LEGENDARIUM VIII: La Tercera Edad (Tercera Parte)

 ESTE FRAGMENTO ABARCA:


V.EL SEÑOR DE LOS ANILLOS

XXXIX.LA PALANTÍR

XL.HIERBAS AROMÁTICAS Y GUISO DE CONEJO

XLI.UNA VENTANA AL OESTE

XLII.EL ESTANQUE VEDADO

XLIII.EL PASO DE LA COMPAÑÍA GRIS

XLIV.MINAS TIRITH

XLV.VIAJE A LA ENCRUCIJADA

XLVI.EL ACANTONAMIENTO DE ROHAN

XLVII.LAS ESCALERAS DE CIRITH UNGOL

XLVIII.EL SITIO DE GONDOR

IL.EL ANTRO DE ELLA-LARAÑA

L.LAS DECISIONES DE MAESE SAMSAGAZ

LI.LA CABALGATA DE LOS ROHIRRIM

LII.LA TORRE DE CIRITH UNGOL

LIII.LA BATALLA DE LOS CAMPOS DEL PELENNOR

LIV.LA PIRA DE DENETHOR

LV.EL PAÍS DE LA SOMBRA

LVI.LAS CASAS DE CURACIÓN

LVII.LA ÚLTIMA DELIBERACIÓN

LVIII.LA PUERTA NEGRA SE ABRE

LIX.EL MONTE DEL DESTINO

LX.EL CAMPO DE CORMALLEN

LXI.EL SENESCAL Y EL REY

LXII.LA BATALLA EN VALLE Y EREBOR Y EN EL NORTE

LXIII.MUCHAS SEPARACIONES

LXIV.RUMBO A CASA

LXV.EL SANEAMIENTO DE LA COMARCA

LXVI.LOS PUERTOS GRISES

VI.LA ÚLTIMA CANCIÓN DE BILBO

VII.LA ELENDILMIR

VIII.EL REINADO DE ARAGORN II

IX.LOS REYES Y ORDENAMIENTO DE LA MARCA DURANTE Y DESPUÉS DE LA GUERRA DEL ANILLO

X.LAS PALANTÍRI

XI.LA TRANSFORMACIÓN DE LOS MITOS







XXXIX.LA PALANTÍR

 

LAS DOS TORRES—LIBRO III—CAPÍTULO XI

El sol se hundía detrás del largo brazo occidental de las montañas cuando Gandalf y sus compañeros, y el rey y los jinetes partieron de Isengard. Gandalf llevaba a Merry en la grupa del caballo y Aragorn llevaba a Pippin. Dos de los hombres del rey se adelantaron a galope tendido y pronto se perdieron de vista en el fondo del valle. Los otros continuaron a paso más lento.

Una solemne fila de ents, erguidos como estatuas ante la puerta, con los largos brazos levantados, asistía silenciosa a la partida. Cuando se hubieron alejado un trecho por el camino sinuoso, Merry y Pippin volvieron la cabeza. El sol brillaba aún en el cielo, pero las sombras se extendían ya sobre Isengard: unas ruinas grises que se hundían en las tinieblas. Ahora Bárbol estaba solo, como la cepa de un árbol distante: los hobbits recordaron el primer encuentro, allá lejos en la asoleada cornisa de los lindes de Fangorn.

Llegaron a la columna de la Mano Blanca. La columna seguía en pie, pero la mano esculpida había sido derribada y yacía rota en mil pedazos. En el centro mismo del camino se veía el largo índice, blanco en el crepúsculo, y la uña roja se ennegrecía lentamente.

—¡Los ents no descuidan ningún detalle!—observó Gandalf.

Continuaron cabalgando y la noche se cerró en la hondonada.

 

—¿Piensas cabalgar toda la noche, Gandalf?—preguntó Merry al cabo de un rato—. No sé cómo te sentirás tú con esta chusma que llevas a la rastra prendida a los faldones, pero la chusma está cansada y le alegraría dejar de ir a la rastra y echarse a descansar.

—¿Así que oíste eso?—dijo Gandalf—. ¡No lo tomes a pecho! Alégrate que no te hayan dedicado palabras más lisonjeras. Nunca se había encontrado con un hobbit y no sabía cómo hablarte. No te sacaba los ojos de encima. Si esto puede de algún modo reconfortar tu amor propio, te diré que en este momento tú y Pippin le preocupáis más que cualquiera de nosotros. Quiénes sois; cómo vinisteis aquí; y por qué; qué sabéis; si fuisteis capturados y en ese caso cómo escapasteis cuando todos los orcos perecieron... éstos son los pequeños enigmas que ahora perturban esa gran mente. Un sarcasmo en boca de Saruman, Meriadoc, es un cumplido, y puedes sentirte honrado por ese interés.

—¡Gracias!—dijo Merry—. ¡Pero prefiero la honra de ir prendido a tus faldones, Gandalf! Ante todo, porque así es posible repetir una pregunta. ¿Piensas cabalgar toda la noche?

Gandalf se echó a reír. —¡Un hobbit insaciable! Todos los magos tendrían que tener uno o dos hobbits a su cuidado, para que les enseñaran el significado de las palabras y los corrigieran. Te pido perdón. Pero hasta en estos detalles he pensado. Seguiremos viaje aún algunas horas, sin fatigarnos, hasta el otro lado del valle. Mañana tendremos que cabalgar más de prisa.

»Cuando llegamos, nuestra intención era volver directamente de Isengard a la morada del rey en Edoras, a través de la llanura, una cabalgata de varios días. Pero hemos reflexionado y cambiado los planes. Hemos enviado mensajeros al abismo de Helm, a anunciar que el rey regresará mañana. De allí partirá con muchos hombres hacia el Sagrario, por los senderos que pasan entre las colinas. De ahora en adelante es preciso evitar que más de dos o tres hombres cabalguen juntos, tanto de día como de noche.

—Tú, como de costumbre, ¡no nos das nada o nos das doble ración!—dijo Merry—. ¡Y yo que no pensaba en otra cosa que en un lugar donde dormir esta noche! ¿Dónde está y qué es ese abismo de Helm y todo lo demás? No sé absolutamente nada de este país.

—En ese caso harías bien en aprender algo, si deseas comprender lo que está sucediendo. Pero no en este momento, ni de mí: tengo muchas cosas urgentes en que pensar.

—Está bien, se lo preguntaré a Trancos, cuando acampemos: él es menos quisquilloso. Pero ¿por qué tanto misterio? Creía que habíamos ganado la batalla.

—Sí, hemos ganado, pero sólo la primera victoria, y ahora el peligro es mayor. Había algún vínculo entre Isengard y Mordor que aún no he podido desentrañar. Intercambiaban noticias, es evidente, pero no sé cómo. El ojo de Barad-dûr ha de estar escudriñando con impaciencia el valle del Mago, creo; y las tierras de Rohan. Cuanto menos vea, mejor que mejor.

 

El camino proseguía lentamente, serpenteando por el valle. Ahora distante, ahora cercano, el Isen fluía por un lecho pedregoso. La noche descendía de las montañas. Las nieblas se habían desvanecido. Soplaba un viento helado. La luna, ya casi llena, iluminaba el cielo del este con un pálido y frío resplandor. A la derecha, las estribaciones de las montañas parecían lomas desnudas. Las vastas llanuras se abrían grises ante ellos.

Por fin hicieron un alto. Desviándose del camino principal, cabalgaron otra vez tierra adentro por las largas estribaciones herbosas. Luego de haber recorrido una o dos millas [2-3 kilómetros] hacia el oeste llegaron a un valle. Se abría hacia el mar, recostado sobre la pendiente del redondo Dol Baran, la última montaña de la cordillera septentrional, de verdes laderas y coronada de brezos. En las paredes del valle, erizadas de helechos del año anterior, apuntaban ya en un suelo levemente perfumado las enmarañadas frondas de la primavera. Allí, en los bajíos cubiertos de espesos zarzales, levantaron campamento, una o dos horas antes de la medianoche. Encendieron la hoguera en una concavidad junto a las raíces de un espino blanco, alto y frondoso como un árbol, encorvado por la edad, pero de miembros todavía vigorosos: las yemas despuntaban en todas las ramas.

Organizaron turnos de guardia, de dos centinelas. Los demás, luego de comer, se envolvieron en las capas, y cubriéndose con una manta se echaron a dormir. Los hobbits se acostaron juntos sobre un montón de helechos secos. Merry tenía sueño, pero Pippin parecía ahora curiosamente intranquilo. Daba vueltas y vueltas, y el camastro de helechos crujía y susurraba.

—¿Qué te pasa?—le preguntó Merry—. ¿Te has acostado sobre un hormiguero?

—No—dijo Pippin—. Pero estoy incómodo. Me pregunto cuánto hace que no duermo en una cama.

Merry bostezó. —¡Cuéntalo con los dedos!—dijo—. Pero no habrás olvidado cuándo partimos de Lórien.

—Oh, ¡eso!—dijo Pippin—. Quiero decir una cama verdadera, en una alcoba.

—Bueno, entonces Rivendel—dijo Merry—. Pero esta noche yo podría dormir en cualquier lugar.

—Tuviste suerte, Merry—dijo Pippin en voz baja, al cabo de un silencio—. Tú cabalgaste con Gandalf.

—Bueno ¿y qué?

—¿Conseguiste sacarle alguna noticia, alguna información?

—Sí, bastante. Más que de costumbre. Pero tú las oíste todas, o la mayoría; estabas muy cerca y no hablábamos en secreto. Pero mañana podrás cabalgar con él, si crees que podrías sacarle alguna otra cosa... y si él te acepta.

—¿De veras? ¡Magnífico! Pero es poco comunicativo ¿no te parece? No ha cambiado nada.

—¡Oh, sí!—dijo Merry, despertándose un poco, y empezando a preguntarse qué preocupaba a su compañero. —Ha crecido, o algo así. Es al mismo tiempo más amable y más inquietante, más alegre y más solemne, me parece. Ha cambiado. Pero aún no sabemos hasta qué punto. ¡Piensa en la última parte de la conversación con Saruman! Recuerda que Saruman fue en un tiempo el superior de Gandalf: jefe del Concilio, aunque no sé muy bien qué significa eso. Era Saruman el Blanco. Ahora Gandalf es el Blanco. Saruman acudió a la llamada y perdió la vara, y luego Gandalf lo despidió, ¡y él acató la orden!

—Bueno, si en algo ha cambiado, como dices, está más misterioso que nunca, eso es todo—replicó Pippin—. Esa... bola de vidrio, por ejemplo. Parecía contento de tenerla consigo. Algo sabe o sospecha. ¿Pero nos dijo qué? No, ni una palabra. Y sin embargo fui yo quien la recogió, e impedí que rodase hasta un charco. Aquí, muchacho, yo la llevaré... eso fue todo lo que dijo. Me gustaría saber qué es. Pesaba tanto. —La voz de Pippin se convirtió casi en un susurro, como si hablara consigo mismo.

—¡Ajá!—dijo Merry—. ¿Así que es eso lo que te tiene a mal traer? Vamos, Pippin, muchacho, no olvides el dicho de Gildor, aquel que Sam solía citar: No te entremetas en asuntos de magos, que son gente astuta e irascible.

—Pero si desde hace meses y meses no hacemos otra cosa que entrometernos en asuntos de magos—dijo Pippin—. Además del peligro, me gustaría tener alguna información. Me gustaría echarle una ojeada a esa bola.

—¡Duérmete de una vez!—dijo Merry—. Ya te enterarás, tarde temprano. Mi querido Pippin, jamás un Tuk le ganó en curiosidad un Brandigamo; ¿pero te parece el momento oportuno?

—¡Está bien! ¿Pero qué hay de malo en que te cuente lo que a mí me gustaría: echarle una ojeada a esa piedra? Sé que no puedo hacerlo, con el viejo Gandalf sentado encima, como una gallina sobre un huevo. Pero no me ayuda mucho no oírte decir otra cosa que no puedes así que duérmete de una vez.

—Bueno ¿qué más podría decirte?—dijo Merry—. Lo siento, Pippin, pero tendrás que esperar hasta la mañana. Yo seré tan curioso como tú después del desayuno y te ayudaré tanto como pueda a sonsacarle información a los magos. Pero ya no puedo mantenerme despierto. Si vuelvo a bostezar, se me abrirá la boca hasta las orejas. ¡Buenas noches!

 

Pippin no dijo nada más. Ahora estaba inmóvil, pero el sueño se negaba a acudir; y ni siquiera parecía asentarlo la suave y acompasado respiración de Merry, que se había dormido pocos segundos después de haberle dado las buenas noches. El recuerdo del globo oscuro parecía más vivo en el silencio de alrededor. Pippin volvía a sentir el peso en las manos y volvía a ver los misteriosos abismos rojos que había escudriñado un instante. Se dio vuelta y trató de pensar en otra cosa.

Por último, no aguantó más. Se levantó y miró en torno. Hacía frío y se arrebujó en la capa. La luna brillaba en el valle, blanca y fría, y las sombras de los matorrales eran negras. Todo alrededor yacían formas dormidas. No vio a los dos centinelas: quizás habían subido a la loma, o estaban escondidos entre los helechos. Arrastrado por un impulso que no entendía, se acercó con sigilo al sitio donde descansaba Gandalf. Lo miró. El mago parecía dormir, pero los párpados no estaban del todo cerrados: los ojos centelleaban debajo de las largas pestañas. Pippin retrocedió rápidamente. Pero Gandalf no se movió; el hobbit avanzó otra vez, casi contra su voluntad, por detrás de la cabeza del mago. Gandalf estaba envuelto en una manta, con la capa extendida por encima; muy cerca, entre el flanco derecho y el brazo doblado, había un bulto, una cosa redonda envuelta en un lienzo oscuro; y al parecer la mano que la sujetaba acababa de deslizarse hasta el suelo.

Conteniendo el aliento, Pippin se aproximó paso a paso. Por último se arrodilló. Entonces lenta, furtivamente, levantó el bulto; pesaba menos de lo que suponía. «Quizá no era más que un paquete de trastos sin importancia», pensó curiosamente aliviado, pero no volvió a poner el bulto en su sitio. Permaneció un instante muy quieto con el bulto entre los brazos. De pronto se le ocurrió una idea. Se alejó de puntillas, buscó una piedra grande, y volvió junto a Gandalf.

Retiró con presteza el lienzo, envolvió la piedra y arrodillándose la puso al alcance de la mano de Gandalf. Entonces miró por fin el objeto que acababa de desenvolver. Era el mismo: una tersa esfera de cristal, ahora oscura y muerta, inmóvil y desnuda. La levantó, la cubrió presurosamente con su propia capa, y en el momento en que iba a retirarse, Gandalf se agitó en sueños, y murmuró algunas palabras en una lengua desconocida; extendió a tientas la mano y la apoyó sobre la piedra envuelta en el lienzo; luego suspiró y no volvió a moverse.

«¡Pedazo de idiota!», se dijo Pippin entre dientes. «Te vas a meter en un problema espantoso. ¡Devuélvelo a su sitio, pronto!» Pero ahora le temblaban las rodillas y no se atrevía a acercarse al mago y remediar el entuerto. «Ya no podré acercarme sin despertar a Gandalf», pensó. «En todo caso será mejor que me tranquilice un poco. Así que mientras tanto bien puedo echarle una mirada. ¡Pero no aquí!» Se alejó un trecho sin hacer ruido y se detuvo en un montículo verde. La luna miraba desde el borde del valle.

Pippin se sentó con la esfera entre las rodillas levantadas y se inclinó sobre ella como un niño glotón sobre un plato de comida, en un rincón lejos de los demás. Abrió la capa y miró. Alrededor el aire parecía tenso, quieto. Al principio la esfera estaba oscura, negra como el azabache, y la luz de la luna centelleaba en la superficie lustrosa. De súbito una llama tenue se encendió y se agitó en el corazón de la esfera, atrayendo la mirada de Pippin, de tal modo que no le era posible desviarla. Pronto todo el interior del globo pareció incandescente; ahora la esfera daba vueltas, o eran quizá las luces de dentro que giraban. De repente, las luces se apagaron. Pippin tuvo un sobresalto y aterrorizado trató de liberarse, pero siguió encorvado, con la esfera apretada entre las manos, inclinándose cada vez más. Y súbitamente el cuerpo se le puso rígido; los labios le temblaron un momento. Luego, con un grito desgarrador, cayó de espaldas y allí quedó tendido, inmóvil.

El grito había sido penetrante y los centinelas saltaron desde los terraplenes. Todo el campamento estuvo pronto de pie.

 

—¡Así que éste es el ladrón!—exclamó Gandalf. Rápidamente echó la capa sobre la esfera—. ¡Y tú, nada menos que tú, Pippin! ¡Qué cariz tan peligroso han tomado las cosas!—Se arrodilló junto el cuerpo de Pippin: el hobbit yacía boca arriba, rígido, los ojos clavados en el cielo. —¡Cosa de brujos! ¿Qué daño habrá causado, a él mismo, y a todos nosotros?—El semblante del mago estaba tenso y demudado.

Tomó la mano de Pippin y se inclinó sobre él; escuchó un momento la respiración del hobbit, luego le puso las manos sobre la frente. El hobbit se estremeció. Los ojos se le cerraron. Lanzó un grito; y se sentó, mirando con profundo desconcierto las caras de alrededor, pálidas a la luz de la luna.

—¡No es para ti, Saruman!—gritó con una voz aguda y falta de tono, apartándose de Gandalf—. Mandaré a alguien para que me lo traiga en seguida. ¿Me entiendes? ¡Di eso solamente!—Luego trató de ponerse de pie y escapar, pero Gandalf lo retuvo con dulzura y firmeza.

—¡Peregrin Tuk!—dijo—. ¡Vuelve!

El hobbit dejó de debatirse y volvió a caer de espaldas, apretando la mano del mago. —¡Gandalf!—gritó—. ¡Gandalf! ¡Perdóname!

—¿Que te perdone?—dijo el mago—. ¡Dime primero qué has hecho!

—Yo... te saqué el globo y lo miré—balbució Pippin—, y vi cosas horripilantes. Y quería escapar pero no podía. Y entonces vino él y me interrogó; y me miraba fijo; y... y no recuerdo nada más.

Los nazgûl por Ted Nasmith

 

—No es suficiente—dijo Gandalf severamente—. ¿Qué fue lo que viste y qué dijiste?

Pippin cerró los ojos estremeciéndose, pero no contestó. Todos observaban la escena en silencio, excepto Merry que miraba a otro lado. Pero la expresión de Gandalf era aún dura e inflexible. —¡Habla!—dijo.

En voz baja y vacilante Pippin empezó a hablar otra vez y poco a poco las palabras se hicieron más firmes y claras. —Vi un cielo oscuro y murallas altas—dijo—. Y estrellas diminutas. Todo parecía muy lejano y remoto, y sólido a la vez y nítido. Las estrellas aparecían y desaparecían... oscurecidas por el vuelo de criaturas aladas. Creo que eran muy grandes, en realidad; pero en el cristal yo las veía como murciélagos que revoloteaban alrededor de la torre. Me pareció que eran nueve. Una bajó directamente hacia mí y era más y más grande a medida que se acercaba. Tenía un horrible... no, no lo puedo decir.

»Traté de huir, porque pensé que saldría volando fuera del globo; pero cuando la sombra cubrió toda la esfera, desapareció. Entonces vino él. No hablaba con palabras. Pero me miraba y yo comprendía.

»¿De modo que has regresado? ¿Por qué no te presentaste a informar durante tanto tiempo?"

»No respondí. Él me preguntó: "¿Quién eres?" Tampoco esta vez respondí, pero me costaba mucho callar, y él me apremiaba, tanto que al fin dije: "Un hobbit."

»Entonces fue como si me viera de improviso y se rio de mí. Era cruel. Yo me sentía como si estuvieran acuchillándome. Traté de escapar, pero él me ordenó: "¡Espera un momento! Pronto volveremos a encontrarnos. Dile a Saruman que este manjar no es para él. Mandaré a alguien para que me lo traiga en seguida. ¿Has entendido bien? ¡Dile eso solamente!"

»Entonces me miró con una alegría perversa. Me pareció que me estaba cayendo en pedazos. ¡No, no! No puedo decir nada más. No recuerdo nada más.

—¡Mírame!—le dijo Gandalf.

Pippin miró a Gandalf a los ojos. Por un momento el mago le sostuvo la mirada en silencio. Luego el rostro se le dulcificó y le mostró la sombra de una sonrisa. Puso la mano afectuosamente en la cabeza de Pippin.

—¡Está bien!—dijo—. ¡No digas más! No has sufrido ningún daño. No ocultas la mentira en tus ojos, como yo había temido. Pero él no habló contigo mucho tiempo. Eres un tonto, pero un tonto honesto, Peregrin Tuk. Otros más sabios hubieran salido mucho peor de un trance como éste. ¡Pero no lo olvides! Te has salvado, tú y todos tus amigos, ayudado por la buena suerte, como suele decirse. No podrás contar con ella una segunda vez. Si él te hubiese interrogado en ese mismo momento, estoy casi seguro de que le habrías dicho todo cuanto sabes, lo que hubiera significado la ruina de todos nosotros. Pero estaba demasiado impaciente. No sólo quería información te quería a ti, cuanto antes, para poder disponer de ti en la Torre Oscura. ¡No tiembles! Si te da por entrometerte en asuntos de magos, tienes que estar preparado para eventualidades como ésta. ¡Bien! ¡Te perdono! ¡Tranquilízate! Las cosas hubieran podido tomar un sesgo aún mucho más terrible.

Levantó a Pippin con delicadeza y lo llevó a su camastro. Merry lo siguió y se sentó junto a él. —¡Acuéstate y descansa, si puedes, Pippin!—dijo Gandalf—. Ten confianza en mí. Y si vuelves a sentir un cosquilleo en las palmas, ¡avísame! Esas cosas tienen cura. En todo caso, mi querido hobbit, ¡no se te ocurra volver a ponerme un trozo de piedra debajo del hombro! Ahora os dejaré solos a los dos un rato.

 

Y con esto Gandalf volvió a donde estaban los otros, junto a la piedra de Orthanc, todavía perturbados. —El peligro llega por la noche cuando menos se lo espera—dijo—. ¡Nos hemos salvado por un pelo!

—¿Cómo está el hobbit Pippin?—preguntó Aragorn.

—Creo que dentro de poco todo habrá pasado—respondió Gandalf—. No lo retuvieron mucho tiempo y los hobbits tienen una capacidad de recuperación extraordinaria. El recuerdo, o al menos el horror de las visiones, habrá desaparecido muy pronto. Demasiado pronto, quizá. ¿Quieres tú, Aragorn, llevar la piedra de Orthanc y custodiarla? Es una carga peligrosa.

—Peligrosa es en verdad, mas no para todos—dijo Aragorn—. Hay alguien que puede reclamarla por derecho propio. Porque esta es sin duda la palantír de Orthanc del tesoro de Elendil, traído aquí por los reyes de Gondor. Se aproxima mi hora. La llevaré.

Gandalf miró a Aragorn y luego, ante el asombro de todos, levantó la piedra envuelta en la capa y con una reverencia la puso en las manos de Aragorn.

—¡Recíbela, señor!—dijo—en prenda de otras cosas que te serán restituidas. Pero si me permites aconsejarte en el uso de lo que es tuyo, ¡no la utilices... por el momento! ¡Ten cuidado!

—¿He sido alguna vez precipitado o imprudente, yo que he esperado y me he preparado durante tantos años?—dijo Aragorn.

—Nunca hasta ahora. No tropieces al final del camino—respondió Gandalf—. De todos modos, guárdala en secreto. ¡Tú y todos los aquí presentes! El hobbit Peregrin, sobre todo, ha de ignorar a qué manos ha sido confiada. El acceso maligno podría repetírsele. Porque ¡ay! la ha tenido en las manos y la ha mirado por dentro, cosa que jamás debió hacer. No tenía que haberla tocado en Isengard y yo no actué con rapidez suficiente. Pero todos mis pensamientos estaban puestos en Saruman y no sospeché la naturaleza de la piedra hasta que fue demasiado tarde. Pero ahora estoy seguro. No tengo ninguna duda.

—Sí, no cabe ninguna duda—dijo Aragorn—. Por fin hemos descubierto cómo se comunicaban Isengard y Mordor. Muchos misterios quedan aclarados.

—¡Extraños poderes tienen nuestros enemigos y extrañas debilidades!—dijo Théoden—. Pero, como dice un antiguo proverbio: el daño del mal recae a menudo sobre el propio mal.

—Ha ocurrido muchas veces—dijo Gandalf—. En todo caso esta vez hemos sido extraordinariamente afortunados. Es posible que este hobbit me haya salvado de cometer un error irreparable. Me preguntaba si no tendría que estudiar yo mismo la esfera y averiguar para qué la utilizaban. De haberlo hecho, le habría revelado a él mi presencia. No estoy preparado para una prueba semejante y no sé si lo estaré alguna vez. Pero aun cuando encontrase en mí la fuerza de voluntad necesaria para apartarme a tiempo, sería desastroso que él me viera, por el momento... hasta que llegue la hora en que el secreto ya no sirva de nada.

—Creo que esa hora ha llegado—dijo Aragorn.

—No, todavía no—dijo Gandalf—. Queda aún un breve período de incertidumbre que hemos de aprovechar. El enemigo pensaba obviamente que la piedra seguía estando en Orthanc ¿por qué habría de pensar otra cosa? Y que era allí donde el hobbit estaba prisionero y que Saruman lo obligaba a mirar la esfera para torturarlo. La mente tenebrosa ha de estar ocupada ahora con la voz y la cara del hobbit y la perspectiva de tenerlo pronto con él. Quizá tarde algún tiempo en darse cuenta del error. Y nosotros aprovecharemos este respiro. Hemos actuado con excesiva calma. Ahora nos daremos prisa. Y las cercanías de Isengard no son lugar propicio para que nos demoremos aquí. Yo partiré inmediatamente con Peregrin Tuk. Será mejor para él que estar tendido en la oscuridad mientras los otros duermen.

—Yo me quedaré aquí con Éomer y diez de los caballeros—dijo el rey—. Saldremos al amanecer. Los demás escoltarán a Aragorn y podrán partir cuando lo crean conveniente.

—Como quieras—dijo Gandalf—. ¡Pero procura llegar lo más pronto posible al refugio de las montañas, al abismo de Helm!

 

En ese momento una sombra cruzó bajo el cielo ocultando de pronto la luz de la luna. Varios de los caballeros gritaron y levantando los brazos se cubrieron la cabeza y se encogieron como para protegerse de un golpe que venía de lo alto: un pánico ciego y un frío mortal cayó sobre ellos. Temerosos, alzaron los ojos.

Una enorme figura alada pasaba por delante de la luna como una nube oscura. La figura dio media vuelta y fue hacia el norte, más rauda que cualquier viento de la Tierra Media. Las estrellas se apagaban a su paso. Casi en seguida desapareció.

Todos estaban ahora de pie, como petrificados. Gandalf miraba el cielo, los puños crispados, los brazos tiesos a lo largo del cuerpo.

—¡Nazgûl!—exclamó—. El mensajero de Mordor. La tormenta se avecina. ¡Los nazgûl han cruzado el río! ¡Partid, partid! ¡No aguardéis hasta el alba! ¡Que los más veloces no esperen a los más lentos! ¡Partid!

Echó a correr, llamando a Sombragrís. Aragorn lo siguió. Gandalf se acercó a Pippin y lo tomó en sus brazos. —Esta vez cabalgarás conmigo—dijo—. Sombragrís te mostrará cuanto es capaz de hacer. —Volvió entonces al sitio en que había dormido. Sombragrís ya lo esperaba allí. Colgándose del hombro el pequeño saco que era todo su equipaje, el mago saltó a la grupa de Sombragrís. Aragorn levantó a Pippin y lo depositó en brazos de Gandalf, envuelto en una manta.

—¡Adiós! ¡Seguidme pronto!—gritó Gandalf—. En marcha, Sombragrís.

El gran corcel sacudió la cabeza. La cola flotó sacudiéndose a la luz de la luna. En seguida dio un salto hacia adelante, golpeando el suelo, y desapareció en las montañas como un viento del norte.

 

—¡Qué noche tan hermosa y apacible!—le dijo Merry a Aragorn—. Algunos tienen una suerte prodigiosa. No quería dormir y quería cabalgar con Gandalf... ¡y ahí lo tienes! En vez de convertirlo en estatua de piedra y condenarlo a quedarse aquí, como escarmiento.

—Si en vez de Pippin hubieras sido tú el primero en recoger la piedra de Orthanc, ¿qué habría sucedido?—dijo Aragorn—. Quizás hubieras hecho cosas peores. ¿Quién puede saberlo? Pero ahora te ha tocado a ti en suerte cabalgar conmigo, me temo. Y partiremos en seguida. Apróntate y trae todo cuanto Pippin pueda haber dejado. ¡Date prisa!

 

Sombragrís volaba a través de las llanuras; no necesitaba que lo azuzaran o lo guiaran. En menos de una hora habían llegado a los vados del Isen y los habían cruzado. El túmulo de los caballeros, el cerco de lanzas frías, se alzaba gris detrás de ellos.

Pippin ya estaba recobrándose. Ahora sentía calor, pero el viento que le acariciaba el rostro era refrescante y vivo; y cabalgaba con Gandalf. El horror de la piedra y de la sombra inmunda que había empañado la luna se iba borrando poco a poco, como cosas que quedaran atrás entre las nieblas de las montañas o como imágenes fugitivas de un sueño. Respiró hondo.

—No sabía que montabas en pelo, Gandalf—dijo—¡No usas silla ni bridas!

—Sólo a Sombragrís lo monto a la usanza élfica—dijo Gandalf—. Sombragrís rechaza los arneses y avíos: y en verdad, no es uno quien monta a Sombragrís; es Sombragrís quien acepta llevarlo a uno... o no. Y si él te acepta, ya es suficiente. Es él entonces quien cuida de que permanezcas en la grupa, a menos que se te antoje saltar por los aires.

—¿Vamos muy rápido?—preguntó Pippin—. Rapidísimo, de acuerdo con el viento, pero con un galope muy regular. Y casi no toca el suelo de tan ligero.

—Ahora corre como el más raudo de los corceles—respondió Gandalf—; pero esto no es muy rápido para él. El terreno se eleva un poco en esta región, más accidentada que del otro lado del río. ¡Pero mira cómo se acercan ya las montañas Blancas a la luz de las estrellas! Allá lejos se alzan como lanzas negras los picos del Thrihyrne. Dentro de poco habremos llegado a la encrucijada y la hondonada del abismo, donde hace dos noches se libró la batalla.

Pippin permaneció silencioso durante un rato. Oyó que Gandalf canturreaba entre dientes y musitaba fragmentos de poemas en diferentes lenguas, mientras las millas huían a espaldas de los jinetes. Por último el mago entonó una canción cuyas palabras fueron inteligibles para el hobbit: algunos versos le llegaron claros a los oídos a través del rugido del viento:

 

Altos navíos y altos reyes

tres veces tres.

¿Qué trajeron de las tierras sumergidas

sobre las olas del mar?

Siete estrellas y siete piedras

y un árbol blanco.[1]

 

—¿Qué estás diciendo, Gandalf?—preguntó Pippin.

—Estaba recordando simplemente algunas de las antiguas canciones—le respondió el mago—. Los hobbits las habrán olvidado supongo, aún las pocas que conocían.

—No, nada de eso—dijo Pippin—. Y además tenemos muchas canciones propias, que sólo se refieren a nosotros, y que quizá no te interesen. Pero ésta no la había escuchado nunca. ¿De qué habla...? ¿Qué son esas siete estrellas y esas siete piedras?

—Habla de las palantíri de los reyes de la antigüedad—dijo Gandalf.

—¿Y qué son?

—El nombre significa lo que mira a lo lejos. La piedra de Orthanc era una de ellas.

—¿Entonces no fue fabricada—Pippin titubeó—, fabricada... por el enemigo?

—No—dijo Gandalf—. Ni por Saruman. Ni las artes de Saruman ni las de Sauron hubieran podido crear algo semejante. Las palantíri provienen de Eldamar, de más allá de Oesternesse. Los hicieron los noldor; quizá fue el propio Fëanor el artífice que los forjó, en días tan remotos que el tiempo no puede medirse en años. Pero nada hay que Sauron no pueda utilizar para el mal. ¡Triste destino el de Saruman! Esa fue la causa de su perdición, ahora lo comprendo. Los artilugios creados por un arte superior al que nosotros poseemos son siempre peligrosos. Sin embargo, ha de cargar con la culpa. ¡Insensato! Lo guardó en secreto, para su propio beneficio y jamás dijo una sola palabra a ninguno de los miembros del Concilio. No habíamos pensado aún en el posible destino de las palantíri de Gondor durante sus ruinosas guerras. Los hombres ya casi las habían olvidado. Aun en Gondor eran un secreto que pocos conocían; en Arnor sólo se las recordaba en una vieja canción de los dúnedain

—¿Para qué los utilizaban los hombres de antaño?—inquirió Pippin, feliz y estupefacto; estaba obteniendo tantas respuestas y se preguntaba cuánto duraría eso.

—Para ver a la distancia y para hablar en el pensamiento unos con otros—dijo Gandalf—. Así fue como custodiaron y mantuvieron unido el reino de Gondor durante tanto tiempo. Pusieron piedras en Minas Anor, y en Minas Ithil, y en Orthanc en el círculo de Isengard. La piedra maestra y más poderosa fue colocada debajo de la Cúpula de las Estrellas de Osgiliath antes que fuera destruida. Las otras estaban muy lejos. Dónde, pocos lo saben hoy pues ningún poema lo dice. Pero en la casa de Elrond se cuenta que estaban en Annúminas y en Amon Sûl, y que la piedra de Elendil se encontraba en las colinas de la Torre que miran hacia Mithlond en el golfo de Lune, donde están anclados los navíos grises.

»Las palantíri se comunicaban una con otra, pero todas las que había en Gondor estaban expuestas al escrutinio de la de Osgiliath. Al parecer, como la roca de Orthanc ha resistido los embates del tiempo, la palantír de esa torre también ha sobrevivido. Pero sin los otros sólo alcanzaba a ver pequeñas imágenes de cosas lejanas y días remotos. Muy útil, sin duda, para Saruman; es evidente, sin embargo, que él no estaba satisfecho. Miró más y más lejos hasta que al fin posó la mirada en Barad-dûr. ¡Entonces lo atraparon!

»¿Quién puede saber dónde estarán ahora todas las otras piedras, rotas, o enterradas, o sumergidas en qué mares profundos? Pero una al menos Sauron la descubrió y la adaptó a sus designios. Sospecho que era la piedra de Ithil, pues hace mucho tiempo Sauron se apoderó de Minas Ithil y la transformó en un sitio nefasto. Hoy es Minas Morgul.

»Es fácil imaginar con cuánta rapidez fue atrapado y fascinado el ojo andariego de Saruman; lo sencillo que ha sido desde entonces persuadirlo de lejos y amenazarle cuando la persuasión no era suficiente. El que mordía fue mordido, el halcón dominado por el águila, la araña aprisionada en una tela de acero. Quién sabe desde cuándo era obligado a acudir a la esfera para ser interrogado y recibir instrucciones; y la piedra de Orthanc tiene la mirada tan fija en Barad-dûr que hoy sólo alguien con una voluntad de hierro podría mirar en su interior sin que Barad-dûr le atrajera rápidamente los ojos y los pensamientos. ¿No he sentido yo mismo esa atracción? Aún ahora querría poner a prueba mi fuerza de voluntad, librarme de Sauron y mirar a donde yo quisiera... más allá de los anchos mares de agua y de tiempo hacia Tirion la Bella, y ver cómo trabajaban la mano y la mente inimaginables de Fëanor, ¡cuando el Árbol Blanco y el Árbol de Oro florecían aún!—Gandalf suspiró y calló.[2]

—Ojalá lo hubiera sabido antes—dijo Pippin—. No tenía idea de lo que estaba haciendo.

—Oh, sí que la tenías—dijo Gandalf—. Sabías que estabas actuando mal y estúpidamente; y te lo decías a ti mismo, pero no te escuchaste. No te lo dije antes porque sólo ahora, meditando en todo lo que pasó, he terminado por comprenderlo, mientras cabalgábamos juntos. Pero aunque te hubiese hablado antes, tu tentación no habría sido menor, ni te habría sido más fácil resistirla. ¡Al contrario! No, una mano quemada es el mejor maestro. Luego cualquier advertencia sobre el fuego llega derecho al corazón.

—Es cierto—dijo Pippin—. Si ahora tuviese delante de mí las siete piedras, cerraría los ojos y me metería las manos en los bolsillos.

—¡Bien!—dijo Gandalf—. Eso era lo que esperaba.

—Pero me gustaría saber... —empezó a decir Pippin.

—¡Misericordia!—exclamó Gandalf—. Si para curar tu curiosidad hay que darte información, me pasaré el resto de mis días respondiendo a tus preguntas. ¿Qué más quieres saber?

—Los nombres de todas las estrellas y de todos los seres vivientes, y la historia toda de la Tierra Media, y de la bóveda del cielo y de los mares que separan—rio Pippin—. ¡Por supuesto! ¿Qué menos? Pero por esta noche no tengo prisa. En este momento pensaba en la Sombra Negra. Oí que gritabas: «mensajero de Mordor». ¿Qué era? ¿Qué podía hacer en Isengard?

—Era un jinete negro alado, un nazgûl—respondió Gandalf—. Y hubiera podido llevarte a la Torre Oscura.

—Pero no venía por mí ¿verdad que no?—dijo Pippin con voz trémula—. Quiero decir, no sabía que yo...

—Claro que no—dijo Gandalf—. Hay doscientas leguas [965 kilómetros] o más a vuelo de pájaro desde Barad-dûr a Orthanc y hasta un nazgûl necesitaría varias horas para recorrer esa distancia. Pero sin duda Saruman escudriñó la piedra luego de la huida de los orcos y reveló así muchos pensamientos que quería mantener en secreto. Un mensajero fue enviado entonces con la misión de averiguar en qué anda Saruman. Y luego de lo sucedido esta noche, vendrá otro, y muy pronto, no lo dudo. De esta manera Saruman quedará encerrado en el callejón sin salida en que él mismo se ha metido. Sin un solo prisionero que enviar, sin una piedra que le permita ver, y sin la posibilidad de satisfacer las exigencias del amo. Sauron supondrá que pretende retener al prisionero y que rehúsa utilizar la piedra. De nada servirá que Saruman le diga la verdad al mensajero. Pues aunque Isengard ha sido destruida, Saruman sigue aún en Orthanc, sano y salvo. Y de todas maneras aparecerá como un rebelde. Y sin embargo, si rechazó nuestra ayuda fue para evitar eso mismo. Cómo se las arreglará para salir de este trance, no puedo imaginarlo. Creo que todavía, mientras siga en Orthanc, tiene poder para resistir a los nueve jinetes. Tal vez lo intente. Quizá trate de capturar al nazgûl, o al menos matar a la criatura en que cabalga por el cielo.

»Pero cuál será el desenlace y si para bien o para mal, no sabría decirlo. Es posible que los pensamientos del enemigo lleguen confusos o tergiversados a causa de la cólera de él contra Saruman. Quizá Sauron se entere de que yo estuve allá en Orthanc al pie de la escalinata con los hobbits prendidos a los faldones. Y que un heredero de Elendil, vivo, estaba también allí, a mi lado. Si Lengua de Serpiente no se dejó engañar por la armadura de Rohan, se acordará sin duda de Aragorn y del título que reivindicaba. Eso es lo que más temo. Así pues, no hemos huido para alejarnos de un peligro sino para correr en busca de otro mucho mayor. Cada paso de Sombragrís te acerca más y más al País de las Sombras, Peregrin Tuk.

Pippin no respondió, pero se arrebujó en la capa, como sacudido por un escalofrío. La tierra gris corría veloz a sus pies.

—¡Mira!—dijo Gandalf—. Los valles del Folde Oeste se abren ante nosotros. Aquí volveremos a tomar el camino del este. Aquella sombra oscura que se ve a lo lejos es la embocadura de la hondonada del abismo. De ese lado quedan Aglarond y las cavernas Centelleantes. No me preguntes a mí por esos sitios. Pregúntale a Gimli, si volvéis a encontramos, y por primera vez tendrás una respuesta que te parecerá muy larga. No verás las cavernas, no al menos en este viaje. Pronto las habremos dejado muy atrás.

—¡Creía que pensabas detenerte en el abismo de Helm!—dijo Pippin—. ¿A dónde vas ahora?

—A Minas Tirith, antes de que la cerquen los mares de la guerra.

—¡Oh! ¿Y a qué distancia queda?

—Leguas y leguas—respondió Gandalf—. Tres veces más lejos que la morada del rey Théoden, que queda a más de cien millas [161 kilómetros] de aquí, hacia el este: cien millas [161 kilómetros] a vuelo del mensajero de Mordor. Pero el camino de Sombragrís es más largo. ¿Quién será más veloz?

»Ahora, seguiremos cabalgando hasta el alba y aún nos quedan algunas horas. Entonces hasta Sombragrís tendrá que descansar, en alguna hondonada entre las colinas: en Edoras, espero. ¡Duerme, si puedes! Quizá veas las primeras luces del alba sobre los techos de oro de la casa de Eorl. Y dos días después verás la sombra purpúrea del monte Mindolluin y los muros de la torre de Denethor, blancos en la mañana.

»De prisa, Sombragrís. Corre, corazón intrépido, como nunca has corrido hasta ahora. Hemos llegado a las tierras de tu niñez y aquí conoces todas las piedras. ¡De prisa! ¡Tu ligereza es nuestra esperanza!

Sombragrís sacudió la cabeza y relinchó, como si una trompeta lo llamara a la batalla. En seguida se lanzó hacia adelante. Los cascos relampaguearon contra el suelo; la noche se precipitó sobre él.

Mientras se iba durmiendo lentamente, Pippin tuvo una impresión extraña: él y Gandalf, inmóviles como piedras, montaban la estatua de un caballo al galope, en tanto el mundo huía debajo con un rugido de viento.

 



XL.HIERBAS AROMÁTICAS Y GUISO DE CONEJO

 

LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO IV

Descansaron durante las pocas horas de luz que aún quedaban, corriéndose a medida que el sol se movía, hasta que la sombra de la cresta del valle se alargó por fin, y el hueco todo se pobló de oscuridad. Entonces comieron un poco y bebieron unos sorbos. Gollum no quiso comer, pero aceptó el agua de buena gana.

—Pronto conseguiremos más—dijo, lamiéndose los labios—. Corre agua buena por los arroyos que van al río Grande, hay agua sabrosa en las tierras a dónde vamos. Allí Sméagol también conseguirá comida, tal vez. Tiene mucha hambre, sí, ¡gollum!—Se llevó las manazas al vientre encogido, y una débil luz verde le animó los ojos.

 

La oscuridad era profunda cuando por fin se pusieron en marcha, deslizándose por encima de la pared del valle, y desvaneciéndose como fantasmas en las tierras accidentadas que se extendían más allá del camino. La luna estaba ahora a tres noches de su plenilunio, pero no asomó por encima de las montañas hasta casi la medianoche. Excepto una luz roja encendida en lo alto de las Torres de los Dientes, no se veía ni oía ningún otro indicio de la insomne vigilancia mantenida sobre el Morannon.

Durante muchas millas, mientras huían tropezando a través de un campo yermo y pedregoso, tuvieron la impresión de que el ojo rojo no dejaba de observarlos. No se atrevían a marchar por el camino, pero procuraban mantenerlo no muy lejos a su izquierda, y seguir su rumbo lo mejor que podían. Por fin, cuando la noche envejecía y el cansancio empezaba a vencerlos, pues sólo habían hecho un breve alto, el ojo se empequeñeció, fue una menuda punta de fuego y desapareció al fin: habían bordeado el oscuro rellano septentrional de las montañas más bajas y ahora iban hacia el sur.

Con el corazón extrañamente aligerado volvieron a descansar, mas no por mucho tiempo. Gollum opinaba que la marcha era demasiado lenta. Según él había casi treinta leguas [144 kilómetros] desde el Morannon hasta la encrucijada sobre Osgiliath, y esperaba que cubrieran esa distancia en cuatro etapas. De modo que pronto reanudaron la penosa caminata, hasta que el alba se extendió lentamente en la vasta soledad gris. Para ese entonces habían recorrido ya casi ocho leguas [39 kilómetros], y los hobbits no podían ir más allá, aun cuando se hubiesen atrevido.

 

La luz creciente les descubrió una región ya menos yerma y estragada. A la izquierda, las montañas se erguían aún amenazantes, pero ya alcanzaban a ver el camino del sur, que ahora se alejaba de las raíces negras de las colinas y descendía hacia el oeste. Más allá, las pendientes estaban cubiertas de árboles sombríos, como nubes oscuras, pero alrededor crecía un tupido brezal de retamas, cornejos y otros arbustos desconocidos. Aquí y allá asomaban unos pinos altos. Los corazones de los hobbits parecieron reanimarse: el aire, fresco y fragante, les trajo el recuerdo de allá lejos, de las tierras altas de la Cuaderna del Norte. Era una felicidad que se les concediera aquella tregua, y un placer pisar un suelo que el Señor Oscuro dominaba desde hacía sólo pocos años, y aún no había caído en la ruina total. No se olvidaron, sin embargo, del peligro que los amenazaba, ni de la Puerta Negra, muy cercana aún, por oculta que estuviese detrás de aquellas elevaciones lúgubres. Observaron los alrededores en busca de un sitio donde ocultarse de los ojos maléficos mientras durase la luz.

 

El día transcurrió, inquietante. Tendidos en la espesura del brezal, contaban las horas lentas, y les parecía que poco o nada cambiaba; se encontraban aún bajo la sombra de Ephel Dúath, y el sol estaba velado. Frodo dormía por momentos, profunda y apaciblemente, ya fuera porque confiaba en Gollum o porque estaba demasiado cansado para preocuparse; pero Sam a duras penas conseguía dormitar, aún en los momentos en que Gollum dormía visiblemente a pierna suelta, resoplando y contrayéndose en sueños secretos. El hambre acaso, más que la desconfianza, lo mantenía despierto; había empezado a añorar una buena comida casera, «un bocado caliente sacado de la olla».

Tan pronto como la tierra fue sólo una extensión gris con la proximidad de la noche, reanudaron la marcha. Poco después Gollum los hizo bajar al camino del sur; y a partir de ese momento empezaron a avanzar más rápidamente, aunque ahora el peligro era mayor. Aguzaban los oídos, temerosos de escuchar ruidos de cascos o de pies delante de ellos o detrás; pero la noche pasó sin que oyeran nada.

