta descansaron también. Pero a los
otros, los que no estaban heridos, les tocó una penosa tarea; pues muchos
habían caído en la batalla y yacían muertos en el campo o en el abismo.
Ni un solo orco había
quedado con vida; y los cadáveres eran incontables. Pero muchos de los montañeses
se habían rendido, aterrorizados, y pedían clemencia.
Los hombres de la
Marca los despojaron de las armas y los pusieron a trabajar.
—Ayudad ahora a
reparar el mal del que habéis sido cómplices—les dijo Erkenbrand—; más tarde
prestaréis juramento de que no volveréis a cruzar en armas los vados del Isen,
ni a aliaros con los enemigos de los hombres: entonces quedaréis en libertad de
volver a vuestro país. Pues habéis sido engañados por Saruman. Muchos de los
vuestros no han conocido otra recompensa que la muerte por haber confiado en
él; pero si hubierais sido los vencedores, tampoco sería más generosa vuestra
paga.
Los hombres de las Tierras
Brunas escuchaban estupefactos, pues Saruman les había dicho que los hombres de
Rohan eran crueles y quemaban vivos a los prisioneros.
En el campo de
batalla, frente a Cuernavilla, levantaron dos túmulos, y enterraron en ellos a
todos los jinetes de la Marca que habían caído en la defensa, los de los valles
del este de un lado y los del Folde Oeste del otro. En una tumba a la sombra de
Cuernavilla, sepultaron a Háma, capitán de la guardia del rey. Había caído
frente a la puerta.
Los cadáveres de los
orcos los amontonaron en grandes pilas, a una buena distancia de los túmulos de
los hombres, no lejos del linde del bosque. Pero a todos inquietaba la presencia
de esos montones de carroña, demasiado grandes para que ellos pudieran quemarlos
o enterrarlos. La leña de que disponían era escasa, pero ninguno se hubiera
atrevido a levantar el hacha contra aquellos árboles, aun cuando Gandalf no les
hubiese advertido sobre el peligro de hacerles daño, de herir las ramas o las
cortezas.
—Dejemos a los orcos
donde están—dijo Gandalf—. Quizá la mañana traiga nuevos consejos.
Durante la tarde la
compañía del rey se preparó para la partida. La tarea de enterrar a los muertos
había comenzado apenas; y Théoden lloró la pérdida de Háma, su capitán, y arrojó
el primer puñado de tierra sobre la sepultura. —Un gran daño me
ha infligido en verdad Saruman, a mí y a toda esta comarca—dijo—; y no lo
olvidaré, cuando nos encontremos frente a frente.
Ya el sol se acercaba
a las crestas de las colinas occidentales que rodeaban la hondonada del abismo,
cuando Théoden y Gandalf y sus compañeros montaron al fin y descendieron desde
la empalizada. Toda una multitud se había congregado allí; los jinetes y los
habitantes del Folde Oeste, los viejos y los jóvenes, las mujeres y los niños,
todos habían salido de las cavernas a despedirlos. Con voces cristalinas
entonaron un canto de victoria; de improviso, todos callaron, preguntándose qué
ocurriría, pues ahora miraban hacia los árboles y estaban asustados.
La tropa llegó al
bosque y se detuvo; caballos y hombres se resistían a entrar. Los árboles,
grises y amenazantes, estaban envueltos en una niebla o una sombra. Los
extremos de las ramas largas y ondulantes pendían como dedos que buscaban en la
tierra, las raíces asomaban como miembros de monstruos desconocidos, en los que
se abrían cavernas tenebrosas. Pero Gandalf continuó avanzando, al frente de la
compañía, y en el punto en que el camino de Cuernavilla se unía a los árboles
vieron de pronto una abertura que parecía una bóveda disimulada por unas ramas
espesas: por ella entró Gandalf y todos lo siguieron. Entonces vieron con
asombro que el camino continuaba junto con la corriente del Bajo: y arriba
aparecía el cielo abierto, dorado y luminoso. Pero a ambos lados del camino el
crepúsculo invadía ya las grandes naves del bosque que se extendían perdiéndose
en sombras impenetrables; allí escucharon los cuchicheos y gemidos de las
ramas, y gritos distantes, y un rumor de voces inarticuladas, de murmullos
airados. No había a la vista orcos, ni ninguna otra criatura viviente.
Legolas y Gimli iban
montados en el mismo caballo; y no se alejaban de Gandalf, pues el bosque
atemorizaba a Gimli.
—Hace calor aquí
dentro—le dijo Legolas a Gandalf—. Siento a mi alrededor la presencia de una
cólera inmensa. ¿No te late a ti el aire en los oídos?
—Sí—respondió Gandalf.
—¿Qué habrá sido de
los miserables orcos?—le preguntó Legolas.
—Eso, creo, nunca se
sabrá—dijo Gandalf.
Cabalgaron un rato en
silencio; pero Legolas no dejaba de mirar a los lados y si Gimli no se lo
hubiese impedido, se habría detenido más de una vez a escuchar los rumores del
bosque.
—Son los árboles más
extraños que he visto en mi vida—dijo—; y eso que he visto crecer a muchos
robles, de la bellota a la vejez. Me hubiera gustado poder detenerme un momento
ahora y pasearme entre ellos; tienen voces y quizá con el tiempo llegaría a
entender lo que piensan.
—¡No, no!—dijo Gimli—.
¡Déjalos tranquilos! Yo ya he adivinado lo que piensan: odian a todo cuanto camina
sobre dos pies; y hablan de triturar y estrangular.
—No a todo cuanto
camina sobre dos pies—dijo Legolas—. En eso creo que te equivocas. Es a los
orcos a quienes aborrecen. No han nacido aquí y poco saben de elfos y de hombres.
Los valles donde crecen son sitios remotos. De los profundos valles de Fangorn,
Gimli, de allí es de donde vienen, sospecho.
—Entonces éste es el
bosque más peligroso de la Tierra Media—dijo Gimli—. Tendría que estarles agradecido
por lo que hicieron, pero no los quiero de veras. A ti pueden parecerte
maravillosos, pero yo he visto en esta región cosas más extraordinarias, más
hermosas que todos los bosques y claros.
»¡Extraños son los
modos y costumbres de los hombres, Legolas! Tienen aquí una de las maravillas
del mundo septentrional, ¿y qué dicen de ella? ¡Cavernas, la llaman! ¡Refugios
para tiempo de guerra, depósitos de forraje! ¿Sabes, mi buen Legolas, que las
cavernas subterráneas del abismo de Helm son vastas y hermosas? Habría un
incesante peregrinaje de enanos y sólo para venir a verlas, si se supiera que
existen. Sí, en verdad, ¡pagarían oro puro por echarles una sola mirada!
—Y yo pagaría oro puro
por lo contrario—dijo Legolas—, y el doble porque me sacaran de allí, si
llegara a extraviarme.
—No las has visto y te
perdono la gracia—replicó Gimli—. Pero hablas como un tonto. ¿Te parecen
hermosas las estancias de tu rey bajo la colina en el bosque Negro, que los enanos
ayudaron a construir hace tiempo? Son covachas comparadas con las cavernas que
he visto aquí: salas inconmensurables, pobladas de la música eterna del agua
que tintinea en las lagunas, tan maravillosas como Kheled-zâram a la luz de las
estrellas.
»Y cuando se encienden
las antorchas, Legolas, y los hombres caminan por los suelos de arena bajo las bóvedas
resonantes, ah, entonces, Legolas, gemas y cristales y filones de mineral
precioso centellean en las paredes pulidas; y la luz resplandece en las vetas
de los mármoles nacarados, luminosos como las manos de la reina Galadriel. Hay
columnas de nieve, de azafrán y rosicler, Legolas, talladas con formas que
parecen sueños; brotan de los suelos multicolores para unirse a las colgaduras
resplandecientes: alas, cordeles, velos sutiles como nubes cristalizadas;
lanzas, pendones, ¡pináculos de palacios colgantes! Unos lagos serenos reflejan
esas figuras: un mundo titilante emerge de las aguas sombrías cubiertas de
límpidos cristales; ciudades, como jamás Durin hubiera podido imaginar en sus
sueños, se extienden a través de avenidas y patios y pórticos, hasta los nichos
oscuros donde jamás llega la luz. De pronto ¡pim!, cae una gota de plata, y las ondas se encrespan bajo el
cristal y todas las torres se inclinan y tiemblan como las algas y los corales
en una gruta marina. Luego llega la noche: las visiones tiemblan y se
desvanecen; las antorchas se encienden en otra sala, en otro sueño. Los salones
se suceden, Legolas, un recinto se abre a otro, una bóveda sigue a otra bóveda
y una escalera a otra escalera, y los senderos sinuosos llevan al corazón de la
montaña. ¡Cavernas! ¡Las cavernas del abismo de Helm! ¡Feliz ha sido la suerte
que hasta aquí me trajo! Lloro ahora al tener que dejarlas.
—Entonces—dijo el elfo—como
consuelo, te desearé esta buena fortuna, Gimli, que vuelvas sano y salvo de la
guerra y así podrás verlas otra vez. ¡Pero no se lo cuentes a todos los tuyos!
Por lo que tú dices, poco tienen que hacer. Quizá los hombres de estas tierras
callan por prudencia: una sola familia de activos enanos provistos de martillo
y escoplo harían quizá más daño que bien.
—No, tú no me
comprendes—dijo Gimli—. Ningún enano permanecería impasible ante tanta belleza.
Ninguno de la raza de Durin excavaría estas grutas para extraer piedra o mineral,
ni aunque hubiera ahí oro y diamantes. Si vosotros queréis leña ¿cortáis acaso
las ramas florecidas de los árboles? Nosotros cuidaríamos estos claros de
piedra florecida, no los arruinaríamos. Con arte y delicadeza, a pequeños golpes,
nada más que una astilla de piedra, tal vez, en toda una ansiosa jornada: ese
sería nuestro trabajo y con el correr de los años abriríamos nuevos caminos y
descubriríamos salas lejanas que aún están a oscuras y que vemos apenas como un
vacío más allá de las fisuras de la roca. ¡Y luces, Legolas! Crearíamos luces,
lámparas como las que resplandecían antaño en Khazad-dûm; y entonces podríamos,
según nuestros deseos, alejar a la noche que mora allí desde que se edificaron
las montañas, o hacerla volver, a la hora del reposo.
—Me has emocionado,
Gimli—dijo Legolas—. Nunca te había oído hablar así. Casi lamento no haber
visto esas cavernas. ¡Bien! Hagamos un pacto: si los dos regresamos sanos y
salvos de los peligros que nos esperan, viajaremos algún tiempo juntos. Tú
visitarás Fangorn conmigo y luego yo vendré contigo a ver el abismo de Helm.
—No sería ése el
camino que yo elegiría para regresar—dijo Gimli—. Pero soportaré la visita a
Fangorn, si prometes volver a las cavernas y compartir conmigo esa maravilla.
—Cuentas con mi
promesa—dijo Legolas—. Mas ¡ay! Ahora hemos de olvidar por algún tiempo el
bosque y las cavernas. ¡Mira! Ya llegamos a la orilla del bosque. ¿A qué distancia
estamos ahora de Isengard, Gandalf?
—A unas quince leguas [72 kilómetros] , a vuelo de los cuervos de Saruman—dijo Gandalf—; cinco [24 kilómetros] desde la desembocadura de la hondonada del abismo hasta los vados; y
diez [48
kilómetros] más desde allí hasta
las puertas de Isengard. Pero no marcharemos toda la noche.
—Y cuando lleguemos
allí, ¿qué veremos?—preguntó Gimli—. Quizá tú lo sepas, pero yo no puedo imaginarlo.
—Tampoco yo lo sé con
certeza—le respondió el mago—. Yo estaba allí ayer al caer de la noche, pero
desde entonces pueden haber ocurrido muchas cosas. Sin embargo, creo que no
diréis que el viaje ha sido en vano, ni aunque hayamos tenido que abandonar las
cavernas Centelleantes de Aglarond.
Al fin la compañía
dejó atrás los árboles y se encontró en el fondo de la hondonada del abismo,
donde el camino que descendía del abismo de Helm se bifurcaba de un lado al
este, hacia Edoras, y del otro al norte, hacia los vados del Isen. Cuando
salieron de la bóveda enramada del bosque, Legolas se detuvo y volvió
tristemente la mirada. De pronto lanzó un grito.
—¡Hay ojos!—exclamó—.
¡Ojos que espían desde las sombras de las ramas! Nunca vi ojos semejantes.
Los otros,
sorprendidos por el grito, pararon las cabalgaduras y se dieron vuelta; pero
Legolas se preparaba a volver atrás.
—¡No, no!—gritó Gimli—.
¡Haz lo que quieras si te has vuelto loco, pero antes déjame bajar del caballo!
¡No quiero ver los ojos!
—¡Quédate, Legolas
Hojaverde!—dijo Gandalf—. ¡No vuelvas al bosque, aún no! No es aún el momento.
Mientras Gandalf
hablaba aún, tres formas extrañas salieron de entre los árboles. Altos como troles
(doce pies o más), de cuerpos vigorosos, recios como árboles jóvenes, parecían
vestidos con prendas ceñidas de tela o de piel gris y parda. Los brazos y las
piernas eran largos, y las manos de muchos dedos. Tenían los cabellos tiesos y
la barba verdegris, como de musgo. Miraban con ojos graves, pero no a los
jinetes: estaban vueltos hacia el norte. De improviso ahuecaron las largas
manos alrededor de la boca y emitieron una serie de llamadas sonoras, límpidas
como las notas de un cuerno, pero más musicales y variadas. Al instante se oyó
la respuesta; y al volver una vez más la cabeza los viajeros vieron otras criaturas
de la misma especie que se acercaban desde el norte. Cruzaban la hierba con
paso vivo, semejantes a garzas que vadearan una corriente, pero más veloces,
pues el movimiento de las largas piernas era más rápido que el aleteo de las
garzas. Los jinetes prorrumpieron en gritos de asombro y algunos echaron mano a
las espadas.
—Las armas están de
más—dijo Gandalf—. Son simples pastores. No son enemigos y en realidad no les importamos.
Y al parecer decía la
verdad; pues mientras Gandalf hablaba, las altas criaturas, sin ni siquiera
echar una mirada a los jinetes, se internaron en el bosque y desaparecieron.
—¡Pastores!—dijo
Théoden—. ¿Dónde están los rebaños? ¿Qué son, Gandalf? Pues es evidente que tú los conoces.
—Son los pastores de
los árboles—respondió Gandalf—. ¿Tanto hace que no os sentáis junto al fuego a escuchar
las leyendas? Hay en vuestro reino niños que del enmarañado ovillo de la
historia podrían sacar la respuesta a
esa pregunta. Habéis visto a los ents, oh rey, los ents del bosque de
Fangorn, el que en vuestra lengua llamáis el bosque de los Ents. ¿O
creéis que le han puesto ese nombre por pura fantasía? No, Théoden, no es así:
para ellos vosotros no sois más que historia pasajera; poco o nada les
interesan todos los años que van desde Eorl el joven a Théoden el Viejo, y a
los ojos de los ents todas las glorias de vuestra casa son en verdad muy
pequeña cosa.
El rey guardó
silencio. —¡Ents!—dijo al fin—. Fuera de las sombras de la leyenda empiezo a
entender, me parece, la
maravilla de estos árboles. He
vivido para conocer días extraños. Durante mucho tiempo hemos cuidado de nuestras
bestias y nuestras praderas, y edificamos casas y forjamos herramientas y
prestamos ayuda en las guerras de Minas Tirith, y a eso llamábamos la vida de los hombres, las cosas del mundo. Poco nos interesaba
lo que había más allá de las fronteras de nuestra tierra. Hay canciones que
hablan de esas cosas, pero las hemos olvidado, y sólo se las enseñamos a los
niños por simple costumbre. Y ahora las canciones aparecen entre nosotros en
parajes extraños, caminan a la luz del sol.
—Tendríais que
alegraros, rey Théoden—dijo Gandalf—. Porque no es sólo la pequeña vida de los hombres
la que está hoy amenazada, sino también la vida de todas esas criaturas que
para vos eran sólo una leyenda. No os faltan aliados, Théoden, aunque ignoréis
que existan.
—Sin embargo, también
tendría que entristecerme—dijo Théoden—, porque cualquiera que sea la suerte
que la guerra nos depare, ¿no es posible que al fin muchas bellezas y
maravillas de la Tierra Media desaparezcan para siempre?
—Es posible—dijo
Gandalf—. El mal que ha causado Sauron jamás será reparado
por completo, ni borrado como si nunca hubiese existido. Pero el destino nos ha
traído días como éstos. ¡Continuemos nuestra marcha!
Alejándose del valle,
tomaron la ruta que conducía a los vados. Legolas los siguió de mala gana. Hundido
ya detrás de las orillas del mundo, el sol se había puesto; pero cuando salieron
de entre las sombras de las colinas y volvieron la mirada el este, hacia el
Paso de Rohan el cielo estaba
todavía rojo y un resplandor incandescente iluminaba las nubes que flotaban a
la deriva. Oscuros contra el cielo, giraban y planeaban numerosos pájaros de
alas negras. Algunos pasaron lanzando gritos lúgubres por encima de los viajeros,
de regreso a los nidos entre las rocas.
—Las aves de rapiña
han estado ocupadas en el campo de batalla—dijo Éomer.
Cabalgaban a un trote
lento mientras la oscuridad envolvía las llanuras de alrededor. La luna
ascendía, ahora en creciente, y a la fría luz de plata las praderas se movían
subiendo y bajando como el oleaje de un mar inmenso y gris. Habían cabalgado
unas cuatro horas desde la encrucijada cuando vieron los vados. Largas y rápidas
pendientes descendían hasta un bajío pedregoso del río, entre terrazas altas y
herbosas. Transportado por el viento, les llegó el aullido de los lobos y
sintieron una congoja en el corazón recordando a los hombres que habían muerto
allí combatiendo.
El camino se hundía
entre terrazas y barrancas verdes cada vez más altas, hasta la orilla del río,
para volver a subir en la otra margen. Tres hileras de piedras planas y
escalonadas atravesaban la corriente y entre ellas corrían los vados para los
caballos, que desde ambas riberas llegaban a un islote desnudo en el centro del
río. Extraño les pareció el cruce cuando lo vieron de cerca: en los vados siempre
había remolinos, el agua canturreaba entre las piedras. Ahora estaba quieta y
en silencio. En los lechos, casi secos, asomaban los cantos rodados y la arena
gris.
—Qué sitio tan
desolado—dijo Éomer—. ¿Qué mal aqueja a este río? Muchas cosas hermosas ha
estropeado Saruman: ¿habrá destruido también los manantiales del Isen?
—Así parece—dijo
Gandalf.
—¡Ay!—dijo Théoden—.
¿Es preciso que crucemos por aquí, donde las bestias de rapiña han devorado a tantos
jinetes de la Marca?
—Este es nuestro
camino—dijo Gandalf—. Cruel es la pérdida de vuestros hombres, pero veréis que
al menos no los devorarán los lobos de las montañas. Es con sus amigos, los orcos,
con quienes se ceban en sus festines; así entienden la amistad los de su
especie. ¡Seguidme!
Cuando comenzaron a
vadear el río, los lobos dejaron de aullar y se alejaron escurriéndose. Las
figuras de Gandalf a la luz de la luna y de Sombragrís, que centelleaba como la
plata, habían espantado a los lobos. Al llegar al islote vieron los ojos
relucientes de las bestias, que espiaban desde las orillas, entre las sombras.
—¡Mirad!—dijo Gandalf—.
Gente amiga ha estado por aquí, trabajando.
Y vieron un túmulo en
el centro del islote, rodeado de piedras y de lanzas enhiestas.
—Aquí yacen todos los hombres
de la Marca que cayeron en estos parajes—dijo Gandalf.
—¡Que descansen en
paz!—dijo Éomer—. ¡Y que cuando estas lanzas se pudran y se cubran de
herrumbre, sobreviva largo tiempo este túmulo custodiando los vados del Isen!
—¿También esto es obra
tuya, Gandalf, amigo mío?—preguntó Théoden—. ¡Mucho has hecho en una noche y un
día!
—Con la ayuda de Sombragrís...
¡y de otros!—dijo Gandalf—. He cabalgado rápido y lejos. Pero aquí, junto a este túmulo, os diré algo que podrá confortaros: muchos cayeron en las
batallas de los vados, pero no tantos como se dice. Más fueron los que se
dispersaron que los muertos; y yo he vuelto a reunir a todos los que pude
encontrar. Envié a algunos hombres junto con Grimbold del Folde Oeste para que
se unieran a Erkenbrand; a otros les encomendé la tarea que aquí veis, y ahora
obedecen a vuestro mariscal Elfhelm. Ya han de estar de regreso en Edoras junto
con muchos jinetes. También a muchos otros envié antes a Edoras a defender
vuestra casa. Sabía que Saruman había lanzado contra vos todas sus fuerzas y
que sus servidores habían abandonado otras tareas para marchar al abismo de
Helm; no vi en todo el territorio ni uno solo de nuestros enemigos; yo temía,
sin embargo, que quienes cabalgaban a lomo de lobo y los saqueadores pudieran llegar
a Meduseld, y que la encontrasen indefensa. Pero ahora creo que no hay nada que
temer; la casa estará allí para
daros la bienvenida a vuestro
regreso.
—Y me hará muy feliz
verla de nuevo—dijo Théoden—, aunque poco tiempo me resta para vivir en ella.
Así la compañía dijo
adiós a la isla y al túmulo, y cruzó el río, y subió la barranca de la orilla
opuesta. Y una vez más reanudaron la cabalgata, felices de haber dejado atrás
los vados lúgubres. Y mientras se alejaban, otra vez se oyó en la noche el
aullido de los lobos.
Una antigua calzada
descendía de Isengard a los vados. Durante cierto trecho corría a la vera del
río, curvándose con él hacia el este y luego hacia el norte; pero en el último
tramo se desviaba e iba en línea recta hasta las puertas de Isengard; y éstas
se alzaban en la ladera occidental del valle, a unas quince millas [24 kilómetros]
o más de la entrada. Siguieron a lo largo de este antiguo camino, pero no
cabalgaron por él; pues el terreno era a los
lados firme y llano, cubierto a lo largo de muchas millas de una hierba
corta y tierna. Pudieron así cabalgar más de prisa y hacia la medianoche se
habían alejado ya casi cinco leguas [24 kilómetros] de los vados. Se detuvieron entonces, dando por concluida la travesía
de aquella noche, pues el rey se sentía
cansado. Estaban al pie de las montañas
Nubladas y el Nan Curunír tendía los largos brazos para recibirlos.
Oscuro se abría ante ellos el valle; la luz de la luna, que descendía hacia el
oeste, se escondía detrás de las montañas. Pero de las profundas sombras del
valle brotaba una larga espiral de humo y de vapor; y al elevarse, tocaba los
rayos de la luna y se dispersaba en ondas negras y plateadas por el cielo
estrellado.
—¿Qué piensas,
Gandalf?—preguntó Aragorn—. Se diría que todo el valle del Mago está en llamas.
—Siempre flota una
humareda sobre el valle en estos tiempos—dijo Éomer—, pero nunca vi antes nada parecido.
Más que humos son vapores. Saruman ha de estar preparando algún maleficio para
darnos la bienvenida. Tal vez esté hirviendo todas las aguas del Isen y por eso
está seco el río.
—Es probable—dijo
Gandalf—. Mañana lo sabremos. Ahora descansemos un poco, si es posible.
Acamparon cerca del
lecho del Isen, siempre silencioso y vacío. Algunos consiguieron dormir. Pero
en medio de la noche los centinelas llamaron a gritos y todos se despertaron.
La luna había desaparecido. En el cielo brillaban algunas estrellas; pero una
oscuridad más negra que la noche se arrastraba por el suelo. Desde ambas
orillas del río se adelantaba hacia ellos, rumbo al norte.
—¡Quedaos donde
estáis!—dijo Gandalf—. ¡No desenvainéis las armas! ¡Esperad y pasará de largo!
Una neblina espesa los
envolvió. En el cielo aún brillaban débilmente unas pocas estrellas, pero
alrededor se alzaban unas paredes de oscuridad impenetrable; estaban en un
callejón estrecho entre móviles torres de sombras. Oían voces, murmullos y
gemidos, y un interminable suspiro susurrante; la tierra temblaba debajo. Largo
les pareció el tiempo que pasaron allí atemorizados e inmóviles; pero al fin la
oscuridad y los rumores se desvanecieron, perdiéndose entre los brazos de la
montaña.
Allá lejos en el sur,
en Cuernavilla, en mitad de la noche, los hombres oyeron un gran fragor, como
un vendaval en el valle, y la tierra se estremeció; y todos se aterrorizaron y
ninguno se atrevió a ir a ver qué había ocurrido. Pero por la mañana, cuando
salieron, quedaron estupefactos: los cadáveres de los orcos habían desaparecido
y también los árboles. En las profundidades de la hondonada del abismo, las
hierbas estaban aplastadas y pisoteadas como si unos pastores gigantescos
hubiesen llevado allí a apacentar unos inmensos rebaños; pero una milla más
abajo de la empalizada habían cavado un foso profundo y sobre él habían levantado
una colina de piedras. Los hombres sospecharon que allí yacían los orcos
muertos en la batalla; pero si junto con ellos estaban los que habían huido al
bosque, nadie lo supo jamás, pues ningún hombre volvió a poner los pies en
aquella colina. La quebrada de la Muerte, la llamaron, y jamás creció en
ella una brizna de hierba. Pero los árboles extraños ya no volvieron a aparecer
en la hondonada del abismo; habían partido al amparo de la noche hacia los lejanos
y oscuros valles de Fangorn. Así se habían vengado de los orcos.
