LEGENDARIUM VIII: La Tercera Edad (Tercera Parte)
ESTE FRAGMENTO ABARCA:
V.EL SEÑOR DE LOS ANILLOS
XXXIX.LA PALANTÍR
XL.HIERBAS AROMÁTICAS Y GUISO DE CONEJO
XLI.UNA VENTANA AL OESTE
XLII.EL ESTANQUE VEDADO
XLIII.EL PASO DE LA COMPAÑÍA GRIS
XLIV.MINAS TIRITH
XLV.VIAJE A LA ENCRUCIJADA
XLVI.EL ACANTONAMIENTO DE ROHAN
XLVII.LAS ESCALERAS DE CIRITH UNGOL
XLVIII.EL SITIO DE GONDOR
IL.EL ANTRO DE ELLA-LARAÑA
L.LAS DECISIONES DE MAESE SAMSAGAZ
LI.LA CABALGATA DE LOS ROHIRRIM
LII.LA TORRE DE CIRITH UNGOL
LIII.LA BATALLA DE LOS CAMPOS DEL PELENNOR
LIV.LA PIRA DE DENETHOR
LV.EL PAÍS DE LA SOMBRA
LVI.LAS CASAS DE CURACIÓN
LVII.LA ÚLTIMA DELIBERACIÓN
LVIII.LA PUERTA NEGRA SE ABRE
LIX.EL MONTE DEL DESTINO
LX.EL CAMPO DE CORMALLEN
LXI.EL SENESCAL Y EL REY
LXII.LA BATALLA EN VALLE Y EREBOR Y EN EL NORTE
LXIII.MUCHAS SEPARACIONES
LXIV.RUMBO A CASA
LXV.EL SANEAMIENTO DE LA COMARCA
LXVI.LOS PUERTOS GRISES
VI.LA ÚLTIMA CANCIÓN DE BILBO
VII.LA ELENDILMIR
VIII.EL REINADO DE ARAGORN II
IX.LOS REYES Y ORDENAMIENTO DE LA MARCA DURANTE Y DESPUÉS DE LA GUERRA DEL ANILLO
X.LAS PALANTÍRI
XI.LA TRANSFORMACIÓN DE LOS MITOS
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XXXIX.LA
PALANTÍR
LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO XI
El sol se hundía detrás del largo brazo
occidental de las montañas cuando Gandalf y sus compañeros, y el rey y los
jinetes partieron de Isengard. Gandalf llevaba a Merry en la grupa del caballo
y Aragorn llevaba a Pippin. Dos de los hombres del rey se adelantaron a galope
tendido y pronto se perdieron de vista en el fondo del valle. Los otros
continuaron a paso más lento.
Una solemne fila de ents, erguidos como
estatuas ante la puerta, con los largos brazos levantados, asistía silenciosa a
la partida. Cuando se hubieron alejado un trecho por el camino sinuoso, Merry y
Pippin volvieron la cabeza. El sol brillaba aún en el cielo, pero las sombras
se extendían ya sobre Isengard: unas ruinas grises que se hundían en las
tinieblas. Ahora Bárbol estaba solo, como la cepa de un árbol distante: los
hobbits recordaron el primer encuentro, allá lejos en la asoleada cornisa de
los lindes de Fangorn.
Llegaron a la columna de la Mano Blanca. La
columna seguía en pie, pero la mano esculpida había sido derribada y yacía rota
en mil pedazos. En el centro mismo del camino se veía el largo índice, blanco
en el crepúsculo, y la uña roja se ennegrecía lentamente.
—¡Los ents no descuidan ningún detalle!—observó
Gandalf.
Continuaron cabalgando y la noche se cerró en
la hondonada.
—¿Piensas cabalgar toda la noche, Gandalf?—preguntó
Merry al cabo de un rato—. No sé cómo te sentirás tú con esta chusma que llevas
a la rastra prendida a los faldones, pero la chusma está cansada y le alegraría
dejar de ir a la rastra y echarse a descansar.
—¿Así que oíste eso?—dijo Gandalf—. ¡No lo
tomes a pecho! Alégrate que no te hayan dedicado palabras más lisonjeras. Nunca
se había encontrado con un hobbit y no sabía cómo hablarte. No te sacaba los
ojos de encima. Si esto puede de algún modo reconfortar tu amor propio, te diré
que en este momento tú y Pippin le preocupáis más que cualquiera de nosotros.
Quiénes sois; cómo vinisteis aquí; y por qué; qué sabéis; si fuisteis
capturados y en ese caso cómo escapasteis cuando todos los orcos perecieron...
éstos son los pequeños enigmas que ahora perturban esa gran mente. Un sarcasmo
en boca de Saruman, Meriadoc, es un cumplido, y puedes sentirte honrado por ese
interés.
—¡Gracias!—dijo Merry—. ¡Pero prefiero la
honra de ir prendido a tus faldones, Gandalf! Ante todo, porque así es posible
repetir una pregunta. ¿Piensas cabalgar toda la noche?
Gandalf se echó a reír. —¡Un hobbit
insaciable! Todos los magos tendrían que tener uno o dos hobbits a su cuidado,
para que les enseñaran el significado de las palabras y los corrigieran. Te
pido perdón. Pero hasta en estos detalles he pensado. Seguiremos viaje aún
algunas horas, sin fatigarnos, hasta el otro lado del valle. Mañana tendremos
que cabalgar más de prisa.
»Cuando llegamos, nuestra intención era volver
directamente de Isengard a la morada del rey en Edoras, a través de la llanura,
una cabalgata de varios días. Pero hemos reflexionado y cambiado los planes.
Hemos enviado mensajeros al abismo de Helm, a anunciar que el rey regresará
mañana. De allí partirá con muchos hombres hacia el Sagrario, por los senderos
que pasan entre las colinas. De ahora en adelante es preciso evitar que más de
dos o tres hombres cabalguen juntos, tanto de día como de noche.
—Tú, como de costumbre, ¡no nos das nada o nos
das doble ración!—dijo Merry—. ¡Y yo que
no pensaba en otra cosa que en un lugar donde dormir esta noche! ¿Dónde está y
qué es ese abismo de Helm y todo lo demás? No sé absolutamente nada de este
país.
—En ese caso harías bien en aprender algo, si
deseas comprender lo que está sucediendo. Pero no en este momento, ni de mí:
tengo muchas cosas urgentes en que pensar.
—Está bien, se lo preguntaré a Trancos, cuando
acampemos: él es menos quisquilloso. Pero ¿por qué tanto misterio? Creía que
habíamos ganado la batalla.
—Sí, hemos ganado, pero sólo la primera
victoria, y ahora el peligro es mayor. Había algún vínculo entre Isengard y
Mordor que aún no he podido desentrañar. Intercambiaban noticias, es evidente,
pero no sé cómo. El ojo de Barad-dûr ha de estar escudriñando con impaciencia
el valle del Mago, creo; y las tierras de Rohan. Cuanto menos vea, mejor que
mejor.
El camino proseguía lentamente, serpenteando
por el valle. Ahora distante, ahora cercano, el Isen fluía por un lecho
pedregoso. La noche descendía de las montañas. Las nieblas se habían
desvanecido. Soplaba un viento helado. La luna, ya casi llena, iluminaba el
cielo del este con un pálido y frío resplandor. A la derecha, las estribaciones
de las montañas parecían lomas desnudas. Las vastas llanuras se abrían grises
ante ellos.
Por fin hicieron un alto. Desviándose del
camino principal, cabalgaron otra vez tierra adentro por las largas
estribaciones herbosas. Luego de haber recorrido una o dos millas [2-3 kilómetros]
hacia el oeste llegaron a un valle. Se abría hacia el mar, recostado sobre
la pendiente del redondo Dol Baran, la última montaña de la cordillera
septentrional, de verdes laderas y coronada de brezos. En las paredes del
valle, erizadas de helechos del año anterior, apuntaban ya en un suelo
levemente perfumado las enmarañadas frondas de la primavera. Allí, en los
bajíos cubiertos de espesos zarzales, levantaron campamento, una o dos horas
antes de la medianoche. Encendieron la hoguera en una concavidad junto a las
raíces de un espino blanco, alto y frondoso como un árbol, encorvado por la
edad, pero de miembros todavía vigorosos: las yemas despuntaban en todas las
ramas.
Organizaron turnos de guardia, de dos
centinelas. Los demás, luego de comer, se envolvieron en las capas, y
cubriéndose con una manta se echaron a dormir. Los hobbits se acostaron juntos
sobre un montón de helechos secos. Merry tenía sueño, pero Pippin parecía ahora
curiosamente intranquilo. Daba vueltas y vueltas, y el camastro de helechos
crujía y susurraba.
—¿Qué te pasa?—le preguntó Merry—. ¿Te has
acostado sobre un hormiguero?
—No—dijo Pippin—. Pero estoy incómodo. Me pregunto
cuánto hace que no duermo en una cama.
Merry bostezó. —¡Cuéntalo con los dedos!—dijo—.
Pero no habrás olvidado cuándo partimos de Lórien.
—Oh, ¡eso!—dijo Pippin—. Quiero decir una cama
verdadera, en una alcoba.
—Bueno, entonces Rivendel—dijo Merry—. Pero
esta noche yo podría dormir en cualquier lugar.
—Tuviste suerte, Merry—dijo Pippin en voz
baja, al cabo de un silencio—. Tú cabalgaste con Gandalf.
—Bueno ¿y qué?
—¿Conseguiste sacarle alguna noticia, alguna
información?
—Sí, bastante. Más que de costumbre. Pero tú
las oíste todas, o la mayoría; estabas muy cerca y no hablábamos en secreto.
Pero mañana podrás cabalgar con él, si crees que podrías sacarle alguna otra
cosa... y si él te acepta.
—¿De veras? ¡Magnífico! Pero es poco
comunicativo ¿no te parece? No ha cambiado nada.
—¡Oh, sí!—dijo Merry, despertándose un poco, y
empezando a preguntarse qué preocupaba a su compañero. —Ha crecido, o algo así.
Es al mismo tiempo más amable y más inquietante, más alegre y más solemne, me
parece. Ha cambiado. Pero aún no sabemos hasta qué punto. ¡Piensa en la última
parte de la conversación con Saruman! Recuerda que Saruman fue en un tiempo el
superior de Gandalf: jefe del Concilio, aunque no sé muy bien qué significa
eso. Era Saruman el Blanco. Ahora Gandalf es el Blanco. Saruman acudió a la
llamada y perdió la vara, y luego Gandalf lo despidió, ¡y él acató la orden!
—Bueno, si en algo ha cambiado, como dices,
está más misterioso que nunca, eso es todo—replicó Pippin—. Esa... bola de
vidrio, por ejemplo. Parecía contento de tenerla consigo. Algo sabe o sospecha.
¿Pero nos dijo qué? No, ni una palabra. Y sin embargo fui yo quien la recogió,
e impedí que rodase hasta un charco. Aquí, muchacho, yo la llevaré...
eso fue todo lo que dijo. Me gustaría saber qué es. Pesaba tanto. —La voz de
Pippin se convirtió casi en un susurro, como si hablara consigo mismo.
—¡Ajá!—dijo Merry—. ¿Así que es eso lo que te
tiene a mal traer? Vamos, Pippin, muchacho, no olvides el dicho de Gildor,
aquel que Sam solía citar: No te entremetas en asuntos de magos, que son
gente astuta e irascible.
—Pero si desde hace meses y meses no hacemos
otra cosa que entrometernos en asuntos de magos—dijo Pippin—. Además del
peligro, me gustaría tener alguna información. Me gustaría echarle una ojeada a
esa bola.
—¡Duérmete de una vez!—dijo Merry—. Ya te
enterarás, tarde temprano. Mi querido Pippin, jamás un Tuk le ganó en
curiosidad un Brandigamo; ¿pero te parece el momento oportuno?
—¡Está bien! ¿Pero qué hay de malo en que te
cuente lo que a mí me gustaría: echarle una ojeada a esa piedra? Sé que no
puedo hacerlo, con el viejo Gandalf sentado encima, como una gallina sobre un
huevo. Pero no me ayuda mucho no oírte decir otra cosa que no puedes así
que duérmete de una vez.
—Bueno ¿qué más podría decirte?—dijo Merry—.
Lo siento, Pippin, pero tendrás que esperar hasta la mañana. Yo seré tan
curioso como tú después del desayuno y te ayudaré tanto como pueda a sonsacarle
información a los magos. Pero ya no puedo mantenerme despierto. Si vuelvo a
bostezar, se me abrirá la boca hasta las orejas. ¡Buenas noches!
Pippin no dijo nada más. Ahora estaba inmóvil,
pero el sueño se negaba a acudir; y ni siquiera parecía asentarlo la suave y
acompasado respiración de Merry, que se había dormido pocos segundos después de
haberle dado las buenas noches. El recuerdo del globo oscuro parecía más vivo
en el silencio de alrededor. Pippin volvía a sentir el peso en las manos y
volvía a ver los misteriosos abismos rojos que había escudriñado un instante.
Se dio vuelta y trató de pensar en otra cosa.
Por último, no aguantó más. Se levantó y miró
en torno. Hacía frío y se arrebujó en la capa. La luna brillaba en el valle,
blanca y fría, y las sombras de los matorrales eran negras. Todo alrededor
yacían formas dormidas. No vio a los dos centinelas: quizás habían subido a la
loma, o estaban escondidos entre los helechos. Arrastrado por un impulso que no
entendía, se acercó con sigilo al sitio donde descansaba Gandalf. Lo miró. El
mago parecía dormir, pero los párpados no estaban del todo cerrados: los ojos
centelleaban debajo de las largas pestañas. Pippin retrocedió rápidamente. Pero
Gandalf no se movió; el hobbit avanzó otra vez, casi contra su voluntad, por
detrás de la cabeza del mago. Gandalf estaba envuelto en una manta, con la capa
extendida por encima; muy cerca, entre el flanco derecho y el brazo doblado,
había un bulto, una cosa redonda envuelta en un lienzo oscuro; y al parecer la
mano que la sujetaba acababa de deslizarse hasta el suelo.
Conteniendo el aliento, Pippin se aproximó
paso a paso. Por último se arrodilló. Entonces lenta, furtivamente, levantó el
bulto; pesaba menos de lo que suponía. «Quizá no era más que un paquete de
trastos sin importancia», pensó curiosamente aliviado, pero no volvió a
poner el bulto en su sitio. Permaneció un instante muy quieto con el bulto
entre los brazos. De pronto se le ocurrió una idea. Se alejó de puntillas,
buscó una piedra grande, y volvió junto a Gandalf.
Retiró con presteza el lienzo, envolvió la
piedra y arrodillándose la puso al alcance de la mano de Gandalf. Entonces miró
por fin el objeto que acababa de desenvolver. Era el mismo: una tersa esfera de
cristal, ahora oscura y muerta, inmóvil y desnuda. La levantó, la cubrió
presurosamente con su propia capa, y en el momento en que iba a retirarse,
Gandalf se agitó en sueños, y murmuró algunas palabras en una lengua
desconocida; extendió a tientas la mano y la apoyó sobre la piedra envuelta en
el lienzo; luego suspiró y no volvió a moverse.
«¡Pedazo de idiota!», se dijo Pippin
entre dientes. «Te vas a meter en un problema espantoso. ¡Devuélvelo a su
sitio, pronto!» Pero ahora le temblaban las rodillas y no se atrevía a
acercarse al mago y remediar el entuerto. «Ya no podré acercarme sin
despertar a Gandalf», pensó. «En todo caso será mejor que me tranquilice
un poco. Así que mientras tanto bien puedo echarle una mirada. ¡Pero no aquí!»
Se alejó un trecho sin hacer ruido y se detuvo en un montículo verde. La luna
miraba desde el borde del valle.
Pippin se sentó con la esfera entre las
rodillas levantadas y se inclinó sobre ella como un niño glotón sobre un plato
de comida, en un rincón lejos de los demás. Abrió la capa y miró. Alrededor el
aire parecía tenso, quieto. Al principio la esfera estaba oscura, negra como el
azabache, y la luz de la luna centelleaba en la superficie lustrosa. De súbito
una llama tenue se encendió y se agitó en el corazón de la esfera, atrayendo la
mirada de Pippin, de tal modo que no le era posible desviarla. Pronto todo el
interior del globo pareció incandescente; ahora la esfera daba vueltas, o eran
quizá las luces de dentro que giraban. De repente, las luces se apagaron.
Pippin tuvo un sobresalto y aterrorizado trató de liberarse, pero siguió
encorvado, con la esfera apretada entre las manos, inclinándose cada vez más. Y
súbitamente el cuerpo se le puso rígido; los labios le temblaron un momento.
Luego, con un grito desgarrador, cayó de espaldas y allí quedó tendido,
inmóvil.
El grito había sido penetrante y los
centinelas saltaron desde los terraplenes. Todo el campamento estuvo pronto de
pie.
—¡Así que éste es el ladrón!—exclamó Gandalf.
Rápidamente echó la capa sobre la esfera—. ¡Y tú, nada menos que tú, Pippin!
¡Qué cariz tan peligroso han tomado las cosas!—Se arrodilló junto el cuerpo de
Pippin: el hobbit yacía boca arriba, rígido, los ojos clavados en el cielo. —¡Cosa
de brujos! ¿Qué daño habrá causado, a él mismo, y a todos nosotros?—El
semblante del mago estaba tenso y demudado.
Tomó la mano de Pippin y se inclinó sobre él;
escuchó un momento la respiración del hobbit, luego le puso las manos sobre la
frente. El hobbit se estremeció. Los ojos se le cerraron. Lanzó un grito; y se
sentó, mirando con profundo desconcierto las caras de alrededor, pálidas a la
luz de la luna.
—¡No es para ti, Saruman!—gritó con una voz
aguda y falta de tono, apartándose de Gandalf—. Mandaré a alguien para que me
lo traiga en seguida. ¿Me entiendes? ¡Di eso solamente!—Luego trató de ponerse
de pie y escapar, pero Gandalf lo retuvo con dulzura y firmeza.
—¡Peregrin Tuk!—dijo—. ¡Vuelve!
El hobbit dejó de debatirse y volvió a caer de
espaldas, apretando la mano del mago. —¡Gandalf!—gritó—. ¡Gandalf! ¡Perdóname!
—¿Que te perdone?—dijo el mago—. ¡Dime primero
qué has hecho!
—Yo... te saqué el globo y lo miré—balbució
Pippin—, y vi cosas horripilantes. Y quería escapar pero no podía. Y entonces
vino él y me interrogó; y me miraba fijo; y... y no recuerdo nada más.
—No es suficiente—dijo Gandalf severamente—.
¿Qué fue lo que viste y qué dijiste?
Pippin cerró los ojos estremeciéndose, pero no
contestó. Todos observaban la escena en silencio, excepto Merry que miraba a
otro lado. Pero la expresión de Gandalf era aún dura e inflexible. —¡Habla!—dijo.
En voz baja y vacilante Pippin empezó a hablar
otra vez y poco a poco las palabras se hicieron más firmes y claras. —Vi un
cielo oscuro y murallas altas—dijo—. Y estrellas diminutas. Todo parecía muy
lejano y remoto, y sólido a la vez y nítido. Las estrellas aparecían y
desaparecían... oscurecidas por el vuelo de criaturas aladas. Creo que eran muy
grandes, en realidad; pero en el cristal yo las veía como murciélagos que
revoloteaban alrededor de la torre. Me pareció que eran nueve. Una bajó
directamente hacia mí y era más y más grande a medida que se acercaba. Tenía un
horrible... no, no lo puedo decir.
»Traté de huir, porque pensé que saldría
volando fuera del globo; pero cuando la sombra cubrió toda la esfera,
desapareció. Entonces vino él. No hablaba con palabras. Pero me miraba y yo
comprendía.
»¿De modo que has regresado? ¿Por qué no te
presentaste a informar durante tanto tiempo?"
»No respondí. Él me preguntó: "¿Quién
eres?" Tampoco esta vez respondí, pero me costaba mucho callar, y él
me apremiaba, tanto que al fin dije: "Un hobbit."
»Entonces fue como si me viera de improviso y
se rio de mí. Era cruel. Yo me sentía como si estuvieran acuchillándome. Traté
de escapar, pero él me ordenó: "¡Espera un momento! Pronto volveremos a
encontrarnos. Dile a Saruman que este manjar no es para él. Mandaré a alguien
para que me lo traiga en seguida. ¿Has entendido bien? ¡Dile eso solamente!"
»Entonces me miró con una alegría perversa. Me
pareció que me estaba cayendo en pedazos. ¡No, no! No puedo decir nada más. No
recuerdo nada más.
—¡Mírame!—le dijo Gandalf.
Pippin miró a Gandalf a los ojos. Por un
momento el mago le sostuvo la mirada en silencio. Luego el rostro se le
dulcificó y le mostró la sombra de una sonrisa. Puso la mano afectuosamente en
la cabeza de Pippin.
—¡Está bien!—dijo—. ¡No digas más! No has
sufrido ningún daño. No ocultas la mentira en tus ojos, como yo había temido.
Pero él no habló contigo mucho tiempo. Eres un tonto, pero un tonto honesto,
Peregrin Tuk. Otros más sabios hubieran salido mucho peor de un trance como
éste. ¡Pero no lo olvides! Te has salvado, tú y todos tus amigos, ayudado por
la buena suerte, como suele decirse. No podrás contar con ella una segunda vez.
Si él te hubiese interrogado en ese mismo momento, estoy casi seguro de que le
habrías dicho todo cuanto sabes, lo que hubiera significado la ruina de todos
nosotros. Pero estaba demasiado impaciente. No sólo quería información te
quería a ti, cuanto antes, para poder disponer de ti en la Torre Oscura. ¡No
tiembles! Si te da por entrometerte en asuntos de magos, tienes que estar
preparado para eventualidades como ésta. ¡Bien! ¡Te perdono! ¡Tranquilízate!
Las cosas hubieran podido tomar un sesgo aún mucho más terrible.
Levantó a Pippin con delicadeza y lo llevó a
su camastro. Merry lo siguió y se sentó junto a él. —¡Acuéstate y descansa, si
puedes, Pippin!—dijo Gandalf—. Ten confianza en mí. Y si vuelves a sentir un
cosquilleo en las palmas, ¡avísame! Esas cosas tienen cura. En todo caso, mi
querido hobbit, ¡no se te ocurra volver a ponerme un trozo de piedra debajo del
hombro! Ahora os dejaré solos a los dos un rato.
Y con esto Gandalf volvió a donde estaban los
otros, junto a la piedra de Orthanc, todavía perturbados. —El peligro llega por
la noche cuando menos se lo espera—dijo—. ¡Nos hemos salvado por un pelo!
—¿Cómo está el hobbit Pippin?—preguntó
Aragorn.
—Creo que dentro de poco todo habrá pasado—respondió
Gandalf—. No lo retuvieron mucho tiempo y los hobbits tienen una capacidad de
recuperación extraordinaria. El recuerdo, o al menos el horror de las visiones,
habrá desaparecido muy pronto. Demasiado pronto, quizá. ¿Quieres tú, Aragorn,
llevar la piedra de Orthanc y custodiarla? Es una carga peligrosa.
—Peligrosa es en verdad, mas no para todos—dijo
Aragorn—. Hay alguien que puede reclamarla por derecho propio. Porque esta es
sin duda la palantír de Orthanc
del tesoro de Elendil, traído aquí por los reyes de Gondor. Se aproxima mi
hora. La llevaré.
Gandalf miró a Aragorn y luego, ante el
asombro de todos, levantó la piedra envuelta en la capa y con una reverencia la
puso en las manos de Aragorn.
—¡Recíbela, señor!—dijo—en prenda de otras
cosas que te serán restituidas. Pero si me permites aconsejarte en el uso de lo
que es tuyo, ¡no la utilices... por el momento! ¡Ten cuidado!
—¿He sido alguna vez precipitado o imprudente,
yo que he esperado y me he preparado durante tantos años?—dijo Aragorn.
—Nunca hasta ahora. No tropieces al final del
camino—respondió Gandalf—. De todos modos, guárdala en secreto. ¡Tú y todos los
aquí presentes! El hobbit Peregrin, sobre todo, ha de ignorar a qué manos ha
sido confiada. El acceso maligno podría repetírsele. Porque ¡ay! la ha tenido
en las manos y la ha mirado por dentro, cosa que jamás debió hacer. No tenía
que haberla tocado en Isengard y yo no actué con rapidez suficiente. Pero todos
mis pensamientos estaban puestos en Saruman y no sospeché la naturaleza de la
piedra hasta que fue demasiado tarde. Pero ahora estoy seguro. No tengo ninguna
duda.
—Sí, no cabe ninguna duda—dijo Aragorn—. Por
fin hemos descubierto cómo se comunicaban Isengard y Mordor. Muchos misterios
quedan aclarados.
—¡Extraños poderes tienen nuestros enemigos y
extrañas debilidades!—dijo Théoden—. Pero, como dice un antiguo proverbio: el
daño del mal recae a menudo sobre el propio mal.
—Ha ocurrido muchas veces—dijo Gandalf—. En
todo caso esta vez hemos sido extraordinariamente afortunados. Es posible que
este hobbit me haya salvado de cometer un error irreparable. Me preguntaba si
no tendría que estudiar yo mismo la esfera y averiguar para qué la utilizaban.
De haberlo hecho, le habría revelado a él mi presencia. No estoy preparado para
una prueba semejante y no sé si lo estaré alguna vez. Pero aun cuando
encontrase en mí la fuerza de voluntad necesaria para apartarme a tiempo, sería
desastroso que él me viera, por el momento... hasta que llegue la hora en que
el secreto ya no sirva de nada.
—Creo que esa hora ha llegado—dijo Aragorn.
—No, todavía no—dijo Gandalf—. Queda aún un
breve período de incertidumbre que hemos de aprovechar. El enemigo pensaba
obviamente que la piedra seguía estando en Orthanc ¿por qué habría de pensar
otra cosa? Y que era allí donde el hobbit estaba prisionero y que Saruman lo
obligaba a mirar la esfera para torturarlo. La mente tenebrosa ha de estar
ocupada ahora con la voz y la cara del hobbit y la perspectiva de tenerlo
pronto con él. Quizá tarde algún tiempo en darse cuenta del error. Y nosotros
aprovecharemos este respiro. Hemos actuado con excesiva calma. Ahora nos
daremos prisa. Y las cercanías de Isengard no son lugar propicio para que nos
demoremos aquí. Yo partiré inmediatamente con Peregrin Tuk. Será mejor para él
que estar tendido en la oscuridad mientras los otros duermen.
—Yo me quedaré aquí con Éomer y diez de los
caballeros—dijo el rey—. Saldremos al amanecer. Los demás escoltarán a Aragorn
y podrán partir cuando lo crean conveniente.
—Como quieras—dijo Gandalf—. ¡Pero procura
llegar lo más pronto posible al refugio de las montañas, al abismo de Helm!
En ese momento una sombra cruzó bajo el cielo
ocultando de pronto la luz de la luna. Varios de los caballeros gritaron y
levantando los brazos se cubrieron la cabeza y se encogieron como para
protegerse de un golpe que venía de lo alto: un pánico ciego y un frío mortal
cayó sobre ellos. Temerosos, alzaron los ojos.
Una enorme figura alada pasaba por delante de
la luna como una nube oscura. La figura dio media vuelta y fue hacia el norte,
más rauda que cualquier viento de la Tierra Media. Las estrellas se apagaban a
su paso. Casi en seguida desapareció.
Todos estaban ahora de pie, como petrificados.
Gandalf miraba el cielo, los puños crispados, los brazos tiesos a lo largo del
cuerpo.
—¡Nazgûl!—exclamó—. El mensajero de Mordor. La
tormenta se avecina. ¡Los nazgûl han cruzado el río! ¡Partid, partid! ¡No
aguardéis hasta el alba! ¡Que los más veloces no esperen a los más lentos!
¡Partid!
Echó a correr, llamando a Sombragrís. Aragorn
lo siguió. Gandalf se acercó a Pippin y lo tomó en sus brazos. —Esta vez
cabalgarás conmigo—dijo—. Sombragrís te mostrará cuanto es capaz de hacer. —Volvió
entonces al sitio en que había dormido. Sombragrís ya lo esperaba allí.
Colgándose del hombro el pequeño saco que era todo su equipaje, el mago saltó a
la grupa de Sombragrís. Aragorn levantó a Pippin y lo depositó en brazos de
Gandalf, envuelto en una manta.
—¡Adiós! ¡Seguidme pronto!—gritó Gandalf—. En
marcha, Sombragrís.
El gran corcel sacudió la cabeza. La cola
flotó sacudiéndose a la luz de la luna. En seguida dio un salto hacia adelante,
golpeando el suelo, y desapareció en las montañas como un viento del norte.
—¡Qué noche tan hermosa y apacible!—le dijo
Merry a Aragorn—. Algunos tienen una suerte prodigiosa. No quería dormir y
quería cabalgar con Gandalf... ¡y ahí lo tienes! En vez de convertirlo en estatua
de piedra y condenarlo a quedarse aquí, como escarmiento.
—Si en vez de Pippin hubieras sido tú el
primero en recoger la piedra de Orthanc, ¿qué habría sucedido?—dijo Aragorn—.
Quizás hubieras hecho cosas peores. ¿Quién puede saberlo? Pero ahora te ha
tocado a ti en suerte cabalgar conmigo, me temo. Y partiremos en seguida.
Apróntate y trae todo cuanto Pippin pueda haber dejado. ¡Date prisa!
Sombragrís volaba a través de las llanuras; no
necesitaba que lo azuzaran o lo guiaran. En menos de una hora habían llegado a
los vados del Isen y los habían cruzado. El túmulo de los caballeros, el cerco
de lanzas frías, se alzaba gris detrás de ellos.
Pippin ya estaba recobrándose. Ahora sentía
calor, pero el viento que le acariciaba el rostro era refrescante y vivo; y
cabalgaba con Gandalf. El horror de la piedra y de la sombra inmunda que había
empañado la luna se iba borrando poco a poco, como cosas que quedaran atrás
entre las nieblas de las montañas o como imágenes fugitivas de un sueño. Respiró
hondo.
—No sabía que montabas en pelo, Gandalf—dijo—¡No
usas silla ni bridas!
—Sólo a Sombragrís lo monto a la usanza élfica—dijo
Gandalf—. Sombragrís rechaza los arneses y avíos: y en verdad, no es uno quien
monta a Sombragrís; es Sombragrís quien acepta llevarlo a uno... o no. Y si él
te acepta, ya es suficiente. Es él entonces quien cuida de que permanezcas en
la grupa, a menos que se te antoje saltar por los aires.
—¿Vamos muy rápido?—preguntó Pippin—.
Rapidísimo, de acuerdo con el viento, pero con un galope muy regular. Y casi no
toca el suelo de tan ligero.
—Ahora corre como el más raudo de los corceles—respondió
Gandalf—; pero esto no es muy rápido para él. El terreno se eleva un poco en
esta región, más accidentada que del otro lado del río. ¡Pero mira cómo se
acercan ya las montañas Blancas a la luz de las estrellas! Allá lejos se alzan
como lanzas negras los picos del Thrihyrne. Dentro de poco habremos llegado a
la encrucijada y la hondonada del abismo, donde hace dos noches se libró la
batalla.
Pippin permaneció silencioso durante un rato.
Oyó que Gandalf canturreaba entre dientes y musitaba fragmentos de poemas en
diferentes lenguas, mientras las millas huían a espaldas de los jinetes. Por
último el mago entonó una canción cuyas palabras fueron inteligibles para el
hobbit: algunos versos le llegaron claros a los oídos a través del rugido del
viento:
Altos
navíos y altos reyes
tres
veces tres.
¿Qué
trajeron de las tierras sumergidas
sobre
las olas del mar?
Siete
estrellas y siete piedras
y un
árbol blanco.[1]
—¿Qué estás diciendo, Gandalf?—preguntó
Pippin.
—Estaba recordando simplemente algunas de las
antiguas canciones—le respondió el mago—. Los hobbits las habrán olvidado
supongo, aún las pocas que conocían.
—No, nada de eso—dijo Pippin—. Y además
tenemos muchas canciones propias, que sólo se refieren a nosotros, y que quizá
no te interesen. Pero ésta no la había escuchado nunca. ¿De qué habla...? ¿Qué
son esas siete estrellas y esas siete piedras?
—Habla de las palantíri de
los reyes de la antigüedad—dijo Gandalf.
—¿Y qué son?
—El nombre significa lo que mira a lo lejos.
La piedra de Orthanc era una de ellas.
—¿Entonces no fue fabricada—Pippin titubeó—,
fabricada... por el enemigo?
—No—dijo Gandalf—. Ni por Saruman. Ni las
artes de Saruman ni las de Sauron hubieran podido crear algo semejante. Las palantíri
provienen de Eldamar, de más allá de Oesternesse. Los hicieron los noldor;
quizá fue el propio Fëanor el artífice que los forjó, en días tan remotos que
el tiempo no puede medirse en años. Pero nada hay que Sauron no pueda utilizar
para el mal. ¡Triste destino el de Saruman! Esa fue la causa de su perdición,
ahora lo comprendo. Los artilugios creados por un arte superior al que nosotros
poseemos son siempre peligrosos. Sin embargo, ha de cargar con la culpa.
¡Insensato! Lo guardó en secreto, para su propio beneficio y jamás dijo una
sola palabra a ninguno de los miembros del Concilio. No habíamos pensado aún en
el posible destino de las palantíri
de Gondor durante sus ruinosas guerras. Los hombres ya casi las habían
olvidado. Aun en Gondor eran un secreto que pocos conocían; en Arnor sólo se
las recordaba en una vieja canción de los dúnedain
—¿Para qué los utilizaban los hombres de
antaño?—inquirió Pippin, feliz y estupefacto; estaba obteniendo tantas
respuestas y se preguntaba cuánto duraría eso.
—Para ver a la distancia y para hablar en el
pensamiento unos con otros—dijo Gandalf—. Así fue como custodiaron y
mantuvieron unido el reino de Gondor durante tanto tiempo. Pusieron piedras en
Minas Anor, y en Minas Ithil, y en Orthanc en el círculo de Isengard. La piedra
maestra y más poderosa fue colocada debajo de la Cúpula de las Estrellas de
Osgiliath antes que fuera destruida. Las otras estaban muy lejos. Dónde, pocos
lo saben hoy pues ningún poema lo dice. Pero en la casa de Elrond se cuenta que
estaban en Annúminas y en Amon Sûl, y que la piedra de Elendil se encontraba en
las colinas de la Torre que miran hacia Mithlond en el golfo de Lune, donde
están anclados los navíos grises.
»Las palantíri se comunicaban una con
otra, pero todas las que había en Gondor estaban expuestas al escrutinio de la
de Osgiliath. Al parecer, como la roca de Orthanc ha resistido los embates del
tiempo, la palantír de esa torre también ha sobrevivido. Pero sin los
otros sólo alcanzaba a ver pequeñas imágenes de cosas lejanas y días remotos.
Muy útil, sin duda, para Saruman; es evidente, sin embargo, que él no estaba
satisfecho. Miró más y más lejos hasta que al fin posó la mirada en Barad-dûr.
¡Entonces lo atraparon!
»¿Quién puede saber dónde estarán ahora todas
las otras piedras, rotas, o enterradas, o sumergidas en qué mares profundos?
Pero una al menos Sauron la descubrió y la adaptó a sus designios. Sospecho que
era la piedra de Ithil, pues hace mucho tiempo Sauron se apoderó de Minas Ithil
y la transformó en un sitio nefasto. Hoy es Minas Morgul.
»Es fácil imaginar con cuánta rapidez fue
atrapado y fascinado el ojo andariego de Saruman; lo sencillo que ha sido desde
entonces persuadirlo de lejos y amenazarle cuando la persuasión no era
suficiente. El que mordía fue mordido, el halcón dominado por el águila, la
araña aprisionada en una tela de acero. Quién sabe desde cuándo era obligado a
acudir a la esfera para ser interrogado y recibir instrucciones; y la piedra de
Orthanc tiene la mirada tan fija en Barad-dûr que hoy sólo alguien con una
voluntad de hierro podría mirar en su interior sin que Barad-dûr le atrajera
rápidamente los ojos y los pensamientos. ¿No he sentido yo mismo esa atracción?
Aún ahora querría poner a prueba mi fuerza de voluntad, librarme de Sauron y
mirar a donde yo quisiera... más allá de los anchos mares de agua y de tiempo
hacia Tirion la Bella, y ver cómo trabajaban la mano y la mente inimaginables
de Fëanor, ¡cuando el Árbol Blanco y el Árbol de Oro florecían aún!—Gandalf
suspiró y calló.[2]
—Ojalá lo hubiera sabido antes—dijo Pippin—.
No tenía idea de lo que estaba haciendo.
—Oh, sí que la tenías—dijo Gandalf—. Sabías
que estabas actuando mal y estúpidamente; y te lo decías a ti mismo, pero no te
escuchaste. No te lo dije antes porque sólo ahora, meditando en todo lo que
pasó, he terminado por comprenderlo, mientras cabalgábamos juntos. Pero aunque
te hubiese hablado antes, tu tentación no habría sido menor, ni te habría sido
más fácil resistirla. ¡Al contrario! No, una mano quemada es el mejor maestro.
Luego cualquier advertencia sobre el fuego llega derecho al corazón.
—Es cierto—dijo Pippin—. Si ahora tuviese
delante de mí las siete piedras, cerraría los ojos y me metería las manos en
los bolsillos.
—¡Bien!—dijo Gandalf—. Eso era lo que
esperaba.
—Pero me gustaría saber... —empezó a decir
Pippin.
—¡Misericordia!—exclamó Gandalf—. Si para
curar tu curiosidad hay que darte información, me pasaré el resto de mis días
respondiendo a tus preguntas. ¿Qué más quieres saber?
—Los nombres de todas las estrellas y de todos
los seres vivientes, y la historia toda de la Tierra Media, y de la bóveda del cielo
y de los mares que separan—rio Pippin—. ¡Por supuesto! ¿Qué menos? Pero por
esta noche no tengo prisa. En este momento pensaba en la Sombra Negra. Oí que
gritabas: «mensajero de Mordor». ¿Qué era? ¿Qué podía hacer en Isengard?
—Era un jinete negro alado, un nazgûl—respondió
Gandalf—. Y hubiera podido llevarte a la Torre Oscura.
—Pero no venía por mí ¿verdad que no?—dijo
Pippin con voz trémula—. Quiero decir, no sabía que yo...
—Claro que no—dijo Gandalf—. Hay doscientas
leguas [965
kilómetros] o más a vuelo de pájaro desde Barad-dûr a
Orthanc y hasta un nazgûl necesitaría varias horas para recorrer esa distancia.
Pero sin duda Saruman escudriñó la piedra luego de la huida de los orcos y
reveló así muchos pensamientos que quería mantener en secreto. Un mensajero fue
enviado entonces con la misión de averiguar en qué anda Saruman. Y luego de lo
sucedido esta noche, vendrá otro, y muy pronto, no lo dudo. De esta manera
Saruman quedará encerrado en el callejón sin salida en que él mismo se ha
metido. Sin un solo prisionero que enviar, sin una piedra que le permita ver, y
sin la posibilidad de satisfacer las exigencias del amo. Sauron supondrá que
pretende retener al prisionero y que rehúsa utilizar la piedra. De nada servirá
que Saruman le diga la verdad al mensajero. Pues aunque Isengard ha sido
destruida, Saruman sigue aún en Orthanc, sano y salvo. Y de todas maneras
aparecerá como un rebelde. Y sin embargo, si rechazó nuestra ayuda fue para
evitar eso mismo. Cómo se las arreglará para salir de este trance, no puedo
imaginarlo. Creo que todavía, mientras siga en Orthanc, tiene poder para
resistir a los nueve jinetes. Tal vez lo intente. Quizá trate de capturar al nazgûl,
o al menos matar a la criatura en que cabalga por el cielo.
»Pero cuál será el desenlace y si para bien o
para mal, no sabría decirlo. Es posible que los pensamientos del enemigo
lleguen confusos o tergiversados a causa de la cólera de él contra Saruman.
Quizá Sauron se entere de que yo estuve allá en Orthanc al pie de la escalinata
con los hobbits prendidos a los faldones. Y que un heredero de Elendil, vivo,
estaba también allí, a mi lado. Si Lengua de Serpiente no se dejó engañar por
la armadura de Rohan, se acordará sin duda de Aragorn y del título que
reivindicaba. Eso es lo que más temo. Así pues, no hemos huido para alejarnos
de un peligro sino para correr en busca de otro mucho mayor. Cada paso de Sombragrís
te acerca más y más al País de las Sombras, Peregrin Tuk.
Pippin no respondió, pero se arrebujó en la
capa, como sacudido por un escalofrío. La tierra gris corría veloz a sus pies.
—¡Mira!—dijo Gandalf—. Los valles del Folde
Oeste se abren ante nosotros. Aquí volveremos a tomar el camino del este. Aquella
sombra oscura que se ve a lo lejos es la embocadura de la hondonada del abismo.
De ese lado quedan Aglarond y las cavernas Centelleantes. No me preguntes a mí
por esos sitios. Pregúntale a Gimli, si volvéis a encontramos, y por primera
vez tendrás una respuesta que te parecerá muy larga. No verás las cavernas, no
al menos en este viaje. Pronto las habremos dejado muy atrás.
—¡Creía que pensabas detenerte en el abismo de
Helm!—dijo Pippin—. ¿A dónde vas ahora?
—A Minas Tirith, antes de que la cerquen los mares
de la guerra.
—¡Oh! ¿Y a qué distancia queda?
—Leguas y leguas—respondió Gandalf—. Tres
veces más lejos que la morada del rey Théoden, que queda a más de cien millas [161
kilómetros] de aquí, hacia el este: cien millas [161 kilómetros] a
vuelo del mensajero de Mordor. Pero el camino de Sombragrís es más largo.
¿Quién será más veloz?
»Ahora, seguiremos cabalgando hasta el alba y
aún nos quedan algunas horas. Entonces hasta Sombragrís tendrá que descansar,
en alguna hondonada entre las colinas: en Edoras, espero. ¡Duerme, si puedes!
Quizá veas las primeras luces del alba sobre los techos de oro de la casa de
Eorl. Y dos días después verás la sombra purpúrea del monte Mindolluin y los
muros de la torre de Denethor, blancos en la mañana.
»De prisa, Sombragrís. Corre, corazón
intrépido, como nunca has corrido hasta ahora. Hemos llegado a las tierras de
tu niñez y aquí conoces todas las piedras. ¡De prisa! ¡Tu ligereza es nuestra
esperanza!
Sombragrís sacudió la cabeza y relinchó, como
si una trompeta lo llamara a la batalla. En seguida se lanzó hacia adelante.
Los cascos relampaguearon contra el suelo; la noche se precipitó sobre él.
Mientras se iba durmiendo lentamente, Pippin
tuvo una impresión extraña: él y Gandalf, inmóviles como piedras, montaban la
estatua de un caballo al galope, en tanto el mundo huía debajo con un rugido de
viento.
XL.HIERBAS AROMÁTICAS Y GUISO
DE CONEJO
LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO IV
Descansaron durante las pocas horas de luz
que aún quedaban, corriéndose a medida que el sol se movía, hasta que la sombra
de la cresta del valle se alargó por fin, y el hueco todo se pobló de
oscuridad. Entonces comieron un poco y bebieron unos sorbos. Gollum no quiso
comer, pero aceptó el agua de buena gana.
—Pronto conseguiremos más—dijo, lamiéndose
los labios—. Corre agua buena por los arroyos que van al río Grande, hay agua
sabrosa en las tierras a dónde vamos. Allí Sméagol también conseguirá comida,
tal vez. Tiene mucha hambre, sí, ¡gollum!—Se llevó las manazas al
vientre encogido, y una débil luz verde le animó los ojos.
La oscuridad era profunda cuando por fin se
pusieron en marcha, deslizándose por encima de la pared del valle, y
desvaneciéndose como fantasmas en las tierras accidentadas que se extendían más
allá del camino. La luna estaba ahora a tres noches de su plenilunio, pero no
asomó por encima de las montañas hasta casi la medianoche. Excepto una luz roja
encendida en lo alto de las Torres de los Dientes, no se veía ni oía ningún
otro indicio de la insomne vigilancia mantenida sobre el Morannon.
Durante muchas millas, mientras huían
tropezando a través de un campo yermo y pedregoso, tuvieron la impresión de que
el ojo rojo no dejaba de observarlos. No se atrevían a marchar por el camino,
pero procuraban mantenerlo no muy lejos a su izquierda, y seguir su rumbo lo
mejor que podían. Por fin, cuando la noche envejecía y el cansancio empezaba a
vencerlos, pues sólo habían hecho un breve alto, el ojo se empequeñeció, fue
una menuda punta de fuego y desapareció al fin: habían bordeado el oscuro
rellano septentrional de las montañas más bajas y ahora iban hacia el sur.
Con el corazón extrañamente aligerado
volvieron a descansar, mas no por mucho tiempo. Gollum opinaba que la marcha
era demasiado lenta. Según él había casi treinta leguas [144 kilómetros] desde el Morannon
hasta la encrucijada sobre Osgiliath, y esperaba que cubrieran esa distancia en
cuatro etapas. De modo que pronto reanudaron la penosa caminata, hasta que el
alba se extendió lentamente en la vasta soledad gris. Para ese entonces habían
recorrido ya casi ocho leguas [39 kilómetros], y los hobbits no podían ir más allá, aun
cuando se hubiesen atrevido.
La luz creciente les descubrió una región
ya menos yerma y estragada. A la izquierda, las montañas se erguían aún
amenazantes, pero ya alcanzaban a ver el camino del sur, que ahora se alejaba
de las raíces negras de las colinas y descendía hacia el oeste. Más allá, las
pendientes estaban cubiertas de árboles sombríos, como nubes oscuras, pero
alrededor crecía un tupido brezal de retamas, cornejos y otros arbustos
desconocidos. Aquí y allá asomaban unos pinos altos. Los corazones de los
hobbits parecieron reanimarse: el aire, fresco y fragante, les trajo el
recuerdo de allá lejos, de las tierras altas de la Cuaderna del Norte. Era una
felicidad que se les concediera aquella tregua, y un placer pisar un suelo que
el Señor Oscuro dominaba desde hacía sólo pocos años, y aún no había caído en
la ruina total. No se olvidaron, sin embargo, del peligro que los amenazaba, ni
de la Puerta Negra, muy cercana aún, por oculta que estuviese detrás de aquellas
elevaciones lúgubres. Observaron los alrededores en busca de un sitio donde
ocultarse de los ojos maléficos mientras durase la luz.
El día transcurrió, inquietante. Tendidos
en la espesura del brezal, contaban las horas lentas, y les parecía que poco o
nada cambiaba; se encontraban aún bajo la sombra de Ephel Dúath, y el sol
estaba velado. Frodo dormía por momentos, profunda y apaciblemente, ya fuera
porque confiaba en Gollum o porque estaba demasiado cansado para preocuparse;
pero Sam a duras penas conseguía dormitar, aún en los momentos en que Gollum
dormía visiblemente a pierna suelta, resoplando y contrayéndose en sueños
secretos. El hambre acaso, más que la desconfianza, lo mantenía despierto;
había empezado a añorar una buena comida casera, «un bocado caliente sacado
de la olla».
Tan pronto como la tierra fue sólo una
extensión gris con la proximidad de la noche, reanudaron la marcha. Poco
después Gollum los hizo bajar al camino del sur; y a partir de ese momento
empezaron a avanzar más rápidamente, aunque ahora el peligro era mayor.
Aguzaban los oídos, temerosos de escuchar ruidos de cascos o de pies delante de
ellos o detrás; pero la noche pasó sin que oyeran nada.
El camino, construido en tiempos muy
remotos, había sido recientemente reparado a lo largo de unas treinta millas [48
kilómetros] bajo el Morannon, pero a medida que avanzaba hacia el sur
cobraba un aspecto cada vez más salvaje. La mano de los hombres de antaño era
aún visible en la rectitud y la seguridad del recorrido y en la uniformidad de
los niveles: de tanto en tanto se abría paso a través de las laderas de las
colinas, o un arco armonioso de sólida mampostería atravesaba un río; pero al
cabo todo signo de arquitectura desaparecía, excepto una que otra columna rota
que emergía aquí y allá entre los matorrales, o algunos desgastados adoquines
que asomaban aún entre el musgo y las malezas. Brezos, árboles y helechos
invadían en espesa maraña las orillas o se extendían por la superficie. El
camino parecía al fin un sendero rural poco frecuentado; pero no serpeaba: iba
siempre en la misma dirección y los llevaba por la vía más corta.
Cruzaron así las marcas septentrionales de
ese país que los hombres llamaban antaño Ithilien, una hermosa región de
lomas boscosas y de aguas rápidas. A la luz de las estrellas y de una luna
redonda, la noche se volvió transparente, y los hobbits tuvieron la impresión
de que la fragancia del aire aumentaba a medida que avanzaban; y a juzgar por
los resoplidos y bisbiseos de desagrado de Gollum, también él lo había notado.
Al despuntar el día hicieron una nueva pausa. Habían llegado al extremo de una
garganta larga y profunda, de paredes abruptas en el centro, por la que el
camino se abría un pasaje a través de una cresta rocosa. Escalaron la cuesta
occidental y miraron a lo lejos.
La luz del día se desplegaba en el cielo y
las montañas estaban ahora mucho más distantes, retrocediendo hacia el este en
una larga curva que se perdía en la lejanía. Frente a ellos, cuando miraban
hacia el oeste, las lomas descendían en pendientes y se perdían allá abajo
entre brumas ligeras. Estaban rodeados de bosquecillos de árboles resinosos,
abetos y cedros y cipreses, y otras especies desconocidas en La Comarca,
separados por grandes claros; y por todas partes crecía una exuberante
vegetación de matas y hierbas aromáticas. El largo viaje desde Rivendel los
había llevado muy al sur de su propio país, pero sólo ahora, en esta región más
protegida, los hobbits advertían el cambio del clima. Aquí ya había llegado la
primavera: a través del musgo y el mantillo despuntaban las frondas, los
alerces tenían yemas verdes, las florecillas se abrían en la hierba, los
pájaros cantaban. Ithilien, el jardín de Gondor, ahora desolado, conservaba aún
la belleza de una dríade desmelenada.
Al sur y al oeste, miraba a los cálidos
valles inferiores del Anduin, protegidos al este por el Ephel Dúath, aunque no
todavía bajo la sombra de la montaña, y reparados al norte por los Emyn Muil, y
abiertos a las brisas meridionales y a los vientos húmedos del mar lejano.
Numerosos árboles crecían allí, plantados en tiempos remotos y envejecidos sin
cuidados en medio de una legión de tumultuosos y despreocupados descendientes;
y había montes, y matorrales de tamariscos y terebintos olorosos, de olivos y
laureles; y enebros, y arrayanes; el tomillo crecía en matorrales, o unos
tallos leñosos y rastreros tapizaban las piedras ocultas; las salvias de todas
las especies se adornaban de flores azules, encarnadas o verdes; y la mejorana
y el perejil recién germinado, y una multitud de hierbas cuyas formas y
fragancias escapaban a los conocimientos hortícolas de Sam. Las saxífragas y las
siemprevivas ocupaban ya las grutas y las paredes rocosas. Las prímulas y las
anémonas despertaban en la fronda de los avellanos; y los asfódelos y lirios
sacudían las corolas semiabiertas sobre la hierba: una hierba de un verde
lozano, que crecía alrededor de las lagunas, en cuyas frescas oquedades se
detenían los arroyos antes de ir a volcarse en el Anduin.
Volviendo la espalda al camino, los
viajeros bajaron la pendiente. Mientras avanzaban, abriéndose paso a través de
los matorrales y los pastos altos, una fragancia dulce embalsamaba el aire.
Gollum tosía y jadeaba; pero los hobbits respiraban a pleno pulmón, y de
improviso Sam rompió a reír, no por simple chanza, sino de pura alegría.
Siguiendo el curso rápido de un arroyo que descendía delante de ellos, llegaron
a una laguna de aguas transparentes en una cuenca poco profunda: ocupaba las
ruinas de una antigua represa de piedra, cuyos bordes esculpidos estaban casi
enteramente cubiertos de musgo y rosales silvestres; lo rodeaban hileras de
lirios esbeltos como espadas, y en la superficie oscura, ligeramente
encrespada, flotaban las hojas de los nenúfares; pero el agua era profunda y
fresca, y en el otro extremo se derramaba suave e incesantemente por encima del
borde de piedra.
Allí se lavaron y bebieron hasta saciarse.
Luego buscaron un sitio donde descansar y donde esconderse, pues el paraje, aunque
hermoso y acogedor, no dejaba de ser territorio del enemigo. No se habían
alejado mucho del camino, pero ya en un espacio tan corto habían visto
cicatrices de las antiguas guerras, y las heridas más recientes infligidas por
los orcos y otros servidores abominables del Señor Oscuro: un foso abierto
lleno de inmundicias y detritus; árboles arrancados sin razón y abandonados a
la muerte, con runas siniestras o el funesto signo del Ojo tallado a golpes en
las cortezas.
Sam, que gateaba indolente al pie de la
cascada, tocando y oliendo las plantas y los árboles desconocidos, olvidado por
un momento de Mordor, despertó de pronto a la realidad de aquel peligro
omnipresente. Al tropezar de pronto con un círculo todavía arrasado por el
fuego, descubrió en el centro una pila de huesos y calaveras rotas y carbonizadas.
La rápida y salvaje vegetación de zarzas y escaramujos y clemátides trepadoras
empezaba ya a tender un velo piadoso sobre aquel testimonio de una matanza y de
un festín macabros; pero no cabía duda de que era reciente. Se apresuró a
regresar junto a sus compañeros, mas nada dijo de lo que había visto: era
preferible que los huesos descansaran en paz, y no exponerlos al toqueteo y el
hociqueo de Gollum.
—Busquemos un sitio donde descansar—dijo—.
No más abajo. Más arriba, diría yo.
Un poco más arriba, no lejos del lago, y al
reparo de un frondoso monte de laureles de hojas oscuras, que trepaba por una
loma empinada coronada de cedros añosos, las matas cobrizas de los helechos del
año anterior habían formado una especie de cama profunda y mullida. Allí
resolvieron descansar y pasar el día, que ya prometía ser claro y caluroso. Un
día propicio para disfrutar, en camino, de los bosques y los claros de
Ithilien. No obstante, si bien los orcos huían de la luz del sol, muchos eran
los parajes donde podían esconderse para acecharlos; y muchos eran también los
ojos malignos y avizores: Sauron tenía innumerables siervos. De todos modos,
Gollum no aceptaría dar un paso bajo la mirada de la Cara Amarilla: tan pronto
como asomara por detrás de las crestas sombrías del Ephel Dúath se enroscaría,
desfalleciente, aplastado por la luz y el calor.
Durante la caminata, Sam había estado
pensando seriamente en la comida. Ahora que la desesperación de la Puerta
infranqueable había quedado atrás, no se sentía tan inclinado como su amo a no
preocuparse por el problema hasta después de haber llevado a cabo la misión; y
de todos modos consideraba prudente economizar el pan de viaje de los elfos
para días más aciagos. Al menos seis habían pasado desde que viera que les
quedaban provisiones sólo para tres semanas.
«Tendremos suerte», pensó «Si, al
paso que vamos, llegamos al Fuego en ese tiempo. Y tal vez querremos regresar.
¡Tal vez!».
Además, al cabo de una larga noche de
marcha, y después de haberse bañado y bebido, sentía más hambre que nunca. Una
cena, o un desayuno, junto al fuego en la vieja cocina en Bolsón de Tirada, eso
era lo que añoraba en realidad. Se le ocurrió una idea y se volvió a Gollum.
Gollum acababa de escabullirse y se deslizaba a cuatro patas por la cama de
helechos.
—¡Eh! ¡Gollum!—dijo Sam—. ¿A dónde vas? ¿De
caza? A ver, a ver, viejo fisgón, a ti no te gusta nuestra comida, y tampoco a
mí me desagradaría un cambio. Tu nuevo lema es siempre dispuesto a ayudar.
¿Podrías encontrar un bocado para un hobbit hambriento?
—Sí, tal vez, sí—dijo Gollum—. Sméagol
siempre ayuda, si le piden... si le piden amablemente.
—¡Bien!—dijo Sam—. Yo pido. Y si eso no es
bastante amable, ruego.
Gollum desapareció. Estuvo ausente un buen
rato, y Frodo, luego de mascar unos bocados de lembas, se instaló en el
fondo de la oscura cama de helechos y se quedó dormido. Sam lo miraba. Las
primeras luces del día se filtraban apenas a través de las sombras, bajo los
árboles, pero Sam veía claramente el rostro de su amo, y también las manos en
reposo, apoyadas en el suelo a ambos lados del cuerpo. De pronto le volvió a la
mente la imagen de Frodo, acostado y dormido en la casa de Elrond, después de
la terrible herida. En ese entonces, mientras lo velaba, Sam había observado
que por momentos una luz muy tenue parecía iluminarlo interiormente; ahora la
luz brillaba, más clara y más poderosa. El semblante de Frodo era apacible, las
huellas del miedo y la inquietud se habían desvanecido, y sin embargo recordaba
el rostro de un anciano, un rostro viejo y hermoso, como si el cincel de los
años revelase ahora toda una red de finísimas arrugas que antes estuvieran
ocultas, aunque sin alterar la fisonomía. Sam Gamyi, claro está, no expresaba
de esa manera sus pensamientos. Sacudió la cabeza, como si descubriera que las
palabras eran inútiles y luego murmuró: «Lo quiero mucho. Él es así, y a
veces, por alguna razón, la luz se transparenta. Pero se transparente o no, yo
lo quiero.»
Gollum volvió sin hacer ruido y espió por
encima del hombro de Sam. Mirando a Frodo, cerró los ojos y se alejó en
silencio. Sam se unió a él un momento después, y lo encontró masticando algo y
murmurando entre dientes. En el suelo junto a él había dos conejos pequeños que
Gollum empezaba a mirar con ojos ávidos.
—Sméagol siempre ayuda—dijo—. Ha traído
conejos, buenos conejos. Pero el amo se ha dormido, y quizá Sam también quiera
dormir. ¿No quiere conejos ahora? Sméagol trata de ayudar, pero no puede
atrapar todas las cosas en un minuto.
Sam, sin embargo, no tenía nada que decir
contra los conejos. Al menos contra el conejo cocido. Todos los hobbits, por
supuesto, saben cocinar, pues aprenden ese arte antes que las primeras letras
(que muchos no aprenden jamás); pero Sam era un buen cocinero, aún desde un
punto de vista hobbit, y a menudo se había ocupado de la cocina de campamento
durante el viaje, cada vez que le era posible. No había perdido aún las
esperanzas de utilizar los enseres que llevaba en el equipaje: un yesquero, dos
cazuelas pequeñas—la menor entraba en la más grande—, en ellas guardaba una
cuchara de madera, y algunas broquetas; y escondido en el fondo del equipaje,
en una caja de madera chata, un tesoro que mermaba irremediablemente, un poco
de sal. Pero necesitaba un fuego y también otras cosas. Reflexionó un momento,
mientras sacaba el cuchillo, lo limpiaba y afilaba, y empezaba a aderezar los
conejos. No iba a dejar a Frodo solo y dormido ni un segundo más.
—A ver, Gollum—dijo—, tengo otra tarea para
ti. ¡Llena de agua estas cazuelas y tráemelas de vuelta!
—Sméagol irá a buscar el agua, sí—dijo
Gollum—. Pero ¿para qué quiere el hobbit tanta agua? Ha bebido y se ha lavado.
—No te preocupes por eso—dijo Sam—. Si no
lo adivinas, no tardarás en descubrirlo. Y cuanto más pronto busques el agua,
más pronto lo sabrás. No se te ocurra estropear una de mis cazuelas, o te haré
picadillo.
Durante la ausencia de Gollum, Sam volvió a
mirar a Frodo. Dormía aun apaciblemente, pero esta vez Sam descubrió
sorprendido la flacura del rostro y de las manos. «¡Qué delgado está, qué
consumido!», murmuró. «Eso no es bueno para un hobbit. Si consigo guisar
estos conejos, lo despertaré.»
Amontonó en el suelo los helechos más
secos, y luego trepó por la cuesta juntando una brazada de leña seca en la cima;
la rama caída de un cedro le procuró una buena provisión. Arrancó algunos
trozos de turba al pie de la loma un poco más allá del helechal, cavó en el
suelo un hoyo poco profundo y depositó allí el combustible. Acostumbrado a
valerse de la yesca y el pedernal, pronto logró encender una pequeña hoguera. No
despedía casi humo, pero esparcía una dulce fragancia. Acababa de inclinarse
sobre el fuego, para abrigarlo con el cuerpo mientras lo alimentaba con leña
más consistente, cuando Gollum regresó, transportando con precaución las
cazuelas y mascullando.
Las dejó en el suelo, y entonces, de súbito
vio lo que Sam estaba haciendo. Dejó escapar un grito sibilante, y pareció a la
vez atemorizado y furioso. —¡Ajj!
¡Sss... no!—gritó—. ¡No! ¡hobbits estúpidos, locos, sí, locos! ¡No hagáis, eso!
—¿Qué cosa?—preguntó Sam, sorprendido.
—Esas lenguas rojas e inmundas—siseó Gollum—.
¡Fuego, fuego! ¡Es peligroso, sí, es peligroso! Quema, mata. Y traerá enemigos,
sí.
—No lo creo—dijo Sam—. No veo por qué, si
no le ponemos encima nada mojado que haga humo. Pero si lo hace, que lo haga.
Correré el riesgo, de todos modos. Voy a guisar estos conejos.
—¡Guisar los conejos!—gimió Gollum,
consternado—. ¡Arruinar la preciosa carne que Sméagol guardó para vosotros, el
pobre Sméagol muerto de hambre! ¿Para qué? ¿Para qué, estúpido hobbit? Son
jóvenes, son tiernos, son sabrosos. ¡Comedlos, comedlos!—Echó mano al conejo
que tenía más cerca, ya desollado y colocado cerca del fuego.
—Vamos, vamos—dijo Sam—. Cada cual a su
estilo. A ti nuestro pan se te atraganto y a mí se me atragantó el conejo
crudo. Si me das un conejo, el conejo es mío ¿sabes?, y puedo cocinarle, si me
da la gana. Y me da. No hace falta que me mires. Ve a cazar otro y cómelo a tu
gusto... lejos de aquí y fuera de mi vista. Así tú no verás el fuego y yo no te
veré a ti, y los dos seremos más felices. Cuidaré de que el fuego no eche humo,
si eso te tranquiliza.
Gollum se alejó mascullando y desapareció
entre los helechos. Sam se afanó sobre sus cacerolas. «Lo que un hobbit
necesita para aderezar el conejo», se dijo, «son algunas hierbas y
raíces, especialmente patatas... De pan ni hablemos. Hierbas podremos
conseguir, me parece».
—¡Gollum!—llamó en voz baja—. La tercera es
la vencida. Necesito algunas hierbas. —La cabeza de Gollum asomó entre los
helechos, pero la expresión no era ni servicial ni amistosa. —Algunas hojas de
laurel, y un poco de tornillo y salvia me bastarán... antes que empiece a
hervir el agua—dijo Sam.
—¡No!—dijo Gollum—. Sméagol no está
contento. Y a Sméagol no le gustan las hierbas hediondas. Él no come hierbas ni
raíces, no a menos que esté famélico o muy enfermo, pobre Sméagol.
—Sméagol irá a parar al agua bien caliente,
cuando empiece a hervir, si no hace lo que se le pide—gruñó Sam—. Sam lo meterá
en la olla, sí mi tesoro. Y yo lo mandaría a buscar nabos también, y
zanahorias, y aún papas, si fuera la estación. Apuesto que hay muchas cosas
buenas en las plantas silvestres de este país. Daría cualquier cosa por una
media docena de papas.
—Sméagol no irá, oh no, mi tesoro, esta vez
no—siseó Gollum—. Tiene miedo, y está muy cansado, y este hobbit no es amable,
no es nada amable. Sméagol no arrancará raíces y zanahorias y... papas. ¿Qué
son las papas, mi tesoro, eh, qué son las papas?
—Pa-ta-tas—dijo Sam—. La delicia del Tío, y
un balasto raro y excelente para una panza vacía. Pero no encontrarás ninguna,
no vale la pena que las busques. Pero sé el buen Sméagol y tráeme las hierbas,
y tendré mejor opinión de ti. Y más aún, si empiezas a portarte bien y no
vuelves a las andadas, un día de éstos guisaré para ti unas papas. Sí: pescado
frito con patatas fritas servidos por S. Gamyi. No podrás decir que no a eso.
—Sí, sí que podríamos. Arruinar buenos
pescados y patatas, chamuscarlos. ¡Dame ahora el pescado y guárdate las
sssucias patatas fritas!
—Oh, no tienes compostura—dijo Sam—. ¡Vete
a dormir!
En resumidas cuentas, tuvo que ir él mismo
a buscar lo que quería; pero no le fue preciso alejarse mucho, siempre a la
vista del sitio donde descansaba Frodo, todavía dormido. Durante un rato Sam se
sentó a esperar, canturreando y cuidando el fuego hasta que el agua empezó a
hervir. La luz del día creció, calentando el aire; el rocío se evaporó en la hierba
y las hojas. Pronto los conejos desmenuzados burbujeaban en la cazuela junto
con el ramillete de hierbas aromáticas. Los dejó hervir cerca de una hora,
pinchándolos de cuando en cuando con el tenedor y probando el caldo, y más de
una vez estuvo a punto de quedarse dormido.
Cuando le pareció que todo estaba listo
retiró las cazuelas del fuego y se acercó a Frodo en silencio. Frodo abrió a
medias los ojos mientras Sam se inclinaba sobre él, y en este instante el sueño
se quebró: otra dulce e irrecuperable visión de paz.
—¡Hola, Sam!—dijo—¿No estás descansando?
¿Pasa algo malo? ¿Qué hora es?
—Unas dos horas después del alba—dijo Sam—,
y casi las ocho y media según los relojes de La Comarca, tal vez. Pero no pasa
nada malo. Aunque tampoco nada que yo llamaría bueno: no hay provisiones, no
hay cebollas, no hay patatas. He preparado un poco de guiso para usted y un
poco de caldo, señor Frodo. Le sentará bien. Tendrá que beberlo en el jarro; o
directamente de la olla, cuando se haya enfriado un poco. No he traído
escudillas, ni nada apropiado.
Frodo bostezó y se desperezó. —Tendrías que
haber descansado, Sam—dijo—. Y encender un fuego en este paraje era peligroso.
Pero la verdad es que tengo hambre. ¡Hmm! ¿Lo huelo desde aquí? ¿Qué has
cocinado?
—Un regalo de Sméagol—dijo Sam—: un par de
conejos jóvenes; aunque sospecho que ahora Gollum se ha arrepentido. Pero no
hay nada con que acompañarlos excepto algunas hierbas.
Sentados en el borde del helechal, Sam y
Frodo comieron el guiso directamente de las cazuelas, compartiendo el viejo
tenedor y la cuchara. Se permitieron tomar cada uno medio trozo del pan de
viaje de los elfos. Parecía un festín.
—¡Hey, Gollum!—llamó Sam y silbó suavemente—.
¡Ven aquí! Aún estás a tiempo de cambiar de idea. Si quieres probar el guiso de
conejo, todavía queda un poco. —No obtuvo respuesta.—Oh bueno, supongo que
habrá ido a buscarse algo. Lo terminaremos.
—Y luego tendrás que dormir un rato—dijo
Frodo.
—No se duerma usted, mientras yo echo un
sueño, señor Frodo. Sméagol no me inspira mucha confianza. Todavía queda en él
mucho del Bribón, el Gollum malvado, si usted me entiende, y parece estar
cobrando fuerzas otra vez. Si no me equivoco, ahora trataría de estrangularme
primero a mí. No vemos las cosas de la misma manera, y él no está nada contento
con Sam. Oh no, mi tesoro, nada contento.
Terminaron de comer y Sam bajó hasta el
arroyo a lavar los cacharros. Al incorporarse, volvió la cabeza y miró hacia la
pendiente. Vio entonces que el sol se elevaba por encima de los vapores, la niebla
o la sombra oscura (no sabía a ciencia cierta qué era aquello) que se extendía
siempre hacia el este, y que los rayos dorados bailaban los árboles y los
claros de alrededor. De pronto descubrió una fina espiral de humo gris azulado,
claramente visible a la luz del sol, que subía desde un matorral próximo.
Comprendió con un sobresalto que era el humo de la pequeña hoguera, que no
había tenido la precaución de apagar.
—¡No es posible! ¡Nunca imaginé que pudiera
hacer tanto humo!—murmuró, mientras subía de prisa. De pronto se detuvo a
escuchar, ¿Era un silbido lo que había creído oír? ¿O era el grito de algún
pájaro extraño? Si era un silbido, no venía de donde estaba Frodo. Y ahora
volvía a escucharlo, ¡esta vez en otra dirección! Sam echó a correr cuesta
arriba.
Descubrió que una rama pequeña, al quemarse
hasta el extremo, había encendido una mata de helechos junto a la hoguera, y el
helecho había contagiado el fuego a la turba que ahora ardía sin llama. Pisoteó
vivamente los rescoldos hasta apagarlos, desparramó las cenizas y echó la turba
en el agujero. Luego se deslizó hasta donde estaba Frodo.
—¿Oyó usted un silbido y algo que parecía
una respuesta?—le preguntó—. Hace unos minutos. Espero que no haya sido más que
el grito de un pájaro, pero no sonaba del todo como eso: más como si alguien
imitara el grito de un pájaro, pensé. Y me temo que mi fuego haya estado
humeando. Si por mi causa hubiera problemas, no me lo perdonaré jamás. ¡Ni
tampoco tendré la oportunidad, probablemente!
—¡Calla!—dijo Frodo en un susurro—. Me
pareció oír voces.
Los hobbits cerraron los pequeños bultos,
se los echaron al hombro prontos para una posible huida, y se hundieron en lo
más profundo de la cama de helechos. Allí se acurrucaron, aguzando el oído.
No había duda alguna respecto de las voces.
Hablaban en tono bajo y furtivo, pero no estaban lejos y se acercaban. De
pronto, una habló claramente, a pocos pasos.
—¡Aquí! ¡De aquí venía el humo! ¡No puede
estar lejos! Entre los helechos, sin duda. Lo atraparemos como a un conejo en
una trampa. Entonces sabremos qué clase de criatura es.
—¡Sí, y lo que sabe!—dijo una segunda voz.
En ese instante cuatro hombres penetraron a
grandes trancos en el helechal desde distintas direcciones. Dado que tratar de
huir y ocultarse era ya imposible, Frodo y Sam se pusieron en pie de un salto y
desenvainaron las pequeñas espadas.
Si lo que vieron los llenó de asombro,
mayor aún fue la sorpresa de los recién llegados. Cuatro hombres de elevada
estatura estaban allí. Dos de ellos empuñaban lanzas de hoja ancha y
reluciente. Los otros dos llevaban arcos grandes, casi de la altura de ellos, y
grandes carcajs repletos de flechas largas con penachos verdes. Todos ceñían
espadas y estaban vestidos, de verde y castaño de varias tonalidades, como para
poder desplazarse mejor sin ser notados en los claros de Ithilien. Guantes
verdes les cubrían las manos, y tenían los rostros encapuchados y enmascarados
de verde, con excepción de los ojos que eran vivos y brillantes. Inmediatamente
Frodo pensó en Boromir, pues esos hombres se le parecían en estatura y postura,
y también en la forma de hablar.
—No hemos encontrado lo que buscábamos—dijo
uno de ellos—. Pero ¿qué hemos encontrado?
—Orcos no son—dijo otro, soltando la
empuñadura de la espada, a la que había echado mano al ver el centelleo de Dardo
en la mano de Frodo.
—¿Elfos?—dijo un tercero, poco convencido.
—¡No! No son elfos—dijo el cuarto, el más
alto de todos y al parecer el jefe—. Los elfos no se pasean por Ithilien en
estos tiempos. Y los elfos son maravillosamente hermosos, o por lo menos eso se
dice.
—Lo que significa que nosotros no lo somos,
supongo—dijo Sam—. Muchas, muchas gracias. Y cuando hayáis terminado de
discutir acerca de nosotros, tal vez queráis decirnos quiénes sois vosotros, y por
qué no dejáis descansar a dos viajeros fatigados.
El más alto de los hombres verdes rio
sombríamente. —Yo soy Faramir, capitán de Gondor—dijo—. Mas no hay viajeros en
esta región: sólo los servidores de la Torre Oscura o de la Blanca.
—Pero nosotros no somos ni una cosa ni otra—dijo
Frodo—. Y viajeros somos, diga lo que diga el capitán Faramir.
—Entonces, decidme en seguida quiénes sois,
y qué misión os trae—dijo Faramir—. Tenemos una tarea que cumplir, y no es este
momento ni lugar para acertijos o parlamentos. ¡A ver! ¿Dónde está el tercero
de vuestra compañía?
—¿El tercero?
—Sí, el fisgón que vimos allá abajo con la
nariz metida en el agua. Tenía un aspecto muy desagradable. Una especie de orco
espía, supongo, o una criatura al servicio de ellos. Pero se nos escabulló con
una zancadilla de zorro.
—No sé dónde está—dijo Frodo—. No es más
que un compañero ocasional que encontramos en camino, y no soy responsable por
él. Si lo encontráis, perdonadle la vida. Traedlo o enviadlo a nosotros. No es
otra cosa que una miserable criatura vagabunda, pero lo tengo por un tiempo
bajo mi tutela. En cuanto a nosotros, somos hobbits de La Comarca, muy lejos al
norte y al oeste, más allá de numerosos ríos. Frodo hijo de Drogo es mi nombre,
y el que está conmigo es Samsagaz hijo de Hamfast, un honorable hobbit a mi servicio.
Hemos venido hasta aquí por largos caminos, desde Rivendel, o Imladris
como lo llaman algunos. —Faramir se sobresaltó al oír este nombre y escuchó con
creciente atención. —Teníamos siete compañeros: a uno lo perdimos en Moria, de
los otros nos separamos en Parth Galen a orillas del Rauros: dos de mi raza;
había también un enano, un elfo y dos hombres. Eran Aragorn y Boromir, que dijo
venir de Minas Tirith, una ciudad del sur.
—¡Boromir!—exclamaron los cuatro hombres a
la vez.
—¿Boromir hijo del señor Denethor?—dijo
Faramir, y una expresión extraña y severa le cambió el rostro—. ¿Vinisteis con
él? Estas sí que son nuevas, si dices la verdad. Sabed, pequeños extranjeros,
que Boromir hijo de Denethor era el Alto Guardián de la Torre Blanca, y nuestro
Capitán General; profundo dolor nos causa su ausencia. ¿Quiénes sois, pues,
vosotros y qué relación teníais con él? ¡Y daos prisa, pues el sol está en
ascenso!
—¿Conocéis las palabras del enigma que
Boromir llevó a Rivendel?—replicó Frodo.
Busca la espada quebrada
que está en Imladris.[3]
—Las palabras son conocidas por cierto—dijo
Faramir, asombrado—. Y es prueba de veracidad que tú también las conozcas.
—Aragorn, a quien he nombrado, es el
portador de la espada que estuvo rota—dijo Frodo—y nosotros somos los medianos
de que hablaba el poema.
—Eso lo veo—dijo Faramir, pensativo—. O veo
que podría ser. ¿Y qué es el Daño del Isildur?
—Está escondido—respondió Frodo—. Sin duda
aparecerá en el momento oportuno.
—Necesitamos saber más de todo esto—dijo
Faramir—y conocer los motivos de ese largo viaje a un este tan lejano, bajo las
sombras de... —señaló con la mano sin pronunciar el nombre—. Mas no en este momento.
Tenemos un trabajo entre manos. Estáis en peligro, y no habríais llegado muy
lejos en este día, ni a través de los campos ni por el sendero. Habrá golpes
duros en las cercanías antes de que concluya el día. Y luego la muerte, o una
veloz huida de regreso al Anduin. Dejaré aquí dos hombres para que os
custodien, por vuestro bien y por el mío. Un hombre sabio no se fía de un
encuentro casual en estas tierras. Si regreso, hablaré más largamente con
vosotros.
—¡Adiós!—dijo Frodo, con una profunda
reverencia—. Piensa lo que quieras, pero soy un amigo de todos los enemigos del
Enemigo Único. Os acompañaríamos, si nosotros los medianos pudiéramos ayudar a
los hombres que parecen tan fuertes y valerosos, y si la misión que aquí me
trae me lo permitiese. ¡Que la luz brille en vuestras espadas!
—Los medianos son, en todo caso, gente muy
cortés—dijo Faramir—. ¡Hasta la vista!
Los hobbits volvieron a sentarse, pero nada
se contaron de los pensamientos y dudas que tenían entonces. Muy cerca, justo a
la sombra moteada de los laureles oscuros, dos hombres montaban guardia. De vez
en cuando se quitaban las máscaras para refrescarse, a medida que aumentaba el
calor del día, y Frodo vio que eran hombres hermosos, de tez pálida, cabellos
oscuros, ojos grises y rostros tristes y orgullosos. Hablaban entre ellos en
voz baja, empleando al principio la lengua común, pero a la manera de antaño,
para expresarse luego en otro idioma que les era propio. Con profunda extrañeza
Frodo advirtió, al escucharlos, que hablaban la lengua élfica, o una muy
similar; y los miró maravillado, pues entonces supo que eran sin duda dúnedain
del sur, del linaje de los señores de Oesternesse.
Al cabo de un rato les habló; pero las
respuestas de ellos fueron lentas y prudentes. Se dieron a conocer como Mablung
y Damrod, soldados de Gondor, y eran montaraces de Ithilien; pues descendían de
gentes que habitaran antaño en Ithilien, antes de la invasión. Entre estos
hombres el señor Denethor escogía sus incursores, que cruzaban secretamente el
Anduin (cómo y por dónde no lo dijeron) para hostigar a los orcos y a otros
enemigos que merodeaban entre los Ephel Dúath y el río.
—Hay casi diez leguas [48 kilómetros] desde aquí a la costa
oriental del Anduin—dijo Mablung—y rara vez llegamos tan lejos en nuestras
expediciones: hemos venido a tender una emboscada a los hombres de Harad.
¡Malditos sean!
—Sí, ¡malditos sureños!—dijo Damrod—. Se
dice que antiguamente hubo tratos entre Gondor y los reinos de Harad en el lejano
sur; pero nunca una amistad. En aquellos días nuestras fronteras estaban al sur
más allá de las bocas de Anduin, y Umbar, el más cercano de los reinos de
Harad, reconocía nuestro imperio.[4] Pero eso
ocurrió tiempo atrás. Muchas vidas de hombres se han sucedido desde que dejamos
de visitarnos. Y ahora, recientemente, hemos sabido que el Enemigo ha estado
entre ellos y que se han sometido o han vuelto a Él (siempre estuvieron prontos
a obedecer), como lo hicieron tantos otros en el este. No hay duda de que los
días de Gondor están contados, y que los muros de Minas Tirith están
condenados, tal es la fuerza y la malicia que hay en Él.
—Sin embargo nosotros no vamos a quedarnos
ociosos y permitirle que haga lo que quiera—dijo Mablung—. Esos malditos sureños
vienen ahora por los caminos antiguos a engrosar los ejércitos de la Torre
Oscura. Sí, por los mismos caminos que creó el arte de Gondor. Y avanzan cada
vez más despreocupados, hemos sabido, seguros de que el poder del nuevo amo es
suficientemente grande, y que la simple sombra de esas colinas habrá de
protegerlos. Nosotros venimos a enseñarles otra lección. Nos hemos enterado
hace algunos días de que una hueste numerosa se encaminaba al norte. Según
nuestras estimaciones, uno de los regimientos aparecerá aquí poco antes del
mediodía, en el camino de allá arriba que pasa por la garganta. ¡Puede que el
camino la pase, pero ellos no pasarán! No mientras Faramir sea quien conduzca
todas las empresas peligrosas. Pero un sortilegio le protege la vida, o tal vez
el destino se la reserva para algún otro fin.
La conversación se extinguió en un silencio
expectante. Todo parecía inmóvil, atento. Sam, acurrucado en el borde del
helechal, espió asomando la cabeza. Los ojos penetrantes del hobbit vieron más
hombres en las cercanías. Los veía subir furtivamente por las cuestas, de a uno
o en largas columnas, manteniéndose siempre a la sombra de la espesura de los
bosquecillos, o arrastrándose, apenas visibles en las ropas pardas y verdes, a
través de la hierba y los matorrales. Todos estaban encapuchados y
enmascarados, y llevaban las manos enguantadas, e iban armados como Faramir y
sus compañeros. Pronto todos pasaron y desaparecieron. El sol subía por el sur.
Las sombras se encogían.
«Me gustaría saber dónde anda ese
malandrín de Gollum», pensó Sam, mientras regresaba gateando a una sombra
más profunda. «Corre el riesgo de que lo ensarten, confundiéndolo con un
orco, o de que lo ase la Cara Amarilla. Pero imagino que sabrá cuidarse.»
Se echó al lado de Frodo y se quedó dormido.
Despertó, creyendo haber oído voces de
cuernos. Se puso de pie. Era mediodía. Los guardias seguían alertas y tensos a
la sombra de los árboles. De pronto los cuernos sonaron otra vez, más
poderosos, y sin ninguna duda allá arriba, por encima de la cresta de la loma.
Sam creyó oír gritos y también clamores salvajes, pero apagados, como si
vinieran de una caverna lejana. Luego, casi en seguida, un fragor de combate
estalló muy cerca, justo encima del escondite de los hobbits. Oían claramente
el tintineo del acero contra el acero, el choque metálico de las espadas sobre
los yelmos de hierro, el golpe seco de las hojas sobre los escudos: los hombres
bramaban y aullaban, y una voz clara y fuerte gritaba: ¡Gondor! ¡Gondor!
—Suena como si un centenar de herreros
golpearan juntos los yunques—le dijo Sam a Frodo—. ¡No me gustaría tenerlos
cerca!
Pero el estrépito se acercaba. —¡Aquí
vienen!—gritó Damrod—. ¡Mirad! Algunos de los sureños han conseguido escapar de
la emboscada y ahora huyen del camino. ¡Allá van! Nuestros hombres los
persiguen, con el capitán Faramir a la cabeza.
Sam, dominado por la curiosidad, salió del
escondite y se unió a los guardias. Subió gateando un trecho y se ocultó en la
fronda espesa de un laurel. Por un momento alcanzó a ver unos hombres endrinos
vestidos de rojo que corrían cuesta abajo a cierta distancia, perseguidos por
guerreros de ropaje verde que saltaban tras ellos y los abatían en plena huida.
Una espesa lluvia de flechas surcaba el aire. De pronto, un hombre se precipitó
justo por encima del borde de la loma que les servía de reparo, y se hundió a
través del frágil ramaje de los arbustos, casi sobre ellos. Cayó de bruces en
el helechal, a pocos pies de distancia; unos penachos verdes le sobresalían del
cuello por debajo de la gola de oro. Tenía la túnica escarlata hecha jirones,
la loriga de bronce rajada y deformada, las trenzas negras recamadas de oro
empapadas de sangre. La mano morena aprisionaba aún la empuñadura de una espada
rota.
Era la primera vez que Sam veía una batalla
de hombres contra hombres y no le gustó nada. Se alegró de no verle la cara al
muerto. Se preguntó cómo se llamaría el hombre y de dónde vendría; y si sería
realmente malo de corazón, o qué mentiras amenazas lo habrían arrastrado a esta
larga marcha tan lejos de su tierra, y si no hubiera preferido en verdad
quedarse allí en paz... Todos esos pensamientos le cruzaron por la mente y
desaparecieron en menos de lo que dura un relámpago. Pues en el preciso momento
en que Mablung se adelantaba hacia el cuerpo, estalló una nueva algarabía.
Fuertes gritos y alaridos. En medio del estrépito Sam oyó un mugido o una
trompeta estridente. Y luego unos golpes y rebotes sordos, como si unos grandes
arietes batieran la tierra.
—¡Cuidado! ¡Cuidado!—gritó Damrod a su
compañero—¡Ojalá los valar lo desvíen! ¡Mûmak! ¡Mûmak!
Asombrado y aterrorizado, pero con una
felicidad que nunca olvidaría, Sam vio una mole enorme que irrumpía por entre
los árboles y se precipitaba como una tromba pendiente abajo. Grande como una
casa, mucho más grande que una casa le pareció, una montaña gris en movimiento.
El miedo y el asombro quizá le agrandaban a los ojos del hobbit, pero el mûmak
de Harad era en verdad una bestia de vastas proporciones, y ninguna que se le
parezca se pasea en estos tiempos por la Tierra Media; y los congéneres que
viven hoy no son más que una sombra de aquella corpulencia y aquella majestad.
Y venía, corría en línea recta hacia los aterrorizados espectadores, y de
pronto, justo a tiempo, se desvió, y pasó a pocos metros, estremeciendo la
tierra: las patas grandes como árboles, las orejas enormes tendidas como velas,
la larga trompa erguida como una serpiente lista para atacar, furibundos los
ojillos rojos. Los colmillos retorcidos como cuernos estaban envueltos en
bandas de oro y goteaban sangre. Los arreos de púrpura y oro le flotaban
alrededor del cuerpo en desordenados andrajos. Sobre la grupa bamboleante
llevaba las ruinas de lo que parecía ser una verdadera torre de guerra,
destrozada en furiosa carrera a través de los bosques; y en lo alto, aferrado aun
desesperadamente al pescuezo de la bestia, una figura diminuta, el cuerpo de un
poderoso guerrero, un gigante entre los endrinos.
Ciega de cólera, la gran bestia se
precipitó con un ruido de trueno a través del agua y la espesura. Las flechas
rebotaban y se quebraban contra el cuero triple de los flancos. Los hombres de
ambos bandos huían despavoridos, pero la bestia alcanzaba a muchos y los
aplastaba contra el suelo. Pronto se perdió de vista, siempre trompeteando y
pisoteando con fuerza en la lejanía. Qué fue de ella, Sam jamás lo supo: si
había escapado para vagabundear durante un tiempo por las regiones salvajes,
hasta perecer lejos de su tierra, o atrapada en algún pozo profundo; o si había
continuado aquella carrera desenfrenada hasta zambullirse al fin en el río
Grande y desaparecer debajo del agua.
Sam respiró profundamente. —¡Era un
olifante!—dijo—. ¡De modo que los olifantes existen y yo he visto uno! ¡Qué
vida! Pero nadie en la Tierra Media me lo creerá jamás. Bueno, si esto ha
terminado, me echaré un sueño.
—Duerme mientras puedas—le dijo Mablung—.
Pero el capitán volverá, si no está herido; y partiremos en cuanto llegue.
Pronto nos perseguirán, no bien las nuevas del combate lleguen a oídos del
enemigo, y eso no tardará.
—¡Partid en silencio cuando sea la hora!—dijo
Sam—. No es necesario que perturbéis mi sueño. He caminado la noche entera.
Mablung se echó a reír. —No creo que el capitán
te abandone aquí, maese Samsagaz—dijo—. Pero ya lo verás tú mismo.
XLI.UNA VENTANA AL OESTE
LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO V
Sam tenía la impresión de haber dormido
sólo unos pocos minutos, cuando descubrió al despertar que ya caía la tarde y
que Faramir había regresado. Había traído consigo un gran número de hombres; en
realidad todos los sobrevivientes de la incursión estaban ahora reunidos en la
pendiente vecina, es decir unos doscientos o trescientos hombres. Se habían
dispuesto en un vasto semicírculo, entre cuyas ramas se encontraba Faramir,
sentado en el suelo, mientras que Frodo estaba de pie delante de él. La escena
se parecía extrañamente al juicio de un prisionero.
Sam se deslizó fuera del helechal, pero
nadie le prestó atención, y se instaló en el extremo de las hileras de hombres,
desde donde podía ver y oír todo cuanto ocurría. Observaba y escuchaba con
atención, pronto a correr en auxilio de su amo en caso necesario. Veía el
rostro de Faramir, ahora desenmascarado: era severo e imperioso; y detrás de
aquella mirada escrutadora brillaba una viva inteligencia. Había duda en los
ojos grises, clavados en Frodo.
Sam no tardó en comprender que las explicaciones
de Frodo no eran satisfactorias para el capitán en varios puntos: qué papel
desempeñaba el hobbit en la Compañía que partiera de Rivendel; por qué se había
separado de Boromir; y a dónde iba ahora. En particular, volvía a menudo al
Daño de Isildur. Veía a las claras que Frodo le ocultaba algo de suma
importancia.
—Pero era a la llegada del mediano cuando
tenía que despertar el Daño de Isildur, o así al menos se interpretan las palabras—insistía—.
Si tú eres ese mediano del poema, sin duda habrás llevado esa cosa, lo que sea,
al Concilio de que hablas, y allí lo vio Boromir. ¿Lo niegas todavía?
Frodo no respondió. —¡Bien!—dijo Faramir—.
Deseo entonces que me hables más de todo eso; pues lo que concierne a Boromir
me concierne a mí. Fue la flecha de un orco la que mató a Isildur, según las
antiguas leyendas. Pero flechas de orcos hay muchas, y ver una flecha no le
parecería una señal del Destino a Boromir de Gondor. ¿Tenías tú ese objeto en
custodia? Está escondido, dices; ¿no será porque tú mismo has elegido
esconderlo?
—No, no porque yo lo haya elegido—respondió
Frodo—. No me pertenece. No pertenece a ningún mortal, grande o pequeño; aunque
si alguien puede reclamarlo, ese es Aragorn hijo de Arathorn, a quien ya
nombré, y que guio nuestra compañía desde Moria hasta el Rauros.
—¿Por qué él, y no Boromir, príncipe de la ciudad
que fundaron los hijos de Elendil?
—Porque Aragorn desciende en línea paterna
directa del propio Isildur hijo de Elendil. Y la espada que lleva es la espada
de Elendil.
Un murmullo de asombro recorrió el círculo
de hombres. Algunos gritaron en voz alta: —¡La espada de Elendil! ¡La espada de
Elendil viene a Minas Tirith!—Pero el semblante de Faramir permaneció
impasible.
—Puede ser—dijo—. Pero un reclamo tan
grande necesita algún fundamento, y se le exigirán pruebas claras, si ese
Aragorn viene alguna vez a Minas Tirith. No había llegado, ni él ni ninguno de
vuestra Compañía, cuando partí de allí seis días atrás.
—Boromir aceptaba la legitimidad de ese
reclamo—dijo Frodo—. En verdad, si Boromir estuviese aquí, él podría responder
a tus preguntas. Y puesto que estaba ya en Rauros muchos días atrás, y tenía la
intención de ir directamente a Minas Tirith, si vuelves pronto tendrás allí las
respuestas. Mi papel en la Compañía le era conocido, como a todos los demás,
pues me fue encomendado por Elrond de Imladris en presencia de todos los
miembros del Concilio. En cumplimiento de esa misión he venido a estas tierras,
pero no me es dado revelarla a nadie ajeno a la Compañía. No obstante, quienes
pretenden combatir al enemigo harían bien en no entorpecerla.
El tono de Frodo era orgulloso, cualquiera
que fuesen sus sentimientos, y Sam lo aprobó; pero no apaciguó a Faramir.
—¡Ah, sí!—dijo—. Me conminas a ocuparme de
mis propios asuntos, y volver a casa, y dejarte en paz. Boromir lo dirá todo
cuando vuelva. ¡Cuando vuelva, dices! ¿Eras tú un amigo de Boromir?
El recuerdo de la agresión de Boromir
volvió vívidamente a la mente de Frodo, y vaciló un instante. La mirada alerta
de Faramir se endureció. —Boromir fue un valiente miembro de nuestra Compañía—dijo
al cabo—. Sí, yo por mi parte era amigo de Boromir.
Faramir sonrió con ironía. —¿Te
entristecería entonces enterarte de que Boromir ha muerto?
—Me entristecería, por cierto—dijo Frodo.
Luego, reparando en la expresión de los ojos de Faramir, se turbó—. ¿Muerto?—dijo—.
¿Quieres decirme que lo está y que tú lo sabías? ¿Has pretendido enredarme en
mis propias palabras, jugar conmigo? ¿O es que me mientes para tenderme una
trampa?
—No le mentiría ni siquiera a un orco.
—¿Cómo murió, entonces, y cómo sabes tú que
murió? Puesto que dices que ninguno de la Compañía había llegado a la ciudad
cuando partiste.
—En cuanto a las circunstancias de su
muerte, esperaba que su amigo y compañero me las revelase.
—Pero estaba vivo y fuerte cuando nos
separamos. Y por lo que yo sé vive aún. Aunque hay ciertamente muchos peligros
en el mundo.
—Muchos en verdad—dijo Faramir—, y la
traición no es el menor.
La impaciencia y la cólera de Sam habían
ido en aumento mientras escuchaba esta conversación. Las últimas palabras no
las pudo soportar, y saltando al centro del círculo fue a colocarse al lado de
su amo.
—Con perdón, señor Frodo—dijo—, pero esto
ya se ha prolongado demasiado. Él no tiene ningún derecho a hablarle en ese
tono. Después de todo lo que usted ha soportado, tanto por el bien de él como
el de estos hombres grandes, y por el de todos.
»¡Oiga usted, capitán!—Sam se plantó
tranquilamente delante de Faramir, las manos en las caderas, y una expresión
ceñuda, como si estuviese increpando a un joven hobbit que interrogado acerca
de sus visitas a la huerta, se hubiese pasado de "fresco",
como el mismo Sam decía. Hubo algunos murmullos, pero también algunas sonrisas
en los rostros de los hombres que observaban. La escena del capitán sentado en
el suelo, enfrentado por un joven hobbit, de pie frente a él, abierto de
piernas y erizado de cólera, era inusitada para ellos. —¡Oiga usted!—dijo—. ¿A
dónde quiere llegar? ¡Vayamos al grano antes que todos los orcos de Mordor nos
caigan encima! Si piensa que mi señor asesinó a ese Boromir y luego huyó, no
tiene ni un ápice de sentido común; pero dígalo. ¡Y acabe de una vez! Y luego
díganos qué se propone. Pero es una lástima que gente que habla de combatir al
enemigo no pueda dejar que cada uno haga lo suyo. Él se sentiría profundamente
complacido si lo viera a usted en este momento. Creería haber conquistado un
nuevo amigo, eso creería.
—¡Paciencia!—dijo Faramir, pero sin cólera—.
No hables así delante de tu amo, que es más inteligente que tú. Y no necesito
que nadie me enseñe el peligro que nos amenaza. Aun así, me concedo un breve momento
para poder juzgar con equidad en un asunto difícil. Si fuera tan irreflexivo
como tú, ya os hubiera matado. Pues tengo la misión de dar muerte a todos los
que encuentre en estas tierras sin autorización del señor de Gondor. Pero yo no
mato sin necesidad ni a hombre ni a bestia, y cuando es necesario no lo hago
con alegría. Tampoco hablo en vano. Tranquilízate, pues. ¡Siéntate junto a tu
señor, y guarda silencio!
Sam se sentó pesadamente, el rostro
acalorado. Faramir se volvió otra vez a Frodo. —Me preguntaste cómo sabía yo
que el hijo de Denethor ha muerto. Las noticias de muerte tienen muchas alas. A
menudo la noche trae las nuevas a los parientes cercanos, dicen. Boromir era mi
hermano. —Una sombra de tristeza le pasó por el rostro. —¿Recuerdas algo
particularmente notable que el señor Boromir llevaba entre sus avíos?
Frodo reflexionó un momento, temiendo
alguna nueva trampa y preguntándose cómo acabaría la discusión. A duras penas
había salvado el Anillo de la orgullosa codicia de Boromir, y no sabía cómo se
daría maña esta vez, entre tantos hombres aguerridos y fuertes. Sin embargo
tenía en el fondo la impresión de que Faramir, aunque muy semejante a su
hermano en apariencia, era menos orgulloso, y a la vez más austero y más sabio.
—Recuerdo que Boromir llevaba un cuerno—dijo por último.
—Recuerdas bien, y como alguien que en
verdad lo ha visto—dijo Faramir—. Tal vez puedas verlo entonces con el
pensamiento: un gran cuerno de asta, de buey salvaje del este, guarnecido de
plata y adornado con caracteres antiguos. Ese cuerno, el primogénito de nuestra
casa lo ha llevado durante muchas generaciones; y se dice que si se lo hace
sonar en un momento de necesidad dentro de los confines de Gondor, tal como era
el reino en otros tiempos, la llamada no será desoída.
»Cinco días antes de mi partida para esta
arriesgada empresa, hace once días, y casi a esta misma hora, oí la llamada del
cuerno; parecía venir del norte, pero apagada, como si fuese sólo un eco en la
mente. Un presagio funesto, pensamos que era, mi padre y yo, pues no habíamos
tenido ninguna noticia de Boromir desde su partida, y ningún vigía de nuestras
fronteras lo había visto pasar. Y tres noches después me aconteció otra cosa,
más extraña aún.
»Era la noche y yo estaba sentado junto al
Anduin, en la penumbra gris bajo la luna pálida y joven, contemplando la
corriente incesante; y las cañas tristes susurraban en la orilla. Es así como
siempre vigilamos las costas en las cercanías de Osgiliath, ahora en parte en
manos del enemigo, y donde se esconden antes de saquear nuestro territorio.
Pero era medianoche y todo el mundo dormía. Entonces vi, o me pareció ver, una
barca que flotaba sobre el agua, gris y centelleante, una barca pequeña y rara
de proa alta, y no había nadie en ella que la remase o la guiase.
»Un temor misterioso me sobrecogió; una luz
pálida envolvía la barca. Pero me levanté, y fui hasta la orilla, y entré en el
río, pues algo me atraía hacia ella. Entonces la embarcación viró hacia mí, y
flotó lentamente al alcance de mi mano. Yo me atreví a tocarla. Se hundía en el
río, como si llevase una carga pesada, y me pareció, cuando pasó bajo mis ojos,
que estaba casi llena de un agua transparente, y que de ella emanaba aquella
luz, y que sumergido en el agua dormía un guerrero.
»Tenía sobre la rodilla una espada rota. Y
vi en su cuerpo muchas heridas. Era Boromir, mi hermano, muerto. Reconocí los
atavíos, la espada, el rostro tan amado. Una única cosa eché de menos: el
cuerno. Y vi una sola que no conocía: un hermoso cinturón de hojas de oro
engarzadas le ceñía el talle. ¡Boromir!, grité. ¿Dónde está tu
cuerno? ¿A dónde vas? ¡Oh Boromir! Pero ya no estaba. La embarcación volvió
al centro del río y se perdió centelleando en la noche. Fue como un sueño, pero
no era un sueño, pues no hubo un despertar. Y no dudo que ha muerto y que ha
pasado por el río rumbo al mar.
—¡Ay!—dijo Frodo—. Era en verdad Boromir
tal como yo lo conocí. Pues el cinturón de oro se lo regaló en Lothlórien la dama
Galadriel. Ella fue quien nos vistió como nos ves, de gris élfico. Este broche
es obra de los mismos artífices. —Tocó la hoja verde y plata que le cerraba el
cuello del manto.
Faramir la examinó de cerca. —Es muy
hermoso—dijo—. Sí, es obra de los mismos artífices. ¿Habéis pasado entonces por
el país de Lórien? Laurelindórenan era el nombre que le daban antaño,
pero hace mucho tiempo que ha dejado de ser conocido por los hombres—agregó con
dulzura, mirando a Frodo con renovado asombro—. Mucho de lo que en ti me
parecía extraño, empiezo ahora a comprenderlo. ¿No querrás decirme más? Pues es
amargo el pensamiento de que Boromir haya muerto a la vista del país natal.
—No puedo decir más de lo que he dicho—respondió
Frodo—. Aunque tu relato me trae presentimientos sombríos. Una visión fue lo
que tuviste, creo yo, y no otra cosa; la sombra de un infortunio pasado o por
venir. A menos que sea en realidad una superchería del enemigo. Yo he visto
dormidos bajo las aguas de las ciénagas de los Muertos los rostros de hermosos
guerreros de antaño, o así parecía por algún artificio siniestro.
—No, no era eso—dijo Faramir—. Pues tales
sortilegios repugnan al corazón; pero en el mío sólo había compasión y
tristeza.
—Pero ¿cómo es posible que tal cosa haya
ocurrido realmente?—preguntó Frodo—. ¿Quién hubiera podido llevar una barca
sobre las colinas pedregosas desde Tol Brandir? Boromir pensaba regresar a su
tierra a través del Entaguas y los campos de Rohan. Y además ¿qué embarcación
podría navegar por la espuma de las grandes cascadas y no hundirse en las
charcas burbujeantes, y cargada de agua por añadidura?
—No lo sé—dijo Faramir—. Pero ¿de dónde
venía la barca?
—De Lórien—dijo Frodo—. En tres
embarcaciones semejantes a aquélla bajamos por el Anduin a los Saltos. También
las barcas eran obra de los elfos.
—Habéis pasado por la Tierra Oculta—dijo
Faramir—pero no habéis entendido, parece. Si los hombres tienen tratos con la dueña
de la magia que habita en el bosque de Oro, cosas extrañas habrán por cierto de
acontecerles. Pues es peligroso para un mortal salir del mundo de ese sol, y
pocos de los que allí fueron en días lejanos volvieron como eran.
»¡Boromir, oh Boromir!—exclamó—. ¿Qué te
dijo la dama que no muere? ¿Qué vio? ¿Qué despertó en tu corazón en aquel
momento? ¿Por qué fuiste a Laurelindórenan, por qué no regresaste montado de
mañana en los caballos de Rohan?
Luego, volviéndose a Frodo, habló una vez
más en voz baja. —A estas preguntas creo que tú podrías dar alguna respuesta,
Frodo, hijo de Drogo. Pero no aquí ni ahora, quizá. Mas para que no sigas
pensando que mi relato fue una visión, te diré esto: el cuerno de Boromir al
menos ha vuelto realmente, y no en apariencia. El cuerno regresó, pero partido
en dos, como bajo el golpe de un hacha o de una espada. Los pedazos llegaron a
la orilla separadamente: uno fue hallado en los cañaverales donde los vigías de
Gondor montan guardia, hacia el norte, bajo las cascadas del Entaguas; el otro
lo encontró girando en la corriente un hombre que cumplía una misión en las
aguas del río. Extrañas coincidencias, pero tarde o temprano el crimen siempre
sale a la luz, se dice.
»Y el cuerno del primogénito yace ahora,
partido en dos, sobre las rodillas de Denethor, que en el alto sitial aún
espera noticias. ¿Y tú nada puedes decirme de cómo quebraron el cuerno?
—No, yo nada sabía—dijo Frodo—, pero el día
que lo oíste sonar, si tu cuenta es exacta, fue el de nuestra partida, el mismo
en que mi sirviente y yo nos separamos de los otros. Y ahora tu relato me llena
de temores. Pues si Boromir estaba entonces en peligro y fue muerto, puedo
temer que mis otros compañeros también hayan perecido. Y ellos eran mis amigos
y mis parientes.
»¿No querrás desechar las dudas que abrigas
sobre mí y dejarme partir? Estoy fatigado, cargado de penas, y tengo miedo de
no llevar a cabo la empresa o intentarla al menos, antes que me maten a mí
también. Y más necesaria es la prisa si nosotros, dos medianos, somos todo lo
que queda de la comunidad.
»Vuelve a tu tierra, Faramir, valiente capitán
de Gondor, y defiende tu ciudad mientras puedas, y déjame partir hacia donde me
lleve mi destino.
—No hay consuelo posible para mí en esta
conversación—dijo Faramir—; pero a ti te despierta sin duda demasiados temores.
A menos que hayan llegado a él los de Lórien, ¿quién habrá ataviado a Boromir
para los funerales? No los orcos ni los servidores del Sin Nombre. Algunos
miembros de vuestra Compañía han de vivir aún, presumo.
»Mas, sea lo que fuere lo que haya sucedido
en la frontera del norte, de ti, Frodo, no dudo más. Si días crueles me han
inclinado a erigirme de algún modo en juez de las palabras y los rostros de los
hombres, puedo ahora aventurar una opinión sobre los medianos. Sin embargo—y
sonrió al decir esto—, noto algo extraño en ti, Frodo, un aire élfico, tal vez.
Pero en las palabras que hemos cambiado hay mucho más de lo que yo pensé al
principio. He de llevarte ahora a Minas Tirith para que respondas a Denethor, y
en justicia pagaré con mi vida si la elección que ahora hiciera fuese nefasta
para mi ciudad. No decidiré pues precipitadamente lo que he de hacer. Sin
embargo, saldremos de aquí sin más demora.
Se levantó con presteza e impartió algunas
órdenes. Al instante los hombres que estaban reunidos alrededor de él se
dividieron en pequeños grupos, y partieron con distintos rumbos, y no tardaron
en desaparecer entre las sombras de las rocas y los árboles. Pronto sólo
quedaron allí Mablung y Damrod.
—Ahora vosotros, Frodo y Samsagaz, vendréis
conmigo y con mis guardias—dijo Faramir—. No podéis continuar vuestro camino
rumbo al sur, si tal era vuestra intención. Será peligroso durante algunos
días, y lo vigilarán más estrechamente después de esta refriega. De todos
modos, tampoco podríais llegar muy lejos hoy, me parece, puesto que estáis
fatigados. También nosotros. Ahora iremos a un lugar secreto, a menos de diez
millas [16 kilómetros] de aquí. Los orcos y
los espías del enemigo no lo han descubierto todavía, y si así no fuera,
igualmente podríamos resistir largo tiempo, aún contra muchos. Allí podremos
estar y descansar un rato, y vosotros también. Mañana por la mañana decidiré
qué es lo mejor que puedo hacer, tanto por mí como por vosotros.
No le quedaba a Frodo otra alternativa que
la de resignarse a este pedido, o esta orden. Parecía ser en todo caso una
medida prudente por el momento, ya que después de esta correría de los hombres
de Gondor, un viaje a Ithilien era más peligroso que nunca.
Se pusieron en marcha inmediatamente:
Mablung y Damrod un poco más adelante, y Faramir con Frodo y Sam detrás.
Bordeando la orilla opuesta de la laguna en que se habían lavado los hobbits,
cruzaron el río, escalaron una larga barranca, y se internaron en los bosques
de sombra verde que descendían hacia el oeste.
Mientras caminaban, tan rápidamente como
podían ir los hobbits, hablaban entre ellos en voz baja.
—Si interrumpí nuestra conversación—dijo
Faramir—no fue sólo porque el tiempo apremiaba, como me recordó maese Samsagaz,
sino también porque tocábamos asuntos que era mejor no discutir abiertamente
delante de muchos hombres. Por esa razón preferí volver al tema de mi hermano y
dejar para otro momento el Daño de Isildur. No has sido del todo franco
conmigo, Frodo.
—No te dije ninguna mentira, y de la
verdad, te he dicho cuanto podía decirte—replicó Frodo.
—No te estoy acusando—dijo Faramir—.
Hablaste con habilidad, en una contingencia difícil, y con sabiduría, me
pareció. Pero supe por ti, o adiviné, más de lo que decían tus palabras. No
estabas en buenos términos con Boromir, o no os separasteis como amigos. Tú y
también maese Samsagaz, guardáis, lo adivino, algún resentimiento. Yo lo amaba,
sí, entrañablemente, y vengaría su muerte con alegría, pero lo conocía bien. El
Daño de Isildur... me aventuro a decir que el Daño de Isildur se interpuso
entre vosotros y fue motivo de discordias. Parece ser, a todas luces, un legado
de importancia extraordinaria, y esas cosas no ayudan a la paz entre los
confederados, si hemos de dar crédito a lo que cuentan las leyendas. ¿No me
estoy acercando al blanco?
—Cerca estás—dijo Frodo—, mas no en el
blanco mismo. No hubo discordias en nuestra Compañía, aunque sí dudas; dudas
acerca de qué rumbo habríamos de tomar luego de Emyn Muil. Sea como fuere, las
antiguas leyendas también advierten sobre el peligro de las palabras
temerarias, cuando se trata de cuestiones tales como... herencias.
—Ah, entonces era lo que yo pensaba: tu
desavenencia fue sólo con Boromir. Él deseaba que el objeto fuese llevado a
Minas Tirith. ¡Ay! Un destino injusto que sella los labios de quien lo viera
por última vez me impide enterarme de lo que tanto quisiera saber: lo que
guardaba en el corazón y el pensamiento en sus últimas horas. Que haya o no
cometido un error, de algo estoy seguro: murió con ventura, cumpliendo una
noble misión. Tenía el rostro más hermoso aún que en vida.
»Pero Frodo, te acosé con dureza al
principio a propósito del Daño de Isildur. Perdóname. ¡No era prudente en aquel
lugar y en tales circunstancias! No había tenido tiempo para reflexionar.
Acabábamos de librar un violento combate, y tenía la mente ocupada con
demasiadas cosas. Pero en el momento mismo en que hablaba contigo, me iba
acercando al blanco, y deliberadamente dispersaba mis flechas. Pues has de
saber que entre los gobernantes de esa ciudad se conserva aún buena parte de la
antigua sabiduría, que no se ha difundido más allá de las fronteras. Nosotros,
los de mi casa, no pertenecemos a la dinastía de Elendil, aunque la sangre de
Númenor corre por nuestras venas. Mi dinastía se remonta hasta Mardil, el buen
senescal, que gobernó en el lugar del rey, cuando éste partió para la guerra.
Era el rey Eärnur, último de la dinastía de Anárion, pues no tenía hijos, y
nunca regresó. Desde ese día el senescal reinó en la ciudad, aunque hace de
esto muchas generaciones de hombres.[5]
»Y una cosa recuerdo de Boromir cuando era
niño, y juntos aprendíamos las leyendas de nuestros antepasados y la historia
de la ciudad: siempre le disgustaba que su padre no fuera rey. "¿Cuántos
centenares de años han de pasar para que un senescal se convierta en rey, si el
rey no regresa?", preguntaba. "Pocos años, tal vez, en casas
de menor realeza", le respondía mi padre. "En Gondor no
bastarían diez mil años." ¡Ay! pobre Boromir. ¿Esto no te dice algo de
él?
—Sí –dijo Frodo—. Sin embargo, siempre
trató a Aragorn con honor.
—No lo dudo—dijo Faramir—. Si estaba
convencido, como dices, de que las pretensiones de Aragorn eran legítimas, ha
de haberlo reverenciado. Pero no había llegado aún el momento decisivo: no
habían ido aún a Minas Tirith, ni se habían convertido aún en rivales en las
guerras de la ciudad.
»Pero
me estoy alejando del tema. Nosotros, los de la casa de Denethor, tenemos por
tradición un conocimiento profundo de la antigua sabiduría; y en nuestros
cofres conservamos además muchos tesoros: libros y tabletas escritos en
caracteres diversos sobre pergamino, sí, y sobre piedra y sobre láminas de
plata y de oro. Hay algunos que nadie puede leer; en cuanto a los demás, pocos
son los que logran alguna vez entenderlos. Yo los sé descifrar, un poco, pues
he sido iniciado. Por estos archivos vino a nosotros el Peregrino Gris. Yo lo
vi por primera vez cuando era niño y ha vuelto dos o tres veces desde entonces.
—¡El Peregrino
Gris!—exclamó Frodo—. ¿Tenía un nombre?
—Mithrandir lo llamaban a la manera
élfica—dijo Faramir—, y él estaba satisfecho. Muchos son mis nombres en
numerosos países, decía. Mithrandir entre los ellos, Tharkûn para los enanos;
Olórin era en mi juventud en el oeste que nadie recuerda, Incánus en el sur,
Gandalf en el norte; al este nunca voy.
—¡Gandalf!—dijo Frodo—. Me imaginé que era
Gandalf el Gris, el más amado de nuestros consejeros. Guía de nuestra Compañía.
Lo perdimos en Moria.
—¡Mithrandir perdido!—dijo Faramir—. Se
diría que un destino funesto se ha encarnizado con vuestra comunidad. Es en
verdad difícil de creer que alguien de tan alta sabiduría y tanto poder, pues
muchos prodigios obró entre nosotros, pudiera perecer de pronto, que tanto
saber fuera arrebatado al mundo, ¿Estás seguro? ¿No habrá partido simplemente
en uno de sus misteriosos viajes?
—¡Ay! sí—dijo Frodo—. Yo lo vi caer en el
abismo.
—Veo que detrás de todo esto se oculta una
historia larga y terrible—dijo Faramir—que tal vez podrás contarme en la
velada. Este Mithrandir era, ahora lo adivino, más que un maestro de sabiduría:
un verdadero artífice de las cosas que se hacen en nuestro tiempo. De haber
estado entre nosotros para discutir las duras palabras de nuestro sueño, él nos
las hubiera esclarecido en seguida, sin necesidad de ningún mensajero. Pero
quizá no habría querido hacerlo, y el viaje de Boromir era inevitable.
Mithrandir nunca nos hablaba de lo que iba a acontecer, o de sus propósitos.
Obtuvo autorización de Denethor, ignoro por qué medios, para examinar los
secretos de nuestro tesoro, y yo aprendí un poco de él, cuando quería
enseñarme, cosa poco frecuente. Buscaba siempre y quería saberlo todo de la
Gran Batalla que se libró sobre el Dagorlad en los primeros tiempos de Gondor,
cuando aquel a quien no nombramos fue derrotado. Y pedía que le contáramos
historias de Isildur, aunque poco podíamos decirle; pues acerca del fin de
Isildur nada seguro se supo jamás entre nosotros.
Ahora la voz de Faramir se había convertido
en un susurro. —Pero una cosa supe al menos, o adiviné, que siempre he guardado
en secreto en mi corazón: que Isildur tomó algo de la mano del Sin Nombre,
antes de partir de Gondor, cuando fue visto por última vez entre hombres
mortales. Aquí estaba, pensaba yo, la respuesta a las preguntas de Mithrandir.
Pero parecía en ese entonces que estos asuntos concernían sólo a los estudiosos
de la antigua sabiduría. Ni cuando discutíamos entre nosotros las enigmáticas
palabras del sueño, pensé que el Daño de Isildur pudiera ser la misma cosa.
Pues Isildur cayó en una emboscada y fue muerto por flechas de orcos, de
acuerdo con la única leyenda que nosotros conocemos, y Mithrandir nunca me dijo
más.
»Qué es en realidad esa cosa no puedo aún
adivinarlo; pero tiene que ser un objeto de gran poder y peligro. Un arma
temible, tal vez, ideada por el Señor Oscuro. Si fuese un talismán que procura
ventajas en la guerra, puedo creer por cierto que Boromir, el orgulloso y el
intrépido, el a menudo temerario Boromir, siempre soñando con la victoria de
Minas Tirith (y con su propia gloria) haya deseado poseerlo y se sintiera
atraído por él. ¡Por qué habrá partido en esa búsqueda funesta! Yo habría sido
elegido por mi padre y los ancianos, pero él se adelantó, por ser el mayor y el
más osado (lo cual era verdad), y no escuchó razones.
»¡Pero no temas! Yo no me apoderaría de esa
cosa ni aun cuando la encontrase tirada a la orilla del camino. Ni aunque Minas
Tirith cayera en ruinas, y sólo yo pudiera salvarla, así, utilizando el arma
del Señor Oscuro para bien de la ciudad, y para mi gloria. No, no deseo
semejantes triunfos, Frodo hijo de Drogo.
—Tampoco los deseaba el Concilio—dijo Frodo—.
Ni yo. Quisiera no saber nada de esos asuntos.
—Por mi parte—dijo Faramir—quisiera ver el árbol
blanco de nuevo florecido en las cortes de los reyes, y el retorno de la Corona
de Plata, y que Minas Tirith viva en paz: Minas Anor otra vez como antaño,
plena de luz, alta y radiante, hermosa como una reina entre otras reinas: no
señora de una legión de esclavos, ni aún ama benévola de esclavos voluntarios.
Guerra ha de haber mientras tengamos que defendernos de la maldad de un poder
destructor que nos devoraría a todos; pero yo no amo la espada porque tiene
filo, ni la flecha porque vuela, ni al guerrero porque ha ganado la gloria.
Sólo amo lo que ellos defienden: la ciudad de los hombres de Númenor; y
quisiera que otros la amasen por sus recuerdos, por su antigüedad, por su
belleza y por la sabiduría que hoy posee. Que no la teman, sino como acaso
temen los hombres la dignidad de un hombre, viejo y sabio.
»¡Así pues, no me temas! No pido que me
digas más. Ni siquiera pido que digas si me he acercado a la verdad. Pero si
quieres confiar en mí, podría tal vez aconsejarte y hasta ayudarte a cumplir tu
misión, cualquiera que ella sea.
Frodo no respondió. A punto estuvo de ceder
al deseo de ayuda y de consejo, de confiarle a este hombre joven y grave, cuyas
palabras parecían tan sabias y tan hermosas, todo cuanto pesaba sobre él. Pero
algo lo retuvo. Tenía el corazón abrumado de temor y tristeza: si él y Sam eran
en verdad, como parecía probable, todo cuanto quedaba ahora de los Nueve
Caminantes, entonces sólo él conocía el secreto de la misión. Más valía
desconfiar de palabras inmerecidas que de palabras irreflexivas. Y el recuerdo
de Boromir, del horrible cambio que había producido en él la atracción del
Anillo, estaba muy presente en su memoria, mientras miraba a Faramir y
escuchaba su voz: eran distintos, sí, pero a la vez muy parecidos.
Durante un rato continuaron caminando en
silencio, deslizándose como sombras grises y verdes bajo la sombra de los
árboles, sin hacer ningún ruido; en lo alto cantaban muchos pájaros, y el sol
brillaba en la bóveda de hojas lustrosas y oscuras de los siempre verdes
bosques de Ithilien.
Sam no había intervenido en la
conversación, pero la había escuchado; y al mismo tiempo había prestado
atención, con su aguzado oído de hobbit, a todos los rumores y ruidos ahogados
del bosque. Una cosa había notado, que en toda la conversación el nombre de
Gollum no se había mencionado una sola vez. Se alegraba, aunque le parecía que
era demasiado esperar no volver a oírlo de nuevo. Pronto advirtió también que aunque
iban solos, había muchos hombres en las cercanías: no solamente Damrod y
Mablung, que aparecían y desaparecían entre las sombras delante de ellos, sino
otros a la izquierda y la derecha, encaminándose furtiva y rápidamente a algún
sitio señalado.
Una vez, al volver bruscamente la cabeza,
como si una picazón en la piel le advirtiera que alguien lo observaba, creyó
entrever una pequeña forma negra que se escabullía por detrás del tronco de un
árbol. Abrió la boca para hablar y la cerró otra vez. «No estoy seguro»,
se dijo, «¿y para qué recordarles a ese viejo bribón, si ellos han preferido
olvidarlo? ¡Ojalá yo también lo olvidara!».
Así continuaron la marcha, hasta que la
espesura del bosque empezó a ralear, y el terreno a descender en barrancas más
empinadas. Dieron vuelta una vez más, a la derecha, y no tardaron en llegar a
un pequeño río que corría por una garganta estrecha: era el mismo arroyo que
nacía, mucho más arriba, en la cuenca redonda, y que ahora serpeaba en un
rápido torrente, por un lecho profundamente hendido y muy pedregoso, bajo las
ramas combadas de los acebos y el oscuro follaje del boj. Mirando hacia el
oeste podían ver, más abajo, envueltas en una bruma luminosa, tierras bajas y
vastas praderas, y centelleando a lo lejos a la luz del sol poniente las aguas
anchas del Anduin.
—Aquí, lamentablemente, cometeré con
vosotros una descortesía—dijo Faramir—. Espero que sabréis perdonarla en quien
hasta ahora ha desechado órdenes en favor de buenos modales a fin de no mataros
ni amarraros con cuerdas. Pero un mandamiento riguroso exige que ningún
extranjero, aun cuando fuese uno de Rohan que lucha en nuestras filas, ha de
ver el camino por el que ahora avanzamos con los ojos abiertos. Tendré que
vendaros.
—Como gustes—dijo Frodo—. Hasta los elfos
lo hacen cuando les parece necesario, y con los ojos vendados cruzamos las
fronteras de la hermosa Lothlórien. Gimli el enano lo tomó a mal, pero los
hobbits lo soportaron.
—El lugar al que os conduciré no es tan
hermoso—dijo Faramir—. Pero me alegra que lo aceptéis de buen grado y no por la
fuerza.
Llamó por lo bajo, e inmediatamente Mablung
y Damrod salieron de entre los árboles y se acercaron de nuevo a ellos. —Vendadles
los ojos a estos huéspedes—dijo Faramir—. Fuertemente, pero sin incomodarlos.
No les atéis las manos. Prometerán que no tratarán de ver. Podría confiar en
que cerrasen los ojos voluntariamente, pero los ojos parpadean, si los pies
tropiezan en el camino. Guiadlos de modo que no trastabillen.
Los guardias vendaron entonces con bandas
verdes los ojos de los hobbits y les bajaron las capuchas casi hasta la boca;
en seguida, tomándolos rápidamente por las manos, se pusieron otra vez en
marcha. Todo cuanto Frodo y Sam supieron de esta última milla, fue lo que
adivinaron haciendo conjeturas en la oscuridad. Al cabo de un rato tuvieron la
impresión de ir por un sendero que descendía en rápida pendiente; muy pronto se
volvió tan estrecho que avanzaron todos en fila, rozando a ambos lados un muro
pedregoso; los guardias los guiaban desde atrás, con las manos firmemente
apoyadas en los hombros de los hobbits. De tanto en tanto, cada vez que
llegaban a un trecho más accidentado, los levantaban, para volver a
depositarlos en el suelo un poco más adelante. Constantemente a la derecha oían
el agua que corría sobre las piedras, ahora más cercana y rumorosa. Al cabo de
un tiempo detuvieron la marcha. Inmediatamente Mablung y Damrod los hicieron
girar sobre sí mismos, varias veces, y los hobbits se desorientaron del todo.
Treparon un poco; hacía frío y el ruido del agua era ahora más débil. Luego,
levantándolos otra vez, los hicieron bajar numerosos escalones y volver un
recodo. De improviso oyeron de nuevo el agua, ahora sonora, impetuosa y
saltarina. Tenían la impresión de estar rodeados de agua, y sentían que una
finísima llovizna les rociaba las manos y las mejillas. Por fin los pusieron
nuevamente en el suelo. Un momento permanecieron así, amedrentados, con vendas
en los ojos, sin saber dónde estaban; y nadie hablaba alrededor.
De pronto llegó la voz de Faramir, muy
próxima, a espaldas de ellos. —¡Dejadles ver!—dijo. —Les quitaron los pañuelos
y les levantaron las capuchas, y los hobbits pestañearon y se quedaron sin
aliento.
Se encontraban en un mojado pavimento de
piedra pulida, el rellano, por así decir, de una puerta de roca toscamente
tallada que se abría, negra, detrás de ellos. Enfrente caía una delgada cortina
de agua, tan próxima que Frodo, con el brazo extendido, hubiera podido tocarla.
Miraba al oeste. Del otro lado del velo se refractraban los rayos horizontales
del sol poniente, y la luz purpúrea se quebraba en llamaradas de colores
siempre cambiantes. Les parecía estar junto a la ventana de una extraña torre
élfica, velada por una cortina recamada con hilos de plata y de oro, y de
rubíes, zafiros y amatistas, todo en un fuego que nunca se consumía.
—Al menos hemos tenido la suerte de llegar
a la mejor hora para recompensar vuestra paciencia—dijo Faramir—. Esta es la
Ventana del Sol Poniente, Henneth Annûn, la más hermosa de todas las cascadas
de Ithilien, tierra de muchos manantiales. Pocos son los extranjeros que la han
contemplado. Mas no hay dentro una cámara real digna de tanta belleza. ¡Entrad
ahora y ved!
Mientras Faramir hablaba, el sol
desapareció en el horizonte y el fuego se extinguió en el móvil dosel de agua.
Dieron media vuelta, traspusieron el umbral bajo la arcada baja y amenazadora,
y se encontraron de súbito en un recinto de piedra, vasto y tosco, bajo un
techo abovedado. Algunas antorchas proyectaban una luz mortecina sobre las
paredes relucientes. Ya había allí un gran número de hombres. Otros seguían
entrando en grupos de dos y de tres por una puerta lateral, oscura y estrecha.
A medida que se habituaban a la penumbra, los hobbits notaron que la caverna
era más grande de lo que habían imaginado, y que había allí grandes reservas de
armamentos y vituallas.
—Bien, he aquí nuestro refugio—dijo Faramir—.
No es un lugar demasiado confortable, pero os permitirá pasar la noche en paz.
Al menos está seco, y aunque no hay fuego, tenemos comida. En tiempos remotos
el agua corría a través de esta gruta y se derramaba por la arcada, pero los
obreros de antaño desviaron la corriente más arriba del paso, y el río
desciende ahora desde las rocas en una cascada dos veces más alta. Todas las
vías de acceso a esta gruta fueron clausuradas entonces, para impedir la
penetración del agua y de cualquier otra cosa; todas salvo una. Ahora hay sólo
dos salidas: aquel pasaje por el que entrasteis con los ojos vendados, y el de
la Cortina de la Ventana, que da a una cuenca profunda sembrada de cuchillos de
piedra. Y ahora descansad unos minutos, mientras preparamos la cena.
Los hobbits fueron conducidos a un rincón,
donde les dieron un lecho para que se echaran a descansar, si así lo deseaban.
Mientras tanto los hombres iban y venían atareados por la caverna, silenciosos,
y con una presteza metódica. Tablas livianas fueron retiradas de las paredes,
dispuestas sobre caballetes y cargadas de utensilios. Estos eran en su mayor
parte simples y sin adornos, pero todos de noble y armoniosa factura:
escudillas redondas, tazones y fuentes de terracota esmaltada o de madera de
boj torneada, lisos y pulcros. Aquí y allá había una salsera o un cuenco de
bronce pulido; y un copón de plata sin adornos junto al sitio del capitán, en
la mesa del centro.
Faramir iba y venía entre los hombres,
interrogando a cada uno en voz baja, a medida que llegaban. Algunos volvían de
perseguir a los sureños; otros, los que habían quedado como centinelas y
exploradores cerca del camino, fueron los últimos en aparecer. Se conocía la
suerte que habían corrido todos los sureños, excepto el gran mûmak: qué había
sido de él nadie pudo decirlo. Del enemigo, no se veía movimiento alguno; no
había en los alrededores ni un solo espía orco.
—¿No viste ni oíste nada, Anborn?—le
preguntó Faramir al último en llegar.
—Bueno, no, señor—dijo el hombre—. Por lo
menos ningún orco. Pero vi, o me pareció ver, una cosa un poco extraña. Caía la
noche, y a esa hora las cosas parecen a veces más grandes de lo que son. Así
que tal vez no fuera nada más que una ardilla. —Al oír esto Sam aguzó el oído.
—Pero entonces era una ardilla negra y no le vi la cola. Parecía una sombra que
se deslizaba por el suelo. Se escurrió detrás del tronco de un árbol cuando me
aproximé, y trepó hasta la copa rápidamente, en verdad como una ardilla. Pero
vos, señor, no aprobáis que matemos sin razón bestias salvajes, y no parecía
ser otra cosa, de modo que no usé mi arco. De todas maneras, estaba demasiado
oscuro para disparar una flecha certera, y la criatura desapareció en un abrir
y cerrar de ojos en la oscuridad del follaje. Pero me quedé allí un rato,
porque me pareció extraño, y luego me apresuré a regresar. Tuve la impresión de
que me silbó desde muy arriba, cuando me alejaba. Una ardilla grande, tal vez.
Puede ser que al amparo de las sombras del Sin Nombre algunas de las bestias
del bosque Negro vengan a merodear por aquí. Ellos tienen allá ardillas negras,
dicen.
—Puede ser—dijo Faramir—. Pero ese sería un
mal presagio. No queremos en Ithilien fugitivos del bosque Negro. —Sam creyó
ver que al decir estas palabras Faramir echaba una mirada rápida a los hobbits,
pero no dijo nada. Durante un rato él y Frodo permanecieron acostados de
espaldas observando la luz de las antorchas, y a los hombres que iban y venían
hablando a media voz. Luego, repentinamente, Frodo se quedó dormido.
Sam discutía consigo mismo, defendiendo ya
un argumento, ya el argumento contrario. «Es posible que tenga razón»,
se decía, «pero también podría no tenerla. Las palabras hermosas esconden a
veces un corazón infame». Bostezó. «Podría dormir una semana entera, y
bien que me sentaría. ¿Y qué puedo hacer, aunque me mantenga despierto, yo solo
en medio de tantos hombres grandes? Nada, Sam Gamyi; pero tienes que mantenerte
despierto a pesar de todo.» Y de una u otra forma lo consiguió. La luz
desapareció de la puerta de la caverna, y el velo gris del agua de la cascada
se ensombreció y se perdió en la oscuridad creciente. Y el sonido del agua siempre
continuaba, sin cambiar jamás de nota, mañana, tarde o noche. Murmuraba y
susurraba e invitaba al sueño. Sam se hundió los nudillos en los ojos.
La ventana al Oeste por Ted Nasmith
Ahora estaban encendiendo más antorchas.
Habían espitado un casco de vino, abrían los barriles de provisiones y algunos
hombres iban a buscar agua a la cascada. Otros se lavaban las manos en
jofainas. Trajeron para Faramir un gran aguamanil de cobre y un lienzo blanco,
y también él se lavó.
—Despertad a nuestros huéspedes—dijo—, y
llevadles agua. Es hora de comer.
Frodo se incorporó y se desperezó,
bostezando. Sam, que no estaba habituado a que lo sirvieran, miró con cierta
sorpresa al hombre alto que se inclinaba, acercándole un aguamanil.
—¡Déjala en el suelo, maestro, por favor!—dijo—.
Será más fácil para ti y también para mí. —Luego, ante el asombro divertido de
los hombres, hundió la cabeza en el agua fría y se restregó el cuello y las
orejas.
—¿Es costumbre en vuestro país lavarse la
cabeza antes de la cena?—preguntó el hombre que servía a los hobbits.
—No, antes del desayuno—replicó Sam—. Pero
si estás falto de sueño, el agua fría en el cuello te hace el mismo efecto que
la lluvia a una lechuga marchita. ¡Listo! Ahora me podré mantener despierto el
tiempo suficiente como para comer un bocado.
Condujeron a los hobbits a los asientos
junto a Faramir: barriles recubiertos de pieles y más altos que los bancos de
los hombres para que estuvieran cómodos. Antes de sentarse a comer, Faramir y
todos sus hombres se volvieron de cara al oeste y así permanecieron un momento,
en profundo silencio. Faramir les indicó a Frodo y a Sam que hicieran lo mismo.
—Siempre lo hacemos—dijo Faramir cuando por
fin se sentaron—; volvemos la mirada a Númenor, la Númenor que fue, y más allá
de Númenor al Hogar de los Elfos que todavía es, y más lejos aún hacia lo que
es y siempre será. ¿No hay entre vosotros una costumbre semejante a la hora de
las comidas?
—No—respondió Frodo, sintiéndose
extrañamente rústico y sin educación—. Pero si hemos sido invitados, saludamos
a nuestro anfitrión con una reverencia, y luego de haber comido nos levantamos
y le damos las gracias.
—También nosotros lo hacemos—dijo Faramir.
Luego de tanto peregrinar y de acampar a la
intemperie, y de tantos días pasados en tierras salvajes y desiertas, la
colación de la noche les pareció a los hobbits un festín: beber el vino rubio,
fresco y fragante, y comer el pan con mantequilla, y carnes saladas y frutos
secos, y un excelente queso rojo, ¡con las manos limpias y vajilla y cubiertos
relucientes! Ni Frodo ni Sam rehusaron una sola de las viandas que les fueron
ofrecidas, ni una segunda porción, ni aún una tercera. El vino les corría por
las venas y los miembros cansados, y se sentían alegres y ligeros de corazón
como no lo habían estado desde que partieran de las tierras de Lórien.
Cuando todo hubo terminado, Faramir los
llevó a un nicho al fondo de la caverna, aislado en parte por una cortina; allí
pusieron una mesa y dos bancos. Una pequeña lámpara de barro ardía en una
hornacina.
—Pronto podréis tener ganas de dormir—dijo—,
especialmente el buen Samsagaz, que no ha querido cerrar un ojo antes de la cena
aunque no sé si por miedo a embotar un noble apetito o por miedo a mí. Pero no
es saludable irse a dormir en seguida de comer, y menos aún luego de un
prolongado ayuno. Hablemos pues un rato. Tendréis mucho que contar de vuestro
viaje desde Rivendel. Y también querríais saber algo de nosotros y del país en
que ahora os encontráis. Habladme de mi hermano Boromir, del viejo Mithrandir y
de la hermosa gente del país de Lothlórien.
Frodo ya no tenía sueño y estaba dispuesto
a conversar. Sin embargo, aunque se sentía bien luego de la comida y el vino,
no había perdido del todo la cautela. Sam estaba radiante y canturreaba en voz
baja; pero cuando Frodo habló, al principio se contentó con escuchar,
aventurando sólo una que otra exclamación de asentimiento.
Frodo relató muchas historias, pero
eludiendo una y otra vez el tema de la misión de la Compañía y el Anillo,
extendiéndose en cambio en el valiente papel que Boromir había desempeñado en
todas las aventuras de los viajeros, con los lobos en las tierras salvajes, en
medio de las nieves bajo el Caradhras, y en las Minas de Moria donde cayera
Gandalf. La historia del combate sobre el puente fue la que más conmovió a
Faramir.
—Ha de haber enfurecido a Boromir tener que
huir de los orcos—dijo—y hasta de la criatura feroz de que me hablas, ese balrog,
aun cuando fuera el último en retirarse.
—Él fue el último, sí—dijo Frodo—, pero
Aragorn no tuvo más remedio que ponerse al frente de la Compañía. De no haber
tenido que cuidar de nosotros, los más pequeños, no creo que ni él ni Boromir
hubiesen huido.
—Quizás hubiera sido mejor que Boromir
hubiese caído allí con Mithrandir—dijo Faramir—, en vez de ir hacia el destino
que lo esperaba más allá de las cascadas del Rauros.
—Quizá. Pero háblame ahora de vuestras
vicisitudes—dijo Frodo eludiendo una vez más el tema—. Pues me gustaría conocer
mejor la historia de Minas Ithil y de Osgiliath, y de Minas Tirith la
perdurable. ¿Qué esperanzas albergáis para esa ciudad en esta larga guerra?
—¿Qué esperanzas?—dijo Faramir—. Tiempo ha
que hemos abandonado toda esperanza. La espada de Elendil, si es que vuelve en
verdad, podrá reavivarla, pero no conseguirá otra cosa, creo, que aplazar el
día fatídico, a menos que recibiéramos también nosotros ayuda inesperada, de
los elfos o de los hombres. Pues el enemigo crece y nosotros decrecemos. Somos
un pueblo en decadencia, un otoño sin primavera.
»Los hombres de Númenor se habían afincado
a lo ancho y a lo largo de las costas y regiones marítimas de las Grandes
Tierras, pero la mayor parte de ellos cayeron en maldades y locura. Muchos se
dejaron seducir por la oscuridad y las artes negras; algunos se abandonaron por
completo a la pereza o la molicie, y otros a la guerra entre hermanos, hasta
que se debilitaron y fueron conquistados por los hombres salvajes.
»No se ha dicho que las malas artes hayan
sido practicadas en Gondor alguna vez, ni que honraran al Sin Nombre; la
sabiduría y la belleza de antaño, traídas del oeste, perduraron largo tiempo en
el reino de los hijos de Elendil el Hermoso, y todavía subsisten. Pero aun así,
fue Gondor la que provocó su propia decadencia, hundiéndose poco a poco en la
ñoñez, convencida de que el enemigo dormía, cuando en realidad estaba
replegado, no destruido.
»La muerte siempre estaba presente, porque
los númenóreanos, como lo hicieran en su antiguo reino, que así habían perdido,
ambicionaban aún una vida eternamente inmutable. Los reyes construían tumbas
más espléndidas que las casas en que habitaban, y en sus árboles genealógicos
los nombres del pasado les eran más caros que los de sus propios hijos. Señores
sin descendencia holgazaneaban en antiguos castillos sin otro pensamiento que
la heráldica; en cámaras secretas los ancianos decrépitos preparaban elixires
poderosos, o en torres altas y frías interrogaban a las estrellas. Y el último
rey de la dinastía de Anárion no tenía heredero.
»Pero los senescales fueron más sabios y
más afortunados. Más sabios, porque reclutaron las fuerzas de nuestro pueblo
entre la gente robusta de la costa marítima y entre los intrépidos montañeses
de Ered Nimrais. Y pactaron una tregua con los orgullosos pueblos del norte,
que a menudo nos habían atacado, hombres de un coraje feroz, pero nuestros
parientes muy lejanos, a diferencia de los salvajes hombres del este o los
crueles haradrim.
»Ocurrió entonces que en los días de
Cirion, el duodécimo senescal (y mi padre es el vigesimosexto), acudieron en
nuestra ayuda y en el gran Campo de Celebrant destruyeron al enemigo que se
había apoderado de las provincias septentrionales. Estos son los rohirrim, como
nosotros los llamamos, señores de caballos, y a ellos les cedimos las
tierras de Calenardhon que desde entonces llevan el nombre de Rohan:
pues ya en tiempos remotos esa provincia estaba escasamente poblada. Y se
convirtieron en nuestros aliados y siempre se han mostrado leales, ayudándonos
en momentos de necesidad, y custodiando nuestras fronteras en el Paso de Rohan.[6]
»De nuestras tradiciones y costumbres han
aprendido lo que quisieron, y sus señores hablan nuestra lengua si es preciso;
pero en general conservan las costumbres y tradiciones del pasado; y entre
ellos hablan en la lengua nórdica que les es propia. Y nosotros los amamos:
hombres de elevada estatura y mujeres hermosas, valientes todos por igual,
fuertes, de cabellos dorados y ojos brillantes, nos recuerdan la juventud de
los hombres, como eran en los Tiempos Antiguos. Y en verdad, nuestros maestros
de tradición dicen que tienen de antiguo esta afinidad con nosotros porque
provienen de las mismas tres casas del hombre, como los númenóreanos: no de
Hador el de los Cabellos de Oro, el amigo de los elfos, tal vez, sino de
aquellos hijos y súbditos de Hador que no atravesaron el mar rumbo al oeste,
desoyendo la llamada.
»Pues así denominamos a los hombres en
nuestra tradición, llamándolos los altos, o los hombres del oeste,
que eran los númenóreanos; y los pueblos del medio, los hombres del crepúsculo,
como los rohirrim y las gentes como ellos que habitan aún muy lejos en el norte;
y los salvajes, los hombres de la Oscuridad.
»Pero si con el tiempo los rohirrim han
empezado a parecerse en algunos aspectos a nosotros, aficionándose a las artes
y a maneras más atemperadas, también nosotros hemos empezado a parecernos a
ellos, y ya casi no podemos reclamar el título de altos. Nos hemos
transformado en hombres del medio, del crepúsculo, pero con el recuerdo de
otras cosas. De los rohirrim hemos aprendido a amar la guerra y el coraje como
cosas buenas en sí mismas, juego y meta a la vez; y aunque todavía pensamos que
un guerrero ha de tener inteligencia y conocimientos, y no sólo dominar el
manejo de las armas y el arte de matar, consideramos no obstante al guerrero
superior a los hombres de otras profesiones. Así lo exigen las necesidades de
nuestros tiempos. Guerrero era también mi hermano, Boromir: un hombre
intrépido, considerado por su temple como el mejor de Gondor. Y era muy valiente:
en muchos años no hubo en Minas Tirith un heredero como él, tan resistente a la
fatiga, tan denodado en la batalla, ninguno capaz de arrancar del Gran Cuerno
una nota más poderosa. —Faramir suspiró y durante un rato guardó silencio.
—No habla usted mucho de los elfos en sus
relatos, señor—dijo Sam, armándose súbitamente de coraje. Había notado que
Faramir aludía a los elfos con reverencia, y esto, aún más que la cortesía con
que trataba a los hobbits, y la comida y el vino que les ofreciera, le había
ganado el respeto de Sam, menos receloso ahora.
—No, en efecto, maese Samsagaz—dijo Faramir—,
pues no soy versado en la tradición élfica. Pero has tocado aquí otro aspecto
en el que también hemos cambiado, en la declinación que va de Númenor a la
Tierra Media. Sabrás tal vez, si Mithrandir fue compañero
vuestro y si habéis hablado con Elrond, que los edain, los padres de los númenóreanos,
combatieron junto a los elfos en las primeras guerras, y recibieron en
recompensa el reino que estuvo en el centro mismo del mar, a la vista del Hogar
de los Elfos. Pero en la Tierra Media los hombres y los elfos se distanciaron
en días de oscuridad, a causa de los ardides del enemigo y de las lentas
mutaciones del tiempo, pues cada especie se alejó cada vez más por caminos
divergentes. Ahora los hombres temen a los elfos y desconfían de ellos, aunque
bien poco los conocen. Y nosotros, los de Gondor, nos estamos pareciendo a los
otros hombres, pues hasta los hombres de Rohan, que son los enemigos del Señor
Oscuro, evitan a los elfos y hablan del bosque de Oro con terror.
»Sin embargo aún entre nosotros hay quienes
tienen tratos con los elfos, cuando pueden, y de vez en cuando algunos viajan
secretamente a Lórien, de donde rara vez retornan. Yo no. Porque considero que
es hoy peligroso para un mortal ir voluntariamente en busca de las Gentes
Antiguas. Sin embargo envidio de veras que hayas hablado con la dama blanca.
—¡La dama de Lórien! ¡Galadriel!—exclamó
Sam—. Tendría usted que verla, ah, por cierto que tendría que verla, señor. Yo
no soy más que un hobbit, y jardinero de oficio, en mi tierra, señor, si me
comprende usted, y no soy ducho en poesía... no en componerla: alguna copla
cómica, tal vez, de tanto en tanto, ¿sabe?, pero no verdadera poesía... por eso
no puedo explicarle lo que quiero decir. Habría que cantarlo. Haría falta
Trancos, es decir Aragorn, para ello, o el viejo señor Bilbo. Pero me gustaría
componer una canción sobre ella. ¡Es hermosa, señor! ¡Qué hermosa es! A veces
como un gran árbol en flor, a veces como un narciso, tan delgada y menuda. Dura
como el diamante, suave como el claro de luna. Ardiente como el sol, fría como
la escarcha bajo las estrellas. Orgullosa y distante como una montaña nevada, y
tan alegre como una muchacha que en primavera se trenza margaritas en los
cabellos. Pero he dicho un montón de tonterías y ni me he acercado a la idea.
—Ha de ser muy bella en efecto—dijo Faramir—.
Peligrosamente bella.
—No sé si es peligrosa—dijo Sam—. Se
me ocurre que la gente lleva consigo su propio peligro a Lórien, y allí lo
vuelve a encontrar porque lo ha tenido dentro. Pero tal vez se podría llamar
peligrosa, tan fuerte como es. Usted, usted podría hacerse añicos contra ella,
como un barco contra una roca, o ahogarse, como un hobbit en un río. Pero ni en
la roca ni el río habría culpa alguna. Y Boro... —Se interrumpió de golpe,
enrojeciendo hasta las orejas.
—¿Sí? Y Boromir, dijiste—dijo
Faramir—. ¿Qué estabas por decir? ¿Él llevaba consigo el peligro?
—Sí, señor, con el perdón de usted, y un
hermoso hombre era su hermano, si me permite decirlo así. Pero usted estuvo
cerca de la verdad desde el principio. Yo observé y escuché a Boromir durante
todo el camino desde Rivendel, para cuidar de mi amo, como usted comprenderá, y
sin desearle ningún mal a Boromir, y es mi opinión que fue en Lórien donde vio
claramente por primera vez lo que yo había adivinado antes: lo que él quería.
¡Desde el momento en que lo vio, quiso tener el Anillo del Enemigo!
—¡Sam!—exclamó Frodo, consternado. Había
estado ensimismado en sus propios pensamientos, y salió de ellos bruscamente,
pero demasiado tarde.
—¡Caracoles!—dijo Sam palideciendo y
enrojeciendo otra vez hasta el escarlata—.
¡Ya hice otra barrabasada! Cada vez que abres el pico metes la pata
solía decirme el Tío, y tenía razón. ¡Caracoles! ¡Caracoles!
»¡Oiga, señor!—Dio media vuelta y miró cara
a cara a Faramir con todo el coraje que pudo juntar. —No vaya ahora a
aprovecharse de mi amo porque el sirviente sea sólo un tonto. Usted nos ha
arrullado todo el tiempo con palabras hermosas, hablando de los elfos y todo, y
bajé la guardia. Pero lo hermoso es bueno, como decimos nosotros. He
aquí una oportunidad de demostrar su nobleza.
—Así parece—dijo Faramir, lentamente y con
una voz muy dulce y una extraña sonrisa—. ¡Así que esta era la respuesta de
todos los enigmas! El Anillo Único que se creía desaparecido del mundo. ¿Y
Boromir intentó apoderarse de él por la fuerza? ¿Y vosotros escapasteis? ¿Y
habéis corrido tanto camino... para llegar a mí? Y aquí os tengo, en estas
soledades: dos medianos, y una hueste de hombres a mi servicio, y el Anillo de
los Anillos. ¡Un golpe de suerte! Una buena oportunidad para Faramir de Gondor
de mostrar su nobleza. ¡Ah!—Se incorporó muy erguido, muy alto y grave, los
ojos grises centelleando.
Frodo y Sam saltaron de sus taburetes y se
pusieron lado a lado de espaldas al muro, buscando a tientas la empuñadura de
las espadas. Hubo un silencio. Todos los hombres reunidos en la caverna dejaron
de hablar y los miraron con asombro. Pero Faramir volvió a sentarse y se echó a
reír quedamente, y luego, de pronto pareció grave otra vez.
—¡Ay desdichado Boromir! ¡Fue una prueba
demasiado dura!—dijo—. Cuánto habéis acrecentado mi tristeza, vosotros dos
¡extraños peregrinos de un país lejano, portadores del peligro de los hombres!
Pero juzgáis peor a los hombres que yo a los medianos. Nosotros, los hombres de
Gondor, decimos la verdad. Nos jactamos rara vez pero entonces actuamos o
morimos intentándolo. No lo recogería ni si lo viese tirado a la orilla del
camino, dije. Aunque fuese hombre capaz de codiciar ese objeto, aunque
cuando lo dije no sabía qué era, de todos modos consideraría esas palabras como
un juramento, y a ellas me atengo.
»Mas no soy ese hombre. O soy quizá
bastante prudente para saber que el hombre ha de evitar ciertos peligros.
¡Descansad en paz! Y tú, Samsagaz, tranquilízate. Si crees haber flaqueado,
piensa que estaba escrito que así habría de ser. Tu corazón es tan perspicaz
como fiel, y él vio más claro que tus ojos. Por extraño que pueda parecer, no
hay peligro alguno en que me lo hayas dicho. Hasta podría ayudar al amo a quien
tanto quieres. Puede ser favorable para él, si está a mi alcance. Tranquilízate
entonces. Pero nunca más vuelvas a nombrar esa cosa en voz alta. ¡Basta una
vez!
Los hobbits volvieron a sus taburetes y se
sentaron en silencio. Los hombres retornaron a la bebida y la charla,
suponiendo que el capitán había estado divirtiéndose a expensas de los pequeños
huéspedes, pero que la chanza ya había terminado.
—Bien, Frodo, ahora por fin nos hemos
entendido—dijo Faramir—. Si asumiste la responsabilidad de ser el portador de
ese objeto no por elección sino a instancias de otros, te compadezco y te
honro. Y me dejas maravillado: lo llevas escondido y no lo utilizas. Sois para
mí gente de un mundo nuevo. ¿Son semejantes a vosotros todos los de esa raza?
Vuestra tierra parece un remanso de paz y tranquilidad, y honráis sin duda a
los jardineros.
—No todo es allí felicidad—dijo Frodo—,
pero es cierto que honramos a los jardineros.
—Pero también allí la gente tiene que cansarse,
aún en los huertos, como todas las cosas bajo el sol de este mundo. Y vosotros
estáis lejos de vuestro hogar y habéis viajado mucho. Basta por esta noche.
Dormid los dos en paz, si podéis. ¡Nada temáis! Yo no deseo verlo, ni tocarlo,
ni saber de él más de lo que sé (y ya es más que suficiente), no sea que el
peligro me tiente, y si me enfrentara a esa prueba no sé si tendría la entereza
de Frodo hijo de Drogo. Id ahora a descansar... mas decidme antes si es
posible: a dónde deseáis ir y qué queréis hacer. Pues yo he de velar, y
esperar, y reflexionar. El tiempo pasa. En la mañana partiremos unos y otros
por los caminos que el destino nos ha marcado.
Pasado el primer sobresalto, Frodo no había
dejado de temblar. Ahora un inmenso cansancio descendió sobre él como una nube.
Incapaz de seguir disimulando, no se resistió más.
—Buscaba un camino para entrar en Mordor—dijo
con voz débil—. Iba a Gorgoroth. Tengo que encontrar la montaña de fuego y
arrojar el objeto en el abismo del Destino. Así dijo Gandalf. No creo que
llegue jamás allí.
Faramir lo contempló un instante con
asombrada seriedad. Luego, de improviso, viéndolo vacilar, sostuvo a Frodo, lo
levantó con dulzura y lo llevó hasta el lecho y allí lo acostó y lo abrigó. Al
instante Frodo cayó en un sueño profundo.
Otra cama fue instalada al lado para el
sirviente de Frodo. Sam titubeó un momento, luego se inclinó en una profunda
reverencia: —Buenas noches, capitán, mi señor—dijo—. Habéis aceptado el
desafío, señor.
—¿Sí?—dijo Faramir.
—Sí señor, y habéis mostrado vuestra
nobleza: la más alta.
Faramir sonrió. —Eres un sirviente
atrevido, maese Samsagaz. Mas no importa: el alabar lo que es digno de alabanza
no necesita recompensa. Sin embargo no había nada loable en todo esto. No tuve
ni la tentación ni el deseo de hacer otra cosa.
—Ah bueno, señor—dijo Sam—, habéis dicho
que mi amo tenía un cierto aire élfico; y eso era bueno, y cierto además. Pero
yo puedo ahora deciros que vos también tenéis un aire, señor, un aire que me
hace pensar en... en... bueno, en Gandalf, en los magos.
—Es posible—dijo Faramir—. Quizá distingas
desde lejos el aire de Númenor. ¡Buenas noches!
XLII.EL ESTANQUE VEDADO
LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO VI
Al despertar, Frodo vio a Faramir inclinado
sobre él. Por un segundo le volvieron los viejos temores y se sentó y
retrocedió.
—No hay nada que temer—le dijo Faramir.
—¿Ya es la mañana?—preguntó Frodo,
bostezando.
—Aún no, pero la noche ya toca a su fin y la
luna llena se está ocultando. ¿Quieres venir a verla? Hay también una cuestión
acerca de la cual quisiera que me dieras tu parecer. Lamento haberte
despertado, pero ¿quieres venir?
—Sí—dijo Frodo levantándose, y tembló
ligeramente al abandonar el calor de las mantas y las pieles. Hacía frío en la
caverna sin fuego. El rumor del agua se oía claramente en la quietud de la
noche. Se envolvió en la capa y siguió a Faramir.
Sam, despertando bruscamente por una
especie de instinto de vigilancia, vio primero el lecho vacío de su amo y se
levantó de un salto. En seguida vio dos siluetas oscuras, la de Frodo y un
hombre, recortadas en la arcada, nimbada ahora por un resplandor blanquecino.
Se encaminó de prisa a reunirse con ellos, más allá de las hileras de hombres
que dormían sobre jergones a lo largo de la pared. Al pasar cerca de la entrada
vio que la cortina se había transformado en un velo deslumbrante de seda y
perlas e hilos de plata: carámbanos de luna en lenta fusión. Pero no se detuvo
a admirarla y dando la vuelta siguió a su amo a través de la puerta angosta
tallada en la pared de la caverna.
Tomaron primero por un pasadizo negro,
luego subieron varios escalones mojados, y llegaron así a un pequeño rellano
tallado en la roca, iluminado por un cielo pálido que resplandecía muy arriba,
distante, como la cúpula de un alto campanario. De allí partían dos escaleras:
una conducía a la orilla elevada del río; la otra se doblaba en un recodo hacia
la izquierda. Siguieron por esta última, que subía en espiral, como la escalera
de una torre.
Salieron por fin de las tinieblas de piedra
y miraron alrededor. Se encontraban en una ancha plataforma de roca lisa sin
antepecho ni pretil. A la derecha, en el este, el torrente caía en cascadas
sobre numerosas terrazas, y descendiendo en brusca y vertiginosa carrera, con
la oscura fuerza del agua, y cuajado de espuma, iba a verterse en un lecho; por
fin, rizándose y arremolinándose casi sobre la plataforma, se precipitaba por
encima de la arista que se abría a la derecha. Un hombre estaba allí de pie,
cerca de la orilla, en silencio, mirando hacia abajo.
Frodo se volvió a contemplar las cintas de
agua aterciopelado, que se curvaban y desaparecían. Luego alzó los ojos y miró
en lontananza. El mundo estaba silencioso y frío, como si el alba se acercase.
A lo lejos, en el poniente, la luna llena se hundía redonda y blanca. Unas
brumas pálidas relucían en el valle ancho de allá abajo: un vasto abismo de
vapores de plata, bajo los que fluían las aguas nocturnas y frescas del Anduin.
Y más allá una tiniebla negra y amenazante, en la que rutilaban de tanto en
tanto, fríos, afilados, remotos y blancos como colmillos fantasmales, los picos
de Ered Nimrais, las montañas Blancas de Gondor, coronadas de nieves eternas.
Frodo permaneció un momento sobre la alta
piedra, preguntándose con un estremecimiento si en algún lugar de esas vastas
tierras nocturnas caminarían aún sus antiguos compañeros, o dormirían, o si
yacerían muertos envueltos en sudarios de niebla. ¿Por qué lo habían traído
aquí arrancándolo del olvido del sueño?
Sam, que estaba preguntándose lo mismo, no
pudo reprimirse y murmuró, sólo para el oído de su amo, creyó él: —¡Es
una vista hermosa, señor Frodo, pero le hiela a uno el corazón, por no hablar
de los huesos! ¿Qué sucede?
Faramir lo oyó y respondió: —La
luna se pone sobre Gondor. El bello Ithil al abandonar la Tierra Media, echa
una mirada a los rizos blancos del viejo Mindolluin. Bien vale la pena soportar
algunos escalofríos. Mas no es esto lo que os he traído a ver, aunque en verdad
a ti, Samsagaz, yo no te he llamado, y ahora estás pagando por tu exceso de
celo. Un sorbo de vino remediará el problema. ¡Venid ahora y mirad!
Se acercó al centinela silencioso en el
borde oscuro, y Frodo lo siguió. Sam se quedó atrás. Ya bastante inseguro se
sentía en aquella alta plataforma mojada. Faramir y Frodo miraron abajo. Muy
lejos, en el fondo, vieron las aguas blancas que se vertían en un cauce
espumoso, giraban alrededor de una profunda cuenca oval entre las rocas, hasta
encontrar por fin una nueva salida por una puerta estrecha, y se alejaban
murmurando y humeando hacia regiones más llanas y apacibles. El claro de luna
iluminaba aún con rayos oblicuos el pie de la cascada y centelleaba en el
menudo y tumultuoso oleaje de la cuenca. Pronto Frodo creyó ver una forma
pequeña y oscura en la orilla más próxima, pero en el momento mismo en que la
observaba, la figura se zambulló y desapareció detrás del remolino de la
cascada, hendiendo el agua negra con la precisión de una flecha o de una piedra
arrojada de canto.
Faramir se volvió hacia el centinela. —¿Y
ahora qué dirías que es, Anborn? ¿Una ardilla, o un martín pescador? ¿Hay
martines negros en las charcas nocturnas del bosque Negro?
—No sé qué puede ser, pero no es un pájaro—respondió
Anborn—. Tiene cuatro miembros y se zambulle como un hombre; y con maestría,
además. ¿En qué andará? ¿Buscando un camino por detrás de la cortina para subir
a nuestro escondite? Me parece que al fin hemos sido descubiertos. Aquí tengo
mi arco, y he apostado otros arqueros, casi tan buenos tiradores como yo, en
las dos orillas. Sólo esperamos vuestra orden para disparar, capitán.
—¿Dispararemos?—preguntó Faramir,
volviéndose rápidamente a Frodo.
Frodo tardó un momento en responder. Luego
dijo: —¡No!
¡No! ¡Te suplico que no lo hagas!—De haberse atrevido, Sam habría dicho «Sí»
más pronto y más fuerte. No alcanzaba a ver, pero por lo que Frodo y Faramir
decían, podía imaginarse qué estaban mirando.
—¿Sabes entonces qué es eso?—dijo Faramir—.
Bien, ahora que lo has visto, dime por qué hay que perdonarlo. En todas
nuestras conversaciones, no has nombrado ni una sola vez a vuestro compañero
vagabundo, y yo lo dejé pasar por el momento. Podía esperar hasta que lo
capturaran y lo trajeran a mi presencia. Envié en su busca a mis mejores
cazadores, pero se les escapó, y no volvieron a verlo hasta ahora, excepto
Anborn, aquí presente, que lo divisó un momento anoche, a la hora del
crepúsculo. Pero ahora ha cometido un delito peor que ir a cazar conejos en las
tierras altas: ha tenido la osadía de venir a Henneth Annûn, y lo pagará con la
vida. Me desconcierta esta criatura: tan solapada y tan astuta como es, ¡venir
a jugar en el lago justo delante de nuestra ventana! ¿Se imagina acaso que los
hombres duermen sin vigilancia la noche entera? ¿Por qué lo hace?
—Hay dos respuestas, creo yo—dijo Frodo—.
Por una parte, esta criatura conoce poco a los hombres, y aunque es astuta,
vuestro refugio está tan escondido que ignora tal vez que hay hombres aquí.
Además, creo que ha sido atraído por un deseo irresistible, más fuerte que la
prudencia.
—¿Atraído aquí, dices?—preguntó Faramir en
voz baja—. ¿Es posible... sabe entonces lo de tu carga?
—Lo sabe, sí. El mismo la llevó durante
años.
—¿El la llevó?—dijo Faramir, estupefacto,
respirando entrecortadamente—. Esta historia es cada vez más intrincada y
enigmática. ¿Entonces anda detrás de tu carga?
—Tal vez. Es un tesoro para él. Pero no
hablaba de eso.
—¿Qué busca entonces la criatura?
—Pescado—dijo Frodo—. ¡Mira!
Escudriñaron la oscuridad del lago. Una
cabecita negra apareció en el otro extremo de la cuenca, emergiendo de la
profunda sombra de las rocas. Hubo un fugaz relámpago de plata y un remolino de
ondas diminutas se movió hacia la orilla. Luego, con una agilidad asombrosa,
una figura que parecía una rana trepó fuera de la cuenca. Al instante se sentó
y empezó a mordisquear algo pequeño, plateado y reluciente: los rayos postreros
de la luna caían ahora detrás del muro de piedra en el confín del agua.
Faramir se rio por lo bajo. —¡Pescado!—dijo—.
Es un hambre menos peligrosa. O tal vez no: los peces del lago de Henneth Annûn
podrían costarle todo lo que tiene.
—Ahora le estoy apuntando con la flecha—dijo
Anborn—. ¿No tiraré, capitán? Por haber venido a este lugar sin ser invitado, la
muerte es nuestra ley.
—Espera, Anborn—dijo Faramir—. Este asunto
es más delicado de lo que parece. ¿Qué puedes decir ahora, Frodo? ¿Por qué
habríamos de perdonarle la vida?
—Esta criatura es miserable y tiene hambre—dijo
Frodo—, y desconoce el peligro que la amenaza. Y Gandalf, tu Mithrandir, te
habría pedido que no lo mates, por esa razón y por otras. Les prohibió a los elfos
que lo hicieran. No sé bien por qué, y lo que adivino no puedo decirlo aquí
abiertamente. Pero esta criatura está ligada de algún modo a mi misión. Hasta
el momento en que nos descubriste y nos trajiste aquí, era mi guía.
—¡Tu guía! Esta historia se vuelve cada vez
más extraña. Mucho haría por ti, Frodo, pero esto no puedo concedértelo: dejar
que ese vagabundo taimado se vaya de aquí en libertad para reunirse luego
contigo si le place o que los orcos lo atrapen y él les cuente todo lo que sabe
bajo la amenaza del sufrimiento. Es preciso matarlo o capturarlo. Matarlo, si
no podemos atraparlo en seguida. Mas ¿cómo capturar a esa criatura escurridiza
que cambia de apariencia, si no es con un dardo empenachado?