El camino, construido en tiempos muy remotos, había sido recientemente reparado a lo largo de unas treinta millas [48 kilómetros] bajo el Morannon, pero a medida que avanzaba hacia el sur cobraba un aspecto cada vez más salvaje. La mano de los hombres de antaño era aún visible en la rectitud y la seguridad del recorrido y en la uniformidad de los niveles: de tanto en tanto se abría paso a través de las laderas de las colinas, o un arco armonioso de sólida mampostería atravesaba un río; pero al cabo todo signo de arquitectura desaparecía, excepto una que otra columna rota que emergía aquí y allá entre los matorrales, o algunos desgastados adoquines que asomaban aún entre el musgo y las malezas. Brezos, árboles y helechos invadían en espesa maraña las orillas o se extendían por la superficie. El camino parecía al fin un sendero rural poco frecuentado; pero no serpeaba: iba siempre en la misma dirección y los llevaba por la vía más corta.

 

Cruzaron así las marcas septentrionales de ese país que los hombres llamaban antaño Ithilien, una hermosa región de lomas boscosas y de aguas rápidas. A la luz de las estrellas y de una luna redonda, la noche se volvió transparente, y los hobbits tuvieron la impresión de que la fragancia del aire aumentaba a medida que avanzaban; y a juzgar por los resoplidos y bisbiseos de desagrado de Gollum, también él lo había notado. Al despuntar el día hicieron una nueva pausa. Habían llegado al extremo de una garganta larga y profunda, de paredes abruptas en el centro, por la que el camino se abría un pasaje a través de una cresta rocosa. Escalaron la cuesta occidental y miraron a lo lejos.

La luz del día se desplegaba en el cielo y las montañas estaban ahora mucho más distantes, retrocediendo hacia el este en una larga curva que se perdía en la lejanía. Frente a ellos, cuando miraban hacia el oeste, las lomas descendían en pendientes y se perdían allá abajo entre brumas ligeras. Estaban rodeados de bosquecillos de árboles resinosos, abetos y cedros y cipreses, y otras especies desconocidas en La Comarca, separados por grandes claros; y por todas partes crecía una exuberante vegetación de matas y hierbas aromáticas. El largo viaje desde Rivendel los había llevado muy al sur de su propio país, pero sólo ahora, en esta región más protegida, los hobbits advertían el cambio del clima. Aquí ya había llegado la primavera: a través del musgo y el mantillo despuntaban las frondas, los alerces tenían yemas verdes, las florecillas se abrían en la hierba, los pájaros cantaban. Ithilien, el jardín de Gondor, ahora desolado, conservaba aún la belleza de una dríade desmelenada.

Al sur y al oeste, miraba a los cálidos valles inferiores del Anduin, protegidos al este por el Ephel Dúath, aunque no todavía bajo la sombra de la montaña, y reparados al norte por los Emyn Muil, y abiertos a las brisas meridionales y a los vientos húmedos del mar lejano. Numerosos árboles crecían allí, plantados en tiempos remotos y envejecidos sin cuidados en medio de una legión de tumultuosos y despreocupados descendientes; y había montes, y matorrales de tamariscos y terebintos olorosos, de olivos y laureles; y enebros, y arrayanes; el tomillo crecía en matorrales, o unos tallos leñosos y rastreros tapizaban las piedras ocultas; las salvias de todas las especies se adornaban de flores azules, encarnadas o verdes; y la mejorana y el perejil recién germinado, y una multitud de hierbas cuyas formas y fragancias escapaban a los conocimientos hortícolas de Sam. Las saxífragas y las siemprevivas ocupaban ya las grutas y las paredes rocosas. Las prímulas y las anémonas despertaban en la fronda de los avellanos; y los asfódelos y lirios sacudían las corolas semiabiertas sobre la hierba: una hierba de un verde lozano, que crecía alrededor de las lagunas, en cuyas frescas oquedades se detenían los arroyos antes de ir a volcarse en el Anduin.

Primer vistazo a Ithilien por Ted Nasmith

 

Volviendo la espalda al camino, los viajeros bajaron la pendiente. Mientras avanzaban, abriéndose paso a través de los matorrales y los pastos altos, una fragancia dulce embalsamaba el aire. Gollum tosía y jadeaba; pero los hobbits respiraban a pleno pulmón, y de improviso Sam rompió a reír, no por simple chanza, sino de pura alegría. Siguiendo el curso rápido de un arroyo que descendía delante de ellos, llegaron a una laguna de aguas transparentes en una cuenca poco profunda: ocupaba las ruinas de una antigua represa de piedra, cuyos bordes esculpidos estaban casi enteramente cubiertos de musgo y rosales silvestres; lo rodeaban hileras de lirios esbeltos como espadas, y en la superficie oscura, ligeramente encrespada, flotaban las hojas de los nenúfares; pero el agua era profunda y fresca, y en el otro extremo se derramaba suave e incesantemente por encima del borde de piedra.

Allí se lavaron y bebieron hasta saciarse. Luego buscaron un sitio donde descansar y donde esconderse, pues el paraje, aunque hermoso y acogedor, no dejaba de ser territorio del enemigo. No se habían alejado mucho del camino, pero ya en un espacio tan corto habían visto cicatrices de las antiguas guerras, y las heridas más recientes infligidas por los orcos y otros servidores abominables del Señor Oscuro: un foso abierto lleno de inmundicias y detritus; árboles arrancados sin razón y abandonados a la muerte, con runas siniestras o el funesto signo del Ojo tallado a golpes en las cortezas.

Sam, que gateaba indolente al pie de la cascada, tocando y oliendo las plantas y los árboles desconocidos, olvidado por un momento de Mordor, despertó de pronto a la realidad de aquel peligro omnipresente. Al tropezar de pronto con un círculo todavía arrasado por el fuego, descubrió en el centro una pila de huesos y calaveras rotas y carbonizadas. La rápida y salvaje vegetación de zarzas y escaramujos y clemátides trepadoras empezaba ya a tender un velo piadoso sobre aquel testimonio de una matanza y de un festín macabros; pero no cabía duda de que era reciente. Se apresuró a regresar junto a sus compañeros, mas nada dijo de lo que había visto: era preferible que los huesos descansaran en paz, y no exponerlos al toqueteo y el hociqueo de Gollum.

—Busquemos un sitio donde descansar—dijo—. No más abajo. Más arriba, diría yo.

 

Un poco más arriba, no lejos del lago, y al reparo de un frondoso monte de laureles de hojas oscuras, que trepaba por una loma empinada coronada de cedros añosos, las matas cobrizas de los helechos del año anterior habían formado una especie de cama profunda y mullida. Allí resolvieron descansar y pasar el día, que ya prometía ser claro y caluroso. Un día propicio para disfrutar, en camino, de los bosques y los claros de Ithilien. No obstante, si bien los orcos huían de la luz del sol, muchos eran los parajes donde podían esconderse para acecharlos; y muchos eran también los ojos malignos y avizores: Sauron tenía innumerables siervos. De todos modos, Gollum no aceptaría dar un paso bajo la mirada de la Cara Amarilla: tan pronto como asomara por detrás de las crestas sombrías del Ephel Dúath se enroscaría, desfalleciente, aplastado por la luz y el calor.

Durante la caminata, Sam había estado pensando seriamente en la comida. Ahora que la desesperación de la Puerta infranqueable había quedado atrás, no se sentía tan inclinado como su amo a no preocuparse por el problema hasta después de haber llevado a cabo la misión; y de todos modos consideraba prudente economizar el pan de viaje de los elfos para días más aciagos. Al menos seis habían pasado desde que viera que les quedaban provisiones sólo para tres semanas.

«Tendremos suerte», pensó «Si, al paso que vamos, llegamos al Fuego en ese tiempo. Y tal vez querremos regresar. ¡Tal vez!».

Además, al cabo de una larga noche de marcha, y después de haberse bañado y bebido, sentía más hambre que nunca. Una cena, o un desayuno, junto al fuego en la vieja cocina en Bolsón de Tirada, eso era lo que añoraba en realidad. Se le ocurrió una idea y se volvió a Gollum. Gollum acababa de escabullirse y se deslizaba a cuatro patas por la cama de helechos.

—¡Eh! ¡Gollum!—dijo Sam—. ¿A dónde vas? ¿De caza? A ver, a ver, viejo fisgón, a ti no te gusta nuestra comida, y tampoco a mí me desagradaría un cambio. Tu nuevo lema es siempre dispuesto a ayudar. ¿Podrías encontrar un bocado para un hobbit hambriento?

—Sí, tal vez, sí—dijo Gollum—. Sméagol siempre ayuda, si le piden... si le piden amablemente.

—¡Bien!—dijo Sam—. Yo pido. Y si eso no es bastante amable, ruego.

 

Gollum desapareció. Estuvo ausente un buen rato, y Frodo, luego de mascar unos bocados de lembas, se instaló en el fondo de la oscura cama de helechos y se quedó dormido. Sam lo miraba. Las primeras luces del día se filtraban apenas a través de las sombras, bajo los árboles, pero Sam veía claramente el rostro de su amo, y también las manos en reposo, apoyadas en el suelo a ambos lados del cuerpo. De pronto le volvió a la mente la imagen de Frodo, acostado y dormido en la casa de Elrond, después de la terrible herida. En ese entonces, mientras lo velaba, Sam había observado que por momentos una luz muy tenue parecía iluminarlo interiormente; ahora la luz brillaba, más clara y más poderosa. El semblante de Frodo era apacible, las huellas del miedo y la inquietud se habían desvanecido, y sin embargo recordaba el rostro de un anciano, un rostro viejo y hermoso, como si el cincel de los años revelase ahora toda una red de finísimas arrugas que antes estuvieran ocultas, aunque sin alterar la fisonomía. Sam Gamyi, claro está, no expresaba de esa manera sus pensamientos. Sacudió la cabeza, como si descubriera que las palabras eran inútiles y luego murmuró: «Lo quiero mucho. Él es así, y a veces, por alguna razón, la luz se transparenta. Pero se transparente o no, yo lo quiero.»

Gollum volvió sin hacer ruido y espió por encima del hombro de Sam. Mirando a Frodo, cerró los ojos y se alejó en silencio. Sam se unió a él un momento después, y lo encontró masticando algo y murmurando entre dientes. En el suelo junto a él había dos conejos pequeños que Gollum empezaba a mirar con ojos ávidos.

—Sméagol siempre ayuda—dijo—. Ha traído conejos, buenos conejos. Pero el amo se ha dormido, y quizá Sam también quiera dormir. ¿No quiere conejos ahora? Sméagol trata de ayudar, pero no puede atrapar todas las cosas en un minuto.

Sam, sin embargo, no tenía nada que decir contra los conejos. Al menos contra el conejo cocido. Todos los hobbits, por supuesto, saben cocinar, pues aprenden ese arte antes que las primeras letras (que muchos no aprenden jamás); pero Sam era un buen cocinero, aún desde un punto de vista hobbit, y a menudo se había ocupado de la cocina de campamento durante el viaje, cada vez que le era posible. No había perdido aún las esperanzas de utilizar los enseres que llevaba en el equipaje: un yesquero, dos cazuelas pequeñas—la menor entraba en la más grande—, en ellas guardaba una cuchara de madera, y algunas broquetas; y escondido en el fondo del equipaje, en una caja de madera chata, un tesoro que mermaba irremediablemente, un poco de sal. Pero necesitaba un fuego y también otras cosas. Reflexionó un momento, mientras sacaba el cuchillo, lo limpiaba y afilaba, y empezaba a aderezar los conejos. No iba a dejar a Frodo solo y dormido ni un segundo más.

—A ver, Gollum—dijo—, tengo otra tarea para ti. ¡Llena de agua estas cazuelas y tráemelas de vuelta!

—Sméagol irá a buscar el agua, sí—dijo Gollum—. Pero ¿para qué quiere el hobbit tanta agua? Ha bebido y se ha lavado.

—No te preocupes por eso—dijo Sam—. Si no lo adivinas, no tardarás en descubrirlo. Y cuanto más pronto busques el agua, más pronto lo sabrás. No se te ocurra estropear una de mis cazuelas, o te haré picadillo.

Durante la ausencia de Gollum, Sam volvió a mirar a Frodo. Dormía aun apaciblemente, pero esta vez Sam descubrió sorprendido la flacura del rostro y de las manos. «¡Qué delgado está, qué consumido!», murmuró. «Eso no es bueno para un hobbit. Si consigo guisar estos conejos, lo despertaré.»

Amontonó en el suelo los helechos más secos, y luego trepó por la cuesta juntando una brazada de leña seca en la cima; la rama caída de un cedro le procuró una buena provisión. Arrancó algunos trozos de turba al pie de la loma un poco más allá del helechal, cavó en el suelo un hoyo poco profundo y depositó allí el combustible. Acostumbrado a valerse de la yesca y el pedernal, pronto logró encender una pequeña hoguera. No despedía casi humo, pero esparcía una dulce fragancia. Acababa de inclinarse sobre el fuego, para abrigarlo con el cuerpo mientras lo alimentaba con leña más consistente, cuando Gollum regresó, transportando con precaución las cazuelas y mascullando.

Las dejó en el suelo, y entonces, de súbito vio lo que Sam estaba haciendo. Dejó escapar un grito sibilante, y pareció a la vez atemorizado y furioso. —¡Ajj! ¡Sss... no!—gritó—. ¡No! ¡hobbits estúpidos, locos, sí, locos! ¡No hagáis, eso!

—¿Qué cosa?—preguntó Sam, sorprendido.

—Esas lenguas rojas e inmundas—siseó Gollum—. ¡Fuego, fuego! ¡Es peligroso, sí, es peligroso! Quema, mata. Y traerá enemigos, sí.

—No lo creo—dijo Sam—. No veo por qué, si no le ponemos encima nada mojado que haga humo. Pero si lo hace, que lo haga. Correré el riesgo, de todos modos. Voy a guisar estos conejos.

—¡Guisar los conejos!—gimió Gollum, consternado—. ¡Arruinar la preciosa carne que Sméagol guardó para vosotros, el pobre Sméagol muerto de hambre! ¿Para qué? ¿Para qué, estúpido hobbit? Son jóvenes, son tiernos, son sabrosos. ¡Comedlos, comedlos!—Echó mano al conejo que tenía más cerca, ya desollado y colocado cerca del fuego.

—Vamos, vamos—dijo Sam—. Cada cual a su estilo. A ti nuestro pan se te atraganto y a mí se me atragantó el conejo crudo. Si me das un conejo, el conejo es mío ¿sabes?, y puedo cocinarle, si me da la gana. Y me da. No hace falta que me mires. Ve a cazar otro y cómelo a tu gusto... lejos de aquí y fuera de mi vista. Así tú no verás el fuego y yo no te veré a ti, y los dos seremos más felices. Cuidaré de que el fuego no eche humo, si eso te tranquiliza.

Gollum se alejó mascullando y desapareció entre los helechos. Sam se afanó sobre sus cacerolas. «Lo que un hobbit necesita para aderezar el conejo», se dijo, «son algunas hierbas y raíces, especialmente patatas... De pan ni hablemos. Hierbas podremos conseguir, me parece».

—¡Gollum!—llamó en voz baja—. La tercera es la vencida. Necesito algunas hierbas. —La cabeza de Gollum asomó entre los helechos, pero la expresión no era ni servicial ni amistosa. —Algunas hojas de laurel, y un poco de tornillo y salvia me bastarán... antes que empiece a hervir el agua—dijo Sam.

—¡No!—dijo Gollum—. Sméagol no está contento. Y a Sméagol no le gustan las hierbas hediondas. Él no come hierbas ni raíces, no a menos que esté famélico o muy enfermo, pobre Sméagol.

—Sméagol irá a parar al agua bien caliente, cuando empiece a hervir, si no hace lo que se le pide—gruñó Sam—. Sam lo meterá en la olla, sí mi tesoro. Y yo lo mandaría a buscar nabos también, y zanahorias, y aún papas, si fuera la estación. Apuesto que hay muchas cosas buenas en las plantas silvestres de este país. Daría cualquier cosa por una media docena de papas.

—Sméagol no irá, oh no, mi tesoro, esta vez no—siseó Gollum—. Tiene miedo, y está muy cansado, y este hobbit no es amable, no es nada amable. Sméagol no arrancará raíces y zanahorias y... papas. ¿Qué son las papas, mi tesoro, eh, qué son las papas?

—Pa-ta-tas—dijo Sam—. La delicia del Tío, y un balasto raro y excelente para una panza vacía. Pero no encontrarás ninguna, no vale la pena que las busques. Pero sé el buen Sméagol y tráeme las hierbas, y tendré mejor opinión de ti. Y más aún, si empiezas a portarte bien y no vuelves a las andadas, un día de éstos guisaré para ti unas papas. Sí: pescado frito con patatas fritas servidos por S. Gamyi. No podrás decir que no a eso.

—Sí, sí que podríamos. Arruinar buenos pescados y patatas, chamuscarlos. ¡Dame ahora el pescado y guárdate las sssucias patatas fritas!

—Oh, no tienes compostura—dijo Sam—. ¡Vete a dormir!

 

En resumidas cuentas, tuvo que ir él mismo a buscar lo que quería; pero no le fue preciso alejarse mucho, siempre a la vista del sitio donde descansaba Frodo, todavía dormido. Durante un rato Sam se sentó a esperar, canturreando y cuidando el fuego hasta que el agua empezó a hervir. La luz del día creció, calentando el aire; el rocío se evaporó en la hierba y las hojas. Pronto los conejos desmenuzados burbujeaban en la cazuela junto con el ramillete de hierbas aromáticas. Los dejó hervir cerca de una hora, pinchándolos de cuando en cuando con el tenedor y probando el caldo, y más de una vez estuvo a punto de quedarse dormido.

Cuando le pareció que todo estaba listo retiró las cazuelas del fuego y se acercó a Frodo en silencio. Frodo abrió a medias los ojos mientras Sam se inclinaba sobre él, y en este instante el sueño se quebró: otra dulce e irrecuperable visión de paz.

—¡Hola, Sam!—dijo—¿No estás descansando? ¿Pasa algo malo? ¿Qué hora es?

—Unas dos horas después del alba—dijo Sam—, y casi las ocho y media según los relojes de La Comarca, tal vez. Pero no pasa nada malo. Aunque tampoco nada que yo llamaría bueno: no hay provisiones, no hay cebollas, no hay patatas. He preparado un poco de guiso para usted y un poco de caldo, señor Frodo. Le sentará bien. Tendrá que beberlo en el jarro; o directamente de la olla, cuando se haya enfriado un poco. No he traído escudillas, ni nada apropiado.

Frodo bostezó y se desperezó. —Tendrías que haber descansado, Sam—dijo—. Y encender un fuego en este paraje era peligroso. Pero la verdad es que tengo hambre. ¡Hmm! ¿Lo huelo desde aquí? ¿Qué has cocinado?

—Un regalo de Sméagol—dijo Sam—: un par de conejos jóvenes; aunque sospecho que ahora Gollum se ha arrepentido. Pero no hay nada con que acompañarlos excepto algunas hierbas.

 

Sentados en el borde del helechal, Sam y Frodo comieron el guiso directamente de las cazuelas, compartiendo el viejo tenedor y la cuchara. Se permitieron tomar cada uno medio trozo del pan de viaje de los elfos. Parecía un festín.

—¡Hey, Gollum!—llamó Sam y silbó suavemente—. ¡Ven aquí! Aún estás a tiempo de cambiar de idea. Si quieres probar el guiso de conejo, todavía queda un poco. —No obtuvo respuesta.—Oh bueno, supongo que habrá ido a buscarse algo. Lo terminaremos.

—Y luego tendrás que dormir un rato—dijo Frodo.

—No se duerma usted, mientras yo echo un sueño, señor Frodo. Sméagol no me inspira mucha confianza. Todavía queda en él mucho del Bribón, el Gollum malvado, si usted me entiende, y parece estar cobrando fuerzas otra vez. Si no me equivoco, ahora trataría de estrangularme primero a mí. No vemos las cosas de la misma manera, y él no está nada contento con Sam. Oh no, mi tesoro, nada contento.

 

Terminaron de comer y Sam bajó hasta el arroyo a lavar los cacharros. Al incorporarse, volvió la cabeza y miró hacia la pendiente. Vio entonces que el sol se elevaba por encima de los vapores, la niebla o la sombra oscura (no sabía a ciencia cierta qué era aquello) que se extendía siempre hacia el este, y que los rayos dorados bailaban los árboles y los claros de alrededor. De pronto descubrió una fina espiral de humo gris azulado, claramente visible a la luz del sol, que subía desde un matorral próximo. Comprendió con un sobresalto que era el humo de la pequeña hoguera, que no había tenido la precaución de apagar.

—¡No es posible! ¡Nunca imaginé que pudiera hacer tanto humo!—murmuró, mientras subía de prisa. De pronto se detuvo a escuchar, ¿Era un silbido lo que había creído oír? ¿O era el grito de algún pájaro extraño? Si era un silbido, no venía de donde estaba Frodo. Y ahora volvía a escucharlo, ¡esta vez en otra dirección! Sam echó a correr cuesta arriba.

Descubrió que una rama pequeña, al quemarse hasta el extremo, había encendido una mata de helechos junto a la hoguera, y el helecho había contagiado el fuego a la turba que ahora ardía sin llama. Pisoteó vivamente los rescoldos hasta apagarlos, desparramó las cenizas y echó la turba en el agujero. Luego se deslizó hasta donde estaba Frodo.

—¿Oyó usted un silbido y algo que parecía una respuesta?—le preguntó—. Hace unos minutos. Espero que no haya sido más que el grito de un pájaro, pero no sonaba del todo como eso: más como si alguien imitara el grito de un pájaro, pensé. Y me temo que mi fuego haya estado humeando. Si por mi causa hubiera problemas, no me lo perdonaré jamás. ¡Ni tampoco tendré la oportunidad, probablemente!

—¡Calla!—dijo Frodo en un susurro—. Me pareció oír voces.

 

Los hobbits cerraron los pequeños bultos, se los echaron al hombro prontos para una posible huida, y se hundieron en lo más profundo de la cama de helechos. Allí se acurrucaron, aguzando el oído.

No había duda alguna respecto de las voces. Hablaban en tono bajo y furtivo, pero no estaban lejos y se acercaban. De pronto, una habló claramente, a pocos pasos.

—¡Aquí! ¡De aquí venía el humo! ¡No puede estar lejos! Entre los helechos, sin duda. Lo atraparemos como a un conejo en una trampa. Entonces sabremos qué clase de criatura es.

—¡Sí, y lo que sabe!—dijo una segunda voz.

En ese instante cuatro hombres penetraron a grandes trancos en el helechal desde distintas direcciones. Dado que tratar de huir y ocultarse era ya imposible, Frodo y Sam se pusieron en pie de un salto y desenvainaron las pequeñas espadas.

Si lo que vieron los llenó de asombro, mayor aún fue la sorpresa de los recién llegados. Cuatro hombres de elevada estatura estaban allí. Dos de ellos empuñaban lanzas de hoja ancha y reluciente. Los otros dos llevaban arcos grandes, casi de la altura de ellos, y grandes carcajs repletos de flechas largas con penachos verdes. Todos ceñían espadas y estaban vestidos, de verde y castaño de varias tonalidades, como para poder desplazarse mejor sin ser notados en los claros de Ithilien. Guantes verdes les cubrían las manos, y tenían los rostros encapuchados y enmascarados de verde, con excepción de los ojos que eran vivos y brillantes. Inmediatamente Frodo pensó en Boromir, pues esos hombres se le parecían en estatura y postura, y también en la forma de hablar.

—No hemos encontrado lo que buscábamos—dijo uno de ellos—. Pero ¿qué hemos encontrado?

—Orcos no son—dijo otro, soltando la empuñadura de la espada, a la que había echado mano al ver el centelleo de Dardo en la mano de Frodo.

—¿Elfos?—dijo un tercero, poco convencido.

—¡No! No son elfos—dijo el cuarto, el más alto de todos y al parecer el jefe—. Los elfos no se pasean por Ithilien en estos tiempos. Y los elfos son maravillosamente hermosos, o por lo menos eso se dice.

—Lo que significa que nosotros no lo somos, supongo—dijo Sam—. Muchas, muchas gracias. Y cuando hayáis terminado de discutir acerca de nosotros, tal vez queráis decirnos quiénes sois vosotros, y por qué no dejáis descansar a dos viajeros fatigados.

El más alto de los hombres verdes rio sombríamente. —Yo soy Faramir, capitán de Gondor—dijo—. Mas no hay viajeros en esta región: sólo los servidores de la Torre Oscura o de la Blanca.

—Pero nosotros no somos ni una cosa ni otra—dijo Frodo—. Y viajeros somos, diga lo que diga el capitán Faramir.

—Entonces, decidme en seguida quiénes sois, y qué misión os trae—dijo Faramir—. Tenemos una tarea que cumplir, y no es este momento ni lugar para acertijos o parlamentos. ¡A ver! ¿Dónde está el tercero de vuestra compañía?

—¿El tercero?

—Sí, el fisgón que vimos allá abajo con la nariz metida en el agua. Tenía un aspecto muy desagradable. Una especie de orco espía, supongo, o una criatura al servicio de ellos. Pero se nos escabulló con una zancadilla de zorro.

—No sé dónde está—dijo Frodo—. No es más que un compañero ocasional que encontramos en camino, y no soy responsable por él. Si lo encontráis, perdonadle la vida. Traedlo o enviadlo a nosotros. No es otra cosa que una miserable criatura vagabunda, pero lo tengo por un tiempo bajo mi tutela. En cuanto a nosotros, somos hobbits de La Comarca, muy lejos al norte y al oeste, más allá de numerosos ríos. Frodo hijo de Drogo es mi nombre, y el que está conmigo es Samsagaz hijo de Hamfast, un honorable hobbit a mi servicio. Hemos venido hasta aquí por largos caminos, desde Rivendel, o Imladris como lo llaman algunos. —Faramir se sobresaltó al oír este nombre y escuchó con creciente atención. —Teníamos siete compañeros: a uno lo perdimos en Moria, de los otros nos separamos en Parth Galen a orillas del Rauros: dos de mi raza; había también un enano, un elfo y dos hombres. Eran Aragorn y Boromir, que dijo venir de Minas Tirith, una ciudad del sur.

—¡Boromir!—exclamaron los cuatro hombres a la vez.

—¿Boromir hijo del señor Denethor?—dijo Faramir, y una expresión extraña y severa le cambió el rostro—. ¿Vinisteis con él? Estas sí que son nuevas, si dices la verdad. Sabed, pequeños extranjeros, que Boromir hijo de Denethor era el Alto Guardián de la Torre Blanca, y nuestro Capitán General; profundo dolor nos causa su ausencia. ¿Quiénes sois, pues, vosotros y qué relación teníais con él? ¡Y daos prisa, pues el sol está en ascenso!

—¿Conocéis las palabras del enigma que Boromir llevó a Rivendel?—replicó Frodo.


Busca la espada quebrada

que está en Imladris.[3]

 

—Las palabras son conocidas por cierto—dijo Faramir, asombrado—. Y es prueba de veracidad que tú también las conozcas.

—Aragorn, a quien he nombrado, es el portador de la espada que estuvo rota—dijo Frodo—y nosotros somos los medianos de que hablaba el poema.

—Eso lo veo—dijo Faramir, pensativo—. O veo que podría ser. ¿Y qué es el Daño del Isildur?

—Está escondido—respondió Frodo—. Sin duda aparecerá en el momento oportuno.

—Necesitamos saber más de todo esto—dijo Faramir—y conocer los motivos de ese largo viaje a un este tan lejano, bajo las sombras de... —señaló con la mano sin pronunciar el nombre—. Mas no en este momento. Tenemos un trabajo entre manos. Estáis en peligro, y no habríais llegado muy lejos en este día, ni a través de los campos ni por el sendero. Habrá golpes duros en las cercanías antes de que concluya el día. Y luego la muerte, o una veloz huida de regreso al Anduin. Dejaré aquí dos hombres para que os custodien, por vuestro bien y por el mío. Un hombre sabio no se fía de un encuentro casual en estas tierras. Si regreso, hablaré más largamente con vosotros.

—¡Adiós!—dijo Frodo, con una profunda reverencia—. Piensa lo que quieras, pero soy un amigo de todos los enemigos del Enemigo Único. Os acompañaríamos, si nosotros los medianos pudiéramos ayudar a los hombres que parecen tan fuertes y valerosos, y si la misión que aquí me trae me lo permitiese. ¡Que la luz brille en vuestras espadas!

—Los medianos son, en todo caso, gente muy cortés—dijo Faramir—. ¡Hasta la vista!

 

Los hobbits volvieron a sentarse, pero nada se contaron de los pensamientos y dudas que tenían entonces. Muy cerca, justo a la sombra moteada de los laureles oscuros, dos hombres montaban guardia. De vez en cuando se quitaban las máscaras para refrescarse, a medida que aumentaba el calor del día, y Frodo vio que eran hombres hermosos, de tez pálida, cabellos oscuros, ojos grises y rostros tristes y orgullosos. Hablaban entre ellos en voz baja, empleando al principio la lengua común, pero a la manera de antaño, para expresarse luego en otro idioma que les era propio. Con profunda extrañeza Frodo advirtió, al escucharlos, que hablaban la lengua élfica, o una muy similar; y los miró maravillado, pues entonces supo que eran sin duda dúnedain del sur, del linaje de los señores de Oesternesse.

Al cabo de un rato les habló; pero las respuestas de ellos fueron lentas y prudentes. Se dieron a conocer como Mablung y Damrod, soldados de Gondor, y eran montaraces de Ithilien; pues descendían de gentes que habitaran antaño en Ithilien, antes de la invasión. Entre estos hombres el señor Denethor escogía sus incursores, que cruzaban secretamente el Anduin (cómo y por dónde no lo dijeron) para hostigar a los orcos y a otros enemigos que merodeaban entre los Ephel Dúath y el río.

—Hay casi diez leguas [48 kilómetros] desde aquí a la costa oriental del Anduin—dijo Mablung—y rara vez llegamos tan lejos en nuestras expediciones: hemos venido a tender una emboscada a los hombres de Harad. ¡Malditos sean!

—Sí, ¡malditos sureños!—dijo Damrod—. Se dice que antiguamente hubo tratos entre Gondor y los reinos de Harad en el lejano sur; pero nunca una amistad. En aquellos días nuestras fronteras estaban al sur más allá de las bocas de Anduin, y Umbar, el más cercano de los reinos de Harad, reconocía nuestro imperio.[4] Pero eso ocurrió tiempo atrás. Muchas vidas de hombres se han sucedido desde que dejamos de visitarnos. Y ahora, recientemente, hemos sabido que el Enemigo ha estado entre ellos y que se han sometido o han vuelto a Él (siempre estuvieron prontos a obedecer), como lo hicieron tantos otros en el este. No hay duda de que los días de Gondor están contados, y que los muros de Minas Tirith están condenados, tal es la fuerza y la malicia que hay en Él.

—Sin embargo nosotros no vamos a quedarnos ociosos y permitirle que haga lo que quiera—dijo Mablung—. Esos malditos sureños vienen ahora por los caminos antiguos a engrosar los ejércitos de la Torre Oscura. Sí, por los mismos caminos que creó el arte de Gondor. Y avanzan cada vez más despreocupados, hemos sabido, seguros de que el poder del nuevo amo es suficientemente grande, y que la simple sombra de esas colinas habrá de protegerlos. Nosotros venimos a enseñarles otra lección. Nos hemos enterado hace algunos días de que una hueste numerosa se encaminaba al norte. Según nuestras estimaciones, uno de los regimientos aparecerá aquí poco antes del mediodía, en el camino de allá arriba que pasa por la garganta. ¡Puede que el camino la pase, pero ellos no pasarán! No mientras Faramir sea quien conduzca todas las empresas peligrosas. Pero un sortilegio le protege la vida, o tal vez el destino se la reserva para algún otro fin.

 

La conversación se extinguió en un silencio expectante. Todo parecía inmóvil, atento. Sam, acurrucado en el borde del helechal, espió asomando la cabeza. Los ojos penetrantes del hobbit vieron más hombres en las cercanías. Los veía subir furtivamente por las cuestas, de a uno o en largas columnas, manteniéndose siempre a la sombra de la espesura de los bosquecillos, o arrastrándose, apenas visibles en las ropas pardas y verdes, a través de la hierba y los matorrales. Todos estaban encapuchados y enmascarados, y llevaban las manos enguantadas, e iban armados como Faramir y sus compañeros. Pronto todos pasaron y desaparecieron. El sol subía por el sur. Las sombras se encogían.

«Me gustaría saber dónde anda ese malandrín de Gollum», pensó Sam, mientras regresaba gateando a una sombra más profunda. «Corre el riesgo de que lo ensarten, confundiéndolo con un orco, o de que lo ase la Cara Amarilla. Pero imagino que sabrá cuidarse.» Se echó al lado de Frodo y se quedó dormido.

Despertó, creyendo haber oído voces de cuernos. Se puso de pie. Era mediodía. Los guardias seguían alertas y tensos a la sombra de los árboles. De pronto los cuernos sonaron otra vez, más poderosos, y sin ninguna duda allá arriba, por encima de la cresta de la loma. Sam creyó oír gritos y también clamores salvajes, pero apagados, como si vinieran de una caverna lejana. Luego, casi en seguida, un fragor de combate estalló muy cerca, justo encima del escondite de los hobbits. Oían claramente el tintineo del acero contra el acero, el choque metálico de las espadas sobre los yelmos de hierro, el golpe seco de las hojas sobre los escudos: los hombres bramaban y aullaban, y una voz clara y fuerte gritaba: ¡Gondor! ¡Gondor!

—Suena como si un centenar de herreros golpearan juntos los yunques—le dijo Sam a Frodo—. ¡No me gustaría tenerlos cerca!

 

Pero el estrépito se acercaba. —¡Aquí vienen!—gritó Damrod—. ¡Mirad! Algunos de los sureños han conseguido escapar de la emboscada y ahora huyen del camino. ¡Allá van! Nuestros hombres los persiguen, con el capitán Faramir a la cabeza.

Sam, dominado por la curiosidad, salió del escondite y se unió a los guardias. Subió gateando un trecho y se ocultó en la fronda espesa de un laurel. Por un momento alcanzó a ver unos hombres endrinos vestidos de rojo que corrían cuesta abajo a cierta distancia, perseguidos por guerreros de ropaje verde que saltaban tras ellos y los abatían en plena huida. Una espesa lluvia de flechas surcaba el aire. De pronto, un hombre se precipitó justo por encima del borde de la loma que les servía de reparo, y se hundió a través del frágil ramaje de los arbustos, casi sobre ellos. Cayó de bruces en el helechal, a pocos pies de distancia; unos penachos verdes le sobresalían del cuello por debajo de la gola de oro. Tenía la túnica escarlata hecha jirones, la loriga de bronce rajada y deformada, las trenzas negras recamadas de oro empapadas de sangre. La mano morena aprisionaba aún la empuñadura de una espada rota.

Era la primera vez que Sam veía una batalla de hombres contra hombres y no le gustó nada. Se alegró de no verle la cara al muerto. Se preguntó cómo se llamaría el hombre y de dónde vendría; y si sería realmente malo de corazón, o qué mentiras amenazas lo habrían arrastrado a esta larga marcha tan lejos de su tierra, y si no hubiera preferido en verdad quedarse allí en paz... Todos esos pensamientos le cruzaron por la mente y desaparecieron en menos de lo que dura un relámpago. Pues en el preciso momento en que Mablung se adelantaba hacia el cuerpo, estalló una nueva algarabía. Fuertes gritos y alaridos. En medio del estrépito Sam oyó un mugido o una trompeta estridente. Y luego unos golpes y rebotes sordos, como si unos grandes arietes batieran la tierra.

—¡Cuidado! ¡Cuidado!—gritó Damrod a su compañero—¡Ojalá los valar lo desvíen! ¡Mûmak! ¡Mûmak!

 

El mûmak de Harad por Ted Nasmith

 

Asombrado y aterrorizado, pero con una felicidad que nunca olvidaría, Sam vio una mole enorme que irrumpía por entre los árboles y se precipitaba como una tromba pendiente abajo. Grande como una casa, mucho más grande que una casa le pareció, una montaña gris en movimiento. El miedo y el asombro quizá le agrandaban a los ojos del hobbit, pero el mûmak de Harad era en verdad una bestia de vastas proporciones, y ninguna que se le parezca se pasea en estos tiempos por la Tierra Media; y los congéneres que viven hoy no son más que una sombra de aquella corpulencia y aquella majestad. Y venía, corría en línea recta hacia los aterrorizados espectadores, y de pronto, justo a tiempo, se desvió, y pasó a pocos metros, estremeciendo la tierra: las patas grandes como árboles, las orejas enormes tendidas como velas, la larga trompa erguida como una serpiente lista para atacar, furibundos los ojillos rojos. Los colmillos retorcidos como cuernos estaban envueltos en bandas de oro y goteaban sangre. Los arreos de púrpura y oro le flotaban alrededor del cuerpo en desordenados andrajos. Sobre la grupa bamboleante llevaba las ruinas de lo que parecía ser una verdadera torre de guerra, destrozada en furiosa carrera a través de los bosques; y en lo alto, aferrado aun desesperadamente al pescuezo de la bestia, una figura diminuta, el cuerpo de un poderoso guerrero, un gigante entre los endrinos.

Ciega de cólera, la gran bestia se precipitó con un ruido de trueno a través del agua y la espesura. Las flechas rebotaban y se quebraban contra el cuero triple de los flancos. Los hombres de ambos bandos huían despavoridos, pero la bestia alcanzaba a muchos y los aplastaba contra el suelo. Pronto se perdió de vista, siempre trompeteando y pisoteando con fuerza en la lejanía. Qué fue de ella, Sam jamás lo supo: si había escapado para vagabundear durante un tiempo por las regiones salvajes, hasta perecer lejos de su tierra, o atrapada en algún pozo profundo; o si había continuado aquella carrera desenfrenada hasta zambullirse al fin en el río Grande y desaparecer debajo del agua.

 

Sam respiró profundamente. —¡Era un olifante!—dijo—. ¡De modo que los olifantes existen y yo he visto uno! ¡Qué vida! Pero nadie en la Tierra Media me lo creerá jamás. Bueno, si esto ha terminado, me echaré un sueño.

—Duerme mientras puedas—le dijo Mablung—. Pero el capitán volverá, si no está herido; y partiremos en cuanto llegue. Pronto nos perseguirán, no bien las nuevas del combate lleguen a oídos del enemigo, y eso no tardará.

—¡Partid en silencio cuando sea la hora!—dijo Sam—. No es necesario que perturbéis mi sueño. He caminado la noche entera.

Mablung se echó a reír. —No creo que el capitán te abandone aquí, maese Samsagaz—dijo—. Pero ya lo verás tú mismo.

 


XLI.UNA VENTANA AL OESTE

 

LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO V

Sam tenía la impresión de haber dormido sólo unos pocos minutos, cuando descubrió al despertar que ya caía la tarde y que Faramir había regresado. Había traído consigo un gran número de hombres; en realidad todos los sobrevivientes de la incursión estaban ahora reunidos en la pendiente vecina, es decir unos doscientos o trescientos hombres. Se habían dispuesto en un vasto semicírculo, entre cuyas ramas se encontraba Faramir, sentado en el suelo, mientras que Frodo estaba de pie delante de él. La escena se parecía extrañamente al juicio de un prisionero.

Sam se deslizó fuera del helechal, pero nadie le prestó atención, y se instaló en el extremo de las hileras de hombres, desde donde podía ver y oír todo cuanto ocurría. Observaba y escuchaba con atención, pronto a correr en auxilio de su amo en caso necesario. Veía el rostro de Faramir, ahora desenmascarado: era severo e imperioso; y detrás de aquella mirada escrutadora brillaba una viva inteligencia. Había duda en los ojos grises, clavados en Frodo.

Sam no tardó en comprender que las explicaciones de Frodo no eran satisfactorias para el capitán en varios puntos: qué papel desempeñaba el hobbit en la Compañía que partiera de Rivendel; por qué se había separado de Boromir; y a dónde iba ahora. En particular, volvía a menudo al Daño de Isildur. Veía a las claras que Frodo le ocultaba algo de suma importancia.

—Pero era a la llegada del mediano cuando tenía que despertar el Daño de Isildur, o así al menos se interpretan las palabras—insistía—. Si tú eres ese mediano del poema, sin duda habrás llevado esa cosa, lo que sea, al Concilio de que hablas, y allí lo vio Boromir. ¿Lo niegas todavía?

Frodo no respondió. —¡Bien!—dijo Faramir—. Deseo entonces que me hables más de todo eso; pues lo que concierne a Boromir me concierne a mí. Fue la flecha de un orco la que mató a Isildur, según las antiguas leyendas. Pero flechas de orcos hay muchas, y ver una flecha no le parecería una señal del Destino a Boromir de Gondor. ¿Tenías tú ese objeto en custodia? Está escondido, dices; ¿no será porque tú mismo has elegido esconderlo?

—No, no porque yo lo haya elegido—respondió Frodo—. No me pertenece. No pertenece a ningún mortal, grande o pequeño; aunque si alguien puede reclamarlo, ese es Aragorn hijo de Arathorn, a quien ya nombré, y que guio nuestra compañía desde Moria hasta el Rauros.

—¿Por qué él, y no Boromir, príncipe de la ciudad que fundaron los hijos de Elendil?

—Porque Aragorn desciende en línea paterna directa del propio Isildur hijo de Elendil. Y la espada que lleva es la espada de Elendil.

Un murmullo de asombro recorrió el círculo de hombres. Algunos gritaron en voz alta: —¡La espada de Elendil! ¡La espada de Elendil viene a Minas Tirith!—Pero el semblante de Faramir permaneció impasible.

—Puede ser—dijo—. Pero un reclamo tan grande necesita algún fundamento, y se le exigirán pruebas claras, si ese Aragorn viene alguna vez a Minas Tirith. No había llegado, ni él ni ninguno de vuestra Compañía, cuando partí de allí seis días atrás.

—Boromir aceptaba la legitimidad de ese reclamo—dijo Frodo—. En verdad, si Boromir estuviese aquí, él podría responder a tus preguntas. Y puesto que estaba ya en Rauros muchos días atrás, y tenía la intención de ir directamente a Minas Tirith, si vuelves pronto tendrás allí las respuestas. Mi papel en la Compañía le era conocido, como a todos los demás, pues me fue encomendado por Elrond de Imladris en presencia de todos los miembros del Concilio. En cumplimiento de esa misión he venido a estas tierras, pero no me es dado revelarla a nadie ajeno a la Compañía. No obstante, quienes pretenden combatir al enemigo harían bien en no entorpecerla.

El tono de Frodo era orgulloso, cualquiera que fuesen sus sentimientos, y Sam lo aprobó; pero no apaciguó a Faramir.

—¡Ah, sí!—dijo—. Me conminas a ocuparme de mis propios asuntos, y volver a casa, y dejarte en paz. Boromir lo dirá todo cuando vuelva. ¡Cuando vuelva, dices! ¿Eras tú un amigo de Boromir?

El recuerdo de la agresión de Boromir volvió vívidamente a la mente de Frodo, y vaciló un instante. La mirada alerta de Faramir se endureció. —Boromir fue un valiente miembro de nuestra Compañía—dijo al cabo—. Sí, yo por mi parte era amigo de Boromir.

Faramir sonrió con ironía. —¿Te entristecería entonces enterarte de que Boromir ha muerto?

—Me entristecería, por cierto—dijo Frodo. Luego, reparando en la expresión de los ojos de Faramir, se turbó—. ¿Muerto?—dijo—. ¿Quieres decirme que lo está y que tú lo sabías? ¿Has pretendido enredarme en mis propias palabras, jugar conmigo? ¿O es que me mientes para tenderme una trampa?

—No le mentiría ni siquiera a un orco.

—¿Cómo murió, entonces, y cómo sabes tú que murió? Puesto que dices que ninguno de la Compañía había llegado a la ciudad cuando partiste.

—En cuanto a las circunstancias de su muerte, esperaba que su amigo y compañero me las revelase.

—Pero estaba vivo y fuerte cuando nos separamos. Y por lo que yo sé vive aún. Aunque hay ciertamente muchos peligros en el mundo.

—Muchos en verdad—dijo Faramir—, y la traición no es el menor.

 

La impaciencia y la cólera de Sam habían ido en aumento mientras escuchaba esta conversación. Las últimas palabras no las pudo soportar, y saltando al centro del círculo fue a colocarse al lado de su amo.

—Con perdón, señor Frodo—dijo—, pero esto ya se ha prolongado demasiado. Él no tiene ningún derecho a hablarle en ese tono. Después de todo lo que usted ha soportado, tanto por el bien de él como el de estos hombres grandes, y por el de todos.

»¡Oiga usted, capitán!—Sam se plantó tranquilamente delante de Faramir, las manos en las caderas, y una expresión ceñuda, como si estuviese increpando a un joven hobbit que interrogado acerca de sus visitas a la huerta, se hubiese pasado de "fresco", como el mismo Sam decía. Hubo algunos murmullos, pero también algunas sonrisas en los rostros de los hombres que observaban. La escena del capitán sentado en el suelo, enfrentado por un joven hobbit, de pie frente a él, abierto de piernas y erizado de cólera, era inusitada para ellos. —¡Oiga usted!—dijo—. ¿A dónde quiere llegar? ¡Vayamos al grano antes que todos los orcos de Mordor nos caigan encima! Si piensa que mi señor asesinó a ese Boromir y luego huyó, no tiene ni un ápice de sentido común; pero dígalo. ¡Y acabe de una vez! Y luego díganos qué se propone. Pero es una lástima que gente que habla de combatir al enemigo no pueda dejar que cada uno haga lo suyo. Él se sentiría profundamente complacido si lo viera a usted en este momento. Creería haber conquistado un nuevo amigo, eso creería.

—¡Paciencia!—dijo Faramir, pero sin cólera—. No hables así delante de tu amo, que es más inteligente que tú. Y no necesito que nadie me enseñe el peligro que nos amenaza. Aun así, me concedo un breve momento para poder juzgar con equidad en un asunto difícil. Si fuera tan irreflexivo como tú, ya os hubiera matado. Pues tengo la misión de dar muerte a todos los que encuentre en estas tierras sin autorización del señor de Gondor. Pero yo no mato sin necesidad ni a hombre ni a bestia, y cuando es necesario no lo hago con alegría. Tampoco hablo en vano. Tranquilízate, pues. ¡Siéntate junto a tu señor, y guarda silencio!