El rey y su escolta no
durmieron más aquella noche; pero no vieron ni oyeron otras cosas extrañas, excepto
una: la voz del río, que despertó de improviso. Hubo un rugido de agua precipitándose
entre las piedras y casi en seguida el Isen fluyó y burbujeó otra vez como lo
hiciera siempre.
Al alba se dispusieron
a reanudar la marcha. El amanecer era pálido y gris, y no vieron salir el sol.
Arriba se cernía una niebla espesa y un olor acre flotaba sobre el suelo.
Avanzaban lentamente, cabalgando ahora por la carretera. Era ancha y firme, y estaba bien cuidada.
Vagamente, a través de la niebla, alcanzaban a ver el largo brazo de las
montañas que se elevaban a la izquierda. Habían penetrado en Nan Curunír, en el
valle del Mago. Era un valle bien reparado, abierto sólo hacia el sur. En otros
tiempos había sido hermoso y feraz, y por él corría el Isen, ya profundo e
impetuoso antes de encontrar las llanuras; pues era alimentado por los
manantiales y arroyos de las colinas, y todo alrededor se extendía una tierra
fértil y apacible.
No era así ahora. Bajo
los muros de Isengard había campos cultivados por los esclavos de Saruman; pero
la mayor parte del valle había sido convertida en un páramo de malezas y
espinos. Los zarzales se arrastraban por el suelo, o trepaban por los
matorrales y las barrancas, formando una maraña de madrigueras donde vivían pequeñas
bestias salvajes. Allí no crecían árboles; pero entre las hierbas aún podían
verse las cepas quemadas y hachadas de antiguos bosquecillos. Era un paisaje
triste, que sólo tenía una voz: el rumor pedregoso de los rápidos. Humos y
vapores flotaban en los terrenos bajos del valle. Los jinetes no hablaban.
Muchos se sentían intranquilos y se preguntaban a qué triste fin los llevaría
ese viaje.
Luego de algunas
millas de cabalgata la carretera se convirtió en una calle ancha, pavimentada con
grandes piedras planas, bien escuadradas y dispuestas con habilidad; ni una
brizna de hierba crecía en las junturas. A ambos lados de la calle había unas
zanjas profundas y por ellas corría el agua. De pronto, una elevada columna se
alzó ante ellos. Era negra y tenía encima una gran piedra tallada y pintada:
como una larga Mano Blanca. Su dedo apuntaba al norte. Las puertas de Isengard
ya no podían estar lejanas, pensaron, y sintieron otra vez una congoja en el
corazón; pero no podían ver qué había más allá de la niebla.
Bajo el brazo de las montañas
y en el interior del valle del Mago se alzaba desde tiempos inmemoriales esa antigua
morada que los hombres llamaban Isengard: estaba formada en parte por
las montañas mismas, pero en otras épocas los hombres de Oesternesse habían
llevado a cabo grandes trabajos en ese sitio, y Saruman, que vivía allí desde
hacía mucho tiempo, no había estado ocioso.
Así era esta morada en
la época del apogeo de Saruman, cuando muchos lo consideraban el mago de los magos.
Un alto muro circular de piedra, como una cadena de acantilados, se alejaba del
flanco de la montaña y volvía describiendo una curva. Tenía una única entrada:
un gran arco excavado en la parte meridional.
Allí, a través de la
roca negra, corría un túnel, cerrado en cada extremo por poderosas puertas de
hierro. Estas puertas habían sido construidas con tanto ingenio y giraban en
tan perfecto equilibrio sobre los grandes goznes (estacas de acero enclavadas
en la roca viva) que cuando les quitaban las trancas un ligero empujón bastaba
para que se abriesen sin ruido. Quien recorriese de uno a otro extremo aquella
galería oscura y resonante, saldría a una llanura circular y ligeramente
cóncava, como un enorme tazón: una milla [1,5 kilómetros] medía de borde a borde. En otros tiempos había sido verde y con
avenidas y bosques de árboles frutales, bañados por los arroyos que bajaban de
las montañas a un lago. Pero ningún verdor crecía allí en los últimos tiempos
de Saruman. Las avenidas estaban pavimentadas con losas oscuras de piedra y a
los lados no había árboles sino hileras de columnas, algunas de mármol, otras
de cobre y hierro, unidas por pesadas cadenas.
Había muchas casas,
recintos, salones y pasadizos, excavados en la cara interna del muro, con innumerables
ventanas y puertas sombrías que daban a la vasta rotonda. Allí debían de
habitar miles y miles, entre obreros, sirvientes, esclavos y guerreros con
grandes reservas de armas; abajo, en cubiles profundos, alojaban y alimentaban
a los lobos. También la extensa llanura circular había sido perforada y
excavada. Los pozos eran profundos y las bocas estaban cubiertas con pequeños
montículos y bóvedas de piedra, de manera que a la luz de la luna el Anillo de
Isengard parecía un cementerio de muertos inquietos. Pues la tierra temblaba.
Los fosos descendían por muchas pendientes y escaleras en espiral a cavernas
recónditas; en ellas Saruman ocultaba tesoros, almacenes, arsenales, fraguas y
grandes hornos. Allí giraban sin cesar las ruedas de hierro y los martillos
golpeaban sordamente. Por la noche, penachos de vapor escapaban por los
orificios, iluminados desde abajo con una luz roja, o azul, o verde venenoso.
Todos los caminos
conducían al centro de la llanura, entre hileras de cadenas. Allí se levantaba
una torre de una forma maravillosa. Había sido creada por los constructores de
antaño, los mismos que pulieran el Anillo de Isengard, y sin embargo no parecía
obra de los hombres, sino nacida de la osamenta misma de la tierra, tiempo
atrás, durante el tormento de las montañas. Un pico y una isla de roca, negra y
rutilante: cuatro poderosos pilares de piedra facetada se fundían en uno, que
apuntaba al cielo, pero cerca de la cima se abrían y se separaban como cuernos,
de pináculos agudos como puntas de lanza, afilados como puñales. Entre esos pilares,
en una estrecha plataforma de suelo pulido cubierto de inscripciones extrañas,
un hombre podía estar a quinientos pies por encima del llano. Aquella torre era
Orthanc, la Ciudadela de Saruman, cuyo nombre (por elección o por azar) tenía
un doble significado; en lengua élfica Orthanc significaba monte del
Colmillo, pero en la antigua lengua de la Marca quería decir Espíritu
Astuto.
Inexpugnable y
maravillosa era Isengard, y en otros tiempos también había sido hermosa; y en
ella habían morado grandes señores, los guardianes de Gondor en el oeste y los
sabios que observaban las estrellas. Pero Saruman la había transformado poco a
poco para adaptarla a sus cambiantes designios y la había mejorado, creía él, aunque
se engañaba; pues todos aquellos artificios y astucias sutiles, por los que
había renegado de su antigua sabiduría y que se complacía en imaginar como
propios, provenían de Mordor; lo que él había hecho era una nada, apenas una
pobre copia, un remedo infantil, o una lisonja de esclavo de aquella fortaleza—arsenal
prisión-horno llamada Barad-dûr, la imbatible Torre Oscura que se
burlaba de las lisonjas mientras esperaba a que el tiempo se cumpliera,
sostenida por el orgullo y una fuerza inconmensurable.
Así era la fortaleza
de Saruman, según la fama; porque que se recordara, los hombres de Rohan jamás
habían franqueado aquellas puertas, excepto quizá unos pocos, como Lengua de Serpiente,
y ésos habían entrado en secreto y a nadie contaron lo que allí habían visto.
Gandalf cabalgó
resueltamente hacia la columna de la mano y en el momento en que la dejaba
atrás los jinetes vieron con asombro que la Mano ya no era blanca. Ahora tenía
manchas como de sangre coagulada y al observarla más de cerca notaron que las
uñas eran rojas. Gandalf, imperturbable, continuó cabalgando en la niebla,
seguido de mala gana por los caballeros. Ahora, como si se hubiese producido
una súbita inundación, había grandes charcos a ambos lados del camino, el agua
desbordaba de las acequias y corría en riachos entre las piedras.
Por fin Gandalf se
detuvo y con un ademán los invitó a acercarse: y vieron entonces que la niebla
se disipaba delante del mago y que brillaba un sol pálido. Era pasado el
mediodía y habían llegado a las puertas de Isengard.
Pero las puertas
habían sido arrancadas de los goznes y yacían retorcidas a los pies de la gran
arcada. Y había piedras por doquier, piedras resquebrajadas y desmenuzadas en
incontables esquirlas, dispersas por los alrededores o apiladas en montículos
de escombros. La bóveda de la entrada seguía aún en pie, pero desembocaba en un
abismo desguarnecido: el techo de la galería se había derrumbado y en los muros
semejantes a acantilados se abrían grandes brechas y fisuras; y las torres
habían sido reducidas a polvo. Si el Gran Mar hubiese montado en cólera y en
una tormenta se hubiese abatido sobre las colinas, no habría podido provocar
una ruina semejante.
Más allá, el Anillo de
Isengard rebosaba de agua y humo; un caldero hirviente, en el que se mecían y flotaban
restos de vigas y berlingas, arcones y barriles y aparejos despedazados. Las
columnas asomaban resquebrajadas y torcidas por encima del agua, y los caminos
estaban anegados. Lejana al parecer, velada por un torbellino de nube, se
alzaba la isla rocosa. Imponente y oscura como siempre—la tempestad no la había
tocado—se erguía la torre de Orthanc; unas aguas lívidas le lamían los pies.
A caballo, inmóviles y
silenciosos, el rey y su escolta observaban maravillados, comprendiendo que el poder
de Saruman había sido destruido; pero no podían imaginarse cómo. Volvieron la
mirada a la bóveda de la entrada y las puertas derruidas. Y allí, muy cerca,
vieron un gran montón de escombros; y de pronto repararon en dos pequeñas
figuras plácidamente sentadas sobre los escombros, vestidas de gris, casi
invisibles entre las piedras. Estaban rodeadas de botellas y tazones y
escudillas, como si acabaran de disfrutar de una buena comida, y ahora
descansaran. Uno parecía dormir; el otro, con las piernas cruzadas y los brazos
en la nuca, se apoyaba contra una roca y echaba por la boca volutas y anillos
de un tenue humo azul.
Por un momento Théoden
y Éomer y sus hombres los miraron, paralizados por el asombro. En medio de toda
la ruina de Isengard, ésta parecía ser para ellos la visión más extraña. Pero
antes de que el rey pudiera hablar, el pequeño personaje que echaba humo por la
boca reparó en ellos, que aún seguían inmóviles y silenciosos a la orilla de la
barrera de niebla. Se puso de pie de un
salto. Parecía ser un hombre joven, o por lo menos eso aparentaba, aunque de la
talla de un hombre tenía poco más de la mitad; la cabeza de ensortijado cabello
castaño, la llevaba al descubierto, pero se envolvía el cuerpo en una capa
raída y manchada por la intemperie aunque del color de las capas de los compañeros
de Gandalf cuando llegaran a Edoras. Se inclinó en una muy profunda reverencia,
con la mano al pecho. Luego, como si no hubiese visto al mago y sus amigos, se
volvió a Éomer y al rey.
—¡Bienvenidos a
Isengard, señores!—dijo—. Somos los guardianes de la puerta. Meriadoc hijo de
Saradoc es mi nombre; y mi compañero desgraciadamente vencido por el cansancio—y
al decir esto le asestó al otro un puntapié—es Peregrin hijo de Paladin, de la
casa de Tuk. Lejos de aquí, en el norte, queda nuestro hogar. El señor Saruman
está dentro; pero en este momento ha de estar encerrado con un tal Lengua de Serpiente,
pues de otro modo habría salido sin duda a dar la bienvenida a huéspedes tan honorables.
—¡Sin duda!—rio
Gandalf—. ¿Y fue Saruman quien te ordenó que custodiaras las puertas destruidas
y que atendieras a los visitantes, entre plato y plato?
—No, mi buen señor,
eso se le olvidó—respondió Merry con aire solemne—. Ha estado muy ocupado. Nuestras
órdenes las hemos le recibido de Bárbol quien se ha hecho cargo del gobierno de
Isengard. Fue él quien me ordenó que diera la bienvenida al señor de Rohan con
las palabras apropiadas. He hecho cuanto he podido.
—¿Y ni una palabra
para nosotros, tus compañeros? ¿Para Legolas y para mí?—gritó Gimli, incapaz de
contenerse por más tiempo—. ¡Bribones, amigos desleales, cabezas lanudas y patas
lanosas! ¡A buena cacería nos mandasteis! ¡Doscientas leguas [965 kilómetros] a través de pantanos y bosques, batallas y muertes, detrás de
vosotros! Y os encontramos aquí, banqueteando y descansando... ¡y hasta fumando!
¡Fumando! ¿Dónde habéis conseguido la hierba, villanos? ¡Por el martillo y las
tenazas! ¡Estoy tan dividido entre la rabia y la alegría que si no reviento será
un verdadero milagro!
—Tú hablas por mí,
Gimli—rio Legolas—. Aunque yo preferiría saber dónde consiguieron el vino.
—Una cosa no habéis
aprendido en vuestra cacería y es a
ser más despiertos—dijo Pippin, abriendo un ojo—. Nos encontráis aquí,
sentados y victoriosos en un campo de batalla, en medio del botín de los
ejércitos, ¿y os preguntáis cómo nos hemos procurado una bien merecida
recompensa?
—¿Bien merecida?—replicó
Gimli—. ¡Eso sí que no lo puedo creer!
Los jinetes se rieron.
—No cabe duda que asistimos al reencuentro de amigos entrañables—dijo Théoden—.
¿Así que éstos son los miembros perdidos de tu Compañía, Gandalf? Los días
parecen destinados a mostrar nuevas maravillas. Muchas he visto ya desde que
partí de mi palacio; y ahora aquí, ante mis propios ojos, aparece otro
personaje de leyenda. ¿No son éstos los medianos, los que algunos llaman holbytlanos?
—Hobbits, si sois tan amable, señor—dijo
Pippin.
—¿Hobbits?—dijo
Théoden—. Ha habido cambios extraños en nuestra lengua; pero el nombre no parece
inapropiado. ¡Hobbits! Nada de cuanto había oído decir hace justicia a la
realidad.
Merry saludó con una
reverencia; y Pippin se puso de pie y saludó también haciendo una reverencia. —Sois
generoso, señor; o espero que yo pueda interpretar así vuestras palabras—dijo—.
Y he aquí otra maravilla. Muchas tierras he recorrido desde que salí de mi
hogar y nunca hasta ahora había encontrado gente que conociera alguna historia
acerca de los hobbits.
—Mi pueblo bajó del norte hace mucho tiempo—dijo Théoden—.
Pero no quiero engañaros: no conocemos ninguna historia sobre los hobbits. Todo
cuanto se dice entre nosotros es que muy lejos, más allá de muchas colinas y
muchos ríos, habitan los medianos,
un pueblo que vive en cuevas en las dunas de arena. Pero no hay leyendas acerca
de sus hazañas, porque según se dice no han hecho muchas cosas, y evitan
encontrarse con los hombres, teniendo la facultad de desaparecer en un abrir y
cerrar de ojos; y pueden modificar la voz imitando el trino de los pájaros.
Pero al parecer habría más cosas que decir.
—En efecto, señor—dijo
Merry.
—Para empezar—dijo
Théoden—no sabía que echabais humo por la boca.
—Eso no me sorprende—respondió
Merry—; pues es un arte que practicamos desde hace poco. Fue Tobold Corneta, de
valle Largo, en la Cuaderna del Sur, el primero que cultivó en su jardín un
verdadero tabaco de pipa hacia el año 1070 de nuestra cronología. Cómo el viejo
Toby consiguió la planta...
—Cuidado, Théoden—interrumpió
Gandalf—. Estos hobbits son capaces de sentarse al borde de un precipicio a
discurrir sobre los placeres de la mesa, o las anécdotas más insignificantes de
padres, abuelos y bisabuelos, y primos lejanos hasta el noveno grado, si los
alentáis con vuestra injustificada paciencia. Ya habrá un momento más propicio
para la historia del arte de fumar. ¿Dónde está Bárbol, Merry?
—Por el norte, creo.
Se fue a beber un sorbo... de agua clara. La mayoría de los ents están con él,
siempre dedicados a sus tareas... allá. —Merry movió la mano señalando el lago
humeante; y mientras miraban, oyeron a lo lejos un ruido atronador, como si un
alud estuviera cayendo por la ladera de la montaña. Y a lo lejos un humhuum,
el sonido triunfante de los cuernos.
—¿Han dejado Orthanc sin
vigilancia?—preguntó Gandalf.
—Hay agua en todas
partes—dijo Merry—. Pero Ramaviva y otros la están vigilando. No todos esos
pilares y columnas que hay en la llanura han sido puestos por Saruman.
Ramaviva, creo, está cerca del peñasco, al pie de la escalera.
—Sí, allá veo un ent
gris muy alto—dijo Legolas—, pero tiene las manos pegadas al cuerpo y está tan
quieto como un pedazo de madera.
—Ha pasado el mediodía—dijo
Gandalf—y no hemos comido nada desde esta mañana temprano. Sin embargo, yo
quisiera ver a Bárbol lo antes posible. ¿No dejó para mí ningún mensaje, o lo
habéis olvidado comiendo y bebiendo?
—Dejó un mensaje—dijo
Merry—e iba a transmitírtelo, pero muchas otras preguntas me lo han impedido. Iba
a decirte que si el señor de la Marca y Gandalf fueran al muro del norte,
encontrarían allí a Bárbol, quien los recibirá de buen grado. Puedo agregar que
también encontrarán allí comida de la mejor; fue descubierta y elegida para
vosotros por estos humildes servidores. —Hizo una reverencia.
Gandalf se echó a
reír. —¡Eso está mejor!—dijo—. Y bien Théoden, ¿iréis conmigo al encuentro de
Bárbol? Tendremos que dar algunas vueltas, pero no queda lejos. Cuando
conozcáis a Bárbol aprenderéis muchas cosas. Porque Bárbol es Fangorn y el
decano y el jefe de los ents, y cuando habléis con él oiréis la palabra del más
viejo de todos los seres vivientes.
—Iré contigo—dijo
Théoden—. ¡Adiós, mis hobbits! ¡Ojalá volvamos a vernos en mi castillo! Allí podréis
sentaros a mi lado y contarme todo cuanto queráis: las hazañas de vuestros antepasados,
hasta las más lejanas, y hablaremos también de Tobold el Viejo y de su
conocimiento de las hierbas. ¡Hasta la vista!
Los hobbits se
inclinaron profundamente. —¡Así que éste es el rey de Rohan!—dijo Pippin en voz
baja—. Un viejo simpático. Muy amable.
XXXVI.RESTOS Y DESPOJOS
LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO IX
Gandalf y la escolta del rey se alejaron
cabalgando, doblando hacia el este para rodear los destruidos muros de
Isengard. Pero Aragorn, Gimli y Legolas se quedaron en las puertas. Soltando a
Arod y Hasufel para que tascaran alrededor, fueron a sentarse junto a los
hobbits.
—¡Bueno, bueno! La cacería ha terminado y
por fin volvemos a reunirnos, donde ninguno de nosotros jamás pensó en venir—dijo
Aragorn.
—Y ahora que los grandes se han marchado a
discutir asuntos importantes—dijo Legolas—, quizá los cazadores puedan resolver
algunos pequeños enigmas personales. Seguimos vuestros rastros hasta el bosque,
pero hay muchas otras cosas de las que querría conocer la verdad.
—Y también de ti hay muchas cosas que
nosotros quisiéramos saber—dijo Merry—. Nos enteramos de algunas por Bárbol, el
viejo ent, pero de ningún modo nos parecen suficientes.
—Todo a su tiempo—dijo Legolas—. Nosotros
fuimos los cazadores y a vosotros os corresponde narrar lo que os ha ocurrido
en primer lugar.
—O en segundo—dijo Gimli—. Será mejor
después de comer. Me duele la cabeza; y ya es pasado el mediodía. Vosotros, trúhanes,
podríais reparar vuestra descortesía trayéndonos una parte de ese botín de que
hablasteis. Un poco de comida y bebida compensaría de algún modo mi disgusto
con vosotros.
—Esa recompensa la tendrás—dijo Pippin—.
¿La quieres aquí mismo, o prefieres comer más cómodamente entre los escombros
de las garitas de guardia de Saruman, allá, bajo la arcada? Tuvimos que comer
aquí, al aire libre, para tener un ojo puesto en el camino.
—¡Menos de un ojo!—dijo Gimli—. Pero me
niego a entrar en la casa, de ningún orco; ni quiero tocar carnes que hayan
pertenecido a los orcos ni ninguna otra cosa que ellos hayan preparado.
—Jamás te pediríamos semejante cosa—dijo
Merry—. Nosotros mismos estamos hartos de orcos para toda la vida. Pero había
muchas otras gentes en Isengard. Saruman, a pesar de todo, tuvo la prudencia de
no fiarse de los orcos. Eran hombres los que custodiaban las puertas: algunos
de sus servidores más fieles, supongo. Como quiera que sea, ellos fueron los
favorecidos y obtuvieron buenas provisiones.
—¿Y hierba para pipa?—preguntó Gimli.
—No, no creo—dijo Merry riendo—. Pero ese
es otro asunto, que puede esperar hasta después de la comida.
—¡Bueno, a comer entonces!—dijo el enano.
Los hobbits encabezaron la marcha, pasaron
bajo la arcada y llegaron a una puerta ancha que se abría a la izquierda, en lo
alto de una escalera. La puerta daba a una sala espaciosa, con otras puertas
más pequeñas en el fondo y un hogar y una chimenea en un costado. La cámara
había sido tallada en la roca viva; y en otros tiempos debió de ser oscura,
pues todas las ventanas miraban al túnel. Pero la luz entraba ahora por el
techo roto. En el hogar ardía un fuego de leña.
—He encendido un pequeño fuego—dijo Pippin—.
Nos reanimaba en las horas de niebla. Había poca leña por aquí y casi toda la
que encontrábamos estaba mojada. Pero la chimenea tira muy bien: parece que
sube en espiral a través de la roca y por fortuna no está obstruida. Un fuego
es siempre agradable. Tostaré el pan, pues ya tiene tres o cuatro días, me temo.
Aragorn y sus compañeros se sentaron a uno
de los extremos de la larga mesa y los hobbits desaparecieron por una de las
puertas interiores.
—La despensa está allá adentro y muy por
encima del nivel de la inundación, felizmente—dijo Pippin, cuando volvieron
cargados de platos, tazas, fuentones, cuchillos y alimentos variados.
—Y no tendrás motivos para torcer la cara,
maese Gimli—dijo Merry—. Esta no es comida de orcos, son alimentos humanos,
como los llama Bárbol. ¿Queréis vino o cerveza? Hay un barril allí dentro...
bastante bueno. Y esto es cerdo salado de primera calidad. También puedo
cortaros algunas lonjas de tocino y asarlas, si preferís. Nada verde, lo
lamento, ¡las entregas se interrumpieron hace varios días! No puedo serviros un
segundo plato excepto mantequilla y miel para el pan. ¿Estáis conformes?
—Sí, por cierto—dijo Gimli—. La deuda se ha
reducido considerablemente.
Orthanc por John Howe
Muy pronto los tres estuvieron dedicados a
comer; y los dos hobbits se sentaron a comer por segunda vez, sin ninguna
vergüenza. —Tenemos que acompañar a nuestros invitados—dijeron.
—Sois todo cortesías esta mañana—rio
Legolas—. Pero si no hubiésemos llegado, quizás estuvieseis otra vez comiendo,
para acompañaros a vosotros mismos.
—Quizás, ¿y por qué no?—dijo Pippin—. Con
los orcos, la comida era repugnante, y antes de eso más que insuficiente
durante muchos días. Hacía tiempo que no comíamos a gusto.
—No parece haberos hecho mucha mella—dijo
Aragorn—. A decir verdad, se os ve rebosantes de salud.
—Sí, por cierto—dijo Gimli, mirándolos de
arriba abajo por encima del borde del tazón—. Cómo, tenéis el pelo mucho más
rizado y espeso que cuando nos separamos; y hasta juraría que habéis crecido,
si tal cosa fuera todavía posible en hobbits de vuestra edad. Ese Bárbol, en
todo caso, no os ha matado de hambre.
—No—dijo Merry—. Pero los ents sólo beben y
la bebida sola no satisface. Los brebajes de Bárbol son nutritivos, pero uno
siente la necesidad de algo sólido. Y de cuando en cuando, para variar, no
viene mal un bocadito de lembas.
—¿Así que habéis bebido de las aguas de los
ents?—dijo Legolas—. Ah, entonces es posible que a Gimli no le engañen los
ojos. Hay canciones extrañas que hablan de los brebajes de Fangorn.
—Muchas historias extrañas se cuentan de
esta tierra—dijo Aragorn—. Yo nunca había venido aquí. ¡Vamos, contadnos más
cosas de ella y de los ents!
—Ents—dijo Pippin—. Los ents son... bueno,
los ents son muy diferentes unos de otros, para empezar. Pero los ojos, los
ojos son muy raros. —Balbució unas palabras inseguras que se perdieron en el
silencio. —Oh, bueno—prosiguió—, ya habéis visto a algunos a la distancia...
ellos os vieron a vosotros, en todo caso, y nos anunciaron que veníais... y
veréis muchos más, supongo, antes de marcharnos. Mejor que juzguéis por
vosotros mismos.
—¡Vamos, vamos!—dijo Gimli—. Estamos
empezando el cuento por la mitad. Yo quisiera escucharlo en el debido orden,
empezando por el extraño día en que la Compañía se disolvió.
—Lo tendrás, si el tiempo alcanza—dijo
Merry—. Pero primero, si es que habéis terminado de comer, encenderemos las
pipas y fumaremos. Y entonces, durante un rato, podremos imaginar que estamos
de vuelta en Bree, todos sanos y salvos, o en Rivendel.