—Déjame bajar hasta él en paz—dijo Frodo—.
Podéis mantener tensos los arcos, y matarme a mí al menos si fracaso. No
escaparé.
—¡Ve pues y date prisa!—dijo Faramir—. Si
sale de aquí con vida, tendrá que ser tu fiel servidor por el resto de sus
desdichados días. Conduce a Frodo allá abajo, a la orilla, Anborn, e id con
cautela. Esta criatura tiene nariz y orejas. Dame tu arco.
Anborn gruñó, descendiendo delante de Frodo
la larga escalera de caracol, y ya en el rellano subieron por la otra escalera,
hasta llegar al fin a una angosta abertura disimulada por arbustos espesos.
Salieron en silencio, y Frodo se encontró en lo alto de la orilla meridional,
por encima del lago. Ahora la oscuridad era profunda, y las cascadas grises y
pálidas sólo reflejaban la claridad lunar demorada en el cielo occidental. No
veía a Gollum. Avanzó un corto trecho y Anborn lo siguió con paso sigiloso.
—¡Continúa!—susurró al oído de Frodo—. Ten
cuidado a tu derecha. Si te caes en el lago, nadie salvo tu amigo pescador
podrá socorrerte. Y no olvides que hay arqueros en las cercanías, aunque tú no
puedas verlos.
Frodo se adelantó con precaución,
valiéndose de las manos a la manera de Gollum para tantear el camino y
mantenerse en equilibrio. Las rocas eran casi todas lisas y planas, pero
resbaladizas. Se detuvo a escuchar. Al principio no oyó otro ruido que el rumor
incesante de la cascada a sus espaldas. Pero pronto distinguió, no muy lejos,
delante de él, un murmullo sibilante.
—Pecesss, buenos pecesss. La Cara Blanca ha
desaparecido, mi tesoro, por fin, sí. Ahora podemos comer pescado en paz. No,
no en paz, mi tesoro. Pues el Tesoro está perdido: sí, perdido. Sucios hobbits,
hobbits malvados. Se han ido, y nos han abandonado, gollum; y el Tesoro
se ha ido también. El pobre Sméagol no tiene a nadie ahora. No más Tesoro. Hombres
malos lo tomarán, me robarán mi Tesoro. Ladrones. Los odiamos. Pecesss, buenos
buenos pecesss. Nos dan fuerzas. Nos ponen los ojos brillantes y los dedos
recios, sí. Estrangúlalos, tesoro. Estrangúlalos a todos, sí, si tenemos la
oportunidad. Buenos pecesss. ¡Buenos pecesss!
Y así continuó, casi tan incesante como el
agua de la cascada, interrumpido solamente por un débil ruido de salivación y
gorgoteo. Frodo se estremeció, escuchando con piedad y repugnancia. Deseaba que
se interrumpiera de una vez y que nunca más tuviera que escuchar esa voz.
Anborn, detrás de él, no estaba lejos.
Frodo podía volver arrastrándose y pedirle
que los cazadores dispararan los arcos. No les costaría mucho acercarse,
mientras Gollum engullía y no estaba en guardia. Un solo tiro certero, y Frodo
se liberaría para siempre de aquella voz miserable. Pero no, Gollum tenía ahora
derechos sobre él. El sirviente adquiere derechos sobre su amo a cambio de
servirlo, aun cuando lo haga por temor. Sin Gollum se habrían hundido en las ciénagas
de los Muertos. Y además Frodo sabía de algún modo, y con absoluta certeza, que
Gandalf hubiera defendido la vida de Gollum.
—¡Sméagol!—llamó en voz baja.
—Pecesss, buenos pecesss—dijo la voz.
—¡Sméagol!—repitió Frodo, un poco más alto.
La voz calló. —Sméagol, el amo ha venido a buscarte. El amo está aquí. ¡Ven,
Sméagol!—No hubo respuesta, pero sí un suave silbido.—¡Ven,
Sméagol!—dijo Frodo—. Estamos en peligro. Los hombres te matarán, si te
encuentran aquí. Ven pronto, si quieres escapar a la muerte. ¡Ven al amo!
—¡No!—dijo la voz—. Amo no bueno. Abandona
al pobre Sméagol y se va con otros amigos. Amo puede esperar. Sméagol no ha
terminado.
—No hay tiempo—dijo Frodo—. Trae el pescado
contigo. ¡Ven!
—¡No! Tengo que terminar el pescado.
—¡Sméagol!—dijo Frodo desesperado—. El
Tesoro se enfadará. Sacaré el Tesoro y le diré: haz que se trague las espinas y
se ahogue. Nunca más probarás pescado. Ven. ¡El Tesoro espera!
Hubo un silbido agudo. Un instante después,
Gollum emergió de la oscuridad en cuatro patas, como un perro errabundo que
acude a una llamada. Tenía en la boca un pescado comido a medias y otro en la
mano. Se detuvo muy cerca de Frodo, casi nariz con nariz, y lo olió. Los ojos
pálidos le brillaban. Entonces se sacó el pescado de la boca y se irguió.
—¡Buen amo!—murmuró—. Buen hobbit, venir a
buscar al pobre Sméagol. El buen Sméagol ha venido. Ahora vamos, pronto, sí. A
través de los árboles, mientras las Caras están oscuras. ¡Sí pronto, vamos!
—Sí, pronto iremos—dijo Frodo—. Pero no en
seguida. Yo iré contigo como prometí. Te lo prometo de nuevo. Pero no ahora.
Todavía no estás a salvo. Yo te salvaré, pero tienes que confiar en mí.
—¿Tenemos que confiar en el amo?—dijo
Gollum, dudando—. ¿Por qué no partir en seguida? ¿Dónde está el otro, el hobbit
malhumorado y grosero? ¿Dónde está?
—Allá arriba—dijo Frodo, señalando la
cascada—. No partiré sin él. Tenemos que ir a buscarlo. —Se le encogió el
corazón. Esto se parecía demasiado a una celada. No temía en realidad que
Faramir permitiese que mataran a Gollum, pero probablemente lo tomaría
prisionero y lo haría atar; y lo que Frodo estaba haciendo le parecería sin
duda una traición a la infeliz criatura traicionera. Quizá nunca llegaría a
comprender o creer que Frodo le había salvado la vida del único modo posible.
¿Qué otra cosa podía hacer, para guardar al menos cierta lealtad a uno y a
otro?—¡Ven!—dijo—. Si no vienes el Tesoro se enfadará. Ahora volveremos,
subiendo por la orilla del río. ¡Adelante, adelante, tú irás al frente!
Gollum trepó un corto trecho junto a la
orilla, olisqueando con recelo. Muy pronto se detuvo y levantó la cara. —¡Hay
algo allí!—dijo—. No es un hobbit. —Retrocedió bruscamente. Una luz verde le
brillaba en los ojos saltones. —¡Amo, amo!—siseó—. ¡Malvado!
¡Astuto! ¡Falso!—Escupió y extendió los brazos largos chasqueando los dedos.
En ese momento la gran forma negra de
Anborn apareció por detrás y cayó sobre él. Una mano grande y fuerte lo tomó
por la nuca y lo inmovilizó. Gollum giró en redondo con la celeridad de un
rayo, mojado como estaba y cubierto de lodo, retorciéndose como una anguila,
mordiendo y arañando como un gato. Pero otros dos hombres salieron de las
sombras.
—¡Quieto!—le dijo uno de ellos—. O te
ensartaremos más púas que las de un puercoespín. ¡Quieto!
Gollum se derrumbó y empezó a gimotear y
lloriquear. Los hombres lo ataron con cuerdas, sin demasiados miramientos.
—¡Despacio, despacio!—dijo Frodo—. No tiene
tanta fuerza como vosotros. No lo lastiméis, si podéis evitarlo. Se calmará.
¡Sméagol! No te harán daño. Yo iré contigo y no pasará nada. A menos que me
maten también a mí. ¡Ten confianza en el amo!
Gollum volvió la cabeza y escupió a Frodo
en la cara. Los hombres lo alzaron, lo embozaron con un capuchón hasta los
ojos, y se lo llevaron.
Frodo los siguió, sintiéndose profundamente
desdichado. Pasaron por la abertura disimulada entre los arbustos, y a través
de las escaleras y los pasadizos regresaron a la caverna. Ya habían encendido
dos o tres antorchas. Los hombres iban de un lado a otro, en plena actividad.
Sam, que estaba allí, lanzó una mirada curiosa al bulto fofo que los cazadores
llevaban a la rastra. —¿Usted lo atrapó?—le preguntó a Frodo.
—Sí. Bueno, no, no lo atrapé yo. Él vino
voluntariamente, porque confió en mí al principio, me temo. Yo no quería que lo
atasen así. Ojalá salga bien; pero odio todo esto.
—También yo—dijo Sam—. Y nunca nada saldrá
bien donde se encuentre esa criatura abominable.
Un hombre se acercó a los hobbits, les hizo
una seña y los condujo al nicho del fondo de la caverna. Allí Faramir los
esperaba sentado en su silla, y en la hornacina la lámpara estaba encendida
otra vez. Con un ademán invitó a los hobbits a sentarse junto a él, en los
taburetes. —Traed vino para los huéspedes—dijo—. Y
traedme al prisionero.
Sirvieron el vino, y un momento después
entró Anborn, llevando a Gollum. Levantándole el capuchón, lo ayudó a ponerse
en pie, permaneciendo junto a él para sostenerlo. Gollum entornó los ojos,
ocultando detrás de los párpados pálidos y pesados una mirada maligna.
Chorreando agua y entumecido, y con olor a pescado (todavía llevaba uno
apretado en la mano), parecía la viva imagen de la miseria; los cabellos ralos
le colgaban como algas fétidas sobre las órbitas huesudas, la nariz le
moqueaba.
—¡Desatadnos! ¡Desatadnos!—dijo—. La cuerda
nos hace daño, sí, nos lastima, duele, y no hicimos nada.
—¿Nada?—dijo Faramir clavando en la infeliz
criatura una mirada incisiva, pero sin expresión alguna, ni de cólera, ni de
piedad ni de extrañeza—. ¿Nada? ¿Nunca hiciste nada que mereciera que te atasen
o castigos peores? No es a mí, sin embargo, a quien incumbe juzgarte. Por
fortuna. Pero esta noche has venido a un lugar donde sólo venir significa la
muerte. Caros se pagan los peces de este lago.
Gollum dejó caer el pescado que tenía en la
mano. —No
queremos pescado—dijo.
—El precio no está en el pescado—dijo
Faramir—. Basta venir aquí y mirar el lago para merecer la muerte. Si hasta
este momento te he perdonado la vida ha sido gracias a las súplicas del amigo
Frodo, quien dice que él al menos te debe cierta gratitud. Pero también a mí
tendrás que satisfacerme. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Y a dónde vas?
¿Cuál es tu ocupación?
—Estamos perdidos—dijo Gollum—. Sin nombre,
sin ocupación, sin el Tesoro, nada. Sólo vacío. Sólo hambre; sí, tenemos
hambre. Unos pocos pescaditos, horribles pescaditos espinosos para una pobre
criatura, y ellos dicen muerte. Tan sabios son; tan justos, tan
verdaderamente justos.
—No verdaderamente sabios—dijo Faramir—.
Pero justos sí, tal vez: tan justos como lo permite nuestra menguada sabiduría.
¡Desátalo, Frodo!—Faramir sacó del cinto un cuchillo pequeño y se lo tendió a
Frodo. Gollum, interpretando mal el gesto, lanzó un chillido y se desplomó.
—¡Vamos, Sméagol!—dijo Frodo—. Tienes que
confiar en mí. No te abandonaré. Contesta con veracidad, si puedes. Te hará
bien, no mal. —Cortó las cuerdas que sujetaban las muñecas y los tobillos de
Gollum, y lo ayudó a ponerse en pie.
—¡Acércate!—dijo Faramir—. ¡Mírame! ¿Conoces
el nombre de este lugar? ¿Has estado antes aquí?
Gollum levantó la vista lentamente y de
mala gana miró a Faramir. La luz se le apagó en los ojos, y por un instante los
clavó, taciturnos y pálidos, en los ojos claros e imperturbables del hombre de
Gondor. Hubo un silencio de muerte. De pronto Gollum dejó caer la cabeza y se
enroscó sobre sí mismo, hasta quedar en el suelo tembloroso, hecho un ovillo. —No
sabemos y no queremos saber—gimoteó—. Nunca vinimos aquí; nunca volveremos.
—Hay en tu mente puertas y ventanas condenadas,
y recintos oscuros detrás—dijo Faramir—. Pero en esto juzgo que eres sincero.
Mejor para ti. ¿Sobre qué jurarás no volver nunca más y no guiar hasta aquí ni
con palabras ni por señas a ningún ser viviente?
—El amo sabe—dijo Gollum con una mirada de
soslayo a Frodo—. Sí, él sabe. Lo prometeremos al amo, si él nos salva. Se lo
prometemos al Tesoro, sí. —Se arrastró hasta los pies de Frodo. —¡Sálvanos,
buen amo!—gimió—. Sméagol se lo promete al Tesoro, lo promete lealmente. ¡Jamás
volveré, jamás hablaré, nunca más! ¡No, tesoro, no!
—¿Estás satisfecho?—preguntó Faramir.
—Sí—dijo Frodo—. En todo caso, o aceptáis
esta promesa o aplicáis la ley. Más no conseguirás. Pero yo le prometí que sí
venía a mí no le harían ningún daño. Y no me gustaría faltar a mi palabra.
Faramir permaneció pensativo un momento. —Muy
bien—dijo al cabo hablándole a Gollum—. Te entrego a manos de tu amo, Frodo
hijo de Drogo. ¡Que él declare qué hará contigo!
—Pero, señor Faramir—dijo Frodo inclinándose—,
no has declarado aún tu voluntad respecto al susodicho Frodo, y hasta tanto no
la des a conocer él no podrá trazar ningún plan ni para él mismo ni para sus
compañeros. Tu decisión quedó postergada hasta la mañana; y el amanecer ya está
muy próximo.
—Entonces declararé mi sentencia—dijo
Faramir—: En lo que a ti concierne, Frodo, en la medida de los poderes que me
son conferidos por una autoridad más alta, te declaro libre en el reino de
Gondor hasta los últimos confines de sus antiguas fronteras; con la sola
salvedad de que ni a ti ni a ninguno de quienes te acompañan le estará
permitido venir aquí a menos que haya sido invitado. Este veredicto tendrá
vigencia por un año y un día, y vencido ese término caducará salvo que antes
vayas tú a Minas Tirith y te presentes ante el señor y senescal de la Ciudad. A
quien rogaré que ratifique mi veredicto y que lo prolongue por vida. De aquí a
entonces, toda persona que tomes bajo tu protección estará también bajo mi
protección y al amparo del escudo de Gondor. ¿Te satisface esta respuesta?
Frodo se inclinó profundamente. —Me
satisface, sí—dijo—, y permíteme que te ofrezca mis servicios, si fueran dignos
de alguien tan noble y tan honorable.
—Son altamente dignos—dijo Faramir—. Y
ahora, Frodo, ¿tomas a esta criatura, Sméagol, bajo tu protección?
—Sí, tomo a Sméagol bajo mi protección—dijo
Frodo. Sam dejó escapar un sonoro suspiro; y no a causa de las fórmulas de
cortesía, las cuales, como lo haría cualquier hobbit, aprobada sin reservas. A
decir verdad, en La Comarca un asunto de esa naturaleza habría exigido muchas
más reverencias y más palabras.
—En ese caso—dijo Faramir volviéndose a
Gollum—, te advierto que pesa sobre ti una sentencia de muerte. Pero mientras
permanezcas junto a Frodo estarás a salvo, por lo que a mí me atañe. No obstante,
si alguna vez un hombre de Gondor te encontrase merodeando y sin tu amo, la
sentencia será ejecutada. Y quiera la muerte llegar pronto a ti, dentro o fuera
de Gondor, si no le sirves con la debida lealtad. Y ahora, respóndeme: ¿a dónde
querías ir? Eres su guía, dice él. ¿A dónde lo llevabas?—Gollum no respondió.
—No admitiré secretos en cuanto a esto—dijo
Faramir—. Respóndeme, o revocaré mi veredicto. —Tampoco esta vez Gollum
respondió.
—Yo responderé por él—dijo Frodo—. Me guio
hasta la Puerta Negra, como yo se lo había pedido; pero esa puerta era
infranqueable.
—No hay ninguna puerta abierta para entrar
en la Tierra Sin Nombre—dijo Faramir.
—Por lo tanto, cambiamos de rumbo y vinimos
por la ruta del sur—prosiguió Frodo—; pues según él hay, o puede haber un
camino cerca de Minas Ithil.
—Minas Morgul—dijo Faramir.
—No lo sé exactamente—dijo Frodo—; pero el
camino trepa, creo, entre las montañas del lado norte del valle, donde se alza
la ciudad antigua. Sube hasta muy arriba, hasta una hendidura, y luego
desciende otra vez hasta... lo que está más allá.
—¿Conoces el nombre de esa garganta?—dijo
Faramir.
—No—respondió Frodo.
—Se llama Cirith Ungol. —Gollum lanzó un
silbido agudo y se puso a mascullar. —¿No es ese el nombre?—dijo Faramir,
volviéndose a Gollum.
—¡No!—dijo Gollum, y en seguida gimió, como
si le hubieran dado un puñetazo—. Sí,
sí, hemos oído ese nombre, una vez. Pero ¿qué nos importa el nombre? El amo
dice que él necesita entrar. Es preciso entonces que tratemos de encontrar
algún camino. No hay otro camino posible, no.
—¿No hay otro camino?—dijo Faramir—. ¿Y tú
cómo lo sabes? ¿Quién ha explorado todos los confines de este reino sombrío?—Miró
a Gollum larga y pensativamente. Luego volvió a hablar: —Llévate de aquí a esta
criatura, Anborn. Trátala con dulzura, pero vigílala. Y tú, Sméagol, no
intentes arrojarte en las cascadas. Allí las rocas tienen dientes tan afilados
que morirás antes de tiempo. ¡Déjanos pues, y llévate tu pescado!
Anborn salió de la cueva, y Gollum fue
delante de él, sumisamente. La cortina se cerró tras ellos.
—Frodo, pienso que eres demasiado imprudente
en este asunto—dijo Faramir—.
No creo que tengas que ir con esa criatura. Es malvada.
—No, no es del todo malvada—dijo Frodo.
—No del todo, quizá—dijo Faramir—; pero la
malicia está devorándolo como un chancro, y el mal crece. No te conducirá a
nada bueno. Si te separas de él, le daré un salvoconducto y un guía, y haré que
lo acompañen al punto que él nombre, a lo largo de la frontera de Gondor.
—No lo aceptaría—dijo Frodo—. Me seguiría
como lo ha hecho durante tanto tiempo. Y yo le he prometido muchas veces
tomarlo bajo mi protección e ir a donde él me lleve. ¿No me pedirás que falte a
la palabra que he empeñado?
—No—respondió Faramir—. Pero mi corazón te
lo pediría. Parece menos grave aconsejar a alguien que falte a una promesa que
hacerlo uno mismo, sobre todo si se trata de un amigo atado involuntariamente
por un juramento nefasto. Pero ahora... tendrás que soportarlo si quiere ir
contigo. Sin embargo, no me parece necesario que tengas que ir a Cirith Ungol,
del que no te ha dicho ni la mitad de lo que sabe. Esto al menos lo vi claro en
la mente de ese Sméagol. ¡No vayas a Cirith Ungol!
—¿A dónde iré entonces?—dijo Frodo—.
¿Volveré a la Puerta Negra para entregarme a los guardias? ¿Qué sabes tú en
contra de ese lugar que hace su nombre tan temible?
—Nada cierto—respondió Faramir—. Nosotros
los de Gondor nunca cruzamos en nuestros días al este del camino, y menos
nuestros hombres más jóvenes, así como ninguno de nosotros ha puesto jamás el
pie en las montañas de las Sombras. De esos parajes sólo conocemos los antiguos
relatos y los rumores de tiempos lejanos. Pero la sombra de un terror oscuro se
cierne sobre los pasos que dominan Minas Morgul. Cuando se pronuncia el nombre
de Cirith Ungol, los ancianos y los maestros del saber se ponen pálidos y
enmudecen.
»El valle de Minas Morgul cayó en poder del
mal hace mucho tiempo, y era una amenaza y un lugar de terror cuando el enemigo
se había retirado muy lejos, e Ithilien estaba en su mayor parte bajo nuestra
protección. Como sabes, esa ciudad fue antaño una plaza fuerte, orgullosa y
espléndida, hermana gemela de nuestra propia ciudad. Pero se apoderaron de ella
hombres feroces, que el enemigo había dominado en sus primeras guerras, y que
luego de su caída erraban sin hogar y sin amo. Se dice que sus señores eran
hombres de Númenor que se habían entregado a una maldad oscura: el enemigo les
había dado Anillos de Poder, y los había devorado: se habían convertido en
espectros vivientes, terribles y nefastos. Y cuando el enemigo partió, tomaron
Minas Ithil y allí vivieron, y la ciudad declinó, así como todo el valle
circundante: parecía vacía mas no lo estaba, pues un temor informe habitaba
entre los muros ruinosos. Había allí nueve señores, y después del retorno del
Amo, que favorecieron y prepararon en secreto, adquirieron poder otra vez.
Entonces los nueve jinetes partieron de las puertas del horror, y nosotros no
pudimos resistirlos. No te acerques a esa Ciudadela. Te descubrirán. Es un
lugar de malicia en incesante vigilia, poblado de ojos sin párpados. ¡No vayas
por ese camino!
—¿Pero a dónde entonces me encaminarías tú?—dijo
Frodo—. No puedes, me dices, conducirme tú mismo a las montañas, ni por encima
de ellas. Pero un compromiso solemne contraído con el Concilio me obliga a
atravesarlas, a encontrar un camino o perecer en el intento. Y si me echara
atrás, si rehusara el amargo final del camino, ¿a dónde iría entonces entre los
elfos o los hombres? ¿Querrías tú acaso que yo fuera a Gondor con este Objeto,
el Objeto que volvió loco de deseo a tu hermano? ¿Qué sortilegio obraría en
Minas Tirith? ¿Habrá dos ciudades de Minas Morgul contemplándose mutuamente con
una sonrisa burlona a través de una tierra muerta cubierta de podredumbre?
—Yo no querría que eso sucediera—dijo
Faramir.
—Entonces ¿qué querrías que hiciera yo?
—No lo sé. Pero no que te encaminaras a la
muerte o al suplicio. Y no creo que Mithrandir hubiera elegido ese camino.
—No obstante, puesto que él se ha ido, he de
tomar los caminos que yo pueda encontrar. Y no hay tiempo para una larga
búsqueda—dijo Frodo.
—Es un duro destino y una misión
desesperada, Frodo hijo de Drogo—dijo Faramir—Pero al menos ten presente mi
advertencia: cuídate de ese guía, Sméagol. Ya ha matado una vez. Lo he leído en
sus ojos. —Suspiró.
»Bien, así nos encontramos y así nos
separamos, Frodo hijo de Drogo. No es preciso que te endulce el oído con
palabras de consuelo: no espero volver a verte bajo este sol. Pero ahora
partirás con mis bendiciones, sobre ti, y sobre todo tu pueblo. Descansa un
poco mientras preparan alimentos para vosotros.
»Mucho me gustaría saber por qué medios esa
criatura escurridiza, Sméagol, llegó a poseer el Objeto de que hablamos, y cómo
lo perdió, pero no te importunaré con eso ahora. Si algún día, contra toda
esperanza, regresas a las tierras de los vivos y una vez más nos narramos
nuestras historias, sentados junto a un muro y al sol, riéndonos de las
congojas pasadas, tú entonces me lo contarás. Hasta ese día, o algún otro
momento más allá de lo que alcanzan a ver las piedras videntes de Númenor,
¡adiós!
Se levantó, se inclinó profundamente ante
Frodo, y corriendo la cortina entró en la caverna.
XLIII.EL PASO DE LA COMPAÑÍA GRIS
EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO II
Gandalf había
desaparecido, y los ecos de los cascos de Sombragrís se habían perdido en la
noche. Merry volvió a reunirse con Aragorn. Apenas tenía equipaje, pues había
perdido todo en Parth Galen, y sólo llevaba las pocas cosas útiles que
recogiera entre las ruinas de Isengard. Hasufel ya estaba enjaezado. Legolas y
Gimli y el caballo de ellos esperaban cerca.
—Así que todavía
quedan cuatro miembros de la Compañía—dijo Aragorn—. Seguiremos cabalgando
juntos. Pero no iremos solos, como yo pensaba. El rey está ahora decidido a
partir inmediatamente. Desde que apareció la sombra alada, sólo piensa en
volver a las colinas al amparo de la noche.
—¿Y de allí, a dónde
iremos luego? —le preguntó Legolas.
—No lo sé aún—respondió
Aragorn—. En cuanto al rey, partirá para la revista de armas que ha convocado
en Edoras dentro de cuatro noches. Y allí, supongo, tendrá noticias de la
guerra, y los jinetes de Rohan descenderán a Minas Tirith. Excepto yo, y los
que quieran seguirme...
—¡Yo, para empezar! —gritó
Legolas.
—¡Y Gimli con él!—dijo
el enano.
—Bueno—dijo Aragorn—,
en cuanto a mí, todo lo que veo es oscuridad. También yo tendré que ir a Minas
Tirith, pero aún no distingo el camino. Se aproxima una hora largamente
anticipada.
—¡No me abandonéis!—dijo
Merry—. Hasta ahora no he prestado mucha utilidad, pero no quiero que me dejen
de lado, como esos equipajes que uno retira cuando todo ha concluido. No creo
que los jinetes quieran ocuparse de mí en este momento. Aunque en verdad el rey
dijo que a su retorno me haría sentar junto a él, para que le hablase de La
Comarca.
—Es verdad—dijo
Aragorn—, y creo, Merry, que tu camino es el camino del rey. No esperes, sin
embargo, un final feliz. Pasará mucho tiempo, me temo, antes que Théoden pueda
reinar nuevamente en paz en Meduseld. Muchas esperanzas se marchitarán en esta
amarga primavera.
Pronto todos
estuvieron listos para la partida: veinticuatro jinetes, con Gimli en la grupa
del caballo de Legolas y Merry delante de Aragorn. Poco después corrían a
través de la noche. No hacía mucho que habían pasado los túmulos de los vados
del Isen, cuando un jinete se adelantó desde la retaguardia.
—Mi señor—dijo,
hablándole al rey—, hay hombres a caballo detrás de nosotros. Me pareció oírlos
cuando cruzábamos los vados. Ahora estamos seguros. Vienen a galope tendido y
están por alcanzarnos.
Sin pérdida de tiempo,
Théoden ordenó un alto. Los jinetes dieron media vuelta y empuñaron las lanzas.
Aragorn se apeó del caballo, depositó en el suelo a Merry, y desenvainando la
espada aguardó junto al estribo del rey. Éomer y su escudero volvieron a la
retaguardia. Merry se sentía más que nunca un trasto inútil, y se preguntó qué
podría hacer en caso de que se librase un combate. En el supuesto de que la
pequeña escolta del rey fuera atrapada y sometida, y él lograse huir en la
oscuridad... solo en las tierras vírgenes de Rohan sin idea de dónde estaba en
aquella infinidad de millas... «¡Inútil!», se dijo. Desenvainó la espada
y se ajustó el cinturón.
La luna declinaba
oscurecida por una gran nube flotante, pero de improviso volvió a brillar. En
seguida llegó a oídos de todos el ruido de los cascos, y en el mismo momento
vieron unas formas negras que avanzaban rápidamente por el sendero de los
vados. La luz de la luna centelleaba aquí y allá en las puntas de las lanzas.
Era imposible estimar el número de los perseguidores, pero no parecía inferior
al de los hombres de la escolta del rey.
Cuando estuvieron a
unos cincuenta pasos de distancia, Éomer gritó con voz tonante: —¡Alto! ¡Alto!
¿Quién cabalga en Rohan?
Los perseguidores
detuvieron de golpe a los caballos. Hubo un momento de silencio; y entonces, a
la luz de la luna, vieron que uno de los jinetes se apeaba y se adelantaba
lentamente. Blanca era la mano que levantaba, con la palma hacia adelante, en
señal de paz; pero los hombres del rey empuñaron las armas. A diez pasos el
hombre se detuvo. Era alto, una sombra oscura y enhiesta. De pronto habló, con
voz clara y vibrante.
—¿Rohan?
¿Habéis dicho Rohan? Es una palabra grata. Desde muy lejos venimos
buscando este país, y llevamos prisa.
—Lo habéis encontrado—dijo
Éomer—. Allá, cuando cruzasteis los vados, entrasteis en Rohan. Pero estos son
los dominios del rey Théoden, y nadie cabalga por aquí sin su licencia.
¿Quiénes sois? ¿Y por qué esa prisa?
—Yo soy Halbarad dúnadan,
montaraz del norte—respondió el hombre—. Buscamos a un tal Aragorn hijo de
Arathorn, y habíamos oído que estaba en Rohan.
—¡Y lo habéis
encontrado también!—exclamó Aragorn. Entregándole las riendas a Merry, corrió a
abrazar al recién llegado—. ¡Halbarad!—dijo—. ¡De todas las alegrías, esta es
la más inesperada!
Merry dio un suspiro
de alivio. Había pensado que se trataba de una nueva artimaña de Saruman para
sorprender al rey cuando sólo lo protegían unos pocos hombres; pero al parecer
no iba a ser necesario morir en defensa de Théoden, al menos por el momento.
Volvió a envainar la espada.
—Todo bien—dijo
Aragorn, regresando a la Compañía—. Son hombres de mi estirpe venidos del país
lejano en que yo vivía. Pero a qué han venido, y cuántos son, Halbarad nos lo
dirá.
—Tengo conmigo treinta
hombres—dijo Halbarad—. Todos los de nuestra sangre que pude reunir con tanta
prisa; pero los hermanos Elladan y Elrohir nos han acompañado, pues desean ir a
la guerra. Hemos cabalgado lo más rápido posible, desde que llegó tu llamada.
—Pero yo no os llamé—dijo
Aragorn—, salvo con el deseo; a menudo he pensado en vosotros, y nunca más que
esta noche; sin embargo, no os envié ningún mensaje. ¡Pero vamos! Todas estas
cosas pueden esperar. Nos encontráis viajando de prisa y en peligro.
Acompañadnos por ahora, si el rey lo permite.
En realidad, la
noticia alegró a Théoden. —¡Magnífico!—dijo—. Si estos hombres de tu misma
sangre se te parecen, mi señor Aragorn, treinta de ellos serán una fuerza que
no puede medirse por el número.
Los jinetes reanudaron
la marcha, y Aragorn cabalgó algún tiempo con los dúnedain; y luego que
hubieron comentado las noticias del norte y del sur, Elrohir le dijo:
—Te traigo un mensaje
de mi padre: Los días son cortos. Si el tiempo apremia, recuerda los
Senderos de los Muertos.
—Los días me
parecieron siempre demasiado cortos para que mi deseo se cumpliera—respondió
Aragorn—. Pero grande en verdad tendrá que ser mi prisa si tomo ese camino.
—Eso lo veremos pronto—dijo
Elrohir—. ¡Pero no hablemos más de estas cosas a campo raso!
Entonces Aragorn le
dijo a Halbarad: —¿Qué es eso que llevas, primo?—Pues había notado que en vez
de lanza empuñaba un asta larga, como si fuera un estandarte, pero envuelta en
un apretado lienzo negro y atada con muchas correas.
—Es un regalo que te
traigo de parte de la dama de Rivendel—respondió Halbarad—. Lo hizo ella misma
en secreto y fue un largo trabajo. Y también te envía un mensaje: Cortos son
ahora los días. O nuestras esperanzas se cumplirán, o será el fin de toda
esperanza. ¡Adiós, Piedra de Elfo!
Y Aragorn dijo: —Ahora
sé lo que traes. ¡Llévalo aún en mi nombre algún tiempo!—Y dándose vuelta miró
a lo lejos hacia el norte bajo las grandes estrellas, y se quedó en silencio y
no volvió a hablar mientras duró la travesía nocturna.
La noche era vieja y
el cielo gris en el este cuando salieron por fin de la hondonada del abismo y
llegaron a Cuernavilla. Allí decidieron descansar un rato, y deliberar. Merry
durmió hasta que Legolas y Gimli lo despertaron. —El sol está alto—le dijo Legolas—.
Ya todos andan ocupados de aquí para allá. Vamos, señor Zángano, ¡levántate y
ve a echar una mirada, mientras todavía estás a tiempo!
—Hubo una batalla
aquí, hace tres noches—dijo Gimli—, y aquí fue donde Legolas y yo jugamos una
partida que yo gané por un solo orco. ¡Ven y verás cómo fue! ¡Y hay cavernas,
Merry, cavernas maravillosas! ¿Crees que podremos visitarlas, Legolas?
—¡No! No tenemos
tiempo—dijo el elfo—. ¡No estropees la maravilla con la impaciencia! Te he dado
mi palabra de que volveré contigo, si tenemos alguna vez un día de paz y
libertad. Pero ya es casi mediodía, y a esa hora comeremos, y luego partiremos
otra vez, tengo entendido.
Merry se levantó y
bostezó. Las escasas horas de sueño habían sido insuficientes; se sentía
cansado y bastante triste. Echaba de menos a Pippin, y tenía la impresión de no
ser sino una carga, mientras todos los demás trabajaban de prisa preparando
planes para algo que él no terminaba de entender. —¿Dónde está Aragorn?—preguntó.
—En una de las cámaras
altas de la villa—le respondió Legolas—. No ha dormido ni descansado, me
parece. Subió allí hace unas horas, diciendo que necesitaba reflexionar, y sólo
lo acompañó su primo, Halbarad; pero tiene una duda oscura o alguna
preocupación.
—Es una compañía
extraña, la de estos recién llegados—dijo Gimli—. Son hombres recios y
arrogantes; junto a ellos los jinetes de Rohan parecen casi niños; tienen
rostros feroces, como de roca gastada por los años casi todos ellos, hasta el
propio Aragorn; y son silenciosos.
—Pero lo mismo que
Aragorn, cuando rompen el silencio son corteses—dijo Legolas—. ¿Y has observado
a los hermanos Elladan y Elrohir? Visten ropas menos sombrías que los demás, y
tienen la belleza y la arrogancia de los señores elfos; lo que no es extraño en
los hijos de Elrond de Rivendel.
—¿Por qué han venido?
¿Lo sabes?—preguntó Merry. Se había vestido, y echándose sobre los hombros la
capa gris, marchó con sus compañeros hacia la puerta destruida de la villa.
—En respuesta a una
llamada, tú mismo lo oíste—dijo Gimli—. Dicen que un mensaje llegó a Rivendel: Aragorn
necesita la ayuda de los suyos. ¡Que los dúnedain se unan a él en Roban! Pero
de dónde les llegó este mensaje, ahora es un misterio para ellos. Lo ha de
haber enviado Gandalf, presumo yo.
—No, Galadriel—dijo
Legolas—. ¿No habló por boca de Gandalf de la cabalgata de la Compañía Gris
llegada del norte?
—Sí, tienes razón—dijo
Gimli—. ¡La dama del bosque! Ella lee en los corazones y las esperanzas. ¿Por
qué, Legolas, no habremos deseado la compañía de algunos de los nuestros?
Legolas se había
detenido frente a la puerta, el bello rostro atribulado, la mirada perdida en
la lejanía, hacia el norte y el este. —Dudo que alguno quisiera acudir—respondió—.
No necesitan venir tan lejos a la guerra: la guerra avanza ya sobre ellos.
Durante un rato
caminaron los tres, comentando tal o cual episodio de la batalla, y
descendieron por la puerta rota y pasaron delante de los túmulos de los caídos
en el prado que bordeaba el camino; al llegar a la Empalizada de Helm se
detuvieron y se asomaron a contemplar la hondonada del abismo. Negro, alto y
pedregoso, ya se alzaba allí el cerro de la Muerte, y podía verse la hierba que
los huorns habían pisoteado y
aplastado. Los dunlendinos y numerosos hombres de la guarnición del Fuerte
estaban trabajando en la empalizada o en los campos, y alrededor de los muros
semiderruidos; sin embargo, había una calma extraña: un valle cansado que
reposa luego de una tempestad violenta. Los hombres regresaron pronto para el
almuerzo, que se servía en la sala del Fuerte.
El rey ya estaba allí;
no bien los vio entrar, llamó a Merry y pidió que le pusieran un asiento junto
al suyo. —No es lo que yo hubiera querido—dijo Théoden—; poco se parece este
lugar a mi hermosa morada de Edoras. Y tampoco nos acompaña tu amigo, aunque
tendría que estar aquí. Sin embargo, es posible que pase mucho tiempo antes que
podamos sentarnos, tú y yo, a la alta mesa de Meduseld; y no habrá ocasión para
fiestas cuando yo regrese. ¡Adelante! Come y bebe, y hablemos ahora mientras
podamos. Y luego cabalgarás conmigo.
—¿Puedo?—dijo Merry,
sorprendido y feliz. —¡Sería maravilloso! —Nunca una palabra amable había
despertado en él tanta gratitud. —Temo no ser más que un impedimento para todos—balbució—,
pero no me arredra ninguna empresa que yo pudiera llevar a cabo, os lo aseguro.
—No lo dudo—dijo el
rey—. He hecho preparar para ti un buen poni de montaña. Te llevará al galope
por los caminos que tomaremos, tan rápido como el mejor corcel. Pues pienso
partir del Fuerte siguiendo los senderos de las montañas, sin atravesar la
llanura, y llegar a Edoras por el camino del Sagrario, donde me espera la dama Éowyn.
Serás mi escudero, si lo deseas. ¿Éomer, hay en el Fuerte algún equipo que pueda
servirle a mi paje de armas?
—No tenemos aquí
grandes reservas, mi señor—respondió Éomer—. Tal vez pudiéramos encontrar un
yelmo liviano, pero no cotas de malla ni espadas para alguien de esta estatura.
—Yo tengo una espada—dijo
Merry, y saltando del asiento, sacó de la vaina negra la pequeña hoja
reluciente. Lleno de un súbito amor por el viejo rey, se hincó sobre una
rodilla, y le tomó la mano y se la besó—. ¿Permitís que deposite a vuestros
pies la espada de Meriadoc de La Comarca, rey Théoden?—exclamó—. ¡Aceptad mis
servicios, os lo ruego!
—Los acepto de todo
corazón—dijo el rey, y posando las manos largas y viejas sobre los cabellos
castaños del hobbit, le dio su bendición.
—¡Y ahora levántate,
Meriadoc, escudero de Rohan de la casa de Meduseld!—dijo—. ¡Toma tu espada y
condúcela a un fin venturoso!
—Seréis para mí como
un padre—dijo Merry.
—Por poco tiempo—dijo
Théoden.
Hablaron así mientras
comían, hasta que Éomer dijo: —Se acerca la hora de la partida, señor. ¿Diré a
los hombres que toquen los cuernos? Mas ¿dónde está Aragorn? No ha venido a
almorzar.
—Nos alistaremos para
cabalgar—dijo Théoden—; pero manda aviso al señor Aragorn de que se aproxima la
hora.
El rey, escoltado por
la guardia y con Merry al lado, descendió por la puerta del Fuerte hasta la
explanada donde se reunían los jinetes. Ya muchos de los hombres esperaban a
caballo. Serían pronto una compañía numerosa, pues el rey estaba dejando en el
Fuerte sólo una pequeña guarnición, y el resto de los hombres cabalgaba ahora
hacia Edoras. Un millar de lanzas había partido ya durante la noche; pero aún
quedaban unos quinientos para escoltar al rey, casi todos los hombres de los
campos y valles del Folde Oeste.
Los montaraces se
mantenían algo apartados, en un grupo ordenado y silencioso, armados de lanzas,
arcos y espadas. Vestían oscuros mantos grises, y las capuchas les cubrían la
cabeza y el yelmo. Los caballos que montaban eran vigorosos y de estampa
arrogante, pero hirsutos de crines; y uno de ellos no tenía jinete: el corcel
de Aragorn, que habían traído del norte, y que respondía al nombre de Roheryn.
En los arreos y gualdrapas de las cabalgaduras no había ornamentos ni
resplandores de oro y pedrerías; y los jinetes mismos no llevaban insignias ni
emblemas, excepto una estrella de plata que les sujetaba el manto en el hombro
izquierdo.
El rey montó a
Crinblanca, y Merry, a su lado, trepó a la silla del poni, Stybba de
nombre. Éomer no tardó en salir por la puerta, acompañado de Aragorn, y de
Halbarad que llevaba el asta enfundada en el lienzo negro, y de dos hombres de
elevada estatura, ni viejos ni jóvenes. Eran tan parecidos estos hijos de Elrond,
que muchos confundían a uno con otro; de cabellos oscuros, ojos grises, y
rostros de una belleza élfica, vestían idénticas mallas brillantes bajo los
mantos de color gris plata. Detrás de ellos iban Legolas y Gimli. Pero Merry
sólo tenía ojos para Aragorn, tan asombroso era el cambio que notaba, como si
muchos años hubiesen descendido en una sola noche sobre él. Tenía el rostro
sombrío, macilento y fatigado.
—Me siento atribulado,
señor—dijo, de pie junto al caballo del rey—. He oído palabras extrañas, y veo
a lo lejos nuevos peligros. He meditado largamente, y temo ahora tener que
cambiar mi resolución. Decidme, Théoden, vais ahora al Sagrario: ¿cuánto
tardaréis en llegar?
—Ya ha pasado una hora
desde el mediodía—dijo Éomer—. Antes de la noche del tercer día a contar desde
ahora llegaremos al Baluarte. Será la primera noche después del plenilunio, y
la revista de armas convocada por el rey se celebrará al día siguiente.
Imposible adelantarnos, si hemos de reunir todas las fuerzas de Rohan.
Aragorn permaneció un
momento en silencio. —Tres días—murmuró—, y el reclutamiento de los hombres de
Rohan apenas habrá comenzado. Pero ya veo que no podemos ir más de prisa. Alzó
la mirada al cielo, y pareció que había decidido algo al fin; tenía una
expresión menos atormentada. En ese caso, y con vuestro permiso, señor, he de
tomar una determinación que me atañe a mí y a mis gentes. Tenemos que seguir nuestro
propio camino y no más en secreto. Pues para mí el tiempo del sigilo ha pasado.
Partiré hacia el este por el camino más rápido, y cabalgaré por los Senderos de
los Muertos.
—¡Los Senderos de
los Muertos!—repitió, temblando, Théoden—. ¿Por qué los nombras?—Éomer se
volvió y escrutó el rostro de Aragorn, y a Merry le pareció que los jinetes más
próximos habían palidecido al oír esas palabras. —Si en verdad hay tales
senderos—prosiguió el rey—, la puerta está en el Sagrario; pero ningún hombre
viviente podrá franquearla.
—¡Ay, Aragorn, amigo
mío! —dijo Éomer—. Tenía la esperanza de que partiríamos juntos a la guerra;
pero si tú buscas los Senderos de los Muertos, ha llegado la hora de
separarnos, y es improbable que volvamos a encontrarnos bajo el sol.
—Ese será, sin
embargo, mi camino—dijo Aragorn—. Mas a ti, Éomer, te digo que quizá volvamos a
encontrarnos en la batalla, aunque todos los ejércitos de Mordor se alcen entre
nosotros.
—Harás lo que te
parezca mejor, mi señor Aragorn—dijo Théoden—. Es tu destino tal vez transitar
por senderos extraños que otros no se atreven a pisar. Esta separación me
entristece y me resta fuerzas; pero ahora tengo que partir, y ya sin más
demora, por los caminos de la montaña. ¡Adiós!
—¡Adiós, señor!—dijo
Aragorn. —¡Galopad hacia la gloria! ¡Adiós, Merry! Te dejo en buenas manos,
mejores que las que esperábamos cuando perseguíamos orcos en Fangorn. Legolas y
Gimli continuarán conmigo la cacería, espero; mas no te olvidaremos.
—¡Adiós!—dijo Merry.
No encontraba nada más que decir. Se sentía muy pequeño, y todas aquellas
palabras oscuras lo desconcertaban y amilanaban. Más que nunca echaba de menos
el inagotable buen humor de Pippin. Ya los jinetes estaban prontos, los
caballos piafaban, y Merry tuvo ganas de partir y que todo acabase de una vez.
Entonces Théoden le
dijo algo a Éomer, y alzó la mano y gritó con voz tonante, y a esa señal los
jinetes se pusieron en marcha. Cruzaron el desfiladero, descendieron la
hondonada del abismo y volviéndose rápidamente hacia el este, tomaron un
sendero que corría al pie de las colinas a lo largo de una milla o más, y que
luego de girar hacia el sur y replegarse otra vez hacia las lomas, desaparecía
de la vista. Aragorn cabalgó hasta el desfiladero y los siguió con los ojos
hasta que la tropa se perdió en lontananza, en lo más profundo del valle. Luego
miró a Halbarad.
—Acabo de ver partir a
tres seres muy queridos—dijo—, y el pequeño no menos querido que los otros. No
sabe qué destino le espera, pero si lo supiese, igualmente iría.
—Gente pequeña pero
muy valerosa—dijo Halbarad. —Poco saben de cómo hemos trabajado en defensa de
las fronteras de La Comarca, pero no les guardo rencor.
—Y ahora nuestros
destinos se entrecruzan—dijo Aragorn—. Y sin embargo, ay, hemos de separarnos.
Bien, tomaré un bocado, y luego también nosotros tendremos que apresurarnos a
partir. ¡Venid, Legolas y Gimli! Quiero hablar con vosotros mientras como.
Volvieron juntos al
Fuerte, y durante un rato Aragorn permaneció silencioso, sentado a la mesa de
la sala, mientras los otros esperaban. —¡Veamos!—dijo al fin Legolas—. ¡Habla y
reanímate y ahuyenta las sombras! ¿Qué ha pasado desde que regresamos en la
mañana gris a este lugar siniestro?
—Una lucha más
siniestra para mí que la batalla de Cuernavilla—respondió Aragorn. —He
escrutado la piedra de Orthanc, amigos míos.
—¿Has escrutado esa
piedra maldita y embrujada?—exclamó Gimli con cara de miedo y asombro. —¿Le has
dicho algo a... Él? Hasta Gandalf temía ese encuentro.
—Olvidas con quién
estás hablando—dijo Aragorn con severidad, y los ojos le relampaguearon. —¿Acaso
no proclamé abiertamente mi título ante las puertas de Edoras? ¿Qué temes que
haya podido decirle a él? No, Gimli—dijo con voz más suave, y la expresión
severa se le borró, y pareció más bien un hombre que ha trabajado en largas y
atormentadas noches de insomnio—. No, amigos míos, soy el dueño legítimo de la piedra,
y no me faltaban ni el derecho ni la entereza para utilizarla o al menos eso
creía yo. El derecho es incontestable. La entereza me alcanzó... a duras penas.
Aragorn tomó aliento.
—Fue una lucha ardua, y la fatiga tarda en pasar. No le hablé, y al final
sometí la piedra a mi voluntad. Soportar eso solo ya le será difícil. Y me vio.
Sí, maese Gimli, me vio, pero no como vosotros me veis ahora. Si eso le sirve
de ayuda, habré hecho mal. Pero no lo creo. Supongo que saber que estoy vivo y
que camino por la tierra fue un golpe duro para él, pues hasta hoy lo ignoraba.
Los ojos de Orthanc no habían podido traspasar la armadura de Théoden; pero
Sauron no ha olvidado a Isildur ni la espada de Elendil. Y ahora, en el momento
preciso en que pone en marcha sus ambiciosos designios, se le revelan el
heredero de Elendil y la espada; pues le mostré la hoja que fue forjada de
nuevo. No es aún tan poderoso como para ser insensible al temor; no, y siempre
lo carcome la duda.
—Pero a pesar de eso
tiene todavía un inmenso poder—dijo Gimli—; y ahora golpeará cuanto antes.
—Un golpe apresurado
suele no dar en el blanco—dijo Aragorn—. Hemos de hostigar al enemigo, sin
esperar ya a que sea él quien dé el primer paso. Porque ved, mis amigos: cuando
conseguí dominar a la piedra, me enteré de muchas cosas. Vi llegar del sur un
peligro grave e inesperado para Gondor, que privará a Minas Tirith de gran
parte de las fuerzas defensoras. Si no es contrarrestado rápidamente, temo que
antes de diez días la ciudad estará perdida para siempre.
—Entonces, está
perdida—dijo Gimli. —Pues ¿qué socorros podríamos enviar y cómo podrían llegar
allí a tiempo?
—No tengo ningún
socorro para enviar, y he de ir yo mismo—dijo Aragorn—. Pero hay un solo camino
en las montañas que pueda llevarme a las tierras de la costa antes que todo se
haya perdido: los Senderos de los Muertos.
—¡Los Senderos de los
Muertos!—dijo Gimli—. Un nombre funesto; y poco grato para los hombres de
Rohan, por lo que he visto. ¿Pueden los vivos marchar por ese camino sin
perecer? Y aun cuando te arriesgues a ir por ahí, ¿qué podrán tan pocos hombres
contra los golpes de Mordor?
—Los vivos jamás
utilizaron ese camino desde la venida de los rohirrim—respondió Aragorn—, pues
les está vedado. Pero en esta hora sombría el heredero de Isildur puede ir por
él, si se atreve. ¡Escuchad! Este es el mensaje que me transmitieron los hijos
de Elrond de Rivendel, hombre versado en las antiguas tradiciones: Exhortad
a Aragorn a que recuerde las palabras del vidente, y los Senderos de los
Muertos.
—¿Y cuáles pueden ser
las palabras del vidente?—preguntó Legolas.
—Así habló Malbeth el
Vidente, en tiempos de Arvedui, último rey de Fornost—dijo Aragorn:
Una larga sombra se cierne sobre la tierra,
y con alas de oscuridad avanza hacia el oeste.
La Torre tiembla; a las tumbas de los reyes
se aproxima el Destino. Los Muertos despiertan;
ha llegado la hora de los perjuros:
de nuevo en pie en la Roca de Erech
oirán un cuerno que resuena en las montañas.
¿De quién será ese cuerno? ¿Quién a los olvidados
llama desde el gris del crepúsculo?
El heredero de aquel a quien juraron lealtad.
Traído por la necesidad, vendrá desde el norte:
y cruzará la Puerta que lleva a los Senderos de los Muertos.[7]
—Sendas oscuras, sin
duda alguna—dijo Gimli—, pero para mí no más que estas estrofas.
—Si deseas entenderlas
mejor, te invito a acompañarme—dijo Aragorn—; pues ése es el camino que ahora
tomaré. Pero no voy de buen grado; me obliga la necesidad. Por lo tanto, sólo
aceptaré que me acompañéis si vosotros mismos lo queréis así, pues os esperan
duras faenas, y grandes temores, sino algo todavía peor.
—Iré contigo aún por
los Senderos de los Muertos y a cualquier fin a que quieras conducirme—dijo
Gimli.
—Yo también te
acompañaré—dijo Legolas—, pues no temo a los muertos.
—Espero que los
olvidados no hayan olvidado las artes de la guerra—dijo Gimli—, porque si así fuera, los habríamos
despertado en vano.
—Eso lo sabremos si
alguna vez llegamos a Erech—dijo Aragorn—. Pero el juramento que quebrantaron
fue el de luchar contra Sauron, y si han de cumplirlo, tendrán que combatir.
Porque en Erech hay todavía una piedra negra que Isildur llevó allí de Númenor,
dicen; y la puso en lo alto de una colina, y sobre ella el rey de las montañas
le juró lealtad en los albores del reino de Gondor. Pero cuando Sauron regresó
y fue otra vez poderoso, Isildur exhortó a los hombres de las montañas a que
cumplieran el juramento, y ellos se negaron; pues en los Años Oscuros habían
reverenciado a Sauron.
«Entonces Isildur le
dijo al rey de las montañas: "Serás el último rey. Y si el oeste
demostrara ser más poderoso que ese Amo Negro, que esta maldición caiga sobre
ti y sobre los tuyos: no conoceréis reposo hasta que hayáis cumplido el
juramento. Pues la guerra durará años innumerables, y antes del fin seréis
convocados una vez más." Y ante la cólera de Isildur, ellos huyeron, y
no se atrevieron a combatir del lado de Sauron; se escondieron en lugares
secretos de las montañas y no tuvieron tratos con los otros hombres, y poco a
poco se fueron replegando en las colinas estériles. Y el terror de los muertos desvelados
se extiende sobre la colina de Erech y todos los parajes en que se refugió esa
gente. Pero ese es el camino que he elegido, puesto que ya no hay hombres vivos
que puedan ayudarme.
Se levantó. —¡Venid!—exclamó,
y desenvainó la espada, y la hoja centelleó en la penumbra de la sala—. ¡A la Piedra
de Erech! Parto en busca de los Senderos de los Muertos. ¡Seguidme, los que
queráis acompañarme!
Legolas y Gimli, sin
responder, se levantaron y siguieron a Aragorn fuera de la sala. Allí, en la
explanada, los montaraces encapuchados aguardaban inmóviles y silenciosos.
Legolas y Gimli montaron a caballo. Aragorn saltó a la grupa de Roheryn.
Halbarad levantó entonces un gran cuerno, y los ecos resonaron en el abismo de
Helm; y a esa señal partieron al galope, y descendieron la hondonada del abismo
como un trueno, mientras los hombres que permanecían en la empalizada o el torreón
los contemplaban estupefactos.
Y mientras Théoden iba
por caminos lentos a través de las colinas, la Compañía Gris cruzaba veloz la
llanura, llegando a Edoras en la tarde del día siguiente. Descansaron un
momento antes de atravesar el valle, y entraron en el Baluarte al caer de la
noche.
La dama Éowyn los
recibió con alegría, pues nunca había visto hombres más fuertes que los
dúnedain y los hermosos hijos de Elrond; pero ella miraba a Aragorn más que a
ningún otro. Y cuando se sentaron a la mesa de la cena, hablaron largamente, y Éowyn
se enteró de lo que había pasado desde la partida de Théoden, de quien no había
tenido más que noticias breves y escuetas; y cuando le narraron la batalla del abismo
de Helm, y las bajas sufridas por el enemigo, y la acometida de Théoden y sus
jinetes, le brillaron los ojos.
Pero al cabo dijo: —Señores,
estáis fatigados e iréis ahora a vuestros lechos, tan cómodos como lo ha
permitido la premura con que han sido preparados. Mañana os procuraremos
habitaciones más dignas.
Pero Aragorn le dijo:
—¡No, señora, no os preocupéis por nosotros! Bastará con que podamos descansar
aquí esta noche y desayunar por la mañana. Porque la misión que he de cumplir
es muy urgente y tendremos que partir con las primeras luces.
La dama sonrió, y
dijo: —Entonces, señor, habéis sido muy generoso, al desviaros tantas millas
del camino para venir aquí, a traerle noticias a Éowyn, y hablar con ella en su
exilio.
—Ningún hombre en
verdad contaría este viaje como tiempo perdido—le dijo Aragorn—; no obstante,
no hubiera venido si el camino que he de tomar no pasara por el Sagrario.
Y ella le respondió
como si lo que tenía que decir no le gustara: —En ese caso, señor, os habéis
extraviado, pues del valle Sagrado no parte ninguna senda, ni al este ni al
sur; haríais mejor en volver por donde habéis venido.
—No, señora—dijo él—,
no me he extraviado; conozco este país desde antes que vos vinierais a
agraciarlo. Hay un camino para salir de este valle, y ese camino es el que he
de tomar. Mañana cabalgaré por los Senderos de los Muertos.
Ella lo miró entonces
como agobiada por un dolor súbito, y palideció, y durante un rato no volvió a
hablar, mientras todos esperaban en silencio. —Pero Aragorn—dijo al fin—¿entonces
vuestra misión es ir en busca de la muerte? Pues sólo eso encontraréis en
semejante camino. No permiten que los vivos pasen por ahí.
—Acaso a mí me dejen
pasar—dijo Aragorn—; de todos modos lo intentaré; ningún otro camino puede
servirme.
—Pero es una locura—exclamó
la dama—. Hay con vos caballeros de reconocido valor, a quienes no tendríais
que arrastrar a las sombras, sino guiarlos a la guerra, donde se necesitan
tantos hombres. Esperad, os suplico, y partid con mi hermano; así habrá alegría
en nuestros corazones, y nuestra esperanza será más clara.
—No es locura, señora—repuso
Aragorn—: es el camino que me fue señalado. Quienes me siguen así lo decidieron
ellos mismos, y si ahora prefieren desistir, y cabalgar con los rohirrim,
pueden hacerlo. Pero yo iré por los Senderos de los Muertos, solo, si es
preciso.
Y no hablaron más y
comieron en silencio; pero Éowyn no apartaba los ojos de Aragorn, y el dolor
que la atormentaba era visible para todos. Al fin se levantaron, se despidieron
de la dama, y luego de darle las gracias, se retiraron a descansar.
Pero cuando Aragorn
llegaba al pabellón que compartiría esa noche con Legolas y Gimli, donde sus
compañeros ya habían entrado, la dama lo siguió y lo llamó. Aragorn se volvió y
la vio, una luz en la noche, pues iba vestida de blanco; pero tenía fuego en la
mirada.
—¡Aragorn!—le dijo—¿por
qué queréis tomar ese camino funesto?
—Porque he de hacerlo—fue
la respuesta—. Sólo así veo alguna esperanza de cumplir mi cometido en la
guerra contra Sauron. No elijo los caminos del peligro, Éowyn. Si escuchara la
llamada de mi corazón, estaría a esta hora en el lejano norte, paseando por el
hermoso valle de Rivendel.
Ella permaneció en
silencio un momento, como si pensara el significado de aquellas palabras.
Luego, de improviso, puso una mano en el brazo de Aragorn. —Sois un señor
austero e inflexible—dijo—; así es como los hombres conquistan la gloria. —Hizo
una pausa. —Señor—prosiguió—, si tenéis que partir, dejad que os siga. Estoy
cansada de esconderme en las colinas, y deseo afrontar el peligro y la batalla.
—Vuestro deber está
aquí entre los vuestros—respondió Aragorn.
—Demasiado he oído
hablar de deber—exclamó ella—. Pero ¿no soy por ventura de la casa de Eorl, una
virgen guerrera y no una nodriza seca? Ya bastante he esperado con las rodillas
flojas. Si ahora no me tiemblan, parece, ¿no puedo vivir mi vida como yo lo
deseo?
—Pocos pueden hacerlo
con honra—respondió Aragorn—. Pero en cuanto a vos, señora: ¿no habéis aceptado
la tarea de gobernar al pueblo hasta el regreso del señor? Si no os hubieran
elegido, habrían nombrado a algún mariscal o capitán, y no podría abandonar el
cargo, estuviese o no cansado de él.
—¿Siempre seré yo la
elegida?—replicó ella amargamente—. ¿Siempre tendré yo que quedarme en casa
cuando los caballeros parten, dedicada a pequeños menesteres mientras ellos
conquistan la gloria, para que al regresar encuentren lecho y alimento?
—Quizá no esté lejano
el día en que nadie regrese—dijo Aragorn—. Entonces ese valor sin gloria será
muy necesario, pues ya nadie recordará las hazañas de los últimos defensores.
Las hazañas no son menos valerosas porque nadie las alabe.
Y ella respondió: —Todas
vuestras palabras significan una sola cosa: eres una mujer, y tu misión está en
el hogar. Sin embargo, cuando los hombres hayan muerto con honor en la batalla,
se te permitirá quemar la casa e inmolarte con ella, puesto que ya no la necesitarán.
Pero soy de la casa de Eorl, no una mujer de servicio. Sé montar a caballo y
esgrimir una espada y no temo el sufrimiento ni la muerte.
—¿A qué teméis,
señora?—le preguntó Aragorn.
—A una jaula. A vivir
encerrada detrás de los barrotes, hasta que la costumbre y la vejez acepten el
cautiverio, y la posibilidad y aún el deseo de llevar a cabo grandes hazañas se
hayan perdido para siempre.
—Y a mí me
aconsejabais no aventurarme por el camino que he elegido, porque es peligroso.
—Es el consejo que una
persona puede darle a otra—dijo ella—. No os pido, sin embargo, que huyáis del
peligro, sino que vayáis a combatir donde vuestra espada puede conquistar la
fama y la victoria. No me gustaría saber que algo tan noble y tan excelso ha
sido derrochado en vano.
—Ni tampoco a mí—replicó
Aragorn—. Por eso, señora, os digo: ¡Quedaos! Pues nada tenéis que hacer en el sur.
—Tampoco los que os
acompañan tienen nada que hacer allí. Os siguen porque no quieren separarse de
vos... porque os aman. —Y dando media vuelta Éowyn se alejó desvaneciéndose en
la noche.
No bien apareció en el
cielo la luz del día, antes que el sol se elevara sobre las estribaciones del este,
Aragorn se preparó para partir. Ya todos los hombres de la compañía estaban
montados en las cabalgaduras, y Aragorn se disponía a saltar a la silla, cuando
vieron llegar a la dama Éowyn. Vestida de caballero, ciñendo una espada, venía
a despedirlos. Tenía en la mano una copa; se la llevó a los labios y bebió un
sorbo, deseándoles buena suerte; luego le tendió la copa a Aragorn, y también
él bebió, diciendo: —¡Adiós, señora de Rohan! Bebo por la prosperidad de
vuestra casa, y por vos, y por todo vuestro pueblo. Decidle esto a vuestro
hermano: ¡Tal vez, más allá de las sombras, volvamos a encontrarnos!
Gimli y Legolas que
estaban muy cerca, creyeron ver lágrimas en los ojos de Éowyn y esas lágrimas,
en alguien tan grave y tan altivo, parecían aún más dolorosas. Pero ella dijo:
—¿Os iréis, Aragorn?
—Sí—respondió él.
—¿No permitiréis
entonces que me una a esta Compañía, como os lo he pedido?
—No, señora—dijo él—.
Pues no podría concedéroslo sin el permiso del rey y vuestro hermano; y ellos
no regresarán hasta mañana. Mas ya cuento todas las horas y todos los minutos.
¡Adiós!
Éowyn cayó entonces de
rodillas, diciendo: —¡Os lo suplico!
—No, señora—dijo otra
vez Aragorn, y le tomó la mano para obligarla a levantarse, y se la besó. Y
saltando sobre la silla, partió al galope sin volver la cabeza; y sólo aquellos
que lo conocían bien y que estaban cerca supieron de su dolor.
Pero Éowyn permaneció
inmóvil como una estatua de piedra, las manos crispadas contra los flancos,
siguiendo a los hombres con la mirada hasta que se perdieron bajo el negro
Dwimor, el monte de los Espectros, donde se encontraba la Puerta de los
Muertos. Cuando los jinetes desaparecieron, dio media vuelta, y con el andar
vacilante de un ciego regresó a su pabellón. Pero ninguno de los suyos fue
testigo de aquella despedida; el miedo los mantenía escondidos en los refugios:
se negaban a abandonarlos antes de la salida del sol, y antes que aquellos
extranjeros temerarios se hubiesen marchado del Sagrario.
Y algunos decían: —Son
criaturas élficas. Que vuelvan a los lugares de donde han venido y que no
regresen nunca más. Ya bastante nefastos son los tiempos.
Continuaron cabalgando
bajo un cielo todavía gris, pues el sol no había trepado aún hasta las crestas
negras del monte de los Espectros, que ahora tenían delante. Atemorizados,
pasaron entre las hileras de piedras antiguas que conducían al bosque Sombrío.
Allí, en aquella oscuridad de árboles negros que ni el mismo Legolas pudo soportar
mucho tiempo, en la raíz misma de la montaña, se abría una hondonada; y en
medio del sendero se erguía una gran piedra solitaria, como un dedo del
destino.
—Me hiela la sangre—dijo
Gimli; pero ninguno más habló, y la voz del enano cayó muriendo en las húmedas
agujas de pino. Los caballos se negaban a pasar junto a la piedra amenazante, y
los jinetes tuvieron que apearse y llevarlos por la brida. De ese modo llegaron
al fondo de la cañada; y allí, en un muro de roca vertical, se abría la Puerta
Oscura, negra como las fauces de la noche. Figuras y signos grabados, demasiado
borrosos para que pudieran leerlos, coronaban la arcada de piedra, de la que el
miedo fluía como un vaho gris.
La compañía se detuvo;
fuera de Legolas de los elfos, a quien no asustaban los espectros de los hombres,
no hubo entre ellos un solo corazón que no desfalleciera.
—Es una puerta nefasta—dijo
Halbarad—, y sé que del otro lado me aguarda la muerte. Me atreveré a cruzarla,
sin embargo; pero ningún caballo querrá entrar.
—Pero nosotros tenemos
que entrar—dijo Aragorn—, y por lo tanto han de entrar también los caballos.
Pues si alguna vez salimos de esta oscuridad, del otro lado nos esperan muchas
leguas, y cada hora perdida favorece el triunfo de Sauron. ¡Seguidme!
Aragorn se puso
entonces al frente, y era tal la fuerza de su voluntad en esa hora que todos
los dúnedain fueron detrás de él. Y era en verdad tan grande el amor que los
caballos de los montaraces sentían por sus jinetes, que hasta el terror de la
Puerta estaban dispuestos a afrontar, si el corazón de quien los llevaba por la
brida no vacilaba. Sólo Arod, el caballo de Rohan, se negó a seguir adelante, y
se detuvo, sudando y estremeciéndose, dominado por un terror lastimoso. Legolas
le puso las manos sobre los ojos y canturreó algunas palabras que se perdieron
lentamente en la oscuridad, hasta que el caballo se dejó conducir, y el elfo
traspuso la puerta. Gimli el enano se quedó solo.
Las rodillas le
temblaban y estaba furioso consigo mismo. —¡Esto sí que es inaudito!—dijo. —¡Que
un elfo quiera penetrar en las entrañas de la tierra, y un enano no se atreva!
—Y con una resolución súbita, se precipitó en el interior. Pero le pareció que
los pies le pesaban como plomo en el umbral; y una ceguera repentina cayó sobre
él, sobre Gimli hijo de Glóin, que tantos abismos del mundo había recorrido sin
acobardarse.
Aragorn había traído
antorchas, y ahora marchaba a la cabeza llevando una en alto; y Elladan iba con
otra a la retaguardia, y Gimli, tropezando tras él, trataba de darle alcance.
No veía más que la débil luz de las antorchas; pero si la compañía se detenía
un momento, le parecía oír alrededor un susurro, un interminable murmullo de
palabras extrañas en una lengua desconocida.
Nada atacó a la
compañía, ni le cerró el paso, y sin embargo el terror de Gimli no dejaba de
crecer a medida que avanzaban: sobre todo porque sabía ya que no era posible
retroceder; todos los senderos que iban dejando atrás eran invadidos al
instante por un ejército invisible que los seguía en las tinieblas.
Pasó así un tiempo
interminable, hasta que de pronto vio un espectáculo que siempre habría de
recordar con horror. Por lo que alcanzaba a distinguir, el camino era ancho,
pero ahora la compañía acababa de llegar a un vasto espacio vacío, ya sin muros
a uno y otro lado. El pavor lo abrumaba y a duras penas podía caminar. A la luz
de la antorcha de Aragorn, algo centelleó a cierta distancia, a la derecha.
Aragorn ordenó un alto y se acercó a ver qué era.
—¿Será posible que no
sienta miedo?—murmuró el enano—. En cualquier otra caverna Gimli hijo de Glóin
habría sido el primero en correr, atraído por el brillo del oro. ¡Pero no aquí!
¡Que siga donde está!
Sin embargo se
aproximó, y vio que Aragorn estaba de rodillas, mientras Elladan sostenía en
alto las dos antorchas. Delante yacía el esqueleto de un hombre de notable
estatura. Había estado vestido con una cota de malla, y el arnés se conservaba
intacto; pues el aire de la caverna era seco como el polvo. El plaquín era de
oro, y el cinturón de oro y granates, y también de oro el yelmo que le cubría
el cráneo descarnado, de cara al suelo. Había caído cerca de la pared opuesta
de la caverna, y delante de él se alzaba una puerta rocosa cerrada a cal y
canto: los huesos de los dedos se aferraban aún a las fisuras. Una espada
mellada y rota yacía junto a él, como si en un último y desesperado intento,
hubiese querido atravesar la roca con el acero.
Aragorn no lo tocó,
pero luego de contemplarlo un momento en silencio, se levantó y suspiró. —Nunca
hasta el fin del mundo llegarán aquí las flores del symbelmynë—murmuró—.
Nueve y siete túmulos hay ahora cubiertos de hierba verde, y durante todos los
largos años ha yacido ante la puerta que no pudo abrir. ¿A dónde conduce? ¿Por
qué quiso entrar? ¡Nadie lo sabrá jamás!
»¡Pues mi misión no es
ésta!—gritó, volviéndose con presteza y hablándole a la susurrante oscuridad—.
¡Guardad los secretos y tesoros acumulados en los Años Malditos! Sólo pedimos
prontitud. ¡Dejadnos pasar, y luego seguidnos! ¡Os convoco ante la Piedra de
Erech!
No hubo respuesta;
sólo un silencio profundo, más aterrador aún que los murmullos; y luego sopló
una ráfaga fría que estremeció y apagó las antorchas, y fue imposible volver a
encenderlas. Del tiempo que siguió, una hora o muchas, Gimli recordó muy poco.
Los otros apresuraron el paso, pero él iba aún a la zaga, perseguido por un
horror indescriptible que siempre parecía estar a punto de alcanzarlo y un
rumor que crecía a sus espaldas, como el susurro fantasmal de innumerables
pies. Continuó avanzando y tropezando, hasta que se arrastró por el suelo como
un animal y sintió que no podía más; o encontraba una salida o daba media
vuelta y en un arranque de locura corría al encuentro del terror que venía
persiguiéndolo.
De pronto, oyó el susurro
cristalino del agua, un sonido claro y nítido, como una piedra que cae en un
sueño de sombras oscuras. La luz aumentó, la compañía traspuso otra puerta, una
arcada alta y ancha, y de improviso se encontró caminando a la vera de un
arroyo; y más allá un camino descendía en brusca pendiente entre dos riscos
verticales, como hojas de cuchillo contra el cielo lejano. Tan profundo y
angosto era el abismo que el cielo estaba oscuro, y en él titilaban unas
estrellas diminutas. Sin embargo, como Gimli supo más tarde, aún faltaban dos
horas para el anochecer; aunque por lo que él podía entender en ese momento,
bien podía tratarse del crepúsculo de algún año por venir, o de algún otro
mundo.
La compañía montó
nuevamente a caballo y Gimli volvió junto a Legolas. Cabalgaban en fila, y la
tarde caía, dando paso a un anochecer de un azul intenso; y el miedo los
perseguía aún. Legolas, volviéndose para hablar con Gimli, miró atrás, y el
enano alcanzó a ver el centelleo de los ojos brillantes del elfo. Detrás iba Elladan,
el último de la compañía, pero no el último en tomar el camino descendente.
—Los muertos nos
siguen—dijo Legolas—. Veo formas de hombres y de caballos, y estandartes
pálidos como jirones de nubes, y lanzas como zarzas invernales en una noche de
niebla. Los muertos nos siguen.
—Sí, los muertos
cabalgan detrás de nosotros. Han sido convocados—dijo Elladan.
Tan repentinamente
como si se hubiese escurrido por la grieta de un muro, la compañía salió al fin
de la hondonada; ante ellos se extendían las tierras montañosas de un gran
valle, y el arroyo descendía con una voz fría, en numerosas cascadas.
—¿En qué lugar de la
Tierra Media nos encontramos?—preguntó Gimli; y Elladan le respondió: —Hemos
bajado desde las fuentes del Morthond, el largo río de aguas glaciales;
desciende hasta volcarse en el mar que baña los muros de Dol Amroth. Ya no
necesitarás preguntar el origen del nombre: Raíz Negra lo llaman.
El valle del Morthond
era como una bahía amplia recostada contra los escarpados riscos meridionales.
Las barrancas empinadas estaban tapizadas de hierbas; pero a esa hora todo era
gris, pues el sol se había ocultado, y abajo, en la lejanía, parpadeaban las
luces de las moradas de los hombres. Era un valle rico y muy poblado.
De pronto, sin darse
vuelta, Aragorn gritó con voz tonante, de modo que todos pudieran oírlo: —¡Olvidad
vuestra fatiga, amigos! ¡Galopad ahora, galopad! Es menester que lleguemos a la
Piedra de Erech antes del fin del día, y el camino es todavía largo. —Y luego,
sin una mirada atrás, galoparon a través de las campiñas montañosas, hasta
llegar a un puente sobre el río, ahora caudaloso, y encontraron un camino que
bajaba a los llanos.
Al paso de la Compañía
Gris, las luces de las casas y de las aldeas se apagaban, se cerraban las
puertas, y la gente que aún estaba en los campos daba gritos de terror y huía
despavorida, como ciervos acosados. En todas partes se oía el mismo clamor en
la noche creciente: —¡El rey de los muertos! ¡El rey de los muertos marcha
sobre nosotros!
Lejos y allá abajo
repicaban campanas, y todos huían ante el rostro de Aragorn; pero los jinetes
de la Compañía Gris pasaban de largo, rápidos como cazadores, y ya los caballos
empezaban a trastabillar de cansancio. Así, justo antes de la medianoche, y en
una oscuridad tan negra como las cavernas de las montañas, llegaron por fin a
la colina de Erech.
Largo tiempo hacía que
el terror de los muertos se había aposentado en esa colina y en los campos
desiertos de alrededor. Pues allí en la cima se alzaba una piedra negra,
redonda como un gran globo, de la altura de un hombre, aunque la mitad estaba
enterrada en el suelo. Tenía un aspecto sobrenatural, como si hubiese caído de
lo alto, y algunos lo creían; pero aquellos que aún recordaban las antiguas
crónicas de Oesternesse aseguraban que había venido de las ruinas de Númenor y
que había sido puesta por Isildur, cuando llegó allí. Ninguno de los habitantes
del valle se atrevía a aproximarse a la piedra, ni quería vivir en las
cercanías. Decían que en ese lugar celebraban sus cónclaves los hombres sombra,
y que allí se reunían a cuchichear en horas de pavor, apiñados alrededor de la piedra.
A esa piedra llegó la
compañía en lo más profundo de la noche, y se detuvo. Elrohir le dio entonces a
Aragorn un cuerno de plata, y Aragorn sopló en él; y a los hombres que estaban
más cerca les pareció oír una respuesta, otros cuernos que resonaban en
cavernas profundas y lejanas. No oían ningún otro ruido, pero sin embargo
sentían la presencia de un gran ejército reunido alrededor de la colina; y el
viento helado que soplaba de las montañas era como el aliento de una legión de
espectros. Aragorn desmontó, y de pie junto a la piedra, gritó con voz potente:
—Perjuros ¿a qué
habéis venido?
Y se oyó en la noche
una voz que le respondió, desde lejos: —A cumplir el juramento y encontrar la
paz.
Aragorn dijo entonces:
—Por fin ha llegado la hora. Marcharé en seguida a Pelargir en la ribera del
Anduin, y vosotros vendréis conmigo. Y cuando hayan desaparecido de esta tierra
todos los servidores de Sauron, consideraré como cumplido vuestro juramento, y
entonces tendréis paz y podréis partir para siempre. Porque yo soy Elessar, el
heredero de Isildur de Gondor.
Dicho esto, le ordenó
a Halbarad que desplegase el gran estandarte que había traído; y he aquí que
era negro, y si tenía alguna insignia, no se veía en la oscuridad. Entonces se
hizo el silencio; ni un murmullo ni un suspiro volvió a oírse en toda aquella
larga noche. La compañía acampó en las cercanías de la piedra, aunque los
hombres, atemorizados por los espectros que los cercaban, casi no durmieron.
Pero cuando llegó la
aurora, pálida y fría, Aragorn se levantó; y guio a la compañía en el viaje más
precipitado y fatigoso que ninguno de los hombres, salvo él mismo, había
conocido jamás; y sólo la indomable voluntad de Aragorn los sostuvo e impidió
que se detuvieran. Nadie entre los mortales hubiera podido soportarlo, nadie
excepto los dúnedain del norte, y con ellos Gimli el enano y Legolas de los elfos.
Pasaron por el desfiladero
de Tarlang y desembocaron en Lamedon, seguidos por el ejército de los espectros
y precedidos por el terror. Y cuando llegaron a Calembel, a orillas del Ciril,
el sol descendió como sangre en el oeste, detrás de los picos lejanos del
Pinnath Gelin. Encontraron la ciudad desierta y los vados abandonados, pues
muchos de los habitantes habían partido a la guerra, y los demás habían huido a
las colinas ante el rumor de la venida del rey de los muertos. Y al día
siguiente no hubo amanecer, y la Compañía Gris penetró en las tinieblas de la
Tempestad de Mordor, y desapareció a los ojos de los mortales; pero los muertos
los seguían.
XLIV.MINAS TIRITH
EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO I
Pippin miró fuera
amparado en la capa de Gandalf. No sabía si estaba despierto o si dormía,
dentro aún de ese sueño vertiginoso que lo había arrebujado desde el comienzo
de la larga cabalgata. El mundo oscuro se deslizaba veloz y el viento le
canturreaba en los oídos. No veía nada más que estrellas fugitivas, y lejos a
la derecha desfilaban las montañas del sur como sombras extendidas contra el
cielo. Despierto sólo a medias, trató de echar cuentas sobre las jornadas y el
tiempo del viaje, pero todo lo que le venía a la memoria era nebuloso e
impreciso.
Luego de una primera
etapa a una velocidad terrible y sin un solo alto, había visto al alba un
resplandor dorado y pálido, y luego llegaron a la ciudad silenciosa y a la gran
casa desierta en la cresta de una colina. [8]
Y apenas habían tenido tiempo de refugiarse en ella cuando la sombra alada
surcó otra vez el cielo, y todos se habían estremecido de horror. Pero Gandalf
lo había tranquilizado con palabras dulces, y Pippin se había vuelto a dormir
en un rincón, cansado pero inquieto, oyendo vagamente entre sueños el trajín y
las conversaciones de los hombres y las voces de mando de Gandalf. Y luego a
cabalgar otra vez, cabalgar, cabalgar en la noche. Era la segunda, no, la
tercera noche desde que Pippin hurtara la piedra y la escudriñara. Y con aquel
recuerdo horrendo se despertó por completo y se estremeció, y el ruido del
viento se pobló de voces amenazantes.
Una luz se encendió en
el cielo, una llamarada de fuego amarillo detrás de unas barreras sombrías.
Pippin se acurrucó, asustado un momento, preguntándose a qué país horrible lo
llevaba Gandalf. Se restregó los ojos, y vio entonces que era la luna, ya casi
llena, que asomaba en el este por encima de las sombras. La noche era joven aún
y el viaje en la oscuridad proseguiría durante horas y horas. Se sacudió y
habló.
—¿Dónde estamos,
Gandalf?—preguntó.
—En el reino de Gondor—respondió
el mago—. Todavía no hemos dejado atrás las tierras de Anórien.
Hubo un nuevo momento
de silencio. Luego: —¿Qué es eso?—exclamó Pippin de improviso, aferrándose a la
capa de Gandalf—. ¡Mira! ¡Fuego, fuego rojo! ¿Hay dragones en esta región?
¡Mira, allí hay otro!
En respuesta, Gandalf
acicateó al caballo con voz vibrante. —¡Corre, Sombragrís! ¡Llevamos prisa! El
tiempo apremia. ¡Mira! Gondor ha encendido las almenaras pidiendo ayuda. La
guerra ha comenzado. Mira, hay fuego sobre las crestas del Amon Dîn y llamas en
el Eilenach; y avanzan veloces hacia el oeste: hacia el Nardol, el Érelas, Min-Rimmon, Calenhad y el Halifirien en los confines de Rohan.
Pero el corcel aminoró
la marcha, y avanzando al paso, levantó la cabeza y relinchó. Y desde la
oscuridad le respondió el relincho de otros caballos, seguido por un sordo
rumor de cascos; y de pronto tres jinetes surgieron como espectros alados a la
luz de la luna y desaparecieron, rumbo al oeste. Sombragrís corrió alejándose,
y la noche lo envolvió como un viento rugiente.
Otra vez vencido por
la somnolencia, Pippin escuchaba sólo a medias lo que le contaba Gandalf acerca
de las costumbres de Gondor, y de por qué el señor de la Ciudad había puesto
almenaras en las crestas de las colinas a ambos lados de las fronteras, y
mantenía allí postas de caballería siempre prontas a llevar mensajes a Rohan en
el norte, o a Belfalas en el sur. —Hacía mucho tiempo que no se encendían las
almenaras del norte—dijo Gandalf—; en los días de la antigua Gondor no eran
necesarias, ya que entonces tenían las siete piedras. —Pippin se agitó,
intranquilo.
»¡Duérmete
otra vez y no temas!—le dijo Gandalf—. Tú no vas como Frodo, rumbo a Mordor,
sino a Minas Tirith, y allí estarás a salvo, al menos tan a salvo como es
posible en los tiempos que corren. Si Gondor cae, o si el Anillo pasa a manos
del enemigo, entonces ni La Comarca será un refugio seguro.
—No me tranquilizan
tus palabras—dijo Pippin, pero a pesar de todo volvió a dormirse. Lo último que
alcanzó a ver antes de caer en un sueño profundo fue unas cumbres altas y
blancas, que centelleaban como islas flotantes por encima de las nubes a la luz
de una luna que descendía en el poniente. Se preguntó qué sería de Frodo, si ya
habría llegado a Mordor, o si estaría muerto, sin sospechar que muy lejos de
allí Frodo contemplaba aquella misma luna que se escondía detrás de las
montañas de Gondor antes que clareara el día.
El sonido de unas voces despertó a Pippin.
Otro día de campamento furtivo y otra noche de cabalgata habían quedado atrás.
Amanecía: la aurora fría estaba cerca otra vez, y los envolvía en unas neblinas
heladas. Sombragrís humeaba de sudor, pero erguía la cabeza con arrogancia y no
mostraba signos de fatiga. Pippin vio en torno una multitud de hombres de
elevada estatura envueltos en mantos pesados, y en la niebla detrás de ellos se
alzaba un muro de piedra. Parecía estar casi en ruinas, pero ya antes del final
de la noche empezaron a oírse los ruidos de una actividad incesante: el golpe
de los martillos, el chasquido de las trullas, el chirrido de las ruedas. Las
antorchas y las llamas de las hogueras resplandecían débilmente en la bruma. Gandalf
hablaba con los hombres que le interceptaban el paso, y Pippin comprendió
entonces que él era el motivo de la discusión.
—Sí, es verdad, a ti
te conocemos, Mithrandir—decía el jefe de los hombres—, y puesto que conoces el
santo y seña de las siete puertas, eres libre de proseguir tu camino. Pero a tu
compañero no lo hemos visto nunca. ¿Qué es? ¿Un enano de las montañas del norte?
No queremos extranjeros en el país en estos tiempos, a menos que se trate de
hombres de armas vigorosos, en cuya lealtad y ayuda podamos confiar.
—Yo responderé por él
ante Denethor—dijo Gandalf—, y en cuanto al valor, no lo has de medir por el
tamaño. Ha presenciado más batallas y sobrevivido a más peligros que tú,
Ingold, aunque le dobles en altura; ahora viene del ataque a Isengard, del que
traemos buenas nuevas, y está extenuado por la fatiga, de lo contrario ya lo
habría despertado. Se llama Peregrin y es un hombre muy valiente.
—¿Un hombre?—dijo
Ingold con aire dubitativo, y los otros se echaron a reír.
—¡Un hombre!—gritó
Pippin, ahora bien despierto—. ¡Un hombre! ¡Nada menos cierto! Soy un hobbit, y
de valiente tengo tan poco como de hombre, excepto quizá de tanto en tanto y
sólo por necesidad. ¡No os dejéis engañar por Gandalf!
—Muchos protagonistas
de grandes hazañas no podrían decir más que tú—dijo Ingold—. ¿Pero qué es un
hobbit?
—Un mediano—respondió
Gandalf—. No, no aquél de quien se ha hablado—añadió, viendo asombro en los
rostros de los hombres—. No es ése, pero sí uno de la misma raza.
—Sí, y uno que ha
viajado con él—dijo Pippin—. Y Boromir, de vuestra ciudad, estaba con nosotros,
y me salvó en las nieves del norte, y finalmente perdió la vida defendiéndome
de numerosos enemigos.
—¡Silencio!—dijo
Gandalf—. Esta triste nueva tendría que serle anunciada al padre antes que a
ninguno.
—Ya la habíamos
adivinado—dijo Ingold—, pues en los últimos tiempos hubo aquí extraños
presagios. Mas pasad ahora rápidamente. El señor de Minas Tirith querrá ver en
seguida a quien le trae las últimas noticias de su hijo, sea hombre o...
—Hobbit—dijo Pippin—.
No es mucho lo que puedo ofrecerle a tu señor, pero con gusto haré cuanto esté
a mi alcance, en memoria de Boromir el Valiente.
—¡Adiós!—dijo Ingold,
mientras los hombres le abrían paso a Sombragrís que entró por una puerta estrecha
tallada en el muro. ¡Ojalá puedas aconsejar a Denethor en esta hora de
necesidad, y a todos nosotros, Mithrandir!—gritó Ingold—. Pero llegas con noticias de dolor y
de peligro, como es tu costumbre, según se dice.
—Porque no vengo a
menudo, a menos que mi ayuda sea necesaria—respondió Gandalf—. Y en cuanto a
consejos, os diré que habéis tardado mucho en reparar el muro del Pelennor. El
coraje será ahora vuestra mejor defensa ante la tempestad que se avecina... el
coraje y la esperanza que os traigo. Porque no todas las noticias son adversas.
¡Pero dejad por ahora las trullas y afilad las espadas!
—Los trabajos estarán
concluidos antes del anochecer—dijo Ingold—. Esta es la última parte del muro
defensivo: la menos expuesta a los ataques pues mira hacia nuestros amigos de
Rohan. ¿Sabes algo de ellos? ¿Crees que responderán a nuestra llamada?
—Sí, acudirán. Pero
han librado muchas batallas a vuestras espaldas. Esta ruta ya no es segura, ni
ninguna otra. ¡Estad alerta! Sin Gandalf el Cuervo que Anuncia Tempestades, lo
que veríais venir de Anórien sería un ejército de enemigos y ningún jinete de
Rohan. Y todavía es posible. ¡Adiós, y no os durmáis!
Gandalf se internó
entonces en las tierras que se abrían del otro lado del Rammas Echor. Así
llamaban los hombres de Gondor al muro exterior que habían construido con
tantos afanes, luego que Ithilien cayera bajo la sombra del enemigo. Corría
unas diez leguas [48
kilómetros] o más desde el pie de
las montañas, y después de describir una curva retrocedía nuevamente para
cercar los campos de Pelennor: campiñas hermosas y feraces recostadas en las
lomas y terrazas que descendían hacia el lecho del Anduin. En el punto más
alejado de la Gran Puerta de la Ciudad, al nordeste, el muro se alejaba cuatro
leguas [19
kilómetros], y allí, desde una
orilla hostil, dominaba los bajíos extensos que costeaban el río; y los hombres
lo habían construido alto y resistente; pues en ese paraje, sobre un terraplén
fortificado, el camino venía de los vados y de los puentes de Osgiliath y
atravesaba una puerta custodiada por dos torres almenadas. En el punto más
cercano, el muro se alzaba a poco más de una legua [5 kilómetros] de la ciudad, al sudeste. Allí el Anduin, abrazando en una amplia
curva las colinas de los Emyn Arnen al sur del Ithilien, giraba bruscamente
hacia el oeste, y el muro exterior se elevaba a la orilla misma del río; y más
abajo se extendían los muelles y embarcaderos del Harland destinados a las
naves que remontan la corriente desde los feudos del sur.
Las tierras cercadas
por el muro eran ricas y estaban bien cultivadas: abundaban las huertas, las
granjas con hornos de lúpulo y graneros, las dehesas y los establos, y muchos
arroyos descendían en ondas a través de los prados verdes hacia el Anduin. Sin
embargo eran pocos los agricultores y los criaderos de ganado que moraban en la
región, pues la mayor parte de la gente de Gondor vivía dentro de los siete círculos
de la Ciudad, o en los altos valles a lo largo de los flancos de la montaña, en
Lossarnach, o más al sur en la esplendente Lebennin, la de los cinco ríos
rápidos. Allí, entre las montañas y el mar, habitaba un pueblo de hombres
vigorosos e intrépidos. Se los consideraba hombres de Gondor, pero en realidad
eran mestizos, y había entre ellos algunos pequeños de talla y endrinos de tez,
cuya ascendencia se remontaba sin duda a los hombres olvidados que vivieran a
la sombra de las montañas, en los Años Oscuros anteriores a los reyes. Pero más
allá, en el gran feudo de Belfalas, residía el príncipe Imrahil en el castillo
de Dol Amroth a orillas del mar, y era de antiguo linaje, al igual que todos
los suyos, hombres altos y arrogantes, de ojos grises como el mar.
Al cabo de algún
tiempo de cabalgata, la luz del día creció en el cielo, y Pippin, ahora
despierto, miró alrededor. Un océano de bruma, que hacia el este se agigantaba
en una sombra tenebrosa, se extendía a la izquierda; pero a la derecha, y desde
el oeste, unas montañas enormes erguían las cabezas en una cadena que se
interrumpía bruscamente, como si el río se hubiese precipitado a través de una
gran barrera, excavando un valle ancho que sería terreno de batallas y
discordias en tiempos por venir. Y allí donde terminaban las montañas Blancas
de Ered Nimrais, Pippin vio, como le había prometido Gandalf, la mole oscura
del monte Mindolluin, las profundas sombras bermejas de las altas gargantas, y
la elevada cara de la montaña más blanca cada vez a la creciente luz del día.
Allí, en un espolón, estaba la Ciudadela, rodeada por los siete muros de
piedra, tan antiguos y poderosos que más que obra de hombres parecían tallados
por gigantes en la osamenta misma de la montaña.
Y entonces, ante los
ojos maravillados de Pippin, el color de los muros cambió de un gris espectral
al blanco, un blanco que la aurora arrebolaba apenas, y de improviso el sol
trepó por encima de las sombras del este y un rayo bañó la cara de la ciudad. Y
Pippin dejó escapar un grito de asombro, pues la Torre de Ecthelion, que se
alzaba en el interior del muro más alto, resplandecía contra el cielo,
rutilante como una espiga de perlas y plata, esbelta y armoniosa, y el pináculo
centelleaba como una joya de cristal tallado; unas banderas blancas aparecieron
de pronto en las almenas y flamearon en la brisa matutina, y Pippin oyó, alto y
lejano, un repique claro y vibrante como de trompetas de plata.
Minas Tirith al amanecer por Ted Nasmith
Gandalf y Pippin
llegaron así a la salida del sol a la Gran Puerta de los hombres de Gondor, y
las batientes de hierro se abrieron ante ellos.
—¡Mithrandir!
¡Mithrandir!—gritaron los hombres. ¡Ahora sabemos con certeza que la tempestad
se avecina!
—Está sobre vosotros—dijo
Gandalf—. Yo he cabalgado en sus alas. ¡Dejadme pasar! Tengo que ver a vuestro señor
Denethor mientras dure su senescalía. Suceda lo que suceda, Gondor ya nunca
será el país que habéis conocido. ¡Dejadme pasar!
Los hombres
retrocedieron ante el tono imperioso de Gandalf y no le hicieron más preguntas,
pero observaron perplejos al hobbit que iba sentado delante de él y al caballo
que lo transportaba. Pues las gentes de la ciudad rara vez utilizaban caballos,
y no era habitual verlos por las calles, excepto los que montaban los
mensajeros de Denethor. Y dijeron: —Ha de ser sin duda uno de los grandes
corceles del rey de Rohan. Tal vez los rohirrim llegarán pronto trayéndonos
refuerzos. —Pero ya Sombragrís avanzaba con paso arrogante por el camino
sinuoso.
La arquitectura de
Minas Tirith era tal que la ciudad estaba construida en siete niveles, cada uno
de ellos excavado en la colina y rodeado de un muro; y en cada muro había una
puerta. Pero estas puertas no se sucedían en una línea recta: la Gran Puerta del
Muro de la Ciudad se abría en el extremo oriental del circuito, pero la
siguiente miraba al sureste y la tercera al noreste y
así sucesivamente, hacia uno y otro lado, siempre en ascenso, de modo que la
ruta pavimentada que subía a la Ciudadela giraba primero en un sentido, luego
en el otro a través de la cara de la colina. Y cada vez que cruzaba la línea de
la Gran Puerta corría por un túnel abovedado, penetrando en un vasto espolón de
roca, un enorme contrafuerte que dividía en dos todos los círculos de la
Ciudad, con excepción del primero. Pues como resultado de la forma primitiva de
la colina y de la notable destreza y esforzada labor de los hombres de antaño,
detrás del patio espacioso a que la puerta daba acceso, se alzaba un imponente
bastión de piedra; la arista, aguzada como la quilla de un barco, miraba hacia
el este. Culminaba coronado de almenas en el nivel del círculo superior,
permitiendo así a los hombres que se encontraban en la Ciudadela, vigilar desde
la cima, como los marinos de una nave montañosa, la puerta situada setecientos
pies [213
metros] más abajo. También la
entrada de la Ciudadela miraba al este, pero estaba excavada en el corazón de
la roca; desde allí, una larga pendiente alumbrada por faroles subía hasta la
séptima puerta. Por ese camino llegaron al fin al Patio Alto, y a la Plaza del
Manantial al pie de la Torre Blanca; alta y soberbia, medía cincuenta brazas
desde la base hasta el pináculo, y allí la bandera de los senescales flameaba a
mil pies [304
metros] por encima de la llanura.
Era sin duda una
fortaleza poderosa, y en verdad inexpugnable, si había en ella hombres capaces
de tomar las armas, a menos que el adversario entrara desde atrás, y escalando
las cuestas inferiores del Mindolluin llegase al brazo estrecho que unía la
Colina de la Guardia a la montaña. Pero esa estribación, que se elevaba hasta
el quinto muro, estaba flanqueada por grandes bastiones que llegaban al borde
mismo del precipicio en el extremo occidental; y en ese lugar se alzaban las moradas
y las tumbas abovedadas de los reyes y señores de antaño, ahora para siempre
silenciosos entre la montaña y la torre.
Pippin contemplaba con
asombro creciente la enorme ciudad de piedra, más vasta y más espléndida que
todo cuanto hubiera podido soñar: más grande y más fuerte que Isengard, y mucho
más hermosa. Sin embargo, la ciudad declinaba en verdad año tras año: ya
faltaba la mitad de los hombres que hubieran podido vivir allí cómodamente. En
todas las calles pasaban por delante de alguna mansión o palacio y en lo alto
de las fachadas o portales había hermosas letras grabadas, de perfiles raros y
antiguos: los nombres, supuso Pippin, de los nobles señores y familias que
habían vivido allí en otros tiempos; pero ahora ellos callaban, no había rumor
de pasos en los vastos recintos embaldosados, ni voces que resonaran en los
salones, ni un rostro que se asomara a las puertas o a las ventanas vacías.
Salieron por fin de
las sombras en la puerta séptima, y el mismo sol cálido que brillaba sobre el
río, mientras Frodo se paseaba por los claros de Ithilien, iluminó los muros
lisos y las columnas recias, y la cabeza majestuosa y coronada de un rey
esculpida en la arcada. Gandalf desmontó, pues la entrada de caballos estaba
prohibida en la Ciudadela, y Sombragrís, animado por la voz afectuosa de su
amo, permitió que lo alejaran de allí.
Los guardias de la
puerta llevaban túnicas negras, y yelmos de forma extraña: altos de cimera y
ajustados a las mejillas por largas orejeras que remataban en alas blancas de aves
marinas; pero los cascos, preciados testimonios de las glorias de otro tiempo,
eran de mithril, y resplandecían con una llama de plata. Y en las
sobrevestas negras habían bordado un árbol blanco con flores como de nieve bajo
una corona de plata y estrellas de numerosas puntas. Tal era la librea de los
herederos de Elendil, y ya nadie la usaba en todo el reino salvo los Guardias
de la Ciudadela apostados en el Patio del Manantial, donde antaño floreciera el
árbol blanco.
Al parecer la noticia
de la llegada de Gandalf y Pippin había precedido a los viajeros: fueron
admitidos inmediatamente, en silencio y sin interrogatorios. Gandalf cruzó con
paso rápido el patio pavimentado de blanco. Un manantial canturreaba al sol de
la mañana, rodeado por una franja de hierba de un verde luminoso; pero en el
centro, encorvado sobre la fuente, se alzaba un árbol muerto, y las gotas
resbalaban melancólicamente por las ramas quebradas y estériles y caían de
vuelta en el agua clara.
Pippin le echó una
mirada fugaz mientras correteaba en pos de Gandalf. Le pareció triste y se
preguntó por qué habrían dejado un árbol muerto en aquel lugar donde todo lo
demás estaba tan bien cuidado.
Siete estrellas y siete
piedras y un árbol blanco.
Las palabras que le
oyera murmurar a Gandalf le volvieron a la memoria. Y en ese momento se
encontró a las puertas del gran palacio, bajo la torre refulgente; y siguiendo
al mago pasó junto a los ujieres altos y silenciosos y penetró en las sombras
frescas y pobladas de ecos de la casa de piedra.
Mientras atravesaban
una galería embaldosada, larga y desierta, Gandalf le hablaba a Pippin en voz
muy baja: —Cuida tus palabras, Peregrin Tuk. No es momento de mostrar el
desparpajo típico de los hobbits. Théoden es un anciano bondadoso. Denethor es
de otra raza, orgulloso y perspicaz, más poderoso y de más alto linaje, aunque
no lo llamen rey. Pero querrá sobre todo hablar contigo, y te hará
muchas preguntas, ya que tú puedes darle noticias de su hijo Boromir. Lo amaba
de veras: demasiado tal vez; y más aún porque era tan diferente. Pero con el
pretexto de ese amor supondrá que le es más fácil enterarse por ti que por mí
de lo que desea saber. No le digas una palabra más de lo necesario, y no toques
el tema de la misión de Frodo. Yo me ocuparé de eso a su tiempo. Y tampoco
menciones a Aragorn, a menos que te veas obligado.
—¿Por qué no? ¿Qué
pasa con Trancos?—preguntó Pippin en voz baja—. Tenía la intención de venir
aquí ¿no? De todos modos, no tardará en llegar.
—Quizá, quizá—dijo
Gandalf—. Pero si viene, lo hará de una manera inesperada para todos, incluso
para el propio Denethor. Será mejor así. En todo caso, no nos corresponde a
nosotros anunciar su llegada.
Gandalf se detuvo ante
una puerta alta de metal pulido. —Escucha, Pippin, no tengo tiempo ahora de
enseñarte la historia de Gondor; aunque sería preferible que tú mismo hubieras
aprendido algo en los tiempos en que robabas huevos de los nidos y retozabas en
los bosques de La Comarca. ¡Haz lo que te digo! No es prudente por cierto,
cuando vienes a darle a un poderoso señor la noticia de la muerte de su
heredero, hablarle en demasía de la llegada de aquel que puede reivindicar
derechos sobre el trono. ¿Te alcanza con esto?
—¿Derechos sobre el
trono?—dijo Pippin, estupefacto.
—Sí—dijo Gandalf—. Si
has estado estos días con las orejas tapadas y la mente dormida, ¡es hora de
que despiertes!— Llamó a la puerta.
La puerta se abrió,
pero no había nadie allí. La mirada de Pippin se perdió en un salón enorme. La
luz entraba por ventanas profundas alineadas en las naves laterales, más allá
de las hileras de columnas que sostenían el cielo raso. Monolitos de mármol
negro se elevaban hasta los soberbios chapiteles esculpidos con las más
variadas y extrañas figuras de animales y follajes, y arriba, en la penumbra de
la gran bóveda, centelleaba el oro mate de tracerías y arabescos multicolores.
No se veían en aquel recinto largo y solemne tapices ni colgaduras historiadas,
ni había un solo objeto de tela o de madera; pero entre los pilares se erguía
una compañía silenciosa de estatuas altas talladas en la piedra fría.
Pippin recordó de
pronto las rocas talladas de Argonath, y un temor extraño se apoderó de él,
mientras miraba aquella galería de reyes muertos en tiempos remotos. En el otro
extremo del salón, sobre un estrado precedido de muchos escalones, bajo un
palio de mármol en forma de yelmo coronado, se alzaba un trono; detrás del
trono, tallada en la pared y recamada de piedras preciosas, se veía la imagen
de un árbol en flor. Pero el trono estaba vacío. Al pie del estrado, en el
primer escalón que era ancho y profundo, había un sitial de piedra, negro y sin
ornamentos, y en él, con la cabeza gacha y la mirada fija en el regazo, estaba
sentado un anciano. Tenía en la mano un cetro blanco de pomo de oro. No levantó
la vista. Gandalf y Pippin atravesaron el largo salón hasta detenerse a tres
pasos del escabel en que el anciano apoyaba los pies.
—¡Salve, señor y senescal
de Minas Tirith, Denethor hijo de Ecthelion! He venido a traerte consejo y
noticias en esta hora sombría.
Entonces el anciano
alzó los ojos. Pippin vio el rostro de estatua, la orgullosa osamenta bajo la
piel de marfil, y la larga nariz aguileña entre los ojos sombríos y profundos;
más que a Boromir, le recordó a Aragorn. —Sombría es en verdad la hora—dijo el
anciano—, y siempre vienes en ruina próxima de Gondor, menos me afecta esta
oscuridad que mi propia oscuridad. Me han dicho que traes contigo a alguien que
ha visto morir a mi hijo. ¿Es él?
—Es él. Uno de los
dos. El otro está con Théoden de Rohan, y es posible que también venga de un
momento a otro. Son medianos, como ves, mas no aquél de quien hablan los
presagios.
—Un mediano de todos
modos—dijo Denethor con amargura—, y poco amor me inspira este nombre, desde
que las palabras malditas vinieron a perturbar nuestros consejos y arrastraron
a mi hijo a la loca aventura en que perdió la vida. ¡Mi Boromir! ¡Tanto como
ahora necesitamos de ti! Faramir tenía que haber partido en lugar de él.
—Lo habría hecho—dijo
Gandalf—. ¡No seas injusto en tu dolor! Boromir reclamó para sí la misión y no
permitió que otro la cumpliese. Era un hombre autoritario que nunca daba el
brazo a torcer. Viajé con él muy lejos y llegué a conocerlo. Pero hablas de su
muerte. ¿Has tenido noticias antes que llegáramos?
—He recibido esto—dijo
Denethor, y dejando a un lado el cetro levantó del regazo el objeto que había
estado mirando. Tenía en cada mano una mitad de un cuerno grande, partido en
dos: un cuerno de buey salvaje guarnecido de plata.
—¡Es el cuerno que
Boromir llevaba siempre consigo!—exclamó Pippin.
—Exactamente—dijo
Denethor—. Y yo lo llevé en mis tiempos como todos los primogénitos de esta
casa, hasta los años ya olvidados anteriores a la caída de los reyes, desde que
Vorondil padre de Mardil cazaba las vacas salvajes de Araw en las tierras
lejanas de Rhûn. Lo oí sonar débilmente en las marcas septentrionales hace
trece días, y el río me lo trajo, quebrado: ya nunca más volverá a sonar. —Calló,
y por un momento hubo un silencio pesado. De improviso, Denethor volvió hacia
Pippin los ojos negros.—¿Qué puedes decirme tú, mediano?
—Trece, trece días—balbució
Pippin—. Sí, creo que fue entonces. Sí, yo estaba junto a él, cuando sopló el
cuerno. Pero nadie acudió en nuestra ayuda. Sólo más orcos.
—Ya—dijo Denethor—. De
modo que tú estabas allí. ¡Cuéntame más! ¿Por qué nadie acudió en vuestra
ayuda? ¿Y cómo fue que tú te salvaste, y no él, poderoso como era, y sin más
adversarios que unos cuantos orcos?
Pippin se sonrojó y
olvidó sus temores. —El más poderoso de los hombres puede morir atravesado por
una sola flecha—replicó—, y Boromir recibió más de una. Cuando lo vi por última
vez estaba caído al pie de un árbol y se arrancaba del flanco un dardo
empenachado de negro. Luego me desmayé y fui hecho prisionero. Nunca más lo vi,
y esto es todo cuanto sé. Pero lo recuerdo con honor, pues era muy valiente.
Murió por salvarnos, a mi primo Meriadoc y a mí, cuando nos asediaba en los
bosques la soldadesca del Señor Oscuro; y aunque haya sucumbido y fracasado, mi
gratitud no será menos grande.
Ahora era Pippin quien
miraba al anciano a los ojos, movido por un orgullo extraño, exacerbado aún por
el desdén y la suspicacia que había advertido en la voz glacial de Denethor. —Comprendo
que un gran señor de los hombres juzgará de escaso valor los servicios de un
hobbit, un mediano de La Comarca septentrional, pero así y todo, los ofrezco,
en retribución de mi deuda. —Y abriendo de un tirón nervioso los pliegues de la
capa, sacó del cinto la pequeña espada y la puso a los pies de Denethor.
Una sonrisa pálida,
como un rayo de sol frío en un atardecer de invierno, pasó por el semblante del
viejo, pero en seguida inclinó la cabeza y tendió la mano, soltando los
fragmentos del cuerno. —¡Dame esa espada!—dijo.
Pippin levantó el arma
y se la presentó por la empuñadura. —¿De dónde proviene?—inquirió Denethor—.
Muchos, muchos años han pasado por ella. ¿No habrá sido forjada por los de mi
raza en el norte, en un tiempo ya muy remoto?
—Viene de los túmulos
que flanquean las fronteras de mi país—dijo Pippin—. Pero ahora sólo viven allí
seres malignos, y no querría hablar de ellos.
—Veo que te has visto
envuelto en historias extrañas—dijo Denethor—, y una vez más compruebo que las
apariencias pueden ser engañosas, en un hombre... o en un mediano. Acepto tus
servicios. Porque advierto que no te dejas intimidar por las palabras; y te
expresas en un lenguaje cortés, por extraño que pueda sonarnos a nosotros, aquí
en el sur. Y en los días por venir tendremos mucha necesidad de personas
corteses, grandes o pequeñas. ¡Ahora préstame juramento de lealtad!
—Toma la espada por la
empuñadura—dijo Gandalf—y repite las palabras del señor, si en verdad estás
resuelto.
—Lo estoy—dijo Pippin.
El viejo depositó la
espada sobre sus rodillas; Pippin apoyó la mano sobre la guardia y repitió
lentamente las palabras de Denethor.
—Juro ser fiel y
prestar mis servicios a Gondor, y al señor y senescal del reino, con la palabra
y el silencio, en el hacer y el dejar hacer, yendo y viniendo, en tiempos de
abundancia o de necesidad, tanto en la paz como en la guerra, en la vida y en
la muerte, a partir de este momento y hasta que mi señor me libere, o la muerte
me lleve, o perezca el mundo. ¡Así he hablado yo, Peregrin hijo de Paladin de La
Comarca de los medianos!
—Y yo te he oído, yo,
Denethor hijo de Ecthelion, señor de Gondor, senescal del rey, y no olvidaré
tus palabras, ni dejaré de recompensar lo que me será dado: fidelidad con amor,
valor con honor, perjurio con venganza. —La espada le fue restituida a Pippin,
quien la enfundó de nuevo.
—Y ahora—dijo Denethor—he
aquí mi primera orden: ¡habla y no ocultes nada! Cuéntame tu historia y trata
de recordar todo lo que puedas acerca de Boromir, mi hijo. ¡Siéntate ya, y
comienza!—Y mientras hablaba golpeó un pequeño gong de plata que había junto al
escabel, e instantáneamente acudieron los servidores. Pippin observó entonces
que habían estado aguardando en nichos a ambos lados de la puerta, nichos que
ni él ni Gandalf habían visto al entrar.
—Traed vino y comida y
asientos para los huéspedes—dijo Denethor—, y cuidad que nadie nos moleste
durante una hora.
»Es todo el tiempo que
puedo dedicaros, pues muchas otras cosas reclaman mi atención—le dijo a Gandalf—.
Problemas que pueden parecer más importantes pero que a mí en este momento me
apremian menos. Sin embargo, tal vez volvamos a hablar al fin del día.
—Y quizás antes,
espero—dijo Gandalf—. Porque no he cabalgado hasta aquí desde Isengard, ciento
cincuenta leguas [724
kilómetros], a la velocidad del
viento, con el único propósito de traerte a este pequeño guerrero, por muy
cortés que sea. ¿No significa nada para ti que Théoden haya librado una gran
batalla, que Isengard haya sido destruida, y que yo haya roto la vara de
Saruman?
—Significa mucho para
mí. Pero de esas hazañas conozco bastante como para tomar mis propias
decisiones contra la amenaza del este. —Volvió hacia Gandalf la mirada sombría,
y Pippin notó de pronto un parecido entre los dos, y sintió la tensión entre
ellos, como si viese una línea de fuego humeante que de un momento a otro
pudiera estallar en una llamarada.
A decir verdad,
Denethor tenía mucho más que Gandalf los aires de un gran mago: una apostura
más noble y señorial, facciones más armoniosas; y parecía más poderoso; y más
viejo. Sin embargo, Pippin adivinaba de algún modo que era Gandalf quien tenía
los poderes más altos y la sabiduría más profunda, a la vez que una velada
majestad. Y era más viejo, muchísimo más viejo. «¿Cuánto más?», se
preguntó, y le extrañó no haberlo pensado nunca hasta ese momento. Algo había
dicho Bárbol a propósito de los magos, pero en ese entonces la idea de que
Gandalf pudiera ser un mago no había pasado por la mente del hobbit. ¿Quién era
Gandalf? ¿En qué tiempos remotos y en qué lugar había venido al mundo, y cuándo
lo abandonaría? Pippin interrumpió sus cavilaciones y vio que Denethor y
Gandalf continuaban mirándose, como si cada uno tratase de descifrar el
pensamiento del otro. Pero fue Denethor el primero en apartar la mirada.
—Sí—dijo—, porque si
bien las piedras, según se dice, se han perdido, los señores de Gondor tienen
aún la vista más penetrante que los hombres comunes, y captan muchos mensajes.
Mas ¡tomad asiento ahora!
En ese momento
entraron unos criados transportando un sillón y un taburete bajo; otro traía
una bandeja con un botellón de plata, y copas, y pastelillos blancos. Pippin se
sentó, pero no pudo dejar de mirar al anciano señor. No supo si era verdad o
mera imaginación, pero le pareció que al mencionar las piedras la mirada
del viejo se había clavado en él un instante, con un resplandor súbito.
—Y ahora, vasallo mío,
nárrame tu historia—dijo Denethor, en un tono a medias benévolo, a medias
burlón—. Pues las palabras de alguien que era tan amigo de mi hijo serán por
cierto bienvenidas.
Pippin no olvidaría
nunca aquella hora en el gran salón bajo la mirada penetrante del señor de
Gondor, acosado una y otra vez por las preguntas astutas del anciano,
consciente sin cesar de la presencia de Gandalf que lo observaba y lo escuchaba,
y que reprimía (tal fue la impresión del hobbit) una cólera y una impaciencia
crecientes. Cuando pasó la hora, y Denethor volvió a golpear el gong,Pippin estaba extenuado. «No
pueden ser más de las nueve», se dijo. «En este momento podría engullir
tres desayunos, uno tras otro.»
—Conducid al señor
Mithrandir a los aposentos que le han sido preparados—dijo Denethor—, y su
compañero puede alojarse con él por ahora, si así lo desea. Pero que se sepa
que le he hecho jurar fidelidad a mi servicio; de hoy en adelante se le
conocerá con el nombre de Peregrin hijo de Paladin y se le enseñarán las
contraseñas menores. Mandad decir a los capitanes que se presenten ante mí lo
antes posible después que haya sonado la hora tercera.
»Y tú, mi señor
Mithrandir, también podrás ir y venir a tu antojo. Nada te impedirá visitarme
cuando tú lo quieras, salvo durante mis breves horas de sueño. ¡Deja pasar la
cólera que ha provocado en ti la locura de un anciano, y vuelve luego a
confortarme!
—¿Locura?—respondió
Gandalf—. No, monseñor, si alguna vez te conviertes en un viejo chocho, ese día
morirás. Si hasta eres capaz de utilizar el dolor para ocultar tus
maquinaciones. ¿Crees que no comprendí tus propósitos al interrogar durante una
hora al que menos sabe, estando yo presente?
—Si lo has
comprendido, date por satisfecho—replicó Denethor—. Locura sería, que no
orgullo, desdeñar ayuda y consejos en tiempos de necesidad; pero tú sólo
dispensas esos dones de acuerdo con tus designios secretos. Mas el señor de
Gondor no habrá de convertirse en instrumento de los designios de otros
hombres, por nobles que sean. Y para él no hay en el mundo en que hoy vivimos
una meta más alta que el bien de Gondor; y el gobierno de Gondor, monseñor,
está en mis manos y no en las de otro hombre, a menos que retornara el rey.
—¿A menos que
retornara el rey?—repitió Gandalf—. Y bien, señor senescal, tu misión es
conservar del reino todo lo que puedas aguardando ese acontecimiento que ya muy
pocos hombres esperan ver. Para el cumplimiento de esa tarea, recibirás toda la
ayuda que desees. Pero una cosa quiero decirte: yo no gobierno en ningún reino,
ni en el de Gondor ni en ningún otro, grande o pequeño. Pero me preocupan todas
las cosas de valor que hoy peligran en el mundo. Y yo por mi parte, no fracasaré
del todo en mi trabajo, aunque Gondor perezca, si algo aconteciera en esta
noche que aún pueda crecer en belleza y dar otra vez flores y frutos en los
tiempos por venir. Pues también yo soy un senescal. ¿No lo sabías? —Y con estas
palabras dio media vuelta y salió del salón a grandes pasos, mientras Pippin
corría detrás.
Gandalf no miró a
Pippin mientras se marchaban, ni le dijo una sola palabra. El guía que esperaba
a las puertas del palacio los condujo a través del Patio del Manantial hasta un
callejón flanqueado por edificios de piedra. Después de varias vueltas llegaron
a una casa vecina al muro de la Ciudadela, del lado norte, no lejos del brazo
que unía la colina a la montaña. Una vez dentro, el guía los llevó por una
amplia escalera tallada, al primer piso sobre la calle, y luego a una estancia
acogedora, luminosa y aireada, decorada con hermosos tapices de colores lisos
con reflejos de oro mate. La estancia estaba apenas amueblada, pues sólo había
allí una mesa pequeña, dos sillas y un banco; pero a ambos lados detrás de unas
cortinas había alcobas, provistas de buenos lechos y de vasijas y jofainas para
lavarse. Tres ventanas altas y estrechas miraban al norte, hacia la gran curva
del Anduin todavía envuelto en la niebla, y los Emyn Muil y el Rauros en
lontananza. Pippin tuvo que subir al banco para asomarse por encima del
profundo antepecho de piedra.
—¿Estás enfadado
conmigo, Gandalf ?—dijo cuando el guía salió de la habitación y cerró la puerta—.
Lo hice lo mejor que pude.
—¡Lo hiciste, sin
duda!—respondió Gandalf con una súbita carcajada; y acercándose a Pippin se
detuvo junto a él y rodeó con un brazo los hombros del hobbit, mientras se
asomaba por la ventana. Pippin echó una mirada perpleja al rostro ahora tan
próximo al suyo, pues la risa del mago había sido suelta y jovial. Sin embargo,
al principio sólo vio en el rostro de Gandalf arrugas de preocupación y
tristeza; no obstante, al mirar con más atención advirtió que detrás había una
gran alegría: un manantial de alegría que si empezaba a brotar bastaría para
que todo un reino estallara en carcajadas.
»Claro que lo hiciste—dijo
el mago—; y espero que no vuelvas a encontrarte demasiado pronto en un trance
semejante, entre dos viejos tan terribles. De todos modos el señor de Gondor ha
sabido por ti mucho más de lo que tú puedes sospechar, Pippin. No pudiste
ocultar que no fue Boromir quien condujo a la Compañía fuera de Moria, ni que
había entre vosotros alguien de alto rango que iba a Minas Tirith; y que
llevaba una espada famosa. En Gondor la gente piensa mucho en las historias del
pasado, y Denethor ha meditado largamente en el poema y en las palabras el Daño
de Isildur, después de la partida de Boromir.
»No es semejante a los
otros hombres de esta época, Pippin, y cualquiera que sea su ascendencia, por
un azar extraño la sangre de Oesternesse le corre casi pura por las venas; como
por las de su otro hijo, Faramir, y no por las de Boromir, en cambio, que sin
embargo era el predilecto. Sabe ver a la distancia, y es capaz de adivinar, si
se empeña, mucho de lo que pasa por la mente de los hombres, aún de los que
habitan muy lejos. Es difícil engañarlo y peligroso intentarlo.
«¡Recuérdalo! Pues
ahora has prestado juramento de fidelidad a su servicio. No sé qué impulso o
qué motivo te empujó, el corazón o la cabeza. Pero hiciste bien. No te lo
impedí porque los actos generosos no han de ser reprimidos por fríos consejos.
Tu actitud lo conmovió, y al mismo tiempo (permíteme que te lo diga) lo
divirtió. Y por lo menos eres libre ahora de ir y venir a tu gusto por Minas
Tirith... cuando no estés de servicio. Porque hay un reverso de la medalla: estás
bajo sus órdenes, y él no lo olvidará. ¡Sé siempre cauteloso!
Calló un momento y
suspiró. —Bien, de nada vale especular sobre lo que traerá el mañana. Pero eso
sí, ten la certeza de que por muchos días el mañana será peor que el hoy. Y yo
nada más puedo hacer para impedirlo. El tablero está dispuesto, y ya las piezas
están en movimiento. Una de ellas que con todas mis fuerzas deseo encontrar es
Faramir, el actual heredero de Denethor. No creo que esté en la ciudad; pero no
he tenido tiempo de averiguarlo. Tengo que marcharme, Pippin. Tengo que asistir
al consejo de estos señores y enterarme de cuanto pueda. Pero el enemigo lleva
la delantera, y está a punto de iniciar a fondo la partida. Y los peones
participarán del juego tanto como cualquiera, Peregrin hijo de Paladin, soldado
de Gondor. ¡Afila tu espada!
Gandalf se encaminó a
la puerta, y al llegar a ella dio media vuelta. —Tengo
prisa, Pippin —dijo—. Hazme un favor cuando salgas. Antes de irte a dormir, si
no estás demasiado fatigado. Ve y busca a Sombragrís, y mira cómo está. Las
gentes de aquí son prudentes y nobles de corazón, y bondadosas con los
animales, pero no es mucho lo que entienden de caballos.
Y diciendo estas
palabras, Gandalf salió; en ese momento se oyó la nota clara y melodiosa de una
campana que repicaba en una torre de la Ciudadela. Sonó tres veces, como plata
en el aire, y calló: la hora tercera después de la salida del sol.
Al cabo de un minuto,
Pippin se encaminó a la puerta, bajó por la escalera y al llegar a la calle
miró alrededor. Ahora el sol brillaba, cálido y luminoso, y las torres y las
casas altas proyectaban hacia el oeste largas sombras nítidas. Arriba, en el
aire azul, el monte Mindolluin lucía su yelmo blanco y su manto de nieve. Hombres
armados iban y venían por las calles de la ciudad, como si el toque de la hora
les señalara un cambio de guardias y servicios.
—En La Comarca
diríamos que son las nueve de la mañana—se dijo Pippin en voz alta—. La hora
justa para un buen desayuno junto a la ventana abierta, al sol primaveral.
¡Cuánto me gustaría tomar un desayuno! ¿No desayunarán las gentes de este país,
o ya habrá pasado la hora? ¿Y a qué hora cenarán, y dónde?
A poco andar, vio un
hombre vestido de negro y blanco que venía del centro de la Ciudadela, y
avanzaba por la calle estrecha hacia él. Pippin se sentía solo y resolvió
hablarle cuando él pasara, pero no fue necesario. El hombre se le acercó.
—¿Eres tú Peregrin el mediano?—le
preguntó—. He sabido que has prestado juramento de fidelidad al servicio del señor
y de la Ciudad. ¡Bienvenido!—Le tendió la mano, y Pippin se la estrechó.
»Me llamo Beregond
hijo de Baranor. No estoy de servicio esta mañana y me han mandado a enseñarte
el santo y seña, y a explicarte algunas de las muchas cosas que sin duda
querrás saber. A mí, por mi parte, también me gustaría saber algo de ti. Porque
nunca hasta ahora hemos visto medianos en este país, y aunque hemos oído
algunos rumores, poco se habla de ellos en las historias y leyendas que conocemos.
Además, eres un amigo de Mithrandir. ¿Lo conoces bien?
—Bueno—repuso Pippin—.
He oído hablar de él durante toda mi corta existencia, por así decir; y en los
últimos tiempos he viajado mucho en su compañía. Pero es un libro en el que hay
mucho que leer, y faltaría a la verdad si dijese que he recorrido más de un par
de páginas. Sin embargo, es posible que lo conozca tan bien como cualquiera,
salvo unos pocos. Aragorn era el único de nuestra Compañía que lo conocía de
veras.
—¿Aragorn?—preguntó
Beregond—. ¿Quién es ese Aragorn?
—Oh—balbució Pippin—,
era un hombre que solía viajar con nosotros. Creo que ahora está en Rohan.
—Has estado en Rohan,
por lo que veo. También sobre ese país hay cosas que me gustaría preguntarte;
porque muchas de las menguadas esperanzas que aún alimentamos dependen de los
hombres de Rohan. Pero me estoy olvidando de mi misión, que consistía en
responder primeramente a todo cuanto tú quisieras preguntarme. Bien, ¿qué cosas
te gustaría saber, maese Peregrin?
—Mm... bueno—dijo
Pippin—, si me atrevo a decirlo, la pregunta un tanto imperativa que en este
momento me viene a la mente es... bueno ¿qué noticias hay del desayuno y de
todo el resto? Quiero decir, no sé si me explico, ¿cuáles son las horas de las
comidas, y dónde está el comedor, si es que existe? ¿Y las tabernas? Miré, pero
no vi ni una sola en todo el camino, aunque antes tuve la esperanza de
disfrutar de un buen trago de cerveza en cuanto llegásemos a esta ciudad de
hombres tan sagaces como corteses.
Beregond observó a
Pippin con aire grave. —Un verdadero veterano de guerra, por lo que veo—dijo—.
Dicen que los hombres que parten a combatir en países lejanos viven esperando
la recompensa de comer y beber; aunque yo, a decir verdad, no he viajado mucho.
¿Así que hoy todavía no has comido?
—Bueno, sí, en honor a
la verdad, sí—dijo Pippin—. Pero sólo una copa de vino y uno o dos pastelillos
blancos, por gentileza de tu señor; pero a cambio de eso, me torturó con
preguntas durante una hora, y ése es un trabajo que abre el apetito.
Beregond se echó a
reír. —Es en la mesa donde los hombres pequeños realizan las mayores hazañas,
decimos aquí. Sin embargo, has desayunado tan bien como cualquiera de los
hombres de la Ciudadela, y con más altos honores. Esto es una fortaleza y una
torre de guardia, y ahora estamos en pie de guerra. Nos levantamos antes del
sol, comemos un bocado a la luz gris del amanecer y partimos de servicio al
despuntar el día. ¡Pero no desesperes!—Otra vez rompió a reír, viendo la
expresión desolada de Pippin. —Los que han realizado tareas pesadas toman algo
para reparar fuerzas a media mañana. Luego viene el almuerzo, al mediodía o más
tarde de acuerdo con las horas del servicio, y por último los hombres se reúnen
a la puesta del sol para compartir la comida principal del día y la alegría que
aún pueda quedarles.
»¡Ven! Daremos un
paseo y luego iremos a procurarnos un bocado con que engañar al estómago, y
comeremos y beberemos en la muralla contemplando esta espléndida mañana.
—¡Un momento!—dijo
Pippin, ruborizándose—. La gula, lo que tú por pura cortesía llamas hambre,
ha hecho que me olvidara de algo. Pero Gandalf, Mithrandir como tú le dices, me
encomendó que me ocupara de su caballo, Sombragrís, uno de los grandes corceles
de Rohan, la niña de los ojos del rey, según me han dicho, aunque se lo haya
dado a Mithrandir en prueba de gratitud. Creo que el nuevo amo quiere más al
animal que a muchos hombres, y si la buena voluntad de Mithrandir es de algún
valor para esta ciudad, trataréis a Sombragrís con todos los honores: con una
bondad mayor, si es posible, que la que habéis mostrado a este hobbit.
—¿Hobbit?—dijo
Beregond.
—Así es como nos
llamamos—respondió Pippin.
—Me alegro de saberlo—dijo
Beregond—, pues ahora puedo decirte que los acentos extraños no desvirtúan las
palabras hermosas, y que los hobbits saben expresarse con gran nobleza. ¡Pero
vamos! Hazme conocer a ese caballo notable. Adoro a los animales, y rara vez
los vemos en esta ciudad de piedra; pero yo desciendo de un pueblo que bajó de
los valles altos, y que antes residía en Ithilien. ¡No temas! Será una visita
corta, una mera cortesía, y de allí iremos a las despensas.
Pippin comprobó que Sombragrís
estaba bien alojado y atendido. Pues en el séptimo círculo, fuera de los muros
de la Ciudadela, había unas caballerizas espléndidas donde guardaban algunos
corceles veloces, junto a las habitaciones de los correos del señor: mensajeros
siempre prontos para partir a una orden urgente del rey o de los capitanes
principales. Pero ahora todos los caballos y jinetes estaban ausentes, en
tierras lejanas.
Sombragrís relinchó
cuando Pippin entró en el establo y volvió la cabeza. —¡Buen día!—le
dijo Pippin—. Gandalf vendrá tan pronto como pueda. Ahora está ocupado, pero te
manda saludos; y yo he venido a ver si todo anda bien para ti; y si descansas
luego de tantos trabajos.
Sombragrís sacudió la
cabeza y pateó el suelo. Pero permitió que Beregond le sostuviera la cabeza
gentilmente y le acariciara los flancos poderosos.
—Se diría que está
preparándose para una carrera, y no que acaba de llegar de un largo viaje—dijo
Beregond—. ¡Qué fuerte y arrogante! ¿Dónde están los arneses? Tendrán que ser
adornados y hermosos.
—Ninguno es bastante
adornado y hermoso para él—dijo Pippin—. No los acepta. Si consiente en
llevarte, te lleva, y si no, no hay bocado, brida, fuste o rienda que lo dome.
¡Adiós, Sombragrís! Ten paciencia. La batalla se aproxima.
Sombragrís levantó la
cabeza y relinchó, y el establo entero pareció sacudirse y Pippin y Beregond se
taparon los oídos. En seguida se marcharon, luego de ver que había pienso en
abundancia en el pesebre.
—Y ahora nuestro
pienso—dijo Beregond, y se encaminó de vuelta a la Ciudadela, conduciendo a
Pippin hasta una puerta en el lado norte de la torre. Allí descendieron por una
escalera larga y fresca hasta una calle alumbrada con faroles. Había portillos
en los muros, y uno de ellos estaba abierto.
—Este es el almacén y
la despensa de mi compañía de la guardia—dijo Beregond—. ¡Salud, Targon!—gritó
por la abertura—. Es temprano aún, pero hay aquí un forastero que el señor ha
tomado a su servicio. Ha venido cabalgando de muy lejos, con el cinturón
apretado, y ha cumplido una dura labor esta mañana; tiene hambre. ¡Danos lo que
tengas!
Obtuvieron pan,
mantequilla, queso y manzanas: las últimas de la reserva del invierno,
arrugadas pero sanas y dulces; y un odre de cerveza bien servido, y escudillas
y tazones de madera. Pusieron las provisiones en una cesta de mimbre y
volvieron a la luz del sol. Beregond llevó a Pippin al extremo oriental del
almenaje del gran espolón, donde había una embrasura, y un asiento de piedra
bajo el antepecho. Desde allí podían contemplar la mañana que se extendía sobre
el mundo.
Comieron y bebieron,
hablando ya de Gondor y de sus usos y costumbres, ya de La Comarca y de los
países extraños que Pippin había conocido. Y cuanto más hablaban más se
asombraba Beregond, y observaba maravillado al hobbit, que sentado en el
asiento balanceaba las piernas cortas, o se erguía de puntillas para mirar por
encima del alféizar las tierras de abajo.
—No te ocultaré, maese
Peregrin—dijo Beregond—que para nosotros pareces casi uno de nuestros niños, un
chiquillo de unas nueve primaveras; y sin embargo has sobrevivido a peligros y
has visto maravillas; pocos de nuestros viejos podrían jactarse de haber
conocido otro tanto. Creí que era un capricho de nuestro señor, tomar un paje
noble a la usanza de los reyes de los tiempos antiguos, según dicen. Pero veo
que no es así, y tendrás que perdonar mi necedad.
—Te perdono—dijo
Pippin—. Sin embargo, no estás muy lejos de lo cierto. De acuerdo con los
cómputos de mis gentes, soy casi un niño todavía, y aún me faltan cuatro años
para llegar a la «mayoría de edad», como decimos en La Comarca. Pero no te
preocupes por mí. Ven y mira y dime qué veo.
El sol subía. Abajo,
en el valle, las nieblas se habían levantado, y las últimas se alejaban
flotando como volutas de nubes blancas arrastradas por la brisa que ahora
soplaba del este, y que sacudía y encrespaba las banderas y los estandartes
blancos de la Ciudadela. A lo lejos, en el fondo del valle, a unas cinco leguas
[24 kilómetros] a vuelo de pájaro, el río Grande corría gris
y resplandeciente desde el noroeste, describiendo una vasta curva hacia el sur,
y volviendo hacia el oeste antes de perderse en una bruma centelleante; más
allá, a cincuenta leguas [240 kilómetros] de
distancia, estaba el mar.
Pippin veía todo el
Pelennor extendido ante él, moteado a lo lejos de granjas y muros, graneros y
establos pequeños, pero en ningún lugar vio vacas o algún otro animal.
Numerosos caminos y senderos atravesaban los campos verdes, y filas de
carretones avanzaban hacia la Puerta Grande, mientras otros salían y se
alejaban. De tanto en tanto aparecía algún jinete, se apeaba de un salto, y
entraba presuroso en la ciudad. Pero el camino más transitado era la carretera
mayor que se volvía hacia el sur, y en una curva más pronunciada que la del río
bordeaba luego las colinas y se perdía a lo lejos. Era un camino ancho y bien
empedrado; a lo largo de la orilla oriental corría una pista ancha y verde,
flanqueada por un muro. Los jinetes galopaban de aquí para allá, pero unos
carromatos que iban hacia el sur parecían ocupar toda la calle. Sin embargo,
Pippin no tardó en descubrir que todo se movía en perfecto orden: los
carromatos avanzaban en tres filas, una más rápida tirada por caballos, otra
más lenta, de grandes carretas adornadas de gualdrapas multicolores, tirada por
bueyes; y a lo largo de la orilla oriental, unos carros más pequeños,
arrastrados por hombres.
—Esa es la ruta que
conduce a los valles de Tumladen y Lossarnach, y a las aldeas de las montañas,
y llega hasta Lebennin—explicó Beregond—. Hacia allá se encaminan los últimos
carromatos, llevando a los refugios a los ancianos y a las mujeres y los niños.
Es preciso que todos se encuentren a una legua [5 kilómetros] de la puerta y hayan despejado el camino antes del mediodía: ésa fue
la orden. Es una triste necesidad. —Suspiró. —Pocos, quizá, de los que hoy se
separan volverán a reunirse alguna vez. Nunca hubo muchos niños en esta ciudad;
pero ahora no queda ninguno, excepto unos pocos que se negaron a marcharse y
esperan que se les encomiende aquí alguna tarea: mi hijo entre ellos.
Callaron un momento. Pippin
miraba inquieto hacia el este, como si miles de orcos pudieran aparecer de
improviso e invadir las campiñas. —¿Qué
veo allí?—preguntó, señalando un punto en el centro de la curva del Anduin—.
¿Es otra ciudad, o qué?
—Fue una ciudad—respondió
Beregond—, la capital del reino, cuando Minas Tirith no era más que una
fortaleza. Lo que ves en las márgenes del Anduin son las ruinas de Osgiliath,
tomada e incendiada por nuestros enemigos hace mucho tiempo. Sin embargo la
reconquistamos, en la época en que Denethor aún era joven: no para vivir en
ella sino para mantenerla como puesto de avanzada, y reconstruimos el puente
para el paso de nuestras tropas. Pero entonces vinieron de Minas Morgul los jinetes
negros.
—¿Los jinetes
negros?—dijo Pippin, abriendo mucho los ojos, ensombrecidos por la
reaparición de un viejo temor.
—Sí, eran negros—dijo
Beregond—, y veo que algo sabes de esos jinetes, aunque no los mencionaste en
tus historias.
—Algo sé—dijo Pippin
en voz baja—, pero no quiero hablar ahora, tan cerca, tan cerca... —Calló de
pronto, y al alzar los ojos por encima del río le pareció que todo cuanto veía
alrededor era una sombra vasta y amenazante; tal vez fueran sólo unas montañas,
unos picos mellados en el horizonte, desdibujados por veinte leguas [96 kilómetros] de aire neblinoso; o quizás un banco de nubes que ocultaba una
oscuridad todavía más profunda. Pero mientras miraba tenía la impresión de que
la oscuridad crecía y se cerraba, muy lentamente, lentamente elevándose hasta
ensombrecer las regiones del sol.
—¿Tan cerca de Mordor?—dijo
Beregond en un susurro—. Sí, está allí. Rara vez los nombramos, pero hemos
vivido siempre con esa oscuridad a la vista; algunas veces parece más tenue y
distante; otras más cercana y espesa. Ahora la vemos crecer, y así crecen
también nuestros temores y nuestra desazón. Hace menos de un año los jinetes
negros volvieron a conquistar los pasos, y muchos de nuestros mejores hombres
cayeron allí. Luego Boromir echó al enemigo más allá de esta orilla occidental,
y aún conservamos la mitad de Osgiliath. Por poco tiempo. Ahora esperamos un
nuevo ataque, quizás el más violento de la guerra que se avecina.
—¿Cuándo?—preguntó
Pippin—. ¿Tienes alguna idea? Porque anoche vi los fuegos de alarma y a los
correos. Y Gandalf dijo que era señal de que la guerra había comenzado. Me
pareció que tenía mucha prisa por venir. Sin embargo, se diría que ahora todo
está en calma.
—Sólo porque ya todo
está pronto—dijo Beregond—. No es más que el último respiro, antes de zambullirse
en el agua.
—Pero ¿por qué hace
dos noches estaban encendidos los fuegos de las almenaras?
—Es tarde para ir en
busca de socorros si ya ha empezado el sitio—respondió Beregond—. Pero el señor
y los capitanes saben cómo obtener noticias, e ignoro qué deciden. Y el señor
Denethor no es como todos los hombres: tiene la vista larga. Algunos dicen que
cuando por las noches se sienta a solas en la alta estancia de la Torre, y
escudriña con el pensamiento por aquí y por allá, logra por momentos leer en el
futuro; y que a veces hasta mira en la mente del enemigo y lucha con él. Por
eso está tan envejecido, consumido antes de tiempo. De todos modos, mi señor
Faramir ha partido a cumplir alguna misión peligrosa del otro lado del río, y
es posible que haya enviado noticias.
»Pero si quieres saber
lo que pienso: fueron las noticias que llegaron anoche del Lebennin lo que
encendió las hogueras. Una gran flota se acerca, a la desembocadura del Anduin,
tripulada por los corsarios de Umbar, un país del sur. Hace tiempo que dejaron
de temer el poderío de Gondor, y se han aliado al enemigo, y ahora intentan
ayudarle con un golpe duro. Porque este ataque nos restará gran parte del
auxilio que contábamos recibir de Lebennin y Belfalas, donde los hombres son
valientes y numerosos. Por eso nuestros pensamientos se vuelven tanto más hacia
el norte, hacia Rohan, y tanto más nos alegran las noticias de victoria que
habéis traído.
»Y sin embargo... —hizo
una pausa y se puso de pie, y miró en derredor, al norte, al este, al sur—, los
acontecimientos de Isengard eran inequívocos: estamos envueltos en una gran red
estratégica. Ya no se trata de simples escaramuzas en los vados, de correrías
organizadas por las gentes de Ithilien y Anórien, de emboscadas y pillaje. Esta
es una guerra grande, largamente planeada, y en la que somos sólo una pieza,
diga lo que diga nuestro orgullo. Las cosas se mueven en el lejano este, más
allá del mar Interior, según las noticias; y en el norte y en el bosque Negro y
más lejos aún; y en el sur en Harad. Y ahora todos los reinos tendrán que pasar
por la misma prueba: resistir o sucumbir... bajo la Sombra.
»No obstante, maese
Peregrin, tenemos este honor: nos toca siempre soportar los más duros embates
del odio del Señor Oscuro, un odio que viene de los abismos del tiempo y de lo
más profundo del mar. Aquí es donde el martillo golpeará ahora con mayor
fuerza. Y por eso Mithrandir tenía tanta prisa. Porque si caemos ¿quién quedará
en pie? ¿Y tú, maese Peregrin, ves alguna esperanza de que podamos resistir?
Pippin no respondió.
Miró los grandes muros, y las torres y los orgullosos estandartes, y el sol
alto en el cielo, y luego la oscuridad que se acumulaba y crecía en el este; y
pensó en los largos dedos de aquella Sombra; en los orcos que invadían los
bosques y las montañas, en la traición de Isengard, en los pájaros de mal
agüero, y en los jinetes negros que cabalgaban por los senderos mismos de La
Comarca... y en el terror alado, los nazgûl. Se estremeció y pareció que la
esperanza se debilitaba. Y en ese preciso instante el sol vaciló y se oscureció
un segundo, como si un ala tenebrosa hubiese pasado delante de él. Casi
imperceptible, le pareció oír, alto y lejano, un grito en el cielo: débil pero
sobrecogedor, cruel y frío. Pippin palideció y se acurrucó contra el muro.
—¿Qué fue eso?—preguntó
Beregond—. ¿También tú oíste algo?
—Sí—murmuró Pippin—. Es
la señal de nuestra caída y la sombra del destino, un jinete espectral del
aire.
—Sí, la sombra del
destino—dijo Beregond—. Temo que Minas Tirith esté a punto de caer. La noche se
aproxima. Se diría que hasta me han quitado el calor de la sangre.
Permanecieron sentados
un rato, en silencio, cabizbajos. Luego, de improviso, Pippin levantó la mirada
y vio que todavía brillaba el sol y que los estandartes todavía se movían en la
brisa. Se sacudió. —Ha pasado—dijo—. No, mi corazón aún no quiere desesperar.
Gandalf cayó y ha vuelto y está con nosotros. Aún es posible que continuemos en
pie, aunque sea sobre una sola pierna, o al menos sobre las rodillas.
—¡Bien dicho!—exclamó
Beregond, y levantándose echó a caminar de un lado a otro a grandes trancos—. Aunque
tarde o temprano todas las cosas hayan de perecer, a Gondor no le ha llegado
todavía la hora. No, aun cuando los muros sean conquistados por un enemigo
implacable, que levante una montaña de carroña delante de ellos. Todavía nos
quedan otras fortalezas y caminos secretos de evasión en las montañas. La
esperanza y los recuerdos sobrevivirán en algún valle oculto donde la hierba
siempre es verde.
—De cualquier modo,
quisiera que todo termine de una vez, para bien o para mal—dijo Pippin—. No
tengo alma de guerrero, y el solo pensamiento de una batalla me desagrada; pero
estar esperando una de la que no podré escapar es lo peor que podría ocurrirme.
¡Qué largo parece ya el día! Me sentiría mucho más feliz si no estuviésemos
obligados a permanecer aquí en observación, sin dar un solo paso, sin ser los
primeros en asestar el golpe. Creo que, de no haber sido por Gandalf, ningún
golpe habría caído jamás sobre Rohan.
—¡Ah, aquí pones el
dedo en una llaga que a muchos les duele!—dijo Beregond—.
Pero las cosas podrían cambiar cuando regrese Faramir. Es valiente, más
valiente de lo que muchos suponen; pues en estos tiempos los hombres no quieren
creer que alguien pueda ser un sabio, un hombre versado en los antiguos
manuscritos y en las leyendas y canciones del pasado, y al mismo tiempo un capitán
intrépido y de decisiones rápidas en el campo de batalla. Sin embargo, así es
Faramir. Menos temerario y vehemente que Boromir, pero no menos resuelto. Mas
¿qué podrá hacer? No nos es posible tomar por asalto las montañas de... de ese
reino tenebroso. Nuestros recursos son limitados y no nos permiten anticiparnos
a la ofensiva del enemigo. ¡Pero eso sí, nuestra respuesta será violenta!—Golpeó
con fuerza la guardia de la espada.
Pippin lo miró: alto,
noble y arrogante, como todos los hombres que hasta entonces había visto en
aquel país; y los ojos le centelleaban de sólo pensar en la batalla. «¡Ay!,
reflexionó. «Débil y ligera como una pluma me parece mi propia mano. —Pero
no dijo nada—. ¿Un peón, había dicho Gandalf? Tal vez, pero en un tablero
equivocado».
Hablaron así hasta que
el sol llegó al cénit, y de pronto repicaron las campanas del mediodía, y en la
Ciudadela se observó un ajetreo de hombres: todos, con excepción de los
centinelas de guardia, se encaminaban a almorzar.
—¿Quieres venir
conmigo?—dijo Beregond—. Por hoy puedes compartir nuestro rancho. No sé a qué
compañía te asignarán, o si el señor Denethor desea tenerte a sus órdenes. Pero
entre nosotros serás bienvenido. Conviene que conozcas el mayor número posible
de hombres, mientras hay tiempo.
—Me hará feliz
acompañarte—respondió Pippin—. A decir verdad, me siento solo. He dejado a mi
mejor amigo en Rohan, y desde entonces no he tenido con quien charlar y
bromear. Tal vez podría realmente entrar en tu Compañía. ¿Eres el capitán? En
ese caso podrías tomarme, ¿o quizás hablar en mi favor?
—No, no—dijo Beregond,
riendo—, no soy un capitán. No tengo cargo, ni rango, ni señorío, y no soy más
que un hombre de armas de la Tercera Compañía de la Ciudadela. Sin embargo,
maese Peregrin, ser un simple hombre de armas en la Guardia de la Torre de
Gondor es considerado digno y honroso en la ciudad, y en todo el reino se trata
con honores a tales hombres.
—En ese caso, es algo
que está por completo fuera de mi alcance—dijo Pippin—. Llévame de nuevo a
nuestros aposentos, y si Gandalf no se encuentra allí, iré contigo a donde
quieras... como tu invitado.
Gandalf no estaba en
las habitaciones ni había enviado ningún mensaje; Pippin acompañó entonces a
Beregond y fue presentado a los hombres de la Tercera Compañía. Al parecer
Beregond ganó tanto prestigio entre sus camaradas como el propio Pippin, que
fue muy bien recibido. Mucho se había hablado ya en la Ciudadela del compañero
de Mithrandir y de su largo y misterioso coloquio con el señor; y corría el
rumor de que un príncipe de los medianos había venido del norte a prestar
juramento de lealtad a Gondor con cinco mil espadas. Y algunos decían que
cuando los jinetes vinieran de Rohan, cada uno traería en la grupa a un
guerrero mediano, pequeño quizá, pero valiente.
Si bien Pippin tuvo
que desmentir de mala gana esta leyenda promisoria, no pudo librarse del nuevo
título, el único, al decir de los hombres, digno de alguien tan estimado por
Boromir y honrado por el señor Denethor; le agradecieron que los hubiera
visitado, y escucharon muy atentos el relato de sus aventuras en tierras
extrañas, ofreciéndole de comer y de beber tanto como Pippin podía desear. Y en
verdad, sólo le preocupaba la necesidad de ser «cauteloso», como le
había recomendado Gandalf, y de no soltar demasiado la lengua, como hacen los
hobbits cuando se sienten entre gente amiga.
Por fin Beregond se
levantó. —¡Adiós por esta vez!—dijo—. Estoy de guardia ahora hasta la puesta
del sol, al igual que todos los aquí presentes, creo. Pero si te sientes solo,
como dices, tal vez te gustaría tener un guía alegre que te lleve a visitar la
ciudad. Mi hijo se sentirá feliz de acompañarte. Es un buen muchacho, puedo
decirlo. Si te agrada la idea, baja hasta el círculo inferior y pregunta por la
Hostería Vieja en el Rath Celerdain, calle de los Lampareros. Allí lo
encontrarás con otros jóvenes que se han quedado en la ciudad. Quizás haya
cosas interesantes para ver allá abajo, junto a la Puerta Grande, antes que
cierren.
Salió, y los otros no
tardaron en seguirlo. Aunque empezaba a flotar una bruma ligera, el día era
todavía luminoso, y caluroso para un mes de marzo, aún en un país tan
meridional. Pippin se sentía soñoliento, pero la habitación le pareció triste y
decidió descender a explorar la ciudad. Le llevó a Sombragrís unos bocados que
había apartado, y que el animal recibió con alborozo, aunque nada parecía
faltarle. Luego echó a caminar bajando por muchos senderos zigzagueantes.
La gente lo miraba con
asombro, cuando él pasaba. Los hombres se mostraban con él solemnes y corteses,
saludándolo a la usanza de Gondor con la cabeza gacha y las manos sobre el
pecho; pero detrás de él oía muchos comentarios, a medida que la gente que
andaba por las calles llamaba a quienes estaban dentro a que salieran a ver al príncipe
de los medianos, el compañero de Mithrandir. Algunos hablaban un idioma
distinto de la lengua común, pero Pippin no tardó mucho en aprender al menos
qué significaba Ernil i Pheriannath y
en saber que su condición de príncipe ya era conocida en toda la ciudad.
Recorriendo las calles
abovedadas y las hermosas alamedas y pavimentos, llegó por fin al círculo
inferior, el más amplio; allí le dijeron dónde estaba la calle de los
Lampareros, un camino ancho que conducía a la Puerta Grande. Pronto encontró la
Hostería Vieja, un edificio de piedra gris desgastada por los años, con dos
alas laterales; en el centro había un pequeño prado, y detrás se alzaba la casa
de numerosas ventanas; todo el ancho de la fachada lo ocupaba un pórtico
sostenido por columnas y una escalinata que descendía hasta la hierba. Algunos
chiquillos jugaban entre las columnas: los únicos niños que Pippin había visto
en Minas Tirith, y se detuvo a observarlos. De pronto, uno de ellos advirtió la
presencia del hobbit, y precipitándose con un grito a través de la hierba,
llegó a la calle, seguido de otros. De pie frente a Pippin, lo miró de arriba
abajo.
—¡Salud!—dijo el
chiquillo—. ¿De dónde vienes? Eres un forastero en la ciudad.
—Lo era—respondió
Pippin—; pero dicen ahora que me he convertido en un hombre de Gondor.
—¡Oh, no me digas!—dijo
el chiquillo—. Entonces aquí todos somos hombres. Pero ¿qué edad tienes y cómo
te llamas? Yo he cumplido los diez, y pronto mediré cinco pies [1,5 metros]. Soy más alto que tú. Pero también mi padre es un Guardia y uno de
los más altos. ¿Qué hace tu padre?
—¿A qué pregunta he de
responder primero?—dijo Pippin—. Mi padre cultiva las tierras de los
alrededores de Fuente Blanca, cerca de Alforzaburgo en La Comarca. Tengo casi
veintinueve años, así que en eso te aventajo, aunque mida sólo cuatro pies [1,2 metros], y es improbable que crezca, salvo en sentido horizontal.
—¡Veintinueve años!—exclamó
el niño, lanzando un silbido—. Vaya, eres casi viejo, tan viejo como mi tío Iorlas.
Sin embargo—añadió, esperanzado—, apuesto que podría ponerte cabeza abajo o
tumbarte de espaldas.
—Tal vez, si yo te
dejara—dijo Pippin, riendo—. Y quizás yo pudiera hacerte lo mismo a ti:
conocemos unas cuantas triquiñuelas en mi pequeño país. Donde, déjame que te lo
diga, se me considera excepcionalmente grande y fuerte; y jamás he permitido
que nadie me pusiera cabeza abajo. Y si lo intentaras, y no me quedara otro
remedio, quizá me viera obligado a matarte. Porque, cuando seas mayor,
aprenderás que las personas no siempre son lo que parecen; y aunque quizá me
hayas tomado por un jovenzuelo extranjero tonto y bonachón, y una presa fácil,
quiero prevenirte: no lo soy; ¡soy un mediano, duro, temerario y malvado!—Y
Pippin hizo una mueca tan fiera que el niño dio un paso atrás, pero en seguida
volvió a acercarse, con los puños apretados y un centelleo belicoso en la
mirada.
»¡No!—dijo Pippin,
riendo—. ¡Tampoco creas todo lo que dice de sí mismo un extranjero! No soy un
luchador. Sin embargo, sería más cortés que quien lanza el desafío se diera a
conocer.
El chico se irguió con
orgullo. —Soy Bergil hijo de Beregond de la Guardia—dijo.
—Era lo que pensaba—dijo
Pippin—, pues te pareces mucho a tu padre. Lo conozco y él mismo me ha enviado
a buscarte.
—¿Por qué, entonces,
no lo dijiste en seguida?—preguntó Bergil, y una expresión de desconsuelo le
ensombreció de pronto la cara—. ¡No me digas que ha cambiado de idea y que
quiere enviarme fuera de la ciudad, junto con las mujeres! Pero no, ya han
partido las últimas carretas.
—El mensaje, si no
bueno, es menos malo de lo que supones—dijo Pippin—. Dice que, si en lugar de
ponerme cabeza abajo prefieres mostrarme la ciudad, podrías acompañarme y
aliviar mi soledad un rato. En compensación, yo podría contarte algunas
historias de países remotos.
Bergil batió palmas y rio,
aliviado. —¡Todo marcha bien, entonces!—gritó—. ¡Ven! Dentro de un momento
íbamos a salir hacia la Puerta, a mirar. Iremos ahora mismo.
—¿Qué pasa allí?
—Esperamos a los capitanes
de las Tierras Lejanas; se dice que llegarán antes del crepúsculo, por el
Camino del Sur. Ven con nosotros y verás.
Bergil mostró que era
un buen camarada, la mejor compañía que había tenido Pippin desde que se
separara de Merry, y pronto estuvieron parloteando y riendo alborozados, sin
preocuparse por las miradas que la gente les echaba. A poco andar, se
encontraron en medio de una muchedumbre que se encaminaba a la Puerta Grande. Y
allí, el prestigio de Pippin aumentó considerablemente a los ojos de Bergil,
pues cuando dio su nombre y el santo y seña, el guardia lo saludó y lo dejó
pasar; y lo que es más, le permitió llevar consigo a su compañero.
—¡Maravilloso!—dijo
Bergil—. A nosotros, los niños, ya no nos permiten franquear la puerta sin un
adulto. Ahora podremos ver mejor.
Del otro lado de la
puerta, una multitud de hombres ocupaba las orillas del camino y el gran
espacio pavimentado en que desembocaban las distintas rutas a Minas Tirith.
Todas las miradas se volvían al sur, y no tardó en elevarse un murmullo: —¡Hay
una polvareda allá, a lo lejos! ¡Ya están llegando!
Pippin y Bergil se
abrieron paso hasta la primera fila, y esperaron. Unos cuernos sonaron a la
distancia, y el estruendo de los vítores llegó hasta ellos como un viento
impetuoso. Se oyó luego un vibrante toque de clarín, y toda la gente que los
rodeaba prorrumpió en gritos de entusiasmo.
—¡Forlong! ¡Forlong!—gritaban
los hombres.
—¿Qué dicen?—preguntó
Pippin.
—Ha llegado Forlong—respondió
Bergil—, el viejo Forlong el Gordo, el señor de Lossarnach. Allí es donde vive
mi abuelo. ¡Hurra! Ya está aquí, mira. ¡El buen viejo Forlong!
A la cabeza de la
comitiva avanzaba un caballo grande y de osamenta poderosa, y montado en él iba
un hombre ancho de espaldas y enorme de contorno; aunque viejo y barbicano,
vestía una cota de malla, usaba un yelmo negro, y llevaba una lanza larga y
pesada. Tras él marchaba, orgullosa, una polvorienta caravana de hombres
armados y ataviados, que empuñaban grandes hachas de combate; eran fieros de
rostro, y más bajos y un poco más endrinos que todos los que Pippin había visto
en Gondor.
—¡Forlong!—lo aclamaba
la multitud—. ¡Corazón leal, amigo fiel! ¡Forlong!—Pero cuando los hombres de
Lossarnach hubieron pasado, murmuraron: —¡Tan pocos! ¿Cuántos serán, doscientos?
Esperábamos diez veces más. Les habrán llegado noticias de los navíos negros.
Sólo han enviado un décimo de las fuerzas de Lossarnach. Pero aún lo pequeño es
una ayuda.
Así fueron llegando
las otras compañías, saludadas y aclamadas por la multitud, y cruzaron la
puerta hombres de las Tierras Lejanas que venían a defender la Ciudad de Gondor
en una hora sombría; pero siempre en número demasiado pequeño, siempre
insuficientes para colmar las esperanzas o satisfacer las necesidades. Los
hombres del valle del Ringló detrás del hijo del señor, Dervorin, marchaban a
pie: trescientos. De las mesetas de Morthond, el ancho valle de la Raíz Negra,
Duinhir el Alto, acompañado por sus hijos, Duilin y Derufin, y quinientos
arqueros. Del Anfalas, de la lejana playa Larga, una columna de hombres muy
diversos, cazadores, pastores, y habitantes de pequeñas aldeas, malamente
equipados, excepto la escolta de Golasgil, el soberano. De Lamedon, unos pocos
montañeses salvajes y sin capitán. Pescadores del Ethir, un centenar o más,
reclutados en las embarcaciones. Hirluin el Hermoso, venido de las colinas verdes
de Pinnath Galin con trescientos guerreros apuestos, vestidos de verde. Y por
último el más soberbio, Imrahil, príncipe de Dol Amroth, pariente del señor
Denethor, con estandartes de oro y el emblema del Navío y el Cisne de Plata, y
una escolta de caballeros con todos los arreos, montados en corceles grises;
los seguían setecientos hombres de armas, altos como señores, de ojos acerados
y cabellos oscuros, que marchaban cantando.
Y eso era todo, menos
de tres mil en total. Y no vendrían otros. Los gritos y el ruido de los pasos y
los cascos se extinguieron dentro de la ciudad. Los espectadores callaron un
momento. El polvo flotaba en el aire, pues el viento había cesado y la
atmósfera del atardecer era pesada. Se acercaba ya la hora de cerrar las
puertas, y el sol rojo había desaparecido detrás del Mindolluin. La sombra se
extendió sobre la ciudad.
Pippin alzó los ojos,
y le pareció que el cielo tenía un color gris ceniciento, como velado por una
espesa nube de polvo que la luz atravesaba apenas. Pero en el oeste el sol
agonizante había incendiado el velo de sombras, y ahora el Mindolluin se erguía
como una forma negra envuelta en las ascuas de una humareda ardiente. —¡Que
así, con cólera, termine un día tan hermoso!—reflexionó Pippin en voz alta,
olvidándose del chiquillo que estaba junto a él.
—Así terminará si no
regreso antes de las campanas del crepúsculo—dijo Bergil—. ¡Vamos! Ya suena la
trompeta que anuncia el cierre de la puerta.
Tomados de la mano
volvieron a la ciudad, los últimos en traspasar la puerta antes que se cerrara,
y cuando llegaron a la calle de los Lampareros todas las campanas de las torres
repicaban solemnemente. Aparecieron luces en muchas ventanas, y de las casas y
los puestos de los hombres de armas llegaban cantos.
—¡Adiós por esta vez!—dijo
Bergil—. Llévale mis saludos a mi padre y agradécele la compañía que me mandó.
Vuelve pronto, te lo ruego. Casi desearía que no hubiese guerra, porque
podríamos haber pasado buenos momentos. Hubiéramos podido ir a Lossarnach, a la
casa de mi abuelo: es maravilloso en primavera, los bosques y los campos
cubiertos de flores. Pero quizá podamos ir algún día. El señor Denethor jamás
será derrotado, y mi padre es muy valiente. ¡Adiós y vuelve pronto!
Se separaron, y Pippin
se encaminó de prisa hacia la Ciudadela. El trayecto se le hacía largo, y
empezaba a sentir calor y un hambre voraz. Y la noche se cerró, rápida y
oscura. Ni una sola estrella parpadeaba en el cielo. Llegó tarde a la cena, y
Beregond lo recibió con alegría, y lo sentó al lado de él para oír las noticias
que le traía de su hijo. Una vez terminada la comida, Pippin se quedó allí un
rato, pero no tardó en despedirse, pues sentía el peso de una extraña
melancolía, y ahora tenía muchos deseos de ver otra vez a Gandalf.
—¿Sabrás encontrar el
camino?—le preguntó Beregond en la puerta de la sala, en la parte norte de la Ciudadela,
donde habían estado sentados—. La noche es oscura, y aún más porque han dado
órdenes de velar todas las luces dentro de la ciudad; ninguna ha de ser visible
desde fuera de los muros. Y puedo darte una noticia de otro orden: mañana por
la mañana, a primera hora, serás convocado por el señor Denethor. Me temo que
no te destinarán a la Tercera Compañía. Sin embargo, es posible que volvamos a
encontrarnos. ¡Adiós y duerme en paz!
La habitación estaba a
oscuras, excepto una pequeña linterna puesta sobre la mesa. Gandalf no se encontraba
allí. La tristeza de Pippin era cada vez mayor. Se subió al banco y trató de
mirar por una ventana, pero era como asomarse a un lago de tinta. Bajó y cerró
la persiana y se acostó. Durante un rato permaneció tendido y alerta, esperando
el regreso de Gandalf, y luego cayó en un sueño inquieto.
En mitad de la noche
lo despertó una luz, y vio que Gandalf había vuelto y que recorría la
habitación a grandes trancos del otro lado de la cortina. Sobre la mesa había
velas y rollos de pergamino. Oyó que el mago suspiraba y murmuraba: «¿Cuándo
regresará Faramir?»
—¡Hola!—dijo Pippin,
asomando la cabeza por la cortina—. Creía que te habías olvidado de mí. Me
alegro de verte de vuelta. El día fue largo.
—Pero la noche será
demasiado corta—dijo Gandalf—. He vuelto aquí porque necesito un poco de paz y
de soledad. Harías bien en dormir en una cama mientras sea posible. Al alba, te
llevaré de nuevo al señor Denethor. No, al alba no, cuando llegue la orden. La
Oscuridad ha comenzado. No habrá amanecer.
XLV.VIAJE A LA ENCRUCIJADA
LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO VII
Frodo y Sam volvieron
a sus lechos y se acostaron en silencio a descansar, mientras los hombres se
ponían en actividad y los trabajos del día comenzaban. Al cabo de un rato les
llevaron agua y los condujeron a una mesa servida para tres. Faramir desayunó
con ellos. No había dormido desde la batalla de la víspera, pero no parecía
fatigado.
Una vez terminada la
comida, se pusieron de pie. —Ojalá no os atormente el hambre en el camino—dijo
Faramir—. Tenéis escasas provisiones, pero he dado orden de acondicionar en
vuestros equipajes una pequeña reserva de alimentos apropiada para viajeros. No
os faltará el agua mientras caminéis por Ithilien, pero no bebáis de ninguno de
los arroyos que descienden del Imlad Morgul, el valle de la Muerte Viviente.
Algo más he de deciros: mis exploradores y vigías han regresado todos, aún
algunos que se habían deslizado subrepticiamente hasta tener a la vista el
Morannon. Todos han observado una cosa extraña. La tierra está desierta. No hay
nada en el camino; no se oye en parte alguna ruido de pasos, de cuernos ni de
arcos. Un silencio expectante pesa sobre la Tierra Sin Nombre. Ignoro lo que
esto presagia. Pero todo parece precipitarse hacia una gran conclusión. Se
aproxima la tormenta. ¡Daos prisa, mientras podáis! Si estáis listos, partamos.
Muy pronto el sol se levantará sobre las sombras.
Les trajeron a los
hobbits sus paquetes (un poco más pesados que antes) y también dos bastones de
madera pulida, herrados en la punta, y de cabeza tallada, por la que pasaba una
correa de cuero trenzado.