Sam se sentó pesadamente, el rostro acalorado. Faramir se volvió otra vez a Frodo. —Me preguntaste cómo sabía yo que el hijo de Denethor ha muerto. Las noticias de muerte tienen muchas alas. A menudo la noche trae las nuevas a los parientes cercanos, dicen. Boromir era mi hermano. —Una sombra de tristeza le pasó por el rostro. —¿Recuerdas algo particularmente notable que el señor Boromir llevaba entre sus avíos?

Frodo reflexionó un momento, temiendo alguna nueva trampa y preguntándose cómo acabaría la discusión. A duras penas había salvado el Anillo de la orgullosa codicia de Boromir, y no sabía cómo se daría maña esta vez, entre tantos hombres aguerridos y fuertes. Sin embargo tenía en el fondo la impresión de que Faramir, aunque muy semejante a su hermano en apariencia, era menos orgulloso, y a la vez más austero y más sabio. —Recuerdo que Boromir llevaba un cuerno—dijo por último.

—Recuerdas bien, y como alguien que en verdad lo ha visto—dijo Faramir—. Tal vez puedas verlo entonces con el pensamiento: un gran cuerno de asta, de buey salvaje del este, guarnecido de plata y adornado con caracteres antiguos. Ese cuerno, el primogénito de nuestra casa lo ha llevado durante muchas generaciones; y se dice que si se lo hace sonar en un momento de necesidad dentro de los confines de Gondor, tal como era el reino en otros tiempos, la llamada no será desoída.

»Cinco días antes de mi partida para esta arriesgada empresa, hace once días, y casi a esta misma hora, oí la llamada del cuerno; parecía venir del norte, pero apagada, como si fuese sólo un eco en la mente. Un presagio funesto, pensamos que era, mi padre y yo, pues no habíamos tenido ninguna noticia de Boromir desde su partida, y ningún vigía de nuestras fronteras lo había visto pasar. Y tres noches después me aconteció otra cosa, más extraña aún.

»Era la noche y yo estaba sentado junto al Anduin, en la penumbra gris bajo la luna pálida y joven, contemplando la corriente incesante; y las cañas tristes susurraban en la orilla. Es así como siempre vigilamos las costas en las cercanías de Osgiliath, ahora en parte en manos del enemigo, y donde se esconden antes de saquear nuestro territorio. Pero era medianoche y todo el mundo dormía. Entonces vi, o me pareció ver, una barca que flotaba sobre el agua, gris y centelleante, una barca pequeña y rara de proa alta, y no había nadie en ella que la remase o la guiase.

»Un temor misterioso me sobrecogió; una luz pálida envolvía la barca. Pero me levanté, y fui hasta la orilla, y entré en el río, pues algo me atraía hacia ella. Entonces la embarcación viró hacia mí, y flotó lentamente al alcance de mi mano. Yo me atreví a tocarla. Se hundía en el río, como si llevase una carga pesada, y me pareció, cuando pasó bajo mis ojos, que estaba casi llena de un agua transparente, y que de ella emanaba aquella luz, y que sumergido en el agua dormía un guerrero.

»Tenía sobre la rodilla una espada rota. Y vi en su cuerpo muchas heridas. Era Boromir, mi hermano, muerto. Reconocí los atavíos, la espada, el rostro tan amado. Una única cosa eché de menos: el cuerno. Y vi una sola que no conocía: un hermoso cinturón de hojas de oro engarzadas le ceñía el talle. ¡Boromir!, grité. ¿Dónde está tu cuerno? ¿A dónde vas? ¡Oh Boromir! Pero ya no estaba. La embarcación volvió al centro del río y se perdió centelleando en la noche. Fue como un sueño, pero no era un sueño, pues no hubo un despertar. Y no dudo que ha muerto y que ha pasado por el río rumbo al mar.

 

—¡Ay!—dijo Frodo—. Era en verdad Boromir tal como yo lo conocí. Pues el cinturón de oro se lo regaló en Lothlórien la dama Galadriel. Ella fue quien nos vistió como nos ves, de gris élfico. Este broche es obra de los mismos artífices. —Tocó la hoja verde y plata que le cerraba el cuello del manto.

Faramir la examinó de cerca. —Es muy hermoso—dijo—. Sí, es obra de los mismos artífices. ¿Habéis pasado entonces por el país de Lórien? Laurelindórenan era el nombre que le daban antaño, pero hace mucho tiempo que ha dejado de ser conocido por los hombres—agregó con dulzura, mirando a Frodo con renovado asombro—. Mucho de lo que en ti me parecía extraño, empiezo ahora a comprenderlo. ¿No querrás decirme más? Pues es amargo el pensamiento de que Boromir haya muerto a la vista del país natal.

—No puedo decir más de lo que he dicho—respondió Frodo—. Aunque tu relato me trae presentimientos sombríos. Una visión fue lo que tuviste, creo yo, y no otra cosa; la sombra de un infortunio pasado o por venir. A menos que sea en realidad una superchería del enemigo. Yo he visto dormidos bajo las aguas de las ciénagas de los Muertos los rostros de hermosos guerreros de antaño, o así parecía por algún artificio siniestro.

—No, no era eso—dijo Faramir—. Pues tales sortilegios repugnan al corazón; pero en el mío sólo había compasión y tristeza.

—Pero ¿cómo es posible que tal cosa haya ocurrido realmente?—preguntó Frodo—. ¿Quién hubiera podido llevar una barca sobre las colinas pedregosas desde Tol Brandir? Boromir pensaba regresar a su tierra a través del Entaguas y los campos de Rohan. Y además ¿qué embarcación podría navegar por la espuma de las grandes cascadas y no hundirse en las charcas burbujeantes, y cargada de agua por añadidura?

—No lo sé—dijo Faramir—. Pero ¿de dónde venía la barca?

—De Lórien—dijo Frodo—. En tres embarcaciones semejantes a aquélla bajamos por el Anduin a los Saltos. También las barcas eran obra de los elfos.

—Habéis pasado por la Tierra Oculta—dijo Faramir—pero no habéis entendido, parece. Si los hombres tienen tratos con la dueña de la magia que habita en el bosque de Oro, cosas extrañas habrán por cierto de acontecerles. Pues es peligroso para un mortal salir del mundo de ese sol, y pocos de los que allí fueron en días lejanos volvieron como eran.

»¡Boromir, oh Boromir!—exclamó—. ¿Qué te dijo la dama que no muere? ¿Qué vio? ¿Qué despertó en tu corazón en aquel momento? ¿Por qué fuiste a Laurelindórenan, por qué no regresaste montado de mañana en los caballos de Rohan?

Luego, volviéndose a Frodo, habló una vez más en voz baja. —A estas preguntas creo que tú podrías dar alguna respuesta, Frodo, hijo de Drogo. Pero no aquí ni ahora, quizá. Mas para que no sigas pensando que mi relato fue una visión, te diré esto: el cuerno de Boromir al menos ha vuelto realmente, y no en apariencia. El cuerno regresó, pero partido en dos, como bajo el golpe de un hacha o de una espada. Los pedazos llegaron a la orilla separadamente: uno fue hallado en los cañaverales donde los vigías de Gondor montan guardia, hacia el norte, bajo las cascadas del Entaguas; el otro lo encontró girando en la corriente un hombre que cumplía una misión en las aguas del río. Extrañas coincidencias, pero tarde o temprano el crimen siempre sale a la luz, se dice.

»Y el cuerno del primogénito yace ahora, partido en dos, sobre las rodillas de Denethor, que en el alto sitial aún espera noticias. ¿Y tú nada puedes decirme de cómo quebraron el cuerno?

—No, yo nada sabía—dijo Frodo—, pero el día que lo oíste sonar, si tu cuenta es exacta, fue el de nuestra partida, el mismo en que mi sirviente y yo nos separamos de los otros. Y ahora tu relato me llena de temores. Pues si Boromir estaba entonces en peligro y fue muerto, puedo temer que mis otros compañeros también hayan perecido. Y ellos eran mis amigos y mis parientes.

»¿No querrás desechar las dudas que abrigas sobre mí y dejarme partir? Estoy fatigado, cargado de penas, y tengo miedo de no llevar a cabo la empresa o intentarla al menos, antes que me maten a mí también. Y más necesaria es la prisa si nosotros, dos medianos, somos todo lo que queda de la comunidad.

»Vuelve a tu tierra, Faramir, valiente capitán de Gondor, y defiende tu ciudad mientras puedas, y déjame partir hacia donde me lleve mi destino.

—No hay consuelo posible para mí en esta conversación—dijo Faramir—; pero a ti te despierta sin duda demasiados temores. A menos que hayan llegado a él los de Lórien, ¿quién habrá ataviado a Boromir para los funerales? No los orcos ni los servidores del Sin Nombre. Algunos miembros de vuestra Compañía han de vivir aún, presumo.

»Mas, sea lo que fuere lo que haya sucedido en la frontera del norte, de ti, Frodo, no dudo más. Si días crueles me han inclinado a erigirme de algún modo en juez de las palabras y los rostros de los hombres, puedo ahora aventurar una opinión sobre los medianos. Sin embargo—y sonrió al decir esto—, noto algo extraño en ti, Frodo, un aire élfico, tal vez. Pero en las palabras que hemos cambiado hay mucho más de lo que yo pensé al principio. He de llevarte ahora a Minas Tirith para que respondas a Denethor, y en justicia pagaré con mi vida si la elección que ahora hiciera fuese nefasta para mi ciudad. No decidiré pues precipitadamente lo que he de hacer. Sin embargo, saldremos de aquí sin más demora.

Se levantó con presteza e impartió algunas órdenes. Al instante los hombres que estaban reunidos alrededor de él se dividieron en pequeños grupos, y partieron con distintos rumbos, y no tardaron en desaparecer entre las sombras de las rocas y los árboles. Pronto sólo quedaron allí Mablung y Damrod.

—Ahora vosotros, Frodo y Samsagaz, vendréis conmigo y con mis guardias—dijo Faramir—. No podéis continuar vuestro camino rumbo al sur, si tal era vuestra intención. Será peligroso durante algunos días, y lo vigilarán más estrechamente después de esta refriega. De todos modos, tampoco podríais llegar muy lejos hoy, me parece, puesto que estáis fatigados. También nosotros. Ahora iremos a un lugar secreto, a menos de diez millas [16 kilómetros] de aquí. Los orcos y los espías del enemigo no lo han descubierto todavía, y si así no fuera, igualmente podríamos resistir largo tiempo, aún contra muchos. Allí podremos estar y descansar un rato, y vosotros también. Mañana por la mañana decidiré qué es lo mejor que puedo hacer, tanto por mí como por vosotros.

 

No le quedaba a Frodo otra alternativa que la de resignarse a este pedido, o esta orden. Parecía ser en todo caso una medida prudente por el momento, ya que después de esta correría de los hombres de Gondor, un viaje a Ithilien era más peligroso que nunca.

Se pusieron en marcha inmediatamente: Mablung y Damrod un poco más adelante, y Faramir con Frodo y Sam detrás. Bordeando la orilla opuesta de la laguna en que se habían lavado los hobbits, cruzaron el río, escalaron una larga barranca, y se internaron en los bosques de sombra verde que descendían hacia el oeste.

Mientras caminaban, tan rápidamente como podían ir los hobbits, hablaban entre ellos en voz baja.

—Si interrumpí nuestra conversación—dijo Faramir—no fue sólo porque el tiempo apremiaba, como me recordó maese Samsagaz, sino también porque tocábamos asuntos que era mejor no discutir abiertamente delante de muchos hombres. Por esa razón preferí volver al tema de mi hermano y dejar para otro momento el Daño de Isildur. No has sido del todo franco conmigo, Frodo.

—No te dije ninguna mentira, y de la verdad, te he dicho cuanto podía decirte—replicó Frodo.

—No te estoy acusando—dijo Faramir—. Hablaste con habilidad, en una contingencia difícil, y con sabiduría, me pareció. Pero supe por ti, o adiviné, más de lo que decían tus palabras. No estabas en buenos términos con Boromir, o no os separasteis como amigos. Tú y también maese Samsagaz, guardáis, lo adivino, algún resentimiento. Yo lo amaba, sí, entrañablemente, y vengaría su muerte con alegría, pero lo conocía bien. El Daño de Isildur... me aventuro a decir que el Daño de Isildur se interpuso entre vosotros y fue motivo de discordias. Parece ser, a todas luces, un legado de importancia extraordinaria, y esas cosas no ayudan a la paz entre los confederados, si hemos de dar crédito a lo que cuentan las leyendas. ¿No me estoy acercando al blanco?

—Cerca estás—dijo Frodo—, mas no en el blanco mismo. No hubo discordias en nuestra Compañía, aunque sí dudas; dudas acerca de qué rumbo habríamos de tomar luego de Emyn Muil. Sea como fuere, las antiguas leyendas también advierten sobre el peligro de las palabras temerarias, cuando se trata de cuestiones tales como... herencias.

—Ah, entonces era lo que yo pensaba: tu desavenencia fue sólo con Boromir. Él deseaba que el objeto fuese llevado a Minas Tirith. ¡Ay! Un destino injusto que sella los labios de quien lo viera por última vez me impide enterarme de lo que tanto quisiera saber: lo que guardaba en el corazón y el pensamiento en sus últimas horas. Que haya o no cometido un error, de algo estoy seguro: murió con ventura, cumpliendo una noble misión. Tenía el rostro más hermoso aún que en vida.

»Pero Frodo, te acosé con dureza al principio a propósito del Daño de Isildur. Perdóname. ¡No era prudente en aquel lugar y en tales circunstancias! No había tenido tiempo para reflexionar. Acabábamos de librar un violento combate, y tenía la mente ocupada con demasiadas cosas. Pero en el momento mismo en que hablaba contigo, me iba acercando al blanco, y deliberadamente dispersaba mis flechas. Pues has de saber que entre los gobernantes de esa ciudad se conserva aún buena parte de la antigua sabiduría, que no se ha difundido más allá de las fronteras. Nosotros, los de mi casa, no pertenecemos a la dinastía de Elendil, aunque la sangre de Númenor corre por nuestras venas. Mi dinastía se remonta hasta Mardil, el buen senescal, que gobernó en el lugar del rey, cuando éste partió para la guerra. Era el rey Eärnur, último de la dinastía de Anárion, pues no tenía hijos, y nunca regresó. Desde ese día el senescal reinó en la ciudad, aunque hace de esto muchas generaciones de hombres.[5]

»Y una cosa recuerdo de Boromir cuando era niño, y juntos aprendíamos las leyendas de nuestros antepasados y la historia de la ciudad: siempre le disgustaba que su padre no fuera rey. "¿Cuántos centenares de años han de pasar para que un senescal se convierta en rey, si el rey no regresa?", preguntaba. "Pocos años, tal vez, en casas de menor realeza", le respondía mi padre. "En Gondor no bastarían diez mil años." ¡Ay! pobre Boromir. ¿Esto no te dice algo de él?

—Sí –dijo Frodo—. Sin embargo, siempre trató a Aragorn con honor.

—No lo dudo—dijo Faramir—. Si estaba convencido, como dices, de que las pretensiones de Aragorn eran legítimas, ha de haberlo reverenciado. Pero no había llegado aún el momento decisivo: no habían ido aún a Minas Tirith, ni se habían convertido aún en rivales en las guerras de la ciudad.

»Pero me estoy alejando del tema. Nosotros, los de la casa de Denethor, tenemos por tradición un conocimiento profundo de la antigua sabiduría; y en nuestros cofres conservamos además muchos tesoros: libros y tabletas escritos en caracteres diversos sobre pergamino, sí, y sobre piedra y sobre láminas de plata y de oro. Hay algunos que nadie puede leer; en cuanto a los demás, pocos son los que logran alguna vez entenderlos. Yo los sé descifrar, un poco, pues he sido iniciado. Por estos archivos vino a nosotros el Peregrino Gris. Yo lo vi por primera vez cuando era niño y ha vuelto dos o tres veces desde entonces.

—¡El Peregrino Gris!—exclamó Frodo—. ¿Tenía un nombre?

Mithrandir lo llamaban a la manera élfica—dijo Faramir—, y él estaba satisfecho. Muchos son mis nombres en numerosos países, decía. Mithrandir entre los ellos, Tharkûn para los enanos; Olórin era en mi juventud en el oeste que nadie recuerda, Incánus en el sur, Gandalf en el norte; al este nunca voy.

—¡Gandalf!—dijo Frodo—. Me imaginé que era Gandalf el Gris, el más amado de nuestros consejeros. Guía de nuestra Compañía. Lo perdimos en Moria.

—¡Mithrandir perdido!—dijo Faramir—. Se diría que un destino funesto se ha encarnizado con vuestra comunidad. Es en verdad difícil de creer que alguien de tan alta sabiduría y tanto poder, pues muchos prodigios obró entre nosotros, pudiera perecer de pronto, que tanto saber fuera arrebatado al mundo, ¿Estás seguro? ¿No habrá partido simplemente en uno de sus misteriosos viajes?

—¡Ay! sí—dijo Frodo—. Yo lo vi caer en el abismo.

—Veo que detrás de todo esto se oculta una historia larga y terrible—dijo Faramir—que tal vez podrás contarme en la velada. Este Mithrandir era, ahora lo adivino, más que un maestro de sabiduría: un verdadero artífice de las cosas que se hacen en nuestro tiempo. De haber estado entre nosotros para discutir las duras palabras de nuestro sueño, él nos las hubiera esclarecido en seguida, sin necesidad de ningún mensajero. Pero quizá no habría querido hacerlo, y el viaje de Boromir era inevitable. Mithrandir nunca nos hablaba de lo que iba a acontecer, o de sus propósitos. Obtuvo autorización de Denethor, ignoro por qué medios, para examinar los secretos de nuestro tesoro, y yo aprendí un poco de él, cuando quería enseñarme, cosa poco frecuente. Buscaba siempre y quería saberlo todo de la Gran Batalla que se libró sobre el Dagorlad en los primeros tiempos de Gondor, cuando aquel a quien no nombramos fue derrotado. Y pedía que le contáramos historias de Isildur, aunque poco podíamos decirle; pues acerca del fin de Isildur nada seguro se supo jamás entre nosotros.

Ahora la voz de Faramir se había convertido en un susurro. —Pero una cosa supe al menos, o adiviné, que siempre he guardado en secreto en mi corazón: que Isildur tomó algo de la mano del Sin Nombre, antes de partir de Gondor, cuando fue visto por última vez entre hombres mortales. Aquí estaba, pensaba yo, la respuesta a las preguntas de Mithrandir. Pero parecía en ese entonces que estos asuntos concernían sólo a los estudiosos de la antigua sabiduría. Ni cuando discutíamos entre nosotros las enigmáticas palabras del sueño, pensé que el Daño de Isildur pudiera ser la misma cosa. Pues Isildur cayó en una emboscada y fue muerto por flechas de orcos, de acuerdo con la única leyenda que nosotros conocemos, y Mithrandir nunca me dijo más.

»Qué es en realidad esa cosa no puedo aún adivinarlo; pero tiene que ser un objeto de gran poder y peligro. Un arma temible, tal vez, ideada por el Señor Oscuro. Si fuese un talismán que procura ventajas en la guerra, puedo creer por cierto que Boromir, el orgulloso y el intrépido, el a menudo temerario Boromir, siempre soñando con la victoria de Minas Tirith (y con su propia gloria) haya deseado poseerlo y se sintiera atraído por él. ¡Por qué habrá partido en esa búsqueda funesta! Yo habría sido elegido por mi padre y los ancianos, pero él se adelantó, por ser el mayor y el más osado (lo cual era verdad), y no escuchó razones.

»¡Pero no temas! Yo no me apoderaría de esa cosa ni aun cuando la encontrase tirada a la orilla del camino. Ni aunque Minas Tirith cayera en ruinas, y sólo yo pudiera salvarla, así, utilizando el arma del Señor Oscuro para bien de la ciudad, y para mi gloria. No, no deseo semejantes triunfos, Frodo hijo de Drogo.

—Tampoco los deseaba el Concilio—dijo Frodo—. Ni yo. Quisiera no saber nada de esos asuntos.

—Por mi parte—dijo Faramir—quisiera ver el árbol blanco de nuevo florecido en las cortes de los reyes, y el retorno de la Corona de Plata, y que Minas Tirith viva en paz: Minas Anor otra vez como antaño, plena de luz, alta y radiante, hermosa como una reina entre otras reinas: no señora de una legión de esclavos, ni aún ama benévola de esclavos voluntarios. Guerra ha de haber mientras tengamos que defendernos de la maldad de un poder destructor que nos devoraría a todos; pero yo no amo la espada porque tiene filo, ni la flecha porque vuela, ni al guerrero porque ha ganado la gloria. Sólo amo lo que ellos defienden: la ciudad de los hombres de Númenor; y quisiera que otros la amasen por sus recuerdos, por su antigüedad, por su belleza y por la sabiduría que hoy posee. Que no la teman, sino como acaso temen los hombres la dignidad de un hombre, viejo y sabio.

»¡Así pues, no me temas! No pido que me digas más. Ni siquiera pido que digas si me he acercado a la verdad. Pero si quieres confiar en mí, podría tal vez aconsejarte y hasta ayudarte a cumplir tu misión, cualquiera que ella sea.

Frodo no respondió. A punto estuvo de ceder al deseo de ayuda y de consejo, de confiarle a este hombre joven y grave, cuyas palabras parecían tan sabias y tan hermosas, todo cuanto pesaba sobre él. Pero algo lo retuvo. Tenía el corazón abrumado de temor y tristeza: si él y Sam eran en verdad, como parecía probable, todo cuanto quedaba ahora de los Nueve Caminantes, entonces sólo él conocía el secreto de la misión. Más valía desconfiar de palabras inmerecidas que de palabras irreflexivas. Y el recuerdo de Boromir, del horrible cambio que había producido en él la atracción del Anillo, estaba muy presente en su memoria, mientras miraba a Faramir y escuchaba su voz: eran distintos, sí, pero a la vez muy parecidos.

 

Durante un rato continuaron caminando en silencio, deslizándose como sombras grises y verdes bajo la sombra de los árboles, sin hacer ningún ruido; en lo alto cantaban muchos pájaros, y el sol brillaba en la bóveda de hojas lustrosas y oscuras de los siempre verdes bosques de Ithilien.

Sam no había intervenido en la conversación, pero la había escuchado; y al mismo tiempo había prestado atención, con su aguzado oído de hobbit, a todos los rumores y ruidos ahogados del bosque. Una cosa había notado, que en toda la conversación el nombre de Gollum no se había mencionado una sola vez. Se alegraba, aunque le parecía que era demasiado esperar no volver a oírlo de nuevo. Pronto advirtió también que aunque iban solos, había muchos hombres en las cercanías: no solamente Damrod y Mablung, que aparecían y desaparecían entre las sombras delante de ellos, sino otros a la izquierda y la derecha, encaminándose furtiva y rápidamente a algún sitio señalado.

Una vez, al volver bruscamente la cabeza, como si una picazón en la piel le advirtiera que alguien lo observaba, creyó entrever una pequeña forma negra que se escabullía por detrás del tronco de un árbol. Abrió la boca para hablar y la cerró otra vez. «No estoy seguro», se dijo, «¿y para qué recordarles a ese viejo bribón, si ellos han preferido olvidarlo? ¡Ojalá yo también lo olvidara!».

 

Así continuaron la marcha, hasta que la espesura del bosque empezó a ralear, y el terreno a descender en barrancas más empinadas. Dieron vuelta una vez más, a la derecha, y no tardaron en llegar a un pequeño río que corría por una garganta estrecha: era el mismo arroyo que nacía, mucho más arriba, en la cuenca redonda, y que ahora serpeaba en un rápido torrente, por un lecho profundamente hendido y muy pedregoso, bajo las ramas combadas de los acebos y el oscuro follaje del boj. Mirando hacia el oeste podían ver, más abajo, envueltas en una bruma luminosa, tierras bajas y vastas praderas, y centelleando a lo lejos a la luz del sol poniente las aguas anchas del Anduin.

—Aquí, lamentablemente, cometeré con vosotros una descortesía—dijo Faramir—. Espero que sabréis perdonarla en quien hasta ahora ha desechado órdenes en favor de buenos modales a fin de no mataros ni amarraros con cuerdas. Pero un mandamiento riguroso exige que ningún extranjero, aun cuando fuese uno de Rohan que lucha en nuestras filas, ha de ver el camino por el que ahora avanzamos con los ojos abiertos. Tendré que vendaros.

—Como gustes—dijo Frodo—. Hasta los elfos lo hacen cuando les parece necesario, y con los ojos vendados cruzamos las fronteras de la hermosa Lothlórien. Gimli el enano lo tomó a mal, pero los hobbits lo soportaron.

—El lugar al que os conduciré no es tan hermoso—dijo Faramir—. Pero me alegra que lo aceptéis de buen grado y no por la fuerza.

Llamó por lo bajo, e inmediatamente Mablung y Damrod salieron de entre los árboles y se acercaron de nuevo a ellos. —Vendadles los ojos a estos huéspedes—dijo Faramir—. Fuertemente, pero sin incomodarlos. No les atéis las manos. Prometerán que no tratarán de ver. Podría confiar en que cerrasen los ojos voluntariamente, pero los ojos parpadean, si los pies tropiezan en el camino. Guiadlos de modo que no trastabillen.

Los guardias vendaron entonces con bandas verdes los ojos de los hobbits y les bajaron las capuchas casi hasta la boca; en seguida, tomándolos rápidamente por las manos, se pusieron otra vez en marcha. Todo cuanto Frodo y Sam supieron de esta última milla, fue lo que adivinaron haciendo conjeturas en la oscuridad. Al cabo de un rato tuvieron la impresión de ir por un sendero que descendía en rápida pendiente; muy pronto se volvió tan estrecho que avanzaron todos en fila, rozando a ambos lados un muro pedregoso; los guardias los guiaban desde atrás, con las manos firmemente apoyadas en los hombros de los hobbits. De tanto en tanto, cada vez que llegaban a un trecho más accidentado, los levantaban, para volver a depositarlos en el suelo un poco más adelante. Constantemente a la derecha oían el agua que corría sobre las piedras, ahora más cercana y rumorosa. Al cabo de un tiempo detuvieron la marcha. Inmediatamente Mablung y Damrod los hicieron girar sobre sí mismos, varias veces, y los hobbits se desorientaron del todo. Treparon un poco; hacía frío y el ruido del agua era ahora más débil. Luego, levantándolos otra vez, los hicieron bajar numerosos escalones y volver un recodo. De improviso oyeron de nuevo el agua, ahora sonora, impetuosa y saltarina. Tenían la impresión de estar rodeados de agua, y sentían que una finísima llovizna les rociaba las manos y las mejillas. Por fin los pusieron nuevamente en el suelo. Un momento permanecieron así, amedrentados, con vendas en los ojos, sin saber dónde estaban; y nadie hablaba alrededor.

De pronto llegó la voz de Faramir, muy próxima, a espaldas de ellos. —¡Dejadles ver!—dijo. —Les quitaron los pañuelos y les levantaron las capuchas, y los hobbits pestañearon y se quedaron sin aliento.

Se encontraban en un mojado pavimento de piedra pulida, el rellano, por así decir, de una puerta de roca toscamente tallada que se abría, negra, detrás de ellos. Enfrente caía una delgada cortina de agua, tan próxima que Frodo, con el brazo extendido, hubiera podido tocarla. Miraba al oeste. Del otro lado del velo se refractraban los rayos horizontales del sol poniente, y la luz purpúrea se quebraba en llamaradas de colores siempre cambiantes. Les parecía estar junto a la ventana de una extraña torre élfica, velada por una cortina recamada con hilos de plata y de oro, y de rubíes, zafiros y amatistas, todo en un fuego que nunca se consumía.

 

—Al menos hemos tenido la suerte de llegar a la mejor hora para recompensar vuestra paciencia—dijo Faramir—. Esta es la Ventana del Sol Poniente, Henneth Annûn, la más hermosa de todas las cascadas de Ithilien, tierra de muchos manantiales. Pocos son los extranjeros que la han contemplado. Mas no hay dentro una cámara real digna de tanta belleza. ¡Entrad ahora y ved!

Mientras Faramir hablaba, el sol desapareció en el horizonte y el fuego se extinguió en el móvil dosel de agua. Dieron media vuelta, traspusieron el umbral bajo la arcada baja y amenazadora, y se encontraron de súbito en un recinto de piedra, vasto y tosco, bajo un techo abovedado. Algunas antorchas proyectaban una luz mortecina sobre las paredes relucientes. Ya había allí un gran número de hombres. Otros seguían entrando en grupos de dos y de tres por una puerta lateral, oscura y estrecha. A medida que se habituaban a la penumbra, los hobbits notaron que la caverna era más grande de lo que habían imaginado, y que había allí grandes reservas de armamentos y vituallas.

—Bien, he aquí nuestro refugio—dijo Faramir—. No es un lugar demasiado confortable, pero os permitirá pasar la noche en paz. Al menos está seco, y aunque no hay fuego, tenemos comida. En tiempos remotos el agua corría a través de esta gruta y se derramaba por la arcada, pero los obreros de antaño desviaron la corriente más arriba del paso, y el río desciende ahora desde las rocas en una cascada dos veces más alta. Todas las vías de acceso a esta gruta fueron clausuradas entonces, para impedir la penetración del agua y de cualquier otra cosa; todas salvo una. Ahora hay sólo dos salidas: aquel pasaje por el que entrasteis con los ojos vendados, y el de la Cortina de la Ventana, que da a una cuenca profunda sembrada de cuchillos de piedra. Y ahora descansad unos minutos, mientras preparamos la cena.

 

Los hobbits fueron conducidos a un rincón, donde les dieron un lecho para que se echaran a descansar, si así lo deseaban. Mientras tanto los hombres iban y venían atareados por la caverna, silenciosos, y con una presteza metódica. Tablas livianas fueron retiradas de las paredes, dispuestas sobre caballetes y cargadas de utensilios. Estos eran en su mayor parte simples y sin adornos, pero todos de noble y armoniosa factura: escudillas redondas, tazones y fuentes de terracota esmaltada o de madera de boj torneada, lisos y pulcros. Aquí y allá había una salsera o un cuenco de bronce pulido; y un copón de plata sin adornos junto al sitio del capitán, en la mesa del centro.

Faramir iba y venía entre los hombres, interrogando a cada uno en voz baja, a medida que llegaban. Algunos volvían de perseguir a los sureños; otros, los que habían quedado como centinelas y exploradores cerca del camino, fueron los últimos en aparecer. Se conocía la suerte que habían corrido todos los sureños, excepto el gran mûmak: qué había sido de él nadie pudo decirlo. Del enemigo, no se veía movimiento alguno; no había en los alrededores ni un solo espía orco.

—¿No viste ni oíste nada, Anborn?—le preguntó Faramir al último en llegar.

—Bueno, no, señor—dijo el hombre—. Por lo menos ningún orco. Pero vi, o me pareció ver, una cosa un poco extraña. Caía la noche, y a esa hora las cosas parecen a veces más grandes de lo que son. Así que tal vez no fuera nada más que una ardilla. —Al oír esto Sam aguzó el oído. —Pero entonces era una ardilla negra y no le vi la cola. Parecía una sombra que se deslizaba por el suelo. Se escurrió detrás del tronco de un árbol cuando me aproximé, y trepó hasta la copa rápidamente, en verdad como una ardilla. Pero vos, señor, no aprobáis que matemos sin razón bestias salvajes, y no parecía ser otra cosa, de modo que no usé mi arco. De todas maneras, estaba demasiado oscuro para disparar una flecha certera, y la criatura desapareció en un abrir y cerrar de ojos en la oscuridad del follaje. Pero me quedé allí un rato, porque me pareció extraño, y luego me apresuré a regresar. Tuve la impresión de que me silbó desde muy arriba, cuando me alejaba. Una ardilla grande, tal vez. Puede ser que al amparo de las sombras del Sin Nombre algunas de las bestias del bosque Negro vengan a merodear por aquí. Ellos tienen allá ardillas negras, dicen.

—Puede ser—dijo Faramir—. Pero ese sería un mal presagio. No queremos en Ithilien fugitivos del bosque Negro. —Sam creyó ver que al decir estas palabras Faramir echaba una mirada rápida a los hobbits, pero no dijo nada. Durante un rato él y Frodo permanecieron acostados de espaldas observando la luz de las antorchas, y a los hombres que iban y venían hablando a media voz. Luego, repentinamente, Frodo se quedó dormido.

Sam discutía consigo mismo, defendiendo ya un argumento, ya el argumento contrario. «Es posible que tenga razón», se decía, «pero también podría no tenerla. Las palabras hermosas esconden a veces un corazón infame». Bostezó. «Podría dormir una semana entera, y bien que me sentaría. ¿Y qué puedo hacer, aunque me mantenga despierto, yo solo en medio de tantos hombres grandes? Nada, Sam Gamyi; pero tienes que mantenerte despierto a pesar de todo.» Y de una u otra forma lo consiguió. La luz desapareció de la puerta de la caverna, y el velo gris del agua de la cascada se ensombreció y se perdió en la oscuridad creciente. Y el sonido del agua siempre continuaba, sin cambiar jamás de nota, mañana, tarde o noche. Murmuraba y susurraba e invitaba al sueño. Sam se hundió los nudillos en los ojos.

 
La ventana al Oeste por Ted Nasmith

 

Ahora estaban encendiendo más antorchas. Habían espitado un casco de vino, abrían los barriles de provisiones y algunos hombres iban a buscar agua a la cascada. Otros se lavaban las manos en jofainas. Trajeron para Faramir un gran aguamanil de cobre y un lienzo blanco, y también él se lavó.

—Despertad a nuestros huéspedes—dijo—, y llevadles agua. Es hora de comer.

Frodo se incorporó y se desperezó, bostezando. Sam, que no estaba habituado a que lo sirvieran, miró con cierta sorpresa al hombre alto que se inclinaba, acercándole un aguamanil.

—¡Déjala en el suelo, maestro, por favor!—dijo—. Será más fácil para ti y también para mí. —Luego, ante el asombro divertido de los hombres, hundió la cabeza en el agua fría y se restregó el cuello y las orejas.

—¿Es costumbre en vuestro país lavarse la cabeza antes de la cena?—preguntó el hombre que servía a los hobbits.

—No, antes del desayuno—replicó Sam—. Pero si estás falto de sueño, el agua fría en el cuello te hace el mismo efecto que la lluvia a una lechuga marchita. ¡Listo! Ahora me podré mantener despierto el tiempo suficiente como para comer un bocado.

Condujeron a los hobbits a los asientos junto a Faramir: barriles recubiertos de pieles y más altos que los bancos de los hombres para que estuvieran cómodos. Antes de sentarse a comer, Faramir y todos sus hombres se volvieron de cara al oeste y así permanecieron un momento, en profundo silencio. Faramir les indicó a Frodo y a Sam que hicieran lo mismo.

—Siempre lo hacemos—dijo Faramir cuando por fin se sentaron—; volvemos la mirada a Númenor, la Númenor que fue, y más allá de Númenor al Hogar de los Elfos que todavía es, y más lejos aún hacia lo que es y siempre será. ¿No hay entre vosotros una costumbre semejante a la hora de las comidas?

—No—respondió Frodo, sintiéndose extrañamente rústico y sin educación—. Pero si hemos sido invitados, saludamos a nuestro anfitrión con una reverencia, y luego de haber comido nos levantamos y le damos las gracias.

—También nosotros lo hacemos—dijo Faramir.

 

Luego de tanto peregrinar y de acampar a la intemperie, y de tantos días pasados en tierras salvajes y desiertas, la colación de la noche les pareció a los hobbits un festín: beber el vino rubio, fresco y fragante, y comer el pan con mantequilla, y carnes saladas y frutos secos, y un excelente queso rojo, ¡con las manos limpias y vajilla y cubiertos relucientes! Ni Frodo ni Sam rehusaron una sola de las viandas que les fueron ofrecidas, ni una segunda porción, ni aún una tercera. El vino les corría por las venas y los miembros cansados, y se sentían alegres y ligeros de corazón como no lo habían estado desde que partieran de las tierras de Lórien.

Cuando todo hubo terminado, Faramir los llevó a un nicho al fondo de la caverna, aislado en parte por una cortina; allí pusieron una mesa y dos bancos. Una pequeña lámpara de barro ardía en una hornacina.

—Pronto podréis tener ganas de dormir—dijo—, especialmente el buen Samsagaz, que no ha querido cerrar un ojo antes de la cena aunque no sé si por miedo a embotar un noble apetito o por miedo a mí. Pero no es saludable irse a dormir en seguida de comer, y menos aún luego de un prolongado ayuno. Hablemos pues un rato. Tendréis mucho que contar de vuestro viaje desde Rivendel. Y también querríais saber algo de nosotros y del país en que ahora os encontráis. Habladme de mi hermano Boromir, del viejo Mithrandir y de la hermosa gente del país de Lothlórien.

Frodo ya no tenía sueño y estaba dispuesto a conversar. Sin embargo, aunque se sentía bien luego de la comida y el vino, no había perdido del todo la cautela. Sam estaba radiante y canturreaba en voz baja; pero cuando Frodo habló, al principio se contentó con escuchar, aventurando sólo una que otra exclamación de asentimiento.

Frodo relató muchas historias, pero eludiendo una y otra vez el tema de la misión de la Compañía y el Anillo, extendiéndose en cambio en el valiente papel que Boromir había desempeñado en todas las aventuras de los viajeros, con los lobos en las tierras salvajes, en medio de las nieves bajo el Caradhras, y en las Minas de Moria donde cayera Gandalf. La historia del combate sobre el puente fue la que más conmovió a Faramir.

—Ha de haber enfurecido a Boromir tener que huir de los orcos—dijo—y hasta de la criatura feroz de que me hablas, ese balrog, aun cuando fuera el último en retirarse.

—Él fue el último, sí—dijo Frodo—, pero Aragorn no tuvo más remedio que ponerse al frente de la Compañía. De no haber tenido que cuidar de nosotros, los más pequeños, no creo que ni él ni Boromir hubiesen huido.

—Quizás hubiera sido mejor que Boromir hubiese caído allí con Mithrandir—dijo Faramir—, en vez de ir hacia el destino que lo esperaba más allá de las cascadas del Rauros.

—Quizá. Pero háblame ahora de vuestras vicisitudes—dijo Frodo eludiendo una vez más el tema—. Pues me gustaría conocer mejor la historia de Minas Ithil y de Osgiliath, y de Minas Tirith la perdurable. ¿Qué esperanzas albergáis para esa ciudad en esta larga guerra?

—¿Qué esperanzas?—dijo Faramir—. Tiempo ha que hemos abandonado toda esperanza. La espada de Elendil, si es que vuelve en verdad, podrá reavivarla, pero no conseguirá otra cosa, creo, que aplazar el día fatídico, a menos que recibiéramos también nosotros ayuda inesperada, de los elfos o de los hombres. Pues el enemigo crece y nosotros decrecemos. Somos un pueblo en decadencia, un otoño sin primavera.

»Los hombres de Númenor se habían afincado a lo ancho y a lo largo de las costas y regiones marítimas de las Grandes Tierras, pero la mayor parte de ellos cayeron en maldades y locura. Muchos se dejaron seducir por la oscuridad y las artes negras; algunos se abandonaron por completo a la pereza o la molicie, y otros a la guerra entre hermanos, hasta que se debilitaron y fueron conquistados por los hombres salvajes.

»No se ha dicho que las malas artes hayan sido practicadas en Gondor alguna vez, ni que honraran al Sin Nombre; la sabiduría y la belleza de antaño, traídas del oeste, perduraron largo tiempo en el reino de los hijos de Elendil el Hermoso, y todavía subsisten. Pero aun así, fue Gondor la que provocó su propia decadencia, hundiéndose poco a poco en la ñoñez, convencida de que el enemigo dormía, cuando en realidad estaba replegado, no destruido.

»La muerte siempre estaba presente, porque los númenóreanos, como lo hicieran en su antiguo reino, que así habían perdido, ambicionaban aún una vida eternamente inmutable. Los reyes construían tumbas más espléndidas que las casas en que habitaban, y en sus árboles genealógicos los nombres del pasado les eran más caros que los de sus propios hijos. Señores sin descendencia holgazaneaban en antiguos castillos sin otro pensamiento que la heráldica; en cámaras secretas los ancianos decrépitos preparaban elixires poderosos, o en torres altas y frías interrogaban a las estrellas. Y el último rey de la dinastía de Anárion no tenía heredero.

»Pero los senescales fueron más sabios y más afortunados. Más sabios, porque reclutaron las fuerzas de nuestro pueblo entre la gente robusta de la costa marítima y entre los intrépidos montañeses de Ered Nimrais. Y pactaron una tregua con los orgullosos pueblos del norte, que a menudo nos habían atacado, hombres de un coraje feroz, pero nuestros parientes muy lejanos, a diferencia de los salvajes hombres del este o los crueles haradrim.

»Ocurrió entonces que en los días de Cirion, el duodécimo senescal (y mi padre es el vigesimosexto), acudieron en nuestra ayuda y en el gran Campo de Celebrant destruyeron al enemigo que se había apoderado de las provincias septentrionales. Estos son los rohirrim, como nosotros los llamamos, señores de caballos, y a ellos les cedimos las tierras de Calenardhon que desde entonces llevan el nombre de Rohan: pues ya en tiempos remotos esa provincia estaba escasamente poblada. Y se convirtieron en nuestros aliados y siempre se han mostrado leales, ayudándonos en momentos de necesidad, y custodiando nuestras fronteras en el Paso de Rohan.[6]

»De nuestras tradiciones y costumbres han aprendido lo que quisieron, y sus señores hablan nuestra lengua si es preciso; pero en general conservan las costumbres y tradiciones del pasado; y entre ellos hablan en la lengua nórdica que les es propia. Y nosotros los amamos: hombres de elevada estatura y mujeres hermosas, valientes todos por igual, fuertes, de cabellos dorados y ojos brillantes, nos recuerdan la juventud de los hombres, como eran en los Tiempos Antiguos. Y en verdad, nuestros maestros de tradición dicen que tienen de antiguo esta afinidad con nosotros porque provienen de las mismas tres casas del hombre, como los númenóreanos: no de Hador el de los Cabellos de Oro, el amigo de los elfos, tal vez, sino de aquellos hijos y súbditos de Hador que no atravesaron el mar rumbo al oeste, desoyendo la llamada.

»Pues así denominamos a los hombres en nuestra tradición, llamándolos los altos, o los hombres del oeste, que eran los númenóreanos; y los pueblos del medio, los hombres del crepúsculo, como los rohirrim y las gentes como ellos que habitan aún muy lejos en el norte; y los salvajes, los hombres de la Oscuridad.

»Pero si con el tiempo los rohirrim han empezado a parecerse en algunos aspectos a nosotros, aficionándose a las artes y a maneras más atemperadas, también nosotros hemos empezado a parecernos a ellos, y ya casi no podemos reclamar el título de altos. Nos hemos transformado en hombres del medio, del crepúsculo, pero con el recuerdo de otras cosas. De los rohirrim hemos aprendido a amar la guerra y el coraje como cosas buenas en sí mismas, juego y meta a la vez; y aunque todavía pensamos que un guerrero ha de tener inteligencia y conocimientos, y no sólo dominar el manejo de las armas y el arte de matar, consideramos no obstante al guerrero superior a los hombres de otras profesiones. Así lo exigen las necesidades de nuestros tiempos. Guerrero era también mi hermano, Boromir: un hombre intrépido, considerado por su temple como el mejor de Gondor. Y era muy valiente: en muchos años no hubo en Minas Tirith un heredero como él, tan resistente a la fatiga, tan denodado en la batalla, ninguno capaz de arrancar del Gran Cuerno una nota más poderosa. —Faramir suspiró y durante un rato guardó silencio.

 

—No habla usted mucho de los elfos en sus relatos, señor—dijo Sam, armándose súbitamente de coraje. Había notado que Faramir aludía a los elfos con reverencia, y esto, aún más que la cortesía con que trataba a los hobbits, y la comida y el vino que les ofreciera, le había ganado el respeto de Sam, menos receloso ahora.

—No, en efecto, maese Samsagaz—dijo Faramir—, pues no soy versado en la tradición élfica. Pero has tocado aquí otro aspecto en el que también hemos cambiado, en la declinación que va de Númenor a la Tierra Media. Sabrás tal vez, si Mithrandir fue compañero vuestro y si habéis hablado con Elrond, que los edain, los padres de los númenóreanos, combatieron junto a los elfos en las primeras guerras, y recibieron en recompensa el reino que estuvo en el centro mismo del mar, a la vista del Hogar de los Elfos. Pero en la Tierra Media los hombres y los elfos se distanciaron en días de oscuridad, a causa de los ardides del enemigo y de las lentas mutaciones del tiempo, pues cada especie se alejó cada vez más por caminos divergentes. Ahora los hombres temen a los elfos y desconfían de ellos, aunque bien poco los conocen. Y nosotros, los de Gondor, nos estamos pareciendo a los otros hombres, pues hasta los hombres de Rohan, que son los enemigos del Señor Oscuro, evitan a los elfos y hablan del bosque de Oro con terror.

»Sin embargo aún entre nosotros hay quienes tienen tratos con los elfos, cuando pueden, y de vez en cuando algunos viajan secretamente a Lórien, de donde rara vez retornan. Yo no. Porque considero que es hoy peligroso para un mortal ir voluntariamente en busca de las Gentes Antiguas. Sin embargo envidio de veras que hayas hablado con la dama blanca.

—¡La dama de Lórien! ¡Galadriel!—exclamó Sam—. Tendría usted que verla, ah, por cierto que tendría que verla, señor. Yo no soy más que un hobbit, y jardinero de oficio, en mi tierra, señor, si me comprende usted, y no soy ducho en poesía... no en componerla: alguna copla cómica, tal vez, de tanto en tanto, ¿sabe?, pero no verdadera poesía... por eso no puedo explicarle lo que quiero decir. Habría que cantarlo. Haría falta Trancos, es decir Aragorn, para ello, o el viejo señor Bilbo. Pero me gustaría componer una canción sobre ella. ¡Es hermosa, señor! ¡Qué hermosa es! A veces como un gran árbol en flor, a veces como un narciso, tan delgada y menuda. Dura como el diamante, suave como el claro de luna. Ardiente como el sol, fría como la escarcha bajo las estrellas. Orgullosa y distante como una montaña nevada, y tan alegre como una muchacha que en primavera se trenza margaritas en los cabellos. Pero he dicho un montón de tonterías y ni me he acercado a la idea.