Sacó un saquito de cuero lleno de tabaco. —Tenemos
tabaco de sobra—dijo—. Y podréis llevaros lo que queráis, cuando nos marchemos.
Hicimos un pequeño trabajo de salvamento esta mañana, Pippin y yo. Hay montones
de cosas flotando por ahí y por allá. Fue Pippin quien encontró los dos
barriles, arrastrados por la corriente desde alguna bodega o almacén, supongo.
Cuando los abrimos, estaban repletos de esto: el mejor tabaco de pipa que se
pueda desear y perfectamente conservado.
Gimli tomó una pizca, se la frotó en la
palma y la olió. —Huele bien; parece bueno—dijo.
—¡Bueno!—dijo Merry—. Mi querido Gimli, ¡es
de valle Largo! En los barriles estaba la marca de fábrica de Tobold Corneta,
clara como el agua. Cómo llegó hasta aquí no puedo imaginármelo. Para uso
personal de Saruman, sospecho. Nunca pensé que pudiera llegar tan lejos de La
Comarca. Pero ahora nos viene de perlas.
—Eso sería si yo tuviese una pipa para
fumarlo. Desgraciadamente, perdí la mía en Moria, o antes. ¿No habrá una pipa
en vuestro botín?
—No, temo que no—dijo Merry—. No hemos
encontrado ninguna, ni siquiera aquí en las casas de los guardias. Parece que
Saruman se reservaba este placer. ¡Y no creo que sirva de mucho llamar a las
puertas de Orthanc para pedirle una pipa! Tendremos que compartir nuestras
pipas, como buenos amigos en momentos de necesidad.
—¡Medio momento!—dijo Pippin. Metiendo la
mano en el frente de la chaqueta, sacó una escarcela pequeña y blanda que
pendía de un cordel—. Guardo un par de tesoros aquí, contra el pecho, tan
preciosos para mí como los Anillos. Aquí tenéis uno: mi vieja pipa de madera. Y
aquí hay otro: una sin usar. La he llevado conmigo en largas jornadas, sin
saber por qué. En realidad, jamás pensé que encontraría tabaco para pipa
durante el viaje, cuando se me acabó el que traía. Pero ahora tiene una
utilidad, después de todo. —Mostró una pipa pequeña de cazoleta achatada y se
la tendió a Gimli. —¿Salda esto la deuda que tengo contigo?—dijo.
—¡Sí la salda!—exclamó Gimli—. Nobilísimo
hobbit, me deja a mí gravemente endeudado.
—¡Bueno, vuelvo al aire libre, a ver qué
hacen el viento y el cielo!—dijo Legolas.
—Iremos contigo—dijo Aragorn.
Salieron y se sentaron sobre las piedras
amontonadas frente al pórtico. Ahora podían ver a lo lejos en el interior del
valle; las nieblas se levantaban y se alejaban llevadas por la brisa.
—¡Descansemos aquí un rato!—dijo Aragorn—.
Nos sentaremos al borde del precipicio a deliberar, como dice Gandalf, mientras
él está ocupado en otra parte. Nunca me había sentido tan cansado. —Se arrebujó
en la capa gris, escondiendo la cota de malla, y estiró las largas piernas.
Luego se tendió boca arriba y dejó escapar entre los labios una hebra de humo.
—¡Mirad!—dijo Pippin—. ¡Trancos el montaraz
ha regresado!
—Nunca se ha ido—dijo Aragorn—. Yo soy
Trancos y también dúnadan, y pertenezco tanto a Gondor como al norte.
Fumaron en silencio un rato, a la luz del
sol; los rayos oblicuos caían en el valle desde las nubes blancas del oeste.
Legolas yacía inmóvil, contemplando el sol y el cielo con una mirada tranquila,
y canturreando para sus adentros. De pronto se incorporó. —¡A ver!—dijo—. El
tiempo pasa y las nieblas se disipan, o se disiparían si vosotros, gente
extraña, no os envolvierais en humareda. ¿Para cuándo la historia?
—Bueno, mi historia comienza cuando
despierto en la oscuridad atado de pies a cabeza en un campamento de orcos—dijo
Pippin—. Veamos ¿qué día es hoy?
—Cinco de marzo según el calendario de La
Comarca—dijo Aragorn. Pippin hizo algunos cálculos con los dedos. —¡Sólo nueve
días!—exclamó—. Se diría que hace un año que nos capturaron. Bueno, aunque la
mitad haya sido como una pesadilla, creo que los tres días siguientes fueron
los más atroces. Merry me corregirá si me olvido de algún hecho importante; no
entraré en detalles: los látigos y la suciedad y el hedor y todo eso, no
soporto recordarlo. —Y a continuación se puso a contar la última batalla de
Boromir y la marcha de los orcos de Emyn Muil al bosque. Los otros asentían
cuando los diferentes puntos coincidían con lo que ellos habían supuesto.
—Aquí os traigo algunos de los tesoros que
sembrasteis por el camino—dijo Aragorn—. Os alegrará recobrarlos. —Se
desprendió el cinturón bajo la capa y sacó los dos puñales envainados.
—¡Bravo!—exclamó Merry—. ¡Jamás pensé que
los volvería a ver! Marqué con el mío a unos cuantos orcos; pero Uglúk nos los
quitó. ¡Qué furioso estaba! Al principio creí que me iba a apuñalar, pero
arrojó los puñales a lo lejos como si le quemasen.
—Y aquí tienes también tu broche, Pippin—dijo
Aragorn—. Te lo he cuidado bien, pues es un objeto muy precioso.
—Lo sé—dijo Pippin—. Me dolía tener que
abandonarlo; pero ¿qué otra cosa podía hacer?
—Nada—respondió Aragorn—. Quien no es capaz
de desprenderse de un tesoro en un momento de necesidad es como un esclavo
encadenado. Hiciste bien.
—¡La forma en que te cortaste las ataduras
de las muñecas, ése fue un buen trabajo!—dijo Gimli—. La suerte te ayudó en
aquella circunstancia, pero tú te aferraste a la ocasión con ambas manos, por
así decir.
—Y nos planteó un enigma difícil de
resolver—dijo Legolas—. ¡Llegué a pensar que te habían crecido alas!
—Desgraciadamente no—dijo Pippin—. Pero
vosotros no sabéis nada acerca de Grishnákh. —Se estremeció y no dijo una
palabra más, dejando que Merry describiera aquellos últimos y horribles
momentos: el manoseo, el aliento quemante y la fuerza atroz de los velludos
brazos de Grishnákh.
—Todo esto que contáis acerca de los orcos
de Mordor, o Lugbúrz como ellos lo llaman, me inquieta—dijo Aragorn—. El
Señor Oscuro sabía ya demasiado y también sus sirvientes; y es evidente que
Grishnákh envió un mensaje a través del río después del combate. El Ojo Rojo
mirará ahora hacia Isengard. Pero en este momento Saruman se encuentra en un
atolladero que él mismo se ha fabricado.
—Sí, y quienquiera que triunfe, las
perspectivas no son brillantes para él—dijo Merry—. La suerte empezó a serle
adversa cuando los orcos entraron en Rohan.
—Nosotros alcanzamos a verlo fugazmente, al
viejo malvado, o por lo menos eso insinúa Gandalf—dijo Gimli—. A la orilla del
bosque.
—¿Cuándo ocurrió?—preguntó Pippin.
—Hace cinco noches—dijo Aragorn.
—Déjame pensar—dijo Merry—hace cinco
noches... ahora llegamos a una parte de la historia de la que nada sabéis.
Encontramos a Bárbol esa mañana después de la batalla; y esa noche la pasamos
en la Casa del Manantial, una de las moradas de los ents. A la mañana siguiente
fuimos a la Asamblea
de los Ents, una asamblea éntica, y la cosa más extraña que he visto en mi
vida. Duró todo ese día y el siguiente, y pasamos las noches en compañía de un
ent llamado Ramaviva. Y de pronto, al final de la tarde del tercer día de
asamblea, los ents despertaron. Fue algo asombroso. Había una tensión en la
atmósfera del bosque como si se estuviera preparando una tormenta: y de repente
estalló. Me gustaría que hubierais oído lo que cantaban al marchar.
—Si Saruman lo hubiera oído, ahora estaría
a un centenar de millas de aquí, aun cuando hubiese tenido que valerse de sus
propias piernas—dijo Pippin.
Aunque Isengard sea fuerte y dura, fría como la piedra y desnuda
como el hueso,
¡marcharemos, marcharemos, marcharemos a la guerra, a demoler la
piedra y derribar las puertas!
»Había mucho más. Una buena parte del canto
era sin palabras y parecía una música de cuernos y tambores; muy excitante.
Pero yo pensé que era sólo una música de marcha, una simple canción... hasta
que llegué aquí. Ahora he cambiado de parecer.
»Pasamos la última cresta de las montañas y
descendimos al Nan Curunír luego de la caída de la noche—prosiguió Merry—. Fue
entonces cuando tuve por primera vez la impresión de que el bosque avanzaba
detrás de nosotros. Creía estar soñando un sueño éntico, pero Pippin lo había
notado también. Los dos estábamos muy asustados; pero entonces no descubrimos
nada más.
»Eran los huorns, como los llamaban los
ents en la "lengua abreviada". Bárbol no quiso hablar mucho
acerca de ellos, pero yo creo que son ents que casi se han convertido en
árboles, por lo menos en el aspecto. Se los ve aquí y allá en el bosque o en
los lindes, silenciosos, vigilando sin cesar a los árboles; pero en las
profundidades de los valles más oscuros hay centenares y centenares de huorns,
me parece.
»Hay mucho poder en ellos y parecen capaces
de envolverse en las sombras: verlos moverse no es fácil. Pero se mueven. Y
pueden hacerlo muy rápidamente, cuando se enojan. Estás ahí inmóvil, observando
el tiempo, por ejemplo, o escuchando el susurro del viento, y de pronto
adviertes que te encuentras un bosque poblado de grandes árboles que andan a
tientas de un lado a otro. Todavía tienen voz y pueden hablar con los ents, y
es por eso que se los llama huorns, según Bárbol; pero se han vuelto
huraños y salvajes. Peligrosos. A mí me asustaría encontrármelos, sin otros
ents verdaderos que los vigilaran.
»Bien, en las primeras horas de la noche
nos deslizamos por una larga garganta hasta la parte más alta del valle del
Mago, junto con los ents y seguidos por todos los huorns susurrantes.
Naturalmente, no los veíamos, pero el aire estaba poblado de crujidos. La noche
era nublada y muy oscura. Tan pronto como dejaron atrás las colinas, echaron a
andar muy rápidamente, un ruido como de ráfagas huracanadas. La luna no
apareció entre las nubes y poco después, de medianoche un bosque de árboles
altos rodeaba toda la parte norte de Isengard. No vimos rastros de enemigos ni
de la presencia de centinelas. Una luz brillaba en una ventana alta de la torre
y nada más.
»Bárbol y algunos otros ents siguieron
avanzando sigilosamente hasta tener a la vista las grandes puertas. Pippin y yo
estábamos con él. Íbamos sentados sobre los hombros de Bárbol y yo podía sentir
la temblorosa tensión que lo dominaba. Pero aun estando excitados, los ents
pueden ser muy cautos y pacientes. Inmóviles como estatuas de piedra,
respiraban y escuchaban.
»Entonces, de repente, hubo una tremenda
agitación. Resonaron las trompetas y los ecos retumbaron en los muros de
Isengard. Creímos que nos habían descubierto y que la batalla iba a comenzar.
Pero nada de eso. Toda la gente de Saruman se marchaba. No sé mucho acerca de
esta guerra, ni de los jinetes de Rohan, pero Saruman parecía decidido a
exterminar de un solo golpe al rey y a todos sus hombres. Evacuó Isengard. Yo
vi partir al enemigo: filas interminables de orcos en marcha; y tropas de orcos
montados sobre grandes lobos. Y también batallones de hombres. Muchos llevaban antorchas
y pude verles las caras a la luz. Casi todos eran hombres comunes, más bien
altos y de cabellos oscuros, y de rostros hoscos, aunque no particularmente
malignos. Pero otros eran horribles: de talla humana y con caras de trasgos,
pálidos, de mirada torva y engañosa. Sabéis, me recordó al instante a aquel
sureño de Bree: sólo que el sureño no parecía tan orco como la mayoría de estos
hombres.
—Yo también pensé en él—dijo Aragorn—. En
el abismo de Helm tuvimos que batirnos con muchos de estos semi-orcos. Parece
indudable ahora que aquel sureño era un espía de Saruman; pero si trabajaba a
las órdenes de los jinetes negros, o sólo de Saruman, lo ignoro. Es difícil
saber, con esta gente malvada, cuándo están aliados y cuándo se engañan unos a
otros.
—Bueno, entre los de una y otra especie,
debían de ser por lo menos diez mil—dijo Merry—. Tardaron una hora en franquear
las puertas. Algunos bajaron por la carretera hacia los vados y otros se
desviaron hacia el este. Allí, alrededor de una milla, donde el lecho del río
corre por un canal muy profundo, habían construido un puente. Podríais verlo
ahora, si os ponéis de pie. Todos iban cantando con voces ásperas y reían, y la
batahola era horripilante. Pensé que las cosas se presentaban muy negras para
Rohan. Pero Bárbol no se movió. Dijo: «Tengo que ajustar cuentas con
Isengard esta noche, a piedra y roca.»
»Aunque en la oscuridad no podía ver lo que
estaba sucediendo, creo que los huorns empezaron a moverse hacia el sur, ni
bien las puertas volvieron a cerrarse. Iban a ajustar cuentas con los orcos,
creo. Por la mañana estaban muy lejos, valle abajo; en todo caso había allí una
sombra que los ojos no podían penetrar.
»Tan pronto como Saruman hubo despachado a
toda la tropa, nos llegó el turno. Bárbol nos puso en el suelo y subió hasta
las arcadas y golpeó las puertas llamando a gritos a Saruman. No hubo
respuesta, excepto flechas y piedras desde las murallas. Pero las flechas son
inútiles contra los ents. Los hieren, por supuesto, y los enfurecen: como picaduras
de mosquitos. Pero un ent puede estar todo atravesado de flechas de orcos, como
si fuera un alfiletero, sin que esto le cause verdadero daño. Para empezar, no
pueden envenenarles; y parecen tener una piel tan dura y resistente como la
corteza de los árboles. Hace falta un pesado golpe de hacha para herirlos
gravemente. No les gustan las hachas. Pero se necesitarían muchos hacheros para
herir a un solo ent. Un hombre que ataca a un ent con un hacha nunca tiene la
oportunidad de asestarle un segundo golpe. Un solo puñetazo de un ent dobla el
hierro como si fuese una lata.
»Cuando Bárbol tuvo clavadas unas cuantas
flechas, empezó a entrar en calor, a sentir "prisa", como
diría él. Emitió un prolongado hum-hom
y unos doce ents acudieron a grandes trancos. Un ent encolerizado es aterrador.
Se aferra a las rocas con los dedos de las manos y los pies y las desmenuza
como migajas de pan. Era como presenciar el trabajo de unas grandes raíces de
árboles en centenares de años, todo condensado en unos pocos minutos.
»Empujaron, tironearon, arrancaron,
sacudieron y martillaron; y clac-bum-cras-crac,
en cinco minutos convirtieron en ruinas aquellas puertas enormes; y algunos
comenzaban ya a roer los muros, como conejos en un arenal. No sé qué pensó
Saruman entonces; en todo caso no supo qué hacer. Es posible, por supuesto, que
sus poderes mágicos hayan menguado en los últimos tiempos; pero de todos modos
creo que no tiene muchas agallas, ni mucho coraje cuando se encuentra a solas
en un sitio cerrado sin esclavos y máquinas y cosas, si entendéis lo que quiero
decir. Muy distinto del viejo Gandalf. Me pregunto si su fama no procede ante
todo de la astucia con que supo instalarse en Isengard.
—No—dijo Aragorn—. En otros tiempos la fama
de Saruman era justa: una profunda sabiduría, pensamientos sutiles y manos
maravillosamente hábiles; y tenía poder sobre las mentes de los otros. Sabía
persuadir a los sabios e intimidar a la gente común. Y ese poder lo conserva
aún sin duda alguna. No hay muchos en la Tierra Media en quienes yo confiaría,
si se los dejara conversar un rato a solas con Saruman, aún luego de esta
derrota. Gandalf, Elrond y Galadriel, tal vez, ahora que la maldad de Saruman
ha sido puesta al desnudo, pero no muchos otros.
—Los ents están a salvo—dijo Pippin—.
Parece que los embaucó una vez, pero nunca más. Y de todos modos no los
comprendió; y cometió el gran error de no tenerlos en cuenta. No los había
incluido en ningún plan y cuando los ents entraron en acción ya no era tiempo
de hacer planes. Tan pronto como iniciamos nuestro ataque, las pocas ratas que
aún quedaban en Isengard huyeron precipitadas a través de las brechas que
habían abierto los ents. A los hombres, las dos o tres docenas que habían
permanecido aquí, los dejaron marcharse, luego de interrogarlos. No creo que
hayan escapado muchos orcos, de una u otra especie. No de los huorns: para
entonces había ya todo un bosque de ellos alrededor de Isengard, además de los
que habían bajado al valle.
»Cuando los ents hubieron reducido a polvo
la mayor parte de las murallas que miraban al sur, Saruman, abandonado por sus
últimos servidores, trató de escapar, aterrorizado. Parece que cuando llegamos
estaba junto a las puertas; supongo que había salido a observar la partida de
aquel espléndido ejército. Cuando los ents forzaron la entrada, huyó a toda
prisa. En un principio nadie reparó en él. Pero la noche era clara entonces, a
la luz de las estrellas, y los ents alcanzaban a ver los alrededores, y de
pronto Ramaviva lanzó un grito: "¡El asesino de árboles, el asesino de
árboles!" Ramaviva es una criatura muy dulce, pero eso no impide que
odie con ferocidad a Saruman: los suyos sufrieron cruelmente bajo las hachas de
los orcos. Se precipitó al sendero que parte de la puerta interior, y es veloz
como el viento cuando monta en cólera. Una figura pálida se alejaba, presurosa,
apareciendo y desapareciendo entre las sombras de las columnas, y había llegado
casi a la escalera que conduce a la puerta de la torre. Pero fue cosa de un
momento. Ramaviva lo perseguía con una furia tal, que estuvo a un paso de
atraparlo y estrangularlo cuando Saruman logró escabullirse por la puerta.
»Una vez de regreso en Orthanc, sano y
salvo, Saruman no tardó en poner en funcionamiento una de sus preciosas
máquinas. Ya entonces muchos ents habían entrado en Isengard: algunos habían
seguido a Ramaviva y otros habían irrumpido desde el norte y el este; iban de
un lado a otro causando grandes destrozos. De pronto, empezaron a brotar
llamaradas y humaredas nauseabundas: los respiraderos y los pozos vomitaron y
eructaron por toda la llanura. Varios de los ents sufrieron quemaduras y se
cubrieron de ampollas. Uno de ellos, Hayala creo que se llamaba, un ent muy
alto y apuesto, quedó atrapado bajo una lluvia de fuego líquido y se consumió
como una antorcha: un espectáculo horroroso.
»Esto los enfureció. Yo pensaba que habían
estado realmente enojados ya antes, pero me había equivocado. Sólo en ese
momento conocí al fin la furia de los ents. Era asombroso. Rugían y bramaban y
aullaban de tal modo que las piedras se resquebrajaban y caían. Merry y yo,
echados en el suelo, nos tapábamos los oídos con las capas. Los ents daban
vueltas y vueltas alrededor del peñasco de Orthanc, feroces y violentos como
una tempestad, despedazando las columnas, arrojando avalanchas de piedras a los
fosos, lanzando al aire enormes bloques de roca como si fuesen hojas. La torre
estaba en el centro mismo de un ciclón. Vi los pilares de hierro y los bloques
de mampostería volar como cohetes a centenares de pies, para ir a estrellarse
contra las ventanas de Orthanc. Pero Bárbol no había perdido la cabeza.
Afortunadamente, no tenía quemaduras. No quería que en esa furia se lastimaran
los suyos y tampoco quería que Saruman huyese por alguna brecha en medio de la
confusión. Muchos de los ents se abalanzaban contra la roca de Orthanc; y
Orthanc los rechazaba: es lisa y muy dura. Ha de tener alguna magia, más
antigua y más poderosa que la de Saruman. Como quiera que sea, no podían
aferrarse a la torre ni quebrarla; y se estaban lastimando e hiriendo contra
ella.
»Bárbol entró entonces en el círculo y
gritó. La voz enorme se alzó, dominando la batahola. De pronto hubo un silencio
de muerte. Y en ese silencio oímos una risa aguda en una ventana alta de la
torre. Esto afectó de un modo curioso a los ents. Habían estado en plena
ebullición; ahora estaban fríos, hoscos como el hielo y silenciosos.
Abandonaron la llanura y fueron todos a reunirse alrededor de Bárbol, muy
quietos y callados. Bárbol les habló un momento en la lengua de los ents. Creo
que les estaba explicando un plan que había concebido mucho antes. Luego las
figuras se desvanecieron lentas y silenciosas a la luz grisácea. Amanecía.
»Dejaron una guardia para que vigilara la
torre, creo, pero los vigías estaban tan bien disimulados entre las sombras y
permanecían tan inmóviles, que no alcancé a verlos. Los otros partieron hacia
el norte. Durante todo el día estuvieron ocupados en algún sitio. La mayor
parte del tiempo nos dejaron solos. Fue un día triste; y anduvimos de un lado a
otro, sin saber qué hacer, aunque cuidando de mantenernos en lo posible fuera
de la vista de las ventanas de Orthanc, que nos miraban como amenazándonos.
Buena parte del tiempo la pasamos buscando algo para comer. Y también nos
sentábamos a conversar, preguntándonos qué estaría sucediendo allá en el sur,
en Rohan, y qué habría sido del resto de nuestra Compañía. De vez en cuando
oíamos a la distancia el estrépito de las piedras que se rompían y
desmoronaban, y ruidos sordos que retumbaban entre las colinas.
»Por la tarde dimos la vuelta al círculo y
fuimos a ver qué ocurría. Había un gran bosque sombrío de huorns a la entrada
del valle y otro alrededor de la muralla septentrional. No nos atrevimos a
entrar. Pero desde el interior llegaban los ecos de un trabajo fatigoso y duro.
Los ents y los huorns, decididos a destruirlo todo, estaban cavando fosos y
trincheras, construyendo represas y estanques, para juntar las aguas del Isen y
de los manantiales y arroyos que encontraban. Los dejamos allí.
»Al anochecer Bárbol volvió a la puerta.
Canturreaba entre dientes y parecía satisfecho. Se detuvo junto a nosotros y
estiró los grandes brazos y piernas y respiró profundamente. Le pregunté si
estaba cansado.
»"¿Cansado?" dijo, "¿cansado?
Bueno, no, no cansado pero sí embotado. Necesito un buen sorbo del Entaguas.
Hemos trabajado duro; en el día de hoy hemos picado más piedras y roído más
tierras que en muchos de los años anteriores. Pero ya falta poco. ¡Cuando caiga
la noche alejaos de esta puerta y del antiguo túnel! Es probable que el aluvión
pase por aquí y durante algún tiempo será un agua nauseabunda, hasta que haya
arrastrado toda la inmundicia de Saruman. Luego las aguas del Isen serán otra
vez puras". Se puso a arrancar un pedazo de muro, despreocupadamente,
como para entretenerse.
»Nos estábamos preguntando dónde podríamos
descansar seguros y dormir un rato, cuando ocurrió la cosa más extraordinaria.
Se oyeron los cascos de un caballo que se acercaba veloz por el camino. Merry y
yo nos quedamos inmóviles y Bárbol se escondió bajo la arcada sombría. De
pronto un jinete llegó a galope tendido, como un rayo de plata. Ya oscurecía,
pero pude verle claramente el rostro: parecía bañado en una luz y estaba todo
vestido de blanco. Me senté y lo contemplé boquiabierto. Traté entonces de
gritar, pero no pude.
»No fue necesario. Se detuvo junto a
nosotros y nos miró desde arriba. "¡Gandalf!" dije finalmente,
pero mi voz fue apenas un murmullo. ¿Y creéis que dijo: "¡Hola, Pippin!
¡Qué sorpresa tan agradable!"? ¡Qué va! Dijo: "¡A ver si te
levantas, Tuk, pedazo de bobo! ¿Dónde rayos podré encontrar a Bárbol, en medio
de todas estas ruinas? Lo necesito. ¡Rápido!"
»Bárbol oyó la voz de Gandalf y salió
inmediatamente de las sombras y aquél sí que fue un extraño encuentro. Yo era
el sorprendido, pues ninguno de los dos mostraba sorpresa alguna. Era evidente
que Gandalf esperaba encontrar aquí a Bárbol; y Bárbol rondaba sin duda por los
alrededores de las puertas con el propósito de ver a Gandalf. Sin embargo,
nosotros le habíamos contado al viejo ent todo lo ocurrido en Moria. Pero yo
recordaba la mirada curiosa que nos había echado en aquel momento. Sólo puedo
suponer que él mismo había visto a Gandalf, o había recibido alguna noticia de
él, pero no había querido decir nada apresuradamente. "No apresurarse"
es el lema de Bárbol; pero nadie, ni siquiera los elfos, dirán gran cosa acerca
de las idas y venidas de Gandalf cuando él no está.
»¡Hum! ¡Gandalf!" dijo Bárbol.
"Me alegra que hayas venido. Puedo dominar bosques y aguas, troncos y
piedras. Pero aquí se trata de vencer a un mago."
»"Bárbol" dijo Gandalf.