—No tengo regalos
apropiados para el momento de la partida—dijo Faramir—, pero aceptad estos
bastones. Pueden prestar buenos servicios a los caminantes o a quienes escalan
montañas en las regiones salvajes. Los hombres de las montañas Blancas los
utilizan: si bien éstos han sido cortados para vuestra talla y herrados de
nuevo. Están hechos con la madera del hermoso árbol lebethron, cara a
los ebanistas de Gondor, y les ha sido conferida la virtud de encontrar y
retornar. ¡Ojalá esta virtud no se malogre enteramente en las Sombras en que
ahora vais a internaros!
Los hobbits se inclinaron
en una reverencia. —Magnánimo y muy benévolo anfitrión—dijo Frodo—, me fue
augurado por Elrond el medio elfo que encontraría amigos en el camino, secretos
e inesperados. Mas no esperaba por cierto una amistad como la tuya. Haberla
encontrado trueca el mal en un auténtico bien.
Se prepararon para la
partida. Gollum fue sacado de algún rincón o de algún escondrijo, y parecía más
satisfecho de sí mismo que antes, aunque no se apartaba un momento del lado de
Frodo y evitaba la mirada de Faramir.
—Vuestro guía partirá
con los ojos vendados—dijo Faramir—, pero a ti y a tu servidor Samsagaz no os
obligaré, si así lo deseáis.
Gollum lanzó un
chillido, y se retorció, y se aferró a Frodo, cuando fueron a vendarle los
ojos; y Frodo dijo: —Vendadnos a los tres, empezando por mí, así comprenderá
tal vez que nadie quiere hacerle daño. —Así lo hicieron y los guiaron fuera de
la caverna de Henneth Annûn. Cuando dejaron atrás los corredores y las
escaleras, sintieron alrededor el aire fresco, puro y apacible de la mañana.
Todavía a ciegas prosiguieron la marcha un corto trecho, primero subiendo,
luego bajando unas suaves pendientes. Por fin la voz de Faramir ordenó que les
quitasen las vendas.
Estaban nuevamente en
el bosque bajo las ramas de los árboles. No se oía ningún rumor de cascadas de
agua, pues una larga pendiente se extendía ahora en dirección al sur entre
ellos y la hondonada por la que corría el río. Y a través de los árboles, en el
oeste, vieron luz, como si el mundo terminara allí bruscamente, y en ese punto
comenzara el cielo.
—Aquí se separan
definitivamente nuestros caminos—dijo Faramir—. Si seguís mi consejo, no
tomaréis hacia el este. Continuad en línea recta, pues así tendréis el abrigo
de los bosques durante muchas millas. Al oeste hay una cresta y allí el terreno
se precipita hacia los grandes valles, a veces bruscamente y a pique, otras
veces en largas pendientes. No os alejéis de esta cresta y de los lindes del
bosque. Al comienzo de vuestro viaje podréis caminar a la luz del día, creo.
Las tierras duermen el sueño de una paz ficticia, y por un tiempo todo mal se
ha retirado. ¡Buen viaje, mientras sea posible!
Abrazó a Frodo y a
Sam, a la usanza del pueblo de Gondor, encorvándose y poniendo las manos sobre
los hombros de los hobbits, y besándoles la frente. —¡Id con la buena
voluntad de todos los hombres de bien!—dijo.
Los hobbits saludaron
inclinándose hasta el suelo. Faramir dio media vuelta, y, sin mirar atrás ni
una sola vez, fue a reunirse con los dos guardias que lo esperaban allí cerca.
La celeridad con que ahora se movían esos hombres vestidos de verde, a quienes
perdieron de vista casi en un abrir y cerrar de ojos, dejó maravillados a los
hobbits. El bosque, donde un momento antes estuviera Faramir parecía ahora
vacío y triste, como si un sueño se hubiese desvanecido.
Frodo suspiró y se
volvió hacia el sur. Como mostrando qué poco le importaban todas aquellas
expresiones de cortesía, Gollum estaba arañando la tierra al pie de un árbol. «Tiene
hambre otra vez», pensó Sam. «¡Bueno, de nuevo en la brecha!»
—¿Se han marchado por
fin?—dijo Gollum—. ¡Hombres sssucios malvados! Todavía le duele el cuello a
Sméagol, sí, todavía. ¡En marcha!
—Sí, en marcha—dijo
Frodo—. ¡Pero calla si sólo sabes hablar mal de quienes te trataron con
misericordia!
—¡Buen amo!—dijo
Gollum—. Sméagol hablaba en broma. Él siempre perdona, sí, siempre, aún las
zancadillas del amo. ¡Oh sí, buen amo, Sméagol bueno!
Ni Frodo ni Sam le
respondieron. Cargaron los paquetes, empuñaron los bastones y se internaron en
los bosques de Ithilien.
Dos veces descansaron
ese día y comieron un poco de las provisiones que les había dado Faramir:
frutos secos y carne salada, en cantidad suficiente para un buen número de
días; y pan en abundancia, que podrían comer mientras se conservase fresco.
Gollum no quiso probar bocado.
El sol subió y pasó
invisible por encima de las cabezas de los caminantes y empezó a declinar, y en
el poniente una luz dorada se filtró a través de los árboles; y ellos avanzaron
a la sombra verde y fresca de las frondas, y alrededor todo era silencio.
Parecía como si todos los pájaros del lugar se hubieran ido, o hubieran perdido
la voz.
La oscuridad cayó
temprano sobre los bosques silenciosos, y antes que cerrara la noche hicieron
un alto, fatigados, pues habían caminado siete leguas [34 kilómetros] o más desde Henneth Annûn. Frodo se acostó y durmió toda la noche
sobre el musgo al pie de un árbol viejo. Sam, junto a él, estaba más
intranquilo: despertó muchas veces, pero en ningún momento vio señales de
Gollum, quien se había escabullido tan pronto como los hobbits se echaron a
descansar. Si había dormido en algún agujero cercano, o si se había pasado la
noche al acecho de alguna presa, no lo dijo; pero regresó a las primeras luces
del alba y despertó a los hobbits.
—¡A levantarse, sí, a
levantarse!—dijo—. Nos esperan caminos largos, al sur y al este. ¡Los hobbits
tienen que darse prisa!
El día no fue muy
diferente del anterior, pero el silencio parecía más profundo; el aire más
pesado era ahora sofocante debajo de los árboles, como si el trueno se
estuviera preparando para estallar. Gollum se detenía con frecuencia, husmeaba
el aire, y luego mascullaba entre dientes e instaba a los hobbits a acelerar el
paso.
Al promediar la
tercera etapa de la jornada, cuando declinaba la tarde, la espesura del bosque
se abrió, y los árboles se hicieron más grandes y más espaciados. Imponentes
encinas de troncos corpulentos se alzaban sombrías y solemnes en los vastos
calveros, y aquí y allá, entre ellas, había fresnos venerables, y unos robles
gigantescos exhibían el verde pardusco de los retoños incipientes. Alrededor,
en unos claros de hierba verde, crecían celidonias y anémonas, blancas y
azules, ahora replegadas para el sueño nocturno; y había prados interminables
poblados por el follaje de los jacintos silvestres: los tallos tersos y
relucientes de las campánulas asomaban ya a través del mantillo. No había a la
vista ninguna criatura viviente, ni bestia ni ave, pero en aquellos espacios
abiertos Gollum tenía cada vez más miedo, y ahora avanzaban con cautela,
escabulléndose de una larga sombra a otra.
La luz se extinguía
rápidamente cuando llegaron a la orilla del bosque. Allí se sentaron debajo de
un roble viejo y nudoso cuyas raíces descendían entrelazadas y enroscadas como
serpientes por una barranca empinada y polvorienta. Un valle profundo y lóbrego
se extendía ante ellos. Del otro lado del valle el bosque reaparecía, azul y
gris en la penumbra del anochecer, y avanzaba hacia el sur. A la derecha refulgían
las montañas de Gondor, lejos en el oeste, bajo un cielo salpicado de fuego. Y
a la izquierda, la oscuridad: los elevados muros de Mordor; y de esa oscuridad
nacía el valle largo, descendiendo abruptamente hacia el Anduin en una
hondonada cada vez más ancha. En el fondo se apresuraba un torrente: Frodo oía
esa voz pedregosa, que crecía en el silencio; y junto a la orilla más próxima
un camino descendía serpenteando como una cinta pálida, para perderse entre las
brumas grises y frías que ningún rayo del sol poniente llegaba a tocar. Allí
Frodo creyó ver, muy distante, flotando por así decir en un océano de sombras,
las cúpulas altas e indistintas y los pináculos irregulares de unas torres
antiguas, solitarias y sombrías.
Se volvió a Gollum. —¿Sabes
dónde estamos?—le preguntó.
—Sí, amo. Parajes
peligrosos. Este es el camino que baja de la Torre de la Luna hasta la ciudad
en ruinas por las orillas del río. La ciudad en ruinas, sí, lugar muy horrible,
plagado de enemigos. Hicimos mal en seguir el consejo de los hombres. Los
hobbits se han alejado mucho del camino. Ahora tenemos que ir hacia el este,
por allá arriba. —Movió el brazo descarnado señalando las montañas envueltas en
sombras. —Y no podemos ir por este camino. ¡Oh no! ¡Gente cruel viene por ahí
desde la Torre!
Frodo miró abajo y
escudriñó el camino. En todo caso nada se movía allí por el momento. Descendía
hasta las ruinas desiertas envueltas en la bruma y parecía solitario y
abandonado. Pero algo siniestro flotaba en el aire, como si en verdad hubiera
unas cosas que iban y venían, y que los ojos no podían ver. Frodo se estremeció
mirando una vez más los pináculos distantes, y que ahora desaparecían en la
noche, y el sonido del agua le pareció frío y cruel: la voz de Morgulduin, el
río de aguas corruptas que descendía del valle de los Espectros.
—¿Qué vamos a hacer?—dijo—.
Hemos andado mucho. ¿Buscaremos algún sitio aquí atrás, en el bosque, donde
poder descansar escondidos?
—Inútil esconderse en
la oscuridad—dijo Gollum—. Los hobbits tienen que esconderse ahora, sí, de día.
—¡Oh, vamos!—dijo Sam—.
Necesitamos descansar, aunque luego nos levantemos en mitad de la noche.
Todavía quedarán horas de oscuridad, tiempo de sobra para que nos guíes en otra
larga marcha, si en verdad conoces el camino.
Gollum consintió a
regañadientes, y fue otra vez hacia los árboles, hacia el este al principio, a
lo largo del linde del bosque, donde la arboleda era menos espesa. No quería
descansar en el suelo tan cerca del camino malvado, y luego de algunas
discusiones se encaramaron los tres en la horqueta de una encina corpulenta, de
ramaje espeso, y que era un buen escondite y un refugio más o menos cómodo.
Cayó la noche y la oscuridad se cerró, impenetrable, bajo el palio de fronda.
Frodo y Sam bebieron un poco de agua y comieron una ración de pan y frutos
secos, pero Gollum se enroscó en un ovillo y se durmió instantáneamente. Los
hobbits no cerraron los ojos.
Habría pasado apenas
la medianoche cuando Gollum despertó: los hobbits vieron de pronto el
resplandor de aquellos ojos pálidos y muy abiertos. Gollum escuchaba y
husmeada, cosa que parecía ser, como ya lo habían advertido antes, su método
habitual para conocer la hora de la noche.
—¿Hemos descansado?
¿Hemos dormido maravillosamente? ¡En marcha!
—No, no hemos descansado
ni hemos dormido maravillosamente—refunfuñó Sam—. Pero si hay que partir,
partamos.
Gollum se dejó caer
inmediatamente de las ramas del árbol en cuatro patas, y los hobbits lo
siguieron con más lentitud.
Tan pronto como
llegaron al suelo reanudaron la marcha en la oscuridad, bajo la conducción de
Gollum, subiendo hacia el este por una cuesta empinada. Veían muy poco; la
noche era tan profunda que sólo reparaban en los troncos de los árboles cuando
tropezaban con ellos. El suelo era ahora más accidentado y la marcha se les
hacía más difícil, pero Gollum no parecía preocupado. Los guiaba a través de
malezas y zarzales, bordeando a veces una grieta profunda o un pozo oscuro,
otras bajando a los agujeros negros escondidos bajo la espesura y volviendo a
salir; y si descendían un trecho, la cuesta siguiente era más larga y más
escarpada. Trepaban sin descanso. En el primer alto se volvieron para mirar y a
duras penas alcanzaron a ver la techumbre del bosque que habían dejado atrás:
una sombra densa y vasta, una noche más oscura bajo el cielo oscuro y vacío.
Algo negro e inmenso parecía venir lentamente desde el este, devorando las
estrellas pálidas y desvaídas. Más tarde la luna en descenso escapó de la nube,
pero envuelta en un maléfico resplandor amarillo.
Al fin Gollum se
volvió a los hobbits. —Pronto de día—anunció—. Hobbits tienen que apresurarse.
¡Nada seguro mostrarse al descampado en estos sitios! ¡De prisa!
Apretó el paso, y los
hobbits lo siguieron cansadamente. Pronto comenzaron a escalar una ancha giba.
Estaba cubierta casi por completo de matorrales de aulaga y arándano, y de
espinos achaparrados y duros, si bien aquí y allá se abrían algunos claros, las
cicatrices de recientes hogueras. Ya cerca de la cima, las matas de aulaga se
hacían más frecuentes; eran viejísimas y muy altas, flacas y desgarbadas en la
base pero espesas arriba, y ya mostraban las flores amarillas que centelleaban
en la oscuridad y esparcían una fragancia suave y delicada. Eran tan altos
aquellos matorrales de espinos que los hobbits podían caminar por debajo sin
agacharse, atravesando largos senderos secos, tapizados de un musgo profundo,
erizado de espinas.
Al llegar al otro
extremo de la colina ancha y gibosa se detuvieron un momento y luego corrieron
a esconderse bajo una apretada maraña de espinos. Las ramas retorcidas que se
encorvaban hasta tocar el suelo, estaban recubiertas por un laberinto de viejos
brezos trepadores. Toda aquella intrincada espesura formaba una especie de
recinto hueco y profundo, tapizado de zarzas y hojas muertas y techado por las
primeras hojas y brotes primaverales. Allí se echaron un rato a descansar,
demasiado fatigados aún para comer; y espiando por entre los intersticios de la
hojarasca aguardaron el lento despertar del día.
Pero no llegó el día,
sólo un crepúsculo pardo y mortecino. Al este, un resplandor apagado y rojizo
asomaba bajo los nubarrones amenazantes: no era el rojo purpúreo de la aurora.
Más allá de las desmoronadas tierras intermedias, se alzaban las montañas
siniestras de Ephel Dúath, negras e informes abajo, donde la noche se demoraba;
arriba los picos dentados y las crestas duramente recortadas se erguían
amenazantes contra el fiero resplandor. A lo lejos, a la derecha, una gran
meseta montañosa se adelantaba hacia el oeste, lóbrega y negra en medio de las
sombras.
—¿Por qué camino
marcharemos ahora?—preguntó Frodo—. ¿Y aquélla es la entrada de... del valle de
Morgul, allí arriba, detrás de esa mole negra?
—¿Ya tenemos que
pensar en eso?—dijo Sam—. Me imagino que ya no nos moveremos hoy durante el
día, si esto es el día.
—Tal vez no—dijo
Gollum—. Pero pronto tendremos que partir, hacia la Encrucijada. Sí, la
Encrucijada. Sí, amo, aquel es el camino.
El resplandor rojizo
que se cernía sobre Mordor se extinguió al fin. La penumbra crepuscular se
cerró todavía más mientras unos vapores se alzaban en el este y se deslizaban
por encima de los viajeros. Frodo y Sam comieron frugalmente y luego se echaron
a descansar, pero Gollum estaba inquieto. No quiso la comida de los hobbits;
bebió un poco de agua y luego se puso a corretear de un lado a otro bajo los
matorrales, husmeando y mascullando. De pronto desapareció.
—Habrá salido de caza,
supongo—dijo Sam, y bostezó. Esta vez le tocaba a él dormir primero, y pronto
cayó en un sueño profundo. Creía estar de vuelta en el jardín de Bolsón Cerrado
buscando algo; pero cargaba un fardo pesado que le encorvaba las espaldas. De
algún modo todo parecía cubierto de malezas, y los espinos y helechos habían
invadido los macizos hasta casi la cerca del fondo.
»Menudo trabajo me
espera, por lo que veo; pero estoy tan cansado—repetía una y otra vez. De pronto recordó lo que había ido a buscar—.
¡Mi pipa!—dijo, y en ese momento se despertó.
—¡Tonto!—exclamó,
mientras abría los ojos y se preguntaba por qué se había acostado debajo del
cerco—. ¡Estuvo todo el tiempo en tu equipaje!—Entonces se dio cuenta, primero,
que la pipa bien podía estar en el equipaje, pero que era inútil, puesto que no
tenía hojas, y en seguida que él se encontraba a cientos de millas de Bolsón
Cerrado. Se incorporó. Parecía ser casi de noche. ¿Por qué el amo lo había
dejado dormir fuera de turno, hasta el anochecer?
—¿No ha dormido, señor
Frodo?—dijo—. ¿Qué hora es? Parece que se está haciendo tarde.
—No, nada de eso—dijo
Frodo—. Pero el día no aclara, y en cambio se oscurece cada vez más. Hasta
donde yo puedo saber, aún no es mediodía, y tú no has dormido más de tres
horas.
—Me pregunto qué
sucede—dijo Sam—. ¿Será que se avecina una tormenta? En ese caso, será la peor
que hubo jamás. Desearemos estar metidos en un agujero profundo, no sólo
amontonados debajo de un seto. —Escuchó con atención. —¿Qué es eso? ¿Truenos, o
tambores, o qué?
—No lo sé—dijo Frodo—.
Ya hace un buen rato que dura. Por momentos la tierra parece temblar y por
momentos tienes la impresión de que el aire pesado te late en los oídos.
Sam miró alrededor. —¿Dónde
está Gollum?—preguntó—¿Todavía no ha vuelto?
—No—dijo Frodo—. No lo
he visto ni lo he oído.
—Bueno, yo no lo paso—dijo
Sam—. A decir verdad, nunca salí de viaje con nada que menos lamentaría perder
en el camino. Pero sería muy de él, después de habernos seguido todas estas
millas, venir a perderse ahora, justo cuando lo necesitamos más... es decir, si
alguna vez nos sirve de algo, cosa que dudo.
—Te olvidas de las
ciénagas—dijo Frodo—. Espero que no le haya ocurrido nada.
—Y yo espero que no
nos esté preparando alguna triquiñuela. Y en todo caso espero que no vaya a
caer en otras manos, como quien dice. Porque entonces, pronto nos veríamos en
figurillas.
En ese momento se oyó
otra vez, más fuerte y cavernoso, un ruido sordo, vibrante y prolongado. El
suelo pareció temblar bajo los pies de los hobbits. —Me parece que nos veremos
en figurillas de todas maneras—dijo Frodo—. Me temo que nuestro viaje se esté
acercando a su fin.
—Tal vez—dijo Sam—;
pero donde hay vida hay esperanza, como decía el Tío, y necesidad de
vituallas, solía agregar. Coma usted un bocado, señor Frodo, y luego échese
un sueño.
La tarde, como Sam
suponía que había que llamarla, transcurrió lentamente. Cuando asomaba la
cabeza fuera del refugio no veía nada más que un mundo lúgubre, sin sombras,
que se diluía poco a poco en una oscuridad monótona, incolora. La atmósfera era
sofocante, pero no hacía calor. Frodo dormía con un sueño intranquilo, se movía
y daba vueltas, y de cuando en cuando murmuraba. Sam creyó oír dos veces el
nombre de Gandalf. El tiempo parecía prolongarse interminablemente. De pronto
Sam oyó un silbido detrás de él, y vio a Gollum en cuatro patas, mirándolos con
los ojos relucientes.
—¡A despertarse, a
despertarse! ¡A despertarse, dormilones!—murmuró—. ¡A despertarse! No hay
tiempo que perder. Tenemos que partir, sí, tenemos que partir en seguida. ¡No
hay tiempo que perder!
Sam le clavó una
mirada recelosa: Gollum parecía asustado o excitado. —¿Partir ahora? ¿Qué
andas tramando? Todavía no es el momento. No puede ser ni la hora del té, al
menos en los lugares decentes donde hay una hora para tomar el té.
—¡Estúpido!—siseó Gollum—.
No estamos en ningún lugar decente. Los minutos corren, sí, vuelan. No hay
tiempo que perder. Tenemos que partir. Despierte, amo, ¡despierte!—Se prendió a
Frodo, que despertó sobresaltado, y tomó a Gollum por el brazo. Gollum se
desasió rápidamente y retrocedió.
»No seáis estúpidos—siseó—.
Tenemos que partir. No hay tiempo que perder. —Y no hubo modo de sacarle una
palabra más. No quiso decir de dónde venía ni por qué tenía tanta prisa. A Sam
todo aquello le parecía muy sospechoso y lo demostraba; de Frodo en cambio no
podía saberse lo que le pasaba por la mente. Suspiró, levantó el paquete y se
preparó para salir a la creciente oscuridad.
Gollum les hizo
descender muy furtivamente el flanco de la colina, tratando de mantenerse
oculto siempre que era posible, y corriendo, encorvado casi contra el suelo en
los espacios abiertos; pero la luz era ahora tan débil que ni siquiera una
bestia salvaje de ojos penetrantes hubiera podido ver a los hobbits,
encapuchados, envueltos en los oscuros mantos grises, ni tampoco oírlos, pues
caminaban con ese andar sigiloso que con tanta naturalidad adopta la gente
pequeña. Ni una rama crujió, ni una hoja susurró mientras pasaban y
desaparecían.
Durante cerca de una
hora prosiguieron la marcha en silencio, en fila, bajo la opresión de la
oscuridad y la calma absoluta de aquellos parajes, sólo interrumpida de tanto
en tanto por lo que parecía un trueno lejano, o un redoble de tambores en
alguna hondonada de las colinas. Siempre descendiendo, dejaron atrás el
escondite, y se volvieron hacia el sur y tomaron por el camino más recto que
Gollum pudo encontrar: una larga pendiente accidentada que subía a las montañas.
Pronto, no muy lejos camino adelante, vieron un cinturón de árboles que parecía
alzarse como una muralla negra. Al acercarse notaron que eran árboles enormes y
quizá muy viejos, pero erguidos aún, aunque las copas estaban desnudas y rotas,
como castigadas por la tempestad y el rayo, que no había podido matarlos ni
conmover las raíces insondables.
—La Encrucijada, sí—susurró
Gollum, hablando por primera vez desde que salieron del escondite—. Hemos de
tomar ese camino. —Virando ahora al este, los guio cuesta arriba; y entonces,
de improviso, apareció a la vista el Camino del Sur: se abría paso serpenteando
al pie de las montañas para penetrar en el gran anillo de árboles.
—Este es el único
camino—cuchicheó Gollum—. No hay ningún otro. Ni senderos. Tenemos que ir a la
Encrucijada. ¡Pero de prisa! ¡Silencio!
Furtivamente, como
exploradores en campamento enemigo, se deslizaron al camino y con pasos
sigilosos de gato en acecho avanzaron a lo largo del borde occidental, al
amparo de la barranca pedregosa, gris como las piedras mismas. Llegaron por fin
a los árboles y descubrieron que se encontraban dentro de un vasto claro
circular, abierto bajo el cielo sombrío; y los espacios entre los troncos
inmensos eran como las grandes arcadas oscuras de un castillo ruinoso. En el
centro mismo confluían cuatro caminos. A espaldas de los hobbits se extendía el
que conducía a Morannon; delante de ellos partía nuevamente rumbo al sur; a la
derecha subía el camino de la antigua Osgiliath, y luego se perdía en los
sombras del este: el cuarto camino, el que ellos tomarían.
Frodo se detuvo un
instante atemorizado y de pronto vio brillar una luz: un reflejo en la cara de
Sam, que estaba junto a él. Se volvió y alcanzó a ver bajo la bóveda de ramas
el camino de Osgiliath que descendía y descendía hacia el oeste, casi tan recto
como una cinta estirada. Allí, en la lejanía, más allá de la triste Gondor
ahora envuelta en sombras, el sol declinaba y tocaba por fin la orla del paño
funerario de las nubes, que rodaban lentamente, y se hundían, en un incendio
ominoso, en el mar todavía inmaculado. El breve resplandor iluminó una enorme
figura sentada, inmóvil y solemne como los grandes reyes de piedra de Argonath.
Los años la habían carcomido, y unas manos violentas la habían mutilado. Habían
arrancado la cabeza, y habían puesto allí como burla una piedra toscamente
tallada y pintarrajeado por manos salvajes; la piedra simulaba una cara
horrible y gesticulante con un ojo grande y rojo en medio de la frente. Sobre
las rodillas, el trono majestuoso, y alrededor del pedestal unos garabatos
absurdos se mezclaban con los símbolos inmundos de los corruptos habitantes de
Mordor.
De improviso,
capturada por los rayos horizontales, Frodo vio la cabeza de rey: yacía
abandonada a la orilla del camino. —¡Mira, Sam!—exclamó con voz entrecortada—.
¡Mira! ¡El rey tiene otra vez una corona!
Le habían vaciado las
cuencas de los ojos, y la barba esculpida estaba rota, pero alrededor de la
frente alta y severa tenía una corona de plata y de oro. Una planta trepadora
con flores que parecían estrellitas blancas se había adherido a las cejas como
rindiendo homenaje al rey caído, y en las fisuras de la cabellera de piedra
resplandecían unas siemprevivas doradas.
—¡No podrán vencer
eternamente!—dijo Frodo. Y entonces, de pronto, la visión se desvaneció. El sol
se hundió y desapareció, y como si se apagara una lámpara, cayó la noche negra.
XLVI.EL ACANTONAMIENTO DE
ROHAN
EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO III
Ahora todos los
caminos corrían a la par hacia el este, hacia la guerra ya inminente, a
enfrentar el ataque de la Sombra. Y en el momento mismo en que Pippin asistía,
en la Puerta Grande de la Ciudad, a la llegada del príncipe de Dol Amroth con
sus estandartes, Théoden rey de Rohan descendía desde las colinas.
La tarde declinaba. A
los últimos rayos del poniente, las sombras largas y puntiagudas de los jinetes
se adelantaban a las cabalgaduras. Ya la oscuridad se había agazapado bajo los
abetos susurrantes que vestían los flancos de la montaña, y ahora, al final de
la jornada, el rey cabalgaba lentamente. Pronto el camino contorneó un gran
espolón de roca desnuda y se internó de improviso en la penumbra suspirante de
una arboleda. Los jinetes descendían, descendían sin cesar en una larga fila
serpentina. Cuando llegaron por fin al fondo de la garganta, ya caía la noche
en los bajíos. El sol había desaparecido. El crepúsculo se tendía sobre las
cascadas.
Durante todo el día,
abajo y a lo lejos, habían visto un arroyo que descendía a los saltos desde la
alta garganta, y corría por un cauce estrecho entre unos muros revestidos de
pinos; ahora, pasando por una puerta rocosa, penetraba en un valle más ancho.
Siguiendo el curso del arroyo los jinetes se encontraron de pronto ante el valle
Sagrado, donde resonaban las voces del agua en la noche. En ese paraje, el río
Nevado, engrosado con el caudal del arroyo, se precipitaba, humeante y espumoso
sobre las rocas hacia Edoras y las colinas y las praderas verdes. A lo lejos y
a la derecha, a la entrada del gran valle, asomaba erguida sobre vastos
contrafuertes velados por las nubes la poderosa cabeza del Pico Afilado; pero
la cresta resplandecía allá en las alturas, vestida de nieves eternas,
solitaria y aislada del mundo, sombreada de azul en el este, teñida del rojo
del crepúsculo en el oeste.
Merry contempló con
asombro aquel país extraño, del que había oído tantas historias a lo largo del
camino. Era un mundo sin cielo, en el que los ojos del hobbit, a través de
resquicios de aire tenebroso, no veían nada más que pendientes cada vez más
altas, murallones de piedra detrás de otros murallones, y precipicios
amenazantes envueltos en nieblas. Por un momento, como en un duermevela,
escuchó los rumores del agua, el murmullo de los árboles, el crujido de las
piedras, y el vasto silencio expectante detrás de cada ruido. A Merry lo
fascinaban las montañas, o lo había fascinado la idea de las montañas, marco
sempiterno de las historias de países lejanos; pero ahora lo retenía abajo el
peso insoportable de la Tierra Media. Hubiera querido cerrarle las puertas a
aquella inmensidad, en una habitación tranquila junto a un fuego.
Estaba muy fatigado,
pues si bien la cabalgata había sido lenta, rara vez se habían detenido a
descansar. Hora tras hora durante casi tres días interminables había marchado a
los tumbos, a través de gargantas y largos valles, y un sinfín de ríos y
arroyos. A veces, cuando el camino era más ancho, cabalgó junto al rey, sin
advertir que muchos de los jinetes sonreían al verlo: el hobbit en el poni
peludo y gris, y el señor de Rohan en el esbelto corcel blanco. En esos
momentos había conversado con Théoden, hablándole de su tierra natal y de las
costumbres y los acontecimientos de La Comarca, o escuchando a su vez las
historias de la Marca y las hazañas de los grandes hombres de antaño. Pero la
mayor parte del tiempo, sobre todo en este último día, Merry había cabalgado
solo cerca del rey, sin decir nada, y esforzándose por entender la lengua lenta
y sonora que hablaban los hombres detrás de él. Era una lengua que parecía
contener muchas palabras que él conocía, aunque la pronunciación era más rica y
enfática que en La Comarca, pero no conseguía poner en relación unas palabras
con otras. De vez en cuando algún jinete entonaba con voz clara y vibrante un
canto fervoroso, y a Merry se le encendía el corazón, aunque no entendía de qué
se trataba.
A pesar de todo se
sentía muy solo, y nunca tanto como ahora, al final de la tarde. Se preguntaba
dónde, en qué lugar de todo ese mundo extraño, estaba Pippin; y qué había sido
de Aragorn y Legolas y Gimli. Y de pronto, como una punzada fría en el corazón,
pensó en Frodo y en Sam. «¡Me olvido de ellos!» se reprochó. «Y son
más importantes que todos nosotros. Vine para ayudarlos; pero ahora, si aún
viven, han de estar a centenares de millas de aquí.» Se estremeció.
—¡El valle Sagrado,
por fin!—exclamó Éomer—. Ya estamos llegando. —A la salida de la garganta los
senderos descendían en una pendiente abrupta. El gran valle, envuelto allá
abajo en las sombras del crepúsculo, se divisaba apenas, como contemplado desde
una ventana alta. Y una luz pequeña centelleaba solitaria junto al río.
—Quizás este viaje
haya terminado—dijo Théoden—, pero a mí me queda por recorrer un largo camino.
Anoche hubo luna llena, y mañana por la mañana he de estar en Edoras, para la
revista de las tropas de la Marca.
—Sin embargo, si
queréis aceptar mi consejo—dijo en voz baja Éomer—, luego volveréis aquí, hasta
que la guerra, perdida o ganada, haya concluido.
Théoden sonrió. —No,
hijo mío, que así quiero llamarte, ¡no les hables a mis viejos oídos con las
palabras melosas de Lengua de Serpiente!—Se irguió, y volvió la cabeza hacia la
larga columna de hombres que se perdía en la oscuridad—. Parece que hubieran
pasado largos años en estos días, desde que partí para el oeste; pero ya nunca
más volveré a apoyarme en un bastón. Si perdemos la guerra, ¿de qué podrá
servir que me oculte en las montañas? Y si vencemos ¿sería acaso un motivo de
tristeza que yo consumiera en la batalla mis últimas fuerzas? Pero no hablemos
de eso ahora. Esta noche descansaré en el Baluarte del Sagrario. ¡Nos queda al
menos una noche de paz! ¡En marcha!
En la oscuridad
creciente descendieron al fondo del valle. Allí, el río Nevado corría cerca de
la pared occidental. Y el sendero los llevó pronto a un vado donde las aguas
murmuraban sonoras sobre las piedras. Había una guardia en el vado. Cuando el
rey se acercó muchos hombres emergieron de entre las sombras de las rocas; y al
reconocerlo, gritaron con voces de júbilo: —¡Théoden rey! ¡Théoden rey! ¡Vuelve
el rey de la Marca!
Entonces uno de ellos
sopló un cuerno: una larga llamada cuyos ecos resonaron en el valle. Otros
cuernos le respondieron, y en la orilla opuesta del río aparecieron unas luces.
De improviso, desde
gran altura, se elevó un gran coro de trompetas; sonaban, se hubiera dicho, en
algún sitio hueco, como si las diferentes notas se unieran en una sola voz que
vibraba y retumbaba contra las paredes de piedra.
Así el rey de la Marca
retornó victorioso del oeste, y en el Sagrario, al pie de las montañas Blancas,
estaban acantonadas las fuerzas que quedaban de su pueblo; pues no bien se
enteraron de la llegada del rey, los capitanes partieron a encontrarlo en el
vado, llevándole mensajes de Gandalf. Dúnhere, jefe de las gentes del valle
Sagrado, iba a la cabeza.
—Tres días atrás, al
amanecer, señor—dijo—, Sombragrís llegó a Edoras como un viento del oeste, y
Gandalf trajo noticias de vuestra victoria para regocijo de todos nosotros.
Pero también nos trajo vuestra orden: que apresuráramos el acantonamiento de
los jinetes. Y entonces vino la sombra alada.
—¿La sombra alada?—dijo
Théoden—. También nosotros la vimos, pero eso fue en lo más profundo de la
noche, antes que Gandalf nos dejase.
—Tal vez, señor—dijo
Dúnhere—. En todo caso la misma, u otra semejante, una oscuridad que tenía la
forma de un pájaro monstruoso, voló esta mañana sobre Edoras, y todos los
hombres se estremecieron. Porque se lanzó sobre Meduseld, y cuando estaba ya
casi a la altura de los tejados, oímos un grito que nos heló el corazón. Fue
entonces cuando Gandalf nos aconsejó que no nos reuniéramos en la campiña, y
que viniéramos a encontraros aquí, en el valle al pie de los montes. Y nos
ordenó no encender hogueras o luces innecesarias. Es lo que hicimos. Gandalf
hablaba con autoridad. Esperamos que esto sea lo que vos hubierais querido.
Ninguna de estas criaturas nefastas ha sido vista aquí en el valle Sagrado.
—Está bien—dijo
Théoden—. Ahora iré al Baluarte, y allí, antes de recogerme a descansar, me
reuniré con los mariscales y los capitanes. ¡Que vengan a verme lo más pronto
posible!
El camino, que en ese
punto tenía apenas media milla de ancho, atravesaba el valle en línea recta
hacia el este. Todo alrededor se extendían llanos y praderas de hierbas
ásperas, grises ahora en la penumbra del anochecer; pero al frente, del otro
lado del valle, Merry vio una hosca pared de piedra, última ramificación de las
poderosas raíces del Pico Afilado, que el río había inundado en tiempos ya
remotos.
Una multitud ocupaba
todos los espacios llanos. Algunos de los hombres se apiñaban a orillas del
camino y aclamaban alborozados al rey y a los jinetes venidos del oeste; pero
más atrás, y extendiéndose a lo largo del valle, había hileras de tiendas de
campaña y cobertizos, filas de caballos sujetos a estacas, grandes reservas de
armas, y haces de lanzas erizadas como montes de árboles recién plantados. La
gran asamblea desaparecía ya en la oscuridad, y sin embargo, aunque el viento
de la noche soplaba helado desde las cumbres, no brillaba una sola linterna, no
chisporroteaba ningún fuego. Los centinelas rondaban envueltos en pesados
capotes.
Merry se preguntó
cuántos jinetes habría allí reunidos. No podía contarlos en la creciente
oscuridad, pero tenía la impresión de que era un gran ejército, de muchos miles
de hombres. Mientras miraba a un lado y a otro, el rey y su escolta llegaron al
pie del risco que flanqueaba el valle en el este; y allí el sendero trepaba de
pronto, y Merry alzó la mirada, estupefacto. El camino en que ahora se
encontraba no se parecía a ninguno que hubiera visto antes: una obra magistral
del ingenio del hombre en un tiempo que las canciones no recordaban. Subía y
subía, ondulante y sinuoso como una serpiente, abriéndose paso a través de la
roca escarpada. Empinado como una escalera, trepaba en idas y venidas. Los
caballos podían subir por él, y hasta arrastrar lentamente las carretas; pero
ningún enemigo podía salirles al paso, a no ser por el aire, si estaba
defendido desde arriba. En cada recodo del camino, se alzaban unas grandes
piedras talladas, enormes figuras humanas de miembros pesados, sentadas en
cuclillas con las piernas cruzadas, los brazos replegados sobre los vientres
prominentes. Algunas, desgastadas por los años, habían perdido todas las
facciones, excepto los agujeros sombríos de los ojos que aún miraban con
tristeza a los viajeros. Los jinetes no les prestaron ninguna atención. Los
llamaban los hombres púkel, y apenas se dignaron mirarlos: ya no eran ni
poderosos ni terroríficos. Merry en cambio contemplaba con extrañeza y casi con
piedad aquellas figuras que se alzaban melancólicamente en las sombras del
crepúsculo.
Al cabo de un rato
volvió la cabeza y advirtió que se encontraba ya a varios centenares de pies
por encima del valle, pero abajo y a lo lejos aún alcanzaba a distinguir la
ondulante columna de jinetes que cruzaba el vado y marchaba a lo largo del
camino, hacia el campamento preparado para ellos. Sólo el rey y su escolta subirían
al baluarte.
La comitiva del rey
llegó por fin a una orilla afilada, y el camino ascendente penetró en una
brecha entre paredes rocosas, subió una cuesta corta y desembocó en una vasta
altiplanicie. Firienfeld la llamaban los hombres: una meseta cubierta de
hierbas y brezales, que dominaba los lechos profundamente excavados del río
Nevado, asentada en el regazo de las grandes montañas: el Pico Afilado al sur,
la dentada mole del Irensaga, y entre ambos, de frente a los jinetes, el muro
negro y siniestro del Dwimor, el monte de los Espectros, que se elevaba entre
pendientes empinadas de abetos sombríos. La meseta estaba dividida en dos por
una doble hilera de piedras erectas e informes que se encogían en la oscuridad
y se perdían entre los árboles. Quienes osaban tomar ese camino llegarían muy
pronto al tenebroso bosque Sombrío al pie del Dwimor, a la amenaza del pilar de
piedra y a la sombra bostezante de la puerta prohibida.
Tal era el oscuro
refugio que llamaban el Baluarte del Sagrario, obra de hombres olvidados
en un pasado remoto. El nombre de esas gentes se había perdido, y ninguna
canción, ninguna leyenda lo recordaba. Con qué propósito habían construido este
lugar, si como ciudad, o templo secreto o para tumba de reyes, nadie hubiera
podido decirlo. Allí habían sobrellevado las penurias de los Años Oscuros,
antes que llegase a las costas occidentales el primer navío, antes aún que los dúnedain
fundaran el reino de Gondor; y ahora habían desaparecido, y allí sólo quedaban
los hombres púkel, eternamente sentados en los recodos del sendero.
Merry observaba con
ojos azorados el desfile de las piedras: negras y desgastadas, algunas
inclinadas, otras caídas, algunas rotas o resquebrajadas; parecían hileras de
dientes viejos y ávidos. Se preguntó qué podían significar; esperaba que el rey
no tuviese la intención de seguirlas hasta la oscuridad del otro lado. De
pronto notó que había tiendas y barracas junto al camino de las piedras, y al
borde de la escarpada, como si las hubieran agrupado evitando la cercanía de
los árboles, y casi todas ellas estaban a la derecha del camino, donde
Firienfeld era más ancho; a la izquierda se veía un campamento pequeño, y en el
centro se elevaba un pabellón. En ese momento un jinete les salió al paso desde
aquel lado, y la comitiva se desvió del camino.
Cuando se acercaron,
Merry vio que el jinete era una mujer de largos cabellos trenzados que
resplandecían en el crepúsculo; sin embargo, llevaba un casco y estaba vestida
hasta la cintura como un guerrero, y ceñía una espada.
—¡Salve, señor de la
Marca!—exclamó—. Mi corazón se regocija con vuestro retorno.
—¿Y cómo estás tú, Éowyn?—dijo
Théoden—. ¿Todo ha marchado bien?
—Todo bien—respondió
ella. Pero a Merry le pareció que la voz desmentía las palabras, y hasta pensó
que ella había estado llorando, si esto era posible en alguien de rostro tan
austero—. Todo bien. Fue un viaje agotador para la gente, arrancada de
improviso de sus hogares; hubo palabras duras, pues hacía tiempo que la guerra
no nos obligaba a abandonar los campos verdes; pero no ocurrió nada malo. Y
ahora, como veis, todo está en orden. Y vuestros aposentos están preparados,
pues he tenido noticias recientes de vos, y hasta conocía la hora de vuestra
llegada.
—Entonces Aragorn ha
venido—dijo Éomer—. ¿Está todavía aquí?
—No, se ha marchado—dijo
Éowyn desviando la mirada y contemplando las montañas oscuras en el este y el
sur.
—¿A dónde?—preguntó Éomer.
—No lo sé—respondió
ella—. Llegó en la noche y ayer por la mañana volvió a partir, antes que
asomara el sol sobre las montañas. Se ha ido.
—Estás afligida, hija—dijo
Théoden—. ¿Qué ha pasado? Dime, ¿habló de ese camino?—Señaló a lo lejos las
ensombrecidas hileras de piedras que conducían al monte Dwimor. —¿Habló de los Senderos
de los Muertos?
—Sí, señor—dijo Éowyn—.
Y desapareció en las sombras de donde nadie ha vuelto. No pude disuadirlo. Se
ha marchado.
—Entonces nuestros
caminos se separan—dijo Éomer—. Está perdido. Tendremos que partir sin él, y
nuestra esperanza se debilita.
Lentamente y en
silencio atravesaron el terreno de matorrales y pastos cortos que los separaban
del pabellón del rey. Merry comprobó que en verdad todo estaba pronto, y que ni
a él lo habían olvidado. Junto al pabellón del rey habían levantado una pequeña
tienda; allí el hobbit se sentó a solas observando las idas y venidas
constantes de los hombres que entraban a celebrar consejo con el rey. Cayó la
noche, y en el oeste las cumbres apenas visibles de las montañas se nimbaron de
estrellas, pero en el este el cielo estaba oscuro y vacío. Las hileras de
piedras desaparecieron lentamente; pero más allá, más negra que las tinieblas
se agazapaba la sombra amenazante del Dwimor.
—Los Senderos de los
Muertos—murmuró Merry—. ¿Los Senderos de los Muertos? ¿Qué ocurre? Ahora todos
me han abandonado. Todos han partido a algún destino último: Gandalf y Pippin a
la guerra en el este; y Sam y Frodo a Mordor; y Trancos con Legolas y Gimli a
los Senderos de los Muertos. Pero pronto me llegará el turno a mí también,
supongo. Me pregunto de qué estarán hablando, y qué se propone hacer el rey.
Porque ahora tendré que seguirlo a donde vaya.
En medio de estos
sombríos pensamientos recordó de pronto que tenía mucha hambre, y se levantó
para ir a ver si alguien más en ese extraño campamento sentía lo mismo. Pero en
ese preciso instante sonó una trompeta, y un hombre vino a invitarlo, a él,
Merry, escudero del rey, a sentarse a la mesa del rey.
En el fondo del
pabellón había un espacio pequeño, aislado del resto por colgaduras bordadas y
recubierto de pieles; allí, alrededor de una pequeña mesa, estaba sentado
Théoden con Éomer y Éowyn, y Dúnhere, señor del valle Sagrado. Merry esperó de
pie junto al asiento del rey, que parecía ensimismado; al fin el anciano se
volvió a él y le sonrió.
—¡Vamos, maese
Meriadoc!—le dijo—. No vas a quedarte ahí de pie. Mientras yo esté en mis
dominios, te sentarás a mi lado, y me aligerarás el corazón con tus cuentos.
Hicieron un sitio para
el hobbit a la izquierda del rey, pero nadie le pidió que contase historias. Y
en verdad hablaron poco, y la mayor parte del tiempo comieron y bebieron en
silencio, pero al fin Merry se decidió e hizo la pregunta que lo atormentaba.
—Dos veces ya, señor,
he oído nombrar los Senderos de los Muertos. ¿Qué son? ¿Y a dónde ha ido
Trancos, quiero decir, el señor Aragorn?
El rey suspiró, pero
la pregunta de Merry quedó sin respuesta hasta que por último Éomer dijo: —No
lo sabemos, y un gran peso nos oprime el corazón. Sin embargo, en cuanto a los
Senderos de los Muertos, tú mismo has recorrido los primeros tramos. ¡No, no
pronuncio palabras de mal augurio! El camino por el que hemos subido es el que
da acceso a la Puerta, allá lejos, en el bosque Sombrío. Pero lo que hay del
otro lado, ningún hombre lo sabe.
—Ningún hombre lo sabe—dijo
Théoden—; sin embargo, la antigua leyenda, rara vez recordada en nuestros días,
tiene algo que decir. Si esas viejas historias transmitidas de padres a hijos
en la casa de Eorl cuentan la verdad, la Puerta que se abre a la sombra del
Dwimor conduce a un camino oculto que corre bajo la montaña hacia una salida
olvidada. Pero nadie se ha aventurado jamás a ir hasta allí y desentrañar esos
secretos, desde que Baldor, hijo de Brego, traspuso la Puerta y nunca más se lo
vio entre los hombres. Pronunció un juramento temerario, mientras vaciaba el
cuerno en el festín que ofreció Brego para consagrar el palacio de Meduseld, en
ese entonces recién construido; y nunca llegó a ocupar el alto trono del que
era heredero.
»La gente dice que los
muertos de los Años Oscuros vigilan el camino y no permiten que ninguna
criatura viviente penetre en esas moradas secretas; pero de tanto en tanto se
los ve a ellos: franquean la Puerta como sombras y descienden por el camino de
las piedras. Entonces los moradores del valle Sagrado atrancan las puertas y
tapian las ventanas y tienen miedo. Pero los muertos salen rara vez y sólo en
tiempo de gran inquietud y de muerte inminente.
—Sin embargo—observó Éomer
en voz muy baja—, se dice en el valle Sagrado que hace poco, en las noches sin
luna, pasó por allí un gran ejército ataviado con extrañas galas. Nadie sabía
de dónde venían pero subieron por el camino de las piedras y desaparecieron en
la montaña, como si se encaminaran a una cita.
—¿Por qué entonces
Aragorn fue por ese camino?—preguntó Merry—. ¿No tenéis ninguna explicación?
—A menos que a ti te
haya confiado cosas que nosotros no hemos oído—dijo Éomer—, nadie en la tierra
de los vivos puede ahora adivinar qué se propone.
—Lo noté muy cambiado
desde que lo vi por primera vez en la casa del rey—dijo Éowyn—: más endurecido,
más viejo. A punto de morir, me pareció, como alguien a quien los muertos
llaman.
—Tal vez lo llamaran—dijo
Théoden—, y me dice el corazón que no lo volveré a ver. Sin embargo es un
hombre de estirpe real y de elevado destino. Y que esto mitigue tus pesares,
hija, ya que tanto te aflige la suerte de este huésped: se dice que cuando los eorlingas
descendieron del norte y remontaron el curso del Nevado en busca de lugares
seguros donde guarecerse en momentos de necesidad, Brego y su hijo Baldor
subieron por la Escalera del Baluarte y así llegaron a la Puerta. En el umbral
estaba sentado un anciano decrépito, de edad incontable en años; había sido
alto y majestuoso, pero ahora estaba seco como una piedra vieja. Y en verdad
por una piedra lo tomaron, porque no se movía ni pronunció una sola palabra
hasta que pretendieron dejarlo atrás y entrar. Y entonces salió de él una voz,
una voz que parecía venir de las entrañas de la tierra, y oyeron, estupefactos,
que hablaba en la lengua del oeste: el camino está cerrado.
»Entonces se
detuvieron, y al observarlo vieron que aún estaba vivo; pero no los miraba. El
camino está cerrado, volvió a decir la voz. Lo hicieron los muertos, y
los muertos lo guardan, hasta que llegue la hora. El camino está cerrado.
»¿Y cuándo llegará
la hora? preguntó Baldor. Pero la respuesta no la supo jamás. Porque el
viejo murió en ese mismo instante y cayó de cara al suelo; y nada más han
sabido nuestras gentes de los antiguos habitantes de las montañas. Es posible
sin embargo que la hora anunciada haya llegado, y que Aragorn pueda pasar.
—Pero ¿cómo sabría un
hombre si ha llegado o no la hora, a menos que se atreviese a cruzar la Puerta?—preguntó
Éomer—. Y yo no iría por ese camino aunque me acosaran todos los ejércitos de
Mordor, y estuviera solo, y no viera otro sitio donde refugiarme. ¡Qué desdicha
que el desánimo de la muerte se haya apoderado de un hombre tan valeroso en
esta hora de necesidad! ¿Acaso no hay males suficientes a nuestro alrededor,
para tener que ir a buscarlos bajo tierra? La guerra está al alcance de la
mano.
Se interrumpió, pues
en ese momento se oyó un ruido fuera, y la voz de un hombre que gritaba el
nombre de Théoden, y el quién vive del guardia.
Un momento después el capitán
de la guardia entreabrió la cortina. —Hay un
hombre aquí, señor—dijo—, un mensajero de Gondor. Desea presentarse ante vos
inmediatamente.
—¡Hazlo pasar!—dijo
Théoden.
Entró un hombre de
elevada estatura, y Merry contuvo un grito, pues por un instante le pareció que
Boromir, resucitado, había vuelto a la tierra. Pero en seguida vio que no era
así; el hombre era un desconocido, aunque se parecía a Boromir como un hermano,
alto, arrogante y de ojos grises. Iba vestido a la usanza de los caballeros con
una capa de color verde oscuro sobre una fina cota de malla; el yelmo que le
cubría la cabeza tenía engastada en el frente una pequeña estrella de plata.
Llevaba en la mano una sola flecha, empenachada de negro; la espiga era de
acero, pero la punta estaba pintada de rojo.
Se hincó a media
rodilla y le presentó la flecha a Théoden. —¡Salve, señor de los rohirrim,
amigo de Gondor!—dijo—. Soy yo, Hirgon, mensajero de Denethor, quien os trae
este símbolo de guerra. Un grave peligro se cierne sobre Gondor. Los rohirrim
nos han ayudado muchas veces, pero hoy el señor Denethor necesita de todas
vuestras fuerzas y toda vuestra diligencia, si es que se ha de evitar la
pérdida de Gondor.
—¡La Flecha Roja!—dijo
Théoden, sosteniendo la flecha en la mano, como alguien que recibiera con temor
un aviso largamente esperado. La mano le temblaba—. ¡La Flecha Roja no se había
visto en la Marca en todos mis años! ¿Es posible que las cosas hayan llegado a
tal extremo? ¿Y en cuánto estima el señor Denethor lo que llama mis fuerzas y
mi diligencia?
—Eso nadie lo sabe
mejor que vos, señor—dijo Hirgon—. Pero bien puede ocurrir que antes de mucho
Minas Tirith sea cercada, y a menos que vuestras fuerzas os permitan desbaratar
un sitio de varios ejércitos, el señor Denethor me ha pedido que os diga que
los valientes brazos de los rohirrim estarán mejor protegidos detrás de las
murallas que fuera de ellas.
—Pero el señor
Denethor sabe que somos un pueblo más apto para combatir a caballo y en campo
abierto, y que vivimos dispersos y necesitamos cierto tiempo para reunir a
nuestros jinetes. ¿No es verdad, Hirgon, que el señor de Minas Tirith sabe más
de lo que da a entender en su mensaje? Porque ya estamos en guerra, como tú
mismo has visto, y tu llegada nos encuentra en parte preparados. Gandalf el
Gris estuvo entre nosotros, y ahora mismo nos acantonamos para combatir en el este.
—Lo que el señor
Denethor puede conocer o adivinar de todas estas cosas, no lo sé decir—respondió
Hirgon—. Pero nuestra situación es realmente desesperada. Mi señor no os envía
ninguna orden, os pide solamente que recordéis una antigua amistad y unos
juramentos pronunciados hace mucho tiempo[9];
y que por vuestro propio bien hagáis todo cuanto esté a vuestro alcance. Hemos
sabido que muchos reyes han venido del este al servicio de Mordor. Desde el norte
hasta el campo de Dagorlad hay escaramuzas y rumores de guerra. En el sur, los haradrim
avanzan: en todas nuestras costas ha cundido el miedo, de suerte que poca o
ninguna ayuda contamos recibir de allí. ¡Daos prisa! Es el destino de nuestro
tiempo lo que se decidirá delante de los muros de Minas Tirith, y si la marea
no es contenida ahora inundará los campos fértiles de Rohan, y entonces ni aún
este refugio en las montañas será un abrigo para nadie.
—Son tristes noticias—dijo
Théoden—, mas no del todo inesperadas. Dile a Denethor que aun cuando Rohan no
corriese peligro alguno, igualmente acudiríamos en su auxilio. Pero hemos
tenido muchas bajas en nuestras batallas con el traidor Saruman, y como bien lo
demuestran las noticias que él mismo nos envía, no podemos descuidar las
fronteras del norte y del este. El Señor Oscuro parece disponer ahora de un
poder tan enorme que no sólo podría contenernos ante los muros de la Ciudad,
sino también golpear con gran fuerza del otro lado del río, más allá de la
Puerta de los Reyes.
»Pero no hablemos más
de los consejos que dictaría la prudencia. Acudiremos. La revista de las tropas
ha sido convocada para mañana. En cuanto todo esté en orden, partiremos. Diez
mil lanzas hubiera podido enviar a través de la llanura para consternación de
vuestros enemigos. Ahora serán menos, me temo; no dejaré todas mis fortalezas indefensas.
No obstante, seis mil jinetes me seguirán. Pues habrás de decirle a Denethor
que en esta hora el rey de la Marca en persona descenderá al país de Gondor, aunque
quizá no regrese. Pero el camino es largo, y es preciso que hombres y bestias
lleguen a destino con fuerzas para combatir. Tal vez dentro de una semana, a
contar de mañana por la mañana, oigáis llegar desde el norte el clamor de los hijos
de Eorl.
—¡Una semana!—dijo
Hirgon—. Si no puede ser antes, que así sea. Pero es probable que dentro de
siete días no encontréis nada más que muros en ruinas, a menos que nos llegue
algún socorro inesperado. En todo caso, alcanzaréis a desbaratarles los
festejos a los orcos y a los endrinos en la Torre Blanca.
—Al menos eso haremos—dijo
Théoden—. Pero yo mismo acabo de regresar del campo de batalla, y de un largo
viaje, y ahora quiero retirarme a descansar. Pasa la noche aquí. Mañana podrás
partir más tranquilo, luego de haber visto las tropas, y más rápido luego de
haber descansado. Las decisiones es preferible tomarlas por la mañana; la noche
cambia muchos pensamientos.
Dicho esto, el rey se
levantó, y todos lo imitaron. —Id ahora a descansar—dijo—, y dormid bien. A ti,
maese Meriadoc, no te necesitaré más por esta noche. Pero mañana no bien salga
el sol, tendrás que estar pronto, esperando mi llamada.
—Estaré pronto—dijo
Merry—aunque lo que me ordenéis sea que os acompañe a los Senderos de los
Muertos.
—¡No pronuncies
palabras de mal augurio!—dijo el rey—. Pues puede haber otros caminos que
merezcan llevar ese nombre. Pero no dije que te ordenaría que cabalgaras
conmigo por ningún camino. ¡Buenas noches!
«¡No me van a dejar
aquí para venir a recogerme cuando regresen!» se dijo Merry. «No me van
a dejar, ¡no y no!» Y mientras se repetía una y otra vez estas palabras,
terminó por quedarse dormido en la tienda.
Abrió los ojos, y un
hombre lo estaba zamarreando para despertarlo. —¡Despierte, señor
holbytla!—gritaba el hombre—. ¡Despierte!
Merry dejó al fin el
mundo de los sueños y se sentó de golpe, sobresaltado. «Todavía está
demasiado oscuro», pensó.
—¿Qué sucede?—preguntó.
—El rey lo llama.
—Pero si aún no ha
salido el sol—dijo Merry.
—No, ni saldrá hoy, señor
holbytla. Ni nunca más, se diría, de atrás de esa nube. Pero, aunque el sol
esté perdido, el tiempo no se detiene. ¡Dese prisa!
Mientras se
precipitaba a echarse encima algunas ropas, Merry miró fuera. La tierra estaba
en tinieblas. El aire mismo tenía un color pardo, y alrededor todo era negro y
gris y sin sombras; había una gran quietud. Los contornos de las nubes eran
invisibles, y sólo en lontananza, en el oeste, entre los dedos distantes de la
gran oscuridad que aún trepaba a tientas por la noche, se filtraban unos hilos
luminosos. Una techumbre informe, espesa y sombría ocultaba el cielo, y la luz
más parecía menguar que crecer.
Merry vio un gran
número de hombres de pie, que observaban el cielo y murmuraban; todos los
rostros eran grises y tristes, y en algunos había miedo. Con el corazón
oprimido, se encaminó al pabellón del rey. Hirgon, el jinete de Gondor, ya
estaba allí, en compañía de otro hombre parecido a él, y vestido de la misma
manera, pero mucho más bajo y corpulento. Cuando Merry entró, el hombre estaba
hablando con Théoden.
—Viene de Mordor, señor—decía—.
Comenzó anoche hacia el crepúsculo. Desde las colinas del Folde Este de vuestro
reino vi cómo se levantaba e invadía el cielo poco a poco, y durante toda la
noche, mientras yo cabalgaba, venía atrás devorando las estrellas. Ahora la
nube se cierne sobre toda la región, desde aquí hasta las montañas de la
Sombra; y se oscurece cada vez más. La guerra ha comenzado.
Luego de un momento de
silencio, el rey habló. —De modo que ha llegado el fin—dijo—: la gran batalla
de nuestro tiempo, en la que tantas cosas habrán de perecer. Pero al menos ya
no es necesario seguir ocultándose. Cabalgaremos en línea recta, por el camino
abierto, y con la mayor rapidez posible. La revista comenzará en seguida, sin
esperar a los rezagados. ¿Tenéis en Minas Tirith provisiones suficientes?
Porque si hemos de partir ahora con la mayor celeridad, no podemos cargarnos en
demasía, salvo los víveres y el agua necesarios para llegar al lugar de la
batalla.
—Tenemos abundantes
reservas, que hemos ido acumulando—respondió Hirgon—. ¡Partid ahora, tan
ligeros y tan veloces como podáis!
—Entonces, Éomer, ve y
llama a los heraldos—dijo Théoden—. ¡Que los jinetes se preparen!
Éomer salió; pronto
las trompetas resonaron en el Baluarte, y muchas otras les respondieron desde
abajo; pero las voces no eran vibrantes y límpidas como las que oyera Merry la
noche anterior; le parecieron sordas y destempladas en el aire espeso; un
sonido bronco y ominoso.
El rey se volvió a
Merry. —Maese Meriadoc, parto a la guerra—le dijo—. Dentro de un momento me
pondré en camino. Te eximo de mi servicio, mas no de mi amistad. Permanecerás
aquí, y si lo deseas estarás al servicio de la dama Éowyn, quien gobernará el
pueblo en mi ausencia.
—Pero... pero señor—tartamudeó
Merry—, os he ofrecido mi espada. No deseo separarme así de vos, rey Théoden.
Todos mis amigos se han ido a combatir, y si no pudiera hacerlo también yo, me
sentiría abochornado.
—Es que nuestros
caballos son altos y veloces—replicó Théoden—, y por muy grande que sea tu
corazón, no podrás montarlos.
—Pues bien, atadme al
lomo de uno de ellos, o dejadme ir colgado de un estribo, o algo así—dijo Merry—.
El trayecto es largo para que os siga corriendo, pero si no puedo cabalgar
correré, aunque me gaste los pies y llegue con varias semanas de atraso.
Théoden sonrió. —Antes
que eso te llevaría en la grupa de Crinblanca—dijo—. Pero al menos cabalgarás
conmigo hasta Edoras, y verás el palacio de Meduseld; pues ese es el camino que
tomaré ahora. Hasta allí, Stybba podrá llevarte: la gran carrera sólo comenzará
cuando lleguemos a las llanuras.
Entonces Éowyn se
levantó. —¡Venid conmigo, Meriadoc!—dijo—. Os mostraré lo que os he preparado.
—Salieron juntos. —Sólo esto me pidió Aragorn—dijo mientras pasaban entre las
tiendas—: que os proveyera de armas para la batalla. Y yo he tratado de atender
a ese deseo lo mejor que he podido. Porque el corazón me dice que antes del fin
las necesitaréis.
Éowyn llevó a Merry a
un cobertizo entre las tiendas de la guardia del rey, y allí un armero le trajo
un casco pequeño, y un escudo redondo, y otras piezas.
—No tenemos una cota
de malla que os pueda venir bien—dijo Éowyn—, ni tampoco para forjar un plaquín
a vuestra medida; pero aquí hay también un justillo de buen cuero, un cinturón
y un puñal. En cuanto a la espada, ya la tenéis.
Merry se inclinó, y la
dama le mostró el escudo, que era semejante al que había recibido Gimli, y
llevaba la insignia del caballo blanco. —Tomad todas estas cosas—prosiguió—¡y
conducidlas a un fin venturoso! Y ahora, ¡adiós, señor Meriadoc! Aunque quizás
alguna vez volvamos a encontrarnos, vos y yo.
Así, en medio de una
oscuridad siempre creciente, el rey de la Marca se preparó para conducir a los
jinetes por el camino que llevaba al este. Bajo la sombra, los corazones estaban
oprimidos y muchos hombres parecían desanimados. Pero era un pueblo austero,
leal a su señor, y se oyeron pocos llantos y murmullos, aún en el campamento
del Baluarte, donde se alojaban los exiliados de Edoras, mujeres, niños y
ancianos. Un destino mortal los amenazaba, y ellos lo enfrentaban en silencio.
Dos horas pasaron
veloces, y ya el rey estaba montado en el caballo blanco, que resplandecía en
la oscuridad. Alto y arrogante parecía el rey, aunque los cabellos que le
flotaban bajo el casco eran de nieve; y muchos lo contemplaban maravillados, y
se animaban al verlo erguido e imperturbable.
Allí en los extensos
llanos que bordeaban el río tumultuoso estaban alineadas numerosas compañías:
más de cinco mil quinientos jinetes armados de pies a cabeza, y varios
centenares de hombres con caballos de posta que cargaban un ligero equipaje.
Sonó una sola trompeta. El rey alzó la mano, y el ejército de la Marca empezó a
moverse en silencio. A la cabeza marchaban doce hombres del séquito personal
del rey: jinetes de renombre. Los seguía el rey con Éomer a la diestra. Le
había dicho adiós a Éowyn en el Baluarte, y el recuerdo le pesaba; pero ahora
observaba con atención el camino que se extendía delante de él. Detrás iba
Merry montado en Stybba, con los mensajeros de Gondor, y por último, en la
retaguardia, otros doce hombres de la escolta del rey. Pasaron delante de las
largas filas de rostros que esperaban, severos e impasibles. Pero cuando ya
habían llegado casi al extremo de la fila, un hombre le echó al hobbit una
mirada rápida y penetrante. «Un hombre joven», pensó Merry al devolverle
la mirada, «más bajo de estatura y menos corpulento que la mayoría».
Reparó en el fulgor de los claros ojos grises, y se estremeció, pues se le
ocurrió de pronto que era el rostro de alguien que ha perdido toda esperanza y
va al encuentro de la muerte.
Continuaron
descendiendo por el camino gris, siguiendo el curso del río Nevado que se
precipitaba sobre las piedras, y atravesaron las aldeas del Bajo del Sagrario y
de Nevado Alto, donde muchos rostros tristes de mujeres los miraban pasar desde
los portales sombríos; y así, sin cuernos ni arpas ni música de voces humanas,
la gran cabalgata hacia el este comenzó con el tema que aparecería en las
canciones de Rohan durante muchas generaciones:
Del Sagrario sombrío en la
mañana lóbrega
parte con escudero y capitán
el hijo de Thengel
hacia Edoras. Las brumas
amortajan
el palacio de los Guardianes
de la Marca,
las tinieblas envuelven las
columnas de oro.
Adiós, saluda a las gentes
libres,
el hogar, el trono, los
sitios sagrados
de las celebraciones en los
tiempos de luz.
Avanza el rey: atrás el miedo
y adelante el destino. Leal y
fiel,
todos los juramentos serán
cumplidos.
Avanza Théoden. Cinco noches
y cinco días
hacia el este galopan los eorlingas:
seis mil lanzas
en el Folde, la Frontera de
los Pantanos y el Finen,
camino al Sunlendin, a
Mundburgo, la fortaleza
de los reyes del mar al pie
del Mindolluin,
sitiada por el enemigo,
cercada por el fuego.
El destino los llama. La oscuridad
se cierra
y aprisiona caballo y
caballero: los golpes lejanos de los cascos
se pierden en el silencio:
así cuentan las canciones.[10]
Y en verdad la
oscuridad continuaba aumentando cuando el rey llegó a Edoras, aunque apenas era
el mediodía. Allí hizo un breve alto para fortalecer el ejército con unas tres
veintenas de jinetes que llegaban con atraso a la leva. Luego de haber comido
se preparó para reanudar la marcha, y se despidió afectuosamente de su
escudero. Merry le suplicó por última vez que no lo abandonase.
—Este no es viaje para
un animal como Stybba, ya te lo he dicho—respondió Théoden—. Y en una batalla
como la que pensamos librar en los campos de Gondor ¿qué harías, maese
Meriadoc, por muy paje de armas que seas, y aún mucho más grande de corazón que
de estatura?
—En cuanto a eso
¿quién puede saberlo?—respondió Merry—. Pero entonces, señor, ¿por qué me
aceptasteis como paje de armas, si no para que permaneciera a vuestro lado? Y
no me gustaría que las canciones no dijeran nada de mí sino que siempre me
dejaban atrás.
—Te acepté para
protegerte—respondió Théoden—, y también para que hagas lo que yo mande.
Ninguno de mis jinetes podrá llevarte como carga. Si la batalla se librase a
mis puertas, tal vez los hacedores de canciones recordaran tus hazañas; pero
hay cien leguas [483
kilómetros] de aquí a Mundburgo,
donde Denethor es el soberano. Y no diré una palabra más.
Merry se inclinó, y se
alejó tristemente, contemplando las filas de jinetes. Ya las compañías se
preparaban para la partida: los hombres ajustaban las correas, examinaban las
sillas, acariciaban a los animales; algunos observaban con inquietud el cielo
cada vez más oscuro. Un jinete se acercó al hobbit, y le habló al oído.
—Donde no falta
voluntad, siempre hay un camino, decimos nosotros—susurró—, y yo
mismo he podido comprobarlo. —Merry lo miró, y vio que era el jinete joven que
le había llamado la atención esa mañana. —Deseas ir a donde vaya el señor de la
Marca: lo leo en tu rostro.
—Sí—dijo Merry.
—Entonces irás conmigo—dijo
el jinete—. Te llevaré en la cruz de mi caballo, debajo de mi capa hasta que
estemos lejos, en campo abierto, y esta oscuridad sea todavía más densa. Tanta
buena voluntad no puede ser desoída. ¡No digas nada a nadie, pero ven!
—¡Gracias, gracias de
veras!—dijo Merry—. Os agradezco, señor, aunque no sé vuestro nombre.
—¿No lo sabes?—dijo en
voz baja el jinete—. Entonces llámame Dernhelm.[11]
Así pues, cuando el
rey partió, Meriadoc el hobbit iba sentado delante de Dernhelm, y el gran
corcel gris Hoja de Viento casi no sintió la carga, pues Dernhelm, aunque ágil
y vigoroso, pesaba menos que la mayoría de los hombres.
Cabalgaron en una
oscuridad cada vez más densa, y esa noche acamparon entre los saucedales, en la
confluencia del Nevado con el Entaguas, doce leguas [58 kilómetros] al este de Edoras. Y luego cabalgaron de nuevo a través del Folde; y a
través de la Frontera de los Pantanos, mientras a la derecha grandes bosques de
robles trepaban por las laderas de las colinas a la sombra del oscuro
Halifirien, en los confines de Gondor; pero a lo lejos, a la izquierda, una
bruma espesa flotaba sobre las ciénagas que alimentaban las bocas del Entaguas.
Y mientras cabalgaban, los rumores de la guerra en el norte les salían al paso.
Hombres solitarios llegaban a la carrera, y anunciaban que los enemigos habían
atacado las fronteras orientales, y que ejércitos de orcos avanzaban por la
Meseta de Rohan.
—¡Adelante! ¡Adelante!—gritó
Éomer—. Ya es demasiado tarde para cambiar de rumbo. Los pantanos del Entaguas
defenderán nuestros flancos. Lo que ahora necesitamos es darnos prisa.
¡Adelante!
Y así el rey Théoden
dejó el reino, y el largo camino se alejó serpeando, y las almenaras fueron
quedando atrás: Calenhad, Min-Rimmon, Érelas y Nardol. Pero los fuegos habían sido
apagados. Todas las tierras estaban grises y silenciosas; y la sombra crecía
sin cesar ante ellos, y la esperanza se debilitaba en todos los corazones.
XLVII.LAS ESCALERAS DE CIRITH
UNGOL
LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO VIII
Gollum le tironeaba a
Frodo de la capa y siseaba de miedo e impaciencia. —Tenemos que partir—decía—. No
podemos quedarnos aquí. ¡De prisa!
De mala gana Frodo
volvió la espalda al oeste y siguió al guía que lo llevaba a las tinieblas del
este. Salieron del anillo de los árboles y se arrastraron a lo largo del camino
hacia las montañas. También este camino corría un cierto trecho en línea recta,
pero pronto empezó a torcer hacia el sur, para continuar al pie de la amplia
meseta rocosa que poco antes habían divisado en lontananza. Negra y hostil se
levantaba sobre ellos, más tenebrosa que el cielo tenebroso. A la sombra de la
meseta el camino proseguía ondulante, la contorneaba, y otra vez torcía rumbo
al este y ascendía luego rápidamente.
Frodo y Sam avanzaban
con el paso y el corazón pesados, incapaces ya de preocuparse por el peligro en
que se encontraban. Frodo caminaba con la cabeza gacha: otra vez el fardo lo
empujaba hacia abajo. No bien dejaron atrás la Encrucijada, el peso de aquel objeto,
casi olvidado en Ithilien, había empezado a crecer de nuevo. Ahora, sintiendo
que el suelo era cada vez más escarpado, Frodo alzó fatigado la cabeza; y
entonces la vio, tal como Gollum se la había descrito: la ciudad de los espectros
del Anillo. Se acurrucó contra la barranca pedregosa.
Un valle en largo y
pronunciado declive, un profundo abismo de sombra, se internaba a lo lejos en
las montañas. Del lado opuesto, a cierta distancia entre los brazos del valle,
altos y encaramados sobre un asiento rocoso en el regazo de Ephel Dúath, se
erguían los muros y la torre de Minas Morgul. Todo era oscuridad en torno,
tierra y cielo, pero la ciudad estaba iluminada. No era el claro de luna
aprisionado que en tiempos lejanos brotaba como agua de manantial de los muros
de mármol de Minas Ithil, la Torre de la Luna, bella y radiante en el hueco de
las colinas. Más pálido en verdad que el resplandor de una luna que desfallecía
en algún eclipse lento era ahora la luz, una luz trémula, un fuego fatuo de
cadáveres que no alumbraba nada y que parecía vacilar como un nauseabundo
hálito de putrefacción. En los muros y en la torre se veían las ventanas,
innumerables agujeros negros que miraban hacia adentro, hacia el vacío; pero la
garita superior de la torre giraba lentamente, primero en un sentido, luego en
otro: una inmensa cabeza espectral que espiaba la noche. Los tres compañeros
permanecieron allí un momento, encogidos de miedo, mirando con repulsión.
Gollum fue el primero en recobrarse. De nuevo tironeó, apremiante, de las capas
de los hobbits, pero no dijo una palabra. Casi a la rastra los obligó a
avanzar. Cada paso era una nueva vacilación, y el tiempo parecía muy lento,
como si entre el instante de levantar un pie y el de volverlo a posar transcurriesen
unos minutos abominables.
Así llegaron por fin
al puente blanco. Allí el camino, envuelto en un débil resplandor, pasaba por
encima del río en el centro del valle y subía zigzagueando hasta la puerta de
la ciudad: una boca negra abierta en el círculo exterior de las murallas
septentrionales. Unos grandes llanos se extendían en ambas orillas, prados
sombríos cuajados de pálidas flores blancas. También las flores eran luminosas,
bellas y sin embargo horripilantes, como las imágenes deformes de una
pesadilla; y exhalaban un vago y repulsivo olor a carroña; un hálito de
podredumbre colmaba el aire. El puente cruzaba de uno a otro prado. Allí, en la
cabecera, había figuras hábilmente esculpidas de formas humanas y animales,
pero todas repugnantes y corruptas. El agua corría por debajo en silencio, y
humeaba; pero el vapor que se elevaba en volutas y espirales alrededor del
puente era mortalmente frío. Frodo tuvo la impresión de que la razón lo
abandonaba y que la mente se le oscurecía. Y de pronto, como movido por una
fuerza ajena a su voluntad, apretó el paso, y extendiendo las manos avanzó a
tientas, tambaleándose, bamboleando la cabeza de lado a lado. Sam y Gollum se
lanzaron tras él al mismo tiempo. Sam lo alcanzó y lo sujetó entre los brazos,
en el preciso instante en que Frodo tropezaba con el umbral del puente y estaba
a punto de caer.
—¡Por ahí no! ¡No, no,
no por ahí!—murmuró Gollum, pero el aire que le pasaba entre los dientes
pareció desgarrar el pesado silencio como un silbido, y la criatura se acurrucó
en el suelo, aterrorizada.
—¡Coraje, señor Frodo!—musitó
Sam al oído de Frodo—. ¡Vuelva! Por ahí no, Gollum dice que no, y por una vez
estoy de acuerdo con él.
Frodo se pasó la mano
por la frente y quitó los ojos de la ciudad posada en la colina. Aquella torre
luminosa lo fascinaba, y luchaba contra el deseo irresistible de correr hacia
la puerta por el camino iluminado. Al fin con un esfuerzo dio media vuelta, y
entonces sintió que el Anillo se le resistía, tironeándole de la cadena que
llevaba alrededor del cuello; y también los ojos, cuando los apartó, parecieron
enceguecidos un momento. Delante de él la oscuridad era impenetrable.
Gollum, reptando por
el suelo como un animal asustado, se desvanecía ya en la penumbra. Sam, sin
dejar de sostener a su amo que se tambaleaba, lo siguió lo más rápido que pudo.
No lejos de la orilla del río había una abertura en el muro de piedra que bordeaba
el camino. Pasaron por ella, y Sam vio que se encontraban en un sendero
estrecho, vagamente luminoso al principio, como lo estaba el camino principal,
pero luego, a medida que trepaba por encima de los prados de flores mortales y
se internaba, tortuoso y zigzagueante, en los flancos septentrionales del
valle, la luz se iba extinguiendo y el camino se perdía en las tinieblas.
Por este sendero
caminaban los hobbits trabajosamente, juntos, incapaces de distinguir a Gollum
delante de ellos, salvo cuando se volvía para indicarles que se apresuraran.
Los ojos le brillaban entonces con un fulgor blanco-verdoso, reflejo tal vez de
la maléfica luminosidad de Morgul, o encendidos por algún estado de ánimo
correspondiente al lugar. Frodo y Sam no podían olvidar aquel fulgor mortal y
las troneras sombrías, y una y otra vez espiaban temerosos por encima del
hombro, y una y otra vez se obligaban a volver la mirada hacia la oscuridad
creciente del sendero. Avanzaban lenta y pesadamente. Cuando se elevaron por
encima del hedor y los vapores del río envenenado, empezaron a respirar con más
libertad y a sentir la mente más despejada, pero ahora una terrible fatiga les
agarrotaba los miembros, como si hubiesen caminado toda la noche llevando a
cuestas una carga pesada, o hubiesen estado nadando. Al fin no pudieron dar un
paso más.
Frodo se detuvo y se
sentó sobre una piedra. Habían trepado hasta la cresta de una gran giba de roca
desnuda. Delante de ellos, en el flanco del valle, había una saliente que el
sendero contorneaba, apenas una ancha cornisa con un abismo a la derecha;
trepaba luego por la cara escarpada del sur, hasta desaparecer arriba, en la
negrura.
—Necesitaría descansar
un rato, Sam—murmuró Frodo—. Me pesa mucho, Sam, hijo, me pesa enormemente. Me
pregunto hasta dónde podré llevarlo. De todos modos necesito descansar antes de
que nos aventuremos a entrar allí. —Señaló adelante el angosto camino.
—¡Sssh! ¡Sssh!—siseó
Gollum corriendo apresuradamente hacia ellos—. ¡Sssh!—Tenía los dedos contra
los labios y sacudía insistentemente la cabeza. Tironeando a Frodo de la manga,
le señaló el sendero; pero Frodo se negó a moverse.
—Todavía no—dijo—,
todavía no. —La fatiga y algo más que la fatiga lo oprimían; tenía la impresión
de que un terrible sortilegio le atenazaban la cabeza y el cuerpo. —Necesito
descansar—murmuró.
Al oír esto, el miedo
y la agitación de Gollum fueron tales que volvió a hablar esta vez claramente,
llevándose la mano a la boca, como para que unos oyentes invisibles que
poblaban el aire no pudieran oírlo. —No aquí, no. No descansar aquí. Locos.
Ojos pueden vernos. Cuando vengan al puente nos verán. ¡Vamos! ¡Arriba, arriba!
¡Vamos!
—Vamos, señor Frodo—dijo
Sam—. Otra vez tiene razón. No podemos quedarnos aquí.
—Está bien—dijo Frodo
con una voz remota, como la de alguien que hablase en un duermevela—. Lo
intentaré. —Penosamente volvió a incorporarse.
Pero era demasiado
tarde. En ese momento la roca se estremeció y tembló debajo de ellos. El
estruendo prolongado y trepidante, más fuerte que nunca, retumbó bajo la tierra
y reverberó en las montañas. Luego, de improviso, con una celeridad
enceguecedora, estalló un relámpago enorme y rojo. Saltó al cielo mucho más
allá de las montañas del este y salpicó de púrpura las nubes sombrías. En aquel
valle de sombras y fría luz mortal pareció de una violencia insoportable y
feroz. Los picos de piedra y las crestas que parecían cuchillos mellados
emergieron de pronto siniestros y negros contra la llama que subía del Gorgoroth.
Luego se oyó el estampido de un trueno.
Y Minas Morgul
respondió. Hubo un centelleo de relámpagos lívidos: saetas de luz azul brotaron
de la torre y de las colinas circundantes hacia las nubes lóbregas. La tierra
gimió; y un clamor llegó desde la ciudad. Mezclado con voces ásperas y
estridentes, como de aves de rapiña, y el agudo relincho de caballos furiosos y
aterrorizados, resonó un grito desgarrador, estremecido, que subió rápidamente
de tono hasta perderse en un chillido penetrante, casi inaudible. Los hobbits
giraron en redondo, volviéndose hacia el sitio de donde venía el sonido y se
tiraron al suelo, tapándose las orejas con las manos.
Cuando el grito
terrible terminó en un gemido largo y abominable, Frodo levantó lentamente la
cabeza. Del otro lado del valle estrecho, ahora casi al nivel de los ojos, se
alzaban los muros de la ciudad funesta, y la puerta cavernosa, como una boca
franqueada de dientes relucientes, estaba abierta. Y por esa puerta salía un
ejército.
Toda la hueste iba
vestida de negro, sombría como la noche. Frodo los veía contra los muros claros
y el pavimento luminoso: pequeñas figuras negras que marchaban en filas
apretadas, silenciosos y rápidos, fluyendo como un río interminable. Al frente
avanzaba una caballería numerosa de jinetes que se movían como sombras
disciplinadas, y a la cabeza iba uno más grande que los otros: un jinete, todo
de negro, excepto la cabeza encapuchada, protegida por un yelmo que parecía una
corona y que centelleaba con una luz inquietante. Descendía, se acercaba al
puente, y Frodo lo seguía con los ojos muy abiertos, incapaz de parpadear o de
apartar la mirada. ¿No era aquel el señor de los nueve jinetes, el que había
retornado para conducir a la guerra a aquel ejército horrendo? Allí, sí, allí,
estaba por cierto el rey espectral, cuya mano fría hiriera al Portador del
Anillo con un puñal mortífero. La vieja herida le latió de dolor y un frío
inmenso invadió el corazón de Frodo.
Y mientras estos
pensamientos lo traspasaban aún de terror y lo tenían paralizado como por un
sortilegio, el jinete se detuvo de golpe, justo a la entrada del puente, y toda
la hueste se inmovilizó detrás. Hubo una pausa, un silencio de muerte. Tal vez
era el Anillo que llamaba al señor de los espectros, y lo turbaba haciéndole
sentir la presencia de otro poder en el valle. A un lado y a otro se volvía la
cabeza embozada y coronada de miedo, barriendo las sombras con ojos invisibles.
Frodo esperaba, como un pájaro que ve acercarse una serpiente, incapaz de
moverse. Y mientras esperaba sintió, más imperiosa que nunca, la orden de
ponerse el Anillo en el dedo. Pero por más poderoso que fuese aquel impulso,
ahora no se sentía inclinado a ceder. Sabía que el Anillo no haría otra cosa
que traicionarlo, y que aun cuando se lo pusiera, no tenía todavía poder
suficiente para enfrentarse al rey de Morgul... todavía no. Ya no había en él,
en su voluntad, por muy debilitada por el terror que ahora estuviera, ninguna
respuesta a ese mandato, y sólo sentía aquella fuerza extraña que lo golpeaba.
Una fuerza que le tomaba la mano, y mientras Frodo la observaba con los ojos de
la mente, sin consentir pero en suspenso (como si esperase el final de una
vieja leyenda de antaño), se la acercaba poco a poco a la cadena que llevaba al
cuello. Entonces la voluntad de Frodo reaccionó: lentamente obligó a la mano a
retroceder y a buscar otra cosa, algo que llevaba escondido cerca del pecho. Frío
y duro lo sintió cuando el puño se cerró sobre él: el frasco de Galadriel,
tanto tiempo atesorado y luego casi olvidado. Al tocarlo, todos los
pensamientos que concernían al Anillo se desvanecieron un momento. Suspiró e
inclinó la cabeza.
En ese mismo instante
el rey de los espectros dio media vuelta, picó espuelas y cruzó el puente, y
todo el sombrío ejército marchó tras él. Quizá las caperuzas élficas habían
resistido la mirada de los ojos invisibles y la mente del pequeño enemigo,
fortalecido ahora, había logrado desviar los pensamientos del jinete. Pero
llevaba prisa. La hora ya había sonado, y a la orden del Amo poderoso tenía que
marchar en son de guerra hacia el oeste.
Pronto se perdió, una
sombra en la sombra, en el sinuoso camino, y tras él las filas negras aún
cruzaban el puente. Nunca un ejército tan grande había partido de ese valle
desde los días del esplendor de Isildur; ningún enemigo tan cruel y tan
fuertemente armado había atacado aún los vados del Anduin; y sin embargo no era
más que un ejército, y no el mayor, de las huestes que ahora enviaba Mordor.
Frodo se sacudió. Y de
pronto volvió el corazón a Faramir. «La tormenta al fin ha estallado»,
se dijo. «Este enorme despliegue de lanzas y de espadas va hacia Osgiliath.
¿Llegará a tiempo Faramir? Él lo predijo, ¿pero sabía la hora? ¿Y quién ahora
defenderá los vados, cuando llegue el rey de los nueve jinetes? Y a este
ejército le seguirán otros. He venido tarde. Todo está perdido. Me he demorado
demasiado. Y aun cuando llegase a cumplir mi misión, nadie lo sabría. No habrá
nadie a quien pueda contárselo. Será inútil». Débil y abatido, Frodo se
echó a llorar. Y mientras tanto los ejércitos de Morgul seguían cruzando el
puente.
De pronto lejana y
remota, como surgida de los recuerdos de La Comarca, iluminada por el primer
sol de la mañana, mientras el día despertaba y las puertas se abrían, oyó la
voz de Sam: —¡Despierte, señor Frodo! ¡Despierte!—Si la voz hubiese agregado: «Tiene
el desayuno servido» poco le habría extrañado. Era evidente que Sam estaba
ansioso. —¡Despierte, señor Frodo! Se han marchado—dijo.
Hubo un golpe sordo.
Las puertas de Minas Morgul se habían cerrado. La última fila de lanzas había
desaparecido en el camino. La torre se alzaba aún como una mueca siniestra del
otro lado del valle, pero la luz empezaba a debilitarse en el interior. La
ciudad toda se hundía una vez más en una sombra negra y hostil, y en el
silencio. Sin embargo, seguía poblada de ojos vigilantes.
—¡Despierte señor
Frodo! Ellos se han marchado, y lo mejor será que también nosotros nos alejemos
de aquí. Todavía hay algo vivo en ese lugar, algo que tiene ojos, o una mente
que ve, si usted me entiende; y cuanto más tiempo nos quedemos, más pronto nos
caerá encima. ¡Ánimo, señor Frodo!
Frodo levantó la
cabeza y luego se incorporó. La desesperación no lo había abandonado, pero ya
no estaba tan débil. Hasta sonrió con cierta ironía, sintiendo ahora tan
claramente como un momento antes había sentido lo contrario, que lo que tenía
que hacer, lo tenía que hacer, si podía, y poco importaba que Faramir o Aragorn
o Elrond o Galadriel o Gandalf o cualquier otro no lo supieran nunca. Tomó el
bastón con una mano y el frasco de cristal con la otra. Cuando vio que la luz
clara le brotaba entre los dedos, lo volvió a guardar junto al pecho y lo
estrechó contra el corazón. Luego, volviendo la espalda a la ciudad de Morgul,
que ahora no era más que un resplandor trémulo y gris en la otra orilla de un
abismo de sombras, se dispuso a ir camino arriba.
Gollum se había
escabullido al parecer a lo largo de la cornisa hacia la oscuridad del otro
lado, cuando se abrieron las puertas de Minas Morgul, dejando a los hobbits en
el sitio en que se habían echado a descansar. Ahora volvía a cuatro patas,
rechinando los dientes y chasqueando los dedos. —¡Locos! ¡Estúpidos!—siseó—.
¡De prisa! Ellos no tienen que pensar que el peligro ha pasado, no ha pasado.
¡De prisa!
Los hobbits no le
contestaron, pero lo siguieron y subieron tras él por la cornisa empinada. Ese
tramo del camino no les gustó mucho ni a Frodo ni a Sam, aún después de tantos
peligros como habían pasado; pero duró poco. Pronto el sendero describió una
curva, penetrando bruscamente en una angosta abertura en la roca, y allí el
flanco de la colina volvía a combarse. Habían llegado a la primera escalera,
que Gollum había mencionado. La oscuridad era casi completa, y más allá de las
manos extendidas no veían absolutamente nada; pero los ojos de Gollum brillaban
con un resplandor pálido, pocos pasos más adelante, cuando se dio vuelta.
—¡Cuidado!—susurró—¡Escalones!
¡Muchos escalones! ¡Cuidado!
La cautela era
necesaria por cierto. Al principio Frodo y Sam se sintieron más seguros, con
una pared de cada lado, pero la escalera era casi vertical, como una escala, y
a medida que subían y subían, menos podían olvidar el largo vacío negro que
iban dejando atrás; y los peldaños eran estrechos, desiguales, y a menudo
traicioneros; estaban desgastados y pulidos en los bordes, y a veces rotos, y
algunos se agrietaban bajo los pies. El ascenso era muy penoso, y al fin
terminaron aferrándose con dedos desesperados al escalón siguiente, y obligando
a las rodillas doloridas a flexionarse y estirarse; y a medida que la escalera
se iba abriendo un camino cada vez más profundo en el corazón de la montaña,
las paredes rocosas se elevaban más y más a los lados, por encima de ellos.
Por fin, cuando ya les
parecía que no podían aguantar más, vieron los ojos de Gollum que escudriñaban
otra vez desde arriba. —Hemos llegado—les dijo—. Hemos pasado la primera
escalera. Hobbits hábiles para subir tan alto; hobbits muy hábiles. Unos
escalones más y ya está, sí.
Mareados y
terriblemente cansados, Sam, y Frodo tras él, subieron a duras penas el último
escalón, y allí se sentaron, y se frotaron las piernas y las rodillas. Estaban
en un oscuro pasadizo que parecía subir delante de ellos, aunque en pendiente
más suave y sin escalera. Gollum no les permitió descansar mucho tiempo.
—Hay otra escalera más—les
dijo—. Mucho más larga. Descansarán después de subir la próxima escalera.
Todavía no.
Sam refunfuñó. —¿Más
larga, dijiste?
—Sí, sssí, más larga—dijo
Gollum—. Pero no tan difícil. Hobbits subieron ya la escalera recta. Ahora
viene la escalera en espiral.
—¿Y después?—dijo Sam.
—Ya veremos—dijo
Gollum en voz baja—. ¡Oh sí, ya veremos!
—Me parece que
hablaste de un túnel—dijo Sam—. ¿No hay que atravesar un túnel, o algo así?
—Oh sí, un túnel—dijo
Gollum—. Pero los hobbits podrán descansar antes. Si lo pasan habrán llegado
casi a la cima. Casi, si lo pasan. Oh sí casi a la cima.
Frodo se estremeció.
El ascenso lo había hecho sudar, pero ahora sentía el cuerpo mojado y frío, y
una corriente de aire glacial, que llegaba desde alturas invisibles, soplaba en
el pasadizo oscuro. Se levantó y se sacudió. —¡Bien, en marcha!—dijo—. Este no es sitio para
sentarse a descansar.
El pasadizo parecía
alargarse millas y millas, y siempre el soplo helado flotaba sobre ellos,
transformándose poco a poco en un viento áspero. Se hubiera dicho que las
montañas al echarles encima ese aliento mortal, intentaban desanimarlos,
alejarlos de los secretos de las alturas, o arrojarlos al tenebroso vacío que
habían dejado atrás. Supieron que al fin habían llegado cuando de pronto ya no
palparon el muro a la derecha. No veían casi nada. Grandes masas negras e
informes y profundas sombras grises se alzaban por encima de ellos y todo
alrededor, pero ahora una luz roja y opaca parpadeaba bajo los nubarrones
oscuros, y por un momento alcanzaron a ver las formas de los picos, al frente y
a los lados, como columnas que sostuvieran una vasta techumbre a punto de
desplomarse. Habían subido al parecer muchos centenares de pies, y ahora se
encontraban en una cornisa ancha. A la derecha una pared se elevaba a pique y a
la izquierda se abría un abismo.
Gollum marchaba
delante casi pegado a la pared rocosa. En ese tramo ya no subían, pero el suelo
era más accidentado y peligroso, y había bloques de piedra y roca desmoronada
en el camino. Avanzaban lenta y cautelosamente. Cuántas horas habían
transcurrido desde que entraran en el valle de Morgul, ni Sam ni Frodo podían
decirlo con certeza. La noche parecía interminable.
Al fin advirtieron que
otro muro acababa de aparecer, y una nueva escalera se abrió ante ellos. Otra
vez se detuvieron y otra vez empezaron a subir. Era un ascenso largo y
fatigoso; pero esta escalera no penetraba en la ladera de la montaña; aquí la
enorme y empinada cara del acantilado retrocedía, y el sendero la cruzaba
serpenteando. A cierta altura se desviaba hasta el borde mismo del precipicio
oscuro, y Frodo, echando una mirada allá abajo, vio un foso ancho y profundo,
la hondonada de acceso al valle de Morgul. Y en el fondo, como un collar de
luciérnagas, centelleaba el camino de los espectros, que iba de la ciudad
muerta al Paso Sin Nombre. Frodo volvió rápidamente la cabeza.
Más y más allá
proseguía la escalera, siempre sinuosa y zigzagueante, hasta que por fin, luego
de un último tramo corto y empinado, desembocó en otro nivel. El sendero se
había alejado del paso principal en la gran hondonada, y ahora seguía su propio
y peligroso curso en una garganta más angosta, entre las regiones más elevadas de
Ephel Dúath. Los hobbits distinguían apenas, a los lados, unos pilares altos y
unos pináculos de piedra dentada, entre los que se abrían unas grietas y
fisuras más negras que la noche; allí unos inviernos olvidados habían carcomido
y tallado la piedra que el sol no tocaba nunca. Y ahora la luz roja parecía más
intensa en el cielo; no podían decir aún si lo que se acercaba a este lugar de
sombras era en verdad un terrible amanecer o sólo la llamarada de alguna
tremenda violencia de Sauron en los tormentos de más allá de Gorgoroth. Todavía
lejana, y aún altísima, Frodo, alzando los ojos, vio tal como él esperaba la
cima misma de ese duro camino. En el este, contra el púrpura lúgubre del cielo,
en la cresta más alta, se dibujaba una abertura estrecha y profunda entre dos
plataformas negras: y en cada plataforma había un cuerno de piedra.
Se detuvo y miró más
atentamente. El cuerno de la izquierda era alto y esbelto; y en él ardía una
luz roja, o acaso la luz de la tierra de más allá brillaba a través de un agujero.
Y la vio entonces: una torre negra que dominaba el paso de salida. Le tomó el
brazo a Sam y la señaló.
—¡El aspecto no me
gusta nada!—dijo Sam—. De modo que en resumidas cuentas tu camino secreto está
vigilado—gruñó, volviéndose a Gollum—. Y tú lo sabías desde el comienzo, ¿no es
cierto?
—Todos los caminos
están vigilados, sí—dijo Gollum—. Claro que sí. Pero los hobbits tienen que
probar algún camino. Ese puede estar menos vigilado. ¡Quizá todos se fueron a
la gran batalla, quizá!
—Quizá—refunfuñó Sam—.
Bueno, por lo que parece, queda aún mucho que caminar y mucho que subir. Y
además falta el túnel. Creo que es momento de descansar, señor Frodo. No sé en
qué hora estamos, del día o de la noche, pero hemos andado mucho tiempo.
—Sí, tenemos que
descansar –dijo Frodo—. Busquemos algún rincón abrigado, y juntemos fuerzas...
para la última etapa. —Y en realidad estaba convencido de que era la última:
los terrores del país que se extendía más allá de las montañas, los peligros de
la empresa que allí intentaría le parecían todavía remotos, demasiado distantes
aún para perturbarle. Por ahora tenía un único pensamiento: atravesar ese muro
impenetrable, eludir la vigilancia de los guardias. Si llevaba a cabo esa
hazaña imposible entonces de algún modo cumpliría la misión, o eso pensaba al
menos en aquella hora de fatiga, mientras caminaba entre las sombras pedregosas
bajo Cirith Ungol.
Se sentaron en una
grieta oscura entre dos grandes pilares de roca: Frodo y Sam un poco hacia
adentro, y Gollum acurrucado en el suelo cerca de la entrada. Allí los hobbits
tomaron lo que creían habría de ser la última comida antes del descenso a la
Tierra Sin Nombre, y acaso la última que tendrían juntos. Comieron algo de los
alimentos de Gondor y el pan de viaje de los elfos, y bebieron un poco. Pero
cuidaron el agua, y tomaron apenas la suficiente para humedecerse las bocas
resecas.
—Me pregunto cuándo
encontraremos agua de nuevo—dijo Sam—. Aunque supongo que allá arriba han de
beber. Los orcos beben ¿no?
—Sí, beben—dijo Frodo—.
Pero ni hablemos de eso. Lo que ellos beben no es para nosotros.
—Más razón para que
llenemos nuestras botellas—dijo Sam—. Pero no hay agua por aquí y no he oído
ningún rumor, ni el más leve susurro. Y de todos modos Faramir nos recomendó no
beber las aguas de Morgul.
—No beber las aguas
que desciendan del Imlad Morgul, fueron sus palabras—dijo Frodo—. Ahora no
estamos en ese valle, y si encontramos un manantial, el agua fluirá hacia él y
no desde él.
—Yo no me fiaría
demasiado—dijo Sam—, a menos que me estuviese muriendo de sed. Hay una
atmósfera maligna en este sitio. —Husmeó el aire. —Y un olor, me parece. ¿No lo
siente usted? Un olor muy raro, como a encierro. No me gusta.
—A mí no me gusta nada
de aquí: piedra y viento, hueso y aliento. Tierra, agua, aire, todo parece
maldito. Pero es el camino que nos fue trazado.
—Sí, es verdad—dijo
Sam—. Y de haber sabido más antes de partir, no estaríamos ahora aquí
seguramente. Aunque me imagino que así ocurre a menudo. Las hazañas de que
hablan las antiguas leyendas y canciones, señor Frodo: las aventuras,
como yo las llamaba. Yo pensaba que los personajes maravillosos de las leyendas
salían en busca de aventuras porque querían tenerlas, y les parecían
excitantes, y en cambio la vida era un tanto aburrida: una especie de juego,
por así decir. Pero con las historias que importaban de veras, o con esas que
uno guarda en la memoria, no ocurría lo mismo. Se diría que los protagonistas
se encontraban de pronto en medio de una aventura, y que casi siempre ya tenían
los caminos trazados, como dice usted. Supongo que también ellos, como
nosotros, tuvieron muchas veces la posibilidad de volverse atrás, sólo que no
la aprovecharon. Quizá, pues, si la aprovecharan tampoco lo sabríamos, porque
nadie se acordaría de ellos. Porque sólo se habla de los que continuaron hasta
el fin... y no siempre terminan bien, observe usted; al menos no de ese modo
que la gente de la historia, y no la gente de fuera, llama terminar bien. Usted
sabe qué quiero decir, volver a casa, y encontrar todo en orden, aunque no
exactamente igual que antes... como el viejo señor Bilbo. Pero no son ésas las
historias que uno prefiere escuchar, ¡aunque sean las que uno prefiere vivir!
Me gustaría saber en qué clase de historia habremos caído.
—A mí también—dijo
Frodo—. Pero no lo sé. Y así son las historias de la vida real. Piensa en
alguna de las que más te gustan. Tú puedes saber, o adivinar, qué clase de
historia es, si tendrá un final feliz o un final triste, pero los protagonistas
no saben absolutamente nada. Y tú no querrías que lo supieran.
—No, señor, claro que
no. Beren, por ejemplo, nunca se imaginó que conseguiría el Silmaril de la corona
de hierro en Thangorodrim, y sin embargo lo consiguió, y era un lugar peor y un
peligro más negro que este en que nos encontramos ahora. Pero esa es una larga
historia, naturalmente, que está más allá de la felicidad y más allá de la
tristeza... Y el Silmaril siguió su camino y llegó a Eärendil. ¡Cáspita, señor,
nunca lo había pensado hasta ahora! Tenemos... ¡usted tiene un poco de la luz
del Silmaril en ese cristal de estrella que le regaló la dama! Cáspita,
pensar... pensar que estamos todavía en la misma historia. ¿Las grandes
historias no terminan nunca?
—No, nunca terminan
como historias—dijo Frodo—. Pero los protagonistas llegan a ellas y se van
cuando han cumplido su parte. También la nuestra terminará, tarde... o quizá
temprano.
—Y entonces podremos
descansar y dormir un poco—dijo Sam. Soltó una risa áspera—. A eso me refiero,
nada más, señor Frodo. A descansar y dormir simple y sencillamente, y a
despertarse para el trabajo matutino en el jardín. Temo no esperar otra cosa
por el momento. Los planes grandes e importantes no son para los de mi especie.
Me pregunto sin embargo si algún día apareceremos en las canciones y en las
leyendas. Estamos envueltos en una, por supuesto; pero quiero decir: si la
pondrán en palabras para contarla junto al fuego, o para leerla en un libraco
con letras rojas y negras, muchos, muchos años después. Y la gente dirá: «¡Oigamos
la historia de Frodo y el Anillo!» Y dirán: «Sí, es una de mis historias
favoritas. Frodo era muy valiente ¿no es cierto, papá?» «Sí, hijo mío,
el más famoso de los hobbits, y no es poco decir.»
—Es decir demasiado—respondió
Frodo, y se echó a reír, una risa larga y clara que le nacía del corazón. Nunca
desde que Sauron ocupara la Tierra Media se había escuchado en aquellos parajes
un sonido tan puro. Sam tuvo de pronto la impresión de que todas las piedras
escuchaban y que las rocas altas se inclinaban hacia ellos. Pero Frodo no hizo
caso; volvió a reírse—. Ah, Sam si supieras... —dijo—, de algún modo oírte me
hace sentir tan contento como si la historia ya estuviese escrita. Pero te has
olvidado de uno de los personajes principales: Samsagaz el Intrépido. «¡Quiero
oír más cosas de Sam, papá! ¿Por qué no ponen más de las cosas que decía en el
cuento? Eso es lo que me gusta, me hace reír. Y sin Sam, Frodo no habría
llegado ni a la mitad del camino ¿verdad, papá?»
—Vamos, señor Frodo—dijo
Sam—no se burle usted. Yo hablaba en serio.
—Yo también—dijo Frodo—,
y sigo hablando en serio. Estamos yendo demasiado de prisa. Tú y yo, Sam, nos
encontramos todavía atascados en los peores pasajes de la historia, y es
demasiado probable que algunos digan, al llegar a este punto: «Cierra el
libro, papá, no tenernos ganas de seguir leyendo.»
—Quizá—dijo Sam—, pero
no es eso lo que yo diría. Las cosas hechas y terminadas y transformadas en
grandes historias son diferentes. Si hasta Gollum podría ser bueno en una
historia, mejor que ahora a nuestro lado, al menos. Y a él también le gustaba
escucharlas en otros días, por lo que nos ha dicho. Me gustaría saber si se
considera el héroe o el villano...
»¡Gollum!—llamó—. ¿Te
gustaría ser el héroe?... Bueno, ¿dónde se habrá metido otra vez?
No había rastros de él
a la entrada del refugio ni en las sombras vecinas. Había rechazado la comida
de los hobbits, aunque aceptara como de costumbre un sorbo de agua; y luego, al
parecer, se había enroscado para dormir. Suponían que uno al menos de los
propósitos de Gollum en la larga ausencia de la víspera había sido salir de
caza, en busca de algún alimento de su gusto; y ahora era evidente que había
vuelto a escabullirse a hurtadillas mientras ellos conversaban. Pero ¿con qué
fin esta vez?
—No me gustan estas
escapadas furtivas y sin aviso—dijo Sam—. Y menos ahora. No puede andar
buscando comida allá arriba, a menos que quiera morder un pedazo de roca. ¡Si
aquí ni el musgo crece!
—Es inútil preocuparse
por él ahora—dijo Frodo—. Sin él no habríamos llegado tan lejos, ni siquiera a
la vista del paso, y tendremos que amoldarnos a sus caprichos. Si es falso, es
falso.
—De todos modos
preferiría no perderlo de vista. Y con mayor razón, si es falso. ¿Recuerda
usted que nunca quiso decirnos si este paso estaba vigilado, o no? Y ahora
vemos allí una torre... y quizás esté abandonada y quizá no. ¿Cree usted que
habrá ido a buscarlos? ¿A los orcos o lo que sean?
—No, no lo creo—respondió
Frodo—. Aun cuando ande en alguna trapacería, lo que no es inverosímil, no creo
que se trate de eso. No ha ido en busca de orcos ni de ninguno de los
servidores del enemigo. ¿Por qué habría esperado hasta ahora, por qué habría
hecho el esfuerzo de subir y venir hasta aquí, de acercarse a la región que
teme? Sin duda hubiera podido delatarnos muchas veces a los orcos desde que lo
encontramos. No, si hay algo de eso, ha de ser una de sus pequeñas jugarretas
de siempre que él imagina absolutamente secreta.
—Bueno, supongo que
usted tiene razón señor Frodo—dijo Sam—. Aunque eso no me tranquiliza
demasiado. Pero en una cosa sé que no me equivoco: estoy seguro de que a mí me
entregaría a los orcos con alegría. Pero me olvidaba... el Tesoro. No, supongo
que de eso se ha tratado desde el principio: el Tesoro para el pobre Sméagol.
Ese es el único móvil de todos sus planes, si tiene alguno. Pero de qué puede
servirle habernos traído aquí, no alcanzo a adivinarlo.
—Lo más probable es
que ni él mismo lo sepa—dijo Frodo—. Y tampoco creo que tenga en la embrollada
cabeza un plan único y bien definido. Pienso que en parte está intentando
salvar el Tesoro del enemigo, tanto tiempo como sea posible. También para él
sería la peor de las calamidades, si fuese a parar a menos del Enemigo. Y es
posible que además esté tratando de ganar tiempo, esperando una oportunidad.
—Bribón y Adulón, como
dije antes—observó Sam—. Pero cuanto más se acerque al territorio del enemigo,
más será Bribón que Adulón. Recuerde mis palabras: si alguna vez llegamos al
Paso no nos permitirá que llevemos el Tesoro del otro lado de la frontera sin
jugarnos alguna mala pasada.
—Todavía no hemos
llegado—replicó Frodo.
—No, pero hasta
entonces convendrá mantener los ojos bien abiertos. Si nos pesca dormitando,
Bribón correrá a tomar la delantera. No es que sea arriesgado que ahora se eche
usted a dormir, mi amo. No hay ningún peligro en que descanse en este sitio,
bien cerca de mí. Y yo me sentiría muy feliz si lo viera dormir un rato. Yo lo
cuidaré; y en todo caso, si usted se acuesta aquí, y yo le paso el brazo
alrededor, nadie podrá venir a toquetearlo sin que Sam se entere.
—¡Dormir!—dijo Frodo,
y suspiró, como si viera aparecer en un desierto un espejismo de frescura verde—.
Sí, aún aquí podría dormir.
—¡Duerma entonces,
señor! Apoye la cabeza en mis rodillas.
Y así los encontró
Gollum unas horas más tarde, cuando volvió deslizándose y reptando a lo largo
del sendero que descendía de la oscuridad. Sam, sentado de espaldas contra la
roca, la cabeza inclinada a un lado, respiraba pesadamente. La cabeza de Frodo
descansaba sobre las rodillas de Sam, que apoyaba una mano morena sobre la
frente blanca de Frodo, mientras la otra le protegía el pecho. En los rostros
de ambos había paz.
Gollum los miró. Una
expresión extraña le apareció en la cara. Los ojos se le apagaron, y se volvieron
de pronto grises y opacos, viejos y cansados. Se retorció, como en un espasmo
de dolor, y volvió la cabeza y miró para atrás, hacia la garganta, sacudiendo
la cabeza como si estuviese librando una lucha interior. Luego volvió a
acercarse a Frodo y extendiendo lentamente una mano trémula le tocó con cautela
la rodilla; más que tocarla, la acarició. Por un instante fugaz, si uno de los
durmientes hubiese podido observarlo, habría creído estar viendo a un hobbit
fatigado y viejo, abrumado por los años que lo habían llevado mucho más allá de
su tiempo, lejos de los amigos y parientes, y de los campos y arroyos de la
juventud; un viejo despojo hambriento y lastimoso.
Pero al sentir aquel
contacto Frodo se agitó y se quejó entre sueños, y al instante Sam abrió los
ojos. Y lo primero que vio fue a Gollum, «toqueteando al amo», le
pareció.
—¡Eh, tú!—le dijo con
aspereza—¿Qué andas tramando?
—Nada, no nada—respondió
Gollum afablemente—. ¡Buen amo!
—Eso digo yo—replicó
Sam—. Pero ¿dónde te habías metido?... ¿Por qué desapareces y reapareces así,
furtivamente, viejo fisgón?
Gollum encogió el
cuerpo y un fulgor verde le centelleó bajo los párpados pesados. Ahora casi
parecía una araña, enroscado sobre las piernas combadas, los ojos
protuberantes. El momento fugaz había pasado para siempre. —¡Fisgón, fisgón!—siseó—.
Hobbits siempre tan amables, sí. ¡Oh buenos hobbits! Sméagol los trae por
caminos secretos que nadie más podría encontrar. Cansado está, sediento, sí,
sediento; y los guía y les busca senderos, y ellos le dicen fisgón, fisgón.
Muy buenos amigos. Oh sí, mi tesoro, muy buenos.
Sam sintió un ligero
remordimiento, pero no menos desconfianza. —Lo lamento—dijo—. Lo lamento, pero
me despertaste bruscamente. No tendría que haberme dormido, por eso me alteré.
Pero el señor Frodo, él está cansado, y le pedí que se echara a dormir, y
bueno, nada más. Lo lamento. Pero ¿dónde has estado?
—Fisgoneando—dijo
Gollum, y el fulgor verde no se le iba de los ojos.
—Oh, está bien—dijo
Sam—; ¡como tú quieras! Me imagino que lo que dices no está tan lejos de la
verdad. Y ahora, creo que lo mejor será que vayamos a fisgonear todos juntos.
¿Qué hora es? ¿Es hoy o mañana?
—Es mañana—dijo Gollum—,
o era mañana cuando los hobbits se quedaron dormidos. Muy estúpidos, muy
peligroso... si el pobre Sméagol no hubiese fisgoneado vigilando.
—Me temo que pronto
estaremos hartos de esa palabra—dijo Sam—. Pero no importa. Despertaré al amo.
—Gentilmente echó hacia atrás los cabellos que caían sobre la frente de Frodo e
inclinándose sobre él le habló con dulzura.
»¡Despierte, señor
Frodo! ¡Despierte!
Frodo se movió y abrió
los ojos, y sonrió al ver el rostro de Sam inclinado sobre él. —Me despiertas
temprano, ¿eh, Sam? ¡Todavía está oscuro!
—Sí, aquí siempre está
oscuro—dijo Sam—. Pero Gollum ha vuelto, señor Frodo, y dice que ya es mañana.
Así que nos pondremos en camino. La última etapa.
Frodo respiró hondo y
se sentó. —¡La última etapa!—dijo—. ¡Hola, Sméagol! ¿Encontraste algo para
comer? ¿Descansaste un poco?
—Nada para comer, nada
de descanso, nada para el pobre Sméagol—dijo Gollum—. No es más que un fisgón.
Sam chasqueó la
lengua, pero se contuvo.
—No te pongas
calificativos, Sméagol—dijo Frodo—. No es prudente, así sean verdaderos o
falsos.
—Sméagol toma lo que
le dan—dijo Gollum—. El nombre se lo puso el amable maese Samsagaz, ese hobbit
que tantas cosas sabe.
Frodo miró a Sam. —Sí,
señor—dijo Sam—. Yo empleé esa palabra, al despertar sobresaltado y todo lo
demás. Y al encontrármelo aquí, al lado. Ya le dije que lo lamentaba, pero creo
que pronto voy a dejar de lamentarlo.
—Bueno, bueno, a olvidar—dijo
Frodo—. Pero me parece, Sméagol, que hemos llegado al final, tú y yo. Dime,
¿podremos encontrar solos el resto del camino? Tenemos el paso a la vista, una
vía de acceso, y si podemos encontrarlo, creo que nuestro pacto ha tocado a su
fin. Cumpliste con lo que habías prometido, y ahora eres libre: libre de ir a
procurarte alimento y reposo, libre de ir a donde más te plazca, excepto en
busca de los servidores del Enemigo. Y algún día tal vez podré recompensarte,
yo o quienes me recuerden.
—¡No, no, todavía no!—gimió
Gollum—. ¡Oh no! No podrán encontrar solos el camino ¿verdad que no? Oh, seguro
que no. Ahora viene el túnel. Sméagol tiene que seguir. Nada de descansar. Nada
de comer. ¡Todavía no!
XLVIII.EL SITIO DE GONDOR
EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO IV
Despertado por
Gandalf, Pippin abrió los ojos. Había velas encendidas en el aposento, pues por
las ventanas sólo entraba una pálida luz crepuscular; el aire era pesado, como
si se avecinara una tormenta.
—¿Qué hora es?—preguntó
Pippin, bostezando.
—La hora segunda ha
pasado—le respondió Gandalf—. Tiempo de que te levantes y te pongas
presentable. Has sido convocado por el señor de la ciudad, para instruirte
acerca de tus nuevos deberes.
—¿Y me servirá el
desayuno?
—¡No! De eso me he
ocupado yo: y no tendrás más hasta el mediodía. Han racionado los víveres.
Pippin miró con
desconsuelo el panecillo minúsculo y «la mezquina», pensó, «redondela
de manteca, junto a un tazón de leche aguada». —¿Por qué me trajiste aquí?—preguntó.
—Lo sabes demasiado
bien—dijo Gandalf—. Para alejarte del mal. Y si no te agrada, recuerda que tú
mismo te lo buscaste. —Pippin no dijo más.
Poco después recorría
de nuevo en compañía de Gandalf el frío corredor que conducía a la puerta de la
Sala de la Torre. Allí, en una penumbra gris, estaba sentado Denethor, «como
una araña vieja y paciente», pensó Pippin; parecía que no se hubiese movido
de allí desde la víspera. Le indicó a Gandalf que se sentara, pero a Pippin lo
dejó un momento de pie, sin prestarle atención. Al fin el viejo se volvió hacia
él.
—Bien, maese Peregrin,
espero que hayas aprovechado a tu gusto el día de ayer. Aunque temo que en esta
ciudad la mesa sea bastante más austera de lo que tú desearías.
Pippin tuvo la
desagradable impresión de que la mayor parte de lo que había dicho o hecho
había llegado de algún modo a oídos del señor de la ciudad, y que además muchos
de sus pensamientos eran conocidos por todos. No respondió.
—¿Qué querrías hacer a
mi servicio?
—Pensé, señor, que vos
me señalaríais mis deberes.
—Lo haré, una vez que
conozca tus aptitudes—dijo Denethor—. Pero eso lo sabré quizá más pronto
teniéndote a mi lado. Mi paje de cámara ha solicitado licencia para enrolarse
en la guarnición exterior, de modo que por un tiempo ocuparás su lugar. Me
servirás, llevarás mensajes, y conversarás conmigo, si la guerra y las
asambleas me dejan algún momento de ocio. ¿Sabes cantar?
—Sí—dijo Pippin—.
Bueno, sí, bastante bien para mi gente. Pero no tenemos canciones apropiadas
para grandes palacios y para tiempos de infortunio, señor. Rara vez nuestras
canciones tratan de algo más terrible que el viento o la lluvia. Y la mayor
parte de mis canciones hablan de cosas que nos hacen reír: o de la comida y la
bebida, por supuesto.
—¿Y por qué esos
cantos no serían apropiados para mis salones, o para tiempos como éstos?
Nosotros, que hemos vivido tantos años bajo la sombra, ¿no tenemos acaso el
derecho de escuchar los ecos de un pueblo que no ha conocido un castigo semejante?
Quizá sintiéramos entonces que nuestra vigilia no ha sido en vano, aun cuando
nadie la haya agradecido.
A Pippin se le encogió
el corazón. No le entusiasmaba la idea de tener que cantar ante el señor de
Minas Tirith las canciones de La Comarca, y menos aún las cómicas que conocía
mejor; y además eran... bueno, demasiado rústicas para ese momento. No se le
ordenó que cantase. Denethor se volvió a Gandalf haciéndole preguntas sobre los
rohirrim y la política del reino de Rohan, y sobre la posición de Éomer, el
sobrino del rey. A Pippin le maravilló que el señor pareciera saber tantas
cosas acerca de un pueblo que vivía muy lejos, «aunque hacía muchos años sin
duda» pensó, «que Denethor no salía de las fronteras del reino».
Al cabo Denethor llamó
a Pippin y le ordenó que se ausentase otra vez por algún tiempo. —Ve a la
armería de la Ciudadela—le dijo—y retira de allí la librea de la torre y los
avíos necesarios. Estarán listos. Fueron encargados ayer. ¡Vuelve en cuanto
estés vestido!
Todo sucedió como
Denethor había dicho, y pronto Pippin se vio ataviado con extrañas vestimentas,
de color negro y plata: un pequeño plaquín, de malla de acero tal vez, pero
negro como el azabache; y un yelmo de alta cimera, con pequeñas alas de cuervo
a cada lado y en el centro de la corona una estrella de plata. Sobre la cota de
malla llevaba una sobreveste corta, también negra pero con la insignia del árbol
bordada en plata a la altura del pecho. Las ropas viejas de Pippin fueron
dobladas y guardadas: le permitieron conservar la capa gris de Lórien, pero no
usarla durante el servicio. Ahora sí que parecía, sin saberlo, la viva imagen
del Ernil i Pheriannath, el príncipe
de los medianos, como la gente había dado en llamarlo; pero se sentía incómodo,
y la tiniebla empezaba a pesarle.
Todo aquel día fue
oscuro y tétrico. Desde el amanecer sin sol hasta la noche, la sombra había ido
aumentando, y los corazones de la ciudad estaban oprimidos. Arriba, a lo lejos,
una gran nube, llevada por un viento de guerra, flotaba lentamente hacia el
oeste desde la Tierra Tenebrosa, devorando la luz; pero abajo el aire estaba
inmóvil, sin un soplo, como si el valle del Anduin esperase el estallido de una
tormenta devastadora.
A eso de la hora
undécima, liberado al fin por un rato de las obligaciones del servicio, Pippin
salió en busca de comida y bebida, algo que lo animara e hiciese más soportable
la espera. En el rancho se encontró nuevamente con Beregond, que acababa de
regresar de una misión del otro lado del Pelennor, en las torres de la guardia de
la calzada. Pasearon juntos sin alejarse de los muros, pues en los recintos
cerrados Pippin se sentía como prisionero, y hasta el aire de la alta Ciudadela
le parecía sofocante. Y otra vez se sentaron en el antepecho de la tronera que
miraba al este, donde se habían entretenido la víspera, comiendo y hablando.
Era la hora del
crepúsculo, pero ya el enorme palio había avanzado muy lejos en el oeste, y un
instante apenas, al hundirse por fin en el mar, logró el sol escapar para
lanzar un breve rayo de adiós antes de dar paso a la noche, el mismo rayo que
Frodo, en la Encrucijada, veía en ese momento en la cabeza del rey caído. Pero
para los campos del Pelennor, a la sombra del Mindolluin, nada resplandecía:
todo era pardo y lúgubre.
Pippin tenía la
impresión de que habían pasado años desde la primera vez que se había sentado
allí, en un tiempo ya a medias olvidado, cuando todavía era un hobbit, un viajero despreocupado,
indiferente a los peligros que había atravesado hacía poco. Ahora era un
pequeño soldado, un soldado entre muchos otros en una ciudad que se preparaba
para soportar un gran ataque, y vestía las ropas nobles pero sombrías de la
Torre de la Guardia.
En otro momento y en
otro lugar, tal vez Pippin habría aceptado de buen grado ese nuevo atuendo,
pero ahora sabía que no estaba representando un papel en una comedia; estaba,
seria e irremisiblemente al servicio de un amo severo que corría un gravísimo
peligro. El plaquín lo agobiaba, y el yelmo le pesaba sobre la cabeza. Se había
quitado la capa y la había puesto sobre la piedra del asiento.
Apartó los ojos
fatigados de los campos sombríos y bostezó, y luego suspiró.
—¿Estás cansado del
día de hoy?—le preguntó Beregond.
—Sí—dijo Pippin—, muy
cansado: cansado de la inactividad y la espera. He estado de plantón a la
puerta de la cámara de mi señor durante horas interminables, mientras él
discutía con Gandalf y el príncipe y otros grandes señores. Y no estoy
acostumbrado, maese Beregond, a servir con hambre la mesa de otros. Es una
prueba muy dura para un hobbit. Has de pensar sin duda que tendría que sentirme
profundamente honrado. Pero ¿para qué quiero un honor semejante? Y a decir
verdad ¿para qué comer y beber bajo esta sombra invasora? ¿Qué significa? ¡El
aire mismo parece espeso y pardo! ¿Son frecuentes aquí estos oscurecimientos
cuando el viento sopla en el este?
—No—dijo Beregond—.
Esta no es una oscuridad natural del mundo. Es algún artificio creado por la
malicia del enemigo; alguna emanación de la montaña de fuego, que envía para
ensombrecer los corazones y las deliberaciones. Y lo consigue por cierto. Ojalá
vuelva el señor Faramir. Él no se dejaría amilanar. Pero ahora, ¡quién sabe si
alguna vez podrá regresar de la oscuridad a través del río!
—Sí—dijo Pippin—.
Gandalf también está impaciente. Fue una decepción para él, creo, no encontrar
aquí a Faramir. Y Gandalf ¿por dónde andará? Se retiró del consejo del señor
antes de la comida de mediodía, y no de buen humor, me pareció. Quizá tenga el
presentimiento de alguna mala nueva.
De pronto, mientras
hablaban, enmudecieron de golpe; inmóviles, paralizados, convertidos de algún
modo en dos piedras que escuchaban. Pippin se tiró al suelo, tapándose los
oídos con las manos; pero Beregond, que mientras hablaba de Faramir había
estado mirando a lo lejos por encima del parapeto almenado, se quedó donde
estaba, tieso, los ojos desencajados. Pippin conocía aquel grito estremecedor:
era el mismo que mucho tiempo atrás había oído en Marjala en La Comarca; pero
ahora había crecido en potencia y en odio, y atravesaba el corazón con una
venenosa desesperanza.
Al fin Beregond habló,
con un esfuerzo. —¡Han llegado!—dijo. —¡Atrévete y mira! Hay cosas terribles
allá abajo.
Pippin se encaramó de
mala gana en el asiento y asomó la cabeza por encima del muro. Abajó el
Pelennor se extendía en las sombras e iba a perderse en la línea adivinada
apenas del río Grande. Pero ahora, girando vertiginosamente sobre los campos
como sombras de una noche intempestiva, vio a media altura cinco formas de
pájaros, horripilantes como buitres, pero más grandes que águilas, y crueles
como la muerte. Ya bajaban de pronto, aventurándose hasta ponerse casi al
alcance de los arqueros apostados en el muro, ya se alejaban volando en
círculos.
—¡Jinetes negros!—murmuró
Pippin—. ¡Jinetes negros del aire! ¡Pero mira, Beregond!—exclamó—. ¡Están
buscando algo! ¡Mira cómo vuelan y descienden, siempre hacia el mismo punto! ¿Y
no ves algo que se mueve en el suelo? Formas oscuras y pequeñas. ¡Sí, hombres a
caballo: cuatro o cinco! ¡Ah, no lo puedo soportar! ¡Gandalf! ¡Gandalf!
¡Socorro!
Otro alarido largo
vibró en el aire y se apagó, y Pippin, jadeando como un animal perseguido, se
arrojó de nuevo al suelo y se acurrucó al pie del muro. Débil, y aparentemente
remota a través de aquel grito escalofriante, tremoló desde abajo la voz de una
trompeta y culminó en una nota aguda y prolongada.
—¡Faramir! ¡El señor
Faramir! ¡Es su llamada!—gritó Beregond—. ¡Corazón intrépido! ¿Pero cómo podrá
llegar a la Puerta, si esos halcones inmundos e infernales cuentan con otras
armas además del terror? ¡Pero míralos! ¡No se arredran! Llegarán a la Puerta.
¡No! Los caballos se encabritan. ¡Oh! Arrojan al suelo a los jinetes; ahora
corren a pie. No, uno sigue montado, pero retrocede hacia los otros. Tiene que
ser el capitán: él sabe cómo dominar a las bestias y a los hombres. ¡Ay! Una de
esas cosas inmundas se lanza sobre él. ¡Socorro! ¡Socorro! ¿Nadie acudirá en su
auxilio? ¡Faramir!
Y Beregond echó a
correr y desapareció en la oscuridad. Asustado y avergonzado, mientras que
Beregond de la Guardia pensaba ante todo en su amado capitán, Pippin se levantó
y miró fuera. En ese momento alcanzó a ver un destello de nieve y de plata que
venía del norte, como una estrella diminuta que hubiese descendido a los campos
sombríos. Avanzaba como una flecha y crecía a medida que se acercaba a los
cuatro hombres que huían hacia la puerta. Parecía esparcir una luz pálida, y
Pippin tuvo la impresión de que la sombra espesa retrocedía a su paso;
entonces, cuando estuvo más cerca, creyó oír, como un eco entre los muros, una
voz poderosa que llamaba.
—¡Gandalf!—gritó Pippin—.
¡Gandalf! Siempre llega en el momento más sombrío. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Jinete
blanco! ¡Gandalf! ¡Gandalf!—gritó, con la vehemencia del espectador de una gran
carrera, como alentando a un corredor que no necesita la ayuda de
exhortaciones.
Mas ya las sombras
aladas habían advertido la presencia del recién llegado. Una de ellas voló en
círculos hacia él, pero a Pippin le pareció ver que Gandalf levantaba una mano
y que de ella brotaba como un dardo un haz de luz blanca. El nazgûl dejó
escapar un grito largo y doliente y se apartó; y los otros cuatro, tras un
instante de vacilación, se elevaron en espirales vertiginosas y desaparecieron
en el este, entre las nubes bajas; y por un momento los campos del Pelennor
parecieron menos oscuros.
Pippin observaba, y
vio que los jinetes y el jinete blanco se reunían al fin, y se detenían a
esperar a los que iban a pie. Grupos de hombres les salían al encuentro desde
la ciudad; y pronto Pippin los perdió de vista bajo los muros exteriores, y
adivinó que estaban trasponiendo la puerta. Sospechando que subirían
inmediatamente a la torre, y a ver al senescal, corrió a la entrada de la Ciudadela.
Allí se le unieron muchos otros que habían observado la carrera y el rescate
desde los muros.
Pronto en las calles
que subían de los círculos exteriores se elevó un gran clamor, y hubo muchos
vítores, y por todas partes voceaban y aclamaban los nombres de Faramir y
Mithrandir. Pippin vio unas antorchas, y luego dos jinetes que cabalgaban
lentamente seguidos por una gran multitud: uno estaba vestido de blanco, pero
ya no resplandecía, pálido en el crepúsculo como si el fuego que ardía en él se
hubiese consumido o velado. El otro era sombrío y tenía la cabeza gacha.
Desmontaron y mientras los palafreneros se llevaban a Sombragrís y al otro
caballo, avanzaron hacia el centinela de la puerta: Gandalf con paso firme, el
manto gris fletándole a la espalda y en los ojos un fuego todavía encendido; el
otro, vestido de verde, más lentamente, vacilando un poco como un hombre herido
o fatigado.
Pippin se adelantó
entre el gentío, y en el momento en que los hombres pasaban bajo la lámpara de
la arcada vio el rostro pálido de Faramir y se quedó sin aliento. Era el rostro
de alguien que asaltado por un miedo terrible o una inmensa angustia ha conseguido
dominarse y recobrar la calma. Orgulloso y grave, se detuvo un momento a hablar
con el guardia, y Pippin, que no le quitaba los ojos de encima, vio hasta qué
punto se parecía a su hermano Boromir, a quien él había querido desde el
principio, admirando la hidalguía y la bondad del gran hombre. De pronto, sin
embargo, en presencia de Faramir, un sentimiento extraño que nunca había
conocido antes, le embargó el corazón. Este era un hombre de alta nobleza,
semejante a la que por momentos viera en Aragorn, menos sublime quizá pero a la
vez menos imprevisible y remota: uno de los reyes de los hombres nacido en una
época más reciente, pero tocado por la sabiduría y la tristeza de la antigua raza.
Ahora sabía por qué Beregond lo nombraba con veneración. Era un capitán a quien
los hombres seguirían ciegamente, a quien él mismo seguiría, aún bajo la sombra
de las alas negras.
—¡Faramir!—gritó junto
con los otros—. ¡Faramir!—Y Faramir, advirtiendo el acento extraño del hobbit
entre el clamor de los hombres de la ciudad, se dio vuelta, y lo miró
estupefacto.
—¿Y tú de dónde
vienes?—le preguntó—. ¡Un mediano, y vestido con la librea de la torre! ¿De
dónde...?
Pero en ese momento
Gandalf se le acercó y habló: —Ha venido conmigo desde el país de los medianos—dijo—.
Ha venido conmigo. Pero no nos demoremos aquí. Hay mucho que decir y mucho por
hacer, y tú estás fatigado. Él nos acompañará. En realidad, tiene que
acompañarnos, pues si no olvida más fácilmente que yo sus nuevas obligaciones,
dentro de menos de una hora ha de tomar servicio con su señor. ¡Ven, Pippin, síguenos!
Así llegaron por fin a
la cámara privada del señor de la ciudad. Alrededor de un brasero de carbón de
leña, habían dispuesto asientos bajos y mullidos; y trajeron vino; y allí
Pippin, cuya presencia nadie parecía advertir, de pie detrás del asiento de
Denethor, escuchaba con tanta avidez todo cuanto se decía que olvidó su propio
cansancio.
Una vez que Faramir
hubo tomado el pan blanco y bebido un sorbo de vino, se sentó en uno de los
asientos bajos a la izquierda de su padre. Un poco más alejado, a la derecha de
Denethor, estaba Gandalf, en un sillón de madera tallada; y al principio
parecía dormir. Pues en un comienzo Faramir habló sólo de la misión que le
había sido encomendada diez días atrás; y traía noticias de Ithilien y de los
movimientos del enemigo y sus aliados; y narró la batalla del camino, en la que
los hombres de Harad y la bestia descomunal que los acompañaba fueran derrotados:
un capitán que comunica a un superior sucesos de un orden casi cotidiano, los
episodios insignificantes de una guerra de fronteras que ahora parecían vanos y
triviales, sin grandeza ni gloria.
Entonces, de
improviso, Faramir miró a Pippin. —Pero ahora llegamos a la parte más extraña—dijo—.
Porque éste no es el primer mediano que veo salir de las leyendas del norte
para aparecer en las tierras del sur.
Al oír esto Gandalf se
irguió y se aferró a los brazos del sillón; pero no dijo nada, y con una mirada
detuvo la exclamación que estaba a punto de brotar de los labios de Pippin.
Denethor observó los rostros de todos y sacudió la cabeza, como indicando que
ya había adivinado mucho, aún antes de escuchar el relato de Faramir.
Lentamente, mientras los otros permanecían inmóviles y silenciosos, Faramir
narró su historia, casi sin apartar los ojos de Gandalf, aunque de tanto en
tanto miraba un instante a Pippin, como para refrescarse la memoria.
Cuando Faramir llegó a
la parte del encuentro con Frodo y su sirviente, y hubo narrado los sucesos de Henneth
Annûn, Pippin notó que un temblor agitaba las manos de Gandalf, aferradas como
garras a la madera tallada. Blancas parecían ahora, y muy viejas, y Pippin
adivinó, con un sobresalto, que Gandalf, el gran Gandalf, estaba inquieto, y
que tenía miedo. En la estancia cerrada el aire no se movía. Y cuando Faramir
habló por fin de la despedida de los viajeros, y de la resolución de los
hobbits de ir a Cirith Ungol, la voz le flaqueó, y movió la cabeza, y suspiró.
Gandalf se levantó de un salto.
—¿Cirith Ungol,
dijiste? ¿El valle de Morgul?—preguntó—. ¿En qué momento, Faramir, en qué
momento? ¿Cuándo te separaste de ellos? ¿Cuándo pensaban llegar a ese valle
maldito?
—Nos separamos hace
dos días, por la mañana—dijo Faramir—. Hay quince leguas [72 kilómetros] de allí al valle del Morgulduin, si siguieron en línea recta hacia el
sur; y hayan ido, no pueden haber llegado antes de hoy, y es posible que aún
estén en camino. En verdad, veo lo que temes. Pero la oscuridad no proviene de
la aventura de tus amigos. Comenzó ayer al caer la tarde, y ya anoche todo el
Ithilien estaba envuelto en sombras. Es evidente para mí que el enemigo
preparaba este ataque desde hace mucho tiempo, y que la hora ya había sido
fijada antes del momento en que me separé de los viajeros, dejándolos sin mi
custodia.
Gandalf iba y venía
con paso nervioso por la habitación. —¡Anteayer por la mañana, casi tres días
de viaje! ¿A qué distancia queda el lugar en que os separasteis?
—Unas veinticinco
leguas [120
kilómetros] a vuelo de pájaro—respondió
Faramir—. Pero me fue imposible llegar antes. Anoche dormí en Cair Andros, la
isla larga en el norte del río, donde mantenemos una guarnición, y caballos en
nuestra orilla. Cuando vi cerrarse la oscuridad, comprendí que la premura era
necesaria, y entonces partí con otros tres hombres que disponían de caballos.
El resto de mi compañía lo envié al sur, a reforzar la guarnición de los vados de
Osgiliath. Espero no haber actuado mal. —Miró a su padre.
—¿Mal?—gritó Denethor,
y de pronto los ojos le relampaguearon—. ¿Por qué lo preguntas? Los hombres
estaban bajo tu mando. ¿O acaso me pides que juzgue todo lo que haces? Tu
actitud es humilde en mi presencia; pero hace tiempo ya que te has desviado de
tu camino y desoyes mis consejos. Has hablado con tacto y desenvoltura, como
siempre; pero ¿crees que no he visto por ventura que tenías los ojos fijos en
Mithrandir, tratando de saber si decías lo que era preciso o más de lo
conveniente? Es él quien se ha adueñado de tu corazón desde hace mucho tiempo.
»Hijo mío, tu padre
está viejo, pero aún no chochea. Todavía soy capaz de ver y de oír, igual que
antes; y poco de cuanto has dicho a medias o callado es un secreto para mí.
Conozco la respuesta de muchos enigmas. ¡Ay, ay, mi pobre Boromir!
—Si lo que he hecho os
desagrada, padre mío—dijo con calma Faramir—, hubiera deseado conocer vuestro
pensamiento antes que se me impusiera el peso de tamaña decisión.
—¿Acaso eso te habría
hecho cambiar de parecer?—dijo Denethor—. Estoy seguro de que te habrías
comportado de la misma manera. Te conozco bien. Siempre quieres parecer noble y
generoso como un rey de los tiempos antiguos, amable y benévolo. Una actitud
que cuadraría tal vez a alguien de elevado linaje, si es poderoso y si gobierna
en paz. Pero en los momentos desesperados, la benevolencia puede ser
recompensada con la muerte.
—Pues que así sea—dijo
Faramir.
—¡Que así sea!—gritó
Denethor—. Pero no sólo con tu muerte, señor Faramir: también con la de tu
padre, y la de todo tu pueblo, a quien tendrías que proteger ahora que Boromir
se ha ido.
—¿Desearías entonces—dijo
Faramir—que yo hubiese estado en su lugar?
—Sí, lo desearía, sin
duda—dijo Denethor—. Porque Boromir era leal para conmigo, no el discípulo de
un mago. En vez de desperdiciar lo que le ofrecía la suerte, hubiera recordado
que su padre necesitaba ayuda. Me habría traído un regalo poderoso.
La reserva de Faramir
pareció ceder entonces un momento. —Os rogaría, padre mío, que recordéis por
qué fui yo al Ithilien, y no él. En una oportunidad al menos, y no hace de esto
mucho tiempo, prevaleció vuestra decisión. Fue el señor de la ciudad quien le
confió a Boromir esa misión.
—No remuevas la
amargura de la copa que yo mismo me he preparado—dijo Denethor—. ¿Acaso no la
he sentido ya muchas noches en la lengua, previendo que lo peor está aún en el
fondo? Como ahora lo compruebo por cierto. ¡Ojalá no fuera así! ¡Ojalá ese
objeto hubiese llegado a mi poder!
—¡Consuélate!—dijo
Gandalf—. En ningún caso te lo hubiera traído Boromir. Está muerto, y ha tenido
una muerte digna: ¡que descanse en paz! Pero te engañas. Boromir habría
extendido la mano para tomarlo y ni bien lo hubiera tocado, estaría perdido sin
remedio. Lo habría guardado para él, y cuando viniera aquí, no hubieras
reconocido a tu hijo.
El semblante de
Denethor se contrajo en un rictus frío y duro. —Encontraste que Boromir era
menos dúctil en tus manos, ¿no es verdad?—dijo con voz suave—. Pero yo que era
su padre digo que me lo hubiera traído. Serás sabio, Mithrandir, pero pese a
tus sutilezas no eres dueño de toda la sabiduría. No siempre los consejos han
de encontrarse en los artilugios de los magos o en la precipitación de los
locos. En esta materia mi sabiduría y mi prudencia son más altas de lo que
imaginas.
—¿Y qué te dice la
prudencia?
—Lo suficiente como
para saber que es necesario evitar dos locuras. Utilizarlo es peligroso. Y en
un momento como éste, enviarlo al país mismo del enemigo en las manos de un mediano
sin inteligencia, como lo has hecho tú, tú y este hijo mío, es un disparate.
—¿Y qué habría hecho
el señor Denethor?
—Ni una cosa ni la
otra. Pero con toda seguridad y contra todo argumento, no lo habría entregado a
los azares de la suerte, una esperanza que sólo cabe en la mente de un loco, y
arriesgarnos así a una ruina total, si el enemigo lo recupera. No, hubiera sido
necesario guardarlo, esconderlo: ocultarlo en un sitio secreto y oscuro. No
hablo de utilizarlo, no, salvo en caso de extrema necesidad, pero sí ponerlo
fuera de su alcance, a menos que sufriéramos una derrota tan definitiva que lo
que pudiese acontecernos nos fuera indiferente, pues estaríamos muertos.
—Como es tu costumbre,
monseñor, sólo piensas en Gondor—dijo Gandalf—. Sin embargo, hay otros hombres,
y otras vidas y tiempos por venir. Y yo por mi parte, compadezco incluso a los
esclavos del enemigo.
—¿Y dónde buscarán
ayuda los otros hombres, si Gondor cae?—replicó Denethor—. Si yo lo
tuviese ahora aquí, guardado en las bóvedas profundas de esta Ciudadela, no
estaríamos temblando de terror bajo esta oscuridad, temiendo lo peor, y nada
entorpecería nuestras decisiones. Si no me crees capaz de soportar la prueba,
es porque aún no me conoces.
—Sin embargo, no te
creo capaz—dijo Gandalf—. Si hubiera confiado en ti, te lo hubiera enviado para
que lo tuvieras aquí, bajo tu custodia, con lo que habría ahorrado muchas
angustias, a mí y a otros. Y ahora, oyéndote hablar, confío menos aún, no más
que en Boromir. ¡No, refrena tu ira! En este caso ni en mí mismo confío: me fue
ofrecido como regalo y lo rechacé. Eres fuerte, Denethor, y capaz aún de
dominarte en ciertas cosas; pero si lo hubieras recibido, te habría derrotado. Aunque
estuviese enterrado en las raíces mismas del Mindolluin, te consumiría la mente
a medida que vieras crecer la oscuridad, y las cosas peores aún que no tardarán
en caer sobre nosotros.
Los ojos de Denethor
relampaguearon otra vez por un momento, y Pippin volvió a sentir la tensión
entre las dos voluntades: pero ahora las miradas de los adversarios le parecían
las hojas de dos espadas centelleantes batiéndose de ojo a ojo. Pippin se
estremeció, temiendo algún golpe terrible. Pero de pronto Denethor recobró la
calma. Se encogió de hombros.
—¡Si yo hubiera! ¡Si
yo hubiera!—exclamó—. Todas esas palabras, todos esos si son vanos.
Ahora va camino de la sombra, y sólo el tiempo dirá lo que el destino prepara,
para el objeto, y para nosotros. En el plazo que aún queda, que no será largo,
que todos los que luchan contra el enemigo cada uno a su manera se unan, y que
conserven la esperanza mientras sea posible, y cuando ya no les quede ninguna,
que tengan al menos la entereza necesaria para morir libres. —Se volvió a
Faramir. —¿Qué piensas de la guarnición de Osgiliath?
—No es fuerte—respondió
Faramir—. Como os he dicho, he enviado allí la compañía de Ithilien, para
reforzarla.
—No creo que baste—dijo
Denethor—. Allí es donde caerá el primer golpe. Lo que les hará falta es un
capitán enérgico.
—A esa guarnición y a
muchas otras—dijo Faramir, y suspiró—. ¡ Ay, si estuviera con vida mi pobre
hermano; yo también lo amaba!—Se levantó. —¿Puedo retirarme, padre? Y al decir
esto se tambaleó, y tuvo que apoyarse en el sillón de su padre.
—Estás fatigado, ya lo
veo—dijo Denethor—. Has cabalgado mucho y lejos, y bajo las sombras del mal en
el aire, me han dicho.
—¡No hablemos de eso!—dijo
Faramir.
—No hablaremos, pues—dijo
Denethor—. Ahora ve y descansa como puedas. Las necesidades de mañana serán más
duras.
Todos se despidieron
entonces del señor de la ciudad para retirarse a descansar mientras fuese
posible. Fuera había una oscuridad negra y sin estrellas mientras Gandalf se
alejaba en compañía de Pippin que llevaba una pequeña antorcha. Hasta que se
encontraron a puertas cerradas no cambiaron una sola palabra. Entonces Pippin
tomó al fin la mano de Gandalf.
—Dime—preguntó—,
¿queda todavía alguna esperanza? Para Frodo, quiero decir; o al menos sobre
todo para Frodo.
Gandalf posó la mano
en la cabeza de Pippin. —Nunca hubo muchas esperanzas—respondió—. Nada más que
esperanzas desatinadas, me dijeron. Y cuando oí el nombre de Cirith Ungol...
—Se interrumpió y a grandes pasos caminó hasta la ventana como si pudiese ver
del otro lado de la noche, allá en el este. —¡Cirith Ungol! ¿Por qué ese
camino, me pregunto?—Se volvió. —En ese instante, Pippin, al oír ese nombre, mi
corazón estuvo a punto de desfallecer. Y a pesar de todo, Pippin, creo de
verdad que en las noticias que trajo Faramir hay alguna esperanza. Pues es
evidente que el enemigo se ha decidido al fin a declararnos la guerra, y que ha
dado el primer paso cuando Frodo aún estaba en libertad. De manera que por
ahora, durante muchos días, apuntará la mirada aquí y allá, siempre fuera de su
propio territorio. Y sin embargo, Pippin, siento desde lejos la prisa y el
miedo que lo dominan. Ha empezado mucho antes de lo previsto. Algo tiene que
haberlo impulsado a actuar en seguida.
Permaneció un momento
pensativo. —Quizá—murmuró—. Quizá también tu insensatez ayudó de algún modo. Veamos:
hace unos cinco días habrá descubierto que derrotamos a Saruman y que nos
apoderamos de la piedra. Sí, pero entonces ¿qué? No podíamos utilizarla para un
fin preciso, ni sin que él lo supiera. ¡Ah! Podría ser. ¿Aragorn? Se le acerca
la hora. Y es fuerte, e inflexible por dentro, Pippin: temerario y resuelto,
capaz de tomar por sí mismo decisiones heroicas y de correr grandes riesgos, si
es necesario. Podría ser, sí. Quizás Aragorn haya utilizado la piedra y se haya
mostrado al Enemigo desafiándolo justamente con este propósito. ¡Quién sabe! De
todos modos no conoceremos la respuesta hasta que lleguen los jinetes de Rohan,
siempre y cuando no lleguen demasiado tarde. Nos esperan días infaustos. ¡A
dormir, mientras sea posible!
—Pero... —dijo Pippin.
—¿Pero qué?—dijo
Gandalf—. Esta noche te concedo un solo pero.
—Gollum—dijo Pippin—.
¿Cómo se entiende que estuvieran viajando con él, y que hasta lo siguieran? Y
me di cuenta de que a Faramir no le gustaba más que a ti el lugar a donde los
conducía. ¿Qué pasa?
—No puedo contestar a
esa pregunta por el momento—dijo Gandalf—. Sin embargo, mi corazón presentía
que Frodo y Gollum se encontrarían antes del fin. Para bien o para mal. Pero de
Cirith Ungol no quiero hablar esta noche. Traición, una traición, es lo que
temo: una traición de esa criatura miserable. Pero así tenía que ser.
Recordemos que un traidor puede traicionarse a sí mismo y hacer
involuntariamente un bien. Ocurre a veces. ¡Buenas noches!
El día siguiente llegó
con una mañana semejante a un crepúsculo pardo, y los corazones de los hombres,
reconfortados por el regreso de Faramir, se hundieron otra vez en un profundo
desaliento. Las sombras aladas no volvieron a verse en todo el día, pero de vez
en cuando, alto sobre la ciudad, se oía un grito lejano, que por un momento
paralizaba de terror a muchos de los hombres; y los más pusilánimes se
estremecían y sollozaban.
Y ahora Faramir había
vuelto a ausentarse. —No le dan ningún sosiego—murmuraban algunos—. El señor es
demasiado duro con su hijo, y ahora tiene que cumplir los deberes de dos, los
suyos propios y los del hermano que no volverá. —Y miraban sin cesar hacia el
norte y preguntaban: —¿Dónde están los jinetes de Rohan?
En verdad no era
Faramir quien había decidido partir de nuevo. Pero el señor de la ciudad
presidía el Consejo, y ese día no estaba de humor como para prestar oídos al
parecer de otros. El Consejo había sido convocado a primera hora de la mañana,
y todos los capitanes habían opinado que en vista del grave peligro que los
amenazaba en el sur, la fuerza de Gondor era demasiado débil para intentar
cualquier acción de guerra, a menos que por ventura llegasen aún los jinetes de
Rohan. Mientras tanto no podían hacer nada más que guarnecer los muros y
esperar.
—Sin embargo—dijo
Denethor—, no convendría abandonar a la ligera las defensas exteriores, el
Rammas Echor edificado con tanto esfuerzo. Y el enemigo tendrá que pagar caro
el cruce del río. No podrá atacar la ciudad ni por el norte de Cair Andros a
causa de los pantanos, ni por el sur en las cercanías de Lebennin, pues allí el
río es muy ancho, y necesitaría muchas embarcaciones. Es en Osgiliath donde
descargará el golpe, como ya lo hizo una vez cuando Boromir le cerró el paso.
—Aquello no fue más
que una intentona—dijo Faramir—. Hoy quizá pudiéramos hacerle pagar al enemigo
diez veces nuestras pérdidas, y sin embargo ser nosotros los perjudicados. Pues
a él no le importaría perder todo un ejército pero nosotros no podemos
permitirnos la pérdida de una sola compañía. Y la retirada de las que enviemos
lejos sería peligrosa, en caso de una irrupción violenta.
—¿Y Cair Andros?—dijo
el príncipe—. También Cair Andros tendrá que resistir, si vamos a defender
Osgiliath. No olvidemos el peligro que nos amenaza desde la izquierda. Los rohirrim
pueden venir o no venir. Pero Faramir nos ha hablado de una fuerza formidable
que avanza resueltamente hacia la Puerta Negra. De ella podrían desmembrarse
varios ejércitos y atacar desde distintos frentes.
—Mucho hay que
arriesgar en la guerra—dijo Denethor—. Cair Andros está guarnecida, y no puedo
enviar tan lejos ni un hombre más. Pero el río y el Pelennor no los cederé sin
combatir... si hay aquí un capitán que aún tenga el coraje suficiente para
ejecutar la voluntad de su superior.
Entonces todos
guardaron silencio, hasta que al cabo habló Faramir: —No me opongo
a vuestra voluntad, señor. Puesto que habéis sido despojado de Boromir, iré yo
y haré lo que pueda en su lugar... si me lo ordenáis.
—Te lo ordeno—dijo
Denethor.
—¡Adiós, entonces!—dijo
Faramir—. ¡Pero si yo volviera un día, tened mejor opinión de mí!
—Eso dependerá de cómo
regreses—dijo Denethor.
Fue Gandalf el último
en hablar con Faramir antes de que partiera para el este. —No sacrifiques tu
vida ni por temeridad ni por amargura—le dijo—. Serás necesario aquí, para
cosas distintas de la guerra. Tu padre te ama, Faramir, y lo recordará antes
del fin. ¡Adiós!
Así pues, el señor
Faramir había vuelto a marcharse, llevando consigo todos los voluntarios que
quisieron acompañarlo o de quienes se podía prescindir. Desde lo alto de los
muros algunos escudriñaban a través de la oscuridad la ciudad en ruinas, y se
preguntaban qué estaría aconteciendo allí, pues nada era visible. Y otros, como
siempre, oteaban el norte, y contaban las leguas que los separaban de Théoden
en Rohan. —¿Vendrá? ¿Recordará nuestra antigua alianza?—decían.
—Sí, vendrá—decía
Gandalf—, aunque llegue demasiado tarde. ¡Pero reflexionad! En el mejor de los
casos, la Flecha Roja no puede haberle llegado hace más de dos días, y las
leguas son largas desde Edoras.
Era nuevamente de
noche cuando recibieron por fin otras noticias. Un hombre llegó al galope desde
los vados, diciendo que un ejército había salido de Minas Morgul y que ya se
acercaba a Osgiliath; y que se le habían unido regimientos del sur, los haradrim,
altos y crueles. —Y nos hemos enterado—prosiguió el mensajero—de que el Capitán
Negro conduce una vez más las tropas, y de que el terror se extiende delante de
él, y que ya ha cruzado el río.
Con estas palabras de
mal augurio concluyó el tercer día desde la llegada de Pippin a Minas Tirith. Pocos se
retiraron a descansar esa noche, pues ya nadie esperaba que ni siquiera Faramir
pudiese defender por mucho tiempo los vados.
Al día siguiente, aunque
la sombra había dejado de crecer, pesaba aún más sobre los corazones de los
hombres, y el miedo empezó a dominarlos. No tardaron en llegar otras malas
noticias. El cruce del Anduin estaba ahora en poder del enemigo. Faramir se
batía en retirada hacia los muros del Pelennor, reuniendo a todos sus hombres
en los fuertes de la calzada; pero el enemigo era diez veces superior en
número.
—Si acaso decide regresar
a través del Pelennor, tendrá el enemigo pisándole los talones—dijo el
mensajero—. Han pagado caro el paso del río, pero menos de lo que nosotros
esperábamos. El plan estaba bien trazado. Ahora se ve que desde hace mucho
tiempo estaban construyendo en secreto flotillas de balsas y lanchones en
Osgiliath del este. Atravesaron el río como un enjambre de escarabajos. Pero el
que nos derrota es el Capitán Negro. Pocos se atreverán a soportar y afrontar aún
el mero rumor de que viene hacia aquí. Sus propios hombres tiemblan ante él, y
se matarían si él así lo ordenase.
—En ese caso, allí me
necesitan más que aquí—dijo Gandalf; e inmediatamente partió al galope, y el
resplandor blanco pronto se perdió de vista. Y Pippin permaneció toda esa noche
de pie sobre el muro, solo e insomne con la mirada fija en el este.
Apenas habían sonado
las campanas anunciando el nuevo día, una burla en aquella oscuridad sin
tregua, cuando Pippin vio que unas llamas brotaban a lo lejos, en los espacios
indistintos en que se alzaban los muros del Pelennor. Los centinelas gritaron
con voz fuerte, y todos los hombres de la ciudad se pusieron en pie de combate.
De tanto en tanto se veía ahora un relámpago rojo, y unos fragores sordos
atravesaban lentamente el aire inmóvil y pesado.
—¡Han tomado el muro!—gritaron
los hombres—. Están abriendo brechas. ¡Ya vienen!
—¿Dónde está Faramir?—gritó
Beregond, aterrorizado—. ¡No me digáis que ha caído!
Fue Gandalf quien
trajo las primeras noticias. Llegó a media mañana con un puñado de jinetes,
escoltando una fila de carretas. Estaban cargadas de heridos, todos aquellos
que habían podido salvar del desastre de los fuertes de la calzada. En seguida
se presentó ante Denethor. El señor de la ciudad se encontraba ahora en una
cámara alta sobre el salón de la Torre Blanca con Pippin a su lado; y se
asomaba a las ventanas oscuras abiertas al norte, al sur y al este, como si
quisiera hundir los ojos negros en las sombras del destino que ahora lo
cercaban. Miraba sobre todo hacia el norte, y por momentos se detenía a
escuchar, como si en virtud de alguna antigua magia alcanzase a oír el trueno
de los cascos en las llanuras distantes.
—¿Ha vuelto Faramir?—preguntó.
—No—dijo Gandalf—.
Pero estaba todavía con vida cuando lo dejé. Sin embargo parecía decidido a
quedarse con la retaguardia, pues teme que un repliegue a través del Pelennor
pueda terminar en una fuga precipitada. Tal vez consiga mantener unidos a sus
hombres el tiempo suficiente, aunque lo dudo. El enemigo es demasiado poderoso.
Pues ha venido uno que yo temía.
—¿No... no el Señor
Oscuro?—gritó Pippin aterrorizado, olvidando con quien estaba.
Denethor rio
amargamente. —¡No, todavía no, maese Peregrin! No vendrá sino a triunfar sobre
mí, cuando todo esté perdido. Él utiliza otras armas. Es lo que hacen todos los
grandes señores, si son sabios, señor mediano. ¿O por qué crees que permanezco
aquí en mi torre, meditando, observando y esperando, y hasta sacrificando a mis
hijos? Porque todavía soy capaz de esgrimir un arma.
Se levantó y se abrió
bruscamente el largo manto negro, y he aquí que debajo llevaba una cota de
malla y ceñía una espada larga de gran empuñadura en una vaina de plata y
azabache. —Así he caminado y así duermo ahora, desde hace muchos años—dijo—a
fin de que la edad no me ablande y me amilane el cuerpo.
—Sin embargo ahora,
bajo el poder del señor de Barad-dûr, el más feroz de sus capitanes se ha
apoderado ya de los muros exteriores—dijo Gandalf—. Soberano de Angmar en
tiempos pasados, hechicero, espectro, servidor del Anillo, señor de los nazgûl,
lanza de terror en la mano de Sauron, sombra de desesperación.
—Entonces, Mithrandir,
tuviste un enemigo digno de ti—dijo Denethor—. En cuanto a mí, he sabido desde
hace tiempo quién es el gran capitán de los ejércitos de la Torre Oscura. ¿Has
regresado sólo para decirme eso? ¿No será acaso que te retiraste al tropezar
con alguien más poderoso que tú?
Pippin tembló,
temiendo que en Gandalf se encendiese una cólera súbita; pero el temor era
infundado. —Tal vez—respondió Gandalf serenamente—. Pero aún no ha llegado el
momento de poner a prueba nuestras fuerzas. Y si las palabras pronunciadas en
los días antiguos dicen la verdad, no será la mano de ningún hombre la que
habrá de abatirlo, y el destino que le aguarda es aún ignorado por los sabios.
Como quiera que sea, el Capitán de la Desesperación no se apresura todavía a
adelantarse. Conduce en verdad a sus esclavos de acuerdo con las normas de la
prudencia que tú mismo acabas de enunciar, desde la retaguardia, enviándolos
delante de él en una acometida de locos.
»No, he venido ante
todo a custodiar a los heridos que aún pueden sanar; porque ahora hay brechas
todo a lo largo del Rammas, y el ejército de Morgul no tardará en penetrar por
distintos puntos. Dentro de poco habrá aquí una batalla campal. Es necesario
preparar una salida. Que sea de hombres montados. En ellos se apoya nuestra
breve esperanza, pues sólo de una cosa no está bien provisto el enemigo: tiene
pocos jinetes.
—Nosotros también. Si
ahora viniesen los de Rohan, el momento sería oportuno—dijo Denethor.
—Quizás antes veamos
llegar a otros—dijo Gandalf—. Ya se nos han unido muchos fugitivos de Cair
Andros. La isla ha caído. Un nuevo ejército ha salido por la Puerta Negra, y
viene hacia aquí a través del noreste.
—Algunos te han
acusado, Mithrandir, de complacerte en traer malasnuevas—dijo
Denethor—, pero para mí ésta ya no es nueva: la supe ayer, antes del caer de la
noche. Y en cuanto a la salida, ya había pensado en eso. Descendamos.
Pasaba el tiempo. Los
vigías apostados en los muros vieron al fin la retirada de las compañías
exteriores. Al principio iban llegando en grupos pequeños y dispersos: hombres
extenuados y a menudo heridos que marchaban en desorden; algunos corrían, como
escapando a una persecución. A lo lejos, en el este, vacilaban unos fuegos
distantes, que ahora parecían extenderse a través de la llanura. Ardían casas y
graneros. De pronto, desde muchos puntos, empezaron a correr unos arroyos de
llamas rojas que serpeaban en la sombra, y todos iban hacia la línea del camino
ancho que llevaba desde la puerta hasta Osgiliath.
—El enemigo—murmuraron
los hombres—. El dique ha cedido. ¡Allí vienen, como un torrente por las
brechas! Y traen antorchas. ¿Dónde están los nuestros?
Según la hora, la
noche se acercaba, y la luz era tan mortecina que ni aún los hombres de buena
vista de la Ciudadela llegaban a distinguir lo que acontecía en los campos,
excepto los incendios que se multiplicaban, y los ríos de fuego que crecían en
longitud y rapidez. Por fin, a menos de una milla de la ciudad, apareció a la
vista una columna más ordenada; marchaba sin correr, en filas todavía unidas.
Los vigías contuvieron el aliento. —Faramir ha de venir con ellos—dijeron—. Él
sabe dominar a los hombres y las bestias. Aún puede conseguirlo.
Ahora la columna
estaba apenas a un cuarto de milla. Tras ellos, saliendo de la oscuridad,
galopaba un grupo reducido de jinetes, todo cuanto quedaba de la retaguardia.
Otra vez acorralados, se volvieron para enfrentar las líneas de fuego cada vez
más próximas. De improviso, hubo un tumulto de gritos feroces. Una horda de
jinetes del enemigo se lanzó hacia adelante. Los arroyos de fuego se
transformaron en torrentes rápidos: fila tras fila de orcos que llevaban
antorchas encendidas, y sureños feroces, que blandían estandartes rojos y daban
gritos destemplados y se adelantaban a la columna que se batía en retirada y le
cerraban el paso. Y con un alarido las sombras aladas se precipitaron cayendo
del cielo tenebroso: los nazgûl que se inclinaban hacia delante, preparados
para matar.
La retirada se
convirtió en una fuga. Ya unos hombres rompían filas, huyendo aquí y allá,
arrojando las armas, gritando de terror, rodando por el suelo.
Una trompeta sonó
entonces en la Ciudadela, y Denethor dio por fin la orden de salida. Cobijados
a la sombra de la puerta y bajo los muros elevados los hombres habían estado
esperando esa señal: todos los jinetes que quedaban en la ciudad. Ahora
avanzaron en orden, y en seguida apresuraron el paso, y en medio de un gran
clamor corrieron al galope hacia el enemigo. Y un grito se elevó en respuesta
desde los muros, pues en el campo de batalla y a la vanguardia galopaban los
caballeros del cisne de Dol Amroth, con el príncipe Imrahil a la cabeza, seguido
de su estandarte azul.
—¡Amroth por Gondor!—gritaban
los hombres—. ¡Amroth por Faramir!
Como un trueno cayeron
sobre el enemigo, atacándolo por los flancos; pero un jinete se adelantó a
todos, rápido como el viento entre la hierba: iba montado en Sombragrís, y
resplandecía: una vez más sin velos, y de la mano alzada le brotaba una luz.
Los nazgûl chillaron y
se alejaron rápidamente, pues no estaba todavía allí el Capitán, para desafiar
el fuego blanco de este enemigo. Tomadas por sorpresa mientras corrían, las
hordas de Morgul se desbandaron, dispersándose como chispas al viento. La
columna que se batía en retirada dio media vuelta y se lanzó gritando contra el
enemigo. Los perseguidos eran ahora perseguidores. La retirada era ahora un ataque.
El campo de batalla quedó cubierto de orcos y hombres abatidos, y las
antorchas, abandonadas en el suelo, crepitaban y se extinguían en acres
humaredas. Y la caballería continuó avanzando.
Sin embargo Denethor
no les permitió ir muy lejos. Aunque habían jaqueado al enemigo, por el momento
obligándolo a replegarse, un torrente de refuerzos avanzaba ya desde el este.
La trompeta sonó otra vez: la señal de la retirada. La caballería de Gondor se
detuvo, y detrás las compañías de campaña volvieron a formarse. Pronto
regresaron marchando. Y entraron en la ciudad; pisando con orgullo; y con
orgullo los contemplaba la gente y los saludaba dando gritos de alabanza, aunque
todos estaban acongojados. Pues las compañías habían sido diezmadas. Faramir
había perdido un tercio de sus hombres. ¿Y dónde estaba Faramir?
Fue el último en
llegar. Ya todos sus hombres habían entrado. Ahora regresaban los caballeros
del cisne, seguidos por el estandarte de Dol Amroth, y el príncipe. Y en los
brazos del príncipe, sobre la cruz del caballo, el cuerpo de un pariente,
Faramir hijo de Denethor, recogido en el campo de batalla.