—Ha de ser muy bella en efecto—dijo Faramir—. Peligrosamente bella.

—No sé si es peligrosa—dijo Sam—. Se me ocurre que la gente lleva consigo su propio peligro a Lórien, y allí lo vuelve a encontrar porque lo ha tenido dentro. Pero tal vez se podría llamar peligrosa, tan fuerte como es. Usted, usted podría hacerse añicos contra ella, como un barco contra una roca, o ahogarse, como un hobbit en un río. Pero ni en la roca ni el río habría culpa alguna. Y Boro... —Se interrumpió de golpe, enrojeciendo hasta las orejas.

—¿Sí? Y Boromir, dijiste—dijo Faramir—. ¿Qué estabas por decir? ¿Él llevaba consigo el peligro?

—Sí, señor, con el perdón de usted, y un hermoso hombre era su hermano, si me permite decirlo así. Pero usted estuvo cerca de la verdad desde el principio. Yo observé y escuché a Boromir durante todo el camino desde Rivendel, para cuidar de mi amo, como usted comprenderá, y sin desearle ningún mal a Boromir, y es mi opinión que fue en Lórien donde vio claramente por primera vez lo que yo había adivinado antes: lo que él quería. ¡Desde el momento en que lo vio, quiso tener el Anillo del Enemigo!

—¡Sam!—exclamó Frodo, consternado. Había estado ensimismado en sus propios pensamientos, y salió de ellos bruscamente, pero demasiado tarde.

—¡Caracoles!—dijo Sam palideciendo y enrojeciendo otra vez hasta el escarlata—. ¡Ya hice otra barrabasada! Cada vez que abres el pico metes la pata solía decirme el Tío, y tenía razón. ¡Caracoles! ¡Caracoles!

»¡Oiga, señor!—Dio media vuelta y miró cara a cara a Faramir con todo el coraje que pudo juntar. —No vaya ahora a aprovecharse de mi amo porque el sirviente sea sólo un tonto. Usted nos ha arrullado todo el tiempo con palabras hermosas, hablando de los elfos y todo, y bajé la guardia. Pero lo hermoso es bueno, como decimos nosotros. He aquí una oportunidad de demostrar su nobleza.

—Así parece—dijo Faramir, lentamente y con una voz muy dulce y una extraña sonrisa—. ¡Así que esta era la respuesta de todos los enigmas! El Anillo Único que se creía desaparecido del mundo. ¿Y Boromir intentó apoderarse de él por la fuerza? ¿Y vosotros escapasteis? ¿Y habéis corrido tanto camino... para llegar a mí? Y aquí os tengo, en estas soledades: dos medianos, y una hueste de hombres a mi servicio, y el Anillo de los Anillos. ¡Un golpe de suerte! Una buena oportunidad para Faramir de Gondor de mostrar su nobleza. ¡Ah!—Se incorporó muy erguido, muy alto y grave, los ojos grises centelleando.

Frodo y Sam saltaron de sus taburetes y se pusieron lado a lado de espaldas al muro, buscando a tientas la empuñadura de las espadas. Hubo un silencio. Todos los hombres reunidos en la caverna dejaron de hablar y los miraron con asombro. Pero Faramir volvió a sentarse y se echó a reír quedamente, y luego, de pronto pareció grave otra vez.

—¡Ay desdichado Boromir! ¡Fue una prueba demasiado dura!—dijo—. Cuánto habéis acrecentado mi tristeza, vosotros dos ¡extraños peregrinos de un país lejano, portadores del peligro de los hombres! Pero juzgáis peor a los hombres que yo a los medianos. Nosotros, los hombres de Gondor, decimos la verdad. Nos jactamos rara vez pero entonces actuamos o morimos intentándolo. No lo recogería ni si lo viese tirado a la orilla del camino, dije. Aunque fuese hombre capaz de codiciar ese objeto, aunque cuando lo dije no sabía qué era, de todos modos consideraría esas palabras como un juramento, y a ellas me atengo.

»Mas no soy ese hombre. O soy quizá bastante prudente para saber que el hombre ha de evitar ciertos peligros. ¡Descansad en paz! Y tú, Samsagaz, tranquilízate. Si crees haber flaqueado, piensa que estaba escrito que así habría de ser. Tu corazón es tan perspicaz como fiel, y él vio más claro que tus ojos. Por extraño que pueda parecer, no hay peligro alguno en que me lo hayas dicho. Hasta podría ayudar al amo a quien tanto quieres. Puede ser favorable para él, si está a mi alcance. Tranquilízate entonces. Pero nunca más vuelvas a nombrar esa cosa en voz alta. ¡Basta una vez!

 

Los hobbits volvieron a sus taburetes y se sentaron en silencio. Los hombres retornaron a la bebida y la charla, suponiendo que el capitán había estado divirtiéndose a expensas de los pequeños huéspedes, pero que la chanza ya había terminado.

—Bien, Frodo, ahora por fin nos hemos entendido—dijo Faramir—. Si asumiste la responsabilidad de ser el portador de ese objeto no por elección sino a instancias de otros, te compadezco y te honro. Y me dejas maravillado: lo llevas escondido y no lo utilizas. Sois para mí gente de un mundo nuevo. ¿Son semejantes a vosotros todos los de esa raza? Vuestra tierra parece un remanso de paz y tranquilidad, y honráis sin duda a los jardineros.

—No todo es allí felicidad—dijo Frodo—, pero es cierto que honramos a los jardineros.

—Pero también allí la gente tiene que cansarse, aún en los huertos, como todas las cosas bajo el sol de este mundo. Y vosotros estáis lejos de vuestro hogar y habéis viajado mucho. Basta por esta noche. Dormid los dos en paz, si podéis. ¡Nada temáis! Yo no deseo verlo, ni tocarlo, ni saber de él más de lo que sé (y ya es más que suficiente), no sea que el peligro me tiente, y si me enfrentara a esa prueba no sé si tendría la entereza de Frodo hijo de Drogo. Id ahora a descansar... mas decidme antes si es posible: a dónde deseáis ir y qué queréis hacer. Pues yo he de velar, y esperar, y reflexionar. El tiempo pasa. En la mañana partiremos unos y otros por los caminos que el destino nos ha marcado.

Pasado el primer sobresalto, Frodo no había dejado de temblar. Ahora un inmenso cansancio descendió sobre él como una nube. Incapaz de seguir disimulando, no se resistió más.

—Buscaba un camino para entrar en Mordor—dijo con voz débil—. Iba a Gorgoroth. Tengo que encontrar la montaña de fuego y arrojar el objeto en el abismo del Destino. Así dijo Gandalf. No creo que llegue jamás allí.

Faramir lo contempló un instante con asombrada seriedad. Luego, de improviso, viéndolo vacilar, sostuvo a Frodo, lo levantó con dulzura y lo llevó hasta el lecho y allí lo acostó y lo abrigó. Al instante Frodo cayó en un sueño profundo.

Otra cama fue instalada al lado para el sirviente de Frodo. Sam titubeó un momento, luego se inclinó en una profunda reverencia: —Buenas noches, capitán, mi señor—dijo—. Habéis aceptado el desafío, señor.

—¿Sí?—dijo Faramir.

—Sí señor, y habéis mostrado vuestra nobleza: la más alta.

Faramir sonrió. —Eres un sirviente atrevido, maese Samsagaz. Mas no importa: el alabar lo que es digno de alabanza no necesita recompensa. Sin embargo no había nada loable en todo esto. No tuve ni la tentación ni el deseo de hacer otra cosa.

—Ah bueno, señor—dijo Sam—, habéis dicho que mi amo tenía un cierto aire élfico; y eso era bueno, y cierto además. Pero yo puedo ahora deciros que vos también tenéis un aire, señor, un aire que me hace pensar en... en... bueno, en Gandalf, en los magos.

—Es posible—dijo Faramir—. Quizá distingas desde lejos el aire de Númenor. ¡Buenas noches!

 


XLII.EL ESTANQUE VEDADO

 

LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO VI

Al despertar, Frodo vio a Faramir inclinado sobre él. Por un segundo le volvieron los viejos temores y se sentó y retrocedió.

No hay nada que temer—le dijo Faramir.

¿Ya es la mañana?—preguntó Frodo, bostezando.

Aún no, pero la noche ya toca a su fin y la luna llena se está ocultando. ¿Quieres venir a verla? Hay también una cuestión acerca de la cual quisiera que me dieras tu parecer. Lamento haberte despertado, pero ¿quieres venir?

Sí—dijo Frodo levantándose, y tembló ligeramente al abandonar el calor de las mantas y las pieles. Hacía frío en la caverna sin fuego. El rumor del agua se oía claramente en la quietud de la noche. Se envolvió en la capa y siguió a Faramir.

Sam, despertando bruscamente por una especie de instinto de vigilancia, vio primero el lecho vacío de su amo y se levantó de un salto. En seguida vio dos siluetas oscuras, la de Frodo y un hombre, recortadas en la arcada, nimbada ahora por un resplandor blanquecino. Se encaminó de prisa a reunirse con ellos, más allá de las hileras de hombres que dormían sobre jergones a lo largo de la pared. Al pasar cerca de la entrada vio que la cortina se había transformado en un velo deslumbrante de seda y perlas e hilos de plata: carámbanos de luna en lenta fusión. Pero no se detuvo a admirarla y dando la vuelta siguió a su amo a través de la puerta angosta tallada en la pared de la caverna.

Tomaron primero por un pasadizo negro, luego subieron varios escalones mojados, y llegaron así a un pequeño rellano tallado en la roca, iluminado por un cielo pálido que resplandecía muy arriba, distante, como la cúpula de un alto campanario. De allí partían dos escaleras: una conducía a la orilla elevada del río; la otra se doblaba en un recodo hacia la izquierda. Siguieron por esta última, que subía en espiral, como la escalera de una torre.

 

Salieron por fin de las tinieblas de piedra y miraron alrededor. Se encontraban en una ancha plataforma de roca lisa sin antepecho ni pretil. A la derecha, en el este, el torrente caía en cascadas sobre numerosas terrazas, y descendiendo en brusca y vertiginosa carrera, con la oscura fuerza del agua, y cuajado de espuma, iba a verterse en un lecho; por fin, rizándose y arremolinándose casi sobre la plataforma, se precipitaba por encima de la arista que se abría a la derecha. Un hombre estaba allí de pie, cerca de la orilla, en silencio, mirando hacia abajo.

Frodo se volvió a contemplar las cintas de agua aterciopelado, que se curvaban y desaparecían. Luego alzó los ojos y miró en lontananza. El mundo estaba silencioso y frío, como si el alba se acercase. A lo lejos, en el poniente, la luna llena se hundía redonda y blanca. Unas brumas pálidas relucían en el valle ancho de allá abajo: un vasto abismo de vapores de plata, bajo los que fluían las aguas nocturnas y frescas del Anduin. Y más allá una tiniebla negra y amenazante, en la que rutilaban de tanto en tanto, fríos, afilados, remotos y blancos como colmillos fantasmales, los picos de Ered Nimrais, las montañas Blancas de Gondor, coronadas de nieves eternas.

Frodo permaneció un momento sobre la alta piedra, preguntándose con un estremecimiento si en algún lugar de esas vastas tierras nocturnas caminarían aún sus antiguos compañeros, o dormirían, o si yacerían muertos envueltos en sudarios de niebla. ¿Por qué lo habían traído aquí arrancándolo del olvido del sueño?

Sam, que estaba preguntándose lo mismo, no pudo reprimirse y murmuró, sólo para el oído de su amo, creyó él: ¡Es una vista hermosa, señor Frodo, pero le hiela a uno el corazón, por no hablar de los huesos! ¿Qué sucede?

Faramir lo oyó y respondió: La luna se pone sobre Gondor. El bello Ithil al abandonar la Tierra Media, echa una mirada a los rizos blancos del viejo Mindolluin. Bien vale la pena soportar algunos escalofríos. Mas no es esto lo que os he traído a ver, aunque en verdad a ti, Samsagaz, yo no te he llamado, y ahora estás pagando por tu exceso de celo. Un sorbo de vino remediará el problema. ¡Venid ahora y mirad!

Se acercó al centinela silencioso en el borde oscuro, y Frodo lo siguió. Sam se quedó atrás. Ya bastante inseguro se sentía en aquella alta plataforma mojada. Faramir y Frodo miraron abajo. Muy lejos, en el fondo, vieron las aguas blancas que se vertían en un cauce espumoso, giraban alrededor de una profunda cuenca oval entre las rocas, hasta encontrar por fin una nueva salida por una puerta estrecha, y se alejaban murmurando y humeando hacia regiones más llanas y apacibles. El claro de luna iluminaba aún con rayos oblicuos el pie de la cascada y centelleaba en el menudo y tumultuoso oleaje de la cuenca. Pronto Frodo creyó ver una forma pequeña y oscura en la orilla más próxima, pero en el momento mismo en que la observaba, la figura se zambulló y desapareció detrás del remolino de la cascada, hendiendo el agua negra con la precisión de una flecha o de una piedra arrojada de canto.

Faramir se volvió hacia el centinela. ¿Y ahora qué dirías que es, Anborn? ¿Una ardilla, o un martín pescador? ¿Hay martines negros en las charcas nocturnas del bosque Negro?

No sé qué puede ser, pero no es un pájaro—respondió Anborn—. Tiene cuatro miembros y se zambulle como un hombre; y con maestría, además. ¿En qué andará? ¿Buscando un camino por detrás de la cortina para subir a nuestro escondite? Me parece que al fin hemos sido descubiertos. Aquí tengo mi arco, y he apostado otros arqueros, casi tan buenos tiradores como yo, en las dos orillas. Sólo esperamos vuestra orden para disparar, capitán.

¿Dispararemos?—preguntó Faramir, volviéndose rápidamente a Frodo.

Frodo tardó un momento en responder. Luego dijo: ¡No! ¡No! ¡Te suplico que no lo hagas!—De haberse atrevido, Sam habría dicho «» más pronto y más fuerte. No alcanzaba a ver, pero por lo que Frodo y Faramir decían, podía imaginarse qué estaban mirando.

¿Sabes entonces qué es eso?—dijo Faramir—. Bien, ahora que lo has visto, dime por qué hay que perdonarlo. En todas nuestras conversaciones, no has nombrado ni una sola vez a vuestro compañero vagabundo, y yo lo dejé pasar por el momento. Podía esperar hasta que lo capturaran y lo trajeran a mi presencia. Envié en su busca a mis mejores cazadores, pero se les escapó, y no volvieron a verlo hasta ahora, excepto Anborn, aquí presente, que lo divisó un momento anoche, a la hora del crepúsculo. Pero ahora ha cometido un delito peor que ir a cazar conejos en las tierras altas: ha tenido la osadía de venir a Henneth Annûn, y lo pagará con la vida. Me desconcierta esta criatura: tan solapada y tan astuta como es, ¡venir a jugar en el lago justo delante de nuestra ventana! ¿Se imagina acaso que los hombres duermen sin vigilancia la noche entera? ¿Por qué lo hace?

Hay dos respuestas, creo yo—dijo Frodo—. Por una parte, esta criatura conoce poco a los hombres, y aunque es astuta, vuestro refugio está tan escondido que ignora tal vez que hay hombres aquí. Además, creo que ha sido atraído por un deseo irresistible, más fuerte que la prudencia.

¿Atraído aquí, dices?—preguntó Faramir en voz baja—. ¿Es posible... sabe entonces lo de tu carga?

Lo sabe, sí. El mismo la llevó durante años.

Henneth Annûn por Ted Nasmith


¿El la llevó?—dijo Faramir, estupefacto, respirando entrecortadamente—. Esta historia es cada vez más intrincada y enigmática. ¿Entonces anda detrás de tu carga?

Tal vez. Es un tesoro para él. Pero no hablaba de eso.

—¿Qué busca entonces la criatura?

—Pescado—dijo Frodo—. ¡Mira!

 

Escudriñaron la oscuridad del lago. Una cabecita negra apareció en el otro extremo de la cuenca, emergiendo de la profunda sombra de las rocas. Hubo un fugaz relámpago de plata y un remolino de ondas diminutas se movió hacia la orilla. Luego, con una agilidad asombrosa, una figura que parecía una rana trepó fuera de la cuenca. Al instante se sentó y empezó a mordisquear algo pequeño, plateado y reluciente: los rayos postreros de la luna caían ahora detrás del muro de piedra en el confín del agua.

Faramir se rio por lo bajo. ¡Pescado!—dijo—. Es un hambre menos peligrosa. O tal vez no: los peces del lago de Henneth Annûn podrían costarle todo lo que tiene.

Ahora le estoy apuntando con la flecha—dijo Anborn—. ¿No tiraré, capitán? Por haber venido a este lugar sin ser invitado, la muerte es nuestra ley.

Espera, Anborn—dijo Faramir—. Este asunto es más delicado de lo que parece. ¿Qué puedes decir ahora, Frodo? ¿Por qué habríamos de perdonarle la vida?

Esta criatura es miserable y tiene hambre—dijo Frodo—, y desconoce el peligro que la amenaza. Y Gandalf, tu Mithrandir, te habría pedido que no lo mates, por esa razón y por otras. Les prohibió a los elfos que lo hicieran. No sé bien por qué, y lo que adivino no puedo decirlo aquí abiertamente. Pero esta criatura está ligada de algún modo a mi misión. Hasta el momento en que nos descubriste y nos trajiste aquí, era mi guía.

¡Tu guía! Esta historia se vuelve cada vez más extraña. Mucho haría por ti, Frodo, pero esto no puedo concedértelo: dejar que ese vagabundo taimado se vaya de aquí en libertad para reunirse luego contigo si le place o que los orcos lo atrapen y él les cuente todo lo que sabe bajo la amenaza del sufrimiento. Es preciso matarlo o capturarlo. Matarlo, si no podemos atraparlo en seguida. Mas ¿cómo capturar a esa criatura escurridiza que cambia de apariencia, si no es con un dardo empenachado?

Déjame bajar hasta él en paz—dijo Frodo—. Podéis mantener tensos los arcos, y matarme a mí al menos si fracaso. No escaparé.

¡Ve pues y date prisa!—dijo Faramir—. Si sale de aquí con vida, tendrá que ser tu fiel servidor por el resto de sus desdichados días. Conduce a Frodo allá abajo, a la orilla, Anborn, e id con cautela. Esta criatura tiene nariz y orejas. Dame tu arco.

Anborn gruñó, descendiendo delante de Frodo la larga escalera de caracol, y ya en el rellano subieron por la otra escalera, hasta llegar al fin a una angosta abertura disimulada por arbustos espesos. Salieron en silencio, y Frodo se encontró en lo alto de la orilla meridional, por encima del lago. Ahora la oscuridad era profunda, y las cascadas grises y pálidas sólo reflejaban la claridad lunar demorada en el cielo occidental. No veía a Gollum. Avanzó un corto trecho y Anborn lo siguió con paso sigiloso.

¡Continúa!—susurró al oído de Frodo—. Ten cuidado a tu derecha. Si te caes en el lago, nadie salvo tu amigo pescador podrá socorrerte. Y no olvides que hay arqueros en las cercanías, aunque tú no puedas verlos.

Frodo se adelantó con precaución, valiéndose de las manos a la manera de Gollum para tantear el camino y mantenerse en equilibrio. Las rocas eran casi todas lisas y planas, pero resbaladizas. Se detuvo a escuchar. Al principio no oyó otro ruido que el rumor incesante de la cascada a sus espaldas. Pero pronto distinguió, no muy lejos, delante de él, un murmullo sibilante.

Pecesss, buenos pecesss. La Cara Blanca ha desaparecido, mi tesoro, por fin, sí. Ahora podemos comer pescado en paz. No, no en paz, mi tesoro. Pues el Tesoro está perdido: sí, perdido. Sucios hobbits, hobbits malvados. Se han ido, y nos han abandonado, gollum; y el Tesoro se ha ido también. El pobre Sméagol no tiene a nadie ahora. No más Tesoro. Hombres malos lo tomarán, me robarán mi Tesoro. Ladrones. Los odiamos. Pecesss, buenos buenos pecesss. Nos dan fuerzas. Nos ponen los ojos brillantes y los dedos recios, sí. Estrangúlalos, tesoro. Estrangúlalos a todos, sí, si tenemos la oportunidad. Buenos pecesss. ¡Buenos pecesss!

Y así continuó, casi tan incesante como el agua de la cascada, interrumpido solamente por un débil ruido de salivación y gorgoteo. Frodo se estremeció, escuchando con piedad y repugnancia. Deseaba que se interrumpiera de una vez y que nunca más tuviera que escuchar esa voz. Anborn, detrás de él, no estaba lejos.

Frodo podía volver arrastrándose y pedirle que los cazadores dispararan los arcos. No les costaría mucho acercarse, mientras Gollum engullía y no estaba en guardia. Un solo tiro certero, y Frodo se liberaría para siempre de aquella voz miserable. Pero no, Gollum tenía ahora derechos sobre él. El sirviente adquiere derechos sobre su amo a cambio de servirlo, aun cuando lo haga por temor. Sin Gollum se habrían hundido en las ciénagas de los Muertos. Y además Frodo sabía de algún modo, y con absoluta certeza, que Gandalf hubiera defendido la vida de Gollum.

¡Sméagol!—llamó en voz baja.

—Pecesss, buenos pecesss—dijo la voz.

¡Sméagol!—repitió Frodo, un poco más alto. La voz calló. —Sméagol, el amo ha venido a buscarte. El amo está aquí. ¡Ven, Sméagol!—No hubo respuesta, pero sí un suave silbido.¡Ven, Sméagol!—dijo Frodo—. Estamos en peligro. Los hombres te matarán, si te encuentran aquí. Ven pronto, si quieres escapar a la muerte. ¡Ven al amo!

¡No!—dijo la voz—. Amo no bueno. Abandona al pobre Sméagol y se va con otros amigos. Amo puede esperar. Sméagol no ha terminado.

No hay tiempo—dijo Frodo—. Trae el pescado contigo. ¡Ven!

—¡No! Tengo que terminar el pescado.

¡Sméagol!—dijo Frodo desesperado—. El Tesoro se enfadará. Sacaré el Tesoro y le diré: haz que se trague las espinas y se ahogue. Nunca más probarás pescado. Ven. ¡El Tesoro espera!

Hubo un silbido agudo. Un instante después, Gollum emergió de la oscuridad en cuatro patas, como un perro errabundo que acude a una llamada. Tenía en la boca un pescado comido a medias y otro en la mano. Se detuvo muy cerca de Frodo, casi nariz con nariz, y lo olió. Los ojos pálidos le brillaban. Entonces se sacó el pescado de la boca y se irguió.

¡Buen amo!—murmuró—. Buen hobbit, venir a buscar al pobre Sméagol. El buen Sméagol ha venido. Ahora vamos, pronto, sí. A través de los árboles, mientras las Caras están oscuras. ¡Sí pronto, vamos!

Sí, pronto iremos—dijo Frodo—. Pero no en seguida. Yo iré contigo como prometí. Te lo prometo de nuevo. Pero no ahora. Todavía no estás a salvo. Yo te salvaré, pero tienes que confiar en mí.

¿Tenemos que confiar en el amo?—dijo Gollum, dudando—. ¿Por qué no partir en seguida? ¿Dónde está el otro, el hobbit malhumorado y grosero? ¿Dónde está?

Allá arriba—dijo Frodo, señalando la cascada—. No partiré sin él. Tenemos que ir a buscarlo. —Se le encogió el corazón. Esto se parecía demasiado a una celada. No temía en realidad que Faramir permitiese que mataran a Gollum, pero probablemente lo tomaría prisionero y lo haría atar; y lo que Frodo estaba haciendo le parecería sin duda una traición a la infeliz criatura traicionera. Quizá nunca llegaría a comprender o creer que Frodo le había salvado la vida del único modo posible. ¿Qué otra cosa podía hacer, para guardar al menos cierta lealtad a uno y a otro?—¡Ven!—dijo—. Si no vienes el Tesoro se enfadará. Ahora volveremos, subiendo por la orilla del río. ¡Adelante, adelante, tú irás al frente!

Gollum trepó un corto trecho junto a la orilla, olisqueando con recelo. Muy pronto se detuvo y levantó la cara. ¡Hay algo allí!—dijo—. No es un hobbit. —Retrocedió bruscamente. Una luz verde le brillaba en los ojos saltones. —¡Amo, amo!—siseó—. ¡Malvado! ¡Astuto! ¡Falso!—Escupió y extendió los brazos largos chasqueando los dedos.

En ese momento la gran forma negra de Anborn apareció por detrás y cayó sobre él. Una mano grande y fuerte lo tomó por la nuca y lo inmovilizó. Gollum giró en redondo con la celeridad de un rayo, mojado como estaba y cubierto de lodo, retorciéndose como una anguila, mordiendo y arañando como un gato. Pero otros dos hombres salieron de las sombras.

¡Quieto!—le dijo uno de ellos—. O te ensartaremos más púas que las de un puercoespín. ¡Quieto!

Gollum se derrumbó y empezó a gimotear y lloriquear. Los hombres lo ataron con cuerdas, sin demasiados miramientos.

¡Despacio, despacio!—dijo Frodo—. No tiene tanta fuerza como vosotros. No lo lastiméis, si podéis evitarlo. Se calmará. ¡Sméagol! No te harán daño. Yo iré contigo y no pasará nada. A menos que me maten también a mí. ¡Ten confianza en el amo!

Gollum volvió la cabeza y escupió a Frodo en la cara. Los hombres lo alzaron, lo embozaron con un capuchón hasta los ojos, y se lo llevaron.

Frodo los siguió, sintiéndose profundamente desdichado. Pasaron por la abertura disimulada entre los arbustos, y a través de las escaleras y los pasadizos regresaron a la caverna. Ya habían encendido dos o tres antorchas. Los hombres iban de un lado a otro, en plena actividad. Sam, que estaba allí, lanzó una mirada curiosa al bulto fofo que los cazadores llevaban a la rastra. ¿Usted lo atrapó?—le preguntó a Frodo.

Sí. Bueno, no, no lo atrapé yo. Él vino voluntariamente, porque confió en mí al principio, me temo. Yo no quería que lo atasen así. Ojalá salga bien; pero odio todo esto.

También yo—dijo Sam—. Y nunca nada saldrá bien donde se encuentre esa criatura abominable.

Un hombre se acercó a los hobbits, les hizo una seña y los condujo al nicho del fondo de la caverna. Allí Faramir los esperaba sentado en su silla, y en la hornacina la lámpara estaba encendida otra vez. Con un ademán invitó a los hobbits a sentarse junto a él, en los taburetes. Traed vino para los huéspedes—dijo—. Y traedme al prisionero.

Sirvieron el vino, y un momento después entró Anborn, llevando a Gollum. Levantándole el capuchón, lo ayudó a ponerse en pie, permaneciendo junto a él para sostenerlo. Gollum entornó los ojos, ocultando detrás de los párpados pálidos y pesados una mirada maligna. Chorreando agua y entumecido, y con olor a pescado (todavía llevaba uno apretado en la mano), parecía la viva imagen de la miseria; los cabellos ralos le colgaban como algas fétidas sobre las órbitas huesudas, la nariz le moqueaba.

¡Desatadnos! ¡Desatadnos!—dijo—. La cuerda nos hace daño, sí, nos lastima, duele, y no hicimos nada.

¿Nada?—dijo Faramir clavando en la infeliz criatura una mirada incisiva, pero sin expresión alguna, ni de cólera, ni de piedad ni de extrañeza—. ¿Nada? ¿Nunca hiciste nada que mereciera que te atasen o castigos peores? No es a mí, sin embargo, a quien incumbe juzgarte. Por fortuna. Pero esta noche has venido a un lugar donde sólo venir significa la muerte. Caros se pagan los peces de este lago.

Gollum dejó caer el pescado que tenía en la mano. No queremos pescado—dijo.

El precio no está en el pescado—dijo Faramir—. Basta venir aquí y mirar el lago para merecer la muerte. Si hasta este momento te he perdonado la vida ha sido gracias a las súplicas del amigo Frodo, quien dice que él al menos te debe cierta gratitud. Pero también a mí tendrás que satisfacerme. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Y a dónde vas? ¿Cuál es tu ocupación?

Estamos perdidos—dijo Gollum—. Sin nombre, sin ocupación, sin el Tesoro, nada. Sólo vacío. Sólo hambre; sí, tenemos hambre. Unos pocos pescaditos, horribles pescaditos espinosos para una pobre criatura, y ellos dicen muerte. Tan sabios son; tan justos, tan verdaderamente justos.

No verdaderamente sabios—dijo Faramir—. Pero justos sí, tal vez: tan justos como lo permite nuestra menguada sabiduría. ¡Desátalo, Frodo!—Faramir sacó del cinto un cuchillo pequeño y se lo tendió a Frodo. Gollum, interpretando mal el gesto, lanzó un chillido y se desplomó.

¡Vamos, Sméagol!—dijo Frodo—. Tienes que confiar en mí. No te abandonaré. Contesta con veracidad, si puedes. Te hará bien, no mal. —Cortó las cuerdas que sujetaban las muñecas y los tobillos de Gollum, y lo ayudó a ponerse en pie.

¡Acércate!—dijo Faramir—. ¡Mírame! ¿Conoces el nombre de este lugar? ¿Has estado antes aquí?

Gollum levantó la vista lentamente y de mala gana miró a Faramir. La luz se le apagó en los ojos, y por un instante los clavó, taciturnos y pálidos, en los ojos claros e imperturbables del hombre de Gondor. Hubo un silencio de muerte. De pronto Gollum dejó caer la cabeza y se enroscó sobre sí mismo, hasta quedar en el suelo tembloroso, hecho un ovillo. No sabemos y no queremos saber—gimoteó—. Nunca vinimos aquí; nunca volveremos.

Hay en tu mente puertas y ventanas condenadas, y recintos oscuros detrás—dijo Faramir—. Pero en esto juzgo que eres sincero. Mejor para ti. ¿Sobre qué jurarás no volver nunca más y no guiar hasta aquí ni con palabras ni por señas a ningún ser viviente?

El amo sabe—dijo Gollum con una mirada de soslayo a Frodo—. Sí, él sabe. Lo prometeremos al amo, si él nos salva. Se lo prometemos al Tesoro, sí. —Se arrastró hasta los pies de Frodo. —¡Sálvanos, buen amo!—gimió—. Sméagol se lo promete al Tesoro, lo promete lealmente. ¡Jamás volveré, jamás hablaré, nunca más! ¡No, tesoro, no!

¿Estás satisfecho?—preguntó Faramir.

Sí—dijo Frodo—. En todo caso, o aceptáis esta promesa o aplicáis la ley. Más no conseguirás. Pero yo le prometí que sí venía a mí no le harían ningún daño. Y no me gustaría faltar a mi palabra.

 

Faramir permaneció pensativo un momento. Muy bien—dijo al cabo hablándole a Gollum—. Te entrego a manos de tu amo, Frodo hijo de Drogo. ¡Que él declare qué hará contigo!

Pero, señor Faramir—dijo Frodo inclinándose—, no has declarado aún tu voluntad respecto al susodicho Frodo, y hasta tanto no la des a conocer él no podrá trazar ningún plan ni para él mismo ni para sus compañeros. Tu decisión quedó postergada hasta la mañana; y el amanecer ya está muy próximo.

Entonces declararé mi sentencia—dijo Faramir—: En lo que a ti concierne, Frodo, en la medida de los poderes que me son conferidos por una autoridad más alta, te declaro libre en el reino de Gondor hasta los últimos confines de sus antiguas fronteras; con la sola salvedad de que ni a ti ni a ninguno de quienes te acompañan le estará permitido venir aquí a menos que haya sido invitado. Este veredicto tendrá vigencia por un año y un día, y vencido ese término caducará salvo que antes vayas tú a Minas Tirith y te presentes ante el señor y senescal de la Ciudad. A quien rogaré que ratifique mi veredicto y que lo prolongue por vida. De aquí a entonces, toda persona que tomes bajo tu protección estará también bajo mi protección y al amparo del escudo de Gondor. ¿Te satisface esta respuesta?

Frodo se inclinó profundamente. Me satisface, sí—dijo—, y permíteme que te ofrezca mis servicios, si fueran dignos de alguien tan noble y tan honorable.

—Son altamente dignos—dijo Faramir—. Y ahora, Frodo, ¿tomas a esta criatura, Sméagol, bajo tu protección?

Sí, tomo a Sméagol bajo mi protección—dijo Frodo. Sam dejó escapar un sonoro suspiro; y no a causa de las fórmulas de cortesía, las cuales, como lo haría cualquier hobbit, aprobada sin reservas. A decir verdad, en La Comarca un asunto de esa naturaleza habría exigido muchas más reverencias y más palabras.

En ese caso—dijo Faramir volviéndose a Gollum—, te advierto que pesa sobre ti una sentencia de muerte. Pero mientras permanezcas junto a Frodo estarás a salvo, por lo que a mí me atañe. No obstante, si alguna vez un hombre de Gondor te encontrase merodeando y sin tu amo, la sentencia será ejecutada. Y quiera la muerte llegar pronto a ti, dentro o fuera de Gondor, si no le sirves con la debida lealtad. Y ahora, respóndeme: ¿a dónde querías ir? Eres su guía, dice él. ¿A dónde lo llevabas?—Gollum no respondió.

No admitiré secretos en cuanto a esto—dijo Faramir—. Respóndeme, o revocaré mi veredicto. —Tampoco esta vez Gollum respondió.

Yo responderé por él—dijo Frodo—. Me guio hasta la Puerta Negra, como yo se lo había pedido; pero esa puerta era infranqueable.

No hay ninguna puerta abierta para entrar en la Tierra Sin Nombre—dijo Faramir.

—Por lo tanto, cambiamos de rumbo y vinimos por la ruta del sur—prosiguió Frodo—; pues según él hay, o puede haber un camino cerca de Minas Ithil.

Minas Morgul—dijo Faramir.

No lo sé exactamente—dijo Frodo—; pero el camino trepa, creo, entre las montañas del lado norte del valle, donde se alza la ciudad antigua. Sube hasta muy arriba, hasta una hendidura, y luego desciende otra vez hasta... lo que está más allá.

¿Conoces el nombre de esa garganta?—dijo Faramir.

—No—respondió Frodo.

Se llama Cirith Ungol. —Gollum lanzó un silbido agudo y se puso a mascullar. —¿No es ese el nombre?—dijo Faramir, volviéndose a Gollum.

¡No!—dijo Gollum, y en seguida gimió, como si le hubieran dado un puñetazo—. Sí, sí, hemos oído ese nombre, una vez. Pero ¿qué nos importa el nombre? El amo dice que él necesita entrar. Es preciso entonces que tratemos de encontrar algún camino. No hay otro camino posible, no.

¿No hay otro camino?—dijo Faramir—. ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Quién ha explorado todos los confines de este reino sombrío?—Miró a Gollum larga y pensativamente. Luego volvió a hablar: —Llévate de aquí a esta criatura, Anborn. Trátala con dulzura, pero vigílala. Y tú, Sméagol, no intentes arrojarte en las cascadas. Allí las rocas tienen dientes tan afilados que morirás antes de tiempo. ¡Déjanos pues, y llévate tu pescado!

Anborn salió de la cueva, y Gollum fue delante de él, sumisamente. La cortina se cerró tras ellos.

 

Frodo, pienso que eres demasiado imprudente en este asunto—dijo Faramir—. No creo que tengas que ir con esa criatura. Es malvada.

No, no es del todo malvada—dijo Frodo.

No del todo, quizá—dijo Faramir—; pero la malicia está devorándolo como un chancro, y el mal crece. No te conducirá a nada bueno. Si te separas de él, le daré un salvoconducto y un guía, y haré que lo acompañen al punto que él nombre, a lo largo de la frontera de Gondor.

No lo aceptaría—dijo Frodo—. Me seguiría como lo ha hecho durante tanto tiempo. Y yo le he prometido muchas veces tomarlo bajo mi protección e ir a donde él me lleve. ¿No me pedirás que falte a la palabra que he empeñado?

No—respondió Faramir—. Pero mi corazón te lo pediría. Parece menos grave aconsejar a alguien que falte a una promesa que hacerlo uno mismo, sobre todo si se trata de un amigo atado involuntariamente por un juramento nefasto. Pero ahora... tendrás que soportarlo si quiere ir contigo. Sin embargo, no me parece necesario que tengas que ir a Cirith Ungol, del que no te ha dicho ni la mitad de lo que sabe. Esto al menos lo vi claro en la mente de ese Sméagol. ¡No vayas a Cirith Ungol!

¿A dónde iré entonces?—dijo Frodo—. ¿Volveré a la Puerta Negra para entregarme a los guardias? ¿Qué sabes tú en contra de ese lugar que hace su nombre tan temible?

Nada cierto—respondió Faramir—. Nosotros los de Gondor nunca cruzamos en nuestros días al este del camino, y menos nuestros hombres más jóvenes, así como ninguno de nosotros ha puesto jamás el pie en las montañas de las Sombras. De esos parajes sólo conocemos los antiguos relatos y los rumores de tiempos lejanos. Pero la sombra de un terror oscuro se cierne sobre los pasos que dominan Minas Morgul. Cuando se pronuncia el nombre de Cirith Ungol, los ancianos y los maestros del saber se ponen pálidos y enmudecen.

»El valle de Minas Morgul cayó en poder del mal hace mucho tiempo, y era una amenaza y un lugar de terror cuando el enemigo se había retirado muy lejos, e Ithilien estaba en su mayor parte bajo nuestra protección. Como sabes, esa ciudad fue antaño una plaza fuerte, orgullosa y espléndida, hermana gemela de nuestra propia ciudad. Pero se apoderaron de ella hombres feroces, que el enemigo había dominado en sus primeras guerras, y que luego de su caída erraban sin hogar y sin amo. Se dice que sus señores eran hombres de Númenor que se habían entregado a una maldad oscura: el enemigo les había dado Anillos de Poder, y los había devorado: se habían convertido en espectros vivientes, terribles y nefastos. Y cuando el enemigo partió, tomaron Minas Ithil y allí vivieron, y la ciudad declinó, así como todo el valle circundante: parecía vacía mas no lo estaba, pues un temor informe habitaba entre los muros ruinosos. Había allí nueve señores, y después del retorno del Amo, que favorecieron y prepararon en secreto, adquirieron poder otra vez. Entonces los nueve jinetes partieron de las puertas del horror, y nosotros no pudimos resistirlos. No te acerques a esa Ciudadela. Te descubrirán. Es un lugar de malicia en incesante vigilia, poblado de ojos sin párpados. ¡No vayas por ese camino!

—¿Pero a dónde entonces me encaminarías tú?—dijo Frodo—. No puedes, me dices, conducirme tú mismo a las montañas, ni por encima de ellas. Pero un compromiso solemne contraído con el Concilio me obliga a atravesarlas, a encontrar un camino o perecer en el intento. Y si me echara atrás, si rehusara el amargo final del camino, ¿a dónde iría entonces entre los elfos o los hombres? ¿Querrías tú acaso que yo fuera a Gondor con este Objeto, el Objeto que volvió loco de deseo a tu hermano? ¿Qué sortilegio obraría en Minas Tirith? ¿Habrá dos ciudades de Minas Morgul contemplándose mutuamente con una sonrisa burlona a través de una tierra muerta cubierta de podredumbre?

Yo no querría que eso sucediera—dijo Faramir.

Entonces ¿qué querrías que hiciera yo?

—No lo sé. Pero no que te encaminaras a la muerte o al suplicio. Y no creo que Mithrandir hubiera elegido ese camino.

No obstante, puesto que él se ha ido, he de tomar los caminos que yo pueda encontrar. Y no hay tiempo para una larga búsqueda—dijo Frodo.

Es un duro destino y una misión desesperada, Frodo hijo de Drogo—dijo Faramir—Pero al menos ten presente mi advertencia: cuídate de ese guía, Sméagol. Ya ha matado una vez. Lo he leído en sus ojos. —Suspiró.

»Bien, así nos encontramos y así nos separamos, Frodo hijo de Drogo. No es preciso que te endulce el oído con palabras de consuelo: no espero volver a verte bajo este sol. Pero ahora partirás con mis bendiciones, sobre ti, y sobre todo tu pueblo. Descansa un poco mientras preparan alimentos para vosotros.

»Mucho me gustaría saber por qué medios esa criatura escurridiza, Sméagol, llegó a poseer el Objeto de que hablamos, y cómo lo perdió, pero no te importunaré con eso ahora. Si algún día, contra toda esperanza, regresas a las tierras de los vivos y una vez más nos narramos nuestras historias, sentados junto a un muro y al sol, riéndonos de las congojas pasadas, tú entonces me lo contarás. Hasta ese día, o algún otro momento más allá de lo que alcanzan a ver las piedras videntes de Númenor, ¡adiós!

Se levantó, se inclinó profundamente ante Frodo, y corriendo la cortina entró en la caverna.

 


XLIII.EL PASO DE LA COMPAÑÍA GRIS

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO II

Gandalf había desaparecido, y los ecos de los cascos de Sombragrís se habían perdido en la noche. Merry volvió a reunirse con Aragorn. Apenas tenía equipaje, pues había perdido todo en Parth Galen, y sólo llevaba las pocas cosas útiles que recogiera entre las ruinas de Isengard. Hasufel ya estaba enjaezado. Legolas y Gimli y el caballo de ellos esperaban cerca.

—Así que todavía quedan cuatro miembros de la Compañía—dijo Aragorn—. Seguiremos cabalgando juntos. Pero no iremos solos, como yo pensaba. El rey está ahora decidido a partir inmediatamente. Desde que apareció la sombra alada, sólo piensa en volver a las colinas al amparo de la noche.

—¿Y de allí, a dónde iremos luego? —le preguntó Legolas.

—No lo sé aún—respondió Aragorn—. En cuanto al rey, partirá para la revista de armas que ha convocado en Edoras dentro de cuatro noches. Y allí, supongo, tendrá noticias de la guerra, y los jinetes de Rohan descenderán a Minas Tirith. Excepto yo, y los que quieran seguirme...

—¡Yo, para empezar! —gritó Legolas.

—¡Y Gimli con él!—dijo el enano.

—Bueno—dijo Aragorn—, en cuanto a mí, todo lo que veo es oscuridad. También yo tendré que ir a Minas Tirith, pero aún no distingo el camino. Se aproxima una hora largamente anticipada.

—¡No me abandonéis!—dijo Merry—. Hasta ahora no he prestado mucha utilidad, pero no quiero que me dejen de lado, como esos equipajes que uno retira cuando todo ha concluido. No creo que los jinetes quieran ocuparse de mí en este momento. Aunque en verdad el rey dijo que a su retorno me haría sentar junto a él, para que le hablase de La Comarca.

—Es verdad—dijo Aragorn—, y creo, Merry, que tu camino es el camino del rey. No esperes, sin embargo, un final feliz. Pasará mucho tiempo, me temo, antes que Théoden pueda reinar nuevamente en paz en Meduseld. Muchas esperanzas se marchitarán en esta amarga primavera.

 

Pronto todos estuvieron listos para la partida: veinticuatro jinetes, con Gimli en la grupa del caballo de Legolas y Merry delante de Aragorn. Poco después corrían a través de la noche. No hacía mucho que habían pasado los túmulos de los vados del Isen, cuando un jinete se adelantó desde la retaguardia.

—Mi señor—dijo, hablándole al rey—, hay hombres a caballo detrás de nosotros. Me pareció oírlos cuando cruzábamos los vados. Ahora estamos seguros. Vienen a galope tendido y están por alcanzarnos.

Sin pérdida de tiempo, Théoden ordenó un alto. Los jinetes dieron media vuelta y empuñaron las lanzas. Aragorn se apeó del caballo, depositó en el suelo a Merry, y desenvainando la espada aguardó junto al estribo del rey. Éomer y su escudero volvieron a la retaguardia. Merry se sentía más que nunca un trasto inútil, y se preguntó qué podría hacer en caso de que se librase un combate. En el supuesto de que la pequeña escolta del rey fuera atrapada y sometida, y él lograse huir en la oscuridad... solo en las tierras vírgenes de Rohan sin idea de dónde estaba en aquella infinidad de millas... «¡Inútil!», se dijo. Desenvainó la espada y se ajustó el cinturón.

La luna declinaba oscurecida por una gran nube flotante, pero de improviso volvió a brillar. En seguida llegó a oídos de todos el ruido de los cascos, y en el mismo momento vieron unas formas negras que avanzaban rápidamente por el sendero de los vados. La luz de la luna centelleaba aquí y allá en las puntas de las lanzas. Era imposible estimar el número de los perseguidores, pero no parecía inferior al de los hombres de la escolta del rey.

Cuando estuvieron a unos cincuenta pasos de distancia, Éomer gritó con voz tonante: —¡Alto! ¡Alto! ¿Quién cabalga en Rohan?

Los perseguidores detuvieron de golpe a los caballos. Hubo un momento de silencio; y entonces, a la luz de la luna, vieron que uno de los jinetes se apeaba y se adelantaba lentamente. Blanca era la mano que levantaba, con la palma hacia adelante, en señal de paz; pero los hombres del rey empuñaron las armas. A diez pasos el hombre se detuvo. Era alto, una sombra oscura y enhiesta. De pronto habló, con voz clara y vibrante.

—¿Rohan? ¿Habéis dicho Rohan? Es una palabra grata. Desde muy lejos venimos buscando este país, y llevamos prisa.

—Lo habéis encontrado—dijo Éomer—. Allá, cuando cruzasteis los vados, entrasteis en Rohan. Pero estos son los dominios del rey Théoden, y nadie cabalga por aquí sin su licencia. ¿Quiénes sois? ¿Y por qué esa prisa?

—Yo soy Halbarad dúnadan, montaraz del norte—respondió el hombre—. Buscamos a un tal Aragorn hijo de Arathorn, y habíamos oído que estaba en Rohan.

—¡Y lo habéis encontrado también!—exclamó Aragorn. Entregándole las riendas a Merry, corrió a abrazar al recién llegado—. ¡Halbarad!—dijo—. ¡De todas las alegrías, esta es la más inesperada!

Merry dio un suspiro de alivio. Había pensado que se trataba de una nueva artimaña de Saruman para sorprender al rey cuando sólo lo protegían unos pocos hombres; pero al parecer no iba a ser necesario morir en defensa de Théoden, al menos por el momento. Volvió a envainar la espada.

—Todo bien—dijo Aragorn, regresando a la Compañía—. Son hombres de mi estirpe venidos del país lejano en que yo vivía. Pero a qué han venido, y cuántos son, Halbarad nos lo dirá.