"Necesito tu ayuda. Mucho has hecho, pero necesito todavía más. Tengo
que enfrentarme con unos diez mil orcos." Los dos se alejaron, yéndose
a algún rincón a celebrar concejo. A Bárbol aquello tuvo que parecerle muy
apresurado, pues Gandalf estaba con mucha prisa, y ya hablaba a todo trapo
cuando dejamos de oírlos. Estuvieron ausentes unos pocos minutos, un cuarto de
hora tal vez. Luego Gandalf volvió a donde estábamos nosotros y parecía
aliviado y casi contento. Hasta nos dijo, en ese momento, que se alegraba de
volvernos a ver.
»"¡Pero Gandalf!" exclamé.
"¿Dónde has estado? ¿Has visto a los otros?"
»"Dondequiera que haya estado,
ahora he vuelto" respondió en su estilo peculiar. "Sí, he
visto a algunos de los otros. Pero las noticias quedarán para otra ocasión.
Esta es una noche peligrosa y he de partir rápidamente. Aunque quizás el
amanecer sea más claro; y si es así, nos encontraremos de nuevo. ¡Cuidaos y
manteneos alejados de Orthanc! ¡Hasta la vista!"
»Bárbol quedó muy pensativo luego de la
partida de Gandalf. Era evidente que se había enterado de muchas cosas en
contados minutos y ahora estaba digiriéndolas. Nos miró y dijo: "Hm, bueno,
me doy cuenta de que no sois tan apresurados como yo suponía. Habéis dicho
mucho menos de lo que sabíais, y no más de lo que debíais. Hm... ¡éstas sí que
son noticias en montón! Bien, ahora Bárbol tiene que volver al trabajo."
»Antes de que se marchara, conseguimos que
nos revelara algunas de aquellas noticias; que por cierto no nos animaron. Pero
por el momento nos preocupaba más la suerte de vosotros tres que la de Frodo y
Sam, y el desdichado Boromir. Porque suponíamos que se estaba librando una cruenta
batalla, o que no tardaría en iniciarse, y que vosotros lucharíais en ella y
acaso no salierais de allí con vida.
»"Los huorns ayudarán"
dijo Bárbol. Y se alejó y no volvimos a verlo hasta esta mañana.
»Era noche cerrada. Yacíamos en lo alto de
una pila de piedras y no veíamos nada más allá. Una niebla o unas sombras lo
envolvían todo como un gran manto, a nuestro alrededor. El aire parecía
caluroso y espeso; y se oían rumores, crujidos y un murmullo como de voces que
se alejaban. Creo que centenares de huorns pasaron por allí para ayudar en la
lucha. Un poco más tarde unos truenos resonaron en el sur y a lo lejos, más
allá de Rohan, los relámpagos iluminaron el cielo. De cuando en cuando veíamos
los picos montañosos, a millas y millas de distancia, que emergían
repentinamente, blancos y negros, y desaparecían luego con la misma rapidez. Y
detrás de nosotros el trueno parecía estremecer las colinas, pero de una manera
diferente. Por momentos el valle entero retumbaba.
»Debía de ser cerca de medianoche cuando
los ents rompieron los diques y volcaron todas las aguas a través de una brecha
en el muro norte, en dirección a Isengard. La oscuridad de los huorns había
desaparecido y el trueno se había alejado. La luna se hundía en el oeste,
detrás de las montañas.
»En Isengard aparecieron pronto unos
charcos y arroyos de aguas negras, que brillaban a los últimos resplandores de
la luna, a medida que inundaban el llano. De tanto en tanto las aguas
penetraban en algún pozo o un respiradero. Unas nubes blancuzcas de vapor se
elevaban siseando. El humo subía, ondulante. Había explosiones y llamaradas
súbitas. Una gran voluta de vapor trepaba en espiral, enroscándose alrededor de
Orthanc, hasta que la torre pareció un elevado pico de nubes, incandescente por
abajo y arriba iluminado por la luna. Y el agua continuó derramándose, e
Isengard quedó convertido en algo así como una fuente enorme, humeante y
burbujeante.
—Anoche, cuando llegábamos a la entrada del
Nan Curunír, vimos desde el sur
una nube de humo y de vapor—dijo Aragorn—. Temimos que Saruman nos estuviese
preparando otro sortilegio.
—¡No Saruman!—dijo Pippin—. ¡Lo más
probable es que se estuviera asfixiando y ya no se riera! En la mañana, la
mañana de ayer, el agua se había escurrido por todos los agujeros, y había una
niebla espesa. Nosotros nos refugiamos en el cuarto de los guardias y estábamos
muertos de miedo. El lago desbordó y se derramó a través del viejo túnel y el
agua subía rápidamente por las escaleras. Temíamos quedar atrapados como orcos
en un agujero; pero en el fondo del depósito de vituallas descubrimos una
escalera de caracol que nos llevó al aire libre en lo alto de la arcada. No nos
fue nada fácil salir de allí, pues los pasadizos se habían agrietado, y más
arriba las piedras los obstruían en parte. Allí, sentados por encima de la
inundación, vimos cómo Isengard se hundía bajo las aguas. Los ents continuaron
vertiendo más y más agua, hasta que todos los fuegos se extinguieron y se
anegaron todas las cavernas. Las nieblas crecieron lentamente y se elevaron al
fin en una enorme y vaporosa sombrilla de nubes, quizá de una milla de altura.
Al atardecer un gran arco iris apareció sobre las colinas del este; y de pronto
el sol en el ocaso quedó oculto detrás de una llovizna espesa en las laderas de
las montañas. Todo aquello sucedía en medio de un gran silencio. Algunos lobos
aullaban lúgubremente en la lejanía. Por la noche, los ents detuvieron la inundación,
y encauzaron de nuevo las aguas del Isen, que volvió a su antiguo lecho. Y así
terminó todo.
»Desde entonces las aguas han vuelto a
bajar. Tiene que haber algún desagüe en las cavernas subterráneas supongo. Si
Saruman espía desde una ventana, verá sólo desolación y caos. Merry y yo nos
sentíamos muy solos. Ni siquiera un ent con quien conversar en medio de toda
esta ruina; y ninguna noticia. Pasamos la noche allá arriba, en lo alto de la
arcada, y hacía frío y estaba húmedo y no pudimos dormir. Teníamos la impresión
de que algo iba a ocurrir de un momento a otro. Saruman sigue encerrado en su torre.
Hubo un ruido en la noche como un viento que subiera por el valle. Creo que
fueron los ents y los huorns que se habían marchado y ahora regresaban; pero a
dónde se han ido, no lo sé. Era una mañana brumosa y húmeda cuando bajamos a
echar una mirada, y no había nadie. Y esto es más o menos todo lo que tengo que
decir. Parece casi apacible, ahora que ha quedado atrás. Y también más seguro,
ya que Gandalf ha regresado. ¡Al fin podré dormir!
Durante un momento todos callaron. Gimli
volvió a llenar la pipa. —Hay algo
que me intriga—dijo, mientras la encendía con yesca y pedernal—: Lengua de
Serpiente. Le dijisteis a Théoden que estaba con Saruman. ¿Cómo llegó hasta
Orthanc?
—Ah, sí, me había olvidado de él—dijo
Pippin—. No llegó aquí hasta esta mañana. Acabábamos de encender el fuego y de
preparar el desayuno cuando Bárbol reapareció. Oímos cómo zumbaba y nos
llamaba.
»"He venido sólo a ver cómo estáis,
mis muchachos" dijo, "y a traeros algunas noticias. Los huorns
han regresado. Todo marcha bien; ¡sí, muy bien en verdad!". Rio y se
palmeó los muslos. "No más orcos en Isengard, ¡no más hachas! Y
llegarán gentes del sur antes que acabe el día; gentes que quizás os alegre
volver a ver."
»"No bien había dicho estas palabras,
cuando oímos un ruido de cascos en el camino. Nos precipitamos fuera de las
puertas y me detuve a mirar, con la certeza de ver avanzar a Trancos y Gandalf
cabalgando a la cabeza de un ejército. Pero el que salió de la bruma fue un
hombre montado en un caballo viejo y cansado; y también él parecía ser un
personaje extraño y tortuoso. No había nadie más. Cuando salió de la niebla y
vio ante él toda aquella ruina y desolación, se quedó como petrificado y
boquiabierto, y la cara se le puso casi verde. Estaba tan azorado que al
principio ni siquiera pareció advertir nuestra presencia. Cuando por fin nos
vio, dejó escapar un grito, y trató de que el caballo diera media vuelta para
huir al galope. Pero Bárbol dio tres zancadas, extendió un brazo larguísimo y
lo levantó de la montura. El caballo escapó aterrorizado y el jinete fue a
parar al suelo. Dijo ser Gríma, amigo y consejero del rey, y que había sido
enviado con mensajes importantes de Théoden para Saruman.
»"Nadie se atrevía a cabalgar por
campo abierto, plagado como está de orcos inmundos" dijo, "y
me enviaron a mí. Y el viaje ha sido peligroso y estoy hambriento y cansado.
Tuve que desviarme hacia el norte, lejos de mi ruta, perseguido por los lobos".
»Advertí las miradas de soslayo que le
echaba a Bárbol y dije para mis adentros "mentiroso". Bárbol
lo observó con su mirada larga y lenta durante varios minutos, hasta que el
desdichado se retorció por el suelo. Entonces, al fin, habló Bárbol: "Ah,
hm, a ti te esperaba, señor Lengua de Serpiente." Al oírse llamar así,
el hombre se sobresaltó. "Gandalf llegó aquí primero, de modo que sé de
ti todo cuanto necesito saber y sé también qué he de hacer contigo. Pon todas
las ratas juntas en una ratonera, me dijo Gandalf; y eso es lo que haré. Yo soy
ahora el amo de Isengard, pero Saruman está encerrado en la torre; y puedes ir
allí y darle todos los mensajes que se te ocurran."
»"¡Dejadme ir, dejadme ir!",
dijo Lengua de Serpiente. "Conozco el camino."
»"Conocías el camino, no lo dudo",
dijo Bárbol. "Pero las cosas han cambiado un poco por estos sitios. ¡Ve
y verás!"
»Soltó a Lengua de Serpiente, que echó a
andar cojeando a través de la arcada, seguido por nosotros de cerca, hasta que
llegó al interior del círculo y pudo ver las inundaciones que se extendían
entre él y Orthanc. Entonces se volvió a nosotros.
»"Dejadme ir", lloriqueo.
"¡Dejadme ir! Ahora mis mensajes son inútiles."
»"En verdad lo son", dijo
Bárbol. "Pero tienes una alternativa: quedarte aquí conmigo hasta que
lleguen Gandalf y tu señor; o atravesar el agua. ¿Por cuál te decides?"
»Al oír nombrar al rey el hombre se
estremeció; puso un pie en el agua y lo retiró en seguida. "No sé nadar",
dijo.
»"El agua no es profunda",
dijo Bárbol. "Está sucia, pero eso no te hará daño, señor Lengua de
Serpiente. ¡Entra de una vez!"
»Y allí fue el infeliz, cojeando y
tropezando. Antes que lo perdiese de vista, el agua le llegaba casi al cuello.
Cuando lo vi por última vez se aferraba a un viejo barril o un pedazo de
madera. Pero Bárbol lo siguió durante un trecho, vigilándolo.
»"Bueno, allá va", dijo al
volver. "Lo vi trepar escaleras arriba como una rata mojada. Aún queda
alguien en la torre: una mano asomó y lo arrastró adentro. De modo que ya está
allí y espero que la acogida haya sido buena. Ahora necesito ir a lavarme para
quitarme todo este fango. Estaré arriba, del lado norte, si alguien quiere
verme. Aquí abajo no hay agua limpia para que un ent pueda beber o bañarse. Así
que os pediré a vosotros dos, muchachos, que vigiléis la puerta y recibáis a
los que vengan. Estad atentos, pues espero al señor de los campos de Rohan.
Tenéis que darle vuestra mejor bienvenida: sus hombres han librado una gran
batalla con los orcos. Tal vez conozcáis mejor que los ents las palabras con
que conviene recibir a tan noble señor. En mis tiempos, hubo muchos señores en
los campos, pero nunca aprendí la lengua de esos señores, ni supe cómo se
llamaban. Querrán alimentos de hombres y vosotros entendéis de esas cosas,
supongo. Buscad pues, lo que a vuestro entender es bocado de reyes, si podéis."
Y éste es el final de la historia. Aunque me gustaría saber quién es ese Lengua
de Serpiente. ¿Era de veras consejero del rey?
—Era—dijo Aragorn—, y también espía y
sirviente de Saruman en Rohan. El destino lo ha tratado como se merecía, sin
misericordia. El ruinoso espectáculo de cuanto consideraba magnífico e
indestructible ha de haber sido para él castigo suficiente. Pero temo que le
esperen cosas todavía peores.
—Sí, no creo que Bárbol lo haya enviado a
Orthanc por pura generosidad—dijo Merry—. Parecía encontrar un placer maligno
en la historia y se reía para sus adentros cuando se marchó a beber y bañarse.
Nosotros estuvimos muy ocupados después de eso, buscando restos flotantes y
yendo de aquí para allá. Encontramos dos o tres almacenes en distintos lugares,
cerca de aquí, sobre el nivel de las aguas. Pero Bárbol mandó algunos ents y
ellos se llevaron casi todos los víveres.
»"Necesitamos alimentos de hombres
para veinticinco personas”, dijeron los ents, así que como veis alguien os
había contado cuidadosamente antes que llegarais. A vosotros tres,
evidentemente, os incluían entre los grandes. Pero no habríais sido mejor
atendidos que aquí. Conservamos cosas tan buenas como las otras, os lo aseguro.
Mejores, pues no les mandamos bebidas.
»"¿Y para beber?", les
pregunté a los ents.
»"Tenemos el agua del Isen",
respondieron "y es tan buena para los ents como para los hombres".
Espero, sin embargo, que los ents hayan tenido tiempo de hacer fermentar
algunos brebajes en los manantiales de las montañas, y aún veremos cómo se le
rizan las barbas a Gandalf cuando esté de vuelta. Los ents se fueron y nos
sentimos cansados y hambrientos. Pero no nos quejamos: nuestros esfuerzos
habían sido bien recompensados. Fue durante la búsqueda de alimentos para
hombres cuando Pippin descubrió el botín más preciado, estos barrilitos de
Corneta. Pippin dijo que la hierba de pipa es mejor después de la comida, y así
termina la historia.
—Ahora lo entendemos todo perfectamente—dijo
Gimli.
—Todo excepto una cosa—dijo Aragorn—:
hierbas de la Cuaderna del Sur en Isengard. Más lo pienso y más raro me parece.
Nunca estuve en Isengard, pero he viajado por estas tierras y conozco muy bien
los páramos desnudos que se extienden entre Rohan y La Comarca. Ni mercancías
ni personas han transitado por este camino durante largos años, no a la luz del
día. Sospecho que Saruman tenía tratos secretos con alguien de La Comarca. No
sólo en el Castillo del rey Théoden hay Lenguas de Serpiente. ¿Viste alguna
fecha en los barriles?
—Sí—dijo Pippin—. Eran de la cosecha de
1417, es decir del año pasado; no, ahora el antepenúltimo, por supuesto: un año
óptimo.
—Ah, sí, todos los males que amenazaban a La
Comarca han pasado ahora, espero; o en todo caso, están, por el momento, fuera
de nuestro alcance—dijo Aragorn—. Sin embargo, creo que hablaré de esto con
Gandalf, por insignificante que le parezca en medio de esos importantes asuntos
que le ocupan la mente.
—Me pregunto en qué andará—dijo Merry—. La
tarde avanza. ¡Salgamos a echar un vistazo! De todos modos, ahora puedes entrar
en Isengard, Trancos, si así lo deseas. Pero no es un espectáculo muy
regocijante.
XXXVII.LA VOZ DE SARUMAN
LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO X
Atravesaron la ruinosa galería y desde un
montículo de piedras contemplaron la roca oscura de Orthanc, con numerosas
ventanas, una amenaza más en la desolación de alrededor. Ahora el agua se había
retirado casi del todo. Aquí y allá quedaban algunos charcos sombríos,
cubiertos de espuma y desechos; pero la mayor parte del ancho círculo era de
nuevo visible: un desierto de fango y escombros de piedra, de agujeros
ennegrecidos, de columnas y pilares que se tambaleaban como ebrios. Al borde de
ese tazón en ruinas se veían vastos montículos y pendientes, como cantos
rodados acumulados por un huracán; y más allá el valle verde se internaba
serpeando entre los brazos oscuros de las montañas. Del otro lado de la
desolada llanura vieron unos jinetes que venían del norte y ya se acercaban a
Orthanc.
—¡Son Gandalf y Théoden y sus hombres!—dijo
Legolas—. ¡Vayamos a su encuentro!
—¡Pisad con prudencia!—dijo Merry—. Hay
piedras flojas que pueden darse vuelta y arrojarnos a un pozo, si no tenéis
cuidado.
Recorrieron lo que antes fuera el camino que
iba de las puertas a la roca de Orthanc, avanzando lentamente,
pues las losas estaban rajadas y cubiertas de lodo. Los jinetes, al verlos
acercarse, se detuvieron a esperarlos a la sombra de la roca. Gandalf se
adelantó y les salió al encuentro.
—Bien, Bárbol y yo hemos tenido una
conversación muy interesante y hemos trazado algunos planes—dijo—, y todos hemos
gozado de un merecido reposo. Ahora hemos de ponernos otra vez en camino.
Espero que también tú y tus compañeros hayáis descansado y recobrado las
fuerzas.
—Sí—dijo Merry—. Pero nuestras discusiones
comenzaron y acabaron en humo. Sin embargo, y en relación con Saruman, no
estamos tan mal dispuestos como antes.
—¿De veras?—dijo Gandalf—. Pues bien, yo no he
cambiado. Me queda algo pendiente antes de partir: una visita de despedida a
Saruman. Peligrosa y probablemente inútil; pero inevitable. Aquellos de
vosotros que lo deseen, pueden venir conmigo... pero ¡cuidado! ¡Nada de bromas!
Este no es el momento.
—Yo te acompañaré—dijo Gimli—. Quiero verlo y
saber si es cierto que se parece a ti.
—¿Y cómo harás para saberlo, señor enano?—dijo
Gandalf—. Saruman puede mostrarse parecido a mí a tus ojos, si conviene a sus
designios. ¿Y te consideras bastante perspicaz como para no dejarte engañar por
sus ficciones? En fin, ya veremos. Quizá no se atreva a presentarse al mismo
tiempo ante tantas miradas diferentes. Pero he rogado a los ents que no se
dejen ver y puede ser que así consigamos que salga.
—¿Cuál es el peligro?—preguntó Pippin—. ¿Que
nos acribille a flechazos y arroje fuego por las ventanas, o acaso puede obrar
un sortilegio desde lejos?
—La última hipótesis es la más verosímil, si
llegáis a sus puertas desprevenidos—dijo Gandalf—. Pero nadie puede saber lo
que es capaz de hacer, o de intentar. Una bestia salvaje acorralada siempre es
peligrosa. Y Saruman tiene poderes que ni siquiera sospecháis. ¡Cuidaos de su
voz!
Llegaron a los pies de Orthanc. La roca negra
relucía como si estuviese mojada. Las aristas de las facetas eran afiladas y
parecían talladas hacía poco. Algunos arañazos y esquirlas pequeñas como
escamas junto a la base eran los únicos rastros visibles de la furia de los
ents.
En la cara oriental, en el ángulo formado por
dos pilastras, se abría una gran puerta, muy alta sobre el nivel del suelo; y
más arriba una ventana con los postigos cerrados, que daba a un balcón cercado
por una balaustrada de hierro. Una ancha escalera de veintisiete escalones,
tallada por algún artífice desconocido en la misma piedra negra, conducía al
umbral. Aquella era la única entrada a la torre; pero muchas troneras de
antepecho profundo se abrían en los muros casi verticales, y espiaban, como
ojos diminutos, desde lo alto de las escarpadas paredes.
Al pie de la escalera Gandalf y el rey se
apearon de las cabalgaduras. —Yo
subiré—dijo Gandalf—. Ya he estado otras veces en Orthanc y conozco los
peligros que corro.
—Y yo subiré contigo—dijo el rey—. Soy viejo y
ya no temo a ningún peligro. Quiero hablar con el enemigo que tanto mal me ha
hecho. Éomer me acompañará y cuidará de que mis viejos pies no vacilen.
—Como quieras—dijo Gandalf—. Aragorn irá
conmigo. Que los otros nos esperen al pie de la escalinata. Oirán y verán lo
suficiente, si hay algo que ver y oír.
—¡No!—protestó Gimli—. Legolas y yo queremos
ver las cosas más de cerca. Somos aquí los únicos representantes de nuestras
razas. También nosotros subiremos.
—¡Venid entonces! –dijo Gandalf, y al decir
esto empezó a subir, con Théoden al lado.
Los jinetes de Rohan permanecieron inquietos
en sus cabalgaduras, a ambos lados de la escalinata, observando con miradas
sombrías la gran torre, temerosos de lo que pudiera acontecerle a Théoden.
Merry y Pippin se sentaron en el último escalón, sintiéndose a la vez poco
importantes y poco seguros.
—¡Media milla de fango de aquí hasta la
puerta!—murmuró Pippin—. ¡Si pudiera escurrirme otra vez hasta el cuarto de los
guardias sin que nadie me viera! ¿Para qué habremos venido? Nadie nos necesita.
Gandalf se detuvo ante la puerta de Orthanc y
golpeó en ella con su vara. Retumbó con un sonido cavernoso. —¡Saruman,
Saruman!—gritó con una voz potente, imperiosa—. ¡Saruman, sal!
Durante un rato no hubo ninguna respuesta. Al
cabo, se abrieron los postigos de la ventana que estaba sobre la puerta, pero
nadie se asomó al vano oscuro.
—¿Quién es?—dijo una voz—. ¿Qué deseas?
Théoden se sobresaltó. —Conozco esa voz—dijo—,
y maldigo el día en que la oí por primera vez.
—Ve en busca de Saruman, ya que te has
convertido en su lacayo. ¡Gríma, Lengua de Serpiente! –dijo Gandalf—. ¡Y no nos
hagas perder tiempo!
La ventana volvió a cerrarse. Esperaron. De
improviso otra voz habló, suave y melodiosa: el sonido mismo era ya un
encantamiento. Quienes escuchaban, incautos, aquella voz, rara vez eran capaces
de repetir las palabras que habían oído; y si lograban repetirlas, quedaban
atónitos, pues parecían de poco poder. Sólo recordaban, las más de las veces,
que escuchar la voz era un verdadero deleite, que todo cuanto decía parecía
sabio y razonable, y les despertaba, en instantánea simpatía, el deseo de
parecer sabios también ellos. Si otro tomaba la palabra, parecía, por
contraste, torpe y grosero; y si contradecía a la voz, los corazones de los que
caían bajo el hechizo se encendían de cólera. Para algunos el sortilegio sólo
persistía mientras la voz les hablaba a ellos y cuando se dirigía a algún otro,
sonreían como si hubiesen descubierto los trucos de un prestidigitador mientras
los demás seguían mirando boquiabiertos. A muchos, el mero sonido bastaba para
cautivarlos; y en quienes sucumbían a la voz, el hechizo persistía aún en la
distancia, y seguían oyéndola incesantemente, dulce y susurrante y a la vez
persuasiva. Pero nadie, sin un esfuerzo de la voluntad y la inteligencia podía
permanecer indiferente, resistirse a las súplicas y las órdenes de aquella voz.
—¿Y bien?—preguntó ahora con dulzura—. ¿Por
qué habéis venido a turbar mi reposo? ¿No me concederéis paz ni de noche ni de
día? —El tono era el de un corazón bondadoso, dolorido por injurias
inmerecidas.
Todos alzaron los ojos, asombrados, pues
Saruman había aparecido sin hacer ningún ruido; y entonces vieron allí, asomada
al balcón, la figura de un anciano que los miraba: estaba envuelto en una
amplia capa de un color que nadie hubiera podido describir, pues cambiaba según
donde se posaran los ojos y con cada movimiento del viejo. Aquel rostro
alargado, de frente alta, y ojos oscuros, profundos, insondables, los
contemplaba ahora con expresión grave y benévola, a la vez que un poco
fatigada. Los cabellos eran blancos, lo mismo que la barba, pero algunas hebras
negras se veían aún alrededor de las orejas y los labios.
—Parecido y a la vez diferente—murmuró Gimli.
—Veamos—dijo la dulce voz—. A dos de vosotros
os conozco, por lo menos de nombre. A Gandalf lo conozco demasiado bien para
abrigar alguna esperanza de que haya venido aquí en busca de ayuda o consejo.
Pero a ti, Théoden, señor de la Marca de Rohan, a ti te reconozco por las
insignias de tu nobleza, pero más aún por la bella apostura que distingue a los
miembros de la casa de Eorl. ¡Oh digno hijo de Thengel el Tres Veces Famoso!
¿Por qué no has venido antes, en calidad de amigo? ¡Cuánto he deseado verte, oh
rey, el más poderoso de las tierras occidentales! Y más aún en estos últimos
años, para salvarte de los consejos imprudentes y perniciosos que te asediaban.
¿Será ya demasiado tarde? No obstante las injurias de que he sido víctima y de
las que los hombres de Rohan han sido ¡ay! en parte responsables, aún quisiera
salvarte de la ruina que caerá inexorable sobre ti si no abandonas la senda que
has tomado. Ahora en verdad sólo yo puedo ayudarte.
Théoden abrió la boca como si fuera a hablar,
pero no dijo nada. Miró primero a Saruman, quien lo observaba desde el balcón
con ojos profundos y solemnes, y luego a Gandalf, a su lado; parecía indeciso.