—¡Faramir! ¡Faramir!—gritaban
los hombres, y lloraban por las calles. Pero Faramir no les respondía, y a lo
largo del camino sinuoso, lo llevaron a la Ciudadela, a su padre. En el momento
mismo en que los nazgûl huían del ataque del Jinete Blanco, un dardo mortífero
había alcanzado a Faramir, que tenía acorralado a un jinete, uno de los
campeones de Harad. Faramir se había caído del caballo. Sólo la carga de Dol
Amroth había conseguido salvarlo de las espadas rojas de las tierras del sur,
que sin duda lo habrían atravesado mientras yacía en el suelo.
El príncipe Imrahil
llevó a Faramir a la Torre Blanca, y dijo: —Tu hijo ha regresado, señor,
después de grandes hazañas—y narró todo cuanto había visto. Pero Denethor se
puso de pie y miró el rostro de Faramir y no dijo nada. Luego ordenó que
preparasen un lecho en la estancia, y que acostaran en él a Faramir, y que se
retirasen. Pero él subió a solas a la cámara secreta bajo la cúpula de la torre;
y muchos de los que en ese momento alzaron la mirada, vieron brillar una luz
pálida que vaciló un instante detrás de las ventanas estrechas, y luego llameó
y se apagó. Y cuando Denethor volvió a bajar, fue a la habitación donde había
dejado a Faramir, y se sentó a su lado en silencio, pero la cara del señor
estaba gris, y parecía más muerta que la de su hijo.
Y ahora al fin la
ciudad estaba sitiada, cercada por un anillo de adversarios. El Rammas estaba
destruido, y todo el Pelennor en poder del enemigo. Las últimas noticias del
otro lado de las murallas las habían traído unos hombres que llegaron corriendo
por el Camino del Norte, antes del cierre de la puerta. Eran los últimos que
quedaban de la guardia del camino de Anórien y de Rohan en las zonas pobladas
de Gondor. Iban al mando de Ingold, el mismo guardia que cinco días atrás había
dejado entrar a Gandalf y Pippin, cuando aún salía el sol y la mañana traía esperanzas.
—No hay ninguna
noticia de los rohirrim—dijo—. Los de Rohan y a no vendrán. O si vienen al fin,
todo será inútil. El nuevo ejército que nos fue anunciado se ha adelantado a
ellos, y ya llega desde el otro lado del río, a través de Andrós, por lo que
parece. Es poderosísimo: batallones de orcos del Ojo e innumerables compañías
de hombres de una raza nueva que nunca habíamos visto hasta ahora. No muy
altos, pero fornidos y feroces, barbudos como enanos, y empuñan grandes hachas.
Vienen sin duda de algún país salvaje en las vastas tierras del este. Ya se han
apoderado del camino del norte, y muchos han penetrado en Anórien. Los rohirrim
no podrán acudir.
La puerta de la ciudad
se cerró. Durante toda la noche los centinelas apostados en los muros oyeron
los rumores del enemigo que iba de un lado a otro incendiando campos y bosques,
traspasando con las lanzas a todos los hombres que encontraban delante, vivos o
muertos. En aquellas tinieblas, era imposible saber cuántos habían cruzado ya
el río, pero cuando la mañana, o una sombra mortecina, asomó sobre la llanura,
entendieron que ni siquiera en el miedo de la noche habían exagerado el número.
Las compañías en marcha cubrían toda la llanura, y en aquella oscuridad y hasta
donde los ojos alcanzaban a ver, grandes campamentos de tiendas negras o de un
rojo sombrío, como inmundas excrecencias de hongos, brotaban alrededor de la
ciudad sitiada.
Afanosos como
hormigas, los orcos cavaban, cavaban líneas de profundas trincheras en un
círculo enorme, justo fuera del alcance de los arcos de los muros; y cada vez
que terminaban una trinchera, la llenaban inmediatamente de fuego, sin que
nadie llegara a ver cómo las encendían y alimentaban, si mediante algún
artificio o por brujería. El trabajo continuó el día entero, mientras los
hombres de Minas Tirith observaban; y nada podían hacer. Y a medida que cada
tramo de trinchera quedaba terminado, veían acercarse grandes carretas; y
pronto nuevas compañías enemigas montaban de prisa grandes máquinas de
proyectiles, cada una al reparo de una trinchera. No había ni una sola en los
muros de la ciudad de tanto alcance o capaz de detenerlos.
Al principio, los
hombres se rieron, pues no les temían demasiado a tales artilugios. El muro
principal de la ciudad, construido antes de la declinación en el exilio del
poderío y las artes de Númenor, era extraordinariamente alto y de una solidez
maravillosa; y la cara externa podía compararse a la de la Torre de Orthanc,
dura, sombría y lisa, invulnerable al fuego o al acero, indestructible, a menos
que alguna convulsión desgarrase la tierra misma en que se elevaba.
—No—decían—, ni aunque
viniera el Sin Nombre en persona, ni él podría entrar mientras nosotros
estuviésemos con vida. —Pero algunos replicaban: —¿Mientras nosotros
estuviésemos con vida? ¿Cuánto tiempo? Él tiene un arma que ha destruido muchas
fortalezas inexpugnables desde que el mundo es mundo. El hambre. Los caminos
están cortados. Rohan no vendrá.
Pero las máquinas no
derrocharon proyectiles contra el muro indomable. No era un bandolero ni un
cabecilla orco quien había planeado el ataque al peor enemigo del señor de
Mordor, sino una mente y un poder malignos. Tan pronto como las grandes
catapultas estuvieron instaladas, con gran acompañamiento de alaridos y el
chirrido de cuerdas y poleas, empezaron a arrojar proyectiles a una altura
prodigiosa, de modo que pasaban por encima de las almenas e iban a caer con un
ruido sordo dentro del primer círculo de la ciudad; y muchos de esos
proyectiles, en virtud de algún arte misterioso, estallaban en llamas cuando
golpeaban el suelo.
Pronto hubo un grave
peligro de incendio detrás de la muralla, y todos los hombres disponibles se
dedicaron a apagar las llamas que brotaban aquí y allá. De súbito, en medio de
los grandes proyectiles, empezó a caer otra clase de lluvia, menos destructiva
pero más horripilante. Caían y rodaban por las calles y callejones detrás de la
puerta, proyectiles pequeños y redondos que no ardían. Pero cuando la gente se
acercaba a ver qué podían ser, gritaban o se echaban a llorar. Porque lo que el
enemigo estaba arrojando a la ciudad eran las cabezas de todos los que habían
caído combatiendo en Osgiliath, o en el Rammas, o en los campos. Era horroroso
mirarlas, pues si bien algunas estaban aplastadas e informes, y otras habían
sido salvajemente acuchilladas, muchas tenían aún facciones reconocibles, y
parecía que habían muerto con dolor; y todas llevaban marcada a fuego la
inmunda insignia del Ojo Sin Párpado. Sin embargo, desfiguradas y profanadas
como estaban, de tanto en tanto permitían a un hombre que viese por última vez
el rostro de alguien conocido, que en otro tiempo había llevado armas con
orgullo, o cultivado los campos, o cabalgado desde los valles a las colinas en
un día de fiesta.
En vano los defensores
amenazaban con los puños a los enemigos implacables, apiñados delante de la puerta.
Aquellos hombres no les temían a las maldiciones, ni entendían las lenguas del oeste,
y gritaban con voces ásperas, como bestias y aves de rapiña. Pero pronto no
quedaron en Minas Tirith hombres de tanta entereza como para desafiar a los
ejércitos de Mordor. Porque el señor de la Torre Oscura tenía otra arma, más
rápida que el hambre: el miedo y la desesperación.
Los nazgûl retornaron,
y como ya el Señor Oscuro empezaba a medrar y a desplegar fuerza, las voces de
los siervos, que sólo expresaban la voluntad y la malicia del amo tenebroso, se
cargaron de maldad y de horror. Giraban sin cesar sobre la ciudad, como buitres
que esperan su ración de carne de hombres condenados. Volaban fuera del alcance
de la vista y de las armas, pero siempre estaban presentes, y sus voces
siniestras desgarraban el aire. Y cada nuevo grito era más intolerable para los
hombres. Hasta los más intrépidos terminaban arrojándose al suelo cuando la
amenaza oculta volaba sobre ellos, o si permanecían de pie, las armas se les
caían de las manos temblorosas, y la mente invadida por las tinieblas ya no
pensaba en la guerra, sino tan sólo en esconderse, en arrastrarse, y morir.
Durante todo aquel día
sombrío Faramir estuvo tendido en el lecho en la cámara de la Torre Blanca,
extraviado en una fiebre desesperada; moribundo, decían algunos, y pronto todo
el mundo repetía en los muros y en las calles: moribundo. Y Denethor no
se movía de la cabecera, y observaba a su hijo en silencio, y ya no se ocupaba
de la defensa de la ciudad.
Nunca, ni aún en las
garras de los uruk-hai, había conocido Pippin horas tan negras. Tenía la obligación
de atender al senescal, y la cumplía, aunque Denethor parecía haberlo olvidado.
De pie junto a la puerta de la estancia a oscuras, mientras trataba de dominar
su propio miedo, observaba y le parecía que Denethor envejecía momento a
momento, como si algo hubiese quebrantado aquella voluntad orgullosa,
aniquilando la mente severa del senescal. El dolor quizás y el remordimiento.
Vio lágrimas en aquel rostro antes impasible, más insoportables aún que la
cólera.
—No lloréis, señor—balbució—.
Tal vez sane. ¿Habéis consultado a Gandalf?
—¡No me reconfortes
con magos!—replicó Denethor—. La esperanza de ese insensato ha sido vana. El
enemigo lo ha descubierto, y ahora es cada día más poderoso; adivina nuestros
pensamientos, todo cuanto hacemos acelera nuestra ruina.
»Sin una palabra de
gratitud, sin una bendición, envié a mi hijo a afrontar un peligro inútil, y
ahora aquí yace con veneno en las venas. No, no, cualquiera que sea el
desenlace de esta guerra, también mi propia casta está cerca del fin: hasta la casa
de los senescales ha declinado. Seres despreciables dominarán a los últimos
descendientes de los reyes de los hombres, obligándolos a vivir ocultos en las
montañas hasta que los hayan desterrado o exterminado a todos. Unos hombres
llamaron a la puerta reclamando la presencia del señor de la ciudad. —No, no
bajaré—dijo Denethor—. Es aquí donde he de permanecer, junto a mi hijo. Tal vez
hable aún, antes del fin, que ya está próximo. Seguid a quien queráis, incluso
al Loco Gris, por más que su esperanza haya fallado. Yo me quedaré aquí.
Así fue cómo Gandalf
tomó el mando en la defensa última de la ciudad. Y por donde iba, renacían las
esperanzas en los corazones de los hombres, y nadie recordaba las sombras
aladas. Infatigable, el mago cabalgaba desde la Ciudadela hasta la puerta, al
pie del muro de norte a sur; y lo acompañaba el príncipe de Dol Amroth, en
brillante cota de malla. Pues él y sus caballeros se consideraban todavía
señores de la auténtica raza de Númenor. Y los hombres al verlos murmuraban: —Tal
vez dicen la verdad las antiguas leyendas: les corre sangre élfica por las
venas, pues las gentes de Nimrodel habitaron aquellas tierras en tiempos
remotos. —Y de pronto alguno entonaba en la oscuridad unas estrofas del Lay
de Nimrodel, u otras baladas del valle del Anduin de años desvanecidos.
Sin embargo, en cuanto
los caballeros se alejaban, las sombras se cerraban otra vez, los corazones se
helaban, y el valor de Gondor se marchitaba en cenizas. Y así pasaron
lentamente de un oscuro día de miedos a las tinieblas de una noche desesperada.
Las llamas rugían ahora en el primer círculo de la ciudad, cerrando la retirada
en muchos sitios a la guarnición del muro exterior. Pero eran pocos los que
permanecían en sus puestos: la mayoría había huido a refugiarse detrás de la
segunda puerta.
Lejos detrás de la
batalla habían tendido un puente, y durante todo ese día nuevos refuerzos de
tropas y pertrechos habían cruzado el río. Y por fin, en mitad de la noche,
lanzaron el ataque. La vanguardia cruzó las trincheras de fuego siguiendo unos
senderos tortuosos, disimulados entre las llamas. Y avanzaban, avanzaban sin
preocuparse por las bajas, agazapados y en grupos, al alcance de los arqueros.
Pero en verdad, pocos quedaban allí para causarles grandes daños, aunque la luz
de las hogueras mostraba muchos blancos para arqueros de la destreza de que
antaño se enorgulleciera Gondor. Entonces, al darse cuenta de que el valor de
la ciudad ya había sido aniquilado, el capitán oculto presionó un poco más.
Lentamente, las grandes torres de asedio construidas en Osgiliath avanzaron en
las tinieblas.
Otra vez subieron a la
cámara de la Torre Blanca los mensajeros, y como necesitaban ver con urgencia
al señor de la ciudad, Pippin los dejó pasar. Denethor, que no apartaba los
ojos del rostro de Faramir, volvió lentamente la cabeza, y los observó en
silencio.
—El primer círculo de
la ciudad está en llamas, señor—dijeron—. ¿Cuáles son vuestras órdenes? Aún
sois el señor y senescal. No todos obedecen a Mithrandir. Muchos abandonan los
muros, dejándolos indefensos.
—¿Por qué? ¿ Por qué
huyen los imbéciles ?—dijo Denethor—. Puesto que arder en la hoguera es
inevitable, más vale arder antes que después. ¡Volved al fuego del holocausto!
¿Y yo? También yo iré ahora a mi pira. ¡Mi pira! ¡No habrá tumbas para Denethor
y para Faramir! ¡No tendrán sepultura! ¡No conocerán el lento y largo sueño de
la muerte embalsamada! Arderemos como hacían los reyes paganos antes de que
ningún barco navegara hasta aquí desde el oeste. El oeste ha fallado. ¡Volved,
y sacrificaos en la hoguera!
Sin una reverencia ni
una palabra de respuesta, los mensajeros dieron media vuelta y huyeron.
Entonces Denethor se levantó y soltó la mano afiebrada de Faramir, que tenía
entre las suyas. —¡Él ya está ardiendo, ardiendo!—dijo con tristeza—. La morada
de su espíritu se derrumba. —Y luego, acercándose a Pippin con pasos
silenciosos, lo miró largamente.
—¡Adiós!—dijo—.
¡Adiós, Peregrin hijo de Paladin! Breve ha sido tu servicio, y terminará
pronto. Te libero de lo poco que queda. Vete ahora, y muere en la forma que te
parezca más digna. Y con quien tú quieras, hasta con ese amigo loco que te ha
arrastrado a la muerte. Llama a mis servidores, y márchate. ¡Adiós!
—No os diré adiós, mi señor—dijo
Pippin hincando la rodilla. Y de improviso, reaccionando otra vez como el
hobbit que era, se levantó rápidamente y miró al anciano en los ojos—. Acepto
vuestra licencia, señor—dijo—, porque en verdad quisiera ver a Gandalf. Pero no
es un loco; y hasta que él no desespere de la vida, yo no pensaré en la muerte.
Mas de mi juramento y de vuestro servicio no deseo ser liberado mientras vos
sigáis con vida. Y si finalmente entran en la Ciudadela, espero estar aquí,
junto a vos, y merecer quizá las armas que me habéis dado.
—Haz lo que mejor te
parezca, señor mediano—dijo Denethor—. Pero mi vida está destrozada. Haz venir
a mis servidores. —Y se volvió de nuevo a Faramir.
Pippin salió y llamó a
los servidores: seis hombres de la casa, fuertes y hermosos; sin embargo
temblaron al ser convocados. Pero Denethor les rogó con voz serena que pusieran
mantas tibias sobre el lecho de Faramir, y que lo levantasen. Los hombres
obedecieron, y alzando el lecho lo sacaron de la cámara. Avanzaban lentamente,
para perturbar lo menos posible al herido, y Denethor los seguía, encorvado
ahora sobre un bastón; y tras él iba Pippin.
Salieron de la Torre
Blanca como si fueran a un funeral, y penetraron en la oscuridad; un resplandor
mortecino iluminaba desde abajo el espeso palio de las nubes. Atravesaron
lentamente el patio amplio, y a una palabra de Denethor se detuvieron junto al árbol
marchito.
Excepto los rumores
lejanos de la guerra allá abajo en la ciudad, todo era silencio, y oyeron el
triste golpeteo del agua que caía gota a gota de las ramas muertas al estanque
sombrío. Luego marcharon otra vez y traspusieron la puerta de la Ciudadela,
ante la mirada estupefacta y anonadada del guardia. Y doblando hacia el oeste
llegaron por fin a una puerta en el muro trasero del círculo sexto. Fen
Hollen la llamaban, porque siempre estaba cerrada excepto en tiempos de
funerales, y sólo el señor de la ciudad podía utilizarla, o quienes llevaban la
insignia de las tumbas y cuidaban las moradas de los muertos. Del otro lado de
la puerta un sendero sinuoso descendía en curvas hasta la angosta lengua de
tierra a la sombra de los precipicios del Mindolluin, donde se alzaban las
mansiones de los reyes muertos y de sus senescales.
Un portero que estaba
sentado en una casilla al borde del camino, acudió con miedo en la mirada,
llevando en la mano una linterna. A una orden del señor Denethor, quitó los
cerrojos, y la puerta se deslizó hacia atrás en silencio; y luego de tomar la
linterna de manos del portero, todos entraron. Había una profunda oscuridad en
aquel camino flanqueado de muros antiguos y parapetos de numerosos balaustres,
que se agigantaban a la trémula luz de la linterna. Escuchando los lentos ecos
de sus propios pasos, descendieron, descendieron hasta que llegaron por último
a la calle del Silencio, Rath Dínen, entre cúpulas pálidas, salones vacíos y
efigies de hombres muertos en días lejanos; y entraron en la Morada de los senescales
y depositaron la carga.
Allí Pippin, mirando
con inquietud alrededor, vio que se encontraba en una vasta cámara abovedada,
tapizada de algún modo por las grandes sombras que la pequeña linterna
proyectaba sobre las paredes, recubiertas de oscuros sudarios. Se alcanzaban a
ver en la penumbra numerosas hileras de mesas, esculpidas en mármol; y en cada
mesa yacía una forma dormida, con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza
descansando en una almohada de piedra. Pero una mesa cercana era amplia y
estaba vacía. A una señal de Denethor, los hombres depositaron sobre ella a
Faramir y a su padre lado a lado, envolviéndolos en un mismo lienzo; y allí
permanecieron inmóviles, la cabeza gacha, como plañideras junto a un lecho mortuorio.
Denethor habló entonces en voz baja.
—Aquí esperaremos—dijo—.
Pero no mandéis llamar a los embalsamadores. Traednos pronto leña para quemar,
y disponedla alrededor y debajo de nosotros, y rociadla con aceite. Y cuando yo
os lo ordene arrojaréis una antorcha. Haced esto y no me digáis una palabra
más. ¡Adiós!
—¡Con vuestro permiso,
señor!—dijo Pippin, y dando media vuelta huyó despavorido de la casa de los
muertos. «¡Pobre Faramir!», pensó. «Tengo que encontrar a Gandalf.
¡Pobre Faramir! Es muy probable que más necesite medicinas que lágrimas. Oh,
¿dónde podré encontrar a Gandalf? En lo más reñido de la batalla, supongo; y no
tendrá tiempo para perder con moribundos o con locos.»
Al llegar a la puerta
se volvió a uno de los servidores que había quedado allí de guardia. —Vuestro
amo no es dueño de sí mismo—dijo—. Actuad con lentitud. ¡No traigáis fuego aquí
mientras Faramir continúe con vida! ¡No hagáis nada hasta que venga Gandalf!
—¿Quién es entonces el
amo de Minas Tirith?—respondió el hombre—. ¿El señor Denethor o el Peregrino
Gris?
—El Peregrino Gris o
nadie, pareciera—dijo Pippin, y continuó trepando rápidamente por el sendero
tortuoso, y pasó delante del portero desconcertado, y salió por la puerta, y
siguió, hasta que llegó cerca de la puerta de la Ciudadela.
El centinela lo llamó
cuando pasaba, y Pippin reconoció la voz de Beregond.
—¿A dónde vas con
tanta prisa, maese Peregrin?
—En busca de
Mithrandir—respondió Pippin.
—Las misiones del señor
Denethor son urgentes, y no me corresponde a mí retardarlas—dijo Beregond—;
pero dime en seguida, si puedes: ¿qué está pasando? ¿A dónde ha ido mi señor?
Acabo de tomar servicio, pero me han dicho que lo vieron ir hacia la Puerta
Cerrada, y que unos hombres marchaban delante llevando a Faramir.
—Sí—dijo Pippin—, a la
calle del Silencio.
Beregond inclinó la
cabeza sobre el pecho para esconder las lágrimas.
—Decían que estaba
moribundo—suspiró—, y que ahora está muerto.
—No—dijo Pippin—, aún
no. Y creo que todavía es posible evitar que muera. Pero el señor Denethor ha
sucumbido antes que tomaran la ciudad, Beregond. Desvaría, y es peligroso. —Habló
brevemente de las palabras y las actitudes extrañas de Denethor. —Necesito
encontrar a Gandalf cuanto antes.
—En ese caso, tendrás
que bajar hasta la batalla.
—Lo sé. El señor me ha
dado licencia. Pero, Beregond: si puedes, haz algo para impedir que ocurran
cosas terribles.
—El señor no permite
que quienes llevan la insignia de negro y plata abandonen su puesto por ningún
motivo, a menos que él mismo lo ordene.
—Pues bien, se trata
de elegir entre las órdenes y la vida de Faramir—dijo Pippin—. Y en cuanto a órdenes,
creo que estás tratando con un loco, no con un señor. Tengo prisa. Volveré, si
puedo.
Partió a todo correr,
bajando siempre, hacia la parte externa de la ciudad. Se cruzaba en el camino
con hombres que huían del incendio, y algunos, al reconocer la librea del
hobbit, volvían la cabeza y gritaban. Pero Pippin no les prestaba atención. Por
fin llegó a la segunda puerta; del otro lado las llamas saltaban cada vez más
alto entre los muros. Sin embargo, todo parecía extrañamente silencioso. No se
oía ningún ruido, ni gritos de guerra ni fragor de armas. De pronto Pippin
escuchó un grito aterrador, seguido por un golpe violento y un ruido como de
trueno profundo y prolongado. Obligándose a avanzar no obstante el acceso de
miedo y horror que por poco lo hizo caer de rodillas, Pippin volvió el último
recodo y desembocó en la plaza detrás de la puerta de la ciudad. Y allí se
detuvo, como fulminado por el rayo. Había encontrado a Gandalf; pero retrocedió
precipitadamente y se agazapó ocultándose en la sombra.
El
asedio de Gondor por John Howe
Desde que comenzara en
mitad de la noche, la gran acometida había proseguido sin interrupción. Los
tambores retumbaban. Una tras otra, en el norte y en el sur, nuevas compañías
enemigas asaltaban los muros. Unas bestias enormes, que a la luz trémula y roja
parecían verdaderas casas ambulantes, los mûmakil
de Harad, arrastraban enormes torres y máquinas de guerra a lo largo de los
senderos y entre las llamas. Pero al Capitán no le preocupaba lo que hicieran
ni las bajas que pudieran sufrir: su único propósito era poner a prueba la
fuerza de la defensa y mantener a los hombres de Gondor ocupados en sitios
dispersos. El blanco de la embestida más violenta era la puerta de la ciudad.
Por muy resistente que fuese, forjada en acero y hierro, y custodiada por
torres y bastiones de piedra inexpugnables, la puerta era la llave, el punto
débil de aquella muralla impenetrable y alta.
Se oyó más fuerte el
redoble de los tambores. Las llamas saltaban por doquier. A través del campo
reptaban unas grandes máquinas; y en medio de ellas avanzaba un ariete de
proporciones gigantescas, como un árbol de los bosques de cien pies de
longitud, balanceándose sobre unas cadenas poderosas. Largo tiempo les había
llevado forjarlo en las sombrías fraguas de Mordor, y la cabeza horrible,
fundida en acero negro, reproducía la imagen de un lobo enfurecido, y portaba
maleficios de ruina. Grond lo llamaban, en memoria del Martillo Infernal
de los días antiguos.[12]
Arrastrado por las grandes bestias y custodiado por orcos, unos troles de las
montañas avanzaban detrás, listos para manejarlo en el momento preciso.
Sin embargo, alrededor
de la puerta la defensa era aún fuerte, pues allí resistían los caballeros de
Dol Amroth y los hombres más intrépidos de la guarnición. La lluvia de dardos y
proyectiles arreciaba; las torres de asedio se desplomaban o ardían,
consumiéndose como antorchas. Todo alrededor de los muros, a ambos lados de la puerta,
una espesa capa de despojos y cadáveres cubría el suelo; pero la violencia del
asalto no cejaba, y como impulsados por alguna locura, nuevos refuerzos se
precipitaban sobre los muros.
Y Grond seguía avanzando. La cobertura del
ariete era invulnerable al fuego; y si de tanto en tanto una de las grandes
bestias que lo arrastraba enloquecía, y pisoteaba a muerte a los innumerables
orcos que lo custodiaban, quitaban los cuerpos del camino, y nuevos orcos
corrían a reemplazar a los muertos.
Y Grond seguía
avanzando. Los tambores redoblaban rápidamente ahora. De pronto, sobre las
montañas de muertos apareció una sombra horrenda: un jinete, alto, encapuchado,
envuelto en una capa negra. Indiferente a los dardos, avanzó lentamente, sobre
los cadáveres. Se detuvo, y blandió una espada larga y pálida. Y al verlo, un
gran temor se apoderó de todos, defensores y enemigos por igual; los brazos de
los hombres cayeron a los costados, y ningún arco volvió a silbar. Por un
instante, todo fue inmovilidad y silencio.
Batieron y redoblaron
los tambores. En una fuerte embestida, unas manos enormes empujaron a Grond
hacia adelante. Llegó a la puerta. Se sacudió. Un gran estruendo resonó en la
ciudad, como un trueno que corre por las nubes. Pero las puertas de hierro y
los montantes de acero resistieron el golpe.
Entonces el Capitán
Negro se irguió sobre los estribos y gritó, con una voz espantosa, pronunciando
en alguna lengua olvidada palabras de poder y terror, destinadas a lacerar los
corazones y las piedras.
Tres veces gritó. Tres
veces retumbó contra la puerta el gran ariete. Y al recibir el último golpe, la
Puerta de Gondor se rompió. Como al conjuro de algún maleficio siniestro,
estalló y voló por el aire; hubo un relámpago enceguecedor, y las batientes
cayeron al suelo rotas en mil pedazos.
El señor de los nazgûl
entró a caballo en la ciudad. Una gran forma negra recortada contra las llamas,
agigantándose en una inmensa amenaza de desesperación. Así pasó el señor de los
nazgûl bajo la arcada que ningún enemigo había franqueado antes, y todos
huyeron ante él.
Todos menos uno.
Silencioso e inmóvil, aguardando en el espacio que precedía a la puerta, estaba
Gandalf montado en Sombragrís; Sombragrís que desafiaba el terror, impávido,
firme como una imagen tallada en Rath Dínen, único entre los caballos libres de
la tierra.
—No puedes entrar aquí—dijo
Gandalf, y la sombra se detuvo—. ¡Vuelve al abismo preparado para ti! ¡Vuelve!
¡Húndete en la nada que te espera, a ti y a tu Amo! ¡Vete!
El jinete negro se
echó hacia atrás la capucha, y todos vieron con asombro una corona real; pero
ninguna cabeza visible la sostenía. Las llamas brillaban, rojas, entre la
corona y los hombros anchos y sombríos envueltos en la capa. Una boca invisible
estalló en una risa sepulcral.
—¡Viejo loco!—dijo—¡Viejo
loco! Ha llegado mi hora. ¿No reconoces a la muerte cuando la ves? ¡Muere y
maldice en vano!—Y al decir esto levantó en alto la hoja, y del filo brotaron
unas llamas.
Gandalf no se movió. Y
en ese instante, lejano en algún patio de la ciudad, cantó un gallo. Un canto
claro y agudo, ajeno a la guerra y a los maleficios, de bienvenida a la mañana
que en el cielo, más allá de las sombras de la muerte, llegaba con la aurora.
Y como en respuesta se
elevó en la lejanía otra nota. Cuernos, cuernos, cuernos. Los ecos resonaban
débiles en los flancos sombríos del Mindolluin. Grandes cuernos del norte,
soplados con una fuerza salvaje. Al fin Rohan había llegado.
IL.EL ANTRO DE ELLA-LARAÑA
LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO IX
Acaso fuera en verdad
de día, como lo aseguraba Gollum, pero los hobbits no notaron mayor diferencia,
salvo quizás el cielo de una negrura menos impenetrable, semejante a una inmensa
bóveda de humo; y en lugar de las tinieblas de la noche profunda, que se
demoraba aún en las grietas y en los agujeros, una sombra gris y confusa
envolvía como en un sudario el mundo de piedra de alrededor. Prosiguieron la
marcha, Gollum al frente y los hobbits uno al lado del otro, cuesta arriba
entre los pilares y columnas de roca lacerada y desgastada por la intemperie
que franqueaban la larga hondonada como enormes estatuas informes. No se oía
ningún ruido. Un poco más lejos, a una milla o algo así de distancia, había una
muralla gris, el último e imponente macizo de roca montañosa. Más alto y
sombrío a medida que se acercaban, al fin se alzó sobre ellos impidiéndoles ver
todo cuanto se extendía más allá. Sam husmeó el aire.
—¡Puaj! ¡Ese olor!—dijo—.
Es cada vez más insoportable.
Pronto estuvieron bajo
la sombra y vieron allí la boca de una caverna. —Este es el camino—dijo Gollum
en voz baja—. Por aquí se entra en el túnel. —No dijo el nombre: Torech
Ungol, el Antro de Ella-Laraña. Un hedor repugnante salía del agujero, no
el nauseabundo olor a podredumbre de los prados de Morgul, sino un tufo fétido
y penetrante, como si allí, en la oscuridad, hubiesen acumulado montones de
indecibles inmundicias.
—¿Este es el único
camino, Sméagol?—le preguntó Frodo.
—Sí, sí—fue la
respuesta—. Sí, ahora tenemos que tomar este camino.
—¿Quieres decir que ya
estuviste en este agujero?—preguntó Sam—. ¡Puaj! Pero quizás a ti no te
preocupan los malos olores.
Los ojos de Gollum
relampaguearon. —Él no sabe lo que a nosotros nos preocupa ¿verdad, tesoro? No,
no lo sabe. Pero Sméagol puede soportar muchas cosas. Sí. Ya ha pasado antes
por aquí. Oh sí, ha ido hasta el otro lado. Es el único camino.
—¿Y qué es lo que
produce el olor?, me pregunto—dijo Sam—. Es como... bueno, prefiero no decirlo.
Una infecta cueva de orcos, apuesto, repleta de inmundicias de los últimos cien
años.
—Bueno—dijo Frodo—,
orcos o no, si es el único camino, tendremos que ir por él.
Entraron en la
caverna. A los pocos pasos se encontraron en la tiniebla más absoluta e
impenetrable. Desde que recorrieran los pasadizos sin luz de Moria, Frodo y Sam
no habían visto oscuridad semejante: la de aquí les parecía, si era posible,
más densa y más profunda. Allá en Moria, había ráfagas de aire, y ecos, y
cierta impresión de espacio. Aquí, el aire pesaba, estancado, inmóvil, y los
ruidos morían, sin ecos ni resonancias. Caminaban en un vapor negro que parecía
engendrado por la oscuridad misma, y que cuando era inhalado producía una
ceguera, no sólo visual sino también mental, borrando así de la memoria todo
recuerdo de forma, de color y de luz. Siempre había sido de noche, siempre
sería de noche y todo era noche.
Durante un tiempo, sin
embargo, no se les durmieron los sentidos; por el contrario, la sensibilidad de
los pies y las manos había aumentado tanto al principio que era casi dolorosa.
La textura de las paredes, para sorpresa de los hobbits, era lisa, y el suelo,
salvo uno que otro escalón, recto y uniforme, ascendiendo siempre en la misma
pendiente empinada. El túnel era alto y ancho, tan ancho que aunque los hobbits
caminaban de frente y uno al lado del otro, rozando apenas las paredes
laterales con los brazos extendidos, estaban separados, aislados en la
oscuridad.
Gollum había entrado
primero y parecía haberse adelantado sólo unos pasos. Mientras aún estaban en
condiciones de atender a esas cosas, oían su respiración sibilante y jadeante
justo delante de ellos. Pero al cabo de un rato se les embotaron los sentidos,
fueron perdiendo el oído y el tacto, y continuaron avanzando a tientas,
trepando, caminando, movidos sobre todo por la misma fuerza de voluntad que los
había llevado a entrar, la voluntad de ir hasta el final y de llegar a la
puerta alta que se abría del otro lado del túnel.
No habían ido aún muy
lejos, quizá, pues habían perdido toda noción de tiempo y distancia, cuando
Sam, que iba tanteando la pared, notó de pronto que de ese lado, a la derecha,
había una abertura: sintió por un instante un ligero soplo de aire menos
pesado, pero pronto lo dejaron atrás.
—Aquí hay más de un
pasaje—murmuró con un esfuerzo; le parecía muy difícil respirar y emitir a la
vez algún sonido—. ¡Jamás vi mejor sitio para orcos!
Después de aquel
boquete, primero Sam a la derecha, y luego Frodo a la izquierda, encontraron
tres o cuatro aberturas similares, algunas más grandes, otras más angostas;
pero en cuanto a la dirección del camino principal, que era siempre recto y
empinado, no cabía ninguna duda. ¿Cuánto les quedaría aún por recorrer, cuánto
tiempo más tendrían que soportarlo, o podrían soportarlo? A medida que subían
el aire era cada vez más irrespirable; y ahora tenían a menudo la impresión de
encontrar en las tinieblas una resistencia más tenaz que la del aire fétido. Y
mientras se empeñaban en avanzar sentían cosas que les rozaban la cabeza o las
manos, largos tentáculos o excrecencias colgantes, tal vez: no lo sabían. Y
aquel hedor crecía sin cesar. Creció y creció hasta que tuvieron la impresión
de que el único sentido que aún conservaban era el del olfato. Una hora, dos
horas, tres horas: ¿cuántas habían pasado en aquel agujero sin luz? Horas...
días, semanas más bien. Sam se apartó de la pared del túnel y se acercó a
Frodo, y las manos de los hobbits se encontraron y se unieron, y así, juntos,
continuaron avanzando.
Por fin Frodo, que
tanteaba la pared de la izquierda, sintió de pronto un vacío y estuvo a punto
de caer de costado en el agujero. Allí la abertura en la roca era mucho más
grande que todas las anteriores, y exhalaba un olor fétido tan nauseabundo y
una impresión de malicia acechante tan intensa que Frodo vaciló. Y en ese
preciso momento también Sam trastabilló y cayó de bruces.
Luchando al mismo
tiempo contra la náusea y el miedo, Frodo apretó la mano de Sam. —¡Arriba!—le
dijo en un soplo ronco, sin voz—. Todo proviene de aquí, el olor y el peligro.
¡Escapemos! ¡Pronto!
Apelando a todo cuanto
le quedaba de fuerza y de resolución, logró poner a Sam en pie, y obligó a sus
propias piernas a moverse. Sam se tambaleaba. Un paso, dos pasos, tres pasos...
seis pasos por fin. Acaso habían dejado atrás el horrendo agujero invisible,
pero fuera o no así, de pronto se movieron con más facilidad, como si una
voluntad hostil los hubiese soltado momentáneamente. Siempre tomados de la
mano, prosiguieron el ascenso.
Pero casi en seguida
encontraron una nueva dificultad. El túnel se bifurcaba, o parecía bifurcarse,
y en la oscuridad no podían ver cuál era el camino más ancho, o el más recto.
¿Cuál tomar: el de la derecha o el de la izquierda? No había nada que pudiese
orientarlos, pero una elección equivocada sería sin duda fatal.
—¿Qué dirección tomó
Gollum?—jadeó Sam—. ¿Y por qué no nos esperó?
—¡Sméagol!—dijo Frodo,
tratando de gritar—. ¡Sméagol!—Pero la voz le sonó como un graznido, y se
extinguió no bien le llegó a los labios. No hubo ninguna respuesta, ni un solo
eco, ni una vibración del aire.
—Esta vez se ha
marchado de veras—murmuró Sam—. Sospecho que este es exactamente el lugar al
que quería traernos. ¡Gollum! Si alguna vez vuelvo a ponerte las manos encima,
te aseguro que las pagarás.
En seguida, tanteando
y dando vueltas a ciegas en la oscuridad, descubrieron que la abertura de la
izquierda estaba obstruida: o era un agujero ciego, o una gran piedra había
caído en el pasadizo. —Este no puede ser el camino—susurró Frodo—. Para bien o para mal, tendremos que
tomar el otro.
—¡Y pronto!—dijo Sam,
jadeante—. Hay algo peor que Gollum muy cerca. Siento que nos están mirando.
Habían recorrido
apenas unos pocos metros, cuando desde atrás les llegó un sonido, sobrecogedor
y horrible en el silencio pesado: un gorgoteo, un ruido burbujeante, y un
silbido largo y venenoso. Dieron media vuelta, mas nada era visible. Inmóviles,
como petrificados, permanecieron allí, los ojos fijos y muy abiertos, en espera
de no sabían qué.
—¡Es una trampa!—dijo
Sam, y apoyó la mano en la empuñadura de la espada; y al hacerlo, pensó en la
oscuridad del túmulo de donde provenía—. ¡Cuánto daría porque el viejo Tom
estuviera ahora cerca de nosotros!—pensó. Y de pronto, mientras seguía allí de
pie, envuelto en las tinieblas, el corazón rebosante de cólera y de negra
desesperación, le pareció ver una luz: una luz que le iluminaba la mente, al
principio casi enceguecedora, como un rayo de sol a los ojos de alguien que ha
estado largo tiempo oculto en un foso sin ventanas. Y entonces la luz se
transformó en color: verde, oro, plata, blanco. Muy distante, como en una
imagen pequeña dibujada por dedos élficos, vio a la dama Galadriel de pie en la
hierba de Lórien, las manos cargadas de regalos. Y para ti, Portador del
Anillo, le oyó decir con una voz remota pero clara, para ti he preparado
esto.
El burbujeo sibilante
se acercó, y hubo un crujido como si una cosa grande y articulada se moviese
con lenta determinación en la oscuridad. Un olor fétido la precedía. —¡Amo!
¡Amo!—gritó Sam, y la vida y la vehemencia le volvieron a la voz—. ¡El regalo de la dama! ¡El cristal
de estrella! Una luz para usted en los sitios oscuros dijo que sería. ¡El
cristal de estrella!
—¿El cristal de
estrella?—murmuró Frodo, como alguien que respondiera desde el fondo de un
sueño, sin comprender—. ¡Ah, sí! ¿Cómo pude olvidarlo? ¡Una luz cuando todas
las otras luces se hayan extinguido! Y ahora en verdad sólo la luz puede
ayudarnos.
Lenta fue la mano
hasta el pecho, y con igual lentitud levantó el frasco de Galadriel. Por un
instante titiló, débil como una estrella que lucha al despertar en medio de las
densas brumas de la tierra; luego, a medida que crecía, y la esperanza volvía al
corazón de Frodo, empezó a arder, hasta transformarse en una llama plateada, un
corazón diminuto de luz deslumbradora, como si Eärendil hubiese descendido en
persona desde los altos senderos del crepúsculo llevando en la frente el último
Silmaril. La oscuridad retrocedió y el frasco pareció brillar en el centro de
un globo de cristal etéreo, y la mano que lo sostenía centelleó con un fuego
blanco.
Frodo contempló
maravillado aquel don portentoso que durante tanto tiempo había llevado
consigo, de un valor y un poder que no había sospechado. Rara vez lo había
recordado en camino, hasta que llegaron al valle de Morgul, y nunca lo había
utilizado porque temía aquella luz reveladora. —Aiya Eärendil Elenion
Ancalima!—exclamó sin saber lo que decía; porque fue como si otra voz
hablase a través de la suya, clara, invulnerable al aire viciado del foso.
Pero hay otras fuerzas
en la Tierra Media, potestades de la noche, que son antiguas y poderosas. Y
Ella la que caminaba en las tinieblas había oído en boca de los elfos la misma
exhortación en los días de un tiempo sin memorial y ni entonces la había
arredrado, ni la arredraba ahora. Y mientras Frodo aún hablaba, sintió que una
maldad inmensa lo envolvía, y que unos ojos de mirada mortal lo escudriñaban. A
corta distancia de allí, entre ellos y la abertura donde habían trastabillado,
dos ojos se iban haciendo visibles, dos grandes racimos de ojos multifacéticos:
el peligro inminente por fin desenmascarado. El resplandor del cristal de
estrella se quebró y se refractó en un millar de facetas, pero detrás del
centelleo un fuego pálido y mortal empezó a arder cada vez más poderoso, una
llama encendida en algún pozo profundo de pensamientos malévolos. Monstruosos y
abominables eran aquellos ojos, bestiales y a la vez resueltos, y animados por
una horrible delectación, clavados en la presa, ya acorralada.
Frodo y Sam,
aterrorizados, como fascinados por la horrible e implacable mirada de aquellos
ojos siniestros, empezaron a retroceder con lentitud; pero mientras ellos retrocedían
los ojos avanzaban. La mano de Frodo tembló, y el frasco descendió lentamente.
Luego, de pronto, liberados del sortilegio que los retenía, dominados por un
pánico inútil para diversión de los ojos, se volvieron y huyeron juntos; pero
mientras corrían Frodo miró por encima del hombro y vio con terror que los ojos
venían saltando detrás de ellos. El hedor de la muerte lo envolvió como una
nube.
—¡Párate! ¡Párate!—gritó
con voz desesperada—. Es inútil correr.
Los ojos se acercaban
lentamente.
—¡Galadriel!—llamó, y
apelando a todas sus fuerzas levantó el frasco una vez más. Los ojos se
detuvieron.
Por un instante la
mirada cedió, como si la turbara la sombra de una duda. Y entonces a Frodo se
le inflamó el corazón dentro del pecho, y sin pensar en lo que hacía, fuera
locura, desesperación o coraje, tomó el frasco en la mano izquierda, y con la
derecha desenvainó la espada. Dardo
relampagueó, y la afilada hoja élfica centelleó en la luz plateada, y una llama
azul tembló en el filo. Entonces, la estrella en alto y esgrimiendo la espada
reluciente, Frodo, hobbit de La Comarca, se encaminó con firmeza al encuentro
de los ojos.
Los ojos vacilaron. La
incertidumbre crecía en ellos a medida que la luz se acercaba. Uno a uno se
oscurecieron, retrocediendo lentamente. Nunca hasta entonces los había herido
una luz tan mortal. Del sol, la luna y las estrellas estaba al abrigo allá en
el antro subterráneo, pero ahora una estrella había descendido hasta las
entrañas mismas de la tierra. Y seguía acercándose, y los ojos empezaron a
retraerse, acobardados. Uno por uno se fueron extinguiendo; y se alejaron, y un
gran bulto, más allá de la luz, interpuso una sombra inmensa. Los ojos
desaparecieron.
—¡Señor, señor!—gritó
Sam. Estaba detrás de Frodo, también él espada en mano—. ¡Estrellas y gloria!
¡Estoy seguro de que los elfos compondrían una canción, si algún día oyeran
esta hazaña! Ojalá viva yo el tiempo suficiente para contarla y oírlos cantar.
Pero no siga adelante, señor. ¡No baje a ese antro! No tendremos otra oportunidad.
¡Salgamos en seguida de este agujero infecto!
Y así volvieron sobre
sus pasos, al principio caminando y luego corriendo: pues a medida que
avanzaban el suelo del túnel se elevaba en una cuesta cada vez más empinada y
cada paso los alejaba del hedor del antro invisible, y las fuerzas les volvían
al corazón y los miembros. Pero el odio de la vigía los perseguía aún, cegada
acaso momentáneamente, pero invicta y ávida de muerte. En aquel momento una
ráfaga de aire, fresco y ligero, les salió al encuentro. La boca, el extremo
del túnel estaba por fin ante ellos. Jadeando, deseando salir al fin al aire
libre, se precipitaron hacia adelante: y allí, desconcertados, tropezaron y
cayeron hacia atrás. La salida estaba bloqueada por una barrera, pero no de piedra:
blanda y más bien elástica, al parecer, y al mismo tiempo resistente e
impenetrable; a través de ella se filtraba el aire, pero ningún rayo de luz.
Una vez más se abalanzaron y fueron rechazados.
Levantando el frasco,
Frodo miró y vio delante un color gris que la luminosidad del cristal de
estrella no penetraba ni iluminaba, como una sombra que no fuera proyectada por
ninguna luz, y que ninguna luz pudiera disipar. A lo ancho y a lo alto del
túnel había una vasta tela tejida, como la tela de una araña enorme, pero de
trama más cerrada y mucho más grande, y cada hebra era gruesa como una cuerda.
Sam soltó una risa
sarcástica. —¡Telarañas!—dijo—. ¿Nada más? ¡Telarañas! ¡Pero qué araña!
¡Adelante, abajo con ellas!
Las atacó furiosamente
a golpes de espada, pero el hilo que golpeaba no se rompía. Cedía un poco, y
luego, como la cuerda tensa de un arco, rebotaba desviando la hoja y lanzando
hacia arriba la espada y el brazo. Tres veces golpeó Sam con toda su fuerza, y
a la tercera una sola de las innumerables cuerdas chasqueó y se enroscó,
retrocediendo y azotando el aire. Uno de los extremos alcanzó a Sam, que se
echó atrás con un grito, llevándose la mano a la boca.
—A este paso
tardaremos días y días en despejar el camino—dijo—. ¿Qué hacer? ¿Han vuelto los
ojos?
—No, no se les ve—dijo
Frodo—. Pero tengo aún la impresión de que me están mirando, o pensando en mí:
maquinando algún otro plan, tal vez. Si esta luz menguase, o fallara, no
tardarían en reaparecer.
—¡Atrapados justo al
final!—dijo Sam con amargura. Y otra vez, por encima del cansancio y la
desesperación, lo dominó la cólera—. ¡Moscardones atrapados en una telaraña!
¡Que la maldición de Faramir caiga sobre Gollum, y cuanto antes!
—Nada ganaríamos con
eso ahora—dijo Frodo—. ¡Bien! Veamos qué puede hacer Dardo. Es una hoja élfica. También en las
hondonadas oscuras de Beleriand donde fue forjada había telarañas
horripilantes. Pero tú tendrás que estar alerta y mantener los ojos a raya.
Ven, toma el cristal de estrella. No tengas miedo. ¡Levántalo y vigila!
Frodo se aproximó
entonces a la gran red gris, y lanzándole una violenta estocada, corrió
rápidamente el filo a través de un apretado nudo de cuerdas, mientras saltaba
de prisa hacia atrás. La hoja de reflejos azules cortó el nudo como una hoz que
segara unas hierbas, y las cuerdas saltaron, se enroscaron, y colgaron
flojamente en el aire. Ahora había una gran rajadura en la tela.
Golpe tras golpe, toda
la telaraña al alcance del brazo de Frodo quedó al fin despedazada, y el borde
superior flotó y onduló como un velo a merced del viento. La trampa estaba
abierta.
—¡Vamos, ya!—gritó
Frodo—. ¡Adelante! ¡Adelante!—Una alegría frenética por haber podido escapar de
las fauces mismas de la desesperación se apoderó de pronto de él. La cabeza le
daba vueltas como si hubiera tomado un vino fuerte. Saltó afuera, con un grito.
Luego de haber pasado
por el antro de la noche, aquella tierra en sombras le pareció luminosa. Las
grandes humaredas se habían elevado, y eran menos espesas, y las últimas horas
de un día sombrío estaban pasando; el rojo incandescente de Mordor se había
apagado en una lobreguez melancólica. Pero Frodo tenía la impresión de estar
contemplando el amanecer de una esperanza repentina. Había llegado casi a la
cresta del murallón. Faltaba poco ahora. El desfiladero, Cirith Ungol, ya se
abría delante de él, una hendidura sombría en la cresta negra, franqueada a
ambos lados por los cuernos de la roca, cada vez más oscuros contra el cielo. Una
carrera corta, una carrera rápida, y ya estaría del otro lado.
—¡El paso, Sam!—gritó,
sin preocuparse por la estridencia de su voz, que libre de la atmósfera
sofocante del túnel resonaba ahora vibrante y fogosa—. ¡El paso! Corre, corre,
y llegaremos al otro lado... ¡antes que nadie pueda detenernos!
Sam corrió detrás de
él, tan rápido como se lo permitían las piernas; no obstante la alegría de
encontrarse en libertad, se sentía inquieto mientras corría, y miraba atrás, a
la sombría arcada del túnel, temiendo ver aparecer allí los ojos, o alguna
forma monstruosa e inimaginable que se acercara a los saltos. Él y su amo poco
conocían de las astucias y ardides de Ella-Laraña. Muy numerosas eran las
salidas de esta madriguera.
Allí tenía su morada,
desde tiempos inmemoriales, una criatura maligna de cuerpo de araña, como las
que en días de antaño habían habitado en el país de los elfos, en el oeste que
está ahora sumergido bajo el mar, como las que Beren combatiera en las montañas
del Terror en Doriath, para después hallar, bajo la luz de la luna, a Lúthien
sobre la hierba verde y entre las cicutas.[13]
De qué modo había llegado hasta allí Ella-Laraña, huyendo de la ruina, no lo
cuenta ninguna historia, pues son pocos los relatos de los Años Oscuros que han
llegado hasta nosotros. Pero allí seguía, ella que había ido allí antes que
Sauron y aún antes que la primera piedra de Barad-dûr, y que a nadie servía
sino a sí misma, bebiendo la sangre de los elfos y de los hombres, entumecida y
obesa, rumiando siempre algún festín; tejiendo telas de sombra; pues todas las
cosas vivas eran alimento para ella, y ella vomitaba oscuridad. Los retoños,
bastardos de compañeros miserables de su propia progenie, que ella destinaba a
morir, se esparcían por doquier de valle en valle, desde las Ephel Dúath hasta
las colinas del este, y hasta el Dol Guldur y las fortalezas del bosque Negro.
Pero ninguno podía rivalizar con Ella-Laraña la Grande, última hija de
Ungoliant para tormento del desdichado mundo.
Años atrás la había
visto Gollum, el Sméagol que fisgoneaba en todos los agujeros oscuros, y en
otros tiempos se había prosternado ante ella y la había venerado; y las tinieblas
de la voluntad maléfica de Ella-Laraña habían penetrado en la fatiga de Gollum,
alejándolo de toda luz y todo remordimiento. Y Gollum le había prometido
traerle comida. Pero los apetitos de Ella-Laraña no eran semejantes a los de
Gollum. Poco sabía ella de torres, o de anillos o de cualquier otra cosa creada
por la mente o la mano, y poco le preocupaban a ella que sólo deseaba la muerte
de todos, corporal y mental, y para sí misma una hartura de vida, sola,
hinchada hasta que las montañas ya no pudieran sostenerla y la oscuridad ya no
pudiera contenerla.
Pero ese deseo tardaba
en cumplirse, y ahora encerrada en el antro oscuro, hacía mucho tiempo que
estaba hambrienta, y mientras tanto el poder de Sauron se acrecentaba y la luz
y los seres vivientes abandonaban las fronteras del reino; y la ciudad del valle
había muerto y ningún elfo ni hombre se acercaban jamás, sólo los infelices
orcos. Alimento pobre, y cauto por añadidura. Pero ella necesitaba comer, y por
más que se empeñasen en cavar nuevos y sinuosos pasadizos desde la garganta y
desde la torre, ella siempre encontraba alguna forma de atraparlos. Esta vez,
sin embargo, le apetecía una carne más delicada. Y Gollum se la había traído.
—Veremos, veremos—se
decía Gollum, cuando predominaba en él el humor maligno, mientras recorría el
peligroso camino que descendía de Emyn Muil al valle de Morgul—, veremos. Puede
ser, oh sí, puede ser que cuando Ella tire los huesos y las ropas vacías, lo
encontremos, y entonces lo tendremos, el Tesoro, una recompensa para el pobre
Sméagol, que le trae buena comida. Y salvaremos el Tesoro, como prometimos. Oh
sí. Y cuando lo tengamos a salvo, Ella lo sabrá, oh sí, y entonces ajustaremos
cuentas con Ella, oh sí mi tesoro. ¡Entonces ajustaremos cuentas con todo el
mundo!
Así reflexionaba
Gollum en un recoveco de astucia que aún esperaba poder ocultarle, aunque la
había vuelto a ver y se había prosternado ante ella mientras los hobbits
dormían.
Y en cuanto a Sauron:
sabía muy bien dónde se ocultaba Ella-Laraña. Le complacía que habitase allí
hambrienta, pero nunca menos malvada; ningún artificio que él hubiera podido
inventar habría guardado mejor que ella aquel antiguo acceso. En cuanto a los
orcos, eran esclavos útiles, pero los tenía en abundancia. Y si de tanto en
tanto Ella-Laraña atrapaba alguno para calmar el apetito, tanto mejor: Sauron
podía prescindir de ellos. Y a veces, como un hombre que le arroja una golosina
a su gata (su gata la llamaba él, pero ella no lo reconocía como amo)
Sauron le enviaba aquellos prisioneros que ya no le servían. Los hacía llevar a
la guarida de Ella-Laraña, y luego exigía que le describieran el espectáculo.
Así vivían uno y otro,
deleitándose con cada nueva artimaña que inventaban, sin temer ataques, ni
iras, ni el fin de aquellas maldades. Jamás una mosca había escapado de las
redes de Ella-Laraña, y jamás había estado tan furiosa y tan hambrienta.
Pero nada sabía el
pobre Sam de todo ese mal que habían desencadenado contra ellos, salvo que
sentía crecer en él un terror, una amenaza indescriptible; y esta carga se le
hizo pronto tan pesada que casi le impedía correr, y sentía los pies como si
fuesen de plomo. El miedo lo cercaba, y allá adelante, en el paso, estaban los
enemigos, a cuyo encuentro Frodo corría ahora, imprudentemente, en un arranque
de frenética alegría. Apartando los ojos de las sombras de atrás y de la
profunda oscuridad al pie del risco a la izquierda, miró hacia adelante y vio
dos cosas que lo asustaron todavía más. Vio que la espada de Frodo centelleaba
todavía con una llama azul; y vio que si bien el cielo por detrás de las torres
estaba ahora en sombras, el resplandor rojizo ardía aún en la ventana.
—¡Orcos!—murmuró entre
dientes—. Con precipitarnos no ganaremos nada. Hay orcos en todas partes, y
cosas peores que orcos. —Luego, volviendo con presteza a la larga costumbre de
estar siempre ocultando algo, cerró la mano alrededor del frasco que aún
llevaba consigo. Roja con su propia sangre le brilló un instante la mano, y en
seguida guardó la luz reveladora en lo más profundo de un bolsillo, cerca del
pecho, y se envolvió en la capa élfica. Luego procuró acelerar el paso. Frodo
estaba cada vez más lejos; ya le llevaba unos veinte pasos [30 metros] largos, y se deslizaba, veloz
como una sombra; pronto lo habría perdido de vista en ese mundo gris.
Apenas hubo escondido
Sam la luz del cristal de estrella, Ella-Laraña reapareció. Un poco más
adelante y a la izquierda Sam vio de pronto, saliendo de un negro agujero de
sombras al pie del risco, la forma más abominable que había contemplado jamás,
más horrible que el horror de una pesadilla. En realidad se parecía a una
araña, pero era más grande que una bestia de presa, y un malvado designio
reflejado en los ojos despiadados la hacía más terrible. Aquellos mismos ojos
que Sam creía apagados y vencidos, allí estaban de nuevo, y relucían con un
brillo feroz, arracimados en la cabeza que se proyectaba hacia adelante. Tenía
grandes cuernos, y detrás del cuello corto semejante a un fuste, seguía el
cuerpo enorme e hinchado, un saco tumefacto e inmenso que colgaba oscilante
entre las patas; la gran mole del cuerpo era negra, manchada con marcas
lívidas, pero la parte inferior del abdomen era pálida y fosforescente, y
exhalaba un olor nauseabundo. Las patas de coyunturas nudosas y protuberantes
se replegaban muy por encima de la espalda, los pelos erizados parecían púas de
acero, y cada pata terminaba en una garra.
En cuanto el cuerpo
fofo y las patas replegadas pasaron estrujándose por la abertura superior de la
guarida, Ella-Laraña avanzó con una rapidez espantosa, ya corriendo sobre las
patas crujientes, ya dando algún salto repentino. Estaba entre Sam y su amo. O
no vio a Sam, o prefirió evitarlo momentáneamente por ser el portador de la
luz, lo cierto es que dedicó toda su atención a una sola presa, Frodo, que
privado del frasco e ignorando aún el peligro que lo amenazaba, corría sendero
arriba. Pero Ella-Laraña era más veloz: unos saltos más y le daría alcance.
Sam jadeó, y juntando
todo el aire que le quedaba en los pulmones alcanzó a gritar: —¡Cuidado atrás!
¡Cuidado, mi amo! Yo estoy... —pero algo le ahogó el grito en la garganta.
Una mano larga y
viscosa le tapó la boca y otra le atenazó el cuello, en tanto algo se le
enroscaba alrededor de la pierna. Tomado por sorpresa, cayó hacia atrás en los
brazos del agresor.
—¡Lo hemos atrapado!—siseó
la voz de Gollum al oído de Sam—. Por fin, mi tesoro, por fin lo hemos
atrapado, sí, al hobbit perverso. Nos quedamos con éste. Que Ella se quede con
el otro. Oh sí, Ella-Laraña lo tendrá, no Sméagol: él prometió; él no le hará
ningún daño al amo. Pero te tiene a ti, pequeño fisgón inmundo y perverso. —Le
escupió a Sam en el cuello.
La furia desencadenada
por la traición, y la desesperación de verse retenido en un momento en que
Frodo corría un peligro mortal, dotaron a Sam de improviso de una energía y una
violencia que Gollum jamás habría sospechado en aquel hobbit a quien
consideraba torpe y estúpido. Ni el propio Gollum hubiera sido capaz de
retorcerse y debatirse con tanta celeridad y fiereza. La mano se le escurrió de
la boca, y Sam se agachó y se lanzó hacia adelante, tratando de zafarse de la
garra que le apretaba la garganta. Aún conservaba la espada en la mano, y en el
brazo izquierdo, colgado de la correa, el bastón de Faramir. Trató de darse
vuelta para traspasar con la espada a su enemigo. Pero Gollum fue demasiado
rápido: estiró de pronto un largo brazo derecho y aferró la muñeca de Sam: los
dedos eran como tenazas: lentos, implacables; le doblaron la mano hacia atrás y
hacia adelante, hasta que con un alarido de dolor Sam dejó caer la espada; y
entretanto la otra mano de Gollum se le cerraba cada vez más alrededor del
cuello.
Sam jugó entonces una
última carta. Tironeó con todas sus fuerzas hacia adelante y plantó los pies
con firmeza en el suelo; luego, con un movimiento brusco, se dejó caer de
rodillas, y se echó hacia atrás.
Gollum, que ni
siquiera esperaba de Sam esta sencilla treta, cayó al suelo con Sam encima de
él, y recibió sobre el estómago todo el peso del robusto hobbit. Soltó un agudo
silbido y por un segundo la garra cedió en la garganta de Sam; pero los dedos
de la otra seguían apretando como tenazas la mano de la espada. Sam se arrancó
de un tirón y volvió a ponerse en pie y giró en círculo hacia la derecha,
apoyándose en la muñeca que Gollum le sujetaba. Blandiendo el bastón con la
mano izquierda, lo alzó y lo dejó caer con un crujido sibilante sobre el brazo
extendido de Gollum, justo por debajo del codo.
Dando un chillido,
Gollum soltó la presa. Entonces Sam atacó otra vez; sin detenerse a cambiar el
bastón de la mano izquierda a la derecha, le asestó otro golpe salvaje. Rápido
como una serpiente Gollum se escurrió a un lado, y el golpe, destinado a la
cabeza, fue a dar en la espalda. La vara crujió y se quebró. Eso fue suficiente
para Gollum. Atacar de improviso por la espalda era uno de sus trucos
habituales, y casi nunca le había fallado. Pero esta vez, ofuscado por el
despecho, había cometido el error de hablar y jactarse antes de aferrar con
ambas manos el cuello de la víctima. El plan había empezado a andar mal desde
el momento mismo en que había aparecido en la oscuridad aquella luz horrible. Y
ahora lo enfrentaba un enemigo furioso, y apenas más pequeño que él. No era una
lucha para Gollum. Sam levantó la espada del suelo y la blandió. Gollum lanzó
un chillido, y escabulléndose hacia un costado cayó al suelo en cuatro patas, y
huyó saltando como una rana. Antes que Sam pudiese darle alcance, se había
alejado, corriendo hacia el túnel con una rapidez asombrosa.
Sam lo persiguió
espada en mano. Por el momento, salvo la furia roja que le había invadido el
cerebro, y el deseo de matar a Gollum, se había olvidado de todo. Pero Gollum
desapareció sin que pudiera alcanzarlo. Entonces, ante aquel agujero oscuro y
el olor nauseabundo que le salía al encuentro, el recuerdo de Frodo y del
monstruo lo sacudió como el estallido de un trueno. Dio media vuelta y en una
enloquecida carrera se precipitó hacia el sendero, gritando sin cesar el nombre
de su amo. Era quizá demasiado tarde. Hasta ese momento el plan de Gollum había
tenido éxito.
L.LAS DECISIONES DE MAESE
SAMSAGAZ
LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO X
Frodo yacía de cara al
cielo, y Ella-Laraña se inclinaba sobre él, tan dedicada a su víctima que no
advirtió la presencia de Sam ni lo oyó gritar hasta que lo tuvo a pocos pasos.
Sam, llegando a todo correr, vio a Frodo atado con cuerdas que lo envolvían
desde los hombros hasta los tobillos; y ya el monstruo, a medias levantándolo
con las grandes patas delanteras, a medias a la rastra, se lo estaba llevando.
Junto a Frodo en el
suelo, inútil desde que se le cayera de la mano, centelleaba la espada élfica.
Sam no perdió tiempo en preguntarse qué convenía hacer, o si lo que sentía era
coraje, o lealtad, o furia. Se abalanzó con un grito y recogió con la mano
izquierda la espada de Frodo. Luego atacó. Jamás se vio ataque más feroz en el
mundo salvaje de las bestias, como si una alimaña pequeña y desesperada, armada
tan sólo de dientes diminutos, se lanzara contra una torre de cuerno y cuero,
inclinada sobre el compadre caído.
Como interrumpida en
medio de una ensoñación por el breve grito de Sam, Ella-Laraña volvió
lentamente hacia él aquella mirada horrenda y maligna. Pero antes que llegara a
advertir que la furia de este enemigo era mil veces superior a todas las que
conociera en años incontables la espada centelleante le mordió el pie y amputó
la garra. Sam saltó adentro, al arco formado por las patas, y con un rápido
movimiento ascendente de, la otra mano, lanzó una estocada a los ojos
arracimados en la cabeza gacha de Ella-Laraña. Un gran ojo quedó en tinieblas.
Ahora la criatura
pequeña y miserable estaba debajo de la bestia, momentáneamente fuera del
alcance de los picotazos y las garras. El vientre enorme pendía sobre él con
una pútrida fosforescencia, y el hedor le impedía respirar. No obstante, la
furia de Sam alcanzó para que asestara otro golpe, y antes de que Ella-Laraña
se dejara caer sobre él y lo sofocara, junto con ese pequeño arrebato de
insolencia y coraje, le clavó la hoja de la espada élfica, con una fuerza
desesperada.
Pero Ella-Laraña no
era como los dragones, y no tenía más puntos vulnerables que los ojos. Aquel
pellejo secular de agujeros y protuberancias de podredumbre estaba protegido
interiormente por capas y capas de excrecencias malignas. La hoja le abrió una
incisión horrible, mas no había fuerza humana capaz de atravesar aquellos
pliegues y repliegues monstruosos, ni aún con un acero forjado por los elfos o
por los enanos, o empuñado en los días antiguos por Beren o Túrin. Se encogió
al sentir el golpe, pero en seguida levantó el gran saco del vientre muy por
encima de la cabeza de Sam. El veneno brotó espumoso y burbujeante de la
herida. Luego, abriendo las patas, dejó caer otra vez la mole enorme sobre Sam.
Demasiado pronto. Pues Sam estaba aún en pie, y soltando la espada tomó con
ambas manos la hoja élfica, y apuntándola al aire paró el descenso de aquel
techo horrible; y así Ella-Laraña, con todo el poder de su propia y cruel
voluntad, con una fuerza superior a la del puño del mejor guerrero, se
precipitó sobre la punta implacable. Más y más profundamente penetraba cada vez
aquella punta, mientras Sam era aplastado poco a poco contra el suelo.
Jamás Ella-Laraña
había conocido ni había soñado conocer un dolor semejante en toda su larga vida
de maldades. Ni el más valiente de los soldados de la antigua Gondor, ni el más
salvaje de los orcos atrapado en la tela, había resistido de ese modo, y nadie,
jamás, le había traspasado con el acero la carne bienamada. Se estremeció de
arriba abajo. Levantó una vez más la gran mole, tratando de arrancarse del
dolor, y combando bajo el vientre los tentáculos crispados de las patas, dio un
salto convulsivo hacia atrás.
Sam había caído de
rodillas cerca de la cabeza de Frodo; tambaleándose en el hedor repelente, aún
empuñaba la espada con ambas manos. A través de la niebla que le enturbiaba los
ojos entrevió el rostro de Frodo, y trató obstinadamente de dominarse y no
perder el sentido. Levantó con lentitud la cabeza y la vio, a unos pocos pasos,
y ella lo miraba; una saliva de veneno le goteaba del pico, y un limo verdoso
le rezumaba del ojo lastimado. Allí estaba, agazapada, el vientre palpitante
desparramado en el suelo, los grandes arcos de las patas, que se estremecían,
juntando fuerzas para dar otro salto, para aplastar esta vez, y picar a muerte:
no una ligera mordedura venenosa destinada a suspender la lucha de la víctima;
esta vez matar y luego despedazar.
Y mientras Sam la
observaba, agazapado también él, viendo en los ojos de la bestia su propia
muerte, un pensamiento lo asaltó, como si una voz remota le hablase al oído de
improviso, y tanteándose el pecho con la mano izquierda encontró lo que
buscaba: frío, duro y sólido le pareció al tacto en aquel espectral mundo de
horror el frasco de Galadriel.
—¡Galadriel!—dijo
débilmente, y entonces oyó voces lejanas pero claras: las llamadas de los elfos
cuando vagaban bajo las estrellas en las sombras amadas de La Comarca, y la
música de los elfos tal como la oyera en sueños en la Sala del Fuego de la
morada de Elrond.
Gilthoniel A Elbereth!
Y de pronto, como por
encanto, la lengua se le aflojó, e invocó en un idioma para él desconocido:
A Elbereth Gilthoniel
o menel palan-díriel,
le nallon sí di'nguruthos!
A tiro nin, Fanuilos!
Y al instante se
levantó, tambaleándose, y fue otra vez el hobbit Samsagaz, hijo de Hamfast.
—¡A ver, acércate
bestia inmunda!—gritó—. Has herido a mi amo y me las pagarás. Seguiremos adelante,
te lo aseguro, pero primero arreglaremos cuentas contigo. ¡Acércate y prueba
otra vez!
Como si el espíritu
indomable de Sam hubiese reforzado la potencia del cristal, el frasco de
Galadriel brilló de pronto como una antorcha incandescente. Centelleó, y
pareció que una estrella cayera del firmamento rasgando el aire tenebroso con
una luz deslumbradora. Jamás un terror como este que venía de los cielos había
ardido con tanta fuerza delante de Ella-Laraña. Los rayos le entraron en la
cabeza herida y la terrible infección de luz se extendió de ojo a ojo. La
bestia cayó hacia atrás agitando en el aire las patas delanteras, enceguecida
por los relámpagos internos, la mente en agonía. Luego volvió la cabeza
mutilada, rodó a un costado, y adelantando primero una garra y luego otra, se
arrastró hacia la abertura en el acantilado sombrío.
Sam la persiguió,
vacilante, tambaleándose como un hombre ebrio. Y Ella-Laraña, domada al fin,
encogida en la derrota, temblaba y se sacudía tratando de huir. Llegó al
agujero y se escurrió dejando un reguero de limo amarillo verdoso, y
desapareció en el momento en que Sam, antes de desplomarse, le asestaba un
último golpe a las patas traseras.
Ella-Laraña había
desaparecido; y la historia no cuenta si permaneció largo tiempo encerrada
rumiando su malignidad y su desdicha, y si en lentos años de tinieblas se curó
desde adentro y reconstituyó los racimos de los ojos, hasta que un hambre
mortal la llevó a tejer otra vez las redes horribles en los valles de las montañas
de las Sombras.
Sam se quedó solo.
Penosamente, mientras la noche de la Tierra Sin Nombre caía sobre el lugar de
la batalla, se arrastró de nuevo hacia su amo.
—¡Mi amo, mi querido
amo!—gritó. Pero Frodo no habló. Mientras corría hacia adelante en plena
exaltación, feliz al verse en libertad, Ella-Laraña lo había perseguido con una
celeridad aterradora y de un solo golpe le había clavado en el cuello el pico
venenoso. Ahora Frodo yacía pálido, inmóvil, insensible a cualquier voz.
—¡Mi amo, mi querido
amo!—repitió Sam, y esperó durante un largo silencio, escuchando en vano.
Luego, lo más rápido
que pudo, cortó las cuerdas y apoyó la cabeza en el pecho y en la boca de Frodo
pero no descubrió ningún signo de vida, ni el más leve latido del corazón. Le
frotó varias veces las manos y los pies y le tocó la frente, pero todo estaba
frío.
—¡Frodo, señor Frodo!—exclamó—.
¡No me deje aquí solo! Es su Sam quien lo llama. No se vaya a donde yo no pueda
seguirlo. ¡Despierte, señor Frodo! ¡Oh, por favor, despierte, Frodo!
¡Despierte, Frodo, pobre de mí, pobre de mí! ¡Despierte!
Y entonces la cólera
lo dominó, y levantándose corrió frenéticamente alrededor del cuerpo de su amo,
y hendió el aire con la espada, y golpeó las piedras dando gritos de desafío.
Luego se volvió, e inclinándose miró a la luz crepuscular el rostro pálido de
Frodo. Y de pronto descubrió que esta era la imagen que se le había revelado en
el espejo de Galadriel en Lórien: Frodo de cara pálida dormido al pie de un
risco grande y oscuro. Profundamente dormido, había pensado entonces. —¡Está muerto!—dijo—. ¡No está dormido, está
muerto!—Y mientras lo decía, como si las palabras hubiesen activado el veneno,
le pareció que el rostro de Frodo cobraba un tinte lívido y verdoso. Y entonces
la desesperación más negra cayó sobre él, y se inclinó hasta el suelo y se
cubrió la cabeza con la capucha gris, mientras la noche le invadía el corazón,
y no supo nada más.
Cuando al fin las
tinieblas se disiparon, Sam levantó la cabeza y vio sombras en torno; pero no
hubiera sabido decir durante cuántos minutos o cuántas horas el mundo había
continuado arrastrándose. Estaba en el mismo lugar, y aún allí junto a él yacía
su amo muerto. Ni las montañas se habían desmoronado ni la tierra había caído
en ruinas.
—¿Qué haré, qué haré?—se
preguntó—. ¿Habré recorrido con él todo este camino para nada?—Y en ese preciso
instante oyó su propia voz diciendo palabras que al comienzo del viaje él mismo
no había comprendido: Tengo que hacer algo antes del fin, y está ahí
adelante, tengo que buscarlo, señor, si usted me entiende.
—¿Pero qué puedo
hacer? No por cierto abandonar al señor Frodo muerto y sin sepultura en lo alto
de las montañas, y volverme para casa. O continuar. ¿Continuar?—repitió, y por
un momento lo sacudió un estremecimiento de miedo y de incertidumbre—.
¿Continuar? ¿Es eso lo que he de hacer? ¿Y abandonarlo?
Entonces por fin
rompió a llorar; y volviendo junto a Frodo le estiró el cuerpo, y le cruzó las
manos frías sobre el pecho, y lo envolvió en la capa élfica, y luego puso a un
lado su propia espada y al otro el bastón que le había regalado Faramir.
—Si voy a continuar,
señor Frodo—dijo—, tendré que llevarme su espada, con el permiso de usted, pero
le dejo esta otra al lado, así como estaba junto al viejo rey en el túmulo; y
usted tiene además la hermosa cota de mithril del viejo señor Bilbo. Y
el cristal de estrella, señor Frodo, usted me lo prestó, pero voy a
necesitarlo, pues de ahora en adelante andaré siempre en la oscuridad. Es
demasiado precioso para mí, y la dama se lo regaló a usted, pero ella tal vez
comprendería. Usted lo comprende, ¿verdad, señor Frodo? Tengo que seguir.
Sin embargo no pudo
seguir, todavía no. Se arrodilló, tomó la mano de Frodo y no la pudo soltar. Y
el tiempo pasaba y él seguía allí, de rodillas, estrechando la mano de Frodo,
mientras en su corazón se libraba una batalla.
Trató de reunir las
fuerzas necesarias para arrancarse de allí y partir en un viaje solitario: el
viaje vengador. Si al menos pudiera partir, la furia lo llevaría por todas las
rutas del mundo detrás de Gollum, hasta dar por fin con él. Y entonces Gollum
moriría en un rincón. Pero no era eso lo que él pretendía. Abandonar a su amo
sólo por eso no tenía ningún sentido. No le devolvería la vida. Nada ahora le
devolvería la vida. Hubiera sido preferible que murieran juntos. Y aun así
sería también un viaje solitario.
Miró la punta
reluciente de la espada. Pensó en los lugares que habían dejado atrás, la
orilla negra, el precipicio que se abría al vacío. Por ese lado no había salida
posible. Sería como no hacer nada, no valía la pena. No era eso lo que él
pretendía. —Pero entonces ¿qué he de hacer?—gritó de nuevo, y ahora le pareció
conocer exactamente la dura respuesta: tengo que hacer algo antes del fin.
También un viaje solitario, y el peor.
»¿Cómo? ¿Yo, solo, ir
hasta la Grieta del Destino y todo lo demás?—Titubeaba aún, pero la resolución
crecía. —¿Cómo? ¿Yo sacarle a él el Anillo? El Concilio se lo entregó a él.
Pero al instante le
llegó la respuesta: «Y el Concilio le dio compañeros, a fin de que la misión
no fracasara. Y tú eres el último que queda de la Compañía. La misión no puede
fracasar.»
—¡Por qué me habrá
tocado ser el último!—gimió—. ¡Cuánto daría porque estuviese aquí el viejo
Gandalf, o algún otro! ¿Por qué me habrán dejado solo para que yo decida? Me
equivocaré, estoy seguro. Y no me corresponde a mí sacarle el Anillo, y ponerme
por delante.
»Pero no eres tú quien
se pone por delante, te han puesto. Y en cuanto a no ser la persona adecuada,
tampoco lo era el señor Frodo, se podría decir, ni el señor Bilbo. Tampoco
ellos eligieron.
»Pues bien, tengo que
decidirlo, y lo decidiré. Aunque estoy seguro de equivocarme: qué otra cosa
puede hacer Sam Gamyi.
»A ver, reflexionemos
un poco: si nos encuentran aquí, o si encuentran al señor Frodo, y con esa cosa
encima, bueno, el enemigo se apoderará de él. Y será el fin de todos nosotros,
de Lórien y de Rivendel, y de La Comarca y todo lo demás. Y no hay tiempo que
perder, pues entonces será el fin, de todas maneras. La guerra ha comenzado, y
es muy probable que todo vaya ahora a favor del Enemigo. Imposible regresar con
la cosa en busca de permiso o consejo. No, se trata de quedarse aquí hasta que
ellos vengan y me maten sobre el cuerpo de mi amo, y se apoderen de la cosa, o
de tomarla y partir. —Respiró profundamente. —¡Tomémosla, entonces!
Se agachó. Desprendió
con delicadeza el broche que cerraba la túnica alrededor del cuello de Frodo, e
introdujo la mano; luego, levantando con la otra la cabeza, besó la frente
helada y le sacó dulcemente la cadena. La cabeza yació otra vez, descansando.
No hubo ningún cambio en el rostro sereno, y más que todos los otros signos
esto convenció por fin a Sam de que Frodo había muerto y había abandonado la misión.
—¡Adiós, amo querido!—murmuró—.
Perdone a su Sam. Él regresará en cuanto haya llevado a cabo la tarea... si lo
consigue. Y entonces nunca más volverá a abandonarlo. Descanse tranquilo hasta
mi regreso: ¡y que ninguna criatura inmunda se le acerque! Y si la dama pudiese
oírme y concederme un deseo, desearía volver, y encontrarlo otra vez. ¡Adiós!
Luego, inclinándose,
se pasó la cadena por la cabeza y al instante el peso del Anillo lo encorvó
hasta el suelo, como si le hubiesen colgado una piedra enorme. Pero poco a
poco, como si el peso disminuyera, o una fuerza nueva naciera en él, irguió la
cabeza y haciendo un gran esfuerzo se levantó y comprobó que podía caminar con
la carga. Y entonces alzó un momento el frasco para mirar por última vez a su
amo, y la luz ardía ahora suavemente, con el débil resplandor de la estrella
vespertina en el estío, y a esa luz la lividez verdosa desapareció del rostro
de Frodo, y fue hermoso otra vez, pálido pero hermoso, con una belleza élfica,
el rostro de alguien que ha partido hace mucho tiempo del mundo de las sombras.
Y con el triste consuelo de esta última visión, luego de haber escondido la
luz, Sam se internó con paso vacilante en la creciente oscuridad.
No tuvo mucho que
caminar. La boca del túnel se abría atrás, no lejos de allí; pero adelante a unas
doscientas yardas [183 metros] o quizá menos, corría
el desfiladero. El sendero era visible en la penumbra del crepúsculo, un surco
profundo excavado a lo largo de los siglos, que ascendía en una garganta larga
franqueada por paredes rocosas. La garganta se estrechaba rápidamente. Pronto
Sam llegó a un tramo de escalones anchos y bajos. Ahora la torre de los orcos
se erguía justo encima, negra y hostil, y en ella brillaba el ojo
incandescente. Las sombras de la base ocultaban al hobbit. Llegó a lo alto de
la escalera y se encontró por fin en el desfiladero.
—Lo he decidido—se
repetía a menudo. Pero no era verdad. Pese a que lo había pensado muchas veces,
lo que estaba haciéndonos era del todo contrario a su naturaleza—. ¿Me habré equivocado?—murmuró—.
¿Qué hubiera tenido que hacer?
Mientras las paredes
casi verticales del desfiladero se cerraban alrededor de él, antes de llegar a
la cima misma, y antes de mirar por fin el sendero que descendía a la Tierra
Sin Nombre, dio media vuelta. Por un momento, paralizado por la duda
intolerable, miró hacia atrás. La boca del túnel era todavía visible, una
mancha borrosa y pequeña en la penumbra; y creyó ver o adivinar el lugar donde
yacía Frodo. Y de pronto le pareció que allá abajo en el suelo ardía un leve
resplandor, o tal vez fuese tan sólo un efecto de las lágrimas que le empacaban
los ojos, mientras escudriñaba aquella cumbre pedregosa donde su vida entera
había caído en ruinas.
—Si al menos pudiera
cumplir mi deseo—suspiró—, mi único deseo: ¡volver y encontrarlo!—Luego, por
fin, se volvió hacia el camino que se extendía ante él y avanzó unos pocos
pasos: los más pesados y más penosos que hubiera dado alguna vez.
Apenas unos pocos
pasos; y ahora sólo unos pocos más, y luego descendería y ya nunca más volvería
a ver aquellas alturas. Y entonces, de improviso, oyó gritos y voces. Sam
esperó inmóvil, como petrificado. Voces de orcos. Adelante y atrás de él. Un
fuerte ruido de pisadas y voces roncas: los orcos subían al desfiladero desde
el otro lado, tal vez desde alguna de las puertas de la torre. Pasos
precipitados y gritos detrás. Dio media vuelta y vio unas lucecitas rojas,
antorchas que parpadeaban a lo lejos a la salida del túnel. La cacería había
comenzado al fin. El ojo de la torre no era ciego. Y Sam estaba atrapado.
La temblorosa luz de las antorchas y el
retintín de los aceros se iban acercando. Un momento más, y llegarían a la
cima, y caerían sobre él. Había perdido un tiempo precioso en decidirse, y
ahora todo era inútil. ¿Cómo huir, cómo salvarse, cómo salvar el Anillo? El
Anillo. No fue ni un pensamiento ni una decisión: de pronto se dio cuenta de
que se había sacado la cadena y de que tenía el Anillo en la mano. La
vanguardia de la horda de orcos apareció en el desfiladero, justo delante de
él. Entonces se puso el Anillo en el dedo.
El mundo se
transformó, y un solo instante de tiempo se colmó de una hora de pensamiento. Advirtió
en seguida que oía mejor y que la vista se le debilitaba, pero no como en el
antro de Ella-Laraña. Aquí todo cuanto veía alrededor no era oscuro sino
impreciso; y él, en un mundo gris y nebuloso, se sentía como una pequeña roca
negra y solitaria, y el Anillo, que le pesaba y le tironeaba en la mano
izquierda, era como un globo de oro incandescente. No se sentía para nada
invisible, sino por el contrario, horrible y nítidamente visible; y sabía que
en alguna parte un Ojo lo buscaba.
Oía crujir las
piedras, y el murmullo del agua a lo lejos en el valle de Morgul; y en lo
profundo de la roca la bullente desesperación de Ella-Laraña, extraviada en
algún pasadizo ciego; y voces en las mazmorras de la torre; y los gritos de los
orcos que salían del túnel; y ensordecedor, rugiente, el ruido de los pasos y
los alaridos de los orcos. Se acurrucó contra la pared de roca. Pero ellos
seguían subiendo, un ejército espectral de figuras grises distorsionadas en la
niebla, sólo sueños de terror con llamas pálidas en las manos. Y pasaron junto
al hobbit. Sam se agazapó, tratando de escabullirse y esconderse en alguna
grieta.
Prestó oídos. Los
orcos que salían del túnel y los que ya descendían por el desfiladero se habían
visto, y apurando el paso hablaban entre ellos a voz en cuello. Sam los oía
claramente, y entendía lo que decían. Tal vez el Anillo le había dado el don de
entender todas las lenguas (o simplemente el don de la comprensión), en
particular la de los servidores de Sauron, el artífice, de modo tal que si
prestaba atención entendía y podía traducir los pensamientos de los orcos. Sin
duda los poderes del Anillo aumentaban enormemente a medida que se acercaba a
los lugares en que fuera forjado; pero de algo no cabía duda: no transmitía
coraje. Por el momento Sam no pensaba en otra cosa que en esconderse, en
pegarse al suelo hasta que retornase la calma, y escuchaba con ansiedad. No
hubiera sabido decir a qué distancia hablaban, ya que las palabras le resonaban
casi dentro de los oídos.
—¡Hola! ¡Gorbag! ¿Qué
estás haciendo aquí arriba? ¿Ya has tenido guerra suficiente?
—Órdenes, imbécil. ¿Y
qué estás haciendo tú, Shagrat? ¿Cansado de estar ahí arriba, agazapado?
¿Tienes intenciones de bajar a combatir?
—Las órdenes te las
doy yo a ti. Este paso está bajo mi custodia. De modo que cuida lo que dices.
¿Tienes algo que informar?
—Nada.
—¡Hai! ¡Hai! ¡Yoi! —Un
griterío interrumpió la conversación de los cabecillas. Los orcos que estaban
más abajo habían visto algo. Echaron a correr. Y de pronto todos los demás los
siguieron.
—¡Hai! ¡Hola! ¡Hay
algo aquí! En el medio del camino. ¡Un espía! ¡Un espía!—Hubo un clamor de
cuernos enronquecidos y una babel de voces destempladas.
Sam tuvo un terrible
sobresalto, y la cobardía que lo dominaba se disipó como un sueño. Habían visto
a su amo. ¿Qué le irían a hacer? Se contaban acerca de los orcos historias que
helaban la sangre. No, era inadmisible. De un salto estuvo de pie. Mandó a
paseo la misión, todas sus decisiones y junto con ellas el miedo y la duda.
Ahora sabía cuál era y cuál había sido siempre su lugar: junto a su amo, aunque
ignoraba de qué podía servir estando allí. Se lanzó escaleras abajo y corrió
por el sendero en dirección a Frodo.
—¿Cuántos son?—se
preguntó—. Treinta o cuarenta por lo menos los que vienen de la torre, y allá
abajo hay muchos más, supongo. ¿Cuántos podré matar antes que caigan sobre mí?
Verán la llama de la espada no bien la desenvaine, y tarde o temprano me
atraparán. Me pregunto si alguna canción mencionará alguna vez esta hazaña: De
cómo Samsagaz cayó en el Paso Alto y levantó una muralla de cadáveres alrededor
del cuerpo de su amo. No, no habrá canciones. Claro que no las habrá, porque el
Anillo será descubierto, y acabarán para siempre las canciones. No lo puedo
evitar. Mi lugar está al lado del señor Frodo. Es necesario que lo entiendan...
Elrond y el Concilio, y los grandes señores y las grandes damas, tan sabios
todos. Los planes que ellos trazaron han fracasado. No puedo ser yo el Portador
del Anillo. No sin el señor Frodo.
Pero los orcos ya no
estaban al alcance de la debilitada vista del hobbit. Sam no había tenido
tiempo de pensar en sí mismo. De pronto se sintió cansado, casi exhausto: las
piernas se negaban a responder. Avanzaba con increíble lentitud. El sendero le
parecía interminable. ¿A dónde habrían ido los orcos en medio de semejante
niebla?
¡Ah, ahí estaban otra
vez! A bastante distancia todavía. Un grupo de figuras alrededor de algo que
yacía en el suelo; unos pocos correteaban de aquí para allá, encorvados como
perros que han husmeado una pista. Sam intentó un último esfuerzo.
—¡Coraje, Sam!—se dijo—,
o llegarás otra vez demasiado tarde. —Aflojó la espada. Dentro de un momento la
desenvainaría, y entonces...
Se oyó un clamor
salvaje, gritos, risas cuando levantaron algo del suelo. —¡Ya hoi! ¡Ya harri
hoi! ¡Arriba! ¡Arriba!
Entonces una voz
gritó: —¡De prisa ahora! ¡Por el camino más corto a la puerta de abajo! Parece
que ella no nos molestará esta noche. —La pandilla de sombras se puso en
marcha. En el centro cuatro de ellos cargaban un cuerpo sobre los hombros. —¡Ya
hoi!
Se habían marchado y
se llevaban el cuerpo de Frodo. Sam nunca podría alcanzarlos. Sin embargo, no
se dio por vencido. Los orcos ya estaban entrando en el túnel. Los que llevaban
el cuerpo pasaron primero, los otros los siguieron, a los codazos y los empujones.
Sam avanzó algunos pasos. Desenvainó la espada, un centelleo azul en la mano
trémula, pero nadie lo vio. Avanzaba aún, sin aliento, cuando el ultimo orco
desapareció en el agujero oscuro.
Sam se detuvo un
instante, jadeando, apretándose el pecho. Luego se pasó la manga por la cara, y
se enjugó la suciedad, y el sudor, y las lágrimas. —¡Basura maldita!—exclamó, y
saltó tras ellos hundiéndose en la sombra.
Esta vez el túnel no
le pareció tan oscuro; tuvo más bien la impresión de haber pasado de una niebla
más ligera a otra más densa. El cansancio aumentaba, pero se sentía cada vez
más decidido. Le parecía vislumbrar, no lejos de allí, la luz de las antorchas,
pero por más que se esforzaba no conseguía llegar hasta ellas. Los orcos se
desplazaban veloces por los subterráneos, y este túnel lo conocían palmo a
palmo: no obstante las persecuciones de Ella-Laraña estaban obligados a
utilizarlo a menudo, pues era el camino más rápido entre las montañas y la ciudad
muerta. En qué tiempos inmemoriales habían sido excavados el túnel principal y
el gran foso redondo en que Ella-Laraña se había instalado siglos atrás, los
orcos lo ignoraban, pero ellos mismos habían cavado a los lados muchos otros
caminos a fin de evitar el antro de la bestia mientras iban y venían cumpliendo
órdenes. Esa noche no tenían la intención de descender muy abajo, sólo querían
encontrar cuanto antes un pasadizo lateral que los llevara de vuelta a su
propia torre. Casi todos estaban contentos, felices con lo que habían visto y
hallado, mientras corrían y parloteaban y gimoteaban a la manera de los orcos.
Sam oyó las voces ásperas y opacas en el aire muerto, y distinguió dos en
particular, más fuertes y cercanas. Al parecer los cabecillas marchaban a la
retaguardia, y discutían.
—¿No puedes ordenarle
a tu chusma que no arme ese alboroto, Shagrat?—gruñó uno de ellos—. No tenemos
interés en que nos caiga encima Ella-Laraña.
—¡Vamos, Gorbag! Tu
gente es la que grita más—respondió el otro—. ¡Pero déjalos que jueguen! Si no
me equivoco, por algún tiempo no tendremos que preocuparnos de Ella-Laraña. Al
parecer se ha sentado sobre un clavo, y no vamos a llorar por eso. ¿No viste el
reguero de podredumbre a lo largo de la galería que lleva al antro? Ordenarles
que se callen sería tener que repetirlo un centenar de veces. Déjalos pues, que
se rían. Por fin hemos tenido un golpe de suerte: hemos encontrado algo que le
interesa a Lugbúrz.
—Le interesa a Lugbúrz
¿eh? ¿Qué se te ocurre que puede ser? Parece un elfo, pero de talla más
pequeña. ¿Qué peligro puede haber en una cosa así?
—No lo sabremos hasta
que le hayamos echado una ojeada.
—¡Oh! De modo que no
te han dicho qué era ¿eh? No nos dicen todo lo que saben ¿verdad? Ni la mitad. Pero
pueden equivocarse, sí, hasta los de arriba pueden equivocarse.
—¡Calla, Gorbag!—La
voz de Shagrat bajó de tono, y Sam, aunque ahora tenía un oído extrañamente
fino, a duras penas alcanzaba a distinguir las palabras. —Pueden, sí, pero
tienen ojos y oídos por todas partes; y algunos entre mi propia gente, sospecho.
Pero es indudable que algo les preocupa. Por lo que me dices, los nazgûl están
inquietos; y también Lugbúrz. Al parecer, algo estuvo a punto de
escabullirse.
—¡A punto,
dices!—observó Gorbag.
—Está bien—dijo
Shagrat—, pero dejemos esto para más tarde. Esperemos a estar en el camino
subterráneo. Allí hay un lugar donde podremos conversar tranquilos, mientras
los muchachos siguen adelante.
Poco después las
antorchas desaparecieron de la vista de Sam. Oyó un fragor, y en el momento en
que aceleraba el paso, un golpe seco. Sólo pudo imaginar que los orcos habían
dado vuelta al recodo, entrando en el túnel que Frodo encontrara obstruido.
Seguía obstruido.
Una gran piedra
parecía interceptarle el paso, y sin embargo los orcos habían salvado el
obstáculo de algún modo, ya que Sam los oía hablar del otro lado. Continuaban
corriendo, adentrándose cada vez más en el corazón de la montaña hacia la
torre. Sam estaba desesperado. Algún propósito maligno abrigaban sin duda al
llevarse el cuerpo de Frodo, y él no podía seguirlos. Se abalanzó contra el
peñasco y empujó, pero la piedra no se movió. Entonces le pareció oír no lejos
de allí, dentro, las voces de los dos capitanes. Por un instante permaneció
inmóvil, escuchando, esperando tal vez enterarse de algo útil. Quizá Gorbag,
que evidentemente pertenecía a Minas Morgul, volviera a salir, y entonces él
podría escabullirse y entrar.
—No, no lo sé—decía la
voz de Gorbag—. En general los mensajes llegan más rápidos que el vuelo de los
pájaros. Pero yo no pregunto cómo. Más vale no arriesgarse. ¡Grr! Esos nazgûl
me ponen la carne de gallina. Te desuellan sin siquiera mirarte, y te dejan
afuera en el frío y la oscuridad. Pero a Él le gustan; en estos tiempos son sus
favoritos. Así que de nada sirven las protestas. Te lo aseguro. No es un juego
servir abajo, en la ciudad.
—Tendrías que probar
lo que es estar aquí, en compañía de Ella-Laraña—dijo Shagrat.
—Quisiera más bien
probar algún sitio donde no tuviera que encontrarme ni con ella ni con los
otros. Pero ya la guerra ha comenzado, y cuando concluya tal vez las cosas
anden mejor.
—Parece que andan
bien, por lo que dicen.
—¿Qué otra cosa
quieres que digan?—gruñó Gorbag—. Ya veremos. De todos modos, si en verdad
termina bien, habrá mucho más espacio. ¿Qué te parece?... Si tenemos una
oportunidad de escapar tú y yo por nuestra cuenta, con algunos muchachos de
confianza, a algún lugar donde haya un botín bueno y fácil de conseguir, y nada
de grandes patrones.
—Ah—exclamó Shagrat—,
como en las viejas épocas.
—Sí—dijo Gorbag—. Pero
no contemos con eso. Yo no estoy nada tranquilo. Como te decía, los grandes
patrones, sí—y la voz descendió hasta convertirse casi en un susurro—, sí,
hasta el Más Grande puede cometer errores. Algo estuvo a punto de escabullirse,
dijiste. Y yo te digo: algo se escabulló. Y tenemos que estar alertas. A los
pobres uruks siempre les toca remediar entuertos, y sin ninguna recompensa.
Pero no lo olvides: a nosotros los enemigos no nos quieren más que a Él, y si
Él cae, también nosotros estaremos perdidos. Pero dime una cosa: ¿cuándo te
dieron a ti la orden de salir?
—Hace alrededor de una
hora, justo antes de que tú nos vieras. Llegó un mensaje: Nazgûl inquieto.
Se temen espías en escaleras. Redoblen la vigilancia. Patrullen arriba en escaleras.
Y vine en seguida.
—Fea historia—dijo
Gorbag—. Escucha... nuestros vigías silenciosos estaban inquietos desde hacía
más de dos días, eso lo sé. Pero mi patrulla no recibió orden de salir hasta el
día siguiente, y no se envió a Lugbúrz ningún mensaje: a causa de la gran
señal y la partida para la guerra del gran nazgûl, y todo eso. Y luego no
pudieron conseguir que Lugbúrz los atendiera en seguida, según me han
dicho.
—Supongo que el Ojo
habrá estado ocupado en otros asuntos—dijo Shagrat—. Dicen que allá abajo, en
el oeste, acontecen grandes cosas.
—Me imagino—dijo
Gorbag—. Pero mientras tanto los enemigos han llegado hasta las escaleras. ¿Y
tú qué hacías? Se suponía que estabas allí vigilando, con órdenes especiales o
sin ellas. ¿En qué andas?
—¡Basta ya! No me
enseñes a mí lo que tengo que hacer. Estábamos bien despiertos y alertas.
Sabíamos que estaban sucediendo cosas extrañas.
—¡Muy extrañas!
—Sí, muy extrañas:
luces y gritos y todo. Pero Ella-Laraña andaba en una de sus diligencias. Mis
muchachos la vieron, a ella y al Fisgón.
—¿El Fisgón? ¿Qué es
eso?
—Tienes que haberlo
visto: uno pequeñito, flaco y negro; también él se parece a una araña, o quizá
más a una rana famélica. Ya había estado antes por aquí. Hace años salió de Lugbúrz
la primera vez, y tuvimos orden de arriba de dejarlo pasar. Desde entonces
volvió un par de veces a subir por las escaleras, pero nosotros lo dejábamos en
paz: al parecer se entiende con la señora. Supongo que no será un bocado muy
apetitoso, pues a ella no le preocupan las órdenes de arriba. Pero ¡vaya la
guardia que montáis en el valle: él estuvo aquí arriba un día antes de que se
armase toda esta tremolina! Anoche, temprano, lo vimos. De todos modos mis
muchachos informaron que la señora se estaba divirtiendo, y con eso fue
suficiente para mí, hasta que llegó el mensaje. Suponía que el Fisgón le había
llevado algún juguete, o que quizá vosotros le habíais mandado un regalito, un
prisionero de guerra o algo por el estilo. Yo no me meto cuando ella juega. Nada
se le escapa a Ella-Laraña cuando sale de caza.
—¡Nada, dices! ¿Para
qué tienes ojos? Te repito que no estoy nada tranquilo. Lo que subió por las
escaleras, ha escapado. Cortó la telaraña y huyó por el agujero. ¡Eso da que
pensar!
—Ah, bueno, pero a fin
de cuentas ella lo atrapó ¿no?
—¿Lo atrapó? ¿Atrapó a
quién? ¿A esta criatura insignificante? Pero si hubiera estado solo, ella se lo
habría llevado mucho antes a su despensa, y allí se encontraría ahora. Y si a Lugbúrz
le interesaba, te hubiera tocado a ti ir a rescatarlo. Buen trabajo. Pero había
más de uno.
A esta altura de la
charla, Sam se puso a escuchar con más atención el oído pegado a la piedra.
—¿Quién cortó las
cuerdas con que ella lo había atado, Shagrat? El mismo que cortó la telaraña.
¿No se te había ocurrido? ¿Y quién le clavó el clavo a la señora? El mismo,
supongo. ¿Y ahora dónde está? ¿Dónde está, Shagrat?
Shagrat no respondió.
—Te convendría usar la
cabeza de vez en cuando, si la tienes. No es para reírse. Nadie, nadie jamás,
antes de ahora, había pinchado a Ella-Laraña con un clavo, y tú tendrías que
saberlo mejor que nadie. No es por ofenderte, pero piensa un poco... Alguien
anda rondando por aquí y es más peligroso que el rebelde más condenado que se
haya conocido desde los malos viejos tiempos, desde el Gran Sitio. Algo se ha
escabullido.
—¿Qué, entonces?—gruñó
Shagrat.
—A juzgar por todos
los indicios, capitán Shagrat, diría que se trata de un gran guerrero,
probablemente un elfo, armado sin duda de una espada élfica, y quizá también de
un hacha: y anda suelto en tu territorio, para colmo, y tú nunca lo viste.
¡Divertidísimo en verdad!—Gorbag escupió. Sam torció la boca en una sonrisa
sarcástica ante esta descripción de sí mismo.
—¡Bah, tú siempre lo
ves todo negro!—dijo Shagrat—. Puedes interpretar los signos como te dé la
gana, pero también podría haber otras explicaciones. De cualquier modo, tengo
centinelas en todos los puntos claves, y pienso ocuparme de una cosa por vez.
Cuando le haya echado una ojeada al que hemos capturado, entonces empezaré a
preocuparme por alguna otra cosa.
—Me temo que no
encontrarás mucho en ese personajillo—dijo Gorbag—. Es posible que no haya
tenido nada que ver con el verdadero mal. En todo caso el gran guerrero de la
espada afilada no parece haberle dado mucha importancia... dejarlo allí tirado:
típico de los elfos.
—Ya veremos. ¡En
marcha ahora! Hemos hablado bastante. ¡Vamos a echarle una ojeada al
prisionero!
—¿Qué te propones
hacer con él? No te olvides que yo lo vi primero. Si hay diversión, a mí y a
mis muchachos también nos toca.
—Calma, calma—gruñó
Shagrat—. Tengo mis órdenes, y no vale la pena arriesgar el pellejo, ni el mío
ni el tuyo. Todo merodeador que sea encontrado por los guardias será recluido
en la torre. Habrá que desnudar al prisionero. Una descripción detallada de
todos sus avíos, vestimenta, armas, carta, anillo, o alhajas varias tendrá que
ser enviada inmediatamente a Lugbúrz y solamente a Lugbúrz. El
prisionero será conservado sano y salvo, bajo pena de muerte para todos los
miembros de la guardia, hasta tanto Él envíe una orden, o venga en persona.
Todo esto es bien claro, y es lo que haré.
—Desnudarlo, ¿eh?—dijo
Gorbag—. ¿También los dientes, las uñas, el pelo y todo lo demás?
—No, nada de eso. Es
para Lugbúrz. Ya te lo he dicho. Lo quieren sano e intacto.
—No te será tan fácil
como supones—rio Gorbag—. A esta altura es sólo carroña. No me imagino qué
podrá hacer Lugbúrz con una cosa semejante. Bien podrían echarlo en la
cazuela.
—¡Pedazo de imbécil!—ladró
Shagrat—. Te crees muy astuto, pero ignoras un montón de cosas que conoce casi
todo el mundo. Si no te cuidas, serás tú el que terminará en una cazuela o en
la panza de Ella-Laraña. ¡Carroña! Entonces conoces bien poco a la señora.
Cuando ella ata con cuerdas, lo que busca es carne. No come carne muerta ni
chupa sangre fría. ¡Este no está muerto!
Sam se estremeció,
aferrándose a la piedra. Tenía la impresión de que todo aquel mundo oscuro se
daba vuelta patas arriba. La conmoción fue tal que estuvo a punto de desmayarse,
y mientras luchaba por no perder el sentido, oía dentro de él un comentario: «Imbécil,
no está muerto, y tu corazón lo sabía. No confíes en tu cabeza, Samsagaz, no es
lo mejor que tienes. Lo que pasa contigo es que nunca tuviste en realidad
ninguna esperanza. ¿Y ahora qué te queda por hacer?» Por el momento nada
más que apoyarse contra la piedra inamovible y escuchar, escuchar las horribles
voces de los orcos.
—¡Garn!—dijo Shagrat—. Ella tiene más de un veneno. Cuando sale de
caza, le basta dar un golpecito en el cuello, y las víctimas caen tan fofas
como peces deshuesados, y entonces ella se da el gusto. ¿Recuerdas al viejo
Ufthak? Lo habíamos perdido de vista durante varios días. Por último, lo
encontramos en un rincón: colgado, sí, pero bien despierto, y echando fuego por
los ojos. ¡Cómo nos reímos! Quizás ella se había olvidado de él, pero nosotros
no lo tocamos... no es bueno meterse en los asuntos de Ella. No... esta basura
despertará dentro de un par de horas; y aparte de sentirse un poco mareado
durante un rato, no le pasará nada. O no le pasará si Lugbúrz lo deja en
paz. Y aparte, naturalmente, de preguntarse dónde está y qué le ha sucedido.
—¿Y qué le va a
suceder?—rio Gorbag—. En todo caso, si no podemos hacer nada más, le contaremos
algunas historias. No creo que haya estado jamás en la bella Lugbúrz, de
modo que quizá le guste saber lo que allí le espera. Esto va a ser más
divertido de lo que yo pensaba. ¡Vamos!
—No habrá ninguna
diversión, te lo aseguro yo—dijo Shagrat—. Hay que conservarlo sano e intacto,
pues de lo contrario todos podríamos darnos por muertos.
—¡Bueno! Pero si yo
fuera tú atraparía al grande que anda suelto antes de enviar ningún mensaje a Lugbúrz.
No les hará mucha gracia enterarse de que has atrapado al gatito y has dejado
escapar al gato.
Las voces se apagaron.
Sam oyó el sonido de las pisadas que se alejaban. Empezaba a recobrarse y ahora
se sentía furioso. —¡Lo hice todo mal!—gritó—. Sabía que iba a pasar. ¡Ahora
ellos lo tienen, los demonios! ¡Los inmundos! Nunca abandones a tu amo, nunca,
nunca, nunca: ésa era mi verdadera norma. Y en el fondo de mi corazón, lo
sabía. Quiera el cielo perdonarme. Pero ahora tengo que volver a él. De alguna
manera. De alguna manera.
Desenvainó otra vez la
espada y golpeó la piedra con la empuñadura, pero sólo obtuvo un sonido sordo.
Sin embargo, la espada resplandecía, tanto que ahora él podía ver alrededor.
Sorprendido, descubrió que el peñasco tenía la forma de una puerta pesada, y
casi el doble de la altura de él. Arriba, un espacio oscuro separaba la parte
superior del arco bajo de la puerta. Probablemente estaba destinado a impedirle
la entrada a Ella-Laraña, y se cerraba por dentro con algún mecanismo
invulnerable a la astucia de la bestia. Con las fuerzas que le quedaban, Sam
dio un salto y se aferró a la parte superior de la puerta, trepó, y se dejó
caer del otro lado; luego echó a correr como un loco, la espada incandescente
en la mano, dando vuelta un recodo y subiendo por un túnel sinuoso.
La noticia de que su
amo estaba aún con vida le daba el ánimo necesario para hacer un último
esfuerzo. No veía absolutamente nada, pues este nuevo pasadizo consistía en una
larga serie de curvas y recodos; pero tenía la impresión de estar ganando
terreno: las voces de los orcos volvían a sonar más cerca, quizás a unos pocos
pasos.
—Eso es lo que haré—dijo
Shagrat—. Lo llevaré en seguida a la cámara más alta.
—¿Pero por qué?—gruñó Gorbag—. ¿Acaso no tienen mazmorras ahí abajo?
—No tiene que correr
ningún riesgo, ya te lo dije—respondió Shagrat—. ¿Has entendido? Es muy
valioso. No confío en todos mis muchachos, y en ninguno de los tuyos; ni en ti,
cuanto te entra la locura de divertirle. Lo llevaré donde me plazca, y donde tú
no podrás ir, si no te comportas como es debido. A lo alto de la torre, he
dicho. Allí estará seguro.
—¿Eso crees?—dijo Sam—.
¡Te olvidas del gran guerrero élfico que anda suelto!—Y al decir estas palabras
dio vuelta al último recodo para descubrir, no supo si a causa de un truco del
túnel o al oído que el Anillo le había prestado, que había estimado mal la
distancia.
Las siluetas de los
orcos estaban bastante más adelante. Y ahora los veía, negros y achaparrados,
contra una intensa luz. El túnel, recto por fin, se elevaba en pendiente; y en
el extremo había una puerta doble, que conducía sin duda a las cámaras
subterráneas bajo el alto cuerno de la torre. Los orcos ya habían pasado por
allí con el botín, y Gorbag y Shagrat se acercaban ahora a la puerta.
Sam oyó un estallido
de cantos salvajes, un estruendo de trompetas y el tañido de los gongos: una
algarabía horripilante. Gorbag y Shagrat estaban en el umbral.
Sam lanzó un grito y
blandió a Dardo,
pero la vocecita se ahogó en el tumulto. Nadie la había escuchado.
La gran puerta se
cerró con estrépito. Bum. Del otro lado golpearon sordamente las grandes
trancas de hierro. Bam. La puerta
estaba cerrada. Sam se arrojó contra las pesadas hojas de bronce, y cayó sin sentido
al suelo. Estaba afuera y en la oscuridad. Y Frodo vivía, pero prisionero del
enemigo.
LI.LA CABALGATA DE LOS ROHIRRIM
EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO V
Estaba oscuro y Merry,
acostado en el suelo y envuelto en una manta, no veía nada; sin embargo, aunque
era una noche serena y sin viento, alrededor de él los árboles suspiraban
invisibles. Levantó la cabeza. Entonces lo volvió a escuchar: un rumor semejante
al redoble apagado de unos tambores en las colinas boscosas y en las
estribaciones de las montañas. El tamborileo cesaba de golpe para luego
recomenzar en algún otro punto, a veces más cercano, a veces más distante. Se
preguntó si lo habrían oído los centinelas.
No los veía, pero
sabía que allí, muy cerca, alrededor de él estaban las compañías de los rohirrim.
Le llegaba en la oscuridad el olor de los caballos, los oía moverse, y
escuchaba el ruido amortiguado de los cascos contra el suelo cubierto de agujas
de pino. El ejército acampaba esa noche en los frondosos pinares que se
agrupaban cerca de la almenara del Eilenach, una alta montaña que se erguía por
encima de las largas lomas de la floresta de Drúadan al borde del gran camino
en el Anórien oriental.
Cansado como estaba,
Merry no conseguía dormir. Había cabalgado sin pausa durante cuatro días, y la
oscuridad siempre creciente empezaba a oprimirle el corazón. Se preguntaba por
qué había insistido tanto en venir, cuando le habían ofrecido todas las excusas
posibles, hasta una orden terminante del señor, para no acompañarlos. Se
preguntaba además si el viejo rey estaría enterado de su desobediencia, y si se
habría enfadado. Tal vez no. Tenía la impresión de que había una cierta
connivencia entre Dernhelm y Elfhelm, el mariscal que capitaneaba el éored en
que cabalgaban ahora. Elfhelm y sus hombres parecían ignorar la presencia del
hobbit, y fingían no oírlo cada vez que hablaba. Bien hubiera podido ser un
bulto más del equipaje de Dernhelm. Pero Dernhelm mismo no era un compañero de
viaje reconfortante: jamás hablaba con nadie y Merry se sentía solo,
insignificante y superfluo. Eran horas de apremio y ansiedad, y el ejército
estaba en peligro. Se encontraban a menos de un día de cabalgata de los burgos
amurallados de Minas Tirith, y antes de seguir avanzando habían enviado
batidores en busca de noticias. Algunos no habían vuelto. Otros regresaron a
galope tendido, anunciando que el camino estaba bloqueado. Un ejército del
enemigo había acampado a tres millas [5 kilómetros] al oeste de Amon Dîn, y las fuerzas que ya
avanzaban por la carretera estaban a no más de tres leguas [13 kilómetros] de distancia. Patrullas de orcos recorrían las colinas y los bosques
de alrededor. En el vivac de la noche el rey y Éomer celebraron consejo.
Merry tenía ganas de
hablar con alguien, y pensó en Pippin. Pero esto lo puso más intranquilo aún.
Pobre Pippin, encerrado en la gran ciudad de piedra, solo y asustado. Merry
deseó ser un jinete alto como Éomer: entonces haría sonar un cuerno, o algo, y
partiría al galope a rescatar a su compañero. Se sentó, y escuchó los tambores
que volvían a redoblar, ahora cercanos. Por fin oyó voces, voces muy quedas, y
vio luces que pasaban entre los árboles, el resplandor mortecino de unas
linternas veladas. Algunos hombres empezaron a moverse a tientas en la
oscuridad.
Una figura alta
irrumpió de pronto entre las sombras, y al tropezar con el cuerpo de Merry maldijo
las raíces de los árboles. Merry reconoció la voz de Elfhelm, el mariscal.
—No soy la raíz de
ningún árbol, señor—dijo—, ni tampoco un saco de equipaje, sino un hobbit
maltrecho. Y lo menos que podéis hacer a modo de reparación es decirme qué hay
de nuevo bajo el sol.
—No mucho que uno
pueda ver en esta condenada oscuridad—respondió Elfhelm—. Pero mi señor manda
decir que estemos prontos: es posible que llegue de improviso una orden
urgente.
—¿Quiere decir
entonces que el enemigo se acerca?—preguntó Merry con inquietud—. ¿Son sus
tambores los que se oyen? Casi empezaba a pensar que era pura imaginación de mi
parte, ya que nadie parecía hacerles caso.
—No, no—dijo Elfhelm—,
el enemigo está en el camino, no aquí en las colinas. Estás oyendo a los hombres
salvajes de los bosques: así se comunican entre ellos a distancia. Vestigios de
un tiempo ya remoto, viven secretamente, en grupos pequeños, y son cautos e
indómitos como bestias. Se dice que aún hay algunos escondidos en la floresta
de Drúadan. No combaten a Gondor ni a la Marca; pero ahora la oscuridad y la
presencia de los orcos los han inquietado, y temen la vuelta de los Años
Oscuros, cosa bastante probable. Agradezcamos que no nos persigan, pues se dice
que tienen flechas envenenadas, y nadie conoce tan bien como ellos los secretos
de los bosques. Pero le han ofrecido sus servicios a Théoden. En este mismo
momento uno de sus jefes es conducido hasta el rey. Allá, donde se ven las
luces. Esto es todo lo que he oído decir. Y ahora tengo que cumplir las órdenes
de mi amo. ¡Levántate, señor Equipaje!—Y se desvaneció en la oscuridad.
Esa historia de
hombres salvajes y flechas envenenadas no tranquilizó a Merry, pero además el
peso del miedo lo abrumaba. La espera se le hacía insoportable. Quería saber
qué iba a pasar. Se levantó, y un momento después caminaba con cautela en
persecución de la última linterna antes que desapareciera entre los árboles.
No tardó en llegar a
un claro donde habían levantado una pequeña tienda para el rey, al reparo de un
árbol grande. Un gran farol, velado en la parte superior, colgaba de una rama y
arrojaba abajo un círculo de luz pálida. Allí estaban Théoden y Éomer, y
sentado en cuclillas ante ellos, un extraño ejemplar de hombre, apeñuscado como
una piedra vieja, la barba rala como manojos de musgo seco en el mentón
protuberante. De piernas cortas y brazos gordos, membrudo y achaparrado,
llevaba como única prenda unas hierbas atadas a la cintura. Merry tuvo la
impresión de que lo había visto antes en alguna parte, y recordó de pronto a
los hombres púkel del Sagrario. Era como si una de aquellas imágenes
legendarias hubiese cobrado vida, o quizás un auténtico descendiente de los
hombres que sirvieran de modelos a los artistas hacía tiempo olvidados.[14]
Estaban en silencio
cuando Merry se aproximó, pero al cabo de un momento el hombre salvaje empezó a
hablar, como en respuesta a una pregunta. Tenía una voz profunda y gutural, y
Merry oyó con asombro que hablaba en la lengua común, aunque de un modo entrecortado
e intercalando palabras extrañas.
—No, padre de los hombres-caballo—dijo—,
nosotros no peleamos, solamente cazamos. Matamos a los gorgûn en los
bosques, aborrecemos a los orcos. También vosotros aborrecéis a los gorgûn.
Ayudamos como podemos. Los hombres salvajes tienen orejas largas, ojos largos.
Conocen todos los senderos. Los hombres salvajes viven aquí antes que Casas-de-Piedra;
antes que los hombres altos vinieran de las aguas.
—Pero lo que
necesitamos es ayuda en la batalla—dijo Éomer—. ¿Cómo podréis ayudarnos, tú y
tu gente?
—Traemos noticias—dijo
el hombre salvaje—. Nosotros observamos desde las lomas. Trepamos a la montaña
alta y miramos abajo. Ciudad de Piedra está cerrada. Hay fuego allá fuera;
ahora también dentro. ¿Allí queréis ir? Entonces, hay que darse prisa. Pero los
gorgûn y los hombres venidos de lejos—movió un brazo corto y nudoso
apuntando al este—esperan en el camino de los caballos. Muchos, muchos más que
todos los jinetes.
—¿Cómo lo sabes?—preguntó
Éomer.
El rostro chato y los
ojos oscuros del viejo no expresaban nada, pero en la voz había un hosco
descontento. —Hombres salvajes son salvajes, libres, pero no niños—replicó—. Yo
soy gran jefe Ghân-buri-Ghân. Yo cuento muchas cosas: estrellas en el cielo,
hojas en los árboles, hombres en la oscuridad. Vosotros tenéis veinte veintenas
contadas cinco veces más cinco. Ellos tienen más. Gran batalla, ¿y quién
ganará? Y muchos otros caminan alrededor de los muros de Casas-de-Piedra.
—Ay, con demasiado
tino habla—dijo Théoden—. Y los batidores nos dicen que han cavado fosos y que
hay hogueras emboscadas a lo largo del camino. Nos será imposible tomarlos por
sorpresa y arrasarlos.
—Pero tenemos que
actuar con rapidez—dijo Éomer—. ¡Mundburgo está en llamas!
—¡Dejad terminar a Ghân-buri-Ghân!—dijo
el hombre salvaje—. Él conoce más de un camino. Él os guiará por sendero sin
fosos, que los gorgûn no pisan, sólo los hombres salvajes y las bestias.
Muchos caminos construyó la gente de Casas-de-Piedra cuando era más fuerte.
Despedazaban colinas como cazadores despedazan carne de animales. Los hombres salvajes
creen que comían piedras. Iban con grandes carretas a Rimmon a través del
Drúadan. Ahora no van más. El camino fue olvidado, pero no por los hombres salvajes.
Por encima de la colina y detrás de la colina, todavía sigue allí bajo la
hierba y el árbol, atrás del Rimmon; y bajando por el Din, vuelve a unirse al camino
de los hombres-caballo. Los hombres salvajes os mostrarán ese camino. Entonces
mataréis gorgûn y con el hierro brillante ahuyentaréis la oscuridad
maligna, y los hombres salvajes podrán dormir otra vez en los bosques salvajes.
Éomer y el rey
deliberaron un momento en la lengua de ellos. Al cabo, Théoden se volvió al hombre
salvaje. —Aceptamos tu ofrecimiento—le dijo—. Pues aun cuando dejemos atrás una
hueste de enemigos ¿qué puede importarnos? Si la Ciudad de Piedra sucumbe, no
habrá retorno para nosotros, y si se salva, entonces serán las huestes de los
orcos las que tendrán cortada la retirada. Si eres leal, Ghân-buri-Ghân,
recibirás una buena recompensa, y contarás para siempre con la amistad de la
Marca.
—Los hombres muertos
no son amigos de los vivos y no hacen regalos—dijo el hombre salvaje—. Pero si
sobrevivís a la oscuridad, dejad que los hombres salvajes vivan tranquilos en
los bosques y nunca más los persigáis como a bestias. Ghân-buri-Ghân no os
conducirá a ninguna trampa. El mismo irá con el padre de los hombres-caballo, y
si lo guía mal, lo mataréis.
—Sea—dijo Théoden.
—¿Cuánto tardaremos en
adelantarnos al enemigo y volver al camino?—preguntó Éomer—. Si tú nos guías
tendremos que avanzar al paso; y el camino ha de ser estrecho.
—Los hombres salvajes
son de pies ligeros—dijo Ghân—. Allá lejos el camino es ancho, para cuatro
caballos en el valle de las Carretas de Piedras—señaló con la mano hacia el sur—,
pero es estrecho al comienzo y al final. El hombre salvaje puede caminar de
aquí a Din entre la salida del sol y mediodía.
—Entonces hemos de
estimar por lo menos siete horas para las primeras filas—dijo Éomer—; pero más
vale contar unas diez en total. Algo imprevisible podría retrasarnos, y si el
ejército tiene que avanzar en filas, necesitaremos un tiempo para reordenarlo
al salir de las lomas. ¿Qué hora es?
—¿Quién puede saberlo?—dijo
Théoden—. Todo es noche ahora.
—Todo está oscuro,
pero no todo es noche—dijo Ghân—. Cuando el sol se levanta nosotros lo
sentimos, aunque esté escondido. Ya trepa sobre las montañas del este. Se abre
el día en los campos del cielo.
—Entonces tenemos que
partir cuanto antes—dijo Éomer—. Aun así, no hay esperanzas de que lleguemos
hoy a socorrer a Gondor.
Sin esperar a oír más,
Merry se escurrió, y fue a prepararse para la orden de partida. Esta era la
última jornada anterior a la batalla. Y aunque le parecía improbable que muchos
pudieran sobrevivir, pensó en Pippin y en las llamas de Minas Tirith, y sofocó
sus propios temores.
Todo anduvo bien aquel
día, y no vieron ni oyeron ninguna señal de que el enemigo estuviese al acecho
con una celada. Los hombres salvajes pusieron una cortina de cazadores alertas
y avispados alrededor del ejército, a fin de que ningún orco o espía merodeador
pudiese conocer los movimientos en las lomas. Cuando empezaron a acercarse a la
ciudad sitiada, la luz era más débil que nunca, y las largas columnas de
jinetes pasaban como sombras de hombres y de caballos. Cada una de las
compañías de los rohirrim llevaba como guía un hombre salvaje de los bosques;
pero el viejo Ghân caminaba a la par del rey. La partida había sido más lenta
de lo previsto, pues los jinetes, a pie y llevando los caballos por la brida,
habían tardado algún tiempo en abrirse camino en la espesura de las lomas y en
descender al escondido valle de las Carretas de Piedras. Era ya entrada la
tarde cuando la vanguardia llegó a los vastos boscajes grises que se extendían
más allá de la ladera oriental del Amon Dîn, enmascarando una amplia abertura
en la cadena de cerros que desde Nardol a Din corría hacia el este y el oeste.
Por ese paso descendía en tiempos lejanos la carretera olvidada que atravesando
Anórien volvía a unirse al camino principal para cabalgaduras; pero a lo largo
de numerosas generaciones de hombres, los árboles habían crecido allí, y ahora
yacía sumergida, enterrada bajo el follaje de años innumerables. En realidad,
la espesura ofrecía a los rohirrim un último reparo antes que salieran a cara
descubierta al fragor de la batalla: pues delante de ellos se extendían el
camino y las llanuras del Anduin, en tanto que en el este y el sur las
pendientes eran desnudas y rocosas, y se apeñuscaban y trepaban, bastión sobre
bastión, para unirse a la imponente masa montañosa y a las estribaciones del
Mindolluin.
Las primeras filas
hicieron alto, y mientras las que venían detrás atravesaban el paso del valle
de las Carretas de Piedras, se desplegaron para acampar bajo los árboles
grises. El rey convocó a consejo a los capitanes. Éomer envió batidores a
vigilar el camino, pero el viejo Ghân movió la cabeza.
—Inútil mandar hombres-caballo—dijo—.
Los hombres salvajes ya han visto todo lo que es posible ver en este aire malo.
Pronto vendrán a hablar conmigo.
Los capitanes se
reunieron; y de entre los árboles salieron con cautela otros hombres púkel, tan
parecidos al viejo Ghân que Merry no hubiera podido distinguir entre ellos.
Hablaron con Ghân en una lengua extraña y gutural.
Pronto Ghân se volvió
al rey. —Los hombres salvajes dicen muchas cosas—anunció—. Primero: ¡sed
cautelosos! Todavía hay muchos hombres acampando del otro lado de Din, a una
hora de marcha, por allí. —Agitó el brazo señalando el oeste, las negras
colinas. —Pero ninguno a la vista de aquí a los muros nuevos de gente-de-piedra.
Allí hay muchos y muy atareados. Los muros ya no resisten: los gorgûn
los derriban con trueno de tierra y mazas de hierro negro. Son imprudentes y no
miran alrededor. Creen que sus amigos vigilan todos los caminos. —Y al decir
esto soltó un extraño gorgoteo, que bien podía parecer una carcajada.
—¡Buenas noticias!—exclamó
Éomer—. Aún en esta oscuridad brilla de nuevo una luz de esperanza. Más de una
vez los artilugios del enemigo nos han favorecido. La maldita oscuridad puede
ser para nosotros un manto protector. Y ahora, encarnizados como están en la
destrucción de Gondor, decididos a no dejar piedra sobre piedra, los orcos me
han librado del mayor de mis temores. El muro exterior habría resistido largo
tiempo a nuestros embates. Ahora podremos atravesarlo como un trueno... si
llegamos a él.
—Gracias otra vez, Ghân-buri-Ghân
de los bosques—dijo Théoden—. ¡Que la fortuna te sea propicia en recompensa por
las noticias y la ayuda que nos has traído!
—¡Matad gorgûn!
¡Matad orcos! Los hombres salvajes no conocen palabras más placenteras—le
respondió Ghân—. ¡Ahuyentad el aire malo y la oscuridad con el hierro
brillante!
—Para eso hemos venido
desde muy lejos—dijo el rey—, y lo intentaremos. Pero lo que consigamos, sólo
mañana se verá.
Ghân-buri-Ghân se
inclinó hasta tocar el suelo con la frente en señal de despedida. Luego se
levantó como si se dispusiera a marcharse. Pero de pronto se quedó quieto con
la cabeza levantada, como un animal del bosque que husmea un olor extraño. Un
resplandor le iluminó los ojos.
—¡El viento está
cambiando!—gritó, y con estas palabras, como en un parpadeo, él y sus
compañeros desaparecieron en las tinieblas, y los hombres de Rohan no los
volvieron a ver nunca más. Poco después se oyó otra vez en el este lejano el
batir apagado de los tambores. Pero en todo el ejército de los rohirrim nadie
temió un instante que los hombres salvajes pudieran cometer una traición, por
más que pareciesen extraños y poco atractivos.
—Ya no tenemos
necesidad de guías—dijo Elfhelm—. Hay entre nosotros jinetes que han cabalgado
hasta Mundburgo en tiempos de paz. Empezando por mí. Cuando lleguemos al
camino, doblará hacia el sur, y desde allí hasta el muro de los confines de los
burgos, habrá otras siete leguas [34 kilómetros].
La hierba abunda a los lados de casi todo el camino. En ese tramo los
mensajeros de Gondor corrían más que nunca. Podremos cabalgar rápidamente y sin
hacer mucho ruido.
—Pues como nos espera
una lucha cruenta y necesitaremos de todas nuestras fuerzas—dijo Éomer—, yo
propondría que ahora descansáramos, y que partiéramos por la noche; de ese modo
podríamos llegar a los campos cuando haya tanta luz como pueda haberla, o
cuando nuestro señor nos dé la señal.
El rey estuvo de
acuerdo y los capitanes se retiraron. Pero Elfhelm volvió poco después. —Los
batidores no han encontrado nada más allá del bosque gris, señor—dijo—, salvo
dos hombres: dos hombres muertos y dos caballos muertos.
—¿Entonces?—dijo Éomer.
—Entonces esto, señor:
eran mensajeros de Gondor; uno de ellos podría ser Hirgon. En todo caso aún
apretaba en la mano la Flecha Roja, pero lo habían decapitado. Y también esto:
según los indicios, parecería que huían hacia el oeste cuando fueron abatidos.
A mi entender, al regresar encontraron al enemigo ya dueño del muro exterior, o
atacándolo, y eso ha de haber ocurrido hace dos noches, si utilizaron los
caballos de recambio de las postas, como es costumbre. Al no poder entrar en la
ciudad, han de haber dado media vuelta.
—¡Ay!—dijo Théoden—.
Eso quiere decir que Denethor no ha tenido noticias de nuestra partida, y ya
habrá desesperado.
—La necesidad no
tolera tardanzas, pero más vale tarde que nunca—dijo Éomer—. Y acaso ahora
el viejo refrán demuestra ser más cierto que en todos los tiempos pasados,
desde que los hombres se expresan con la boca.
Era de noche. Por las
dos orillas del camino avanzaba en silencio el ejército de Rohan. El camino que
contorneaba las pendientes del Mindolluin corría ahora hacia el sur. En
lontananza, delante de ellos y casi en línea recta, había un resplandor rojo, y
bajo el cielo negro las laderas de la gran montaña eran sombrías y amenazantes.
Ya se estaban acercando al Rammas del Pelennor, pero aún no había llegado el
día.
En medio de la primera
compañía cabalgaba el rey, rodeado por su escolta. Seguía el éored de Elfhelm,
y Merry notó que Dernhelm se separaba de los suyos y avanzaba hasta cabalgar
detrás de la guardia del rey. La columna hizo un alto. Merry oyó que enfrente
hablaban en voz baja. Algunos de los batidores que se habían aventurado hasta
las cercanías del muro acababan de regresar. Se acercaron al rey.
—Hay grandes hogueras,
señor—dijo uno—. La ciudad está toda en llamas, y el enemigo cubre los campos.
Pero todos parecen tener una única preocupación: el asalto de la fortaleza y hasta
donde hemos podido ver son pocos los que quedan en el muro exterior, y
empeñados como están en la destrucción, no se dan cuenta de lo que pasa
alrededor.
—¿Recordáis las
palabras del hombre salvaje, señor?—dijo otro—. Yo, en tiempos de paz, vivo en
la campiña y al aire libre. Me llamo Wídfara, y también a mí el aire me trae
mensajes. Ya el viento está cambiando. Ahora sopla una ráfaga del sur, con
olores marinos, aunque todavía leves. La mañana traerá novedades. Por encima
del humo llegará el alba, cuando paséis el muro.
—Si es cierto lo que
dices, Wídfara, ojalá la vida te conceda cien años de bendiciones a partir de
este día—dijo Théoden. Y volviéndose a los hombres del séquito les habló con
voz clara, para que muchos de los jinetes del primer éored también
pudiesen escucharlo.
—¡Jinetes de la Marca,
hijos de Eorl, la hora ha llegado! Lejos os encontráis de vuestros hogares, y ya
tenéis por delante el fuego y el enemigo. Vais a combatir en campos
extranjeros, pero la gloria que ganéis será vuestra para siempre. Habéis
prestado juramento: ¡id ahora a cumplirlo, en nombre de vuestro rey, de vuestra
tierra y la alianza de amistad!
Los hombres golpearon
las lanzas contra el brocal de los escudos.
—¡Éomer, hijo mío! Tú
irás a la cabeza del primer éored—dijo Théoden—, que marchará en el
centro detrás del estandarte real. Elfhelm, conduce a tu compañía hacia la
derecha cuando hayamos pasado el muro. Y que Grimbold lleve la suya hacia la
izquierda. Las compañías restantes seguirán a estas tres primeras, a medida que
vayan llegando. Y allí donde encontréis hordas de enemigos, atacad. Otros
planes no podemos hacer, pues ignoramos aún cómo están las cosas en el campo.
¡Adelante ahora, y que no os arredre la oscuridad!
La primera compañía
partió tan rápidamente como pudo, pues pese a lo augurado por Wídfara, la
oscuridad era todavía profunda. Merry iba montado en la grupa del caballo de Dernhelm,
y mientras se sostenía con la mano izquierda, con la otra procuraba desenvainar
la espada. Ahora sentía en carne viva cuánto había de verdad en las palabras
del rey: ¿Qué harías tú, Meriadoc, en semejante batalla? «Lo que
estoy haciendo, ni más ni menos», se dijo: «convertirme en un estorbo
para un jinete, ¡y conseguir al menos mantenerme en la silla y no morir
aplastado bajo los cascos!».
Una distancia de
apenas una legua [5
kilómetros] los separaba del sitio
donde antes se alzaban las murallas, y poco les llevó recorrerlas: demasiado
poco para el gusto de Merry. Hubo gritos salvajes y algún ruido de armas, pero
la escaramuza fue breve. Los orcos en actividad alrededor de las murallas eran
poco numerosos, y tomados por sorpresa fue fácil abatirlos, o al menos
obligarlos a retroceder. Ante la puerta en ruinas del norte del Rammas, el rey
ordenó un nuevo alto. Tras él, y flanqueándolo por ambos lados, se detuvo el
primer éored. Dernhelm continuaba cabalgando a pocos pasos del rey, pese
a que la compañía de Elfhelm se había desviado a la derecha. Los hombres de Grimbold
fueron hacia el este y un poco más lejos penetraron por una brecha en el muro.
Merry espió por detrás
de la espalda de Dernhelm. A lo lejos, a diez millas [16 kilómetros] o quizá más, había un gran incendio; pero a
media distancia las líneas de fuego ardían en una vasta media luna, y el cuerno
más próximo estaba a sólo una legua [5 kilómetros] de las primeras filas de jinetes. Nada más distinguió el hobbit en la
oscuridad de la llanura, ni vio por el momento ninguna esperanza de amanecer,
ni sintió el más leve soplo de viento cambiante o no.
Ahora el ejército de
Rohan avanzaba en silencio por los campos de Gondor, una corriente lenta pero
continua, como la marea alta cuando irrumpe por las fisuras de un dique que se
consideraba seguro. Pero el pensamiento y la voluntad del Capitán Negro estaban
dedicados por entero al asedio y la destrucción de la ciudad, y hasta ese
momento no había llegado a él ninguna noticia que anunciara una posible falla
en sus planes.
Al cabo de cierto
tiempo el rey desvió la cabalgata ligeramente hacia el este, para pasar entre
los fuegos del asedio y los campos exteriores. Hasta allí habían avanzado sin
encontrar resistencia, y Théoden no había dado aún ninguna señal. Por fin
hicieron un último alto. Ahora la ciudad estaba cerca. El olor de los incendios
flotaba en el aire, y la sombra misma de la muerte. Los caballos piafaban,
inquietos. Pero el rey, inmóvil, montado en Crinblanca, contemplaba la agonía
de Minas Tirith, como si la angustia o el terror lo hubieran paralizado.
Parecía encogido, acobardado de pronto por la edad. Hasta Merry se sentía
abrumado por el peso insoportable del horror y la duda. El corazón le latía
lentamente. El tiempo parecía haberse detenido en la incertidumbre. ¡Habían
llegado demasiado tarde! ¡Demasiado tarde era peor que nunca! Acaso Théoden
estuviera a punto de ceder, de dejar caer la vieja cabeza, dar media vuelta, y
huir furtivamente a esconderse en las colinas.
Entonces, de
improviso, Merry sintió por fin, inequívoco, el cambio: el cambio de viento.
¡Le soplaba en la cara! Asomó una luz. Lejos, muy lejos en el sur, las nubes
eran formas grises y remotas que se amontonaban flotando a la deriva: más allá
se abría la mañana.
Pero en ese mismo
instante hubo un resplandor, como si un rayo hubiese salido de las entrañas
mismas de la tierra, bajo la ciudad. Durante un segundo vieron la forma
incandescente, enceguecedora y lejana en blanco y negro, y la torre más alta
resplandeció como una aguja rutilante; y un momento después, cuando volvió a
cerrarse la oscuridad, un trueno ensordecedor y prolongado llegó desde los
campos.
Como al conjuro de
aquel ruido atronador, la figura encorvada del rey se enderezó súbitamente. Y
otra vez se le vio en la montura alto y orgulloso; e irguiéndose sobre los
estribos gritó, con una voz más fuerte y clara que la que oyera jamás ningún
mortal:
¡De pie, de pie, jinetes de Théoden!
Un momento cruel se avecina: ¡fuego y matanza!
Trepidarán las lanzas, volarán en añicos los escudos,
¡un día de la espada, un día rojo, antes que llegue el alba!
¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor![15]
Y al decir esto, tomó
un gran cuerno de las manos de Guthlaf, el portaestandarte, y lo sopló con tal
fuerza que el cuerno se quebró. Y al instante se elevaron juntas las voces de
todos los cuernos del ejército, y el sonido de los cuernos de Rohan en esa hora
fue como una tempestad sobre la llanura y como un trueno en las montañas.
¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor!
De pronto, a una orden
del rey, Crinblanca se lanzó hacia adelante. Detrás de él el estandarte
flameaba al viento: un caballo blanco en un campo verde: pero Théoden ya se
alejaba. En pos del rey galopaban los jinetes de la escolta, pero ninguno
lograba darle alcance. Con ellos galopaba Éomer, y la crin blanca de la cimera
del yelmo le flotaba al viento, y la vanguardia del primer éored rugía
como un oleaje embravecido al estrellarse contra las rocas de la orilla, pero
nadie era tan rápido como el rey Théoden. Galopaba con un furor demente, como
si la fervorosa sangre guerrera de sus antepasados le corriera por las venas en
un fuego nuevo; y transportado por Crinblanca parecía un dios de la antigüedad,
el propio Oromë el Grande, se hubiera dicho, en la batalla de los valar, cuando
el mundo era joven.[16]
El escudo de oro resplandecía y centelleaba como una imagen del sol, y la
hierba reverdecía alrededor de las patas del caballo. Pues llegaba la mañana,
la mañana y un viento del mar; y ya se disipaban las tinieblas; y los hombres
de Mordor gemían, y conocían el pánico, y huían y morían, y los cascos de la
ira pasaban sobre ellos. Y de pronto los ejércitos de Rohan rompieron a cantar,
y cantaban mientras mataban, pues el júbilo de la batalla estaba en todos ellos,
y los sonidos de ese canto que era hermoso y terrible llegaron aún a la ciudad.
LII.LA TORRE DE CIRITH UNGOL
EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO I
Sam se levantó
trabajosamente del suelo. Por un momento no supo dónde se encontraba, pero
luego toda la angustia y la desesperación volvieron a él. Estaba en las
tinieblas, ante la puerta subterránea de la fortaleza de los orcos; y los
batientes de bronce continuaban cerrados. Sin duda había caído aturdido al
abalanzarse contra la puerta; pero cuánto tiempo había permanecido allí,
tendido en el suelo, no lo sabía. Entonces había sentido un fuego de furia y
desesperación; ahora tenía frío y tiritaba. Se escurrió hasta la puerta y apoyó
el oído.
Dentro, lejanos e
indistintos, oyó los clamores de los orcos; pero pronto callaron o se alejaron
y todo quedó en silencio. Le dolía la cabeza y veía luces fantasmales en la
oscuridad, pero trató de serenarse y reflexionar. Era evidente, en todo caso,
que no tenía ninguna esperanza de entrar en la fortaleza por aquella puerta:
quizá tuviera que esperar allí días y días antes que se abriese, y él no podía
esperar: el tiempo era desesperadamente precioso. Y ahora ya no dudaba acerca
de lo que tenía que hacer: salvar a su amo, o perecer en el intento.
«Que perezca es lo
más probable, y además mucho más fácil», se dijo, taciturno, mientras
envainaba a Dardo
y se alejaba de la puerta de bronce. Lentamente a tientas volvió sobre sus
pasos a lo largo de la galería oscura, sin atreverse a usar la luz élfica; y en
camino, trató de recordar los hechos del viaje, desde que partiera con Frodo de
la Encrucijada. Se preguntó qué hora sería. «Algún momento del tiempo entre
un día y otro», pensó, pero hasta de los días había perdido la cuenta.
Estaba en un país de tinieblas en que los días del mundo parecían olvidados, y
todos quienes entraban en él también eran olvidados.
«Me pregunto si
alguna vez se acuerdan de nosotros», dijo, «y qué les estará pasando a
todos ellos, allá lejos». Movió la mano señalando vagamente adelante; pero
en realidad ahora, al volver al túnel de Ella-Laraña, caminaba hacia el sur, no
hacia el oeste. En el oeste, en el mundo de fuera, era casi el mediodía del
decimocuarto día de marzo, según el calendario de La Comarca, y en aquel
momento Aragorn conducía la flota negra desde Pelargir, y Merry cabalgaba con
los rohirrim a lo largo del valle de las Carretas de Piedras, mientras en Minas
Tirith se multiplicaban las llamas, y Pippin veía crecer la locura en los ojos
de Denethor. No obstante, en medio de tantas preocupaciones y temores, una y
otra vez los pensamientos de los compañeros se volvían a Frodo y a Sam. No los
habían olvidado. Pero estaban lejos, más allá de toda posible ayuda, y ningún
pensamiento podía socorrer aún a Samsagaz hijo de Hamfast; estaba completamente
solo.
Regresó por fin a la
puerta de piedra de la galería de los orcos, y al no descubrir tampoco ahora el
mecanismo o el cerrojo que la retenía, la escaló como la primera vez, y se dejó
caer en el suelo del otro lado. Luego fue furtivamente a la salida del túnel de
Ella-Laraña, donde aún flotaban los andrajos de la tela enorme, oscilando en el
aire frío. Frío le pareció a Sam después de las tinieblas fétidas que acababa
de dejar atrás; pero lo respiró y se sintió reanimado. Avanzando con cautela,
salió al aire libre.
Todo alrededor la
calma era ominosa. La luz brillaba apenas, como en el crepúsculo de un día
sombrío. Los grandes vapores que brotaban de Mordor y se alejaban en estelas
hacia el oeste flotaban a baja altura, apenas por encima de la cabeza del
hobbit, una marejada de nubes y humo iluminada de tanto en tanto desde abajo por
un lúgubre resplandor rojizo.
Sam alzó la cabeza
hacia la torre, y en las ventanas estrechas vio de pronto unas luces que se
asomaban, como pequeños ojos rojos. Se preguntó si se trataría de una señal. El
miedo que les tenía a los orcos, olvidado por algún tiempo en la furia y la
desesperación, volvió a él. No le quedaba en apariencia sino un solo camino:
seguir adelante y tratar de descubrir la entrada principal de la torre
terrible, pero las rodillas le flaqueaban, y descubrió que estaba temblando. Apartó
la mirada de la torre y de los cuernos del desfiladero que se alzaban ante él,
y obligó a los pies a que le obedecieran, y lentamente, aguzando los oídos,
escudriñando las sombras negras de las rocas que flanqueaban el sendero, volvió
sobre sus pasos, dejó atrás el sitio en que cayera Frodo, y donde aún persistía
el hedor de Ella-Laraña, y continuó subiendo hasta encontrarse otra vez en la
misma hendidura donde se había puesto el Anillo y de donde viera pasar la
compañía de Shagrat.
Allí se detuvo y se
sentó. Por el momento no contaba con fuerzas para ir más lejos. Sentía que una
vez que hubiera dejado atrás la cresta del desfiladero y diera un paso hollando
al fin el suelo mismo de Mordor, ese paso sería irrevocable. Nunca más podría
regresar. Sin ninguna intención precisa sacó el Anillo y se lo volvió a poner.
Al instante sintió el peso abrumador de la carga, y otra vez, y ahora más
poderoso y apremiante que nunca, la malicia del Ojo de Mordor, escudriñando,
tratando de traspasar las sombras que él mismo había creado para defenderse,
pero que ahora sólo le traían inquietud y dudas.
Como la primera vez,
Sam advirtió que el oído se le había agudizado, pero que las cosas visibles de
este mundo eran vagas y borrosas. Las paredes de piedra del sendero le parecían
pálidas, como si las viera a través de una bruma, pero en cambio oía a lo lejos
el desconsolado burbujeo de Ella-Laraña; y ásperos y claros, y al parecer muy
próximos, oyó gritos y un fragor de metales. Se levantó de un salto y se
aplastó contra el muro que bordeaba el sendero. Se alegró de tener puesto el
Anillo, porque otra compañía de orcos se acercaba. O eso le pareció al
principio. De pronto cayó en la cuenta de que no era así, que el oído lo había
engañado: los gritos de los orcos provenían de la torre, cuyo cuerno más
elevado se alzaba ahora en línea recta por encima de él, a la izquierda del
desfiladero.
Sam se estremeció y
trató de obligarse a avanzar. Era evidente que allá arriba estaba ocurriendo
algo diabólico. Tal vez los orcos, pese a todas las órdenes, se habían dejado
llevar por la crueldad y estaban torturando a Frodo, o hasta cortándolo en
pedazos, como salvajes que eran. Escuchó, y un rayo de esperanza llegó a él. No
cabía ninguna duda: había lucha en la torre, los orcos estaban en guerra unos
contra otros, la rivalidad entre Shagrat y Gorbag había llegado a los golpes.
Por débil que fuera, la esperanza de esta conjetura bastó para reconfortarlo.
Quizás había aún una posibilidad. El amor que sentía por Frodo se alzó por
encima de todos los otros pensamientos, y olvidando el peligro gritó con voz
fuerte: —¡Ya voy,
señor Frodo!
Corrió por el sendero
ascendente y pasó la cresta. Allí el camino doblaba a la izquierda y se hundía
en una pendiente brusca. Sam había entrado en Mordor.
Se quitó el Anillo del
dedo, inspirado quizá por alguna misteriosa premonición de peligro, aunque a sí
mismo se dijo solamente que deseaba ver con mayor claridad. —Más vale que eche
una mirada a lo peor—murmuró—. ¡No es prudente andar a tientas en una niebla!
Duro, cruel y áspero
era el paisaje que se mostró a los ojos del hobbit. A sus pies, la cresta más
alta de Ephel Dúath se precipitaba en riscos enormes y escarpados a un valle
sombrío; y del otro lado asomaba una cresta mucho más baja, de bordes mellados
y dentados y rocas puntiagudas que a la luz roja del fondo parecían colmillos
negros: era el siniestro Morgai, la más interior de las empalizadas naturales
que defendían el país. A lo lejos, pero casi en línea recta, más allá de un
vasto lago de oscuridad moteado de fuegos diminutos, se veía el resplandor de
un gran incendio; y de él se elevaban en remolinos inquietos unas enormes
columnas de humo, de color rojo polvoriento en las raíces, y negras donde se
fundían con el palio de nubes abultadas que cubría la tierra maldita.
Lo que Sam contemplaba
era el Orodruin, la montaña de fuego, Una y otra vez los hornos encendidos en
el fondo abismal del cono de ceniza se calentaban al rojo, y entonces la
montaña se henchía y rugía como una marea tempestuosa, y derramaba por las
grietas de los flancos ríos de roca derretida. Algunos corrían incandescentes
hacia Barad-dûr a lo largo de canales profundos; otros se abrían paso a través
de la llanura pedregosa, hasta que se enfriaban y yacían como retorcidas
figuras de dragones vomitadas por la tierra atormentada. En esa hora de
trabajos, contemplaba Sam el monte del Destino, y la luz oculta detrás de la
mole enorme de los Ephel Dúath para quienes subían desde el oeste, se volcaba
ahora resplandeciendo sobre las caras desnudas de las rocas, que parecían
tintas en sangre.
En aquella luz
terrible, Sam se detuvo horrorizado, pues ahora, mirando a la izquierda, veía
en todo su poderío la torre de Cirith Ungol. El cuerno que había visto desde el
otro lado no era sino la atalaya más alta. La fachada oriental tenía tres
grandes niveles; el primero se extendía allá abajo en un espolón de la pared
rocosa; la cara posterior se apoyaba en un acantilado, del que emergían
bastiones puntiagudos y superpuestos, más pequeños a medida que la torre ganaba
altura, y los flancos casi verticales de buena albañilería miraban al noreste y
al sudeste. Alrededor del nivel inferior, doscientos pies por debajo de Sam, un
muro almenado cercaba un patio estrecho. La puerta de la fortaleza, en la pared
más cercana, la que miraba al sudeste, se abría a un camino ancho, cuyo
parapeto exterior corría al borde de un precipicio, y luego de doblar hacia el
sur serpeaba cuesta abajo en la oscuridad y alcanzaba la ruta que llevaba al
Paso de Morgul. Y desde allí cruzaba por una grieta del Morgai e iba a
desembocar en el valle de Gorgoroth hasta llegar a Barad-dûr. La senda en que
Sam estaba descendía en algunos trechos mediante tramos de escalones tallados
en la roca, en otros por un sendero empinado, para unirse al camino principal
bajo los muros amenazantes próximos a la puerta de la torre.
Al observarla Sam
comprendió de pronto, casi con un sobresalto, que aquella fortaleza había sido
construida no para impedir que los enemigos entrasen en Mordor, sino para
retenerlos dentro. Era en verdad una de las antiguas obras de Gondor, un puesto
oriental de avanzada de las defensas de Ithilien, edificado luego de la
Alianza, cuando los hombres de Oesternesse vigilaban el maléfico país de
Sauron, donde todavía acechaban muchas criaturas. Pero aquí como en Narchost y
Carchost, las Torres de los Dientes, la vigilancia se había debilitado, y la
traición había entregado la torre al señor de los espectros del Anillo; y
ahora, desde hacía largos años, estaba en manos de seres maléficos. Al retornar
a Mordor, Sauron la había considerado útil, pues, aunque no tenía muchos servidores,
le sobraban en cambio los esclavos sometidos por el terror; y ahora, como
antaño, el propósito principal de la torre era impedir que huyesen de Mordor.
Pero si un enemigo era tan temerario como para tratar de introducirse
secretamente en el país, entonces la torre era también una atalaya última y
siempre alerta contra cualquiera que lograse burlar la vigilancia de Morgul y
de Ella-Laraña.
Sam entendía muy bien
que deslizarse por debajo de aquellos muros de muchos ojos y evitar la
vigilancia de la puerta era del todo imposible. Y aún si entraba, no podría
llegar muy lejos: el camino del otro lado de la puerta estaba vigilado, y ni
las sombras negras agazapadas en los recovecos donde no llegaba la luz roja lo
protegerían durante mucho tiempo de los orcos. Pero por desesperado que fuera
aquel camino, la empresa que ahora le aguardaba era mucho peor: no evitar la
puerta y escapar, sino trasponerla, a solas.
Pensó por un momento
en el Anillo, pero no encontró en él ningún consuelo, sólo peligro y miedo. Tan
pronto como viera el monte del Destino, ardiendo en lontananza, había notado un
cambio en el Anillo. A medida que se acercaba a los grandes hornos donde fuera
forjado y modelado, en los abismos del tiempo, el poder del Anillo aumentaba, y
se volvía cada vez más maligno, indomable excepto quizá para alguien de una
voluntad muy poderosa. Y aunque no lo llevaba en el dedo, sino colgado del
cuello en una cadena, Sam mismo se sentía como agigantado, como envuelto en una
enorme y deformada sombra de sí mismo, una amenaza funesta suspendida sobre los
muros de Mordor. Sabía que en adelante no le quedaba sino una alternativa:
resistirse a usar el Anillo, por mucho que lo atormentase; o reclamarlo, y
desafiar el poder aposentado en la fortaleza oscura del otro lado del valle de
las sombras. El Anillo lo tentaba ya, carcomiéndole la voluntad y la razón.
Fantasías descabelladas le invadían la mente; y veía a Samsagaz el Fuerte, el
Héroe de la Era, avanzando con una espada flamígera a través de la tierra
tenebrosa, y los ejércitos acudían a su llamada mientras corría a derrocar el
poder de Barad-dûr. Entonces se disipaban todas las nubes, y el sol blanco
volvía a brillar, y a una orden de Sam el valle de Gorgoroth se transformaba en
un jardín de muchas flores, donde los árboles daban frutos. No tenía más que
ponerse el Anillo en el dedo, y reclamarlo, y todo aquello podría convertirse
en realidad.
En aquella hora de
prueba fue sobre todo el amor a Frodo lo que le ayudó a mantenerse firme; y
además conservaba aún, en lo más hondo de sí mismo, el indomable sentido común
de los hobbits: bien sabía que no estaba hecho para cargar semejante fardo aún
en el caso de que aquellas visiones de grandeza no fueran sólo un señuelo. El
pequeño jardín de un jardinero libre era lo único que respondía a los gustos y
a las necesidades de Sam; no un jardín agigantado hasta las dimensiones de un
reino; el trabajo de sus propias manos, no las manos de otros bajo sus órdenes.
«Y además todas
estas fantasías no son más que una trampa», se dijo. «Me descubriría y
caería sobre mí, antes que yo pudiera gritar. Si ahora me pusiera el Anillo me
descubriría, y muy rápidamente, en Mordor. Y bien, todo cuanto puedo decir es
que la situación me parece tan desesperada como una helada en primavera. ¡Justo
cuando hacerme invisible podría ser realmente útil, no puedo utilizar el
Anillo! Y si encuentro alguna vez un modo de seguir adelante, no será más que
un estorbo, y una carga más pesada a cada paso. ¿Qué tengo que hacer, entonces?»
En el fondo, no le
quedaba a Sam ninguna duda. Sabía que tenía que bajar hasta la puerta, y sin
más dilación. Con un encogimiento de hombros, como para ahuyentar las sombras y
alejar a los fantasmas, comenzó lentamente el descenso. A cada paso se sentía
más pequeño. No había avanzado mucho, y ya era otra vez un hobbit disminuido y
aterrorizado. Ahora pasaba justo por debajo del muro de la torre, y sus oídos
naturales escuchaban claramente los gritos y el fragor de la lucha. En aquel
momento los ruidos parecían venir del patio detrás del muro exterior.
Sam había recorrido
casi la mitad del camino, cuando dos orcos aparecieron corriendo en el portal
oscuro y salieron al resplandor rojo. No se volvieron a mirarlo. Iban hacia el
camino principal; pero en plena carrera se tambalearon y cayeron al suelo, y
allí se quedaron tendidos e inmóviles. Sam no había visto flechas, pero supuso
que habían sido abatidos por otros orcos apostados en los muros o escondidos a
la sombra del portal. Siguió avanzando, pegado al muro de la izquierda. Una
sola mirada le había bastado para comprender que no tenía ninguna esperanza de
escalarlo. La pared de piedra, sin grietas ni salientes, tenía unos treinta pies
[10 metros] de
altura, y culminaba en un alero de gradas invertidas. La puerta era el único
camino.
Continuó adelante,
sigilosamente, preguntándose cuántos orcos vivirían en la torre junto con
Shagrat, y con cuántos contaría Gorbag, y cuál sería el motivo de la pelea, si
en verdad era una pelea. Le había parecido que la compañía de Shagrat estaba
compuesta de unos cuarenta orcos, y la de Gorbag de más del doble; pero la
patrulla de Shagrat no era por supuesto más que una parte de la guarnición.
Casi con seguridad estaban disputando a causa de Frodo y del botín. Sam se
detuvo un segundo, pues de pronto las cosas le parecieron claras, casi como si
las tuviera delante de los ojos. ¡La cota de malla de mithril! Frodo,
como es natural, la llevaba puesta, y los orcos tenían que haberla descubierto.
Y por lo que Sam había oído, Gorbag la codiciaba. Pero las órdenes de la Torre
Oscura eran por ahora la única protección de Frodo, y en caso de que fueran
desacatadas, Frodo podía morir en cualquier momento.
«¡Adelante,
miserable holgazán!», se increpó Sam. «¡A la carga!» Desenvainó a Dardo y se precipitó hacia la puerta. Pero en el
preciso momento en que estaba a punto de pasar bajo la gran arcada, sintió un
choque: como si hubiese tropezado con una especie de tela parecida a la de Ella-Laraña,
pero invisible. No veía ningún obstáculo, y sin embargo algo demasiado poderoso
le cerraba el camino. Miró alrededor, y entonces, a la sombra de la puerta, vio
a los dos centinelas.
Eran como grandes
figuras sentadas en tronos. Cada una de ellas tenía tres cuerpos unidos,
coronados por tres cabezas que miraban adentro, afuera, y al portal. Las caras
eran de buitre, y las manos que apoyaban sobre las rodillas eran como garras.
Parecían esculpidos en enormes bloques de piedra: impasibles, pero a la vez
vigilantes: algún espíritu maléfico y alerta habitaba en ellos. Reconocían a un
enemigo: visible o invisible, ninguno escapaba. Le impedían la entrada, o la
fuga.
Sam tomó aliento y se lanzó
una vez más hacia adelante, pero se detuvo en seco, trastabillando como si le
hubiesen asestado un golpe en el pecho y en la cabeza. Entonces, en un arranque
de audacia, porque no se le ocurría ninguna otra solución, inspirado por una
idea repentina, sacó con lentitud el frasco de Galadriel y lo levantó. La luz
blanca se avivó rápidamente, dispersando las sombras bajo la arcada oscura.
Allí estaban, frías e inmóviles, las figuras monstruosas de los centinelas. Por
un instante vislumbró un centelleo en las piedras negras de los ojos, de una
malignidad sobrecogedora, pero poco a poco sintió que la voluntad de los centinelas
empezaba a flaquear y se desmoronaba en miedo.
Pasó de un salto por
delante de ellos, pero en ese instante, mientras volvía a guardar el frasco en
el pecho, sintió tan claramente como si una barra de acero hubiera descendido
de golpe detrás de él, que habían redoblado la vigilancia. Y de las cabezas
maléficas brotó un alarido estridente que retumbó en los muros. Y como una
señal de respuesta resonó lejos, en lo alto, una campanada única.
—¡Bueno, bueno!—dijo
Sam—. ¡Parece que he llamado a la puerta principal! ¡Pues bien, a ver si acude
alguien!—gritó—. ¡Anunciadle al capitán Shagrat que ha llamado el gran guerrero
elfo, y que trae consigo la espada élfica!
Ninguna respuesta. Sam
se adelantó a grandes pasos. Dardo
le centelleaba en la mano con una luz azul. Las sombras eran profundas en el
patio, pero alcanzó a ver que el pavimento estaba sembrado de cadáveres. Justo
a sus pies yacían dos arqueros orcos apuñalados por la espalda. Un poco más
lejos había muchos más, algunos aparte, como abatidos por una estocada o un
flechazo, otros en parejas, como sorprendidos en plena lucha, muertos en el
acto mismo de apuñalar, estrangular, morder. Los pies resbalaban en las
piedras, cubiertas de sangre negra.
Sam notó que había dos
uniformes diferentes, uno marcado con la insignia del Ojo Rojo, el otro con una
luna desfigurada en una horrible efigie de la muerte; pero no se detuvo a
observarlos más de cerca. Del otro lado del patio, al pie de la torre, vio una
puerta grande; estaba entreabierta y por ella salía una luz roja; un orco
corpulento yacía sin vida en el umbral. Sam saltó por encima del cadáver y
entró; y entonces miró alrededor, desorientado.
Un corredor amplio y
resonante conducía otra vez desde la puerta al flanco de la montaña. Estaba
iluminado por la lumbre incierta de unas antorchas en los tederos de los muros,
y el fondo se perdía en las tinieblas. A uno y otro lado había numerosas puertas
y aberturas; pero salvo dos o tres cuerpos más tendidos en el suelo el corredor
estaba vacío. Por lo que había oído de la conversación de los capitanes, Sam
sabía que vivo o muerto era probable que Frodo se encontrase en una estancia de
la atalaya más alta; pero quizás él tuviera que buscar un día entero antes de
encontrar el camino.
«Supongo que ha de
estar en la parte de atrás», murmuró. «Toda la torre crece hacia atrás.
Y de cualquier modo convendrá que siga esas luces.»
Avanzó por el
corredor, pero ahora con lentitud; cada paso era más trabajoso que el anterior.
El terror volvía a dominarlo. No oía otro ruido que el roce de sus pies, que
parecía crecer y resonar como palmadas gigantescas sobre las piedras. Los
cuerpos sin vida; el vacío; las paredes negras y húmedas que a la luz de las
antorchas parecían rezumar sangre; el temor de que una muerte súbita lo
acechase detrás de cada puerta, en cada sombra; y la imagen siempre presente de
los centinelas siniestros que custodiaban la entrada: era casi más de lo que
Sam se sentía capaz de afrontar. Una lucha (con no demasiados adversarios a la
vez), hubiera sido preferible a aquella incertidumbre espantosa. Hizo un
esfuerzo por pensar en Frodo, que en alguna parte de este sitio terrible yacía
dolorido o muerto. Continuó avanzando.
Había dejado atrás las
antorchas, y llegado casi a una gran puerta abovedada en el fondo del corredor
(la cara interna de la puerta subterránea, adivinó), cuando desde lo alto se
elevó un grito aterrador y sofocado. Sam se detuvo en seco. En seguida oyó
pasos que se acercaban. Allí, justo por encima de él, alguien bajaba de prisa
una escalera.
La voluntad de Sam,
lenta y debilitada, no pudo contener el movimiento de la mano: tironeando de la
cadena, aferró el Anillo. Pero no llegó a ponérselo en el dedo, pues en el
preciso instante en que lo apretaba contra el pecho, un orco saltó de un vano
oscuro a la derecha, y se precipitó hacia él. Cuando estuvo a no más de seis
pasos de distancia, levantó la cabeza y descubrió a Sam. Sam oyó la respiración
jadeante del orco, y vio el fulgor de los ojos inyectados en sangre. El orco se
detuvo, despavorido. Porque lo que vio no fue un hobbit pequeño y asustado
tratando de sostener con mano firme una espada: vio una gran forma silenciosa,
embozada en una sombra gris, que se erguía ante él a la trémula luz de las
antorchas; en una mano esgrimía una espada, cuya sola luz era un dolor
lacerante; la otra la tenía apretada contra el pecho, escondiendo alguna
amenaza innominada de poder y destrucción.
El orco se agazapó un
momento, y en seguida, con un alarido espeluznante dio media vuelta y huyó por
donde había venido. Jamás un perro a la vista de la inesperada fuga de un
adversario con el rabo entre las piernas se sintió más envalentonado que Sam en
aquel momento. Con un grito de triunfo, partió en persecución del fugitivo.
—¡Sí! ¡El guerrero
elfo anda suelto!—exclamó—. Ya voy y te alcanzo. ¡O me indicas el camino para
subir, o te desuello!
Pero el orco estaba en
su propia guarida, era ágil, y corría bien. Sam era un extraño, y estaba
hambriento y cansado. La escalera subía en espiral, alta y empinada. Sam empezó
a respirar con dificultad. Y el orco no tardó en desaparecer, y ya sólo se oía,
cada vez más débil, el golpeteo de los pies que corrían y trepaban. De tanto en
tanto el orco lanzaba un grito y el eco resonaba en las paredes. Pero poco a
poco los pasos se perdieron a lo lejos.
Sam avanzaba
pesadamente. Tenía la impresión de estar en el buen camino y esto le daba
nuevos ánimos. Soltó el Anillo y se ajustó el cinturón. —¡Bravo!—dijo—. Si a
todos les disgustamos tanto, Dardo
y yo, las cosas pueden terminar mejor de lo que yo pensaba. En todo caso,
parece que Shagrat, Gorbag y compañía han hecho casi todo mi trabajo. ¡Fuera de
esa rata asustada, creo que no queda nadie con vida en este lugar!