—Tengo conmigo treinta hombres—dijo Halbarad—. Todos los de nuestra sangre que pude reunir con tanta prisa; pero los hermanos Elladan y Elrohir nos han acompañado, pues desean ir a la guerra. Hemos cabalgado lo más rápido posible, desde que llegó tu llamada.

—Pero yo no os llamé—dijo Aragorn—, salvo con el deseo; a menudo he pensado en vosotros, y nunca más que esta noche; sin embargo, no os envié ningún mensaje. ¡Pero vamos! Todas estas cosas pueden esperar. Nos encontráis viajando de prisa y en peligro. Acompañadnos por ahora, si el rey lo permite.

En realidad, la noticia alegró a Théoden. —¡Magnífico!—dijo—. Si estos hombres de tu misma sangre se te parecen, mi señor Aragorn, treinta de ellos serán una fuerza que no puede medirse por el número.

 

Los jinetes reanudaron la marcha, y Aragorn cabalgó algún tiempo con los dúnedain; y luego que hubieron comentado las noticias del norte y del sur, Elrohir le dijo:

—Te traigo un mensaje de mi padre: Los días son cortos. Si el tiempo apremia, recuerda los Senderos de los Muertos.

—Los días me parecieron siempre demasiado cortos para que mi deseo se cumpliera—respondió Aragorn—. Pero grande en verdad tendrá que ser mi prisa si tomo ese camino.

—Eso lo veremos pronto—dijo Elrohir—. ¡Pero no hablemos más de estas cosas a campo raso!

Entonces Aragorn le dijo a Halbarad: —¿Qué es eso que llevas, primo?—Pues había notado que en vez de lanza empuñaba un asta larga, como si fuera un estandarte, pero envuelta en un apretado lienzo negro y atada con muchas correas.

—Es un regalo que te traigo de parte de la dama de Rivendel—respondió Halbarad—. Lo hizo ella misma en secreto y fue un largo trabajo. Y también te envía un mensaje: Cortos son ahora los días. O nuestras esperanzas se cumplirán, o será el fin de toda esperanza. ¡Adiós, Piedra de Elfo!

Y Aragorn dijo: —Ahora sé lo que traes. ¡Llévalo aún en mi nombre algún tiempo!—Y dándose vuelta miró a lo lejos hacia el norte bajo las grandes estrellas, y se quedó en silencio y no volvió a hablar mientras duró la travesía nocturna.

 

La noche era vieja y el cielo gris en el este cuando salieron por fin de la hondonada del abismo y llegaron a Cuernavilla. Allí decidieron descansar un rato, y deliberar. Merry durmió hasta que Legolas y Gimli lo despertaron. —El sol está alto—le dijo Legolas—. Ya todos andan ocupados de aquí para allá. Vamos, señor Zángano, ¡levántate y ve a echar una mirada, mientras todavía estás a tiempo!

—Hubo una batalla aquí, hace tres noches—dijo Gimli—, y aquí fue donde Legolas y yo jugamos una partida que yo gané por un solo orco. ¡Ven y verás cómo fue! ¡Y hay cavernas, Merry, cavernas maravillosas! ¿Crees que podremos visitarlas, Legolas?

—¡No! No tenemos tiempo—dijo el elfo—. ¡No estropees la maravilla con la impaciencia! Te he dado mi palabra de que volveré contigo, si tenemos alguna vez un día de paz y libertad. Pero ya es casi mediodía, y a esa hora comeremos, y luego partiremos otra vez, tengo entendido.

Merry se levantó y bostezó. Las escasas horas de sueño habían sido insuficientes; se sentía cansado y bastante triste. Echaba de menos a Pippin, y tenía la impresión de no ser sino una carga, mientras todos los demás trabajaban de prisa preparando planes para algo que él no terminaba de entender. —¿Dónde está Aragorn?—preguntó.

—En una de las cámaras altas de la villa—le respondió Legolas—. No ha dormido ni descansado, me parece. Subió allí hace unas horas, diciendo que necesitaba reflexionar, y sólo lo acompañó su primo, Halbarad; pero tiene una duda oscura o alguna preocupación.

—Es una compañía extraña, la de estos recién llegados—dijo Gimli—. Son hombres recios y arrogantes; junto a ellos los jinetes de Rohan parecen casi niños; tienen rostros feroces, como de roca gastada por los años casi todos ellos, hasta el propio Aragorn; y son silenciosos.

—Pero lo mismo que Aragorn, cuando rompen el silencio son corteses—dijo Legolas—. ¿Y has observado a los hermanos Elladan y Elrohir? Visten ropas menos sombrías que los demás, y tienen la belleza y la arrogancia de los señores elfos; lo que no es extraño en los hijos de Elrond de Rivendel.

—¿Por qué han venido? ¿Lo sabes?—preguntó Merry. Se había vestido, y echándose sobre los hombros la capa gris, marchó con sus compañeros hacia la puerta destruida de la villa.

—En respuesta a una llamada, tú mismo lo oíste—dijo Gimli—. Dicen que un mensaje llegó a Rivendel: Aragorn necesita la ayuda de los suyos. ¡Que los dúnedain se unan a él en Roban! Pero de dónde les llegó este mensaje, ahora es un misterio para ellos. Lo ha de haber enviado Gandalf, presumo yo.

—No, Galadriel—dijo Legolas—. ¿No habló por boca de Gandalf de la cabalgata de la Compañía Gris llegada del norte?

—Sí, tienes razón—dijo Gimli—. ¡La dama del bosque! Ella lee en los corazones y las esperanzas. ¿Por qué, Legolas, no habremos deseado la compañía de algunos de los nuestros?

Legolas se había detenido frente a la puerta, el bello rostro atribulado, la mirada perdida en la lejanía, hacia el norte y el este. —Dudo que alguno quisiera acudir—respondió—. No necesitan venir tan lejos a la guerra: la guerra avanza ya sobre ellos.

 

Durante un rato caminaron los tres, comentando tal o cual episodio de la batalla, y descendieron por la puerta rota y pasaron delante de los túmulos de los caídos en el prado que bordeaba el camino; al llegar a la Empalizada de Helm se detuvieron y se asomaron a contemplar la hondonada del abismo. Negro, alto y pedregoso, ya se alzaba allí el cerro de la Muerte, y podía verse la hierba que los huorns habían pisoteado y aplastado. Los dunlendinos y numerosos hombres de la guarnición del Fuerte estaban trabajando en la empalizada o en los campos, y alrededor de los muros semiderruidos; sin embargo, había una calma extraña: un valle cansado que reposa luego de una tempestad violenta. Los hombres regresaron pronto para el almuerzo, que se servía en la sala del Fuerte.

El rey ya estaba allí; no bien los vio entrar, llamó a Merry y pidió que le pusieran un asiento junto al suyo. —No es lo que yo hubiera querido—dijo Théoden—; poco se parece este lugar a mi hermosa morada de Edoras. Y tampoco nos acompaña tu amigo, aunque tendría que estar aquí. Sin embargo, es posible que pase mucho tiempo antes que podamos sentarnos, tú y yo, a la alta mesa de Meduseld; y no habrá ocasión para fiestas cuando yo regrese. ¡Adelante! Come y bebe, y hablemos ahora mientras podamos. Y luego cabalgarás conmigo.

—¿Puedo?—dijo Merry, sorprendido y feliz. —¡Sería maravilloso! —Nunca una palabra amable había despertado en él tanta gratitud. —Temo no ser más que un impedimento para todos—balbució—, pero no me arredra ninguna empresa que yo pudiera llevar a cabo, os lo aseguro.

—No lo dudo—dijo el rey—. He hecho preparar para ti un buen poni de montaña. Te llevará al galope por los caminos que tomaremos, tan rápido como el mejor corcel. Pues pienso partir del Fuerte siguiendo los senderos de las montañas, sin atravesar la llanura, y llegar a Edoras por el camino del Sagrario, donde me espera la dama Éowyn. Serás mi escudero, si lo deseas. ¿Éomer, hay en el Fuerte algún equipo que pueda servirle a mi paje de armas?

—No tenemos aquí grandes reservas, mi señor—respondió Éomer—. Tal vez pudiéramos encontrar un yelmo liviano, pero no cotas de malla ni espadas para alguien de esta estatura.

—Yo tengo una espada—dijo Merry, y saltando del asiento, sacó de la vaina negra la pequeña hoja reluciente. Lleno de un súbito amor por el viejo rey, se hincó sobre una rodilla, y le tomó la mano y se la besó—. ¿Permitís que deposite a vuestros pies la espada de Meriadoc de La Comarca, rey Théoden?—exclamó—. ¡Aceptad mis servicios, os lo ruego!

—Los acepto de todo corazón—dijo el rey, y posando las manos largas y viejas sobre los cabellos castaños del hobbit, le dio su bendición.

—¡Y ahora levántate, Meriadoc, escudero de Rohan de la casa de Meduseld!—dijo—. ¡Toma tu espada y condúcela a un fin venturoso!

—Seréis para mí como un padre—dijo Merry.

—Por poco tiempo—dijo Théoden.

 

Hablaron así mientras comían, hasta que Éomer dijo: —Se acerca la hora de la partida, señor. ¿Diré a los hombres que toquen los cuernos? Mas ¿dónde está Aragorn? No ha venido a almorzar.

—Nos alistaremos para cabalgar—dijo Théoden—; pero manda aviso al señor Aragorn de que se aproxima la hora.

El rey, escoltado por la guardia y con Merry al lado, descendió por la puerta del Fuerte hasta la explanada donde se reunían los jinetes. Ya muchos de los hombres esperaban a caballo. Serían pronto una compañía numerosa, pues el rey estaba dejando en el Fuerte sólo una pequeña guarnición, y el resto de los hombres cabalgaba ahora hacia Edoras. Un millar de lanzas había partido ya durante la noche; pero aún quedaban unos quinientos para escoltar al rey, casi todos los hombres de los campos y valles del Folde Oeste.

Los montaraces se mantenían algo apartados, en un grupo ordenado y silencioso, armados de lanzas, arcos y espadas. Vestían oscuros mantos grises, y las capuchas les cubrían la cabeza y el yelmo. Los caballos que montaban eran vigorosos y de estampa arrogante, pero hirsutos de crines; y uno de ellos no tenía jinete: el corcel de Aragorn, que habían traído del norte, y que respondía al nombre de Roheryn. En los arreos y gualdrapas de las cabalgaduras no había ornamentos ni resplandores de oro y pedrerías; y los jinetes mismos no llevaban insignias ni emblemas, excepto una estrella de plata que les sujetaba el manto en el hombro izquierdo.

El rey montó a Crinblanca, y Merry, a su lado, trepó a la silla del poni, Stybba de nombre. Éomer no tardó en salir por la puerta, acompañado de Aragorn, y de Halbarad que llevaba el asta enfundada en el lienzo negro, y de dos hombres de elevada estatura, ni viejos ni jóvenes. Eran tan parecidos estos hijos de Elrond, que muchos confundían a uno con otro; de cabellos oscuros, ojos grises, y rostros de una belleza élfica, vestían idénticas mallas brillantes bajo los mantos de color gris plata. Detrás de ellos iban Legolas y Gimli. Pero Merry sólo tenía ojos para Aragorn, tan asombroso era el cambio que notaba, como si muchos años hubiesen descendido en una sola noche sobre él. Tenía el rostro sombrío, macilento y fatigado.

—Me siento atribulado, señor—dijo, de pie junto al caballo del rey—. He oído palabras extrañas, y veo a lo lejos nuevos peligros. He meditado largamente, y temo ahora tener que cambiar mi resolución. Decidme, Théoden, vais ahora al Sagrario: ¿cuánto tardaréis en llegar?

—Ya ha pasado una hora desde el mediodía—dijo Éomer—. Antes de la noche del tercer día a contar desde ahora llegaremos al Baluarte. Será la primera noche después del plenilunio, y la revista de armas convocada por el rey se celebrará al día siguiente. Imposible adelantarnos, si hemos de reunir todas las fuerzas de Rohan.

Aragorn permaneció un momento en silencio. —Tres días—murmuró—, y el reclutamiento de los hombres de Rohan apenas habrá comenzado. Pero ya veo que no podemos ir más de prisa. Alzó la mirada al cielo, y pareció que había decidido algo al fin; tenía una expresión menos atormentada. En ese caso, y con vuestro permiso, señor, he de tomar una determinación que me atañe a mí y a mis gentes. Tenemos que seguir nuestro propio camino y no más en secreto. Pues para mí el tiempo del sigilo ha pasado. Partiré hacia el este por el camino más rápido, y cabalgaré por los Senderos de los Muertos.

—¡Los Senderos de los Muertos!—repitió, temblando, Théoden—. ¿Por qué los nombras?—Éomer se volvió y escrutó el rostro de Aragorn, y a Merry le pareció que los jinetes más próximos habían palidecido al oír esas palabras. —Si en verdad hay tales senderos—prosiguió el rey—, la puerta está en el Sagrario; pero ningún hombre viviente podrá franquearla.

—¡Ay, Aragorn, amigo mío! —dijo Éomer—. Tenía la esperanza de que partiríamos juntos a la guerra; pero si tú buscas los Senderos de los Muertos, ha llegado la hora de separarnos, y es improbable que volvamos a encontrarnos bajo el sol.

—Ese será, sin embargo, mi camino—dijo Aragorn—. Mas a ti, Éomer, te digo que quizá volvamos a encontrarnos en la batalla, aunque todos los ejércitos de Mordor se alcen entre nosotros.

—Harás lo que te parezca mejor, mi señor Aragorn—dijo Théoden—. Es tu destino tal vez transitar por senderos extraños que otros no se atreven a pisar. Esta separación me entristece y me resta fuerzas; pero ahora tengo que partir, y ya sin más demora, por los caminos de la montaña. ¡Adiós!

—¡Adiós, señor!—dijo Aragorn. —¡Galopad hacia la gloria! ¡Adiós, Merry! Te dejo en buenas manos, mejores que las que esperábamos cuando perseguíamos orcos en Fangorn. Legolas y Gimli continuarán conmigo la cacería, espero; mas no te olvidaremos.

—¡Adiós!—dijo Merry. No encontraba nada más que decir. Se sentía muy pequeño, y todas aquellas palabras oscuras lo desconcertaban y amilanaban. Más que nunca echaba de menos el inagotable buen humor de Pippin. Ya los jinetes estaban prontos, los caballos piafaban, y Merry tuvo ganas de partir y que todo acabase de una vez.

Entonces Théoden le dijo algo a Éomer, y alzó la mano y gritó con voz tonante, y a esa señal los jinetes se pusieron en marcha. Cruzaron el desfiladero, descendieron la hondonada del abismo y volviéndose rápidamente hacia el este, tomaron un sendero que corría al pie de las colinas a lo largo de una milla o más, y que luego de girar hacia el sur y replegarse otra vez hacia las lomas, desaparecía de la vista. Aragorn cabalgó hasta el desfiladero y los siguió con los ojos hasta que la tropa se perdió en lontananza, en lo más profundo del valle. Luego miró a Halbarad.

—Acabo de ver partir a tres seres muy queridos—dijo—, y el pequeño no menos querido que los otros. No sabe qué destino le espera, pero si lo supiese, igualmente iría.

—Gente pequeña pero muy valerosa—dijo Halbarad. —Poco saben de cómo hemos trabajado en defensa de las fronteras de La Comarca, pero no les guardo rencor.

—Y ahora nuestros destinos se entrecruzan—dijo Aragorn—. Y sin embargo, ay, hemos de separarnos. Bien, tomaré un bocado, y luego también nosotros tendremos que apresurarnos a partir. ¡Venid, Legolas y Gimli! Quiero hablar con vosotros mientras como.

Volvieron juntos al Fuerte, y durante un rato Aragorn permaneció silencioso, sentado a la mesa de la sala, mientras los otros esperaban. —¡Veamos!—dijo al fin Legolas—. ¡Habla y reanímate y ahuyenta las sombras! ¿Qué ha pasado desde que regresamos en la mañana gris a este lugar siniestro?

—Una lucha más siniestra para mí que la batalla de Cuernavilla—respondió Aragorn. —He escrutado la piedra de Orthanc, amigos míos.

—¿Has escrutado esa piedra maldita y embrujada?—exclamó Gimli con cara de miedo y asombro. —¿Le has dicho algo a... Él? Hasta Gandalf temía ese encuentro.

—Olvidas con quién estás hablando—dijo Aragorn con severidad, y los ojos le relampaguearon. —¿Acaso no proclamé abiertamente mi título ante las puertas de Edoras? ¿Qué temes que haya podido decirle a él? No, Gimli—dijo con voz más suave, y la expresión severa se le borró, y pareció más bien un hombre que ha trabajado en largas y atormentadas noches de insomnio—. No, amigos míos, soy el dueño legítimo de la piedra, y no me faltaban ni el derecho ni la entereza para utilizarla o al menos eso creía yo. El derecho es incontestable. La entereza me alcanzó... a duras penas.

Aragorn tomó aliento. —Fue una lucha ardua, y la fatiga tarda en pasar. No le hablé, y al final sometí la piedra a mi voluntad. Soportar eso solo ya le será difícil. Y me vio. Sí, maese Gimli, me vio, pero no como vosotros me veis ahora. Si eso le sirve de ayuda, habré hecho mal. Pero no lo creo. Supongo que saber que estoy vivo y que camino por la tierra fue un golpe duro para él, pues hasta hoy lo ignoraba. Los ojos de Orthanc no habían podido traspasar la armadura de Théoden; pero Sauron no ha olvidado a Isildur ni la espada de Elendil. Y ahora, en el momento preciso en que pone en marcha sus ambiciosos designios, se le revelan el heredero de Elendil y la espada; pues le mostré la hoja que fue forjada de nuevo. No es aún tan poderoso como para ser insensible al temor; no, y siempre lo carcome la duda.

—Pero a pesar de eso tiene todavía un inmenso poder—dijo Gimli—; y ahora golpeará cuanto antes.

—Un golpe apresurado suele no dar en el blanco—dijo Aragorn—. Hemos de hostigar al enemigo, sin esperar ya a que sea él quien dé el primer paso. Porque ved, mis amigos: cuando conseguí dominar a la piedra, me enteré de muchas cosas. Vi llegar del sur un peligro grave e inesperado para Gondor, que privará a Minas Tirith de gran parte de las fuerzas defensoras. Si no es contrarrestado rápidamente, temo que antes de diez días la ciudad estará perdida para siempre.

—Entonces, está perdida—dijo Gimli. —Pues ¿qué socorros podríamos enviar y cómo podrían llegar allí a tiempo?

—No tengo ningún socorro para enviar, y he de ir yo mismo—dijo Aragorn—. Pero hay un solo camino en las montañas que pueda llevarme a las tierras de la costa antes que todo se haya perdido: los Senderos de los Muertos.

—¡Los Senderos de los Muertos!—dijo Gimli—. Un nombre funesto; y poco grato para los hombres de Rohan, por lo que he visto. ¿Pueden los vivos marchar por ese camino sin perecer? Y aun cuando te arriesgues a ir por ahí, ¿qué podrán tan pocos hombres contra los golpes de Mordor?

—Los vivos jamás utilizaron ese camino desde la venida de los rohirrim—respondió Aragorn—, pues les está vedado. Pero en esta hora sombría el heredero de Isildur puede ir por él, si se atreve. ¡Escuchad! Este es el mensaje que me transmitieron los hijos de Elrond de Rivendel, hombre versado en las antiguas tradiciones: Exhortad a Aragorn a que recuerde las palabras del vidente, y los Senderos de los Muertos.

—¿Y cuáles pueden ser las palabras del vidente?—preguntó Legolas.

—Así habló Malbeth el Vidente, en tiempos de Arvedui, último rey de Fornost—dijo Aragorn:

 

Una larga sombra se cierne sobre la tierra,

y con alas de oscuridad avanza hacia el oeste.

La Torre tiembla; a las tumbas de los reyes

se aproxima el Destino. Los Muertos despiertan;

ha llegado la hora de los perjuros:

de nuevo en pie en la Roca de Erech

oirán un cuerno que resuena en las montañas.

¿De quién será ese cuerno? ¿Quién a los olvidados

llama desde el gris del crepúsculo?

El heredero de aquel a quien juraron lealtad.

Traído por la necesidad, vendrá desde el norte:

y cruzará la Puerta que lleva a los Senderos de los Muertos.[7]

 

—Sendas oscuras, sin duda alguna—dijo Gimli—, pero para mí no más que estas estrofas.

—Si deseas entenderlas mejor, te invito a acompañarme—dijo Aragorn—; pues ése es el camino que ahora tomaré. Pero no voy de buen grado; me obliga la necesidad. Por lo tanto, sólo aceptaré que me acompañéis si vosotros mismos lo queréis así, pues os esperan duras faenas, y grandes temores, sino algo todavía peor.

—Iré contigo aún por los Senderos de los Muertos y a cualquier fin a que quieras conducirme—dijo Gimli.

—Yo también te acompañaré—dijo Legolas—, pues no temo a los muertos.

—Espero que los olvidados no hayan olvidado las artes de la guerra—dijo Gimli—, porque si así fuera, los habríamos despertado en vano.

—Eso lo sabremos si alguna vez llegamos a Erech—dijo Aragorn—. Pero el juramento que quebrantaron fue el de luchar contra Sauron, y si han de cumplirlo, tendrán que combatir. Porque en Erech hay todavía una piedra negra que Isildur llevó allí de Númenor, dicen; y la puso en lo alto de una colina, y sobre ella el rey de las montañas le juró lealtad en los albores del reino de Gondor. Pero cuando Sauron regresó y fue otra vez poderoso, Isildur exhortó a los hombres de las montañas a que cumplieran el juramento, y ellos se negaron; pues en los Años Oscuros habían reverenciado a Sauron.

«Entonces Isildur le dijo al rey de las montañas: "Serás el último rey. Y si el oeste demostrara ser más poderoso que ese Amo Negro, que esta maldición caiga sobre ti y sobre los tuyos: no conoceréis reposo hasta que hayáis cumplido el juramento. Pues la guerra durará años innumerables, y antes del fin seréis convocados una vez más." Y ante la cólera de Isildur, ellos huyeron, y no se atrevieron a combatir del lado de Sauron; se escondieron en lugares secretos de las montañas y no tuvieron tratos con los otros hombres, y poco a poco se fueron replegando en las colinas estériles. Y el terror de los muertos desvelados se extiende sobre la colina de Erech y todos los parajes en que se refugió esa gente. Pero ese es el camino que he elegido, puesto que ya no hay hombres vivos que puedan ayudarme.

Se levantó. —¡Venid!—exclamó, y desenvainó la espada, y la hoja centelleó en la penumbra de la sala—. ¡A la Piedra de Erech! Parto en busca de los Senderos de los Muertos. ¡Seguidme, los que queráis acompañarme!

Legolas y Gimli, sin responder, se levantaron y siguieron a Aragorn fuera de la sala. Allí, en la explanada, los montaraces encapuchados aguardaban inmóviles y silenciosos. Legolas y Gimli montaron a caballo. Aragorn saltó a la grupa de Roheryn. Halbarad levantó entonces un gran cuerno, y los ecos resonaron en el abismo de Helm; y a esa señal partieron al galope, y descendieron la hondonada del abismo como un trueno, mientras los hombres que permanecían en la empalizada o el torreón los contemplaban estupefactos.

 

Y mientras Théoden iba por caminos lentos a través de las colinas, la Compañía Gris cruzaba veloz la llanura, llegando a Edoras en la tarde del día siguiente. Descansaron un momento antes de atravesar el valle, y entraron en el Baluarte al caer de la noche.

La dama Éowyn los recibió con alegría, pues nunca había visto hombres más fuertes que los dúnedain y los hermosos hijos de Elrond; pero ella miraba a Aragorn más que a ningún otro. Y cuando se sentaron a la mesa de la cena, hablaron largamente, y Éowyn se enteró de lo que había pasado desde la partida de Théoden, de quien no había tenido más que noticias breves y escuetas; y cuando le narraron la batalla del abismo de Helm, y las bajas sufridas por el enemigo, y la acometida de Théoden y sus jinetes, le brillaron los ojos.

Pero al cabo dijo: —Señores, estáis fatigados e iréis ahora a vuestros lechos, tan cómodos como lo ha permitido la premura con que han sido preparados. Mañana os procuraremos habitaciones más dignas.

Pero Aragorn le dijo: —¡No, señora, no os preocupéis por nosotros! Bastará con que podamos descansar aquí esta noche y desayunar por la mañana. Porque la misión que he de cumplir es muy urgente y tendremos que partir con las primeras luces.

La dama sonrió, y dijo: —Entonces, señor, habéis sido muy generoso, al desviaros tantas millas del camino para venir aquí, a traerle noticias a Éowyn, y hablar con ella en su exilio.

—Ningún hombre en verdad contaría este viaje como tiempo perdido—le dijo Aragorn—; no obstante, no hubiera venido si el camino que he de tomar no pasara por el Sagrario.

Y ella le respondió como si lo que tenía que decir no le gustara: —En ese caso, señor, os habéis extraviado, pues del valle Sagrado no parte ninguna senda, ni al este ni al sur; haríais mejor en volver por donde habéis venido.

—No, señora—dijo él—, no me he extraviado; conozco este país desde antes que vos vinierais a agraciarlo. Hay un camino para salir de este valle, y ese camino es el que he de tomar. Mañana cabalgaré por los Senderos de los Muertos.

Ella lo miró entonces como agobiada por un dolor súbito, y palideció, y durante un rato no volvió a hablar, mientras todos esperaban en silencio. —Pero Aragorn—dijo al fin—¿entonces vuestra misión es ir en busca de la muerte? Pues sólo eso encontraréis en semejante camino. No permiten que los vivos pasen por ahí.

—Acaso a mí me dejen pasar—dijo Aragorn—; de todos modos lo intentaré; ningún otro camino puede servirme.

—Pero es una locura—exclamó la dama—. Hay con vos caballeros de reconocido valor, a quienes no tendríais que arrastrar a las sombras, sino guiarlos a la guerra, donde se necesitan tantos hombres. Esperad, os suplico, y partid con mi hermano; así habrá alegría en nuestros corazones, y nuestra esperanza será más clara.

—No es locura, señora—repuso Aragorn—: es el camino que me fue señalado. Quienes me siguen así lo decidieron ellos mismos, y si ahora prefieren desistir, y cabalgar con los rohirrim, pueden hacerlo. Pero yo iré por los Senderos de los Muertos, solo, si es preciso.

Y no hablaron más y comieron en silencio; pero Éowyn no apartaba los ojos de Aragorn, y el dolor que la atormentaba era visible para todos. Al fin se levantaron, se despidieron de la dama, y luego de darle las gracias, se retiraron a descansar.

Pero cuando Aragorn llegaba al pabellón que compartiría esa noche con Legolas y Gimli, donde sus compañeros ya habían entrado, la dama lo siguió y lo llamó. Aragorn se volvió y la vio, una luz en la noche, pues iba vestida de blanco; pero tenía fuego en la mirada.

—¡Aragorn!—le dijo—¿por qué queréis tomar ese camino funesto?

—Porque he de hacerlo—fue la respuesta—. Sólo así veo alguna esperanza de cumplir mi cometido en la guerra contra Sauron. No elijo los caminos del peligro, Éowyn. Si escuchara la llamada de mi corazón, estaría a esta hora en el lejano norte, paseando por el hermoso valle de Rivendel.

Ella permaneció en silencio un momento, como si pensara el significado de aquellas palabras. Luego, de improviso, puso una mano en el brazo de Aragorn. —Sois un señor austero e inflexible—dijo—; así es como los hombres conquistan la gloria. —Hizo una pausa. —Señor—prosiguió—, si tenéis que partir, dejad que os siga. Estoy cansada de esconderme en las colinas, y deseo afrontar el peligro y la batalla.

—Vuestro deber está aquí entre los vuestros—respondió Aragorn.

—Demasiado he oído hablar de deber—exclamó ella—. Pero ¿no soy por ventura de la casa de Eorl, una virgen guerrera y no una nodriza seca? Ya bastante he esperado con las rodillas flojas. Si ahora no me tiemblan, parece, ¿no puedo vivir mi vida como yo lo deseo?

—Pocos pueden hacerlo con honra—respondió Aragorn—. Pero en cuanto a vos, señora: ¿no habéis aceptado la tarea de gobernar al pueblo hasta el regreso del señor? Si no os hubieran elegido, habrían nombrado a algún mariscal o capitán, y no podría abandonar el cargo, estuviese o no cansado de él.

—¿Siempre seré yo la elegida?—replicó ella amargamente—. ¿Siempre tendré yo que quedarme en casa cuando los caballeros parten, dedicada a pequeños menesteres mientras ellos conquistan la gloria, para que al regresar encuentren lecho y alimento?

—Quizá no esté lejano el día en que nadie regrese—dijo Aragorn—. Entonces ese valor sin gloria será muy necesario, pues ya nadie recordará las hazañas de los últimos defensores. Las hazañas no son menos valerosas porque nadie las alabe.

Y ella respondió: —Todas vuestras palabras significan una sola cosa: eres una mujer, y tu misión está en el hogar. Sin embargo, cuando los hombres hayan muerto con honor en la batalla, se te permitirá quemar la casa e inmolarte con ella, puesto que ya no la necesitarán. Pero soy de la casa de Eorl, no una mujer de servicio. Sé montar a caballo y esgrimir una espada y no temo el sufrimiento ni la muerte.

—¿A qué teméis, señora?—le preguntó Aragorn.

—A una jaula. A vivir encerrada detrás de los barrotes, hasta que la costumbre y la vejez acepten el cautiverio, y la posibilidad y aún el deseo de llevar a cabo grandes hazañas se hayan perdido para siempre.

—Y a mí me aconsejabais no aventurarme por el camino que he elegido, porque es peligroso.

—Es el consejo que una persona puede darle a otra—dijo ella—. No os pido, sin embargo, que huyáis del peligro, sino que vayáis a combatir donde vuestra espada puede conquistar la fama y la victoria. No me gustaría saber que algo tan noble y tan excelso ha sido derrochado en vano.

—Ni tampoco a mí—replicó Aragorn—. Por eso, señora, os digo: ¡Quedaos! Pues nada tenéis que hacer en el sur.

—Tampoco los que os acompañan tienen nada que hacer allí. Os siguen porque no quieren separarse de vos... porque os aman. —Y dando media vuelta Éowyn se alejó desvaneciéndose en la noche.

Aragorn y Éowyn por Alan Lee


No bien apareció en el cielo la luz del día, antes que el sol se elevara sobre las estribaciones del este, Aragorn se preparó para partir. Ya todos los hombres de la compañía estaban montados en las cabalgaduras, y Aragorn se disponía a saltar a la silla, cuando vieron llegar a la dama Éowyn. Vestida de caballero, ciñendo una espada, venía a despedirlos. Tenía en la mano una copa; se la llevó a los labios y bebió un sorbo, deseándoles buena suerte; luego le tendió la copa a Aragorn, y también él bebió, diciendo: —¡Adiós, señora de Rohan! Bebo por la prosperidad de vuestra casa, y por vos, y por todo vuestro pueblo. Decidle esto a vuestro hermano: ¡Tal vez, más allá de las sombras, volvamos a encontrarnos!

Gimli y Legolas que estaban muy cerca, creyeron ver lágrimas en los ojos de Éowyn y esas lágrimas, en alguien tan grave y tan altivo, parecían aún más dolorosas. Pero ella dijo: —¿Os iréis, Aragorn?

—Sí—respondió él.

—¿No permitiréis entonces que me una a esta Compañía, como os lo he pedido?

—No, señora—dijo él—. Pues no podría concedéroslo sin el permiso del rey y vuestro hermano; y ellos no regresarán hasta mañana. Mas ya cuento todas las horas y todos los minutos. ¡Adiós!

Éowyn cayó entonces de rodillas, diciendo: —¡Os lo suplico!

—No, señora—dijo otra vez Aragorn, y le tomó la mano para obligarla a levantarse, y se la besó. Y saltando sobre la silla, partió al galope sin volver la cabeza; y sólo aquellos que lo conocían bien y que estaban cerca supieron de su dolor.

Pero Éowyn permaneció inmóvil como una estatua de piedra, las manos crispadas contra los flancos, siguiendo a los hombres con la mirada hasta que se perdieron bajo el negro Dwimor, el monte de los Espectros, donde se encontraba la Puerta de los Muertos. Cuando los jinetes desaparecieron, dio media vuelta, y con el andar vacilante de un ciego regresó a su pabellón. Pero ninguno de los suyos fue testigo de aquella despedida; el miedo los mantenía escondidos en los refugios: se negaban a abandonarlos antes de la salida del sol, y antes que aquellos extranjeros temerarios se hubiesen marchado del Sagrario.

Y algunos decían: —Son criaturas élficas. Que vuelvan a los lugares de donde han venido y que no regresen nunca más. Ya bastante nefastos son los tiempos.

 

Continuaron cabalgando bajo un cielo todavía gris, pues el sol no había trepado aún hasta las crestas negras del monte de los Espectros, que ahora tenían delante. Atemorizados, pasaron entre las hileras de piedras antiguas que conducían al bosque Sombrío. Allí, en aquella oscuridad de árboles negros que ni el mismo Legolas pudo soportar mucho tiempo, en la raíz misma de la montaña, se abría una hondonada; y en medio del sendero se erguía una gran piedra solitaria, como un dedo del destino.

—Me hiela la sangre—dijo Gimli; pero ninguno más habló, y la voz del enano cayó muriendo en las húmedas agujas de pino. Los caballos se negaban a pasar junto a la piedra amenazante, y los jinetes tuvieron que apearse y llevarlos por la brida. De ese modo llegaron al fondo de la cañada; y allí, en un muro de roca vertical, se abría la Puerta Oscura, negra como las fauces de la noche. Figuras y signos grabados, demasiado borrosos para que pudieran leerlos, coronaban la arcada de piedra, de la que el miedo fluía como un vaho gris.

La compañía se detuvo; fuera de Legolas de los elfos, a quien no asustaban los espectros de los hombres, no hubo entre ellos un solo corazón que no desfalleciera.

—Es una puerta nefasta—dijo Halbarad—, y sé que del otro lado me aguarda la muerte. Me atreveré a cruzarla, sin embargo; pero ningún caballo querrá entrar.

—Pero nosotros tenemos que entrar—dijo Aragorn—, y por lo tanto han de entrar también los caballos. Pues si alguna vez salimos de esta oscuridad, del otro lado nos esperan muchas leguas, y cada hora perdida favorece el triunfo de Sauron. ¡Seguidme!

Aragorn se puso entonces al frente, y era tal la fuerza de su voluntad en esa hora que todos los dúnedain fueron detrás de él. Y era en verdad tan grande el amor que los caballos de los montaraces sentían por sus jinetes, que hasta el terror de la Puerta estaban dispuestos a afrontar, si el corazón de quien los llevaba por la brida no vacilaba. Sólo Arod, el caballo de Rohan, se negó a seguir adelante, y se detuvo, sudando y estremeciéndose, dominado por un terror lastimoso. Legolas le puso las manos sobre los ojos y canturreó algunas palabras que se perdieron lentamente en la oscuridad, hasta que el caballo se dejó conducir, y el elfo traspuso la puerta. Gimli el enano se quedó solo.

Las rodillas le temblaban y estaba furioso consigo mismo. —¡Esto sí que es inaudito!—dijo. —¡Que un elfo quiera penetrar en las entrañas de la tierra, y un enano no se atreva! —Y con una resolución súbita, se precipitó en el interior. Pero le pareció que los pies le pesaban como plomo en el umbral; y una ceguera repentina cayó sobre él, sobre Gimli hijo de Glóin, que tantos abismos del mundo había recorrido sin acobardarse.

 

Aragorn había traído antorchas, y ahora marchaba a la cabeza llevando una en alto; y Elladan iba con otra a la retaguardia, y Gimli, tropezando tras él, trataba de darle alcance. No veía más que la débil luz de las antorchas; pero si la compañía se detenía un momento, le parecía oír alrededor un susurro, un interminable murmullo de palabras extrañas en una lengua desconocida.

Nada atacó a la compañía, ni le cerró el paso, y sin embargo el terror de Gimli no dejaba de crecer a medida que avanzaban: sobre todo porque sabía ya que no era posible retroceder; todos los senderos que iban dejando atrás eran invadidos al instante por un ejército invisible que los seguía en las tinieblas.

Pasó así un tiempo interminable, hasta que de pronto vio un espectáculo que siempre habría de recordar con horror. Por lo que alcanzaba a distinguir, el camino era ancho, pero ahora la compañía acababa de llegar a un vasto espacio vacío, ya sin muros a uno y otro lado. El pavor lo abrumaba y a duras penas podía caminar. A la luz de la antorcha de Aragorn, algo centelleó a cierta distancia, a la derecha. Aragorn ordenó un alto y se acercó a ver qué era.

—¿Será posible que no sienta miedo?—murmuró el enano—. En cualquier otra caverna Gimli hijo de Glóin habría sido el primero en correr, atraído por el brillo del oro. ¡Pero no aquí! ¡Que siga donde está!

Sin embargo se aproximó, y vio que Aragorn estaba de rodillas, mientras Elladan sostenía en alto las dos antorchas. Delante yacía el esqueleto de un hombre de notable estatura. Había estado vestido con una cota de malla, y el arnés se conservaba intacto; pues el aire de la caverna era seco como el polvo. El plaquín era de oro, y el cinturón de oro y granates, y también de oro el yelmo que le cubría el cráneo descarnado, de cara al suelo. Había caído cerca de la pared opuesta de la caverna, y delante de él se alzaba una puerta rocosa cerrada a cal y canto: los huesos de los dedos se aferraban aún a las fisuras. Una espada mellada y rota yacía junto a él, como si en un último y desesperado intento, hubiese querido atravesar la roca con el acero.

Aragorn no lo tocó, pero luego de contemplarlo un momento en silencio, se levantó y suspiró. —Nunca hasta el fin del mundo llegarán aquí las flores del symbelmynë—murmuró—. Nueve y siete túmulos hay ahora cubiertos de hierba verde, y durante todos los largos años ha yacido ante la puerta que no pudo abrir. ¿A dónde conduce? ¿Por qué quiso entrar? ¡Nadie lo sabrá jamás!

»¡Pues mi misión no es ésta!—gritó, volviéndose con presteza y hablándole a la susurrante oscuridad—. ¡Guardad los secretos y tesoros acumulados en los Años Malditos! Sólo pedimos prontitud. ¡Dejadnos pasar, y luego seguidnos! ¡Os convoco ante la Piedra de Erech!

 

No hubo respuesta; sólo un silencio profundo, más aterrador aún que los murmullos; y luego sopló una ráfaga fría que estremeció y apagó las antorchas, y fue imposible volver a encenderlas. Del tiempo que siguió, una hora o muchas, Gimli recordó muy poco. Los otros apresuraron el paso, pero él iba aún a la zaga, perseguido por un horror indescriptible que siempre parecía estar a punto de alcanzarlo y un rumor que crecía a sus espaldas, como el susurro fantasmal de innumerables pies. Continuó avanzando y tropezando, hasta que se arrastró por el suelo como un animal y sintió que no podía más; o encontraba una salida o daba media vuelta y en un arranque de locura corría al encuentro del terror que venía persiguiéndolo.

De pronto, oyó el susurro cristalino del agua, un sonido claro y nítido, como una piedra que cae en un sueño de sombras oscuras. La luz aumentó, la compañía traspuso otra puerta, una arcada alta y ancha, y de improviso se encontró caminando a la vera de un arroyo; y más allá un camino descendía en brusca pendiente entre dos riscos verticales, como hojas de cuchillo contra el cielo lejano. Tan profundo y angosto era el abismo que el cielo estaba oscuro, y en él titilaban unas estrellas diminutas. Sin embargo, como Gimli supo más tarde, aún faltaban dos horas para el anochecer; aunque por lo que él podía entender en ese momento, bien podía tratarse del crepúsculo de algún año por venir, o de algún otro mundo.

 

La compañía montó nuevamente a caballo y Gimli volvió junto a Legolas. Cabalgaban en fila, y la tarde caía, dando paso a un anochecer de un azul intenso; y el miedo los perseguía aún. Legolas, volviéndose para hablar con Gimli, miró atrás, y el enano alcanzó a ver el centelleo de los ojos brillantes del elfo. Detrás iba Elladan, el último de la compañía, pero no el último en tomar el camino descendente.

—Los muertos nos siguen—dijo Legolas—. Veo formas de hombres y de caballos, y estandartes pálidos como jirones de nubes, y lanzas como zarzas invernales en una noche de niebla. Los muertos nos siguen.

—Sí, los muertos cabalgan detrás de nosotros. Han sido convocados—dijo Elladan.

 

Tan repentinamente como si se hubiese escurrido por la grieta de un muro, la compañía salió al fin de la hondonada; ante ellos se extendían las tierras montañosas de un gran valle, y el arroyo descendía con una voz fría, en numerosas cascadas.

—¿En qué lugar de la Tierra Media nos encontramos?—preguntó Gimli; y Elladan le respondió: —Hemos bajado desde las fuentes del Morthond, el largo río de aguas glaciales; desciende hasta volcarse en el mar que baña los muros de Dol Amroth. Ya no necesitarás preguntar el origen del nombre: Raíz Negra lo llaman.

El valle del Morthond era como una bahía amplia recostada contra los escarpados riscos meridionales. Las barrancas empinadas estaban tapizadas de hierbas; pero a esa hora todo era gris, pues el sol se había ocultado, y abajo, en la lejanía, parpadeaban las luces de las moradas de los hombres. Era un valle rico y muy poblado.

De pronto, sin darse vuelta, Aragorn gritó con voz tonante, de modo que todos pudieran oírlo: —¡Olvidad vuestra fatiga, amigos! ¡Galopad ahora, galopad! Es menester que lleguemos a la Piedra de Erech antes del fin del día, y el camino es todavía largo. —Y luego, sin una mirada atrás, galoparon a través de las campiñas montañosas, hasta llegar a un puente sobre el río, ahora caudaloso, y encontraron un camino que bajaba a los llanos.

Al paso de la Compañía Gris, las luces de las casas y de las aldeas se apagaban, se cerraban las puertas, y la gente que aún estaba en los campos daba gritos de terror y huía despavorida, como ciervos acosados. En todas partes se oía el mismo clamor en la noche creciente: —¡El rey de los muertos! ¡El rey de los muertos marcha sobre nosotros!

Lejos y allá abajo repicaban campanas, y todos huían ante el rostro de Aragorn; pero los jinetes de la Compañía Gris pasaban de largo, rápidos como cazadores, y ya los caballos empezaban a trastabillar de cansancio. Así, justo antes de la medianoche, y en una oscuridad tan negra como las cavernas de las montañas, llegaron por fin a la colina de Erech.

 

Largo tiempo hacía que el terror de los muertos se había aposentado en esa colina y en los campos desiertos de alrededor. Pues allí en la cima se alzaba una piedra negra, redonda como un gran globo, de la altura de un hombre, aunque la mitad estaba enterrada en el suelo. Tenía un aspecto sobrenatural, como si hubiese caído de lo alto, y algunos lo creían; pero aquellos que aún recordaban las antiguas crónicas de Oesternesse aseguraban que había venido de las ruinas de Númenor y que había sido puesta por Isildur, cuando llegó allí. Ninguno de los habitantes del valle se atrevía a aproximarse a la piedra, ni quería vivir en las cercanías. Decían que en ese lugar celebraban sus cónclaves los hombres sombra, y que allí se reunían a cuchichear en horas de pavor, apiñados alrededor de la piedra.

El rey de los rompejuramentos por Ted Nasmith


A esa piedra llegó la compañía en lo más profundo de la noche, y se detuvo. Elrohir le dio entonces a Aragorn un cuerno de plata, y Aragorn sopló en él; y a los hombres que estaban más cerca les pareció oír una respuesta, otros cuernos que resonaban en cavernas profundas y lejanas. No oían ningún otro ruido, pero sin embargo sentían la presencia de un gran ejército reunido alrededor de la colina; y el viento helado que soplaba de las montañas era como el aliento de una legión de espectros. Aragorn desmontó, y de pie junto a la piedra, gritó con voz potente:

—Perjuros ¿a qué habéis venido?

Y se oyó en la noche una voz que le respondió, desde lejos: —A cumplir el juramento y encontrar la paz.

Aragorn dijo entonces: —Por fin ha llegado la hora. Marcharé en seguida a Pelargir en la ribera del Anduin, y vosotros vendréis conmigo. Y cuando hayan desaparecido de esta tierra todos los servidores de Sauron, consideraré como cumplido vuestro juramento, y entonces tendréis paz y podréis partir para siempre. Porque yo soy Elessar, el heredero de Isildur de Gondor.

Dicho esto, le ordenó a Halbarad que desplegase el gran estandarte que había traído; y he aquí que era negro, y si tenía alguna insignia, no se veía en la oscuridad. Entonces se hizo el silencio; ni un murmullo ni un suspiro volvió a oírse en toda aquella larga noche. La compañía acampó en las cercanías de la piedra, aunque los hombres, atemorizados por los espectros que los cercaban, casi no durmieron.

Pero cuando llegó la aurora, pálida y fría, Aragorn se levantó; y guio a la compañía en el viaje más precipitado y fatigoso que ninguno de los hombres, salvo él mismo, había conocido jamás; y sólo la indomable voluntad de Aragorn los sostuvo e impidió que se detuvieran. Nadie entre los mortales hubiera podido soportarlo, nadie excepto los dúnedain del norte, y con ellos Gimli el enano y Legolas de los elfos.

Pasaron por el desfiladero de Tarlang y desembocaron en Lamedon, seguidos por el ejército de los espectros y precedidos por el terror. Y cuando llegaron a Calembel, a orillas del Ciril, el sol descendió como sangre en el oeste, detrás de los picos lejanos del Pinnath Gelin. Encontraron la ciudad desierta y los vados abandonados, pues muchos de los habitantes habían partido a la guerra, y los demás habían huido a las colinas ante el rumor de la venida del rey de los muertos. Y al día siguiente no hubo amanecer, y la Compañía Gris penetró en las tinieblas de la Tempestad de Mordor, y desapareció a los ojos de los mortales; pero los muertos los seguían.