Gandalf no se inmutó; inmóvil y silencioso como si fuera de piedra, parecía
aguardar pacientemente una llamada que no llegaba aún. En el primer momento los
caballeros se agitaron y aprobaron con un murmullo las palabras de Saruman;
luego también ellos callaron, como bajo los efectos de algún sortilegio. «Gandalf»,
pensaban, «nunca había exhortado a Théoden con palabras tan justas y tan
hermosas». Rudas y viciadas por la soberbia les parecían ahora las prédicas
de Gandalf. Y una sombra empezó a oscurecerles los corazones, el temor de un
gran peligro: el final de la Marca hundida en el abismo de tinieblas al que
Gandalf parecía arrastrarla, mientras Saruman entreabría la puerta de la
salvación, por la que entraba ya un rayo de luz. Hubo un silencio tenso y
prolongado.
Fue Gimli el enano quien lo rompió súbitamente.
—Las palabras de este mago no tienen pies ni cabeza—gruñó, a la vez que echaba
mano al mango del hacha—. En la lengua de Orthanc ayuda es sinónimo de ruina
y salvación significa asesinato, eso es claro como el agua.
Pero nosotros no hemos venido aquí a mendigar favores.
—¡Paz!—dijo Saruman, y por un instante la voz
fue menos suave y un resplandor fugaz le iluminó los ojos—. Aún no me he
dirigido a ti, Gimli hijo de Glóin—dijo—. Lejos está tu casa y
poco te conciernen los problemas de este país. No te has visto envuelto en
ellos por tu propia voluntad, de modo que no voy a reprocharte ese discurso, un
discurso muy valiente, no lo dudo. Pero te lo ruego, permíteme hablar primero
con el rey de Rohan, mi vecino y mi amigo en otros tiempos.
»¿Qué tienes que decir, rey Théoden? ¿Quieres
la paz conmigo y toda la ayuda que pueda brindarte mi sabiduría, adquirida a lo
largo de muchos años? ¿Quieres que aunemos nuestros esfuerzos para luchar
contra estos días infaustos y reparar nuestros daños con tanta buena voluntad
que estas tierras puedan reverdecer más hermosas que nunca?
Théoden continuaba callado. Nadie podía saber
si luchaba contra la cólera o la duda. Éomer habló.
—¡Escuchadme, señor!—dijo—. He aquí el peligro
sobre el que se nos ha advertido. ¿Habremos conquistado la victoria para
terminar aquí, paralizados y estupefactos ante un viejo embustero que se ha
untado de mieles la lengua viperina? Con esas mismas palabras les hablaría el
lobo a los lebreles que lo han acorralado, si fuera capaz de expresarse. ¿Qué
ayuda puede ofrecemos, en verdad? Todo cuanto desea es escapar de este trance
difícil. ¿Vais a parlamentar con este farsante, experto en traiciones y
asesinatos? ¡Recordad a Théodred en el vado y la tumba de Háma en el abismo de
Helm!
—Si hemos de hablar de lenguas ponzoñosas ¿qué
decir de la tuya, cachorro de serpiente?—dijo Saruman, y el relámpago de cólera
fue ahora visible para todos—.
¡Pero seamos justos, Éomer hijo de Éomund—prosiguió, otra vez con voz dulce!—.
A cada cual sus méritos. Tú has descollado en las artes de la guerra y
conquistaste altos honores. Mata a aquellos a quienes tu señor llama sus
enemigos y conténtate con eso. No te inmiscuyas en lo que no entiendes. Tal
vez, si un día llegas a ser rey, comprenderás que un monarca ha de elegir con
cuidado a sus amigos. La amistad de Saruman y el poderío de Orthanc no pueden
ser rechazados a la ligera en nombre de cualquier ofensa real o imaginaria.
Habéis ganado una batalla pero no una guerra y esto gracias a una ayuda con la
que no contaréis otra vez. Mañana podríais encontrar la sombra del bosque a
vuestras puertas; es caprichosa e insensible, y no ama a los hombres.
»Pero dime, mi señor de Rohan, ¿he de ser
tildado de asesino porque hombres valientes hayan caído en la batalla?
Si me haces la guerra, inútilmente, pues yo no la deseo, es inevitable que haya
muertos. Pero si por ello han de llamarme asesino, entonces toda la casa
de Eorl lleva el mismo estigma; pues han peleado en muchas guerras, atacando a
quienes se atrevieron a desafiarlos. Sin embargo, más tarde hicieron la paz con
algunos: una actitud sabia e inteligente. Te pregunto, rey Théoden: ¿quieres
que haya entre nosotros paz y concordia? A nosotros nos toca decidirlo.
—Quiero que haya paz—dijo por fin Théoden con
la voz pastosa y hablando con un esfuerzo. Varios de los jinetes prorrumpieron
en gritos de júbilo. Théoden levantó la mano—. Sí, quiero paz—dijo, ahora con
voz clara—, y la tendremos cuando tú y todas tus obras hayan perecido y las
obras de tu amo tenebroso a quien pensabas entregarnos. Eres un embustero,
Saruman, y un corruptor de corazones. Me tiendes la mano y yo sólo veo un dedo
de la garra de Mordor. ¡Cruel y frío! Aun cuando tu guerra contra mí fuese
justa (y no lo era, porque así fueses diez veces más sabio no tendrías derecho
a gobernarme a mí y a los míos para tu propio beneficio), aun así, ¿cómo
justificas las antorchas del Folde Oeste y los niños que allí murieron? Y
lapidaron el cuerpo de Háma ante las puertas de Cuernavilla, después de darle
muerte. Cuando te vea en tu ventana colgado de una horca, convertido en pasto
de tus propios cuervos, entonces haré la paz contigo y con Orthanc. He hablado
en nombre de la casa de Eorl. Soy tal vez un heredero menor de antepasados
ilustres, pero no necesito lamerte la mano. Búscate otros a quienes embaucar.
Aunque me temo que tu voz haya perdido su magia.
Los jinetes miraban a Théoden estupefactos,
como si despertaran sobresaltados de un sueño. Áspera como el graznido de un
cuervo viejo les sonaba la voz del rey después de la música de Saruman. Por un
momento Saruman no pudo disimular la cólera que lo dominaba. Se inclinó sobre
la barandilla como si fuese a golpear al rey con su bastón. Algunos creyeron
ver de pronto una serpiente que se enroscaba para atacar.
—¡Horcas y cuervos!—siseó Saruman, y todos se
estremecieron ante aquella horripilante transformación—. ¡Viejo chocho! ¿Qué es
la casa de Eorl sino un cobertizo hediondo donde se embriagan unos cuantos
bandidos, mientras la prole se arrastra por el suelo entre los perros? Durante
demasiado tiempo se han salvado de la horca. Pero el nudo corredizo se
aproxima, lento al principio, duro y estrecho al final. ¡Colgaos, si así lo
queréis!—La voz volvió a cambiar, a medida que Saruman conseguía dominarse. —No
sé por qué he tenido la paciencia de hablar contigo. Porque no te necesito, ni
a ti ni a tu pandilla de cabalgadores, tan rápidos para huir como para avanzar,
Théoden señor de caballos. Tiempo atrás te ofrecí una posición superior a tus
méritos y a tu inteligencia. Te la he vuelto a ofrecer, para que aquellos a
quienes llevas por mal camino puedan ver claramente el que tú elegiste. Tú me
respondes con bravuconadas e insultos. Que así sea. ¡Vuélvete a tu choza!
»¡Pero tú, Gandalf! De ti al menos me
conduelo, compadezco tu vergüenza. ¿Cómo puedes soportar semejante compañía?
Porque tú eres orgulloso, Gandalf, y no sin razón, ya que tienes un espíritu
noble y ojos capaces de ver lo profundo y lejano de las cosas. ¿Ni aún ahora
querrás escuchar mis consejos?
Gandalf hizo un movimiento y alzó los ojos. —¿Qué
puedes decirme que no me hayas dicho en nuestro último encuentro?—preguntó—. ¿O
tienes acaso cosas de que retractarte?
Saruman tardó un momento en responder. —¿Retractarme
dices?—murmuró, como perplejo—. ¿Retractarme? Intenté aconsejarte por tu propio
bien, pero tú apenas escuchabas. Eres orgulloso y no te gustan los consejos,
teniendo como tienes tu propia sabiduría. Pero en aquella ocasión te
equivocaste, pienso, tergiversando mis propósitos. En mi deseo de persuadirte,
temo haber perdido la paciencia; y lo lamento de veras. Porque no abrigaba
hacia ti malos sentimientos; ni tampoco los tengo ahora, aunque hayas vuelto en
compañía de gente violenta e ignorante: ¿Por qué habría de tenerlos? ¿Acaso no
somos los dos miembros de una alta y antigua orden, la más excelsa de la Tierra
Media? Nuestra amistad sería provechosa para ambos. Aún podríamos emprender
juntos muchas cosas, curar los males que aquejan al mundo. ¡Lleguemos a un
acuerdo entre nosotros y olvidemos para siempre a esta gente inferior! ¡Que
ellos acaten nuestras decisiones! Por el bien común estoy dispuesto a renegar
del pasado y a recibirte. ¿No quieres que deliberemos? ¿No quieres subir?
Tan grande fue el poder de la voz de Saruman
en este último esfuerzo que ninguno de los que escuchaban permaneció impasible.
Pero esta vez el sortilegio era de una naturaleza muy diferente. Estaban oyendo
el tierno reproche de un rey bondadoso a un ministro equivocado aunque muy
querido. Pero se sentían excluidos, como si escucharan detrás de una puerta
palabras que no les estaban destinadas: niños malcriados o sirvientes estúpidos
que oían a hurtadillas las conversaciones ininteligibles de los mayores, y se
preguntaban inquietos de qué modo podrían afectarlos. Los dos interlocutores
estaban hechos de una materia más noble: eran venerables y sabios. Una alianza
entre ellos parecía inevitable. Gandalf subiría a la torre, a discutir en las
altas estancias de Orthanc problemas profundos, incomprensibles para ellos. Las
puertas se cerrarían y ellos quedarían fuera, esperando a que vinieran a
imponerles una tarea o un castigo. Hasta en la mente de Théoden apareció el
pensamiento, como la sombra de una duda: «Nos traicionará, nos abandonará...
y nada ya podrá salvarnos.»
De pronto Gandalf se echó a reír. Las
fantasías se disiparon como una nubecilla de humo.
—¡Saruman, Saruman!—dijo Gandalf sin dejar de
reír—. Saruman, erraste tu oficio en la vida. Tenías que haber sido bufón de un
rey y ganarte el pan, y también los magullones, imitando a sus consejeros. ¡Ah,
pobre de mí!—Hizo una pausa y dejó de reír. —¿Un entendimiento entre nosotros?
Temo que nunca llegues a entenderme. Pero yo te entiendo a ti, Saruman, y
demasiado bien. Conservo de tus argucias y de tus actos un recuerdo mucho más
claro de lo que tú imaginas. La última vez que te visité eras el carcelero de
Mordor y allí ibas a enviarme. No, el visitante que escapó por el techo, lo
pensará dos veces antes de volver a entrar por la puerta. No, no creo que suba.
Pero escucha, Saruman, ¡por última vez! ¿Por qué no bajas tú? Isengard ha
demostrado ser menos fuerte que en tus deseos y tu imaginación. Lo mismo puede
ocurrir con otras cosas en las que aún confías. ¿No te convendría alejarte de
aquí por algún tiempo? ¿Dedicarte a algo distinto, quizá? ¡Piénsalo bien,
Saruman! ¿No quieres bajar?
Una sombra pasó por el rostro de Saruman; en
seguida se puso mortalmente pálido. Antes de que pudiese ocultarlo, todos
vieron a través de la máscara la angustia de una mente confusa, a quien
repugnaba la idea de quedarse, y temerosa a la vez de abandonar aquel refugio.
Titubeó un segundo apenas y todo el mundo contuvo el aliento. Luego Saruman
habló, con una voz fría y estridente. El orgullo y el odio lo dominaban otra
vez.
—¿Si quiero bajar?—dijo, burlón—. ¿Acaso un
hombre inerme baja a hablar puertas afuera con los ladrones?
Te oigo perfectamente bien desde aquí. No soy
ningún tonto y no confío en ti, Gandalf. Los demonios salvajes del bosque no
están aquí a la vista, en la escalera, pero sé dónde se ocultan, esperando
órdenes.
—Los traidores siempre son desconfiados—respondió
Gandalf con cansancio—. Pero no tienes que temer por tu pellejo. No deseo
matarte, ni lastimarte, como bien lo sabrías, si en verdad me comprendieses. Y
mis poderes te protegerían. Te doy una última oportunidad. Puedes irte de
Orthanc, en libertad... si lo deseas.
—Esto me suena bien—dijo con ironía Saruman—.
Muy típico de Gandalf el Gris; tan condescendiente, tan generoso. No dudo que
te sentirías a tus anchas en Orthanc y que mi partida te convendría. Pero ¿por
qué querría yo partir? ¿Y qué significa para ti «en libertad»? Habrá
condiciones, supongo.
—Los motivos para partir puedes verlos desde
tus ventanas—respondió Gandalf—. Otros te acudirán a la mente. Tus siervos han
sido abatidos y se han dispersado; de tus vecinos has hecho enemigos; y has
engañado a tu nuevo amo, o has intentado hacerlo. Cuando vuelva la mirada hacia
aquí, será el ojo rojo de la ira. Pero cuando yo digo «en libertad»
quiero decir «en libertad»: libre de ataduras, de cadenas u órdenes:
libre de ir a donde quieras, aún a Mordor, Saruman, si es tu deseo. Pero antes
dejarás en mis manos la Llave de Orthanc y tu bastón. Quedarán en prenda de tu
conducta y te serán restituidos un día, si lo mereces.
El semblante de Saruman se puso lívido,
crispado de rabia, y una luz roja le brilló en los ojos. Soltó una risa
salvaje. —¡Un día! —gritó, y la voz se elevó hasta convertirse en un alarido
¡Un día! Sí, cuando también te apoderes de las llaves de Barad-dûr, supongo, y
las coronas de los siete reyes, y las varas de los cinco magos; cuando te hayas
comprado un par de botas mucho más grande que las que ahora calzas. Un plan
modesto. ¡No creo que necesites mi ayuda! Tengo otras cosas que hacer. No seas
tonto. Si quieres pactar conmigo, mientras sea posible, vete y vuelve cuando
hayas recobrado el sentido. ¡Y sácate de encima a esa chusma de forajidos que
llevas a la rastra, prendida a los faldones! ¡Buen día!—Dio media vuelta y
desapareció del balcón.
—¡Vuelve, Saruman!—dijo Gandalf con voz
autoritaria. Ante el asombro de todos, Saruman dio otra vez media vuelta, y
como arrastrado contra su voluntad, se acercó a la ventana y se apoyó en la
barandilla de hierro, respirando agitadamente. Tenía la cara arrugada y
contraída. La mano que aferraba la pesada vara negra parecía una garra.
—No te he dado permiso para que te vayas—dijo
Gandalf con severidad—. No he terminado aún. No eres más que un bobo, Saruman,
y sin embargo inspiras lástima. Estabas a tiempo todavía de apartarte de la
locura y la maldad, y ayudar de algún modo. Pero elegiste quedarte aquí,
royendo las hilachas de tus viejas intrigas. ¡Quédate pues! Mas te lo advierto,
no te será fácil volver a salir. A menos que las manos tenebrosas del este se
extiendan hasta aquí para llevarte. ¡Saruman!—gritó, y la voz creció aún más en
potencia y autoridad—. ¡Mírame! No soy Gandalf el Gris a quien tú traicionaste.
Soy Gandalf el Blanco que ha regresado de la muerte. Ahora tú no tienes color y
yo te expulso de la orden y del Concilio.
Alzó la mano y habló lentamente, con voz clara
y fría. —Saruman, tu vara está rota. —Se oyó un crujido, y la vara se partió en
dos en la mano de Saruman; la empuñadura cayó a los pies de Gandalf. —¡Vete!—dijo
Gandalf. Saruman retrocedió con un grito y huyó, arrastrándose como un reptil.
En ese momento un objeto pesado y brillante cayó desde lo alto con estrépito.
Rebotó contra la barandilla de hierro, en el
mismo instante en que Saruman se alejaba de ella, y pasando muy cerca de la cabeza
de Gandalf, golpeó contra el escalón en que estaba el mago. La barandilla vibró
y se rompió con un estallido. El escalón crujió y se hizo añicos con un
chisporroteo. Pero la bola permaneció intacta: rodó escaleras abajo, un globo
de cristal, oscuro, aunque con un corazón incandescente. Mientras se alejaba
saltando hacia un charco, Pippin corrió y la recogió.
—¡Canalla y asesino!—gritó Éomer. Pero Gandalf
permaneció impasible. —No, no fue Saruman quien la arrojó—dijo—; ni creo que lo
haya ordenado. Partió de una ventana mucho más alta. Un tiro de despedida de
maese Lengua de Serpiente, me imagino, pero le falló la puntería.
—Tal vez porque no pudo decidir a quién odiaba
más, a ti o a Saruman—dijo Aragorn.
—Es posible—dijo Gandalf—. Magro consuelo
encontrarán estos dos en mutua compañía: se roerán entre ellos con palabras.
Pero el castigo es justo. Si Lengua de Serpiente sale alguna vez con vida de
Orthanc, será una suerte inmerecida.
»¡Aquí, muchacho, yo llevaré eso! No te pedí
que lo recogieras—gritó, volviéndose bruscamente y viendo a Pippin que subía la
escalera con lentitud, como si transportase un gran peso. Bajó algunos
peldaños, y yendo al encuentro del hobbit le sacó rápidamente de las manos la
esfera oscura y la envolvió en los pliegues de la capa—. Yo me ocuparé—dijo—.
No es un objeto que Saruman hubiera elegido para arrojar contra nosotros.
—Pero sin duda podría arrojar otras cosas—dijo
Gimli—. Si la conversación ha terminado, ¡pongámonos al menos fuera del alcance
de las piedras!
—Ha terminado—dijo Gandalf—. Partamos.
Volvieron la espalda a las puertas de Orthanc
y bajaron la escalera. Los caballeros aclamaron al rey con alegría y saludaron
a Gandalf. El sortilegio de Saruman se había roto: lo habían visto acudir a la
llamada de Gandalf y escurrirse luego como un reptil.
—Bueno, esto es asunto concluido—dijo Gandalf—.
Ahora he de encontrar a Bárbol y contarle lo que ha pasado.
—Se lo habrá imaginado, supongo—dijo Merry—.
¿Acaso podía haber terminado de alguna otra manera?
—No lo creo—dijo Gandalf—, aunque por un
instante la balanza estuvo en equilibrio. Pero yo tenía mis razones para
intentarlo, algunas misericordiosas, otras menos. En primer lugar, le demostré
a Saruman que ya no tiene tanto poder en la voz. No puede ser al mismo tiempo
tirano y consejero. Cuando la conspiración está madura, el secreto ya no es
posible. Sin embargo él cayó en la trampa, e intentó embaucar a sus víctimas
una por una, mientras las otras escuchaban. Entonces le propuse una última
alternativa y generosa, por cierto: renunciar tanto a Mordor como a sus planes
personales y reparar los males que había causado ayudándonos en un momento de
necesidad. Nadie conoce nuestras dificultades mejor que él. Hubiera podido
prestarnos grandes servicios; pero eligió negarse y no renunciar al poder de
Orthanc. No está dispuesto a servir, sólo quiere dar órdenes. Ahora vive
aterrorizado por la sombra de Mordor y sin embargo sueña aún con capear la
tempestad. ¡Pobre loco! Será devorado, si el poder del este extiende los brazos
hasta Isengard. Nosotros no podemos destruir a Orthanc desde afuera, pero
Sauron... ¿quién sabe lo que es capaz de hacer?
—¿Y si Sauron no gana la guerra? ¿Qué le harás
a Saruman?—preguntó Pippin.
—¿Yo? ¡Nada!—dijo Gandalf—. No le haré nada.
No busco poder. ¿Qué será de él? No lo sé. Me entristece pensar que tantas
cosas que alguna vez fueron buenas se pudran ahora en esa torre. Como quiera
que sea a nosotros no nos ha ido del todo mal. ¡Extrañas son las vueltas del
destino! A menudo el odio se vuelve contra sí mismo. Sospecho que aun cuando
hubiésemos entrado en Orthanc, habríamos encontrado pocos tesoros más preciosos
que este objeto que nos arrojó Lengua de Serpiente.
Un grito estridente, bruscamente interrumpido,
partió de una ventana abierta en lo más alto de la torre.
—Parece que Saruman piensa como yo—dijo
Gandalf—. ¡Dejémoslos!
Volvieron a las ruinas de la puerta. Habían
atravesado apenas la arcada, cuando Bárbol y una docena de ents salieron de
entre las sombras de las pilas de piedras, donde se habían ocultado. Aragorn,
Gimli y Legolas los miraban perplejos.
—He aquí a tres de mis compañeros, Bárbol—dijo
Gandalf—. Te he hablado de ellos, pero aún no los habías conocido. —Los nombró
a todos.
El viejo ent los escudriñó largamente y los
saludó uno por uno. El último a quien habló fue a Legolas. —¿Así que has venido
desde el bosque Negro, mi buen elfo? ¡Era un gran bosque, tiempo atrás!
—Y todavía lo es—dijo Legolas—, pero nosotros,
los que habitamos en él, nunca nos cansamos de ver árboles nuevos. Me sentiría
más feliz si pudiera visitar el bosque de Fangorn. Apenas llegué a cruzar el
linde y desde entonces no sueño en otra cosa que en regresar.
Los ojos de Bárbol brillaron de placer. —Espero
que tu deseo pueda realizarse antes que las colinas envejezcan—dijo.
—Vendré, si la suerte me acompaña—dijo Legolas—.
He hecho un pacto con mi amigo, que si todo anda bien, un día visitaremos
Fangorn juntos... con tu permiso.
—Todo elfo que venga contigo será bienvenido—dijo
Bárbol.
—El amigo de quien hablo no es un elfo—dijo
Legolas—; me refiero a Gimli hijo de Glóin, aquí presente—Gimli hizo una
profunda reverencia y el hacha se le resbaló del cinturón y chocó contra el
suelo.
—¡Hum, hm! ¡Ajá!—dijo Bárbol,
observando a Gimli con una mirada sombría—. ¡Un enano y con un hacha con
añadidura! ¡Hum! Tengo buena voluntad para con los elfos, pero pides demasiado.
¡Extraña amistad la vuestra!
—Puede parecer extraña—dijo Legolas—; pero mientras
Gimli viva no vendré solo a Fangorn. El hacha no está destinada a los árboles
sino a las cabezas de los orcos. Oh Fangorn, señor del bosque de Fangorn.
Cuarenta y dos decapitó en la batalla.
—¡Ouuu! ¡Vaya!—dijo Bárbol—. Esto suena mejor.
Bueno, bueno, las cosas seguirán el curso natural; es inútil querer
apresurarlas. Pero ahora hemos de separarnos por algún tiempo. El día llega a
su fin y Gandalf dice que partiréis antes de la caída de la noche y que el señor
de la Marca quiere volver en seguida a su casa.
—Sí, hemos de partir, y ahora mismo—dijo
Gandalf—. Tendré que dejarte sin tus porteros me temo. Pero no los necesitarás.
—Tal vez—dijo Bárbol—. Pero los echaré de
menos. Nos hicimos amigos en tan poco tiempo que quizá me estoy volviendo
apresurado... como si retrocediera a la juventud, quizá. Pero lo cierto es que
son las primeras cosas nuevas que he visto bajo el sol o la luna en muchos,
muchísimos años. Y no los olvidaré. He puesto esos nombres en la Larga Lista.
Los ents los recordarán.
Ents viejos como montañas, nacidos de la
tierra,
grandes caminadores y bebedores de agua;
y hambrientos como cazadores, los niños hobbits,
el pueblo risueño, la pequeña gente.[83]
»Mientras las hojas continúen renovándose,
ellos serán nuestros amigos. ¡Buen viaje! Pero si en vuestro país encantador,
en La Comarca, tenéis noticias que puedan interesarme ¡hacédmelo saber!
Entendéis a qué me refiero: si oís hablar de las ents-mujeres, o si las veis en
algún lugar. Venid vosotros mismos, si es posible.
—Lo haremos—exclamaron a coro Merry y Pippin,
mientras se alejaban de prisa. Bárbol los siguió con la mirada y durante un
rato guardó silencio moviendo pensativamente la cabeza. Luego se volvió a
Gandalf.
—¿Así que Saruman no quiso marcharse?—dijo—.
Me lo esperaba. Tiene el corazón tan podrido como el de un huorn negro. Sin
embargo, si yo fuese derrotado y todos mis árboles fueran destruidos, tampoco
yo me marcharía mientras tuviera un agujero oscuro donde ocultarme.
—No—dijo Gandalf—. Aunque tú no pensaste
invadir con tus árboles el mundo entero y sofocar a todas las otras criaturas.
Pero así son las cosas, Saruman se ha quedado para alimentar odios y tramar
nuevas intrigas. La Llave de Orthanc la tiene él. Pero no podemos permitir que
escape.
—¡Claro que no! De eso cuidaremos los ents—dijo
Bárbol—. Saruman no pondrá el pie fuera de la roca, sin mi permiso. Los ents lo
vigilarán.
—¡Excelente!—dijo Gandalf—. No esperaba menos.
Ahora puedo partir y dedicarme a otros asuntos. Pero tienes que poner mucha
atención. Las aguas han descendido. Temo que unos centinelas alrededor de la
torre no sea suficiente. Sin duda hay túneles profundos excavados debajo de
Orthanc y Saruman espera poder ir y venir sin ser visto, dentro de poco. Si vas
a ocuparte de esta tarea, te ruego que hagas derramar las aguas otra vez; hasta
que Isengard se convierta en un estanque perenne, o hasta que descubras las
bocas de los túneles. Cuando todos los sitios subterráneos estén inundados y
hayas descubierto los desagües, entonces Saruman se verá obligado a permanecer
en la torre y mirar por las ventanas.
—¡Déjalo por cuenta de los ents!—dijo Bárbol—.