Y entonces se detuvo
bruscamente como si se hubiese golpeado la cabeza contra el muro de piedra. De
pronto, con la fuerza de un golpe, entendió lo que acababa de decir. ¡No queda
nadie con vida! ¿De quién había sido entonces aquel escalofriante grito de
agonía? —¡Frodo, Frodo! ¡Mi amo!—gritó, casi sollozando—. Si te han matado ¿qué
haré? Bueno, estoy llegando al final, a la cúspide, y veré lo que haya que ver.
Subía y subía. Salvo
una que otra antorcha encendida en un recodo de la escalera, o junto a una de
las entradas que conducían a los niveles superiores de la torre, todo era
oscuridad. Sam trató de contar los peldaños, pero después de los doscientos
perdió la cuenta. Ahora avanzaba con sigilo, pues creía oír unas voces que
hablaban un poco más arriba. Al parecer, quedaba con vida más de una rata.
De pronto, cuando
empezaba a sentir que le faltaba el aliento, que las rodillas no le obedecían,
la escalera terminó. Sam se quedó muy quieto. Las voces se oían ahora fuertes y
cercanas. Miró a su alrededor. Había subido hasta el techo plano del tercer
nivel, el más elevado de la torre: un espacio abierto de unas veinte yardas [18 metros] de lado, rodeado de un parapeto bajo. En el centro mismo de la
terraza desembocaba la escalera, cubierta por una cámara pequeña y abovedada,
con puertas bajas orientadas al este y al oeste. Abajo, hacia el este, Sam vio
la llanura dilatada y sombría de Mordor, y a lo lejos la montaña incandescente.
Una nueva marejada hervía ahora en los cauces profundos, y los ríos de fuego
ardían tan vivamente que aún a muchas millas de distancia iluminaban la torre
con un resplandor bermejo. La base de la torre de atalaya, cuyo cuerno superaba
en altura las crestas de las colinas próximas, ocultaba el oeste. En una de las
troneras brillaba una luz. La puerta asomaba a no más de diez yardas [9 metros] de Sam. Estaba en tinieblas pero abierta, y de allí, de la oscuridad,
venían las voces.
Al principio Sam no
les prestó atención; dio un paso hacia afuera por la puerta del este y miró
alrededor. Al instante advirtió que allá arriba la lucha había sido más
cruenta. El patio estaba atiborrado de cadáveres, cabezas y miembros de orcos
mutilados. Un olor a muerte flotaba en el lugar. Se oyó un gruñido, seguido de
un golpe y un grito, y Sam buscó de prisa un escondite. Una voz de orco se
elevó, iracunda, y él la reconoció en seguida, áspera, brutal y fría: era
Shagrat, capitán de la torre.
—¿Así que no volverás?
¡Maldito seas, Snaga, gusano infecto! Te equivocas si crees que estoy tan
estropeado como para que puedas burlarte de mí. Ven, y te arrancaré los ojos,
como se los acabo de arrancar a Radbug. Y cuando lleguen algunos muchachos de
refuerzo, me ocuparé de ti: te mandaré a Ella-Laraña.
—No vendrán, no antes
de que hayas muerto, en todo caso—respondió Snaga con acritud—. Te dije dos
veces que los cerdos de Gorbag fueron los primeros en llegar a la puerta, y que
de los nuestros no salió ninguno. Lagduf y Muzgash consiguieron escapar, pero
los mataron. Lo vi desde una ventana, te lo aseguro. Y fueron los últimos.
—Entonces tienes que
ir. De todos modos yo estoy obligado a quedarme. ¡Que los pozos negros se
traguen a ese inmundo rebelde de Gorbag!—La voz de Shagrat se perdió en una retahíla
de insultos y maldiciones. —Él se llevó la peor parte, pero consiguió
apuñalarme antes que yo lo estrangulase. Irás, o te comeré vivo. Es preciso que
las noticias lleguen a Lugbúrz, o los dos iremos a parar a los pozos negros.
Sí, tú también. No creas que te salvarás escondiéndote aquí.
—No pienso volver a
bajar por esa escalera—gruñó Snaga—, seas o no mi capitán. ¡Nooo! Y aparta las
manos de tu cuchillo, o te ensartaré una flecha en las tripas. No serás capitán
por mucho tiempo cuando ellos se enteren de todo lo que pasó. Combatí por la torre
contra esas pestilentes ratas de Morgul, pero menudo desastre habéis provocado
vosotros dos, valientes capitanes, al disputaros el botín.
—Ya has dicho bastante—gruñó
Shagrat—. Yo tenía órdenes. Fue Gorbag quien empezó, al tratar de birlarme la
bonita camisa.
—Sí, pero tú lo
sacaste de sus casillas, con tus aires de superioridad. Y, de todos modos, él
fue más sensato que tú. Te dijo más de una vez que el más peligroso de estos
espías todavía anda suelto, y no quisiste escucharlo. Y ahora tampoco quieres
escuchar. Te digo que Gorbag tenía razón. Hay un gran guerrero que anda
merodeando por aquí, uno de esos elfos sanguinarios, o uno de esos tarcos
inmundos. Te digo que viene hacia aquí. Has oído la campana. Pudo eludir a los centinelas,
y eso es cosa de tarcos. Está en la escalera. Y hasta que no salga de
allí, no pienso bajar. Ni aunque fuera un nazgûl lo haría.
—Con que esas tenemos
¿eh?—aulló Shagrat—. ¿Harás esto, y no harás aquello? ¿Y cuando llegue, saldrás
disparado y me abandonarás? ¡No, no lo harás! ¡Antes te llenaré la panza de
agujeros rojos!
Por la puerta de la
torre de atalaya salió volando Snaga, el orco más pequeño. Y detrás de él apareció
Shagrat, un orco enorme cuyos largos brazos, al correr encorvado, tocaban el
suelo. Pero uno de los brazos le colgaba inerte, y parecía estar sangrando; con
el otro apretaba un gran bulto negro. Desde detrás de la puerta de la escalera,
Sam alcanzó a ver a la luz roja la cara maligna del orco: estaba marcada como
por garras afiladas y embadurnada de sangre; de los colmillos salientes le
goteaba la baba; la boca gruñía como un animal.
Por lo que Sam pudo
ver, Shagrat persiguió a Snaga alrededor del techo hasta que el orco más
pequeño se agachó y logró esquivarlo; dando un alarido, corrió hacia la torre y
desapareció. Shagrat se detuvo. Desde la puerta que miraba al este, Sam lo veía
ahora junto al parapeto, jadeando, abriendo y cerrando débilmente la garra
izquierda. Dejó el bulto en el suelo, y con la garra derecha extrajo un gran
cuchillo rojo y escupió sobre él. Fue hasta el parapeto, e inclinándose se
asomó al lejano patio exterior. Gritó dos veces pero no le respondieron.
De pronto, mientras
Shagrat seguía inclinado sobre la almena, de espaldas al techo, Sam vio con
asombro que uno de los supuestos cadáveres empezaba a moverse: se arrastraba.
Estiró una garra y tomó el bulto. Se levantó, tambaleándose. La otra mano
empuñaba una lanza de punta ancha y mango corto y quebrado. La alzó
preparándose para asestar una estocada mortal. De pronto, un siseo se le escapó
entre los dientes, un jadeo de dolor o de odio. Rápido como una serpiente
Shagrat se hizo a un lado, dio media vuelta y hundió el cuchillo en la garganta
del enemigo.
—¡Te pesqué, Gorbag!—vociferó—.
No estabas muerto del todo ¿eh? Bueno, ahora completaré mi obra. —Saltó sobre
el cuerpo caído, pateándolo y pisoteándolo con furia, mientras se agachaba una
y otra vez para acuchillarlo. Satisfecho al fin, levantó la cabeza con un
horrible y gutural alarido de triunfo. Lamió el puñal, se lo puso entre los
dientes, y recogiendo el bulto se encaminó cojeando hacia la puerta más cercana
de la escalera.
Sam no tuvo tiempo de
reflexionar. Hubiera podido escabullirse por la otra puerta, pero difícilmente
sin ser visto; y no hubiera podido jugar mucho tiempo al escondite con aquel
orco abominable. Hizo sin duda lo mejor que podía hacer en aquellas
circunstancias. Dio un grito, y salió de un salto al encuentro de Shagrat. Aunque
ya no lo apretaba contra el pecho, el Anillo estaba presente: un poder oculto,
una amenaza para los esclavos de Mordor; y en la mano tenía a Dardo, cuya luz hería los ojos del orco como el
centelleo de las estrellas crueles en los temibles países élficos, y que se
aparecían a los de su raza en unas pesadillas de terror helado. Y Shagrat no
podía pelear y retener al mismo tiempo el tesoro. Se detuvo, gruñendo,
mostrando los colmillos. Entonces una vez más, a la manera de los orcos, saltó
a un lado, y utilizando el pesado bulto como arma y escudo, en el momento en
que Sam se abalanzaba sobre él, se lo arrojó con fuerza a la cara. Sam
trastabilló, y antes que pudiera recuperarse, Shagrat corría ya escaleras
abajo.
Sam se precipitó
detrás maldiciendo, pero no llegó muy lejos. Pronto le volvió a la mente el
pensamiento de Frodo, y recordó que el otro orco había entrado en la torre. Se
encontraba ante otra terrible disyuntiva, y no era tiempo de ponerse a pensar.
Si Shagrat lograba huir, pronto regresaría con refuerzos. Pero si Sam lo
perseguía, el otro orco podía cometer entre tanto alguna atrocidad. Y de todos
modos, quizá Sam no alcanzara a Shagrat, o quizás él lo matara. Se volvió con
presteza y corrió escaleras arriba. «Me imagino que he vuelto a equivocarme»,
suspiró. «Pero ante todo tengo que subir a la cúspide pase lo que pase.»
Allá abajo Shagrat
descendió saltando las escaleras, cruzó el patio y traspuso la puerta, siempre
llevando la preciosa carga. Si Sam hubiera podido verlo e imaginarse las
tribulaciones que desencadenaría esta fuga, quizás habría vacilado. Pero ahora
estaba resuelto a proseguir la busca hasta el fin. Se acercó con cautela a la
puerta de la torre y entró. Dentro, todo era oscuridad. Pero pronto la mirada alerta
del hobbit distinguió una luz tenue a la derecha. Venía de una abertura que
daba a otra escalera estrecha y oscura: y parecía subir en espiral alrededor de
la pared exterior de la torre. Arriba, en algún lugar, brillaba una antorcha.
Sam empezó a trepar en
silencio. Llegó hasta la antorcha que vacilaba en lo alto de una puerta a la
izquierda, frente a una tronera que miraba al oeste: uno de los ojos rojos que
Frodo y él vieran desde abajo a la entrada del túnel. Pasó la puerta
rápidamente y subió de prisa hasta la segunda rampa, temiendo a cada momento
que lo atacaran o unos dedos lo estrangularan apretándole el cuello desde
atrás. Se acercó a una ventana que miraba al este; otra puerta iluminada por
una antorcha se abría a un corredor en el centro de la torre. La puerta estaba
entornada y el corredor a oscuras, excepto por la lumbre de la antorcha y el
resplandor rojo que se filtraba a través de la tronera. Pero aquí la escalera
se interrumpía. Sam se deslizó por el corredor. A cada lado había una puerta
baja; las dos estaban cerradas y trancadas. No se oía ningún ruido.
«Un callejón sin
salida», masculló Sam, «¡después de tanto subir! No es posible que esta
sea la cúspide de la torre. ¿Pero qué puedo hacer ahora?»
Volvió a todo correr a
la rampa inferior y probó la puerta. No se movió. Subió otra vez corriendo; el
sudor empezaba a gotearle por la cara. Sentía que cada minuto era precioso,
pero uno a uno se le escapaban; y nada podía hacer. Ya no le preocupaba Shagrat
ni Snaga ni ningún orco alguna vez nacido. Sólo quería encontrar a Frodo,
volver a verle la cara, tocarle la mano.
Por fin, cansado y
sintiéndose vencido, se sentó en un escalón, bajo el nivel del suelo del
corredor, y hundió la cabeza entre las manos. El silencio era inquietante. La
antorcha ya casi consumida chisporroteó y se extinguió; y las tinieblas lo
envolvieron como una marea. De pronto, sorprendido él mismo, impulsado no sabía
por qué pensamiento oculto, al término de aquella larga e infructuosa travesía,
Sam se puso a cantar en voz baja.
En aquella torre fría
y oscura la voz de Sam sonaba débil y temblorosa: la voz de un hobbit
desesperanzado y exhausto que un orco nunca podría confundir con el canto claro
de un señor de los elfos. Canturreó viejas tonadas infantiles de La Comarca, y
fragmentos de los poemas del señor Bilbo que le venían a la memoria como
visiones fugitivas del hogar. Y de pronto, como animado por una nueva fuerza,
la voz de Sam vibró, improvisando palabras que se ajustaban a aquella tonada
sencilla.
Quizá en el oeste, con la primavera
las aguas corren al sol,
dan brotes los árboles, las
flores despiertan,
y alegre canta el pinzón.
O quizá sin nubes la noche se
asoma
y se mecen en las hayas
élficas estrellas, como
blancas joyas
en sus cabellos de ramas.
Aunque yazgo aquí, al final
del viaje
en la oscuridad profunda,
allende las torres más
fuertes y grandes
y las montañas abruptas
por sobre las sombras todavía
el sol
cabalga entre las estrellas:
no termina el día, y no diré
adiós
a las estrellas eternas.[17]
—Más allá de todas
las torres altas y poderosas—recomenzó, y se interrumpió de golpe. Creyó
oír una voz lejana que le respondía. Pero ahora no oía nada. Sí, algo oía, pero
no una voz: pasos que se acercaban. Arriba en el corredor se abrió una puerta:
rechinaban los goznes. Sam se acurrucó, escuchando. La puerta se cerró con un
golpe sordo; y la voz gruñona de un orco resonó en el corredor.
—¡Eh! ¡Tú ahí arriba,
rata de albañal! Acaba con tus chillidos, o iré a arreglar cuentas contigo. ¿Me
has oído?
No hubo respuesta.
—Está bien—refunfuñó
Snaga—. De todos modos iré a echarte un vistazo, a ver en qué andas.
Los goznes volvieron a
rechinar, y Sam, espiando desde el umbral del pasadizo, vio el parpadeo de una
luz en un portal abierto, y la silueta imprecisa de un orco que se aproximaba.
Parecía cargar una escalera de mano. Y de pronto comprendió: el acceso a la
cámara más alta era una puerta trampa en el techo del corredor. Snaga lanzó la
escalerilla hacia arriba, la afirmó, y trepó por ella hasta desaparecer. Sam lo
oyó quitar un cerrojo. Luego la voz aborrecible habló de nuevo.
—¡Te quedas quieto, o
las pagarás! Sospecho que ya no vivirás mucho; pero si no quieres que el baile
empiece ahora mismo, cierra el pico, ¿me has oído? ¡Aquí va una muestra! —Y se
oyó el restallido de un látigo.
Una furia repentina se
encendió entonces en el corazón de Sam. Se levantó de un salto, corrió y trepó
como un gato por la escalerilla. Asomó la cabeza en el suelo de una amplia
cámara redonda. Una lámpara roja colgaba del techo; la tronera que miraba al
este era alta y estaba oscura. En el suelo junto a la pared y bajo la ventana
yacía una forma, y sobre ella, a horcajadas, se veía la figura negra de un
orco. Levantó el látigo por segunda vez, pero el golpe nunca cayó.
Sam, Dardo en mano, lanzó un grito y entró en la
habitación. El orco giró en redondo, pero antes que pudiera hacer un solo
movimiento, Sam le cortó la mano que empuñaba el látigo. Aullando de dolor y de
miedo, en un intento desesperado, el orco se arrojó de cabeza contra Sam. La
estocada siguiente no dio en el blanco; Sam perdió el equilibrio y al caer
hacia atrás se aferró al orco que se derrumbaba sobre él. Antes que pudiera
incorporarse oyó un alarido y un golpe sordo. Mientras huía, el orco había
chocado con el cabezal de la escalerilla, precipitándose por la abertura de la
puerta trampa. Sam no se ocupó más de él. Corrió hacia la figura encogida en el
suelo. Era Frodo.
Estaba desnudo, y
yacía como desvanecido sobre un montón de trapos mugrientos; tenía el brazo
levantado, protegiéndose la cabeza, y la huella cárdena de un latigazo le
marcaba el flanco.
—¡Frodo! ¡Querido
señor Frodo!—gritó Sam, casi cegado por las lágrimas—. ¡Soy Sam, he llegado!—
Levantó a medias a su amo y lo estrechó contra el pecho. Frodo abrió los ojos.
—¿Todavía estoy
soñando?—musitó—. Pero los otros sueños eran pavorosos.
—No, mi amo, no está
soñando—dijo Sam—. Es real. Soy yo. He llegado.
—Casi no puedo creerlo—dijo
Frodo, aferrándose a él—. ¡Había un orco con un látigo, y de pronto se
transforma en Sam! Entonces, después de todo, no estaba soñando cuando oí
cantar ahí abajo, y traté de responder. ¿Eras tú?
—Sí, señor Frodo, era
yo. Casi había perdido las esperanzas. No podía encontrarlo a usted.
—Bueno, ahora me has
encontrado, querido Sam—dijo Frodo, y se reclinó en los brazos afectuosos de
Sam, y cerró los ojos como un niño que descansa tranquilo cuando una mano o una
voz amada han ahuyentado los miedos de la noche.
Sam hubiera deseado
permanecer así, eternamente feliz, hasta el fin del mundo: pero no le estaba
permitido. No bastaba que hubiera encontrado a Frodo, todavía tenía que tratar
de salvarlo. Le besó la frente.
—¡Vamos! ¡Despierte,
señor Frodo!—dijo, procurando parecer tan animado como cuando en Bolsón Cerrado
abría las cortinas de la alcoba en las mañanas de estío.
Frodo suspiró y se
incorporó. —¿Dónde estamos? ¿Cómo llegué aquí?—preguntó.
—No hay tiempo para
historias hasta que lleguemos a alguna otra parte, señor Frodo—dijo Sam—. Pero
estamos en la cúspide de la torre que usted y yo vimos allá abajo, cerca del
túnel, antes que los orcos lo capturasen. Cuánto tiempo hace de esto, no lo sé.
Más de un día, sospecho.
—¿Nada más?—dijo Frodo—.
Parece que fueran semanas. Si hay una oportunidad, tendrás que contármelo todo.
Algo me golpeó ¿no es así? Y me hundí en las tinieblas y en sueños
horripilantes, y al despertar descubrí que la realidad era peor aún. Estaba
rodeado de orcos. Creo que me habían estado echando por la garganta algún
brebaje inmundo y ardiente. La cabeza se me iba despejando, pero me sentía
dolorido y agotado. Me desnudaron por completo, y luego vinieron dos bestias
gigantescas y me interrogaron, me interrogaron hasta que creí volverme loco; y
me acosaban, y se regodeaban viéndome sufrir, y mientras tanto acariciaban los
cuchillos. Nunca podré olvidar aquellas garras, aquellos ojos.
—No los olvidará, si
sigue hablando de ellos, señor Frodo—dijo Sam—. Si no queremos verlos otra vez,
cuanto antes salgamos de aquí, mejor que mejor. ¿Puede caminar?
—Sí, puedo—dijo Frodo,
mientras se ponía de pie con lentitud—. No estoy herido, Sam. Sólo que me
siento muy fatigado, y me duele aquí. —Se tocó la nuca por encima del hombro
izquierdo. Y cuando se irguió, Sam tuvo la impresión de que estaba envuelto en
llamas: a la luz de la lámpara que pendía del techo la piel desnuda de Frodo
tenía un tinte escarlata. Dos veces recorrió Frodo la habitación de extremo a
extremo.
»¡Me siento mejor!—dijo,
un tanto reanimado—. No me atrevía ni a moverme cuando me dejaban solo, pues en
seguida venía uno de los guardias. Hasta que comenzó la pelea y el griterío.
Los dos brutos grandes: se peleaban, creo. Por mí o por mis cosas. Y yo yacía
allí, aterrorizado. Y luego siguió un silencio de muerte, lo que era aún peor.
—Sí, se pelearon,
evidentemente—dijo Sam—. Creo que había aquí más de doscientas de esas
criaturas infectas. Demasiado para Sam Gamyi, se podría decir. Pero se mataron
todos entre ellos. Fue una suerte, pero es un tema demasiado largo para
inventar una canción, hasta que hayamos salido de aquí. ¿Qué haremos ahora?
Usted no puede pasearse en cueros por la Tierra Tenebrosa, señor Frodo.
—Se han llevado todo,
Sam—dijo Frodo—. Todo lo que tenía. ¿Entiendes? ¡Todo!—Se acurrucó otra vez en
el suelo con la cabeza gacha, abrumado por la desesperación, al comprender, a
medida que hablaba, la magnitud del desastre. —La misión ha fracasado, Sam. Aunque
logremos salir de aquí, no podremos escapar. Sólo quizá los elfos. Lejos, lejos
de la Tierra Media, allá del otro lado del mar. Si es bastante ancho para
escapar a la mano de la sombra.
—No, no todo, señor
Frodo. Y no ha fracasado, aún no. Yo lo tomé, señor Frodo, con el perdón de
usted. Y lo he guardado bien. Ahora lo tengo colgado del cuello, y por cierto
que es una carga terrible. —Sam buscó a tientas el Anillo en la cadena. —Pero
supongo que tendré que devolvérselo. Ahora que había llegado el momento, Sam se
resistía a dejar el Anillo y cargar nuevamente a su amo con aquel fardo.
—¿Lo tienes?—jadeó
Frodo—. ¿Lo tienes aquí? ¡Sam, eres una maravilla!—De improviso, la voz de
Frodo cambió extrañamente. —¡Dámelo!—gritó, poniéndose de pie, y extendiendo
una mano trémula—. ¡Dámelo ahora mismo! ¡No es para ti!
—Está bien, señor
Frodo—dijo Sam, un tanto sorprendido—. ¡Aquí lo tiene! Sacó lentamente el
Anillo y se pasó la cadena por encima de la cabeza. —Pero usted está ahora en
el país de Mordor, señor; y cuando salga, verá la montaña de fuego, y todo lo
demás. Ahora el Anillo le parecerá muy peligroso, y una carga muy pesada de
soportar. Si es una faena demasiado ardua, yo quizá podría compartirla con
usted.
—¡No, no!—gritó Frodo,
arrancando el Anillo y la cadena de las manos de Sam—. ¡No, no lo harás,
ladrón!—Jadeaba, mirando a Sam con los ojos grandes de miedo y hostilidad.
Entonces, de pronto, cerrando el puño con fuerza alrededor del Anillo, se
interrumpió, espantado. Se pasó una mano por la frente dolorida, como disipando
una niebla que le empañaba los ojos. La visión abominable le había parecido tan
real, atontado como estaba aún a causa de la herida y el miedo. Había visto
cómo Sam se transformaba otra vez en un orco, una pequeña criatura infecta de
boca babeante, que pretendía arrebatarle un codiciado tesoro. Pero la visión ya
había desaparecido. Ahí estaba Sam de rodillas, la cara contraída de pena, como
si le hubieran clavado un puñal en el corazón, los ojos arrasados en lágrimas.
»¡Oh, Sam!—gritó Frodo—.
¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho? ¡Perdóname! Hiciste tantas cosas por mí. Es el
horrible poder del Anillo. Ojalá nunca, nunca lo hubiese encontrado. Pero no te
preocupes por mí, Sam. Tengo que llevar esta carga hasta el final. Nada puede
cambiar. Tú no puedes interponerte entre mí y este malhadado destino.
—Está bien, señor
Frodo—dijo Sam, mientras se restregaba los ojos con la manga—. Lo entiendo.
Pero todavía puedo ayudarlo ¿no? Tengo que sacarlo de aquí. En seguida,
¿comprende? Pero primero necesita algunas ropas y avíos, y luego algo de comer.
Las ropas serán lo más fácil. Como estamos en Mordor, lo mejor será vestirnos a
la usanza de Mordor; de todos modos no hay otra opción. Me temo que tendrán que
ser ropas orcas para usted, señor Frodo. Y para mí también. Si tenemos que ir
juntos, convendrá que estemos vestidos de la misma manera. ¡Ahora envuélvase en
esto!
Sam se desabrochó la
capa gris y la echó sobre los hombros de Frodo. Luego, desatándose la mochila,
la depositó en el suelo. Sacó a Dardo
de la vaina. La hoja de la espada apenas centelleaba. —Me olvidaba de esto,
señor Frodo—dijo—. ¡No, no se llevaron todo! No sé si usted recuerda que me
prestó a Dardo,
y el frasco de la dama. Todavía los tengo conmigo. Pero préstemelos un rato
más, señor Frodo. Iré a ver qué puedo encontrar. Usted quédese aquí. Camine un
poco y estire las piernas. Yo no tardaré. No tendré que alejarme mucho.
—¡Cuidado, Sam!—gritó
Frodo—. ¡Y date prisa! Puede haber orcos vivos todavía, esperando en acecho.
—Tengo que correr el
riesgo—dijo Sam. Fue hacia la puerta trampa y se deslizó por la escalerilla. Un
momento después volvió a asomar la cabeza. Arrojó al suelo un cuchillo largo.
—Ahí tiene algo que
puede serle útil—dijo—. Está muerto: el que le dio el latigazo. La prisa le
quebró el pescuezo, parece. Ahora, si puede, señor Frodo, levante la
escalerilla; y no la vuelva a bajar hasta que me oiga gritar la contraseña. Elbereth,
gritaré. Es lo que dicen los elfos. Ningún orco lo diría.
Frodo permaneció
sentado un rato, temblando, asaltado por una sucesión de imágenes aterradoras.
Luego se levantó, se ciñó la capa élfica, y para mantener la mente ocupada,
comenzó a pasearse de un lado a otro, escudriñando y espiando cada recoveco de
la prisión.
No había pasado mucho
tiempo, aunque a Frodo le pareció por lo menos una hora, cuando oyó la voz de
Sam que llamaba quedamente desde abajo: Elbereth, Elbereth. Frodo
soltó la escalerilla. Sam subió, resoplando; llevaba un bulto grande sobre la
cabeza. Lo dejó caer en el suelo con un golpe sordo.
—¡De prisa ahora,
señor Frodo!—dijo—. Tuve que buscar un buen rato hasta encontrar algo pequeño
como para nosotros. Tendremos que arreglarnos, pero de prisa. No he tropezado
con nadie, ni he visto nada, pero no estoy tranquilo. Creo que este lugar está
siendo vigilado. No lo puedo explicar, pero tengo la impresión de que uno de
esos horribles jinetes anda por aquí, volando en la oscuridad donde no se le
puede ver.
Abrió el atado. Frodo
miró con repugnancia el contenido, pero no había otro remedio: tenía que
ponerse esas prendas, o salir desnudo. Había un par de pantalones largos y
peludos confeccionados con el pellejo de alguna bestia inmunda, y una túnica
sucia de cuero. Se los puso. Sobre la túnica iba una cota de malla redonda,
corta para un orco adulto, pero demasiado larga para Frodo, y pesada por
añadidura. Se la ajustó con un cinturón, del que pendía una vaina corta con una
espada de hoja ancha y afilada. Sam había traído varios yelmos de orcos. Uno de
ellos le quedaba bastante bien a Frodo: un capacete negro con guarnición de
hierro, y argollas de hierro revestidas de cuero; sobre el cubrenariz en forma
de pico brillaba pintado en rojo el Ojo Maléfico.
—Las prendas de
Morgul, las de los hombres de Gorbag, nos habrían sentado mejor y eran de más
calidad—dijo Sam—; pero hubiera sido peligroso andar por Mordor con las
insignias de esa gente, después de los problemas que hubo aquí. Bien, ahí
tiene, señor Frodo. Un perfecto orco pequeño, si me permite el atrevimiento, o
lo parecería de verdad si pudiésemos cubrirle la cara con una máscara,
estirarle los brazos y hacerlo patizambo. Con esto disimulará algunas fallas
del disfraz. —Le puso sobre los hombros un amplio capote negro. —¡Ya está
pronto! A la salida podrá escoger un escudo.
—¿Y tú, Sam? ¿No
dijiste que iríamos vestidos los dos iguales?
—Bueno, señor Frodo,
he estado reflexionando—dijo Sam—. No es conveniente que deje mis cosas aquí,
pero tampoco podemos destruirlas. Y no me puedo poner una malla de orco encima
de todas mis ropas ¿no? Tendré que encapucharme de la cabeza a los pies.
Se arrodilló, y
doblando con cuidado la capa élfica, la convirtió en un rollo asombrosamente
pequeño. Lo guardó en la mochila que estaba en el suelo, e irguiéndose se la
cargó a la espalda; se puso en la cabeza un casco orco y se echó otro capote
negro sobre los hombros. —¡Listo!—dijo—. Ahora estamos iguales, casi. ¡Y es
hora de partir!
—No podré hacer todo
el trayecto en una sola etapa, Sam—dijo Frodo con una sonrisa forzada—. Me
imagino que habrás averiguado si hay posadas en el camino. ¿O has olvidado que
necesitaremos comer y beber?
—¡Córcholis, sí, lo
olvidé!—dijo Sam. Silbó, desanimado—. ¡Ay, señor Frodo, me ha dado usted un
hambre y una sed! No recuerdo cuándo fue la última vez que una gota o un bocado
me pasó por los labios. Tratando de encontrarlo a usted, no lo he pensado más.
¡Pero espere! La última vez que miré todavía me quedaba bastante de ese pan del
camino, y lo que nos dio el capitán Faramir, como para mantenernos en pie un
par de semanas. Pero si en mi botella queda algo, no ha de ser más que una
gota. De ninguna manera va a alcanzar para dos. ¿Acaso los orcos no comen, no
beben? ¿O sólo viven de aire rancio y de veneno?
—No, comen y beben,
Sam. La sombra que los engendró sólo puede remedar, no crear: no seres
verdaderos, con vida propia. No creo que haya dado vida a los orcos, pero los
malogró y los pervirtió; y si están vivos, tienen que vivir como los otros
seres vivos. Se alimentarán de aguas estancadas y carnes putrefactas, si no
consiguen otra cosa, pero no de veneno. A mí me han dado de comer, y estoy en
mejores condiciones que tú. Por aquí, en alguna parte, tiene que haber agua y
víveres.
—Pero no hay tiempo
para buscarlos—dijo Sam.
—Bueno, las cosas no
pintan tan mal como piensas—dijo Frodo—. En tu ausencia tuve un golpe de
suerte. En realidad, no se llevaron todo. Encontré mi saco de provisiones entre
algunos trapos tirados en el suelo. Lo revisaron, naturalmente. Pero supongo que
el aspecto y el olor de las lembas les repugnó tanto o más que a Gollum.
Las encontré desparramadas por el suelo y algunas estaban rotas y pisoteadas,
pero pude recogerlas. No es mucho más de lo que tú tienes. En cambio se
llevaron las provisiones de Faramir, y acuchillaron la cantimplora.
—Bueno, no hay nada
más que hablar—dijo Sam—. Tenemos lo suficiente para ahora. Pero lo del agua va
a ser un problema. No importa, señor Frodo, ¡coraje! En marcha, o de nada nos
servirá todo un lago.
—No, no me moveré de
aquí hasta que hayas comido, Sam—dijo Frodo—. Aquí tienes, come esta galleta
élfica, y bébete la última gota de tu botella. Esta aventura es un desatino y
no vale la pena preocuparse por el mañana. Lo más probable es que no llegue.
Al fin se pusieron en
marcha. Bajaron por la escalera de mano, y Sam la descolgó y la dejó en el
pasadizo junto al cuerpo encogido del orco. La escalera estaba en tinieblas,
pero en el tejado se veía aún el resplandor de la montaña, ahora de un rojo
mortecino. Recogieron dos escudos para completar el disfraz, y siguieron
caminando.
Bajaron pesadamente la
larga escalera. La cámara de la torre donde se habían reencontrado parecía casi
acogedora ahora que estaban otra vez al aire libre, y el terror corría a lo
largo de los muros. Aunque todo hubiera muerto en la torre de Cirith Ungol,
ésta se alzaba aún envuelta en miedo y maldad.
Llegaron por fin a la
puerta del patio exterior y se detuvieron. Ya allí podían sentir sobre ellos la
malicia de los centinelas. Formas negras y silenciosas apostadas a cada lado de
la puerta, por la que alcanzaban a verse los fulgores de Mordor. Los pies les
pesaban cada vez más a medida que avanzaban entre los cadáveres repugnantes de
los orcos. Y aún no habían llegado a la arcada cuando algo los paralizó.
Intentar dar un paso más era doloroso y agotador para la voluntad y para los
miembros.
Frodo no se sentía con
fuerzas para semejante batalla. Se dejó caer en el suelo. —No puedo seguir, Sam—murmuró—.
Me voy a desmayar. No sé qué me pasa.
—Yo lo sé, señor
Frodo. ¡Manténgase en pie! Es la puerta. Está embrujada. Pero si pude entrar,
también podré salir. No es posible que ahora sea más peligrosa que antes.
¡Adelante!
Volvió a sacar el
frasco élfico de Galadriel. Como para rendir homenaje al temple del hobbit, y
agraciar con esplendor la mano fiel y morena que había llevado a cabo tantas
proezas, el frasco brilló súbitamente iluminando el patio en sombras con una
luz deslumbradora, como un relámpago; pero era una luz firme, y que no se
extinguía.
—Gilthoniel, A Elbereth!—gritó Sam. Sin saber por qué, su pensamiento se había
vuelto de pronto a los elfos de La Comarca, y al canto que había ahuyentado al jinete
negro oculto entre los árboles.
—Aiya elenion ancalima!—gritó Frodo, detrás de Sam.
La voluntad de los
Centinelas se quebró de repente como una cuerda demasiado tensa, y Frodo y Sam
trastabillaron. Pero en seguida echaron a correr. Traspusieron la puerta y
dejaron atrás las grandes figuras sentadas de ojos fulgurantes. Se oyó un
estallido. La dovela de la arcada se derrumbó casi sobre los talones de los
fugitivos, y el muro superior se desmoronó, cayendo en ruinas. Habían escapado.
Repicó una campana; y un gemido agudo y horripilante se elevó de los centinelas.
Desde muy arriba, desde la oscuridad, llegó una respuesta. Del cielo tenebroso
descendió como un rayo una figura alada, desgarrando las nubes con un grito
siniestro.
LIII.LA BATALLA DE LOS CAMPOS
DEL PELENNOR
EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO VI
Pero no era un
cabecilla orco ni un bandolero el que conducía el asalto de Gondor. Las
tinieblas parecían disiparse demasiado pronto, antes de lo previsto por el amo
del Capitán Negro: momentáneamente la suerte le era adversa, y el mundo parecía
volverse contra él; y ahora se le escapaba la victoria, cuando ya iba a ponerle
las manos encima. No obstante, él tenía aún el brazo largo, autoridad, y
grandes poderes. Rey, espectro del Anillo, señor de los nazgûl, disponía de
muchas armas. Se alejó de la puerta y desapareció.
Théoden rey de la
Marca había llegado al camino que iba de la puerta al río; de allí había
marchado a la ciudad, distante ahora menos de una milla [algo
menos de un kilómetro].
Moderando el galope del caballo, buscó nuevos enemigos, y los caballeros de la
escolta lo rodearon, y entre ellos estaba Dernhelm. Un poco más adelante, en
las cercanías de los muros, los hombres de Elfhelm luchaban entre las máquinas
de asedio, matando enemigos, traspasándolos con las lanzas, empujándolos hacia
las trincheras de fuego. Casi toda la mitad norte de Pelennor estaba ocupada
por los rohirrim, y los campamentos ardían, y los orcos huían en dirección al
río como manadas de animales salvajes perseguidas por cazadores; y los hombres
de Rohan galopaban libremente, a lo largo y a lo ancho de los campos. Sin
embargo, no habían desbaratado aún el asedio, ni reconquistado la puerta. Los
enemigos que la custodiaban eran numerosos, y la otra mitad de la llanura
estaba ocupada por ejércitos todavía intactos. Al sur, del otro lado del
camino, aguardaba la fuerza principal de los haradrim, y la caballería estaba
reunida en torno del estandarte del capitán. Y el capitán miró el horizonte a
la creciente luz de la mañana y vio muy adelante y en pleno campo de batalla la
bandera del rey, con unos pocos hombres alrededor. Poseído por una furia roja,
lanzó un grito de guerra y desplegó el estandarte—una serpiente negra sobre
fondo escarlata—y se precipitó con una gran horda sobre el corcel blanco en
campo verde, y las cimitarras desnudas de los hombres del sur centellearon como
estrellas.
Sólo entonces reparó
Théoden en su presencia; sin esperar el ataque, azuzó con un grito a Crinblanca
y salió al paso de su adversario. Terrible fue el fragor de aquel encuentro.
Pero la furia blanca de los hombres del norte era la más ardiente, y sus
caballeros más hábiles con las largas lanzas, y despiadados. Como el fuego del
rayo en un bosque, irrumpieron entre las filas de los sureños abriendo grandes
brechas. En medio de la refriega luchaba Théoden hijo de Thengel, y la lanza se
le rompió en mil pedazos cuando abatió al capitán enemigo. Atravesó con la
espada desnuda el estandarte, golpeando al mismo tiempo asta y jinete, y la serpiente
negra se derrumbó. Entonces todos los sobrevivientes de la caballería enemiga
dieron media vuelta y huyeron lejos.
Mas he aquí que de
súbito, en la plenitud de la gloria del rey, el escudo de oro empezó a
oscurecerse. La nueva mañana fue quitada del cielo. Las tinieblas cayeron
alrededor. Los caballos gritaban, encabritados. Los jinetes arrojados de las
sillas se arrastraban por el suelo.
—¡A mí! ¡A mí!—gritó
Théoden—. ¡De pie, eorlingas! ¡No os amedrente la oscuridad!—Pero Crinblanca,
enloquecido de terror, se había levantado sobre las patas, luchaba con el aire,
y de pronto, con un grito desgarrador, se desplomó de flanco: un dardo negro lo
había traspasado. Y el rey cayó debajo de él.
Rápida como una nube
de tormenta descendió la sombra. Y se vio entonces que era una criatura alada:
un ave quizá, pero más grande que cualquier ave conocida; y parecía desnuda,
pues no tenía plumas. Las alas enormes eran como membranas coriáceas entre
dedos callosos; hedían. Una criatura acaso de un mundo ya extinguido, cuya
especie, escondida en montañas olvidadas y frías bajo la luna, había
sobrevivido incubando en algún nido horripilante esta progenie última y
maligna. Y el Señor Oscuro la había adoptado, alimentándola con carnes
putrefactas, hasta que fue mucho más grande que todas las otras criaturas
aladas; y como cabalgadura la había entregado a su servidor. Descendió,
descendió, y luego, replegando las palmas digitadas, lanzó un graznido ronco, y
se posó de pronto sobre Crinblanca, y le hincó las garras encorvando el largo
cuello implume.
Una figura envuelta en
un manto negro, enorme y amenazante, venía montada en aquella criatura. Llevaba
una corona de acero, pero nada visible había entre el aro de la corona y el
manto, salvo el fulgor mortal de unos ojos: el señor de los nazgûl. Llamando a
su corcel antes que se desvaneciera otra vez la oscuridad, había retornado al
aire, y ahora volvía a atacar, trayendo consigo la ruina, transformando la
esperanza en desesperación, y la victoria en muerte. Blandía una gran maza
negra.
Pero Théoden no había
quedado totalmente abandonado. Los caballeros del séquito yacían sin vida en
torno o habían sido llevados lejos de allí, arrastrados por la locura de sus
corceles. Uno, sin embargo, permanecía junto al rey: el joven Dernhelm, fiel
más allá del miedo, y lloraba, pues había amado a su señor como a un padre.
Durante la batalla, y hasta que la sombra bajó, Merry se había mantenido a
salvo en la grupa de Hoja de Viento, pero de pronto, el corcel aterrorizado
había arrojado al suelo a sus jinetes, y ahora corría desbocado a través de la
llanura. Merry se arrastraba en cuatro patas como una alimaña aturdida; se
sentía ciego y enfermo de terror.
«¡Paje del rey!
¡Paje del rey!—le gritaba el corazón dentro del pecho. —Tu obligación es
seguir junto a él. "Seréis como un padre para mí", dijiste».
Pero la voluntad no le obedecía, y el cuerpo le temblaba. No se atrevía a abrir
los ojos ni a levantar la cabeza.
De improviso, en medio
de aquella oscuridad que le ocupaba la mente, creyó oír la voz de Dernhelm;
pero le sonó extraña, como si le recordase la de alguien que conocía.
—¡Vete de aquí, dwimmerlaik,
señor de la carroña! ¡Deja en paz a los muertos!
Una voz glacial le
respondió: —¡No te interpongas entre el nazgûl y su presa! No es tu vida lo que
arriesgas perder si te atreves a desafiarme; a ti no te mataré: te llevaré
conmigo muy lejos, a las casas de los lamentos, más allá de todas las
tinieblas, y te devorarán la carne, y te desnudarán la mente, expuesta a la
mirada del Ojo sin Párpado.
Se oyó el ruido
metálico de una espada que salía de la vaina. —Haz lo que quieras; mas yo lo
impediré, si está en mis manos.
—¡Impedírmelo! ¿A mí?
Estás loco. ¡Ningún hombre viviente puede impedirme nada!
Lo que Merry oyó
entonces no podía ser más insólito para esa hora: le pareció que Dernhelm se
reía, y que la voz límpida vibraba como el acero. —¡Es que no soy ningún hombre
viviente! Lo que tus ojos ven es una mujer. Soy Éowyn hija de Éomund.
Pretendes impedir que me acerque a mi señor y pariente. ¡Vete de aquí si no
eres una criatura inmortal! Porque vivo o espectro oscuro, te traspasaré con mi
espada si lo tocas.
La criatura alada
respondió con un alarido, pero el espectro del Anillo quedó en silencio, como
si de pronto dudara. Estupefacto más allá del miedo, Merry se atrevió a abrir
los ojos: las tinieblas que le oscurecían la vista y la mente se desvanecieron.
Y allí, a pocos pasos, vio a la gran bestia, rodeada de una profunda oscuridad;
y montando en ella como una sombra de desesperación, al señor de los nazgûl. Un
poco hacia la izquierda, delante de la bestia alada y su jinete, estaba ella,
la mujer que hasta ese momento Merry llamara Dernhelm. Pero el yelmo que
ocultaba el secreto de Éowyn había caído, y los cabellos sueltos de oro pálido
le resplandecían sobre los hombros. La mirada de los ojos grises como el mar
era dura y despiadada, pero había lágrimas en las mejillas. La mano esgrimía
una espada, y alzando el escudo se defendía de la horrenda mirada del enemigo.
Era Éowyn y también
era Dernhelm. Y el recuerdo del rostro que había visto en el Sagrario a la hora
de la partida reapareció una vez más en la mente del hobbit: el rostro de
alguien que ha perdido toda esperanza y busca la muerte. Y sintió piedad, y
asombro; y de improviso, el coraje de los de su raza, lento en encenderse,
volvió a mostrarse en él. Apretó los puños. Tan hermosa, tan desesperada, Éowyn
no podía morir. En todo caso no iba a morir a solas, sin ayuda.
El enemigo no lo
miraba, pero Merry, no se atrevía a moverse temiendo que los ojos asesinos lo
descubrieran. Lenta, muy lentamente, se arrastró a un lado; pero el Capitán
Negro, movido por la duda y la malicia, sólo miraba a la mujer que tenía
delante, y a Merry no le prestó más atención que a un gusano en el fango.
De pronto, la bestia
horripilante batió las alas, levantando un viento hediondo. Subió en el aire, y
luego se precipitó sobre Éowyn, atacándola con el pico y las garras abiertas.
Tampoco ahora se
inmutó Éowyn: doncella de Rohan, descendiente de reyes, flexible como un junco
pero templada como el acero, hermosa pero terrible. Descargó un golpe rápido,
hábil y mortal. Y cuando la espada cortó el cuello extendido, la cabeza cayó
como una piedra, y la mole del cuerpo se desplomó con las alas abiertas. Éowyn
dio un salto atrás. Pero ya la sombra se había desvanecido. Un resplandor la
envolvió y los cabellos le brillaron a la luz del sol naciente.
El jinete negro
emergió de la carroña, alto y amenazante. Con un grito de odio que traspasaba
los tímpanos como un veneno, descargó la maza. El escudo se quebró en muchos
pedazos, y Éowyn vaciló y cayó de rodillas: tenía el brazo roto. El nazgûl se
abalanzó sobre ella como una nube; los ojos le relampaguearon, y otra vez
levantó la maza, dispuesto a matar.
Pero de pronto se
tambaleó también él, y con un alarido de dolor cayó de bruces, y la maza,
desviada del blanco, fue a morder el polvo del terreno. Merry lo había herido
por la espalda. Atravesando el manto negro, subiendo por el plaquín, la espada
del hobbit se había clavado en el tendón detrás de la poderosa rodilla.
—¡Éowyn! ¡Éowyn!—gritó
Merry. Entonces Éowyn, trastabillando, había logrado ponerse de pie una vez
más, y juntando fuerzas había hundido la espada entre la corona y el manto,
cuando ya los grandes hombros se encorvaban sobre ella. La espada chisporroteó
y voló por los aires hecha añicos. La corona rodó a lo lejos con un ruido de
metal. Éowyn cayó de bruces sobre el enemigo derribado. Mas he aquí que el
manto y el plaquín estaban vacíos. Ahora yacían en el suelo, despedazados y en
un montón informe; y un grito se elevó por el aire estremecido y se transformó
en un lamento áspero, y pasó con el viento, una voz tenue e incorpórea que se
extinguió, y fue engullida, y nunca más volvió a oírse en aquella era del
mundo.
Y allí, de pie entre
los caídos estaba Meriadoc el hobbit, parpadeando como un búho a la luz del
día, cegado por las lágrimas; y a través de una bruma vio la hermosa cabeza de Éowyn,
que yacía inmóvil; y miró el rostro del rey, caído en la plenitud de la gloria.
Pues Crinblanca, en su agonía, había rodado alejándose del cuerpo del soberano;
de cuya muerte era sin embargo la causa.
Merry se inclinó, y en
el momento en que tomaba la mano del rey para besársela, Théoden abrió los
ojos, que aún estaban límpidos, y habló con una voz fatigada pero serena.
—¡Adiós, señor holbytla!—dijo—.
Tengo el cuerpo deshecho. Voy a reunirme con mis padres. Pero ahora ni aún en
esa soberbia compañía me sentiré avergonzado. ¡Abatí a la serpiente negra! ¡Un
amanecer siniestro, un día feliz, y un crepúsculo de oro!
Merry no podía decir
una palabra y no dejaba de llorar. —Perdonadme, señor—logró decir al fin—, por
haber desobedecido vuestra orden, y por no haberos prestado otro servicio que
llorar en la hora de la despedida.
El viejo rey sonrió: —No
te preocupes. Ya has sido perdonado. A tan gran corazón no se le ha de negar.
Vive ahora años de bendiciones; y cuando te sientes en paz a fumar tu pipa
¡acuérdate de mí! Porque ya nunca más podré cumplir la promesa de sentarme
contigo en Meduseld, ni de aprender de ti los secretos de la hierba. —Cerró los
ojos, y Merry se inclinó de nuevo, pero él pronto volvió a hablar. —¿Dónde está
Éomer? Se me enturbia la vista y me gustaría verlo antes de irme. Él será el
próximo rey. Y también quisiera enviarle un mensaje a Éowyn. No quería
separarse de mí, y ahora nunca la volveré a ver, a Éowyn, más cara para mí que
una hija.
—Señor, señor—empezó a
decir Merry con voz entrecortada—, está... —Pero en ese mismo instante hubo un
gran clamor, y resonaron los cuernos y las trompetas. Merry levantó la cabeza y
miró en derredor; se había olvidado de la guerra, y del resto del mundo; tenía
la impresión de que habían pasado muchas horas desde que el rey cabalgara al
encuentro de la muerte, cuando en realidad todo había ocurrido pocos minutos
antes. Pero en ese momento cayó en la cuenta de que corrían el riesgo de quedar
atrapados en medio de la gran batalla que no tardaría en comenzar.
Nuevas huestes
enemigas llegaban, presurosas; y desde los muros avanzaban los ejércitos de
Morgul; y más al sur desde los campos, la infantería de Harad, precedida por la
caballería y seguida por los mûmakil de lomos gigantescos que
transportaban torres de guerra. Pero, en el norte, una vez más reunida y
reorganizada por Éomer, detrás del penacho blanco de su cimera, avanzaba la
gran vanguardia de los rohirrim; y desde la ciudad descendían todos los hombres
que habían quedado dentro; llevaban el cisne de plata de Dol Amroth, y
dispersaron a los enemigos que custodiaban la puerta.
Un pensamiento cruzó
un instante por la mente de Merry: «¿Dónde anda Gandalf? ¿Por qué no está
aquí? ¿No podría haber salvado al rey y a Éowyn?» En ese momento llegó Éomer
al galope, acompañado por los sobrevivientes de la escolta del rey que habían
logrado dominar a los caballos. Y todos miraron con asombro el cadáver de la
bestia abominable; y los caballos se negaban a acercarse. Pero Éomer se apeó de
un salto, y el dolor y el desconsuelo cayeron de pronto sobre él cuando llegó
junto al rey y se quedó allí en silencio.
Entonces uno de los
caballeros tomó de la mano de Guthlaf, el portaestandarte que yacía muerto, la
bandera del rey, y la levantó en alto. Théoden abrió lentamente los ojos, y al
ver el estandarte indicó con una seña que se lo entregaran a Éomer.
—¡Salve, rey de la
Marca!—dijo—. ¡Marcha ahora a la victoria! ¡Llévale mis adioses a Éowyn!—Y así
murió Théoden sin saber que Éowyn yacía a su lado. Y quienes lo rodeaban
lloraron, clamando: —¡Théoden rey! ¡Théoden rey!
Pero Éomer les dijo:
¡No derraméis excesivas
lágrimas! Noble fue en vida el caído
y tuvo una muerte digna.
Cuando el túmulo se levante,
llorarán las mujeres. ¡Ahora
la guerra nos reclama![18]
Sin embargo, Éomer
mismo lloraba al hablar. —Que los caballeros de la escolta monten guardia junto
a él, y con honores retiren de aquí el cuerpo, para que no lo pisoteen las
tropas en la batalla. Sí, el cuerpo del rey y el de todos los caballeros de su
escolta que aquí yacen. —Y miró a los caídos, y recordó sus nombres. De pronto
vio a Éowyn, su hermana, y la reconoció. Quedó un instante en suspenso, como un
hombre herido en el corazón por una flecha en la mitad de un grito. Una palidez
cadavérica le cubrió el rostro, y una furia mortal se alzó en él, y por un
momento no pudo decir nada. Parecía que había perdido la razón.
—¡Éowyn, Éowyn!—gritó
al fin—. ¡Éowyn! ¿Cómo llegaste aquí? ¿Qué locura es ésta, qué artificio
diabólico? ¡Muerte, muerte, muerte! ¡Que la muerte nos lleve a todos!
Entonces, sin
consultar a nadie, sin esperar la llegada de los hombres de la ciudad, montó y
volvió al galope hacia la vanguardia del gran ejército, hizo sonar un cuerno y
dio con fuertes gritos la orden de iniciar el ataque. Clara resonó la voz de Éomer
a través del campo: —¡Muerte! ¡Galopad, galopad hacia la ruina y el fin del
mundo!
A esta señal, el
ejército de los rohirrim se puso en movimiento. Pero los hombres ya no
cantaban. Muerte, gritaban con una sola voz poderosa y terrible, y
acelerando el galope de las cabalgaduras, pasaron como una inmensa marea
alrededor del rey caído, y se precipitaron rugiendo rumbo al sur.
Y Meriadoc el hobbit
seguía allí sin moverse, parpadeando a través de las lágrimas, y nadie le
hablaba: nadie, en realidad, parecía verlo. Se enjugó las lágrimas y
agachándose a recoger el escudo verde que le regalara Éowyn, se lo colgó al
hombro. Buscó entonces la espada, que se le había caído, pues en el momento de
asestar el golpe se le había entumecido el brazo, y ahora sólo podía utilizar
la mano izquierda. Y de pronto vio el arma en el suelo, pero la hoja crepitaba
y echaba humo como una rama seca echada a una hoguera; y mientras Merry la
observaba estupefacto, el arma ardió, se retorció, y se consumió hasta
desaparecer.
Tal fue el destino de
la espada de las quebradas de los Túmulos, fraguada en Oesternesse. Hubiera
querido conocer al artífice que la forjara en otros tiempos en el reino el
norte, cuando los dúnedain eran jóvenes, y tenían como principal enemigo al
temible reino de Angmar y a su rey hechicero. Ninguna otra hoja, ni aún
esgrimida por manos mucho más poderosas, habría podido infligir una herida más
cruel, hundirse de ese modo en la carne venida de la muerte, romper el hechizo
que ataba los tendones invisibles a la voluntad del espectro.
Varios hombres levantaron
al rey, y tendiendo mantas sobre las varas de las lanzas, improvisaron unas
angarillas para transportarlo a la ciudad; otros recogieron con delicadeza el
cuerpo de Éowyn y siguieron al cortejo. Mas no pudieron retirar del campo a
todos los hombres de la casa del rey, pues eran siete los caídos en la batalla,
entre ellos Déorwine el jefe de la escolta. Entonces, agrupándolos lejos de los
cadáveres de los enemigos y la bestia abominable, los rodearon con una
empalizada de lanzas. Y más tarde, cuando todo hubo pasado, regresaron y
encendieron una gran hoguera y quemaron la carroña de la bestia; pero para
Crinblanca cavaron una tumba, y pusieron sobre ella una lápida con un epitafio
grabado en las lenguas de Gondor y de la Marca:
Fiel servidor y perdición del
amo.
Hijo de Piesligeros, el
rápido Crinblanca.[19]
Verde y alta creció la
hierba sobre el túmulo de Crinblanca, pero el sitio donde incineraron el
cadáver de la bestia estuvo siempre negro y desnudo.
Ahora Merry caminaba
con paso lento y triste junto al cortejo, y había perdido todo interés en la
batalla. Se sentía dolorido y cansado, y los miembros le temblaban como si
tuviese frío. Una fuerte lluvia llegó desde el mar, y fue como si todas las
cosas lloraran por Théoden y Éowyn, apagando con lágrimas grises los incendios
de la ciudad. Como a través de una niebla, vio llegar la vanguardia de los
hombres de Gondor. Imrahil, príncipe de Dol Amroth, se adelantó hasta ellos y
se detuvo.
—¿Qué es esa carga que
lleváis, hombres de Rohan?—gritó.
—Théoden rey—le
respondieron—. Ha muerto. Pero ahora Éomer rey galopa en la batalla: el de la
crin blanca al viento.
El príncipe se apeó
del caballo, y arrodillándose junto a las parihuelas improvisadas, rindió
homenaje al rey y a su heroísmo; y lloró. Y al levantarse, vio de pronto a Éowyn,
y la miró estupefacto. —¿No es una mujer?—exclamó—. ¿Acaso las mujeres de los rohirrim
han venido también a la guerra, a prestarnos ayuda?
—¡Nada de eso!—le
respondieron—. Sólo una ha venido. Es la dama Éowyn, hermana de Éomer; y hasta
este momento ignorábamos que estuviese aquí, y lo deploramos amargamente.
Entonces el príncipe, al verla tan hermosa, pese a la palidez del rostro frío,
le tomó la mano y se inclinó para mirarla más de cerca. —¡Hombres de Rohan!—gritó—.
¿No hay un médico entre vosotros? Está herida, tal vez de muerte, pero creo que
todavía vive. —Le acercó a los labios fríos el brazal brillante y pulido de la
armadura, y he aquí que una niebla tenue y apenas visible empañó la superficie
bruñida.
—Ahora—dijo—tenemos
que darnos prisa—y ordenó a uno de los hombres que corriera a la ciudad en
busca de socorro. Pero él mismo se despidió de los caídos con una reverencia, y
volviendo a montar partió al galope hacia el camino de batalla.
La furia del combate
arreciaba en los campos del Pelennor; el fragor de las armas crecía con los
gritos de los hombres y los relinchos de los caballos. Resonaban los cuernos, vibraban
las trompetas, y los mûmakil barritaban
con estrépito empujados a la batalla. Al pie de los muros del sur, la
infantería de Gondor atacaba a las legiones de Morgul que aún seguían apiñadas
allí. Pero la caballería galopaba hacia el este en auxilio de Éomer: Húrin el
Alto, Guardián de las Llaves, y el señor de Lossarnach, e Hirluin de las colinas
Verdes, y el príncipe Imrahil el Hermoso rodeado por todos sus caballeros.
En verdad, esta ayuda
no les llegaba a los rohirrim antes de tiempo: la fortuna le había dado la
espalda a Éomer; su propia furia lo había traicionado. La violencia de la
primera acometida había devastado el frente enemigo y los jinetes de Rohan
habían irrumpido en las filas de los hombres del sur, dispersando a la
caballería y aplastando a la infantería. Pero en presencia de los mûmakil los caballos se plantaban
negándose a avanzar; nadie atacaba a los grandes monstruos, erguidos como
torres de defensa, y en torno se atrincheraban los haradrim. Y si al comienzo
del ataque la fuerza de los rohirrim era tres veces menor que la del enemigo,
ahora la situación se había agravado: desde Osgiliath, donde las huestes
enemigas se habían reunido a esperar la señal del Capitán Negro para lanzarse
al saqueo de la ciudad y la ruina de Gondor, llegaban sin cesar nuevas fuerzas.
El Capitán había caído; pero Gothmog, el lugarteniente de Morgul, los exhortaba
ahora a la contienda: hombres del este que empuñaban hachas, variags que venían de Khand, hombres del
sur vestidos de escarlata, y hombres negros que de algún modo parecían troles
llegados de la Lejana Harad, de ojos blancos y lenguas rojas. Algunos se
precipitaban a atacar a los rohirrim por la espalda, mientras otros contenían
en el oeste a las fuerzas de Gondor, para impedir que se reunieran con las de
Rohan.
Entonces, a la hora
precisa en que la suerte parecía volverse contra Gondor, y las esperanzas
flaqueaban, se elevó un nuevo grito en la ciudad. Mediaba la mañana; soplaba un
viento fuerte, y la lluvia huía hacia el norte; y el sol brilló de pronto. En
el aire límpido los centinelas apostados en los muros atisbaron a lo lejos una
nueva visión de terror; y perdieron la última esperanza.
Pues desde el recodo
del Harlond, el Anduin corría de tal modo que los hombres de la ciudad podían
seguir con la mirada el curso de las aguas hasta muchas leguas de distancia, y
los de vista más aguda alcanzaban a ver las naves que venían del mar. Y mirando
hacia allí, los centinelas prorrumpieron en gritos desesperados: negra contra
el agua centelleante vieron una flota de galeones y navíos de gran calado y
muchos remos, las velas negras henchidas por la brisa.
—¡Los corsarios de
Umbar!—gritaron—. ¡Los corsarios de Umbar! ¡Mirad! ¡Los corsarios de Umbar
vienen hacia aquí! Entonces ha caído Belfalas, y también el Ethir y el
Lebennin. ¡Los corsarios ya están sobre nosotros! ¡Es el último golpe del
destino!
Y algunos, sin que
nadie lo mandase, pues no quedaba en la ciudad ningún hombre que pudiera dar
órdenes, corrían a las campanas y tocaban la alarma; y otros soplaban las
trompetas llamando a la retirada de las tropas. —¡Retornad a los muros!—gritaban—.
¡Retornad a los muros! ¡Volved a la ciudad antes que todos seamos arrasados! —Pero
el mismo viento que empujaba los navíos se llevaba lejos el clamor de los
hombres.
Los rohirrim no
necesitaban de esas llamadas y voces de alarma: demasiado bien veían con sus
propios ojos los velámenes negros. Pues en aquel momento Éomer combatía a
apenas una milla [1,5 kilómetros] del Harlond, y entre él y el puerto había una
compacta hueste de adversarios; y mientras tanto los nuevos ejércitos se
arremolinaban en la retaguardia, separándolo del príncipe. Y cuando miró el
río, la esperanza se extinguió en él, y maldijo el viento que poco antes había
bendecido. Pero las huestes de Mordor cobraron entonces nuevos ánimos, y
enardecidas por una vehemencia y una furia nuevas, se lanzaron al ataque dando
gritos.
Éomer se había
tranquilizado, y tenía ahora la mente clara. Hizo sonar los cuernos para reunir
alrededor del estandarte a los hombres que pudieran llegar hasta él; pues se
proponía levantar al fin un muro de escudos, y resistir, y combatir a pie hasta
que cayera el último hombre, y llevar a cabo en los campos de Pelennor hazañas
dignas de ser cantadas, aunque nadie quedase con vida en el oeste para recordar
al último rey de la Marca. Cabalgó entonces hasta una loma verde y allí plantó
el estandarte, y el corcel blanco flameó al viento.
Saliendo de la duda, saliendo
de las tinieblas
vengo cantando al sol, y
desnudo mi espada.
Yo cabalgaba hacia el fin de
la esperanza, y la aflicción del corazón.
¡Ha llegado la hora de la
ira, la ruina y un crepúsculo rojo![20]
Pero mientras recitaba
esta estrofa se reía a carcajadas. Pues una vez más había rey: el señor de un
pueblo indómito. Y mientras reía de desesperación, miró otra vez las
embarcaciones negras, y levantó la espada en señal de desafío.
Entonces, de pronto,
quedó mudo de asombro. En seguida lanzó en alto la espada a la luz del sol, y
cantó al recogerla en el aire. Todos los ojos siguieron la dirección de la
mirada de Éomer, y he aquí que la primera nave había enarbolado un gran
estandarte, que se desplegó y flotó en el viento, mientras la embarcación
viraba hacia el Harlond. Y un árbol blanco, símbolo de Gondor, floreció en el
paño; y siete estrellas lo circundaban, y lo nimbaba una corona, el emblema de
Elendil, que en años innumerables no había ostentado ningún señor. Y las
estrellas centelleaban a la luz del sol, porque eran gemas talladas por Arwen,
la hija de Elrond; y la corona resplandecía al sol de la mañana, pues estaba
forjada en oro y mithril.
Así, traído de los
Senderos de los Muertos por el viento del mar, llegó Aragorn hijo de Arathorn,
Elessar, heredero de Isildur al reino de Gondor. Y la alegría de los rohirrim
estalló en un torrente de risas y en un relampagueo de espadas, y el júbilo y
el asombro de la ciudad se volcaron en fanfarrias y trompetas y en campanas al
viento. Pero los ejércitos de Mordor estaban estupefactos, pues les parecía
cosa de brujería que sus propias naves llegasen a puerto cargadas de enemigos;
y un pánico negro se apoderó de ellos, viendo que la marea del destino había
cambiado, y que la hora de la ruina estaba próxima.
Hacia el este
galopaban los caballeros del Dol Amroth, empujando delante al enemigo: troles, variags y orcos que aborrecían la luz
del sol. Y hacia el sur galopaba Éomer, y todos los que huían ante él quedaban
atrapados entre el martillo y el yunque. Pues ya una multitud de hombres
saltaba de las embarcaciones al muelle del Harlond e invadía el norte como una
tormenta. Y con ellos venían Legolas, y Gimli esgrimiendo el hacha, y Halbarad
portando el estandarte, y Elladan y Elrohir con las estrellas en la frente, y
los indómitos dúnedain, montaraces del norte, al frente de un ejército de
hombres del Lebennin, el Lamedon y los feudos del sur. Pero delante de todos
iba Aragorn, blandiendo la Llama del Oeste, Andúril, que chisporroteaba como un
fuego recién encendido, Narsil forjada de nuevo, y tan mortífera como antaño; y
Aragorn llevaba en la frente la Estrella de Elendil.
Y así Éomer y Aragorn
volvieron a encontrarse por fin, en la hora más reñida del combate; y
apoyándose en las espadas se miraron a los ojos y se alegraron.
—Ya ves cómo volvemos
a encontrarnos, aunque todos los ejércitos de Mordor se hayan interpuesto entre
nosotros—dijo Aragorn—. ¿No te lo predije en Cuernavilla?
—Sí, eso dijiste—respondió
Éomer—, pero las esperanzas suelen ser engañosas, y en ese entonces yo ignoraba
que fueses vidente. No obstante, es dos veces bendita la ayuda inesperada, y
jamás un reencuentro entre amigos fue más jubiloso. —Y se estrecharon las manos.
—Ni más oportuno, en verdad—añadió Éomer—.Tu llegada no es prematura, amigo
mío. Hemos sufrido grandes pérdidas y terribles pesares.
—¡A vengarlos,
entonces, más que a hablar de ellos!—exclamó Aragorn; y juntos cabalgaron de
vuelta a la batalla.
Dura y agotadora fue
la larga batalla que los esperaba, pues los hombres del sur eran temerarios y
encarnizados, y feroces en la desesperación; y los del este, recios y
aguerridos, no pedían cuartel. Aquí y allá, en las cercanías de algún granero o
una granja incendiados, en las lomas y montecillos, al pie de una muralla o en
campo raso, volvían a reunirse y a organizarse, y la lucha no cejó hasta que
acabó el día.
Y cuando el sol
desapareció detrás del Mindolluin y los grandes fuegos del ocaso llenaron el cielo,
las montañas y colinas de alrededor parecían tintas en sangre; las llamas
rutilaban en las aguas del río, y las hierbas que tapizaban los campos del
Pelennor eran rojas a la luz del atardecer. A esa hora terminó la gran batalla
de los campos de Gondor; y dentro del circuito del Rammas no quedaba con vida
un solo enemigo. Todos habían muerto allí, salvo aquellos que huyeron para encontrar
la muerte o perecer ahogados en las espumas rojas del río. Pocos pudieron
regresar al este, a Morgul o a Mordor; y sólo rumores de las regiones lejanas
llegaron a las tierras de los haradrim: los rumores de la ira y el terror de
Gondor.
Extenuados más allá de
la alegría y el dolor, Aragorn, Éomer e Imrahil regresaron cabalgando a la puerta
de la ciudad: ilesos los tres por obra de la fortuna y el poder y la destreza
de sus brazos; pocos se habían atrevido a enfrentarlos o desafiarlos en la hora
de la cólera. Pero los caídos en el campo de batalla, heridos, mutilados o
muertos eran numerosos. Las hachas enemigas habían decapitado a Forlong
mientras combatía desmontado y a solas; y Duilin de Morthond y su hermano habían
perecido pisoteados por los mûmakil cuando al frente de los arqueros se
acercaban para disparar a los ojos de los monstruos. Ni Hirluin el Hermoso
volvería jamás a Pinnath Gelin, ni Grimbold al valle de Grim, ni Halbard a las tierras
septentrionales, montaraz de mano inflexible. Muchos fueron los caídos,
caballeros de renombre o desconocidos, capitanes y soldados; porque grande fue
la batalla, y ninguna historia ha narrado aún todas sus peripecias. Así decía
muchos años después en Rohan un hacedor de canciones al cantar la Balada de
los Túmulos de Mundburgo:
En las colinas oímos resonar los cuernos;
brillaron las espadas en el reino del sur.
Como un viento en la mañana los caballos galoparon
hacia los Tierra Empedrada. Ya la guerra arreciaba.
Allí cayó Théoden, hijo de Thengel,
y a los palacios de oro y las praderas verdes
de los campos del norte nunca más regresó.
Allí en tierras lejanas murieron combatiendo
Guthlaf y Hardin, Dúnhere, Déorwine y el valiente Grimbold,
Herfara, Herubrand, Horn y Fastred.
Hoy en Mundburgo yacen bajo los túmulos
junto a sus aliados, señores de Gondor.
Ni Hirluin el Hermoso a las colinas junto al mar,
ni Forlong el Viejo a los valles floridos del reino de Arnach
retornaron en triunfo. Y los altos arqueros Derufin y Duilin
nunca más contemplaron a la sombra de las montañas
las aguas oscuras del Morthond.
La muerte se llevó a nobles y a humildes
desde la mañana hasta el término del día.
Un largo sueño duermen ahora
junto al río Grande, bajo las hierbas de Gondor.
Las aguas que corrían rugiendo y eran rojas
son grises ahora como lágrimas, de plata centelleante;
la espuma teñida de sangre llameaba al atardecer;
las montañas ardían como hogueras en la noche;
rojo cayó el rocío en el Rammas Echor.[21]
LIV.LA PIRA DE DENETHOR
EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO VII
Cuando la sombra negra
se retiró de la puerta, Gandalf se quedó sentado, inmóvil. Pero Pippin se
levantó, como si se hubiera liberado de un gran peso, y al escuchar las voces
de los cuernos le pareció que el corazón le iba a estallar de alegría. Y nunca
más en los largos años de su vida pudo oír el sonido lejano de un cuerno sin
que unas lágrimas le asomaran a los ojos. Pero de pronto recordó la misión que
lo había traído a la ciudad, y echó a correr. En ese momento Gandalf se movió,
y diciéndole una palabra a Sombragrís, se disponía a trasponer la puerta.
—¡Gandalf! ¡Gandalf!—gritó
Pippin, y Sombragrís se detuvo.
—¿Qué haces aquí?—le
preguntó Gandalf—. ¿No dice una ley de la ciudad que quienes visten de negro y
plata han de permanecer en la Ciudadela, a menos que el señor les haya dado
licencia?
—Me la ha dado—dijo
Pippin—. Me ha despedido. Pero tengo miedo. Temo que allí pueda acontecer algo
terrible. El señor Denethor ha perdido la razón, me parece. Temo que se mate y
que mate también a Faramir. ¿No podrías hacer algo?
Gandalf miró por la puerta
entreabierta, y oyó que el fragor creciente de la batalla ya invadía los
campos. Apretó el puño. —He de ir—dijo—. El jinete negro está allí fuera, y
todavía puede llevarnos a la ruina. No tengo tiempo.
—¡Pero Faramir!—gritó
Pippin—. No está muerto, y si nadie los detiene lo quemarán vivo.
—¿Lo quemarán vivo?—dijo
Gandalf—. ¿Qué historia es ésa? ¡Habla, rápido!
—Denethor ha ido a las
tumbas—explicó Pippin—, y ha llevado a Faramir. Y dice que todos moriremos
quemados en las hogueras, pero que él no esperará, y ha ordenado que preparen
una pira y lo inmolen, junto con Faramir. Y ha enviado en busca de leña y
aceite. Yo se lo he dicho a Beregond, pero no creo que se atreva a abandonar su
puesto, pues está de guardia. Y de todas maneras ¿qué podría hacer? —Así, a los
borbotones, mientras se empinaba para tocar con las manos trémulas la rodilla
de Gandalf, contó Pippin la historia.—¿No puedes salvar a Faramir?
—Tal vez sí—dijo
Gandalf—, pero entonces morirán otros, me temo. Y bien, tendré que ir, si nadie
más puede ayudarlo. Pero esto traerá males y desdichas. Hasta en el corazón de
nuestra fortaleza tiene el enemigo armas para golpearnos: porque esto es obra
del poder de su voluntad.
Una vez que hubo
tomado una decisión, Gandalf actuó con rapidez: alzó en vilo a Pippin y lo
sentó en la cruz, y susurrándole una orden a Sombragrís, dio media vuelta. Y
mientras a espaldas de ellos arreciaba el fragor del combate, los cascos
repicaron subiendo las calles empinadas de Minas Tirith. Por toda la ciudad los
hombres despertaban del miedo y la desesperación, y empuñaban las armas y se
gritaban unos a otros: —¡Han llegado los de Rohan!—Y los capitanes daban
grandes voces, y las compañías se ordenaban, y muchas marchaban ya hacia la puerta.
Se cruzaron con el príncipe
Imrahil, quien les gritó: —¿A dónde vas ahora, Mithrandir? ¡Los rohirrim
están combatiendo en los campos de Gondor! Necesitamos todas las fuerzas que
podamos encontrar.
—Necesitaréis de todos
los hombres y muchos más aún—respondió Gandalf—. Daos prisa. Yo iré en cuanto
pueda. Pero ahora tengo una misión impostergable que cumplir, junto a Denethor.
¡Toma el mando, en ausencia del señor!
Continuaron galopando;
y a medida que ascendían y se acercaban a la Ciudadela, sentían el azote del
viento en las mejillas, y divisaban a lo lejos el resplandor de la mañana, una
luz que aumentaba en el cielo del sur. Pero no tenían muchas esperanzas;
ignoraban qué desdichas encontrarían, y temían llegar demasiado tarde.
—Las tinieblas se
están disipando—dijo Gandalf—, pero todavía pesan sobre la ciudad.
En la puerta de la
Ciudadela no encontraron ningún guardia. —Entonces Beregond ha de haber ido
allí—dijo Pippin, más esperanzado. Dieron media vuelta, y corrieron por el
camino que llevaba a la Puerta Cerrada. Estaba abierta de par en par y el
portero yacía ante ella. Lo habían matado y le habían robado la llave.
—¡Obra del Enemigo!—dijo
Gandalf—. Estos son los golpes con que se deleita: enconando al amigo contra el
amigo, transformando en confusión la lealtad. —Se apeó del caballo y con un
ademán le ordenó a Sombragrís que volviese al establo. —Porque has de saber,
amigo mío—le dijo—, que tú y yo tendríamos que haber galopado hasta los campos
ya hace tiempo, pero otros asuntos me retienen. ¡Ven rápido, si te llamo!
Traspusieron la puerta
y descendieron por el camino sinuoso y escarpado. La luz crecía, y las columnas
elevadas y las figuras esculpidas que flanqueaban el sendero desfilaban
lentamente como fantasmas grises.
De improviso el
silencio se rompió y oyeron abajo gritos y espadas que se entrechocaban: ruidos
que nunca habían resonado en los recintos sagrados desde la construcción de la
ciudad. Llegaron por fin al Rath Dínen y fueron rápidamente hacia la Morada de
los Senescales, que se alzaba en el crepúsculo bajo la alta cúpula.
—¡Deteneos! ¡Deteneos!—gritó
Gandalf, precipitándose hacia la escalera de piedra que llevaba a la puerta—.
¡Acabad esta locura!
Porque allí, en la
escalera, con antorchas y espadas en la mano, estaban los servidores de
Denethor, y en el peldaño más alto, vistiendo el negro y plata de la Guardia,
se erguía Beregond, y él solo defendía la puerta. Ya dos de los hombres habían
caído bajo los golpes de la espada de Beregond, profanando con sangre el
santuario; y los otros lo maldecían, tildándolo de descastado y de traidor su
señor.
Y cuando Gandalf y
Pippin corrían aún se oyó la voz de Denethor que gritaba desde la Morada de los
Muertos: —¡Pronto, pronto! ¡Haced lo que he dicho! ¡Matad a este renegado! ¿O
tendré que hacerlo yo mismo?—Y en ese instante la puerta que Beregond mantenía
cerrada con la mano izquierda se abrió de golpe, y allí en el vano se irguió la
figura del señor de la ciudad, alta y terrible; una luz le ardía en los ojos, y
esgrimía una espada desnuda.
Pero Gandalf llegó de
un salto al último peldaño, y los hombres retrocedieron y se cubrieron los ojos
con las manos; porque fue como si una luz blanquísima irrumpiera de pronto en
un recinto oscuro, y Gandalf venía con una gran cólera. Alzó la mano, y la
espada se desprendió del puño de Denethor y voló por el aire, y fue a caer
detrás de él, en las sombras de la casa; y Denethor retrocedió ante Gandalf,
como estupefacto.
—¿Qué significa esto,
mi señor?—dijo el mago—. Las casas de los muertos no fueron hechas para los
vivos. ¿Y por qué los hombres están combatiendo aquí, en los Recintos Sagrados?
¿No hay guerra suficiente fuera de la ciudad? ¿O acaso el enemigo ha penetrado
hasta el Rath Dínen?
—¿Desde cuándo el señor
de Gondor ha de rendirte cuentas de lo que hace?—dijo Denethor—. ¿O ya no puedo
mandar a mis sirvientes?
—Puedes—respondió
Gandalf—. Pero otros quizá se opongan a tu voluntad, si conduce a la locura y
la desgracia. ¿Dónde está Faramir, tu hijo?
—Yace aquí, en la Morada
de los Senescales—dijo Denethor—. Ardiendo, ardiendo ya. Pusieron fuego a la
carne. Pero pronto arderán todos. El oeste ha sucumbido. Todo será devorado por
un gran incendio, y todo acabará. ¡Cenizas! ¡Cenizas y humo al viento!
Entonces Gandalf,
viendo que en verdad Denethor había perdido la razón, y temiendo que hubiese
hecho ya algo irreparable, se precipitó en el interior, seguido por Beregond y
Pippin, en tanto Denethor retrocedía hasta la mesa. Y allí yacía Faramir,
todavía hundido en sueños de fiebre. Había haces de leña debajo de la mesa, y
grandes pilas alrededor; y todo estaba impregnado de aceite, hasta las ropas de
Faramir y las mantas que lo cubrían; pero aún no habían encendido el fuego.
Gandalf reveló entonces la fuerza oculta que había en él, como la luz de poder
que ocultaba bajo el manto gris. Se encaramó de un salto sobre las pilas de
leña, y levantando al enfermo saltó otra vez al suelo; y con Faramir en los
brazos fue hacia la puerta. Y mientras lo llevaba Faramir se quejó en sueños, y
llamó a su padre.
Denethor se sobresaltó
como alguien que despierta de un trance, y el fuego se le apagó en los ojos, y
lloró; y dijo: —¡No me quites a mi hijo! Me llama.
—Te llama, sí—dijo
Gandalf—, pero aún no puedes acudir a él. Porque ahora en el umbral de la
muerte necesita ir en busca de curación, y quizá no la encuentre. Tu sitio, en
cambio, está en la batalla de tu ciudad, donde acaso la muerte te espera. Y tú
lo sabes, en lo profundo de tu corazón.
—Ya no despertará
nunca más—dijo Denethor—. Es en vano la batalla. ¿Para qué desearíamos seguir
viviendo? ¿Por qué no partir juntos hacia la muerte?
—Nadie te ha
autorizado, senescal de Gondor—respondió Gandalf—, a decidir la hora de tu
muerte. Sólo los reyes paganos sometidos al Poder Oscuro lo hacían, inmolándose
por orgullo y desesperación y asesinando a sus familiares para sobrellevar
mejor la propia muerte. —Y al decir esto traspuso el umbral y sacó a Faramir de
la morada, y lo depositó otra vez en el féretro en que lo habían llevado, y que
ahora estaba bajo el pórtico. Denethor lo siguió, y se detuvo tembloroso,
mirando con ojos ávidos el rostro de su hijo. Y por un instante, mientras todos
observaban silenciosos e inmóviles aquella escena de dolor, pareció que
Denethor vacilaba.
—¡Ánimo!—le dijo
Gandalf—. Nos necesitan aquí. Todavía puedes hacer muchas cosas.
Entonces, de
improviso, Denethor rompió a reír. De nuevo se irguió, alto y orgulloso, y
volviendo a la mesa con paso rápido tomó de ella la almohada en que había
apoyado la cabeza. Y mientras iba hacia la puerta le quitó la mantilla que la
cubría, y todos pudieron ver lo que llevaba en las manos: ¡una palantír!
Y cuando levantó la piedra en alto, tuvieron la impresión de que una llama
empezaba a arder en el corazón de la esfera; y el rostro enflaquecido del senescal,
iluminado por aquel resplandor rojizo, les pareció como esculpido en piedra
dura, perfilado y de sombras negras: noble, altivo y terrible. Y los ojos le
relampagueaban.
—¡Orgullo y
desesperación!—gritó—. ¿Creíste por ventura que estaban ciegos los ojos de la
Torre Blanca? No, Loco Gris, he visto más cosas de las que tú sabes. Pues tu
esperanza sólo es ignorancia. ¡Ve, afánate en curar! ¡Parte a combatir!
Vanidad. Quizá triunfes un momento en el campo, por un breve día. Mas contra el
Poder que ahora se levanta no hay victoria posible. Porque el dedo que ha
extendido hasta esta ciudad no es más que el primero de la mano. Ya todo el este
está en movimiento. Hasta el viento de tu esperanza te ha engañado: en este instante
empuja por el Anduin y aguas arriba una flota de velámenes negros. El oeste ha
caído. Y para aquellos que no quieren convertirse en esclavos, ha llegado la
hora de partir.
—Tales razonamientos
sólo ayudarán a la victoria del enemigo—dijo Gandalf.
—¡Sigue esperando,
entonces!—exclamó Denethor con una risa amarga—. ¿No te conozco acaso,
Mithrandir? Lo que tú esperas es gobernar en mi lugar, estar siempre tú, detrás
de cada trono, en el norte, en el sur, en el oeste. He leído tus pensamientos y
conozco tus artimañas. ¿No sé qué fuiste tú quien le ordenó callar a este
mediano? ¿Que lo trajiste aquí para tener un espía en mis propias habitaciones?
Y sin embargo hablando con él me he enterado del nombre y la misión de cada uno
de tus compañeros. ¡Sí! Con la mano izquierda quisiste utilizarme un tiempo
como escudo contra Mordor, pero con la derecha intentabas traer aquí a este montaraz
del norte, para que me suplantase.
»Pero óyeme bien,
Gandalf Mithrandir, yo no seré un instrumento en tus manos. Soy un senescal de
la casa de Anárion. No me rebajaré a ser el chambelán ñoño de un advenedizo.
Porque aun cuando pruebe la legitimidad de su derecho, tendrá que descender de
la dinastía de Isildur. Y yo no voy a doblegarme ante alguien como él, último
retoño de una casa arruinada que perdió hace tiempo todo señorío y dignidad.
—¿Qué querrías
entonces —dijo Gandalf—, si pudieras hacer tu voluntad?
—Querría que las cosas
permanecieran tal como fueron durante todos los días de mi vida—respondió
Denethor—, y en los días de los antepasados que vinieron antes: ser el señor de
la ciudad y gobernar en paz, y dejarle mi sitial a un hijo mío, un hijo que
fuera dueño de sí mismo y no el discípulo de un mago. Pero si el destino me
niega todo esto, entonces no quiero nada: ni una vida degradada, ni un amor
compartido, ni un honor envilecido.
—A mí no me parece que
devolver con lealtad un cargo que le ha sido confiado sea motivo para que un senescal
se sienta empobrecido en el amor y el honor—replicó Gandalf. —Y al menos no
privarás a tu hijo del derecho de elegir, en un momento en que su muerte es
todavía incierta.
Al oír estas palabras
los ojos de Denethor volvieron a relampaguear, y poniéndose la piedra bajo el
brazo, sacó un puñal y se acercó a grandes pasos al féretro. Pero Beregond se
adelantó de un salto, irguiéndose entre Denethor y Faramir.
—¡Ah, eso era!—gritó
Denethor—. Ya me habías robado la mitad del corazón de mi hijo. Ahora me robas
también el corazón de mis súbditos, y así ellos podrán arrebatarme a mi hijo
para siempre. Pero en algo al menos no podrás desafiar mi voluntad: decidir mi
propio fin.
»¡Venid, venid! —gritó
a los sirvientes—. ¡Venid a mí, si no sois todos traidores!—Dos hombres se
lanzaron escaleras arriba. Denethor arrancó una antorcha de la mano de uno de
ellos y volvió a entrar rápidamente en la casa. Y antes que Gandalf pudiera
impedírselo, había arrojado el tizón sobre la pira; la leña crepitó y estalló
al instante en llamaradas.
De un salto Denethor
subió a la mesa, y de pie, entre el fuego y el humo, recogió del suelo el cetro
de la senescalía, y apoyándolo contra la rodilla lo partió en dos. Y arrojando
los fragmentos en la hoguera se inclinó y se tendió sobre la mesa, mientras con
ambas manos apretaba contra el pecho la palantír. Y se dice que desde
entonces, todos aquellos que escudriñaban la piedra, a menos que tuvieran una
fuerza de voluntad capaz de desviarla hacia algún otro propósito, sólo veían
dos manos arrugadas y decrépitas que se consumían entre las llamas.
Gandalf, horrorizado y
consternado, volvió la cabeza y cerró la puerta. Y mientras los que habían
quedado fuera oían el rugido de las llamas dentro de la casa, Gandalf
permaneció un momento inmóvil en el umbral, en silencio. De pronto, Denethor lanzó un grito
horripilante, y ya nunca habló, ni ningún mortal volvió a verlo en el mundo de
los vivos.
—Este es el fin de
Denethor, hijo de Ecthelion—dijo Gandalf, y se volvió a Beregond y a los
servidores que aún miraban la escena como petrificados—. Y también el fin de
los días de Gondor que habéis conocido: para bien o para mal, han terminado.
Acciones viles se han cometido en este lugar, mas dejad ahora de lado los rencores
que puedan dividiros: fueron urdidos por el enemigo y están al servicio de su
voluntad. Os habéis dejado atrapar en una red de obligaciones antagónicas que
vosotros no tejisteis. Pero pensad vosotros, servidores del señor, ciegos en
vuestra obediencia, que sin la traición de Beregond, Faramir, capitán de la
Torre Blanca, habría perecido en las llamas.
»Llevaos de este lugar
funesto a vuestros camaradas caídos. Nosotros conduciremos a Faramir, senescal
de Gondor, a un lugar donde podrá dormir en paz, o morir si tal es su destino.
Luego Gandalf y
Beregond levantaron el féretro y se encaminaron a las Casas de Curación, y
detrás de ellos, con la cabeza gacha, iba Pippin. Pero los servidores del señor
seguían paralizados, con los ojos fijos en la morada de los muertos; y en el
momento en que Gandalf llegaba al extremo de Rath Dínen se oyó un ruido
ensordecedor. Y al volver la cabeza vieron que el techo del edificio se había
resquebrado, y que el humo brotaba por las fisuras; y luego con un estruendo de
piedras que se desmoronan, la casa se derrumbó; pero las llamas continuaron
danzando y revoloteando entre las ruinas. Entonces los servidores aterrorizados
huyeron a la carrera en pos de Gandalf.
Llegaron por fin a la Puerta
del Senescal, y Beregond miró con aflicción al portero caído. —Eternamente
lamentaré este acto—dijo—, pero la prisa me hizo perder la cabeza, y él no
quiso escuchar razones, y me amenazó con la espada. —Y sacando la llave que le
arrebatara al muerto, cerró la puerta. —Esta llave—dijo—ha de ser entregada al señor
Faramir.
—Quien tiene el mando
ahora, en ausencia del señor, es el príncipe de Dol Amroth—dijo Gandalf—; pero
al no estar él presente, me corresponde a mí tomar la decisión. Guarda tú mismo
la llave hasta tanto vuelva el orden a la ciudad.
Se internaron
finalmente en los círculos más altos de la ciudad, y a la luz de la mañana
siguieron camino hacia las Casas de Curación que eran residencias hermosas y
apacibles, destinadas al cuidado de los enfermos graves, aunque ahora acogían
también a los heridos en la batalla y a los moribundos. Se alzaban no lejos de
la puerta de la Ciudadela, en el círculo sexto, cerca del muro del sur, y
estaban rodeadas de jardines y de un prado arbolado, el único lugar de esa
naturaleza en toda la ciudad. Allí moraban las pocas mujeres a quienes porque
eran hábiles en las artes de curar o de ayudar a los curadores, se les había
permitido quedarse en Minas Tirith.
Y en el momento en que
Gandalf y sus compañeros llegaban con el féretro a la puerta principal de las
Casas, un grito estremecedor se elevó desde el campo delante de la puerta, y
hendiendo el cielo con una nota aguda y penetrante, se desvaneció en el viento.
Fue un grito tan terrible que por un instante todos quedaron inmóviles; pero en
cuanto hubo pasado sintieron de pronto que la esperanza les reanimaba los
corazones, una esperanza que no conocían desde que llegara del este la
oscuridad; y tuvieron la impresión de que la luz era más clara, y que por
detrás de las nubes asomaba el sol.
Pero el semblante de
Gandalf tenía un aire grave y entristecido; y rogando a Beregond y Pippin que
entrasen a Faramir a las Casas de Curación, subió al muro más cercano; y allí,
enhiesto, mirando en lontananza a la luz del nuevo sol, parecía una estatua
esculpida en piedra blanca. Y mirando así, y por los poderes que le habían sido
dados, supo todo lo que había acontecido; y cuando Éomer se separó del frente
de batalla y se detuvo junto a los que yacían en el campo, Gandalf suspiró, y
ciñéndose la capa se alejó de los muros. Y cuando Beregond y Pippin volvían de
las Casas, lo encontraron de pie y pensativo delante de la puerta.
Durante un rato,
mientras lo miraban, siguió en silencio. Pero al fin habló. —Amigos dijo, ¡y todos
vosotros, habitantes de esta ciudad y de las tierras del oeste! Hoy han
ocurrido hechos muy dolorosos y a la vez memorables, que la fama no olvidará.
¿Habremos de llorar o de regocijarnos? El Capitán enemigo ha sido destruido
contra toda esperanza, y lo que habéis oído es el eco de su desesperación
final. No obstante, no ha partido sin dejar dolores y pérdidas amargas.
Pérdidas que si Denethor no hubiera enloquecido, yo habría podido impedir. ¡Tan
largo es el brazo del Enemigo! Ay, pero ahora entiendo cómo su voluntad pudo invadir
el corazón mismo de la ciudad.
»Aunque los senescales
creían ser los únicos que conocían el secreto, yo había adivinado hacía tiempo
que aquí en la Torre Blanca se guardaba por lo menos una de las siete piedras
que ven. En los tiempos en que aún estaba cuerdo, Denethor jamás pensó en
utilizarla, ni en desafiar a Sauron, pues conocía sus propias limitaciones.
Pero al fin la prudencia le falló, y cuando vio que el peligro no dejaba de
crecer, temo que haya escudriñado la piedra, y se dejara engañar; más de una
vez, sospecho, después de la muerte de Boromir. Y aunque era demasiado grande
para someterse a la voluntad del Poder Oscuro, sólo vio lo que ese Poder quiso
mostrarle. No cabe duda de que los conocimientos así obtenidos le eran a menudo
provechosos; pero el poder de Mordor que le habían mostrado alimentó la
desesperación en el corazón de Denethor, hasta trastornarle el entendimiento.
—¡Ahora comprendo lo
que me pareció tan extraño!—dijo Pippin, estremeciéndose al recordarlo—. El señor
salió de la alcoba donde yacía Faramir; y al rato volvió, y entonces y por
primera vez lo noté transformado, viejo y vencido.
—Y a la hora justa en
que trajeron a Faramir a la Torre Blanca—dijo Beregond—,
muchos vimos una luz extraña en la cámara más alta. Pero ya la habíamos visto
antes, y desde hacía tiempo se decía en la ciudad que el señor Denethor luchaba
a menudo con la mente del enemigo.
—¡Ay! De modo que yo
había adivinado la verdad—dijo Gandalf—. Así fue como entró la voluntad de
Sauron en Minas Tirith; y por este motivo he tenido que retrasarme aquí. Y aún
estaré obligado a quedarme, pues pronto tendré a otros bajo mi cuidado, además
de Faramir.
»Ahora he de ir al
encuentro de los que están llegando. Lo que he visto en el campo me es muy
doloroso, y acaso nos esperen nuevos pesares. ¡Tú, Pippin, ven conmigo! Pero
tú, Beregond, volverás a la Ciudadela, e informarás al jefe de la guardia.
Mucho me temo que él tenga que separarte de la guardia; mas dile, si me está
permitido darle un consejo, que convendría enviarte a las Casas de Curación,
como custodia y servidor de tu capitán, para estar junto a él cuando despierte,
si alguna vez despierta. Porque fuiste tú quien lo salvó de las llamas. ¡Ve
ahora! Yo no tardaré en regresar.
Y dicho esto dio media
vuelta y fue con Pippin hacia la parte baja de la ciudad. Y mientras apretaban
el paso, el viento trajo consigo una lluvia gris, y todas las hogueras se
anegaron, y una gran humareda se alzó delante de ellos.
LV.EL PAÍS DE LA SOMBRA
EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO II
Sam apenas alcanzó a
esconder el frasco en el pecho. —¡Corra, señor Frodo!—gritó—. ¡No, por ahí no!
Del otro lado del muro hay un precipicio. ¡Sígame!
Huyeron camino abajo y
se alejaron de la puerta. Unos cincuenta pasos más adelante, la senda contorneó
uno de los bastiones del risco, y los ocultó a los ojos de la torre. Por el
momento estaban a salvo. Se agazaparon contra las rocas y respiraron llevándose
las manos al pecho. Posado ahora en lo alto del muro junto a la puerta en
ruinas, el nazgûl lanzaba sus gritos funestos. Los ecos retumbaban entre los
riscos.
Avanzaron tropezando,
aterrorizados. Pronto el camino dobló bruscamente hacia el este, y por un
momento los expuso a la mirada pavorosa de la torre. Echaron a correr, y al
volver la cabeza vieron la gran forma negra encaramada en la muralla, y se
internaron en una garganta que descendía en rápida pendiente al camino de
Morgul. Así llegaron a la encrucijada. No había aún señales de los orcos, ni
había habido respuesta al grito del nazgûl; pero sabían que aquel silencio no
podía durar mucho, que de un momento a otro comenzaría la persecución.
—Todo esto es inútil—dijo
Frodo—. Si fuésemos orcos de verdad, estaríamos corriendo hacia la torre en vez
de huir. El primer enemigo con que nos topemos nos reconocerá. De alguna manera
tenemos que salir de este camino.
—Pero es imposible—dijo
Sam—. No sin alas.
Las laderas orientales
de Ephel Dúath caían a pique en una sucesión de riscos y precipicios hacia la
cañada negra que se abría entre ellos y la cadena interior. No lejos del cruce,
luego de trepar otra cuesta empinada, el camino se prolongaba en un puente
volante de piedra, cruzaba el abismo, y se internaba por fin en faldas
desmoronadas y en los valles del Morgai. En una carrera desesperada, Frodo y
Sam llegaron al puente, pero ya antes de cruzar comenzaron a oír los gritos y
la algarabía. A lo lejos, a espaldas de ellos, asomaba en la cresta la torre de
Cirith Ungol, y las piedras centelleaban ahora con un fulgor mortecino. De
improviso la campana discordante tañó otra vez. Sonaron los cuernos. Y del otro
lado de la cabecera del puente llegaron los clamores de respuesta. Allá abajo,
en la hondonada sombría, oculta a los fulgores moribundos del Orodruin, no
veían nada, pero oían ya las pisadas de unas botas de hierro, y allá arriba en
el camino resonaba el repiqueteo de unos cascos.
—¡Pronto,
Sam! ¡Saltemos!—gritó Frodo. Se
arrastraron hasta el parapeto debajo del puente. Por fortuna, ya no había
peligro de que se despeñaran, pues las laderas del Morgai se elevaban casi
hasta el nivel del camino; pero había demasiada oscuridad para que pudieran
estimar la profundidad del precipicio.
—Bueno, allá voy,
señor Frodo—dijo Sam—. ¡Hasta la vista!
Se dejó caer. Frodo lo
siguió. Y mientras caían oyeron el galope de los jinetes que pasaban por el
puente, y el golpeteo de los pies de los orcos. Sin embargo, de haberse
atrevido, Sam se habría reído a carcajadas. Temiendo una caída casi violenta
entre rocas invisibles, los hobbits, luego de un descenso de apenas una docena
de pies [3,5 metros], aterrizaron con un golpe sordo y un crujido en el lugar más
inesperado: una maraña de arbustos espinosos. Allí Sam se quedó quieto,
chupándose en silencio una mano rasguñada.
Cuando el ruido de los
cascos se alejó, se aventuró a susurrar: —¡Por mi alma, señor Frodo, creía que
en Mordor no crecía nada! De haberlo sabido, esto sería precisamente lo que me
habría imaginado. A juzgar por los pinchazos, estas espinas han de tener un pie
de largo [30 centímetros]; han atravesado todo lo que llevo encima. ¡Por qué no me habré puesto
esa cota de malla!
—Las cotas de malla de
los orcos no te protegerían de estas espinas—dijo Frodo—. Ni siquiera un justillo de cuero te
serviría.
No les fue fácil salir
del matorral. Los espinos y las zarzas eran duros como alambres y se les
prendían como garras. Cuando al fin consiguieron librarse, tenían las capas
desgarradas y en jirones.
—Ahora bajemos, Sam—murmuró
Frodo—. Rápido al valle, luego doblaremos al norte tan pronto como sea posible.
Afuera, en el resto
del mundo, nacía un nuevo día, y muy y lejos, más allá de las tinieblas de Mordor,
el sol despuntaba en el horizonte, al este de la Tierra Media; pero aquí todo
estaba oscuro, como si aún fuera de noche. En la montaña las llamas se habían
extinguido y los rescoldos humeaban bajo las cenizas. El resplandor desapareció
poco a poco de los riscos. El viento del este, que no había dejado de soplar
desde que partieran de Ithilien, ahora parecía muerto. Lenta y penosamente
bajaron gateando en las sombras, a tientas, tropezando, arrastrándose entre
peñascos y matorrales y ramas secas, bajando y bajando hasta que ya no pudieron
continuar.
Se detuvieron al fin,
y se sentaron uno al lado del otro, recostándose contra una roca, sudando los
dos. —Si Shagrat en persona viniera a ofrecerme un vaso de agua, le estrecharía
la mano—dijo Sam.
—¡No digas eso!—replicó
Frodo—. ¡Sólo consigues empeorar las cosas!—Luego se tendió en el suelo,
mareado y exhausto, y no volvió a hablar durante un largo rato. Por fin, se
incorporó otra vez, trabajosamente. Descubrió con asombro que Sam se había
quedado dormido. —¡Despierta, Sam!—dijo—. ¡Vamos! Es hora de hacer otro
esfuerzo.
Sam se levantó a duras
penas. —¡Bueno, nunca lo hubiera imaginado!—dijo—. Supongo que el sueño me
venció. Hace mucho tiempo, señor Frodo, que no duermo como es debido, y los
ojos se me cerraron solos.
Ahora Frodo encabezaba
la marcha, yendo todo lo posible hacia el norte, entre las piedras y los
peñascos amontonados en el fondo de la gran hondonada. Pero a poco de andar se
detuvieron de nuevo.
—No hay nada que
hacerle, Sam—dijo—. No puedo soportarla. Esta cota de malla, quiero decir. No
hoy, al menos. Aún la cota de mithril me pesaba a veces. Esta pesa
muchísimo más. ¿Y de qué me sirve? De todos modos no será peleando como nos
abriremos paso.
—Sin embargo, quizá
nos esperen algunos encuentros. Y puede haber cuchillos y flechas perdidas.
Para empezar, ese tal Gollum no está muerto. No me gusta pensar que sólo un
trozo de cuero lo protege de una puñalada en la oscuridad.
—Escúchame, Sam, hijo
querido—dijo Frodo—: estoy cansado, exhausto. No me queda ninguna esperanza.
Pero mientras pueda caminar, tengo que tratar de llegar a la montaña. El Anillo
ya es bastante. Esta carga excesiva me está matando. Tengo que deshacerme de
ella. Pero no creas que soy desagradecido. Me repugna pensar en ese trabajo que
tuviste que hacer entre los cadáveres para encontrarla.
—Ni lo mencione, señor
Frodo. ¡Por lo que más quiera! ¡Lo llevaría sobre mis espaldas, si pudiese!
¡Quítesela, entonces!
Frodo se sacó la capa,
se despojó de la cota de malla orca y la tiró lejos. Se estremeció ligeramente.
—Lo que en realidad necesito es algún abrigo—dijo—. O ha refrescado, o he
tomado frío.
—Puede ponerse mi
capa, señor Frodo—dijo Sam. Se descolgó la mochila de la espalda y sacó la capa
élfica—. ¿Qué le parece, señor Frodo? Se envuelve en ese trapo orco, y se
ajusta el cinturón por fuera. Y encima de todo se pone la capa. No es
exactamente a la usanza orca, pero estará más abrigado; y hasta diría que lo
protegerá mejor que cualquier otra vestimenta. Fue hecha por la dama.
Frodo tomó la capa y
cerró el broche. —¡Así me siento mejor!—dijo—. Y mucho más liviano. Ahora puedo
continuar. Pero esta oscuridad ciega invade de algún modo el corazón. Cuando
estaba preso, Sam, trataba de pensar en el Brandivino, en el bosque Cerrado, y
en el Agua corriendo por el molino en Hobbiton. Pero ahora no puedo
recordarlos.
—¡Vamos, señor Frodo,
ahora es usted el que habla de agua!—dijo Sam—. Si la dama pudiera vernos u
oírnos, yo le diría: «Señora, todo cuanto necesitamos es luz y agua: sólo un
poco de agua pura y la clara luz del día, mejor que cualquier joya, con el
perdón de usted.» Pero estamos muy lejos de Lórien. —Suspiró y movió una
mano señalando las cumbres de Ephel Dúath, ahora apenas visibles como una
oscuridad más profunda contra el cielo en tinieblas.
Reanudaron la marcha.
No habían avanzado mucho cuando Frodo se detuvo. —Hay un jinete negro
volando sobre nosotros—dijo—. Siento su presencia. Será mejor que nos quedemos
quietos por un tiempo.
Se acurrucaron debajo
de un gran peñasco, de cara al oeste, y durante un rato permanecieron callados.
Al fin Frodo dejó escapar un suspiro de alivio.
—Ya pasó—dijo. Se
levantaron, y lo que vieron los dejó mudos de asombro. A la izquierda y hacia
el sur, contra un cielo que ya casi era gris, comenzaban a asomar oscuros y
negros los picos y las crestas de la gran cordillera. Por detrás de ella crecía
la luz. Trepaba lentamente hacia el norte. En las alturas lejanas, en los
ámbitos del cielo, se estaba librando una batalla. Las turbulentas nubes de
Mordor se alejaban, como rechazadas, con los bordes hechos jirones, mientras un
viento que soplaba desde el mundo de los vivos barría las emanaciones y las
humaredas hacia la tierra tenebrosa de donde habían venido. Bajo las orlas del
palio lúgubre, una luz tenue se filtraba en Mordor como un amanecer pálido a
través de las ventanas sucias de una prisión.
—¡Mire, señor Frodo!—dijo
Sam—. ¡Mire! El viento ha cambiado. Algo ocurre. No se va a salir del todo con
la suya. Allá en el mundo la oscuridad se desvanece. ¡Me gustaría saber qué
está pasando!
Era la mañana del
decimoquinto día de marzo, y en el valle del Anduin el sol asomaba por encima
de las sombras del este, y soplaba un viento del sudoeste. En los Campos del
Pelennor, Théoden yacía moribundo.
Mientras Frodo y Sam
observaban inmóviles el horizonte, la cinta de luz se extendió a lo largo de
las crestas de los Ephel Dúath; y de pronto una forma rápida apareció en el
oeste, al principio apenas una mancha negra en la franja luminosa de las
cumbres, pero en seguida creció, y atravesando como una flecha el manto de
oscuridad, pasó muy alto por encima de ellos. Al alejarse lanzó un chillido
agudo y penetrante: la voz de un nazgûl ; pero este grito ya no los asustaba:
era un grito de dolor y de espanto, malas nuevas para la Torre Oscura. La
suerte del señor de los espectros del Anillo estaba echada.
—¿Qué le dije? ¡Algo
está ocurriendo!—gritó Sam—. «La guerra marcha bien», dijo Shagrat; pero
Gorbag no estaba tan seguro. Y también en eso tenía razón. Parece que las cosas
mejoran, señor Frodo. ¿No se siente más esperanzado ahora?
—Bueno, no, no mucho,
Sam—suspiró Frodo—. Eso está ocurriendo muy lejos más allá de las montañas.
Nosotros vamos hacia el este, no hacia el oeste. Y estoy tan cansado. Y el
Anillo pesa tanto, Sam. Y empiezo a verlo en mi mente todo el tiempo, una gran
rueda de fuego.
El optimismo de Sam
decayó rápidamente. Miró ansioso a su amo, y le tomó la mano. —¡Vamos, señor
Frodo!—dijo—. Conseguí una de las cosas que quería: un poco de luz. La
suficiente para ayudarnos, y sin embargo sospecho que también es peligrosa.
Trate de avanzar un poco más, y luego nos echaremos juntos a descansar. Pero
ahora coma un bocado, un trocito del pan de los elfos; le reconfortará.
Compartiendo una oblea
de lembas, y masticándola lo mejor que pudieron con las bocas resecas,
Frodo y Sam continuaron adelante. La luz, aunque apenas un crepúsculo gris,
bastaba para que vieran alrededor: estaban ahora en lo más profundo del valle
entre las montañas. Descendía en una suave pendiente hacia el norte, y por el
fondo corría el lecho seco y calcinado de un arroyo. Más allá del curso
pedregoso vieron un sendero trillado que serpeaba al pie de los riscos
occidentales. Si lo hubieran sabido, habrían podido llegar a él más
rápidamente, pues era una senda que se desprendía de la ruta principal a Morgul
en la cabecera occidental del puente y descendía por una larga escalera tallada
en la roca hasta el fondo mismo del valle; y la utilizaban las patrullas o los
mensajeros que viajaban a los puestos y fortalezas menores del lejano norte,
entre Cirith Ungol y los desfiladeros de la Garganta de Hierro, las mandíbulas
férreas de Carach Angren.
Era un sendero
peligroso para los hobbits, pero el tiempo apremiaba, y Frodo no se sentía
capaz de trepar y gatear entre los peñascos o en las hondonadas del Morgai. Y
suponía además que el del norte era el camino en que sus perseguidores menos
esperarían encontrarlos. Sin duda comenzarían la búsqueda por el camino al este
de la llanura, o por el paso que volvía hacia el oeste. Sólo cuando estuvieran
bien al norte de la torre se proponía cambiar de rumbo y buscar una salida
hacia el este: hacia la última y desesperada etapa de aquel viaje. Cruzaron
pues el lecho de piedras, y tomaron el sendero orco, y avanzaron por él durante
un tiempo. Los riscos altos y salientes de la izquierda impedían que pudieran
verlos desde arriba; pero el sendero tenía muchas curvas, y en cada recodo
aferraban la empuñadura de la espada y avanzaban con cautela.
La luz no aumentaba,
porque el Orodruin continuaba vomitando una espesa humareda que subía cada vez
más arriba, empujada por corrientes antagónicas, y al llegar a una región por
encima de los vientos, se desplegaba en una bóveda inconmensurable, cuya
columna central emergía de las sombras fuera de la vista de los hobbits. Habían
caminado penosamente durante más de una hora, cuando un rumor hizo que se
detuvieran: increíble, pero a la vez inconfundible. El susurro del agua. A la
izquierda de una cañada tan pronunciada y estrecha que se hubiera dicho que el
risco negro había sido hendido por un hacha enorme, corría un hilo de agua:
acaso los últimos vestigios de alguna lluvia dulce recogida en mares soleados,
pero con la triste suerte de ir a caer sobre los muros del País Tenebroso, y
perderse luego en el polvo. Aquí brotaba de la roca en una pequeña cascada, y
fluía a lo largo del camino, y girando hacia el sur huía entre las piedras
muertas.
Sam saltó hacia la
cascada. —¡Si alguna vez vuelvo a ver a la dama, se lo diré!—gritó—. ¡Luz, y
ahora agua!—Se detuvo. —¡Déjeme beber primero, señor Frodo!—dijo.
—Está bien, pero hay
sitio suficiente para dos.
—No es eso—dijo Sam—.
Quiero decir: si es venenosa, o si hay en ella algo malo que se manifieste en
seguida; bueno, es preferible que sea yo y no usted, mi amo, si me entiende.
—Te entiendo. Pero me
parece que tendremos que confiar juntos en nuestra suerte, Sam, mala o buena.
¡De todos modos, ten cuidado, si está muy fría!
El agua estaba fresca
pero no helada, y tenía un sabor desagradable, a la vez amargo y untuoso, o por
lo menos eso habrían opinado en La Comarca. Aquí, les pareció maravillosa, y la
bebieron sin temor ni prudencia. Bebieron hasta saciarse, y Sam llenó la
cantimplora. Después de esto Frodo se sintió mejor, y prosiguieron la marcha
durante varias millas, hasta que un ensanchamiento del camino y la aparición de
un muro tosco que lo flanqueaba, les advirtió que se estaban acercando a otra fortaleza
orca.
—Aquí es donde
cambiamos de rumbo, Sam—dijo Frodo—. Y ahora tenemos que marchar hacia el este.
—Miró las crestas sombrías del otro lado del valle, y suspiró. —Apenas me
quedan fuerzas para buscar algún agujero allá arriba. Y luego necesito descansar
un poco.
El lecho del río
corría un poco más abajo del sendero. Descendieron hasta él gateando, y
comenzaron a atravesarlo. Sorprendidos, encontraron charcos oscuros alimentados
por hilos de agua que bajaban de algún manantial en lo alto del valle. Las
cercanías de Mordor al pie de las montañas occidentales eran una tierra
moribunda, pero aún no estaba muerta. Y aquí crecía alguna vegetación, áspera,
retorcida, amarga, que trataba de sobrevivir. En las cañadas del Morgai, del
otro lado del valle, se aferraban al suelo unos árboles bajos y achaparrados,
matorrales de hierba grises luchaban con las piedras, y líquenes resecos se
enroscaban en los matorrales, y grandes marañas de zarzas retorcidas crecían
por doquier. Algunas tenían largas espinas punzantes, otras púas ganchudas y
afiladas como cuchillos. Las hojas marchitas y arrugadas del último verano
colgaban crujiendo y crepitando en el aire triste, pero los brotes infestados
de larvas todavía estaban abriéndose. Moscas, pardas, grises o negras, marcadas
como los orcos con una mancha roja que parecía un ojo, zumbaban y picaban; y
sobre los brezales danzaban y giraban nubes de mosquitos hambrientos.
—Los atavíos orcos no
sirven—dijo Sam, agitando los brazos—. ¡Ojalá tuviera el pellejo de un orco!
Por
último Frodo no pudo continuar. Habían
trepado a una barranca empinada y angosta, pero aún les quedaba un largo trecho
antes que pudieran ver la última cresta escarpada. —Ahora necesito descansar,
Sam, y dormir si puedo—dijo Frodo. Miró alrededor, pero en aquel paraje lúgubre
no parecía haber un sitio donde al menos un animal salvaje pudiera guarecerse.
Al cabo, exhaustos, se escondieron debajo de una cortina de zarzas que colgaba
como una estera de una pared de roca.
Allí se sentaron y comieron
como mejor pudieron. Conservando las preciosas lembas para los malos
días del futuro, tomaron la mitad de lo que quedaba en la bolsa de Sam de las
provisiones de Faramir: algunas frutas secas y una pequeña lonja de carne
ahumada, y bebieron unos sorbos de agua. Habían vuelto a beber en los charcos
del valle, pero otra vez tenían mucha sed. Había un regusto amargo en el aire
de Mordor que secaba la boca. Cada vez que Sam pensaba en el agua, hasta él
mismo se sentía desanimado. Más allá del Morgai les quedaba aún por atravesar
la temible llanura de Gorgoroth.
—Ahora usted dormirá
primero, señor Frodo—dijo—. Ya oscurece otra vez. Me parece que este día está
por acabar.
Frodo suspiró y se
durmió casi antes que Sam hubiese dicho esto. Luchando con su propio cansancio,
Sam tomó la mano de Frodo; y así permaneció, en silencio, hasta que cayó la
noche. Luego, para mantenerse despierto, se deslizó fuera del escondite y miró en
torno. El lugar parecía poblado de crujidos y crepitaciones y ruidos furtivos,
pero no se oían voces ni rumores de pasos. A lo lejos, sobre los Ephel Dúath en
el oeste, el cielo nocturno era aún pálido y lívido. Allá, asomando entre las
nubes por encima de un peñasco sombrío en lo alto de los montes, Sam vio de
pronto una estrella blanca que titilaba. Tanta belleza, contemplada desde
aquella tierra desolada e inhóspita, le llegó al corazón, y la esperanza
renació en él. Porque frío y nítido como una saeta lo traspasó el pensamiento
de que la sombra era al fin y al cabo una cosa pequeña y transitoria, y que
había algo que ella nunca alcanzaría: la luz, y una belleza muy alta. Más que
una esperanza, la canción que había improvisado en la torre era un reto, pues
en aquel momento pensaba en sí mismo. Ahora, por un momento, su propio destino,
y aún el de su amo, lo tuvieron sin cuidado. Se escabulló otra vez entre las
zarzas y se acostó junto a Frodo, y olvidando todos los temores se entregó a un
sueño profundo y apacible.
Se despertaron al
mismo tiempo, tomados de la mano. Sam se sentía casi restaurado, listo para
afrontar un nuevo día; pero Frodo suspiró. Había dormido mal, acosado por
sueños de fuego, y no despertaba de buen ánimo. Aun así, el descanso no había
dejado de tener un efecto curativo. Se sentía más fuerte, más dispuesto a
soportar la carga durante una nueva jornada. No sabían qué hora era ni cuánto
tiempo habían dormido; pero luego de comer un bocado y beber un sorbo de agua
continuaron escalando el barranco, que terminaba en un despeñadero. Allí las
últimas cosas vivas renunciaban a la lucha: las cumbres del Morgai eran yermas,
melladas, desnudas y negras como un techo de pizarra.
Después de errar durante
largo rato en busca de un camino, descubrieron uno por el que podían trepar.
Subieron penosamente un centenar de pies [30
metros], y al fin llegaron a
la cresta. Atravesaron una hendidura entre dos riscos oscuros, y se encontraron
en el borde mismo de la última empalizada de Mordor. Abajo, en el fondo de una
depresión de unos mil quinientos pies [457 metros], la llanura interior se dilataba hasta
perderse de vista en una tiniebla informe. El viento del mundo soplaba ahora
desde el oeste levantando las nubes espesas, que se alejaban flotando hacia el
este; pero a los temibles campos de Gorgoroth sólo llegaba una luz grisácea.
Allí los humos reptaban a ras del suelo y se agazapaban en los huecos, y los
vapores escapaban por las grietas de la tierra.
Todavía lejano, a unas
cuarenta millas [64 kilómetros] por lo menos, divisaron el monte del Destino, la base sepultada en
ruinas de cenizas, el cono elevándose, gigantesco, con la cabeza humeante
envuelta en nubes. Ahora aletargado, los fuegos momentáneamente aplacados, se
erguía, peligroso y hostil, como una bestia adormecida. Y por detrás asomaba
una sombra vasta, siniestra como una nube de tormenta: los velos distantes de Barad-dûr,
que se alzaba a lo lejos sobre un espolón largo, una de las estribaciones septentrionales
de los montes de Ceniza. El Poder Oscuro cavilaba, con el Ojo vuelto hacia
adentro, sopesando las noticias de peligro e incertidumbre; veía una espada
refulgente y un rostro majestuoso y severo, y por el momento había dejado de
lado los otros problemas; y la poderosa fortaleza, puerta tras puerta, y torre
sobre torre, estaba envuelta en una tiniebla de preocupación.
Frodo y Sam
contemplaban el país abominable con una mezcla de repugnancia y asombro. Entre
ellos y la montaña humeante, y alrededor de ella al norte y al sur, todo
parecía muerto y destruido, un desierto calcinado y convulso. Se preguntaron
cómo haría el señor de aquel reino para mantener y alimentar a los esclavos y
los ejércitos. Porque ejércitos tenía, sin duda. Hasta perderse de vista, a lo
largo de las laderas del Morgai y a lo lejos hacia el sur, se sucedían los
campamentos, algunos de tiendas, otros ordenados como pequeñas ciudades. Uno de
los mayores se extendía justo abajo de donde se encontraban los hobbits:
semejante a un apiñado nido de insectos, y entrecruzado por callejuelas rectas
y lóbregas de chozas y barracas grises, ocupaba casi una milla de llanura.
Alrededor, la gente iba y venía; un camino ancho partía del caserío hacia el
sudeste y se unía a la carretera de Morgul, por la que se apresuraban filas y
filas de pequeñas formas negras.
—No me gusta nada cómo
pinta esto—dijo Sam—. No es muy alentador... excepto que donde vive tanta gente
tiene que haber pozos, o agua; y comida, ni que hablar. Y éstos no son orcos
sino hombres, si la vista no me engaña.
Ni él ni Frodo sabían
nada de los extensos campos cultivados por esclavos en el extremo sur del
reino, más allá de las emanaciones de la montaña y en las cercanías de las
aguas sombrías y tristes del lago Nûrnen; ni de las grandes carreteras que
corrían hacia el este y el sur a los países tributarios, de donde los soldados
de la Torre venían con largas caravanas de víveres y botines y nuevas legiones
de esclavos. Allí, en las regiones septentrionales, se encontraban las fraguas
y las minas, allí se acantonaban las reservas humanas para una guerra
largamente premeditada; y allí también el Poder Oscuro reunía sus ejércitos,
moviéndolos como peones sobre el tablero. Las primeras movidas, con las que
había probado fuerzas, habían puesto las piezas en jaque en el frente
occidental, en el sur y en el norte. Y ahora las había retirado, y
engrosándolas con nuevos refuerzos, las había apostado en las cercanías de
Cirith Gorgor en espera del momento propicio para tomarse la revancha. Y si lo
que se proponía era defender a la vez la montaña de una probable tentativa de
asalto, no podía haberlo hecho mejor.
—¡Y bien!—prosiguió
Sam—. No sé qué tienen de comer y de beber, pero no está a nuestro alcance. No
veo ningún camino que nos permita llegar allá abajo. Y aunque lográsemos
descender, jamás podríamos atravesar ese territorio plagado de enemigos.
—No obstante tendremos
que intentarlo—replicó Frodo—. No es peor de lo que yo me imaginaba. Nunca tuve
la esperanza de llegar; tampoco la tengo ahora. Pero aun así, he de hacer lo
que esté a mi alcance. Por el momento impedir que me capturen, tanto tiempo
como sea posible. Me parece pues, que tendremos que continuar hacia el norte, y
ver cómo se presentan las cosas allí donde la llanura comienza a estrecharse.
—Creo adivinar cómo se
presentarán—dijo Sam—. En la parte más estrecha de la llanura los orcos y los
hombres estarán más apiñados que nunca. Ya lo verá, señor Frodo.
—Supongo que lo veré,
si alguna vez llegamos—dijo Frodo, y dio media vuelta.
No tardaron en
descubrir que no podían continuar avanzando a lo largo de la cresta del Morgai,
ni por los niveles más altos, donde no había senderos y abundaban las
hondonadas profundas. Por último tuvieron que regresar por el barranco que habían
escalado, en busca de una salida desde el valle. Fue una caminata ardua, pues
no se atrevían a cruzar hasta el sendero que corría del lado occidental. Al
cabo de una milla o más, oculto en una cavidad al pie del risco, vieron el
bastión orco que estaban esperando encontrar: un muro y un apretado grupo de
construcciones de piedra dispuestas a los lados de una caverna sombría. No se
advertía ningún movimiento, pero los hobbits avanzaron con cautela,
manteniéndose lo más cerca posible de los zarzales que a esta altura crecían en
abundancia a ambos lados del lecho seco del arroyo.
Continuaron por
espacio de dos o tres millas [3-5 kilómetros], y el bastión orco desapareció detrás de
ellos; pero cuando empezaban a sentirse más tranquilos, oyeron unas voces de
orcos, ásperas y estridentes. Se escondieron detrás de un arbusto pardusco y
achaparrado. Las voces se acercaban. De pronto dos orcos aparecieron a la
vista. Uno vestía harapos pardos e iba armado con un arco de cuerno; era de una
raza más bien pequeña, negro de tez, y la nariz, de orificios muy dilatados,
husmeaba el aire sin cesar: sin duda una especie de rastreador. El otro era un
orco corpulento y aguerrido, como los de la compañía de Shagrat, y lucía la
insignia del Ojo. También él llevaba un arco a la espalda y una lanza corta de
punta ancha. Como de costumbre se estaban peleando, y por pertenecer a razas
diferentes empleaban a su manera la lengua común.
A sólo veinte pasos de
donde estaban escondidos los hobbits, el orco pequeño se detuvo. —¡Nár!—gruñó—. Yo me vuelvo a casa. —Señaló
a través del valle en dirección al fuerte orco. —No vale la pena que me siga
gastando la nariz olfateando piedras. No queda ni un rastro, te digo. Por
hacerte caso a ti les perdí la pista. Subía por las colinas, no a lo largo del
valle, te digo.
—¿No servís de mucho,
eh, vosotros, pequeños husmeadores?—dijo el orco grande—. Creo que los ojos son
más útiles que vuestras narices mocosas.
—¿Qué has visto con
ellos, entonces?—gruñó el otro—. ¡Garn!
¡Si ni siquiera sabes lo que andas buscando!
—¿Y quién tiene la
culpa?—replicó el soldado—. Yo no. Eso viene de arriba. Primero dicen que es un
gran elfo con una armadura brillante, luego que es una especie de hombrecito
enano, y luego que puede tratarse de una horda de uruk-hai rebeldes; o quizá
son todos ellos juntos.
—¡Ar!—dijo el
rastreador—. Han perdido el seso, eso es lo que les pasa. Y algunos de los
jefes también van a perder el pellejo, sospecho, si lo que he oído es verdad:
que han invadido la torre, que centenares de tus compañeros han sido
liquidados, y que el prisionero ha huido. Si así es como os comportáis
vosotros, los combatientes, no es de extrañar que haya malas noticias desde los
campos de batalla.
—¿Quién dice que hay
malas noticias?—vociferó el soldado.
—¡Ar! ¿Quién
dice que no las hay?
—Así es como hablan
los malditos rebeldes, y si no callas te ensarto. ¿Me has oído?
—¡Está bien, está
bien!—dijo el rastreador—. No diré más y seguiré pensando. Pero ¿qué tiene que
ver en todo esto ese monstruo negro y escurridizo? Ese de las manos como
paletas y que habla en gorgoteos.
—No lo sé. Nada,
quizá. Pero apuesto que no anda en nada bueno, siempre husmeando por ahí.
¡Maldito sea! Ni bien se nos escabulló y huyó, llegó la orden de que lo querían
vivo, y cuanto antes.
—Bueno, espero que lo
encuentren y le den su merecido—masculló el rastreador—. Nos confundió el
rastro allá atrás, cuando se apropió de esa cota de malla, y anduvo palmeteando
por todas partes antes que yo consiguiera llegar.
—En todo caso le salvó
la vida—dijo el soldado—. Antes de saber que lo buscaban, yo le disparé, a
cincuenta pasos y por la espalda; pero siguió corriendo.
—¡Garn! Le erraste—dijo el rastreador—. Para empezar, disparas a
tontas y a locas, luego corres con demasiada lentitud, y por último mandas
buscar a los pobres rastreadores. Estoy harto de ti. —Se alejó rápidamente a
grandes trancos.
—¡Vuelve!—vociferó el
soldado—, ¡vuelve o te denunciaré!
—¿A quién? No a tu
precioso Shagrat. Ya no será más el capitán.
—Daré tu nombre y tu
número a los nazgûl —dijo el soldado bajando la voz hasta un siseo—. Uno de ellos
está ahora a cargo de la torre.
El otro se detuvo, la
voz cargada de miedo y de furia. —¡Soplón, maldito!—aulló—. No sabes hacer tu
trabajo, y ni siquiera defiendes a los tuyos. ¡Vete con tus inmundos gritones
y ojalá te arranquen el pellejo! Si el enemigo no se les adelanta. ¡He oído
decir que han liquidado al número uno, y espero que sea cierto!
El orco grande, lanza
en mano, echó a correr detrás de él. Pero el rastreador, brincando por detrás
de una piedra, le disparó una flecha en el ojo, y el otro se desplomó con
estrépito en plena carrera. El rastreador huyó a valle traviesa y desapareció.
Durante un rato los
hobbits permanecieron en silencio. Por fin Sam se movió. —Bueno, esto es lo que yo
llamo las cosas claras—dijo—. Si esta simpática cordialidad se extendiera por
Mordor, la mitad de nuestros problemas estarían ya resueltos.
—En voz baja, Sam—susurró
Frodo—. Puede haber otros por aquí. Es evidente que escapamos por un pelo, y
que los cazadores no estaban tan descaminados como pensábamos. Pero ese es el
espíritu de Mordor, Sam; y ha llegado a todos los rincones. Los orcos siempre
se han comportado de esa manera o así lo cuentan las leyendas, cuando están
solos. Pero no puedes confiar demasiado. A nosotros nos odian mucho más, de
todas formas y en todo tiempo. Si estos dos nos hubiesen visto, habrían
interrumpido la pelea hasta terminar con nosotros.
Hubo otro silencio
prolongado. Sam volvió a interrumpirlo, esta vez en un murmullo. —¿Oyó lo que
decían del que habla en gorgoteos, señor Frodo? Le dije que Gollum no estaba
muerto ¿no?
—Sí, recuerdo. Y me
preguntaba cómo lo sabrías—dijo Frodo—. Bueno. Creo que es mejor que no
salgamos de aquí hasta que haya oscurecido por completo. Así podrás decirme
cómo lo sabes, y contarme todo lo sucedido. Si puedes hablar en voz baja.
—Trataré—dijo Sam—,
pero cada vez que pienso en ese apestoso, me pongo tan frenético que me dan
ganas de gritar.
Allí permanecieron los
hobbits, al amparo del arbusto espinoso, mientras la luz lúgubre de Mordor se
extinguía lentamente para dar paso a una noche profunda y sin estrellas; y Sam,
hablándole a Frodo al oído, le contó todo cuanto pudo poner en palabras del
ataque traicionero de Gollum, el horror de Ella-Laraña, y sus propias aventuras
con los orcos. Cuando hubo terminado, Frodo no dijo nada, pero tomó la mano de
Sam y se la apretó. Al cabo de un rato se sacudió y dijo:
—Bueno, supongo que
hemos de reanudar la marcha. Me pregunto cuánto tiempo pasará antes que seamos
realmente capturados, y acaben al fin estas penurias y escapadas, y todo haya
sido inútil. —Se puso de pie. —Está oscuro, y no podemos usar el frasco de la dama.
Quédate con él por ahora, Sam, y cuídalo bien. Yo no tengo dónde guardarlo,
excepto las manos, y necesitaré de las dos en esta noche ciega. Pero a Dardo, te lo doy. Ahora tengo una espada orca, aunque
no creo que me toque asestar algún otro golpe.
Era difícil y
peligroso caminar de noche por aquella región sin senderos; pero poco a poco,
tropezando con frecuencia, los dos hobbits avanzaron hacia el norte a lo largo
de la orilla oriental del valle pedregoso. Y cuando una tímida luz gris volvió
a asomar por encima de las cumbres occidentales, mucho después de que naciera
el día en las tierras lejanas, se escondieron otra vez y durmieron un poco, por
turno. En los ratos de vigilia a Sam lo obsesionaba el problema de la comida.
Por fin, cuando Frodo despertó y habló de comer y de prepararse para otro nuevo
esfuerzo, Sam le hizo la pregunta que más lo preocupaba.
—Con el perdón de
usted, señor Frodo—dijo—, pero ¿tiene alguna idea de cuánto nos falta por
recorrer?
—No, ninguna idea
demasiado precisa, Sam—respondió Frodo—. En Rivendel, antes de partir, me
mostraron un mapa de Mordor anterior al retorno del enemigo; pero lo recuerdo
vagamente. Lo que recuerdo con más precisión es que en un determinado lugar de
las cadenas del oeste y el norte se desprendían unas estribaciones que casi
llegaban a unirse. Estimo que se encontraban a no menos de veinte leguas [96 kilómetros] del puente próximo a la torre. Podría ser un buen paso. Pero por
supuesto, si llegamos allí, estaremos aún más lejos de la montaña, a unas
sesenta millas [96 kilómetros] diría yo. Sospecho que nos hemos alejado unas doce leguas [58 kilómetros] al norte del puente. Aunque todo marchara bien, no creo que
llegáramos a la montaña en menos de una semana. Me temo, Sam, que la carga se
hará muy pesada, y que avanzaré con mayor lentitud a medida que nos vayamos
acercando.
Sam suspiró. —Eso es justamente
lo que yo temía—dijo—. Y bien, por no mencionar el agua, tendremos que comer
menos, señor Frodo, o de lo contrario movernos un poco más rápido, al menos
mientras continuemos en este valle. Un bocado más, y se nos habrán acabado
todas las provisiones, excepto el pan del camino de los elfos.
—Trataré de caminar un
poco más rápido, Sam—dijo Frodo respirando hondo—. ¡Adelante! ¡En
marcha otra vez!
Aún no había
oscurecido por completo. Avanzaban penosamente, adentrándose en la noche. Las
horas pasaban, y los hobbits caminaban fatigados dando traspiés, con uno que
otro breve descanso. Al primer atisbo de luz gris bajo las orlas del palio de
sombra se escondieron otra vez en una cavidad oscura al pie de una pared de
roca.
La luz aumentó poco a
poco, en un cielo cada vez más límpido. Un viento fuerte del oeste arrastraba
los vapores de Mordor en las capas altas del aire. Al poco tiempo los hobbits
pudieron ver el territorio que se extendía alrededor. La hondonada entre las
montañas y el Morgai se había ido estrechando paulatinamente a medida que
ascendían, y el borde interior no era más que una cornisa en las caras
escarpadas de los Ephel Dúath; pero en el este se precipitaba tan a pique como
siempre hacia Gorgoroth. Delante de ellos, el lecho del arroyo se interrumpía
en escalones de roca resquebrajada; pues de la cadena principal emergía
bruscamente un espolón alto y árido, que se adelantaba hacia el este como un
muro. La cadena septentrional gris y brumosa de los Ered Lithui extendía allí
un largo brazo sobresaliente que se unía al espolón, y entre uno y otro extremo
corría un valle estrecho: Carach Angren, la Garganta de Hierro, que más allá se
abría en el valle profundo de Udûn.
En esa llanura detrás del Morannon se escondían los túneles y arsenales
subterráneos construidos por los servidores de Mordor como defensas de la
Puerta Negra; y allí el Señor Oscuro estaba reuniendo de prisa unos ejércitos
poderosos para enfrentar a los capitanes del oeste. Sobre los espolones habían
construido fuertes y torres, y ardían los fuegos de guardia; y a todo lo largo
de la garganta habían erigido una pared de adobe, y cavado una profunda
trinchera atravesada por un solo puente.
Algunas millas más al
norte, en el ángulo en que el espolón del oeste se desprendía de la cadena
principal, se levantaba el viejo castillo de Durthang, convertido ahora en una
de las numerosas fortalezas orcas que se apiñaban alrededor del valle de Udûn. Y desde él, visible ya a la luz
creciente de la mañana, un camino descendía serpenteando, hasta que a sólo una
milla o dos de donde estaban los hobbits, doblaba al este y corría a lo largo
de una cornisa cortada en el flanco del espolón, y continuaba en descenso hacia
la llanura, para desembocar en la Garganta de Hierro.
Mirando esta escena, a
los hobbits les pareció de pronto que el largo viaje al norte había sido
inútil. En la llanura que se extendía a la derecha envuelta en brumas y humos,
no se veían campamentos ni tropas en marcha; pero toda aquella región estaba
bajo la vigilancia de los fuertes de Carach Angren.
—Hemos llegado a un
punto muerto, Sam—dijo Frodo—. Si continuamos, sólo llegaremos a esa torre orca;
pero el único camino que podemos tomar es el que baja de la torre... a menos
que volvamos por donde vinimos. No podemos trepar hacia el oeste, ni descender
hacia el este.
—En ese caso tendremos
que seguir por el camino, señor Frodo—dijo Sam—. Tendremos que seguirlo y
tentar fortuna. Si hay fortuna en Mordor. Ahora da igual que nos rindamos o que
intentemos volver. La comida no nos alcanzará. ¡Tendremos que darnos prisa!
—Está bien, Sam—dijo
Frodo—. ¡Guíame! Mientras te quede una esperanza. A mí no me queda ninguna.
Pero no puedo darme prisa, Sam. A duras penas podré arrastrarme detrás de ti.
—Antes de seguir
arrastrándose, necesita dormir y comer, señor Frodo. Vamos, aproveche lo que
pueda.
Le dio a Frodo agua y
una oblea de pan del camino, y quitándose la capa improvisó una almohada para la
cabeza de su amo. Frodo estaba demasiado agotado para discutir, y Sam no le
dijo que había bebido la última gota de agua, y que había comido la otra ración
además de la propia. Cuando Frodo se durmió, Sam se inclinó sobre él y lo oyó
respirar y le examinó el rostro. Estaba ajado y enflaquecido, y sin embargo,
ahora mientras dormía parecía tranquilo y sin temores. —¡Bueno, amo, no hay más
remedio!—murmuró Sam—. Tendré que abandonarlo un rato y confiar en la suerte.
Agua vamos a necesitar, o no podremos seguir adelante.
Sam salió con sigilo
del escondite, y saltando de piedra en piedra con más cautela de la habitual en
los hobbits, descendió hasta el lecho seco del arroyo y lo siguió por un trecho
en su ascenso hacia el norte, hasta que llegó a los escalones de roca donde
antaño el manantial se precipitaba sin duda en una pequeña cascada. Ahora todo
parecía seco y silencioso; pero Sam no se dio por vencido: inclinó la cabeza y
escuchó deleitado un susurro cristalino. Trepando algunos escalones descubrió
un arroyuelo de agua oscura que brotaba del flanco de la colina y llenaba un
pequeño estanque desnudo, del que volvía a derramarse, y desaparecía luego bajo
las piedras áridas.
Sam probó el agua, y
le pareció suficientemente buena. Entonces bebió hasta saciarse, llenó la
botella y dio media vuelta para regresar. En aquel momento vislumbró una forma
o una sombra negra que saltaba entre las rocas un poco más lejos, cerca del
escondite de Frodo. Reprimiendo un grito, bajó de un brinco del manantial y
corrió saltando de piedra en piedra. Era una criatura astuta, difícil de ver,
pero Sam tenía pocas dudas: no pensaba en otra cosa que en retorcerle el
pescuezo. Pero la criatura lo oyó acercarse, y se escabulló alejándose de
prisa. Sam creyó ver por último que la forma se asomaba al borde del precipicio
oriental, antes de esconder la cabeza y desaparecer.
—¡Bueno, la suerte no
me abandonó—murmuró Sam—, pero por un pelo! ¡Como si no bastara que haya orcos
por millares, tenía que venir a meter la nariz ese bribón maloliente! ¡Ojalá lo
hubieran liquidado! —Se sentó junto a Frodo y no lo despertó; pero no se
atrevió a echarse a dormir. Por fin, cuando sintió que se le cerraban los ojos
y supo que no podía seguir luchando por mantenerse despierto mucho tiempo más,
despertó a Frodo tocándolo apenas.
—Me temo que ese
Gollum anda rondando otra vez, señor Frodo—dijo—. O al menos, si no era él,
quiere decir que tiene un doble. Salí a buscar un poco de agua y lo descubrí
husmeando por los alrededores justo cuando volvía. Me parece que no es prudente
que ambos durmamos al mismo tiempo, y con el perdón de usted, no puedo tener
los ojos abiertos un minuto más.
—¡Bendito seas, Sam!—le
dijo Frodo—. ¡Acuéstate y duerme cuanto necesites! Pero yo prefiero a Gollum
antes que a los orcos. En todo caso no nos entregará... a menos que lo
capturen.
—Pero podría tratar de
robar y asesinar por cuenta propia—gruñó Sam—. ¡Mantenga los ojos bien
abiertos, señor Frodo! Hay una botella llena de agua. Beba usted. Podemos
volverla a llenar cuando nos vayamos. —Y con esto Sam se hundió en el sueño.
La luz se extinguía
cuando despertó. Frodo estaba sentado contra una roca, pero se había quedado
dormido. La botella de agua estaba vacía. No había señales de Gollum.
Había vuelto la
oscuridad de Mordor; y cuando los hobbits se pusieron nuevamente en marcha en
la etapa más peligrosa del viaje, los fuegos de los vivaques ardían en las
alturas feroces y rojos. Fueron primero al pequeño manantial, y luego, trepando
con cautela llegaron al camino en el punto en que doblaba hacia el este y la
Garganta de Hierro, ahora a veinte millas de distancia [32 kilómetros]. No era un camino ancho, y no tenía ni muro
ni parapeto, y a medida que avanzaba, la caída a pique a lo largo del borde era
cada vez más profunda. No oían que nada se moviera, y luego de escuchar un rato
partieron con paso firme rumbo al este.
Después de unas doce
millas [19 kilómetros] de marcha, se detuvieron. Detrás, el camino describía una ligera curva
hacia el norte, y las tierras que acababan de dejar atrás ya no se veían. Esta
circunstancia resultó desastrosa. Descansaron algunos minutos y otra vez se
pusieron en camino; pero habían avanzado unos pocos pasos cuando en el silencio
de la noche oyeron de pronto el ruido que habían estado temiendo en secreto: un
rumor de pasos en marcha. Parecían no estar muy cerca todavía, pero al volver
la cabeza Frodo y Sam vieron el chisporroteo de las antorchas, que ya habían
pasado la curva a menos de una milla [1,5 kilómetros], y se acercaban con rapidez: con demasiada rapidez
para que Frodo escapara a todo correr por el camino.
—Me lo temía, Sam—dijo
Frodo—. Hemos confiado en nuestra buena suerte y nos ha traicionado. Estamos
atrapados. —Miró con desesperación el muro amenazante; los constructores de
caminos de antaño habían cortado la roca a pique a muchas brazas de altura.
Corrió al otro lado y se asomó a un precipicio de tinieblas. —¡Nos han atrapado
al fin!—dijo. Se dejó caer en el suelo al pie de la pared rocosa y hundió la
cabeza entre los hombros.
—Así parece—dijo Sam—.
Bueno, no nos queda más remedio que esperar y ver. —Y se sentó junto a Frodo a
la sombra del acantilado.
No tuvieron que
esperar mucho. Los orcos avanzaban a grandes trancos. Los de las primeras filas
llevaban antorchas. Y se acercaban: llamas rojas que crecían rápidamente en la
oscuridad. Ahora también Sam inclinó la cabeza, con la esperanza de que no se
le viera la cara cuando llegasen las antorchas; y apoyó los escudos contra las
rodillas de ambos, para que les ocultasen los pies.
«¡Ojalá lleven prisa
y pasen de largo, dejando en paz a un par de soldados fatigados!», pensó.
Y al parecer iban a
pasar de largo. La vanguardia orca llegó trotando, jadeante, con las cabezas
gachas. Era una banda de la raza más pequeña, arrastrados a pelear en las
guerras del Señor Oscuro: no querían otra cosa que terminar de una vez con
aquella marcha forzada y esquivar los latigazos. Con ellos, corriendo de arriba
abajo a lo largo de la fila, iban dos de los corpulentos y feroces uruks,
blandiendo los látigos y vociferando órdenes. Marchaban, fila tras fila; la
delatadora luz de las antorchas empezaba a alejarse. Sam contuvo el aliento. Ya
más de la mitad de la compañía había pasado. De pronto uno de los uruks
descubrió las dos figuras acurrucadas a la vera del camino. Hizo chasquear el
látigo y los increpó: —¡Eh, vosotros! ¡Arriba!—No le respondieron y detuvo con
un grito a toda la compañía.
—¡Arriba, zánganos!—aulló—.
No es ahora momento de dormir. —Dio un paso hacia los hobbits, y aún en la
oscuridad reconoció las insignias de los escudos. —Con que desertando, ¿eh?—gritó—.
¿O conspirando para desertar? Todos vosotros teníais que haber llegado a Udûn ayer antes de la noche. Bien lo
sabéis. De pie y a la fila, o tomaré vuestros números y os denunciaré.
Los hobbits se
levantaron con dificultad, y caminaron encorvados, cojeando como soldados con
los pies doloridos, se pusieron en la última fila. —¡No, en la última no!—vociferó
el guardián de los esclavos—. ¡Tres filas más adelante! ¡Y quedaos allí, o en
mi próxima recorrida sabréis lo que es bueno! —La larga correa chasqueó no muy
lejos de las cabezas de los hobbits; en seguida, tras otro latigazo en el aire
y un nuevo alarido, la compañía reanudó la marcha con un trote rápido.
Era duro para el pobre
Sam, cansado como estaba; pero para Frodo era una tortura, y no tardó en
convertirse en una pesadilla. Apretó los dientes y tratando de no pensar,
continuó avanzando. El hedor de los orcos sudorosos lo sofocaba; jadeaba y
tenía sed. Y seguían trotando y trotando, y Frodo empeñándose en respirar y en
obligar a sus piernas a que se flexionaran; no se atrevía ni a imaginar cuál
podía ser el término nefasto de tantas fatigas y tantos padecimientos. No tenía
la más remota esperanza de salir de la fila sin ser descubierto. Y el guardián
de los orcos volvía a la retaguardia una y otra vez y se mofaba de ellos con
ferocidad.
—¡A ver!—reía,
amenazando azotarles las piernas—. ¡Donde hay un látigo hay una voluntad,
zánganos míos! ¡Fuerza! Ahora mismo os daría una buena zurra, aunque cuando
lleguéis con retraso a vuestro campamento recibiréis tantos latigazos como os
quepan en el pellejo. Os sentarán bien. ¿No sabéis que estamos en guerra?
Habían recorrido
algunas millas, y el camino comenzaba por fin a descender hacia la llanura en
una larga pendiente, cuando las fuerzas empezaron a flaquearle a Frodo. Se
tambaleaba y tropezaba. Sam trató de ayudarlo, de sostenerlo, aunque tampoco él
se sentía capaz de soportar mucho tiempo más aquella marcha. Sabía que el final
llegaría de un momento a otro: Frodo acabaría por desvanecerse o por caer
rendido, y entonces los descubrirían, y todos los esfuerzos y sufrimientos
habrían sido en vano. —De todas maneras, antes le daré su merecido a ese
gigante endiablado que arrea las tropas.
Entonces, en el
preciso momento en que llevaba la mano a la empuñadura de la espada, hubo un
alivio inesperado. Ahora estaban en plena llanura y se acercaban a la entrada
de Udûn. No lejos de ella,
delante de la puerta próxima a la cabecera del puente, el camino del oeste
convergía con otros que venían del sur y de Barad-dûr, y en todos ellos se veía
un agitado movimiento de tropas; pues los capitanes del oeste estaban
avanzando, y el Señor Oscuro se apresuraba a acantonar en el norte todos sus
ejércitos. Así ocurrió que a la encrucijada envuelta en tinieblas, inaccesible
a la luz de las hogueras que ardían en lo alto de los muros, llegaron
simultáneamente varias compañías. Hubo encontronazos violentos y una gran
confusión, y gritos y maldiciones, porque cada compañía trataba de ser la
primera en llegar a la puerta y al final de la marcha. A pesar de los gritos de
los cabecillas y del chasquido de los látigos, hubo escaramuzas, y algunas
espadas se desenvainaron. Una tropa de uruks de Barad-dûr armados hasta los
dientes atacó a los de Durthang, desordenando las filas.
Aturdido como estaba
por el dolor y el cansancio, Sam se despabiló de golpe, y aprovechando en
seguida la ocasión se arrojó al suelo, arrastrando a Frodo. Lentamente, a
cuatro patas y a la rastra, los hobbits se alejaron del tumulto, hasta que por
fin y sin que nadie los viera llegaron a la orilla opuesta del camino y
trepándose a una especie de parapeto bajo destinado a orientar a los guías de
las tropas en las noches oscuras o brumosas, se dejaron caer al otro lado.
Durante un rato
permanecieron inmóviles. La oscuridad era demasiado impenetrable para buscar un
refugio, si había alguno en aquel lugar; pero Sam tenía la impresión de que les
convenía en todo caso alejarse un poco más de las carreteras principales y de
la luz de las antorchas.
—¡Vamos, señor Frodo!—murmuró—.
Arrástrese usted un poquito más, y en seguida podrá descansar.
Con un último esfuerzo
desesperado, Frodo se apoyó sobre las manos y avanzó unas veinte yardas [18 metros]. Y entonces cayó en un pozo poco profundo que inesperadamente se
abrió delante de ellos, y allí permaneció inmóvil como un cuerpo sin vida.
LVI.LAS CASAS DE CURACIÓN
EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO VIII
Una nube de lágrimas y
de cansancio empañaba los ojos de Merry cuando se acercaban a la puerta en
ruinas de Minas Tirith. Apenas si notó la destrucción y la muerte que lo
rodeaban por todas partes. Había fuego y humo en el aire, y un olor
nauseabundo: pues muchas de las máquinas habían sido consumidas por las llamas
o arrojadas a los fosos de fuego, y muchos de los caídos habían corrido la
misma suerte; y aquí y allá yacían los cadáveres de los grandes monstruos
sureños, calcinados a medias, destrozados a pedradas, o con los ojos
traspasados por las flechas de los valientes arqueros de Morthond. La lluvia
había cesado, y en el cielo brillaba el sol; pero toda la ciudad baja seguía
envuelta en el humo acre de los incendios.
Ya había hombres
atareados en abrir un sendero entre los despojos; otros, entretanto, salían por
la puerta llevando literas. A Éowyn la levantaron y la depositaron sobre
almohadones mullidos; pero al cuerpo del rey lo cubrieron con un gran lienzo de
oro, y lo acompañaron con antorchas, y las llamas, pálidas a la luz del sol, se
movían en el viento.
Así entraron Théoden y
Éowyn en la ciudad de Gondor, y todos los que los veían se descubrían la cabeza
y se inclinaban; y así prosiguieron entre las cenizas y el humo del circuito
incendiado, y subieron por las empinadas calles de piedra. A Merry el ascenso
le parecía eterno, un viaje sin sentido en una pesadilla abominable, que
continuaba y continuaba hacia una meta imprecisa que la memoria no alcanzaba a
reconocer.
Poco a poco las llamas
de las antorchas parpadearon y se extinguieron, y Merry se encontró caminando
en la oscuridad; y pensó: «Este es un túnel que conduce a una tumba; allí
nos quedaremos para siempre.» Pero de improviso una voz viva interrumpió la
pesadilla del hobbit.
—¡Ah, Merry! ¡Te he
encontrado al fin, gracias al cielo!
Levantó la cabeza, y
la niebla que le velaba los ojos se disipó un poco. ¡Era Pippin! Estaban frente
a frente en un callejón estrecho y desierto. Se restregó los ojos.
—¿Dónde está el rey?—preguntó—.
¿Y Éowyn?—De pronto se tambaleó, se sentó en el umbral de una puerta, y otra
vez se echó a llorar.
—Han subido a la Ciudadela—dijo
Pippin—. Sospecho que el sueño te venció mientras ibas con ellos, y que tomaste
un camino equivocado. Cuando notamos tu ausencia, Gandalf mandó que te buscara.
¡Pobrecito, Merry! ¡Qué felicidad volver a verte! Pero estás extenuado y no
quiero molestarte con charlas. Dime una cosa, solamente: ¿estás herido, o
maltrecho?
—No—dijo Merry—.
Bueno, no, creo que no. Pero tengo el brazo derecho inutilizado, Pippin, desde
que lo herí. Y mi espada ardió y se consumió como un trozo de leña.
Pippin observó a su
amigo con aire preocupado. —Bueno, será mejor que vengas conmigo en seguida—dijo—.
Me gustaría poder llevarte en brazos. No puedes seguir a pie. No sé cómo te
permitieron caminar; pero tienes que perdonarlos. Han ocurrido tantas cosas
terribles en la ciudad, Merry, que un pobre hobbit que vuelve de la batalla
bien puede pasar inadvertido.
—No siempre es una
desgracia pasar inadvertido—dijo Merry—. Hace un momento pasé inadvertido....
no, no, no puedo hablar. ¡Ayúdame, Pippin! El día se oscurece otra vez, y mi
brazo está tan frío.
—¡Apóyate en mí,
Merry, muchacho!—dijo Pippin—. ¡Adelante! Primero un pie y luego el otro. No es
lejos.
—¿Me llevas a
enterrar?
—¡Claro que no!—dijo
Pippin, tratando de parecer alegre, aunque tenía el corazón destrozado por la
piedad y el miedo—. No, ahora iremos a las Casas de Curación.
Salieron del callejón
que corría entre edificios altos y el muro exterior del cuarto círculo, y
tomaron nuevamente la calle principal que subía a la Ciudadela. Avanzaban
lentamente, y Merry se tambaleaba y murmuraba como un sonámbulo.
«Nunca llegaremos—pensó
Pippin—. ¿No habrá nadie que me ayude? No puedo dejarlo solo aquí.» En
ese momento vio a un muchacho que subía corriendo por el camino, y reconoció
sorprendido a Bergil, el hijo de Beregond.
—¡Salud, Bergil!—le
gritó—. ¿A dónde vas? ¡Qué alegría volver a verte, y vivo por añadidura!
—Llevo recados
urgentes para los sanadores—respondió Bergil—. No puedo detenerme.
—¡Claro que no!—dijo
Pippin—. Pero diles allá arriba que tengo conmigo a un hobbit enfermo, un perian
acuérdate, que regresa del campo de batalla. Dudo que pueda recorrer a pie todo
el camino. Si Mithrandir está allí, le alegrará recibir el mensaje. —Bergil
volvió a partir a la carrera.
«Será mejor que
espere aquí», pensó Pippin. Y ayudando a Merry a dejarse caer lentamente
sobre el pavimento en un sitio asoleado, se sentó junto a él y apoyó en sus
rodillas la cabeza del amigo. Le palpó con suavidad el cuerpo y los miembros, y
le tomó las manos. La derecha estaba helada.
Gandalf en persona no
tardó en llegar en busca de los hobbits. Se inclinó sobre Merry y le acarició
la frente; luego lo levantó con delicadeza. —Tendrían que haberlo traído a esta
ciudad con todos los honores—dijo—. Se mostró digno de mi confianza; pues si
Elrond no hubiese cedido a mis ruegos, ninguno de vosotros habría emprendido
este viaje, y las desdichas de este día habrían sido mucho más nefastas. —Suspiró.
—Y ahora tengo un herido más a mi cargo, mientras la suerte de la batalla está
todavía indecisa.
Así pues Faramir, Éowyn
y Meriadoc reposaron por fin en las Casas de Curación y recibieron los mejores
cuidados. Porque si bien últimamente todas las ramas del saber habían perdido
la pujanza de otros tiempos, la medicina de Gondor era aún sutil, apta para
curar heridas y lesiones y todas aquellas enfermedades a que estaban expuestos
los mortales que habitaban al este del mar. Con la sola excepción de la vejez,
para la que no habían encontrado remedio; más aún, la longevidad había
declinado en la región: ahora vivían pocos años más que los otros hombres, y
los que sobrepasaban el centenar con salud y vigor eran contados, salvo en
algunas familias de sangre más pura. Sin embargo, las artes y el saber de los sanadores
se encontraban ahora en un atolladero: muchos de los enfermos padecían un mal
incurable, al que llamaban la sombra negra, pues provenía de los nazgûl.
Los afectados por aquella dolencia caían lentamente en un sueño cada vez más
profundo, y luego en el silencio y en un frío mortal, y así morían. Y a quienes
velaban por los enfermos les parecía que este mal se había ensañado sobre todo
con el mediano y con la dama de Rohan. A ratos, sin embargo, a medida que
transcurría la mañana, los oían hablar y murmurar en sueños, y escuchaban con
atención todo cuanto decían, esperando tal vez enterarse de algo que les
ayudase a entender la naturaleza del mal. Pero pronto los enfermos se hundieron
en las tinieblas, y a medida que el sol descendía hacia el oeste, una sombra
gris les cubrió los rostros. Y mientras tanto Faramir ardía de fiebre.
Gandalf iba
preocupado, de uno a otro lecho, y los cuidadores le repetían todo lo que
habían oído. Y así transcurrió el día, mientras afuera la gran batalla
continuaba con esperanzas cambiantes y extrañas nuevas; pero Gandalf esperaba,
vigilaba, y no se apartaba de los enfermos; y al fin, cuando la luz bermeja del
crepúsculo se extendió por el cielo, y a través de la ventana el resplandor
bañó los rostros grises, les pareció a quienes estaban velándolos que las
mejillas de los enfermos se sonrosaban como si les volviera la salud; pero no
era más que una burla de esperanza.
Entonces una mujer
vieja, la más anciana de las servidoras de la casa, miró el rostro de Faramir,
y lloró, porque todos lo amaban. Y dijo: —¡Ay de nosotros, si llega a morir!
¡Ojalá hubiera en Gondor reyes como los de antaño, según cuentan! Porque dice
la tradición: Las manos del rey son manos que curan. Así el legítimo
rey podría ser reconocido.
Y Gandalf, que se
encontraba cerca, dijo: —¡Que por largo tiempo recuerden los hombres tus
palabras, Ioreth! Pues hay esperanza en ellas. Tal vez un rey haya retornado en
verdad a Gondor: ¿no has oído las extrañas nuevas que han llegado a la ciudad?
—He estado demasiado
atareada con una cosa y otra para prestar oídos a todos los clamores y rumores—respondió
Ioreth—. Sólo espero que esos demonios sanguinarios no vengan ahora a esta casa
y perturben a los enfermos.
Poco después Gandalf
salió apresuradamente de la casa; el fuego se extinguía ya en el cielo, y las
colinas humeantes se desvanecían, y la ceniza gris de la noche se tendía sobre
los campos.
Ahora el sol se ponía,
y Aragorn y Éomer e Imrahil se acercaban a la ciudad escoltados por capitanes y
caballeros; y cuando estuvieron delante de la puerta, Aragorn dijo:
—¡Mirad cómo se oculta
el sol envuelto en llamas! Es la señal del fin y la caída de muchas cosas, y de
un cambio en las mareas del mundo. Sin embargo, los senescales administraron
durante años esta ciudad y este reino, y si yo entrase ahora sin ser convocado,
temo que pudieran despertarse controversias y dudas, que es preciso evitar
mientras dure la guerra. No entraré, ni reivindicaré derecho alguno hasta tanto
se sepa quién prevalecerá, nosotros o Mordor. Los hombres levantarán mis
tiendas en el campo, y aquí esperaré la bienvenida del señor de la ciudad.
Pero Éomer le dijo: —Ya
has desplegado el estandarte de los reyes y los emblemas de la casa de Elendil.
¿Tolerarías acaso que fueran desafiados?
—No—respondió Aragorn—.
Pero creo que aún no ha llegado la hora; no he venido a combatir sino a nuestro
enemigo y a sus servidores.
Y el príncipe Imrahil
dijo: —Sabias son tus palabras, señor, si alguien que es pariente del señor
Denethor puede opinar sobre este asunto. Es un hombre orgulloso y tenaz como
pocos, pero viejo; y desde que perdió a su hijo le ha cambiado el humor. No
obstante, no me gustaría verte esperando junto a la puerta como un mendigo.
—No un mendigo—replicó
Aragorn—. Di más bien un capitán de los montaraces, poco acostumbrado a las
ciudades y a las casas de piedra. —Y ordenó que plegaran el estandarte; y
retirando la estrella del reino el norte, la entregó en custodia a los hijos de
Elrond.
El príncipe Imrahil y Éomer
de Rohan se separaron entonces de Aragorn, y atravesando la ciudad y el tumulto
de las gentes, subieron a la Ciudadela y entraron en la Sala de la Torre, en
busca del senescal. Y encontraron el sitial vacío, y delante del estrado yacía
Théoden rey de la Marca, en un lecho de ceremonia: y doce antorchas rodeaban el
lecho, y doce guardias, todos caballeros de Rohan y de Gondor. Y las colgaduras
eran verdes y blancas, pero el gran manto de oro le cubría el cuerpo hasta la
altura del pecho, y allí encima tenía la espada, y a los pies el escudo. La luz
de las antorchas centelleaba en los cabellos blancos como el sol en la espuma
de una fuente, y el rostro del monarca era joven y hermoso, pero había en él
una paz que la juventud no da; y parecía dormir.
Imrahil permaneció un
momento en silencio junto al lecho del rey; luego preguntó: —¿Dónde puedo
encontrar al senescal? ¿Y dónde está Mithrandir?
Y uno de los guardias
le respondió: —El senescal de Gondor está en las Casas de Curación.
Y dijo Éomer: —¿Dónde
está la dama Éowyn, mi hermana? Tendría que yacer junto al rey, y con idénticos
honores. ¿Dónde la habéis dejado?
E Imrahil respondió: —La
dama Éowyn vivía aun cuando la trajeron aquí. ¿No lo sabías?
Entonces una esperanza
ya perdida renació tan repentinamente en el corazón de Éomer, y con ella la
mordedura de una inquietud y un temor renovados, que no dijo más, y dando media
vuelta abandonó la estancia; y el príncipe salió tras él. Y cuando llegaron
fuera, había caído la noche y el cielo estaba estrellado. Y vieron venir a
Gandalf acompañado por un hombre embozado en una capa gris; y se reunieron con
ellos delante de las puertas de las Casas de Curación. Y luego de saludar a
Gandalf, dijeron: —Venimos en busca del senescal, y nos han dicho que se
encuentra en esta casa. ¿Ha sido herido? ¿Y dónde está la dama Éowyn?
Y Gandalf respondió: —Yace
en un lecho de esta casa, y no ha muerto, aunque está cerca de la muerte. Pero un
dardo maligno ha herido al señor Faramir, como sabéis, y él es ahora el senescal;
pues Denethor ha muerto, y la casa se ha derrumbado en cenizas. —Y el relato
que hizo Gandalf los llenó de asombro y de aflicción.
Y dijo Imrahil: —Entonces,
si en un solo día Gondor y Rohan han sido privados de sus señores, habremos
conquistado una victoria amarga, una victoria sin júbilo. Éomer es quien
gobierna ahora a los rohirrim. Mas ¿quién regirá entre tanto los destinos de la
ciudad? ¿No habría que llamar al señor Aragorn?
El hombre de la capa
habló entonces y dijo: —Ya ha venido. —Y cuando se adelantó hasta la puerta y a
la luz de la linterna, vieron que era Aragorn, y bajo la capa gris de Lórien
vestía la cota de malla, y llevaba como único emblema la piedra verde de
Galadriel. —Si he venido es porque Gandalf me lo pidió—dijo—. Pero por el
momento soy sólo el capitán de los dúnedain de Arnor; y hasta que Faramir
despierte, será el señor de Dol Amroth quien gobernará la ciudad. Pero es mi
consejo que sea Gandalf quien nos gobierne a todos en los próximos días, y en
nuestros tratos con el enemigo. —Y todos estuvieron de acuerdo.
Gandalf dijo entonces:
—No nos demoremos junto a la puerta, el tiempo apremia. ¡Entremos ya! Los
enfermos que yacen postrados en la casa no tienen otra esperanza que la venida
de Aragorn. Así habló Ioreth, vidente de Gondor: Las manos del rey son manos
que curan, y el legítimo rey será así reconocido.
Aragorn fue el primero
en entrar, y los otros lo siguieron. Y allí en la puerta había dos guardias que
vestían la librea de la Ciudadela: uno era alto, pero el otro tenía apenas la
estatura de un niño; y al verlos dio gritos de sorpresa y de alegría.
—¡Trancos! ¡Qué
maravilla! Yo adiviné en seguida que tú estabas en los navíos negros ¿sabes?
Pero todos gritaban ¡los corsarios! Y nadie me escuchaba. ¿Cómo lo
hiciste?
Aragorn se echó a reír
y estrechó entre las suyas la mano del hobbit. —¡Un feliz reencuentro, en
verdad!—dijo—. Pero no es tiempo aún para historias de viajeros.
Pero Imrahil le dijo a
Éomer: —¿Es así como hemos de hablarles a nuestros reyes? ¡Aunque quizás use
otro nombre cuando lleve la corona!
Y Aragorn al oírlo se
volvió y le dijo: —Es verdad, porque en la lengua noble de antaño yo soy Elessar,
Piedra de Elfo, y Envinyatar, el Restaurador. —Levantó la piedra que
llevaba en el pecho, y agregó: —Pero Trancos será el nombre de mi casa, si
alguna vez se funda: en la alta lengua no sonará tan mal, y yo seré Telcontar,
así como todos mis descendientes.
Y con esto entraron en
la casa; y mientras se encaminaban a las habitaciones de los enfermos, Gandalf
narró las hazañas de Éowyn y Meriadoc. —Porque velé junto a ellos muchas horas—dijo,
y al principio hablaban a menudo en sueños antes de hundirse en esa oscuridad
mortal. También tengo el don de ver muchas cosas lejanas.
Aragorn visitó en
primer lugar a Faramir, luego a la dama Éowyn, y por último a Merry. Cuando
hubo observado los rostros de los enfermos y examinado las heridas, suspiró. —Tendré
que recurrir a todo mi poder y mi habilidad—dijo—. Ojalá estuviese aquí Elrond:
es el más anciano de toda nuestra raza, y el de poderes más altos.
Y Éomer, viéndolo
fatigado y triste, le dijo: —¿No sería mejor que antes descansaras, que
comieras siquiera un bocado?