 


XLIV.MINAS TIRITH

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO I

Pippin miró fuera amparado en la capa de Gandalf. No sabía si estaba despierto o si dormía, dentro aún de ese sueño vertiginoso que lo había arrebujado desde el comienzo de la larga cabalgata. El mundo oscuro se deslizaba veloz y el viento le canturreaba en los oídos. No veía nada más que estrellas fugitivas, y lejos a la derecha desfilaban las montañas del sur como sombras extendidas contra el cielo. Despierto sólo a medias, trató de echar cuentas sobre las jornadas y el tiempo del viaje, pero todo lo que le venía a la memoria era nebuloso e impreciso.

Luego de una primera etapa a una velocidad terrible y sin un solo alto, había visto al alba un resplandor dorado y pálido, y luego llegaron a la ciudad silenciosa y a la gran casa desierta en la cresta de una colina. [8] Y apenas habían tenido tiempo de refugiarse en ella cuando la sombra alada surcó otra vez el cielo, y todos se habían estremecido de horror. Pero Gandalf lo había tranquilizado con palabras dulces, y Pippin se había vuelto a dormir en un rincón, cansado pero inquieto, oyendo vagamente entre sueños el trajín y las conversaciones de los hombres y las voces de mando de Gandalf. Y luego a cabalgar otra vez, cabalgar, cabalgar en la noche. Era la segunda, no, la tercera noche desde que Pippin hurtara la piedra y la escudriñara. Y con aquel recuerdo horrendo se despertó por completo y se estremeció, y el ruido del viento se pobló de voces amenazantes.

Una luz se encendió en el cielo, una llamarada de fuego amarillo detrás de unas barreras sombrías. Pippin se acurrucó, asustado un momento, preguntándose a qué país horrible lo llevaba Gandalf. Se restregó los ojos, y vio entonces que era la luna, ya casi llena, que asomaba en el este por encima de las sombras. La noche era joven aún y el viaje en la oscuridad proseguiría durante horas y horas. Se sacudió y habló.

—¿Dónde estamos, Gandalf?—preguntó.

—En el reino de Gondor—respondió el mago—. Todavía no hemos dejado atrás las tierras de Anórien.

Hubo un nuevo momento de silencio. Luego: —¿Qué es eso?—exclamó Pippin de improviso, aferrándose a la capa de Gandalf—. ¡Mira! ¡Fuego, fuego rojo! ¿Hay dragones en esta región? ¡Mira, allí hay otro!

En respuesta, Gandalf acicateó al caballo con voz vibrante. —¡Corre, Sombragrís! ¡Llevamos prisa! El tiempo apremia. ¡Mira! Gondor ha encendido las almenaras pidiendo ayuda. La guerra ha comenzado. Mira, hay fuego sobre las crestas del Amon Dîn y llamas en el Eilenach; y avanzan veloces hacia el oeste: hacia el Nardol, el Érelas, Min-Rimmon, Calenhad y el Halifirien en los confines de Rohan.

Pero el corcel aminoró la marcha, y avanzando al paso, levantó la cabeza y relinchó. Y desde la oscuridad le respondió el relincho de otros caballos, seguido por un sordo rumor de cascos; y de pronto tres jinetes surgieron como espectros alados a la luz de la luna y desaparecieron, rumbo al oeste. Sombragrís corrió alejándose, y la noche lo envolvió como un viento rugiente.

Otra vez vencido por la somnolencia, Pippin escuchaba sólo a medias lo que le contaba Gandalf acerca de las costumbres de Gondor, y de por qué el señor de la Ciudad había puesto almenaras en las crestas de las colinas a ambos lados de las fronteras, y mantenía allí postas de caballería siempre prontas a llevar mensajes a Rohan en el norte, o a Belfalas en el sur. —Hacía mucho tiempo que no se encendían las almenaras del norte—dijo Gandalf—; en los días de la antigua Gondor no eran necesarias, ya que entonces tenían las siete piedras. —Pippin se agitó, intranquilo.

»¡Duérmete otra vez y no temas!—le dijo Gandalf—. Tú no vas como Frodo, rumbo a Mordor, sino a Minas Tirith, y allí estarás a salvo, al menos tan a salvo como es posible en los tiempos que corren. Si Gondor cae, o si el Anillo pasa a manos del enemigo, entonces ni La Comarca será un refugio seguro.

—No me tranquilizan tus palabras—dijo Pippin, pero a pesar de todo volvió a dormirse. Lo último que alcanzó a ver antes de caer en un sueño profundo fue unas cumbres altas y blancas, que centelleaban como islas flotantes por encima de las nubes a la luz de una luna que descendía en el poniente. Se preguntó qué sería de Frodo, si ya habría llegado a Mordor, o si estaría muerto, sin sospechar que muy lejos de allí Frodo contemplaba aquella misma luna que se escondía detrás de las montañas de Gondor antes que clareara el día.

 

 El sonido de unas voces despertó a Pippin. Otro día de campamento furtivo y otra noche de cabalgata habían quedado atrás. Amanecía: la aurora fría estaba cerca otra vez, y los envolvía en unas neblinas heladas. Sombragrís humeaba de sudor, pero erguía la cabeza con arrogancia y no mostraba signos de fatiga. Pippin vio en torno una multitud de hombres de elevada estatura envueltos en mantos pesados, y en la niebla detrás de ellos se alzaba un muro de piedra. Parecía estar casi en ruinas, pero ya antes del final de la noche empezaron a oírse los ruidos de una actividad incesante: el golpe de los martillos, el chasquido de las trullas, el chirrido de las ruedas. Las antorchas y las llamas de las hogueras resplandecían débilmente en la bruma. Gandalf hablaba con los hombres que le interceptaban el paso, y Pippin comprendió entonces que él era el motivo de la discusión.

—Sí, es verdad, a ti te conocemos, Mithrandir—decía el jefe de los hombres—, y puesto que conoces el santo y seña de las siete puertas, eres libre de proseguir tu camino. Pero a tu compañero no lo hemos visto nunca. ¿Qué es? ¿Un enano de las montañas del norte? No queremos extranjeros en el país en estos tiempos, a menos que se trate de hombres de armas vigorosos, en cuya lealtad y ayuda podamos confiar.

—Yo responderé por él ante Denethor—dijo Gandalf—, y en cuanto al valor, no lo has de medir por el tamaño. Ha presenciado más batallas y sobrevivido a más peligros que tú, Ingold, aunque le dobles en altura; ahora viene del ataque a Isengard, del que traemos buenas nuevas, y está extenuado por la fatiga, de lo contrario ya lo habría despertado. Se llama Peregrin y es un hombre muy valiente.

—¿Un hombre?—dijo Ingold con aire dubitativo, y los otros se echaron a reír.

—¡Un hombre!—gritó Pippin, ahora bien despierto—. ¡Un hombre! ¡Nada menos cierto! Soy un hobbit, y de valiente tengo tan poco como de hombre, excepto quizá de tanto en tanto y sólo por necesidad. ¡No os dejéis engañar por Gandalf!

—Muchos protagonistas de grandes hazañas no podrían decir más que tú—dijo Ingold—. ¿Pero qué es un hobbit?

—Un mediano—respondió Gandalf—. No, no aquél de quien se ha hablado—añadió, viendo asombro en los rostros de los hombres—. No es ése, pero sí uno de la misma raza.

—Sí, y uno que ha viajado con él—dijo Pippin—. Y Boromir, de vuestra ciudad, estaba con nosotros, y me salvó en las nieves del norte, y finalmente perdió la vida defendiéndome de numerosos enemigos.

—¡Silencio!—dijo Gandalf—. Esta triste nueva tendría que serle anunciada al padre antes que a ninguno.

—Ya la habíamos adivinado—dijo Ingold—, pues en los últimos tiempos hubo aquí extraños presagios. Mas pasad ahora rápidamente. El señor de Minas Tirith querrá ver en seguida a quien le trae las últimas noticias de su hijo, sea hombre o...

—Hobbit—dijo Pippin—. No es mucho lo que puedo ofrecerle a tu señor, pero con gusto haré cuanto esté a mi alcance, en memoria de Boromir el Valiente.

—¡Adiós!—dijo Ingold, mientras los hombres le abrían paso a Sombragrís que entró por una puerta estrecha tallada en el muro. ¡Ojalá puedas aconsejar a Denethor en esta hora de necesidad, y a todos nosotros, Mithrandir!—gritó Ingold—. Pero llegas con noticias de dolor y de peligro, como es tu costumbre, según se dice.

—Porque no vengo a menudo, a menos que mi ayuda sea necesaria—respondió Gandalf—. Y en cuanto a consejos, os diré que habéis tardado mucho en reparar el muro del Pelennor. El coraje será ahora vuestra mejor defensa ante la tempestad que se avecina... el coraje y la esperanza que os traigo. Porque no todas las noticias son adversas. ¡Pero dejad por ahora las trullas y afilad las espadas!

—Los trabajos estarán concluidos antes del anochecer—dijo Ingold—. Esta es la última parte del muro defensivo: la menos expuesta a los ataques pues mira hacia nuestros amigos de Rohan. ¿Sabes algo de ellos? ¿Crees que responderán a nuestra llamada?

—Sí, acudirán. Pero han librado muchas batallas a vuestras espaldas. Esta ruta ya no es segura, ni ninguna otra. ¡Estad alerta! Sin Gandalf el Cuervo que Anuncia Tempestades, lo que veríais venir de Anórien sería un ejército de enemigos y ningún jinete de Rohan. Y todavía es posible. ¡Adiós, y no os durmáis!

 

Gandalf se internó entonces en las tierras que se abrían del otro lado del Rammas Echor. Así llamaban los hombres de Gondor al muro exterior que habían construido con tantos afanes, luego que Ithilien cayera bajo la sombra del enemigo. Corría unas diez leguas [48 kilómetros] o más desde el pie de las montañas, y después de describir una curva retrocedía nuevamente para cercar los campos de Pelennor: campiñas hermosas y feraces recostadas en las lomas y terrazas que descendían hacia el lecho del Anduin. En el punto más alejado de la Gran Puerta de la Ciudad, al nordeste, el muro se alejaba cuatro leguas [19 kilómetros], y allí, desde una orilla hostil, dominaba los bajíos extensos que costeaban el río; y los hombres lo habían construido alto y resistente; pues en ese paraje, sobre un terraplén fortificado, el camino venía de los vados y de los puentes de Osgiliath y atravesaba una puerta custodiada por dos torres almenadas. En el punto más cercano, el muro se alzaba a poco más de una legua [5 kilómetros] de la ciudad, al sudeste. Allí el Anduin, abrazando en una amplia curva las colinas de los Emyn Arnen al sur del Ithilien, giraba bruscamente hacia el oeste, y el muro exterior se elevaba a la orilla misma del río; y más abajo se extendían los muelles y embarcaderos del Harland destinados a las naves que remontan la corriente desde los feudos del sur.

Las tierras cercadas por el muro eran ricas y estaban bien cultivadas: abundaban las huertas, las granjas con hornos de lúpulo y graneros, las dehesas y los establos, y muchos arroyos descendían en ondas a través de los prados verdes hacia el Anduin. Sin embargo eran pocos los agricultores y los criaderos de ganado que moraban en la región, pues la mayor parte de la gente de Gondor vivía dentro de los siete círculos de la Ciudad, o en los altos valles a lo largo de los flancos de la montaña, en Lossarnach, o más al sur en la esplendente Lebennin, la de los cinco ríos rápidos. Allí, entre las montañas y el mar, habitaba un pueblo de hombres vigorosos e intrépidos. Se los consideraba hombres de Gondor, pero en realidad eran mestizos, y había entre ellos algunos pequeños de talla y endrinos de tez, cuya ascendencia se remontaba sin duda a los hombres olvidados que vivieran a la sombra de las montañas, en los Años Oscuros anteriores a los reyes. Pero más allá, en el gran feudo de Belfalas, residía el príncipe Imrahil en el castillo de Dol Amroth a orillas del mar, y era de antiguo linaje, al igual que todos los suyos, hombres altos y arrogantes, de ojos grises como el mar.

Al cabo de algún tiempo de cabalgata, la luz del día creció en el cielo, y Pippin, ahora despierto, miró alrededor. Un océano de bruma, que hacia el este se agigantaba en una sombra tenebrosa, se extendía a la izquierda; pero a la derecha, y desde el oeste, unas montañas enormes erguían las cabezas en una cadena que se interrumpía bruscamente, como si el río se hubiese precipitado a través de una gran barrera, excavando un valle ancho que sería terreno de batallas y discordias en tiempos por venir. Y allí donde terminaban las montañas Blancas de Ered Nimrais, Pippin vio, como le había prometido Gandalf, la mole oscura del monte Mindolluin, las profundas sombras bermejas de las altas gargantas, y la elevada cara de la montaña más blanca cada vez a la creciente luz del día. Allí, en un espolón, estaba la Ciudadela, rodeada por los siete muros de piedra, tan antiguos y poderosos que más que obra de hombres parecían tallados por gigantes en la osamenta misma de la montaña.

Y entonces, ante los ojos maravillados de Pippin, el color de los muros cambió de un gris espectral al blanco, un blanco que la aurora arrebolaba apenas, y de improviso el sol trepó por encima de las sombras del este y un rayo bañó la cara de la ciudad. Y Pippin dejó escapar un grito de asombro, pues la Torre de Ecthelion, que se alzaba en el interior del muro más alto, resplandecía contra el cielo, rutilante como una espiga de perlas y plata, esbelta y armoniosa, y el pináculo centelleaba como una joya de cristal tallado; unas banderas blancas aparecieron de pronto en las almenas y flamearon en la brisa matutina, y Pippin oyó, alto y lejano, un repique claro y vibrante como de trompetas de plata.

Minas Tirith al amanecer por Ted Nasmith

 

Gandalf y Pippin llegaron así a la salida del sol a la Gran Puerta de los hombres de Gondor, y las batientes de hierro se abrieron ante ellos.

—¡Mithrandir! ¡Mithrandir!—gritaron los hombres. ¡Ahora sabemos con certeza que la tempestad se avecina!

—Está sobre vosotros—dijo Gandalf—. Yo he cabalgado en sus alas. ¡Dejadme pasar! Tengo que ver a vuestro señor Denethor mientras dure su senescalía. Suceda lo que suceda, Gondor ya nunca será el país que habéis conocido. ¡Dejadme pasar!

Los hombres retrocedieron ante el tono imperioso de Gandalf y no le hicieron más preguntas, pero observaron perplejos al hobbit que iba sentado delante de él y al caballo que lo transportaba. Pues las gentes de la ciudad rara vez utilizaban caballos, y no era habitual verlos por las calles, excepto los que montaban los mensajeros de Denethor. Y dijeron: —Ha de ser sin duda uno de los grandes corceles del rey de Rohan. Tal vez los rohirrim llegarán pronto trayéndonos refuerzos. —Pero ya Sombragrís avanzaba con paso arrogante por el camino sinuoso.

Boceto de Minas Tirith por J.R.R. Tolkien

 

La arquitectura de Minas Tirith era tal que la ciudad estaba construida en siete niveles, cada uno de ellos excavado en la colina y rodeado de un muro; y en cada muro había una puerta. Pero estas puertas no se sucedían en una línea recta: la Gran Puerta del Muro de la Ciudad se abría en el extremo oriental del circuito, pero la siguiente miraba al sureste y la tercera al noreste y así sucesivamente, hacia uno y otro lado, siempre en ascenso, de modo que la ruta pavimentada que subía a la Ciudadela giraba primero en un sentido, luego en el otro a través de la cara de la colina. Y cada vez que cruzaba la línea de la Gran Puerta corría por un túnel abovedado, penetrando en un vasto espolón de roca, un enorme contrafuerte que dividía en dos todos los círculos de la Ciudad, con excepción del primero. Pues como resultado de la forma primitiva de la colina y de la notable destreza y esforzada labor de los hombres de antaño, detrás del patio espacioso a que la puerta daba acceso, se alzaba un imponente bastión de piedra; la arista, aguzada como la quilla de un barco, miraba hacia el este. Culminaba coronado de almenas en el nivel del círculo superior, permitiendo así a los hombres que se encontraban en la Ciudadela, vigilar desde la cima, como los marinos de una nave montañosa, la puerta situada setecientos pies [213 metros] más abajo. También la entrada de la Ciudadela miraba al este, pero estaba excavada en el corazón de la roca; desde allí, una larga pendiente alumbrada por faroles subía hasta la séptima puerta. Por ese camino llegaron al fin al Patio Alto, y a la Plaza del Manantial al pie de la Torre Blanca; alta y soberbia, medía cincuenta brazas desde la base hasta el pináculo, y allí la bandera de los senescales flameaba a mil pies [304 metros] por encima de la llanura.

Era sin duda una fortaleza poderosa, y en verdad inexpugnable, si había en ella hombres capaces de tomar las armas, a menos que el adversario entrara desde atrás, y escalando las cuestas inferiores del Mindolluin llegase al brazo estrecho que unía la Colina de la Guardia a la montaña. Pero esa estribación, que se elevaba hasta el quinto muro, estaba flanqueada por grandes bastiones que llegaban al borde mismo del precipicio en el extremo occidental; y en ese lugar se alzaban las moradas y las tumbas abovedadas de los reyes y señores de antaño, ahora para siempre silenciosos entre la montaña y la torre.

 

Pippin contemplaba con asombro creciente la enorme ciudad de piedra, más vasta y más espléndida que todo cuanto hubiera podido soñar: más grande y más fuerte que Isengard, y mucho más hermosa. Sin embargo, la ciudad declinaba en verdad año tras año: ya faltaba la mitad de los hombres que hubieran podido vivir allí cómodamente. En todas las calles pasaban por delante de alguna mansión o palacio y en lo alto de las fachadas o portales había hermosas letras grabadas, de perfiles raros y antiguos: los nombres, supuso Pippin, de los nobles señores y familias que habían vivido allí en otros tiempos; pero ahora ellos callaban, no había rumor de pasos en los vastos recintos embaldosados, ni voces que resonaran en los salones, ni un rostro que se asomara a las puertas o a las ventanas vacías.

Salieron por fin de las sombras en la puerta séptima, y el mismo sol cálido que brillaba sobre el río, mientras Frodo se paseaba por los claros de Ithilien, iluminó los muros lisos y las columnas recias, y la cabeza majestuosa y coronada de un rey esculpida en la arcada. Gandalf desmontó, pues la entrada de caballos estaba prohibida en la Ciudadela, y Sombragrís, animado por la voz afectuosa de su amo, permitió que lo alejaran de allí.

Los guardias de la puerta llevaban túnicas negras, y yelmos de forma extraña: altos de cimera y ajustados a las mejillas por largas orejeras que remataban en alas blancas de aves marinas; pero los cascos, preciados testimonios de las glorias de otro tiempo, eran de mithril, y resplandecían con una llama de plata. Y en las sobrevestas negras habían bordado un árbol blanco con flores como de nieve bajo una corona de plata y estrellas de numerosas puntas. Tal era la librea de los herederos de Elendil, y ya nadie la usaba en todo el reino salvo los Guardias de la Ciudadela apostados en el Patio del Manantial, donde antaño floreciera el árbol blanco.

 

Al parecer la noticia de la llegada de Gandalf y Pippin había precedido a los viajeros: fueron admitidos inmediatamente, en silencio y sin interrogatorios. Gandalf cruzó con paso rápido el patio pavimentado de blanco. Un manantial canturreaba al sol de la mañana, rodeado por una franja de hierba de un verde luminoso; pero en el centro, encorvado sobre la fuente, se alzaba un árbol muerto, y las gotas resbalaban melancólicamente por las ramas quebradas y estériles y caían de vuelta en el agua clara.

Pippin le echó una mirada fugaz mientras correteaba en pos de Gandalf. Le pareció triste y se preguntó por qué habrían dejado un árbol muerto en aquel lugar donde todo lo demás estaba tan bien cuidado.

 

Siete estrellas y siete piedras y un árbol blanco.

 

Las palabras que le oyera murmurar a Gandalf le volvieron a la memoria. Y en ese momento se encontró a las puertas del gran palacio, bajo la torre refulgente; y siguiendo al mago pasó junto a los ujieres altos y silenciosos y penetró en las sombras frescas y pobladas de ecos de la casa de piedra.

Mientras atravesaban una galería embaldosada, larga y desierta, Gandalf le hablaba a Pippin en voz muy baja: —Cuida tus palabras, Peregrin Tuk. No es momento de mostrar el desparpajo típico de los hobbits. Théoden es un anciano bondadoso. Denethor es de otra raza, orgulloso y perspicaz, más poderoso y de más alto linaje, aunque no lo llamen rey. Pero querrá sobre todo hablar contigo, y te hará muchas preguntas, ya que tú puedes darle noticias de su hijo Boromir. Lo amaba de veras: demasiado tal vez; y más aún porque era tan diferente. Pero con el pretexto de ese amor supondrá que le es más fácil enterarse por ti que por mí de lo que desea saber. No le digas una palabra más de lo necesario, y no toques el tema de la misión de Frodo. Yo me ocuparé de eso a su tiempo. Y tampoco menciones a Aragorn, a menos que te veas obligado.

—¿Por qué no? ¿Qué pasa con Trancos?—preguntó Pippin en voz baja—. Tenía la intención de venir aquí ¿no? De todos modos, no tardará en llegar.

—Quizá, quizá—dijo Gandalf—. Pero si viene, lo hará de una manera inesperada para todos, incluso para el propio Denethor. Será mejor así. En todo caso, no nos corresponde a nosotros anunciar su llegada.

Gandalf se detuvo ante una puerta alta de metal pulido. —Escucha, Pippin, no tengo tiempo ahora de enseñarte la historia de Gondor; aunque sería preferible que tú mismo hubieras aprendido algo en los tiempos en que robabas huevos de los nidos y retozabas en los bosques de La Comarca. ¡Haz lo que te digo! No es prudente por cierto, cuando vienes a darle a un poderoso señor la noticia de la muerte de su heredero, hablarle en demasía de la llegada de aquel que puede reivindicar derechos sobre el trono. ¿Te alcanza con esto?

—¿Derechos sobre el trono?—dijo Pippin, estupefacto.

—Sí—dijo Gandalf—. Si has estado estos días con las orejas tapadas y la mente dormida, ¡es hora de que despiertes!— Llamó a la puerta.

 

La puerta se abrió, pero no había nadie allí. La mirada de Pippin se perdió en un salón enorme. La luz entraba por ventanas profundas alineadas en las naves laterales, más allá de las hileras de columnas que sostenían el cielo raso. Monolitos de mármol negro se elevaban hasta los soberbios chapiteles esculpidos con las más variadas y extrañas figuras de animales y follajes, y arriba, en la penumbra de la gran bóveda, centelleaba el oro mate de tracerías y arabescos multicolores. No se veían en aquel recinto largo y solemne tapices ni colgaduras historiadas, ni había un solo objeto de tela o de madera; pero entre los pilares se erguía una compañía silenciosa de estatuas altas talladas en la piedra fría.

Pippin recordó de pronto las rocas talladas de Argonath, y un temor extraño se apoderó de él, mientras miraba aquella galería de reyes muertos en tiempos remotos. En el otro extremo del salón, sobre un estrado precedido de muchos escalones, bajo un palio de mármol en forma de yelmo coronado, se alzaba un trono; detrás del trono, tallada en la pared y recamada de piedras preciosas, se veía la imagen de un árbol en flor. Pero el trono estaba vacío. Al pie del estrado, en el primer escalón que era ancho y profundo, había un sitial de piedra, negro y sin ornamentos, y en él, con la cabeza gacha y la mirada fija en el regazo, estaba sentado un anciano. Tenía en la mano un cetro blanco de pomo de oro. No levantó la vista. Gandalf y Pippin atravesaron el largo salón hasta detenerse a tres pasos del escabel en que el anciano apoyaba los pies.

—¡Salve, señor y senescal de Minas Tirith, Denethor hijo de Ecthelion! He venido a traerte consejo y noticias en esta hora sombría.

Entonces el anciano alzó los ojos. Pippin vio el rostro de estatua, la orgullosa osamenta bajo la piel de marfil, y la larga nariz aguileña entre los ojos sombríos y profundos; más que a Boromir, le recordó a Aragorn. —Sombría es en verdad la hora—dijo el anciano—, y siempre vienes en ruina próxima de Gondor, menos me afecta esta oscuridad que mi propia oscuridad. Me han dicho que traes contigo a alguien que ha visto morir a mi hijo. ¿Es él?

—Es él. Uno de los dos. El otro está con Théoden de Rohan, y es posible que también venga de un momento a otro. Son medianos, como ves, mas no aquél de quien hablan los presagios.

—Un mediano de todos modos—dijo Denethor con amargura—, y poco amor me inspira este nombre, desde que las palabras malditas vinieron a perturbar nuestros consejos y arrastraron a mi hijo a la loca aventura en que perdió la vida. ¡Mi Boromir! ¡Tanto como ahora necesitamos de ti! Faramir tenía que haber partido en lugar de él.

—Lo habría hecho—dijo Gandalf—. ¡No seas injusto en tu dolor! Boromir reclamó para sí la misión y no permitió que otro la cumpliese. Era un hombre autoritario que nunca daba el brazo a torcer. Viajé con él muy lejos y llegué a conocerlo. Pero hablas de su muerte. ¿Has tenido noticias antes que llegáramos?

—He recibido esto—dijo Denethor, y dejando a un lado el cetro levantó del regazo el objeto que había estado mirando. Tenía en cada mano una mitad de un cuerno grande, partido en dos: un cuerno de buey salvaje guarnecido de plata.

—¡Es el cuerno que Boromir llevaba siempre consigo!—exclamó Pippin.

—Exactamente—dijo Denethor—. Y yo lo llevé en mis tiempos como todos los primogénitos de esta casa, hasta los años ya olvidados anteriores a la caída de los reyes, desde que Vorondil padre de Mardil cazaba las vacas salvajes de Araw en las tierras lejanas de Rhûn. Lo oí sonar débilmente en las marcas septentrionales hace trece días, y el río me lo trajo, quebrado: ya nunca más volverá a sonar. —Calló, y por un momento hubo un silencio pesado. De improviso, Denethor volvió hacia Pippin los ojos negros.—¿Qué puedes decirme tú, mediano?

—Trece, trece días—balbució Pippin—. Sí, creo que fue entonces. Sí, yo estaba junto a él, cuando sopló el cuerno. Pero nadie acudió en nuestra ayuda. Sólo más orcos.

—Ya—dijo Denethor—. De modo que tú estabas allí. ¡Cuéntame más! ¿Por qué nadie acudió en vuestra ayuda? ¿Y cómo fue que tú te salvaste, y no él, poderoso como era, y sin más adversarios que unos cuantos orcos?

Pippin se sonrojó y olvidó sus temores. —El más poderoso de los hombres puede morir atravesado por una sola flecha—replicó—, y Boromir recibió más de una. Cuando lo vi por última vez estaba caído al pie de un árbol y se arrancaba del flanco un dardo empenachado de negro. Luego me desmayé y fui hecho prisionero. Nunca más lo vi, y esto es todo cuanto sé. Pero lo recuerdo con honor, pues era muy valiente. Murió por salvarnos, a mi primo Meriadoc y a mí, cuando nos asediaba en los bosques la soldadesca del Señor Oscuro; y aunque haya sucumbido y fracasado, mi gratitud no será menos grande.

Ahora era Pippin quien miraba al anciano a los ojos, movido por un orgullo extraño, exacerbado aún por el desdén y la suspicacia que había advertido en la voz glacial de Denethor. —Comprendo que un gran señor de los hombres juzgará de escaso valor los servicios de un hobbit, un mediano de La Comarca septentrional, pero así y todo, los ofrezco, en retribución de mi deuda. —Y abriendo de un tirón nervioso los pliegues de la capa, sacó del cinto la pequeña espada y la puso a los pies de Denethor.

Una sonrisa pálida, como un rayo de sol frío en un atardecer de invierno, pasó por el semblante del viejo, pero en seguida inclinó la cabeza y tendió la mano, soltando los fragmentos del cuerno. —¡Dame esa espada!—dijo.

Pippin levantó el arma y se la presentó por la empuñadura. —¿De dónde proviene?—inquirió Denethor—. Muchos, muchos años han pasado por ella. ¿No habrá sido forjada por los de mi raza en el norte, en un tiempo ya muy remoto?

—Viene de los túmulos que flanquean las fronteras de mi país—dijo Pippin—. Pero ahora sólo viven allí seres malignos, y no querría hablar de ellos.

—Veo que te has visto envuelto en historias extrañas—dijo Denethor—, y una vez más compruebo que las apariencias pueden ser engañosas, en un hombre... o en un mediano. Acepto tus servicios. Porque advierto que no te dejas intimidar por las palabras; y te expresas en un lenguaje cortés, por extraño que pueda sonarnos a nosotros, aquí en el sur. Y en los días por venir tendremos mucha necesidad de personas corteses, grandes o pequeñas. ¡Ahora préstame juramento de lealtad!

—Toma la espada por la empuñadura—dijo Gandalf—y repite las palabras del señor, si en verdad estás resuelto.

—Lo estoy—dijo Pippin.

El viejo depositó la espada sobre sus rodillas; Pippin apoyó la mano sobre la guardia y repitió lentamente las palabras de Denethor.

—Juro ser fiel y prestar mis servicios a Gondor, y al señor y senescal del reino, con la palabra y el silencio, en el hacer y el dejar hacer, yendo y viniendo, en tiempos de abundancia o de necesidad, tanto en la paz como en la guerra, en la vida y en la muerte, a partir de este momento y hasta que mi señor me libere, o la muerte me lleve, o perezca el mundo. ¡Así he hablado yo, Peregrin hijo de Paladin de La Comarca de los medianos!

—Y yo te he oído, yo, Denethor hijo de Ecthelion, señor de Gondor, senescal del rey, y no olvidaré tus palabras, ni dejaré de recompensar lo que me será dado: fidelidad con amor, valor con honor, perjurio con venganza. —La espada le fue restituida a Pippin, quien la enfundó de nuevo.

—Y ahora—dijo Denethor—he aquí mi primera orden: ¡habla y no ocultes nada! Cuéntame tu historia y trata de recordar todo lo que puedas acerca de Boromir, mi hijo. ¡Siéntate ya, y comienza!—Y mientras hablaba golpeó un pequeño gong de plata que había junto al escabel, e instantáneamente acudieron los servidores. Pippin observó entonces que habían estado aguardando en nichos a ambos lados de la puerta, nichos que ni él ni Gandalf habían visto al entrar.

—Traed vino y comida y asientos para los huéspedes—dijo Denethor—, y cuidad que nadie nos moleste durante una hora.

»Es todo el tiempo que puedo dedicaros, pues muchas otras cosas reclaman mi atención—le dijo a Gandalf—. Problemas que pueden parecer más importantes pero que a mí en este momento me apremian menos. Sin embargo, tal vez volvamos a hablar al fin del día.

—Y quizás antes, espero—dijo Gandalf—. Porque no he cabalgado hasta aquí desde Isengard, ciento cincuenta leguas [724 kilómetros], a la velocidad del viento, con el único propósito de traerte a este pequeño guerrero, por muy cortés que sea. ¿No significa nada para ti que Théoden haya librado una gran batalla, que Isengard haya sido destruida, y que yo haya roto la vara de Saruman?

Denethor, senescal de Minas Tirith por Alan Lee

 

—Significa mucho para mí. Pero de esas hazañas conozco bastante como para tomar mis propias decisiones contra la amenaza del este. —Volvió hacia Gandalf la mirada sombría, y Pippin notó de pronto un parecido entre los dos, y sintió la tensión entre ellos, como si viese una línea de fuego humeante que de un momento a otro pudiera estallar en una llamarada.

A decir verdad, Denethor tenía mucho más que Gandalf los aires de un gran mago: una apostura más noble y señorial, facciones más armoniosas; y parecía más poderoso; y más viejo. Sin embargo, Pippin adivinaba de algún modo que era Gandalf quien tenía los poderes más altos y la sabiduría más profunda, a la vez que una velada majestad. Y era más viejo, muchísimo más viejo. «¿Cuánto más?», se preguntó, y le extrañó no haberlo pensado nunca hasta ese momento. Algo había dicho Bárbol a propósito de los magos, pero en ese entonces la idea de que Gandalf pudiera ser un mago no había pasado por la mente del hobbit. ¿Quién era Gandalf? ¿En qué tiempos remotos y en qué lugar había venido al mundo, y cuándo lo abandonaría? Pippin interrumpió sus cavilaciones y vio que Denethor y Gandalf continuaban mirándose, como si cada uno tratase de descifrar el pensamiento del otro. Pero fue Denethor el primero en apartar la mirada.

—Sí—dijo—, porque si bien las piedras, según se dice, se han perdido, los señores de Gondor tienen aún la vista más penetrante que los hombres comunes, y captan muchos mensajes. Mas ¡tomad asiento ahora!

 

En ese momento entraron unos criados transportando un sillón y un taburete bajo; otro traía una bandeja con un botellón de plata, y copas, y pastelillos blancos. Pippin se sentó, pero no pudo dejar de mirar al anciano señor. No supo si era verdad o mera imaginación, pero le pareció que al mencionar las piedras la mirada del viejo se había clavado en él un instante, con un resplandor súbito.

—Y ahora, vasallo mío, nárrame tu historia—dijo Denethor, en un tono a medias benévolo, a medias burlón—. Pues las palabras de alguien que era tan amigo de mi hijo serán por cierto bienvenidas.

Pippin no olvidaría nunca aquella hora en el gran salón bajo la mirada penetrante del señor de Gondor, acosado una y otra vez por las preguntas astutas del anciano, consciente sin cesar de la presencia de Gandalf que lo observaba y lo escuchaba, y que reprimía (tal fue la impresión del hobbit) una cólera y una impaciencia crecientes. Cuando pasó la hora, y Denethor volvió a golpear el gong,Pippin estaba extenuado. «No pueden ser más de las nueve», se dijo. «En este momento podría engullir tres desayunos, uno tras otro.»

En el Patio del Manantial por Ted Nasmith

 

—Conducid al señor Mithrandir a los aposentos que le han sido preparados—dijo Denethor—, y su compañero puede alojarse con él por ahora, si así lo desea. Pero que se sepa que le he hecho jurar fidelidad a mi servicio; de hoy en adelante se le conocerá con el nombre de Peregrin hijo de Paladin y se le enseñarán las contraseñas menores. Mandad decir a los capitanes que se presenten ante mí lo antes posible después que haya sonado la hora tercera.

»Y tú, mi señor Mithrandir, también podrás ir y venir a tu antojo. Nada te impedirá visitarme cuando tú lo quieras, salvo durante mis breves horas de sueño. ¡Deja pasar la cólera que ha provocado en ti la locura de un anciano, y vuelve luego a confortarme!

—¿Locura?—respondió Gandalf—. No, monseñor, si alguna vez te conviertes en un viejo chocho, ese día morirás. Si hasta eres capaz de utilizar el dolor para ocultar tus maquinaciones. ¿Crees que no comprendí tus propósitos al interrogar durante una hora al que menos sabe, estando yo presente?

—Si lo has comprendido, date por satisfecho—replicó Denethor—. Locura sería, que no orgullo, desdeñar ayuda y consejos en tiempos de necesidad; pero tú sólo dispensas esos dones de acuerdo con tus designios secretos. Mas el señor de Gondor no habrá de convertirse en instrumento de los designios de otros hombres, por nobles que sean. Y para él no hay en el mundo en que hoy vivimos una meta más alta que el bien de Gondor; y el gobierno de Gondor, monseñor, está en mis manos y no en las de otro hombre, a menos que retornara el rey.

—¿A menos que retornara el rey?—repitió Gandalf—. Y bien, señor senescal, tu misión es conservar del reino todo lo que puedas aguardando ese acontecimiento que ya muy pocos hombres esperan ver. Para el cumplimiento de esa tarea, recibirás toda la ayuda que desees. Pero una cosa quiero decirte: yo no gobierno en ningún reino, ni en el de Gondor ni en ningún otro, grande o pequeño. Pero me preocupan todas las cosas de valor que hoy peligran en el mundo. Y yo por mi parte, no fracasaré del todo en mi trabajo, aunque Gondor perezca, si algo aconteciera en esta noche que aún pueda crecer en belleza y dar otra vez flores y frutos en los tiempos por venir. Pues también yo soy un senescal. ¿No lo sabías? —Y con estas palabras dio media vuelta y salió del salón a grandes pasos, mientras Pippin corría detrás.

Gandalf no miró a Pippin mientras se marchaban, ni le dijo una sola palabra. El guía que esperaba a las puertas del palacio los condujo a través del Patio del Manantial hasta un callejón flanqueado por edificios de piedra. Después de varias vueltas llegaron a una casa vecina al muro de la Ciudadela, del lado norte, no lejos del brazo que unía la colina a la montaña. Una vez dentro, el guía los llevó por una amplia escalera tallada, al primer piso sobre la calle, y luego a una estancia acogedora, luminosa y aireada, decorada con hermosos tapices de colores lisos con reflejos de oro mate. La estancia estaba apenas amueblada, pues sólo había allí una mesa pequeña, dos sillas y un banco; pero a ambos lados detrás de unas cortinas había alcobas, provistas de buenos lechos y de vasijas y jofainas para lavarse. Tres ventanas altas y estrechas miraban al norte, hacia la gran curva del Anduin todavía envuelto en la niebla, y los Emyn Muil y el Rauros en lontananza. Pippin tuvo que subir al banco para asomarse por encima del profundo antepecho de piedra.

—¿Estás enfadado conmigo, Gandalf ?—dijo cuando el guía salió de la habitación y cerró la puerta—. Lo hice lo mejor que pude.

—¡Lo hiciste, sin duda!—respondió Gandalf con una súbita carcajada; y acercándose a Pippin se detuvo junto a él y rodeó con un brazo los hombros del hobbit, mientras se asomaba por la ventana. Pippin echó una mirada perpleja al rostro ahora tan próximo al suyo, pues la risa del mago había sido suelta y jovial. Sin embargo, al principio sólo vio en el rostro de Gandalf arrugas de preocupación y tristeza; no obstante, al mirar con más atención advirtió que detrás había una gran alegría: un manantial de alegría que si empezaba a brotar bastaría para que todo un reino estallara en carcajadas.

»Claro que lo hiciste—dijo el mago—; y espero que no vuelvas a encontrarte demasiado pronto en un trance semejante, entre dos viejos tan terribles. De todos modos el señor de Gondor ha sabido por ti mucho más de lo que tú puedes sospechar, Pippin. No pudiste ocultar que no fue Boromir quien condujo a la Compañía fuera de Moria, ni que había entre vosotros alguien de alto rango que iba a Minas Tirith; y que llevaba una espada famosa. En Gondor la gente piensa mucho en las historias del pasado, y Denethor ha meditado largamente en el poema y en las palabras el Daño de Isildur, después de la partida de Boromir.

»No es semejante a los otros hombres de esta época, Pippin, y cualquiera que sea su ascendencia, por un azar extraño la sangre de Oesternesse le corre casi pura por las venas; como por las de su otro hijo, Faramir, y no por las de Boromir, en cambio, que sin embargo era el predilecto. Sabe ver a la distancia, y es capaz de adivinar, si se empeña, mucho de lo que pasa por la mente de los hombres, aún de los que habitan muy lejos. Es difícil engañarlo y peligroso intentarlo.

«¡Recuérdalo! Pues ahora has prestado juramento de fidelidad a su servicio. No sé qué impulso o qué motivo te empujó, el corazón o la cabeza. Pero hiciste bien. No te lo impedí porque los actos generosos no han de ser reprimidos por fríos consejos. Tu actitud lo conmovió, y al mismo tiempo (permíteme que te lo diga) lo divirtió. Y por lo menos eres libre ahora de ir y venir a tu gusto por Minas Tirith... cuando no estés de servicio. Porque hay un reverso de la medalla: estás bajo sus órdenes, y él no lo olvidará. ¡Sé siempre cauteloso!

Calló un momento y suspiró. —Bien, de nada vale especular sobre lo que traerá el mañana. Pero eso sí, ten la certeza de que por muchos días el mañana será peor que el hoy. Y yo nada más puedo hacer para impedirlo. El tablero está dispuesto, y ya las piezas están en movimiento. Una de ellas que con todas mis fuerzas deseo encontrar es Faramir, el actual heredero de Denethor. No creo que esté en la ciudad; pero no he tenido tiempo de averiguarlo. Tengo que marcharme, Pippin. Tengo que asistir al consejo de estos señores y enterarme de cuanto pueda. Pero el enemigo lleva la delantera, y está a punto de iniciar a fondo la partida. Y los peones participarán del juego tanto como cualquiera, Peregrin hijo de Paladin, soldado de Gondor. ¡Afila tu espada!

Gandalf se encaminó a la puerta, y al llegar a ella dio media vuelta. —Tengo prisa, Pippin —dijo—. Hazme un favor cuando salgas. Antes de irte a dormir, si no estás demasiado fatigado. Ve y busca a Sombragrís, y mira cómo está. Las gentes de aquí son prudentes y nobles de corazón, y bondadosas con los animales, pero no es mucho lo que entienden de caballos.

 

Y diciendo estas palabras, Gandalf salió; en ese momento se oyó la nota clara y melodiosa de una campana que repicaba en una torre de la Ciudadela. Sonó tres veces, como plata en el aire, y calló: la hora tercera después de la salida del sol.

Al cabo de un minuto, Pippin se encaminó a la puerta, bajó por la escalera y al llegar a la calle miró alrededor. Ahora el sol brillaba, cálido y luminoso, y las torres y las casas altas proyectaban hacia el oeste largas sombras nítidas. Arriba, en el aire azul, el monte Mindolluin lucía su yelmo blanco y su manto de nieve. Hombres armados iban y venían por las calles de la ciudad, como si el toque de la hora les señalara un cambio de guardias y servicios.

—En La Comarca diríamos que son las nueve de la mañana—se dijo Pippin en voz alta—. La hora justa para un buen desayuno junto a la ventana abierta, al sol primaveral. ¡Cuánto me gustaría tomar un desayuno! ¿No desayunarán las gentes de este país, o ya habrá pasado la hora? ¿Y a qué hora cenarán, y dónde?

A poco andar, vio un hombre vestido de negro y blanco que venía del centro de la Ciudadela, y avanzaba por la calle estrecha hacia él. Pippin se sentía solo y resolvió hablarle cuando él pasara, pero no fue necesario. El hombre se le acercó.

—¿Eres tú Peregrin el mediano?—le preguntó—. He sabido que has prestado juramento de fidelidad al servicio del señor y de la Ciudad. ¡Bienvenido!—Le tendió la mano, y Pippin se la estrechó.

»Me llamo Beregond hijo de Baranor. No estoy de servicio esta mañana y me han mandado a enseñarte el santo y seña, y a explicarte algunas de las muchas cosas que sin duda querrás saber. A mí, por mi parte, también me gustaría saber algo de ti. Porque nunca hasta ahora hemos visto medianos en este país, y aunque hemos oído algunos rumores, poco se habla de ellos en las historias y leyendas que conocemos. Además, eres un amigo de Mithrandir. ¿Lo conoces bien?

—Bueno—repuso Pippin—. He oído hablar de él durante toda mi corta existencia, por así decir; y en los últimos tiempos he viajado mucho en su compañía. Pero es un libro en el que hay mucho que leer, y faltaría a la verdad si dijese que he recorrido más de un par de páginas. Sin embargo, es posible que lo conozca tan bien como cualquiera, salvo unos pocos. Aragorn era el único de nuestra Compañía que lo conocía de veras.

—¿Aragorn?—preguntó Beregond—. ¿Quién es ese Aragorn?

—Oh—balbució Pippin—, era un hombre que solía viajar con nosotros. Creo que ahora está en Rohan.

—Has estado en Rohan, por lo que veo. También sobre ese país hay cosas que me gustaría preguntarte; porque muchas de las menguadas esperanzas que aún alimentamos dependen de los hombres de Rohan. Pero me estoy olvidando de mi misión, que consistía en responder primeramente a todo cuanto tú quisieras preguntarme. Bien, ¿qué cosas te gustaría saber, maese Peregrin?

—Mm... bueno—dijo Pippin—, si me atrevo a decirlo, la pregunta un tanto imperativa que en este momento me viene a la mente es... bueno ¿qué noticias hay del desayuno y de todo el resto? Quiero decir, no sé si me explico, ¿cuáles son las horas de las comidas, y dónde está el comedor, si es que existe? ¿Y las tabernas? Miré, pero no vi ni una sola en todo el camino, aunque antes tuve la esperanza de disfrutar de un buen trago de cerveza en cuanto llegásemos a esta ciudad de hombres tan sagaces como corteses.

Beregond observó a Pippin con aire grave. —Un verdadero veterano de guerra, por lo que veo—dijo—. Dicen que los hombres que parten a combatir en países lejanos viven esperando la recompensa de comer y beber; aunque yo, a decir verdad, no he viajado mucho. ¿Así que hoy todavía no has comido?

—Bueno, sí, en honor a la verdad, sí—dijo Pippin—. Pero sólo una copa de vino y uno o dos pastelillos blancos, por gentileza de tu señor; pero a cambio de eso, me torturó con preguntas durante una hora, y ése es un trabajo que abre el apetito.

Beregond se echó a reír. —Es en la mesa donde los hombres pequeños realizan las mayores hazañas, decimos aquí. Sin embargo, has desayunado tan bien como cualquiera de los hombres de la Ciudadela, y con más altos honores. Esto es una fortaleza y una torre de guardia, y ahora estamos en pie de guerra. Nos levantamos antes del sol, comemos un bocado a la luz gris del amanecer y partimos de servicio al despuntar el día. ¡Pero no desesperes!—Otra vez rompió a reír, viendo la expresión desolada de Pippin. —Los que han realizado tareas pesadas toman algo para reparar fuerzas a media mañana. Luego viene el almuerzo, al mediodía o más tarde de acuerdo con las horas del servicio, y por último los hombres se reúnen a la puesta del sol para compartir la comida principal del día y la alegría que aún pueda quedarles.

»¡Ven! Daremos un paseo y luego iremos a procurarnos un bocado con que engañar al estómago, y comeremos y beberemos en la muralla contemplando esta espléndida mañana.

—¡Un momento!—dijo Pippin, ruborizándose—. La gula, lo que tú por pura cortesía llamas hambre, ha hecho que me olvidara de algo. Pero Gandalf, Mithrandir como tú le dices, me encomendó que me ocupara de su caballo, Sombragrís, uno de los grandes corceles de Rohan, la niña de los ojos del rey, según me han dicho, aunque se lo haya dado a Mithrandir en prueba de gratitud. Creo que el nuevo amo quiere más al animal que a muchos hombres, y si la buena voluntad de Mithrandir es de algún valor para esta ciudad, trataréis a Sombragrís con todos los honores: con una bondad mayor, si es posible, que la que habéis mostrado a este hobbit.