Exploraremos el valle palmo a palmo y miraremos bajo todas las piedras. Ya los
árboles se disponen a volver, los árboles viejos, los árboles salvajes. El bosque
Vigilante, lo llamaremos. Ni una ardilla entrará aquí sin que yo lo sepa.
¡Déjalo por cuenta de los ents! Hasta que los años en que estuvo
atormentándonos hayan pasado siete veces, no nos cansaremos de vigilarlo.
XXXVIII.LA PUERTA NEGRA ESTÁ CERRADA
LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO III
Antes que despuntara el sol del nuevo día
habían llegado al término del viaje a Mordor. Las ciénagas y el desierto habían
quedado atrás. Ante ellos, sombrías contra un cielo pálido, las grandes
montañas erguían las cabezas amenazadoras.
Mordor estaba franqueada al oeste por la
cordillera espectral de Ephel Dúath, las montañas de las Sombras, y al norte
por los picos anfractuosos y las crestas desnudas de Ered Lithui, de color gris
ceniza. Pero al aproximarse las unas a las otras, estas cadenas de montañas que
eran en realidad sólo parte de una muralla inmensa que encerraba las llanuras
lúgubres de Lithlad y Gorgoroth, y en el centro mismo el cruel mar interior de
Nûrnen, tendían largos brazos hacia el norte; y entre esos brazos corría una
garganta profunda. Era Cirith Gorgor, el Paso de los Espectros, la
entrada al territorio del enemigo. La flanqueaban unos altos acantilados, y dos
colinas desnudas y casi verticales de osamenta negra emergían de la boca de la
garganta. En las crestas de esas colinas asomaban los Dientes de Mordor, dos
torres altas y fuertes. Las habían construido los hombres de Gondor en días muy
lejanos de orgullo y grandeza, luego de la caída y la fuga de Sauron, temiendo
que intentase rescatar el antiguo reino. Pero el poderío de Gondor declinó, y
los hombres durmieron, y durante largos años las torres estuvieron vacías.
Entonces Sauron volvió. Ahora, las torres de atalaya, en un tiempo ruinosas,
habían sido reparadas, y las armas se guardaban allí, y las vigilaban día y
noche. Los muros eran de piedra, y las troneras negras se abrían al norte, al
este y al oeste, y en todas ellas había ojos avizores.
A la entrada del desfiladero, de pared a
pared, el Señor Oscuro había construido un parapeto de piedra. En él había una
única puerta de hierro, y en el camino de ronda los centinelas montaban
guardia. Al pie de las colinas, de extremo a extremo, habían cavado en la roca
centenares de cavernas y agujeros; allí aguardaba emboscado un ejército de
orcos, listo para lanzarse afuera a una señal como hormigas negras que parten a
la guerra. Nadie podía pasar por los Dientes de Mordor sin sentir la mordedura,
a menos que fuese un invitado de Sauron, o conociera el santo y seña que abría
el Morannon, la puerta negra.
Los dos hobbits escudriñaron con
desesperación las torres y la muralla. Aún a la distancia alcanzaban a ver en
la penumbra las idas y venidas de los centinelas negros por el adarve y las
patrullas delante de la puerta. Echados en el suelo, miraban por encima del
borde rocoso de una concavidad a la sombra del brazo más septentrional de Ephel
Dúath. Un cuervo que a través del aire denso volara en línea recta, no
necesitaría recorrer, quizá, más de doscientas varas [1 kilómetro] para llegar desde el
escondite de los hobbits hasta la cúspide de la torre más próxima, de la que se
elevaba en espiral una leve humareda, como si un fuego lento ardiera en las
entrañas de la colina.
Llegó el día y el sol pajizo parpadeó sobre
las crestas inánimes de Ered Lithui. Entonces, de improviso, resonó el grito de
bronce de las trompetas: llamaban desde las torres; y de muy lejos, desde las
fortalezas y avanzadas ocultas en las montañas, llegaban las respuestas; y más
distantes aún, remotos pero profundos y siniestros, resonaban a través de las
tierras cavernosas los ecos de los cuernos poderosos y los tambores de Barad-dûr.
Un nuevo y tenebroso día de temor y penurias había amanecido para Mordor; los
centinelas nocturnos eran llevados de vuelta a las mazmorras y cámaras
subterráneas, y los guardias diurnos, malignos y feroces, venían a ocupar sus puestos.
El acero relumbraba débilmente en los muros.
—¡Y bien, henos aquí!—dijo Sam—. He aquí la
Puerta, y tengo la impresión de que no podremos ir más lejos. A fe mía, creo
que el Tío tendría un par de cosas que decir, ¡si me viera aquí ahora! Decía
siempre que yo terminaría mal, si no me cuidaba, eso decía. Pero ahora no creo
que lo vuelva a ver, nunca más. Se perderá la oportunidad de decirme Yo te
lo decía, Sam: tanto peor. Ojalá siguiera diciéndolo hasta que perdiera el
aliento, si al menos pudiera ver otra vez esa cara arrugada. Pero antes tendría
que lavarme, pues si no, no me reconocería.
»Supongo que es inútil preguntar "A
dónde vamos ahora". No podemos seguir adelante... a menos que pidamos
a los orcos que nos den una mano.
—¡No, no!—dijo Gollum—. Es inútil. No
podemos seguir. Ya lo dijo Sméagol. Dijo: iremos hasta la Puerta, y entonces
veremos. Y ahora vemos. Oh sí, mi tesoro, ahora vemos. Sméagol sabía que
los hobbits no podían tomar este camino. Oh sí, Sméagol sabía.
—Entonces ¿por qué rayos nos trajiste aquí?—prorrumpió
Sam, que no se sentía de humor como para ser justo y razonable.
—El amo lo dijo. El amo dijo: Llévanos
hasta la Puerta. Y el buen Sméagol hace lo que el amo dice. El amo lo dijo,
el amo sabio.
—Es verdad—dijo Frodo, con expresión dura y
tensa, pero resuelta. Estaba sucio, ojeroso y deshecho de cansancio, mas ya no
se encorvaba, y tenía una mirada límpida—. Lo dije porque tengo la intención de
entrar en Mordor y no conozco otro camino. Por consiguiente iré por ese camino.
No le pido a nadie que me acompañe.
—¡No, no, amo!—gimió Gollum, acariciando a
Frodo con sus manazas, y al parecer muy afligido—. Por este lado es inútil.
¡Inútil! ¡No le lleves a Él el Tesoro! Nos comerá a todos, si lo tiene, se
comerá a todo el mundo. Consérvalo, buen amo, y sé bueno con Sméagol. No
permitas que Él lo tenga. Vete lejos de aquí, ve a sitios agradables, y
devuélvelo al pequeño Sméagol. Sí, sí, amo: devuélvelo ¿eh? Sméagol lo guardará
en un sitio seguro; hará mucho bien, especialmente a los buenos hobbits. Hobbits,
volveos. ¡No vayáis a la Puerta!
—Tengo la orden de ir a las tierras de
Mordor y por lo tanto iré—dijo Frodo—. Si no hay más que un camino, tendré que
tomarlo. Suceda lo que suceda.
Sam se quedó callado. La expresión del
rostro de Frodo era suficiente para él; sabía que todo cuanto pudiera decirle
sería inútil. Al fin y al cabo, él nunca había puesto ninguna esperanza en el
éxito de la empresa; pero era un hobbit vehemente y temerario y no necesitaba
esperanzas, mientras pudiera retrasar la desesperanza. Ahora habían llegado al
amargo final. Pero él no había abandonado a su señor ni un solo instante; para
eso había venido, y no pensaba abandonarlo ahora. Frodo no iría solo a Mordor.
Sam iría con él... y en todo caso, al menos se verían por fin libres de Gollum.
Gollum, sin embargo, no tenía ningún
interés en que se libraran de él, al menos por el momento. Se arrodilló a los
pies de Frodo, retorciéndose las manos y lloriqueando. —¡No por este camino, mi
amo!—suplicó—. Hay otro camino. Oh sí, de verdad, hay otro. Otro camino más
oscuro, más difícil de encontrar, más secreto. Pero Sméagol lo conoce. ¡Deja
que Sméagol te lo muestre!
—¡Otro camino!—dijo Frodo en tono
dubitativo, escrutando el rostro de Gollum.
—¡Sssí! Sssí, ¡de verdad! Había otro
camino. Sméagol lo descubrió. Vayamos a ver si todavía está.
—No dijiste nada de ese camino, antes.
—No. El amo no preguntó. El amo no dijo lo
que quería hacer. No le dice nada al pobre Sméagol. Dice: Sméagol, llévame
hasta la Puerta... y luego ¡adiós! Sméagol puede marcharse y ser bueno.
Pero ahora le dice: pienso entrar en Mordor por este camino. Y entonces
Sméagol tiene mucho miedo. No desea perder al buen amo. Y él prometió, el amo
le hizo prometer que salvaría el Tesoro. Pero el amo se lo llevará a Él,
directamente a la Mano Negra, si va por este camino. Entonces Sméagol piensa en
otro camino, de mucho tiempo atrás. Buen amo. Sméagol muy bueno, siempre ayuda.
Sam arrugó el ceño. Si hubiera podido,
habría atravesado a Gollum con los ojos. Tenía muchas dudas. En apariencia
Gollum estaba sinceramente afligido y deseaba ayudar a Frodo. Pero a Sam,
recordando la discusión que había escuchado a hurtadillas, le costaba creer que
el Sméagol largamente sumergido hubiese salido a la superficie; esta voz, en
todo caso, no era la que había dicho la última palabra en la discusión. Lo que
Sam sospechaba era que las dos mitades, Sméagol y Gollum (que él llamaba para
sus adentros el Adulón y el Bribón), habían pactado una tregua y una alianza
temporal: ninguno de los dos quería que el Anillo fuese a parar a manos del
enemigo; ambos querían evitar que Frodo cayese prisionero, para poder vigilarlo
ellos mismos tanto tiempo como fuera posible... al menos mientras Adulón
tuviese la posibilidad de recuperar el «Tesoro». De que hubiera
realmente otro camino a Mordor, Sam no estaba seguro.
«Y es una suerte que ninguna de las
mitades de este viejo bribón conozca las intenciones del amo, se dijo. Si
supiera que el señor Frodo se propone acabar de una vez por todas con el
Tesoro, apuesto a que muy pronto se armaría la gorda. Como quiera que sea, el
viejo Adulón le tiene tanto miedo al enemigo (y está o estuvo de algún modo
bajo sus órdenes) que preferiría entregarnos a Él a que lo atrapen ayudándonos,
y a que fundan el Tesoro, quizás. Esta es mi opinión, por lo menos. Y espero
que el amo lo piense con cuidado. Es tan sagaz como cualquiera, pero tiene un
corazón demasiado tierno, eso es lo que pasa. ¡Y lo que vaya a hacer ahora está
más allá del entendimiento de un Gamyi!»
Frodo no le respondió a Gollum en seguida.
Mientras estas dudas pasaban por el cerebro lento pero perspicaz de Sam, había
estado mirando los acantilados oscuros que franqueaban el Cirith Gorgor. La
hoya en que se habían refugiado estaba excavada en el flanco de una loma, un
poco por encima de un largo valle atrincherado que se abría entre la colina y
las estribaciones de la montaña. En el centro del valle se alzaban los
cimientos negros de la torre de atalaya occidental. Ahora, a la luz de la
mañana podían verse claramente los caminos que convergían hacia la Puerta de
Mordor, pálidos y polvorientos: uno serpenteaba en dirección al norte; otro se
perdía en el este entre las nieblas que flotaban en las faldas de Ered Lithui;
el tercero venía hacia ellos. Luego de describir una curva brusca alrededor de
la torre, se internaba en una garganta angosta y pasaba no muy lejos de la
hondonada.
A la derecha giraba hacia el oeste,
bordeando las estribaciones montañosas, y hacia el sur desaparecía en las
sombras que envolvían las laderas occidentales de Ephel Dúath; más allá de
donde alcanzaba la vista, se internaba en estrecha lengua de tierra que corría
entre las montañas y el río Grande.
Mientras miraba en esa dirección, Frodo
advirtió que había mucho movimiento y agitación en la llanura. Se hubiera dicho
que ejércitos enteros estaban en marcha, aunque ocultos en parte por los vahos
y humaredas que el viento traía a la deriva desde las ciénagas y desiertos
lejanos. No obstante, vislumbraba aquí y allá el centelleo de las lanzas y los
yelmos; y por los terraplenes vecinos a las carreteras se veían jinetes que
cabalgaban en compañías numerosas. Recordó la visión que había tenido en lo
alto del Amon Hen, hacía apenas unos días, aunque ahora le parecieran años. Y
supo entonces que la esperanza que en un raro momento le había encendido el
corazón era vana. Las trompetas no habían tronado en son de desafío sino de
bienvenida. No era éste un ataque al Señor Oscuro organizado por los hombres de
Gondor que como espectros vengadores habían salido de las tumbas de los héroes
desaparecidas hacía tiempo. Estos eran hombres de otra raza, venidos de las
vastas comarcas del este, que acudían al llamado del Soberano; ejércitos que
luego de acampar por la noche delante de la Puerta, ahora entraban en la
fortaleza para engrosar aquel creciente poderío. Como si de súbito tomara
conciencia cabal del peligro que corrían, solos, a la creciente luz de la
mañana, tan al alcance de esa inmensa amenaza, Frodo se cubrió prestamente la
cabeza con el frágil capuchón, y descendió al valle. Luego se volvió a Gollum.
—Sméagol—le dijo—. Confiaré en ti una vez
más. Se diría en verdad que he de hacerlo, y que es mi destino recibir ayuda de
ti cuando menos la busco, y el tuyo ayudarme a mí, a quien tanto tiempo
perseguiste con designios perversos. Hasta ahora has merecido mi confianza, y
has mantenido fielmente tu promesa. Fielmente, digo y creo—agregó mirando a Sam
de soslayo—, pues dos veces nos tuviste a tu merced y no nos hiciste daño
alguno. Tampoco has intentado quitarme lo que antes codiciabas. ¡Ojalá esta
tercera prueba sea la mejor! Pero te lo advierto, Sméagol, estás en peligro.
—¡Sí, sí, amo!—dijo Gollum—. ¡Un peligro
terrible! Los huesos de Sméagol tiemblan al pensarlo, pero él no huye. Él tiene
que ayudar al buen amo.
—No me refería al peligro que todos
compartimos—dijo Frodo—. Hablo de un peligro que sólo tú corres. Juraste
cumplir una promesa por eso que llamas el Tesoro. ¡Recuérdalo! Te
obligará a cumplirla, pero tratará de volverla contra ti para destruirte. Ya ha
empezado a volverla contra ti. Tú mismo te delataste hace un momento por
atolondrado. Devuélveselo a Sméagol, dijiste. ¡No lo digas nunca más!
¡No dejes que ese pensamiento crezca en ti! Nunca podrás recuperarlo. Pero la
codicia que sientes por él puede traicionarte y arrastrarte a la desgracia.
Nunca podrás recuperarlo. Como último recurso, Sméagol, yo me pondré el Tesoro;
y el Tesoro te dominó hace mucho tiempo. Si entonces yo te diese una orden,
tendrías que obedecerla, aunque dijera que saltaras al fuego desde un
precipicio y ésa sería mi orden. ¡Así que ten cuidado, Sméagol!
Sam le lanzó a Frodo una mirada de
aprobación, pero a la vez de sorpresa: había algo en la expresión del rostro y
en el tono de la voz de Frodo que él nunca había conocido antes. Siempre había
pensado que la bondad del querido señor Frodo era tal que entrañaba una considerable
dosis de ceguera. Por supuesto, siempre había sostenido a pie juntillas la
creencia incompatible de que el señor Frodo era la persona más sabia del mundo
(con la posible excepción del anciano señor Bilbo y Gandalf). Gollum a su modo
(y con muchas más disculpas, pues su relación con Frodo era tanto más reciente)
debía de haber cometido el mismo error, confundiendo bondad con ceguera. En
todo caso, este discurso lo había apabullado y aterrorizado. Se arrastraba por
el suelo y era incapaz de pronunciar palabras más inteligibles que buen amo.
Frodo esperó pacientemente, y luego volvió
a hablar, en tono menos severo. —A ver, Gollum, o Sméagol si
prefieres, háblame de ese otro camino, y muéstrame qué esperanzas podemos poner
en él, y si justifican que me desvíe del rumbo elegido. Tengo prisa.
Pero el estado de Gollum era deplorable; la
amenaza de Frodo lo había desarmado por completo. No fue fácil obtener de él
una explicación clara, entre balbuceos y gemidos, y las frecuentes interrupciones
en las que se retorcía por el suelo y les suplicaba que fuesen buenos con «el
pobrecito Sméagol». Al cabo de un rato se tranquilizó un poco, y Frodo pudo
al fin sacar en limpio, pedazo a pedazo, que si un viajero seguía el camino que
giraba hacia el oeste de Ephel Dúath, llegaría en cierto momento a una
encrucijada en un círculo de árboles sombríos. A la derecha, un camino
descendía hasta Osgiliath y los puentes del Anduin; en el centro, el camino
continuaba hacia el sur.
—Continúa, continúa y continúa—dijo Gollum—.
Nunca fuimos por ese camino, pero dicen que continúa así un centenar de leguas [482 kilómetros] hasta que se ven las
Grandes Aguas que nunca están quietas. Hay muchos peces allí y grandes pájaros
que se comen los peces: pájaros buenos; pero nosotros nunca estuvimos allí,
¡ay, no! Nunca tuvimos la oportunidad. Y más lejos aún hay otras tierras, dicen,
dicen, pero allí la Cara Amarilla es muy caliente, y casi nunca hay nubes, y
los hombres son feroces y tienen la cara negra. Nosotros no queremos ver esa
región.
—¡No!—dijo Frodo—. Pero no te alejes de lo
que importa. ¿Y el tercer camino?
—Oh sí, oh sí, hay un tercer camino—dijo
Gollum—. Es el de la izquierda. No bien comienza empieza a trepar, a trepar, y
serpentea y vuelve siempre trepando hacia las sombras altas. Cuando pasas el
recodo de la roca negra, la ves, la ves de pronto; allá arriba, sobre tu cabeza,
y entonces quieres esconderte.
—La ves, la ves... ¿Qué ves?
—La antigua fortaleza, muy vieja, muy
horrible hoy. Oíamos historias del sur, cuando Sméagol era joven, hace mucho
tiempo. Oh sí, nos contaban muchos cuentos por la noche, sentados junto a las
orillas del río Grande, en los saucedales, cuando también el río era más
grande, ¡gollum, gollum!—Gollum empezó a llorar y balbucir. Los
hobbits esperaron con paciencia.
—Historias del sur—siguió diciendo Gollum—acerca
de los hombres altos de ojos brillantes, y de casas como colinas de piedra, la
corona de plata del rey y el árbol blanco: cuentos maravillosos. Levantaban
torres altísimas, y una de ellas era blanca como la plata, y allí había una
piedra parecida a la luna, rodeada de grandes muros blancos. Oh sí, había
muchas historias acerca de la Torre de la Luna.
—Esa ha de ser Minas Ithil, construida por
Isildur el hijo de Elendil—dijo Frodo—. Fue Isildur quien le cortó el dedo al
Enemigo.
—Sí, Él tiene sólo cuatro dedos en la Mano
Negra, pero le bastan—dijo Gollum estremeciéndose—. Y Él odiaba la ciudad de
Isildur.
—¿Qué es lo que él no odia?—dijo Frodo—.
Pero ¿qué tiene que ver con nosotros la Torre de la Luna?
—Bueno, amo, allí estaba, y aún está allí:
la torre alta y las casas blancas y el muro; pero no agradables ahora, no
hermosas. Él las conquistó hace mucho tiempo. Es un lugar terrible ahora. Los
viajeros tiemblan al verlo, se ocultan, evitan la sombra de los muros. Pero el
amo tendrá que ir por ese camino. Ese es el único otro camino. Porque allí las
montañas son más bajas, y el viejo camino sube y sube, hasta llegar en la cima
a una garganta sombría, y luego desciende, desciende otra vez... hasta Gorgoroth.
—La voz se perdió en un susurro y Gollum se estremeció de nuevo.
—¿Pero de qué nos servirá?—preguntó Sam—.
Sin duda el enemigo conoce palmo a palmo todas esas montañas, y es seguro que
en ese camino hay tantos vigías como aquí. La torre no está vacía ¿verdad?
—¡Oh no, vacía no!—murmuró Gollum—. Parece
vacía, pero no lo está, ¡oh no! Criaturas muy terribles viven en ella. Orcos,
sí, siempre orcos; pero cosas peores; también viven allí cosas peores. El
camino trepa en línea recta bajo la sombra de los muros y pasa por la puerta.
Nada puede acercarse por el camino sin que ellos lo noten. Las criaturas de
allí dentro lo saben: los Centinelas Silenciosos.
—Así que ese es tu consejo—dijo Sam—, que
emprendamos otra interminable caminata hacia el sur, para encontrarnos
nuevamente en este mismo brete, o quizás en otro peor, cuando lleguemos allí,
si alguna vez llegamos.
—No, no, claro que no—dijo Gollum—. Los hobbits
tienen que verlo, tratar de comprender. Él no espera un ataque por ese lado. El
Ojo de Él está en todas partes, pero a algunos sitios llega más que a otros.
Entendedlo, Él no puede verlo todo al mismo tiempo, todavía no. Ha conquistado
todos los territorios al oeste de las montañas de las Sombras, hasta el río, y
domina los puentes. Cree que nadie podrá llegar a la Torre de la Luna sin
librar una batalla en los puentes, o sin traer cantidades de embarcaciones
imposibles de ocultar y que Él descubriría.
—Pareces saber mucho acerca de lo que Él
hace y piensa—dijo Sam—. ¿Has estado hablando con Él recientemente? ¿O te has
codeado con los orcos?
—No bueno el hobbit, no sensato—dijo
Gollum, lanzándole a Sam una mirada furiosa y volviéndose a Frodo—. Sméagol ha
hablado con los orcos, claro que sí, antes de encontrar al amo, y con mucha
gente: ha caminado mucho y lejos. Y lo que ahora dice, lo dice mucha gente.
Aquí en el norte está ese gran peligro que lo amenaza a Él, y también a
nosotros. Un día saldrá por la Puerta Negra, un día muy cercano. Ese es el
único camino por el que pueden venir los grandes ejércitos. Pero allá, en el
oeste, Él no teme nada, y allí están los Centinelas Silenciosos.
—¡Exactamente!—replicó Sam, que no era nada
fácil de convencer—. Sólo tenemos que subir y llamar a la puerta de la Torre y
preguntar si ese es el camino que lleva a Mordor. ¿O son demasiado silenciosos
para responder? Esto no tiene ni pies ni cabeza. Tanto valdría probar aquí, y
ahorrarnos una larga caminata.
—No hagas bromas sobre eso—siseó Gollum—.
No le veo ninguna gracia. ¡Oh no! No es divertido. No tiene ni pies ni cabeza
tratar de llegar a Mordor. Pero si el amo dice He de ir o Iré,
entonces tiene que buscar algún camino. Pero no ir a la ciudad terrible. Oh no,
claro que no. Aquí es donde Sméagol ayuda, buen Sméagol, aunque nadie le dice
de qué se trata. Sméagol ayuda otra vez. Él lo descubrió. Él lo conoce.
—¿Qué descubriste?—preguntó Frodo.
Gollum se enroscó sobre sí mismo y bajó la
voz hasta que habló en un susurro. —Un pequeño sendero que sube hasta las montañas; y a continuación una
escalera, una escalera estrecha. Oh sí, muy larga y muy estrecha. Y luego—la
voz bajó todavía más—un túnel, un túnel oscuro; y por último una rajadura, una
pequeña rajadura, y un sendero muy por encima del paso principal. Fue por ese
camino por dónde Sméagol salió de las tinieblas. Pero eso sucedió hace muchos
años. El sendero puede haber desaparecido desde entonces; pero tal vez no, tal
vez no.
—No me gusta nada como suena todo eso—dijo
Sam—. Suena demasiado fácil, al menos en palabras. Si el sendero existe
todavía, también ha de estar vigilado. ¿No estaba vigilado, Gollum?—Mientras
decía estas palabras, vio, o creyó ver, un resplandor verde en la mirada de
Gollum. Gollum masculló y no dijo nada.
—¿No está vigilado?—le preguntó Frodo con
voz severa—. ¿Y tú escapaste de las tinieblas, Sméagol? ¿No habrá sido más bien
que te dejaron partir, con una misión? Eso era al menos lo que pensaba Aragorn,
que te encontró cerca de las ciénagas de los Muertos hace algunos años.
—¡Mentira!—siseó Gollum, y un resplandor
maligno le cruzó los ojos cuando oyó el nombre de Aragorn—. Mintió, sí, mintió.
Es verdad que escapé, solo y sin ayuda, pobre de mí. Es verdad que me
encomendaron que buscara el Tesoro, y lo he buscado y buscado, seguro que sí.
Pero no para Él, no para el Oscuro. El Tesoro era nuestro, era mío, te dije. Yo
me escapé.
Frodo tuvo una extraña certeza: que Gollum
por una vez no estaba tan lejos de la verdad como se podría sospechar, que de
algún modo había llegado a encontrar la manera de salir de Mordor y que
atribuía el hallazgo a su propia astucia. Notó, en todo caso, que Gollum había
utilizado el yo, lo que era de algún modo un signo, las raras veces que
aparecía, de que en ese momento predominaban los restos de una veracidad y
sinceridad de otros tiempos. Pero aunque en este aspecto se pudiera confiar en
Gollum, Frodo no olvidaba la astucia del enemigo. La «evasión» bien
podía haber sido permitida o arreglada, y perfectamente conocida en la Torre
Oscura. Y en todo caso, no cabía duda de que Gollum callaba muchas cosas.