Pero Aragorn le
respondió: —No, porque para estos tres, y más aún para Faramir, el tiempo
apremia. Hay que actuar ahora mismo. —Llamó entonces a Ioreth y le dijo: —¿Tenéis
en esta casa reservas de hierbas curativas?
—Sí, señor—respondió
la mujer—; aunque no en cantidad suficiente, me temo, para tantos como van a
necesitarlas. Pero sé que no podríamos conseguir más; pues todo anda atravesado
en estos días terribles, con fuego e incendios, y tan pocos jóvenes para llevar
recados, y barricadas en todos los caminos. ¡Si hasta hemos perdido la cuenta
de cuándo llegó de Lossarnach la última carga para el mercado! Pero en esta
casa aprovechamos bien lo que tenemos, como sin duda sabe vuestra señoría.
—Eso podré juzgarlo
cuando lo haya visto—dijo Aragorn—. Otra cosa también escasea por aquí: el
tiempo para charlar. ¿Tenéis athelas?
—Eso no lo sé con
certeza, señor—respondió Ioreth—, o al menos no la conozco por ese nombre. Iré
a preguntárselo al herborista; él conoce bien todos los nombres antiguos.
—También la llaman hojas
de reyes —dijo Aragorn—, y quizá tú la conozcas con ese nombre; así la
llaman ahora los campesinos.
—¡Ah, ésa!—dijo Ioreth—.
Bueno, si vuestra señoría hubiera empezado por ahí, yo le habría respondido.
No, no hay, estoy segura. Y nunca supe que tuviera grandes virtudes; cuántas
veces les habré dicho a mis hermanas, cuando la encontrábamos en los bosques: «Hojas
de reyes» decía, «qué nombre tan extraño, quién sabe por qué la llamarán
así; porque si yo fuera rey, tendría en mi jardín plantas más coloridas».
Sin embargo, da una fragancia dulce cuando se la machaca, ¿no es verdad? Aunque
tal vez dulce no sea la palabra: saludable sería quizá más
apropiado.
—Saludable en verdad—dijo
Aragorn—. Y ahora, mujer, si amas al señor Faramir, corre tan rápido como tu
lengua y consígueme hojas de reyes, aunque sean las últimas que queden en la
ciudad.
—Y si no queda ninguna—dijo
Gandalf—yo mismo cabalgaré hasta Lossarnach llevando a Ioreth en la grupa, y
ella me conducirá a los bosques, pero no a ver a sus hermanas. Y Sombragrís le
enseñará entonces lo que es la rapidez.
Cuando Ioreth se hubo
marchado, Aragorn pidió a las otras mujeres que calentaran agua. Tomó entonces
en una mano la mano de Faramir, y apoyó la otra sobre la frente del enfermo.
Estaba empapada de sudor; pero Faramir no se movió ni dio señales de vida, y
apenas parecía respirar.
—Está casi agotado—dijo
Aragorn volviéndose a Gandalf—. Pero no a causa de la herida. ¡Mira, está
cicatrizando! Si lo hubiera alcanzado un dardo de los nazgûl, como tú pensabas,
habría muerto esa misma noche. Esta herida viene de alguna flecha sureña, diría
yo. ¿Quién se la extrajo? ¿La habéis conservado?
—Yo se la extraje—dijo
Imrahil—. Y le restañé la herida. Pero no guardé la flecha, pues estábamos muy
ocupados. Recuerdo que era un dardo común de los hombres del sur. Sin embargo,
pensé que venía de la sombra de allá arriba, pues de otro modo no podía
explicarme la enfermedad y la fiebre, ya que la herida no era ni profunda ni
mortal. ¿Qué explicación le das tú?
—Agotamiento, pena por
el estado del padre, una herida, y ante todo el hálito negro—dijo Aragorn—. Es
un hombre de mucha voluntad, pues ya antes de combatir en los muros exteriores
había estado bastante cerca de la sombra. La oscuridad ha de haber entrado en
él lentamente, mientras combatía y luchaba por mantenerse en su puesto de
avanzada. ¡Ojalá yo hubiera podido acudir antes!
En aquel momento entró
el herborista. —Vuestra señoría ha pedido hojas de reyes como la llaman
los rústicos—dijo—, o athelas, en el lenguaje de los nobles, o para
quienes conocen algo del valinoreano...
—Yo lo conozco—dijo
Aragorn—, y me da lo mismo que la llames hojas de reyes o asëa aranion,
con tal que tengas algunas.
—¡Os pido perdón,
señor!—dijo el hombre—. Veo que sois versado en la tradición, y no un simple
capitán de guerra. Por desgracia, señor, no tenemos de estas hierbas en las
Casas de Curación, donde sólo atendemos heridos o enfermos graves. Pues no les
conocemos ninguna virtud particular, excepto tal vez la de purificar un aire
viciado, o la de aliviar una pesadez pasajera. A menos, naturalmente, que uno
preste oídos a las viejas coplas que las mujeres como la buena de Ioreth
repiten todavía sin entender.
Cuando sople el hálito negro
y crezca la sombra de la muerte,
y todas las luces se extingan,
¡ven athelas, ven athelas!
¡En la mano del rey
da vida al moribundo![22]
»No es más que una
copla, temo, guardada en la memoria de las viejas comadres. Dejo a vuestro
juicio la interpretación del significado, si en verdad tiene alguno. Sin
embargo, los viejos toman aún hoy una infusión de esta hierba para combatir el
dolor de cabeza.
—¡Entonces en nombre
del rey, ve y busca algún viejo menos erudito y más sensato que tenga un poco
en su casa!—gritó Gandalf.
Arrodillándose junto a
la cabecera de Faramir, Aragorn le puso una mano sobre la frente. Y todos los
que miraban sintieron que allí se estaba librando una lucha. Pues el rostro de
Aragorn se iba volviendo gris de cansancio y de tanto en tanto llamaba a
Faramir por su nombre, pero con una voz cada vez más débil, como si él mismo
estuviese alejándose, y caminara en un valle remoto y sombrío, llamando a un
amigo extraviado.
Por fin llegó Bergil a
la carrera; traía seis hojuelas envueltas en un trozo de lienzo. —Hojas de
reyes, señor—dijo—, pero no son frescas, me temo. Las habrán recogido hace unas
dos semanas. Ojalá puedan servir, señor. —Y luego, mirando a Faramir, se echó a
llorar.
Aragorn le sonrió. —Servirán—le
dijo—. Ya ha pasado lo peor. ¡Serénate y descansa! —En seguida tomó dos
hojuelas, las puso en el hueco de las manos, y luego de calentarlas con el
aliento, las trituró; y una frescura vivificante llenó la estancia, como si el
aire mismo despertase, zumbando y chisporroteando de alegría, todos los
corazones se sintieron aliviados. Pues aquella fragancia que lo impregnaba todo
era como el recuerdo de una mañana de rocío, a la luz de un sol sin nubes, en
una tierra en la que el mundo hermoso de la primavera es apenas una imagen
fugitiva. Aragorn se puso de pie, como reanimado, y los ojos le sonrieron
mientras sostenía un tazón delante del rostro dormido de Faramir.
—¡Vaya, vaya! ¡Quién
lo hubiera creído!—le dijo Ioreth a una mujer que tenía al lado—. Esta hierba
es mejor de lo que yo pensaba. Me recuerda las rosas de Imloth Melui, cuando yo
era niña, y ningún rey soñaba con tener una flor más bella.
De pronto Faramir se
movió, abrió los ojos, y miró largamente a Aragorn, que estaba inclinado sobre
él; y una luz de reconocimiento y de amor se le encendió en la mirada, y habló
en voz baja. —Me has llamado, mi señor. He venido. ¿Qué ordena mi rey?
—No sigas caminando en
las sombras, ¡despierta!—dijo Aragorn—. Estás fatigado. Descansa un rato, y
come, así estarás preparado cuando yo regrese.
—Estaré, señor—dijo
Faramir—. ¿Quién se quedaría acostado y ocioso cuando ha retornado el rey?
—Adiós entonces, por
ahora—dijo Aragorn—. He de ver a otros que también me necesitan. —Y salió de la
estancia seguido por Gandalf e Imrahil; pero Beregond y su hijo se quedaron, y
no podían contener tanta alegría. Mientras seguía a Gandalf y cerraba la
puerta, Pippin oyó la voz de Ioreth. —¡El rey! ¿Lo habéis oído? ¿Qué
dije yo? Las manos de un curador, eso dije. —Y pronto la noticia de que el rey
se encontraba en verdad entre ellos, y que luego de la guerra traía la
curación, salió de la casa y corrió por toda la ciudad.
Pero Aragorn fue a la
estancia donde yacía Éowyn, y dijo: —Aquí se trata de una herida grave y de un
golpe duro. El brazo roto ha sido atendido con habilidad y sanará con el
tiempo, si ella tiene fuerzas para sobrevivir; es el que sostenía el escudo.
Pero el mal mayor está en el brazo que esgrimía la espada: parece no tener
vida, aunque no está quebrado.
«Desgraciadamente,
enfrentó a un adversario superior a sus fuerzas, físicas y mentales. Y quien se
atreva a levantar un arma contra un enemigo semejante necesita ser más duro que
el acero, pues de lo contrario caerá destruido por el golpe mismo. Fue un
destino nefasto el que la llevó a él. Pues es una doncella hermosa, la dama más
hermosa de una estirpe de reinas. Y sin embargo, no encuentro palabras para
hablar de ella. Cuando la vi por primera vez y adiviné su profunda tristeza, me
pareció estar contemplando una flor blanca, orgullosa y enhiesta, delicada como
un lirio; y sin embargo supe que era inflexible, como forjada en duro acero en
las fraguas de los elfos. ¿O acaso una escarcha le había helado ya la savia, y
por eso era así, dulce y amarga a la vez, hermosa aún pero ya herida, destinada
a caer y morir? El mal empezó mucho antes de este día, ¿no es verdad, Éomer?
—Me asombra que tú me
lo preguntes, señor—respondió Éomer—. Porque en este asunto, como en todo lo
demás, te considero libre de culpas; mas nunca supe que frío alguno haya herido
a Éowyn, mi hermana, hasta el día en que posó los ojos en ti por vez primera.
Angustias y miedos sufría, y los compartió conmigo, en los tiempos de Lengua de
Serpiente y del hechizo del rey; de quien cuidaba con un temor siempre mayor.
¡Pero eso no la puso así!
—Amigo mío—dijo
Gandalf—, tú tenías tus caballos, tus hazañas de guerra, y el campo libre; pero
ella, nacida en el cuerpo de una doncella, tenía un espíritu y un coraje que no
eran menores que los tuyos. Y sin embargo se veía condenada a cuidar de un
anciano, a quien amaba como a un padre, y a ver cómo se hundía en una chochez
mezquina y deshonrosa; y este papel le parecía más innoble que el del bastón en
que el rey se apoyaba.
»¿Supones que Lengua
de Serpiente sólo tenía veneno para los oídos de Théoden? ¡Viejo chocho!
¿Qué es la casa de Eorl sino un cobertizo donde la chusma bebe hasta
embriagarse, mientras la prole se revuelca por el suelo entre los perros?
¿Acaso no has oído antes estas palabras? Saruman las pronunció, el amo de
Lengua de Serpiente. Aunque no dudo que Lengua de Serpiente empleara frases más
arteras para decir lo mismo. Mi señor, si el amor de tu hermana hacia ti, y el
deber no le hubiesen sellado los labios, quizás habría oído escapar de ellos
palabras semejantes. Pero ¿quién sabe las cosas que decía a solas, en la
oscuridad, durante las amargas vigilias de la noche, cuando sentía que la vida
se le empequeñecía, cuando las paredes de la alcoba parecían cerrarse alrededor
de ella, como para retener a alguna bestia salvaje?
Éomer no respondió, y
miró a su hermana, como estimando de nuevo todos los días compartidos en el
pasado. Pero Aragorn dijo: —También yo vi lo que tú viste, Éomer. Pocos dolores
entre los infortunios de este mundo amargan y avergüenzan tanto a un hombre
como ver el amor de una dama tan hermosa y valiente y no poder corresponderle.
La tristeza y la piedad no se han separado de mí ni un solo instante desde que
la dejé, desesperada en el Sagrario, y cabalgué a los Senderos de los Muertos;
y a lo largo de ese camino, ningún temor estuvo en mí tan presente como el
temor de lo que a ella pudiera pasarle. Y sin embargo, Éomer, puedo decirte que
a ti te ama con un amor más verdadero que a mí: porque a ti te ama y te conoce;
pero de mí sólo ama una sombra y una idea: una esperanza de gloria y de grandes
hazañas, y de tierras muy distantes de las llanuras de Rohan.
»Tal vez yo tenga el
poder de curarle el cuerpo, y de traerla del valle de las sombras. Pero si
habrá de despertar a la esperanza, al olvido o a la desesperación, no lo sé. Y
si despierta a la desesperación, entonces morirá, a menos que aparezca otra
cura que yo no conozco. Pues las hazañas de Éowyn la han puesto entre las
reinas de gran renombre.
Aragorn se inclinó y
observó el rostro de Éowyn; y parecía en verdad blanco como un lirio, frío como
la escarcha y duro como tallado en piedra. Y encorvándose, le besó la frente, y
la llamó en voz baja, diciendo: —¡Éowyn, hija de Éomund, despierta! Tu enemigo
ha partido para siempre.
Éowyn no hizo
movimiento alguno, pero empezó a respirar otra vez profundamente, y el pecho le
subió y bajó debajo de la sábana de lino. Una vez más Aragorn trituró dos hojas
de athelas y las echó en el agua humeante; y mojo con ella la frente de Éowyn
y el brazo derecho que yacía frío y exánime sobre el cobertor.
Entonces, sea porque
Aragorn poseyera en verdad algún olvidado poder de Oesternesse, o acaso por el
simple influjo de las palabras que dedicara a la dama Éowyn, a medida que el
aroma suave de la hierba se expandía en la habitación todos los presentes tuvieron
la impresión de que un viento vivo entraba por la ventana, no un aire
perfumado, sino un aire fresco y límpido y joven, como si ninguna criatura
viviente lo hubiera respirado antes, y llegara recién nacido desde montañas
nevadas bajo una bóveda de estrellas, o desde playas de plata bañadas allá
lejos por océanos de espuma.
—¡Despierta, Éowyn, dama
de Rohan!—repitió Aragorn, y cuando le tomó la mano derecha sintió que el calor
de la vida retornaba a ella—. ¡Despierta! ¡La sombra ha partido para siempre, y
las tinieblas se han disipado!—Puso la mano de Éowyn en la de Éomer y se apartó
del lecho. —¡Llámala!—dijo, y salió en silencio de la estancia.
—¡Éowyn, Éowyn!—clamó Éomer
en medio de las lágrimas. Y ella abrió los ojos y dijo:
—¡Éomer! ¿Qué dicha es
ésta? Me decían que estabas muerto. Pero no, eran las voces lúgubres de mi
sueño. ¿Cuánto tiempo he estado soñando?
—No mucho, hermana mía—respondió
Éomer—. ¡Pero no pienses más en eso!
—Siento un cansancio
extraño—dijo ella—. Necesito reposo. Pero dime ¿qué ha sido del señor de la
Marca? ¡Ay de mí! No me digas que también eso fue un sueño, porque sé que no lo
fue. Ha muerto, tal como él lo había presagiado.
—Ha muerto, sí—dijo Éomer—,
pero rogándome que le trajera un saludo de adiós a Éowyn, más amada que una
hija. Yace ahora en la Ciudadela de Gondor con todos los honores.
—Es doloroso, todo
esto—dijo ella—. Y sin embargo, es mucho mejor que todo cuanto yo me atrevía a
esperar en aquellos días sombríos, cuando la dignidad de la casa de Eorl
amenazaba caer más bajo que el refugio de un pastor. ¿Y qué ha sido del
escudero del rey, el mediano? ¡Éomer, tendrás que hacer de él un caballero de
la Marca, porque es un valiente!
—Reposa cerca de aquí
en esta casa, y ahora iré a asistirlo—dijo Gandalf—. Éomer se quedará contigo.
Pero no hables de guerra e infortunios hasta que te hayas recobrado. ¡Grande es
la alegría de verte despertar de nuevo a la salud y a la esperanza, valerosa
dama!
—¿A la salud?—dijo Éowyn—.
Tal vez. Al menos mientras quede vacía la silla de un jinete caído, y yo la
pueda montar, y haya hazañas que cumplir. ¿Pero a la esperanza? No sé.
Cuando Gandalf y
Pippin entraron en la habitación de Merry, ya Aragorn estaba de pie junto al
lecho. —¡Pobre viejo Merry!—exclamó Pippin, corriendo hasta la cabecera; tenía
la impresión de que su amigo había empeorado, que tenía el semblante
ceniciento, como si soportara el peso de largos años de dolor; de pronto tuvo
miedo de que pudiera morir.
—No temas—le dijo
Aragorn—. He llegado a tiempo, he podido llamarlo. Ahora está extenuado, y
dolorido, y ha sufrido un daño semejante al de la dama Éowyn, por haber
golpeado también él a ese ser nefasto. Pero son males fáciles de reparar, tan
fuerte y alegre es el espíritu de tu amigo. El dolor, no lo olvidará; pero no
le oscurecerá el corazón, y le dará sabiduría.
Y posando la mano
sobre la cabeza de Merry, le acarició los rizos castaños, le rozó los párpados,
y lo llamó. Y cuando la fragancia del athelas inundó la habitación, como
el perfume de los huertos y de los brezales a la luz del sol colmada de abejas,
Merry abrió de pronto los ojos y dijo:
—Tengo hambre. ¿Qué
hora es?
—La hora de la cena ya
pasada—dijo Pippin—; sin embargo, creo que podría traerte algo, si me lo
permiten.
—Te lo permitirán, sin
duda—dijo Gandalf—. Y cualquier otra cosa que este jinete de Rohan pueda
desear, si se la encuentra en Minas Tirith, donde su nombre es altamente
honrado.
—¡Bravo!—dijo Merry—.
Entonces, ante todo quisiera cenar, y luego fumarme una pipa. —Y al decir esto
una nube le ensombreció la cara. —No, no quiero ninguna pipa. No creo que
vuelva a fumar nunca más.
—¿Por qué no?—preguntó
Pippin.
—Bueno—respondió
lentamente Merry—. Él está muerto. Y al pensar en fumarme una pipa, todo me ha
vuelto a la memoria. Me dijo que ya nunca más podría cumplir su promesa de
aprender de mí los secretos de la hierba. Fueron casi sus últimas palabras.
Nunca más podré volver a fumar sin pensar en él, y en ese día, Pippin, cuando
cabalgábamos rumbo a Isengard, y se mostró tan cortés.
—¡Fuma entonces, y
piensa en él!—dijo Aragorn—. Porque tenía un corazón bondadoso y era un gran
rey, leal a todas sus promesas; y se levantó desde las sombras a una última y
hermosa mañana. Aunque le serviste poco tiempo, es un recuerdo que guardarás
con felicidad y orgullo hasta el fin de tus días.
Merry sonrió. —En ese
caso, está bien—dijo—, y si Trancos me da de todo lo necesario, fumaré y
pensaré. Traía en mi equipaje un poco del mejor tabaco de Saruman, pero qué
habrá sido de él en la batalla, no lo sé, por cierto.
—Maese Meriadoc—dijo
Aragorn—, si supones que he cabalgado a través de las montañas y del reino de
Gondor a sangre y a fuego para venir a traerle hierba a un soldado distraído
que pierde sus avíos, estás muy equivocado. Si nadie ha hallado tu paquete,
tendrás que mandar en busca del herborista de esta casa. Y él te dirá que
ignoraba que la hierba que deseas tuviera virtud alguna, pero que el vulgo la
conoce como tabaco occidental, y que los nobles la llaman galena,
y tiene otros nombres en lenguas más cultas; y luego de recitarte unos versos
casi olvidados que ni él mismo entiende, lamentará decirte que no la hay en la
casa, y te dejará cavilando sobre la historia de las lenguas. Que es lo que
ahora haré yo. Porque no he dormido en una cama como ésta desde que partí del
Sagrario, ni he probado bocado desde la oscuridad que precedió al alba.
Merry tomó la mano de
Aragorn y la besó. —¡No te imaginas cuánto lo lamento!—dijo—. ¡Ve ahora mismo!
Desde aquella noche en Bree, no hemos sido para ti nada más que un estorbo.
Pero en semejantes circunstancias es natural que nosotros los hobbits hablemos
a la ligera, y digamos menos de lo que pensamos. Tememos decir demasiado, y no
encontramos las palabras justas cuando todas las bromas están fuera de lugar.
—Lo sé, de lo
contrario no te respondería en el mismo tono—dijo Aragorn—. ¡Que La Comarca
viva siempre y no se marchite!—Y luego de besar a Merry abandonó la estancia
seguido por Gandalf.
Pippin se quedó a
solas con su amigo. —¿Hubo alguna vez otro como él?—dijo—. Descontando a
Gandalf, desde luego. Sospecho que han de estar emparentados. Mi querido asno,
tu paquete lo tienes al lado de la cama, y lo llevabas a la espalda cuando te
encontré. Y él lo estuvo viendo todo el tiempo, como es natural. De todos
modos, aquí tengo un poco de la mía. ¡Mano a la obra! Es Hoja del Valle. Llena
la pipa mientras yo voy en busca de algo para comer. Y luego a tomar la vida
con calma por un rato. ¡Qué le vamos a hacer! Nosotros, los Tuk y los
Brandigamo no podemos vivir mucho tiempo en las alturas.
—Es cierto—dijo Merry—.
Yo no lo consigo. No por el momento, en todo caso. Pero al menos, Pippin, ahora
podemos verlas, y honrarlas. Lo mejor es amar ante todo aquello que nos
corresponde amar, supongo; hay que empezar por algo, y echar raíces, y el suelo
de La Comarca es profundo. Sin embargo, hay cosas más profundas y más altas. Y
si no fuera por ellas, y aunque no las conozca, ningún compadre podría cultivar
la huerta en lo que él llama paz. A mí me alegra saber de estas cosas,
un poco. Pero no sé por qué estoy hablando así. ¿Dónde tienes esa hoja? Y saca
la pipa de mi paquete, si no está rota.
Aragorn y Gandalf
fueron a ver al mayoral de las Casas de Curación, y le explicaron que Faramir y
Éowyn necesitaban permanecer allí y ser atendidos con cuidado aún durante
muchos días.
—La dama Éowyn—dijo
Aragorn—. Pronto querrá levantarse y partir; es menester impedirlo y tratar de
retenerla aquí hasta que hayan pasado por lo menos diez días.
—En cuanto a Faramir—dijo
Gandalf—, pronto tendrá que enterarse de que su padre ha muerto. Pero no habrá
que contarle la historia de la locura de Denethor hasta que haya curado del
todo, y tenga tareas que cumplir. ¡Cuida que Beregond y el perian que
presenciaron la muerte no le hablen todavía de estas cosas!
—Y el otro perian,
Meriadoc, que tengo a mi cuidado ¿qué hago con él?—preguntó el mayoral.
—Es probable que
mañana esté en condiciones de levantarse un rato—dijo Aragorn—. Permíteselo, si
lo desea. Podrá hacer un breve paseo, en compañía de sus amigos.
—Qué raza tan
extraordinaria—dijo el mayoral, moviendo la cabeza—. De fibra dura, diría yo.
Un gran gentío
esperaba a Aragorn junto a las puertas de las Casas de Curación; y lo
siguieron; y cuando hubo cenado, fueron y le suplicaron que curase a sus
parientes o amigos cuyas vidas corrían peligro a causa de heridas o lesiones, o
que yacían bajo la sombra negra. Y Aragorn se levantó y salió, y mandó llamar a
los hijos de Elrond; y juntos trabajaron afanosamente hasta altas horas de la
noche. Y la voz corrió por toda la ciudad: «En verdad, el rey ha retornado.»
Y lo llamaban Piedra de Elfo, a causa de la piedra verde que él llevaba,
y así el nombre que el día de su nacimiento le fuera predestinado, lo eligió
entonces para él su propio pueblo.
Y cuando por fin el
cansancio lo venció, se envolvió en la capa y se deslizó fuera de la ciudad, y
llegó a la tienda justo antes del alba, a tiempo apenas para dormir un poco. Y
por la mañana el estandarte de Dol Amroth, un navío blanco como un cisne sobre
aguas azules, flameó en la torre, y los hombres alzaron la mirada y se
preguntaron si la llegada del rey no habría sido un sueño.
LVII.LA ÚLTIMA DELIBERACIÓN
EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO IX
Amaneció el día siguiente
a la batalla, una mañana clara, de nubes ligeras y un viento que viraba hacia
el oeste. Legolas y Gimli, que estaban en pie desde temprano, pidieron permiso
para subir a la ciudad, pues querían ver en seguida a Merry y a Pippin.
—Es bueno saber que están
vivos—dijo Gimli—; porque durante nuestra marcha a través de Rohan nos costaron
no pocas penurias, y no me gustaría que todo ese esfuerzo hubiera sido en vano.
El elfo y el enano
entraron juntos en Minas Tirith, y la gente que los veía pasar contemplaba
maravillada a esos dos extraños compañeros: porque Legolas era de una belleza
más que humana, y mientras caminaba en la mañana entonaba con voz clara una
canción élfica; Gimli en cambio marchaba junto al elfo con un andar reposado, y
se acariciaba la barba, y miraba todo alrededor.
—Hay buena mampostería—dijo,
observando los muros—; pero también otras no tan buenas, y las calles podrían
estar mejor trazadas. Cuando Aragorn obtenga lo que es suyo, le ofreceré los
servicios de los picapedreros de la montaña, y entonces convertiremos a Minas
Tirith en una ciudad de la que podrá sentirse muy orgulloso.
—Lo que necesitan son
más jardines—dijo Legolas—. Las casas están como muertas, y es demasiado poco
lo que crece aquí con alegría. Si Aragorn obtiene un día lo que es suyo, los
habitantes del bosque le traerán pájaros que cantan y árboles que no mueren.
Encontraron por fin al
príncipe Imrahil, y Legolas lo miró, y se inclinó ante él profundamente; porque
vio que en verdad estaba ante alguien que tenía sangre élfica en las venas. —¡Salve,
señor!—dijo—. Hace ya mucho tiempo que el pueblo de Nimrodel abandonó los
bosques de Lórien, pero se puede ver aún que no todos dejaron el puerto de
Amroth y navegaron rumbo al oeste.[23]
—Así lo dicen las
tradiciones de mi tierra—respondió el príncipe—; y sin embargo nunca se ha
visto allí a uno de la hermosa gente en años incontables. Y me maravilla
encontrar uno aquí y ahora, en medio de la guerra y la tristeza. ¿Qué buscas?
—Soy uno de los Nueve
Compañeros que partieron de Imladris con Mithrandir—dijo Legolas—, y con este
enano, mi amigo, he acompañado al señor Aragorn. Pero ahora deseamos ver a
nuestros amigo Meriadoc y Peregrin, que están a tu cuidado, nos han dicho.
—Los encontraréis en
las Casas de Curación, y yo mismo os conduciré—dijo Imrahil.
—Bastará que mandes a
alguien que nos guíe, señor—dijo Legolas—. Aragorn te envía este mensaje.
Porque no desea entrar de nuevo en la ciudad en este momento. No obstante, es
necesario que los capitanes se reúnan inmediatamente a deliberar, y os ruega, a
ti y a Éomer de Rohan, que bajéis hasta la tienda cuanto antes. Mithrandir ya
está allí.
—Iremos—dijo Imrahil;
y se despidieron con palabras corteses.
—Es un noble señor y
un gran capitán de hombres—dijo Legolas—. Si todavía hay aquí hombres de tal
condición, aún en estos días de decadencia, grande ha de haber sido la gloria
de Gondor en los tiempos de esplendor.
—Y no cabe duda de que
la buena mampostería es la más vieja, de la época de las primeras
construcciones—dijo Gimli—. Siempre es así con las obras que emprenden los
hombres: una helada en primavera, o una sequía en el verano, y las promesas se
frustran.
—Y sin embargo, rara
vez dejan de sembrar—dijo Legolas—. Y la semilla yacerá en el polvo y se
pudrirá, sólo para germinar nuevamente en los tiempos y lugares más
inesperados. Las obras de los hombres nos sobrevivirán, Gimli.
—Para acabar en meras
posibilidades fallidas, supongo—dijo el enano.
—De esto los elfos no
conocen la respuesta—dijo Legolas.
En aquel momento llegó
el sirviente del príncipe y los condujo a las Casas de Curación; y allí se
reunieron con sus amigos en el jardín, y fue un alegre reencuentro. Durante un
rato pasearon y conversaron y disfrutaron de una tregua de paz y reposo, al sol
de la mañana en los circuitos ventosos de la ciudad alta. Más tarde, cuando
Merry empezó a sentirse cansado, se sentaron en el muro, de espaldas al prado
verde de las Casas de Curación. Frente a ellos, el Anduin centelleaba a la luz
y se perdía en el sur, tan lejano que ni el mismo Legolas alcanzaba a ver cómo
se internaba en las llanuras y la bruma verde del Lebennin y el Ithilien del
Sur.
De pronto, mientras
los otros hablaban, Legolas se quedó callado; y mirando a lo lejos vio unas
aves marinas blancas que volaban al sol por encima del río.
—¡Mirad!—exclamó—.
¡Gaviotas! Se alejan volando tierra adentro. Me maravillan, y al mismo tiempo
me turban el corazón. Nunca en mi vida las había visto, hasta que llegamos a
Pelargir, y allí las oí gritar en el aire mientras cabalgábamos a combatir en
la batalla de los navíos. Y quedé como petrificado, olvidándome de la guerra de
la Tierra Media: pues las voces quejumbrosas de esas aves me hablaban del mar.
¡El mar! ¡Ay! Aún no he podido contemplarlo. Pero en lo profundo del corazón de
todos los de mi raza late la nostalgia del mar, una nostalgia que es peligroso
remover. ¡Ay, las gaviotas! Nunca más volveré a tener paz, ni bajo las hayas ni
bajo los olmos.
—¡No hables así!—dijo
Gimli—. Todavía hay innumerables cosas para ver en la Tierra Media, y grandes
obras por realizar. Pero si toda la hermosa gente se marcha a los Puertos, este
mundo será muy monótono para los que están condenados a quedarse.
—¡Monótono y triste
por cierto!—dijo Merry—. No marches a los Puertos, Legolas. Siempre habrá
gente, grande o pequeña, y hasta algún enano sabio como Gimli, que tendrá
necesidad de ti. Al menos eso espero. Aunque me parece a veces que lo peor de
esta guerra no ha pasado aún. ¡Cuánto desearía que todo terminase, y terminase
bien!
—¡No te pongas tan
lúgubre!—exclamó Pippin—. El sol brilla, y aquí estamos, otra vez reunidos, por
lo menos por un día o dos. Quiero saber más acerca de todos vosotros. ¡A ver,
Gimli! Esta mañana tú y Legolas habéis mencionado no menos de una docena de veces
el extraordinario viaje con Trancos. Pero no me habéis contado nada.
—Aquí puede que brille
el sol—replicó Gimli—, pero hay recuerdos de ese camino que prefiero no sacar
de las sombras. De haber sabido lo que me esperaba, creo que ninguna amistad me
hubiera obligado a tomar los Senderos de los Muertos.
—¡Los Senderos de los
Muertos!—dijo Pippin—. Se los oí nombrar a Aragorn, y me preguntaba de qué
hablaría. ¿No nos quieres decir algo más?
—No por mi gusto—respondió
Gimli—. Pues en ese camino me cubrí de vergüenza: Gimli hijo de Glóin, que se
consideraba más resistente que los hombres y más intrépido bajo tierra que
ningún elfo. Pero no demostré ni lo uno ni lo otro, y si continué hasta el fin,
fue sólo por la voluntad de Aragorn.
—Y también por amor a
él—dijo Legolas—. Porque todos cuantos llegan a conocerle llegan a amarlo, cada
cual a su manera, hasta la fría doncella de los rohirrim. Partimos del Sagrario
a primera hora de la mañana del día en que tú llegaste, Merry, y era tal el
miedo que los dominaba a todos, que nadie se atrevió a asistir a la partida
salvo la dama Éowyn, que ahora yace herida en esta casa. Hubo tristeza en esa
separación, y me apenó presenciarla.
—Y yo ¡ay!, sólo me
compadecía de mí mismo—dijo Gimli—. ¡No! No hablaré de ese viaje.
Y no pronunció una
palabra más; pero Pippin y Merry estaban tan ávidos de noticias que Legolas
dijo, al cabo: —Os contaré lo que baste para apaciguar vuestra ansiedad; porque
yo no sentí el horror, ni temí a los espectros de los hombres, que me parecieron
frágiles e impotentes.
Habló entonces
brevemente de la senda siniestra, de la tétrica cita en Erech, y de la larga
cabalgata, noventa y tres leguas [449 kilómetros] de
camino hasta Pelargir en las márgenes del Anduin. —Cuatro días y cuatro noches cabalgamos
desde la Piedra Negra—dijo—, y entrábamos en el quinto día cuando he aquí que
de pronto, en las tinieblas de Mordor, renació mi esperanza; porque en aquella
oscuridad el ejército de las sombras parecía cobrar fuerzas, transformarse en
una visión todavía más terrible. Algunos marchaban a caballo, otros a pie, y
sin embargo todos avanzaban con la misma prodigiosa rapidez. Iban en silencio,
pero un resplandor les iluminaba los ojos. En las altiplanicies de Lamedon se
adelantaron a nuestras cabalgaduras, y nos rodearon, y nos habrían dejado atrás
si Aragorn no los hubiera retenido.
»A una palabra de él,
volvieron a la retaguardia. "Hasta los espectros de los hombres le
obedecen", pensé. "¡Tal vez puedan aún servir a sus
propósitos!"
»Cabalgamos durante
todo un día de luz, y al día siguiente no amaneció, y continuamos cabalgando, y
atravesamos el Ciril y el Ringló; y el tercer día llegamos a Linhir, sobre la
desembocadura del Gilrain. Y allí los habitantes de Lamedon se disputaban los vados
con las huestes feroces de Umbar y de Harad que habían llegado remontando el
río. Pero defensores y enemigos abandonaron la lucha a nuestra llegada, y
huyeron gritando que el rey de los muertos había venido a atacarlos. El único
que conservó el ánimo y nos esperó fue Angbor, señor de Lamedon, y Aragorn le
pidió que reuniese a los hombres y nos siguieran, si se atrevían, una vez que
el ejército de las sombras hubiese pasado.
»"En Pelargir,
el heredero de Isildur tendrá necesidad de nosotros", dijo.
»Así cruzamos el
Gilrain, dispersando a nuestro paso a los fugitivos aliados de Mordor; luego
descansamos un rato. Pero pronto Aragorn se levantó, diciendo: "¡Oíd!
Minas Tirith ya ha sido invadida. Temo que caiga antes que podamos llegar a
socorrerla." Así pues, no había pasado aún la noche cuando ya
estábamos otra vez en las sillas, galopando a través de los llanos del
Lebennin, esforzando las cabalgaduras.
Legolas se interrumpió
un momento, suspiró, y volviendo la mirada al sur cantó dulcemente:
¡De plata fluyen los ríos del Celos al Erui
en los verdes prados del Lebennin!
Alta crece la hierba. El viento del mar
mece los lirios blancos.
Y las campánulas doradas caen del mallos y el alfirin,
en el viento del mar,
en los verdes prados del Lebennin.[24]
»Verdes son esos
prados en las canciones de mi pueblo; pero entonces estaban oscuros: un piélago
gris en la oscuridad que se extendía ante nosotros. Y a través de la vasta
pradera, pisoteando a ciegas las hierbas y las flores, perseguimos a nuestros
enemigos durante un día y una noche, hasta llegar como amargo final al río
Grande.
»Pensé entonces en mi
corazón que nos estábamos acercando al mar; pues las aguas parecían anchas en
la sombra, y en las riberas gritaban muchas aves marinas. ¡Ay de mí! ¡Por qué
habré escuchado el lamento de las gaviotas! ¿No me dijo la dama que tuviera
cuidado? Y ahora no las puedo olvidar.
—Yo en cambio no les
presté atención—dijo Gimli—; pues en ese mismo momento comenzó por fin la
batalla. Allí, en Pelargir se encontraba la flota principal de Umbar, cincuenta
navíos de gran envergadura y una infinidad de embarcaciones más pequeñas.
Muchos de los que perseguíamos habían llegado a los puertos antes que nosotros,
trayendo consigo el miedo; y algunas de las naves habían zarpado, intentando
huir río abajo o ganar la otra orilla; y muchas de las embarcaciones más
pequeñas estaban en llamas. Pero los haradrim, ahora acorralados al borde mismo
del agua, se volvieron de golpe, con una ferocidad exacerbada por la
desesperación; y se rieron al vernos, porque sus huestes eran todavía
numerosas.
»Pero Aragorn se
detuvo, y gritó con voz tenante: "¡Venid ahora! ¡Os llamo en nombre de
la Piedra Negra!" Y súbitamente, el ejército de las sombras, que había
permanecido en la retaguardia, se precipitó como una marea gris, arrasando todo
cuanto encontraba a su paso. Oí gritos y cuernos apagados, y un murmullo como
de voces innumerables muy distantes; como si escuchara los ecos de alguna
olvidada batalla de los Años Oscuros, en otros tiempos. Pálidas eran las
espadas que allí desenvainaban; pero ignoro si las hojas morderían aún, pues
los muertos no necesitaban más armas que el miedo. Nadie se les resistía.
«Trepaban a todas las
naves que estaban en los diques, y pasaban por encima de las aguas a las que se
encontraban ancladas; y los marineros enloquecidos de terror se arrojaban por
la borda, excepto los esclavos, que estaban encadenados a los remos. Y nosotros
cabalgábamos implacables entre los enemigos en fuga, arrastrándolos como hojas
caídas, hasta que llegamos a la orilla. Entonces, a cada uno de los grandes navíos
que aún quedaban en los muelles, Aragorn envió a uno de los dúnedain, para que
reconfortaran a los cautivos que se encontraban a bordo, y los instaran a
olvidar el miedo y a recobrar la libertad.
»Antes que terminara
aquel día oscuro no quedaba ningún enemigo capaz de resistirnos: los que no
habían perecido ahogados, huían precipitadamente rumbo al sur con la esperanza
de regresar a sus tierras. Extraño y prodigioso me parecía que los designios de
Mordor hubieran sido desbaratados por aquellos espectros de oscuridad y de
miedo. ¡Derrotado con sus propias armas!
—Extraño en verdad—dijo
Legolas—. En aquella hora yo observaba a Aragorn y me imaginaba en qué señor
poderoso y terrible se habría podido convertir si se hubiese apropiado del
Anillo. No por nada le teme Mordor. Pero es más grande de espíritu que Sauron
de entendimiento. ¿No lleva por ventura la sangre de los hijos de Lúthien? Es
de una estirpe que jamás habrá de corromperse, así perdure en años
innumerables.
—Tales predicciones
escapan a la visión de los enanos—dijo Gimli—. Pero en verdad poderoso fue
Aragorn aquel día. Sí, toda la flota negra se encontraba en sus manos; y eligió
para él la mayor de las naves, y subió a bordo. Entonces hizo sonar un gran
coro de trompetas tomadas al enemigo; y el ejército de las sombras se replegó
hasta la orilla. Y allí permanecieron, inmóviles y silenciosos, casi invisibles
excepto un fulgor rojo en las pupilas, que reflejaban los incendios de las
naves. Y Aragorn habló entonces a los muertos, gritando con voz fuerte.
»"¡Escuchad
ahora las palabras del heredero de Isildur! Habéis cumplido vuestro juramento.
¡Retornad, y no volváis a perturbar el reposo de los valles! ¡Partid, y
descansad!"
»Y entonces, el rey de
los muertos se adelantó, y rompió la lanza, en dos y arrojó al suelo los
pedazos. Luego se inclinó en una reverencia, y dando media vuelta se alejó; y
todo el ejército siguió detrás de él, y se desvaneció como una niebla
arrastrada por un viento súbito; y yo me sentí como si despertara de un sueño.
»Esa noche, nosotros
descansamos mientras otros trabajaban. Porque muchos de los cautivos y esclavos
liberados eran antiguos habitantes de Gondor, capturados por el enemigo en
correrías; y no tardó en congregarse una gran multitud, formada por hombres que
llegaban de Lebennin y del Ethir, y Angbor de Lamedon vino con todos los
caballeros que había podido reunir. Ahora que el temor a los muertos había
desaparecido, todos acudían en nuestra ayuda y a ver al heredero de Isildur;
pues el rumor de ese nombre se había extendido como un fuego en la oscuridad.
»Y hemos llegado casi
al final de nuestra historia. En las últimas horas de la tarde y durante la
noche se repararon y equiparon numerosos navíos; y por la mañana la flota pudo
zarpar. Ahora parece que hubiera pasado mucho tiempo, y sin embargo fue sólo en
la mañana de anteayer, el sexto día desde que partimos del Sagrario. Pero
Aragorn temía aún que el tiempo fuese demasiado corto.
»"Hay cuarenta
y dos leguas [203
kilómetros] desde Pelargir hasta
los fondeaderos del Harlond",
dijo. "Es preciso, sin embargo, que mañana lleguemos al Harlond, o
fracasaremos por completo."
»Ahora los que
manejaban los remos eran hombres libres, y trabajaban con hombradía; sin
embargo, remontábamos con lentitud el río Grande, pues teníamos que luchar
contra la corriente, y aunque no es rápida en el sur, el viento no nos ayudaba.
A mí se me habría encogido el corazón, a pesar de nuestra reciente victoria en
los puertos, si Legolas no hubiese reído de pronto.
»"¡Arriba esas
barbas, hijo de Durin!", exclamó. "Porque se ha dicho: Cuando
todo está perdido, llega a menudo la esperanza." Pero qué esperanza
veía él a lo lejos, no me lo quiso decir. Llegó la noche, y la oscuridad creció
y estábamos impacientes, pues allá lejos en el norte veíamos bajo la nube un
resplandor rojizo; y Aragorn dijo: "Minas Tirith está en llamas."
»Pero a la medianoche
vino en verdad la esperanza. Hombres del Ethir, lobos de mar, avezados,
atisbando el cielo del sur anunciaron un cambio, un viento fresco que soplaba
del mar. Mucho antes del día, los navíos izaron las velas, y empezamos a
navegar con mayor rapidez, hasta que el alba blanqueó la espuma en nuestras
proas. Y así, como sabéis, llegamos a la hora tercera de la mañana, con el
viento a favor y un sol despejado, y en la batalla desplegamos el gran
estandarte. Fue un gran día y una gran hora, aunque no sepamos qué pasará
mañana.
—Pase lo que pase, el
valor de las grandes hazañas no merma nunca—dijo Legolas—. Una grande hazaña
fue la cabalgata por los Senderos de los Muertos, y lo seguirá siendo aunque
nadie quede en Gondor para cantarla.
—Cosa bastante
probable—dijo Gimli—. Pues Aragorn y Gandalf parecen muy serios. Me pregunto
qué decisiones estarán tomando allá abajo en la tienda. Yo por mi parte, lo
mismo que Merry, desearía que con nuestra victoria la guerra hubiese terminado
para siempre. Pero si aún queda algo por hacer, espero participar, por el honor
del pueblo de la montaña Solitaria.
—Y yo por el del
pueblo del bosque Grande—dijo Legolas—, y por amor al señor del árbol blanco.
Luego los compañeros
callaron, pero se quedaron sentados un tiempo en aquel sitio elevado, cada uno
ocupado con sus propios pensamientos, mientras los capitanes deliberaban.
Tan pronto como se
hubo separado de Legolas y Gimli, el príncipe Imrahil mandó llamar a Éomer; y
salió con él de la ciudad, y descendieron hasta las tiendas de Aragorn en el
campo, no lejos del sitio en que cayera el rey Théoden. Y allí, reunidos con
Gandalf y Aragorn y los hijos de Elrond, celebraron consejo.
—Señores—dijo Gandalf—,
escuchad las palabras del senescal de Gondor antes de morir: Durante un
tiempo triunfarás quizás en los campos del Pelennor, por un breve día, mas
contra el poder que ahora se levanta no hay victoria posible. No es que os
exhorte a que como él os dejéis llevar por la desesperación, pero sí a que
sopeséis la verdad que encierran estas palabras.
»Las piedras que ven
no engañan: ni el mismísimo señor de Barad-dûr podría obligarlas a eso. Podría
quizá decidir sobre lo que verán las mentes más débiles, o hacer que
interpreten mal el significado de lo que ven. No obstante, es indudable que
cuando Denethor veía en Mordor grandes fuerzas que se disponían a atacarlo,
mientras reclutaban otras nuevas, veía algo que era cierto.
«Nuestra fuerza ha
alcanzado apenas para contener la primera gran acometida. La próxima será más
violenta. Esta es, por lo tanto, una guerra sin esperanza, como Denethor
adivinó. La victoria no podrá conquistarse por las armas, ya no os mováis de
aquí y soportéis un asedio tras otro, ya avancéis para ser aniquilados al otro
lado del río. Sólo os queda elegir entre dos males; y la prudencia aconsejaría
reforzar las defensas, y esperar el ataque; así podréis prolongar un poco el
tiempo que os resta.
—¿Propones entonces
que nos retiremos a Minas Tirith, o a Dol Amroth, o al Sagrario, y que nos
sentemos allí como niños sobre castillos de arena mientras sube la marea?—dijo
Imrahil.
—No habría en tal
consejo nada nuevo—dijo Gandalf—. ¿No es acaso lo que habéis hecho, o poco más,
durante los años de Denethor? ¡Pero no! Dije que eso sería lo prudente. Yo no
aconsejo la prudencia. Dije que la victoria no podía ser conquistada con las
armas. Confío aún en la victoria, ya no en las armas. Porque en todo esto
cuenta el Anillo de Poder: el sostén de Barad-dûr y la esperanza de Sauron.
»Y de este asunto
conocéis todos bastante como para entender en qué situación estamos, así como
Sauron. Si reconquista el Anillo, vuestro valor es vano, y la victoria de él
será rápida y definitiva: tan definitiva que nadie puede saber si terminará
alguna vez, mientras dure este mundo. Y si el Anillo es destruido, Sauron
caerá; y tan baja será su caída que nadie puede saber si volverá a levantarse
algún día. Pues habrá perdido la mejor parte de la fuerza que era innata en él
en un principio, y todo cuanto fue creado o construido con ese poder se
derrumbará, y él quedará mutilado para siempre, convertido en un mero espíritu
maligno que se atormenta a sí mismo en las tinieblas, y nunca más volverá a
crecer y a tener forma. Y así uno de los grandes males de este mundo habrá
desaparecido.
»Otros males podrán
sobrevenir, porque Sauron mismo no es nada más que un siervo o un emisario.
Pero no nos atañe a nosotros dominar todas las mareas del mundo, sino hacer lo
que está en nuestras manos por el bien de los días que nos ha tocado vivir,
extirpando el mal en los campos que conocemos, y dejando a los que vendrán
después una tierra limpia para la labranza. Pero que tengan sol o lluvia, no
depende de nosotros.
»Ahora Sauron sabe
todo esto, y sabe además que el tesoro perdido ha sido encontrado otra vez, aunque
ignora todavía dónde está, o al menos eso esperamos. Y una duda lo atormenta.
Porque si lo tuviésemos, hay entre nosotros hombres fuertes que podrían
utilizarlo. También eso lo sabe. Pues ¿me equivoco, Aragorn, al pensar que te
mostraste a él en la piedra de Orthanc?
—Lo hice antes de
partir de Cuernavilla—respondió Aragorn—. Consideré que el momento era
propicio, y que la piedra había llegado a mis manos para ese fin. Hacía
entonces diez días que el Portador del Anillo había salido de Rauros, rumbo al
este, y pensé que era necesario atraer al Ojo de Sauron fuera de su propio
país. Pocas veces, demasiado pocas ha sido desafiado desde que se retiró a la
Torre. Aunque si hubiera previsto la rapidez con que respondería atacándonos,
tal vez no me habría mostrado a él. Apenas me alcanzó el tiempo para acudir en
vuestra ayuda.
—Pero ¿cómo?—preguntó Éomer—.
Todo es en vano, dices, si él tiene el Anillo. ¿Por qué no pensaría Sauron que
es en vano atacarnos, si nosotros lo tenemos?
—Porque aún no está
seguro—dijo Gandalf—, y no ha edificado su poder esperando a que el enemigo se
fortaleciese, como hemos hecho nosotros. Además, no podíamos aprender en un día
a manejar la totalidad del poder. En verdad, un amo, sólo uno, puede usar el
Anillo; y Sauron espera un tiempo de discordia, antes que entre nosotros uno de
los grandes se proclame amo y señor y prevalezca sobre los demás. En ese
intervalo, si actúa pronto, el Anillo podría ayudarle.
»Ahora observa. Ve y
oye muchas cosas. Los nazgûl están aún fuera de Mordor. Volaron por encima de
este campo antes del alba, aunque pocos entre los vencidos por el sueño o la
fatiga de la batalla los hayan visto. Y estudia los signos: la espada que lo
despojó del tesoro forjada de nuevo; los vientos de la fortuna girando a
nuestro favor, con el fracaso inesperado del primer ataque; la caída del Gran
Capitán.
»En este mismo momento
la duda crece en él mientras estamos aquí deliberando. Y el Ojo apunta hacia
aquí, ciego casi a toda otra cosa. Y así tenemos que mantenerlo: fijo en
nosotros. Es nuestra única esperanza. He aquí, por lo tanto, mi consejo. No
tenemos el Anillo. Sabios o insensatos, lo hemos enviado lejos, para que sea destruido,
y no nos destruya. Y sin él no podemos derrotar con la fuerza de Sauron. Pero
es preciso ante todo que el Ojo del Enemigo continúe apartado del verdadero
peligro que lo amenaza. No podemos conquistar la victoria con las armas, pero
con las armas podemos prestar al Portador del Anillo la única ayuda posible,
por frágil que sea.
»Así lo comenzó
Aragorn, y así hemos de continuar nosotros: hostigando a Sauron hasta el último
golpe; atrayendo fuera del país las fuerzas secretas de Mordor, para que quede
sin defensas. Tenemos que salir al encuentro de Sauron. Tenemos que
convertirnos en carnada, aunque las mandíbulas de Sauron se cierren sobre
nosotros. Y morderá el cebo, pues esperanzado y voraz creerá reconocer en
nuestra temeridad el orgullo del nuevo señor del Anillo. Y dirá: "¡Bien!
Estira el cuello demasiado pronto y se acerca más de lo prudente. Que continúe
así, y ya veréis cómo yo le tiendo una trampa de la que no podrá escapar.
Entonces lo aplastaré, y lo que ha tomado con insolencia, será mío otra vez y
para siempre."
»Hacia esa trampa
hemos de encaminarnos con entereza y los ojos bien abiertos, y hay pocas
esperanzas para nosotros. Porque es probable, señores, que todos perezcamos en
una negra batalla lejos de las tierras de los vivos, y que aún en el caso de
que Barad-dûr sucumba, no vivamos para ver una nueva era. Sin embargo esto es,
en mi opinión, lo que hemos de hacer. Mejor que perecer de todos modos, como
sin duda ocurriría si nos quedáramos aquí a esperar, y sabiendo al morir que no
habrá ninguna nueva era.
Durante un rato todos
guardaron silencio. Al fin habló Aragorn: —Así como he comenzado, así
continuaré. Nos acercamos al borde del abismo, donde la esperanza y la
desesperación se hermanan. Titubear equivale a caer. Que nadie se oponga ahora
a los consejos de Gandalf, cuya larga lucha contra Sauron culmina al fin. Si no
fuese por él, hace tiempo que todo se habría perdido para siempre. Sin embargo,
no pretendo todavía dar órdenes a nadie; que cada cual decida según su propia
voluntad.
Entonces dijo Elrohir:
—Del norte hemos venido con este propósito, y de Elrond nuestro padre recibimos
el mismo consejo. No volveremos sobre nuestros pasos.
—En cuanto a mí—dijo Éomer—poco
entiendo de tan profundas cuestiones; mas no lo necesito. Lo que sé, y con ello
me basta, es que así como mi amigo Aragorn me socorrió a mí y a mi pueblo, así
acudiré yo en ayuda de él, cuando él me llame. Iré.
—Yo, por mi parte—dijo
Imrahil—, considero al señor Aragorn como mi soberano, quiera él o no
reivindicar tal derecho. Los deseos de él son órdenes para mí. También yo iré.
No obstante, puesto que reemplazo por algún tiempo al senescal de Gondor,
primero he de pensar en su pueblo. No desoigamos aún del todo la voz de la
prudencia. Pues hemos de estar preparados contra cualquier posibilidad, buena o
mala. Todavía puede ocurrir que triunfemos, y mientras quede alguna esperanza,
Gondor tiene que ser protegida. No quisiera retornar en triunfo a una ciudad en
ruinas y ver a nuestro paso las tierras devastadas. Y sabemos por los rohirrim
que en nuestra frontera septentrional espera un ejército todavía intacto.
—Es cierto—dijo
Gandalf—. No te aconsejo que dejes la ciudad indefensa. Y en verdad, no es
necesario que llevemos al este una fuerza poderosa, como para emprender un
ataque verdadero y en serio contra Mordor, pero sí suficiente para desafiarlos
a presentar batalla. Y tendrá que ponerse en marcha muy pronto. Yo pregunto a
los capitanes: ¿con qué fuerza podríamos contar en un plazo de dos días? Es
imprescindible que sean hombres valerosos, que vayan voluntariamente,
conscientes del peligro.
—Todos los hombres
están fatigados, y hay numerosos heridos, leves y graves—dijo Éomer—, y también
se han perdido muchos caballos, lo que es difícil de reparar. Si en verdad
tenemos que partir tan pronto, dudo que pueda llevar conmigo más de dos mil
hombres, dejando otros tantos para la defensa.
—No hemos de contar
sólo con los que combatieron en este campo—dijo Aragorn—. Ahora que las costas
han quedado libres de enemigos, llegan nuevas fuerzas de los feudos del sur.
Cuatro mil envié dos días atrás desde Pelargir a través de Lossarnach; y Angbor
el intrépido cabalga al frente. Si partimos dentro de dos días, estarán cerca
de aquí bastante antes. Además he ordenado a muchos otros que me siguieran, y
remontaran el río en tantas embarcaciones como pudieran conseguir; y con este
viento no tardarán en llegar: en verdad, varias naves han anclado ya en los
muelles del Harlond. Estimo que podremos llevar unos siete mil hombres, entre
infantes y jinetes, y a la vez dejar la ciudad mejor defendida que cuando
comenzó el ataque.
—La puerta ha sido
destruida—dijo Imrahil—. ¿Dónde está ahora la pericia para reconstruirla y
ponerla de nuevo?
—En Erebor en el reino
de Dáin—dijo Aragorn—, y si no se desbaratan todas nuestras esperanzas, llegado
el momento enviaré a Gimli hijo de Glóin en busca de los picapedreros de la montaña.
Pero los hombres son una defensa más eficaz que las puertas, y no habrá puerta
que resista al enemigo si los hombres la abandonan.
Tales fueron pues las
conclusiones del debate: en la mañana del segundo día partirían con siete mil
hombres, si conseguían reunirlos; la mayor parte de esta fuerza iría a pie a
causa de las regiones accidentadas en que tendría que internarse. Aragorn
trataría de reunir unos dos mil de los que se habían plegado a él en el sur;
pero Imrahil tenía que reclutar tres mil quinientos; y Éomer quinientos de los rohirrim,
que aún desmontados eran guerreros diestros y valientes. Y él mismo iría a la
cabeza de una columna formada por quinientos de sus mejores jinetes; en una
segunda compañía de otros quinientos jinetes, junto con los hijos de Elrond
marcharían los dúnedain y los caballeros de Dol Amroth: en total seis mil
hombres a pie y mil a caballo. Pero la fuerza principal de los rohirrim, la que
aún contaba con cabalgaduras y estaba en condiciones de combatir, defendería el
Camino del Oeste de los ejércitos enemigos apostados en Anórien. E
inmediatamente enviaron jinetes veloces en busca de noticias hacia el norte; y
al este de Osgiliath y del camino a Minas Morgul.
Y cuando hubieron
contado todas las fuerzas, y luego de discutir las etapas del viaje y los
caminos que tomarían, Imrahil estalló de pronto en una sonora carcajada.
—Esta es, sin duda—exclamó—,
la mayor farsa en toda la historia de Gondor: ¡que partamos con siete mil, una
hueste que equivale apenas a la vanguardia del ejército de este país en los
días de esplendor, al asalto de las montañas y de la puerta impenetrable del
País Oscuro! ¡Como si un niño amenazara a un caballero armado con un arco de
madera de sauce verde y cordel! Si el Señor Oscuro supiera tanto como tú dices,
Mithrandir ¿no te parece que en vez de temer sonreiría, y nos aplastaría con el
dedo meñique como a un mosquito que intentara clavarle el aguijón?
—No, querrá cazar al
mosquito y quitarle el aguijón—dijo Gandalf. Y algunos de nuestros hombres
valen más que un millar de caballeros de armadura. No, no sonreirá.
—Tampoco nosotros
sonreiremos—dijo Aragorn—. Si esto es una farsa, es demasiado amarga para
provocar risa. No, es el último lance de una partida peligrosa, y será de algún
modo el final del juego. —En seguida desenvainó a Andúril y la sostuvo
centelleante a la luz del sol. —No volveré a envainarte hasta que se haya
librado la última batalla—dijo.
LVIII.LA PUERTA NEGRA SE ABRE
EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO X
Dos días después el
ejército del oeste se encontraba reunido en el Pelennor. Las huestes de orcos y
hombres del este se habían retirado de Anórien, pero hostigados y desbandados
por los rohirrim habían huido casi sin presentar batalla hacia Cair Andros;
destruida pues esa amenaza, y con las nuevas fuerzas que llegaban del sur, la
ciudad estaba relativamente bien defendida. Y los batidores informaban que en
los caminos del este y hasta la Encrucijada del Rey Caído no quedaba un solo
enemigo con vida. Ya todo estaba preparado para el golpe final.
Una vez más Legolas y
Gimli cabalgarían juntos en compañía de Aragorn y Gandalf, que marchaban a la
vanguardia con los dúnedain y los hijos de Elrond. Merry, avergonzado, se
enteró de que él no los acompañaría.
—No estás bien todavía
para semejante viaje—le dijo Aragorn—. Pero no te avergüences. Aunque no hagas
nada más en esta guerra, ya has conquistado grandes honores. Peregrin irá en
representación de La Comarca; y no le envidies esta oportunidad de afrontar el
peligro, pues aunque haya hecho todo tan bien como se lo ha permitido la
suerte, aún no ha igualado tu hazaña. Pero en verdad todos corremos ahora un
peligro igual. Tal vez nuestro destino sea encontrar un triste fin ante la
Puerta de Mordor, y en tal caso también a vosotros os habrá llegado la última
hora, sea aquí o dondequiera que os atrape la marea negra. ¡Adiós!
Merry siguió
observando de mala gana los preparativos de la partida. Bergil lo acompañaba,
pero también él estaba abatido: su padre marcharía a la cabeza de una compañía
de hombres de la ciudad, pues hasta tanto no se lo juzgase, no se podría
reintegrar a la guardia. En esa misma compañía partía Pippin, soldado de
Gondor. Merry alcanzó a verlo no muy lejos: una figura pequeña pero erguida
entre los altos hombres de Minas Tirith.
Sonaron por fin las
trompetas, y el ejército se puso en movimiento. Escuadrón tras escuadrón,
compañía tras compañía, dieron media vuelta y partieron rumbo al este. Y hasta
después que se perdieran de vista en el fondo de la carretera que conducía al camino
que conducía a la calzada, Merry se quedó allí. Los últimos yelmos y lanzas de
la retaguardia centellearon a la luz del sol de la mañana y desaparecieron a lo
lejos, y Merry aún seguía allí, con la cabeza gacha y el corazón oprimido,
sintiéndose solo y abandonado. Los seres que más quería habían partido hacia
las tinieblas en el distante cielo del este; y pocas esperanzas le quedaban de
volver a ver a alguno de ellos.
Como llamado por la
desesperación, le volvió el dolor del brazo. Se sentía viejo y débil, y la luz
del sol le parecía pálida. El contacto de la mano de Bergil lo sacó de estas
cavilaciones.
—¡Vamos, maese perian!—dijo
el muchacho—. Veo que todavía te duele. Te ayudaré a regresar a las Casas de
Curación. ¡Pero no temas! Volverán. Los hombres de Minas Tirith jamás serán
derrotados. Y ahora tienen al señor Piedra de Elfo, y también a Beregond de la guardia.
El ejército llegó a
Osgiliath antes del mediodía. Allí todos los operarios y artesanos disponibles
estaban ocupados. Algunos reforzaban las barcazas y los puentes que el enemigo
había construido, y destruido en parte al huir; otros almacenaban los víveres y
recogían el botín, y otros levantaban de prisa obras de defensa en la margen
oriental del río.
La vanguardia pasó por
las ruinas de la Antigua Gondor, y luego por encima del ancho río, y tomó el
camino largo y recto construido en otros días entre la hermosa Torre del Sol y
la elevada Torre de la Luna, ahora convertida en Minas Morgul, en el valle
maldito. Cinco millas [8 kilómetros] más allá de Osgiliath se detuvieron,
concluyendo la primera jornada de marcha.
Pero los jinetes
continuaron avanzando y antes de la noche habían llegado a la Encrucijada y al
gran círculo de árboles: allí todo era silencio. No se veían rastros del
enemigo, ni se escuchaban gritos ni clamores; ni un solo dardo había volado
desde las rocas o los matorrales próximos, y sin embargo mientras avanzaban
sentían cada vez más que la tierra vigilaba alrededor. Los árboles, las piedras
y el follaje, las briznas de hierba, todo parecía escuchar. La oscuridad se
había disipado, y el sol se ponía a lo lejos en el valle del Anduin, y los
picos blancos de las montañas se arrebolaban en el aire azul; pero había una
sombra y una tiniebla sobre los Ephel Dúath.
Apostando a los
trompetas del ejército en cada uno de los cuatro senderos que desembocaban en
el círculo de árboles, Aragorn ordenó que tocasen una gran fanfarria, y a los
heraldos que gritasen: «Los señores de Gondor han vuelto, y han rescatado
estos territorios que les pertenecen.» Y la horrorosa máscara de orco sobre
la mutilada estatua de piedra fue arrojada al suelo y rota en mil pedazos, y
recogiendo la cabeza del viejo rey, todavía coronada de flores blancas y
doradas, la colocaron de nuevo en su sitio; y limpiaron y borraron todas las
inscripciones inmundas que los orcos habían puesto en la piedra.
Durante el debate,
algunos habían aconsejado que Minas Morgul fuese el primer blanco, y que si
lograban tomarla, la destruyesen totalmente, sin dejar piedra sobre piedra. —Y
acaso—había dicho Imrahil—el camino que desde allí conduce al paso entre las
cumbres sea una vía de ataque al Señor Oscuro más accesible que la puerta del norte.
Pero Gandalf se había
opuesto terminantemente, no sólo a causa de los maleficios que pesaban sobre el
valle, donde las mentes de los vivos enloquecían de horror, sino también por
las noticias que había traído Faramir. Porque si el Portador del Anillo había
en verdad intentado ese camino, era menester, por sobre todas las cosas, no
atraer hacia allí la mirada del Ojo de Mordor. Y al día siguiente, cuando llegó
el grueso del ejército, pusieron una guardia numerosa en la Encrucijada para
contar con alguna defensa, en caso de que Mordor mandase fuerzas a través del
Paso de Morgul, o enviara nuevas huestes desde el sur. Para esta guardia
escogieron arqueros que conocían los caminos de Ithilien; permanecería oculta
en los bosques y pendientes del cruce de caminos. Pero Gandalf y Aragorn
cabalgaron con la vanguardia hasta la entrada del valle de Morgul y
contemplaron la ciudad maldita.
Estaba a oscuras y sin
vida: porque los orcos y las otras criaturas innobles que habitaran allí,
habían perecido en la batalla, y los nazgûl estaban fuera. No obstante, el aire
del valle era opresivo, cargado de temor y hostilidad. Destruyeron entonces el
puente siniestro, incendiaron los campos malsanos, y se alejaron.
Al día siguiente, el
tercero desde que partieran de Minas Tirith, el ejército emprendió la marcha
hacia el norte. Por esa ruta, la distancia entre la Encrucijada y el Morannon
era de unas cien millas [161 kilómetros], y lo que la suerte podía depararles antes de
llegar tan lejos, nadie lo sabía. Avanzaban abiertamente pero con cautela,
precedidos por batidores montados, mientras otros exploraban a pie los flancos
del camino, y más los del lado oriental: porque allí se extendía un boscaje
sombrío y una zona anfractuosa de barrancos y despeñaderos rocosos, y detrás se
alzaban las laderas largas y empinadas de Ephel Dúath. El tiempo del mundo se
mantenía apacible y hermoso, y el viento soplaba aún desde el oeste, pero nada
podía disipar las tinieblas y las brumas que se acumulaban alrededor de las montañas
de la Sombra; y por detrás de ellas brotaban intermitentemente grandes
humaredas que se elevaban y quedaban suspendidas, flotando entre los vientos de
las cumbres.
De tanto en tanto
Gandalf hacía sonar las trompetas y los heraldos pregonaban: —¡Los señores de
Gondor han llegado! ¡Que todos abandonen el territorio o se sometan! —Pero
Imrahil dijo: —No digáis «los señores de Gondor». Decid «el rey
Elessar». Porque es la verdad, aunque no haya ocupado el trono todavía; y
dará más que pensar al enemigo, si así lo nombran los heraldos. —Y a partir de
ese momento, tres veces al día proclamaban los heraldos la venida del rey
Elessar. Mas nadie recogía el desafío.
No obstante, aunque en
una paz aparente, todos los hombres marchaban oprimidos, desde el más
encumbrado al más humilde, y a cada milla que avanzaban hacia el norte, más
pesaban sobre ellos unos presentimientos funestos. Al final del segundo día de
marcha desde la Encrucijada tuvieron por primera vez la oportunidad de una
batalla: una poderosa hueste de orcos y hombres del este intentó hacer caer en
una emboscada a las primeras compañías; el paraje era el mismo en que Faramir
había acechado a los hombres de Harad, y el camino atravesaba una estribación
de las montañas orientales y penetraba en una garganta estrecha. Pero los capitanes
del oeste, oportunamente prevenidos por los batidores—un grupo de hombres
avezados bajo la conducción de Mablung—los hicieron caer en su propia trampa:
desplegando la caballería en un movimiento envolvente hacia el oeste, los sorprendieron
por el flanco y por la retaguardia, destruyéndolos, u obligándolos a huir a las
montañas.
Sin embargo, la
victoria no fue suficiente para reconfortar a los capitanes. —No es más que una treta—dijo
Aragorn—. Lo que se proponían, sospecho, no era causarnos grandes daños, no por
ahora, sino darnos una falsa impresión de debilidad, e inducirnos a seguir
adelante. Y esa noche volvieron los nazgûl, y a partir de entonces vigilaron
cada uno de los movimientos del ejército. Volaban siempre a gran altura,
invisibles a los ojos de todos excepto los de Legolas, pero una sombra más
profunda, un oscurecimiento del sol los delataba. Y si bien no se abatían sobre
sus enemigos, y se limitaban a acecharlos en silencio, sin un solo grito, un miedo
invencible los dominaba a todos.
Así transcurría el
tiempo y con él el viaje sin esperanzas. En el cuarto día de marcha desde la
Encrucijada y el sexto desde Minas Tirith llegaron a los confines de las
tierras fértiles y comenzaron a internarse en los páramos que precedían a las
puertas del Morannon en el Paso de Cirith Gorgor; y divisaron los pantanos, y
el desierto que se extendía al norte y al oeste hasta los Emyn Muil. Era tal la
desolación de aquellos parajes, tan profundo el horror, que una parte del
ejército se detuvo amilanada, incapaz de continuar avanzando hacia el norte, ni
a pie ni a caballo.
Aragorn los miró, no
con cólera sino con piedad: porque todos eran hombres jóvenes de Rohan, del lejano
Folde Oeste, o labriegos venidos desde Lossarnach, para quienes Mordor había
sido desde la infancia un nombre maléfico, y a la vez irreal, una leyenda que
no tenía relación con la sencilla vida campesina; y ahora se veían a sí mismos
como imágenes de una pesadilla hecha realidad, y no comprendían esta guerra ni
por qué el destino los había puesto en semejante trance.
—¡Volved!—les dijo
Aragorn—. Pero tened al menos un mínimo de dignidad, y no huyáis. Y hay una
misión que podríais cumplir para atenuar en parte vuestra vergüenza. Id por el
sudoeste hasta Cair Andros, y si aún está en manos del enemigo, como lo
sospecho, reconquistadla, si podéis, y resistid allí hasta el final, en defensa
de Gondor y de Rohan.
Abochornados por la
indulgencia de Aragorn, algunos lograron sobreponerse al miedo y seguir adelante;
los demás partieron, alentados por la perspectiva de una empresa honrosa y a la
medida de sus fuerzas; y así, con menos de seis mil hombres, pues ya habían
dejado muchos en la Encrucijada, los capitanes del oeste marcharon al fin a
desafiar la Puerta Negra y el poder de Mordor.
Ahora avanzaban
lentamente, esperando a cada momento una respuesta, y en filas más compactas,
comprendiendo que enviar batidores o pequeños grupos de avanzada era un
despilfarro de hombres. Al anochecer del quinto día de viaje desde el valle de
Morgul, prepararon el último campamento, y encendieron hogueras alrededor con
las pocas ramas y malezas secas que pudieron encontrar. Pasaron en vela las
horas de la noche, y alcanzaron a ver unas formas indistintas que iban y venían
en la oscuridad, y escucharon los aullidos de los lobos. El viento había muerto
y el aire de la noche parecía estancado. Apenas veían, pues aunque no había
nubes, y la luna creciente era de cuatro noches, humos y emanaciones brotaban
de la tierra, y las nieblas de Mordor amortajaban el creciente blanco.
Empezaba a hacer frío.
Al amanecer, el viento se levantó otra vez, ahora desde el norte, y no tardó en
convertirse en un hálito helado. Todos los merodeadores nocturnos habían
desaparecido, y el paraje parecía desierto. Al norte, entre los pozos
mefíticos, se alzaban los primeros promontorios y colinas de escoria y roca
carcomida y tierra dilapidada, el vómito de las criaturas inmundas de Mordor;
pero ya cerca en el sur asomaba el baluarte de Cirith Gorgor, y en el centro
mismo la Puerta Negra, flanqueada por las dos Torres de los Dientes, altas y
oscuras. Porque en la última etapa los capitanes, para evitar posibles
emboscadas en las colinas, se habían desviado del viejo camino en el punto en
que se curvaba hacia el este, y ahora, como lo hiciera antes Frodo, se
acercaban al Morannon desde el noroeste.
Los poderosos
batientes de hierro de la Puerta Negra estaban herméticamente cerrados bajo la
arcada hostil. En las murallas almenadas no había señales de vida. El silencio
era sepulcral, pero expectante. Habían llegado por fin a la meta última de una
aventura descabellada, y ahora, a la luz gris del alba contemplaban
descorazonados y tiritando de frío aquellas torres y murallas que jamás podrían
atacar con esperanzas, ni aunque hubiesen traído consigo máquinas de guerra de
mucho poder, y las fuerzas del enemigo apenas alcanzasen a defender la puerta y
la muralla. Sabían que en todas las colinas y peñascos de alrededor había
enemigos ocultos, y que del otro lado, en los túneles y cavernas excavados bajo
el desfiladero sombrío, pululaban unas criaturas siniestras. De improviso,
vieron a los nazgûl, revoloteando como una bandada de buitres por encima de las
Torres de los Dientes; y supieron que estaban al acecho. Pero el enemigo no se
mostraba aún.
No les quedaba otro
remedio que representar la comedia hasta el final. Aragorn ordenó el ejército
del mejor modo posible, en dos grandes colinas de piedra y tierra que los orcos
habían amontonado en años y años de labor. Ante ellos y hacia Mordor, se abrían
como un foso un gran cenagal infecto y unos pantanos pestilentes. Cuando todo
estuvo en orden, los capitanes cabalgaron hacia la Puerta Negra con una fuerte
guardia de caballería, llevando el estandarte, y acompañados por los heraldos y
los trompetas. A la cabeza iban Gandalf de primer heraldo, y Aragorn con los
hijos de Elrond, y Éomer de Rohan, e Imrahil; y Legolas y Gimli y Peregrin
fueron invitados a seguirlos, pues deseaban que todos los pueblos enemigos de
Mordor contaran con un testigo.
Cuando estuvieron al
alcance de la voz, desplegaron el estandarte y soplaron las trompetas; y los
heraldos se adelantaron y elevaron sus voces por encima del muro almenado de
Mordor.
—¡Salid!—gritaron—.
¡Que salga el señor de la Tierra Tenebrosa! Se le hará justicia. Porque ha
declarado contra Gondor una guerra injusta, y ha devastado sus territorios. El rey
de Gondor le exige que repare los daños, y que se marche para siempre. ¡Salid!
Siguió un largo
silencio; ni un grito, ni un rumor llegó como respuesta desde la puerta y los
muros. Pero ya Sauron había trazado sus planes: antes de asestar el golpe
mortal, se proponía jugar cruelmente con aquellos ratones. De pronto, en el
momento en que los capitanes ya estaban a punto de retirarse, el silencio se
quebró. Se oyó un prolongado redoble de tambores, como un trueno en las
montañas, seguido de una algarabía de cuernos que estremeció las piedras y
ensordeció a los hombres; y el batiente central de la Puerta Negra rechinó con
estrépito y se abrió de golpe dando paso a una embajada de la Torre Oscura.
La encabezaba una
figura alta y maléfica, montada en un caballo negro, si aquella criatura enorme
y horrenda era en verdad un caballo; la máscara de terror de la cara más
parecía una calavera que una cabeza con vida; y echaba fuego por las cuencas de
los ojos y por los ollares. Un manto negro cubría por completo al jinete, y
negro era también el yelmo de cimera alta; no se trataba, sin embargo, de uno
de los espectros del Anillo; era un hombre y estaba vivo. Era el lugarteniente
de la torre de Barad-dûr, y ninguna historia recuerda su nombre, porque hasta
él lo había olvidado, y decía: «Yo soy la Boca de Sauron.» Pero se
murmuraba que era un renegado, descendiente de los númenóreanos negros, que se
habían establecido en la Tierra Media durante la supremacía de Sauron.
Veneraban a Sauron, pues estaban enamorados de las ciencias del mal. Habían
entrado al servicio de la Torre Oscura en tiempos de la primera reconstrucción,
y con astucia se había elevado en los favores del señor; y aprendió los
secretos de la hechicería, y conocía muchos de los pensamientos de Sauron; y
era más cruel que el más cruel de los orcos.
Este era pues el
personaje que ahora avanzaba hacia ellos, con una pequeña compañía de soldados
de armadura negra, y enarbolando un único estandarte negro, pero con el Ojo
Maléfico pintado en rojo. Deteniéndose a pocos pasos de los capitanes del oeste,
los miró de arriba abajo y se echó a reír.
—¿Hay en esta pandilla
alguien con autoridad para tratar conmigo?—preguntó—. ¿O en
verdad con seso suficiente como para comprenderme? ¡No tú, por cierto!—se
burló, volviéndose a Aragorn con una mueca de desdén—. Para hacer un rey, no
basta con un trozo de vidrio élfico y una chusma semejante. ¡Si hasta un
bandolero de las montañas puede reunir un séquito como el tuyo!
Aragorn no respondió,
pero clavó en el otro la mirada, y la sostuvo, y así lucharon un momento, ojo
contra ojo; pero pronto, sin que Aragorn se hubiera movido, ni llevara la mano
a la espada, el otro retrocedió acobardado, como bajo la amenaza de un golpe. —¡Soy
un heraldo y un embajador, y nadie puede atacarme!—gritó.
—Donde mandan esas
leyes—dijo Gandalf—, también es costumbre que los embajadores sean menos
insolentes. Nadie te ha amenazado. Nada tienes que temer de nosotros, hasta que
hayas cumplido tu misión. Pero si tu amo no ha aprendido nada nuevo, correrás
entonces un gran peligro, tú y todos los otros servidores.
—¡Ah!—dijo el emisario—.
De modo que tú eres el portavoz, ¿viejo barbagrís? ¿No hemos oído hablar de ti
de tanto en tanto, y de tus andanzas, siempre tramando intrigas y maldades a
una distancia segura? Pero esta vez has metido demasiado la nariz, maese
Gandalf; y ya verás qué le espera a quien echa unas redes insensatas a los pies
de Sauron el Grande. Traigo conmigo testimonios que me han encomendado
mostrarte, a ti en particular, si te atrevías a venir aquí. —Hizo una señal, y un
guardia se adelantó llevando un paquete envuelto en lienzos negros.
El emisario apartó los
lienzos, y allí, ante el asombro y la consternación de todos los capitanes,
levantó primero la espada corta de Sam, luego una capa gris con un broche
élfico, y por último la cota de malla de mithril que Frodo vestía bajo
las ropas andrajosas. Una negrura repentina cegó a todos, y en un momento de
silencio pensaron que el mundo se había detenido; pero tenían los corazones
muertos y habían perdido la última esperanza. Pippin, que estaba detrás del príncipe
Imrahil, se precipitó hacia adelante ahogando un grito de dolor.
—¡Silencio!—le dijo
Gandalf con severidad, mientras lo empujaba hacia atrás; pero el emisario
estalló en una carcajada.
—¡Así que tenéis con
vosotros a otro de esos duendes!—gritó—. Qué utilidad les encontráis, no lo sé.
Pero enviarlos a Mordor como espías, sobrepasa vuestra inveterada imbecilidad.
Sin embargo, tengo que darle las gracias, pues es evidente que ese alfeñique ha
reconocido los objetos, y ahora sería inútil que pretendierais desmentirlo.
—No pretendo
desmentirlo—dijo Gandalf—. Y en verdad, yo mismo los conozco, así como la
historia de cada uno de ellos, y tú, inmundo Boca de Sauron, a pesar de tus
sarcasmos, no puedes decir otro tanto. Mas ¿por qué los has traído?
—Cota de malla de
enano, capa élfica, hoja forjada en el derrotado oeste, y espía de ese
territorio de ratas, La Comarca... ¡No, calma! Bien lo sabemos... estas son las
pruebas de una conspiración. Y bien, tal vez quien llevaba estas prendas es
alguien que no lamentaríais perder, o tal vez sí, acaso alguien muy querido. Si
es así, decididlo de prisa, con el poco seso que aún os queda. Porque Sauron no
simpatiza con los espías, y el destino de éste depende ahora de vosotros.
Nadie le respondió;
pero viendo las caras grises de miedo y el horror en todos los ojos, volvió a
reír, pues le pareció que estaba ganando la partida. —¡Magnífico, magnífico!—exclamó—.
Veo que era alguien muy querido. ¿O acaso la misión que llevaba era tal que no
querríais que fracasara? Pues bien, ha fracasado. Y ahora tendrá que soportar
el lento tormento de los años, tan largo y tan lento como sólo pueden
conseguirlo nuestros artificios en la Gran Torre; ya nunca más será liberado,
salvo tal vez cuando esté quebrado y consumido, y entonces irá a vosotros, y
veréis lo que le habéis hecho. Todo esto le ocurrirá ciertamente... a menos que
aceptéis las condiciones de mi señor.
—Di esas condiciones—dijo
Gandalf con voz firme, pero quienes lo rodeaban vieron angustia en el semblante
del mago; y ahora parecía un anciano decrépito, aplastado y derrotado al fin.
Nadie pensó que no las aceptaría.
—He aquí las
condiciones—sonrió el emisario, mientras observaba uno a uno a los capitanes—La
chusma de Gondor y sus engañados secuaces se retirarán en seguida a la otra
orilla del Anduin, pero ante todo jurarán no atacar nunca más a Sauron el
Grande con las armas, abierta o secretamente. Todos los territorios al este del
Anduin pertenecerán a Sauron para siempre y sólo a él. Las tierras que se
extienden al oeste del Anduin hasta las montañas Nubladas y el
Paso de Rohan serán tributarias de
Mordor, y a sus habitantes les estará prohibido llevar armas, pero se les
permitirá manejar sus propios asuntos. No obstante, tendrán la obligación de
ayudar a reconstruir Isengard, que ellos destruyeron para nada, y la ciudad
pertenecerá a Sauron, y allí residirá el lugarteniente de Sauron: no Saruman
sino otro, más digno de confianza.
Mirando los ojos del
emisario, era fácil leerle el pensamiento. Él sería el lugarteniente de Sauron,
y él mandaría en todo cuanto quedara del oeste: él sería el tirano y ellos los
esclavos.
Pero Gandalf dijo: —Es
demasiado pedir por la devolución de un servidor: que tu amo reciba en canje lo
que de otro modo tendría que conquistar a lo largo de muchas guerras. ¿O acaso
luego de la batalla de Gondor ya no confía en la guerra, y ahora se rebaja a
negociar? Y si en verdad tanto valoráramos a este prisionero ¿qué seguridad
tenemos de que Sauron, Vil Maestro de Traiciones, cumplirá su palabra? ¿Dónde
está el prisionero? Que lo traigan y lo muestren, y entonces estudiaremos
vuestras condiciones.
A Gandalf, que lo
miraba con fijeza, como en duelo con un enemigo mortal, le pareció que por un
instante el emisario no supo qué decir, aunque en seguida rio de nuevo.
—¡No le hables a la
Boca de Sauron con insolencia!—gritó—. ¡Pides seguridades! Sauron no las da. Si
pretendes clemencia, antes haréis lo que él exige. Estas son sus condiciones.
¡Aceptadlas o rechazadlas!
—¡Estas aceptaremos!—dijo
Gandalf de pronto. Se abrió la capa, y una luz blanca centelleó como una espada
en la oscuridad. Ante la mano levantada de Gandalf el emisario retrocedió y
Gandalf dio un paso adelante y le arrancó los objetos de las manos: la cota de
malla, la capa y la espada—. Los llevaremos en recuerdo de nuestro amigo—gritó—.
Y en cuanto a tus condiciones, las rechazamos de plano. Vete ya, pues tu misión
ha concluido y la hora de tu muerte se aproxima. No hemos venido aquí a
derrochar palabras con Sauron, desleal y maldito, y menos aún con uno de sus
esclavos. ¡Vete!
El emisario de Mordor
ya no se reía. Con la cara crispada por la estupefacción y la furia, parecía un
animal salvaje que en el momento en que se agazapa para saltar sobre la presa,
recibe un garrotazo en el hocico. Loco de rabia, echó baba por la boca,
mientras unos sonidos de furia se le estrangulaban en la garganta. Pero miró
los rostros feroces y las miradas mortíferas de los capitanes, y el miedo fue
más fuerte que la ira. Dando un alarido, se volvió, trepó de un salto a su cabalgadura,
y partió en desenfrenado galope hacia Cirith Gorgor. Entonces, mientras se
alejaban, los soldados de Mordor soplaron los cuernos, respondiendo a una señal
convenida; y no habían llegado aún a la puerta cuando Sauron soltó la trampa
que había preparado.
Los tambores
redoblaron, y las hogueras se encendieron. Los poderosos batientes de la Puerta
Negra se abrieron de par en par, y una gran hueste se precipitó como las aguas
turbulentas de un dique cuando levantan una compuerta.
Los capitanes del oeste
volvieron a montar y se retiraron al galope, y un aullido de burlas brotó del
ejército de Mordor. Una nube de polvo oscureció el aire, y desde las cercanías
vino marchando un ejército de hombres del este que había estado esperando la
señal oculto entre las sombras del Ered Lithui, junto a la torre más distante.
De las colinas que flanqueaban el Morannon se precipitó un torrente de orcos.
Los hombres del oeste estaban atrapados, y pronto en aquellos montes grises
unas fuerzas diez y más veces superiores los envolverían en un mar de enemigos.
Sauron había mordido la carnada con mandíbulas de acero.
Poco tiempo le quedaba
a Aragorn para preparar la batalla. En una misma colina estaban él y Gandalf, y
allí enarbolaron el estandarte, hermoso y desesperado del árbol y las estrellas.
En la colina opuesta flameaban los estandartes de Rohan y de Dol Amroth, caballo
blanco y cisne de plata. Un círculo de lanzas y espadas defendía las dos
colinas. Pero al frente, en dirección a Mordor, allí donde esperaban la primera
embestida violenta, estaban los hijos de Elrond a la izquierda, rodeados por
los dúnedain, y a la derecha el príncipe Imrahil con los apuestos caballeros de
Dol Amroth, y algunos hombres escogidos de la Torre de la Guardia.
Soplaba el viento,
cantaban las trompetas, y las flechas gemían; y el sol que ahora subía hacia el
sur estaba empañado por los vapores infectos de Mordor; brillaba remoto,
tétrico y bermejo, como a la hora postrera de la tarde, o a la hora postrera de
la luz del mundo. Y a través de la bruma cada vez más espesa llegaron con sus
voces frías los nazgûl, gritando palabras de muerte. Y entonces la última
esperanza se desvaneció.
Cuando oyó a Gandalf
rechazar las condiciones del emisario, condenando a Frodo al tormento de la
Torre, Pippin se dobló hacia delante, aplastado por el horror; pero había
logrado sobreponerse y ahora estaba de pie junto a Beregond en la primera fila
de Gondor, con los hombres de Imrahil. Pues pensaba que lo mejor sería morir
cuanto antes y abandonar aquella amarga historia, ya que la ruina era total.
—Ojalá estuviera Merry
aquí—se oyó decir, y se le cruzaron unos pensamientos rápidos, aún mientras
miraba al enemigo que se precipitaba al ataque—. Bien, ahora al menos comprendo
un poco mejor al pobre Denethor. Si hemos de morir ¿por qué no morir juntos,
Merry y yo? Sí, pero él no está aquí, y ojalá tenga entonces un fin más
apacible. Pero ahora he de hacer lo que pueda.
Desenvainó la espada y
miró las formas entrelazadas de rojo y oro, y los caracteres fluidos de la
escritura númenóreana centellearon en la hoja como un fuego. «Fue forjada de
propósito para un momento como éste», pensó. «Si pudiera herir con ella
a ese emisario inmundo, al menos quedaríamos iguales, el viejo Merry y yo.
Bueno, destruiré a unos cuantos de esa ralea maldita, antes del fin. ¡Ojalá
pueda ver por última vez la luz límpida del sol y la hierba verde!»
Y mientras pensaba
esto, cayó sobre ellos el primer ataque. Impedidos por los pantanos que se
extendían al pie de las colinas, los orcos se detuvieron y dispararon una
lluvia de flechas sobre los defensores. Pero entre los orcos, a grandes
trancos, rugiendo como bestias, llegó entonces una gran compañía de troles de
las montañas de Gorgoroth. Más altos y más corpulentos que los hombres, no
llevaban otra vestimenta que una malla ceñida de escamas córneas, o quizás esto
fuera la repulsiva piel natural de las criaturas; blandían escudos enormes,
redondos y negros, y las manos nudosas empuñaban martillos pesados. Saltaron a
los pantanos sin arredrarse y los vadearon, aullando y mugiendo mientras se
acercaban. Como una tempestad se abalanzaron sobre los hombres de Gondor,
golpeando cabezas y yelmos, brazos y escudos, como herreros que martillaran un
hierro doblado al rojo. Junto a Pippin, Beregond los miraba aturdido y
estupefacto, y cayó bajo los golpes; y el gran jefe de los troles que lo había
derribado se inclinó sobre él, extendiendo una garra ávida; pues esas criaturas
horrendas tenían la costumbre de morder en el cuello a los vencidos.
Entonces Pippin lanzó
una estocada hacia arriba, y la hoja de Oesternesse atravesó la membrana
coriácea y penetró en los órganos; y la sangre negra manó a borbotones. El trol
se tambaleó, y se desplomó como una roca despeñada, sepultando a los que
estaban abajo. Una negrura y un hedor y un dolor opresivo asaltaron a Pippin, y
la mente se le hundió en las tinieblas.
«Bueno, esto
termina como yo esperaba», oyó que decía el pensamiento ya a punto de
extinguirse; y hasta le pareció que se reía un poco antes de hundirse en la
nada, como si le alegrase liberarse por fin de tantas dudas y preocupaciones y
miedos. Y aún mientras se alejaba volando hacia el olvido, oyó voces, gritos,
que parecían venir de un mundo olvidado y remoto.
—¡Llegan las águilas!
¡Llegan las águilas!
El pensamiento de
Pippin flotó un instante todavía. «¡Bilbo!—dijo—. ¡Pero no! Eso
ocurría en la historia de él, hace mucho, mucho tiempo.[25]
Esta es mi historia, y ya se acaba. ¡Adiós!» —Y el pensamiento del hobbit
huyó a lo lejos, y sus ojos ya no vieron más.
LIX.EL MONTE DEL DESTINO
EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO III
Sam se quitó la
andrajosa capa de orco y la deslizó debajo de la cabeza de su amo; luego abrigó
su cuerpo y el de Frodo con el manto gris de Lórien; y mientras lo hacía
recordó de nuevo aquella tierra maravillosa y a la hermosa gente, confiando
contra toda esperanza que el paño tejido por las manos élficas tendría la
virtud de esconderlos en ese páramo aterrador. Los gritos y rumores de la
refriega se fueron alejando a medida que las tropas se internaban en la Garganta
de Hierro. Al parecer, en medio de la confusión y el tumulto la desaparición de
los hobbits había pasado inadvertida, al menos por el momento.
Sam tomó un sorbo de
agua, pero consiguió que Frodo también bebiera, y no bien lo vio algo recobrado
le dio una oblea entera del precioso pan del camino y lo obligó a comerla.
Entonces, demasiado rendidos hasta para sentir miedo, se echaron a descansar.
Durmieron durante un rato, pero con un sueño intranquilo y entrecortado; el
sudor se les helaba contra la piel, y las piedras duras les mordían la carne; y
tiritaban de frío. Desde la Puerta Negra en el norte y a través de Cirith Ungol
corría susurrando a ras del suelo un soplo cortante y glacial.
Con la mañana volvió
la luz gris; pues en las regiones altas soplaba aún el viento del oeste, pero
abajo, sobre las piedras y en los recintos de la Tierra Tenebrosa, el aire
parecía muerto, helado, y a la vez sofocante. Sam se asomó a mirar. Todo
alrededor el paisaje era chato, pardo y tétrico. En los caminos próximos nada
se movía; pero Sam temía los ojos avizores del muro de la Garganta de Hierro, a
apenas unas doscientas yardas [183 metros] de distancia hacia el
norte. Al sudeste, lejana como una sombra oscura y vertical, se erguía la montaña.
Y de ella brotaban humaredas espesas, y aunque las que trepaban a las capas
superiores del aire se alejaban a la deriva rumbo al este, alrededor de los
flancos rodaban unos nubarrones que se extendían por toda la región. Algunas
millas más al noreste se elevaban como fantasmas grises y sombríos los
contrafuertes de los montes de Ceniza, y por detrás de ellos, como nubes
lejanas apenas más oscuras que el cielo sombrío, asomaban envueltas en brumas
las cumbres septentrionales. Sam trató de medir las distancias y de decidir qué
camino les convendría tomar. —Yo diría que hay por lo menos unas cincuenta
millas [80 kilómetros]—murmuró, preocupado, mientras contemplaba la montaña amenazadora—, y
si es un trecho que en condiciones normales se recorre en un día, a nosotros,
en el estado en que se encuentra el señor Frodo, nos llevará una semana. —Movió
la cabeza, y mientras reflexionaba, un nuevo pensamiento sombrío creció poco a
poco en él. La esperanza nunca se había extinguido por completo en el corazón
animoso y optimista de Sam, y hasta entonces siempre había confiado en el
retorno. Pero ahora, de pronto, veía a todas luces la amarga verdad: en el
mejor de los casos las provisiones podrían alcanzar hasta el final del viaje,
pero una vez cumplida la misión, no habría nada más: se encontrarían solos, sin
un hogar, sin alimentos en medio de un pavoroso desierto. No había ninguna
esperanza de retorno.
«¿Así que era esta
la tarea que yo me sentía llamado a cumplir, cuando partimos?, pensó Sam. ¿Ayudar
al señor Frodo hasta el final, y morir con él? Y bien, si esta es la tarea,
tendré que llevarla a cabo. Pero desearía con toda el alma volver a ver
Delagua, y a Rosita Coto y sus hermanos, y al Tío, y a Maravilla y a todos. Me
cuesta creer que Gandalf le encomendara al señor Frodo esta misión, si se
trataba de un viaje sin esperanza de retorno. Fue en Moria donde las cosas
empezaron a andar atravesadas, cuando Gandalf cayó al abismo. ¡Qué mala suerte!
Él habría hecho algo.»
Pero la esperanza que
moría, o parecía morir en el corazón de Sam, se transformó de pronto en una
fuerza nueva. El rostro franco del hobbit se puso serio, casi adusto; la
voluntad se le fortaleció de súbito, un estremecimiento lo recorrió de arriba
abajo, y se sintió como transmutado en una criatura de piedra y acero, inmune a
la desesperación y la fatiga, a quien ni las incontables millas del desierto
podían amilanar.
Sintiéndose de algún
modo más responsable, volvió los ojos al mundo, y pensó en la próxima etapa. Y
cuando la claridad aumentó, notó con sorpresa que lo que a la distancia le
habían parecido bajíos desnudos e informes era en realidad una llanura
anfractuosa y resquebrajada. La altiplanicie de Gorgoroth estaba surcada en
toda su extensión por grandes cavidades, como si en los tiempos en que era aún
un desierto de lodo hubiera sido azotada por una lluvia de rayos y peñascos.
Los bordes de los fosos más grandes eran de roca triturada y de ellos partían
largas fisuras en todas direcciones. Un terreno de esa naturaleza se habría
prestado para que alguien fuerte y que no tuviese prisa alguna pudiera
arrastrarse de un escondite a otro sin ser visto, excepto por ojos
especialmente avizores. Para los hambrientos y cansados, y que todavía tenían
por delante un largo camino antes de morir, era de un aspecto siniestro.
Reflexionando en todas
estas cosas, Sam volvió junto a su amo. No tuvo necesidad de despertarlo. Frodo
estaba acostado boca arriba con los ojos abiertos y observaba el cielo nuboso. —Bueno,
señor Frodo—dijo Sam—, fui a echar un vistazo y estuve pensando un poquito. No
se ve un alma en los caminos, y convendría que nos alejáramos de aquí cuanto
antes. ¿Le parece que podrá?
—Podré—dijo Frodo—.
Tengo que poder.
Una vez más
emprendieron la marcha, arrastrándose de hueco en hueco, escondiéndose detrás
de cada reparo, pero avanzando siempre en una línea sesgada hacia los
contrafuertes de la cadena septentrional. Al principio, el camino que corría
más al este iba en la misma dirección, pero luego se desvió y bordeando las
faldas de las montañas se perdió a lo lejos en un muro de sombra negra. En las
extensiones chatas y grises no se veían señales de vida, ni de hombres ni de
orcos, pues el Señor Oscuro casi había puesto fin a los movimientos de tropas,
y hasta en la fortaleza donde reinaba, buscaba el amparo de la noche, temeroso
de los vientos del mundo que se habían vuelto contra él quitándole los velos,
desazonado por la noticia de que espías temerarios habían logrado atravesar las
defensas.
Al cabo de unas pocas
millas agotadoras, los hobbits se detuvieron. Frodo parecía casi exhausto. Sam
comprendió que de esa manera, a la rastra, o doblado en dos, o trastabillando
en precipitada carrera, o internándose con lentitud en un camino desconocido,
no podrían llegar mucho más lejos.
—Yo volveré al camino
mientras haya luz, señor Frodo—dijo—. ¡Probemos de nuevo la suerte! Casi nos
falló la última vez, pero no del todo. Una caminata de algunas millas a buen
paso, y luego un descanso.
Se arriesgaba a un
peligro mucho mayor de lo que imaginaba, pero Frodo, demasiado ocupado con el
peso del fardo y la lucha que se libraba dentro de él, no pensó en discutir;
además, se sentía tan desesperanzado que casi no valía la pena preocuparse.
Treparon al terraplén y continuaron avanzando penosamente por el camino duro y
cruel que conducía a la Torre Oscura. Pero la suerte los acompañó, y durante el
resto de aquel día no se toparon con ningún ser viviente ni observaron
movimiento alguno; y cuando cayó la noche desaparecieron de la vista,
engullidos por las tinieblas de Mordor. Todo el país parecía recogido, como en
espera de una tempestad: pues los capitanes del oeste habían pasado la
Encrucijada e incendiado los campos ponzoñosos de Imlad Morgul.
Así prosiguió el viaje
sin esperanzas, mientras el Anillo se encaminaba al sur y los estandartes de
los reyes cabalgaban rumbo al norte. Para los hobbits, cada jornada de marcha,
cada milla era más ardua que la anterior, a medida que las fuerzas los abandonaban
y se internaban en regiones más siniestras. Durante el día no encontraban
enemigos. A veces, por la noche, mientras dormitaban acurrucados e inquietos en
algún escondite a la vera del camino, oían clamores y el rumor de numerosos
pies o el galope rápido de algún caballo espoleado con crueldad. Pero mucho
peor que todos aquellos peligros era la amenaza cada vez más inminente que se
cernía sobre ellos: la terrible amenaza del poder que aguardaba, abismado en
profundas cavilaciones y en una malicia insomne detrás del velo oscuro que
ocultaba el trono. Se acercaba, se acercaba cada vez más, negro y espectral,
alzándose como un muro de tinieblas en el confín último del mundo.
Llegó por fin una
noche, una noche terrible; y mientras los capitanes del oeste se acercaban a
los lindes de las tierras vivas, los dos viajeros llegaron a una hora de
desesperación ciega. Hacía cuatro días que habían escapado de las filas de los
orcos, pero el tiempo los perseguía como un sueño cada vez más oscuro. Durante
todo aquel día Frodo no había hablado ni una sola vez, y caminaba encorvado,
tropezando a cada rato, como si ya no distinguiera el camino. Sam adivinaba que
de todas las penurias que compartían, a Frodo le tocaba la peor: soportar el
peso siempre creciente del Anillo, una carga para el cuerpo y un tormento para
la mente. Y veía con desesperación que la mano de Frodo se alzaba de tanto en
tanto como para esquivar un golpe, o para proteger los ojos contraídos de la
mirada inquisitiva de un ojo abominable. Y que la mano derecha subía de vez en
cuando al pecho para aferrarse a algo; y que luego como dominándose, lo soltaba
lentamente.
La noche retornaba, y
Frodo se sentó con la cabeza entre las rodillas; los brazos colgantes tocaban
el suelo y las manos le temblaban ligeramente. Sam no dejó de observarlo hasta
que la oscuridad los envolvió, y no pudieron verse. Entonces, no encontrando más
que decir, se volvió a sus propios y sombríos pensamientos. Pero a él, aunque
exhausto y bajo una sombra de temor, aún le quedaban fuerzas. En verdad, las lembas
tenían una virtud sin la cual hacía tiempo se habrían acostado a morir. Pero no
saciaban el hambre, y por momentos Sam soñaba despierto con comida, y suspiraba
por el pan y las viandas sencillas de La Comarca. Y sin embargo este pan del
camino de los elfos tenía una potencia que se acrecentaba a medida que los
viajeros dependían sólo de él para sobrevivir, y lo comían sin mezclarlo con
otros alimentos. Nutría la voluntad, y daba fuerza y resistencia, permitiendo
dominar los músculos y los miembros más allá de toda medida humana. Ahora, sin
embargo, era menester tomar una determinación. Por aquel camino ya no podían
continuar, pues llevaba al este, hacia la gran sombra, mientras que la montaña
se erguía ahora a la derecha, casi en línea recta al sur, y hacia allí tenían
que ir. Pero ante ella se extendía una vasta región de tierra humeante, yerma,
cubierta de cenizas.
—¡Agua, agua!—murmuró
Sam. Había evitado beber y ahora tenía la boca reseca y la lengua pastosa e
hinchada; aun así les quedaba bien poca, tal vez una media botella, y para
quién sabe cuántos días de marcha. Y se les habría agotado hacía tiempo, si no
se hubieran atrevido a tomar por el camino de los orcos. Porque a lo largo del
camino, a grandes intervalos, habían construido cisternas para las tropas que
enviaban con urgencia a las regiones sin agua. En una de aquellas cisternas Sam
había encontrado un fondo de agua, enlodada por los orcos, pero suficiente en
este caso desesperado. Sin embargo, de eso hacía ya un día entero. Y no tenía
esperanzas de encontrar más.
Al fin, abrumado por
las preocupaciones, Sam se adormeció; quizá la mañana, cuando llegase, traería
algo nuevo; por el momento no podía hacer más. Los sueños se le confundían con
la vigilia en un duermevela desasosegado. Veía luces semejantes a ojos voraces
y malévolos, y formas oscuras y rastreras, y oía ruidos como de bestias
salvajes o los gritos escalofriantes de criaturas torturadas; y cuando se
despertaba sobresaltado, se encontraba en un mundo oscuro, perdido en un vacío
de tinieblas. Una vez, al incorporarse y mirar en torno con ojos despavoridos
creyó ver unas luces pálidas que parecían ojos, pero que al instante
parpadearon y se desvanecieron.
Lenta, como con
desgana, transcurrió aquella noche espantosa. La mañana que siguió fue lívida y
apagada: pues allí, ya cerca de la montaña, el aire era eternamente lóbrego, y
los velos de la sombra que Sauron tejía alrededor salían arrastrándose desde la
Torre Oscura. Tendido de espaldas en el suelo, Frodo continuaba inmóvil, y Sam
de pie junto a él, no se decidía a hablar, aunque sabía que era él ahora quien
tenía la palabra: era menester que convenciera a Frodo de la necesidad de un
nuevo esfuerzo. Por fin se agachó, y acariciando la frente de Frodo, le habló
al oído.
—¡Despiértese, mi amo!—dijo—.
Es hora de volver a partir.
Como arrancado del
sueño por el sonido repentino de una campanilla, Frodo se levantó rápidamente y
miró en lontananza, hacia el sur; pero cuando sus ojos tropezaron con la
montaña y el desierto, volvió a desanimarse.
—No puedo, Sam—dijo—.
Es tan pesado, tan pesado.
Sam sabía aún antes de
hablar que sus palabras serían inútiles, y que hasta podían causar más mal que
bien, pero movido por la compasión no pudo contenerse. —Entonces, deje usted
que lo lleve yo un rato, mi amo—dijo—. Usted sabe que lo haría de buen grado,
mientras me queden fuerzas.
Un resplandor feroz
apareció en los ojos de Frodo. —¡Atrás! ¡No me toques!—gritó—. Es mío, te he
dicho. ¡Vete!—La mano buscó a tientas la empuñadura de la espada. Pero al
instante habló con otra voz. —No, no, Sam—dijo con tristeza—. Pero tienes que
entenderlo. Es mi fardo, y sólo a mí me toca soportarlo. Ya es demasiado tarde,
Sam querido. Ya no puedes volver a ayudarme de esa forma. Ahora me tiene casi
en su poder. No podría confiártelo, y si tú intentaras arrebatármelo, me
volvería loco.
Sam asintió. —Comprendo—dijo—.
Pero he estado reflexionando, señor Frodo, y creo que hay otras cosas de las
que podríamos prescindir. ¿Por qué no aligerar un poco la carga? Ahora tenemos
que ir derecho hacia allá. —Señaló la montaña. —Es inútil cargar con cosas que
quizá no necesitemos.
Frodo miró de nuevo la
montaña. —No—dijo—, en ese camino no necesitaremos muchas cosas. Y cuando
lleguemos al final, no necesitaremos nada.
Recogió el escudo orco
y lo arrojó a lo lejos, y con el yelmo hizo lo mismo. Luego, abriéndose el manto
élfico, desabrochó el pesado cinturón y lo dejó caer, y junto con él la espada
y la vaina. Rasgó los jirones de la capa negra y los desparramó por el suelo.
—Listo, ya no seré más
un orco—gritó—, ni llevaré arma alguna, hermosa o aborrecible. ¡Que me capturen,
si quieren!
Sam lo imitó, dejando
a un lado los atavíos orcos; luego vació la mochila. De algún modo, les había
tomado apego a todas las cosas que llevaba, acaso por la simple razón de que lo
habían acompañado en un viaje tan largo y penoso. De lo que más le costó
desprenderse fue de los enseres de cocina. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Se acuerda de
aquella presa de conejo, señor Frodo?—dijo—. ¿Y de nuestro refugio abrigado en
el país del capitán Faramir, el día que vi el olifante?
—No,
Sam, temo que no—dijo Frodo—. Sé
que esas cosas ocurrieron, pero no puedo verlas. Ya no me queda nada, Sam: ni
el sabor de la comida, ni la frescura del agua, ni el susurro del viento, ni el
recuerdo de los árboles, la hierba y las flores, ni la imagen de la luna y las
estrellas. Estoy desnudo en la oscuridad, Sam, y entre mis ojos y la rueda de
fuego no queda ningún velo. Hasta con los ojos abiertos empiezo a verlo ahora,
mientras todo lo demás se desvanece.
Sam se acercó y le
besó la mano. —Entonces, cuanto antes nos libremos de él, más pronto
descansaremos—dijo con la voz entrecortada, no encontrando palabras mejores—.
Con hablar no remediamos nada—murmuró para sus adentros, mientras recogía todos
los objetos que habían decidido abandonar. No le entusiasmaba la idea de
dejarlos allí, en medio de aquel páramo, expuestos a la vista de vaya a saber quién—.
Por lo que oí decir, el hediondo se birló una cota de orco, y ahora sólo falta
que complete sus avíos con una espada. Como si sus manos no fueran ya bastante
peligrosas cuando están vacías. ¡Y no permitiré que ande toqueteando mis
cacerolas! —Llevó entonces todos los utensilios a una de las muchas fisuras que
surcaban el terreno y los echó allí. El ruido que hicieron las preciosas
marmitas al caer en la oscuridad resonó en el corazón del hobbit como una
campanada fúnebre.
Regresó, y cortó un
trozo de la cuerda élfica para que Frodo se ciñera la capa gris alrededor del
talle. Enrolló con cuidado lo que quedaba y lo volvió a guardar en la mochila.
Aparte de la cuerda, sólo conservó los restos del pan del camino y la
cantimplora; y también a Dardo,
que aún le pendía del cinturón; y ocultos en un bolsillo de la túnica, junto a
su pecho, el frasco de Galadriel y la cajita que le había regalado la dama.
Y ahora por fin
emprendieron la marcha de cara a la montaña, ya sin pensar en ocultarse,
empeñados, a pesar de la fatiga y la voluntad vacilante, en el esfuerzo único
de seguir y seguir. En la penumbra de aquel día lóbrego, aún en aquella tierra
siempre alerta, pocos hubieran sido capaces de descubrir la presencia de los
hobbits, salvo a corta distancia. Entre todos los esclavos del Señor Oscuro,
sólo los nazgûl hubieran podido ponerlo en guardia contra el peligro que se
arrastraba, pequeño pero indomable, hacia el corazón mismo del bien resguardado
territorio. Pero los nazgûl y sus alas negras estaban ausentes del reino,
cumpliendo la misión que les había sido encomendada: la de acechar, muy lejos
de allí, la marcha de los capitanes del oeste, y hacia ellos se volvía el
pensamiento de la Torre Oscura.
Aquel día Sam creyó
ver en su amo una nueva fuerza, más de lo que podía justificar el aligeramiento
casi insignificante de la carga. Durante las primeras etapas progresaron más
rápidamente de lo que Sam se había atrevido a esperar. Aunque el terreno era
escabroso y hostil, avanzaron mucho, y la montaña se veía cada vez más próxima.
Pero con el correr del día, cuando la escasa luz empezó a declinar, Frodo
volvió a encorvarse, y a tropezar, como si el reiterado esfuerzo hubiese
consumido todas las energías que le quedaban.
En el último alto se
dejó caer y dijo:—Tengo sed, Sam. —Y no volvió a pronunciar palabra. Sam le
hizo beber un largo sorbo de agua; ahora en la botella quedaba sólo otro trago.
Sam no bebió, pero más tarde, cuando de nuevo cayó sobre ellos la noche de
Mordor, el recuerdo del agua se le apareció una y otra vez; y cada arroyuelo,
cada río, cada manantial que había visto en su vida, a la sombra verde de los
sauces o centelleante al sol, danzaba y se rizaba en la oscuridad, atormentándolo.
Sentía en los dedos de los pies la caricia refrescante del barro cuando
chapoteaba en el lago de Delagua con Alegre Coto y Tom y Nipo, y con la hermana
de ellos, Rosita. «Pero hace añares de esto», suspiró, «y tan lejos
de aquí. El camino de regreso, si lo hay pasa por la montaña».
No podía dormir, y
discutió consigo mismo. «Y bien, veamos, nos ha ido mejor de lo que
esperabas», dijo con firmeza. «En todo caso, fue un buen comienzo. Me
parece que hemos recorrido la mitad del camino, antes de detenernos. Un día
más, y asunto terminado.» Hizo una pausa.
«No seas tonto, Sam
Gamyi», se respondió con su propia voz. «Él no podrá continuar como
hasta ahora un día más, y eso si puede moverse. Y tampoco tú podrás seguir así
mucho tiempo, si le das a él toda el agua, y casi todo lo que queda para comer.»
«Todavía puedo
seguir un largo trecho, y lo haré.»
«¿Hasta dónde?»
«Hasta la montaña,
naturalmente.»
«¿Pero entonces,
Sam Gamyi, entonces qué? Cuando llegues allí ¿qué vas a hacer? El solo no podrá
conseguir nada.»
Sam comprendió
desconsolado que para esa pregunta no tenía respuesta. Frodo nunca le había
hablado mucho de la misión, y Sam sabía vagamente que de algún modo había que
arrojar el Anillo al fuego. «Las Grietas del Destino», murmuró, mientras
el viejo nombre le volvía a la memoria. «Pues bien, si el amo sabe cómo
encontrarlas, yo no lo sé.»
«¡Ahí lo tienes!»,
llegó la respuesta. «Todo es completamente inútil. Él mismo lo dijo. Tú eres
el tonto, tú que sigues afanándote, siempre con esperanzas. Hace días que
podías haberte echado a dormir junto a él, si no estuvieras tan emperrado. De
todos modos te espera la muerte, o algo peor aún. Tanto da que te acuestes ahora
y te des por vencido. Nunca llegarás a la cima.»
«Llegaré, aunque
deje todo menos los huesos por el camino. Y llevaré al señor Frodo a cuestas,
aunque me rompa el lomo y el corazón. ¡Así que basta de discutir!»
En aquel momento Sam
sintió temblar la tierra bajo sus pies y oyó o sintió un rumor prolongado,
profundo y remoto, como de un trueno prisionero en las entrañas de la tierra.
Una llama roja centelleó un instante por debajo de las nubes, y se extinguió.
También la montaña dormía intranquila.
Llegó la última etapa
del viaje al Orodruin, y fue un tormento mucho mayor que todo cuanto Sam se
había creído capaz de soportar. Se sentía enfermo y tenía la garganta tan
reseca que no podía tragar un solo bocado. La oscuridad no cambiaba, no sólo a
causa de los humos de la montaña: una tormenta parecía a punto de estallar, y a
lo lejos, en el sudeste, los relámpagos estriaban el cielo encapotado. Para colmo
de males el aire estaba impregnado de vapores; respirar era doloroso y difícil,
y aturdidos como estaban, tropezaban y caían con frecuencia. Aun así, no
cedían, y proseguían la penosa marcha.
La montaña crecía y
crecía, cada vez más cercana, tan cercana que cuando levantaban las pesadas
cabezas, no veían otra cosa que una enorme mole de ceniza y escoria y roca calcinada,
y en el centro un cono de flancos empinados que trepaba hasta las nubes. Antes
que la luz crepuscular de todo aquel día se extinguiera para dar paso a una
noche real, los hobbits habían llegado arrastrándose y tropezando a la base
misma de la montaña.
Frodo jadeó y se dejó
caer. Sam se sentó junto a él. Descubrió sorprendido que se sentía cansado pero
ligero, y la cabeza parecía habérsele despejado. Ya no le turbaban la mente
nuevas discusiones. Conocía todas las argucias de la desesperación, y no les
prestaba oídos. Estaba decidido, y sólo la muerte podría detenerlo. Ya no
sentía ni el deseo ni la necesidad de dormir, sino la de mantenerse alerta.
Sabía que ahora todos los azares y peligros convergían hacia un punto: el día
siguiente sería un día decisivo, el día del esfuerzo final o del desastre, el
último aliento.
Pero ¿cuándo llegaría?
La noche parecía interminable e intemporal; los minutos morían uno tras otro
para formar una hora que no traía ningún cambio. Sam se preguntó si aquello no
sería el comienzo de una nueva oscuridad, si la luz del día no reaparecería
nunca. Al fin buscó a tientas la mano de Frodo. Estaba fría y trémula. Frodo
tiritaba.
—Hice mal en abandonar
mi manta—murmuró Sam. Y acostándose en el suelo trató de abrigar y reconfortar
a Frodo con los brazos y el cuerpo. Luego el sueño lo venció, y la débil luz
del último día de la misión los encontró lado a lado. El viento había cesado el
día anterior, cuando empezaba a soplar del oeste, y ahora se levantaba otra
vez, no ya desde el oeste sino del norte; la luz de un sol invisible se filtró
en la sombra en que yacían los hobbits.
—¡Fuerza ahora! ¡El
último aliento!—dijo Sam mientras se incorporaba con dificultad. Se inclinó
sobre Frodo y lo despertó. Frodo gimió, pero con un gran esfuerzo logró ponerse
en pie; vaciló, y en seguida cayó de rodillas. Alzó los ojos a los flancos
oscuros del monte del Destino, y apoyándose sobre las manos empezó a
arrastrarse.
Sam, que lo observaba,
lloró por dentro, pero ni una sola lágrima le asomó a los ojos secos y
arrasados. —Dije que lo llevaría a cuestas aunque me rompiese el lomo—murmuró—¡y
lo haré!
»¡Venga, señor Frodo!—llamó—.
No puedo llevarlo por usted, pero puedo llevarlo a usted junto con él. ¡Vamos,
querido señor Frodo! Sam lo llevará a babuchas. Usted le dice por dónde, y él
irá.
Frodo se le colgó a la
espalda, echándole los brazos alrededor del cuello y apretando firmemente las
piernas; y Sam se enderezó, tambaleándose; y entonces notó sorprendido que la
carga era ligera. Había temido que las fuerzas le alcanzaran a duras penas para
alzar al amo, y que por añadidura tendrían que compartir el peso terrible y
abrumador del Anillo maldito. Pero no fue así. O Frodo estaba consumido por los
largos sufrimientos, la herida del puñal, la mordedura venenosa, las penas, y
el miedo y las largas caminatas a la intemperie, o él, Sam, era capaz aún de un
último esfuerzo: lo cierto es que levantó a Frodo con la misma facilidad con
que llevaba a horcajadas a algún hobbit niño cuando retozaba en los prados o
los henares de La Comarca. Respiró hondo y se puso en camino.
Habían llegado al pie
de la cara septentrional de la montaña, un poco hacia el oeste; allí los largos
flancos grises, aunque anfractuosos, no eran escarpados. Frodo no hablaba y Sam
avanzó como pudo, sin otro guía que la resolución inquebrantable de trepar lo
más alto posible antes que le flaquearan las fuerzas y la voluntad. Trepaba y
trepaba, doblando el cuerpo hacia uno u otro lado para atenuar la subida,
trastabillando con frecuencia, y ya al final arrastrándose como un caracol que
lleva a cuestas una pesada carga. Cuando la voluntad se negó a obedecerle, y
las piernas cedieron, se detuvo, y bajó con cuidado a su amo.
Frodo abrió los ojos y
aspiró una bocanada de aire. Aquí, lejos de los vapores que allá abajo flotaban
a la deriva y se retorcían en espirales, respirar era mucho más fácil. —Gracias,
Sam—dijo en un susurro entrecortado—. ¿Cuánto falta aún para llegar?
—No lo sé—respondió
Sam—, pues no sé en verdad a dónde vamos.
Volvió la cabeza, y
luego miró para arriba, y al ver el largo trecho que acababa de recorrer quedó
estupefacto. Vista desde abajo, solitaria y siniestra, la montaña le había
parecido más alta. Ahora veía que era menos elevada que las gargantas que él y
Frodo habían escalado en los Ephel Dúath. Los contrafuertes informes y dilapidados
de la enorme base se elevaban hasta unos tres mil pies [914 metros] por encima de la llanura, y sobre ellos, en
el centro, se erguía el cono central, que sólo tenía la mitad de aquella
altura, y que parecía un horno o una chimenea gigantesca coronada por un cráter
mellado. Pero ya Sam había subido hasta la mitad, y la llanura de Gorgoroth
apenas se veía, envuelta en humos y sombras. Y si la garganta reseca se lo
hubiese permitido, Sam habría dado un grito de triunfo al mirar hacia la
altura; porque allá arriba, entre las gibas y las estribaciones escabrosas,
acababa de ver claramente un sendero o camino. Trepaba como una cinta desde el
oeste, y serpeando alrededor de la montaña, y antes de desaparecer en un
recodo, llegaba a la base del cono en la cara occidental.
Sam no alcanzaba a ver
por dónde pasaba el camino directamente encima, pues una cuesta empinada lo
ocultaba a lo lejos; pero adivinaba que lo encontraría si era capaz de hacer un
último esfuerzo, y la esperanza volvió a él. Quizá pudiera aún conquistar la
montaña. «¡Hasta diría que lo han puesto a propósito!», se dijo. «Si ese
sendero no estuviera allí, ahora tendría que aceptar que he sido derrotado.»
El camino no había
sido construido a propósito para Sam. Él no lo sabía, pero aquel era el Camino
de Sauron, el que iba desde Barad-dûr hasta los Sammath Naur, los Recintos del
Fuego. Partía de la gran puerta occidental de la Torre Oscura, atravesaba por
un largo puente de hierro un abismo profundo, y se internaba luego en los
llanos; durante una legua [5 kilómetros] corría
entre dos precipicios humeantes y llegaba a un extenso terraplén empinado en el
flanco oriental. Desde allí, girando y enroscándose en la ancha cintura de la
montaña de norte a sur, trepaba por fin alrededor del cono, pero lejos aún de
la cima humeante, hasta una entrada oscura que miraba al este, a la ventana del
Ojo en la fortaleza envuelta en sombras de Sauron. La vorágine de los hornos de
la montaña obstruía o destruía el camino con frecuencia, y una tropa de orcos
trabajaba día y noche reparándolo y limpiándolo.
Sam respiró con
fuerza. Había un sendero, pero no sabía cómo escalaría la ladera que llevaba a
él. Ante todo, necesitaba aliviar la espalda dolorida. Se acostó un rato junto
a Frodo. Ninguno de los dos hablaba. La claridad crecía lentamente. De pronto
lo asaltó un sentimiento inexplicable de apremio, como si alguien le hubiese
gritado: ¡Ahora, ahora, o será demasiado tarde! Se incorporó. También
Frodo parecía haber sentido la llamada. Trató de ponerse de rodillas.
—Me arrastraré, Sam—jadeó.
Y así, palmo a palmo,
como pequeños insectos grises, reptaron cuesta arriba. Cuando llegaron al
sendero notaron que era ancho y que estaba pavimentado con cascajo y ceniza
apisonada. Frodo gateó hasta él, y luego, como de mala gana, giró con lentitud
sobre sí mismo para mirar al este. Las sombras de Sauron flotaban a lo lejos;
pero desgarradas por una ráfaga de algún viento del mundo, o movidas quizá por
una profunda desazón interior, las nubes envolventes ondularon y se abrieron un
instante; y entonces Frodo vio, negros, más negros y más tenebrosos que las
vastas sombras de alrededor, los pináculos crueles y la corona de hierro de la
torre más alta de Barad-dûr: espió un segundo apenas, pero fue como si desde
una ventana enorme e inconmensurablemente alta brotara una llama roja, un puñal
de fuego que apuntaba hacia el norte: el parpadeo de un Ojo escrutador y
penetrante; en seguida las sombras se replegaron y la terrible visión
desapareció. El Ojo no apuntaba hacia ellos: tenía la mirada fija en el norte,
donde se encontraban acorralados los capitanes del oeste; y en ellos
concentraba ahora el poder toda su malicia, mientras se preparaba a asestar el
golpe mortal; pero Frodo, ante aquella visión pavorosa, cayó como herido
mortalmente. La mano buscó a tientas la cadena alrededor del cuello.
Sam se arrodilló junto
a él. Débil, casi inaudible, escuchó la voz susurrante de Frodo: —¡Ayúdame,
Sam! ¡Ayúdame! ¡Detenme la mano! Yo no puedo hacerlo. —Sam le tomó las dos
manos y juntándolas, palma contra palma, las besó; y las retuvo entre las
suyas. De pronto, tuvo miedo. «¡Nos han descubierto!», se dijo «Todo
ha terminado, o terminará muy pronto. Sam Gamyi, este es el fin del fin.»
Levantó de nuevo a
Frodo, y sosteniéndole las manos apretadas contra su propio pecho, lo cargó una
vez más, con las piernas colgantes. Luego inclinó la cabeza, y echó a andar
cuesta arriba. El camino no era tan fácil de recorrer como le había parecido a
primera vista. Por fortuna, los torrentes de fuego que la montaña había
vomitado cuando Sam se encontraba en Cirith Ungol, se habían precipitado sobre
todo a lo largo de las laderas meridional y occidental, y de este lado el
camino no estaba obstruido, aunque sí desmoronado en muchos sitios, o
atravesado por largas y profundas fisuras. Luego de trepar hacia el este
durante un trecho, se replegaba sobre sí mismo en un ángulo cerrado, y
continuaba avanzando hacia el oeste. Allí, en la curva, lo cortaba un risco de
vieja piedra carcomida por la intemperie, vomitada en días remotos por los
hornos de la montaña. Jadeando bajo su carga, Sam volvió el recodo; y en el
momento mismo en que doblaba alcanzó a ver de soslayo algo que caía desde el
risco, algo que parecía ser un pedacito de roca negra que se hubiera
desprendido mientras él pasaba.
Sintió el golpe de un
peso repentino, y cayó de bruces, lastimándose el dorso de las manos, que aún
sujetaban las de Frodo. Entonces comprendió lo que había pasado, porque por
encima de él, mientras yacía en el suelo, oyó una voz que odiaba.
—¡Amo malvado!—siseó
la voz—. ¡Amo malvado que nos traiciona; traiciona a Sméagol, gollum. No
tiene que ir en esta dirección. No tiene que dañar el Tesoro. ¡Dáselo a
Sméagol, dáselo a nosotros! ¡Dáselo a nosotros!
De un tirón violento,
Sam se levantó y desenvainó a Dardo;
pero no pudo hacer nada. Gollum y Frodo estaban en el suelo, trabados en lucha.
De bruces sobre Frodo, Gollum manoteaba, tratando de aferrar la cadena y el
Anillo. Aquello, un ataque, una tentativa de arrebatarle por la fuerza el Tesoro,
era quizá lo único que podía avivar las ascuas moribundas en el corazón y en la
voluntad de Frodo. Se debatía con una furia repentina que dejó atónito a Sam, y
también a Gollum. Sin embargo, el desenlace habría sido quizá muy diferente, si
Gollum hubiera sido la criatura de antes; pero los senderos tormentosos que
había transitado, solo, hambriento y sin agua, impulsado por una codicia
devoradora y un miedo aterrador, habían dejado en él huellas lastimosas. Estaba
flaco, consumido y macilento, todo piel y huesos. Una luz salvaje le ardía en
los ojos pero ya la fuerza de los pies y las manos no respondía como antes a la
malicia de la criatura. Frodo se desembarazó de él de un empujón, y se levantó
temblando.
—¡Al suelo, al suelo!—jadeó,
mientras apretaba la mano contra el pecho para aferrar el Anillo bajo el
justillo de cuero—. ¡Al suelo, criatura rastrera, apártate de mi camino! Tus
días están contados. Ya no puedes traicionarme ni matarme.
Entonces, como le
sucediera ya una vez a la sombra de los Emyn Muil, Sam vio de improviso con
otros ojos a aquellos dos adversarios. Una figura acurrucada, la sombra pálida
de un ser viviente, una criatura destruida y derrotada, y poseída a la vez por
una codicia y una furia monstruosa; y ante ella, severa, insensible ahora a la
piedad, una figura vestida de blanco, que lucía en el pecho una rueda de fuego.
Y del fuego brotó imperiosa una voz.
—¡Vete, no me atormentes
más! ¡Si me vuelves a tocar, serás arrojado al Fuego del Destino!
La forma acurrucada
retrocedió; los ojos contraídos reflejaban terror, pero también un deseo
insaciable.
Entonces la visión se
desvaneció, y Sam vio a Frodo de pie, la mano sobre el pecho, respirando
afanoso, y a Gollum de rodillas a los pies de su amo, las palmas abiertas
apoyadas en el suelo.
—¡Cuidado!—gritó Sam—.
¡Va a saltar!—Dio un paso adelante, blandiendo la espada. —¡Pronto, señor!—jadeó—.
¡Siga adelante! ¡Adelante! No hay tiempo que perder. Yo me encargo de él.
¡Adelante!
—Sí, tengo que seguir
adelante—dijo Frodo. Frodo
miró a Sam como a alguien que estuviese ahora muy lejos. —¡Adiós, Sam! Este es el fin. En el monte del Destino se
cumplirá el destino. ¡Adiós! —Dio media vuelta, y lento pero erguido echó a andar por el sendero
ascendente.
—¡Ahora!—dijo Sam—.
¡Por fin puedo arreglar cuentas contigo!—Saltó hacia delante, con la espada
pronta para la batalla. Pero Gollum no reaccionó. Se dejó caer en el suelo cuan
largo era, y se puso a lloriquear.
—No mates a nosssotros—gimió—.
No lassstimes a nosssotros con el horrible y cruel acero. ¡Déjanosss vivir,
sssí, déjanosss vivir sólo un poquito más! ¡Perdidos perdidos! Essstamos
perdidos. Y cuando el Tesssoro desaparezca, nosssotros moriremos, sssí,
moriremos en el polvo. —Con los largos dedos descarnados manoteó un puñado de
cenizas. —¡Sssí!—siseó—, ¡en el polvo!
La mano de Sam
titubeó. Ardía de cólera, recordando pasadas felonías. Matar a aquella criatura
pérfida y asesina sería justo: se lo había merecido mil veces; y además,
parecía ser la única solución segura. Pero en lo profundo del corazón, algo
retenía a Sam: no podía herir de muerte a aquel ser desvalido, deshecho,
miserable que yacía en el polvo. Él, Sam, había llevado el Anillo, sólo por
poco tiempo, pero ahora imaginaba oscuramente la agonía del desdichado Gollum,
esclavizado al Anillo en cuerpo y alma, abatido, incapaz de volver a conocer en
la vida paz y sosiego. Pero Sam no tenía palabras para expresar lo que sentía.
—¡Maldita criatura
pestilente!—dijo—. ¡Vete de aquí! ¡Lárgate! No me fío de ti, no, mientras te
tenga lo bastante cerca como para darte un puntapié; pero lárgate. De lo
contrario te lastimaré, sí, con el horrible y cruel acero.
Gollum se levantó en
cuatro patas y retrocedió varios pasos, y de improviso, en el momento en que
Sam amenazaba un puntapié, dio media vuelta y echó a correr sendero abajo. Sam
no se ocupó más de él. De pronto se había acordado de Frodo. Escudriñó la
cuesta y no alcanzó a verlo. Corrió arriba, trepando. Si hubiera mirado para
atrás, habría visto a Gollum que un poco más abajo daba otra vez media vuelta,
y con una luz de locura salvaje en los ojos, se arrastraba veloz pero cauto,
detrás de Sam: una sombra furtiva entre las piedras.
El sendero continuaba
en ascenso. Un poco más adelante describía una nueva curva, y luego de un
último tramo hacia el este, entraba en un saliente tallado en la cara del cono,
y llegaba a una puerta sombría en el flanco de la montaña, la puerta de los
Sammath Naur. Subiendo ahora hacia el sur a través de la bruma y la humareda,
el sol ardía amenazante, un disco borroso de un rojo casi lívido; y Mordor
yacía como una tierra muerta alrededor de la montaña, silencioso, envuelto en
sombras, a la espera de algún golpe terrible.
Sam fue hasta la boca
de la cavidad y se asomó a escudriñar. Estaba a oscuras y exhalaba calor, y un
rumor profundo vibraba en el aire. —¡Frodo! ¡Mi amo!—llamó. No hubo respuesta.
Sintiendo que el miedo le encogía el corazón, aguardó un momento, y luego se
precipitó a la cavidad. Una sombra se escurrió detrás de él.
Al principio no vio
nada. Sacó una vez más el frasco de Galadriel, pero estaba pálido y frío en la
mano temblorosa, y en aquella oscuridad asfixiante no emitía ninguna luz. Sam
había penetrado en el corazón del reino de Sauron y en las fraguas de su
antiguo poderío, el más omnipotente de la Tierra Media, que subyugara a todos
los otros poderes. Había avanzado unos pasos temerosos e inciertos en la
oscuridad, cuando un relámpago rojo saltó de improviso, y se estrelló contra el
techo negro y abovedado. Sam vio entonces que se encontraba en una caverna
larga o en una galería perforada en el cono humeante de la montaña. Un poco más
adelante el pavimento y las dos paredes laterales estaban atravesados por una
profunda fisura, y de ella brotaba el resplandor rojo, que de pronto trepaba en
una súbita llamarada, de pronto se extinguía abajo, en la oscuridad; desde los
abismos subía un rumor y una conmoción, como de máquinas enormes que golpearan
y trabajaran.
La luz volvió a
saltar, y allí, al borde del abismo de pie delante de la Grieta del Destino,
vio a Frodo, negro contra el resplandor, tenso, erguido pero inmóvil, como si
fuera de piedra.
—¡Amo!—gritó Sam.
Entonces Frodo pareció
despertar, y habló con una voz clara, una voz límpida y potente que Sam no le
conocía, y que se alzó sobre el tumulto y los golpes del monte del Destino, y
retumbó en el techo y las paredes de la caverna.
—He llegado—dijo—.
Pero ahora no decido hacer lo que he venido a hacer. No lo haré. ¡El Anillo es
mío!—Y de pronto se lo puso en el dedo, y desapareció de la vista de Sam. Sam
abrió la boca y jadeó, pero no llegó a gritar, porque en aquel instante
ocurrieron muchas cosas.
Algo le asestó un
violento golpe en la espalda, que lo hizo volar piernas arriba y caer a un
costado, de cabeza contra el pavimento de piedra, mientras una forma oscura saltaba
por encima de él. Se quedó tendido allí un momento, y luego todo fue oscuridad.
Y allá lejos, mientras
Frodo se ponía el Anillo y lo reclamaba para él, hasta en los Sammath Naur, el
corazón mismo del reino de Sauron, el poder de Barad-dûr se estremecía, y la torre
temblaba desde los cimientos hasta la cresta fiera y orgullosa. El Señor Oscuro
comprendió de pronto que Frodo estaba allí, y el Ojo, capaz de penetrar en
todas las sombras, escrutó a través de la llanura hasta la puerta que él había
construido; y la magnitud de su propia locura le fue revelada en un relámpago
enceguecedor, y todos los ardides del enemigo quedaron por fin al desnudo. Y la
ira ardió en él con una llama devoradora, y el miedo creció como un inmenso
humo negro, sofocándolo. Pues conocía ahora qué peligro mortal lo amenazaba, y
el hilo del que pendía su destino.
Y al abandonar de
pronto todos los planes y designios, las redes de miedo y perfidia, las
estratagemas y las guerras, un estremecimiento sacudió al reino entero, de uno
a otro confín; y los esclavos se encogieron, y los ejércitos suspendieron la
lucha, y los capitanes, de pronto sin guía, privados de voluntad, temblaron y
desesperaron. Porque habían sido olvidados. La mente y los afanes del poder que
los conducía se concentraban ahora con una fuerza irresistible en la montaña.
Convocados por él, remontándose con un grito horripilante, en una última
carrera desesperada, más raudos que los vientos volaron los nazgûl, los espectros
del Anillo, y en medio de una tempestad de alas se precipitaron al sur, hacia
el monte del Destino.
Sam se levantó. Se
sentía aturdido, y la sangre que le manaba de la cabeza le oscurecía la vista.
Avanzó a tientas, y de pronto se encontró con una escena terrible y extraña.
Gollum en el borde del abismo luchaba frenéticamente con un adversario invisible.
Se balanceaba de un lado a otro, tan cerca del borde que por momentos parecía
que iba a despeñarse; retrocedía, se caía, se levantaba y volvía a caer. Y
siseaba sin cesar, pero no decía nada.
Los fuegos del abismo
despertaron iracundos, la luz roja se encendió en grandes llamaradas, y un
resplandor incandescente llenó la caverna. Y de pronto Sam vio que las largas
manos de Gollum subían hasta la boca; los blancos colmillos relucieron y se
cerraron con un golpe seco al morder. Frodo lanzó un grito, y apareció, de
rodillas en el borde del abismo. Pero Gollum bailaba desenfrenado, y levantaba
en alto el Anillo, con un dedo todavía ensartado en el aro. Y ahora brillaba
como si en verdad lo hubiesen forjado en fuego vivo.
—¡Tesssoro, tesssoro,
tesssoro!—gritaba Gollum—. ¡Mi tesssoro! ¡Oh mi Tesssoro!—Y entonces, mientras
alzaba los ojos para deleitarse en el botín, dio un paso de más, se tambaleó un
instante en el borde, y luego, con un alarido, se precipitó en el vacío. Desde
los abismos llegó su último lamento ¡Tesssoro! y desapareció para
siempre.
Hubo un rugido y una
gran confusión de ruidos. Las llamas brincaron y lamieron el techo. Los golpes
aumentaron y se convirtieron en un tumulto, y la montaña tembló. Sam corrió
hacia Frodo, lo levantó y lo llevó en brazos hasta la puerta. Y allí, en el
oscuro umbral de los Sammath Naur, allá arriba, lejos, muy lejos de las
llanuras de Mordor, quedó de pronto inmóvil de asombro y de terror, y
olvidándose de todo miró en torno, como petrificado.
Tuvo una visión fugaz
de nubes turbulentas, en medio de las cuales se erguían torres y murallas altas
como colinas, levantadas sobre el poderoso trono de la montaña por encima de
fosos insondables; vastos patios y mazmorras, y prisiones de muros ciegos y
verticales como acantilados, y puertas entreabiertas de acero y adamante; y de
pronto todo desapareció. Se desmoronaron las torres y se hundieron las
montañas; los muros se resquebrajaron, derrumbándose en escombros; trepó el
humo en espirales, y unos grandes chorros de vapor se encresparon,
estrellándose como la cresta impetuosa de una ola, para volcarse en espuma
sobre la tierra. Y entonces, por fin, llegó un rumor sordo y prolongado que
creció y creció hasta transformarse en un estruendo y en un estrépito
ensordecedor; tembló la tierra, la llanura se hinchó y se agrietó, y el
Orodruin vaciló. Y por la cresta hendida vomitó ríos de fuego. Estriados de
relámpagos, atronaron los cielos. Restallando como furiosos latigazos, cayó un
torrente de lluvia negra. Y al corazón mismo de la tempestad, con un grito que
traspasó todos los otros ruidos, desgarrando las nubes, llegaron los nazgûl; y
atrapados como dardos incandescentes en la vorágine de fuego de las montañas y
los cielos, crepitaron, se consumieron, y desaparecieron.
—Y bien, éste es el
fin, Sam Gamyi—dijo una voz junto a Sam. Y allí estaba Frodo, pálido y
consumido, pero otra vez él, y ahora había paz en sus ojos: no más locura, ni
lucha interior, ni miedos. Ya no llevaba la carga consigo. Era ahora el querido
amo de los dulces días de La Comarca.
—¡Mi amo!—gritó Sam, y
cayó de rodillas. En medio de todo aquel mundo en ruinas, por el momento sólo
sentía júbilo, un gran júbilo. El fardo ya no existía. El amo se había salvado
y era otra vez Frodo, el Frodo de siempre, y estaba libre. De pronto Sam reparó
en la mano mutilada y sangrante.
—¡Oh, esa mano de
usted!—exclamó—. Y no tengo nada con que aliviarla o vendarla. Con gusto le
habría cedido a cambio una de las mías. Pero ahora se ha ido, se ha ido para
siempre.
—Sí—dijo Frodo—. Pero
¿recuerdas las palabras de Gandalf? Hasta Gollum puede tener aún algo que
hacer. Si no hubiera sido por él, Sam, yo no habría podido destruir el
Anillo. Y el amargo viaje habría sido en vano, justo al fin. ¡Entonces,
perdonémoslo! Pues la misión ha sido cumplida, y todo ha terminado. Me hace
feliz que estés aquí conmigo. Aquí al final de todas las cosas, Sam.
LX.EL CAMPO DE CORMALLEN
EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO IV
El océano embravecido
de los ejércitos de Mordor inundaba las colinas. Los capitanes del oeste
empezaban a zozobrar bajo la creciente marejada. El sol rojo, ardía, y bajo las
alas de los nazgûl las sombras negras de la muerte se proyectaban sobre la
tierra. Aragorn, erguido al pie de su estandarte, silencioso y severo, parecía
abismado en el recuerdo de cosas remotas; pero los ojos le resplandecían, como
las estrellas que brillan más cuanto más profunda y oscura es la noche. En lo
alto de la colina estaba Gandalf, blanco y frío, y sobre él no caía sombra
alguna. El asalto de Mordor rompió como una ola sobre los montes asediados, y
las voces rugieron como una marea tempestuosa en medio de la zozobra y el
fragor de las armas.
De pronto, como
despertado por una visión súbita, Gandalf se estremeció; y volviendo la cabeza
miró hacia el norte, donde el cielo estaba pálido y luminoso. Entonces levantó
las manos y gritó con una voz poderosa que resonó por encima del estrépito: —¡Llegan
las águilas! —Y muchas voces respondieron, gritando: —¡Llegan las águilas!
¡Llegan las águilas! —Los de Mordor levantaron la vista, preguntándose qué
podía significar aquella señal.
Y vieron venir a
Gwaihir el señor de los vientos, y a su hermano Landroval, las más grandes de
todas las águilas del norte, los descendientes más poderosos del viejo
Thorondor, aquel que en los tiempos en que la Tierra Media era joven, construía
sus nidos en los picos inaccesibles de las montañas Circundantes. Detrás de las
águilas, rápidas como un viento creciente, llegaban en largas hileras todos los
vasallos de las montañas del norte. Y desplomándose desde las altas regiones
del aire, se lanzaron sobre los nazgûl, y el batir de las grandes alas era como
el rugido de un huracán.
Pero los nazgûl,
respondiendo a la súbita llamada de un grito terrible en la Torre Oscura,
dieron media vuelta, y huyeron, desvaneciéndose en las tinieblas de Mordor; y
en el mismo instante todos los ejércitos de Mordor se estremecieron, la duda
oprimió los corazones; enmudecieron las risas, las manos temblaron, los
miembros flaquearon. El poder que los conducía, que los alimentaba de odio y de
furia, vacilaba; ya su voluntad no estaba con ellos; y al mirar a los ojos a
los enemigos, vieron allí una luz de muerte, y tuvieron miedo.
Entonces todos los capitanes
del oeste prorrumpieron en gritos, porque en medio de tanta oscuridad una nueva
esperanza henchía los corazones. Y desde las colinas sitiadas los caballeros de
Gondor, los jinetes de Rohan, los dúnedain del norte, compañías compactas de
valientes guerreros, se precipitaron sobre los adversarios vacilantes,
abriéndose paso con el filo implacable de las lanzas. Pero Gandalf alzó los
brazos y una vez más los exhortó con voz clara.
—¡Deteneos, hombres
del oeste! ¡Deteneos y esperad! Ha sonado la hora del destino.
Y aún mientras
pronunciaba estas palabras, la tierra se estremeció bajo los pies de los
hombres, una vasta oscuridad llameante invadió el cielo, y se elevó por encima
de las torres de la Puerta Negra, más alta que las montañas. Tembló y gimió la
tierra. Las Torres de los Dientes se inclinaron, vacilaron un instante y se
desmoronaron; en escombros se desplomó la poderosa muralla; la Puerta Negra
saltó en ruinas, y desde muy lejos, ora apagado, ora creciente, trepando hasta
las nubes, se oyó un tamborileo sordo y prolongado, un estruendo, los largos
ecos de un redoble de destrucción y ruina.
—¡El reino de Sauron
ha sucumbido!—dijo Gandalf—. El Portador del Anillo ha cumplido la misión. —Y
al volver la mirada hacia el sur, hacia el país de Mordor, los capitanes creyeron
ver, negra contra el palio de las nubes, una inmensa forma de sombra
impenetrable, coronada de relámpagos, que invadía toda la bóveda del cielo; se
desplegó gigantesca sobre el mundo, y tendió hacia ellos una gran mano
amenazadora, terrible pero impotente: porque en el momento mismo en que
empezaba a descender, un viento fuerte la arrastró y la disipó; y siguió un
silencio profundo.
Los capitanes del oeste
bajaron entonces las cabezas; y cuando las volvieron a alzar he aquí que los
enemigos se dispersaban en fuga y el poder de Mordor se deshacía como polvo en
el viento. Así como las hormigas que cuando ven morir a la criatura despótica y
malévola que las tiene sometidas en la colina pululante, echan a andar sin meta
ni propósito, y se dejan morir, así también las criaturas de Sauron, orcos y troles,
y bestias hechizadas, corrían despavoridas de un lado a otro; y algunas se
dejaban morir o se mataban entre ellas, otras se arrojaban a los fosos, o huían
gimiendo a esconderse en agujeros oscuros, lejos de toda esperanza. Pero los
hombres de Rhûn y de Harad, los del este y los sureños, viendo la gran majestad
de los capitanes del oeste, daban ya por perdida la guerra. Y los que por más
largo tiempo habían estado al servicio de Mordor, los que más se habían sometido
a aquella servidumbre, aquellos que odiaban al oeste, y eran aún arrogantes y
temerarios, se unieron decididos a dar una última batalla desesperada. Pero los
demás huían hacia el este; y algunos arrojaban las armas e imploraban
clemencia.
Entonces Gandalf,
dejando la conducción de la batalla en manos de Aragorn y de los otros
capitanes, llamó desde la colina; y la gran águila Gwaihir, el señor de los vientos,
descendió y se posó a los pies del mago.
—Dos veces me has
llevado ya en tus alas, Gwaihir, amigo mío—dijo Gandalf—. Esta será la tercera
y la última, si tú quieres. No seré una carga mucho más pesada que cuando me
recogiste en Zirakzigil, donde ardió y se consumió mi vieja vida.
—A donde tú me
pidieras te llevaría—respondió Gwaihir—, aunque fueses de piedra.
—Vamos, pues, y que tu
hermano nos acompañe, junto con otro de tus vasallos más veloces. Es menester
que volemos más raudos que todos los vientos, superando a las alas de los nazgûl.
—Sopla el viento del norte—dijo
Gwaihir—, pero lo venceremos. —Y levantó a Gandalf y voló rumbo al sur, seguido
por Landroval, y por el joven y veloz Meneldor. Y volando pasaron sobre Udûn y
Gorgoroth, y vieron toda la tierra destruida y en ruinas, y ante ellos el monte
del Destino, que humeaba y vomitaba fuego.
—Me hace feliz que
estés aquí conmigo—dijo Frodo—. Aquí al final de todas las cosas, Sam.
—Sí, estoy con usted,
mi amo—dijo Sam, con la mano herida de Frodo suavemente apretada contra el
pecho—. Y usted está conmigo. Y el viaje ha terminado. Pero después de haber
andado tanto, no quiero aún darme por vencido. No sería yo, si entiende lo que
le quiero decir.
—Tal vez no, Sam—dijo
Frodo—, pero así son las cosas en el mundo. La esperanza se desvanece. Se
acerca el fin. Ahora sólo nos queda una corta espera. Estamos perdidos en medio
de la ruina y de la destrucción, y no tenemos escapatoria.
—Bueno, mi amo, de
todos modos podríamos alejarnos un poco de este lugar tan peligroso, de esta
Grieta del Destino, si así se llama. ¿No le parece? Venga, señor Frodo, bajemos
al menos al pie de este sendero.
—Está bien, Sam, si
ése es tu deseo, yo te acompañaré—dijo Frodo; y se levantaron y lentamente
bajaron la cuesta sinuosa; y cuando llegaban al vacilante pie de la montaña,
los Sammath Naur escupieron un chorro de vapor y humo y el flanco del cono se
resquebrajó, y un vómito enorme e incandescente rodó en una cascada lenta y
atronadora por la ladera oriental de la montaña.
Frodo y Sam no
pudieron seguir avanzando. Las últimas energías del cuerpo y de la mente los
abandonaban con rapidez. Se habían detenido en un montículo de cenizas al pie
de la montaña; y desde allí no había ninguna vía de escape. Ahora era como una
isla, pero no resistiría mucho tiempo más, en medio de los estertores del Orodruin.
La tierra se agrietaba por doquier, y de las fisuras y de los pozos insondables
saltaban cataratas de humo y de vapores. Detrás, la montaña se contraía
atormentada. Grandes heridas rojas se abrían en los flancos, mientras ríos de
fuego descendían lentos hacia ellos. No tardarían mucho en sepultarlos. Caía
una lluvia de ceniza incandescente.
Ahora estaban de pie,
inmóviles; Sam, que aún sostenía la mano de Frodo, se la acarició. Luego
suspiró. —Qué cuento hemos vivido, señor Frodo, ¿no le parece?—dijo—. ¡Me
gustaría tanto oírlo! ¿Cree que dirán: Y aquí empieza la Historia de Frodo
Nuevededos y el Anillo del Destino? Y entonces se hará un gran silencio,
como cuando en Rivendel nos relataban la Historia de Beren el Manco y las
Tres Joyas. ¡Cuánto me gustaría escucharla! Y cómo seguirá, me pregunto,
después de nuestra parte.
Pero mientras hablaba
así, para alejar el miedo hasta el final, la mirada de Sam se perdía en el
norte, y el ojo del huracán, allí donde el cielo distante aparecía límpido,
pues un viento frío, que ahora soplaba como un vendaval, disipaba la oscuridad
y la ruina de las nubes.
Y así fue como los vio
desde lejos la mirada de largo alcance de Gwaihir, cuando llevada por el viento
huracanado, y desafiando el peligro de los cielos, volaba en círculos altos:
dos figuras diminutas y oscuras, desamparadas, de pie sobre una pequeña colina,
y tomadas de la mano mientras alrededor el mundo agonizaba jadeando y
estremeciéndose, y rodeadas por torrentes de fuego que se les acercaban. Y en
el momento en que los descubrió y bajaba hacia ellos, los vio caer, exhaustos,
o asfixiados por el calor y las exhalaciones, o vencidos al fin por la
desesperación, tapándose los ojos para no ver llegar la muerte.
Yacían en el suelo,
lado a lado; y Gwaihir descendió y se posó junto a ellos; y detrás de él
llegaron Landroval y el veloz Meneldor; y como en un sueño, sin saber qué
destino les había tocado, los viajeros fueron recogidos y llevados fuera, lejos
de las tinieblas y los fuegos.
Cuando despertó, Sam
notó que estaba acostado en un lecho mullido, pero sobre él se mecían levemente
grandes ramas de abedul, y la luz verde y dorada del sol se filtraba a través
del follaje. Todo el aire era una mezcla de fragancias dulces.
Recordaba aquel
perfume: los aromas de Ithilien. «¡Córcholis!», murmuró. «¿Por cuánto tiempo
habré dormido?» Pues aquella fragancia lo había transportado al día que
encendiera la pequeña fogata al pie del barranco soleado, y por un instante
todo lo que ocurrió después se le había borrado de la memoria. Se desperezó.
«¡Qué sueño he tenido!» murmuró. «¡Qué alegría haberme despertado!» Se sentó y
vio junto a él a Frodo, que dormía apaciblemente, una mano bajo la cabeza, la
otra apoyada en la manta: la derecha, y le faltaba el dedo anular de la mano
derecha.
Recordó todo de
pronto, y gritó: —¡No era un sueño! ¿Entonces, dónde estamos?
Y una voz suave
respondió detrás de él: —En la tierra de Ithilien, al cuidado del rey, que os
espera. —Y al decir eso, Gandalf apareció ante él vestido de blanco, y la barba
le resplandecía como nieve al centelleo del sol en el follaje. —Y bien, señor
Samsagaz, ¿cómo se siente usted?—dijo.
Pero Sam se volvió a
acostar y lo miró boquiabierto, con los ojos agrandados por el asombro, y por
un instante, entre el estupor y la alegría, no pudo responder. Al fin exclamó: —¡Gandalf!
¡Creía que estaba muerto! Pero yo mismo creía estar muerto. ¿Acaso todo lo
triste era irreal? ¿Qué ha pasado en el mundo?
—Una gran Sombra ha desaparecido—dijo
Gandalf, y rompió a reír, y aquella risa sonaba como una música, o como agua
que corre por una tierra reseca; y al escucharla Sam se dio cuenta de que hacía
muchos días que no oía una risa verdadera, el puro sonido de la alegría. Le
llegaba a los oídos como un eco de todas las alegrías que había conocido. Pero
él, Sam, se echó a llorar. Luego, como una dulce llovizna que se aleja llevada
por un viento de primavera, las lágrimas cesaron, y se rio, y riendo saltó del
lecho.
—¿Que cómo me siento?—exclamó—.
Bueno, no tengo palabras. Me siento, me siento... —agitó los brazos en el aire—...
me siento como la primavera después del invierno y el sol sobre el follaje; ¡y
como todas las trompetas y las arpas y todas las canciones que he escuchado en
mi vida!—Calló y miró a su amo. —Pero, ¿cómo está el señor Frodo?—dijo—. ¿No es
terrible lo que le ha sucedido en la mano? Aunque espero que por lo demás se
encuentre bien. Ha pasado momentos muy crueles.
—Sí, por lo demás
estoy muy bien—dijo Frodo, mientras se sentaba y se echaba a reír también él—.
Me dormí de nuevo mientras esperaba a que tú despertaras, dormilón. Yo desperté
temprano, y ahora ha de ser casi el mediodía.
—¿Mediodía?—dijo Sam,
tratando de echar cuentas—. ¿De qué día?
—El decimocuarto del
Año Nuevo—dijo Gandalf—, o si lo prefieres, el octavo día de abril según el calendario
de La Comarca. Pero en adelante el Año Nuevo siempre comenzará en Gondor el
veinticinco de marzo, el día en que cayó Sauron, el mismo en que fuisteis
rescatados del fuego y traídos aquí, a que el rey os curara. Porque es él quien
os ha curado y ahora os espera. Comeréis y beberéis con él. Cuando estéis
prontos os llevaré a verlo.
—¿El rey?—dijo Sam—.
¿Qué rey? ¿Y quién es?
—El rey de Gondor y soberano
de las Tierras Occidentales—dijo Gandalf—, que ha recuperado todo su antiguo
reino. Pronto irá a su coronación, pero os espera a vosotros.
—¿Qué nos pondremos?—dijo
Sam, porque no veía más que las ropas viejas y andrajosas con que habían
viajado, dobladas en el suelo al pie de los lechos.
—Las ropas que habéis
usado durante el viaje a Mordor—dijo Gandalf—. Hasta los harapos de orcos con
que te disfrazaste en la Tierra Tenebrosa serán conservados, Frodo. No puede
haber sedas ni linos ni armaduras ni blasones dignos de más altos honores.
Luego quizás os consiga otros atavíos.
Y extendió hacia ellos
las manos y vieron que una le resplandecía, envuelta en luz. —¿Qué tienes ahí?—exclamó
Frodo—. ¿Es posible que sea...?
—Sí, os he traído
vuestros dos tesoros. Los tenía Sam, cuando fuisteis rescatados. Los regalos de
la dama Galadriel: el frasco, Frodo, y la cajita, Sam. Os alegrará tenerlos de
nuevo.
Una vez lavados y
vestidos, y después de un ligero refrigerio, los hobbits siguieron a Gandalf.
Salieron del bosquecillo de abedules donde habían dormido, y cruzaron un largo
prado verde que relucía al sol, flanqueado de árboles majestuosos de oscuro
follaje y cargados de flores rojas. A espaldas de ellos canturreaba una cascada,
y un arroyo corría adelante, entre riberas florecidas, y en el linde del prado
se internaba en un bosque frondoso y pasaba luego bajo una arcada de árboles, y
entre ellos y a lo lejos centelleaba el agua.
Al llegar al claro del
bosque les sorprendió ver unos caballeros de armadura brillante y unos guardias
altos engalanados de negro y de plata que los saludaban con respetuosas y
profundas reverencias. Se oyó un largo toque de trompeta, y siguieron avanzando
por la alameda, a la vera de las aguas cantarinas. Y llegaron a un amplio campo
verde, y más allá corría un río ancho en cuyo centro asomaba un islote boscoso
con numerosas naves ancladas en las costas. Pero en ese campo se había
congregado un gran ejército, en filas y compañías que resplandecían al sol. Y
al ver llegar a los hobbits desenvainaron las espadas y agitaron las lanzas; y
resonaron las trompetas y los cuernos, y muchas voces gritaron en muchas
lenguas:
¡Vivan los medianos! ¡Alabados sean con grandes alabanzas!
Cuio y Pheriain anann! Aglar ni Pheriannath!
¡Alabados sean con grandes alabanzas, Frodo y Samsagaz!
Daur a Berhael, Conin en Annün! Eglerio!
¡Alabados sean!
Eglerio!
A laita te, laita te! Andave laituvalmet!
¡Alabados sean!
Cormacolindor, a laite tárienna!
¡Alabados sean! ¡Alabados sean con grandes alabanzas los Portadores
del Anillo![26]
Y así, arreboladas las
mejillas por la sangre roja, con los ojos brillantes de asombro, Frodo y Sam
continuaron avanzando y vieron, en medio de la hueste clamorosa, tres altos
sitiales de hierba verde. Sobre el sitial de la derecha, blanco sobre verde,
flameando al viento, un gran corcel galopaba en libertad; sobre el de la
izquierda se alzaba un estandarte, y en él una nave de plata con la proa en
forma de cisne surcaba un mar azul. Pero sobre el trono del centro, el más
elevado, flotaba un gran estandarte, y en él, sobre un campo de sable, nimbado
por una corona resplandeciente de siete estrellas, florecía un árbol blanco. Y
en el trono estaba sentado un hombre vestido con una cota de malla; no usaba yelmo,
pero en sus rodillas descansaba una espada larga. Y al ver que llegaban los
hobbits se puso en seguida de pie. Y entonces lo reconocieron, cambiado como
estaba, tan alto y alegre de semblante, majestuoso, soberano de los hombres,
oscuro el cabello, grises los ojos.
Frodo le corrió al
encuentro, y Sam lo siguió. —Bueno, si esto parece de veras el colmo de los
colmos—exclamó—. ¡Trancos! ¿O acaso estoy soñando todavía?
—Sí, Sam, Trancos—dijo
Aragorn—. Qué lejana está Bree, ¿no es verdad?, donde dijiste que no te gustaba
mi aspecto. Largo ha sido el camino para todos, pero a vosotros os ha tocado
recorrer el más oscuro.
Y entonces, ante la
profunda sorpresa y turbación de Sam, hincó ante ellos la rodilla; y tomándolos
de la mano, a Frodo con la diestra y a Sam con la siniestra, los condujo hasta
el trono, y luego de hacerlos sentar en él, se volvió a los hombres y a los capitanes
que estaban cerca, y habló con voz fuerte para que la hueste entera pudiese
escucharlo:
—¡Alabados sean con
grandes alabanzas!
Se alzaron los
clamores de júbilo, y cuando se acallaron de nuevo, como para dar a Sam un
momento de satisfacción total y pura alegría, un juglar de Gondor se adelantó
y, arrodillándose, pidió permiso para cantar. Y he aquí lo que dijo:
—¡Escuchad, señores y
caballeros y hombres de valor sin tacha, reyes y príncipes, y leal pueblo de
Gondor; y jinetes de Rohan, y vosotros, hijos de Elrond, y los dúnedain del norte,
y elfo y enano, y nobles corazones de La Comarca, y de todos los pueblos libres
del oeste! Escuchad ahora mi lay. Porque he venido a cantar para
vosotros la Balada de Frodo Nuevededos y el Anillo del Destino.
Y Sam al oírlo estalló
en una carcajada de puro regocijo, y se levantó y gritó: —¡Oh gloria y esplendor! ¡Todos
mis deseos se ven realizados!—Y lloró.
Y el ejército en pleno
reía y lloraba, y en medio del júbilo y de las lágrimas se elevó la voz límpida
de oro y plata del juglar, y todos enmudecieron. Y cantó para ellos, en lengua
élfica y en las lenguas del oeste, hasta que los corazones, traspasados por la
dulzura de las palabras, se desbordaron; y la alegría de todos centelleó como
espadas, y los pensamientos se elevaron hasta las regiones donde el dolor y la
felicidad fluyen juntos y las lágrimas son el vino de la ventura.
Y por fin, cuando el
sol descendía del cénit y alargaba las sombras de los árboles, el juglar terminó
su canción: —¡Alabados sean con grandes alabanzas!—dijo, y se hincó de
rodillas. Y entonces Aragorn se puso de pie, y el ejército entero lo siguió, y
todos se encaminaron a los pabellones que habían sido preparados para comer y
beber y festejar hasta el final del día.
A Frodo y a Sam los
condujeron a una tienda, donde luego de quitarles los viejos ropajes, que sin
embargo doblaron y guardaron con honores, los vistieron con lino limpio. Y
entonces llegó Gandalf, y ante el asombro de Frodo, traía en los brazos la
espada y la capa élficas y la cota de malla de mithril que le fueran
robadas en Mordor. Y para Sam traía una cota de malla dorada, y la capa élfica,
limpia ahora de todas las manchas y daños; y depositó dos espadas a los pies de
los hobbits.
—Yo no deseo llevar
una espada—dijo Frodo.
—Tendrás que llevarla
al menos esta noche—dijo Gandalf.
Frodo tomó entonces la
espada pequeña, la que fuera de Sam y que había quedado junto a él en Cirith
Ungol.
—Dardo es tuya, Sam—dijo—. Yo mismo te la di.
—¡No, mi amo! El señor
Bilbo se la regaló a usted, y hace juego con la cota de plata; a él no le
gustaría que otro la usara ahora.
Frodo cedió; y
Gandalf, como si fuera el escudero de los dos, se arrodilló y les ciñó las
hojas; y luego les puso sobre las cabezas unas pequeñas diademas de plata. Y
así ataviados se encaminaron al festín; y se sentaron a la mesa del rey con
Gandalf, y el rey Éomer de Rohan, y el príncipe Imrahil y todos los grandes
capitanes; y también Gimli y Legolas estaban con ellos.
Y cuando después del
Silencio Ritual trajeron el vino, dos escuderos entraron para servir a los
reyes; o escuderos parecían al menos: uno vestía la librea negra y plateada de
los guardias de Minas Tirith, y el otro de verde y de blanco. Y Sam se preguntó
qué harían dos mozalbetes como aquellos en un ejército de hombres fuertes y
poderosos. Y entonces, cuando se acercaron, los vio de pronto más claramente, y
exclamó:
—¡Mire, señor Frodo!
¡Mire! ¿No es Pippin ? ¡El señor Peregrin Tuk, tendría que decir, y el señor
Merry! ¡Cuánto han crecido! ¡Córcholis! Veo que además de la nuestra hay otras
historias para contar.
—Claro que las hay—dijo
Pippin volviéndose hacia él—. Y empezaremos no bien termine este festín.
Mientras tanto, puedes probar suerte con Gandalf. Ya no es tan misterioso como
antes, aunque ahora se ríe más de lo que habla. Por el momento, Merry y yo
estamos ocupados. Somos caballeros de la ciudad y de la Marca, como espero
habrás notado.
Concluyó al fin el día
de júbilo; y cuando el sol desapareció y la luna subió redonda y lenta sobre
las brumas del Anduin, y centelleó a través del follaje inquieto, Frodo y Sam
se sentaron bajo los árboles susurrantes, allí en la hermosa y perfumada tierra
de Ithilien; y hasta muy avanzada la noche conversaron con Merry y Pippin y
Gandalf, y pronto se unieron a ellos Legolas y Gimli. Allí fue donde Frodo y
Sam oyeron buena parte de cuanto le había ocurrido a la Compañía, desde el día
infausto en que se habían separado en Parth Galen, cerca de las cascadas del
Rauros; y siempre tenían otras cosas que preguntarse, nuevas aventuras que
narrar.