—¿Hobbit?—dijo Beregond.

—Así es como nos llamamos—respondió Pippin.

—Me alegro de saberlo—dijo Beregond—, pues ahora puedo decirte que los acentos extraños no desvirtúan las palabras hermosas, y que los hobbits saben expresarse con gran nobleza. ¡Pero vamos! Hazme conocer a ese caballo notable. Adoro a los animales, y rara vez los vemos en esta ciudad de piedra; pero yo desciendo de un pueblo que bajó de los valles altos, y que antes residía en Ithilien. ¡No temas! Será una visita corta, una mera cortesía, y de allí iremos a las despensas.

 
La Ciudad Blanca por Alan Lee


Pippin comprobó que Sombragrís estaba bien alojado y atendido. Pues en el séptimo círculo, fuera de los muros de la Ciudadela, había unas caballerizas espléndidas donde guardaban algunos corceles veloces, junto a las habitaciones de los correos del señor: mensajeros siempre prontos para partir a una orden urgente del rey o de los capitanes principales. Pero ahora todos los caballos y jinetes estaban ausentes, en tierras lejanas.

Sombragrís relinchó cuando Pippin entró en el establo y volvió la cabeza. —¡Buen día!—le dijo Pippin—. Gandalf vendrá tan pronto como pueda. Ahora está ocupado, pero te manda saludos; y yo he venido a ver si todo anda bien para ti; y si descansas luego de tantos trabajos.

Sombragrís sacudió la cabeza y pateó el suelo. Pero permitió que Beregond le sostuviera la cabeza gentilmente y le acariciara los flancos poderosos.

—Se diría que está preparándose para una carrera, y no que acaba de llegar de un largo viaje—dijo Beregond—. ¡Qué fuerte y arrogante! ¿Dónde están los arneses? Tendrán que ser adornados y hermosos.

—Ninguno es bastante adornado y hermoso para él—dijo Pippin—. No los acepta. Si consiente en llevarte, te lleva, y si no, no hay bocado, brida, fuste o rienda que lo dome. ¡Adiós, Sombragrís! Ten paciencia. La batalla se aproxima.

Sombragrís levantó la cabeza y relinchó, y el establo entero pareció sacudirse y Pippin y Beregond se taparon los oídos. En seguida se marcharon, luego de ver que había pienso en abundancia en el pesebre.

—Y ahora nuestro pienso—dijo Beregond, y se encaminó de vuelta a la Ciudadela, conduciendo a Pippin hasta una puerta en el lado norte de la torre. Allí descendieron por una escalera larga y fresca hasta una calle alumbrada con faroles. Había portillos en los muros, y uno de ellos estaba abierto.

—Este es el almacén y la despensa de mi compañía de la guardia—dijo Beregond—. ¡Salud, Targon!—gritó por la abertura—. Es temprano aún, pero hay aquí un forastero que el señor ha tomado a su servicio. Ha venido cabalgando de muy lejos, con el cinturón apretado, y ha cumplido una dura labor esta mañana; tiene hambre. ¡Danos lo que tengas!

 

Obtuvieron pan, mantequilla, queso y manzanas: las últimas de la reserva del invierno, arrugadas pero sanas y dulces; y un odre de cerveza bien servido, y escudillas y tazones de madera. Pusieron las provisiones en una cesta de mimbre y volvieron a la luz del sol. Beregond llevó a Pippin al extremo oriental del almenaje del gran espolón, donde había una embrasura, y un asiento de piedra bajo el antepecho. Desde allí podían contemplar la mañana que se extendía sobre el mundo.

Comieron y bebieron, hablando ya de Gondor y de sus usos y costumbres, ya de La Comarca y de los países extraños que Pippin había conocido. Y cuanto más hablaban más se asombraba Beregond, y observaba maravillado al hobbit, que sentado en el asiento balanceaba las piernas cortas, o se erguía de puntillas para mirar por encima del alféizar las tierras de abajo.

—No te ocultaré, maese Peregrin—dijo Beregond—que para nosotros pareces casi uno de nuestros niños, un chiquillo de unas nueve primaveras; y sin embargo has sobrevivido a peligros y has visto maravillas; pocos de nuestros viejos podrían jactarse de haber conocido otro tanto. Creí que era un capricho de nuestro señor, tomar un paje noble a la usanza de los reyes de los tiempos antiguos, según dicen. Pero veo que no es así, y tendrás que perdonar mi necedad.

—Te perdono—dijo Pippin—. Sin embargo, no estás muy lejos de lo cierto. De acuerdo con los cómputos de mis gentes, soy casi un niño todavía, y aún me faltan cuatro años para llegar a la «mayoría de edad», como decimos en La Comarca. Pero no te preocupes por mí. Ven y mira y dime qué veo.

 

El sol subía. Abajo, en el valle, las nieblas se habían levantado, y las últimas se alejaban flotando como volutas de nubes blancas arrastradas por la brisa que ahora soplaba del este, y que sacudía y encrespaba las banderas y los estandartes blancos de la Ciudadela. A lo lejos, en el fondo del valle, a unas cinco leguas [24 kilómetros] a vuelo de pájaro, el río Grande corría gris y resplandeciente desde el noroeste, describiendo una vasta curva hacia el sur, y volviendo hacia el oeste antes de perderse en una bruma centelleante; más allá, a cincuenta leguas [240 kilómetros] de distancia, estaba el mar.

Pippin veía todo el Pelennor extendido ante él, moteado a lo lejos de granjas y muros, graneros y establos pequeños, pero en ningún lugar vio vacas o algún otro animal. Numerosos caminos y senderos atravesaban los campos verdes, y filas de carretones avanzaban hacia la Puerta Grande, mientras otros salían y se alejaban. De tanto en tanto aparecía algún jinete, se apeaba de un salto, y entraba presuroso en la ciudad. Pero el camino más transitado era la carretera mayor que se volvía hacia el sur, y en una curva más pronunciada que la del río bordeaba luego las colinas y se perdía a lo lejos. Era un camino ancho y bien empedrado; a lo largo de la orilla oriental corría una pista ancha y verde, flanqueada por un muro. Los jinetes galopaban de aquí para allá, pero unos carromatos que iban hacia el sur parecían ocupar toda la calle. Sin embargo, Pippin no tardó en descubrir que todo se movía en perfecto orden: los carromatos avanzaban en tres filas, una más rápida tirada por caballos, otra más lenta, de grandes carretas adornadas de gualdrapas multicolores, tirada por bueyes; y a lo largo de la orilla oriental, unos carros más pequeños, arrastrados por hombres.

—Esa es la ruta que conduce a los valles de Tumladen y Lossarnach, y a las aldeas de las montañas, y llega hasta Lebennin—explicó Beregond—. Hacia allá se encaminan los últimos carromatos, llevando a los refugios a los ancianos y a las mujeres y los niños. Es preciso que todos se encuentren a una legua [5 kilómetros] de la puerta y hayan despejado el camino antes del mediodía: ésa fue la orden. Es una triste necesidad. —Suspiró. —Pocos, quizá, de los que hoy se separan volverán a reunirse alguna vez. Nunca hubo muchos niños en esta ciudad; pero ahora no queda ninguno, excepto unos pocos que se negaron a marcharse y esperan que se les encomiende aquí alguna tarea: mi hijo entre ellos.

Callaron un momento. Pippin miraba inquieto hacia el este, como si miles de orcos pudieran aparecer de improviso e invadir las campiñas. —¿Qué veo allí?—preguntó, señalando un punto en el centro de la curva del Anduin—. ¿Es otra ciudad, o qué?

—Fue una ciudad—respondió Beregond—, la capital del reino, cuando Minas Tirith no era más que una fortaleza. Lo que ves en las márgenes del Anduin son las ruinas de Osgiliath, tomada e incendiada por nuestros enemigos hace mucho tiempo. Sin embargo la reconquistamos, en la época en que Denethor aún era joven: no para vivir en ella sino para mantenerla como puesto de avanzada, y reconstruimos el puente para el paso de nuestras tropas. Pero entonces vinieron de Minas Morgul los jinetes negros.

—¿Los jinetes negros?—dijo Pippin, abriendo mucho los ojos, ensombrecidos por la reaparición de un viejo temor.

—Sí, eran negros—dijo Beregond—, y veo que algo sabes de esos jinetes, aunque no los mencionaste en tus historias.

—Algo sé—dijo Pippin en voz baja—, pero no quiero hablar ahora, tan cerca, tan cerca... —Calló de pronto, y al alzar los ojos por encima del río le pareció que todo cuanto veía alrededor era una sombra vasta y amenazante; tal vez fueran sólo unas montañas, unos picos mellados en el horizonte, desdibujados por veinte leguas [96 kilómetros] de aire neblinoso; o quizás un banco de nubes que ocultaba una oscuridad todavía más profunda. Pero mientras miraba tenía la impresión de que la oscuridad crecía y se cerraba, muy lentamente, lentamente elevándose hasta ensombrecer las regiones del sol.

—¿Tan cerca de Mordor?—dijo Beregond en un susurro—. Sí, está allí. Rara vez los nombramos, pero hemos vivido siempre con esa oscuridad a la vista; algunas veces parece más tenue y distante; otras más cercana y espesa. Ahora la vemos crecer, y así crecen también nuestros temores y nuestra desazón. Hace menos de un año los jinetes negros volvieron a conquistar los pasos, y muchos de nuestros mejores hombres cayeron allí. Luego Boromir echó al enemigo más allá de esta orilla occidental, y aún conservamos la mitad de Osgiliath. Por poco tiempo. Ahora esperamos un nuevo ataque, quizás el más violento de la guerra que se avecina.

—¿Cuándo?—preguntó Pippin—. ¿Tienes alguna idea? Porque anoche vi los fuegos de alarma y a los correos. Y Gandalf dijo que era señal de que la guerra había comenzado. Me pareció que tenía mucha prisa por venir. Sin embargo, se diría que ahora todo está en calma.

—Sólo porque ya todo está pronto—dijo Beregond—. No es más que el último respiro, antes de zambullirse en el agua.

—Pero ¿por qué hace dos noches estaban encendidos los fuegos de las almenaras?

—Es tarde para ir en busca de socorros si ya ha empezado el sitio—respondió Beregond—. Pero el señor y los capitanes saben cómo obtener noticias, e ignoro qué deciden. Y el señor Denethor no es como todos los hombres: tiene la vista larga. Algunos dicen que cuando por las noches se sienta a solas en la alta estancia de la Torre, y escudriña con el pensamiento por aquí y por allá, logra por momentos leer en el futuro; y que a veces hasta mira en la mente del enemigo y lucha con él. Por eso está tan envejecido, consumido antes de tiempo. De todos modos, mi señor Faramir ha partido a cumplir alguna misión peligrosa del otro lado del río, y es posible que haya enviado noticias.

»Pero si quieres saber lo que pienso: fueron las noticias que llegaron anoche del Lebennin lo que encendió las hogueras. Una gran flota se acerca, a la desembocadura del Anduin, tripulada por los corsarios de Umbar, un país del sur. Hace tiempo que dejaron de temer el poderío de Gondor, y se han aliado al enemigo, y ahora intentan ayudarle con un golpe duro. Porque este ataque nos restará gran parte del auxilio que contábamos recibir de Lebennin y Belfalas, donde los hombres son valientes y numerosos. Por eso nuestros pensamientos se vuelven tanto más hacia el norte, hacia Rohan, y tanto más nos alegran las noticias de victoria que habéis traído.

»Y sin embargo... —hizo una pausa y se puso de pie, y miró en derredor, al norte, al este, al sur—, los acontecimientos de Isengard eran inequívocos: estamos envueltos en una gran red estratégica. Ya no se trata de simples escaramuzas en los vados, de correrías organizadas por las gentes de Ithilien y Anórien, de emboscadas y pillaje. Esta es una guerra grande, largamente planeada, y en la que somos sólo una pieza, diga lo que diga nuestro orgullo. Las cosas se mueven en el lejano este, más allá del mar Interior, según las noticias; y en el norte y en el bosque Negro y más lejos aún; y en el sur en Harad. Y ahora todos los reinos tendrán que pasar por la misma prueba: resistir o sucumbir... bajo la Sombra.

»No obstante, maese Peregrin, tenemos este honor: nos toca siempre soportar los más duros embates del odio del Señor Oscuro, un odio que viene de los abismos del tiempo y de lo más profundo del mar. Aquí es donde el martillo golpeará ahora con mayor fuerza. Y por eso Mithrandir tenía tanta prisa. Porque si caemos ¿quién quedará en pie? ¿Y tú, maese Peregrin, ves alguna esperanza de que podamos resistir?

Pippin no respondió. Miró los grandes muros, y las torres y los orgullosos estandartes, y el sol alto en el cielo, y luego la oscuridad que se acumulaba y crecía en el este; y pensó en los largos dedos de aquella Sombra; en los orcos que invadían los bosques y las montañas, en la traición de Isengard, en los pájaros de mal agüero, y en los jinetes negros que cabalgaban por los senderos mismos de La Comarca... y en el terror alado, los nazgûl. Se estremeció y pareció que la esperanza se debilitaba. Y en ese preciso instante el sol vaciló y se oscureció un segundo, como si un ala tenebrosa hubiese pasado delante de él. Casi imperceptible, le pareció oír, alto y lejano, un grito en el cielo: débil pero sobrecogedor, cruel y frío. Pippin palideció y se acurrucó contra el muro.

—¿Qué fue eso?—preguntó Beregond—. ¿También tú oíste algo?

—Sí—murmuró Pippin—. Es la señal de nuestra caída y la sombra del destino, un jinete espectral del aire.

—Sí, la sombra del destino—dijo Beregond—. Temo que Minas Tirith esté a punto de caer. La noche se aproxima. Se diría que hasta me han quitado el calor de la sangre.

 

Permanecieron sentados un rato, en silencio, cabizbajos. Luego, de improviso, Pippin levantó la mirada y vio que todavía brillaba el sol y que los estandartes todavía se movían en la brisa. Se sacudió. —Ha pasado—dijo—. No, mi corazón aún no quiere desesperar. Gandalf cayó y ha vuelto y está con nosotros. Aún es posible que continuemos en pie, aunque sea sobre una sola pierna, o al menos sobre las rodillas.

—¡Bien dicho!—exclamó Beregond, y levantándose echó a caminar de un lado a otro a grandes trancos—. Aunque tarde o temprano todas las cosas hayan de perecer, a Gondor no le ha llegado todavía la hora. No, aun cuando los muros sean conquistados por un enemigo implacable, que levante una montaña de carroña delante de ellos. Todavía nos quedan otras fortalezas y caminos secretos de evasión en las montañas. La esperanza y los recuerdos sobrevivirán en algún valle oculto donde la hierba siempre es verde.

—De cualquier modo, quisiera que todo termine de una vez, para bien o para mal—dijo Pippin—. No tengo alma de guerrero, y el solo pensamiento de una batalla me desagrada; pero estar esperando una de la que no podré escapar es lo peor que podría ocurrirme. ¡Qué largo parece ya el día! Me sentiría mucho más feliz si no estuviésemos obligados a permanecer aquí en observación, sin dar un solo paso, sin ser los primeros en asestar el golpe. Creo que, de no haber sido por Gandalf, ningún golpe habría caído jamás sobre Rohan.

—¡Ah, aquí pones el dedo en una llaga que a muchos les duele!—dijo Beregond—. Pero las cosas podrían cambiar cuando regrese Faramir. Es valiente, más valiente de lo que muchos suponen; pues en estos tiempos los hombres no quieren creer que alguien pueda ser un sabio, un hombre versado en los antiguos manuscritos y en las leyendas y canciones del pasado, y al mismo tiempo un capitán intrépido y de decisiones rápidas en el campo de batalla. Sin embargo, así es Faramir. Menos temerario y vehemente que Boromir, pero no menos resuelto. Mas ¿qué podrá hacer? No nos es posible tomar por asalto las montañas de... de ese reino tenebroso. Nuestros recursos son limitados y no nos permiten anticiparnos a la ofensiva del enemigo. ¡Pero eso sí, nuestra respuesta será violenta!—Golpeó con fuerza la guardia de la espada.

Pippin lo miró: alto, noble y arrogante, como todos los hombres que hasta entonces había visto en aquel país; y los ojos le centelleaban de sólo pensar en la batalla. «¡Ay!, reflexionó. «Débil y ligera como una pluma me parece mi propia mano. —Pero no dijo nada—. ¿Un peón, había dicho Gandalf? Tal vez, pero en un tablero equivocado».

 

Hablaron así hasta que el sol llegó al cénit, y de pronto repicaron las campanas del mediodía, y en la Ciudadela se observó un ajetreo de hombres: todos, con excepción de los centinelas de guardia, se encaminaban a almorzar.

—¿Quieres venir conmigo?—dijo Beregond—. Por hoy puedes compartir nuestro rancho. No sé a qué compañía te asignarán, o si el señor Denethor desea tenerte a sus órdenes. Pero entre nosotros serás bienvenido. Conviene que conozcas el mayor número posible de hombres, mientras hay tiempo.

—Me hará feliz acompañarte—respondió Pippin—. A decir verdad, me siento solo. He dejado a mi mejor amigo en Rohan, y desde entonces no he tenido con quien charlar y bromear. Tal vez podría realmente entrar en tu Compañía. ¿Eres el capitán? En ese caso podrías tomarme, ¿o quizás hablar en mi favor?

—No, no—dijo Beregond, riendo—, no soy un capitán. No tengo cargo, ni rango, ni señorío, y no soy más que un hombre de armas de la Tercera Compañía de la Ciudadela. Sin embargo, maese Peregrin, ser un simple hombre de armas en la Guardia de la Torre de Gondor es considerado digno y honroso en la ciudad, y en todo el reino se trata con honores a tales hombres.

—En ese caso, es algo que está por completo fuera de mi alcance—dijo Pippin—. Llévame de nuevo a nuestros aposentos, y si Gandalf no se encuentra allí, iré contigo a donde quieras... como tu invitado.

 

Gandalf no estaba en las habitaciones ni había enviado ningún mensaje; Pippin acompañó entonces a Beregond y fue presentado a los hombres de la Tercera Compañía. Al parecer Beregond ganó tanto prestigio entre sus camaradas como el propio Pippin, que fue muy bien recibido. Mucho se había hablado ya en la Ciudadela del compañero de Mithrandir y de su largo y misterioso coloquio con el señor; y corría el rumor de que un príncipe de los medianos había venido del norte a prestar juramento de lealtad a Gondor con cinco mil espadas. Y algunos decían que cuando los jinetes vinieran de Rohan, cada uno traería en la grupa a un guerrero mediano, pequeño quizá, pero valiente.

Si bien Pippin tuvo que desmentir de mala gana esta leyenda promisoria, no pudo librarse del nuevo título, el único, al decir de los hombres, digno de alguien tan estimado por Boromir y honrado por el señor Denethor; le agradecieron que los hubiera visitado, y escucharon muy atentos el relato de sus aventuras en tierras extrañas, ofreciéndole de comer y de beber tanto como Pippin podía desear. Y en verdad, sólo le preocupaba la necesidad de ser «cauteloso», como le había recomendado Gandalf, y de no soltar demasiado la lengua, como hacen los hobbits cuando se sienten entre gente amiga.

 

Por fin Beregond se levantó. —¡Adiós por esta vez!—dijo—. Estoy de guardia ahora hasta la puesta del sol, al igual que todos los aquí presentes, creo. Pero si te sientes solo, como dices, tal vez te gustaría tener un guía alegre que te lleve a visitar la ciudad. Mi hijo se sentirá feliz de acompañarte. Es un buen muchacho, puedo decirlo. Si te agrada la idea, baja hasta el círculo inferior y pregunta por la Hostería Vieja en el Rath Celerdain, calle de los Lampareros. Allí lo encontrarás con otros jóvenes que se han quedado en la ciudad. Quizás haya cosas interesantes para ver allá abajo, junto a la Puerta Grande, antes que cierren.

Salió, y los otros no tardaron en seguirlo. Aunque empezaba a flotar una bruma ligera, el día era todavía luminoso, y caluroso para un mes de marzo, aún en un país tan meridional. Pippin se sentía soñoliento, pero la habitación le pareció triste y decidió descender a explorar la ciudad. Le llevó a Sombragrís unos bocados que había apartado, y que el animal recibió con alborozo, aunque nada parecía faltarle. Luego echó a caminar bajando por muchos senderos zigzagueantes.

La gente lo miraba con asombro, cuando él pasaba. Los hombres se mostraban con él solemnes y corteses, saludándolo a la usanza de Gondor con la cabeza gacha y las manos sobre el pecho; pero detrás de él oía muchos comentarios, a medida que la gente que andaba por las calles llamaba a quienes estaban dentro a que salieran a ver al príncipe de los medianos, el compañero de Mithrandir. Algunos hablaban un idioma distinto de la lengua común, pero Pippin no tardó mucho en aprender al menos qué significaba Ernil i Pheriannath y en saber que su condición de príncipe ya era conocida en toda la ciudad.

Recorriendo las calles abovedadas y las hermosas alamedas y pavimentos, llegó por fin al círculo inferior, el más amplio; allí le dijeron dónde estaba la calle de los Lampareros, un camino ancho que conducía a la Puerta Grande. Pronto encontró la Hostería Vieja, un edificio de piedra gris desgastada por los años, con dos alas laterales; en el centro había un pequeño prado, y detrás se alzaba la casa de numerosas ventanas; todo el ancho de la fachada lo ocupaba un pórtico sostenido por columnas y una escalinata que descendía hasta la hierba. Algunos chiquillos jugaban entre las columnas: los únicos niños que Pippin había visto en Minas Tirith, y se detuvo a observarlos. De pronto, uno de ellos advirtió la presencia del hobbit, y precipitándose con un grito a través de la hierba, llegó a la calle, seguido de otros. De pie frente a Pippin, lo miró de arriba abajo.

—¡Salud!—dijo el chiquillo—. ¿De dónde vienes? Eres un forastero en la ciudad.

—Lo era—respondió Pippin—; pero dicen ahora que me he convertido en un hombre de Gondor.

—¡Oh, no me digas!—dijo el chiquillo—. Entonces aquí todos somos hombres. Pero ¿qué edad tienes y cómo te llamas? Yo he cumplido los diez, y pronto mediré cinco pies [1,5 metros]. Soy más alto que tú. Pero también mi padre es un Guardia y uno de los más altos. ¿Qué hace tu padre?

—¿A qué pregunta he de responder primero?—dijo Pippin—. Mi padre cultiva las tierras de los alrededores de Fuente Blanca, cerca de Alforzaburgo en La Comarca. Tengo casi veintinueve años, así que en eso te aventajo, aunque mida sólo cuatro pies [1,2 metros], y es improbable que crezca, salvo en sentido horizontal.

—¡Veintinueve años!—exclamó el niño, lanzando un silbido—. Vaya, eres casi viejo, tan viejo como mi tío Iorlas. Sin embargo—añadió, esperanzado—, apuesto que podría ponerte cabeza abajo o tumbarte de espaldas.

—Tal vez, si yo te dejara—dijo Pippin, riendo—. Y quizás yo pudiera hacerte lo mismo a ti: conocemos unas cuantas triquiñuelas en mi pequeño país. Donde, déjame que te lo diga, se me considera excepcionalmente grande y fuerte; y jamás he permitido que nadie me pusiera cabeza abajo. Y si lo intentaras, y no me quedara otro remedio, quizá me viera obligado a matarte. Porque, cuando seas mayor, aprenderás que las personas no siempre son lo que parecen; y aunque quizá me hayas tomado por un jovenzuelo extranjero tonto y bonachón, y una presa fácil, quiero prevenirte: no lo soy; ¡soy un mediano, duro, temerario y malvado!—Y Pippin hizo una mueca tan fiera que el niño dio un paso atrás, pero en seguida volvió a acercarse, con los puños apretados y un centelleo belicoso en la mirada.

»¡No!—dijo Pippin, riendo—. ¡Tampoco creas todo lo que dice de sí mismo un extranjero! No soy un luchador. Sin embargo, sería más cortés que quien lanza el desafío se diera a conocer.

El chico se irguió con orgullo. —Soy Bergil hijo de Beregond de la Guardia—dijo.

—Era lo que pensaba—dijo Pippin—, pues te pareces mucho a tu padre. Lo conozco y él mismo me ha enviado a buscarte.

—¿Por qué, entonces, no lo dijiste en seguida?—preguntó Bergil, y una expresión de desconsuelo le ensombreció de pronto la cara—. ¡No me digas que ha cambiado de idea y que quiere enviarme fuera de la ciudad, junto con las mujeres! Pero no, ya han partido las últimas carretas.

—El mensaje, si no bueno, es menos malo de lo que supones—dijo Pippin—. Dice que, si en lugar de ponerme cabeza abajo prefieres mostrarme la ciudad, podrías acompañarme y aliviar mi soledad un rato. En compensación, yo podría contarte algunas historias de países remotos.

Bergil batió palmas y rio, aliviado. —¡Todo marcha bien, entonces!—gritó—. ¡Ven! Dentro de un momento íbamos a salir hacia la Puerta, a mirar. Iremos ahora mismo.

—¿Qué pasa allí?

—Esperamos a los capitanes de las Tierras Lejanas; se dice que llegarán antes del crepúsculo, por el Camino del Sur. Ven con nosotros y verás.

 

 

Bergil mostró que era un buen camarada, la mejor compañía que había tenido Pippin desde que se separara de Merry, y pronto estuvieron parloteando y riendo alborozados, sin preocuparse por las miradas que la gente les echaba. A poco andar, se encontraron en medio de una muchedumbre que se encaminaba a la Puerta Grande. Y allí, el prestigio de Pippin aumentó considerablemente a los ojos de Bergil, pues cuando dio su nombre y el santo y seña, el guardia lo saludó y lo dejó pasar; y lo que es más, le permitió llevar consigo a su compañero.

—¡Maravilloso!—dijo Bergil—. A nosotros, los niños, ya no nos permiten franquear la puerta sin un adulto. Ahora podremos ver mejor.

Del otro lado de la puerta, una multitud de hombres ocupaba las orillas del camino y el gran espacio pavimentado en que desembocaban las distintas rutas a Minas Tirith. Todas las miradas se volvían al sur, y no tardó en elevarse un murmullo: —¡Hay una polvareda allá, a lo lejos! ¡Ya están llegando!

Pippin y Bergil se abrieron paso hasta la primera fila, y esperaron. Unos cuernos sonaron a la distancia, y el estruendo de los vítores llegó hasta ellos como un viento impetuoso. Se oyó luego un vibrante toque de clarín, y toda la gente que los rodeaba prorrumpió en gritos de entusiasmo.

—¡Forlong! ¡Forlong!—gritaban los hombres.

—¿Qué dicen?—preguntó Pippin.

—Ha llegado Forlong—respondió Bergil—, el viejo Forlong el Gordo, el señor de Lossarnach. Allí es donde vive mi abuelo. ¡Hurra! Ya está aquí, mira. ¡El buen viejo Forlong!

A la cabeza de la comitiva avanzaba un caballo grande y de osamenta poderosa, y montado en él iba un hombre ancho de espaldas y enorme de contorno; aunque viejo y barbicano, vestía una cota de malla, usaba un yelmo negro, y llevaba una lanza larga y pesada. Tras él marchaba, orgullosa, una polvorienta caravana de hombres armados y ataviados, que empuñaban grandes hachas de combate; eran fieros de rostro, y más bajos y un poco más endrinos que todos los que Pippin había visto en Gondor.

—¡Forlong!—lo aclamaba la multitud—. ¡Corazón leal, amigo fiel! ¡Forlong!—Pero cuando los hombres de Lossarnach hubieron pasado, murmuraron: —¡Tan pocos! ¿Cuántos serán, doscientos? Esperábamos diez veces más. Les habrán llegado noticias de los navíos negros. Sólo han enviado un décimo de las fuerzas de Lossarnach. Pero aún lo pequeño es una ayuda.

 

Así fueron llegando las otras compañías, saludadas y aclamadas por la multitud, y cruzaron la puerta hombres de las Tierras Lejanas que venían a defender la Ciudad de Gondor en una hora sombría; pero siempre en número demasiado pequeño, siempre insuficientes para colmar las esperanzas o satisfacer las necesidades. Los hombres del valle del Ringló detrás del hijo del señor, Dervorin, marchaban a pie: trescientos. De las mesetas de Morthond, el ancho valle de la Raíz Negra, Duinhir el Alto, acompañado por sus hijos, Duilin y Derufin, y quinientos arqueros. Del Anfalas, de la lejana playa Larga, una columna de hombres muy diversos, cazadores, pastores, y habitantes de pequeñas aldeas, malamente equipados, excepto la escolta de Golasgil, el soberano. De Lamedon, unos pocos montañeses salvajes y sin capitán. Pescadores del Ethir, un centenar o más, reclutados en las embarcaciones. Hirluin el Hermoso, venido de las colinas verdes de Pinnath Galin con trescientos guerreros apuestos, vestidos de verde. Y por último el más soberbio, Imrahil, príncipe de Dol Amroth, pariente del señor Denethor, con estandartes de oro y el emblema del Navío y el Cisne de Plata, y una escolta de caballeros con todos los arreos, montados en corceles grises; los seguían setecientos hombres de armas, altos como señores, de ojos acerados y cabellos oscuros, que marchaban cantando.

Y eso era todo, menos de tres mil en total. Y no vendrían otros. Los gritos y el ruido de los pasos y los cascos se extinguieron dentro de la ciudad. Los espectadores callaron un momento. El polvo flotaba en el aire, pues el viento había cesado y la atmósfera del atardecer era pesada. Se acercaba ya la hora de cerrar las puertas, y el sol rojo había desaparecido detrás del Mindolluin. La sombra se extendió sobre la ciudad.

Pippin alzó los ojos, y le pareció que el cielo tenía un color gris ceniciento, como velado por una espesa nube de polvo que la luz atravesaba apenas. Pero en el oeste el sol agonizante había incendiado el velo de sombras, y ahora el Mindolluin se erguía como una forma negra envuelta en las ascuas de una humareda ardiente. —¡Que así, con cólera, termine un día tan hermoso!—reflexionó Pippin en voz alta, olvidándose del chiquillo que estaba junto a él.

—Así terminará si no regreso antes de las campanas del crepúsculo—dijo Bergil—. ¡Vamos! Ya suena la trompeta que anuncia el cierre de la puerta.

 

Tomados de la mano volvieron a la ciudad, los últimos en traspasar la puerta antes que se cerrara, y cuando llegaron a la calle de los Lampareros todas las campanas de las torres repicaban solemnemente. Aparecieron luces en muchas ventanas, y de las casas y los puestos de los hombres de armas llegaban cantos.

—¡Adiós por esta vez!—dijo Bergil—. Llévale mis saludos a mi padre y agradécele la compañía que me mandó. Vuelve pronto, te lo ruego. Casi desearía que no hubiese guerra, porque podríamos haber pasado buenos momentos. Hubiéramos podido ir a Lossarnach, a la casa de mi abuelo: es maravilloso en primavera, los bosques y los campos cubiertos de flores. Pero quizá podamos ir algún día. El señor Denethor jamás será derrotado, y mi padre es muy valiente. ¡Adiós y vuelve pronto!

Se separaron, y Pippin se encaminó de prisa hacia la Ciudadela. El trayecto se le hacía largo, y empezaba a sentir calor y un hambre voraz. Y la noche se cerró, rápida y oscura. Ni una sola estrella parpadeaba en el cielo. Llegó tarde a la cena, y Beregond lo recibió con alegría, y lo sentó al lado de él para oír las noticias que le traía de su hijo. Una vez terminada la comida, Pippin se quedó allí un rato, pero no tardó en despedirse, pues sentía el peso de una extraña melancolía, y ahora tenía muchos deseos de ver otra vez a Gandalf.

—¿Sabrás encontrar el camino?—le preguntó Beregond en la puerta de la sala, en la parte norte de la Ciudadela, donde habían estado sentados—. La noche es oscura, y aún más porque han dado órdenes de velar todas las luces dentro de la ciudad; ninguna ha de ser visible desde fuera de los muros. Y puedo darte una noticia de otro orden: mañana por la mañana, a primera hora, serás convocado por el señor Denethor. Me temo que no te destinarán a la Tercera Compañía. Sin embargo, es posible que volvamos a encontrarnos. ¡Adiós y duerme en paz!

La habitación estaba a oscuras, excepto una pequeña linterna puesta sobre la mesa. Gandalf no se encontraba allí. La tristeza de Pippin era cada vez mayor. Se subió al banco y trató de mirar por una ventana, pero era como asomarse a un lago de tinta. Bajó y cerró la persiana y se acostó. Durante un rato permaneció tendido y alerta, esperando el regreso de Gandalf, y luego cayó en un sueño inquieto.

En mitad de la noche lo despertó una luz, y vio que Gandalf había vuelto y que recorría la habitación a grandes trancos del otro lado de la cortina. Sobre la mesa había velas y rollos de pergamino. Oyó que el mago suspiraba y murmuraba: «¿Cuándo regresará Faramir?»

—¡Hola!—dijo Pippin, asomando la cabeza por la cortina—. Creía que te habías olvidado de mí. Me alegro de verte de vuelta. El día fue largo.

—Pero la noche será demasiado corta—dijo Gandalf—. He vuelto aquí porque necesito un poco de paz y de soledad. Harías bien en dormir en una cama mientras sea posible. Al alba, te llevaré de nuevo al señor Denethor. No, al alba no, cuando llegue la orden. La Oscuridad ha comenzado. No habrá amanecer.

 


XLV.VIAJE A LA ENCRUCIJADA

 

LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO VII

Frodo y Sam volvieron a sus lechos y se acostaron en silencio a descansar, mientras los hombres se ponían en actividad y los trabajos del día comenzaban. Al cabo de un rato les llevaron agua y los condujeron a una mesa servida para tres. Faramir desayunó con ellos. No había dormido desde la batalla de la víspera, pero no parecía fatigado.

Una vez terminada la comida, se pusieron de pie. —Ojalá no os atormente el hambre en el camino—dijo Faramir—. Tenéis escasas provisiones, pero he dado orden de acondicionar en vuestros equipajes una pequeña reserva de alimentos apropiada para viajeros. No os faltará el agua mientras caminéis por Ithilien, pero no bebáis de ninguno de los arroyos que descienden del Imlad Morgul, el valle de la Muerte Viviente. Algo más he de deciros: mis exploradores y vigías han regresado todos, aún algunos que se habían deslizado subrepticiamente hasta tener a la vista el Morannon. Todos han observado una cosa extraña. La tierra está desierta. No hay nada en el camino; no se oye en parte alguna ruido de pasos, de cuernos ni de arcos. Un silencio expectante pesa sobre la Tierra Sin Nombre. Ignoro lo que esto presagia. Pero todo parece precipitarse hacia una gran conclusión. Se aproxima la tormenta. ¡Daos prisa, mientras podáis! Si estáis listos, partamos. Muy pronto el sol se levantará sobre las sombras.

Les trajeron a los hobbits sus paquetes (un poco más pesados que antes) y también dos bastones de madera pulida, herrados en la punta, y de cabeza tallada, por la que pasaba una correa de cuero trenzado.

—No tengo regalos apropiados para el momento de la partida—dijo Faramir—, pero aceptad estos bastones. Pueden prestar buenos servicios a los caminantes o a quienes escalan montañas en las regiones salvajes. Los hombres de las montañas Blancas los utilizan: si bien éstos han sido cortados para vuestra talla y herrados de nuevo. Están hechos con la madera del hermoso árbol lebethron, cara a los ebanistas de Gondor, y les ha sido conferida la virtud de encontrar y retornar. ¡Ojalá esta virtud no se malogre enteramente en las Sombras en que ahora vais a internaros!

Los hobbits se inclinaron en una reverencia. —Magnánimo y muy benévolo anfitrión—dijo Frodo—, me fue augurado por Elrond el medio elfo que encontraría amigos en el camino, secretos e inesperados. Mas no esperaba por cierto una amistad como la tuya. Haberla encontrado trueca el mal en un auténtico bien.

 

Se prepararon para la partida. Gollum fue sacado de algún rincón o de algún escondrijo, y parecía más satisfecho de sí mismo que antes, aunque no se apartaba un momento del lado de Frodo y evitaba la mirada de Faramir.

—Vuestro guía partirá con los ojos vendados—dijo Faramir—, pero a ti y a tu servidor Samsagaz no os obligaré, si así lo deseáis.

Gollum lanzó un chillido, y se retorció, y se aferró a Frodo, cuando fueron a vendarle los ojos; y Frodo dijo: —Vendadnos a los tres, empezando por mí, así comprenderá tal vez que nadie quiere hacerle daño. —Así lo hicieron y los guiaron fuera de la caverna de Henneth Annûn. Cuando dejaron atrás los corredores y las escaleras, sintieron alrededor el aire fresco, puro y apacible de la mañana. Todavía a ciegas prosiguieron la marcha un corto trecho, primero subiendo, luego bajando unas suaves pendientes. Por fin la voz de Faramir ordenó que les quitasen las vendas.

Estaban nuevamente en el bosque bajo las ramas de los árboles. No se oía ningún rumor de cascadas de agua, pues una larga pendiente se extendía ahora en dirección al sur entre ellos y la hondonada por la que corría el río. Y a través de los árboles, en el oeste, vieron luz, como si el mundo terminara allí bruscamente, y en ese punto comenzara el cielo.

—Aquí se separan definitivamente nuestros caminos—dijo Faramir—. Si seguís mi consejo, no tomaréis hacia el este. Continuad en línea recta, pues así tendréis el abrigo de los bosques durante muchas millas. Al oeste hay una cresta y allí el terreno se precipita hacia los grandes valles, a veces bruscamente y a pique, otras veces en largas pendientes. No os alejéis de esta cresta y de los lindes del bosque. Al comienzo de vuestro viaje podréis caminar a la luz del día, creo. Las tierras duermen el sueño de una paz ficticia, y por un tiempo todo mal se ha retirado. ¡Buen viaje, mientras sea posible!

Abrazó a Frodo y a Sam, a la usanza del pueblo de Gondor, encorvándose y poniendo las manos sobre los hombros de los hobbits, y besándoles la frente. —¡Id con la buena voluntad de todos los hombres de bien!—dijo.

Los hobbits saludaron inclinándose hasta el suelo. Faramir dio media vuelta, y, sin mirar atrás ni una sola vez, fue a reunirse con los dos guardias que lo esperaban allí cerca. La celeridad con que ahora se movían esos hombres vestidos de verde, a quienes perdieron de vista casi en un abrir y cerrar de ojos, dejó maravillados a los hobbits. El bosque, donde un momento antes estuviera Faramir parecía ahora vacío y triste, como si un sueño se hubiese desvanecido.

 

Frodo suspiró y se volvió hacia el sur. Como mostrando qué poco le importaban todas aquellas expresiones de cortesía, Gollum estaba arañando la tierra al pie de un árbol. «Tiene hambre otra vez», pensó Sam. «¡Bueno, de nuevo en la brecha!»

—¿Se han marchado por fin?—dijo Gollum—. ¡Hombres sssucios malvados! Todavía le duele el cuello a Sméagol, sí, todavía. ¡En marcha!

—Sí, en marcha—dijo Frodo—. ¡Pero calla si sólo sabes hablar mal de quienes te trataron con misericordia!

—¡Buen amo!—dijo Gollum—. Sméagol hablaba en broma. Él siempre perdona, sí, siempre, aún las zancadillas del amo. ¡Oh sí, buen amo, Sméagol bueno!

Ni Frodo ni Sam le respondieron. Cargaron los paquetes, empuñaron los bastones y se internaron en los bosques de Ithilien.

Dos veces descansaron ese día y comieron un poco de las provisiones que les había dado Faramir: frutos secos y carne salada, en cantidad suficiente para un buen número de días; y pan en abundancia, que podrían comer mientras se conservase fresco. Gollum no quiso probar bocado.

El sol subió y pasó invisible por encima de las cabezas de los caminantes y empezó a declinar, y en el poniente una luz dorada se filtró a través de los árboles; y ellos avanzaron a la sombra verde y fresca de las frondas, y alrededor todo era silencio. Parecía como si todos los pájaros del lugar se hubieran ido, o hubieran perdido la voz.

La oscuridad cayó temprano sobre los bosques silenciosos, y antes que cerrara la noche hicieron un alto, fatigados, pues habían caminado siete leguas [34 kilómetros] o más desde Henneth Annûn. Frodo se acostó y durmió toda la noche sobre el musgo al pie de un árbol viejo. Sam, junto a él, estaba más intranquilo: despertó muchas veces, pero en ningún momento vio señales de Gollum, quien se había escabullido tan pronto como los hobbits se echaron a descansar. Si había dormido en algún agujero cercano, o si se había pasado la noche al acecho de alguna presa, no lo dijo; pero regresó a las primeras luces del alba y despertó a los hobbits.

—¡A levantarse, sí, a levantarse!—dijo—. Nos esperan caminos largos, al sur y al este. ¡Los hobbits tienen que darse prisa!

 

El día no fue muy diferente del anterior, pero el silencio parecía más profundo; el aire más pesado era ahora sofocante debajo de los árboles, como si el trueno se estuviera preparando para estallar. Gollum se detenía con frecuencia, husmeaba el aire, y luego mascullaba entre dientes e instaba a los hobbits a acelerar el paso.

Al promediar la tercera etapa de la jornada, cuando declinaba la tarde, la espesura del bosque se abrió, y los árboles se hicieron más grandes y más espaciados. Imponentes encinas de troncos corpulentos se alzaban sombrías y solemnes en los vastos calveros, y aquí y allá, entre ellas, había fresnos venerables, y unos robles gigantescos exhibían el verde pardusco de los retoños incipientes. Alrededor, en unos claros de hierba verde, crecían celidonias y anémonas, blancas y azules, ahora replegadas para el sueño nocturno; y había prados interminables poblados por el follaje de los jacintos silvestres: los tallos tersos y relucientes de las campánulas asomaban ya a través del mantillo. No había a la vista ninguna criatura viviente, ni bestia ni ave, pero en aquellos espacios abiertos Gollum tenía cada vez más miedo, y ahora avanzaban con cautela, escabulléndose de una larga sombra a otra.

La luz se extinguía rápidamente cuando llegaron a la orilla del bosque. Allí se sentaron debajo de un roble viejo y nudoso cuyas raíces descendían entrelazadas y enroscadas como serpientes por una barranca empinada y polvorienta. Un valle profundo y lóbrego se extendía ante ellos. Del otro lado del valle el bosque reaparecía, azul y gris en la penumbra del anochecer, y avanzaba hacia el sur. A la derecha refulgían las montañas de Gondor, lejos en el oeste, bajo un cielo salpicado de fuego. Y a la izquierda, la oscuridad: los elevados muros de Mordor; y de esa oscuridad nacía el valle largo, descendiendo abruptamente hacia el Anduin en una hondonada cada vez más ancha. En el fondo se apresuraba un torrente: Frodo oía esa voz pedregosa, que crecía en el silencio; y junto a la orilla más próxima un camino descendía serpenteando como una cinta pálida, para perderse entre las brumas grises y frías que ningún rayo del sol poniente llegaba a tocar. Allí Frodo creyó ver, muy distante, flotando por así decir en un océano de sombras, las cúpulas altas e indistintas y los pináculos irregulares de unas torres antiguas, solitarias y sombrías.

Se volvió a Gollum. —¿Sabes dónde estamos?—le preguntó.

—Sí, amo. Parajes peligrosos. Este es el camino que baja de la Torre de la Luna hasta la ciudad en ruinas por las orillas del río. La ciudad en ruinas, sí, lugar muy horrible, plagado de enemigos. Hicimos mal en seguir el consejo de los hombres. Los hobbits se han alejado mucho del camino. Ahora tenemos que ir hacia el este, por allá arriba. —Movió el brazo descarnado señalando las montañas envueltas en sombras. —Y no podemos ir por este camino. ¡Oh no! ¡Gente cruel viene por ahí desde la Torre!

Frodo miró abajo y escudriñó el camino. En todo caso nada se movía allí por el momento. Descendía hasta las ruinas desiertas envueltas en la bruma y parecía solitario y abandonado. Pero algo siniestro flotaba en el aire, como si en verdad hubiera unas cosas que iban y venían, y que los ojos no podían ver. Frodo se estremeció mirando una vez más los pináculos distantes, y que ahora desaparecían en la noche, y el sonido del agua le pareció frío y cruel: la voz de Morgulduin, el río de aguas corruptas que descendía del valle de los Espectros.

—¿Qué vamos a hacer?—dijo—. Hemos andado mucho. ¿Buscaremos algún sitio aquí atrás, en el bosque, donde poder descansar escondidos?

—Inútil esconderse en la oscuridad—dijo Gollum—. Los hobbits tienen que esconderse ahora, sí, de día.

—¡Oh, vamos!—dijo Sam—. Necesitamos descansar, aunque luego nos levantemos en mitad de la noche. Todavía quedarán horas de oscuridad, tiempo de sobra para que nos guíes en otra larga marcha, si en verdad conoces el camino.

Gollum consintió a regañadientes, y fue otra vez hacia los árboles, hacia el este al principio, a lo largo del linde del bosque, donde la arboleda era menos espesa. No quería descansar en el suelo tan cerca del camino malvado, y luego de algunas discusiones se encaramaron los tres en la horqueta de una encina corpulenta, de ramaje espeso, y que era un buen escondite y un refugio más o menos cómodo. Cayó la noche y la oscuridad se cerró, impenetrable, bajo el palio de fronda. Frodo y Sam bebieron un poco de agua y comieron una ración de pan y frutos secos, pero Gollum se enroscó en un ovillo y se durmió instantáneamente. Los hobbits no cerraron los ojos.

 

Habría pasado apenas la medianoche cuando Gollum despertó: los hobbits vieron de pronto el resplandor de aquellos ojos pálidos y muy abiertos. Gollum escuchaba y husmeada, cosa que parecía ser, como ya lo habían advertido antes, su método habitual para conocer la hora de la noche.

—¿Hemos descansado? ¿Hemos dormido maravillosamente? ¡En marcha!

—No, no hemos descansado ni hemos dormido maravillosamente—refunfuñó Sam—. Pero si hay que partir, partamos.

Gollum se dejó caer inmediatamente de las ramas del árbol en cuatro patas, y los hobbits lo siguieron con más lentitud.