—Vuelvo a preguntarte—dijo—¿no está
vigilado ese camino secreto?
Pero el nombre de Aragorn había puesto de
mal talante a Gollum. Tenía todo el aire ofendido de un mentiroso de quien se
sospecha que está mintiendo, cuando por una vez ha dicho la verdad, o parte de
ella. No contestó.
—¿No está
vigilada?—repitió Frodo.
—Sí, sí, tal vez. Ningún lugar es seguro en
esta región—dijo Gollum malhumorado—. Ningún lugar es seguro. Pero el amo tiene
que intentarlo o volverse atrás. No hay otro camino. —No consiguieron hacerle
decir otra cosa. El nombre del paraje peligroso y del paso alto, no pudo, o no
quiso decirlo.
Era Cirith Ungol, un nombre de
siniestra memoria. Quizás Aragorn hubiera podido decirles este nombre y
explicarles su significado; Gandalf los habría puesto en guardia. Pero estaban
solos, y Aragorn se encontraba lejos, y Gandalf estaba entre las ruinas de
Isengard, en lucha con Saruman, retenido por traición. No obstante, en el
momento mismo en que decía a Saruman unas últimas palabras, y la palantír se
desplomaba en llamas sobre las gradas de Orthanc, los pensamientos de Gandalf
volvían sin cesar a Frodo y Sam; a través de las largas leguas los buscaba
siempre con esperanza y compasión.
Quizá Frodo lo sentía, sin saberlo, como lo
había sentido en el Amon Hen, aunque creyera que Gandalf había partido, partido
para siempre a las sombras de la Moria distante. Durante largo rato permaneció
sentado en el suelo, en silencio, cabizbajo, tratando de recordar todo cuanto
le dijera Gandalf. Mas con respecto a esta elección no podía recordar ningún
consejo. En verdad, la guía de Gandalf les había sido arrebatada demasiado
pronto, cuando el País Oscuro estaba aún muy lejano. Cómo harían para entrar
por fin en él, Gandalf no lo había dicho. Tal vez no lo supiera. En una
oportunidad se había aventurado a entrar en la fortaleza enemiga del norte.
Pero ¿había viajado alguna vez a Mordor, a la montaña de fuego y a Barad-dûr
desde que el Señor Oscuro recobrara el poder? Frodo no lo creía. Y ahora él, un
pequeño mediano de La Comarca, un simple hobbit de la apacible campiña, estaba
aquí ¡obligado a encontrar un camino que los mayores no podían o no se atrevían
a transitar! Triste destino el suyo. Pero Frodo ya lo había aceptado en su
propia salita en la remota primavera de otro año, tan remota que le parecía un
capítulo en la historia de la juventud del mundo, cuando los Árboles de Plata y
de Oro todavía estaban en flor. Era una elección nefasta. ¿Qué camino elegir? Y
si ambos conducían al terror y a la muerte, ¿de qué le valía elegir?
Avanzaba el día. Un silencio profundo cayó
sobre el pequeño hueco gris en que yacían tendidos, tan cercano a las orillas
del reino del terror: un silencio palpable, como un velo espeso que los
separara del mundo circundante. Allá arriba una cúpula de cielo pálido, con
estrías de un humo fugitivo, parecía alta y lejana, como si la observaran a
través de profundos abismos de aire, cargado de inquietos pensamientos.
Ni aún un águila volando contra al sol
habría reparado en los hobbits sentados allí, bajo el peso del destino,
silenciosos e inmóviles, envueltos en los delgados mantos grises. Acaso se
habría detenido un instante a examinar a Gollum, una figura minúscula, inerte
contra el suelo: quizás eso que allí yacía era el esqueleto enflaquecido de un
niño humano, las ropas en harapos aún adheridas al cuerpo, los brazos y piernas
largos y blancos y resecos como huesos; de carne, ni un mísero bocado.
Frodo tenía la cabeza inclinada y apoyada
sobre las rodillas, pero Sam, recostado de espaldas, con las manos detrás de la
cabeza, contemplaba por debajo del capuchón el cielo desierto. O por lo menos
estuvo desierto un rato. De pronto creyó ver la forma oscura de un pájaro que
revoloteaba en círculos, se cernía sobre ellos y se alejaba otra vez. Otras dos
la siguieron y luego una cuarta. A simple vista, parecían muy pequeños, pero
algo le decía a Sam que eran enormes, de alas inmensas y que volaban a gran altura.
Se tapó los ojos e inclinó el cuerpo hacia adelante, acurrucándose. Sentía el
mismo temor premonitorio que había conocido en presencia de los jinetes negros,
aquel horror irremediable que llegara con el grito en el viento y la sombra
sobre la luna, aunque ahora no era tan aplastante y compulsivo: la amenaza
parecía más remota.
Pero era una amenaza. También Frodo la
sintió, e interrumpió sus meditaciones. Se movió y se estremeció, pero no
levantó la cabeza. Gollum se enroscó sobre sí mismo como una araña acorralada.
Las figuras aladas giraron y en rápido descenso partieron como flechas rumbo a
Mordor.
—Los jinetes andan otra vez por aquí, en el
aire—dijo Sam en un ronco murmullo—. Yo los vi. ¿Cree que ellos nos hayan
visto? Volaban muy alto. Y si son jinetes negros, los mismos de antes, no ven
mucho a la luz del día ¿verdad?
—No, tal vez no—respondió Frodo—. Pero los
corceles podían ver. Y estas criaturas aladas en que ahora cabalgan tienen la
vista más aguda que cualquiera otra. Son como grandes aves de rapiña. Algo
andan buscando: el enemigo está en guardia, me temo.
El sentimiento de terror pasó, pero el
silencio que los envolvía se había roto. Durante un tiempo habían estado aislados
del mundo, como en una isla invisible; ahora estaban de nuevo al desnudo, el
peligro había retornado. Pero Frodo seguía sin hablarle a Gollum, y aún no se
había decidido. Tenía los ojos cerrados, como si soñara, o se escudriñase
interiormente el corazón y la memoria. Por fin se movió, se puso de pie y
pareció que iba a hablar y decidir:
—¡Escuchad!—dijo en cambio—. ¿Qué es esto?
Un nuevo temor cayó sobre ellos. Oyeron
cantos y gritos roncos. Al principio parecían lejanos, pero se acercaban hacia
ellos. A los tres les asaltó la idea de que las Alas Negras los habían
descubierto y habían enviado hombres armados a capturarlos; nada era nunca
demasiado rápido para aquellos terribles servidores de Sauron. Se acurrucaron,
escuchando. Las voces y el ruido metálico de las armas y los arneses se oían
ahora muy cerca. Frodo y Sam desenvainaron las pequeñas espadas. Huir era
imposible.
Gollum se incorporó lentamente y trepó como
un insecto hasta el reborde del hueco. Con extrema cautela, pulgada por
pulgada, se encaramó hasta poder mirar hacia abajo entre dos aristas de la
piedra. Allí estuvo inmóvil un tiempo, sin hacer ningún ruido. Pronto las voces
comenzaron a alejarse otra vez, hasta extinguirse poco a poco. Un cuerno sonó a
lo lejos en las murallas del Morannon. Entonces Gollum se retiró en silencio y
se deslizó nuevamente en el agujero.
—Más hombres que van a Mordor—dijo en voz
baja—. Caras oscuras. Nunca vimos hombres como estos hasta ahora. No, Sméagol
nunca los vio. Parecen feroces. Tienen los ojos negros, largos cabellos negros
y aros de oro en las orejas: sí, montones de oro muy bello. Y algunos tienen
pintura roja en las mejillas y mantos rojos; y los estandartes son rojos, y
también las puntas de las lanzas; y llevan escudos redondos, amarillos y negros
con grandes clavijas. No buenos: hombres malos muy crueles, parecen. Casi tan
malvados como los orcos y mucho más grandes. Sméagol piensa que vienen del sur,
de más allá del extremo del río Grande: llegaban por ese camino. Iban todos
hacia la Puerta Negra; pero otros podrían venir detrás. Siempre más gente
llegando a Mordor. Un día todos estarán adentro.
—¿Había algún olifante?—preguntó Sam,
olvidándose del miedo, ávido de noticias de países extraños.
—No, no, ningún olifante. ¿Qué son los
olifantes?—dijo Gollum.
Sam se levantó, y poniendo las manos en la
espalda (como siempre cuanto «decía poesías»), declamó:
Gris como una rata,
grande como una casa,
la nariz de serpiente,
hago temblar la tierra
cuando piso la hierba;
y los árboles crujen.
Con cuernos en la boca
por el sur voy moviendo
las inmensas orejas.
Desde años sin cuento,
marcho de un lado a otro,
y ni para morir
en la tierra me acuesto.
Yo soy el olifante,
el más grande de todos,
viejo, alto y enorme.
Si alguna vez me ves,
no podrás olvidarme.
Y si nunca me encuentras
no pensarás que existo.
Soy el viejo olifante,
el que nunca se acuesta.[84]
—Este—dijo Sam cuando hubo terminado de
recitar—, este es uno de los poemas que se dicen en La Comarca. Puede que sean
tonterías, puede que no. Pero te diré una cosa, nosotros también tenemos
nuestras historias y noticias del sur. En los viejos tiempos los hobbits
partían de viaje de tanto en tanto. No eran muchos los que regresaban, y no
siempre la gente creía lo que decían: noticias de Bree y no tan seguras como
las habladurías de La Comarca, como se suele decir. Pero yo he escuchado
historias de la gente grande de allá lejos, de las Tierras del Sol. Endrinos
los llamamos en nuestras historias; y montan olifantes cuando luchan,
según dicen. Ponen casas y torres sobre las grupas de los olifantes y se
arrojan rocas y árboles unos a otros. Por esto cuando tú dijiste «hombres
que vienen del sur, todos de rojo y oro», yo te pregunté «¿Había algún
olifante?», porque si los hay, peligro o no peligro, iré a echar una
ojeada. Pero ahora supongo que nunca en mi vida veré un olifante. Tal vez ese
animal no exista. —Sam suspiró.
—No, ningún olifante—repitió Gollum—.
Sméagol no ha oído hablar de ellos. No quiere verlos. No quiere que existan.
Sméagol quiere irse de aquí y esconderse en un lugar seguro. Sméagol quiere que
el amo se vaya. Buen amo, ¿no se irá con Sméagol?
Frodo se levantó. Aunque estaba muy
preocupado, se había reído de buena gana cuando Sam sacó a relucir el viejo
poema del olifante, y esa risa había puesto fin a sus titubeos. —Ojalá
tuviéramos un millar de olifantes, y a Gandalf a la cabeza montado en uno de
blanco—dijo—. Entonces podríamos tal vez abrirnos paso en esa tierra maldita.
Pero no los tenemos; sólo contamos con nuestras pobres piernas fatigadas y nada
más. Y bien, Sméagol, esta alternativa puede ser la mejor. Iré contigo.
—¡Amo bueno, amo sabio, querido amo!—exclamó
Gollum radiante de alegría, palmoteando las rodillas de Frodo—. ¡Buen amo!
Entonces, ahora descansad, queridos hobbits, a la sombra de las piedras, ¡muy
cerca de las piedras! Descansad y quedaos tranquilos, hasta que la Cara
Amarilla se haya marchado. Partiremos entonces. ¡Tenemos que ser sigilosos y
rápidos como sombras!
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[1] Se refiere al ataque a Dol Guldur: XII.EL CONCILIO
BLANCO ATACA DOL GULDUR
[2] Era en verdad
Aragron, hijo de Arathorn, uno de los Nueve Caminantes.
[3] Del rey Elessar.
[4] Sobre las modificaciones a la
traducción: http://uan.nu/dti/errores.html
[5] En
versión original:
The Road goes ever on
and on
Down from the door
where it began.
Now far ahead the
Road has gone,
And I must follow, if
I can,
Pursuing it with
eager feet,
Until it joins some
larger way
Where many paths and
errands meet.
And whither then? I
cannot say.
[6] En
versión original:
Three Rings for the
Elven-kings under the sky,
Seven for the
Dwarf-lords in their halls of stone,
Nine for Mortal Men
doomed to die,
One for the Dark Lord
on his dark throne
In the Land of Mordor
where the Shadows lie.
One Ring to rule them
all. One Ring to find them,
One Ring to bring
them all and in the darkness bind them
In the Land of Mordor
where the Shadows lie.
[7] En
versión original:
The Road goes ever on
and on
Down from the door
where it began.
Now far ahead the
Road has gone,
And I must follow, if
I can,
Pursuing it with
weary feet,
Until it joins some
larger way,
Where many paths and
errands meet.
And whither then? I cannot
say.
[8] En
versión original:
Upon the hearth the
fire is red,
Beneath the roof
there is a bed;
But not yet weary are
our feet,
Still round the
corner we may meet
A sudden tree or
standing stone
That none have seen
but we alone.
Tree and flower and
leaf and grass,
Let them pass! Let
them pass!
Hill and water under
sky,
Pass them by! Pass
them by!
Still round the
corner there may wait
A new road or a
secret gate,
And though we pass
them by today,
Tomorrow we may come
this way
And take the hidden
paths that run
Towards the Moon or
to the Sun.
Apple, thorn, and nut
and sloe,
Let them go! Let them
go!
Sand and stone and
pool and dell,
Fare you well! Fare
you well!
Home is behind, the
world ahead,
And there are many
paths to tread
Through shadows to
the edge of night,
Until the stars are
all alight.
Then world behind and
home ahead,
We’ll wander back to
home and bed.
Mist and twilight,
cloud and shade,
Away shall fade! Away
shall fade!
Fire and lamp, and
meat and bread,
And then to bed! And
then to bed!
[9] En versión original:
Snow-white! Snow-white! O Lady
clear!
O Queen beyond the
Western Seas!
O Light to us that
wander here
Amid the world of
woven trees!
Gilthoniel! O
Elbereth!
Clear are thy eyes
and bright thy breath!
Snow-white!
Snow-white! We sing to thee
In a far land beyond
the Sea.
O stars that in the
Sunless Year
With shining hand by
her were sown,
In windy fields now
bright and clear
We see your silver
blossom blown!
O Elbereth!
Gilthoniel!
We still remember, we
who dwell
In this far land
beneath the trees,
Thy starlight on the
Western Seas.
[10] En versión original:
Ho! Ho! Ho! to the bottle I
go
To heal my heart and
drown my woe.
Rain may fall and
wind may blow,
And many miles be
still to go,
But under a tall tree
I will lie,
And let the clouds go
sailing by.
[11] En
versión original:
Sing hey! for the
bath at close of day
that washes the weary
mud away!
A loon is he that
will not sing:
O! Water Hot is a
noble thing!
O! Sweet is the sound
of falling rain,
and the brook that
leaps from hill to plain;
but better than rain
or rippling streams
is Water Hot that
smokes and steams.
O! Water cold we may
pour at need
down a thirsty throat
and be glad indeed;
but better is Beer,
if drink we lack,
and Water Hot poured
down the back.
O! Water is fair that
leaps on high
in a fountain white
beneath the sky;
but never did
fountain sound so sweet
as splashing Hot
Water with my feet!
[12] En
versión original:
Farewell we call to
hearth and hall!
Though wind may blow
and rain may fall,
We must away ere break
of day
Far over wood and
mountain tall.
To Rivendell, where
Elves yet dwell
In glades beneath the
misty fell,
Through moor and
waste we ride in haste,
And whither then we
cannot tell.
With foes ahead,
behind us dread,
Beneath the sky shall
be our bed,
Until at last our
toil be passed,
Our journey done, our
errand sped.
We must away! We must
away!
We ride before the
break of day!
[13] En
versión original:
O! Wanderers in the
shadowed land
despair not! For
though dark they stand,
all woods there be
must end at last,
and see the open sun
go past:
the setting sun, the
rising sun,
the day’s end, or the
day begun.
For east or west all
woods must fail...
[14] En
versión original:
Hey dol! merry dol!
ring a dong dillo!
Ring a dong! hop
along! fal lal the willow!
Tom Bom, jolly Tom,
Tom Bombadillo!
[15] En
versión original:
Hey! Come merry dol!
derry dol! My darling!
Light goes the
weather-wind and the feathered starling.
Down along under
Hill, shining in the sunlight,
Waiting on the
doorstep for the cold starlight,
There my pretty lady
is, River-woman’s daughter,
Slender as the
willow-wand, clearer than the water.
Old Tom Bombadil
water-lilies bringing
Comes hopping home
again. Can you hear him singing?
Hey! Come merry dol!
derry dol! and merry-o,
Goldberry, Goldberry,
merry yellow berry-o!
Poor old Willow-man,
you tuck your roots away!
Tom’s in a hurry now.
Evening will follow day.
Tom’s going home
again water-lilies bringing.
Hey! Come derry dol!
Can you hear me singing?
[16] En
versión original:
Hop along, my little
friends, up the Withywindle!
Tom’s going on ahead
candles for to kindle.
Down west sinks the
Sun: soon you will be groping.
When the
night-shadows fall, then the door will open,
Out of the
window-panes light will twinkle yellow.
Fear no alder black!
Heed no hoary willow!
Fear neither root nor
bough! Tom goes on before you.
Hey now! merry dol!
We’ll be waiting for you!
[17] En versión original:
Hey! Come derry dol! Hop along, my
hearties!
Hobbits! Ponies all!
We are fond of parties.
Now let the fun
begin! Let us sing together!
[18] En
versión original:
Now let the song
begin! Let us sing together
Of sun, stars, moon
and mist, rain and cloudy weather,
Light on the budding
leaf, dew on the feather,
Wind on the open
hill, bells on the heather,
Reeds by the shady
pool, lilies on the water:
Old Tom Bombadil and
the River-daughter!
[19] En
versión original:
O slender as a
willow-wand! O clearer than clear water!
O reed by the living
pool! Fair River-daughter!
O spring-time and
summer-time, and spring again after!
O wind on the
waterfall, and the leaves’ laughter!
[20] En
versión original:
Old Tom Bombadil is a
merry fellow;
Bright blue his
jacket is, and his boots are yellow.
[21] En
versión original:
I had an errand
there: gathering water-lilies,
green leaves and
lilies white to please my pretty lady,
the last ere the
year’s end to keep them from the winter,
to flower by her
pretty feet till the snows are melted.
Each year at summer’s
end I go to find them for her,
in a wide pool, deep
and clear, far down Withywindle;
there they open first
in spring and there they linger latest.
By that pool long ago
I found the River-daughter,
fair young Goldberry
sitting in the rushes.
Sweet was her singing
then, and her heart was beating!
[22] En
versión original:
And that proved well
for you — for now I shall no longer
go down deep again
along the forest-water,
not while the year is
old. Nor shall I be passing
Old Man Willow’s
house this side of spring-time,
not till the merry
spring, when the River-daughter
dances down the
withy-path to bathe in the water.
[23] En versión original:
Ho! Tom Bombadil, Tom Bombadillo!
By water, wood and
hill, by the reed and willow,
By fire, sun and
moon, harken now and hear us!
Come, Tom Bombadil,
for our need is near us!
[24] En
versión original:
Cold be hand and heart
and bone,
and cold be sleep
under stone:
never more to wake on
stony bed,
never, till the Sun
fails and the Moon is dead.
In the black wind the
stars shall die,
and still on gold
here let them lie,
till the dark lord
lifts his hand
over dead sea and withered
land.
[25] En versión original:
Ho! Tom Bombadil, Tom Bombadillo!
By water, wood and
hill, by the reed and willow,
By fire, sun and
moon, harken now and hear us!
Come, Tom Bombadil,
for our need is near us!
[26] En versión original:
Old Tom Bombadil is a
merry fellow,
Bright blue his
jacket is, and his boots are yellow.
None has ever caught
him yet, for Tom, he is the master:
His songs are
stronger songs, and his feet are faster.
[27] En
version original:
Get out, you old
Wight! Vanish in the sunlight!
Shrivel like the cold
mist, like the winds go wailing,
Out into the barren
lands far beyond the mountains!
Come never here
again! Leave your barrow empty!
Lost and forgotten
be, darker than the darkness,
Where gates stand for
ever shut, till the world is mended.
[28] En
versión original:
Wake now my merry
lads! Wake and hear me calling!
Warm now be heart and
limb! The cold stone is fallen;
Dark door is standing
wide; dead hand is broken.
Night under Night is
flown, and the Gate is open!
[29] En versión original:
Hey! now! Come hoy now! Whither
do you wander?
Up, down, near or
far, here, there or yonder?
Sharp-ears,
Wise-nose, Swish-tail and Bumpkin,
White-socks my little
lad, and old Fatty Lumpkin!
[30] En
versión original:
Tom’s country ends
here: he will not pass the borders.
Tom has his house to
mind, and Goldberry is waiting!
[31] En
versión original:
There is an inn, a
merry old inn
beneath an old grey
hill,
And there they brew a
beer so brown
That the Man in the
Moon himself came down
one night to drink
his fill.
The ostler has a
tipsy cat
that plays a
five-stringed fiddle;
And up and down he
runs his bow,
Now squeaking high,
now purring low,
now sawing in the
middle.
The landlord keeps a
little dog
that is mighty fond
of jokes;
When there’s good cheer
among the guests,
He cocks an ear at
all the jests
and laughs until he
chokes.
They also keep a
hornéd cow
as proud as any
queen;
But music turns her
head like ale,
And makes her wave
her tufted tail
and dance upon the
green.
And O! the rows of
silver dishes
and the store of
silver spoons!
For Sunday there’s a
special pair,
And these they polish
up with care
on Saturday
afternoons.
The Man in the Moon
was drinking deep,
and the cat began to
wail;
A dish and a spoon on
the table danced,
The cow in the garden
madly pranced,
and the little dog
chased his tail.
The Man in the Moon
took another mug,
and then rolled
beneath his chair;
And there he dozed
and dreamed of ale,
Till in the sky the
stars were pale,
and dawn was in the
air.
Then the ostler said
to his tipsy cat:
‘The white horses of
the Moon,
They neigh and champ
their silver bits;
But their master’s
been and drowned his wits,
and the Sun’ll be
rising soon!’
So the cat on his
fiddle played hey-diddle-diddle,
a jig that would wake
the dead:
He squeaked and sawed
and quickened the tune,
While the landlord
shook the Man in the Moon:
‘It’s after three!’
he said.
They rolled the Man
slowly up the hill
and bundled him into
the Moon,
While his horses
galloped up in rear,
And the cow came
capering like a deer,
and a dish ran up
with the spoon.
Now quicker the
fiddle went deedle-dum-diddle;
the dog began to
roar,
The cow and the
horses stood on their heads;
The guests all
bounded from their beds
and danced upon the
floor.
With a ping and a
pong the fiddle-strings broke!
the cow jumped over
the Moon,
And the little dog
laughed to see such fun,
And the Saturday dish
went off at a run
with the silver
Sunday spoon.
The round Moon rolled
behind the hill
as the Sun raised up
her head.
She hardly believed
her fiery eyes;
For though it was
day, to her surprise
they all went back to
bed!
[32] En
versión original:
All that is gold does
not glitter,
Not all those who
wander are lost;
The old that is
strong does not wither,
Deep roots are not
reached by the frost.
From the ashes a fire
shall be woken,
A light from the
shadows shall spring;
Renewed shall be
blade that was broken,
The crownless again
shall be king.
[33] En
versión original:
Gil-galad was an
Elven-king.
Of him the harpers
sadly sing:
the last whose realm
was fair and free
between the Mountains
and the Sea.
His sword was long,
his lance was keen,
his shining helm afar
was seen;
the countless stars
of heaven’s field
were mirrored in his
silver shield.
But long ago he rode
away,
and where he dwelleth
none can say;
for into darkness
fell his star
in Mordor where the
shadows are.
[34] Acerca de Gil-galad y la Guerra de la Última Alianza: XV.LA GUERRA DE LA ÚLTIMA ALIANZA
[35] En
versión original:
The leaves were long,
the grass was green,
The hemlock-umbels
tall and fair,
And in the glade a
light was seen
Of stars in shadow
shimmering.
Tinúviel was dancing
there
To music of a pipe
unseen,
And light of stars
was in her hair,
And in her raiment
glimmering.
There Beren came from
mountains cold,
And lost he wandered
under leaves,
And where the
Elven-river rolled
He walked alone and
sorrowing.
He peered between the
hemlock-leaves
And saw in wonder
flowers of gold
Upon her mantle and
her sleeves,
And her hair like shadow
following.
Enchantment healed
his weary feet
That over hills were
doomed to roam;
And forth he
hastened, strong and fleet,
And grasped at
moonbeams glistening.
Through woven woods
in Elvenhome
She lightly fled on
dancing feet,
And left him lonely still
to roam
In the silent forest
listening.
He heard there oft
the flying sound
Of feet as light as
linden-leaves,
Or music welling
underground,
In hidden hollows
quavering.
Now withered lay the
hemlock-sheaves,
And one by one with
sighing sound
Whispering fell the
beechen leaves
In the wintry
woodland wavering.
He sought her ever,
wandering far
Where leaves of years
were thickly strewn,
By light of moon and
ray of star
In frosty heavens
shivering.
Her mantle glinted in
the moon,
As on a hill-top high
and far
She danced, and at
her feet was strewn
A mist of silver
quivering.
When winter passed,
she came again,
And her song released
the sudden spring,
Like rising lark, and
falling rain,
And melting water
bubbling.
He saw the
elven-flowers spring
About her feet, and
healed again
He longed by her to
dance and sing
Upon the grass
untroubling.
Again she fled, but
swift he came.
Tinúviel! Tinúviel!
He called her by her
Elvish name;
And there she halted
listening.
One moment stood she,
and a spell
His voice laid on
her: Beren came,
And doom fell on
Tinúviel
That in his arms lay
glistening.
As Beren looked into
her eyes
Within the shadows of
her hair,
The trembling
starlight of the skies
He saw there mirrored
shimmering.