Los orcos, los árboles
parlantes, las praderas de leguas interminables, los jinetes al galope, las
cavernas relucientes, las torres blancas y los palacios de oro, las batallas y
los altos navíos surcando las aguas, todo desfiló ante los ojos maravillados de
Sam. Sin embargo, entre tantos y tantos prodigios, lo que más le asombraba era
la estatura de Merry y de Pippin; y los medía, comparándolos con Frodo y con él
mismo, y se rascaba la cabeza. —¡Esto sí que no lo entiendo, a la edad de
ustedes!—dijo—. Pero lo que es cierto es cierto, y ahora miden tres pulgadas [casi 8 centímetros] más de lo normal. O yo soy un enano.
—Eso sí que no—dijo
Gimli—. Pero ¿no os lo previne? Los mortales no pueden beber los brebajes de
los ents y pensar que no les hará más efecto que un jarro de cerveza.
—¿Brebajes de los
ents?—dijo Sam—. Ahora vuelve a mencionar a los ents. Pero ¿qué son? No alcanzo
a comprenderlo. Pasarán semanas y semanas antes que hayamos aclarado todo esto.
—Semanas por cierto—dijo
Pippin—. Y luego habrá que encerrar a Frodo en una torre de Minas Tirith para
que lo ponga todo por escrito. De lo contrario se olvidará de la mitad, y el
pobre viejo Bilbo tendrá una tremenda decepción.
Al cabo Gandalf se
levantó. —Las manos del rey son las de un curador, mis queridos amigos—dijo—.
Pero antes que él os llamara, recurriendo a todo su poder para llevaros al
dulce olvido del sueño, estuvisteis al borde de la muerte. Y aunque sin duda
habéis dormido largamente y en paz, ya es hora de ir a dormir de nuevo.
—Y no sólo Sam y Frodo—dijo
Gimli—, sino también tú, Pippin. Te quiero mucho, aunque sólo sea por las
penurias que me has causado, y que no olvidaré jamás. Tampoco me olvidaré de
cuando te encontré en la cresta de la colina en la última batalla. Sin Gimli el
enano, te habrías perdido. Pero ahora al menos sé reconocer el pie de un
hobbit, aunque sea la única cosa visible en medio de un montón de cadáveres. Y
cuando libré tu cuerpo de aquella carroña enorme, creí que estabas muerto. Poco
faltó para que me arrancara las barbas. Y hace apenas un día que estás
levantado y que saliste por primera vez. Así que ahora te irás a la cama. Y yo
también.
—Y yo—dijo Legolas—iré
a caminar por los bosques de esta tierra hermosa, que para mí es descanso
suficiente. En días por venir, si el señor de los elfos lo permite, algunos de
nosotros vendremos a morar aquí, y cuando lleguemos estos lugares serán
bienaventurados, por algún tiempo. Por algún tiempo: un mes, una vida, un siglo
de los hombres. Pero el Anduin está cerca, y el Anduin conduce al mar. ¡Al mar!
¡Al mar, al mar! Claman las gaviotas blancas.
El viento sopla y la espuma blanca vuela.
Lejos al oeste se pone el sol redondo.
Navío gris, navío gris ¿no escuchas la llamada,
las voces de los míos que antes que yo partieron?
Partiré, dejaré los bosques donde vi la luz;
nuestros días se acaban, nuestros años declinan.
Surcaré siempre solo las grandes aguas.
Largas son las olas que se estrellan en la playa última,
dulces son las voces que me llaman desde la isla perdida.
En Eressëa, el hogar de los elfos que los hombres nunca descubrirán.
Donde las hojas no caen: la tierra de los míos para siempre.[27]
Y así, cantando, Legolas se alejó colina abajo.
Entonces también los
otros se separaron, y Frodo y Sam volvieron a sus lechos y durmieron. Y por la
mañana se levantaron, tranquilos y esperanzados, y se quedaron muchos días en
Ithilien. Y desde el campamento, instalado ahora en el Campo de Cormallen, en
las cercanías de Henneth Annûn, oían por la noche el agua que caía impetuosa
por las cascadas y corría susurrando a través de la puerta de roca para fluir
por las praderas en flor y derramarse en las tumultuosas aguas del Anduin,
cerca de la isla de Cair Andros. Los hobbits paseaban por aquí y por allá,
visitando de nuevo los lugares donde ya habían estado; y Sam no perdía la
esperanza de ver aparecer, entre la fronda de algún bosque o en un claro
secreto, el gran olifante. Y cuando supo que muchas de aquellas bestias habían
participado en la batalla de Gondor, y que todas habían sido exterminadas, lo
lamentó de veras.
—Y bueno, uno no puede
estar en todas partes al mismo tiempo—dijo—. Pero por lo que parece, me he
perdido de ver un montón de cosas.
Entretanto el ejército
se preparaba a regresar a Minas Tirith. Los fatigados descansaban y los heridos
eran curados. Porque algunos habían tenido que luchar con denuedo antes de
desbaratar la resistencia postrera de los hombres del este y del sur. Y los
últimos en regresar fueron los hombres que habían entrado en Mordor, y
destruido las fortalezas en el norte del país.
Pero por fin, cuando
se aproximaba el mes de mayo, los capitanes del oeste se pusieron nuevamente en
camino: levaron anclas en Cair Andros, y fueron por el Anduin aguas abajo hasta
Osgiliath; allí se detuvieron un día; y al siguiente llegaron a los campos
verdes del Pelennor, y volvieron a ver las torres blancas al pie del imponente
Mindolluin, la ciudad de los hombres de Gondor, el último recuerdo de
Oesternesse, que salvado del fuego y de la oscuridad había despertado a un
nuevo día.
Y allí en medio de los
campos levantaron las tiendas en espera de la mañana: pues era la Víspera de
Mayo, y el rey entraría por las puertas a la salida del sol.
LXI.EL SENESCAL Y EL REY
EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO V
La ciudad de Gondor
había vivido en la incertidumbre y un gran miedo. El buen tiempo y el sol
límpido parecían burlarse de los hombres que ya casi no tenían ninguna
esperanza, y sólo aguardaban cada mañana noticias de perdición. El senescal
había muerto abrasado por las llamas, muerto yacía el rey de Rohan en la
Ciudadela, y el nuevo rey, que había entrado en la noche, había vuelto a partir
a una guerra contra potestades demasiado oscuras y terribles para esperar poder
doblegarlas sólo con el valor y la entereza. Y no se recibían noticias. Desde
que el ejército partiera del valle de Morgul por el camino del norte, a la
sombra de las montañas, ningún mensajero había regresado, ni habían llegado
rumores de lo que acontecía en el este amenazante.
Cuando hacía apenas dos
días que habían partido, la dama Éowyn rogó a las mujeres que la cuidaban que
le trajesen sus ropas, y nadie pudo disuadirla: se levantó, y cuando la
vistieron, con el brazo sostenido en un cabestrillo de lienzo, se presentó ante
el mayoral de las Casas de Curación.
—Señor—dijo—, siento
una profunda inquietud y no puedo seguir ociosa por más tiempo.
—Señora—respondió el mayoral—,
aún no estáis curada, y se me encomendó que os atendiera con especial cuidado.
No tendríais que haberos levantado hasta dentro de siete días, o esa fue en
todo caso la orden que recibí. Os ruego que volváis a vuestra estancia.
—Estoy curada—dijo
ella—, curada de cuerpo al menos, excepto el brazo izquierdo, que también
mejora. Y si no tengo nada que hacer, volveré a enfermar. ¿No hay noticias de
la guerra? Las mujeres no saben decirme nada.
—No tenemos noticias—dijo
el mayoral—, excepto que los señores han llegado al valle de Morgul; y dicen
que el nuevo capitán venido del norte es ahora el jefe. Es un gran señor, y un
curador; extraño me parece que la mano que cura sea también la que empuña la
espada. No ocurren cosas así hoy en Gondor, aunque fueran comunes antaño, si
las antiguas leyendas dicen la verdad. Pero ahora, y desde hace largos años,
nosotros los curanderos no hacemos otra cosa que reparar las desgarraduras
causadas por los hombres de armas. Aunque sin ellos tendríamos ya trabajo
suficiente: bastantes miserias y dolores hay en el mundo sin que las guerras
vengan a multiplicarlos.
—Para que haya guerra,
señor mayoral, basta con un enemigo, no dos—respondió Éowyn—. Y aún aquellos
que no tienen espada pueden morir bajo una espada. ¿Querríais acaso que la
gente de Gondor juntara sólo hierbas, mientras el Señor Oscuro junta ejércitos?
Y no siempre lo bueno es estar curado del cuerpo. Ni tampoco es siempre lo malo
morir en la batalla, aún con grandes sufrimientos. Si me fuera permitido, en
esta hora oscura yo no vacilaría en elegir lo segundo.
El mayoral la miró. Éowyn
estaba muy erguida, con los ojos brillantes en el rostro pálido, y el puño
crispado cuando miraba a la ventana del este. El mayoral suspiró y movió la
cabeza. Al cabo de un silencio, Éowyn volvió a hablar.
—¿No queda ya ninguna
tarea que cumplir?—dijo—. ¿Quién manda en esta ciudad?
—No lo sé bien—respondió
el mayoral—. No son asuntos de mi incumbencia. Hay un mariscal que capitanea a
los jinetes de Rohan; y el señor Húrin, por lo que me han dicho, está al mando
de los hombres de Gondor. Pero el señor Faramir es por derecho el senescal de
la ciudad.
—¿Dónde puedo
encontrarlo?
—En esta misma casa,
señora. Fue gravemente herido, pero ahora ya está recobrándose. Sin embargo no
sé...
—¿No me conduciríais
ante él? Entonces sabréis.
El señor Faramir se
paseaba a solas por el jardín de las Casas de Curación, y el sol lo calentaba y
sentía que la vida le corría de nuevo por las venas; pero le pesaba el corazón,
y miraba a lo lejos, en dirección al este, por encima de los muros. Acercándose
a él, el mayoral lo llamó, y Faramir se volvió y vio a la dama Éowyn de Rohan;
y se sintió conmovido y apenado, porque advirtió que estaba herida, y que había
en ella tristeza e inquietud.
—Señor—dijo el mayoral—,
esta es la dama Éowyn de Rohan. Cabalgó junto con el rey y fue malherida, y
ahora se encuentra bajo mi custodia. Pero no está contenta y desea hablar con
el senescal de la ciudad.
—No interpretéis mal
estas palabras, señor—dijo Éowyn—. No me quejo porque no me atiendan. Ninguna
casa podría brindar mejores cuidados a quienes buscan la curación. Pero no
puedo continuar así, ociosa, indolente, enjaulada. Quise morir en la batalla.
Pero no he muerto, y la batalla continúa.
A una señal de
Faramir, el mayoral se retiró con una reverencia. —¿Qué querríais que hiciera,
señora?—preguntó Faramir—. Yo también soy un prisionero en esta casa. —La miró,
y como era hombre inclinado a la piedad sintió que la hermosura y la tristeza
de Éowyn le traspasarían el corazón. Y ella lo miró, y vio en los ojos de él
una grave ternura, y supo sin embargo, porque había crecido entre hombres de
guerra, que se encontraba ante un guerrero a quien ninguno de los jinetes de la
Marca podría igualar en la batalla.
—¿Qué deseáis?—le
repitió Faramir—. Si está en mis manos, lo haré.
—Quisiera que le
ordenaseis a este mayoral que me deje partir—respondió Éowyn; y si bien las
palabras eran todavía arrogantes, el corazón le vaciló, y por primera vez dudó
de sí misma. Temió que aquel hombre alto, a la vez severo y bondadoso, pudiese juzgarla
caprichosa, como un niño que no tiene bastante entereza para llevar a cabo una
tarea aburrida.
—Yo mismo dependo del mayoral—dijo
Faramir—. Y todavía no he tomado mi cargo en la ciudad. No obstante, aun cuando
lo hubiese hecho, escucharía los consejos del mayoral, y en cuestiones que
atañen a su arte no me opondría a él, salvo en un caso de necesidad extrema.
—Pero yo no deseo
curar—dijo ella—. Deseo partir a la guerra como mi hermano Éomer, o mejor aún
como Théoden el rey, porque él ha muerto y ha conquistado a la vez honores y
paz.
—Es demasiado tarde,
señora, para seguir a los capitanes, aunque tuvierais las fuerzas necesarias—dijo
Faramir—. Pero la muerte en la batalla aún puede alcanzarnos a todos, la
deseemos o no. Y estaríais más preparada para afrontarla como mejor os parezca
si mientras aún queda tiempo hicierais lo que ordena el mayoral. Vos y yo hemos
de soportar con paciencia las horas de espera.
Éowyn no respondió,
pero a Faramir le pareció que algo en ella se ablandaba, como si una escarcha
dura comenzara a ceder al primer anuncio de la primavera. Una lágrima le
resbaló por la mejilla como una gota de lluvia centelleante. La orgullosa
cabeza se inclinó ligeramente. Luego dijo en voz muy queda, más como si hablara
consigo misma que con él: —Pero los curadores pretenden que permanezca acostada
siete días más—dijo—. Y mi ventana no mira al este. —La voz de Éowyn era ahora
la de una muchacha joven y triste.
Faramir sonrió, aunque
compadecido. —¿Vuestra ventana no mira al este?—dijo—. Eso tiene arreglo. Por
cierto que daré órdenes al mayoral. Si os quedáis a nuestro cuidado en esta
casa, señora, y descansáis el tiempo necesario, podréis caminar al sol en este
jardín como y cuando queráis; y miraréis al este, donde ahora están todas
nuestras esperanzas. Y aquí me encontraréis a mí, que camino y espero, también
mirando al este. Aliviaríais mis penas si me hablarais, o si caminarais conmigo
alguna vez.
Ella levantó entonces
la cabeza y de nuevo lo miró a los ojos; y un ligero rubor le coloreó el rostro
pálido. —¿Cómo podría yo aliviar vuestras penas, señor?—dijo—. No deseo la
compañía de los vivos.
—¿Queréis una
respuesta sincera?—dijo él.
—La quiero.
—Entonces, Éowyn de
Rohan, os digo que sois hermosa. En los valles de nuestras colinas crecen
flores bellas y brillantes, y muchachas aún más encantadoras; pero hasta ahora
no había visto en Gondor ni una flor ni una dama tan hermosa, ni tan triste.
Tal vez nos queden pocos días antes que la oscuridad se desplome sobre el
mundo, y cuando llegue espero enfrentarla con entereza; pero si pudiera veros
mientras el sol brilla aún, me aliviaríais el corazón. Porque los dos hemos
pasado bajo las alas de la sombra, y la misma mano nos ha salvado.
—¡Ay, no a mí, señor!—dijo
ella—. Sobre mí pesa todavía la sombra. ¡No soy yo quien podría ayudaros a
curar! Soy una doncella guerrera y mi mano no es suave. Pero os agradezco que
me permitáis al menos no permanecer encerrada en mi estancia. Por la gracia del
senescal de la ciudad podré caminar al aire libre.
Y con una reverencia
dio media vuelta y regresó a la casa. Pero Faramir continuó caminando a solas
por el jardín durante largo rato, y ahora volvía los ojos más a menudo a la
casa que a los muros del este.
Cuando estuvo de nuevo
en su habitación, Faramir mandó llamar al mayoral e hizo que le contase todo
cuanto sabía acerca de la dama de Rohan.
—Sin embargo, señor—dijo
el mayoral—, mucho más podría deciros sin duda el mediano que está con
nosotros; porque él era parte de la comitiva del rey, y según dicen estuvo con
la dama al final de la batalla.
Y Merry fue entonces
enviado a Faramir, y mientras duró aquel día conversaron largamente, y Faramir
se enteró de muchas cosas, más de las que Merry dijo con palabras; y le pareció
comprender en parte la tristeza y la inquietud de Éowyn de Rohan. Y en el
atardecer luminoso Faramir y Merry pasearon juntos por el jardín, pero no
vieron a la dama aquella noche.
Pero a la mañana
siguiente, cuando Faramir salió de las casas, la vio, de pie en lo alto de las
murallas; estaba toda vestida de blanco y resplandecía al sol. La llamó, y ella
descendió, y juntos pasearon por la hierba, y se sentaron a la sombra de un
árbol verde, a ratos silenciosos, a ratos hablando. Y desde entonces volvieron
a reunirse cada día. Y al mayoral, que los miraba desde la ventana, y que era
un curador, se le alegró el corazón; verlos juntos aligeraba sus
preocupaciones; y tenía la certeza de que en medio de los temores y presagios
sombríos que en aquellos días oprimían a todos, ellos, entre los muchos que él
cuidaba, mejoraban y ganaban fuerza hora tras hora.
Y llegó así el quinto
día desde aquel en que la dama Éowyn fuera por primera vez a ver a Faramir; y
de nuevo subieron juntos a las murallas de la ciudad y miraron en lontananza.
Todavía no se habían recibido noticias y los corazones de todos estaban
ensombrecidos. Ahora tampoco el tiempo se mostraba apacible. Hacía frío. Un viento
que se había levantado durante la noche soplaba inclemente desde el norte, y
aumentaba, y las tierras de alrededor estaban lóbregas y grises.
Se habían vestido con
prendas de abrigo y mantos pesados, y la dama Éowyn estaba envuelta en un
amplio manto azul, como una noche profunda de estío, adornado en el cuello y el
ruedo con estrellas de plata. Faramir había mandado que trajeran el manto y se
lo había puesto a ella sobre los hombros; y la vio hermosa y una verdadera
reina allí de pie junto a él. Lo habían tejido para Finduilas de Amroth, la
madre de Faramir, muerta en la flor de la vida, y era para él como un recuerdo
de una dulce belleza lejana, y de su primer dolor. Y el manto le parecía
adecuado a la hermosura y la tristeza de Éowyn.
Pero ella se estremeció
de pronto bajo el manto estrellado, y miró al norte, más allá de las tierras
grises, de cara al viento frío, donde el cielo era límpido y yerto.
—¿Qué buscáis, Éowyn?—preguntó
Faramir.
—¿No queda acaso en
esa dirección la Puerta Negra?—dijo ella—. ¿Y no estará él por llegar allí?
Siete días hace que partió.
—Siete días—dijo
Faramir—. No penséis mal de mí si os digo: a mí me han traído a la vez una
alegría y una pena que ya no esperaba conocer. La alegría de veros; pero pena,
porque los temores y las dudas de estos tiempos funestos se han vuelto más
sombríos que nunca. Éowyn, no quisiera que este mundo terminase ahora, y perder
tan pronto lo que he encontrado.
—¿Perder lo que habéis
encontrado, señor?—respondió ella; y clavó en él una mirada grave pero
bondadosa. —Ignoro qué habéis encontrado en estos días, y qué podríais perder.
Pero os lo ruego, no hablemos de eso, amigo mío. ¡No hablemos más! Estoy al
borde de un terrible precipicio y en el abismo que se abre a mis pies, la
oscuridad es profunda, y no sé si a mis espaldas hay alguna luz. Porque aún no
puedo volverme. Espero un golpe del destino.
—Sí, esperemos el
golpe del destino—dijo Faramir. Y no hablaron más; y mientras permanecían allí,
de pie sobre el muro, les pareció que el viento moría, que la luz se debilitaba
y se oscurecía el sol; que cesaban todos los rumores de la ciudad y las tierras
cercanas: el viento, las voces, los reclamos de los pájaros, los susurros de
las hojas; ni respirar se oían; hasta los corazones habían dejado de latir. El
tiempo se había detenido.
Y mientras esperaban,
las manos de los dos se encontraron y se unieron, aunque ellos no lo sabían. Y
así siguieron, esperando sin saber qué esperaban. Entonces, de improviso, les
pareció que por encima de las crestas de las montañas distantes se alzaba otra
enorme montaña de oscuridad envuelta en relámpagos, se agigantaba y ondulaba
como una marea que quisiera devorar el mundo. Un temblor estremeció la tierra y
los muros de la ciudad trepidaron. Un sonido semejante a un suspiro se elevó
desde los campos de alrededor, y de pronto los corazones les latieron de nuevo.
—Esto me recuerda a
Númenor—dijo Faramir, y le asombró oírse hablar.
—¿Númenor?—repitió Éowyn.
—Sí—dijo Faramir—, el
país de Oesternesse que se hundió en los abismos, y la enorme ola oscura que
inundó todos los prados verdes y todas las colinas, y que avanzaba como una
oscuridad inexorable. A menudo sueño con ella.
—¿Entonces creéis que
ha llegado la oscuridad?—dijo Éowyn—. ¿La oscuridad inexorable?—Y en un impulso
repentino se acercó a él.
—No—dijo Faramir
mirándola a la cara—. Fue una imagen que tuve. No sé qué está pasando. La razón
y la mente me dicen que ha ocurrido una terrible catástrofe y que se aproxima
el fin de los tiempos. Pero el corazón me dice lo contrario; y siento los
miembros ligeros, y una esperanza y una alegría que la razón no puede negar. ¡Éowyn,
Éowyn, blanca dama de Rohan!, no creo en esta hora que ninguna oscuridad dure
mucho. —Y se inclinó y le besó la frente.
Y así permanecieron
sobre los muros de la ciudad de Gondor, mientras se levantaba y soplaba un
fuerte viento, que les agitó los cabellos mezclándolos en el aire, azabache y
oro. Y la sombra se desvaneció y el velo que cubría el sol desapareció, y se
hizo la luz; y las aguas del Anduin brillaron como la plata, y en todas las
casas de la ciudad los hombres cantaban con una alegría cada vez mayor, aunque
nadie sabía por qué.
Y antes que el sol se
hubiera alejado mucho del cénit, una gran águila llegó volando desde el este,
portadora de nuevas inesperadas de los señores del oeste, gritando:
¡Cantad ahora, oh gente de la
Torre de Anor,
porque el reino de Sauron ha
sucumbido para siempre,
y la Torre Oscura ha sido
derruida!
¡Cantad y regocijaos, oh gente
de la Torre de Guardia,
pues no habéis vigilado en
vano,
y la Puerta Negra ha sido
destruida,
y vuestro rey ha entrado por
ella
trayendo la victoria!
Cantad y alegraos, todos los
hijos del oeste,
porque vuestro rey retornará,
y todos los días de vuestra
vida
habitará entre vosotros.
Y el árbol marchito volverá a
florecer,
y él lo plantará en sitios
elevados,
y bienaventurada será la ciudad.
¡Cantad, oh todos![28]
Y la gente cantaba en todos los caminos de
la ciudad.
Los días que siguieron
fueron dorados, y la primavera y el verano se unieron en los festejos de los
campos de Gondor. Y desde Cair Andros llegaron jinetes veloces trayendo las
nuevas de todo lo acontecido, y la ciudad se preparó a recibir al rey. Merry
fue convocado y tuvo que partir con los carretones que llevaban víveres a
Osgiliath, y de allí por agua hasta Cair Andros; pero Faramir no partió, pues
como ya estaba curado había reclamado el mando y ahora era el senescal de la
ciudad, aunque por poco tiempo; y tenía que ordenar todas las cosas para aquel
que pronto vendría a reemplazarlo.
Tampoco partió Éowyn,
a pesar del mensaje que le enviara su hermano rogándole que se reuniese con él
en el Campo de Cormallen. Y a Faramir le sorprendió que se quedara, si bien
ahora, atareado como estaba con tantos menesteres, tenía poco tiempo para
verla; y ella seguía viviendo en las Casas de Curación, y caminaba sola por el
jardín, y de nuevo tenía el rostro pálido, y parecía ser la única persona
triste y dolorida en toda la ciudad. Y el mayoral de las Casas estaba
preocupado, y habló con Faramir.
Entonces Faramir fue a
buscarla, y de nuevo fueron juntos a los muros; y él le dijo: —Éowyn ¿por qué
os habéis quedado aquí en vez de ir a los festejos de Cormallen del otro lado
de Cair Andros, donde vuestro hermano os espera?
Y ella dijo: —¿No lo
sabéis?
Pero él respondió: —Hay
dos motivos posibles, pero cuál es el verdadero, no lo sé.
Y dijo ella: —No
quiero jugar a las adivinanzas. ¡Hablad claro!
—Entonces, si eso es
lo que queréis, señora—dijo él—, no vais porque sólo vuestro hermano mandó por
vos, y ahora, admirar en su triunfo al señor Aragorn, el heredero de Elendil,
no os causará ninguna alegría. O porque no voy yo, y deseáis permanecer cerca
de mí. O quizá por los dos motivos, y vos misma no podéis elegir entre uno y
otro. Éowyn ¿no me amáis, o no queréis amarme?
—Quería el amor de
otro hombre—respondió ella—. Mas no quiero la piedad de ninguno.
—Lo sé—dijo Faramir—.
Deseabais el amor del señor Aragorn. Pues era noble y poderoso, y queríais la
fama y la gloria: elevaros por encima de las cosas mezquinas que se arrastran sobre
la tierra. Y como un gran capitán a un joven soldado, os pareció admirable.
Porque lo es, un señor entre los hombres, y el más grande de los que hoy
existen. Pero cuando sólo recibisteis de él comprensión y piedad, entonces ya
no quisisteis ninguna otra cosa, salvo una muerte gloriosa en el combate.
¡Miradme, Éowyn!
Y Éowyn miró a Faramir
largamente y sin pestañear; y Faramir dijo: —¡No desdeñéis la piedad, que es el
don de un corazón generoso, Éowyn! Pero yo no os ofrezco mi piedad. Pues sois
una dama noble y valiente y habéis conquistado sin ayuda una gloria que no será
olvidada; y sois tan hermosa que ni las palabras de la lengua de los elfos
podrían describiros, y yo os amo. En un tiempo tuve piedad por vuestra
tristeza. Pero ahora, aunque no tuvierais pena alguna, ningún temor, aunque
nada os faltase y fuerais la bienaventurada reina de Gondor, lo mismo os
amaría. Éowyn ¿no me amáis?
Entonces algo cambió
en el corazón de Éowyn, o acaso ella comprendió al fin lo que ocurría en él. Y desapareció
el invierno que la habitaba, y el sol brilló en ella.
—Esta es Minas Anor,
la Torre del sol—dijo—, y ¡mirad! ¡La sombra ha desaparecido! ¡Ya nunca más
volveré a ser una doncella guerrera, ni rivalizaré con los grandes caballeros,
ni gozaré tan sólo con cantos de matanza! Seré una curadora, y amaré todo
cuanto crece, todo lo que no es árido. —Y miró de nuevo a Faramir. —Ya no deseo
ser una reina—dijo.
Entonces Faramir rio,
feliz. —Eso me parece bien—dijo—, porque yo no soy un rey. Y me casaré con la dama
blanca de Rohan, si ella consiente. Y si ella consiente, cruzaremos el río y en
días más venturosos viviremos en la bella Ithilien y cultivaremos un jardín. Y
en él todas las cosas crecerán con alegría, si la dama blanca consiente.
—¿Habré entonces de
abandonar a mi propio pueblo, hombre de Gondor?—dijo ella—. ¿Y querríais que
vuestro orgulloso pueblo dijera de vos: «¡Allá va un señor que ha domado a
una doncella guerrera del norte! ¿No había acaso ninguna mujer de la raza de
Númenor que pudiera elegir?»
—Lo querría, sí—dijo
Faramir. Y la tomó en los brazos y la besó a la luz del sol, y no le preocupó
que estuvieran en lo alto de los muros y a la vista de muchos. Y muchos los
vieron por cierto, y vieron la luz que brillaba sobre ellos cuando descendían
de los muros tomados de la mano y se encaminaban a las Casas de Curación.
Y Faramir dijo al mayoral
de las Casas: —Aquí veis a la dama Éowyn de Rohan, y ahora está curada.
Y el mayoral dijo: —Entonces
la libro de mi custodia y le digo adiós, y ojalá nunca más sufra heridas ni
enfermedades. La confío a los cuidados del senescal de la ciudad, hasta el
regreso de su hermano.
Pero Éowyn dijo: —Sin
embargo, ahora que me han autorizado a partir, quisiera quedarme. Porque de
todas las moradas, ésta se ha convertido para mí en la más venturosa. —Y allí
permaneció hasta el regreso del rey Éomer.
Ya todo estaba pronto
en la ciudad; y había un gran concurso de gente, pues la noticia había llegado
a todos los ámbitos del reino de Gondor, desde el Min-Rimmon hasta los Pinnath
Gelin y las lejanas costas del mar; y todos aquellos que pudieron hacerlo se
apresuraron a encaminarse a la ciudad. Y la ciudad se llenó una vez más de
mujeres y de niños hermosos que volvían a sus hogares cubiertos de flores, y de
Dol Amroth acudieron los tocadores de arpa más virtuosos de todo el país; y
hubo tocadores de viola y de flauta y de cuernos de plata; y cantores de voces
claras venidos de los valles de Lebennin.
Por fin un día, al
caer de la tarde pudieron verse desde lo alto de las murallas los pabellones
levantados en el campo, y las luces nocturnas ardieron durante toda aquella
noche mientras los hombres esperaban en vela la llegada del alba. Y cuando el
sol despuntó sobre las montañas del este, ya no más envueltas en sombras, todas
las campanas repicaron al unísono, y todos los estandartes se desplegaron y
flamearon al viento; y en lo alto de la Torre Blanca de la Ciudadela, de argén
resplandeciente como nieve al sol, sin insignias ni lemas, el estandarte de los
senescales fue izado por última vez sobre Gondor.
Los capitanes del oeste
condujeron entonces el ejército hacia la ciudad, y la gente los veía pasar,
fila tras fila, como plata rutilante a la luz del amanecer. Y llegaron así al atrio,
y allí, a unas doscientas yardas [183 metros] de la muralla, se
detuvieron. Todavía no habían vuelto a colocar las puertas, pero una barrera
atravesada cerraba la entrada a la ciudad, custodiada por hombres de armas
engalanados con las libreas de color plata y negro, las largas espadas
desenvainadas. Delante de aquella barrera aguardaban Faramir el senescal, y
Húrin el Guardián de las Llaves, y otros capitanes de Gondor, y la dama Éowyn
de Rohan con Elfhelm el mariscal y numerosos caballeros de la Marca; y a ambos
lados de la puerta se había congregado una gran multitud ataviada con ropajes
multicolores y adornada con guirnaldas de flores.
Ante las murallas de
Minas Tirith quedaba pues un ancho espacio abierto, flanqueado en todos los
costados por los caballeros y los soldados de Gondor y de Rohan, y por la gente
de la ciudad y de todos los confines del país. Hubo un silencio en la multitud
cuando de entre las huestes se adelantaron los dúnedain, de gris y plata; y al
frente de ellos avanzó lentamente el señor Aragorn. Vestía cota de malla negra,
cinturón de plata y un largo manto blanquísimo sujeto al cuello por una gema
verde que centelleaba desde lejos; pero llevaba la cabeza descubierta, salvo
una estrella en la frente sujeta por una fina banda de plata. Con él estaban Éomer
de Rohan, y el príncipe Imrahil, y Gandalf, todo vestido de blanco, y cuatro
figuras pequeñas que a muchos dejaron mudos de asombro.
—No, mujer, no son
niños—le dijo Ioreth a su prima de Imloth Melui—. Son periain, del lejano país de los medianos, y príncipes de gran fama,
dicen. Si lo sabré yo, que tuve que atender en las Casas a uno de ellos. Son
pequeños, sí, pero valientes. Figúrate, prima: uno de ellos, acompañado sólo
por su escudero, entró en la Tierra Tenebrosa, y allí luchó con el Señor Oscuro,
y le prendió fuego a la Torre ¿puedes creerlo? O al menos ésa es la voz que
corre por la ciudad. Ha de ser aquél, el que camina con nuestro rey, el señor Piedra
de Elfo. Son amigos entrañables, por lo que he oído. Y el señor Piedra de Elfo
es una maravilla: un poco duro cuando de hablar se trata, es cierto, pero tiene
lo que se dice un corazón de oro; y manos de curador. «Las manos del rey son
manos que curan», eso dije yo; y así fue como se descubrió todo. Y
Mithrandir me dijo: «Ioreth, los hombres recordarán largo tiempo tus
palabras, y...»
Pero Ioreth no pudo
seguir instruyendo a su prima del campo, porque de pronto, a un solo toque de
trompeta, hubo un silencio de muerte. Desde la puerta se adelantaron entonces
Faramir y Húrin de las Llaves, y sólo ellos, aunque cuatro hombres iban detrás
luciendo el yelmo de cimera alta y la armadura de la Ciudadela, y transportaban
un gran cofre de lehethron negro con
guarniciones de plata.
Al encontrarse con
Aragorn en el centro del círculo, Faramir se arrodilló ante él y dijo: —El
último senescal de Gondor solicita licencia para renunciar a su mandato. —Y le
tendió una vara blanca; pero Aragorn tomó la vara y se la devolvió, diciendo: —Tu
mandato no ha terminado, y tuyo será y de tus herederos mientras mi estirpe no
se haya extinguido. ¡Cumple ahora tus obligaciones!
Entonces Faramir se
levantó y habló con voz clara: —¡Hombres de Gondor, escuchad ahora al senescal
del reino! He aquí que alguien ha venido por fin a reivindicar derechos de
realeza. Ved aquí a Aragorn hijo de Arathorn, jefe de los dúnedain de Arnor, capitán
del ejército del oeste, portador de la estrella del norte, el que empuña la espada
que fue forjada de nuevo, aquel cuyas manos traen la curación, Piedra de Elfo,
Elessar de la estirpe de Valandil, hijo de Isildur, hijo de Elendil de Númenor.
¿Lo queréis por rey y deseáis que entre en la ciudad y habite entre vosotros?
Y el ejército todo y
el pueblo entero gritaron sí con una sola voz.
Y Ioreth le dijo a su
prima: —Esto no es más que una de las ceremonias de la ciudad, prima; porque
como te iba diciendo, él ya había entrado; y me dijo... —Y en seguida tuvo que
callar, porque Faramir hablaba de nuevo.
—Hombres de Gondor,
los sabios versados en las tradiciones dicen que la costumbre de antaño era que
el rey recibiese la corona de manos de su padre, antes que él muriera; y si
esto no era posible, él mismo iba a buscarla a la tumba del padre; no obstante,
puesto que en este caso el ceremonial ha de ser diferente, e invocando mi
autoridad de senescal, he traído hoy aquí de Rath Dínen la corona de Eärnur, el
último rey, que vivió en la época de nuestros antepasados remotos.
Entonces los guardias
se adelantaron, y Faramir abrió el cofre, y levantó una corona antigua. Tenía
la forma de los yelmos de los Guardias de la Ciudadela, pero era más espléndida
y enteramente blanca, y las alas laterales de perlas y de plata imitaban las
alas de un ave marina, pues aquél era el emblema de los reyes venidos de los mares;
y tenía engarzadas siete gemas de diamante, y alta en el centro brillaba una
sola gema cuya luz se alzaba como una llama.
Aragorn tomó la corona
en sus manos, y levantándola en alto, dijo:
—Et Earello Endorenna utúlien. Sinome maruvan ar Híldinyar
tenn'Ambarmetta!
Eran las palabras que
había pronunciado Elendil al llegar a los mares en alas del viento: «Del
Gran Mar he llegado a la Tierra Media. Y ésta será mi morada, y la de mis
descendientes, hasta el fin del mundo.»
Entonces, ante el
asombro de casi todos, en lugar de ponerse la corona en la cabeza, Aragorn se
la devolvió a Faramir, diciendo: —Gracias a los esfuerzos y al valor de muchos
entraré ahora en posesión de mi heredad. En prueba de gratitud quisiera que
fuese el Portador del Anillo quien me trajera la corona, y Mithrandir quien me
la pusiera, si lo desea: porque él ha sido el alma de todo cuanto hemos
realizado, y esta victoria es en verdad su victoria.
Entonces Frodo se
adelantó y tomó la corona de manos de Faramir y se la llevó a Gandalf; y
Aragorn se arrodilló en el suelo y Gandalf le puso en la cabeza la corona blanca,
y dijo:
—¡En este instante se
inician los días del rey, y ojalá sean venturosos mientras perduren los tronos
de los valar!
Y cuando Aragorn
volvió a levantarse, todos lo contemplaron en profundo silencio, porque era
como si se revelara ante ellos por primera vez. Alto como los reyes de los mares
de la antigüedad, se alzaba por encima de todos los de alrededor; entrado en
años parecía, y al mismo tiempo en la flor de la virilidad; y la frente era
asiento de sabiduría, y las manos fuertes tenían el poder de curar; y estaba
envuelto en una luz. Entonces Faramir gritó:
—¡He aquí el rey!
Y de pronto sonaron al
unísono todas las trompetas; y el rey Elessar avanzó hasta la barrera, y Húrin
de las Llaves la levantó; y en medio de la música de las arpas y las violas y
las flautas y el canto de las voces claras, el rey atravesó las calles
cubiertas de flores, y llegó a la Ciudadela y entró; y el estandarte del árbol
y las estrellas fue desplegado en la torre más alta, y así comenzó el reinado
del rey Elessar, que inspiró tantas canciones.
Durante su reinado la
ciudad llegó a ser más bella que nunca, más aún que en los días de su primitiva
gloria; y hubo árboles y fuentes por doquier, y las puertas fueron de acero y
de mithril, y las calles pavimentadas con mármol blanco; allí iba a
trabajar la gente de la montaña, y para los habitantes de los bosques visitarla
era una alegría; y todo fue saneado y mejorado, y las casas se llenaron de
hombres y de mujeres y de risas de niños, y no hubo más ventanas ciegas ni
patios vacíos; y luego del fin de la Tercera Edad del mundo, el esplendor y los
recuerdos de los años idos perduraron en la memoria de la nueva Edad.
En los días que
siguieron a la coronación, el rey se sentó en el trono del palacio de los reyes
y dictó sentencias. Y llegaron embajadas de numerosos pueblos y países, del este
y del sur, y desde los lindes del bosque Negro, y desde las Tierras Brunas del oeste.
Y el rey perdonó a los hombres del este que se habían rendido, y los dejó
partir en libertad, e hizo la paz con las gentes de Harad; y liberó a los
esclavos de Mordor y les dio en posesión todas las tierras que se extendían
alrededor del lago Nûrnen. Y numerosos soldados fueron conducidos ante él, a
recibir alabanzas y recompensas, y finalmente el capitán de la guardia llevó a
Beregond a presencia del rey, para que fuese juzgado.
Y el rey dijo a
Beregond: —Por tu espada, Beregond, hubo sangre vertida en los Recintos
Sagrados, donde eso está prohibido. Además, abandonaste tu puesto sin la
licencia del señor o del capitán. Por estas culpas, el castigo en el pasado era
la muerte. Por lo tanto he de pronunciar ahora tu sentencia.
»Quedas absuelto de
todo castigo por tu valor en la batalla, y más aún porque todo cuanto hiciste
fue por amor al señor Faramir. No obstante, tendrás que dejar la guardia de la
Ciudadela y marcharte de la ciudad de Minas Tirith.
La sangre abandonó el
semblante de Beregond, y con el corazón traspasado, inclinó la cabeza. Pero el rey
continuó.
—Y así ha de ser,
porque has sido destinado a la Compañía Blanca, la guardia de Faramir, príncipe
de Ithilien, y serás su capitán, y en paz y con honores residirás en Emyn
Arnen, al servicio de aquel por quien todo lo arriesgaste, para salvarlo de la
muerte.
Y entonces Beregond,
comprendiendo la clemencia y la justicia del rey, se sintió feliz, e hincándose
le besó la mano, y partió alegre y satisfecho. Y Aragorn le dio a Faramir el
principado de Ithilien, y le rogó que viviese en las colinas de Emyn Arnen, a
la vista de la ciudad.
—Porque Minas Ithil—dijo—,
en el valle de Morgul, será destruida hasta los cimientos, y aunque quizás un
día sea saneada, ningún hombre podrá habitar allí hasta que pasen muchos años.
Por último Aragorn dio
la bienvenida a Éomer de Rohan; y se abrazaron, y Aragorn dijo: —Entre nosotros
no hablaremos de dar o recibir, ni de recompensas; porque somos hermanos. En
buena hora partió Eorl cabalgando desde el norte, y nunca hubo entre pueblos
una alianza más venturosa, en la que ni uno ni otro dejó ni dejará jamás de
cumplir lo pactado. Ahora, como sabes, hemos puesto a Théoden el Glorioso en
una tumba de los Recintos Sagrados, y allí podrá reposar para siempre entre los
reyes de Gondor, si así lo deseas. O si prefieres, lo llevaremos a Rohan para
que descanse entre su gente.
Y Éomer respondió: —Desde
el día en que apareciste ante mí en las lomas, como brotado de la hierba verde,
te he amado, y ese amor no se extinguirá. Mas ahora es menester que parta por
algún tiempo, pues también en mi reino hay muchas cosas que sanear y ordenar. Y
en cuanto al caído, cuando todo esté preparado, volveremos por él; mientras
tanto dejémosle reposar aquí.
Y Éowyn le dijo a
Faramir: —Ahora he de regresar a mi tierra, a contemplarla por última vez, y
ayudar a mi hermano; pero cuando aquel a quien por largo tiempo amé como a un
padre descanse al fin entre los suyos, volveré.
Así fueron pasando los
días de regocijo; y en el octavo día de mayo los jinetes de Rohan se alistaron
y partieron galopando por el camino del norte, y con ellos iban los hijos de
Elrond. Apiñada a ambos lados de la carretera desde la puerta de la ciudad
hasta los muros del Pelennor, la gente los aclamaba al pasar, rindiéndoles
honores y alabanzas. Más tarde, todos los que habitaban lejos volvieron felices
a sus hogares; pero en la ciudad había muchas manos dispuestas a construir y a
reparar, y a borrar todas las cicatrices y rastros de la guerra y todos los
recuerdos de la sombra.
Los hobbits aún
permanecían en Minas Tirith, y con ellos Legolas y Gimli, porque Aragorn no se
resignaba a que la Comunidad se disolviera. —Todo esto tendrá que terminar
alguna vez—dijo—, pero me gustaría que os quedarais un tiempo más; la
culminación de todo cuanto hemos hecho juntos no ha llegado aún. El día que he
esperado durante todos los años de mi madurez se aproxima, y cuando llegue
quiero tener a todos mis amigos junto a mí. —Pero nada más quiso decirles
acerca de ese día.
Los Compañeros del
Anillo vivían en una casa hermosa junto con Gandalf, e iban y venían a su
antojo por la ciudad. Y Frodo le dijo a Gandalf: —¿Sabes qué día es ése del que
habla Aragorn? Porque aquí somos felices; y no deseo marcharme; pero pasan los
días, y Bilbo está esperando; y mi hogar es La Comarca.
—En cuanto a Bilbo—dijo
Gandalf—, también él está esperando ese día, y sabe qué te retiene aquí. Y en
cuanto al correr de los días, todavía estamos en mayo y aún falta para el
solsticio de verano; y aunque todo parece distinto, como si hubiera
transcurrido una Edad del mundo, para los árboles y las hierbas no ha pasado un
año desde que partisteis.
—Pippin—dijo Frodo—¿no
decías que Gandalf estaba menos misterioso que antes? Seguramente estaría
fatigado después de tanto esfuerzo. Ahora se está reponiendo.
Y Gandalf dijo: —A
mucha gente le gusta saber de antemano qué se va a servir en la mesa; pero los
que han trabajado en la preparación del festín prefieren mantener el secreto;
pues la sorpresa hace más sonoras las palabras de elogio. Aragorn espera una
señal.
Y hubo un día en el
que los Compañeros no pudieron encontrar a Gandalf, y se preguntaron qué se
estaría preparando. Pero en la oscuridad de la noche Gandalf salió con Aragorn
de la ciudad, y lo condujo a la falda meridional del monte Mindolluin; y allí
encontraron un sendero abierto en tiempos remotos que ahora pocos se atrevían a
transitar. Pues subía hasta un paraje elevado de la montaña, un refugio que
sólo los reyes visitaban. Y trepando por sendas escarpadas, llegaron a un
altiplano bajo las nieves que coronaban los picos, y que dominaba el precipicio
que se abría a espaldas de la ciudad. Y contemplaron las tierras, porque ya
había despuntado el alba; y abajo en lontananza, semejantes a pinceles blancos
tocados por los rayos del sol, vieron las torres de la ciudad, y el valle del
Anduin se extendía como un huerto, y una bruma dorada velaba las montañas de la
Sombra. De un lado alcanzaban a ver el color gris de los Emyn Muil, y los
reflejos del Rauros eran como el centelleo de una estrella lejana; y del otro
lado veían el río, que se extendía como una cinta hasta Pelargir, y más allá
una luminosidad en el filo del horizonte que hablaba del mar.
Y Gandalf dijo: —He
aquí tu reino, y el corazón del reino más grande de los tiempos futuros. La
Tercera Edad del mundo ha terminado y se ha iniciado una nueva; y a ti te toca
ordenar los comienzos y preservar todo cuanto sea posible. Pues aunque muchas
cosas se han salvado, muchas otras habrán de perecer; también el poder de los Tres
Anillos ha terminado. Y en todas las tierras que aquí ves, y en las de
alrededor, habitarán los hombres. Pues se acercan los tiempos de la dominación
de los hombres, y la antigua estirpe tendrá que partir o desaparecer.
—Eso lo sé muy bien,
querido amigo—dijo Aragorn—, pero todavía necesito tu consejo.
—No por mucho tiempo
ya—dijo Gandalf—. Mi tiempo era la Tercera Edad. Yo era el Enemigo de Sauron; y
mi tarea ha concluido. Pronto habré de partir. En adelante, el peso recaerá
sobre ti y los tuyos.
—Pero yo moriré—dijo
Aragorn—. Porque soy un mortal, y aunque siendo quien soy y de la pura estirpe
del oeste tendré una vida mucho más larga que los demás mortales, esto es sólo
un breve momento; y cuando aquellos que ahora están en los vientres de las
madres hayan nacido y envejecido, también a mí me llegará la vejez. ¿Y quién
gobernará entonces a Gondor y a quienes aman a esta ciudad como a una reina, si
mi deseo no se cumple? En el Patio del Manantial el árbol está aún marchito y
estéril. ¿Cuándo veré la señal de que algún día cambiarán las cosas?
—Aparta la mirada del
mundo verde, y vuélvela hacia todo cuanto parece yermo y frío—dijo Gandalf.
Y Aragorn volvió la
cabeza, y vio a sus espaldas una pendiente rocosa que descendía desde la orilla
de la nieve; y mientras miraba advirtió que algo crecía en medio del desierto;
y bajó hasta allí, y vio que en el borde mismo de la nieve despuntaba el retoño
de un árbol de apenas tres pies [1 metro] de altura. Ya tenía hojas jóvenes largas y
delicadas, oscuras en la faz, plateadas en el dorso, y la copa esbelta estaba
coronada por un pequeño racimo de flores, cuyos pétalos blancos resplandecían
como la nieve al sol.
Aragorn exclamó
entonces: —Ye! titúvienyest! ¡Lo he
encontrado! ¡Mira! Un retoño del más anciano de los árboles. Mas ¿cómo ha
crecido aquí? Porque no ha de tener ni siete años.
Y Gandalf se acercó, y
lo miró, y dijo: —Es en verdad un retoño de la estirpe de Nimloth el hermoso;
semilla de Galathilion, fruto de Telperion, el más anciano de los árboles, el
de los muchos nombres. ¿Quién puede decir cómo ha llegado aquí, a la hora
señalada? Pero este lugar es un antiguo sagrario, y antes de la extinción de
los reyes, antes que el árbol se agostara en el patio, uno de sus frutos fue
sin duda depositado aquí. Porque, aunque se ha dicho que el fruto del árbol
rara vez madura, la vida que late en él puede permanecer aletargada largos
años, y nadie puede prever el momento en que habrá de despertar. Recuerda mis
palabras. Porque si alguna vez un fruto del árbol entra en sazón, tendrás que
plantarlo, para que la estirpe no desaparezca del mundo para siempre. Aquí
sobrevivió, escondido en la montaña, mientras la estirpe de Elendil sobrevivía
oculta en los desiertos del norte. Pero la de Nimloth es más antigua que la
tuya, rey Elessar.
Entonces Aragorn posó
suavemente la mano en el retoño, y he aquí que parecía estar apenas hundido en
la tierra, y lo levantó sin dañarlo, y lo llevó consigo a la Ciudadela. Y el árbol
marchito fue arrancado de raíz, pero con reverencia; y no lo quemaron: lo
llevaron a Rath Dínen, y allí lo depositaron, para que reposara en el silencio.
Y Aragorn plantó el árbol nuevo en el patio al pie del Manantial, y pronto
empezó a crecer, vigoroso y lozano, y cuando llegó el mes de junio estaba
cubierto de flores.
—La señal ha llegado—dijo
Aragorn, y el día ya no está lejos. —Y apostó centinelas en las murallas.
Era la víspera del solsticio
de verano, y unos mensajeros llegaron desde Amon Dîn a la ciudad, anunciando
que una espléndida cabalgata venía del norte, y se acercaba a los muros del
Pelennor. Y el rey dijo: —Han llegado al fin. Que toda la ciudad se prepare.
Y esa misma noche,
víspera del solsticio de verano, cuando el cielo era azul como el zafiro y las
estrellas blancas aparecían en el este, y el oeste era todavía dorado, y el
aire fragante y fresco, los jinetes llegaron por el camino del norte a las puertas
de Minas Tirith. A la cabeza cabalgaban Elrohir y Elladan con un estandarte de
plata; los seguían Glorfindel y Erestor y la gente de la casa de Rivendel, y
detrás de ellos venían la dama Galadriel y Celeborn, señor de Lothlórien,
montados en corceles blancos, con mantos grises, y gemas blancas en los cabellos;
y por último el señor Elrond, poderoso entre los elfos y los hombres, llevando
el cetro de Annúminas, y junto a él, montada en un palafrén gris, cabalgaba la
hija de Elrond, Arwen, Estrella de la Tarde de su pueblo.
Y Frodo al verla
llegar resplandeciente a la luz del atardecer, con las estrellas en la frente y
envuelta en una dulce fragancia, quedó maravillado, y le dijo a Gandalf: —¡Al
fin comprendo por qué hemos esperado! Esto es el fin. Ahora no sólo el día será
bienamado, también la noche será bienaventurada y hermosa, y desaparecerán
todos los temores.
Entonces el rey les
dio la bienvenida, y los huéspedes se apearon de los caballos, y Elrond dejó el
cetro, y puso en la mano del rey la mano de su hija, y así juntos se
encaminaron a la Ciudad Alta, mientras en el cielo florecían las estrellas. Y
en la Ciudad de los Reyes, en el día del solsticio de verano, Aragorn, rey
Elessar, desposó a Arwen Undómiel, y así culminó la historia de una larga
espera y muchos trabajos.
LXII.LA BATALLA EN VALLE Y
EREBOR Y EN EL NORTE
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
[Gandalf
dijo:]—No
creo que cuando empezó [su búsqueda] tuviera Thorin verdaderas
esperanzas de destruir a Smaug. No había la menor esperanza. Sin embargo,
sucedió. Pero ¡ay!, Thorin no vivió para gozar de su triunfo y de su tesoro. El
orgullo y la codicia pudieron más que él, a pesar de mi advertencia.
—Pero
sin duda habría caído en la batalla de cualquier manera—dijo Frodo—. Los orcos
lo habrían atacado, por generoso que hubiera sido Thorin con el tesoro.
—Eso
es cierto—dijo Gandalf—. ¡Pobre Thorin! Fue un gran enano de una gran casa aún
a pesar de sus defectos; y aunque cayó al final del viaje, fue en gran medida gracias a él que el
reino bajo la montaña quedó restaurado como yo deseaba. Pero Dáin Pie de
Hierro fue un digno sucesor. Y ahora nos enteramos de que murió luchando
también ante Erebor, mientras nosotros luchábamos aquí. Diría que es ésa una
pérdida lamentable, pero sobre todo estoy asombrado de que a su avanzada edad
pudiera todavía esgrimir el hacha como dicen que lo hacía, de pie junto al
cuerpo del rey Brand ante las puertas de Erebor, hasta la caída de la noche.
»En
verdad, todo podría haber sucedido de modo muy distinto. El ataque más importante
se centró en el sur, es cierto; y, sin embargo, con su larga mano derecha
Sauron podría haber hecho estragos en el norte mientras nosotros defendíamos
Gondor, si el rey Brand y el rey Dáin no le hubieran interceptado el paso.
Cuando penséis en la gran Batalla de Pelennor, no olvidéis la Batalla de Valle.
Pensad en lo que podría haber sucedido. ¡Fuego de dragones y espadas salvajes
en Eriador! Podría no haber reina en Gondor. Podríamos ahora no tener otra
esperanza que volver de la victoria a la ruina y la ceniza. Pero eso se ha
evitado: porque me encontré con Thorin Escudo de Roble una noche a comienzos de
la primavera no lejos de Bree. Un encuentro casual, como decimos en la Tierra
Media.
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
(...)Después
de la caída de la Torre Oscura y la desaparición de Sauron, la Sombra abandonó
los corazones de aquellos que se le oponían, pero en cambio el miedo y la
desesperación cayeron sobre sirvientes y aliados. Tres veces Lórien había sido
atacada desde Dol Guldur, pero además del valor de ese pueblo élfico, el poder
que había en esa tierra era demasiado grande para que alguien pudiera
conquistarla, a no ser que Sauron hubiera ido allí él mismo. Aunque los
hermosos bosques de las fronteras fueron tristemente dañados, se rechazaron los
asaltos; y cuando la Sombra partió, Celeborn avanzó y llevó al ejército de
Lórien por sobre el Anduin en muchos botes. Se apoderaron de Dol Guldur y
Galadriel derribó los muros y dejó al desnudo las mazmorras, y el bosque quedó
limpio.
En
el norte también había habido guerra y males. El reino de Thranduil fue
invadido, y hubo una prolongada batalla bajo los árboles y una gran ruina
provocada por el fuego; pero al fin Thranduil obtuvo la victoria. Y en el día
de Año Nuevo de los elfos, Celeborn y Thranduil se encontraron en medio del
bosque; y dieron al bosque Negro el nuevo nombre de Eryn Lasgalen, el bosque
de las Hojas Verdes. Thranduil prefirió reinar sobre toda la región
septentrional hasta las montañas que se levantan en el bosque; y Celeborn
escogió todo el bosque austral bajo los Estrechos, y lo llamó Lórien
Oriental; y el ancho bosque que separaba estas dos regiones le fue dado a
los beórnidas y a los hombres del bosque. Pero pocos años después de que
Galadriel dejara la Tierra Media, Celeborn se cansó del reino y fue a Imladris
a vivir con los hijos de Elrond. En el bosque Verde nada perturbó la vida de
los elfos silvanos, pero en Lórien sólo quedaron unos pocos de los anteriores
habitantes, y no hubo ya luz ni canciones en Caras Galadhon.
En
el tiempo en que los grandes ejércitos sitiaban Minas Tirith, una hueste de los
aliados de Sauron que venían amenazando desde hacía mucho las fronteras del rey
Brand, cruzó el río Carnen, y Brand fue obligado a retroceder hasta Valle. Allí
recibió ayuda de los enanos de Erebor; y tuvo lugar la gran batalla al pie de
las montañas. Duró tres días, pero al final tanto el rey Brand como el rey Dáin
Pie de Hierro resultaron muertos, y los hombres del este obtuvieron la
victoria. Pero no pudieron tomar las puertas, y muchos, tanto enanos como hombres,
se refugiaron en Erebor, y resistieron allí.
Cuando
llegaron nuevas de las grandes victorias en el sur, el ejército septentrional
de Sauron sintió un gran desánimo, y los sitiados salieron y lo pusieron en
desordenada fuga, y el resto huyó al este y ya nunca más perturbó Valle.
Entonces Bard II, hijo de Brand, se convirtió en rey de Valle, y Thorin III
Yelmo de Piedra, hijo de Dáin, se convirtió en el rey bajo la montaña. Enviaron
sus embajadores a la coronación del rey Elessar; y desde entonces los dos
reinos fueron siempre amigos de Gondor, mientras duraron, y estuvieron bajo la
corona y la protección del rey del oeste. (…)
LXIII.MUCHAS SEPARACIONES
EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO VI
Cuando al fin
terminaron los días de regocijo, los Compañeros pensaron en el regreso. Y Frodo
fue a ver al rey, y lo encontró sentado junto al Manantial con la reina Arwen;
y ella cantaba una canción de Valinor, y mientras tanto el árbol crecía y
florecía. Recibieron de buen grado a Frodo, y se levantaron para saludarlo; y
Aragorn dijo:
—Sé lo que has venido
a decirme, Frodo: deseas volver a tu casa. Y bien, entrañable amigo, el árbol
crece mejor en la tierra de sus antepasados; pero siempre serás bienvenido en
todos los países del oeste. Y aunque en las antiguas gestas de los grandes tu
pueblo haya conquistado poca fama, de ahora en adelante tendrá más renombre que
muchos vastos reinos hoy desaparecidos.
—Es verdad que deseo
volver a La Comarca—dijo Frodo—. Pero antes quiero pasar por Rivendel. Porque
si bien nada pudo faltarme en días tan colmados de bendiciones, he echado de
menos a Bilbo; y en verdad me quedé triste cuando vi que no llegaba con la
comitiva de Elrond.
—¿Acaso te ha
sorprendido, Portador del Anillo?—dijo Arwen—: Porque tú conoces el poder del
objeto que ha sido destruido; y todo cuanto fue creado por él está
desapareciendo ahora. Pero tu pariente tuvo el Anillo más tiempo que tú, y
ahora es un anciano para los suyos; y te espera, pues ya nunca más hará un
largo viaje, excepto el último.
—En ese caso pido
licencia para partir cuanto antes—dijo Frodo.
—Partiremos dentro de
siete días—dijo Aragorn—. Porque yo haré con vosotros buena parte del camino,
hasta el país de Rohan. Dentro de tres días regresará Éomer y se llevará a
Théoden a que repose en la Marca, y nosotros lo acompañaremos para honrar al
caído. Pero ahora, antes de tu partida, deseo confirmarte lo que antes te dijo
Faramir: eres libre para siempre en el reino de Gondor, al igual que todos tus
compañeros. Y si hubiera presentes dignos de vuestras hazañas, os los daré;
pero si deseáis alguna cosa, podéis llevarla; y cabalgaréis con los honores y
la pompa de los príncipes de este reino.
Pero la reina Arwen
dijo: —Yo te haré un regalo. Porque soy la hija de Elrond. No partiré con él
cuando se encamine a los Puertos porque mi elección es la de Lúthien, y como
ella he elegido a la vez lo dulce y lo amargo. Pero tú podrás partir en mi
lugar, Portador del Anillo, si cuando llegue la hora ése es tu deseo. Si los
daños aún te duelen, y si la carga aún te pesa en la memoria, podrás cruzar al
Oeste, hasta que todas tus heridas y pesares hayan cicatrizado. Pero ahora
lleva esto en recuerdo de Piedra de Elfo y de Estrella de la Tarde, que ya
siempre serán parte de tu vida.
Y quitándose una gema
blanca como una estrella que le pendía sobre el pecho engarzada en una cadena
de plata, la puso alrededor del cuello de Frodo. —Cuando los recuerdos del
miedo y de la oscuridad te atormenten—dijo—, esto podrá ayudarte.
Tres días después, tal
como lo anunciara el rey, Éomer de Rohan llegó cabalgando a la ciudad,
escoltado por un éored de los más nobles caballeros de la Marca. Fue recibido
con grandes agasajos, y cuando todos se sentaron a la mesa en Merethrond, el
Gran Salón de los Festines, vio la belleza de las damas y quedó maravillado. Y
antes de irse a descansar mandó buscar a Gimli el enano, y le dijo: —Gimli hijo
de Glóin, ¿tienes tu hacha preparada?
—No, señor—dijo Gimli—,
pero puedo ir a buscarla en seguida, si es menester.
—Tú mismo lo juzgarás—dijo
Éomer—. Porque aún quedan pendientes entre nosotros ciertas palabras
irreflexivas a propósito de la dama del bosque de Oro. Y ahora la he visto con
mis propios ojos.
—Y bien, señor—dijo
Gimli—, ¿qué opinas ahora?
—¡Ay!—dijo Éomer—. No
diré que es la dama más hermosa de todas cuantas viven.
—Entonces tendré que
ir en busca de mi hacha—dijo Gimli.
—Pero antes he de
alegar una disculpa—dijo Éomer—. Si la hubiera visto en otra compañía, habría
dicho todo cuanto tú quisieras. Pero ahora pondré en primer lugar a la reina
Arwen Estrella de la Tarde, y estoy dispuesto a desafiar a quienquiera que se
atreva a contradecirme. ¿Haré traer mi espada?
Entonces Gimli saludó
a Éomer inclinándose en una reverencia. —No, por lo que a mí toca, estás
disculpado, señor—dijo—. Tú has elegido la tarde; pero yo he entregado mi amor
a la mañana. Y el corazón me dice que pronto desaparecerá para siempre.
Llegó por fin el día
de la partida, y una comitiva brillante y numerosa se preparó para cabalgar
rumbo al norte. Los reyes de Gondor y Rohan fueron entonces a los Recintos
Sagrados y llegaron a las tumbas de Rath Dínen, y llevaron al rey Théoden en un
féretro de oro, y en silencio atravesaron la ciudad; y depositaron el féretro
en un gran carruaje, flanqueado por los jinetes de Rohan y precedido por el estandarte;
y Merry, por ser el escudero de Théoden, viajó en el carruaje acompañando las
armas del rey.
A los otros Compañeros
les trajeron caballos adecuados a la estatura de cada uno; y Frodo y Samsagaz
cabalgaban a los flancos de Aragorn, y Gandalf iba montado en Sombragrís, y
Pippin con los caballeros de Gondor; y Legolas y Gimli como siempre, cabalgaban
juntos en la grupa de Arod.
De aquella cabalgata
participaban también la reina Arwen, y Celeborn y Galadriel con su gente, y
Elrond y sus hijos; y los príncipes de Dol Amroth y de Ithilien, y numerosos
capitanes y caballeros. Jamás un rey de la Marca había marchado con un séquito
como el que acompañó a Théoden hijo de Thengel a la tierra de los antepasados.
Sin prisa y en paz
atravesaron Anórien, y llegaron al bosque Gris al pie del Amon Dîn; y allí
oyeron sobre las colinas un redoble como de tambores, aunque no se veía ninguna
criatura viviente. Entonces Aragorn hizo sonar las trompetas; y los heraldos
pregonaron:
—¡Escuchad! ¡Ha venido
el rey Elessar! ¡A Ghân-buri-Ghân y a los suyos les da para siempre la floresta
de Drúadan; y que en adelante ningún hombre entre ahí si ellos no lo autorizan!
El redoble de tambores
creció un momento, y luego calló.
Por fin y al cabo de
quince jornadas el carruaje que transportaba al rey Théoden cruzó los prados
verdes de Rohan y llegó a Edoras; y allí todos descansaron. El Castillo de Oro
había sido engalanado con hermosas colgaduras y había luces en todas partes, y
en aquellos salones se celebró el festín más fastuoso que allí se hubiera
conocido. Porque pasados tres días, los hombres de la Marca prepararon los
funerales de Théoden, y lo depositaron en una casa de piedra con las armas y
muchos otros objetos hermosos que él había tenido, y sobre la casa levantaron
un gran túmulo, y lo cubrieron de arriates de hierba verde y de blancos
nomeolvides. Y ahora había ocho túmulos en el ala oriental del campo tumulario.
Entonces los jinetes
de la escolta del rey cabalgaron alrededor del túmulo montados en caballos
blancos, y cantaron a coro una canción que la gesta de Théoden hijo de Thengel
había inspirado a Gléowine, el hacedor de canciones, y que fue la última que
compuso en vida. Las voces lentas de los jinetes conmovieron aún a aquellos que
no comprendían la lengua del país; pero las palabras de la canción encendieron
los ojos de la gente de la Marca, pues volvían a oír desde lejos el trueno de
los cascos del norte, y la voz de Eorl elevándose por encima de los gritos y el
fragor de la batalla en el Campo de Celebrant[29];
y proseguía la historia de los reyes, y el cuerno de Helm resonaba en las
montañas, hasta que caía la oscuridad, y el rey Théoden se erguía y galopaba
hacia el fuego a través de la sombra, y moría con gloria y esplendor mientras
el sol, retornando de más allá de la esperanza, resplandecía en la mañana sobre
el Mindolluin.
Salido de la duda, libre de las tinieblas,
cantando al sol galopó hacia el amanecer, desnudando la espada;
encendió una nueva esperanza, y murió esperanzado;
fue más allá de la muerte, el miedo y el destino;
dejó atrás la ruina, y la vida, y entró en la larga gloria.[30]
Pero Merry lloraba al
pie del túmulo verde, y cuando la canción terminó, se incorporó y gritó:
—¡Théoden rey!
¡Théoden rey! Como un padre fuiste para mí, por poco tiempo. ¡Adiós!
Terminados los
funerales, cuando cesó el llanto de las mujeres y Théoden reposó al fin en paz
bajo el túmulo, la gente se reunió en el Castillo de Oro para el gran festín y
dejó de lado la tristeza; porque Théoden había vivido largos años y había
acabado sus días con tanta gloria como los más insignes de la estirpe. Y cuando
llegó la hora de beber en memoria de los reyes, como era costumbre en la Marca,
Éowyn dama de Rohan se acercó a Éomer y le puso en la mano una copa llena.
Entonces un hacedor
versado en las tradiciones se levantó y fue enunciando uno a uno y en orden los
nombres de todos los señores de la Marca: Eorl el Joven; y Brego el Constructor
del Palacio; y Aldor hermano de Baldor el Infortunado; y Fréa, y Fréawine, y
Goldwine, y Déor, y Gram; y Helm, el que permaneció oculto en el abismo de Helm
cuando invadieron la Marca; y así fueron nombrados todos los túmulos del ala
occidental, pues en aquella época el linaje se había interrumpido, y luego
fueron enumerados los túmulos del ala oriental: Fréaláf, hijo de la hermana de
Helm, y Léofa, y Walda, y Folca, y Folcwine, y Fengel y Thengel, y finalmente
Théoden.[31]
Y cuando Théoden fue nombrado, Éomer vació la copa. Éowyn pidió entonces a los
servidores que llenaran las copas, y todos los presentes se pusieron de pie y
bebieron y brindaron por el nuevo rey, exclamando: —¡Salve, Éomer, rey de la
Marca!
Y más tarde, cuando ya
la fiesta concluía, Éomer se levantó y dijo: —Este es el festín funerario de
Théoden rey; pero antes de separarnos quiero anunciaros una noticia feliz, pues
sé que a él no le disgustaría que yo así lo hiciera, ya que siempre fue un
padre para Éowyn mi hermana. Escuchad, todos mis invitados, noble y hermosa
gente de numerosos reinos, como jamás se viera antes congregada en este
palacio: ¡Faramir, senescal de Gondor y príncipe de Ithilien pide la mano de Éowyn
dama de Rohan, y ella se la concede de buen grado! Y aquí mismo celebrarán la
boda ante todos nosotros.
Y Faramir y Éowyn se
adelantaron y se tomaron de la mano; y todos los presentes brindaron por ellos
y estaban contentos. —De este modo—dijo Éomer—la amistad entre la Marca y
Gondor queda sellada con un nuevo vínculo, y esto me regocija todavía más.
—No eres avaro por
cierto, Éomer—dijo Aragorn—, al dar así a Gondor lo más hermoso de tu reino.
Entonces Éowyn miró a
Aragorn a los ojos, y dijo: —¡Deséame ventura, mi señor y curador!
Y él respondió: —Siempre
te deseé ventura desde el día en que te conocí. Y verte ahora feliz cura una
herida en mi corazón.
Cuando la fiesta
concluyó, los huéspedes que tenían que irse se despidieron del rey Éomer.
Aragorn y sus caballeros, y la gente de la casa de Lórien y de Rivendel se
prepararon para la partida; pero Faramir e Imrahil quedaron en Edoras; y
también Arwen Estrella de la Tarde, y despidió a sus hermanos. Nadie presenció
el último encuentro de ella y Elrond, pues subieron a las colinas y allí
hablaron a solas largamente, y amarga fue aquella separación que duraría hasta
más allá del fin del mundo.
Poco antes de la hora
de la partida, Éomer y Éowyn se acercaron a Merry y le dijeron: —Hasta la vista
ahora, Meriadoc de La Comarca y Amigo de la Marca. Cabalga hacia la ventura, y
luego cabalga de vuelta, pues aquí siempre serás bienvenido.
Y Éomer dijo: —Los
reyes de antaño te habrían hecho tantos presentes por tus hazañas en los campos
de Mundburgo, que un carromato no habría bastado para transportarlos; pero tú
dices que sólo quieres llevar las armas que te fueron dadas. Respeto tu
voluntad, porque nada puedo ofrecerte que sea digno de ti; pero mi hermana te
ruega que aceptes este pequeño regalo, en memoria de Dernhelm y de los cuernos
de la Marca al despuntar el día.
Entonces Éowyn le dio
a Merry un cuerno antiguo, con un tahalí verde; era pequeño pero estaba
hábilmente forjado, todo en hermosa plata; y los artífices habían grabado en él
unos jinetes al galope en una línea que descendía en espiral desde la boquilla
al pabellón, y runas de altas virtudes.
—Es una reliquia de
nuestra casa—dijo Éowyn—. Fue forjado por los enanos, y formaba parte del botín
de Scatha el Gusano. Eorl el Joven lo trajo del norte. Aquel que lo sople en
una hora de necesidad, despertará temor en el corazón de los enemigos y alegría
en el de los amigos, y ellos lo oirán y acudirán.
Merry tomó entonces el
cuerno, pues no podía rehusarlo, y besó la mano de Éowyn; y ellos lo abrazaron,
y así se separaron aquella vez.
Ya los huéspedes
estaban prontos para la partida; y luego de beber el vino del estribo, con
grandes alabanzas y demostraciones de amistad, emprendieron la marcha, y al
cabo de algún tiempo llegaron al abismo de Helm, y allí descansaron dos días.
Legolas cumplió entonces la promesa que le había hecho a Gimli, y fue con él a
las Cavernas Centelleantes; y volvió silencioso, y dijo que sólo Gimli era
capaz de encontrar palabras apropiadas para describir las cavernas. —Y nunca
hasta ahora un enano había derrotado a un elfo en un torneo de elocuencia—añadió—.
¡Pero ahora iremos a Fangorn e igualaremos los tantos!
Partiendo de la hondonada
del abismo cabalgaron hasta Isengard, y allí vieron los asombrosos trabajos que
habían llevado a cabo los ents. El círculo de piedras había desaparecido, y las
tierras antes cercadas se habían transformado en un jardín de árboles y
huertas, y por él corría un arroyo, pero en el centro había un lago de agua
clara, y allí se levantaba aún, alta e inexpugnable, la torre de Orthanc, y la
roca negra se reflejaba en el estanque.
Los viajeros se
sentaron a descansar en el sitio en que antes se alzaban las antiguas puertas de
Isengard; allí se erguían ahora dos árboles altos, como centinelas a la entrada
del sendero bordeado de vegetación que conducía a Orthanc; y contemplaron con
admiración los trabajos, pero no vieron un alma viviente, ni cerca ni lejos.
Pronto sin embargo oyeron una voz que llamaba hum-hoom, hum-hom, y de improviso Bárbol les salió al encuentro,
caminando a grandes trancos; y con él venía Ramaviva.
—¡Bienvenidos al Patio
del Árbol de Orthanc!—exclamó—. Supe que veníais, pero estaba atareado en lo
alto del valle; todavía queda mucho por hacer. Pero por lo que he oído,
vosotros tampoco habéis estado ociosos allá en el sur y en el oeste; y todo
cuanto ha llegado a mis oídos es bueno, buenísimo. —Y Bárbol ensalzó las
hazañas de todos, de las que parecía estar perfectamente enterado; por fin hizo
una pausa y miró largamente a Gandalf.
—¡Y bien, veamos!—dijo—.
Has demostrado ser el más poderoso, y todas tus empresas han concluido bien.
Mas ¿a dónde irás ahora? ¿Y a qué has venido aquí?
—A ver cómo marchan
tus trabajos, amigo mío—respondió Gandalf—, y a agradecerte tu ayuda en todo lo
que se ha conseguido.
—Huum, bien, me
parece muy justo—dijo Bárbol—, pues es indiscutible que también los ents
desempeñaron un papel en todo esto. Y no sólo dándole su merecido a ese... huum...
ese mata árboles maldito que vivía aquí. Porque tuvimos una gran invasión de
esos... burárum... esos ojizainos, maninegros, patituertos, lapidíficos,
manilargos, carroñosos, sanguinosos, morimaite-sincahonda[32],
huum, huum, bueno, puesto que sois gente que vive de prisa, y el
nombre completo es largo como años de tormento, esos gusanos de los orcos
llegaron remontando el río, y descendiendo del norte, y rodearon el bosque de
Laurelindórenan, pero no pudieron entrar gracias a los grandes aquí presentes.
—Se inclinó ante el señor y la dama de Lórien.
—Y esas criaturas
abominables quedaron más que estupefactas al vernos en el páramo, pues nunca
habían oído hablar de nosotros; aunque lo mismo puede decirse de alguna gente
más honorable. Y no habrá muchos que nos recuerden, porque tampoco fueron
muchos los que escaparon con vida, y a la mayoría se los llevó el río. Pero fue
una suerte para vosotros, porque si no nos hubieras encontrado, el rey de las
praderas no habría llegado muy lejos, y si hubiera podido hacerlo, no habría
tenido un hogar a donde regresar.
—Lo sabemos muy bien—dijo
Aragorn—, y es algo que ni en Minas Tirith ni en Edoras se olvidará jamás.
—Jamás—dijo
Bárbol—es una palabra demasiado larga hasta para mí. Mientras perduren vuestros
reinos, querrás decir; y mucho tendrán que perdurar por cierto para que les
parezcan largos a los ents.
—La nueva Edad
comienza—dijo Gandalf—, y en ella bien puede ocurrir que los reinos de los
hombres te sobrevivan, Fangorn, amigo mío. Mas, dime ahora una cosa: ¿qué fue
de la tarea que te encomendé? ¿Cómo está Saruman? ¿No se ha hastiado aún de
Orthanc? No creo que piense que has mejorado el panorama que se ve desde la
torre.
Bárbol clavó en
Gandalf una mirada larga, casi astuta, pensó Merry. —Ah—dijo Bárbol—. Me
imaginé que llegarías a eso. ¿Hastiado de Orthanc? Más que hastiado, al final;
pero no tan hastiado de la torre como de mi voz. ¡Huum! Me oyó unos largos
sermones, o al menos lo que consideraríais largos en vuestra habla.
—¿Entonces por qué se
quedó a escucharlos? ¿Has entrado en Orthanc?—preguntó Gandalf.
—Huum, no, no
en Orthanc—dijo Bárbol—. Pero él se asomaba a la ventana y escuchaba, porque
sólo así podía enterarse de alguna noticia y detestaba oírme, lo consumía la
ansiedad; y te aseguro que las escuchó, todas y bien. Pero agregué muchas
cosas, para que reflexionara. Al final estaba muy cansado. Siempre tenía prisa,
y esa fue su ruina.
—Observo, mi buen
Fangorn—dijo Gandalf—, que pones cuidado en decir vivía, fue, estaba.
¿Por qué no en presente? ¿Acaso ha muerto?
—No, no ha muerto,
hasta donde yo sé—dijo Bárbol—. Pero se ha marchado. Sí, se fue hace siete
días. Lo dejé partir. Poco quedaba de él cuando salió arrastrándose, y en
cuanto a esa especie de serpiente que lo acompañaba, era como una sombra
pálida. Ahora no vengas a decirme, Gandalf, que te prometí retenerlo encerrado;
pues ya lo sé. Pero las cosas han cambiado desde entonces. Y lo mantuve
encerrado hasta que yo mismo tuve la certeza de que ya no podía causar nuevos
males. Tú no puedes ignorar que lo que más detesto es ver enjaulados a los
seres vivos; ni aún a criaturas como ésta tendría yo encerradas, excepto en
casos de extrema necesidad. Una serpiente desdentada puede arrastrarse por
donde quiera.
—Quizá tengas razón—dijo
Gandalf—, pero creo que a esta víbora aún le queda un diente. Tenía el veneno
de la voz, y sospecho que te persuadió, aún a ti, Bárbol, pues conocía tu lado
flaco. Y bien, ahora se ha ido, y no hay más que hablar. Pero la torre de
Orthanc vuelve a manos del rey, a quien pertenece. Aunque quizá no llegue a
necesitarla.
—Eso se verá más
adelante—dijo Aragorn—. Pero todo este valle lo doy a los ents para que hagan
con él lo que deseen, siempre y cuando vigilen la torre de Orthanc y se
aseguren de que nadie penetre en ella sin mi autorización.
—Está cerrada—dijo
Bárbol—. Obligué a Saruman a que la cerrara y me entregara las llaves. Ramaviva
las tiene.
Ramaviva se inclinó
como un árbol combado por el viento y entregó a Aragorn dos grandes llaves negras
muy trabajadas, unidas por una argolla de acero. —Ahora os doy nuevamente
las gracias—dijo Aragorn—, y os digo adiós. Ojalá vuestro bosque crezca y
prospere otra vez en paz. Y cuando hayáis colmado este valle, al oeste de las
montañas, donde ya habitasteis en otros tiempos, habrá aún mucho espacio libre.
El rostro de Bárbol se
entristeció. —Las florestas pueden crecer—dijo—, los bosques pueden prosperar,
pero no los ents. No tenemos entandos.
—Sin embargo, quizás
ahora vuestra búsqueda tenga un nuevo sentido—dijo Aragorn—. Se os abrirán
tierras en el este que durante largo tiempo permanecieron cerradas.
Pero Bárbol movió la
cabeza y dijo: —Queda lejos. Y en estos tiempos hay demasiados hombres por
allá. ¡Pero estoy olvidando la hospitalidad y la cortesía! ¿Queréis quedaros y
descansar un rato? ¿Y acaso a algunos os agradaría atravesar el bosque de
Fangorn y acortar así el camino de regreso?—Y miró a Celeborn y a Galadriel.
Pero todos con
excepción de Legolas dijeron que había llegado la hora de despedirse y de
partir, hacia el sur o hacia el oeste. —¡Ven, Gimli!—dijo Legolas—. Ahora, con
el permiso de Fangorn, podré visitar los sitios recónditos del bosque de Ents,
y ver árboles como no crecen en ninguna otra región de la Tierra Media. Tú
cumplirás lo prometido, y me acompañarás; y así volveremos juntos a nuestros
países en el bosque Negro y más allá. —Y Gimli consintió, aunque al parecer no
de muy buena gana.
—Aquí se disuelve al
fin la Comunidad del Anillo—dijo Aragorn—. Espero sin embargo que pronto
volveréis a mi país con la ayuda prometida.
—Volveremos, si
nuestros señores nos permiten—dijo Gimli—. ¡Bien, hasta la vista, mis queridos
hobbits! Pronto llegaréis sanos y salvos a vuestros hogares, y ya no perderé el
sueño temiendo por vuestra suerte. Mandaremos noticias cuando podamos, y acaso
algunos de nosotros volvamos a encontrarnos de tanto en tanto; pero temo que ya
nunca más estaremos todos juntos otra vez.
Entonces Bárbol se
despidió de todos, uno por uno, y se inclinó lentamente tres veces y con
profundas reverencias ante Celeborn y Galadriel. —Hacía mucho, mucho tiempo que
no nos encontrábamos entre los árboles o las piedras. A vanimar, vanimálion nostari!—dijo—. Es triste que sólo ahora, al
final, hayamos vuelto a vernos. Porque el mundo está cambiando: lo siento en el
agua, lo siento en la tierra, lo huelo en el aire. No creo que nos encontremos
de nuevo.
Y Celeborn dijo: —No
lo sé, venerable.
Pero Galadriel dijo: —No
en la Tierra Media, ni antes que las tierras que están bajo las aguas emerjan
otra vez. Entonces quizá volvamos a encontrarnos en los saucedales de Tasarinan
en la primavera. ¡Adiós!
Merry y Pippin fueron
los últimos en despedirse; y el viejo ent recobró la alegría al mirarlos. —Bueno,
mis alegres amigos—dijo—¿queréis beber conmigo otro trago antes de partir?
—Por cierto que sí—le
respondieron, y el ent los llevó a la sombra de uno de los árboles, y allí
vieron un gran cántaro de piedra. Y Bárbol llenó tres tazones, y bebieron; y
los hobbits vieron los ojos extraños del ent que miraba por encima del borde
del tazón. —¡Cuidado, cuidado!—dijo Bárbol—. Porque ya habéis crecido desde la
última vez que os vi. —Y los hobbits se echaron a reír y vaciaron de un trago
los tazones.
—¡Y bien, adiós!—continuó
Bárbol—. Y si en vuestra tierra tenéis alguna noticia de las ents-mujeres,
enviadme un mensaje. —Luego saludó a toda la comitiva moviendo las grandes
manos y desapareció entre los árboles.
Ahora, camino al
Paso de Rohan, los viajeros
galopaban más rápidamente, y al fin, muy cerca del lugar en que Pippin había
mirado la piedra de Orthanc, Aragorn se despidió. Esta separación entristeció a
los hobbits; porque Aragorn nunca los había defraudado, y los había guiado en
muchos peligros.
—Me gustaría tener una
piedra con la que pudiese ver a los amigos—dijo Pippin—y hablar con ellos desde
lejos.
—Ya no queda más que
una que podría servirte—respondió Aragorn—, pues lo que verías en la piedra de
Minas Tirith no te gustaría nada. Pero la palantír de Orthanc la
conservará el rey, y así verá lo que pasa en el reino, y qué hacen los
servidores. Porque no olvides, Peregrin Tuk, que eres un caballero de Gondor, y
no te he liberado de mi servicio. Ahora partes con licencia, pero tal vez
vuelva a llamarte. Y recordad, queridos amigos de La Comarca, que mi reino
también está en el norte, y algún día iré a vuestra tierra.
Aragorn se despidió
entonces de Celeborn y de Galadriel, y la dama le dijo: —Piedra de Elfo, a
través de las tinieblas llegaste a tu esperanza, y ahora tienes todo tu deseo.
¡Emplea bien tus días!
Pero Celeborn le dijo:
—¡Hermano, adiós! ¡ Ojalá tu destino sea distinto del mío, y tu tesoro te
acompañe hasta el fin!
Y con estas palabras
partieron, y era la hora del crepúsculo, y cuando un momento después volvieron
la cabeza, vieron al rey del oeste a caballo, rodeado por sus caballeros; y el
sol poniente los iluminaba, y los arneses resplandecían como oro rojo, y el
manto blanco de Aragorn parecía una llama. Aragorn tomó entonces la piedra
verde y la levantó, y una llama verde le brotó de la mano.
Pronto la ahora
menguada compañía dobló al oeste siguiendo el curso del Isen, y atravesando el
Paso se internó en los páramos que se extendían del otro lado; y de allí fue
hacia el norte y cruzó los lindes de las Tierras Oscuras. Los dunlendinos huían
y se escondían ante ellos, pues temían a los elfos, aunque en verdad no los
veían con frecuencia. Pero los viajeros no se turbaron, ya que eran aún una
compañía numerosa y bien provista; y avanzaron con serenidad, levantando las
tiendas cuando y donde preferían.
En el sexto día de
viaje desde que se separaran del rey, atravesaron un bosque que bajaba de las
colinas al pie de las montañas Nubladas, que ahora se levantaban a la derecha.
Cuando al caer el sol salieron una vez más a campo abierto, alcanzaron a un
anciano que caminaba encorvado apoyándose en un bastón, vestido con harapos
grises o que habían sido blancos; otro mendigo que se arrastraba lloriqueando
le pisaba los talones.
—¡Si es Saruman!—exclamó
Gandalf—. ¿A dónde vas?
—¿Qué te importa?—respondió
el otro—. ¿Todavía quieres gobernar mis actos, y no estás contento con mi
ruina?
—Tú conoces las
respuestas—dijo Gandalf—: no y no. Pero de todos modos el tiempo de mis afanes
está concluyendo. El rey ha tomado ahora la carga. Si hubieras esperado en
Orthanc lo habrías visto, y te habría mostrado sabiduría y clemencia.
—Mayor razón entonces
para haber partido antes—dijo Saruman—, pues no quiero de él ni una cosa ni la
otra. Y si en verdad esperas una respuesta a la primera pregunta, busco cómo
salir de su reino.
—Entonces una vez más
has equivocado el camino—dijo Gandalf—, y no veo en tu viaje ninguna esperanza.
Pero dime, ¿desdeñarás nuestra ayuda? Pues te la ofrecemos.
—¿A mí?—dijo Saruman—.
¡No, por favor, no me sonrías! Te prefiero con el ceño fruncido. Y en cuanto a
la dama aquí presente, no confío en ella: siempre me ha odiado y era tu
cómplice. Estoy seguro de que te trajo por este camino para disfrutar con mi
miseria. Si hubiese sabido que me seguíais, os habría privado de ese placer.
—Saruman—dijo Galadriel—,
tenemos otras tareas y otras preocupaciones que nos parecen mucho más urgentes
que la de seguirte los pasos. Di más bien que la suerte se ha apiadado de ti,
porque ahora te brinda una última oportunidad.
—Si en verdad es la
última, me alegro—dijo Saruman—, porque así me ahorrará la molestia de tener
que volver a rechazarla. Todas mis esperanzas están en ruinas, mas no deseo
compartir las vuestras. Si os queda alguna.
Un fuego le brilló un
instante en los ojos. —Dejadme en paz—dijo—. No en vano consagré largos años al
estudio de estas cosas. Vosotros mismos os habéis condenado, y lo sabéis, y en
mi vida errante será para mí un gran consuelo pensar que al destruir mi casa
también habéis destruido la vuestra. Y ahora ¿qué nave os llevará a la otra orilla
a través de un mar tan ancho?—se burló—. Será una nave gris, y con una
tripulación de fantasmas. —Se echó a reír, pero la voz era cascada y
desagradable. —¡Levántate, idiota!—le gritó al otro mendigo, que se había
sentado en el suelo, y lo golpeó con el bastón—. ¡Media vuelta! Si esta noble
gente va en nuestra misma dirección, nosotros cambiaremos de rumbo. ¡Muévete, o
te quedarás sin el pan duro de la cena!
El mendigo dio media
vuelta y pasó junto a él encorvado y gimoteando. —¡Pobre viejo Grima! ¡Pobre viejo
Grima! Siempre castigado y maldecido. ¡Cuánto lo odio! ¡Ojalá pudiera
abandonarlo!
—¡Abandónalo entonces!—dijo
Gandalf.
Pero Lengua de
Serpiente, con los ojos sanguinolentos y aterrorizados, echó una breve mirada a
Gandalf, y luego, arrastrando los pies rápidamente fue detrás de Saruman. Y
cuando los dos miserables pasaban junto a la compañía, vieron a los hobbits, y
Saruman se detuvo y les clavó los ojos, pero ellos lo miraron con piedad.
—¿Así que también
vosotros habéis venido a regodearos, mis alfeñiques? No os preocupa lo que le
falta a un mendigo, ¿no? Porque tenéis todo cuanto queréis, comida y
espléndidos vestidos, y la mejor hierba para vuestras pipas. ¡Oh sí, lo sé! Sé
de dónde proviene. ¿No le daríais a un mendigo lo suficiente para llenar una
pipa, no lo haríais?
—Lo haría, si tuviese—dijo
Frodo.
—Puedes quedarte con
toda la que me queda—dijo Merry entonces—, si esperas un momento. —Se apeó del
caballo y buscó en la alforja de la montura. Luego le extendió a Saruman un
saquito de cuero. —Quédate con todo lo que hay—dijo—. Te lo cedo gustoso; la
encontré entre los despojos de Isengard.
—¡Mía, mía, sí y a
buen precio la compré!—gritó Saruman, arrebatándole la tabaquera—. Esto no es
más que una restitución simbólica; porque tomaste mucho más, estoy seguro. De
todos modos, un mendigo ha de estar agradecido, cuando un ladrón le devuelve
siquiera una migaja de lo que le pertenece. Bien, te servirá de escarmiento si
al volver a tu tierra, encuentras que las cosas no marchan tan bien como a ti
te gustaría en la Cuaderna del Sur. ¡Ojalá por largo tiempo escasee la hierba
en tu país!
—¡Gracias!—dijo Merry—.
En ese caso quiero que me devuelvas mi tabaquera, que no es tuya y ha viajado
conmigo mucho y muy lejos. Envuelve la hierba en uno de tus harapos.
—A ladrón, ladrón y
medio—dijo Saruman, volviéndole la espalda a Merry; y dándole un puntapié a
Lengua de Serpiente, se alejó en dirección al bosque.
—¡Bueno, lo que
faltaba!—dijo Pippin—. ¡Ladrón! ¿Y qué indemnización tendríamos que reclamar
nosotros por haber sido emboscados, heridos, y llevados a la rastra por los
orcos a través de Rohan?
—¡Ah!—dijo Sam—. Y
dijo la compré. ¿Cómo?, me pregunto. Y no me gustó nada lo que dijo de
la Cuaderna del Sur. Es hora de que volvamos.
—Por cierto que sí—dijo
Frodo—. Pero no podremos llegar más rápido, si antes vamos a ver a Bilbo. Pase
lo que pase, yo iré primero a Rivendel.
—Sí, creo que sería lo
mejor—dijo Gandalf—. Pero ¡pobre Saruman! Temo que ya no se pueda hacer nada
por él. No es más que una piltrafa. A pesar de todo, sé que Bárbol está en lo
cierto: sospecho que aún es capaz de un poco de maldad mezquina y en menor
escala.
Al día siguiente se
internaron en las Tierras Brunas septentrionales, una región ahora deshabitada aunque
verde y apacible. Septiembre llegó con días dorados y noches de plata; y
cabalgaron tranquilos hasta llegar al estero de los Cisnes, y encontraron el
antiguo vado, al este de las cascadas que se precipitaban en los bajíos. A lo
lejos hacia el oeste, se extendían las marismas y los islotes envueltos en
niebla, y el río que serpenteaba entre ellos para ir a volcarse en el Fontegrís: allí entre los juncales había muchos cisnes.
Así entraron en
Eregion, y por fin una mañana hermosa centelleó sobre las brumas; desde el
campamento que habían levantado en una colina baja, los viajeros vieron a lo
lejos en el este tres picos que se erguían a la luz del sol entre nubes
flotantes: Caradhras, Celebdil y Fanuidhol. Estaban llegando a las cercanías de
las puertas de Moria.
Allí se demoraron
siete días, porque se acercaba otra separación que era penosa para todos.
Pronto Celeborn y Galadriel y su gente se encaminarían al este, y pasando por
la Puerta del Cuerno Rojo descenderían la Escalera del arroyo Sombrío hasta
llegar al cauce de Plata y a Lothlórien. Habían hecho aquella larga travesía
por los caminos del oeste, porque tenían muchas cosas de que hablar con Elrond
y con Gandalf, quienes se quedaron allí con ellos varios días. A menudo, cuando
hacía ya un rato que los hobbits dormían profundamente, se sentaban todos
juntos a la luz de las estrellas y rememoraban tiempos idos y las alegrías y
tristezas que habían conocido en el mundo, o celebraban consejo, cambiando
ideas acerca de los tiempos por venir. Si por azar hubiese pasado por allí
algún caminante solitario, poco habría visto u oído, y le habría parecido ver
sólo figuras grises, esculpidas en piedra, en memoria de cosas de otros tiempos
y ahora perdidas en tierras deshabitadas. Porque estaban inmóviles, y no
hablaban con los labios, y se comunicaban con la mente; sólo los ojos
brillantes se movían y se iluminaban, a medida que los pensamientos iban y
venían.
Pero al cabo todo
quedó dicho, y de nuevo se separaron por algún tiempo, hasta que llegase la
hora de la desaparición de los Tres Anillos. Envuelta en los mantos grises, la
gente de Lórien cabalgó hacia las montañas, y se desvaneció rápidamente entre
las piedras y las sombras; y los que iban camino a Rivendel continuaron mirando
desde la colina, hasta que un relámpago centelleó en la bruma creciente, y ya
no vieron nada más. Y Frodo supo que Galadriel había levantado el anillo en
señal de despedida.
Sam volvió la cabeza y
suspiró: —¡Cuánto me gustaría volver a Lórien!
Por fin un día
atravesaron los altos páramos, y de improviso, como les parecía siempre a los
viajeros, llegaron a la orilla del profundo valle de Rivendel, y abajo, a lo
lejos, vieron brillar las lámparas en la casa de Elrond. Y descendieron, y
cruzaron el puente, y llegaron a las puertas, y la casa entera resplandecía de
luz y había cantos de alborozo por el regreso de Elrond.
Ante todo, antes de
comer o de lavarse y hasta de quitarse las capas, los hobbits fueron en busca
de Bilbo. Lo encontraron solo en la pequeña alcoba, atiborrada de papeles y
plumas y lápices. Pero Bilbo estaba sentado en una silla junto a un fuego
pequeño y chisporroteante. Parecía viejísimo, pero tranquilo. Y dormitaba.
Abrió los ojos y los miró cuando entraron. —¡Hola, hola!—exclamó—. ¿Así que
estáis de vuelta? Y mañana, además, es mi cumpleaños. ¡Qué oportunos! ¿Sabéis
una cosa? ¡Cumpliré ciento veintinueve! Y en un año más, si duro, tendré la
edad del Viejo Tuk. Me gustaría ganarle; pero ya veremos.
Después de la celebración
del cumpleaños de Bilbo los cuatro hobbits permanecieron unos días más en
Rivendel, casi siempre en compañía del viejo amigo, que ahora se pasaba la
mayor parte del tiempo en su cuarto, salvo las horas de las comidas, para las
cuales seguía siendo muy puntual, pues rara vez dejaba de despertarse a tiempo.
Sentados alrededor del fuego le contaron por turno todo cuanto podían recordar
de los viajes y aventuras. Al principio Bilbo simuló tomar unas notas; pero a
menudo se quedaba dormido, y cuando despertaba solía decir: «¡Qué
espléndido! ¡Qué maravilla! Pero ¿por dónde íbamos?» Entonces retomaban la
historia a partir del instante en que Bilbo había empezado a cabecear.
La única parte que en
verdad pareció mantenerlo despierto y atento fue el relato de la coronación y
la boda de Aragorn. —Estaba invitado a la boda, por supuesto—dijo—. Y tiempo
hacía que la esperaba. Pero no sé cómo, cuando llegó el momento, me di cuenta
de que tenía tanto que hacer aquí. ¡Y preparar la maleta es tan enfadoso!
Pasaron casi dos
semanas y un día Frodo al mirar por la ventana vio que durante la noche había caído
escarcha y las telarañas parecían redes blancas. Entonces supo de golpe que
había llegado el momento de partir y de decirle adiós a Bilbo. El tiempo
continuaba hermoso y sereno, después de uno de los veranos más maravillosos de
que la gente tuviese memoria; pero había llegado octubre y el aire pronto
cambiaría y una vez más comenzarían las lluvias y los vientos. Y aún les
quedaba un largo camino por delante. Sin embargo, no era el temor al mal tiempo
lo que preocupaba a Frodo. Tenía una impresión como de apremio, de que era hora
de regresar a La Comarca. Sam sentía lo mismo, pues la noche anterior le había
dicho:
—Bueno, señor Frodo,
hemos viajado mucho y lejos, y hemos visto muchas cosas; pero no creo que
hayamos conocido un lugar mejor que éste. Hay un poco de todo aquí, si usted me
entiende: La Comarca y el bosque de Oro y Gondor y las casas de los reyes y las
tabernas y las praderas y las montañas todo junto. Y sin embargo, no sé por qué
pienso que convendría partir cuanto antes. Estoy preocupado por el Tío, si he
de decirle la verdad.
—Sí, un poco de todo,
Sam, excepto el mar—había respondido Frodo; y ahora repetía para sus adentros—:
excepto el mar.
Ese día Frodo habló
con Elrond, y quedó convenido que partirían a la mañana siguiente. Para alegría
del hobbit, Gandalf dijo: —Creo que yo también iré. Hasta Bree al menos. Quiero
ver a Mantecona.
Por la noche fueron a
despedirse de Bilbo. —Y bien, si tenéis que marcharos, no hay más que hablar—dijo—.
Lo siento. Os echaré de menos. De todos modos es bueno saber que andaréis por
las cercanías. Pero me caigo de sueño. —Entonces le regaló a Frodo la cota de mithril
y Dardo, olvidando que se los había regalado antes, y
también tres libros de erudición que había escrito en distintas épocas,
garrapateados de su puño y letra, y que llevaban en los lomos rojos el
siguiente título: Traducciones del élfico por B. B.
A Sam le regaló un
saquito de oro. —Casi el último vestigio del botín de Smaug—dijo—. Puede serte
útil, si piensas en casarte, Sam. —Sam se sonrojó.
»A vosotros no tengo
nada que daros, jóvenes amigos—les dijo a Merry y Pippin—, excepto
buenos consejos. —Y cuando les hubo dado una buena dosis, agregó uno final,
según la usanza de La Comarca: —No dejéis que vuestras cabezas se vuelvan
más grandes que vuestros sombreros. ¡Pero si no paráis pronto de crecer,
los sombreros y las ropas os saldrán muy caros!
—Pero si usted quiere
ganarle en años al Viejo Tuk—dijo Pippin—, no veo por qué nosotros no podemos
tratar de ganarle a Toro Bramador.
Bilbo se echó a reír,
y sacó de un bolsillo dos hermosas pipas de boquilla de nácar y guarniciones de
plata labrada. —¡Pensad en mí cuando fuméis en ellas!—dijo—. Los elfos las hicieron
para mí, pero ya no fumo. —Y de pronto cabeceó y se adormeció un rato, y cuando
despertó dijo: —A ver ¿por dónde íbamos? Sí, claro, entregando los regalos. Lo
que me recuerda: ¿qué fue de mi Anillo, Frodo, el que tú te llevaste?
—Lo perdí, Bilbo
querido—dijo Frodo—. Me deshice de él, tú sabes.
—¡Qué lástima!—dijo
Bilbo—. Me hubiera gustado verlo de nuevo. ¡Pero no, qué tonto soy! Si a eso
fuiste, a deshacerte de él ¿no? Pero todo es tan confuso, pues se han sumado
tantas otras cosas: los asuntos de Aragorn, y el Concilio Blanco, y Gondor, y
los jinetes, y los hombres del sur, y los olifantes... ¿de veras viste uno,
Sam?; y las cavernas y las torres y los árboles dorados y vaya a saber cuántas
otras cosas.
»Es evidente que yo
volví de mi viaje por un camino demasiado recto. Gandalf hubiera podido
pasearme un poco más. Pero entonces la subasta habría terminado antes que yo
volviera, y entonces habría tenido más contratiempos aún. De todos modos ahora
es demasiado tarde; y la verdad es que creo que es mucho más cómodo estar
sentado aquí y oír todo lo que pasó. El fuego es muy acogedor aquí, y la comida
es muy buena, y hay elfos si quieres verlos. ¿Qué más puedes pedir?
El camino sigue y sigue
desde la puerta.
El camino ha ido muy lejos,
y que otros lo sigan si pueden.
Que ellos emprendan un nuevo viaje,
pero yo al fin con pies fatigados
me volveré a la taberna iluminada,
al encuentro del sueño y el reposo.[33]
Y mientras murmuraba
las palabras finales, la cabeza le cayó sobre el pecho y se quedó dormido.
La noche se adentró en
la habitación, y el fuego chisporroteó más brillante; y al mirar a Bilbo
dormido lo vieron sonreír. Permanecieron un rato en silencio; y entonces Sam,
mirando alrededor y las sombras que se movían en las paredes, dijo con voz
queda:
—No creo, señor Frodo,
que haya escrito mucho mientras estábamos fuera. Ya nunca escribirá nuestra
historia.
En eso Bilbo abrió un
ojo, casi como si hubiese oído. Y de pronto se despertó. —Ya lo veis, me he vuelto tan dormilón—dijo—, y
cuando tengo tiempo para escribir, sólo me gusta escribir poesía. Me pregunto,
Frodo, querido amigo, si no te importaría poner un poco de orden en mis cosas
antes de marcharte. Recoger todas mis notas y papeles, y también mi diario, y
llevártelos, si quieres. Te das cuenta, no tengo mucho tiempo para seleccionar
y ordenar y todo lo demás. Que Sam te ayude, y cuando hayáis puesto las cosas
en su sitio, volved, y les echaré una ojeada. No seré demasiado estricto.
—¡Claro que lo haré!—dijo
Frodo—. Y volveré pronto, por supuesto : ya no habrá peligro. Ahora hay un
verdadero rey, y pronto pondrá los caminos en condiciones.
—¡Gracias, mi querido
amigo!—dijo Bilbo—. Es en verdad un gran alivio para mi cabeza. —Y dicho esto
volvió a quedarse dormido.
Al día siguiente
Gandalf y los hobbits se despidieron de Bilbo en su habitación, porque hacía
frío al aire libre; y dijeron adiós a Elrond y a todos los de la casa. Cuando
Frodo estaba de pie en el umbral, Elrond le deseó buen viaje y lo bendijo.
—Me parece, Frodo, que
no será necesario que vuelvas aquí a menos que lo hagas muy pronto. Dentro de
un año, por esta misma época, cuando las hojas son de oro antes de caer, busca
a Bilbo en los bosques de La Comarca. Yo estaré con él.
Nadie más oyó estas
palabras, y Frodo las guardó como un secreto.
LXIV.RUMBO A CASA
EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO VII
Por fin los hobbits
emprendieron el viaje de vuelta. Ahora estaban ansiosos por volver a ver La
Comarca; sin embargo, al principio cabalgaron a paso lento, pues Frodo había
estado algo intranquilo. En el vado del Bruinen se había detenido como si
temiera aventurarse a cruzar el agua, y sus compañeros notaron que por momentos
parecía no verlos, ni a ellos ni al mundo de alrededor. Todo aquel día había
estado silencioso. Era el seis de octubre.
—¿Te duele algo,
Frodo?—le preguntó en voz baja Gandalf que cabalgaba junto a él.
—Bueno, sí—dijo Frodo—.
Es el hombro. Me duele la herida, y me pesa el recuerdo de la oscuridad. Hoy se
cumple un año.
—¡Ay!—dijo Gandalf—.
Ciertas heridas nunca curan del todo.
—Temo que la mía sea
una de ellas—dijo Frodo—. No hay un verdadero regreso. Aunque vuelva a La
Comarca, no me parecerá la misma; porque yo no seré el mismo. Llevo en mí la
herida de un puñal, la de un aguijón y la de unos dientes; y la de una larga y
pesada carga. ¿Dónde encontraré reposo?
Gandalf no respondió.
Al final del día
siguiente el dolor y el desasosiego habían desaparecido, y Frodo estaba
contento otra vez, alegre como si no recordase las tinieblas de la víspera. A
partir de entonces el viaje prosiguió sin tropiezos, y los días fueron pasando
pues cabalgaban sin prisa y a menudo se demoraban en los hermosos bosques,
donde las hojas eran rojas y amarillas al sol del otoño. Y llegaron por fin a
la cima de los Vientos; y se acercaba la hora del ocaso y la sombra de la
colina se proyectaba oscura sobre el camino. Frodo les rogó entonces que
apresuraran el paso, y sin una sola mirada a la colina, atravesó la sombra con
la cabeza gacha y arrebujado en la capa. Por la noche el tiempo cambió, y un
viento cargado de lluvia sopló desde el oeste, frío e inclemente, y las hojas
amarillas se arremolinaron como pájaros en el aire. Cuando llegaron al bosque
de Chet ya las ramas estaban casi desnudas, y una espesa cortina de lluvia
ocultaba la colina de Bree.
Así fue como hacia el final
de un atardecer lluvioso y borrascoso de los últimos días de octubre, los cinco
jinetes remontaron la cuesta sinuosa y llegaron a la puerta meridional de Bree.
Estaba cerrada; y la lluvia les azotaba las caras y en el cielo crepuscular las
nubes bajas se perseguían. Y los corazones se les encogieron, porque habían
esperado una recepción más calurosa.
Cuando hubieron
llamado varias veces, apareció por fin el guardián, y vieron que llevaba un
pesado garrote; los observó con temor y desconfianza; pero cuando reconoció a
Gandalf, y notó que quienes lo acompañaban eran hobbits, a pesar de los
extraños atavíos, se le iluminó el semblante y les dio la bienvenida.
—¡Entrad!—dijo,
quitando los cerrojos—. No nos quedemos charlando aquí, con este frío y esta
lluvia; una verdadera noche de rufianes, pero el viejo Cebadilla sin duda os
recibirá con gusto en El Poni, y allí oiréis todo cuanto hay para oír, y
mucho más.
—Y tú oirás más tarde
todo cuanto nosotros tenemos para contar—rio Gandalf—. ¿Cómo está Herry?
El guardián se
enfurruñó. —Se marchó—dijo—. Pero será mejor que se lo preguntes a Cebadilla.
¡Buenas noches!
—¡Buenas noches a ti!—dijeron
los recién llegados, y entraron; y vieron entonces que detrás del seto que
bordeaba el camino habían construido una cabaña larga y baja, y que varios
hombres habían salido de ella y los observaban por encima del cerco. Al llegar
a la casa de Bill Helechal vieron que allí el cerco estaba descuidado, y que
las ventanas habían sido tapiadas.
—¿Crees que lo habrás
matado con aquella manzana, Sam?—dijo Pippin.
—Sería mucho esperar,
señor Pippin—dijo Sam—. Pero me gustaría saber qué fue de ese pobre poni. Me he
acordado de él más de una vez, y de los lobos que aullaban y todo lo demás.
Llegaron por fin a El
Poni Pisador, que visto de fuera al menos no había cambiado mucho; y había
luces detrás de las cortinas rojas en las ventanas más bajas. Tocaron la
campana, y Nob acudió a la puerta, y abrió un resquicio y espió; y al verlos
allí bajo la lámpara dio un grito de sorpresa.
—¡Señor Mantecona!
¡Patrón! ¡Han regresado!
—Oh ¿de veras? Les voy
a dar—se oyó la voz de Mantecona, y salió como una tromba, garrote en mano.
Pero cuando vio quiénes eran se detuvo en seco, y el ceño furibundo se le
transformó en un gesto de asombro y de alegría.
—¡Nob, tonto de
capirote!—gritó—. ¿No sabes llamar por su nombre a los viejos amigos? No
tendrías que darme estos sustos, en los tiempos que corren. ¡Bien, bien! ¿Y de
dónde vienen ustedes? Nunca esperé volver a ver a ninguno, y es la pura verdad:
marcharse así, a las tierras salvajes, con ese tal Trancos, y todos esos hombres
de negro siempre yendo y viniendo. Pero estoy muy contento de verlos, y a Gandalf
más que a ninguno. ¡Adelante! ¡Adelante! ¿Las mismas habitaciones de siempre?
Están desocupadas. En realidad, casi todas están vacías en estos tiempos, cosa
que no les ocultaré, ya que no tardarán en descubrirlo. Y veré qué se puede
hacer por la cena, lo más pronto posible; pero estoy corto de ayuda en estos
momentos. ¡Eh, Nob, camastrón! ¡Avísale a Bob! Ah, me olvidaba, Bob se ha
marchado: ahora al anochecer vuelve a la casa de su familia. ¡Bueno, lleva los ponis
de los huéspedes a las caballerizas, Nob! Y tú, Gandalf, sin duda querrás
llevar tú mismo el caballo al establo. Un animal magnífico, como dije la
primera vez que lo vi. ¡Bueno, adelante! ¡Hagan cuenta de que están en casa!
El señor Mantecona en
todo caso no había cambiado la manera de hablar, y parecía vivir siempre en la
misma agitación sin resuello. Y sin embargo no había casi nadie en la posada, y
todo estaba en calma; del salón común llegaba un murmullo apagado de no más de
dos o tres voces. Y vista más de cerca, a la luz de las dos velas que había
encendido y que llevaba ante ellos, la cara del posadero parecía un tanto ajada
y consumida por las preocupaciones.
Los condujo por el
corredor hasta la salita en que se habían reunido aquella noche extraña, más de
un año atrás; y ellos lo siguieron, algo desazonados, pues era obvio que el
viejo Cebadilla estaba tratando de ponerle al mal tiempo buena cara. Las cosas
ya no eran como antes. Pero no dijeron nada, y esperaron.
Como era de prever,
después de la cena el señor Mantecona fue a la salita para ver si todo había
sido del agrado de los huéspedes. Y lo había sido por cierto: en todo caso los
cambios no habían afectado ni a la cerveza ni a las vituallas de El Poni.
—No me atreveré a sugerirles que vayan al salón común esta noche—dijo Mantecona—.
Han de estar fatigados; y de todas maneras hoy no hay mucha gente allí. Pero si
quisieran dedicarme una media hora antes de recogerse a descansar, me gustaría
mucho charlar un rato con ustedes, tranquilos y a solas.
—Eso es justamente lo
que también nos gustaría a nosotros—dijo Gandalf—. No estamos cansados. Nos
hemos tomado las cosas con calma últimamente. Estábamos mojados, con frío y
hambrientos, pero todo eso tú lo has curado. ¡Ven, siéntate! Y si tienes un
poco de hierba para pipa, te daremos nuestra bendición.
—Bueno, me sentiría
más feliz si me hubieras pedido cualquier otra cosa—dijo Mantecona—. Eso es
algo justamente de lo que andamos escasos, pues la única hierba que tenemos es
la que cultivamos nosotros mismos, y no es bastante. En estos tiempos no llega
nada de La Comarca. Pero haré lo que pueda.
Cuando volvió traía
una provisión suficiente para un par de días: un apretado manojo de hojas sin
cortar. —De las colinas del sur—dijo—, y la mejor que tenemos; pero no puede ni
compararse con la de la Cuaderna del Sur, como siempre he dicho, aunque en la
mayoría de las cosas estoy a favor de Bree, con el perdón de ustedes.
Lo instalaron en un
sillón junto al fuego, y Gandalf se sentó del otro lado del hogar, y los
hobbits en sillas bajas entre uno y otro; y entonces hablaron durante muchas
medias horas, e intercambiaron todas aquellas noticias que el señor Mantecona
quiso saber o comunicar. La mayor parte de las cosas que tenían para contarle
dejaban simplemente pasmado de asombro al posadero, y superaban todo lo que él
podía imaginar, y provocaban escasos comentarios fuera de: —No me diga—y el
señor Mantecona lo repetía una y otra vez como si dudara de sus propios oídos—.
No me diga, señor Bolsón ¿o era señor Sotomonte? Estoy tan confundido. ¡No me
digas, Gandalf! ¡Increíble! ¡Quién lo hubiera pensado, en nuestros tiempos!
Pero él, por su parte,
habló largo y tendido. Las cosas distaban de andar bien, contó. Los negocios no
sólo no prosperaban; eran un verdadero desastre. —Ya ningún forastero se
acerca a Bree—dijo—. Y las gentes de por aquí se quedan en casa casi todo el
tiempo, y a puertas trancadas. La culpa de todo la tienen esos recién llegados
y esos vagabundos que empezaron a aparecer por el Camino Verde el año pasado,
como ustedes recordarán; pero más tarde vinieron más. Algunos eran pobres
infelices que huían de la desgracia; pero la mayoría eran hombres malvados,
ladrones y dañinos. Y aquí mismo, en Bree, hubo disturbios, disturbios graves.
Y tuvimos una verdadera refriega, y a alguna gente la mataron, ¡la mataron bien
muerta! Si quieren creerme.
—Te creo—dijo Gandalf—.
¿Cuántos?
—Tres y dos—dijo Mantecona,
refiriéndose a la gente grande y a la pequeña—. Murieron el pobre Mat Dedos
Matosos, y Rowlie Manzano, y el pequeño Tom Abrojos, de la otra vertiente de la
colina; y Willie Bancos de allá arriba, y uno de los Sotomonte de Entibo; toda
buena gente, se la echa de menos. Y Herry Madreselva, el que antes estaba en la
puerta del oeste, y ese Bill Helechal, se pasaron al bando de los intrusos, y
se quedaron con ellos; y fueron ellos quienes los dejaron entrar, me parece a
mí. La noche de la batalla, quiero decir. Y eso fue después que les mostramos
las puertas y los echamos; pasó antes de fin de año; y la batalla fue a
principios del Año Nuevo, después de la gran nevada.
»Y ahora les ha dado
por robar y viven afuera, escondidos en los bosques del otro lado de Archet, y
en las tierras salvajes allá por el norte. Es un poco como en los malos tiempos
de antes de que hablan las leyendas, digo yo. Ya no hay seguridad en los
caminos y nadie va muy lejos, y la gente se encierra temprano en las casas.
Hemos tenido que poner centinelas todo alrededor de la empalizada y muchos
hombres a vigilar las puertas durante la noche.
—Bueno, a nosotros
nadie nos molestó—dijo Pippin—y vinimos lentamente, y sin montar guardias.
Creíamos haber dejado atrás todos los problemas.
—Ah, eso no, señor, y
es lo más triste del caso—dijo Mantecona—. Pero no me extraña que los hayan
dejado tranquilos. No se van a atrever a atacar a gente armada, con espadas y
yelmos y escudos y todo. Lo pensarían dos veces, sí señor. Y les confieso que
yo mismo quedé un poco desconcertado hoy cuando los vi.
Y entonces, de pronto,
los hobbits comprendieron que la gente los miraba con estupefacción, no por la
sorpresa de verlos de vuelta sino por las ropas insólitas que vestían. Tanto se
habían acostumbrado a las guerras y a cabalgar en compañía de atavíos
relucientes, que no se les había ocurrido en ningún momento que las cotas de
malla que les asomaban por debajo de los mantos, los yelmos de Gondor y de la
Marca, las hermosas insignias de los escudos, podían parecer extravagancias en La
Comarca. Hasta el propio Gandalf, que ahora cabalgaba en un gran corcel gris,
todo vestido de blanco, envuelto en un amplio manto azul y plata, y con la
larga espada Glamdring al cinto.
Gandalf se echó a
reír. —Bueno, bueno—dijo—. Si sólo cinco como nosotros bastan para
amedrentarlos, con peores enemigos nos hemos topado antes. En todo caso, te
dejarán en paz por la noche, mientras estemos aquí.
—¿Y cuánto durará eso?—dijo
Mantecona—. No negaré que nos encantaría tenerlos con nosotros una temporada.
Aquí no estamos acostumbrados a estos problemas, como ustedes saben, y los
montaraces se han marchado, por lo que me dice la gente. Creo que hasta ahora
no habíamos apreciado bien lo que ellos hacían por nosotros. Porque hubo cosas
peores que ladrones por estos lados. El invierno pasado había lobos que
aullaban alrededor de la empalizada. Y en los bosques merodeaban formas
oscuras, cosas horripilantes que le helaban a uno la sangre en las venas. Todo
muy alarmante, si ustedes me entienden.
—Me imagino que sí—dijo
Gandalf—. En casi todos los países ha habido disturbios en estos tiempos,
graves disturbios. Pero ¡alégrate, Cebadilla! Has estado en un tris de verte
envuelto en problemas muy serios, y me hace feliz saber que no te han tocado
más de cerca. Pero se aproximan tiempos mejores. Mejores quizá que todos
aquéllos de que tienes memoria. Los montaraces han vuelto. Nosotros mismos
hemos regresado con ellos. Y hay de nuevo un rey, Cebadilla. Y pronto se
ocupará de esta región.
«Entonces se abrirá
nuevamente el Camino Verde, y los mensajeros del rey vendrán al norte, y habrá
un tránsito constante y las criaturas malignas serán expulsadas de las regiones
desiertas. En verdad, con el paso del tiempo, los eriales dejarán de ser
eriales, y donde antes hubo desiertos y tierras incultas habrá gentes y
praderas.
El señor Mantecona
sacudió la cabeza. —Que haya un poco de gente decente y respetable en los
caminos, no hará mal a nadie—dijo. Pero no queremos más chusma ni rufianes. Y
no queremos más intrusos en Bree, ni cerca de Bree. Queremos que nos dejen en
paz. No quiero ver acampar por aquí e instalarse por allá a toda una multitud de
extranjeros que vienen a echar a perder nuestro país.
—Te dejarán en paz,
Cebadilla—dijo Gandalf—. Hay espacio suficiente para varios reinos, entre el
Isen y el Fontegrís, o a lo largo de las costas meridionales del Brandivino,
sin que nadie venga a habitar a menos de varias jornadas de cabalgata de Bree.
Y mucha gente vivía antiguamente en el norte, a un centenar de millas [161
kilómetros] de aquí, o más, en el
otro extremo del Camino Verde: en las quebradas del norte o en las cercanías
del lago del Crepúsculo.
—¿Allá arriba, cerca
del Muro de los Muertos?—dijo Mantecona, con un aire aún más dubitativo—. Dicen
que es una región habitada por fantasmas. Sólo ladrones se atreverían a vivir
allí.
—Los montaraces van
allí—dijo Gandalf—. El Muro de los Muertos, dices. Así lo han llamado
durante largos años; pero el verdadero nombre, Cebadilla, es Fornost Erain,
Norburgo de los Reyes. Y allí volverá el rey, algún día, y entonces verás pasar
alguna hermosa gente.
—Bueno, eso suena un
poco más alentador, lo reconozco—dijo Mantecona—. Y será sin duda bueno para
los negocios. Siempre y cuando deje en paz a Bree.
—La dejará en paz—dijo
Gandalf—. La conoce y la ama.
—¿De veras?—dijo
Mantecona, perplejo—. Aunque no me imagino cómo puede conocerla, sentado en ese
alto trono, allá en ese inmenso castillo, a centenares de millas de distancia,
y bebiendo el vino de un cáliz de oro, no me extrañaría. ¿Qué es para él El Poni
o un jarro de cerveza? ¡No porque mi cerveza no sea buena, Gandalf! Es
excepcionalmente buena desde que viniste en el otoño del año pasado y le
echaste una buena palabra. Y te diré que en medio de todos estos males, ha sido
un consuelo.
—¡Ah!—dijo Sam—. Pero
él dice que tu cerveza siempre es buena.
—¿Él dice?
—Claro que sí,
Trancos. El jefe de los montaraces. ¿No te ha entrado todavía en la cabeza?
Mantecona entendió al
fin, y la cara se le transformó en una máscara de asombro: boquiabierto, los
ojos redondos en la cara rechoncha, sin aliento. —¡Trancos!—exclamó cuando pudo
respirar otra vez—. ¡Él con corona y todo, y un cáliz de oro! Bueno ¿dónde
vamos a parar?
—A tiempos mejores, al
menos para Bree—respondió Gandalf.
—Así lo espero, en
verdad—dijo Mantecona—. Bueno, ha sido la charla más agradable que he tenido en
un mes lleno de lunes. Y no negaré que esta noche dormiré más tranquilo y con
el corazón aliviado. Ustedes me han traído en verdad muchas cosas en que
pensar, pero lo postergaré hasta mañana. Estoy listo para acostarme, y no dudo
que también ustedes se irán a dormir de buena gana. ¡Eh, Nob!—llamó, mientras
iba hacia la puerta—. ¡Nob, camastrón!
»¡Nob!—se dijo en
seguida, palmeándose la frente—. ¿Qué me recuerda esto?
—No otra carta de la
que se ha olvidado, espero, señor Mantecona—dijo Merry.
—Por favor, por favor,
señor Brandigamo, ¡no venga a recordármelo! Pero ahí tiene, me cortó el
pensamiento. ¿Dónde estaba? Nob, caballerizas... Ah, eso era. Tengo aquí algo
que les pertenece. Si se acuerdan de Bill Helechal y el robo de los caballos:
el poni que ustedes le compraron, está aquí. Volvió solo, sí. Pero por dónde
anduvo, ustedes lo sabrán mejor que yo. Parecía un perro viejo, y estaba flaco
como una caña, pero vivo. Nob lo ha cuidado.
—¡Qué! ¡Mi Bill!—exclamó
Sam—. Bueno, diga lo que diga el Tío, nací con buena estrella. ¡Otro deseo que
se cumple! ¿Dónde está? —Y no quiso irse a la cama antes de haber visitado a
Bill en el establo.
Los viajeros se
quedaron en Bree el día siguiente, y el señor Mantecona no tuvo motivos para
quejarse de los negocios, al menos aquella noche. La curiosidad venció todos
los temores, y la casa estaba de bote en bote. Por cortesía, los hobbits fueron
al salón común durante la velada y contestaron a muchas preguntas. Y como la
gente de Bree tenía buena memoria, a Frodo le preguntaron muchas veces si había
escrito el libro.
—Todavía no—contestaba—.
Ahora voy a casa a poner en orden mis notas. —Prometió narrar los extraños
sucesos de Bree, y dar así un toque de interés a un libro que al parecer se
ocuparía sobre todo de los remotos y menos importantes acontecimientos del «lejano
sur».
De pronto, uno de los
más jóvenes pidió una canción. Y entonces hubo un silencio, y todos miraron al
joven con enfado, y el pedido no fue repetido. Evidentemente nadie deseaba que
algo sobrenatural ocurriera otra vez en el salón.
Sin problemas durante
el día, ni ruidos durante la noche, nada turbó la paz de Bree mientras los
viajeros estuvieron allí; pero a la mañana siguiente se levantaron temprano,
porque como el tiempo continuaba lluvioso deseaban llegar a La Comarca antes de
la noche, y los esperaba una larga cabalgata. Todos los habitantes de Bree
salieron a despedirlos, y estaban de mejor humor que el que habían tenido en
todo un año; y los que aún no habían visto a los viajeros engalanados se
quedaron pasmados de asombro: Gandalf con su barba blanca y la luz que parecía
irradiar, como si el manto azul fuera sólo una nube que cubriera el sol; y los
cuatro hobbits como caballeros andantes salidos de cuentos casi olvidados.
Hasta aquellos que se habían reído al oírles hablar del rey empezaron a pensar
que quizás habría algo de verdad en todo aquello.
—Bien, buena suerte en
el camino, y buen retorno—dijo el señor Mantecona—. Tendría que haberles
advertido antes que tampoco en La Comarca anda todo bien, si lo que he oído es
verdad. Pasan cosas raras, dicen. Pero una idea se lleva la otra, y estaba
preocupado por mis propios problemas. Si me permiten el atrevimiento, les diré
que han vuelto cambiados de todos esos viajes, y ahora parecen gente capaz de
afrontar las dificultades con serenidad. No dudo que muy pronto habrán puesto
todo en su sitio. ¡Buena suerte! Y cuanto más a menudo vuelvan, más halagado me
sentiré.
Le dijeron adiós y se
alejaron a caballo, y saliendo por la puerta del oeste se encaminaron a La
Comarca. El poni Bill iba con ellos, y como antes cargaba con una buena
cantidad de equipaje, pero trotaba junto a Sam y parecía satisfecho.
—Me pregunto qué habrá
querido insinuar el viejo Cebadilla—dijo Frodo.
—Algo puedo imaginarme—dijo
Sam, con aire sombrío—. Lo que vi en el espejo: los árboles derribados y todo
lo demás, y el viejo Tío echado de Bolsón de Tirada. Tendría que haber vuelto
antes.
—Y es evidente que
algo anda mal en la Cuaderna del Sur—dijo Merry—. Hay una escasez general de
hierba para pipa.
—Sea lo que sea—dijo
Pippin—, Lotho ha de andar detrás de todo eso, puedes estar seguro.
—Metido en eso, pero
no detrás—dijo Gandalf—. Te olvidas de Saruman. Empezó a mostrar interés por La
Comarca aún antes que Mordor.
—Bueno, te tenemos con
nosotros—dijo Merry—, así que las cosas pronto se aclararán.
—Estoy ahora con
vosotros—replicó Gandalf—, pero pronto no estaré. Yo no voy a La Comarca.
Tendréis que deshacer vosotros mismos los entuertos: para eso habéis sido
preparados. ¿No lo comprendéis aún? Mi tiempo ha pasado ya: no me incumbe a mí
enderezar las cosas, ni ayudar a la gente a enderezarlas. En cuanto a vosotros,
mis queridos amigos, no necesitaréis ayuda. Ahora habéis crecido. Habéis
crecido mucho en verdad: estáis entre los grandes, y no temo por la suerte de
ninguno de vosotros.
»Pero si queréis
saberlo, pronto me separaré de vosotros. Tendré una larga charla con Bombadil:
una charla como no he tenido en todo mi tiempo. Él ha juntado moho, y yo he
sido una piedra condenada a rodar. Pero mis días de rodar están terminando, y
ahora tendremos muchas cosas que decirnos.
Al poco rato llegaron
al punto del camino del este en que se habían despedido de Bombadil; y tenían
la esperanza y casi la certeza de que lo verían allí de pie, esperándolos para
saludarlos al pasar. Pero no lo vieron, y había una bruma gris sobre las quebradas
de los Túmulos en el sur, y un velo espeso que cubría el bosque Viejo en
lontananza.
Se detuvieron y Frodo
miró al sur con nostalgia. —Me gustaría tanto volver a ver al viejo amigo. Me
pregunto cómo andará.
—Tan bien como
siempre, puedes estar seguro—dijo Gandalf—. Muy tranquilo; y no muy interesado,
sospecho, en nada de cuanto hemos hecho o visto, salvo tal vez nuestras visitas
a los ents. Quizás en algún momento, más adelante, puedas ir a verlo. Pero yo
en vuestro lugar me apresuraría, o no llegaréis al puente del Brandivino antes
que cierren las puertas.
—Si no hay ninguna
puerta—dijo Merry—, no en el camino; lo sabes muy bien. Está la puerta de Los
Gamos, por supuesto; pero allí a mí me dejarán entrar a cualquier hora.
—No había ninguna
puerta, querrás decir—dijo Gandalf—. Creo que ahora encontrarás algunas. Y
acaso hasta en la puerta de Los Gamos tropieces con más dificultades de las que
supones. Pero sabréis qué hacer. ¡Adiós, mis queridos amigos! No por última
vez, todavía no. ¡Adiós!
Hizo salir del camino
a Sombragrís, y el gran corcel cruzó de un salto la zanja verde que corría al
lado, y a una voz de Gandalf desapareció galopando como un viento del norte
hacia las quebradas de los Túmulos.
—Bueno, aquí estamos,
nosotros cuatro solos, los que partimos juntos—dijo Merry—. Hemos dejado por el
camino a todos los demás, uno después de otro. Parece casi como un sueño que se
hubiera desvanecido lentamente.
—No para mí—dijo Frodo—.
Para mí es más como volver a dormir.
LXV.EL SANEAMIENTO DE LA COMARCA
EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO VIII
Había caído la noche
cuando, empapados y rendidos de cansancio, los viajeros llegaron por fin al
puente del Brandivino. Lo encontraron cerrado: en cada una de las cabeceras del
puente se levantaba una gran puerta enrejada coronada de púas; y vieron que del
otro lado del río habían construido algunas casas nuevas: de dos plantas, con
estrechas ventanas rectangulares, desnudas y mal iluminadas, todo muy lúgubre,
y para nada en consonancia con el estilo característico de La Comarca.
Golpearon con fuerza
la puerta exterior y llamaron a voces, pero al principio no obtuvieron
respuesta; de pronto, ante el asombro de los recién llegados, alguien sopló un
cuerno, y las luces se apagaron en las ventanas. Una voz gritó en la oscuridad:
—¿Quién llama? ¡Fuera!
¡No pueden entrar! ¿No han leído el letrero: Prohibida la entrada entre la
puesta y la salida del sol?
—No podemos leer el
letrero en la oscuridad—respondió Sam a voz en cuello—. Y si en una noche como
ésta, hobbits de La Comarca tienen que quedarse fuera bajo la lluvia, arrancaré
tu letrero tan pronto como lo encuentre.
En respuesta, una
ventana se cerró con un golpe, y una multitud de hobbits provistos de linternas
emergió de la casa de la izquierda. Abrieron la primera puerta y algunos de
ellos se acercaron al puente. El aspecto de los viajeros pareció amedrentarlos.
—¡Acércate!—dijo
Merry, que había reconocido a uno de los hobbits—. ¿No me reconoces, Hob
Guardacercas? Soy yo, Merry Brandigamo, y me gustaría saber qué significa todo
esto, y qué hace aquí un Gamuno como tú. Antes estabas en la puerta de la Cerca.
—¡Misericordia! ¡Si es
el señor Merry, y en uniforme de combate!—exclamó el viejo Hob—. ¡Pero cómo, si
decían que estaba muerto! Desaparecido en el bosque Viejo, eso decían. ¡Me
alegro de verlo vivo, de todos modos!
—¡Entonces acaba de
mirarme boquiabierto espiando entre los barrotes, y abre la puerta!—dijo Merry.
—Lo siento, señor
Merry, pero tenemos órdenes.
—¿Ordenes de quién?
—Del jefe, allá
arriba, en Bolsón Cerrado.
—¿Jefe? ¿jefe? ¿Te
refieres al señor Lotho?—preguntó Frodo.
—Supongo que sí, señor
Bolsón; pero ahora tenemos que decir «el jefe», nada más.
—¡De veras!—dijo Frodo—.
Bueno, me alegro al menos que haya prescindido del apellido Bolsón. Pero ya es
hora de que la familia se encargue de él y lo ponga en el lugar que le
corresponde.
Entre los hobbits que
estaban del otro lado de la puerta se hizo un silencio. —No le hará bien a nadie hablando
de esa manera—dijo uno—. Llegarán a oídos de él. Y si meten tanta bulla
despertarán al hombre grande que ayuda al jefe.
—Lo despertaremos de
una forma que lo sorprenderá—dijo Merry—. Si lo que quieres decir es que ese
maravilloso jefe tiene rufianes a sueldo venidos quién sabe de dónde, entonces
no hemos regresado demasiado pronto. —Se apeó del poni de un salto, y al ver el
letrero a la luz de las linternas, lo arrancó y lo arrojó del otro lado de la
puerta. Los hobbits retrocedieron, sin dar señales de decidirse a abrir. —Adelante,
Pippin—dijo Merry—. Con nosotros dos bastará.
Merry y Pippin se
encaramaron a la puerta, y los hobbits huyeron precipitadamente. Sonó otro
cuerno. En la casa más grande, la de la derecha, una figura pesada y corpulenta
se recortó bajo la luz del portal.
—¿Qué significa todo
esto?—gruñó, mientras se acercaba—. Con que violando la entrada ¿eh? ¡Largo de
aquí o los acogotaré a todos!—Se detuvo de golpe, al ver el brillo de las
espadas.
—Bill Helechal—dijo
Merry—, si dentro de diez segundos no has abierto esa puerta, tendrás que
arrepentirte. Conocerás el frío de mi acero, si no obedeces. Y cuando la hayas
abierto te irás por ella y no volverás nunca más. Eres un rufián y un
bandolero.
Bill Helechal,
acobardado, se arrastró hasta la puerta y la abrió. —¡Dame
la llave!—dijo Merry. El bandido se la arrojó a la cabeza y escapó hacia la
oscuridad. Cuando pasaba junto a los ponis, uno de ellos le lanzó una coz que
lo alcanzó en plena carrera. Con un alarido se perdió en la noche, y nunca más
volvió a saberse de él.
—Buen trabajo, Bill—dijo
Sam, refiriéndose al poni.
—Allá va el famoso hombre
grande—dijo Merry—. Más tarde iremos a ver al jefe. Lo que ahora queremos es
alojamiento por esta noche, y como parece que han demolido la Posada del
Puente, para levantar este caserío tétrico, ustedes tendrán que
acomodarnos.
—Lo siento, señor
Merry—dijo Hob—, pero no está permitido.
—¿Qué no está
permitido?
—Alojar huéspedes
imprevistos, y consumir alimentos de más, y esas cosas—dijo Hob.
—¿Qué diantre pasa?—dijo
Merry—. ¿Han tenido un año malo, o qué? Creía que el verano había sido
espléndido, y la cosecha óptima.
—Bueno, sí, el año fue
bastante bueno—dijo Hob—. Cultivamos mucho y de todo, pero no sabemos a dónde
va a parar. Son esos «recolectores» y «repartidores», supongo,
que andan por aquí contando y midiendo y llevándoselo todo para almacenarlo. Es
más lo que recolectan que lo que reparten, y la mayor parte de las cosas nunca
las volvemos a ver.
—¡Oh, ya basta!—dijo
Pippin, bostezando—. Todo esto es demasiado fatigoso para mí esta noche.
Tenemos víveres en nuestros sacos. Danos sólo un cuarto donde echarnos a
descansar. De todos modos, será mejor que muchos de los lugares que hemos
conocido.
Los hobbits de la
puerta todavía parecían inquietos, pues era evidente que se estaba quebrantando
alguna norma; pero era imposible tratar de contradecir a cuatro viajeros tan
autoritarios, todos armados por añadidura, y dos de ellos excepcionalmente altos
y fornidos. Frodo ordenó que volvieran a cerrar las puertas. De todos modos,
parecía justificado montar guardia mientras hubiese bandidos merodeando. Los
cuatro compañeros entraron en la casa de los guardianes y se instalaron lo más
cómodamente que pudieron. Era desnuda e inhóspita, con un hogar miserable en el
que el fuego siempre se apagaba. En los cuartos de la planta alta había
pequeñas hileras de camastros duros, y en cada una de las paredes un letrero y
una lista de normas. Pippin los arrancó de un tirón. No tenían cerveza y muy
poca comida, pero los viajeros compartieron lo que traían y todos disfrutaron
de una cena aceptable; y Pippin quebrantó la norma 4 poniendo en el
hogar la mayor parte de la ración de leña del día siguiente.
—Bueno ¿qué les parece
si fumamos un poco mientras nos cuentan las novedades de La Comarca?—dijo.
—No hay hierba para
pipa ahora—dijo Hob—; y la que hay, se la han guardado los hombres del jefe.
Todas las reservas parecen haber desaparecido. Lo que hemos oído es que
carretones enteros de hierba partieron por el Camino Verde desde la Cuaderna
del Sur, a través del vado del Sarn. Eso fue al final del año pasado, después
de la partida de ustedes. Pero ya antes la habían estado sacando en secreto de La
Comarca, en pequeñas cantidades. Ese Lotho...
—¡Cierra el pico, Hob
Guardacercas!—gritaron varios hobbits—. Sabes que no está permitido hablar así.
El jefe se enterará, y todos nos veremos en figurillas.
—No tendría por qué
enterarse de nada, si algunos de los presentes no fueran soplones—replicó Hob,
enfurecido.
—¡Está bien, está
bien!—dijo Sam—. Es suficiente. No quiero saber nada más. Ni bienvenida, ni
cerveza, ni hierba para pipa, y un montón de normas y de cháchara digna de los
orcos. Esperaba descansar, pero por lo que veo tenemos afanes y problemas por
delante. ¡Vamos a dormir y olvidémonos de todo hasta mañana!
Era evidente que el
nuevo «jefe» tenía medios para enterarse de las novedades. Desde el puente
hasta Bolsón Cerrado había unas cuarenta millas largas [64 kilómetros], pero alguien las había recorrido a gran
velocidad. Y Frodo y sus amigos no tardaron en descubrirlo.
No tenían aún planes
definidos, pero pensaban de algún modo en ir todos juntos a Cricava, y
descansar allí un tiempo. Ahora, sin embargo, viendo cómo estaban las cosas,
decidieron ir directamente a Hobbiton. Así pues, al día siguiente tomaron el
camino, y marcharon a un trote lento pero constante. Aunque el viento había
amainado, el cielo seguía gris, y el país tenía un aspecto triste y desolado;
pero al fin y al cabo era primero de noviembre, en las postrimerías del otoño.
No obstante, les sorprendió ver tantos incendios, y humaredas que brotaban
desde muchos sitios en los alrededores. Una gran nube trepaba a lo lejos hacia
el bosque Cerrado.
Al caer de la tarde
llegaron a las cercanías de Los Ranales, una aldea situada sobre el camino, a
unas veintidós millas [35 kilómetros] del puente. Allí tenían la intención de pasar
la noche: El Leño Flotante de Los Ranales era una buena posada. Pero
cuando llegaron al extremo este de la aldea encontraron una barrera con un gran
letrero que decía Camino Cerrado; y detrás de la barrera un nutrido
pelotón de oficiales de La Comarca provistos de garrotes y con plumas en los
sombreros. Tenían una actitud arrogante y al mismo tiempo temerosa.
—¿Qué es todo esto?—dijo
Frodo, casi tentado de soltar la carcajada.
—Es lo que es, señor
Bolsón—dijo el cabecilla de los oficiales, un hobbit con tres plumas—. Están
ustedes arrestados por violación de puerta, y por destrucción de normas,
y por ataque a guardianes, y por transgresiones reiteradas, y por
haber pernoctado en los edificios de La Comarca sin autorización, y por sobornar
a los guardias con comida.
—¿Y qué más?—dijo
Frodo.
—Con esto basta para
empezar—dijo el cabecilla de los oficiales de La Comarca.
—Si usted quiere, yo
podría agregar algunos motivos más—dijo Sam—. Por insultar al jefe, por tener
ganas de estamparle un puñetazo en la facha granujienta, y por pensar
que los oficiales de La Comarca parecen una tropilla de fantoches.
—Oiga, señor, ya
basta. Por orden del jefe tienen que acompañarnos sin chistar. Ahora los
llevaremos a Delagua y los entregaremos a los hombres del jefe; y cuando él se
haya ocupado del caso, podrán decir lo que tengan que decir. Pero si no quieren
quedarse en las celdas demasiado tiempo, yo si fuera ustedes pondría punto en
boca.
Ante la decepción de
los oficiales de La Comarca, Frodo y sus compañeros estallaron en carcajadas. —¡No
sea ridículo!—dijo Frodo—. Yo voy a donde me place, y cuando se me da la gana.
Y da la casualidad que ahora iba a Bolsón Cerrado por negocios, pero si
insisten en acompañarnos, bueno, es asunto de ustedes.
—Muy bien, señor
Bolsón—dijo el jefe, empujando hacia un lado la barrera—. Pero no olvide que
está bajo arresto.
—No lo olvidaré—dijo
Frodo—. Jamás. Pero quizá pueda perdonarlo. Y ahora, porque no pienso ir más
lejos por hoy, si tiene la amabilidad de escoltarme hasta El Leño Flotante,
le quedaré muy agradecido.
—No puedo hacerlo,
señor Bolsón. La posada está clausurada. Hay una casa de oficiales de La
Comarca en el otro extremo de la aldea. Los llevaré allí.
—Está bien—dijo Frodo—.
Vayan ustedes delante, y nosotros los seguiremos.
Sam había estado
observando a todos los oficiales, y descubrió a un conocido. —¡Eh, ven aquí, Robin
Madriguera!—llamó—. Quiero hablarte un momento.
Tras una mirada tímida
al jefe, que, aunque parecía enfurecido no se atrevió a intervenir, el oficial
Madriguera se separó de la fila y se acercó a Sam, que se había apeado del poni.
—¡Escúchame, botarate!—dijo
Sam—. Tú, que eres de Hobbiton, bien podrías tener un poco más de sentido
común. ¿Qué es eso de venir a detener al señor Frodo y todo lo demás? ¿Y qué
historia es ésa de que la posada está clausurada?
—Están todas
clausuradas—dijo Robin—. El jefe no tolera la cerveza. O por lo menos así
empezó la cosa. Pero los hombres del jefe se la guardan para ellos. Y tampoco
tolera que la gente ande de aquí para allá; de modo que si eso se proponen,
tendrán que ir a la casa de los oficiales y explicar los motivos.
—Tendría que darte
vergüenza andar mezclado en tamaña estupidez—dijo Sam—. En otros tiempos una
taberna te gustaba más por dentro que por fuera. Siempre andabas metiendo en
ellas las narices, en las horas de servicio o en las de licencia.
—Y aún lo haría, Sam,
si pudiera. Pero no seas duro conmigo. ¿Qué puedo hacer? Tú sabes por qué me
metí de oficial de La Comarca hace siete años, antes que empezara todo esto. Me
daba la oportunidad de recorrer el país, y de ver gente, y de enterarme de las
novedades, y de saber dónde tiraban la mejor cerveza. Pero ahora es diferente.
—Pero igual puedes
renunciar, abandonar el puesto, si ya no es más un trabajo respetable—dijo Sam.
—No está permitido—dijo
Robin.
—Si oigo decir varias
veces más no está permitido—dijo Sam—, estallaré de furia.
—No lamentaría verlo,
te lo aseguro—dijo Robin bajando la voz—. Si todos juntos estalláramos de furia
alguna vez, algo se podría hacer. Pero son esos hombres, Sam, los hombres del jefe.
Están en todas partes, y si alguno de nosotros, la gente pequeña, trata de
reclamar sus derechos, se lo llevan a las celdas a la rastra. Primero apresaron
al viejo Pastelón, al viejo Will Pieblanco, el alcalde, y luego a muchos más. Y
en los últimos tiempos las cosas han empeorado. Ahora les pegan a menudo.
—Entonces ¿por qué
haces lo que ellos te ordenan?—le dijo Sam, indignado—. ¿Quién te mandó a Los
Ranales?
—Nadie. Vivimos aquí,
en la casa grande de los oficiales. Ahora somos el primer pelotón de la
Cuaderna del Este. Hay centenares de oficiales de La Comarca contándolos a
todos, y todavía necesitan más, con las nuevas normas. La mayor parte está en
esto contra su voluntad, pero no todos. Hasta en La Comarca hay gente a quien
le gusta meterse en los asuntos ajenos y darse importancia. Y todavía los hay
peores: hay unos cuantos que hacen de espías, para el jefe y para sus hombres.
—¡Ah! Fue así como se
enteraron de nuestra llegada ¿no?
—Justamente. Nosotros
ya no tenemos el derecho de utilizarlo, pero ellos emplean el viejo servicio postal
rápido, y mantienen postas especiales en varios lugares. Uno de ellos llegó
anoche de las quebradas Blancas con un «mensaje secreto», y otro lo
llevó desde aquí. Y esta tarde se recibió un mensaje diciendo que ustedes
tenían que ser arrestados y conducidos a Delagua, no a las celdas directamente.
Por lo que parece, el jefe quiere verlos cuanto antes.
—No estará tan ansioso
cuando el señor Frodo haya acabado con él—dijo Sam.
La casa de los oficiales
de La Comarca en Los Ranales les pareció tan sórdida como la del Puente. Era de
ladrillos toscos y descoloridos, mal ensamblados, y tenía una sola planta, pero
las mismas ventanas estrechas. Por dentro era húmeda e inhóspita, y la cena fue
servida en una mesa larga y desnuda que no había sido fregada en varias semanas.
Y la comida no merecía un marco mejor. Los viajeros se sintieron felices cuando
llegó la hora de abandonar aquel lugar. Estaban a unas dieciocho millas [29
kilómetros] de Delagua, y a las
diez de la mañana se pusieron en camino. Y habrían partido bastante más
temprano si la tardanza no hubiese irritado tan visiblemente al cabecilla de
los oficiales. El viento del oeste había cambiado y ahora soplaba del norte, y aunque
el frío había recrudecido, ya no llovía.
Fue una comitiva
bastante cómica la que partió de la villa, si bien los contados habitantes que
salieron a admirar el «atuendo» de los viajeros no parecían estar muy
seguros de si les estaba permitido reírse. Una docena de oficiales de La
Comarca habían sido designados para escoltar a los «prisioneros»; pero
Merry los obligó a caminar delante, y Frodo y sus amigos los siguieron
cabalgando. Merry, Pippin y Sam, sentados a sus anchas, iban riéndose y
charlando y cantando, mientras los oficiales avanzaban solemnes, tratando de
parecer severos e importantes. Frodo en cambio iba en silencio, y tenía un aire
triste y pensativo.
La última persona con
quien se cruzaron al pasar fue un viejo campesino robusto que estaba podando un
cerco. —¡Hola, hola!—gritó con sorna—. ¿Ahora quién ha arrestado a quién?
Dos de los oficiales
se separaron inmediatamente del grupo y fueron hacia el anciano. —¡Jefe!—dijo
Merry—. ¡Ordéneles a esos dos que vuelvan a la fila, si no quiere que yo me
encargue de ellos!
A una orden cortante
del cabecilla los dos hobbits volvieron malhumorados. —Y ahora ¡adelante!—dijo
Merry, y a partir de ese momento los jinetes marcharon a un trote bastante
acelerado, como para obligar a los oficiales a seguirlos a todo correr. Salió
el sol, y a pesar del viento frío pronto estaban sudando y resollando.
En la Piedra de las
Tres Cuadernas se dieron por vencidos. Habían caminado casi catorce millas [23
kilómetros] con un solo descanso
al mediodía. Ahora eran las tres de la tarde. Estaban hambrientos, tenían los
pies hinchados y doloridos y no podían seguir a ese paso.
—¡Y bien, tómense todo
el tiempo que necesiten!—dijo Merry—. Nosotros continuamos.
—¡Adiós, Robin!—dijo
Sam—. Te esperaré en la puerta de El Dragón Verde, si no has olvidado
dónde está. ¡No te distraigas por el camino!
—Esto es una
infracción, una infracción al arresto—dijo el jefe con desconsuelo—,
y no respondo por las consecuencias.
—Todavía pensamos
cometer muchas otras infracciones, y no le pediremos que responda—dijo Pippin—.
¡Buena suerte!
Los viajeros
continuaron al trote, y cuando el sol empezó a descender hacia las quebradas
Blancas, lejano sobre la línea del horizonte, llegaron a Delagua y al gran lago
de la villa; y allí recibieron el primer golpe verdaderamente doloroso. Eran
las tierras de Frodo y de Sam, y ahora sabían que no había en el mundo un lugar
más querido para ellos. Muchas de las casas que habían conocido ya no existían.
Algunas parecían haber sido incendiadas. La encantadora hilera de negros agujeros-hobbit
en la margen norte del lago parecía abandonada, y los jardines que antaño
descendían hasta el borde de El Agua habían sido invadidos por las malezas.
Peor aún, había toda una hilera de lóbregas casas nuevas a la orilla del lago,
a la altura en que el camino de Hobbiton corría junto al agua. Allí antes había
habido un sendero con árboles. Ahora todos los árboles habían desaparecido. Y
cuando miraron consternados el camino que subía a Bolsón Cerrado, vieron a la
distancia una alta chimenea de ladrillos. Vomitaba un humo negro en el aire del
atardecer.
Sam estaba fuera de
sí. —¡Yo marcho adelante, señor Frodo!—gritó—. Voy a ver qué está pasando.
Quiero encontrar al Tío.
—Antes nos convendría
saber qué nos espera, Sam—dijo Merry—. Sospecho que el «jefe» ha de
tener una pandilla de rufianes al alcance de la mano. Necesitaríamos encontrar
a alguien que nos diga cómo andan las cosas por estos parajes.
Pero en la aldea de
Delagua todas las casas y las cavernas estaban cerradas y nadie salió a
saludarlos. Esto les sorprendió, pero no tardaron en descubrir el motivo.
Cuando llegaron a El Dragón Verde, el último edificio del camino a
Hobbiton, ahora desierto y con los vidrios rotos, les alarmó ver una media
docena de hombres corpulentos y malcarados que holgazaneaban, recostados contra
la pared de la taberna; tenían la piel cetrina y la mirada torcida y taimada.
—Como aquel amigo de
Bill Helechal en Bree—dijo Sam.
—Como muchos de los
que vi en Isengard—murmuró Merry.
Los bandidos empuñaban
garrotes y llevaban cuernos colgados del cinturón, pero por lo visto no tenían
otras armas. Al ver a los viajeros se apartaron del muro, y atravesándose en el
camino, les cerraron el paso.
—¿A dónde creéis que
vais?—dijo uno, el más corpulento y de aspecto más maligno—. Para vosotros, el
camino se interrumpe aquí. ¿Y dónde están esos bravos oficiales?
—Vienen caminando
despacio—dijo Merry—. Con los pies un poco doloridos, quizá. Les prometimos
esperarlos aquí.
—Garn ¿qué os dije?—dijo el bandido volviéndose a sus compañeros—.
Le dije a Zarquino que no se podía confiar en esos pequeños imbéciles. Tenían
que haber enviado a algunos de los nuestros.
—¿Y eso en qué habría
cambiado las cosas?—dijo Merry—. En este país no estamos acostumbrados a los
bandoleros, pero sabemos cómo tratarlos.
—Bandoleros
¿eh?—dijo el hombre—. No me gusta nada ese tono. O lo cambias, o te lo
cambiaremos. A vosotros, la gente pequeña, se os han subido los humos a la
cabeza. No confiéis demasiado en el buen corazón del jefe. Ahora ha venido
Zarquino, y él hará lo que Zarquino diga.
—¿Y qué puede ser eso?—preguntó
Frodo con calma.
—Este país necesita
que alguien lo despierte y lo haga marchar como es debido—dijo el otro—, y eso
es lo que Zarquino hará; y con mano dura, si lo obligan. Necesitáis un jefe más
grande. Y lo tendréis antes que acabe el año, si hay nuevos disturbios.
Entonces aprenderéis un par de cosas, ratitas miserables.
—Me alegra de veras
conocer vuestros planes—dijo Frodo—. Ahora mismo iba a hacerle una visita al
señor Lotho, y es muy posible que también a él le interese conocerlos.
El bandido se echó a
reír. —¡Lotho! Los conoce muy bien. No te preocupes. El hará lo que Zarquino
diga. Porque si un jefe crea problemas, nosotros nos encargamos de cambiarlo.
¿Entiendes? Y si la gente pequeña trata de meterse donde no la llaman, sabemos
cómo sacarlos del medio. ¿Entiendes?
—Sí, entiendo—dijo
Frodo—. Para empezar, entiendo que estáis atrasados, atrasados de noticias. Han
sucedido muchas cosas desde que abandonasteis el sur. Tu tiempo ya ha pasado, y
el de todos los demás rufianes. La Torre Oscura ha sucumbido, y en Gondor hay
un rey. E Isengard ha sido destruida y vuestro preciado amo es ahora un mendigo
errante en las tierras salvajes. Me crucé con él por el camino. Ahora serán los
mensajeros del rey los que remontarán el Camino Verde, no los matones de
Isengard.
El hombre le clavó la
mirada y sonrió. —¡Un mendigo errante de las tierras salvajes!—dijo con
sarcasmo—. ¿De veras? Pavonéate si quieres, renacuajo presumido. De todas
maneras no pensamos movernos de este amable país donde ya habéis holgazaneado
de sobra. ¡Mensajeros del rey!—Chasqueó los dedos en las narices de Frodo. —¡Mira
lo que me importa! Cuando vea uno, tal vez me fije en él.
Aquello colmó la
medida para Pippin. Pensó en el Campo de Cormallen, y aquí había un rufián de
mirada oblicua que se atrevía a tildar de «renacuajo presumido» al
Portador del Anillo. Echó atrás la capa, desenvainó la espada reluciente, y la
plata y el sable de Gondor centellearon cuando avanzó montado en el caballo.
—Yo soy un mensajero
del rey—dijo—. Le estás hablando al amigo del rey, y a uno de los más
renombrados en todos los países del oeste. Eres un rufián y un imbécil. Ponte
de rodillas en el camino y pide perdón, o te traspasaré con este acero,
perdición de los troles.
La espada relumbró a
la luz del poniente. También Merry y Sam desenvainaron las espadas, y se
adelantaron, prontos a respaldar el desafío de Pippin; pero Frodo no se movió.
Los bandidos retrocedieron. Hasta entonces, se habían limitado a amedrentar e
intimidar a los campesinos de Bree, y a maltratar a los azorados hobbits. Hobbits
temerarios de espadas brillantes y miradas torvas eran una sorpresa inesperada.
Y las voces de estos recién llegados tenían un tono que ellos nunca habían
escuchado. Los helaba de terror.
—¡Largaos!—dijo Merry—.
Si volvéis a turbar la paz de esta aldea, lo lamentaréis. —Los tres hobbits
avanzaron, y los bandidos dieron media vuelta y huyeron despavoridos por el camino
de Hobbiton; pero mientras corrían hicieron sonar los cuernos.
—Bueno, es evidente
que no hemos regresado demasiado pronto—dijo Merry.
—Ni un día. Tal vez
demasiado tarde, al menos para salvar a Lotho—dijo Frodo—. Es un pobre imbécil, pero le tengo
lástima.
—¿Salvar a Lotho?
¿Pero qué demonios quieres decir?—preguntó Pippin—. Destruirlo, diría yo.
—Me parece que tú no
comprendes bien lo que sucede, Pippin—dijo Frodo—. Lotho nunca tuvo la
intención de que las cosas llegaran a este extremo. Ha sido un tonto y un
malvado, y ahora está en una trampa. Los bandidos han tomado las riendas,
recolectando, robando y abusando, y manejando o destruyendo las cosas a gusto
de ellos, y en nombre de él. Y ni siquiera en nombre de él por mucho tiempo
más. Ahora es un prisionero en Bolsón Cerrado, y ha de estar muy atemorizado,
me imagino. Tendríamos que intentar rescatarlo.
—¡Esto sí que es inaudito!—exclamó
Pippin—. Como broche de oro de nuestros viajes, nunca me lo habría imaginado:
venir a combatir con bandidos y con semiorcos en La Comarca misma... ¡para
salvar a Lotho Granujo!
—¿Combatir?—dijo Frodo—.
Bueno, supongo que podría llegarse a eso. Pero recordad: no ha de haber matanza
de hobbits, por más que se hayan pasado al otro bando. Que se hayan pasado de
verdad, quiero decir: no que obedezcan por temor a las órdenes de los bandidos.
Jamás en La Comarca un hobbit mató a otro hobbit con intención, y no vamos a
empezar ahora. Y en la medida en que pueda evitarse, no se matará a nadie. Así
que conservad la calma hasta el final.
—Pero si hay muchos de
estos bandidos—dijo Merry—, tendrá que haber lucha. Con sentirte horrorizado y
triste, no rescatarás a Lotho, ni salvarás a La Comarca, mi querido Frodo.
—No—dijo Pippin—. No
será tan fácil amedrentarlos de nuevo. Esta vez los tomamos por sorpresa.
¿Oíste sonar los cuernos? Es indudable que andan otros por las cercanías. Y
cuando sean más numerosos, se sentirán mucho más audaces. Tendríamos que buscar
algún sitio donde refugiarnos esta noche. Al fin y al cabo, no somos más que
cuatro, aunque estemos armados.
—Se me ocurre una idea—dijo
Sam—. ¡Vayamos a casa del viejo Tom Coto, allá abajo, en el sendero del sur!
Siempre fue de agallas. Y tiene un montón de hijos que toda la vida fueron
amigos míos.
—¡No!—dijo Merry—. No
tiene sentido «refugiarse». Eso es lo que la gente ha estado haciendo, y
lo que a los bandidos les gusta. Caerán sobre nosotros en pandilla, nos
acorralarán, y nos obligarán a salir por la fuerza; o nos quemarán vivos. No,
tenemos que hacer algo, y pronto.
—¿Hacer qué?—dijo
Pippin.
—¡Sublevar a toda La
Comarca!—dijo Merry—. ¡Ahora! ¡Despertar a todo el mundo! ¡Odian todo esto, es
evidente!; todos, excepto tal vez uno o dos bribones, y unos pocos imbéciles
que quieren sentirse importantes, pero que en realidad no entienden nada de lo
que está pasando. Pero la gente de La Comarca ha vivido tan cómoda y tranquila
durante tanto tiempo que no sabe qué hacer. Sin embargo, una chispa bastará
para encender todos los ánimos. Los hombres del jefe tienen que saberlo.
Tratarán de aplastarnos y eliminarnos rápidamente. Nos queda muy poco tiempo.
»Sam, ve tú de una
corrida a la granja de Coto, si quieres. Es el personaje más importante de por
aquí, y el más decidido. ¡Vamos! Voy a tocar el cuerno de Rohan, y les haré
escuchar una música como nunca en la vida habían oído.
Cabalgaron de regreso al
centro de la aldea. Allí Sam dobló y partió al galope por el sendero que
conducía al sur, a casa de los Coto. No se había alejado mucho cuando oyó de
pronto la clara llamada de un cuerno que se elevaba vibrando. Resonó a lo lejos
más allá de las colinas y de los campos; y era tan imperiosa aquella llamada
que el propio Sam estuvo a punto de dar media vuelta y regresar a la carrera. El
poni se encabritó y relinchó.
—¡Adelante, muchacho!
¡Adelante!—le gritó Sam—. Pronto regresaremos.
Un instante después notó
que Merry cambiaba de tono, y el toque de alarma de Los Gamos se elevó,
estremeciendo el aire.
¡DESPERTAD! ¡DESPERTAD! ¡PELIGRO! ¡FUEGO! ¡ENEMIGOS!
¡DESPERTAD!
¡FUEGO! ¡ENEMIGOS! ¡DESPERTAD!
Sam oyó a sus espaldas
una batahola de voces y el estrépito de puertas que se cerraban de golpe.
Delante de él se encendían luces en el anochecer; los perros ladraban; había
rumor de pasos precipitados. No había llegado aún al fondo del sendero, cuando
vio al granjero Coto que corría a encontrarlo acompañado por tres de sus hijos,
el joven Tom, Alegre y Nick. Llevaban hachas, y le cerraron el paso.
—¡No! No es uno de
esos bandidos—dijo la voz grave del granjero—. Por la estatura parece un
hobbit, pero está vestido de una manera estrafalaria. ¡Eh!—gritó—. ¿Quién eres, y a qué
viene todo este alboroto?
—Soy Sam, Sam Gamyi.
Estoy de vuelta.
El granjero Coto se le
acercó y lo observó un rato en la penumbra. —¡Bien!—exclamó—. La voz es la misma,
y tu cara no se ve peor de lo que era, Sam. Pero no te habría reconocido en la
calle, con esa vestimenta. Has estado por el extranjero, dicen. Te dábamos por
muerto.
—¡Eso sí que no!—dijo
Sam—. Ni tampoco el señor Frodo. Está aquí con sus amigos. Y esto mismo es la
causa de todo el alboroto. Están sublevando a la población de La Comarca. Vamos
a echar de aquí a todos esos rufianes, y también al jefe que tienen. Ya estamos
empezando.
—¡Bien, bien!—exclamó
el granjero Coto—. ¡Así que la cosa ha empezado, por fin! De un año a esta
parte, me ardía la sangre, pero la gente no quería ayudar. Y yo tenía que
pensar en mi mujer y en Rosita. Estos rufianes no se arredran ante nada. ¡Pero
vamos ya, muchachos! ¡Delagua se ha rebelado! ¡Tenemos que estar allí!
—Pero... ¿y la señora
Coto, y Rosita?—dijo Sam—. No es prudente dejarlas solas.
—Mi Nibs está con
ellas. Pero puedes ir y ayudarlo, si tienes ganas—dijo el granjero Coto con una
sonrisa. Y él y sus hijos partieron a todo correr hacia la aldea.
Sam se apresuró a entrar
en la casa. En el escalón más alto del fondo del patio, la señora Coto y Rosita
estaban de pie junto a la gran puerta redonda, y Nibs aguardaba frente a ellas,
blandiendo una horquilla para el heno.
—¡Soy yo!—anunció Sam,
todavía trotando—. ¡Sam Gamyi! Así que no trates de ensartarme, Nibs. De todos modos,
llevo puesta una cota de malla. —Se apeó del poni de un salto y trepó los
escalones. Los Coto lo observaron en silencio. —¡Buenas noches, señora Coto!—dijo
Sam—. ¡Hola, Rosita!
—¡Hola, Sam!—dijo
Rosita—. ¿Por dónde has andado? Decían que habías muerto; pero yo te he estado
esperando desde la primavera. Tú no tenías mucha prisa ¿no es cierto?
—Tal vez no—respondió
Sam, sonrojándose—. Pero ahora sí la tengo. Nos estamos ocupando de los
bandidos y tengo que volver con el señor Frodo. Pero quise venir a echar un
vistazo, a ver cómo andaba la señora Coto; y tú, Rosita.
—Andamos bien, gracias—dijo
la señora Coto—. O al menos andaríamos bien si no fuese por esos rufianes
ladrones.
—¡Bueno, vete!—dijo
Rosita—. Si has estado cuidando al señor Frodo todo este tiempo ¿cómo se te
ocurre dejarlo solo ahora, justo cuando las cosas se ponen más difíciles?
Aquello fue demasiado
para Sam. O necesitaba una semana para contestarle, o no le decía nada. Bajó
los escalones y volvió a montar el poni. Pero en el momento en que se disponía
a partir, Rosita llegó, corriendo.
—¡Luces muy bien,—dijo—.¡Vete,
ahora! ¡Pero cuídate y vuelve en cuanto hayas arreglado cuentas con esos rufianes!
Sam regresó y encontró
en pie a toda la villa. Además de numerosos muchachos más jóvenes, ya se habían
reunido más de un centenar de hobbits fornidos provistos de hachas, martillos
pesados, cuchillos largos y gruesos bastones; y algunos llevaban arcos de caza.
Y continuaban llegando otros de las granjas vecinas.
Algunos de los
aldeanos habían encendido una gran hoguera, sólo para animar la velada, y
porque era además una de las cosas prohibidas por el jefe. Las llamas trepaban
cada vez más brillantes a medida que avanzaba la noche. Otros, a las órdenes de
Merry, estaban levantando barricadas a través del camino, a la entrada y a la
salida de la aldea. Cuando los oficiales de La Comarca se toparon con la
primera barricada, quedaron estupefactos; pero tan pronto como vieron que las
cosas pintaban mal, la mayoría se quitó las plumas y se plegó a la revuelta.
Los otros huyeron furtivamente.
Sam encontró a Frodo y
sus amigos junto al fuego discurriendo con el viejo Tom Coto, y rodeados de una
multitud de gente de Delagua que los miraba con admiración.
—Y bien, ¿cuál es el
próximo movimiento?—dijo el granjero Coto.
—No sé decirlo—respondió
Frodo—, hasta tanto no tenga más información. ¿Cuántos son los bandidos?
—Es difícil saberlo—dijo
Coto—. Andan siempre aquí y allá, yendo y viniendo. A veces hay cincuenta en
las barracas, allá en lo alto del camino a Hobbiton; pero salen de correrías, a
robar y a «recolectar», como ellos dicen. De todos modos, rara vez hay
menos de una veintena alrededor del jefe, como lo llaman. Y él está en
Bolsón Cerrado, o estaba, pero ya no sale. En realidad, nadie lo ha visto desde
hace unas dos semanas: pero los hombres no dejan que nadie se acerque.
—Pero Hobbiton no es
el único lugar en que están acuartelados ¿no?—dijo Pippin.
—No, para colmo de
males—dijo Coto—. Hay un buen puñado allá abajo, en el sur, en valle Largo, y
cerca del vado del Sarn, dicen; y algunos más escondidos en bosque Cerrado; y
han construido barracas en El Cruce. Y están las celdas-agujeros, como
ellos las llaman: los viejos almacenes subterráneos en Cavada Grande, que han transformado
en prisiones para los que se atreven a enfrentarlos. Sin embargo estimo que no
hay más de trescientos en toda La Comarca, y tal vez menos. Podemos dominarlos,
si nos mantenemos unidos.
—¿Tienen armas?—preguntó
Merry.
—Látigos, cuchillos y
garrotes, suficiente para el sucio trabajo que hacen; al menos eso es lo que
han mostrado hasta ahora—dijo Coto—. Pero sospecho que sacarán a relucir otras,
en caso de lucha. De todos modos, algunos tienen arcos. Han matado a uno o dos
de los nuestros.
—¡Ya ves, Frodo!—dijo
Merry—. Sabía que tendríamos que combatir. Bueno, ellos empezaron la matanza.
—No exactamente—dijo
Coto—. O en todo caso no fueron ellos los que empezaron con las flechas. Los
Tuk empezaron. Se da cuenta, señor Peregrin, el padre de usted nunca lo pudo
tragar al tal Lotho, desde el principio; decía que si alguien tenía derecho a
darse aires de jefe a esta hora del día era el propio thain de La Comarca y no
ningún advenedizo. Y cuando Lotho le mandó a los hombres, no hubo modo de
convencerlo. Los Tuk son afortunados, ellos tienen esas cavernas profundas allá
en las colinas Verdes, los Grandes Smials y todo eso, y los bandidos no pueden
llegar hasta allí; y los Tuk no los dejan entrar en sus tierras. Si se atreven
a hacerlo, los persiguen. Los Tuk mataron a tres que andaban robando y
merodeando. Desde entonces los bandidos se volvieron más feroces. Y ahora
vigilan de cerca las tierras de los Tuk. Ya nadie entra ni sale allí.
—¡Un hurra por los
Tuk!—gritó Pippin—. Pero ahora alguien tendrá que entrar. Me voy a los Smials.
¿Alguien desea acompañarme a Alforzada?
Pippin partió con una
media docena de muchachos, todos montados en ponis. —¡Hasta pronto!—gritó—. A campo
traviesa hay sólo unas catorce millas [23 kilómetros]. Por la mañana estaré de vuelta con todo un
ejército de Tuks. —Desaparecieron en la oscuridad, mientras la gente los
aclamaba y Merry los despedía con un toque de cuerno.
—Como quiera que sea—dijo
Frodo a todos los que se encontraban alrededor—, no quiero que haya matanza; ni
aun de los bandidos, a menos que sea necesario para impedir que dañen a los
hobbits.
—¡De acuerdo!—dijo
Merry—. Pero creo que de un momento a otro tendremos la visita de la pandilla
de Hobbiton. Y no van a venir precisamente a platicar. Procuraremos tratarlos
con ecuanimidad, pero tenemos que estar preparados para lo peor. Tengo un plan.
—Muy bien—dijo Frodo—.
Tú te encargarás de los preparativos.
En aquel momento,
algunos hobbits que habían sido enviados a Hobbiton regresaron a todo correr. —¡Ya
llegan!—dijeron—. Una veintena o más, pero dos han tomado hacia el oeste a
campo traviesa.
—A El Cruce, me
imagino—dijo Coto—, en busca de refuerzos. Quince millas [24
kilómetros] de ida y quince [24
kilómetros] de vuelta. No vale la
pena preocuparse por el momento.
Merry se apresuró a
dar las órdenes. El granjero Coto se encargó de despejar las calles, enviando a
todo el mundo a casa, excepto a los hobbits de más edad que contaban con algún
tipo de arma. No tuvieron que esperar mucho. Pronto oyeron voces ásperas y
pasos pesados; y en seguida vieron aparecer todo un pelotón de bandidos. Al ver
la barricada se echaron a reír. No les cabía en la imaginación que en aquel
pequeño país hubiese alguien capaz de enfrentar a veinte como ellos. Los hobbits
abrieron la barrera y se hicieron a un lado. —¡Gracias!—dijeron los hombres con
sorna—. Y ahora, pronto a casa, y a dormir, antes que empecemos con los látigos.
—Y avanzaron por la calle vociferando. —¡Apagad esas luces! ¡Entrad en las
casas y quedaos en ellas! De lo contrario nos llevaremos a cincuenta y los
encerraremos en las celdas durante un año. ¡Adentro! ¡El jefe está perdiendo la
paciencia!
Nadie hizo ningún caso
a aquellas órdenes, pero a medida que los bandidos avanzaban, iban cerrando
filas detrás de ellos y los seguían. Cuando los hombres llegaron a la hoguera,
allí estaba el viejo Coto, solo, calentándose las manos. —¿Quién eres y qué
estás haciendo aquí?—lo interpeló el cabecilla.
El granjero Coto lo
observó con una mirada lenta. —Justamente iba a preguntarte lo mismo—respondió—.
Este no es tu país y aquí no te queremos.
—Pues bien, nosotros
te queremos a ti, en todo caso—dijo el cabecilla—. ¡Prendedlo, muchachos! ¡A
las celdas y dadle algo que lo tranquilice un rato!
Los hombres avanzaron
un paso y se detuvieron. Alrededor de ellos se había alzado un clamor de voces,
y advirtieron en ese momento que el granjero Coto no estaba solo. En la
oscuridad, al filo de la hoguera, se cerraba un círculo de hobbits que habían
salido en silencio de entre las sombras. Eran unos doscientos, y todos armados.
Merry dio un paso
adelante. —Ya nos hemos conocido—le dijo al cabecilla—, y te advertí que no
volvieras a aparecer por aquí. Ahora te vuelvo a advertir: estás a plena luz y
rodeado de arqueros. Si te atreves a poner un solo dedo en este hobbit, o en
cualquier otro de los presentes, serás hombre muerto. ¡Dejad en el suelo todas
las armas!
El cabecilla echó una
mirada en torno. Estaba atrapado. Pero con veinte secuaces para respaldarlo, no
tenía miedo. Conocía poco y mal a los hobbits para darse cuenta del peligro en
que se encontraba. Envalentonado, decidió luchar. No le iba a ser difícil
abrirse paso.
—¡A la carga,
muchachos!—gritó—. ¡Duro con ellos!
Esgrimiendo un largo
puñal en la mano izquierda y un garrote en la derecha, se abalanzó contra el
círculo de hobbits, procurando escapar hacia Hobbiton. Intentó atacar con
violencia a Merry, que le cerraba el paso. Cayó muerto, traspasado por cuatro
flechas.
A los restantes les
bastó con eso. Se rindieron. Despojados de las armas y sujetos con cuerdas unos
a otros, fueron conducidos a una cabaña vacía que ellos mismos habían
construido, y allí, atados de pies y manos, los dejaron encerrados con una
fuerte custodia. Al cabecilla muerto lo llevaron a la rastras un poco más lejos
y lo enterraron.
—Parece casi demasiado
fácil, después de todo ¿verdad?—dijo Coto—. Yo decía que éramos capaces de
dominarlos. Lo que nos faltaba era una señal. Han vuelto en el momento justo,
señor Merry.
—Todavía queda mucho
por hacer—dijo Merry—. Si tus estimaciones son acertadas, aún no hemos dado
cuenta ni de la décima parte de estos rufianes. Pero está oscureciendo. Creo
que para el próximo golpe tendremos que esperar la mañana. Entonces le haremos
una visita al jefe.
—¿Por qué no ahora
mismo?—dijo Sam—. No son mucho más de las seis. Y yo quiero ver al Tío. ¿Sabe
qué ha sido de él, señor Coto?
—No está ni demasiado
bien ni demasiado mal, Sam—dijo el granjero—. En Bolsón de Tirada derribaron
todos los árboles, y ése fue un golpe duro para el viejo. Ahora está en una de
esas casas nuevas que construyeron los hombres cuando todavía hacían algo más
que quemar y robar: a apenas una milla del linde de Delagua. Pero me viene a
ver cada tanto, cuando puede, y yo cuido de que esté mejor alimentado que
algunos de esos pobres infelices. Todo contra las normas, por supuesto. Lo
habría alojado en mi casa, pero eso no estaba permitido.
—Se lo agradezco de
todo corazón señor Coto, y nunca lo olvidaré—dijo Sam—. Pero quiero verlo. El jefe,
y ese tal Zarquino, por lo que decían, podrían hacer algún desaguisado allá
arriba, antes de la mañana.
—Está bien, Sam—dijo
Coto—. Llévate a un par de mozalbetes, y ve a buscarlo y tráelo a mi casa. No
necesitarás acercarte a la vieja aldea de Hobbiton al otro lado de el Agua. Mi
Alegre te indicará el camino.
Sam partió. Merry puso
unos centinelas alrededor de la aldea y junto a las barreras durante la noche.
Luego fue con Frodo a casa del granjero Coto. Se sentaron con la familia en la
caldeada cocina, y los Coto, por pura cortesía, les hicieron unas pocas
preguntas sobre los viajes que habían hecho, pero en verdad casi no escuchaban
las respuestas: les interesaba mucho más lo que estaba aconteciendo en La
Comarca.
—Todo empezó con
Granujo, como nosotros lo llamamos—dijo el viejo Coto—, y empezó apenas se
fueron ustedes, señor Frodo. Tenía ideas raras, el Granujo. Quería ser el dueño
de todo, y mandar a todo el mundo. Pronto se descubrió que ya tenía más de lo
que era bueno para él; y continuaba acumulando más y más, aunque de dónde sacaba
el dinero era un misterio: molinos y campos de cebada, y tabernas y granjas, y
plantaciones de hierba para pipa. Ya antes de venir a vivir a Bolsón Cerrado
había comprado el molino de Arenas, según parece.
»Naturalmente, comenzó
con las propiedades que le había dejado el padre en la Cuaderna del Sur; y
parece que desde hacía un par de años estaba vendiendo grandes partidas que
sacaba en secreto de La Comarca. Pero a fines del año pasado se atrevió a
mandar carretones enteros, y no sólo de hierba. Los víveres comenzaron a
escasear y el invierno se acercaba. La gente estaba furiosa, pero él sabía cómo
responder. Y empezaron a llegar hombres y más hombres, bandidos casi todos y
algunos se llevaban las cosas en grandes carretas, y otros se quedaban. Y seguían
llegando y llegando, y antes que nos diéramos cuenta de lo que pasaba, los
teníamos instalados aquí y allá, y por toda La Comarca, y talaban los árboles y
hacían excavaciones y construían cobertizos y casas donde y como se les
antojaba. Al principio, Granujo pagaba las mercancías y los daños; pero al poco
tiempo los hombres empezaron a darse aires y a apropiarse de todo lo que
querían.
»En ese entonces hubo
algún descontento, pero no suficiente. El viejo Will, el alcalde, marchó a
Bolsón Cerrado, a protestar, pero nunca llegó a destino. Los bandidos le
echaron mano y se lo llevaron y lo encerraron en una covacha en Cavada Grande,
y allí está todavía. Desde entonces, poco después del Año Nuevo, no hemos
tenido más alcalde, y el Granujo se hizo llamar jefe de los oficiales de La
Comarca, o jefe a secas, y hacía lo que le daba la gana; y si a
alguien «se le subían los humos», como ellos decían, corría la misma
suerte de Will. Y así las cosas iban de mal en peor. No había hierba de pipa
para nadie, excepto para los hombres del jefe; y como el jefe no soportaba la
cerveza, a menos que la bebieran sus hombres, cerró todas las tabernas; y todo,
menos las normas, escaseaba a más y mejor; a menos que uno consiguiera esconder
algo, cuando los rufianes iban de granja en granja recolectando «para un
reparto equitativo»; lo cual significaba que ellos se quedaban con todo y
nosotros con nada, salvo las sobras que acaso te dieran en las casas de los oficiales,
si las podías tragar. Todo lo peor. Pero desde que llegó Zarquino, ha sido una
verdadera calamidad.
—¿Quién es ese
Zarquino?—preguntó Merry—. Se lo oí nombrar a uno de los rufianes.
—El rufián más rufián
de toda la pandilla, no le quepa la menor duda—respondió Coto—. Fue en la época
de la última cosecha, hacia fines de septiembre, cuando oímos hablar de él por
primera vez. No lo hemos visto nunca, pero está allá arriba, en Bolsón Cerrado;
y ahora él es el verdadero jefe, supongo. Todos los bandidos hacen lo que él
dice; y lo que él dice es mayormente: hachar, quemar, destruir; y ahora han
empezado a matar. Y ya ni siquiera con algún propósito, por malo que sea.
Voltean los árboles y los dejan tirados allí, y queman las casas y no
construyen otras.
»La historia del molino
de Arenas, por ejemplo. Granujo lo hizo demoler no bien se instaló en Bolsón
Cerrado. Luego trajo una pandilla de hombres sucios y malcarados para que
construyesen uno más grande; y lo llenaron de bote en bote de ruedas y otros
adminículos estrafalarios. El único que estaba contento con todo esto era el
imbécil de Ted, y allí trabaja ahora, limpiando las ruedas para complacer a los
hombres, se da cuenta, allí donde el padre de él era el molinero y el dueño y
señor. La idea de Granujo era moler más y más rápido, o eso decía. Tiene otros
molinos semejantes. Pero para moler se necesita grano; y para el molino nuevo
no había más grano que para el viejo. Pero desde que llegó Zarquino ya ni
siquiera muelen. No hacen más que martillar y martillar, y echan un humo y un
olor... Ya no hay más tranquilidad en Hobbiton, ni siquiera de noche. Y tiran
inmundicias adrede; han infestado todo el curso inferior de el Agua, y ya
empiezan a bajar al Brandivino. Si lo que se proponen es convertir La Comarca
en un desierto, no podían haber buscado un camino mejor. Yo no creo que el
tonto del Granujo esté detrás de todo. Para mí, que es Zarquino.
—¡Claro que sí!—interrumpió
Tom el joven—. Si hasta a la propia madre del Granujo se la llevaron, a esa
vieja Lobelia, y aunque nadie la podía ver ni en pintura, él al menos la quería.
Alguna gente de Hobbiton estaba allí y vio lo que pasó. Ella viene bajando por
el camino con su viejo paraguas. Unos cuantos bandidos van en sentido contrario
con un carro.
»"¿Se puede
saber a dónde van?", ella dice.
»"A Bolsón
Cerrado", ellos dicen.
»"¿A hacer
qué?", ella dice.
»"A construir
barracones para Zarquino", ellos dicen.
»"¿Con el
permiso de quién?", ella dice.
»"De Zarquino",
ellos dicen. "¡Así que quítate del medio, vieja bruja!"
»"¡Zarquino
les voy a dar yo, ladrones sucios, rufianes!", ella dice, y arriba con
el paraguas contra el jefe, casi el doble de altura. Y se la llevaron. A la
rastra hasta las celdas, y a su edad. Se han llevado a otros a quienes en
verdad echamos de menos, claro, pero no es posible negarlo: ella mostró más
coraje que muchos.
En medio de esta
conversación entró Sam como una tromba acompañado por el Tío. El viejo Gamyi no
parecía muy envejecido, pero estaba un poco más sordo.
—¡Buenas noches, señor
Bolsón!—dijo—. Me alegro de veras de verlo de vuelta sano y salvo. Pero tenemos
una cuentita pendiente, como quien dice, usted y yo, si me permite el
atrevimiento. No tenía que haber vendido Bolsón Cerrado, siempre lo he dicho.
Ahí empezaron todas las calamidades. Y mientras usted andaba vagamundeando por
ahí en países extraños, a la caza de hombres de negro allá arriba en las
montañas por lo que me dice mi Sam, si bien no aclara para qué, vinieron y
socavaron Bolsón de Tirada, y estropearon todas mis patatas.
—Lo siento mucho,
señor Gamyi—dijo Frodo—. Pero ahora estoy de vuelta y haré cuanto pueda por
reparar los errores.
—Bien, eso sí que es
decir las cosas bien—dijo el Tío—. El señor Frodo Bolsón es un verdadero
gentilhobbit, siempre lo he dicho, piense lo que piense de otros que llevan el
mismo nombre, con el perdón de usted. Y espero que mi Sam se haya comportado
bien y satisfactoriamente.
—Más que
satisfactoriamente, señor Gamyi—dijo Frodo—. En verdad, si usted puede creerlo,
es ahora una de las personas más famosas en todas las tierras, y se están
componiendo canciones que narran sus hazañas desde aquí hasta el mar y más allá
del río Grande. —Sam se ruborizó, pero le echó a Frodo una mirada de gratitud,
porque a Rosita le brillaban los ojos y le sonreía.
—Cuesta un poco
creerlo—dijo el Tío—aunque puedo ver que ha frecuentado extrañas compañías.
¿Qué pasó con la ropa de antes? Porque toda esa ferretería, por muy durable que
sea, no me gusta nada.
A la mañana siguiente
la familia Coto y todos sus huéspedes estuvieron en pie a primera hora. Durante
la noche no hubo novedades, pero era evidente que no tardarían en presentarse
otros problemas. —Al parecer, allá arriba, en Bolsón Cerrado, no queda un solo
rufián—dijo Coto—; pero la pandilla de El Cruce aparecerá de un momento a otro.
Después del desayuno
llegó un mensajero, que había venido cabalgando desde Alforzada. Estaba de muy
buen humor. —El thain ha sublevado toda la campiña—dijo—, y la noticia corre
como fuego en todas direcciones. Los bandidos que vigilaban nuestras tierras,
los que escaparon con vida, han huido hacia el sur. Y el thain ha salido a
perseguirlos, manteniendo a raya al grueso de la banda; pero ha enviado de
regreso al señor Peregrin con toda la gente de que pudo prescindir.
La noticia siguiente
fue menos favorable. Merry, que había pasado la noche afuera, llegó al galope a
eso de las diez. —Hay una banda numerosa a unas cuatro millas [6
kilómetros] de distancia—dijo—. Vienen
desde El Cruce, pero muchos de los fugitivos se han unido a ellos. Son casi un
centenar, e incendian todo lo que encuentran. ¡Malditos sean!
—¡Ah! Estos no se van
a detener a conversar, matarán, si pueden—dijo el granjero Coto—. Si los Tuk no
llegan antes, lo mejor será que nos pongamos a cubierto y ataquemos sin
discutir. Habrá un poco de lucha antes que se arregle todo esto, señor Frodo,
es inevitable.
Pero los Tuk llegaron
antes. Aparecieron al poco rato, un centenar, y venían en formación, desde Alforzada
y las colinas Verdes con Pippin a la cabeza. Merry contaba ya con una
hobbitería fornida y lo bastante numerosa como para enfrentar a los bandidos.
Los batidores informaron que la pandilla se mantenía unida. Sabían que la
población rural en pleno se había sublevado, y no cabía duda de que venían
decididos a sofocar sin miramientos el foco mismo de la rebelión, en Delagua.
Pero por crueles y despiadados que fueran, no había entre ellos un jefe experto
en las artes de la guerra, y avanzaban sin tomar precauciones. Merry elaboró
rápidamente sus planes.
Los bandidos llegaron
pisoteando ruidosamente por el camino del este, y sin detenerse tomaron el camino
de Delagua, que por un trecho trepaba entre barrancas altas coronadas de setos
bajos. Al doblar un recodo, a unas doscientas yardas [183 metros] del camino principal, se toparon con una poderosa barricada levantada
con viejos carretones puestos boca abajo. Tuvieron que detenerse. En el mismo
momento se dieron cuenta de que los setos que flanqueaban el camino por ambos
lados estaban atestados de hobbits. Y detrás de ellos, varios hobbits empujaban
otros carretones que habían mantenido ocultos en un campo, cerrándoles de este
modo la salida. Una voz habló desde lo alto:
—Y bien, han caído en
una trampa—dijo Merry—. Lo mismo les sucedió a los bandidos de Hobbiton, y uno
ha muerto y los restantes están prisioneros. ¡Depongan las armas! Luego
retrocederán veinte pasos y se sentarán en el suelo. Cualquiera que intente
escapar será hombre muerto.
Pero los rufianes no
iban a dejarse amilanar con tanta facilidad. Unos pocos obedecieron, aunque
azuzados por los insultos de sus compañeros, reaccionaron inmediatamente. Una
veintena, o más, intentó escapar abalanzándose contra las carretas. Seis
cayeron muertos, pero los restantes lograron huir, matando a dos hobbits, y
luego se dispersaron campo traviesa en dirección al bosque Cerrado. Otros dos
cayeron mientras corrían. Merry lanzó un potente toque de cuerno y otros le
respondieron a la distancia.
—No irán muy lejos—dijo
Pippin—. Todos estos campos están llenos de cazadores hobbits.
Atrás, los hombres
atrapados en el sendero trataban de escalar la barricada y las barrancas, y los
hobbits tuvieron que matar a unos cuantos, con las flechas o con las hachas.
Pero algunos de los más vigorosos y más encarnizados consiguieron salir por el
oeste, y más decididos ahora a matar que a escapar, atacaron ferozmente. Varios
hobbits cayeron, y los restantes empezaban a flaquear, cuando Merry y Pippin,
que se encontraban en el flanco este, irrumpieron de improviso y se lanzaron
contra los rufianes. Merry mató con sus propias manos al cabecilla, un bruto
corpulento de mirada torcida que parecía un orco gigantesco. Luego replegó sus
fuerzas, encerrando a los últimos remanentes de la pandilla en un amplio
círculo de arqueros.
Al fin la batalla
terminó. Casi setenta bandidos yacían sin vida en el campo y doce habían sido
tomados prisioneros. Entre los hobbits hubo diecinueve muertos y unos treinta
heridos. A los rufianes muertos los cargaron en carretones, los transportaron
hasta un antiguo arenal de las cercanías, y los enterraron: el Arenal de la
Batalla, lo llamaron desde entonces. Los hobbits caídos fueron sepultados
todos juntos en una tumba en la ladera de la colina, donde más tarde
levantarían una gran lápida rodeada de jardines.
Así concluyó la
Batalla de Delagua, 1419, la última librada en La Comarca, y la única desde la
Batalla de los Campos Verdes, 1147, en la lejana Cuaderna del Norte. Por
consiguiente, aunque por fortuna costó pocas vidas, hay un capítulo dedicado a
ella en el Libro Rojo, y los nombres de todos los participantes fueron
inscritos en una lista y aprendidos de memoria por los historiadores de La
Comarca. De esa época viene el considerable incremento de la fama y la fortuna
de los Coto; pero a la cabeza de la lista figuran en todas las versiones los
nombres de los capitanes Meriadoc y Peregrin.
Frodo había estado
presente en la batalla, pero no había desenvainado la espada, preocupado sobre
todo en impedir que los hobbits, exacerbados por las pérdidas, matasen a
aquellos adversarios que ya habían depuesto las armas. Una vez la batalla
concluida, y encomendadas las tareas que seguirían, Merry y Sam se reunieron
con él, y cabalgaron de regreso en compañía de los Coto. Comieron un almuerzo
tardío, y entonces Frodo dijo con un suspiro: —Bueno, supongo que es hora de
que nos ocupemos del «jefe».
—Sí, y cuanto antes
mejor—dijo Merry—. ¡Y no seas demasiado blando! Él es el responsable de haber
traído a La Comarca a esos rufianes, y de todos los males que han causado.
El granjero Coto
reunió una escolta de unas dos docenas de hobbits fornidos. —Porque eso de que no
quedan más rufianes en Bolsón Cerrado es una mera suposición—dijo—. No sabemos.
—Se pusieron en camino, a pie. Frodo, Sam, Merry y Pippin encabezaban la
marcha.
Fue una de las horas
más tristes en la vida de los hobbits. Allí, delante de ellos, se erguía la
gran chimenea; y a medida que se acercaban a la vieja aldea en la margen
opuesta de el Agua,
entre la doble hilera de sórdidas casas nuevas que flanqueaban el camino, veían
el nuevo molino en toda su hostil y sucia fealdad: una gran construcción de
ladrillos a horcajadas sobre las dos orillas del río, cuyas aguas emponzoñaba
con efluvios humeantes y pestilentes. Y a lo largo del camino, todos los
árboles habían sido talados.
Un nudo se les cerró
en la garganta cuando atravesaron el puente y miraron hacia la colina. Ni aún
la visión de Sam en el espejo los había preparado para ese momento. La vieja
alquería de la orilla occidental había sido demolida y reemplazada por hileras
de cobertizos alquitranados. Todos los castaños habían desaparecido. Las
barrancas y los setos estaban destrozados. Grandes carretones inundaban en
desorden un campo castigado y arrasado. Bolsón de Tirada era una bostezante
cantera de arena y piedra triturada. Más arriba, Bolsón Cerrado se ocultaba
detrás de unas barracas.
—¡Lo han derribado!—gritó
Sam—. ¡Han derribado el árbol de la fiesta!—Señaló el lugar donde se había
alzado el árbol a cuya sombra Bilbo había pronunciado el discurso de despedida.
Yacía seco en medio del campo. Como si aquello fuera la gota que colmaba el
cáliz, Sam se echó a llorar.
Una risa acabó con las
lágrimas. Un hobbit de expresión hosca holgazaneaba recostado contra el muro
del patio del molino. —¿No te gusta, Sam?—dijo, burlón—. Pero tú
siempre fuiste un corazón tierno. Creía que te habías ido en uno de esos barcos
de los que tanto hablabas, a navegar, a navegar. ¿A qué has vuelto? Ahora
tenemos mucho que hacer en La Comarca.
—Ya lo veo—dijo Sam—.
No hay tiempo para lavarse, pero sí para sostener paredes. Escuche, señor
Arenas, yo tengo una cuenta que ajustar en esta aldea, y no venga a alargarla
con burlas, o le resultará demasiado salada para su bolsillo.
Ted Arenas escupió por
encima del muro. —¡Garn!—dijo—. No
puedes tocarme. Soy amigo del jefe. Pero él te tocará a ti, te lo aseguro, si
te atreves a abrir la boca otra vez.
—¡No pierdas más
tiempo con ese tonto, Sam!—dijo Frodo—. Espero que no sean muchos los hobbits
que se han convertido en esto. Sería una desgracia mucho mayor que todos los
males que han causado los hombres.
—Eres un sucio y un
insolente, Arenas—dijo Merry—. Y tus cálculos te han fallado. Justamente
subíamos a la colina a desalojar a tu adorado jefe. De sus hombres, ya hemos
dado cuenta.
Ted abrió la boca para
responder, y quedó boquiabierto, porque acababa de ver la escolta que a una
señal de Merry avanzaba por el puente. Entró como una flecha en el molino, y
volvió a salir; traía un cuerno y lo sopló con fuerza.
—¡Ahórrate el aliento!—dijo
Merry riendo—. Yo tengo uno mejor. —Y levantando el cuerno de plata lanzó una
llamada clara que resonó más allá de la colina; y de las cavernas y las cabañas
y las deterioradas casas de Hobbiton, los hobbits respondieron y se volcaron
por los caminos, y entre vivas y aclamaciones alcanzaron a la comitiva y
siguieron detrás de ella rumbo a Bolsón Cerrado.
En lo alto del sendero
todos se detuvieron, y Frodo y sus amigos siguieron solos: por fin llegaban a
aquel lugar en un tiempo tan querido. En el jardín se apretaban las cabañas y
cobertizos, algunos tan cercanos a las antiguas ventanas del lado oeste que no
dejaban pasar un solo rayo de luz. Por todas partes había pilas de inmundicias.
La puerta estaba cubierta de grietas y de cicatrices; la cadena de la
campanilla se bamboleaba, suelta, y la campanilla no sonaba. Golpearon, pero no
hubo respuesta. Por último empujaron, y la puerta cedió. Entraron. La casa
apestaba, había suciedad y desorden por doquier, como si hiciera algún tiempo
que nadie vivía en ella.
—¿Dónde se habrá
escondido ese miserable de Lotho?—dijo Merry. Habían buscado en todas las
habitaciones, sin encontrar a ninguna criatura viviente, excepto ratas y
ratones. —¿Les pedimos a los otros que registren las barracas?
—¡Esto es peor que
Mordor!—dijo Sam—. Mucho peor, en un sentido. Duele en carne viva, como quien
dice; pues es parte de nosotros y la recordamos como era antes.
—Sí, esto es Mordor—dijo
Frodo—. Una de sus obras. Saruman creía estar trabajando para él mismo, pero en
realidad no hacía más que servir a Mordor. Y lo mismo hacían aquellos a quienes
Saruman engañó, como Lotho.
Merry echó en torno
una mirada de consternación y repugnancia. —¡Salgamos de aquí! dijo—. De haber
sabido todo el mal que ha causado, le habría cerrado el gaznate con mi
tabaquera.
—¡No lo dudo, no lo
dudo! Pero no lo hiciste, de modo que ahora puedo darte la bienvenida. —De pie,
en la puerta, estaba Saruman en persona, bien alimentado y satisfecho de sí
mismo. Los ojos le chisporroteaban, divertidos y maliciosos.
La luz se hizo de
súbito en la mente de Frodo. —¡Zarquino!—exclamó.
Saruman se echó a
reír. —De modo que ya has oído mi nombre ¿eh? Así, creo, me llamaban en
Isengard todos mis súbditos.[34]
Una prueba de afecto, sin duda. Pero parece que no esperabas verme aquí.
—No por cierto—dijo
Frodo—. Pero podía haberlo imaginado. Un poco de maldad mezquina. Gandalf
me advirtió que aún eras capaz de eso.
—Muy capaz—dijo
Saruman—, y más que de un poco. Me hacéis gracia vosotros, señoritos hobbits,
cabalgando por ahí con todos esos grandes personajes, tan seguros y tan pagados
de vuestras pequeñas personitas. Creíais haber salido muy airosos de todo esto,
y que ahora podíais volver tranquilos a casa, a disfrutar de la paz del campo.
La casa de Saruman podía ser destruida, y él expulsado, pero nadie podía tocar
la vuestra. ¡Oh, no! Gandalf iba a cuidar de vuestros asuntos. —Saruman volvió
a reír.
»¡Él, justamente!
Cuando sus instrumentos dejan de servirle, los deja a un lado. Pero vosotros
teníais que seguir pendientes de él, fanfarroneando y perdiendo el tiempo, y
volviendo por un camino dos veces más largo que el necesario. Bien, pensé, si
son tan estúpidos, llegaré antes y les daré una lección. Una mano lava la otra.
La lección habría sido más dura si me hubierais dado un poco más de tiempo y
más hombres. De todos modos, pude hacer muchas cosas que os será difícil
reparar o deshacer en vuestra vida. Y será un placer para mí pensarlo, y
resarcirme así de las injurias que he recibido.
—Bueno, si eso te da
placer—dijo Frodo—, te compadezco. Temo que sólo será un placer en el recuerdo.
¡Márchate de aquí inmediatamente y no vuelvas nunca más!
Los hobbits de la
aldea, al ver salir a Saruman de una de las cabañas, se habían amontonado junto
a la puerta de Bolsón Cerrado. Cuando oyeron la orden de Frodo, murmuraron con
furia:
—¡No lo deje ir!
¡Mátelo! Es un malvado y un asesino. ¡Mátelo!
Saruman miró el
círculo de caras hostiles y sonrió. —¡Mátelo!—repitió, burlón—. ¡Matadlo
vosotros, si creéis ser bastante numerosos, mis valientes hobbits! —Se irguió,
y los ojos negros se clavaron en ellos con una mirada sombría—. ¡Mas no penséis
que al perder todos mis bienes perdí también todo mi poder! Aquel que se atreva
a golpearme será maldecido. Y si mi sangre mancha La Comarca, la tierra se
marchitará, y nadie jamás podrá curarla.
Los hobbits
retrocedieron. Pero Frodo dijo: —¡No lo creáis! Ha perdido todo su poder, menos
la voz que aún puede intimidaros y engañaros, si le prestáis atención. Pero no
quiero que lo matéis. Es inútil pagar venganza con venganza. ¡Márchate de aquí,
Saruman y por el camino más corto!
—¡Serpiente!
¡Serpiente!—gritó Saruman; y de una de las cabañas vecinas, arrastrándose como
un perro, salió Lengua de Serpiente—. ¡De nuevo a los caminos, Serpiente!—dijo
Saruman—. Estos delicados amigos y señoritos nos echan otra vez a los caminos.
¡Sígueme!
Saruman se volvió como
si fuera a partir, y Lengua de Serpiente lo siguió, arrastrándose. Pero en el
momento en que Saruman pasaba junto a Frodo un puñal le centelleó en la mano, y
lanzó una rápida estocada. La hoja rebotó contra la oculta cota de malla, y se
quebró, con un golpe seco. Una docena de hobbits, con Sam a la cabeza, se
abalanzaron con un grito y derribaron al villano.
—¡No, Sam! —dijo Frodo—.
No lo mates, ni aún ahora. No me ha herido. En todo caso, no deseo verlo morir
de esta manera inicua. En un tiempo fue grande, de una noble raza, contra la
que nunca nos hubiéramos atrevido a levantar las manos. Ha caído, y devolverle
la paz y la salud no está a nuestro alcance; mas yo le perdonaría la vida, con
la esperanza de que algún día pueda recobrarlas.
Saruman se levantó y
clavó los ojos en Frodo. Tenía una mirada extraña, mezcla de admiración, de
respeto y de odio. —Has crecido, mediano—dijo—. Sí, has crecido mucho. Eres
sabio y cruel. Me has privado de la dulzura de mi venganza, y en adelante mi
vida será un camino de amargura, sabiendo que la debo a tu clemencia. ¡La odio
tanto como te odio a ti! Bien, me voy, y no te atormentaré más. Mas no esperes
de mí que te desee salud y una vida larga. No tendrás ni una ni otra. Pero eso
no es obra mía. Yo sólo te lo auguro.
Se alejó, mientras los
hobbits se apartaban para que pasase; pero los nudillos les palidecían al
apretarlos sobre las armas. Lengua de Serpiente titubeó y luego siguió a su
amo.
—¡Lengua de Serpiente!—llamó
Frodo—. No es preciso que lo sigas. Que yo sepa, tú no me has hecho ningún mal.
Podrás tener reposo y alimento aquí, por algún tiempo, hasta que estés más
fuerte y puedas seguir tu verdadero camino.
Lengua de Serpiente se
detuvo y se volvió a mirarlo, casi decidido a quedarse. Saruman dio media
vuelta. —¿Ningún mal?—graznó—. ¡Qué esperanza! Cuando sale de noche
furtivamente, es sólo para contemplar las estrellas. Pero ¿no oí preguntar a
alguien dónde estaba escondido el pobre Lotho? Tú lo sabes ¿no es verdad,
Serpiente? ¿Se lo vas a decir?
Lengua de Serpiente se
encogió y gimió: —¡No, no!
—Entonces, yo se lo
diré—dijo Saruman—. Serpiente mató a vuestro jefe, mis pobres amiguitos, a
vuestro buen pequeño patrón. ¿No es verdad, Serpiente? Lo apuñaló mientras
dormía, creo. Lo enterró, espero; aunque últimamente Serpiente ha pasado mucha
hambre. No, Serpiente no es bueno en realidad. Mejor será que lo dejéis en mis
manos.
En los ojos rojos de
Lengua de Serpiente apareció una mirada de odio salvaje. —Tú me dijiste que lo hiciera—siseó.
Saruman lanzó una
carcajada. —Y tú haces lo que Zarquino te dice, siempre, ¿verdad, Serpiente?
Pues bien, ahora te dice: ¡sígueme!—Y mientras el otro se arrastraba, le lanzó
un puntapié a la cara y echó a andar. Pero algo se quebró en ese instante.
Lengua de Serpiente se irguió de pronto y sacó un puñal que llevaba escondido;
gruñendo como un perro saltó sobre la espalda de Saruman, y tirándole la cabeza
hacia atrás, le hundió la hoja en la garganta; luego, con un aullido, echó a
correr sendero abajo. Antes que Frodo pudiera recobrarse ni pronunciar una sola
palabra, tres arcos hobbits silbaron en el aire, y Lengua de Serpiente se
desplomó sin vida.
Ante el espanto de
todos, alrededor del cadáver de Saruman se formó una niebla gris, que subió
lentamente a gran altura como el humo de una hoguera, mientras una figura
pálida y amortajada asomaba sobre la colina. Vaciló un instante, de cara al
poniente; pero una ráfaga de viento sopló desde el oeste, y la figura se dobló,
y con un suspiro se deshizo en nada.
Frodo miró el cadáver
con horror y piedad, y de pronto le pareció ver en él largos años de muerte; y
el rostro marchito se contrajo, y se transformó en jirones de piel sobre una
calavera horrenda. Levantando los faldones del manto sucio que se extendía
junto al cadáver, Frodo lo cubrió, y se alejó.
—Y he aquí el final—dijo
Sam—. Un final horrible, y no desearía haberlo visto; pero es una liberación.
—Y el final definitivo
de la guerra, espero—dijo Merry.
—También yo lo espero—dijo
Frodo suspirando—. El golpe definitivo, pero pensar que ha caído aquí, a las
puertas mismas de Bolsón Cerrado. En medio de todas mis esperanzas y todos mis
temores, jamás imaginé nada semejante.
—Yo no diré que es el
fin, hasta que hayamos arreglado este desbarajuste—dijo Sam con aire sombrío—.
Y eso nos llevará mucho tiempo y trabajo.
LXVI.LOS PUERTOS GRISES
EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO IX
Poner orden en el
desbarajuste les costó mucho trabajo, pero llevó menos tiempo del que Sam había
temido. Al día siguiente de la batalla Frodo fue a Cavada Grande y liberó a los
presos de las celdas. Uno de los primeros que encontraron fue el pobre Fredegar
Bolger, ya no más el Gordo Bolger. Lo habían tomado prisionero en los Tejones,
cerca de las colinas de Scary, cuando los bandidos habían fumigado el refugio
de un grupo de rebeldes que él encabezaba.
—¡A fin de cuentas te
hubiera convenido venir con nosotros, pobre viejo Fredegar!—dijo Pippin,
mientras lo llevaban, pues estaba demasiado débil para caminar.
Fredegar abrió un ojo
y valientemente trató de sonreír. —¿Quién es este joven gigante de voz potente?—musitó—.
¡No será el pequeño Pippin! ¿Qué número de sombrero calzas ahora?
Luego encontraron a
Lobelia. Estaba muy envejecida la pobre, cuando la sacaron de un calabozo
oscuro y estrecho. Pero ella se empeñó en salir con sus propias piernas,
cojeando y tambaleándose; y cuando apareció apoyada en el brazo de Frodo, con
el paraguas siempre apretado en la mano, fue tan calurosa la acogida, y hubo
tantas ovaciones y tantos aplausos que se deshizo en lágrimas. Nunca en su vida
había sido tan popular. Pero la noticia del asesinato de Lotho la trastornó a
tal punto que no quiso volver nunca más a Bolsón Cerrado. Se lo devolvió a
Frodo y se fue a vivir con su familia, los Ciñatiesa de Casadura.
Y cuando murió la
pobre criatura en la primavera siguiente—al fin y al cabo ya tenía más de cien
años—, Frodo se enteró, sorprendido y profundamente conmovido, de que le había
dejado todo su dinero y el de Lotho para que ayudase a los hobbits a quienes
las calamidades de La Comarca habían dejado sin hogar. Y así terminó aquella
larga enemistad.
El viejo Will
Pieblanco había estado encerrado en las celdas más tiempo que todos, y aunque
tal vez lo maltrataran menos, necesitaba comer mucho antes de volver a la
alcaldía, y Frodo aceptó el cargo de suplente hasta que el señor Pieblanco
estuviese de nuevo en condiciones. Lo único que hizo durante su mandato fue
reducir el número de los oficiales de La Comarca, y limitarles las funciones a
lo que era adecuado y normal. El cometido de echar del país a los últimos
rufianes fue confiado a Merry y a Pippin, y cumplido rápidamente. Las pandillas
que se habían refugiado en el sur, al tener noticias de la Batalla de Delagua,
huyeron ofreciendo poca resistencia al thain. Antes de Fin de Año los contados
sobrevivientes quedaron cercados en los bosques, y aquellos que se rindieron
fueron puestos en las fronteras.
Mientras tanto, los
trabajos de restauración avanzaban con rapidez y Sam estaba siempre ocupado.
Los hobbits son laboriosos como las abejas, cuando la situación lo requiere y
si se sienten bien dispuestos. Ahora había millares de manos voluntarias de
todas las edades, desde las pequeñas pero ágiles de los jóvenes y las muchachas
hasta las arrugadas y callosas de los viejos y aún de las abuelas. Para el Año
Nuevo no quedaba en pie ni un solo ladrillo de las casas de los oficiales, ni
de ningún edificio construido por los «hombres de Zarquino»; pero los
ladrillos fueron todos empleados en reparar numerosas cavernas antiguas, a fin
de hacerlas más secas y confortables. Se encontraron grandes cantidades de
provisiones, y víveres, y cerveza que los rufianes habían escondido en
cobertizos y graneros y en cavernas abandonadas, especialmente en los túneles
de Cavada Grande y en las viejas canteras de Scary. Y así, en las fiestas de
aquel Fin de Año hubo una alegría que nadie había esperado.
Una de las primeras
tareas que se llevaron a cabo en Hobbiton, antes aún de la demolición del
molino nuevo, fue la limpieza de la colina y de Bolsón Cerrado, y la
restauración de Bolsón de Tirada. El frente del nuevo arenal fue nivelado y
transformado en un gran jardín cubierto, y en la parte meridional de la colina
excavaron nuevas cavernas y las revistieron de ladrillos. La número tres le fue
restituida al Tío, quien solía decir, sin preocuparse de quiénes pudieran
oírlo:
—Es viento malo aquel
que no trae bien a nadie, como siempre he dicho, y es bueno lo que termina
mejor.
Hubo algunas
discusiones a propósito del nombre que le pondrían a la nueva calle. Algunos
propusieron Jardines de la Batalla, otros Smials Mejores. Pero al
cabo, con el buen sentido propio de los hobbits, le pusieron simplemente
Tirada Nueva. Y no era más que una broma al gusto de Delagua el referirse a
ella con el nombre de calleja de Zarquino.
La pérdida más grave y
dolorosa eran los árboles, pues por orden de Zarquino todos habían sido talados
sin piedad a lo largo y a lo ancho de La Comarca; y eso era lo que más afligía
a Sam. Sobre todo, porque llevaría largo tiempo curar las heridas, y sólo sus
bisnietos verían alguna vez La Comarca como había sido en los buenos tiempos.
De pronto un día
(porque había estado demasiado ocupado durante semanas enteras para dedicar
algún pensamiento a sus aventuras), se acordó del don de Galadriel. Sacó la
cajita y la mostró a los otros viajeros (porque así los llamaban ahora a
todos) y les pidió consejo.
—Me preguntaba cuándo
lo recordarías—dijo Frodo—. ¡Ábrela! —Estaba llena de un polvo gris, suave y
fino, y en el medio había una semilla, como una almendra pequeña de cápsula
plateada.
—¿Qué puedo hacer con
esto?—dijo Sam.
—¡Echa el polvo al
aire en un día de viento y deja que él haga el trabajo!—dijo Pippin.
—¿Dónde?—dijo Sam.
—Escoge un sitio como
vivero y observa qué les sucede a las plantas que están en él—dijo Merry.
—Pero estoy seguro de
que a la dama no le gustaría que me lo quedara yo solo, para mi propio jardín,
habiendo tanta gente que ha sufrido y lo necesita—dijo Sam.
—Recurre a tu
sagacidad y tus conocimientos, Sam—dijo Frodo—, y luego usa el regalo para
ayudarte en tu trabajo y mejorarlo. Y úsalo con parsimonia. No hay mucho y me
imagino que todas las partículas tienen valor.
Entonces Sam plantó
retoños en todos aquellos lugares en donde antes había árboles especialmente
hermosos o queridos, y puso un grano del precioso polvo en la tierra, junto a
la raíz. Recorrió La Comarca, a lo largo y a lo ancho, haciendo este trabajo, y
si prestaba mayor cuidado a Delagua y a Hobbiton nadie se lo reprochaba. Y al
terminar, descubrió que aún le quedaba un poco del polvo, y fue a la piedra de
las Tres Cuadernas, que es por así decir el centro de La Comarca, y lo arrojó
al aire con su bendición. Y la pequeña almendra de plata, la plantó en el campo
de la fiesta, allí donde antes se erguía el árbol; y se preguntó qué planta
crecería. Durante todo el invierno esperó tan pacientemente como pudo, tratando
de contenerse para no ir a ver a cada rato si algo ocurría.
La primavera colmó con
creces las más locas esperanzas de Sam. En su propio jardín los árboles comenzaron
a brotar y a crecer como si el tiempo mismo tuviese prisa y quisiera vivir
veinte años en uno. En el campo de la fiesta despuntó un hermoso retoño: tenía
la corteza plateada y hojas largas y se cubrió de flores doradas en abril. Era
en verdad un mallorn, y la admiración
de todos los vecinos. En años sucesivos, a medida que crecía en gracia y
belleza, la fama del árbol se extendió por todos los confines de La Comarca y
la gente hacía largos viajes para ir a verlo; el único mallorn al oeste de las montañas y al este del mar, y uno de los
más hermosos del mundo.
Desde todo punto de
vista, 1420 fue en La Comarca un año maravilloso. No sólo hubo un sol
esplendente y lluvias deliciosas, en los momentos oportunos y en proporciones
perfectas; una atmósfera de riqueza y de prosperidad, una belleza radiante,
superior a la de esos veranos mortales que en esta Tierra Media centellean un
instante y se desvanecen. Todos los niños nacidos o concebidos en aquel año, y
fueron muchos, eran hermosos y fuertes, y casi todos tenían abundantes cabellos
dorados, hasta entonces raros entre los hobbits. Hubo tal cosecha de frutos que
los hobbits jóvenes nadaban por así decir en fresas con crema; e iban luego a
sentarse en los prados a la sombra de los ciruelos y comían hasta que los
huesos de las frutas se apilaban en pequeñas pirámides, o como cráneos
amontonados por un conquistador, y así continuaban. Y ninguno se enfermaba, y
todos estaban contentos, excepto aquellos que tenían que segar los pastos.
En las viñas de la
Cuaderna del Sur pesaban los racimos, y la cosecha de «hoja» fue
asombrosa; y hubo tanto trigo que para la siega todos los graneros estaban
abarrotados. La cebada de la Cuaderna del Norte fue tan excelente que la
cerveza de 1420 quedó grabada en la memoria de todos durante largos años, y
llegó a ser un dicho proverbial. Y así una generación más tarde no era raro que
un viejo campesino al dejar el pichel sobre la mesa de una taberna, luego de
beber una pinta de cerveza bien ganada, exclamara con un suspiro: —¡Ah, ésta sí
que era una auténtica 1420!
Al principio Sam se
quedó con Frodo en casa de los Coto. Pero cuando Tirada Nueva estuvo terminada,
fue a vivir con el Tío. Además de todas sus otras ocupaciones, conducía las
obras de limpieza y restauración de Bolsón Cerrado; pero más a menudo recorría La
Comarca para ver cómo progresaban los trabajos de forestación. Y por estar
lejos de Hobbiton a comienzos de marzo, no supo que Frodo había estado enfermo.
El trece de ese mes el granjero Coto encontró a Frodo tendido en la cama;
aferraba una piedra blanca que llevaba al cuello suspendida de una cadena y
hablaba como en sueños.
—Ha desaparecido para
siempre—decía—, y ahora todo ha quedado oscuro y desierto.
Pero la crisis pasó, y
al regreso de Sam el veinticinco, Frodo se había recobrado, y no le dijo nada
de él mismo. Entretanto los trabajos de limpieza de Bolsón Cerrado quedaron
concluidos, y Merry y Pippin llegaron desde Cricava trayendo de vuelta el antiguo
mobiliario y todos los enseres de la casa, y el viejo agujero volvió a ser el
mismo de antes.
Al fin todo estuvo
pronto, y Frodo dijo: —¿Cuándo piensas venir a vivir conmigo, Sam?
Sam pareció un poco
turbado.
—No es necesario que
vengas en seguida, si no quieres—dijo Frodo—. Pero sabes que el Tío siempre
estará a un paso, y estoy seguro de que la viuda Rumble cuidará bien de él.
—No es eso, señor
Frodo—dijo Sam, y se puso muy rojo.
—Y bien ¿qué es
entonces?
—Es Rosita, Rosita
Coto—dijo Sam—. Parece que no le gustó nada que yo me fuera de viaje, a la
pobrecita; pero como yo no había hablado, no podía decir nada. Y no le hablaba,
porque tenía algo que hacer, antes. Pero ahora he hablado, y me dice: "¡Y
bueno, ya has perdido un año! ¿Para qué esperar más?" "¿Perdido?",
le digo. "Yo no lo llamaría así." Pero entiendo lo que ella
quiere decir. Me siento como quien dice partido en dos.
—Comprendo—dijo Frodo—:
¿Quieres casarte, pero también quieres vivir conmigo en Bolsón Cerrado? Mi
querido Sam, ¡nada más sencillo! Cásate lo más pronto posible, y ven a
instalarte aquí con Rosita. Hay espacio suficiente en Bolsón Cerrado para la
familia más numerosa que puedas desear.
Y así todo quedó
arreglado. Sam Gamyi se casó con Rosa Coto en la primavera de 1420 (año famoso
también por el gran número de matrimonios), y fueron a vivir a Bolsón Cerrado.
Y si Sam se creía favorecido por la suerte, Frodo sabía que él lo era todavía
más: no había en La Comarca un hobbit que fuera cuidado con tanto celo y amor
como él. Cuando todos los trabajos de reparación estuvieron preparados y en
ejecución, se entregó a una vida tranquila, escribiendo mucho y releyendo todas
sus notas. Renunció al cargo de alcalde suplente en la feria libre de mediados
de aquel verano, y el viejo y entrañable Will Pieblanco pudo volver a presidir
los banquetes durante otros siete años.
Merry y Pippin
vivieron juntos por un tiempo en Cricava, y hubo un incesante ir y venir entre Los
Gamos y Bolsón Cerrado. Las canciones, las historias y los modales de los
jóvenes viajeros, junto con las fiestas que daban a menudo eran muy populares
en La Comarca. Los «señoriles», los llamaba la gente con la mejor
intención, pues encendía los corazones verlos cabalgar ataviados con brillantes
cotas de malla, y escudos resplandecientes, riendo y cantando canciones de
países lejanos; y si ahora eran grandes y magníficos, en otros aspectos no
habían cambiado nada, aunque eran sin duda más corteses, más joviales y más
alegres que antes.
Frodo y Sam, en
cambio, adoptaron de nuevo la vestimenta ordinaria, y sólo cuando era necesario
lucían los largos mantos grises, finamente tejidos, y sujetos al cuello con
hermosos broches; y el señor Frodo llevaba siempre una joya blanca que pendía
de una cadena, y con la que jugueteaba a menudo.
Ahora las cosas
marchaban bien, con la constante esperanza de que mejorarían más aún, y Sam
vivía atareado y tan colmado de dicha como hasta un hobbit pudiera desear. Nada
turbó para él la paz de aquel año, excepto una cierta preocupación por Frodo,
que se había retirado poco a poco de todas las actividades de La Comarca. A Sam
le apenaba que lo trataran con tan escasos honores en su propio país. Pocos
eran los que conocían o deseaban conocer sus hazañas y aventuras; la admiración
y el respeto de todos recaían casi exclusivamente en el señor Meriadoc y en el
señor Peregrin y (aunque esto Sam lo ignoraba) también en él. Y en el otoño
apareció una sombra de los antiguos tormentos.
Una noche Sam entró en
el estudio y encontró a su amo muy extraño. Estaba palidísimo, con la mirada
como perdida en cosas muy lejanas.
—¿Qué le pasa, señor
Frodo?—dijo Sam.
—Estoy herido—respondió
él—, herido; nunca curaré del todo.
Pero luego se levantó
y pareció que el malestar había desaparecido, y al otro día era de nuevo el
Frodo de siempre. Sólo más tarde Sam reparó en la fecha: seis de octubre. Dos
años antes, ese mismo día, se había hecho la oscuridad en la hondonada de la cima
de los Vientos.
Pasó el tiempo y llegó
el año 1421. Frodo volvió a caer enfermo en marzo, pero con un gran esfuerzo
consiguió ocultarlo, porque Sam tenía otras cosas en qué pensar. El primer hijo
de Sam y Rosita nació el veinticinco de marzo, una fecha que Sam anotó.
—Y bien, señor Frodo—dijo—.
Estoy en un aprieto. Rosa y yo habíamos decidido llamarlo Frodo, con el permiso
de usted; pero no es él, es ella. Aunque es la niña más bonita que hayamos
podido desear, porque afortunadamente se parece más a Rosa que a mí. De modo
que no sabemos qué hacer.
—Bueno, Sam—dijo Frodo—¿qué
tienen de malo las antiguas tradiciones? Elige un nombre de flor, como Rosa. La
mitad de las niñas de La Comarca tienen nombres semejantes ¿y qué puede ser
mejor?
—Supongo que tiene
usted razón, señor Frodo—dijo Sam—. He escuchado algunos nombres hermosos en
mis viajes, pero se me ocurre que son demasiado sonoros para usarlos de
entrecasa, por así decir. El Tío dice: "Escoge uno corto, así no
tendrás que acortarlo luego." Pero si ha de ser el nombre de una flor,
entonces no me importa que sea largo: tiene que ser una flor hermosa, porque
vea usted, señor Frodo, yo creo que es muy hermosa, y que va a ser mucho más
hermosa todavía.
Frodo pensó un
momento. —Y bien, Sam, ¿qué te parece elanor, la estrellasol? ¿Recuerdas,
la pequeña flor de oro que crecía en los prados de Lothlórien?
—¡También ahora tiene
razón, señor Frodo!—dijo Sam, maravillado—. Eso es lo que yo quería.
La pequeña Elanor
tenía casi seis meses, y 1421 había entrado ya en el otoño, cuando Frodo llamó
a Sam al estudio.
—El jueves será el
cumpleaños de Bilbo, Sam—dijo—, y sobrepasará al Viejo Tuk. ¡Cumplirá ciento
treinta y un años!
—¡Es verdad!—dijo Sam—.
¡Qué maravilla!
—Pues bien, Sam, me
gustaría que hablaras con Rosa y vieras si puede arreglarse sin ti, para que tú
y yo podamos irnos juntos. Aunque claro, ahora no puedes irte muy lejos ni por
mucho tiempo—dijo con cierta tristeza.
—No, no en verdad,
señor Frodo.
—Claro que no. Pero no
importa; podrías acompañarme un trecho. Dile a Rosa que no estarás ausente
mucho tiempo, no más de dos semanas, y que regresarás sano y salvo.
—Me gustaría tanto ir
con usted a Rivendel, señor Frodo, y ver al señor Bilbo—dijo Sam—. Y sin
embargo el único lugar en que realmente quiero estar es aquí. Estoy partido en
dos.
—¡Pobre Sam! ¡Así
habrás de sentirte, me temo!—dijo Frodo—. Pero curarás pronto. Naciste para ser
un hobbit sano e íntegro, y lo serás.
Durante los dos o tres
días siguientes Frodo, con la ayuda de Sam, revisó todos los papeles y
manuscritos, y le dio las llaves. Había un libro voluminoso encuadernado en
cuero rojo: las grandes páginas estaban ahora casi llenas. Al principio, había
muchas hojas escritas por la mano débil y errabunda de Bilbo, pero la escritura
apretada y fluida de Frodo cubría casi todo el resto. El libro había sido
dividido en capítulos; el capítulo 80 estaba inconcluso y seguido de varios
folios en blanco. En la página correspondiente a la portada, había numerosos títulos,
tachados uno tras otro:
Mi diario.
Mi viaje
inesperado.
Historia
de una ida y de una vuelta. Y que sucedió después. Aventuras de cinco hobbits.
La historia del Gran Anillo, compilada por
Bilbo Bolsón, según las observaciones personales del autor y los relatos de sus
amigos.
Nosotros y la Guerra del Anillo.
Aquí
terminaba la letra de Bilbo y luego Frodo había escrito:
LA CAÍDA
DEL
SEÑOR DE LOS ANILLOS
Y EL
RETORNO DEL REY
(Tal
como los vio la gente pequeña; siendo éstas las memorias de Bilbo y de Frodo de
La Comarca, completadas con las narraciones de sus amigos y la erudición de los
sabios).
Junto
con extractos de los libros de la tradición, traducidos por Bilbo en Rivendel.
—¡Pero lo ha terminado
casi, señor Frodo!—exclamó Sam—. Bueno, ha trabajado en serio.
—Yo he terminado con
lo mío, Sam—dijo Frodo—. Las últimas páginas son para ti.
El veintiuno de
septiembre partieron juntos, Frodo montado en el poni en que había recorrido
todo el camino desde Minas Tirith, y que ahora se llamaba Trancos; y Sam en su
querido Bill. Era una mañana dorada y hermosa, y Sam no preguntó a dónde iban.
Creía haberlo adivinado.
Tomaron por el camino
de Cepeda hasta más allá de las colinas, dejando que los ponis avanzaran sin
prisa rumbo al bosque Cerrado. Acamparon en las colinas Verdes y el veintidós
de septiembre, cuando caía la tarde, descendieron apaciblemente entre los
primeros árboles.
—¡Fue detrás de ese
árbol donde usted se escondió la primera vez que apareció el jinete negro,
señor Frodo!—dijo Sam, señalando a la izquierda—. Ahora parece un sueño.
Había llegado la noche
y las estrellas centelleaban en el cielo del este, cuando los compañeros
pasaron delante de la encina seca y descendieron la colina entre la espesura de
los avellanos. Sam estaba silencioso y pensativo. De pronto advirtió que Frodo
iba cantando en voz queda, cantando la misma vieja canción de caminantes, pero
las palabras no eran del todo las mismas:
Aún detrás del recodo quizá
todavía esperen
un camino nuevo o una puerta secreta;
y aunque a menudo pasé sin
detenerme,
al fin llegará un día en que
iré caminando
por esos senderos escondidos
que corren
al oeste de la luna, al este
del sol.[35]
Y como en respuesta,
subiendo por el camino desde el fondo del valle, llegaron voces que cantaban:
A! Elbereth Gilthoniel
silivren penna míriel
o menel aglar elenath,
Gilthoniel, A! Elbereth!
Aún recordamos, nosotros que vivimos
bajo los árboles en esta tierra lejana,
la luz de las estrellas
sobre los mares de occidente.[36]
Frodo y Sam se
detuvieron y aguardaron en silencio entre las dulces sombras, hasta que un
resplandor anunció la llegada de los viajeros.
Y vieron a Gildor y
una gran comitiva de hermosa gente élfica, y luego, ante los ojos maravillados
de Sam, llegaron cabalgando Elrond y Galadriel. Elrond vestía un manto gris y
lucía una estrella en la frente, y en la mano llevaba un arpa de plata, y en el
dedo un anillo de oro con una gran pieza azul: Vilya, el más poderoso de los
tres. Pero Galadriel montaba en un palafrén blanco, envuelta en una blancura
resplandeciente, como nubes alrededor de la luna; y ella misma parecía irradiar
una luz suave. Y tenía en el dedo el anillo forjado de mithril, con una
sola piedra que centelleaba como una estrella de escarcha. Y cabalgando
lentamente en un pequeño poni gris, cabeceando de sueño y como adormecido,
llegó Bilbo en persona.
Elrond los saludó con
un aire grave y gentil, y Galadriel los miró, con una sonrisa. —Y bien, señor
Samsagaz—dijo—. Me han dicho, y veo, que has utilizado bien mi regalo. De ahora
en adelante La Comarca será más que nunca amada y bienaventurada. —Sam se
inclinó en una profunda reverencia, pero no supo qué decir. Había olvidado qué
hermosa era la dama Galadriel.
Entonces Bilbo
despertó y abrió los ojos. —¡Hola, Frodo!—dijo—. ¡Bueno, hoy le he ganado al
Viejo Tuk! Así que eso está arreglado. Y ahora creo estar pronto para emprender
otro viaje. ¿Tú también vienes?
—Sí, yo también voy—dijo
Frodo—. Los Portadores del Anillo han de partir juntos.
—¿A dónde va usted, mi
amo?—gritó Sam, aunque por fin había comprendido lo que estaba sucediendo.
—A los Puertos, Sam—dijo
Frodo.
—Y yo no puedo ir.
—No, Sam. No todavía,
en todo caso; no más allá de los Puertos. Aunque también llegará la hora,
quizá. No te entristezcas demasiado, Sam. No siempre podrás estar partido en
dos. Necesitarás sentirte sano y entero, por muchos años. Tienes tantas cosas
de que disfrutar, tanto que vivir y tanto que hacer.
—Pero—dijo Sam,
mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—, yo creía que también usted iba a
disfrutar en La Comarca, años y años, después de todo lo que ha hecho.
—También yo lo creía, por
un tiempo. Pero he sufrido heridas demasiado profundas, Sam. Intenté salvar La
Comarca y la he salvado; pero no para mí. Así suele ocurrir, Sam, cuando las
cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para
que otros las conserven. Pero tú eres mi heredero: todo cuanto tengo y podría
haber tenido te lo dejo a ti. Y además tienes a Rosa y a Elanor; y vendrán
también el pequeño Frodo y la pequeña Rosa, y Merry, y Rizos de Oro, y Pippin;
y acaso otros que no alcanzo a ver. Tus manos y tu cabeza serán necesarios en
todas partes. Serás el alcalde, naturalmente, por tanto tiempo como quieras
serlo, y el jardinero más famoso de la historia; y leerás las páginas del Libro
Rojo, y perpetuarás la memoria de una Edad ahora desaparecida, para que la
gente recuerde siempre el Gran Peligro, y ame aún más entrañablemente el país
bienamado. Y eso te mantendrá tan ocupado y tan feliz como es posible serlo,
mientras continúe tu parte de la historia.
»¡Y ahora ven, cabalga
conmigo!
Entonces Elrond y
Galadriel prosiguieron la marcha; la Tercera Edad había terminado y los días de
los anillos habían pasado para siempre, y así llegaba el fin de la historia y
los cantos de aquellos tiempos. Y con ellos partían numerosos elfos de la alta estirpe
que ya no querían habitar en la Tierra Media; y entre ellos, colmado de una
tristeza que era a la vez venturosa y sin amargura, cabalgaban Sam, y Frodo, y
Bilbo; y los elfos los honraban complacidos.
Aunque cabalgaron a
través de La Comarca durante toda la tarde y toda la noche, nadie los vio
pasar, excepto las criaturas salvajes de los bosques; o aquí y allá algún
caminante solitario que vio de pronto entre los árboles un resplandor fugitivo,
o una luz y una sombra que se deslizaba sobre las hierbas, mientras la luna
declinaba en el poniente. Y cuando La Comarca quedó atrás y bordeando las
faldas meridionales de las quebradas Blancas llegaron a las quebradas Lejanas y
a las torres, vieron en lontananza el mar; y así descendieron por fin hacia
Mithlond, hacia los Puertos Grises en el largo estuario de Lhûn.
Cuando llegaron a las puertas,
Círdan el Constructor de Barcos se adelantó a darles la bienvenida. Era muy
alto, de barba larga, y todo gris y muy anciano, salvo los ojos que eran vivos
y luminosos como estrellas; y los miró, y se inclinó en una reverencia, y dijo:
—Todo está pronto.
Entonces Círdan los
condujo a los Puertos y un navío blanco se mecía en las aguas, y en el muelle,
junto a un gran caballo gris, se erguía una figura toda vestida de blanco que
los esperaba. Y cuando se volvió y se acercó a ellos, Frodo advirtió que
Gandalf llevaba en la mano, ahora abiertamente, el tercer anillo, Narya el
Grande, y la piedra engarzada en él era roja como el fuego. Entonces aquellos
que se disponían a hacerse a la mar se regocijaron, porque supieron que Gandalf
partiría también.
Pero Sam tenía el
corazón acongojado y le parecía que si la separación iba a ser amarga, más
triste aún sería el solitario camino de regreso. Pero mientras aún seguían allí
de pie, y los elfos ya subían a bordo, y la nave estaba casi pronta para
zarpar, Pippin y Merry llegaron, a galope tendido. Y Pippin reía en medio de
las lágrimas.
—Ya una vez intentaste
tendernos un lazo y te falló, Frodo. Esta vez estuviste a punto de conseguirlo,
pero te ha fallado de nuevo. Sin embargo, no ha sido Sam quien te traicionó
esta vez, ¡sino el propio Gandalf!
—Sí—dijo Gandalf—porque
es mejor que sean tres los que regresen y no uno solo. Bien, aquí, queridos
amigos, a la orilla del mar, termina por fin nuestra comunidad en la Tierra
Media. ¡Id en paz! No os diré: no lloréis; porque no todas las lágrimas son
malas.
Frodo besó entonces a
Merry y a Pippin, y por último a Sam, y subió a bordo; y fueron izadas las
velas, y el viento sopló, y la nave se deslizó lentamente a lo largo del
estuario gris; y la luz del frasco de Galadriel que Frodo llevaba en alto
centelleó y se apagó. Y la nave se internó en la alta mar rumbo al Oeste, hasta
que por fin en una noche de lluvia Frodo sintió en el aire una fragancia y oyó
cantos que llegaban sobre las aguas; y le pareció que, como en el sueño que
había tenido en la casa de Tom Bombadil, la cortina de lluvia gris se transformaba
en plata y cristal, y que el velo se abría y ante él aparecían unas playas
blancas, y más allá un país lejano y verde a la luz de un rápido amanecer.
Pero para Sam la
penumbra del atardecer se transformó en oscuridad, mientras seguía allí en el
Puerto; y al mirar el agua gris vio sólo una sombra que pronto desapareció en
el oeste. Hasta entrada la noche se quedó allí, de pie, sin oír nada más que el
suspiro y el murmullo de las olas sobre las playas de la Tierra Media, y aquel
sonido le traspasó el corazón. Junto a él, estaban Merry y Pippin, y no
hablaban.
Por fin los tres
compañeros dieron media vuelta y se alejaron, sin volver la cabeza, y
cabalgaron lentamente rumbo a La Comarca; y no pronunciaron una sola palabra
durante todo el viaje de regreso; pero en el largo camino gris, cada uno de
ellos se sentía reconfortado por los demás.
Y finalmente cruzaron
las lomas y tomaron el camino del este; y Pippin y Merry cabalgaron hacia Los
Gamos; y ya empezaban a cantar de nuevo mientras se alejaban. Pero Sam tomó el
camino de Delagua, y así volvió a casa por la Colina, cuando una vez más caía
la tarde. Y llegó y adentro ardía una luz amarilla; y la cena estaba pronta, y
lo esperaban. Y Rosa lo recibió, y lo instaló en su sillón, y le sentó a la
pequeña Elanor en las rodillas.
Sam respiró
profundamente. —Bueno, estoy de vuelta—dijo.
VI.LA ÚLTIMA CANCIÓN DE BILBO
LA ÚLTIMA CANCIÓN DE BILBO
El día ha acabado, mis
ojos se velan,
pero un largo viaje
delante me espera.
¡Adiós, mis amigos! Me
llega el llamado
del muelle de piedra
que alberga mi barco.
De nieve es la espuma,
las olas son grises;
detrás del ocaso mi
senda prosigue.
Salada es la espuma, y
libres los vientos;
del mar que se
encrespa me llega el lamento.
¡Adiós, mis amigos!
Presto ya el velamen,
el viento es del este,
libres los amarres.
Sombras alargadas
delante me esperan,
sobre mí se cierne un
cielo que mengua.
Más allá del sol tengo
que lograr
alcanzar las islas
antes del final;
allende poniente se
extienden países
de noche tranquila, de
sueño apacible.
La estrella ermitaña
me indica el sendero,
cuando deje atrás el
último puerto,
llegaré hasta el Reino
Bienaventurado
y a las claras playas
del mar estrellado.
¡Oh, barco, mi barco!
Ya busco el Oeste,
los campos y montes
benditos por siempre.
Al fin me despido de
la Tierra Media.
¡Encima del mástil ya
veo la estrella![37]
VII.LA
ELENDILMIR
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
Pero el rey Elessar, cuando fue coronado en
Gondor, inició la reorganización del reino, y una de sus primeras tareas fue la
restauración de Orthanc, donde se proponía guardar otra vez la palantír recuperada
de Saruman. Entonces se registraron todos los secretos de la torre. Se
encontraron muchas cosas de valor, joyas y reliquias de familia de Eorl,
hurtadas a Edoras por Lengua de Serpiente durante los años de decadencia del rey
Théoden, y otras cosas semejantes, más antiguas y bellas, recogidas en túmulos
y tumbas de todas partes. Saruman, en su degradación, no se había convertido en
un dragón, sino en una corneja. Por último, tras una puerta escondida que no
podrían haber encontrado ni abierto si no hubiera contado Elessar con la ayuda
de Gimli el enano, se reveló un gabinete de acero. Quizá lo habían preparado
para recibir el Anillo; pero estaba casi vacío. En el cofrecillo sobre un alto
estante había dos cosas guardadas. Una era una cajita de oro sujeta a una fina
cadena; estaba vacía y no tenía letra ni signo alguno, pero sin duda había
guardado el Anillo en torno al cuello de Isildur. Junto a ella había un tesoro
sin precio, largo tiempo lamentado como si se hubiera perdido para siempre: la
misma Elendilmir, la blanca estrella de cristal élfico sobre una redecilla de mithril, que había
pasado de Silmariën a Elendil, y que éste había escogido como la señal de la
realeza del reino el norte. Cada rey y los capitanes que los habían seguido en
Arnor habían llevado la Elendilmir, hasta el mismo Elessar; pero, aunque era
una joya de gran belleza, hecha por los orfebres élficos en Imladris para
Valandil, hijo de Isildur, no tenía la antigüedad ni el poder de la que se
había perdido cuando Isildur se internó en la oscuridad para no volver nunca
más.[38]
Elessar la cogió con reverencia, y
cuando volvió al norte y tuvo otra vez plena autoridad real sobre Arnor, Arwen
se la ciñó en la frente y los hombres guardaron asombrado silencio al ver cómo
resplandecía. Pero Elessar no quiso correr ningún riesgo y sólo la llevaba en
días señalados en el reino el norte. Por otra parte, cuando vestido con sus
galas reales llevaba la Elendilmir que había recibido en herencia, decía: —Y
ésta también es cosa digna de ser reverenciada, y está por encima de mi mérito;
cuarenta cabezas la han llevado antes que la mía.
Cuando las gentes reflexionaron
más detenidamente sobre este tesoro secreto, se afligieron. Porque les pareció
que estas cosas, y con seguridad la Elendilmir, no podían haberse encontrado a
no ser que estuvieran en el cuerpo de Isildur cuando se hundió en el agua; pero
si ello hubiera sucedido en aguas profundas de fuertes corrientes, éstas las
habrían arrastrado con el tiempo hasta lugares muy lejanos. Por tanto, Isildur
debió de haber caído no en la corriente profunda sino en aguas de la orilla, no
más altas que un hombre. ¿Por qué, entonces, aunque había transcurrido una
Edad, no se encontraron huellas de sus huesos? ¿Los habría encontrado Saruman y
los habría deshonrado quemándolos en uno de sus hornos? Si así había sido, era
un hecho vergonzoso; pero no el peor que hubiera cometido.
VIII.EL
REINADO DE ARAGORN II
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
Hubo
quince capitanes antes de que naciera el decimosexto y último, Aragorn II, que
fue rey de Gondor y de Arnor a la vez. "Nuestro rey, lo llamamos; y
cuando se traslada al norte a la casa restaurada de Annúminas, y permanece un
tiempo junto al lago del Crepúsculo, todos en La Comarca se sienten felices.
Pero no penetra en esta tierra y se somete a la ley que él mismo ha promulgado,
según la cual, nadie de la gente grande ha de cruzar los límites de La Comarca.
No obstante, cabalga a menudo hasta el Gran Puente, y da allí la bienvenida a
sus amigos y a cualquier otro que desee verlo; y algunos vuelven con él
cabalgando y se quedan en su casa tanto como les cuadra. El thain Peregrin ha
estado allí tres veces; y también ha estado allí el señor Samsagaz, el alcalde.
La hija de Samsagaz, Elanor la Hermosa, es una de las doncellas de la reina
Estrella de la Tarde."
Era
el orgullo y la maravilla de la línea septentrional que, aunque habían perdido
el poder y el número de sus miembros había menguado a través de múltiples
generaciones, la sucesión de padre a hijo nunca quedó interrumpida. Además, aunque
la duración de la vida de los dúnedain decrecía de continuo en la Tierra Media,
después del fin de los reyes la mengua era aún más rápida en Gondor, y muchos
de los capitanes del norte alcanzaban a vivir todavía dos veces la edad de los hombres,
y mucho más que aún los más viejos de entre nosotros. Aragorn en verdad vivió
hasta los ciento noventa años, más que ninguno de ese linaje desde el rey
Arvegil; pero en Aragorn Elessar se renovó la dignidad de los reyes de antaño.
IX.LOS REYES Y ORDENAMIENTO DE LA MARCA
DURANTE Y DESPUÉS DE LA GUERRA DEL ANILLO
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
FIN DEL SEGUNDO LINAJE
Año[39]
2948—3019 17. Théoden. Fue llamado
Théoden Ednew en las historias de Rohan, pues empezó a declinar hechizado por
Saruman. Pero Gandalf lo curó, y en el último año de su vida se incorporó y
llevó a sus hombres a la victoria en Cuernavilla, y poco después a los Campos
de Pelennor, la más grande batalla de esa Edad. Cayó ante las puertas de
Mundburgo. Por un tiempo descansó en la tierra natal, entre los reyes muertos
de Gondor, pero fue trasladado y sepultado en el octavo montículo del linaje de
Fréaláf en Edoras. Luego, empezó un nuevo linaje.
TERCER LINAJE
En 2989 Théodwyn se casó
con Éomund de Folde Este, primer mariscal de la Marca. Su hijo Éomer nació en
2991, y su hija Éowyn en 2995. En ese tiempo Sauron conspiraba otra vez, y la
sombra de Mordor llegaba a Rohan. Los orcos empezaron a invadir las regiones
orientales y mataban o robaban caballos. Otros bajaban también de las montañas
Nubladas; algunos de ellos eran grandes uruks al servicio de Saruman, aunque
transcurrió mucho tiempo antes de que se lo sospechase. Éomund tenía sobre todo
a su cargo las fronteras del este; y era un gran amante de los caballos y
odiaba a los orcos. Si llegaban nuevas de alguna incursión, a menudo los
buscaba a caballo, inflamado de ira, desprevenido y con pocos hombres. Sucedió
así que fue muerto en 3002; persiguió a una pequeña banda hasta los bordes de
Emyn Muil, y fue allí sorprendido por una tropa que acechaba entre los
peñascos.
No mucho después Théodwyn
cayó enferma y murió, con gran pena del rey. Llevó a los hijos de ella y les
dio el nombre de hijo e hija. Sólo tenía un hijo propio, Théodred, que contaba
entonces veinticuatro años; porque la reina Elfhild había muerto en el parto, y
Théoden no había vuelto a casarse. Éomer y Éowyn crecieron en Edoras y vieron
cómo la sombra oscura caía sobre las estancias de Théoden. Éomer se asemejaba a
sus antepasados; pero Éowyn era esbelta y alta, con una gracia y orgullo que le
venían del sur, de Morwen de Lossarnach, a la que los rohirrim habían llamado Resplandor
del Acero.
2991—C.E. 63 (3084) Éomer
Éadig. Cuando era joven todavía, se convirtió en mariscal de la Marca (3017) y
se le dio el cargo de Éomund en la frontera del este. En la Guerra del Anillo,
Théodred cayó en batalla con Saruman en los vados del Isen. Por tanto, antes de
morir en los Campos de Pelennor, Théoden designó como heredero suyo a Éomer, y
lo llamó rey. Ese día también Éowyn ganó renombre, porque luchó en esa batalla
cabalgando disfrazada; y fue después conocida en la Marca como la Señora del
Brazo Escudado.
Éomer se convirtió en un gran rey, y como
era joven cuando sucedió a Théoden, reinó durante sesenta y cinco años, más que
ninguno de los reyes que lo precedieron salvo Aldor el Viejo. En la Guerra del
Anillo, hizo amistad con el rey Elessar y con Imrahil de Dol Amroth; y
cabalgaba con frecuencia a Gondor. En el último año de la Tercera Edad se casó
con Lothíriel, hija de Imrahil. Tuvieron un hijo, Elfwine el Hermoso, que reinó
después de Éomer.
En los días de Éomer, los hombres que lo
deseaban tenían paz en la Marca, y el pueblo creció tanto en los valles de las
montañas como en las llanuras, y los caballos se multiplicaron. En Gondor
gobernaba entonces el rey Elessar, y también en Arnor. Era rey en las tierras
de todos esos antiguos reinos, excepto en Rohan; porque renovó para Éomer el
regalo de Cirion, y Éomer hizo otra vez el juramento de Eorl. Lo cumplió con
frecuencia. Porque, aunque Sauron ya había desaparecido, los odios y los males
que sembrara no habían muerto, y el rey del oeste tenía muchos enemigos que
someter antes que el árbol blanco pudiera crecer en paz. Y dondequiera que
fuese el rey Elessar con sus guerras, el rey Éomer iba con él; y más allá del mar
de Rhûn y en los campos lejanos del sur, se oía el trueno de la caballería de
la Marca, y el caballo blanco sobre verde voló con muchos vientos hasta que
Éomer envejeció.
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
LA
FIGURA DE MARISCAL DE LA MARCA
Mariscal de la Marca era el más alto rango militar y el título de los lugartenientes del rey (originalmente tres), comandantes de las fuerzas reales de jinetes plenamente equipados y entrenados. La sede del primer mariscal era la capital, Edoras, y las tierras del rey adyacentes (con inclusión del valle). Comandaba a los jinetes de las filas de Edoras, reclutados en este sitio y en ciertas partes de las Marcas Oeste y Este, por lo que Edoras era el lugar más adecuado para celebrar asambleas. Éstos eran términos sólo utilizados en la organización militar. Sus confines eran el río Nevado hasta unirse con el Entaguas y, desde allí, hacia el norte a lo largo del Entaguas. Al segundo y al tercer mariscales se les asignaban mandos de acuerdo con las necesidades del momento. A principios del año 3019, Saruman era una grave amenaza, y el segundo mariscal, Théodred, el hijo del rey, tenía a su mando la Marca Oeste, en el abismo de Helm; el tercer mariscal, Éomer, el sobrino del rey, tenía su sede en la Marca Este en su lugar de nacimiento, Aldburg, en el Folde. Aquí tenía Eorl su casa; después que Brego, hijo de Eorl, se trasladó a Edoras, pasó a manos de Eofor, tercer hijo de Brego, del que Éomund, padre de Éomer, decía descender. El Folde formaba parte de las tierras del rey, pero Aldburg siguió siendo la base más conveniente para las filas de la Marca del Este.
En
los días de Théoden no había nadie asignado para el cargo de primer mariscal.
Cuando accedió al trono era muy joven (tenía treinta y dos años), vigoroso y de
espíritu marcial y gran jinete. En caso de guerra, le correspondía a él mismo
comandar las filas de Edoras; pero en su reino hubo paz durante muchos años, y
cabalgaba con sus caballeros y sus hombres sólo para ejercitarse y hacer
desfiles; no obstante, la sombra de Mordor otra vez despierta, creció más y más
desde su infancia hasta su vejez. Durante esta paz los jinetes y otros hombres
armados de la guarnición de Edoras estaban gobernados por un oficial con rango
de mariscal (en los años 3012—3019 éste fue el cargo que tuvo Elfhelm). Cuando
Théoden envejeció prematuramente, según parece, esta situación siguió
inalterada, y no había mando central efectivo: un estado de cosas estimulado
por su consejero Grima. El rey, que se había vuelto decrépito y rara vez
abandonaba su casa, tomó la costumbre de impartir órdenes a Háma, capitán de la
real casa, a Elfhelm y aún a los mariscales de la Marca, por boca de Grima
Lengua de Serpiente. Esto no era del gusto de nadie, pero las órdenes se
obedecían, por lo menos, en Edoras. En lo que concierne a la lucha, cuando
empezó la guerra con Saruman, Théodred, sin que mediaran órdenes, asumió el
mando general. Reunió a los efectivos que había en Edoras y puso una gran parte
de los jinetes al mando de Elfhelm para reforzar las filas del Folde Oeste y ayudarlas
a resistir la invasión.
En
tiempos de guerra o de desorden cada mariscal de la Marca tenía a sus órdenes
inmediatas, como parte de su «casa» (es decir, acuartelados en su
residencia), una éored pronta para la batalla, a la que podía recurrir
en casos de urgencia de acuerdo con su propio criterio. Esto es lo que en
realidad había hecho Éomer; pero se le acusó, por inspiración de Grima, de que
el rey en este caso le había prohibido disponer de las fuerzas aún sin
compromiso de la Marca Este para sacarlas de Edoras; de que sabía del desastre
de los vados y de la muerte de Théodred antes de perseguir a los orcos por el
remoto páramo, y también de que, en contra de órdenes generales, había dejado
ir en libertad a extranjeros y aún les había prestado caballos.
Después
de la caída de Théodred, el mando de la Marca Oeste (una vez más sin que
mediaran órdenes de Edoras) fue asumido por Erkenbrand, señor de la hondonada
del abismo, y de otras tierras del Folde Oeste. En su juventud, como muchos
señores, había sido oficial de los jinetes del rey, pero ya no lo era. Se lo
consideraba, sin embargo, el principal señor de la Marca Oeste, y como su
pueblo corría peligro, era su deber y su derecho reunir a todos los que
pudieran portar armas y oponer resistencia a la invasión. Tomó, pues, el mando
de los jinetes de las filas occidentales; pero Elfhelm conservó el mando
independiente de los jinetes de las filas de Edoras que Théodred había convocado
con el fin de asistirlo.
Después
de que Gandalf curó a Théoden, la situación cambió. El rey tomó otra vez el
mando. Éomer fue restituido y se convirtió en primer mariscal, pronto para
asumir el mando si el rey sucumbía o le flaqueaban las fuerzas; pero no se
utilizó el título, y en presencia del rey en armas sólo podía aconsejar y no
impartir órdenes. El papel que en realidad desempeñaba era muy semejante al de
Aragorn: un campeón temible entre los compañeros del rey. Los que en la corte
no conocían los acontecimientos, supusieron que los refuerzos estaban al mando
de Éomer, el único mariscal de la Marca que quedaba.
Cuando
se reunieron todos los efectivos en el Sagrario, y se examinaron, y se
determinaron, en la medida de lo posible, la «línea de acción» y el
orden de la batalla, Théoden convocó un concilio de «los mariscales y los
capitanes» en seguida, y antes comió; pero no queda descrito, pues Meriadoc
no estaba presente («Me pregunto de qué estarán hablando»). Éomer
permaneció en esta posición, cabalgando con el rey (como comandante de la éored
principal, la Compañía del rey) y actuando como su principal consejero. Elfhelm
se convirtió en mariscal de la Marca y tenía a su mando la primera éored de las
filas de la Marca Este. Grimbold (no mencionado antes en la narración) tenía la
función, aunque no el título, de tercer mariscal, y comandaba las Filas de la
Marca Oeste. Grimbold era un mariscal de menor graduación de los jinetes de la
Marca del Oeste al mando de Théodred, y se le concedió este rango, como hombre
que demostró valor en las dos batallas de los vados, porque Erkenbrand era un
hombre mayor, y el rey experimentaba la necesidad de alguien que tuviera
dignidad y autoridad para dejar al mando de las fuerzas con que pudiera
contarse para la defensa de Rohan. Grimbold cayó en la Batalla de los Campos del Pelennor, y Elfhelm se convirtió en el lugarteniente de Éomer como rey; quedó
al mando de todos los rohirrim en Gondor cuando Éomer fue a la Puerta Negra y
puso en fuga al ejército hostil que había invadido Anórien (LVII.LA ÚLTIMA
DELIBERACIÓN y LVIII.LA PUERTA NEGRA
SE ABRE).
Se lo menciona como uno de los principales testigos de la coronación de Aragorn
(LXI.EL SENESCAL Y EL REY).
Hay
constancia documental de que después del funeral de Théoden, cuando Éomer
reorganizó el reino, Erkenbrand fue designado mariscal de la Marca Oeste, y Elfhelm,
mariscal de la Marca Este, y ésos fueron los títulos que se mantuvieron en
lugar de segundo y tercer mariscal, sin que ninguno predominara sobre el otro.
En tiempos de guerra se designaba el cargo especial de virrey: el que lo
desempeñaba o bien gobernaba el reino en ausencia del rey, cuando éste se ponía
al frente del ejército, o asumía el mando en el campo de batalla si por algún
motivo el rey permanecía en su casa. En tiempos de paz el cargo sólo se
desempeñaba cuando el rey, por causa de enfermedad o vejez, delegaba su
autoridad; el que lo ejercía era naturalmente el heredero del trono, si era hombre
de edad suficiente. Pero en tiempos de guerra el Consejo se oponía a que un
viejo rey enviara a su hijo heredero al campo de batalla lejos del reino, a no
ser que tuviera cuando menos otro hijo.
X.LAS
PALANTÍRI
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
Las palantíri,
sin la menor duda, no fueron nunca objeto de utilización o conocimiento
corrientes, ni siquiera en Númenor. En la Tierra Media se conservaron en cuartos
custodiados en muy altas torres; sólo los reyes y los gobernantes y los
guardianes por ellos designados tenían acceso a las piedras y nunca se
consultaron ni se exhibieron en público. Pero hasta el fin de los reyes no
constituyeron un secreto siniestro. No había peligro en su empleo, y ni el rey
ni ninguna otra persona autorizada a examinarlas habría vacilado en revelar la
fuente de su conocimiento de los hechos o las opiniones de los gobernantes
distantes, si éste había sido obtenido mediante la consulta de las piedras. Sin
duda se las utilizó en las consultas entre Arnor y Gondor en el año 1944 en
relación con la sucesión de la corona. Los «mensajes» recibidos en
Gondor en 1973, en los que se comunicaban los graves aprietos habidos en el reino
el norte, fueron probablemente la última utilización que se hizo de ellas hasta
que se acercó la época de la Guerra del Anillo.
Después
de terminada la época de los reyes y de la pérdida de Minas Ithil, ya no se
hace mención de su utilización manifiesta y oficial. No quedaba en el norte piedra
que respondiera después del naufragio de Arvedui, el último rey, en el año
1975. En 2002 se perdió la piedra Ithil. Sólo quedaron entonces la piedra Anor
en Minas Tirith y la piedra Orthanc.
Dos
cosas contribuyeron entonces al descuido de las piedras y su desaparición de la
memoria colectiva del pueblo. La primera era la ignorancia de lo que le había
ocurrido a la piedra Ithil: se supuso, no sin tino, que los defensores de Minas
Ithil la destruyeron antes de la toma y el saqueo; pero era evidentemente posible
que hubiera sido arrebatada y que hubiera pasado a manos de Sauron, y algunos
de los más sabios y más previsores deben de haber considerado esta
eventualidad. Parece que así fue en efecto, y que se dieron cuenta de que la piedra
de poco le habría servido para daño de Gondor, a no ser que hiciera contacto
con otra piedra que estuviera en acuerdo con ella.
De
por sí las piedras sólo podían ver: y lo que podían ver eran escenas o figuras
en sitios distantes o en el pasado. Estas no tenían explicación; y de cualquier
manera a los hombres de épocas posteriores les era difícil escoger qué visiones
debían revelarse por la voluntad o el deseo de un observador. Pero cuando otra
mente ocupaba una piedra que estuviera en concordancia, el pensamiento podía «transferirse»
(recibido como «lenguaje»), y la visión de las cosas en la mente del
observador de una piedra podía ser vista por el otro observador. Estos poderes se
utilizaron originalmente en consultas con el fin de intercambiar noticias
necesarias para el gobierno o para dar consejos o emitir opiniones; menos a
menudo en simples manifestaciones de amistad o complacencia o para saludar o
enviar condolencias. Sólo Sauron utilizó una piedra para la transferencia de su
voluntad superior, con el fin de dominar al observador más débil, forzarlo a
revelar sus pensamientos ocultos y someterlo a sus mandatos.
Es
posible suponer que fue por esta razón que la piedra Anor, sobre la que todos
los documentos de los senescales guardan silencio hasta la Guerra del Anillo,
se mantuvo en un secreto celosamente guardado, sólo accesible a los senescales regentes,
y ninguno de ellos la utilizó (según parece) hasta Denethor II.
La
segunda razón fue la decadencia de Gondor y la mengua del interés por la
historia antigua o su conocimiento entre todos los hombres de elevado rango del
reino, con escasas excepciones, salvo por lo que en ella concernía a sus
genealogías: sus antepasados y su linaje. Gondor, después de los reyes, declinó
hasta retroceder a una «Edad Media», con conocimientos menguantes y
técnicas más sencillas. Las comunicaciones pasaron a depender de mensajeros y
recaderos de a caballo, o en momentos de urgencia de señales de luces, y si las
piedras de Anor y Orthanc se guardaban todavía como tesoros del pasado, sólo
conocidos de muy pocos, las siete piedras de antaño estaban en general
olvidadas del pueblo, y los versos de las crónicas que hablaban de ellas, si se
conservaban en la memoria, ya no eran comprendidos; el recuerdo de sus virtudes
y operaciones fue transformado por la leyenda en los poderes élficos de los
antiguos reyes de ojos penetrantes y los espíritus veloces como pájaro que los
servían llevándoles nuevas o transportando sus mensajes.
Durante
este tiempo la piedra Orthanc, al parecer, fue descuidada por los senescales:
ya de nada les servía y estaba segura en una inexpugnable torre. Aun cuando
ella no hubiera sido también afectada por la duda que ensombreció la piedra Ithil,
se encontraba en una región con la que Gondor tenía relaciones cada vez más
indirectas. Calenardhon, que nunca estuvo muy densamente poblada, había sido
diezmada por la Gran Peste de 1636 y en adelante fue despoblándose de
habitantes de origen númenóreano por causa de la emigración a Ithilien y a
tierras más cercanas del Anduin. Isengard siguió siendo una posesión personal
de los senescales, pero Orthanc quedó desierta, y finalmente se cerró y sus
llaves fueron llevadas a Minas Tirith. Si Beren el senescal tuvo en cuenta la piedra
cuando se la dio a Saruman, probablemente pensó que en ninguna otra parte
estaría más segura que en manos de quien encabezaba el Concilio enemigo de
Sauron.
Sin
duda las investigaciones emprendidas por Saruman le habían procurado un
conocimiento especial de las piedras, objetos que por fuerza atrajeron su
atención, y se convenció de que la piedra Orthanc se encontraba todavía intacta
en su torre. Obtuvo las llaves de Orthanc en 2759, nominalmente como
guardián de la torre y lugarteniente del senescal de Gondor. Por ese tiempo
la piedra Orthanc apenas habría despertado el interés del Concilio Blanco. Sólo
Saruman, habiéndose ganado el favor de los senescales, había estudiado lo
bastante las crónicas de Gondor como para entender la importancia de las palantíri
y los posibles usos de las que sobrevivían; pero de esto nada dijo a sus
colegas. Los celos y el odio que Saruman sentía por Gandalf fueron causa de que
dejara aquél de colaborar con el Concilio, que se reunió por última vez en 2953.
Sin que mediara declaración formal alguna, Saruman estableció en Isengard su
dominio y ya no hizo ningún caso de Gondor. El Concilio sin duda no aprobó
esto; pero Saruman era un agente libre y tenía derecho, si así lo deseaba, a
actuar independientemente de acuerdo con su propia política para resistir a
Sauron.
Isengard
estaba bien situada para desarrollar una política más «mundana» de poder
y fuerza guerrera, pues era la llave para el Paso de Rohan. Éste era un punto
débil en las defensas del oeste, especialmente desde la decadencia de Gondor.
Por allí podían pasar furtivamente espías y emisarios enemigos, o también, como
ocurrió en la Edad anterior, fuerzas de guerra. El Concilio no parece haber
tenido conocimiento, pues durante muchos años la torre se mantuvo estrechamente
vigilada, de lo que acontecía dentro del Anillo de Isengard. El empleo y,
probablemente, la cría especial de orcos se mantuvieron secretos, y no pueden
haber empezado mucho antes de 2990. Antes del ataque a Rohan, las tropas de orcos
no parecen haber sido utilizadas más allá del territorio de Isengard. Si el
Concilio hubiera tenido conocimiento de esto, por supuesto, habría advertido en
seguida que Saruman se había vuelto malvado.
El
Concilio en general, por vías independientes, debió de haber tenido
conocimiento de las piedras y sus antiguas propiedades; pero no las
consideraron de gran importancia para los tiempos presentes: eran cosas que
pertenecían a la historia de los reinos de los dúnedain, maravillosas y
admirables, pero en su mayoría ahora perdidas o de escasa utilidad. Debe
recordarse que las piedras eran originalmente «inocentes» y no servían
para fines malvados. Fue Sauron el que las hizo siniestras, e instrumentos de
dominio y engaño.
Aunque
(prevenido por Gandalf) el Concilio pudo haber empezado a desconfiar de los
designios de Saruman en relación con los anillos, ni siquiera Gandalf sabía que
aquél se había convertido en aliado o sirviente de Sauron. Esto lo descubrió
Gandalf sólo en julio de 3018. Pero aunque en años posteriores Gandalf amplió
sus conocimientos y los del Concilio acerca de la historia de Gondor mediante
el estudio de sus documentos, lo que más interesaba a todos era todavía el
Anillo: nadie advertía las posibilidades latentes en las piedras. Es evidente
que sólo poco antes de la Guerra del Anillo el Concilio había advertido que
sabían muy poco acerca del destino de la piedra Ithil, y no entendió su
significado (lo que es justificable aún en personas como Elrond, Galadriel y
Gandalf, abrumados por el peso de sus preocupaciones) ni consideró cuál podría
ser el resultado si Sauron se apoderaba de una de las piedras. Fue necesaria la
demostración de Dol Baran de los efectos de la piedra Orthanc sobre Peregrin
para que se pusiera súbitamente en evidencia que el «vínculo» entre
Isengard y Barad-dûr (obvio después de descubrirse que las fuerzas de Isengard
se habían unido a otras dirigidas por Sauron en el ataque contra la Comunidad)
era de hecho la piedra Orthanc... y alguna otra palantír.
El
objeto inmediato de Gandalf en la conversación que sostuvo con Peregrin
mientras iban montados en Sombragrís desde Dol Baran, era dar al hobbit alguna
idea sobre la historia de las palantíri para que pudiera empezar a darse
cuenta de la antigüedad, la dignidad y el poder de las cosas con las que estaba
mezclado. No le interesaba exhibir su propio proceso de descubrimiento y
deducción, excepto con este fin: explicar cómo Sauron llegó a tener dominio de
ellas, de modo que utilizarlas era peligroso para cualquiera, por más sabio que
fuese. Pero al mismo tiempo la mente de Gandalf estaba afanosamente ocupada por
las piedras, y reflexionaba sobre las consecuencias de la revelación de Dol
Baran sobre muchas cosas que había observado y pensado: tales como el
conocimiento que tenía Denethor de acontecimientos distantes, y la prematura
vejez de su aspecto, notable por primera vez cuando apenas había pasado de los
sesenta años, aunque pertenecía a una raza y una familia que aún tenían
normalmente una vida más larga que la de los otros hombres. Sin duda, la prisa
de Gandalf por llegar a Minas Tirith, además de obedecer a la urgencia de la
situación y a la inminencia de guerra, estaba acuciada por el súbito temor de
que Denethor hubiera recurrido a una palantír, la piedra Anor, y por el deseo de juzgar qué
efecto había tenido esto sobre él: si en la prueba crucial de la guerra
desesperada no resultaría él (como Saruman) indigno de confianza, y si no sería
capaz de ceder ante Mordor. El trato que tuvo Gandalf con Denethor al llegar a
Minas Tirith y en los días siguientes, y todo lo que, según las noticias
conservadas del encuentro se dijeron, deben considerarse a la luz de la duda
que albergaba la mente de Gandalf.
Denethor,
evidentemente, estaba al corriente de las conjeturas y las sospechas de
Gandalf, que le producían enojo pero a la vez lo divertían sarcásticamente.
(...)Sin
tener para nada en cuenta las palantíri, Denethor era hombre de grandes
poderes mentales y era capaz de leer con rapidez los pensamientos que se
ocultan tras los rostros y las palabras, pero bien pudo ser que captara en la piedra
Anor visiones de los acontecimientos de Rohan e Isengard.
La
importancia que cobró la palantír de Minas Tirith en sus pensamientos arranca,
pues, de la experiencia de Peregrin en Dol Baran. Pero el conocimiento o la
conjetura que tuvo de su existencia, por supuesto, eran muy anteriores. Poco se
sabe de la historia de Gandalf hasta el fin de la Paz Vigilada (2460) y la
formación del Concilio Blanco (2463), y su interés especial por Gondor sólo
parece haberse manifestado después de que Bilbo encontrara el Anillo (2941) y
del evidente regreso de Sauron a Mordor (2951).
Su
atención se centró entonces (como la de Saruman) en el Anillo de Isildur; pero
mientras leía los archivos de Minas Tirith, seguramente aprendió mucho acerca de
las palantíri de Gondor, aunque con menor apreciación inmediata de su
posible significado que la que mostró Saruman, cuya mente, a diferencia de la
de Gandalf, siempre se sentía más atraída por los aparatos y los instrumentos
de poder que por las personas. Sin embargo, ya probablemente en aquel tiempo
tenía Gandalf un mayor conocimiento que Saruman acerca de la naturaleza y el
origen de las palantíri, pues todo lo que se refería al antiguo reino de
Arnor y la historia posterior de esas regiones constituía su ámbito particular,
y él tenía una estrecha alianza con Elrond.
Pero
la piedra Anor se había vuelto un secreto: ninguna mención de su destino
después de la caída de Minas Ithil aparece en los anales o las crónicas de los senescales.
La historia aclararía que ni Orthanc ni la Torre Blanca de Minas Tirith habían
sido nunca tomadas o saqueadas por los enemigos, y por tanto podía suponerse
que las piedras seguían intactas en sus antiguos sitios; pero no era seguro que
los senescales no las hubieran retirado, y quizá «sepultado profundamente»
en alguna cámara de tesoros secreta, tal vez incluso en algunos de los últimos
refugios escondidos en las montañas, comparables a las quebradas de los
Túmulos.
Gandalf,
según se afirmó, dijo que no creía que Denethor se hubiera atrevido a usarla, a
menos que le fallara el tino. No podía afirmarlo como un hecho establecido,
porque el hecho de que Denethor osara utilizar la piedra, y cuándo y por qué,
era y sigue siendo objeto de conjetura. Bien podía pensar Gandalf lo que
pensaba sobre el asunto, pero es probable, teniendo en cuenta lo que se dice de
Denethor, que empezara a utilizar la piedra Anor muchos años antes de 3019, y
antes de que Saruman se aventurara a utilizar la piedra Orthanc o creyera útil
hacerlo. Denethor
accedió a la senescalía en 2984, a los cincuenta y cuatro años: un hombre
dominante, sabio y erudito muy por encima de lo corriente en aquellos días, y
de fuerte voluntad, confiado en sus propios poderes y arrojado. Su «ferocidad»
fue por primera vez evidente para los demás después de morir su esposa
Finduilas en 2988, pero parece bastante probable que hubiera recurrido a la piedra
no bien tuvo acceso al poder, pues había estudiado durante largo tiempo el tema
de las palantíri, y las tradiciones sobre ellas y sus usos preservados en
los archivos especiales de los senescales, asequibles sólo al senescal regente y
a su heredero. Durante el final del gobierno de su padre, Ecthelion II, tuvo
que haber tenido grandes deseos de consultar la piedra mientras la ansiedad
crecía en Gondor y su propia posición se debilitaba por causa de la fama de «Thorongil»
y el favor que le dispensaba su padre. Uno de sus motivos, cuando menos, pudo
haber sido los celos que sentía de Thorongil y la hostilidad hacia Gandalf, a
quien, cuando Thorongil era influyente, su padre concedía gran atención;
Denethor quería sobrepasar a estos «usurpadores» en conocimiento e
información y también, de ser posible, mantenerlos vigilados mientras estaban
lejos.
La
fuerte ansiedad de Denethor cuando tuvo que hacer frente a Sauron ha de
distinguirse de la ansiedad provocada por la piedra. La utilización de las palantíri
producía tensión mental, especialmente en los hombres de épocas más tardías no
experimentados en la tarea, y esta tensión, además de las preocupaciones que lo
atormentaban, contribuyó seguramente a la «lobreguez» de Denethor.
Probablemente su esposa la percibió antes que nadie, y esto acrecentó la
desdicha que apresuró su muerte. Esta última le pareció a Denethor que podía
soportarla (y no sin razón); el enfrentamiento con Sauron casi de cierto no
ocurriría aún por muchos años, y probablemente Denethor no lo previó en un
principio.
(...)Al
cabo de un tiempo, a Denethor le fue posible enterarse de muchas cosas sobre
acontecimientos distantes mediante el empleo de la sola piedra Anor, y aún
después de que Sauron supo de sus operaciones, pudo seguir haciéndolo, en la
medida en que conservara las fuerzas para ajustar la piedra a sus propios
fines, a pesar de que Sauron intentara siempre «arrancar» la piedra Anor
para sí. Es preciso también tener en cuenta que las piedras no eran sino un
pequeño detalle entre los vastos designios y operaciones de Sauron: un medio de
dominar y despistar a dos de sus opositores, pero no estaba dispuesto a tener
la piedra Ithil en perpetua observación (por lo demás, no le era posible hacerlo).
No era su costumbre dar semejantes instrumentos a sus subordinados; tampoco
tenía entre sus sirvientes a nadie cuyos poderes mentales fueran superiores a
los de Saruman o aún a los de Denethor.
En
el caso de Denethor, la posición del senescal estaba reforzada, incluso contra
el mismo Sauron, por el hecho de que las piedras se adaptaban mucho a las
necesidades de sus legítimos usuarios: sobre todo de los verdaderos «herederos
de Elendil» (como Aragorn), pero también a las de una autoridad heredada
(comoDenethor), en
contraposición a Saruman o Sauron. Hay que observar que los efectos fueron
diferentes. Saruman cayó bajo el dominio de Sauron y deseó su victoria o ya no
se opuso ella. Denethor siguió firme en su rechazo de Sauron, pero creyó que la
victoria de éste era inevitable y, por tanto, desesperó. Las razones de esta
diferencia fueron sin duda, en primer lugar, que Denethor era un hombre de gran
fuerza de voluntad, y mantuvo la integridad de su carácter hasta que su único
hijo sobreviviente recibió la herida (aparentemente) mortal. Era orgulloso,
pero no por motivos meramente personales: amaba a Gondor y a su pueblo, y se
creía designado por el destino para conducirlos en esos tiempos de infortunio.
Y en segundo lugar la piedra Anor era suya por derecho, y solamente la
conveniencia se oponía a su utilización, sumido como estaba en grave ansiedad.
Debió de haber adivinado que la piedra Ithil no estaba en buenas manos, y se
arriesgó a ponerse en contacto con ella confiando en su fuerza. Su confianza no
era del todo injustificada. Sauron no logró dominarlo, y sólo pudo influir en
él recurriendo a engaños. Probablemente en un principio no miró hacia Mordor,
sino que se contentó con las «perspectivas lejanas» que la piedra
procuraba; de ahí su sorprendente conocimiento de acontecimientos distantes. No
se sabe si hizo alguna vez contacto con la piedra Orthanc o Saruman;
probablemente lo hizo, y con algún provecho. Sauron no podía irrumpir en estas
conferencias: sólo al responsable que utilizara la piedra maestra de Osgiliath
le era posible «escuchar» furtivamente. Mientras las otras dos piedras
estuvieran en comunicación, la tercera las encontraría a ambas en blanco.
Tienen
que haber habido abundantes historias acerca de las palantíri,
conservadas en Gondor por los reyes y los senescales, y preservadas aun cuando
ya no se utilizaban las piedras. Las palantíri eran un don inalienable
de Elendil y sus herederos, los únicos a quienes pertenecían por derecho; pero
esto no significa que sólo uno de estos «herederos» pudieran utilizarlas
adecuadamente. Podían ser usadas con justicia por cualquiera que tuviera
autorización del «heredero de Anárion» o el «heredero de Isildur»,
es decir, un rey legítimo de Gondor o Arnor. En realidad, normalmente tendrían
que haberlas utilizado las gentes delegadas. Cada piedra tenía su propio
custodio, uno de cuyos deberes era «examinar la piedra», a intervalos
regulares, o cuando se les ordenaba o en casos de necesidad.
También
se designaba a otras personas para que visitaran las piedras, y los ministros
de la corona relacionados con la «inteligencia» las inspeccionaban
regularmente, y en casos especiales ofrecían al rey y al Consejo la información
obtenida de esa manera, o en forma privada al rey, según lo requiriera el
asunto. En Gondor últimamente, cuando el cargo de senescal cobró importancia y
se volvió hereditario, a condición de constituir un «sustituto»
permanente del rey y un virrey inmediato en caso de necesidad, el mando y la
utilización de las piedras parecen haber estado principalmente en manos de los senescales,
y las tradiciones sobre su naturaleza y uso parecen haberse guardado y
transmitido en la casa. Como la senescalía se había vuelto hereditaria, desde
1998 en adelante, la autoridad para usar las piedras o delegar esta autoridad a
los herederos, y por tanto pertenecía plenamente a Denethor.
La
situación era diferente en Arnor. La posesión legal de las piedras correspondía
al rey (que normalmente utilizaba la piedra de Annúminas); pero el reino se
dividió y la primacía sobre los demás monarcas fue objeto de disputa. Los reyes
de Arthedain, que eran evidentemente los que llevaban la razón, mantuvieron una
guardia especial en Amon Sûl, cuya piedra se consideraba la principal de las palantíri
del norte, pues era la más grande y la más poderosa y con ella se mantenía la
comunicación con Gondor. Después de que Angmar destruyera Amon Sûl en 1409,
ambas piedras se emplazaron en Fornost, donde vivía el rey de Arthedain. Éstas
se perdieron en el naufragio de Arvedui, y no quedó ningún delegado con
autoridad directa o heredada para hacer uso de las piedras. Sólo una quedaba en
el norte, la piedra Elendil en Emyn Beraid, pero ésta tenía propiedades
especiales y no servía para establecer comunicaciones. El derecho heredado a
utilizarla sin duda pertenecía aún al «heredero de Isildur», el capitán
reconocido de los dúnedain y descendiente de Arvedui. Pero no se sabe si alguno
de ellos, ni siquiera Aragorn, la miró nunca, deseoso de contemplar el oeste
perdido. Círdan y los elfos de Lindon custodiaban y mantenían esta piedra.
Sin
embargo, es preciso tener en cuenta, en relación con El Señor de los Anillos,
que por esa autoridad delegada, aunque hereditaria, cualquier «heredero de
Elendil» (es decir, cualquier descendiente reconocido que ocupara un trono
o un señorío en los reinos númenóreanos en virtud de su ascendencia) tenía
derecho a utilizar cualquiera de las palantíri. Aragorn, pues, reclamó
el derecho a tomar posesión de la piedra Orthanc, pues por el momento carecía
de dueño o custodio; y también porque era de iure el rey legítimo tanto
de Gondor como de Arnor, y podía, si así lo quería, cobrar para sí con justicia
todas las concesiones previas.
La «historia
de las piedras» está ahora olvidada y sólo puede ser recuperada en parte
por conjeturas y por algunas pocas noticias conservadas en los archivos. Eran
esferas perfectas que, cuando estaban en reposo, parecían de vidrio o cristal,
y de un profundo color negro. Las más pequeñas tenían un pie [30 centímetros] poco más o menos de diámetro, pero algunas,
como sin duda las piedras de Osgiliath y Amon Sûl, eran mucho más grandes, y un
solo hombre no podía alzarlas. Originalmente se emplazaron en sitios adecuados
a su tamaño y sus funciones específicas, sobre bajas mesas redondas de mármol
negro en una copa o depresión central, donde en caso de necesidad podía
hacérselas girar con la mano. Eran muy pesadas, pero perfectamente pulidas y no
se dañaban si por accidente o mala intención caían y rodaban por el suelo. La
violencia del hombre no podía dañarlas, aunque algunos creían que un gran
calor, como el de Orodruin, podría llegar a romperlas, y pensaban que ése había
sido el destino de la piedra Ithil cuando la caída de Barad-dûr.
Aunque
sin señal externa alguna, tenían polos permanentes, y estaban originalmente
emplazadas de manera tal que se mantenían «erguidas»: los diámetros de
polo a polo apuntaban al centro de la Tierra, pero entonces el polo permanente
inferior tuvo que haber estado en el fondo. Las caras a lo largo de la
circunferencia en esta posición eran las caras receptoras, que recibían
visiones de fuera, y las transmitían al ojo de un «custodio» en el
extremo lejano. El custodio, por tanto, que quisiera mirar al oeste, tenía que
colocarse en el lado este de la piedra, y si deseaba mirar hacia el norte,
tenía que trasladarse a la izquierda, hacia el sur. Pero las piedras menores,
las de Orthanc, Ithil y Anor, y probablemente Annúminas, tenían también una
orientación fija original, de modo que, por ejemplo, la cara oeste sólo miraba
al oeste, y girada en cualquier otra dirección no mostraba nada. Si una piedra
quedaba desplazada o perturbada, era posible volverla a su posición original
por observación, y resultaba entonces conveniente hacerla girar. Pero cuando se
la movía o se caía, como sucedió con la piedra Orthanc, no era nada fácil
reacomodarla. Así pues, fue «por casualidad»—como los hombres la llaman
(según habría dicho Gandalf)—que Peregrin, mientras tocaba la piedra, la puso
en tierra más o menos «erguida»; y situado al oeste de ella, colocó la
cara que miraba al este en la posición adecuada. Las piedras mayores eran así;
si alguien las movía seguían «viendo» en todas las direcciones.
Pero
las palantíri sólo eran capaces de «ver»; no transmitían sonido.
Sin que una mente directora las gobernara, se descarriaban y sus «visiones»
(aparentemente al menos) eran azarosas. Desde un sitio elevado, la cara
occidental, por ejemplo, miraría a una gran distancia, la visión se empañaría y
se distorsionaría a ambos lados y arriba y abajo, y la escena se iría haciendo
menos clara a medida que creciera la distancia. Además, lo que «veían»
era gobernado o estorbado por la oscuridad, por la casualidad o por el «amortajamiento»
(véase más adelante). La visión de las palantíri no era «cegada »
o «impedida» por obstáculos físicos, sino sólo por la oscuridad, de modo
que podían ver a través de una montaña como a través de una mancha opaca o una
sombra, pero nada veían que no recibiera alguna luz. Podían ver a través de las
paredes, pero nada veían dentro de cuartos, cuevas o bóvedas a no ser que
hubiera luz en ellos, y no podían de por sí procurar o proyectar luz alguna.
Era posible protegerse contra su visión mediante un proceso llamado de «amortajamiento»,
mediante el cual ciertas cosas o zonas se verían en una piedra sólo como una
sombra o una niebla profunda. Cómo era esto posible (para los que tenían
conocimiento de las palantíri y la posibilidad de ser vigilados por
ellas) es uno de los misterios perdidos de las palantíri.
Un
observador podía, mediante un esfuerzo de voluntad, hacer que la visión de la piedra
se concentrara en algún punto, próximo o directamente delante. La orientación,
por supuesto, no se dividía en «secciones» separadas, sino que era
continua de modo que la línea directa de visión de un observador que se
encontrara en el sudeste sería el noroeste y así sucesivamente. Las «visiones»
descontroladas eran pequeñas, especialmente las de las piedras menores, aunque
podían agrandarse si el observador se ponía a cierta distancia de la superficie
de la palantír (unos tres pies [90 centímetros] era lo más adecuado). Pero dominadas por la
voluntad de un observador experimentado y fuerte, cosas más remotas podían
ampliarse, acercarse, por así decir, o volverse más nítidas, mientras el fondo
quedaba casi suprimido. Así, un hombre a una distancia considerable podía verse
como una figura diminuta de media pulgada, difícil de advertir en medio de un
paisaje o de otros hombres; pero la concentración podía ampliar y clarificar la
visión hasta que apareciera como una figura nítida, aunque reducida, de un pie [30 centímetros] o más de altura, y era posible que el
observador la reconociera. Una gran concentración ampliaría algún detalle que
interesara al observador, de modo que podría ver (por ejemplo) si llevaba un
anillo en el dedo.
Pero
esta «concentración» resultaba muy fatigosa, y podía concluir en un verdadero
agotamiento. En consecuencia, sólo se recurría a ella cuando la información era
imperiosamente necesaria y la oportunidad (asistida por alguna otra información
quizá) hacía posible que el examinador escogiera algún detalle (significativo
para él y para sus intereses inmediatos) de entre el tumulto de las visiones de
las piedras. Por ejemplo, Denethor, sentado ante la piedra Anor, inquieto por Rohan
y pensando en la conveniencia de encender las almenaras y enviar la «Flecha»,
podría situarse en una línea directa orientada hacia el noroeste a través de
Rohan, que pasara cerca de Edoras y por los vados del Isen. En ese momento
podría haber movimientos visibles de hombres en esa línea. En tal caso,
Denethor podría concentrarse en un grupo (por ejemplo), descubrir que son jinetes
y reconocer una figura: la de Gandalf, por ejemplo, que cabalga con refuerzos
al abismo de Helm, y de pronto se separa y se dirige a la carrera hacia el
norte.
Las palantíri
de por sí no podían examinar la mente de los hombres sin intervención de la
conciencia o la voluntad de éstos; porque la transferencia del pensamiento
dependía de las voluntades de los usuarios en ambos extremos, y el pensamiento
(percibido como lenguaje) sólo podía transmitirse si había concordancia entre
las piedras.
XI.LA TRANSFORMACIÓN DE LOS
MITOS
HISTORIA DE LA TIERRA MEDIA VII: EL ANILLO DE MORGOTH
NOTAS SOBRE LOS MOTIVOS DE EL SILMARILLION
En verdad Sauron era «más grande» en la
Segunda Edad que Morgoth al final de la Primera. ¿Por qué? Porque a pesar de
ser por naturaleza mucho más pequeño aún no había caído tan bajo. Con el tiempo
él también disipó su poder (o ser) en el intento de obtener el control de
otros. Pero no estaba obligado a consumirse tanto a sí mismo. Para obtener el dominio
sobre Arda, Morgoth había dejado que la mayor parte de su ser pasara a los
constituyentes físicos de la Tierra: de ahí que todas las criaturas que nacían
y vivían en la Tierra y de la Tierra, bestias, plantas o espíritus encarnados,
eran susceptibles de ser «mancilladas». En la época de la Guerra de las Joyas,
Morgoth había pasado a estar permanentemente «encarnado»: por esa razón tenía
miedo, e hizo la guerra siempre por medios o artilugios, o por criaturas
subordinadas o dominadas.
Sauron, no obstante, heredó la «corrupción» de
Arda, y sólo gastó su poder (mucho más limitado) en los Anillos; pues eran las
criaturas de la tierra, en mente y voluntad, lo que deseaba dominar. En este
sentido Sauron era también más sabio que Melkor-Morgoth. Sauron no empezó la
discordia; y probablemente supiera más de la «Música» que Melkor, cuya mente
siempre se había concentrado en sus propios planes y recursos, y prestaba poca
atención a las otras criaturas. La época de mayor poder de Melkor, por tanto,
fue en los seres físicos del mundo; una vasta codicia demiúrgica de poder y de
cumplir su propia voluntad y designios, a gran escala. Y después, cuando las
cosas se hubieron estabilizado, el interés y las capacidades de Melkor se
volcaban más en una erupción volcánica, por ejemplo, que (digamos) en un árbol.
De hecho es probable que simplemente no fuera consciente de las obras menores y
más delicadas de Yavanna, tales que las flores pequeñas.
Así pues, en tanto que «Morgoth», cuando
Melkor se enfrentaba a la existencia de otros habitantes de Arda, con otras
voluntades e inteligencias, sentía cólera por el mero hecho de su existencia, y
su única manera de relacionarse con ellos era la fuerza física o el temor de
ella. Su único y último objetivo era destruirlos. A los elfos, y aún más a los hombres,
los desdeñaba a causa de su «debilidad»: es decir, su carencia de fuerza
física, o poder sobre la «materia», pero también los temía. Era consciente, al
menos al principio, cuando podía pensar racionalmente, de que no podía «aniquilarlos»;
es decir, destruir su ser, pero cada vez más consideraba su «vida» física, y su
forma encarnada, como lo único que valía la pena tener en cuenta. Ahora bien,
avanzó tanto en el Engaño que llegó a engañarse a sí mismo, y se dijo que podía
destruirlos y librar por completo de ellos a Arda. De ahí sus intentos
constantes por quebrantar voluntades y subordinarlas o absorberlas a su propia
voluntad y ser, antes de destruir sus cuerpos. Se trataba de puro nihilismo, y
la negación de su único objetivo último: no hay duda de que, de haber obtenido
la victoria, Morgoth habría destruido en última instancia a una de sus propias
«criaturas», como los orcos, cuando hubieran cumplido el propósito de su
utilización: la destrucción de elfos y hombres. La impotencia y la
desesperación de Melkor radicaban en esto: en que mientras que los valar (y en
su medida los elfos y los hombres) podían seguir amando a «Arda Maculada», es
decir, Arda con el componente de Melkor, y podían curar esta o aquella herida,
o crear a partir de la misma mácula, de su estado actual, cosas hermosas y
maravillosas, Melkor no podía hacer nada con Arda, que no procedía de su propia
mente y estaba entretejida con la obra y los pensamientos de otros: aun estando
solo no hubiera podido más que continuar rabiando hasta que todo se hubiera
igualado en un caos informe. Y aun así habría sido derrotado, pues Arda habría
seguido «existiendo», independientemente de su propia mente, como mundo
potencial.
Sauron nunca llegó a ese grado de locura
nihilista. Él no apuntaba a la existencia del mundo, mientras pudiera hacer
cuanto quisiera con él. Todavía conservaba restos de buenas intenciones,
procedentes del bien de la naturaleza con la que empezó: su virtud (y por tanto
también la causa de su caída, y de su reincidencia) había sido su amor por el
orden y la coordinación, y su disgusto por cualquier confusión y fricción
excesiva. (Fue la aparente voluntad y capacidad de Melkor de llevar a cabo sus
propósitos con rapidez y autoridad lo que primero atrajo a Sauron). De hecho,
Sauron había sido muy parecido a Saruman, y por eso lo entendió en seguida y
adivinaba lo que probablemente pensaría y haría, aun sin la ayuda de palantíri
o de espías; en cambio, Gandalf lo eludía y desconcertaba. Pero como todas las
mentes de ese tipo, el amor de Sauron (originalmente) o la mera comprensión
(después) de otras inteligencias individuales era más débil en comparación;
además, aunque el único verdadero bien, o motivo racional, de todo este
ordenamiento, planes y organización era el bien de todos los habitantes de Arda
(aun admitiendo el derecho de Sauron a ser su supremo señor), sus «planes», las
ideas de su sola mente, se convirtieron en el único deseo de su voluntad, y un
fin, el Fin, en sí mismo.
Morgoth no tenía «plan» alguno, a menos que la
destrucción y la reducción a la nada de un mundo en el que sólo había tomado
parte pueda llamarse «plan». Pero esto no es más que simplificar la situación,
por supuesto. Sauron no había servido a Morgoth, aun en sus últimas etapas, sin
contaminarse por su deseo de destrucción y de su odio por Dios (que debe
concluir en el nihilismo). Sauron no podía, evidentemente, ser un ateo
«sincero». A pesar de ser uno de los espíritus menores creados antes del mundo,
sabía de Eru de acuerdo con su propia medida. Probablemente se engañara a sí
mismo al pensar que los valar (incluyendo a Melkor) habían fracasado y que Eru
simplemente había abandonado Eä, o al menos Arda, y no volvería a ocuparse de
ella. Parecería que interpretó el «cambio del mundo» en la caída de Númenor,
cuando Aman fue eliminada del mundo físico, en este sentido: los valar (y los elfos)
habían dejado de estar bajo control real, y los hombres se encontraban bajo la
maldición y la ira de Dios. De los istari, especialmente Saruman y Gandalf,
pensó que eran emisarios de los valar que intentaban recuperar su poder perdido
y «colonizar» la Tierra Media, como un mero esfuerzo de unos imperialistas
derrotados (sin conocimiento o aprobación de Eru). Su cinismo, que imaginaba
(sinceramente) los motivos de Manwë iguales que los suyos propios, pareció
justificado por completo en Saruman. A Gandalf no lo entendía. Pero no hay duda
de que para entonces ya se había vuelto malvado y por tanto estúpido, lo
bastante como para pensar que su comportamiento diferente se debía a una menor
inteligencia y a la falta de un propósito firme e imperioso. Sólo era una
especie de Radagast más inteligente; más inteligente por ser más útil (produce
más poder) concentrarse en el estudio de la gente que en el de los animales.
Sauron no era un ateo «sincero», pero
predicaba el ateísmo porque debilitaba a quienes se le resistían (y porque
había dejado de temer la acción de Dios en Arda). Así se vio en el caso de
Ar-Pharazôn. Pero ahí se vio también el efecto de Melkor sobre Sauron: hablaba
de Melkor en los términos de Melkor mismo, como un dios, o aun como Dios. Es
posible que fueran los restos de un estado que en cierto sentido era una sombra
del bien: la capacidad que antaño tenía Sauron de al menos admirar o admitir la
superioridad de un ser distinto de sí mismo. Melkor, y más tarde Sauron todavía
más, aprovecharon esta sombra oscurecida del bien y los servicios de sus
«adoradores». Pero cabe la duda de si aun esta sombra del bien todavía actuaba
de verdad en Sauron para entonces.
Probablemente sus astutos motivos se expliquen
mejor del siguiente modo. Para apartar a alguien que teme a Dios del objeto de
su fidelidad lo mejor es proponer otro objeto invisible de adoración y otra
esperanza de beneficios; proponer un Señor que aprobará lo que él desea y no lo
prohibirá. Sauron, en apariencia un rival derrotado en la lucha por el control
del mundo, ahora un simple prisionero, difícilmente puede proponerse a sí
mismo; pero en tanto que anterior siervo y discípulo de Melkor, la adoración de
Melkor lo elevará de prisionero a sacerdote supremo. Pero aunque el verdadero
objetivo total de Sauron era la destrucción de los númenóreanos, esto en
particular consistía en una venganza de Ar-Pharazôn, por humillarlo. Sauron (a
diferencia de Morgoth) se habría sentido satisfecho con que los númenóreanos
existieran como sus propios súbditos, y de hecho utilizó a muchos de ellos, a
los que corrompió para que le guardaran fidelidad.
(ii)
Nadie, ni aun entre los valar, puede leer la
mente de otros «seres iguales»: es decir, no puede «verlas» o comprenderlas por
completo y directamente con un simple examen.
Puede deducir muchos de sus pensamientos, a
partir de comparaciones generales que llevan a conclusiones acerca de la
naturaleza y tendencias de mentes y pensamientos, y a partir del conocimiento
particular de individuos, y de circunstancias especiales. Pero no es tanto leer
o examinar otra mente como deducir los contenidos de una habitación cerrada, o
los acontecimientos que tienen lugar fuera de la vista. Tampoco es lo que se
llama «transferencia de pensamientos», un proceso de la lectura de las mentes:
no es más que la recepción, y la interpretación por parte de la mente
receptora, del impacto de un pensamiento, o modelo de pensamientos, que emana
de otra mente, que no es tanto la mente entera o en sí misma como la visión
lejana de un hombre corriendo. Las mentes pueden mostrarse o revelarse a otras
mentes mediante la actuación de sus voluntades (aunque no es seguro que una
mente pueda revelarse por entero a otra mente, aun queriéndolo o deseándolo).
Así pues, resulta tentador para mentes de gran poder gobernar u obligar las
voluntades de otras mentes más débiles, hasta el punto de inducirlas o
forzarlas a revelarse a sí mismas. Sin embargo, forzar semejante revelación, o
inducirla mediante mentiras o engaños, aun para supuestos «buenos» propósitos
(incluyendo el «bien» de la personal persuadida o dominada), está completamente
prohibido. Hacerlo constituye un crimen y la «bondad» de los propósitos de
quienes lo cometen se corrompe con rapidez.
Así pues, muchas cosas podían «suceder a
espaldas de Manwë»: de hecho la intimidad de todas las otras mentes, grandes y
pequeñas, le estaba oculto. Y en cuanto al Enemigo, Melkor, en particular, no
podía penetrar desde la distancia en sus pensamientos y propósitos, puesto que
Melkor tenía la firme y poderosa voluntad de ocultar su mente, lo que
físicamente expresado tomó forma en la oscuridad y las sombras que lo rodeaban.
Pero, por supuesto, Manwë podía utilizar y utilizaba sus grandes conocimientos,
su vasta experiencia de cosas y personas, sus recuerdos de la «Música» y su
gran visión lejana, y las noticias de sus mensajeros.
Manwë, al igual que Melkor, no es visto u oído
casi nunca fuera o lejos de sus propias estancias y residencia permanente. ¿Por
qué? Por ninguna razón profunda. El Gobierno está siempre en la Casablanca. El rey
Arturo está normalmente en Camelot o Carbón, y las noticias y aventuras llegan
allí y de allí surgen. Es obvio que el «Rey Mayor» no será derrotado o
destruido en última instancia, al menos no antes de algún último «Ragnarök»,
que aun para nosotros está en el futuro, así que no puede tener verdaderas
«aventuras». No obstante, si lo dejas en casa, las consecuencias de cualquier acontecimiento
concreto (puesto que no puede acabar con un «jaque mate» final) pueden quedar
en un suspense literario. Aun en la guerra final contra Morgoth es Fionwë, hijo
de Manwë, quien dirige el poder de los valar. Cuando saquemos a Manwë será la
última batalla, y el fin del mundo (o de «Arda Maculada»), como dirían los eldar.
[El hecho de que Morgoth no saliera de «casa»
obedece, como se ha dicho antes, a motivos bastantes distintos: temía ser
muerto o aun herido (el motivo literario no está presente, pues al oponerse al
Rey Mayor, las consecuencias de cualquiera de sus empresas siempre son
dudosas).]
Melkor se «encarnó» (como Morgoth)
permanentemente. Lo hizo para controlar el hröa, la «carne» o materia física,
de Arda. Intentó identificarse con ella. Un procedimiento más vasto y
peligroso, aunque de tipo similar al de Sauron con los Anillos. Así pues, fuera
del Reino Bendecido toda la «materia» tenía muchas posibilidades de contener un
«componente de Melkor», y todo aquel que poseía un cuerpo alimentado por el
hröa de Arda tenía cierta tendencia, grande o pequeña, hacia Melkor: nadie
estaba completamente libre de él en su forma encarnada, y el cuerpo tenía
efectos sobre el espíritu.
No obstante, de ese modo Melkor perdió (o
cambió, o transmutó) la mayor parte de sus poderes «angélicos» originales, de
mente y espíritu, mientras conseguía un dominio terrible sobre el mundo físico.
Por esta razón tenía que ser enfrentado principalmente con la fuerza física, y
una probable consecuencia de un combate directo contra él era una enorme ruina
material, se obtuviera la victoria o no. Esta es la principal explicación de la
reticencia constante por parte de los valar a entablar lucha abierta contra
Morgoth. La tarea y el problema de Manwë era mucho más difícil que los de
Gandalf. El poder de Sauron, relativamente más pequeño, estaba concentrado: el
gran poder de Morgoth estaba diseminado. La «Tierra Media» entera era el Anillo
de Morgoth, aunque temporalmente concentró su atención sobre todo en el noroeste.
Salvo en el caso de un triunfo rápido, la Guerra contra él bien podría llevar
toda la Tierra Media al caos, cuando no a Arda entera. Es fácil decir: «la
tarea del Rey Mayor era gobernar Arda y hacer que los hijos de Eru pudieran
vivir allí sin ser molestados». Pero el dilema de los valar es el siguiente:
Arda sólo podía ser liberada mediante una batalla física; no obstante, un probable
resultado de esa batalla era la ruina irreparable de Arda. Además, la
destrucción definitiva de Sauron (en tanto que poder dirigido al mal) podía
llevarse a cabo mediante la destrucción del Anillo. Una tal destrucción de
Morgoth era imposible, puesto que requeriría la desintegración completa de la
«materia» de Arda. El poder de Sauron no radicaba (por ejemplo) en el oro como
tal, sino en una forma particular realizada con una porción particular de todo
el oro. El poder de Morgoth estaba diseminado en todo el Oro, y si no era
absoluto en ninguna parte (pues él no creó el Oro), tampoco estaba ausente de
ningún sitio. (De hecho, el componente de Morgoth constituía un requisito previo
para esta «magia» y los otros males que Sauron practicó con él y sobre él).
Es muy posible, por supuesto, que ciertos
«elementos» o condiciones de la materia atrajeran especialmente la atención de
Melkor (sobre todo, salvo en el pasado remoto, en razón de sus propios planes).
Por ejemplo, todo el oro (de la Tierra Media) parece haber tenido cierta
tendencia «maligna», pero no así la plata. El agua aparece como algo que está
casi libre por completo de Morgoth. (Esto no significa, por supuesto, que un
mar, arroyo, río, manantial o incluso cuba de agua en particular no pudiera
estar envenenado o profanado por Melkor: cualquier cosa podía estarlo).
(iii)
Los valar se «marchitan» y pierden poder
exactamente en la misma proporción en que la forma y constitución de las cosas
se define y asienta. Cuanto más largo es el Pasado, tanto más definido está el
Futuro y menos espacio queda para cambios importantes (acción ilimitada, en un
plano físico, que no tiene propósito destructivo). El Pasado, una vez «cumplido»,
se ha convertido en parte de la «Música en existencia». Sólo Eru puede alterar
la «Música». El último gran esfuerzo, de tipo demiúrgico, que realizaron los valar
fue el levantamiento de las Pelóri a una gran altura. Es posible considerarla,
si no como una mala acción, al menos como una acción equivocada. Ulmo la
desaprobaba. Tenía un objetivo bueno y legítimo: la preservación incorrupta de
al menos una parte de Arda.
Sin embargo, parecía tener también una razón
egoísta o negligente (o desesperada); pues el esfuerzo de evitar allí la
corrupción de los elfos era inútil si debían dejarlos libres: muchos se habían
negado a acudir al Reino Bendecido y muchos se habían revelado y partido. En
cuanto a los hombres, Manwë y todos los valar sabían muy bien que no podían ir
a Aman en absoluto; y que la longevidad (paralela a la vida de Arda) de los valar
y los eldar estaba expresamente prohibida a los hombres. Así pues, el
Ocultamiento de Valinor estuvo cerca de contrarrestar la posesividad de Melkor
con una posesividad opuesta, estableciendo un dominio privado de luz y
bendición contra uno de oscuridad y tiranía: un palacio y un jardín de placer
(bien cercado) contra una fortaleza y una mazmorra.
Esta aparente ociosidad egoísta de los valar
en el relato de la mitología es, a mi parecer (aunque no lo he explicado o
comentado), sólo «aparente», y algo que tenemos tendencia a aceptar como
verdad, puesto que todos estamos afectados en cierto grado por la sombra y las
mentiras del Enemigo, el Calumniador. Es necesario recordar que según está
representada, la «mitología» ha pasado por dos etapas desde su registro verdadero:
su primera base son las tradiciones y el conocimiento de los elfos acerca de los
valar y sus tratos con ellos; a su vez, éstos han llegado a nosotros (en
fragmentos) sólo a través de restos de leyendas númenóreanas (humanas),
procedentes de los eldar, en primera instancia, aunque posteriormente
complementadas con historias y cuentos antropocéntricos. De ser ciertas, éstas
se han transmitido a través de los «fieles» y sus descendientes en la Tierra
Media, pero no han podido escapar por completo del oscurecimiento del marco
debido a la hostilidad de los númenóreanos rebeldes hacia los valar.
Aun así, y basándose en las historias tal como
se han recibido, es posible enfocar el asunto de otro modo. El cierre de
Valinor contra los noldor rebeldes (que la abandonaron voluntariamente y
después de haber sido advertidos) fue justo en sí mismo. No obstante, si osamos
introducimos en la mente del Rey Mayor, señalando motivos y encontrando faltas,
debemos recordar ciertas cosas antes de emitir juicio alguno. Manwë era el
espíritu de mayor sabiduría y prudencia de Arda. Aparece como dotado de mayor
conocimiento de la Música, en conjunto, que cualquier otra mente finita; sólo
él de todas las personas o mentes de esa época tiene el poder de acudir
directamente a Eru y comunicarse con él.
Debió de entender a la perfección lo que aun
nosotros advertimos tenuemente: que es parte esencial del despliegue de la
«historia» de Arda que el mal surja una y otra vez, y que una y otra vez sea
causa del bien. Un aspecto especial de esto es el extraño modo en que los males
del Corruptor, o sus herederos, se conviertan en armas contra el mal. Si
consideramos la situación tras la huida de Morgoth y el restablecimiento de su residencia
en la Tierra Media, veremos que los heroicos noldor eran la mejor arma posible
para mantener a Morgoth a raya, prácticamente sitiado, y en cualquier caso ocupado
por entero en la franja septentrional de la Tierra Media, sin posibilidad de dejarse
llevar por un frenesí de destrucción nihilística. Y mientras tanto, los hombres,
o los mejores elementos de la humanidad, sacudiéndose la sombra, se pusieron en
contacto con un pueblo que realmente había visto y conocido el Reino Bendecido.
En su relación con los eldar en guerra, los hombres
se elevaron a su más alta estatura, y mediante dos matrimonios les fue
transferida, o infundida, la sangre más noble de los elfos, preparando los
días, aún distantes pero inevitables, en que los elfos se «marchitarían».
La última intervención en que los valar
utilizaron la fuerza física, que acabó con el quebrantamiento de Thangorodrim,
no puede considerarse renuente o retrasada con exceso, sino calculada con
precisión. La intervención tuvo lugar antes de la aniquilación de los eldar y
los edain. Morgoth, a pesar de triunfar localmente, había descuidado la mayor
parte de la Tierra Media durante la guerra; de hecho, por ese motivo había disminuido,
en poder y prestigio (había perdido uno de los Silmarils y no fue capaz de recuperarlo),
y sobre todo en mente. Se había concentrado en el «dominio», y a pesar de ser
un tirano de talla de ogro y poder monstruoso, esto representaba una gran caída
respecto a su anterior maldad y odio, y su terrible nihilismo. Había degenerado
hasta gozar siendo un rey tiránico que capturaba esclavos y grandes ejércitos
obedientes.
La guerra fue un éxito y la ruina se limitó a
la pequeña (pero hermosa) región de Beleriand. Así pues, Morgoth fue capturado
en forma física, y en esa forma fue llevado como simple criminal a Aman y
entregado a Námo Mandos, como juez y ejecutor. Fue juzgado y por último
expulsado del Reino Bendecido y ejecutado: es decir, asesinado como uno de los encarnados.
Entonces se vio con claridad (aunque Manwë y Námo debieron de entenderlo
previamente) que, aunque había «diseminado» su poder (su voluntad maligna,
posesiva y rebelde) a lo largo y ancho de la materia de Arda, había dejado de
controlarlo, y todo lo que «él», lo que quedaba de su ser integral, conservaba como
«sí» y bajo control, era el espíritu terriblemente encogido y reducido que
habitaba en el cuerpo que él mismo se había impuesto (pero que ahora amaba).
Cuando el cuerpo fue destruido, se quedó débil y «sin hogar», y durante un
tiempo vagó perdido y «a la deriva». Leemos que entonces fue arrojado al Vacío.
Esto debe de significar que fue expulsado del Tiempo y del Espacio,
completamente fuera de Ëa; pero eso implicaría una intervención directa de Eru
(debido o no a una súplica de los valar). No obstante, puede expresar
equivocadamente la expulsión o huida de su espíritu de Arda.
En cualquier caso, al intentar absorber la
«materia», o más bien al infiltrarse en ella, lo que quedó de él había perdido
el poder de volver a investirse a sí mismo. (Ahora se había quedado clavado en
el deseo de hacerlo: no había «arrepentimiento» o posibilidad de arrepentirse:
Melkor había abandonado para siempre toda ambición «espiritual» y sólo existía
en tanto que deseo de poseer y de dominar la materia, y a Arda en particular).
No podía volver a investirse, al menos todavía.
No hemos de suponer que Manwë se engañó al creer había sido una guerra para
acabar con la guerra, o aun para acabar con Melkor. Melkor no era Sauron.
Decimos que estaba «debilitado, encogido, reducido», pero en comparación con
los otros valar. Había sido una criatura de poder y vida inmensos. En verdad
los elfos sostenían y predicaban que los fëar o «espíritus» pueden desarrollar
su propia vida (independientemente del cuerpo), al igual que pueden ser heridos
y curados, disminuir y recuperarse. Por tanto, cabría esperar que el oscuro
espíritu de lo que quedaba de Melkor volviera a crecer con el tiempo, después
de muchas edades, incluso (dicen algunos) que recuperara parte de su poder
anteriormente disipado. Su relativa grandeza así lo haría posible (aunque no a
Sauron). No se arrepintió o se apartó de su obsesión, pero conservó vestigios
de sabiduría, de modo que aún podía buscar su objetivo indirectamente, y no
sólo a ciegas. Descansaría, intentando curarse, distrayéndose con otros
pensamientos y otros ingenios; pero sólo para recuperar la fuerza suficiente y
volver a atacar a los valar, y a su antigua obsesión. Según creciera de nuevo
se convertiría, como antaño, en una sombra oscura, acechando los confines de
Arda y deseándola.
No obstante, el quebrantamiento de
Thangorodrim y la expulsión de Melkor significó el final de «Morgoth» como tal,
durante esa Edad (y otras muchas después). También significó, en cierto modo,
el final de la función y tarea primordial de Manwë como Rey Mayor, hasta el
Fin. Había sido el Adversario del Enemigo.
Es lógico suponer que Manwë sabía que antes de
que transcurriera un largo intervalo (puesto que veía el «tiempo») empezaría el
dominio de los hombres, y ellos serían los encargados de escribir la historia:
se habían hecho ciertas disposiciones para que lucharan contra el Mal. Manwë
sabía de Sauron, por supuesto. Le había ordenado que se presentara ante él para
ser juzgado, pero había dejado espacio para el arrepentimiento y la última
rehabilitación. Sauron se había negado y había huido para esconderse. Sin embargo,
Sauron era un problema con el que deberían enfrentarse los hombres en última instancia:
la primera de las muchas concentraciones del Mal en puntos de poder definidos que
tendrían que combatir, pero también el último de los que se presentarían en
formas «mitológicas» personalizadas (pero no humanas).
Cabe observar que la primera derrota de Sauron
fue llevada a cabo sólo por los númenóreanos (aunque Sauron no fue derrotado
personalmente: su «cautiverio» fue voluntario y engañoso). En la primera
derrota de Sauron en la Tierra Media, en la que fue despojado de su cuerpo
(dejando aparte el asunto de Lúthien).
Aquí se interrumpe la larga versión B, en el
pie de una página. Doy ahora el final de la versión A desde el punto en que
ambos textos divergen, que empieza con la oración a la de «el último gran
esfuerzo, de tipo demiúrgico, que realizaron los valar...»
El último esfuerzo de este tipo que realizaron
los valar fue el levantamiento de las Pelóri. No obstante, no fue una buena
acción: era casi enfrentarse a Morgoth a su propio modo, dejando aparte el
elemento de egoísmo presente en el deseo de conservar Aman como región
bienaventurada para vivir en ella.
Los valar eran como arquitectos que trabajaban
con un plan aprobado por el Gobierno. Cuanto más se acercaba la conclusión del
proyecto menos importancia tenían (estructuralmente). Ya en la Primera Edad los
vemos después de una labor de incontables edades cerca del final de su tiempo
de trabajo, pero no de sabiduría o consejo. (Cuanto más sabios eran menos poder
tenían para hacer cosas, excepto por consejo).
Del mismo modo, los elfos se marchitaron
después de introducir «el arte y la ciencia». Los hombres también se
«marchitarán» en el caso de que las cosas prosigan una vez acabada su función.
Pero aun los elfos tenían la impresión de que no sería así: de que el final de
los hombres estaría ligado de algún modo con el final de la historia, o como ellos
la llaman «Arda Maculada» (Arda Sahta), y la consecución de «Arda Curada» (Arda
Envinyanta). (Al parecer no tenían claro —¡cómo podrían tenerlo!—si Arda Envinyanta
era un estado permanente de consecución, que por tanto sólo puede ser disfrutado
desde «fuera del Tiempo», es decir, contemplando la historia como conjunto, o
bien un estado de beatitud dentro del tiempo y en un lugar que, en cierto
sentido, desciende lineal e históricamente de nuestro mundo o «Arda Maculada».
A menudo parecen referirse a ambos. «Arda Inmaculada» no existía realmente,
sino en el pensamiento: Arda sin Melkor, o más bien sin los efectos de su
transformación al mal; pero es la fuente de la que proceden todas las ideas de
orden y perfección. «Arda Curada» es, pues, tanto la conclusión de la «Historia
de Arda», en la que aparecen todas las acciones de Melkor, pero siempre de
acuerdo con la promesa de la bondad de Ilúvatar, como también un estado de
curación y beatitud más allá de los «círculos del mundo».)
El mal se reproduce por escisión. Pero en sí
mismo es estéril. Melkor no podía «engendrar» o tener esposa alguna (aunque
intentó violar a Arien, fue para destruirla y «mancillarla», no para engendrar
fieros vástagos). De las discordancias de la Música —es decir, no de ninguno de
los temas, ni el de Eru ni el de Melkor, sino de la discordancia entre ambos—surgieron
criaturas malignas en Arda, que no procedían de ningún plan o visión directa de
Melkor: no eran «sus hijos»; por tanto, como todo lo maligno siente odio,
sentían odio también por él. La reproducción de las criaturas estaba corrompida.
¿De ahí los orcos? Parte de la idea elfo-hombre salió mal. Pero de los orcos, los
eldar creían que Morgoth los había «criado» en verdad, capturando hombres y elfos
al principio e incrementando hasta su grado máximo todas las tendencias
corruptas que tenían.
A pesar de estar incompleto (sea porque se
perdió la conclusión de la versión completa del ensayo, sea porque fue abandonado)
éste constituye el ensayo más exhaustivo que escribió mi padre acerca de su «interpretación»,
en los últimos años, de la naturaleza del mal en la mitología; en ningún otro
lugar escribió una exposición tal de la naturaleza de Morgoth, de su declive y
de la corrupción de Arda, ni trazó los rasgos distintivos de Morgoth y Sauron:
«la Tierra Media entera era el Anillo de Morgoth».
Situar con seguridad este ensayo en relación
secuencial con los otros escritos «filosóficos» o «teológicos» dados en este
libro parece prácticamente imposible, aunque «Fionwë, hijo de Manwë» (en lugar
de «Eönwë, heraldo de Manwë») puede indicar que es uno de los primeros. El tono
es notablemente similar a las muchas cartas de exposición que mi padre escribió
a finales de los años cincuenta, y de hecho que es muy probable que la correspondencia
que siguió a la publicación de El Señor de los Anillos tuviera un importante
papel en el desarrollo de su examen de las «imágenes y acontecimientos» de la
mitología.
XII.LOS
ÚLTIMOS NOLDOR EN LA TIERRA MEDIA
EL SILMARILLION: DE LOS ANILLOS DE PODER Y LA TERCERA EDAD
(…)Pero
quienes vieron lo que se hizo en aquel tiempo, hazañas heroicas y asombrosas,
han contado en otro sitio la historia de la Guerra del Anillo, y cómo terminó
no sólo con una victoria imprevista, sino también con dolor, desde mucho antes
presagiado. Dígase aquí que en aquellos días el heredero de Isildur se levantó
en el norte, y tomó los fragmentos de la espada de Elendil, y en Imladris
volvieron a forjarse; y el heredero fue a la guerra, un gran capitán de hombres.
Era Aragorn hijo de Arathorn, el trigesimonoveno heredero en línea directa de
Isildur, y sin embargo más semejante a Elendil que ninguno antes de él. Hubo
batalla en Rohan, y Curunír el traidor fue derribado, e Isengard quebrantada; y
delante de la ciudad de Gondor se libró una gran contienda, y el señor de
Morgul, Capitán de Sauron, entró allí en la oscuridad; y el heredero de Isildur
condujo al ejército del oeste hasta la Puerta Negra de Mordor.
En
esa última batalla estaban Mithrandir, y los hijos de Elrond, y el rey de
Rohan, y los señores de Gondor, y el heredero de Isildur con los dúnedain del norte.
Allí por fin enfrentaron la muerte y la derrota, y todo valor resultó vano;
porque Sauron era demasiado fuerte. No obstante, en esa hora se puso a prueba
lo que Mithrandir había dicho, y la ayuda llegó de manos de los débiles cuando
los sabios fracasaron. Porque, como se oyó en muchos cantos desde entonces,
fueron los periannath, la gente pequeña, los habitantes de las laderas y
los prados, quienes trajeron la liberación.
Porque
Frodo el mediano, se dice, portó la carga a pedido de Mithrandir, y con un solo
sirviente atravesó peligros y oscuridad, y a pesar de Sauron llego por último
al monte del Destino; y allí arrojó el Gran Anillo de Poder al fuego en que
había sido forjado, y así por fin fue deshecho, y el mal que tenia se consumió.
Entonces
cayó Sauron, y fue derrotado por completo, y se desvaneció como una sombra de
malicia; las torres de Barad-dûr se derrumbaron en escombros, y al rumor de
esta caída muchas tierras temblaron. Así llegó otra vez la paz, y una nueva primavera
despertó en el mundo, y el heredero de Isildur fue coronado rey de Gondor y de
Arnor, y el poder de los dúnedain fue acrecentado y su gloria renovada. En los
patios de Minas Anor el árbol blanco floreció otra vez, pues Mithrandir
encontró un vástago en las nieves del Mindolluin, que se alzaba alto y blanco
por sobre la ciudad de Gondor, y mientras creció allí los Días Antiguos no
fueron del todo olvidados en el corazón de los reyes.
Ahora
bien, casi todas estas cosas se lograron por el consejo y la vigilancia de
Mithrandir, y en los últimos pocos días se reveló como señor de gran
veneración, y vestido de blanco cabalgó a la batalla, pero hasta que el momento
de partir llegó también para él, nadie supo que durante mucho tiempo había
guardado el Anillo rojo del fuego. En un principio ese Anillo había sido
confiado a Círdan, señor de los Puertos; pero lo cedió a Mithrandir, porque
sabía de dónde venía, y a dónde retornaría.
—Toma
ahora este Anillo—le dijo—, porque trabajos y cuidados te pasarán, pero él te
apoyará en todo y te defenderá de la fatiga. Porque éste es el Anillo del Fuego,
y quizá con el puedas reanimar los corazones, y procurarles el valor de antaño
en un mundo que se enfría. En cuanto a mí, mi corazón está con el mar, y viviré
junto a las costas grises guardando los Puertos hasta que parta el último
barco. Entonces te esperaré.
Blanco
era ese barco, y mucho tardaron en construirlo, y mucho esperó el fin del que
Círdan había hablado. Pero cuando todas estas cosas fueron hechas, y el heredero
de Isildur recibió el señorío de los hombres y el dominio del oeste, fue obvio
entonces que el poder de los Tres Anillos también había terminado, y el mundo
se volvió viejo y gris para los primeros nacidos. En ese tiempo los últimos noldor
se hicieron a la mar desde los Puertos y abandonaron la Tierra Media para
siempre. Y últimos de todos, los guardianes de los Tres Anillos partieron
también, y el señor Elrond tomó el barco que Círdan había preparado. En el
crepúsculo del otoño partió de Mithlond, hasta que los mares del mundo curvo
cayeron por debajo de él, y los vientos del cielo redondo no lo perturbaron
más, y llevado sobre los altos aires por encima de las nieblas del mundo fue
hacia el Antiguo Occidente, y el fin llegó para los eldar de la historia y de
los cantos.
Descarga las Lecturas Completas de Tolkien en PDF en: Lecturas Completas de la Tierra Media de J.R.R.Tolkien (lecturascompletastolkien.blogspot.com)
[1] En versión original:
Tall ships and tall kings
Three times three,
What brought they from the foundered
land
Over the flowing sea?
Seven stars and seven stones
And one white tree.
[2] Más información acerca de las palantíri en: X.LAS PALANTÍRI
[3] En versión original:
Seek for the Sword
that was broken:
In Imladris it dwells.
[4] Acerca del reino de Gondor: VI.GONDOR Y LOS
HEREDEROS DE ANÁRION
[5] Acerca del rey Eärnur y Mardil: VI.GONDOR Y LOS HEREDEROS DE ANÁRION
[6] Acerca de Cirion, Eorl y la Batalla del Campo de Celebrant: VIII.CIRION Y EORL Y LA AMISTAD DE GONDOR Y ROHAN
[7] En versión original:
Over the land there lies a long
shadow,
westward reaching wings of darkness.
The Tower trembles; to the tombs of
kings
doom approaches. The Dead awaken;
for the hour is come for the
oathbreakers:
at the Stone of Erech they shall
stand again
and hear there a horn in the hills
ringing.
Whose shall the horn be? Who shall
call them
from the grey twilight, the forgotten
people?
The heir of him to whom the oath they
swore.
From the North shall he come, need
shall drive him:
he shall pass the Door to the Paths
of the Dead.
[8] Se trata de Edoras.
[9] Acerca de esto: VIII.CIRION Y EORL Y LA
AMISTAD DE GONDOR Y ROHAN
[10] En versión original:
From dark Dunharrow in the dim
morning
with thane and captain rode Thengel’s
son:
to Edoras he came, the ancient halls
of the Mark-wardens mist-enshrouded;
golden timbers were in gloom mantled.
Farewell he bade to his free people,
hearth and high-seat, and the
hallowed places,
where long he had feasted ere the
light faded.
Forth rode the king, fear behind him,
fate before him. Fealty kept he;
oaths he had taken, all fulfilled
them.
Forth rode Théoden. Five nights and
days
east and onward rode the Eorlingas
through Folde and Fenmarch and the
Firienwood,
six thousand spears to Sunlending,
Mundburg the mighty under Mindolluin,
Sea-kings’ city in the South-kingdom
foe-beleaguered, fire-encircled.
Doom drove them on. Darkness took
them,
horse and horseman; hoofbeats afar
sank into silence: so the songs tell
us.
[11] Dernhelm en rohírrico
significa Yelmo Oculto.
[12] Acerca de Grond, el martillo de Morgoth: XIV.DE LA RUINA
DE BELERIAND Y LA CAÍDA DE FINGOLFIN
[13] Acerca de la historia de Beren y Lúthien: XVI.DE BEREN Y
LÚTHIEN
[14] Acerca de los drúedain: XIII.LOS
DRÚEDAIN
[15] En versión original:
Arise, arise, Riders of Théoden!
Fell deeds awake: fire and slaughter!
spear shall be shaken, shield be
splintered,
a sword-day, a red day, ere the sun rises!
Ride now, ride now! Ride to Gondor!
[16] La batalla de los valar se narra en III.DE LA
LLEGADA DE LOS ELFOS Y EL CAUTIVERIO DE MELKOR
[17] En versión original:
In western lands beneath the Sun
the flowers may rise in Spring,
the trees may bud, the waters run,
the merry finches sing.
Or there maybe ‘tis cloudless night
and swaying beeches bear
the Elven-stars as jewels white
amid their branching hair.
Though here at journey’s end I lie
in darkness buried deep,
beyond all towers strong and high,
beyond all mountains steep,
above all shadows rides the Sun
and Stars for ever dwell:
I will not say the Day is done,
nor bid the Stars farewell.
[18] En
versión original:
Mourn not overmuch!
Mighty was the fallen,
meet was his ending. When his mound is raised,
women then shall weep. War now calls us!
[19] En
versión original:
Faithful servant yet
master’s bane,
Lightfoot’s foal,
swift Snowmane.
[20] En
versión original:
Out of doubt, out of
dark to the day’s rising
I came singing in the
sun, sword unsheathing.
To hope’s end I rode
and to heart’s breaking:
Now for wrath, now
for ruin and a red nightfall!
[21] En
versión original:
We heard of the horns
in the hills ringing,
the swords shining in
the South—kingdom.
Steeds went striding
to the Stoningland
as wind in the
morning. War was kindled.
There Théoden fell,
Thengling mighty,
to his golden halls
and green pastures
in the Northern
fields never returning,
high lord of the
host. Harding and Guthláf,
Dúnhere and Déorwine,
doughty Grimbold,
Herefara and
Herubrand, Horn and Fastred,
fought and fell there
in a far country:
in the Mounds of
Mundburg under mould they lie
with their league—fellows, lords of Gondor
Neither Hirluin the
Fair to the hills by the sea,
nor Forlong the old
to the flowering vales
ever, to Arnach, to
his own country
returned in triumph;
nor the tall bowmen,
Derufin and Duilin,
to their dark waters,
meres of Morthond
under mountain—shadows.
Death in the morning
and at day’s ending
lords took and lowly. Long now they sleep
under grass in Gondor by the Great River.
Grey now as tears, gleaming silver,
red then it rolled,
roaring water:
foam dyed with blood
flamed at sunset;
as beacons mountains burned
at evening;
red fell the dew in
Rammas Echor.
[22] En
versión original:
When the black breath
blows
and death’s shadow
grows
and all lights pass,
come athelas! come
athelas!
Life to the dying
In the king’s hand lying
[23] Acerca de la historia de Amroth y Nimrodel: IV.PARTE DE LA
LEYENDA DE AMROTH Y NIMRODEL, BREVEMENTE CONTADA
[24] En
versión original:
Silver flow the
streams from Celos to Erui
In the green fields
of Lebennin!
Tall grows the grass
there. In the wind from the Sea
The white lilies
sway,
And the golden bells
are shaken of mallos and alfirin
In the green fields
of Lebennin,
In the wind from the
Sea!
[25] Se refiere a la Batalla de los Cinco Ejércitos: XIX.LAS NUBES ESTALLAN
[26] En
versión original:
Long live the
Halflings! Praise them with great praise!
Cuio i Pheriain
anann! Aglar’ni Pheriannath!
Praise them with
great praise, Frodo and Samwise!
Daur a Berhael, Conin
en Annûn! Eglerio!
Praise them!
Eglerio!
A laita te, laita te!
Andave laituvalmet!
Praise them!
Cormacolindor, a
laita tárienna
Praise them! The
Ring-bearers, praise them with great praise!
[27] En
versión original:
To the Sea, to the
Sea! The white gulls are crying,
The wind is blowing,
and the white foam is flying.
West, west away, the
round sun is falling.
Grey ship, grey ship,
do you hear them calling,
The voices of my
people that have gone before me?
I will leave, I will
leave the woods that bore me;
For our days are
ending and our years failing.
I will pass the wide
waters lonely sailing.
Long are the waves on
the Last Shore falling,
Sweet are the voices
in the Lost Isle calling,
In Eressëa, in
Elvenhome that no man can discover,
Where the leaves fall
not: land of my people for ever!
[28]En versión
original:
Sing now, ye people
of the Tower of Anor,
for the Realm of
Sauron is ended for ever,
and the Dark Tower is
thrown down.
Sing and rejoice, ye
people of the Tower of Guard,
for your watch hath
not been in vain,
and the Black Gate is
broken,
and your King hath
passed through,
and he is victorious.
Sing and be glad, all
ye children of the West,
for your King shall
come again,
and he shall dwell
among you
all the days of your
life.
And the Tree that was
withered shall be renewed,
and he shall plant it
in the high places,
and the City shall be
blessed.
Sing all ye people!
[29] Acerca de Eorl y la Batalla del Campo de Celebrant: VIII.CIRION Y EORL Y LA AMISTAD DE GONDOR Y ROHAN
[30] En
versión original:
Out of doubt, out of
dark, to the day’s rising
he rode singing in
the sun, sword unsheathing.
Hope he rekindled,
and in hope ended;
over death, over
dread, over doom lifted
out of loss, out of
life, unto long glory.
[31] Acerca de los reyes de la casa de Eorl: X.LOS REYES DE
LA MARCA HASTA LA GUERRA DEL ANILLO y IX.LOS REYES Y
ORDENAMIENTO DE LA MARCA DURANTE Y DESPUÉS DE LA GUERRA DEL ANILLO
[32] En quenya: mano negra-corazón de
pedernal.
[33] En
versión original:
The Road goes ever on
and on
Out from the door
where it began.
Now far ahead the
Road has gone,
Let others follow it
who can!
Let them a journey
new begin,
But I at last with
weary feet
Will turn towards the
lighted inn,
My evening—rest and
sleep to meet.
[34] Proviene del órquico sharkû, que significa «hombre viejo».
[35] En versión
original:
Still round the
corner there may wait
A new road or a
secret gate;
And though I oft have
passed them by,
A day will come at
last when I
Shall take the hidden
paths that run
West of the Moon,
East of the Sun.
[36] En versión original:
A! Elbereth Gilthoniel!
silivren penna míriel
o menel aglar
elenath,
Gilthoniel, A!
Elbereth!
We still remember, we
who dwell
In this far land
beneath the trees
The starlight on the
Western Seas.
[37] En
versión original:
Day is ended, dim my
eyes,
but journey long
before me lies.
Farewell, friends! I
hear the call.
The ship's beside the
stony wall.
Foam is white and
waves are grey;
beyond the sunset
leads my way.
Foam is salt, the
wind is free;
I hear the rising of
the Sea.
Farewell, friends!
The sails are set,
the wind is east, the
moorings fret.
Shadows long before
me lie,
beneath the
ever-bending sky.
But islands lie
behind the Sun
that I shall raise
ere all is done;
Lands there are to
west of West,
where night is quiet
and sleep is rest.
Guided by the Lonely
Star,
beyond the utmost
harbour-bar.
I'll find the heavens
fair and free,
and beaches of the
Starlit Sea.
Ship, my ship! I seek
the West,
and fields and
mountains ever blest.
Farewell to
Middle-earth at last.
I see the Star above
my mast!
[38] Acerca de la muerte de Isildur: II.EL DESASTRE
DE LOS CAMPOS GLADIOS
[39] Las fechas corresponden al cómputo de Gondor (Tercera Edad). Las que aparecen son las del nacimiento y muerte.
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