Tinúviel the
elven-fair,
Immortal maiden
elven-wise,
About him cast her
shadowy hair
And arms like silver
glimmering.
Long was the way that
fate them bore,
O’er stony mountains
cold and grey,
Through halls of iron
and darkling door,
And woods of
nightshade morrowless.
The Sundering Seas
between them lay,
And yet at last they
met once more,
And long ago they
passed away
In the forest singing
sorrowless.
[36] Más acerca de la historia de Beren y Lúthien: XVI.DE BEREN Y LÚTHIEN
[37] En
versión original:
Troll sat alone on
his seat of stone,
And munched and
mumbled a bare old bone;
For many a year he
had gnawed it near,
For meat was hard to
come by.
Done by! Gum by!
In a cave in the
hills he dwelt alone,
And meat was hard to
come by.
Up came Tom with his
big boots on.
Said he to Troll:
‘Pray, what is yon?
For it looks like the
shin o’ my nuncle Tim,
As should be a-lyin’
in graveyard.
Caveyard! Paveyard!
This many a year has
Tim been gone,
And I thought he were
lyin’ in graveyard.’
‘My lad,’ said Troll,
‘this bone I stole.
But what be bones
that lie in a hole?
Thy nuncle was dead
as a lump o’ lead,
Afore I found his
shinbone.
Tinbone! Thinbone!
He can spare a share
for a poor old troll,
For he don’t need his
shinbone.’
Said Tom: ‘I don’t
see why the likes o’ thee
Without axin’ leave
should go makin’ free
With the shank or the
shin o’ my father’s kin;
So hand the old bone
over!
Rover! Trover!
Though dead he be, it
belongs to he;
So hand the old bone
over!’
‘For a couple o’
pins,’ says Troll, and grins,
‘I’ll eat thee too,
and gnaw thy shins.
A bit o’ fresh meat
will go down sweet!
I’ll try my teeth on
thee now.
Hee now! See now!
I’m tired o’ gnawing
old bones and skins;
I’ve a mind to dine
on thee now.’
But just as he thought
his dinner was caught,
He found his hands
had hold of naught.
Before he could mind,
Tom slipped behind
And gave him the boot
to larn him.
Warn him! Darn him!
A bump o’ the boot on
the seat, Tom thought,
Would be the way to
larn him.
But harder than stone
is the flesh and bone
Of a troll that sits
in the hills alone.
As well set your boot
to the mountain’s root,
For the seat of a
troll don’t feel it.
Peel it! Heal it!
Old Troll laughed,
when he heard Tom groan,
And he knew his toes
could feel it.
Tom’s leg is game,
since home he came,
And his bootless foot
is lasting lame;
But Troll don’t care,
and he’s still there
With the bone he
boned from its owner.
Doner! Boner!
Troll’s old seat is
still the same,
And the bone he boned
from its owner!
[38] En versión original:
Eärendil was a mariner
that tarried in
Arvernien;
he built a boat of
timber felled
in Nimbrethil to
journey in;
her sails he wove of
silver fair,
of silver were her
lanterns made,
her prow he fashioned
like a swan,
and light upon her
banners laid.
In panoply of ancient
kings,
in chainéd rings he
armoured him;
his shining shield
was scored with runes
to ward all wounds
and harm from him;
his bow was made of
dragon-horn,
his arrows shorn of
ebony,
of silver was his
habergeon,
his scabbard of
chalcedony;
his sword of steel
was valiant,
of adamant his helmet
tall,
an eagle-plume upon
his crest,
upon his breast an
emerald.
Beneath the Moon and
under star
he wandered far from
northern strands,
bewildered on
enchanted ways
beyond the days of
mortal lands.
From gnashing of the
Narrow Ice
where shadow lies on
frozen hills,
from nether heats and
burning waste
he turned in haste,
and roving still
on starless waters
far astray
at last he came to
Night of Naught,
and passed, and never
sight he saw
of shining shore nor
light he sought.
The winds of wrath
came driving him,
and blindly in the
foam he fled
from west to east,
and errandless,
unheralded he
homeward sped.
There flying Elwing
came to him,
and flame was in the darkness
lit;
more bright than
light of diamond
the fire upon her
carcanet.
The Silmaril she
bound on him
and crowned him with
the living light,
and dauntless then
with burning brow
he turned his prow;
and in the night
from Otherworld
beyond the Sea
there strong and free
a storm arose,
a wind of power in
Tarmenel;
by paths that seldom
mortal goes
his boat it bore with
biting breath
as might of death
across the grey
and long-forsaken
seas distressed:
from east to west he
passed away.
Through Evernight he
back was borne
on black and roaring
waves that ran
o’er leagues unlit
and foundered shores
that drowned before
the Days began,
until he heard on
strands of pearl
where ends the world
the music long,
where ever-foaming
billows roll
the yellow gold and jewels
wan.
He saw the Mountain
silent rise
where twilight lies
upon the knees
of Valinor, and
Eldamar
beheld afar beyond
the seas.
A wanderer escaped
from night
to haven white he
came at last,
to Elvenhome the
green and fair
where keen the air,
where pale as glass
beneath the Hill of
Ilmarin
a-glimmer in a valley
sheer
the lamplit towers of
Tirion
are mirrored on the
Shadowmere.
He tarried there from
errantry,
and melodies they
taught to him,
and sages old him
marvels told,
and harps of gold
they brought to him.
They clothed him then
in elven-white,
and seven lights
before him sent,
as through the
Calacirian
to hidden land
forlorn he went.
He came unto the
timeless halls
where shining fall
the countless years,
and endless reigns
the Elder King
in Ilmarin on
Mountain sheer;
and words unheard
were spoken then
of folk of Men and
Elven-kin,
beyond the world were
visions showed
forbid to those that
dwell therein.
A ship then new they
built for him
of mithril and of
elven-glass
with shining prow; no
shaven oar
nor sail she bore on
silver mast:
the Silmaril as
lantern light
and banner bright
with living flame
to gleam thereon by
Elbereth
herself was set, who
thither came
and wings immortal
made for him,
and laid on him
undying doom,
to sail the shoreless
skies and come
behind the Sun and
light of Moon.
From Evereven’s lofty
hills
where softly silver
fountains fall
his wings him bore, a
wandering light,
beyond the mighty
Mountain Wall.
From World’s End then
he turned away,
and yearned again to
find afar
his home through
shadows journeying,
and burning as an
island star
on high above the
mists he came,
a distant flame
before the Sun,
a wonder ere the
waking dawn
where grey the
Norland waters run.
And over Middle-earth
he passed
and heard at last the
weeping sore
of women and of
elven-maids
in Elder Days, in
years of yore.
But on him mighty
doom was laid,
till Moon should
fade, an orbéd star
to pass, and tarry
never more
on Hither Shores
where mortals are;
for ever still a
herald on
an errand that should
never rest
to bear his shining
lamp afar,
the Flammifer of Westernesse.
[39] Acerca de la historia de Eärendil: V.DEL VIAJE DE
EÄRENDIL Y LA GUERRA DE LA CÓLERA
[40] En
versión original:
Seek for the Sword
that was broken:
In Imladris it
dwells;
There shall be
counsels taken
Stronger than
Morgul-spells.
There shall be shown
a token
That Doom is near at
hand,
For Isildur’s Bane
shall waken,
And the Halfling
forth shall stand.
[41] En
versión original:
All that is gold does
not glitter,
Not all those who
wander are lost;
The old that is
strong does not wither,
Deep roots are not
reached by the frost.
From the ashes a fire
shall be woken,
A light from the
shadows shall spring;
Renewed shall be
blade that was broken:
The crownless again
shall be king.
[42] En
versión original:
One Ring to rule them
all, One Ring to find them,
One Ring to bring
them all and in the Darkness bind them.
[43] Esta es la versión completa que se
encuentra en Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media: Christopher
Tolkien expone retazos de otras versiones (posteriores) que cambian la historia
en ciertos puntos de una forma ligera en la mayoría de los casos. Los cambios
más grandes en esas versiones son 1) Sauron logra sonsacar dos cosas de Gollum:
Comarca y Bolsón. 2) Los hobbits del pueblo de los fuertes que quedan
cerca del Anduin son destruidos por las fuerzas de Sauron. 3) Los jinetes
negros descubren la traición de Saruman mediante un esbirro en camino a La
Comarca (que es el hombre bizco del capítulo “Bajo la enseña de El Poni
Pisador”) en lugar de por Lengua de Serpiente. 4) Gandalf se encuentra
prisionero en Orthanc cuando los jinetes negros llegan a preguntar por La
Comarca.
[44] E se identifica como Khamûl y el nazgûl F no tiene
nombre en ninguno de los escritos.
[45] En
versión original:
When winter first
begins to bite
and stones crack in
the frosty night,
when pools are black
and trees are bare,
‘tis evil in the Wild
to fare.
[46] En
versión original:
Sit beside the fire
and think
of all that I have
seen,
of meadow-flowers and
butterflies
in summers that have
been.
Of yellow leaves and
gossamer
in autumns that there
were,
with morning mist and
silver sun
and wind upon my
hair.
I sit beside the fire
and think
of how the world will
be
when winter comes
without a spring
that I shall ever
see.
For still there are
so many things
that I have never
seen:
in every wood in
every spring
there is a different
green.
I sit beside the fire
and think
of people long ago,
and people who will
see a world
that I shall never
know.
But all the while I
sit and think
of times there were
before,
I listen for
returning feet
and voices at the
door.
[47] Puedes leer sobre la reina Berúthiel en VI.GONDOR Y LOS
HEREDEROS DE ANÁRION.
[48] En
versión original:
The world was young,
the mountains green,
No stain yet on the
Moon was seen,
No words were laid on
stream or stone
When Durin woke and
walked alone.
He named the nameless
hills and dells;
He drank from yet
untasted wells;
He stooped and looked
in Mirrormere,
And saw a crown of
stars appear,
As gems upon a silver
thread,
Above the shadow of
his head.
The world was fair,
the mountains tall,
In Elder Days before
the fall
Of mighty kings in
Nargothrond
And Gondolin, who now
beyond
The Western Seas have
passed away:
The world was fair in
Durin’s Day.
A king he was on
carven throne
In many-pillared
halls of stone
With golden roof and
silver floor,
And runes of power
upon the door.
The light of sun and
star and moon
In shining lamps of
crystal hewn
Undimmed by cloud or
shade of night
There shone for ever
fair and bright.
There hammer on the
anvil smote,
There chisel clove,
and graver wrote;
There forged was
blade, and bound was hilt;
The delver mined, the
mason built.
There beryl, pearl,
and opal pale,
And metal wrought
like fishes’ mail,
Buckler and corslet,
axe and sword,
And shining spears
were laid in hoard.
Unwearied then were
Durin’s folk;
Beneath the mountains
music woke:
The harpers harped,
the minstrels sang,
And at the gates the
trumpets rang.
The world is grey,
the mountains old,
The forge’s fire is
ashen-cold;
No harp is wrung, no
hammer falls:
The darkness dwells
in Durin’s halls;
The shadow lies upon
his tomb
In Moria, in
Khazad-dûm.
But still the sunken
stars appear
In dark and windless
Mirrormere;
There lies his crown
in water deep,
Till Durin wakes
again from sleep.
[49] En
versión original:
An Elven-maid there
was of old,
A shining star by
day:
Her mantle white was
hemmed with gold,
Her shoes of
silver-grey.
A star was bound upon
her brows,
A light was on her
hair
As sun upon the
golden boughs
In Lórien the fair.
Her hair was long,
her limbs were white,
And fair she was and
free;
And in the wind she
went as light
As leaf of linden-tree.
Beside the falls of
Nimrodel,
By water clear and
cool,
Her voice as falling
silver fell
Into the shining
pool.
Where now she wanders
none can tell,
In sunlight or in
shade;
For lost of yore was
Nimrodel
And in the mountains
strayed.
The elven-ship in
haven grey
Beneath the
mountain-lee
Awaited her for many
a day
Beside the roaring
sea.
A wind by night in
Northern lands
Arose, and loud it
cried,
And drove the ship
from elven-strands
Across the streaming
tide.
When dawn came dim
the land was lost,
The mountains sinking
grey
Beyond the heaving
waves that tossed
Their plumes of
blinding spray.
Amroth beheld the
fading shore
Now low beyond the
swell,
And cursed the
faithless ship that bore
Him far from
Nimrodel.
Of old he was an Elven-king,
A lord of tree and
glen,
When golden were the
boughs in spring
In fair Lothlórien.
From helm to sea they
saw him leap,
As arrow from the
string,
And dive into the
water deep,
As mew upon the wing.
The wind was in his
flowing hair,
The foam about him
shone;
Afar they saw him
strong and fair
Go riding like a
swan.
But from the West has
come no word,
And on the Hither
Shore
No tidings Elven-folk
have heard
Of Amroth evermore.
[50] Más acerca de la historia de Nimrodel y Amroth en IV.PARTE DE LA LEYENDA DE AMROTH Y NIMRODEL, BREVEMENTE
CONTADA.
[51] Sobre el encuentro de Arwen y Aragorn en Cerin Amroth: II.EL ENCUENTRO DE ARAGORN Y ARWEN.
[52] En
versión original:
When evening in the
Shire was grey
his footsteps on the
Hill were heard;
before the dawn he
went away
on journey long
without a word.
From Wilderland to
Western shore,
from northern waste
to southern hill,
through dragon-lair
and hidden door
and darkling woods he
walked at will.
With Dwarf and
Hobbit, Elves and Men,
with mortal and
immortal folk,
with bird on bough
and beast in den,
in their own secret
tongues he spoke.
A deadly sword, a
healing hand,
a back that bent
beneath its load;
a trumpet-voice, a
burning brand,
a weary pilgrim on
the road.
A lord of wisdom
throned he sat,
swift in anger, quick
to laugh;
an old man in a
battered hat
who leaned upon a
thorny staff.
He stood upon the
bridge alone
and Fire and Shadow
both defied;
his staff was broken
on the stone,
in Khazad-dûm his
wisdom died.
[53] En
versión original:
The finest rockets
ever seen:
they burst in stars
of blue and green,
or after thunder
golden showers
came falling like a
rain of flowers.
[54] En
versión original:
I sang of leaves, of
leaves of gold, and leaves of gold there grew:
Of wind I sang, a
wind there came and in the branches blew.
Beyond the Sun,
beyond the Moon, the foam was on the Sea,
And by the strand of
Ilmarin there grew a golden Tree.
Beneath the stars of
Ever-eve in Eldamar it shone,
In Eldamar beside the
walls of Elven Tirion.
There long the golden
leaves have grown upon the branching years,
While here beyond the
Sundering Seas now fall the Elven-tears.
O Lórien! The Winter
comes, the bare and leafless Day;
The leaves are
falling in the stream, the River flows away.
O Lórien! Too long I
have dwelt upon this Hither Shore
And in a fading crown
have twined the golden elanor.
But if of ships I now
should sing, what ship would come to me,
What ship would bear
me ever back across so wide a Sea?
[55] Un pasaje semejante se cita en una de las notas al pie de VI.DE ELDAMAR Y LOS PRÍNCIPES DE LOS ELDALIË, pero
con Galadriel y Fëanor como protagonistas.
[56] En
versión original:
Ah! like gold fall
the leaves in the wind,
long years numberless
as the wings of trees!
The years have passed
like swift draughts
of the sweet mead in
lofty halls
beyond the West,
beneath the blue vaults of Varda
wherein the stars
tremble
in the song of her
voice, holy and queenly.
Who now shall refill
the cup for me?
For now the Kindler,
Varda, the Queen of the Stars,
from Mount Everwhite
has uplifted her hands like clouds,
and all paths are
drowned deep in shadow;
and out of a grey country
darkness lies
on the foaming waves
between us,
and mist covers the
jewels of Calacirya for ever.
Now lost, lost to
those from the East is Valimar!
Farewell! Maybe thou
shalt find Valimar.
Maybe even thou shalt
find it. Farewell!
[57] En
versión original:
Through Rohan over
fen and field where the long grass grows
The West Wind comes
walking, and about the walls it goes.
‘What news from the
West, O wandering wind, do you bring to me tonight?
Have you seen Boromir
the Tall by moon or by starlight?’
‘I saw him ride over
seven streams, over waters wide and grey;
I saw him walk in
empty lands, until he passed away
Into the shadows of
the North. I saw him then no more.
The North Wind may
have heard the horn of the son of Denethor.’
‘O Boromir! From the
high walls westward I looked afar,
But you came not from
the empty lands where no men are.
[58] En
versión original:
From the mouths of
the Sea the South Wind flies, from the sandhills and the stones;
The wailing of the
gulls it bears, and at the gate it moans.
‘What news from the
South, O sighing wind, do you bring to me at eve?
Where now is Boromir
the Fair? He tarries and I grieve.’
‘Ask not of me where
he doth dwell — so many bones there lie
On the white shores
and the dark shores under the stormy sky;
So many have passed
down Anduin to find the flowing Sea.
Ask of the North Wind
news of them the North Wind sends to me!’
‘O Boromir! Beyond
the gate the seaward road runs south,
But you came not with
the wailing gulls from the grey sea’s mouth.
[59] En
versión original:
From the Gate of
Kings the North Wind rides, and past the roaring falls;
And clear and cold
about the tower its loud horn calls.
‘What news from the
North, O mighty wind, do you bring to me today?
What news of Boromir
the Bold? For he is long away.’
‘Beneath Amon Hen I
heard his cry. There many foes he fought.
His cloven shield,
his broken sword, they to the water brought.
His head so proud,
his face so fair, his limbs they laid to rest;
And Rauros, golden
Rauros-falls, bore him upon its breast.’
‘O Boromir! The Tower
of Guard shall ever northward gaze
To Rauros, golden
Rauros-falls, until the end of days.
[60] En versión original:
Gondor! Gondor, between the Mountains
and the Sea!
West Wind blew there; the light upon
the Silver Tree
Fell like bright rain in gardens of
the Kings of old.
O proud walls! White towers! O wingéd
crown and throne of gold!
O Gondor, Gondor! Shall Men behold
the Silver Tree,
Or West Wind blow again between the
Mountains and the Sea?
[61] Barad-dûr en lengua negra
[62] En versión
original:
Learn now the lore of Living
Creatures!
First name the four, the free
peoples:
Eldest of all, the elf-children;
Dwarf the delver, dark are his
houses;
Ent the earthborn, old as mountains;
Man the mortal, master of horses:
Hm, hm, hm.
Beaver the builder, buck the leaper,
Bear bee-hunter, boar the fighter;
Hound is hungry, hare is fearful...
Hm, hm.
Eagle in eyrie, ox in pasture,
Hart horn-crowned; hawk is swiftest,
Swan the whitest, serpent coldest…
[63] En versión original:
In the willow-meads of Tasarinan I
walked in the Spring.
Ah! the sight and the smell of the
Spring in Nan-tasarion!
And I said that was good.
I wandered in Summer in the elm-woods
of Ossiriand.
Ah! the light and the music in the
Summer by the Seven Rivers of Ossir!
And I thought that was best.
To the beeches of Neldoreth I came in
the Autumn.
Ah! the gold and the red and the
sighing of leaves in the Autumn in Taur-na-neldor!
It was more than my desire.
To the pine-trees upon the highland
of Dorthonion I climbed in the Winter.
Ah! the wind and the whiteness and
the black branches of Winter upon Orod-na-Thôn!
My voice went up and sang in the sky.
And now all those lands lie under the
wave,
And I walk in Ambaróna, in
Tauremorna, in Aldalómë,
In my own land, in the country of
Fangorn,
Where the roots are long,
And the years lie thicker than the
leaves
In Tauremornalómë.
[64] En versión
original:
ENT.
When Spring unfolds the beechen leaf, and sap is in the bough;
When light is on the wild-wood
stream, and wind is on the brow;
When stride is long, and breath is
deep, and keen the mountain-air,
Come back to me! Come back to me, and
say my land is fair!
ENTWIFE.
When Spring is come to garth and field, and corn is in the blade;
When blossom like a shining snow is
on the orchard laid;
When shower and Sun upon the Earth
with fragrance fill the air,
I’ll linger here, and will not come,
because my land is fair.
ENT.
When Summer lies upon the world, and in a noon of gold
Beneath the roof of sleeping leaves
the dreams of trees unfold;
When woodland halls are green and
cool, and wind is in the West,
Come back to me! Come back to me, and
say my land is best!
ENTWIFE.
When Summer warms the hanging fruit and burns the berry brown;
When straw is gold, and ear is white,
and harvest comes to town;
When honey spills, and apple swells,
though wind be in the West,
I’ll linger here beneath the Sun,
because my land is best!
ENT.
When Winter comes, the winter wild that hill and wood shall slay;
When trees shall fall and starless night
devour the sunless day;
When wind is in the deadly East, then
in the bitter rain
I’ll look for thee, and call to thee;
I’ll come to thee again!
ENTWIFE.
When Winter comes, and singing ends; when darkness falls at last;
When broken is the barren bough, and
light and labour past;
I’ll look for thee, and wait for
thee, until we meet again:
Together we will take the road
beneath the bitter rain!
BOTH.
Together we will take the road that leads into the West,
And far away will find a land where
both our hearts may rest.
[65] En versión
original:
O Orofarnë, Lassemista, Carnimírië!
O rowan fair, upon your hair how
white the blossom lay!
O rowan mine, I saw you shine upon a
summer’s day,
Your rind so bright, your leaves so
light, your voice so cool and soft:
Upon your head how golden-red the
crown you bore aloft!
O rowan dead, upon your head your
hair is dry and grey;
Your crown is spilled, your voice is stilled
for ever and a day.
O Orofarnë, Lassemista, Carnimírië!
[66] En versión
original:
We come, we come with roll of drum:
ta-runda runda runda rom!
[67] En versión original:
We come, we come with horn and drum:
¡ta-rûna rûna rûna rom!
[68] En versión
original:
To Isengard! Though Isengard be
ringed and barred with doors of stone;
Though Isengard be strong and hard,
as cold as stone and bare as bone,
We go, we go, we go to war, to hew
the stone and break the door;
For bole and bough are burning now,
the furnace roars — we go to war!
To land of gloom with tramp of doom,
with roll of drum, we come, we come;
To Isengard with doom we come!
With doom we come, with doom we come!
[69] En versión original:
The cold hard lands
they bites our hands,
they gnaws our feet.
The rocks and stones
are like old bones
all bare of meat.
But stream and pool
is wet and cool:
so nice for feet!
And now we wish…
[70] En version original:
Alive without breath;
as cold as death;
never thirsting, ever drinking;
clad in mail, never clinking.
Drowns on dry land,
thinks an island
is a mountain;
thinks a fountain
is a puff of air.
So sleek, so fair!
What a joy to meet!
We only wish
to catch a fish,
so juicy-sweet!
[71] En versión
original:
Where now are the Dúnedain, Elessar,
Elessar?
Why do thy kinsfolk wander afar?
Near is the hour when the Lost should
come forth,
And the Grey Company ride from the
North.
But dark is the path appointed for
thee:
The Dead watch the road that leads to
the Sea.
[72] En versión original:
Legolas Greenleaf long under tree
In joy thou hast lived. Beware of the
Sea!
If thou hearest the cry of the gull
on the shore,
Thy heart shall then rest in the
forest no more.
[73] En versión original:
Where now the horse and the rider?
Where is the horn that was blowing?
Where is the helm and the hauberk,
and the bright hair flowing?
Where is the hand on the harpstring,
and the red fire glowing?
Where is the spring and the harvest
and the tall corn growing?
They have passed like rain on the
mountain, like a wind in the meadow;
The days have gone down in the West
behind the hills into shadow.
Who shall gather the smoke of the
dead wood burning,
Or behold the flowing years from the
Sea returning
[74] Acerca de la historia de Eorl: VIII.CIRION Y
EORL Y LA AMISTAD DE GONDOR Y ROHAN.
[75] Se refiere a Minas Tirith.
[76] En versión
original:
In Dwimordene, in Lórien
Seldom have walked the feet of Men,
Few mortal eyes have seen the light
That lies there ever, long and
bright.
Galadriel! Galadriel!
Clear is the water of your well;
White is the star in your white hand;
Unmarred, unstained is leaf and land
In Dwimordene, in Lórien
More fair than thoughts of Mortal
Men.
[77] En versión original:
Arise now, arise, Riders of Théoden!
Dire deeds awake, dark is it
eastward.
Let horse be bridled, horn be
sounded!
Forth Eorlingas!
[78] El capítulo se dividió aquí para
introducir XXXIII.LA SEGUNDA BATALLA DE LOS VADOS DEL ISEN (Cuentos
inconclusos de Númenor y la Tierra Media) después de la partida de Gandalf.
[79] Este relato queda inconcluso y termina abruptamente.
[80] El capítulo se dividió aquí para
introducir XXXIII.LA SEGUNDA BATALLA DE LOS VADOS DEL ISEN (Cuentos
inconclusos de Númenor y la Tierra Media:) después de la partida de
Gandalf.
[81] Acerca del rey Helm: IX.LA CASA DE EORL.
[82] En versión original:
Ere iron was found or tree was hewn,
When young was mountain under moon;
Ere ring was made, or wrought was
woe,
It walked the forests long ago.
[83] En versión original:
Ents the earthborn, old as mountains,
the wide-walkers, water drinking;
and hungry as hunters, the Hobbit
children,
the laughing-folk, the little people.
[84] En versión original:
Grey as a mouse,
Big as a house,
Nose like a snake,
I make the earth shake,
As I tramp through the grass;
Trees crack as I pass.
With horns in my mouth
I walk in the South,
Flapping big ears.
Beyond count of years
I stump round and round,
Never lie on the ground,
Not even to die.
Oliphaunt am I,
Biggest of all,
Huge, old, and tall.
If ever you’d met me
You wouldn’t forget me.
If you never do,
You won’t think I’m true;
But old Oliphaunt am I,
And I never lie.
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