Tan pronto como llegaron al suelo reanudaron la marcha en la oscuridad, bajo la conducción de Gollum, subiendo hacia el este por una cuesta empinada. Veían muy poco; la noche era tan profunda que sólo reparaban en los troncos de los árboles cuando tropezaban con ellos. El suelo era ahora más accidentado y la marcha se les hacía más difícil, pero Gollum no parecía preocupado. Los guiaba a través de malezas y zarzales, bordeando a veces una grieta profunda o un pozo oscuro, otras bajando a los agujeros negros escondidos bajo la espesura y volviendo a salir; y si descendían un trecho, la cuesta siguiente era más larga y más escarpada. Trepaban sin descanso. En el primer alto se volvieron para mirar y a duras penas alcanzaron a ver la techumbre del bosque que habían dejado atrás: una sombra densa y vasta, una noche más oscura bajo el cielo oscuro y vacío. Algo negro e inmenso parecía venir lentamente desde el este, devorando las estrellas pálidas y desvaídas. Más tarde la luna en descenso escapó de la nube, pero envuelta en un maléfico resplandor amarillo.

Al fin Gollum se volvió a los hobbits. —Pronto de día—anunció—. Hobbits tienen que apresurarse. ¡Nada seguro mostrarse al descampado en estos sitios! ¡De prisa!

Apretó el paso, y los hobbits lo siguieron cansadamente. Pronto comenzaron a escalar una ancha giba. Estaba cubierta casi por completo de matorrales de aulaga y arándano, y de espinos achaparrados y duros, si bien aquí y allá se abrían algunos claros, las cicatrices de recientes hogueras. Ya cerca de la cima, las matas de aulaga se hacían más frecuentes; eran viejísimas y muy altas, flacas y desgarbadas en la base pero espesas arriba, y ya mostraban las flores amarillas que centelleaban en la oscuridad y esparcían una fragancia suave y delicada. Eran tan altos aquellos matorrales de espinos que los hobbits podían caminar por debajo sin agacharse, atravesando largos senderos secos, tapizados de un musgo profundo, erizado de espinas.

Al llegar al otro extremo de la colina ancha y gibosa se detuvieron un momento y luego corrieron a esconderse bajo una apretada maraña de espinos. Las ramas retorcidas que se encorvaban hasta tocar el suelo, estaban recubiertas por un laberinto de viejos brezos trepadores. Toda aquella intrincada espesura formaba una especie de recinto hueco y profundo, tapizado de zarzas y hojas muertas y techado por las primeras hojas y brotes primaverales. Allí se echaron un rato a descansar, demasiado fatigados aún para comer; y espiando por entre los intersticios de la hojarasca aguardaron el lento despertar del día.

Pero no llegó el día, sólo un crepúsculo pardo y mortecino. Al este, un resplandor apagado y rojizo asomaba bajo los nubarrones amenazantes: no era el rojo purpúreo de la aurora. Más allá de las desmoronadas tierras intermedias, se alzaban las montañas siniestras de Ephel Dúath, negras e informes abajo, donde la noche se demoraba; arriba los picos dentados y las crestas duramente recortadas se erguían amenazantes contra el fiero resplandor. A lo lejos, a la derecha, una gran meseta montañosa se adelantaba hacia el oeste, lóbrega y negra en medio de las sombras.

—¿Por qué camino marcharemos ahora?—preguntó Frodo—. ¿Y aquélla es la entrada de... del valle de Morgul, allí arriba, detrás de esa mole negra?

—¿Ya tenemos que pensar en eso?—dijo Sam—. Me imagino que ya no nos moveremos hoy durante el día, si esto es el día.

—Tal vez no—dijo Gollum—. Pero pronto tendremos que partir, hacia la Encrucijada. Sí, la Encrucijada. Sí, amo, aquel es el camino.

 

El resplandor rojizo que se cernía sobre Mordor se extinguió al fin. La penumbra crepuscular se cerró todavía más mientras unos vapores se alzaban en el este y se deslizaban por encima de los viajeros. Frodo y Sam comieron frugalmente y luego se echaron a descansar, pero Gollum estaba inquieto. No quiso la comida de los hobbits; bebió un poco de agua y luego se puso a corretear de un lado a otro bajo los matorrales, husmeando y mascullando. De pronto desapareció.

—Habrá salido de caza, supongo—dijo Sam, y bostezó. Esta vez le tocaba a él dormir primero, y pronto cayó en un sueño profundo. Creía estar de vuelta en el jardín de Bolsón Cerrado buscando algo; pero cargaba un fardo pesado que le encorvaba las espaldas. De algún modo todo parecía cubierto de malezas, y los espinos y helechos habían invadido los macizos hasta casi la cerca del fondo.

»Menudo trabajo me espera, por lo que veo; pero estoy tan cansado—repetía una y otra vez. De pronto recordó lo que había ido a buscar—. ¡Mi pipa!—dijo, y en ese momento se despertó.

—¡Tonto!—exclamó, mientras abría los ojos y se preguntaba por qué se había acostado debajo del cerco—. ¡Estuvo todo el tiempo en tu equipaje!—Entonces se dio cuenta, primero, que la pipa bien podía estar en el equipaje, pero que era inútil, puesto que no tenía hojas, y en seguida que él se encontraba a cientos de millas de Bolsón Cerrado. Se incorporó. Parecía ser casi de noche. ¿Por qué el amo lo había dejado dormir fuera de turno, hasta el anochecer?

—¿No ha dormido, señor Frodo?—dijo—. ¿Qué hora es? Parece que se está haciendo tarde.

—No, nada de eso—dijo Frodo—. Pero el día no aclara, y en cambio se oscurece cada vez más. Hasta donde yo puedo saber, aún no es mediodía, y tú no has dormido más de tres horas.

—Me pregunto qué sucede—dijo Sam—. ¿Será que se avecina una tormenta? En ese caso, será la peor que hubo jamás. Desearemos estar metidos en un agujero profundo, no sólo amontonados debajo de un seto. —Escuchó con atención. —¿Qué es eso? ¿Truenos, o tambores, o qué?

—No lo sé—dijo Frodo—. Ya hace un buen rato que dura. Por momentos la tierra parece temblar y por momentos tienes la impresión de que el aire pesado te late en los oídos.

Sam miró alrededor. —¿Dónde está Gollum?—preguntó—¿Todavía no ha vuelto?

—No—dijo Frodo—. No lo he visto ni lo he oído.

—Bueno, yo no lo paso—dijo Sam—. A decir verdad, nunca salí de viaje con nada que menos lamentaría perder en el camino. Pero sería muy de él, después de habernos seguido todas estas millas, venir a perderse ahora, justo cuando lo necesitamos más... es decir, si alguna vez nos sirve de algo, cosa que dudo.

—Te olvidas de las ciénagas—dijo Frodo—. Espero que no le haya ocurrido nada.

—Y yo espero que no nos esté preparando alguna triquiñuela. Y en todo caso espero que no vaya a caer en otras manos, como quien dice. Porque entonces, pronto nos veríamos en figurillas.

En ese momento se oyó otra vez, más fuerte y cavernoso, un ruido sordo, vibrante y prolongado. El suelo pareció temblar bajo los pies de los hobbits. —Me parece que nos veremos en figurillas de todas maneras—dijo Frodo—. Me temo que nuestro viaje se esté acercando a su fin.

—Tal vez—dijo Sam—; pero donde hay vida hay esperanza, como decía el Tío, y necesidad de vituallas, solía agregar. Coma usted un bocado, señor Frodo, y luego échese un sueño.

 

La tarde, como Sam suponía que había que llamarla, transcurrió lentamente. Cuando asomaba la cabeza fuera del refugio no veía nada más que un mundo lúgubre, sin sombras, que se diluía poco a poco en una oscuridad monótona, incolora. La atmósfera era sofocante, pero no hacía calor. Frodo dormía con un sueño intranquilo, se movía y daba vueltas, y de cuando en cuando murmuraba. Sam creyó oír dos veces el nombre de Gandalf. El tiempo parecía prolongarse interminablemente. De pronto Sam oyó un silbido detrás de él, y vio a Gollum en cuatro patas, mirándolos con los ojos relucientes.

—¡A despertarse, a despertarse! ¡A despertarse, dormilones!—murmuró—. ¡A despertarse! No hay tiempo que perder. Tenemos que partir, sí, tenemos que partir en seguida. ¡No hay tiempo que perder!

Sam le clavó una mirada recelosa: Gollum parecía asustado o excitado. —¿Partir ahora? ¿Qué andas tramando? Todavía no es el momento. No puede ser ni la hora del té, al menos en los lugares decentes donde hay una hora para tomar el té.

—¡Estúpido!—siseó Gollum—. No estamos en ningún lugar decente. Los minutos corren, sí, vuelan. No hay tiempo que perder. Tenemos que partir. Despierte, amo, ¡despierte!—Se prendió a Frodo, que despertó sobresaltado, y tomó a Gollum por el brazo. Gollum se desasió rápidamente y retrocedió.

»No seáis estúpidos—siseó—. Tenemos que partir. No hay tiempo que perder. —Y no hubo modo de sacarle una palabra más. No quiso decir de dónde venía ni por qué tenía tanta prisa. A Sam todo aquello le parecía muy sospechoso y lo demostraba; de Frodo en cambio no podía saberse lo que le pasaba por la mente. Suspiró, levantó el paquete y se preparó para salir a la creciente oscuridad.

Gollum les hizo descender muy furtivamente el flanco de la colina, tratando de mantenerse oculto siempre que era posible, y corriendo, encorvado casi contra el suelo en los espacios abiertos; pero la luz era ahora tan débil que ni siquiera una bestia salvaje de ojos penetrantes hubiera podido ver a los hobbits, encapuchados, envueltos en los oscuros mantos grises, ni tampoco oírlos, pues caminaban con ese andar sigiloso que con tanta naturalidad adopta la gente pequeña. Ni una rama crujió, ni una hoja susurró mientras pasaban y desaparecían.

 

Durante cerca de una hora prosiguieron la marcha en silencio, en fila, bajo la opresión de la oscuridad y la calma absoluta de aquellos parajes, sólo interrumpida de tanto en tanto por lo que parecía un trueno lejano, o un redoble de tambores en alguna hondonada de las colinas. Siempre descendiendo, dejaron atrás el escondite, y se volvieron hacia el sur y tomaron por el camino más recto que Gollum pudo encontrar: una larga pendiente accidentada que subía a las montañas. Pronto, no muy lejos camino adelante, vieron un cinturón de árboles que parecía alzarse como una muralla negra. Al acercarse notaron que eran árboles enormes y quizá muy viejos, pero erguidos aún, aunque las copas estaban desnudas y rotas, como castigadas por la tempestad y el rayo, que no había podido matarlos ni conmover las raíces insondables.

—La Encrucijada, sí—susurró Gollum, hablando por primera vez desde que salieron del escondite—. Hemos de tomar ese camino. —Virando ahora al este, los guio cuesta arriba; y entonces, de improviso, apareció a la vista el Camino del Sur: se abría paso serpenteando al pie de las montañas para penetrar en el gran anillo de árboles.

—Este es el único camino—cuchicheó Gollum—. No hay ningún otro. Ni senderos. Tenemos que ir a la Encrucijada. ¡Pero de prisa! ¡Silencio!

Furtivamente, como exploradores en campamento enemigo, se deslizaron al camino y con pasos sigilosos de gato en acecho avanzaron a lo largo del borde occidental, al amparo de la barranca pedregosa, gris como las piedras mismas. Llegaron por fin a los árboles y descubrieron que se encontraban dentro de un vasto claro circular, abierto bajo el cielo sombrío; y los espacios entre los troncos inmensos eran como las grandes arcadas oscuras de un castillo ruinoso. En el centro mismo confluían cuatro caminos. A espaldas de los hobbits se extendía el que conducía a Morannon; delante de ellos partía nuevamente rumbo al sur; a la derecha subía el camino de la antigua Osgiliath, y luego se perdía en los sombras del este: el cuarto camino, el que ellos tomarían.

Frodo se detuvo un instante atemorizado y de pronto vio brillar una luz: un reflejo en la cara de Sam, que estaba junto a él. Se volvió y alcanzó a ver bajo la bóveda de ramas el camino de Osgiliath que descendía y descendía hacia el oeste, casi tan recto como una cinta estirada. Allí, en la lejanía, más allá de la triste Gondor ahora envuelta en sombras, el sol declinaba y tocaba por fin la orla del paño funerario de las nubes, que rodaban lentamente, y se hundían, en un incendio ominoso, en el mar todavía inmaculado. El breve resplandor iluminó una enorme figura sentada, inmóvil y solemne como los grandes reyes de piedra de Argonath. Los años la habían carcomido, y unas manos violentas la habían mutilado. Habían arrancado la cabeza, y habían puesto allí como burla una piedra toscamente tallada y pintarrajeado por manos salvajes; la piedra simulaba una cara horrible y gesticulante con un ojo grande y rojo en medio de la frente. Sobre las rodillas, el trono majestuoso, y alrededor del pedestal unos garabatos absurdos se mezclaban con los símbolos inmundos de los corruptos habitantes de Mordor.

En la Encrucijada por Ted Nasmith

 

De improviso, capturada por los rayos horizontales, Frodo vio la cabeza de rey: yacía abandonada a la orilla del camino. —¡Mira, Sam!—exclamó con voz entrecortada—. ¡Mira! ¡El rey tiene otra vez una corona!

Le habían vaciado las cuencas de los ojos, y la barba esculpida estaba rota, pero alrededor de la frente alta y severa tenía una corona de plata y de oro. Una planta trepadora con flores que parecían estrellitas blancas se había adherido a las cejas como rindiendo homenaje al rey caído, y en las fisuras de la cabellera de piedra resplandecían unas siemprevivas doradas.

—¡No podrán vencer eternamente!—dijo Frodo. Y entonces, de pronto, la visión se desvaneció. El sol se hundió y desapareció, y como si se apagara una lámpara, cayó la noche negra.

 


XLVI.EL ACANTONAMIENTO DE ROHAN

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO III

Ahora todos los caminos corrían a la par hacia el este, hacia la guerra ya inminente, a enfrentar el ataque de la Sombra. Y en el momento mismo en que Pippin asistía, en la Puerta Grande de la Ciudad, a la llegada del príncipe de Dol Amroth con sus estandartes, Théoden rey de Rohan descendía desde las colinas.

La tarde declinaba. A los últimos rayos del poniente, las sombras largas y puntiagudas de los jinetes se adelantaban a las cabalgaduras. Ya la oscuridad se había agazapado bajo los abetos susurrantes que vestían los flancos de la montaña, y ahora, al final de la jornada, el rey cabalgaba lentamente. Pronto el camino contorneó un gran espolón de roca desnuda y se internó de improviso en la penumbra suspirante de una arboleda. Los jinetes descendían, descendían sin cesar en una larga fila serpentina. Cuando llegaron por fin al fondo de la garganta, ya caía la noche en los bajíos. El sol había desaparecido. El crepúsculo se tendía sobre las cascadas.

Durante todo el día, abajo y a lo lejos, habían visto un arroyo que descendía a los saltos desde la alta garganta, y corría por un cauce estrecho entre unos muros revestidos de pinos; ahora, pasando por una puerta rocosa, penetraba en un valle más ancho. Siguiendo el curso del arroyo los jinetes se encontraron de pronto ante el valle Sagrado, donde resonaban las voces del agua en la noche. En ese paraje, el río Nevado, engrosado con el caudal del arroyo, se precipitaba, humeante y espumoso sobre las rocas hacia Edoras y las colinas y las praderas verdes. A lo lejos y a la derecha, a la entrada del gran valle, asomaba erguida sobre vastos contrafuertes velados por las nubes la poderosa cabeza del Pico Afilado; pero la cresta resplandecía allá en las alturas, vestida de nieves eternas, solitaria y aislada del mundo, sombreada de azul en el este, teñida del rojo del crepúsculo en el oeste.

Merry contempló con asombro aquel país extraño, del que había oído tantas historias a lo largo del camino. Era un mundo sin cielo, en el que los ojos del hobbit, a través de resquicios de aire tenebroso, no veían nada más que pendientes cada vez más altas, murallones de piedra detrás de otros murallones, y precipicios amenazantes envueltos en nieblas. Por un momento, como en un duermevela, escuchó los rumores del agua, el murmullo de los árboles, el crujido de las piedras, y el vasto silencio expectante detrás de cada ruido. A Merry lo fascinaban las montañas, o lo había fascinado la idea de las montañas, marco sempiterno de las historias de países lejanos; pero ahora lo retenía abajo el peso insoportable de la Tierra Media. Hubiera querido cerrarle las puertas a aquella inmensidad, en una habitación tranquila junto a un fuego.

Estaba muy fatigado, pues si bien la cabalgata había sido lenta, rara vez se habían detenido a descansar. Hora tras hora durante casi tres días interminables había marchado a los tumbos, a través de gargantas y largos valles, y un sinfín de ríos y arroyos. A veces, cuando el camino era más ancho, cabalgó junto al rey, sin advertir que muchos de los jinetes sonreían al verlo: el hobbit en el poni peludo y gris, y el señor de Rohan en el esbelto corcel blanco. En esos momentos había conversado con Théoden, hablándole de su tierra natal y de las costumbres y los acontecimientos de La Comarca, o escuchando a su vez las historias de la Marca y las hazañas de los grandes hombres de antaño. Pero la mayor parte del tiempo, sobre todo en este último día, Merry había cabalgado solo cerca del rey, sin decir nada, y esforzándose por entender la lengua lenta y sonora que hablaban los hombres detrás de él. Era una lengua que parecía contener muchas palabras que él conocía, aunque la pronunciación era más rica y enfática que en La Comarca, pero no conseguía poner en relación unas palabras con otras. De vez en cuando algún jinete entonaba con voz clara y vibrante un canto fervoroso, y a Merry se le encendía el corazón, aunque no entendía de qué se trataba.

A pesar de todo se sentía muy solo, y nunca tanto como ahora, al final de la tarde. Se preguntaba dónde, en qué lugar de todo ese mundo extraño, estaba Pippin; y qué había sido de Aragorn y Legolas y Gimli. Y de pronto, como una punzada fría en el corazón, pensó en Frodo y en Sam. «¡Me olvido de ellos!» se reprochó. «Y son más importantes que todos nosotros. Vine para ayudarlos; pero ahora, si aún viven, han de estar a centenares de millas de aquí.» Se estremeció.

 

—¡El valle Sagrado, por fin!—exclamó Éomer—. Ya estamos llegando. —A la salida de la garganta los senderos descendían en una pendiente abrupta. El gran valle, envuelto allá abajo en las sombras del crepúsculo, se divisaba apenas, como contemplado desde una ventana alta. Y una luz pequeña centelleaba solitaria junto al río.

—Quizás este viaje haya terminado—dijo Théoden—, pero a mí me queda por recorrer un largo camino. Anoche hubo luna llena, y mañana por la mañana he de estar en Edoras, para la revista de las tropas de la Marca.

—Sin embargo, si queréis aceptar mi consejo—dijo en voz baja Éomer—, luego volveréis aquí, hasta que la guerra, perdida o ganada, haya concluido.

Théoden sonrió. —No, hijo mío, que así quiero llamarte, ¡no les hables a mis viejos oídos con las palabras melosas de Lengua de Serpiente!—Se irguió, y volvió la cabeza hacia la larga columna de hombres que se perdía en la oscuridad—. Parece que hubieran pasado largos años en estos días, desde que partí para el oeste; pero ya nunca más volveré a apoyarme en un bastón. Si perdemos la guerra, ¿de qué podrá servir que me oculte en las montañas? Y si vencemos ¿sería acaso un motivo de tristeza que yo consumiera en la batalla mis últimas fuerzas? Pero no hablemos de eso ahora. Esta noche descansaré en el Baluarte del Sagrario. ¡Nos queda al menos una noche de paz! ¡En marcha!

 

En la oscuridad creciente descendieron al fondo del valle. Allí, el río Nevado corría cerca de la pared occidental. Y el sendero los llevó pronto a un vado donde las aguas murmuraban sonoras sobre las piedras. Había una guardia en el vado. Cuando el rey se acercó muchos hombres emergieron de entre las sombras de las rocas; y al reconocerlo, gritaron con voces de júbilo: —¡Théoden rey! ¡Théoden rey! ¡Vuelve el rey de la Marca!

Entonces uno de ellos sopló un cuerno: una larga llamada cuyos ecos resonaron en el valle. Otros cuernos le respondieron, y en la orilla opuesta del río aparecieron unas luces.

De improviso, desde gran altura, se elevó un gran coro de trompetas; sonaban, se hubiera dicho, en algún sitio hueco, como si las diferentes notas se unieran en una sola voz que vibraba y retumbaba contra las paredes de piedra.

Así el rey de la Marca retornó victorioso del oeste, y en el Sagrario, al pie de las montañas Blancas, estaban acantonadas las fuerzas que quedaban de su pueblo; pues no bien se enteraron de la llegada del rey, los capitanes partieron a encontrarlo en el vado, llevándole mensajes de Gandalf. Dúnhere, jefe de las gentes del valle Sagrado, iba a la cabeza.

—Tres días atrás, al amanecer, señor—dijo—, Sombragrís llegó a Edoras como un viento del oeste, y Gandalf trajo noticias de vuestra victoria para regocijo de todos nosotros. Pero también nos trajo vuestra orden: que apresuráramos el acantonamiento de los jinetes. Y entonces vino la sombra alada.

—¿La sombra alada?—dijo Théoden—. También nosotros la vimos, pero eso fue en lo más profundo de la noche, antes que Gandalf nos dejase.

—Tal vez, señor—dijo Dúnhere—. En todo caso la misma, u otra semejante, una oscuridad que tenía la forma de un pájaro monstruoso, voló esta mañana sobre Edoras, y todos los hombres se estremecieron. Porque se lanzó sobre Meduseld, y cuando estaba ya casi a la altura de los tejados, oímos un grito que nos heló el corazón. Fue entonces cuando Gandalf nos aconsejó que no nos reuniéramos en la campiña, y que viniéramos a encontraros aquí, en el valle al pie de los montes. Y nos ordenó no encender hogueras o luces innecesarias. Es lo que hicimos. Gandalf hablaba con autoridad. Esperamos que esto sea lo que vos hubierais querido. Ninguna de estas criaturas nefastas ha sido vista aquí en el valle Sagrado.

—Está bien—dijo Théoden—. Ahora iré al Baluarte, y allí, antes de recogerme a descansar, me reuniré con los mariscales y los capitanes. ¡Que vengan a verme lo más pronto posible!

 

El camino, que en ese punto tenía apenas media milla de ancho, atravesaba el valle en línea recta hacia el este. Todo alrededor se extendían llanos y praderas de hierbas ásperas, grises ahora en la penumbra del anochecer; pero al frente, del otro lado del valle, Merry vio una hosca pared de piedra, última ramificación de las poderosas raíces del Pico Afilado, que el río había inundado en tiempos ya remotos.

Una multitud ocupaba todos los espacios llanos. Algunos de los hombres se apiñaban a orillas del camino y aclamaban alborozados al rey y a los jinetes venidos del oeste; pero más atrás, y extendiéndose a lo largo del valle, había hileras de tiendas de campaña y cobertizos, filas de caballos sujetos a estacas, grandes reservas de armas, y haces de lanzas erizadas como montes de árboles recién plantados. La gran asamblea desaparecía ya en la oscuridad, y sin embargo, aunque el viento de la noche soplaba helado desde las cumbres, no brillaba una sola linterna, no chisporroteaba ningún fuego. Los centinelas rondaban envueltos en pesados capotes.

Merry se preguntó cuántos jinetes habría allí reunidos. No podía contarlos en la creciente oscuridad, pero tenía la impresión de que era un gran ejército, de muchos miles de hombres. Mientras miraba a un lado y a otro, el rey y su escolta llegaron al pie del risco que flanqueaba el valle en el este; y allí el sendero trepaba de pronto, y Merry alzó la mirada, estupefacto. El camino en que ahora se encontraba no se parecía a ninguno que hubiera visto antes: una obra magistral del ingenio del hombre en un tiempo que las canciones no recordaban. Subía y subía, ondulante y sinuoso como una serpiente, abriéndose paso a través de la roca escarpada. Empinado como una escalera, trepaba en idas y venidas. Los caballos podían subir por él, y hasta arrastrar lentamente las carretas; pero ningún enemigo podía salirles al paso, a no ser por el aire, si estaba defendido desde arriba. En cada recodo del camino, se alzaban unas grandes piedras talladas, enormes figuras humanas de miembros pesados, sentadas en cuclillas con las piernas cruzadas, los brazos replegados sobre los vientres prominentes. Algunas, desgastadas por los años, habían perdido todas las facciones, excepto los agujeros sombríos de los ojos que aún miraban con tristeza a los viajeros. Los jinetes no les prestaron ninguna atención. Los llamaban los hombres púkel, y apenas se dignaron mirarlos: ya no eran ni poderosos ni terroríficos. Merry en cambio contemplaba con extrañeza y casi con piedad aquellas figuras que se alzaban melancólicamente en las sombras del crepúsculo.

Al cabo de un rato volvió la cabeza y advirtió que se encontraba ya a varios centenares de pies por encima del valle, pero abajo y a lo lejos aún alcanzaba a distinguir la ondulante columna de jinetes que cruzaba el vado y marchaba a lo largo del camino, hacia el campamento preparado para ellos. Sólo el rey y su escolta subirían al baluarte.

La comitiva del rey llegó por fin a una orilla afilada, y el camino ascendente penetró en una brecha entre paredes rocosas, subió una cuesta corta y desembocó en una vasta altiplanicie. Firienfeld la llamaban los hombres: una meseta cubierta de hierbas y brezales, que dominaba los lechos profundamente excavados del río Nevado, asentada en el regazo de las grandes montañas: el Pico Afilado al sur, la dentada mole del Irensaga, y entre ambos, de frente a los jinetes, el muro negro y siniestro del Dwimor, el monte de los Espectros, que se elevaba entre pendientes empinadas de abetos sombríos. La meseta estaba dividida en dos por una doble hilera de piedras erectas e informes que se encogían en la oscuridad y se perdían entre los árboles. Quienes osaban tomar ese camino llegarían muy pronto al tenebroso bosque Sombrío al pie del Dwimor, a la amenaza del pilar de piedra y a la sombra bostezante de la puerta prohibida.

Tal era el oscuro refugio que llamaban el Baluarte del Sagrario, obra de hombres olvidados en un pasado remoto. El nombre de esas gentes se había perdido, y ninguna canción, ninguna leyenda lo recordaba. Con qué propósito habían construido este lugar, si como ciudad, o templo secreto o para tumba de reyes, nadie hubiera podido decirlo. Allí habían sobrellevado las penurias de los Años Oscuros, antes que llegase a las costas occidentales el primer navío, antes aún que los dúnedain fundaran el reino de Gondor; y ahora habían desaparecido, y allí sólo quedaban los hombres púkel, eternamente sentados en los recodos del sendero.

 

Merry observaba con ojos azorados el desfile de las piedras: negras y desgastadas, algunas inclinadas, otras caídas, algunas rotas o resquebrajadas; parecían hileras de dientes viejos y ávidos. Se preguntó qué podían significar; esperaba que el rey no tuviese la intención de seguirlas hasta la oscuridad del otro lado. De pronto notó que había tiendas y barracas junto al camino de las piedras, y al borde de la escarpada, como si las hubieran agrupado evitando la cercanía de los árboles, y casi todas ellas estaban a la derecha del camino, donde Firienfeld era más ancho; a la izquierda se veía un campamento pequeño, y en el centro se elevaba un pabellón. En ese momento un jinete les salió al paso desde aquel lado, y la comitiva se desvió del camino.


El Sagrario por J.R.R. Tolkien

 

Cuando se acercaron, Merry vio que el jinete era una mujer de largos cabellos trenzados que resplandecían en el crepúsculo; sin embargo, llevaba un casco y estaba vestida hasta la cintura como un guerrero, y ceñía una espada.

—¡Salve, señor de la Marca!—exclamó—. Mi corazón se regocija con vuestro retorno.

—¿Y cómo estás tú, Éowyn?—dijo Théoden—. ¿Todo ha marchado bien?

—Todo bien—respondió ella. Pero a Merry le pareció que la voz desmentía las palabras, y hasta pensó que ella había estado llorando, si esto era posible en alguien de rostro tan austero—. Todo bien. Fue un viaje agotador para la gente, arrancada de improviso de sus hogares; hubo palabras duras, pues hacía tiempo que la guerra no nos obligaba a abandonar los campos verdes; pero no ocurrió nada malo. Y ahora, como veis, todo está en orden. Y vuestros aposentos están preparados, pues he tenido noticias recientes de vos, y hasta conocía la hora de vuestra llegada.

—Entonces Aragorn ha venido—dijo Éomer—. ¿Está todavía aquí?

—No, se ha marchado—dijo Éowyn desviando la mirada y contemplando las montañas oscuras en el este y el sur.

—¿A dónde?—preguntó Éomer.

—No lo sé—respondió ella—. Llegó en la noche y ayer por la mañana volvió a partir, antes que asomara el sol sobre las montañas. Se ha ido.

—Estás afligida, hija—dijo Théoden—. ¿Qué ha pasado? Dime, ¿habló de ese camino?—Señaló a lo lejos las ensombrecidas hileras de piedras que conducían al monte Dwimor. —¿Habló de los Senderos de los Muertos?

—Sí, señor—dijo Éowyn—. Y desapareció en las sombras de donde nadie ha vuelto. No pude disuadirlo. Se ha marchado.

—Entonces nuestros caminos se separan—dijo Éomer—. Está perdido. Tendremos que partir sin él, y nuestra esperanza se debilita.

 

Lentamente y en silencio atravesaron el terreno de matorrales y pastos cortos que los separaban del pabellón del rey. Merry comprobó que en verdad todo estaba pronto, y que ni a él lo habían olvidado. Junto al pabellón del rey habían levantado una pequeña tienda; allí el hobbit se sentó a solas observando las idas y venidas constantes de los hombres que entraban a celebrar consejo con el rey. Cayó la noche, y en el oeste las cumbres apenas visibles de las montañas se nimbaron de estrellas, pero en el este el cielo estaba oscuro y vacío. Las hileras de piedras desaparecieron lentamente; pero más allá, más negra que las tinieblas se agazapaba la sombra amenazante del Dwimor.

—Los Senderos de los Muertos—murmuró Merry—. ¿Los Senderos de los Muertos? ¿Qué ocurre? Ahora todos me han abandonado. Todos han partido a algún destino último: Gandalf y Pippin a la guerra en el este; y Sam y Frodo a Mordor; y Trancos con Legolas y Gimli a los Senderos de los Muertos. Pero pronto me llegará el turno a mí también, supongo. Me pregunto de qué estarán hablando, y qué se propone hacer el rey. Porque ahora tendré que seguirlo a donde vaya.

En medio de estos sombríos pensamientos recordó de pronto que tenía mucha hambre, y se levantó para ir a ver si alguien más en ese extraño campamento sentía lo mismo. Pero en ese preciso instante sonó una trompeta, y un hombre vino a invitarlo, a él, Merry, escudero del rey, a sentarse a la mesa del rey.

 

En el fondo del pabellón había un espacio pequeño, aislado del resto por colgaduras bordadas y recubierto de pieles; allí, alrededor de una pequeña mesa, estaba sentado Théoden con Éomer y Éowyn, y Dúnhere, señor del valle Sagrado. Merry esperó de pie junto al asiento del rey, que parecía ensimismado; al fin el anciano se volvió a él y le sonrió.

—¡Vamos, maese Meriadoc!—le dijo—. No vas a quedarte ahí de pie. Mientras yo esté en mis dominios, te sentarás a mi lado, y me aligerarás el corazón con tus cuentos.

Hicieron un sitio para el hobbit a la izquierda del rey, pero nadie le pidió que contase historias. Y en verdad hablaron poco, y la mayor parte del tiempo comieron y bebieron en silencio, pero al fin Merry se decidió e hizo la pregunta que lo atormentaba.

—Dos veces ya, señor, he oído nombrar los Senderos de los Muertos. ¿Qué son? ¿Y a dónde ha ido Trancos, quiero decir, el señor Aragorn?

El rey suspiró, pero la pregunta de Merry quedó sin respuesta hasta que por último Éomer dijo: —No lo sabemos, y un gran peso nos oprime el corazón. Sin embargo, en cuanto a los Senderos de los Muertos, tú mismo has recorrido los primeros tramos. ¡No, no pronuncio palabras de mal augurio! El camino por el que hemos subido es el que da acceso a la Puerta, allá lejos, en el bosque Sombrío. Pero lo que hay del otro lado, ningún hombre lo sabe.

—Ningún hombre lo sabe—dijo Théoden—; sin embargo, la antigua leyenda, rara vez recordada en nuestros días, tiene algo que decir. Si esas viejas historias transmitidas de padres a hijos en la casa de Eorl cuentan la verdad, la Puerta que se abre a la sombra del Dwimor conduce a un camino oculto que corre bajo la montaña hacia una salida olvidada. Pero nadie se ha aventurado jamás a ir hasta allí y desentrañar esos secretos, desde que Baldor, hijo de Brego, traspuso la Puerta y nunca más se lo vio entre los hombres. Pronunció un juramento temerario, mientras vaciaba el cuerno en el festín que ofreció Brego para consagrar el palacio de Meduseld, en ese entonces recién construido; y nunca llegó a ocupar el alto trono del que era heredero.

»La gente dice que los muertos de los Años Oscuros vigilan el camino y no permiten que ninguna criatura viviente penetre en esas moradas secretas; pero de tanto en tanto se los ve a ellos: franquean la Puerta como sombras y descienden por el camino de las piedras. Entonces los moradores del valle Sagrado atrancan las puertas y tapian las ventanas y tienen miedo. Pero los muertos salen rara vez y sólo en tiempo de gran inquietud y de muerte inminente.

—Sin embargo—observó Éomer en voz muy baja—, se dice en el valle Sagrado que hace poco, en las noches sin luna, pasó por allí un gran ejército ataviado con extrañas galas. Nadie sabía de dónde venían pero subieron por el camino de las piedras y desaparecieron en la montaña, como si se encaminaran a una cita.

—¿Por qué entonces Aragorn fue por ese camino?—preguntó Merry—. ¿No tenéis ninguna explicación?

—A menos que a ti te haya confiado cosas que nosotros no hemos oído—dijo Éomer—, nadie en la tierra de los vivos puede ahora adivinar qué se propone.

—Lo noté muy cambiado desde que lo vi por primera vez en la casa del rey—dijo Éowyn—: más endurecido, más viejo. A punto de morir, me pareció, como alguien a quien los muertos llaman.

—Tal vez lo llamaran—dijo Théoden—, y me dice el corazón que no lo volveré a ver. Sin embargo es un hombre de estirpe real y de elevado destino. Y que esto mitigue tus pesares, hija, ya que tanto te aflige la suerte de este huésped: se dice que cuando los eorlingas descendieron del norte y remontaron el curso del Nevado en busca de lugares seguros donde guarecerse en momentos de necesidad, Brego y su hijo Baldor subieron por la Escalera del Baluarte y así llegaron a la Puerta. En el umbral estaba sentado un anciano decrépito, de edad incontable en años; había sido alto y majestuoso, pero ahora estaba seco como una piedra vieja. Y en verdad por una piedra lo tomaron, porque no se movía ni pronunció una sola palabra hasta que pretendieron dejarlo atrás y entrar. Y entonces salió de él una voz, una voz que parecía venir de las entrañas de la tierra, y oyeron, estupefactos, que hablaba en la lengua del oeste: el camino está cerrado.

»Entonces se detuvieron, y al observarlo vieron que aún estaba vivo; pero no los miraba. El camino está cerrado, volvió a decir la voz. Lo hicieron los muertos, y los muertos lo guardan, hasta que llegue la hora. El camino está cerrado.

»¿Y cuándo llegará la hora? preguntó Baldor. Pero la respuesta no la supo jamás. Porque el viejo murió en ese mismo instante y cayó de cara al suelo; y nada más han sabido nuestras gentes de los antiguos habitantes de las montañas. Es posible sin embargo que la hora anunciada haya llegado, y que Aragorn pueda pasar.

—Pero ¿cómo sabría un hombre si ha llegado o no la hora, a menos que se atreviese a cruzar la Puerta?—preguntó Éomer—. Y yo no iría por ese camino aunque me acosaran todos los ejércitos de Mordor, y estuviera solo, y no viera otro sitio donde refugiarme. ¡Qué desdicha que el desánimo de la muerte se haya apoderado de un hombre tan valeroso en esta hora de necesidad! ¿Acaso no hay males suficientes a nuestro alrededor, para tener que ir a buscarlos bajo tierra? La guerra está al alcance de la mano.

Se interrumpió, pues en ese momento se oyó un ruido fuera, y la voz de un hombre que gritaba el nombre de Théoden, y el quién vive del guardia.

 

Un momento después el capitán de la guardia entreabrió la cortina. —Hay un hombre aquí, señor—dijo—, un mensajero de Gondor. Desea presentarse ante vos inmediatamente.

—¡Hazlo pasar!—dijo Théoden.

Entró un hombre de elevada estatura, y Merry contuvo un grito, pues por un instante le pareció que Boromir, resucitado, había vuelto a la tierra. Pero en seguida vio que no era así; el hombre era un desconocido, aunque se parecía a Boromir como un hermano, alto, arrogante y de ojos grises. Iba vestido a la usanza de los caballeros con una capa de color verde oscuro sobre una fina cota de malla; el yelmo que le cubría la cabeza tenía engastada en el frente una pequeña estrella de plata. Llevaba en la mano una sola flecha, empenachada de negro; la espiga era de acero, pero la punta estaba pintada de rojo.

Se hincó a media rodilla y le presentó la flecha a Théoden. —¡Salve, señor de los rohirrim, amigo de Gondor!—dijo—. Soy yo, Hirgon, mensajero de Denethor, quien os trae este símbolo de guerra. Un grave peligro se cierne sobre Gondor. Los rohirrim nos han ayudado muchas veces, pero hoy el señor Denethor necesita de todas vuestras fuerzas y toda vuestra diligencia, si es que se ha de evitar la pérdida de Gondor.

—¡La Flecha Roja!—dijo Théoden, sosteniendo la flecha en la mano, como alguien que recibiera con temor un aviso largamente esperado. La mano le temblaba—. ¡La Flecha Roja no se había visto en la Marca en todos mis años! ¿Es posible que las cosas hayan llegado a tal extremo? ¿Y en cuánto estima el señor Denethor lo que llama mis fuerzas y mi diligencia?

—Eso nadie lo sabe mejor que vos, señor—dijo Hirgon—. Pero bien puede ocurrir que antes de mucho Minas Tirith sea cercada, y a menos que vuestras fuerzas os permitan desbaratar un sitio de varios ejércitos, el señor Denethor me ha pedido que os diga que los valientes brazos de los rohirrim estarán mejor protegidos detrás de las murallas que fuera de ellas.

—Pero el señor Denethor sabe que somos un pueblo más apto para combatir a caballo y en campo abierto, y que vivimos dispersos y necesitamos cierto tiempo para reunir a nuestros jinetes. ¿No es verdad, Hirgon, que el señor de Minas Tirith sabe más de lo que da a entender en su mensaje? Porque ya estamos en guerra, como tú mismo has visto, y tu llegada nos encuentra en parte preparados. Gandalf el Gris estuvo entre nosotros, y ahora mismo nos acantonamos para combatir en el este.

—Lo que el señor Denethor puede conocer o adivinar de todas estas cosas, no lo sé decir—respondió Hirgon—. Pero nuestra situación es realmente desesperada. Mi señor no os envía ninguna orden, os pide solamente que recordéis una antigua amistad y unos juramentos pronunciados hace mucho tiempo[9]; y que por vuestro propio bien hagáis todo cuanto esté a vuestro alcance. Hemos sabido que muchos reyes han venido del este al servicio de Mordor. Desde el norte hasta el campo de Dagorlad hay escaramuzas y rumores de guerra. En el sur, los haradrim avanzan: en todas nuestras costas ha cundido el miedo, de suerte que poca o ninguna ayuda contamos recibir de allí. ¡Daos prisa! Es el destino de nuestro tiempo lo que se decidirá delante de los muros de Minas Tirith, y si la marea no es contenida ahora inundará los campos fértiles de Rohan, y entonces ni aún este refugio en las montañas será un abrigo para nadie.

—Son tristes noticias—dijo Théoden—, mas no del todo inesperadas. Dile a Denethor que aun cuando Rohan no corriese peligro alguno, igualmente acudiríamos en su auxilio. Pero hemos tenido muchas bajas en nuestras batallas con el traidor Saruman, y como bien lo demuestran las noticias que él mismo nos envía, no podemos descuidar las fronteras del norte y del este. El Señor Oscuro parece disponer ahora de un poder tan enorme que no sólo podría contenernos ante los muros de la Ciudad, sino también golpear con gran fuerza del otro lado del río, más allá de la Puerta de los Reyes.

»Pero no hablemos más de los consejos que dictaría la prudencia. Acudiremos. La revista de las tropas ha sido convocada para mañana. En cuanto todo esté en orden, partiremos. Diez mil lanzas hubiera podido enviar a través de la llanura para consternación de vuestros enemigos. Ahora serán menos, me temo; no dejaré todas mis fortalezas indefensas. No obstante, seis mil jinetes me seguirán. Pues habrás de decirle a Denethor que en esta hora el rey de la Marca en persona descenderá al país de Gondor, aunque quizá no regrese. Pero el camino es largo, y es preciso que hombres y bestias lleguen a destino con fuerzas para combatir. Tal vez dentro de una semana, a contar de mañana por la mañana, oigáis llegar desde el norte el clamor de los hijos de Eorl.

—¡Una semana!—dijo Hirgon—. Si no puede ser antes, que así sea. Pero es probable que dentro de siete días no encontréis nada más que muros en ruinas, a menos que nos llegue algún socorro inesperado. En todo caso, alcanzaréis a desbaratarles los festejos a los orcos y a los endrinos en la Torre Blanca.

—Al menos eso haremos—dijo Théoden—. Pero yo mismo acabo de regresar del campo de batalla, y de un largo viaje, y ahora quiero retirarme a descansar. Pasa la noche aquí. Mañana podrás partir más tranquilo, luego de haber visto las tropas, y más rápido luego de haber descansado. Las decisiones es preferible tomarlas por la mañana; la noche cambia muchos pensamientos.

 

Dicho esto, el rey se levantó, y todos lo imitaron. —Id ahora a descansar—dijo—, y dormid bien. A ti, maese Meriadoc, no te necesitaré más por esta noche. Pero mañana no bien salga el sol, tendrás que estar pronto, esperando mi llamada.

—Estaré pronto—dijo Merry—aunque lo que me ordenéis sea que os acompañe a los Senderos de los Muertos.

—¡No pronuncies palabras de mal augurio!—dijo el rey—. Pues puede haber otros caminos que merezcan llevar ese nombre. Pero no dije que te ordenaría que cabalgaras conmigo por ningún camino. ¡Buenas noches!

 

«¡No me van a dejar aquí para venir a recogerme cuando regresen!» se dijo Merry. «No me van a dejar, ¡no y no!» Y mientras se repetía una y otra vez estas palabras, terminó por quedarse dormido en la tienda.

Abrió los ojos, y un hombre lo estaba zamarreando para despertarlo. —¡Despierte, señor holbytla!—gritaba el hombre—. ¡Despierte!

Merry dejó al fin el mundo de los sueños y se sentó de golpe, sobresaltado. «Todavía está demasiado oscuro», pensó.

—¿Qué sucede?—preguntó.

—El rey lo llama.

—Pero si aún no ha salido el sol—dijo Merry.

—No, ni saldrá hoy, señor holbytla. Ni nunca más, se diría, de atrás de esa nube. Pero, aunque el sol esté perdido, el tiempo no se detiene. ¡Dese prisa!

Mientras se precipitaba a echarse encima algunas ropas, Merry miró fuera. La tierra estaba en tinieblas. El aire mismo tenía un color pardo, y alrededor todo era negro y gris y sin sombras; había una gran quietud. Los contornos de las nubes eran invisibles, y sólo en lontananza, en el oeste, entre los dedos distantes de la gran oscuridad que aún trepaba a tientas por la noche, se filtraban unos hilos luminosos. Una techumbre informe, espesa y sombría ocultaba el cielo, y la luz más parecía menguar que crecer.

Merry vio un gran número de hombres de pie, que observaban el cielo y murmuraban; todos los rostros eran grises y tristes, y en algunos había miedo. Con el corazón oprimido, se encaminó al pabellón del rey. Hirgon, el jinete de Gondor, ya estaba allí, en compañía de otro hombre parecido a él, y vestido de la misma manera, pero mucho más bajo y corpulento. Cuando Merry entró, el hombre estaba hablando con Théoden.

—Viene de Mordor, señor—decía—. Comenzó anoche hacia el crepúsculo. Desde las colinas del Folde Este de vuestro reino vi cómo se levantaba e invadía el cielo poco a poco, y durante toda la noche, mientras yo cabalgaba, venía atrás devorando las estrellas. Ahora la nube se cierne sobre toda la región, desde aquí hasta las montañas de la Sombra; y se oscurece cada vez más. La guerra ha comenzado.

 

Luego de un momento de silencio, el rey habló. —De modo que ha llegado el fin—dijo—: la gran batalla de nuestro tiempo, en la que tantas cosas habrán de perecer. Pero al menos ya no es necesario seguir ocultándose. Cabalgaremos en línea recta, por el camino abierto, y con la mayor rapidez posible. La revista comenzará en seguida, sin esperar a los rezagados. ¿Tenéis en Minas Tirith provisiones suficientes? Porque si hemos de partir ahora con la mayor celeridad, no podemos cargarnos en demasía, salvo los víveres y el agua necesarios para llegar al lugar de la batalla.

—Tenemos abundantes reservas, que hemos ido acumulando—respondió Hirgon—. ¡Partid ahora, tan ligeros y tan veloces como podáis!

—Entonces, Éomer, ve y llama a los heraldos—dijo Théoden—. ¡Que los jinetes se preparen!

Éomer salió; pronto las trompetas resonaron en el Baluarte, y muchas otras les respondieron desde abajo; pero las voces no eran vibrantes y límpidas como las que oyera Merry la noche anterior; le parecieron sordas y destempladas en el aire espeso; un sonido bronco y ominoso.

 

El rey se volvió a Merry. —Maese Meriadoc, parto a la guerra—le dijo—. Dentro de un momento me pondré en camino. Te eximo de mi servicio, mas no de mi amistad. Permanecerás aquí, y si lo deseas estarás al servicio de la dama Éowyn, quien gobernará el pueblo en mi ausencia.

—Pero... pero señor—tartamudeó Merry—, os he ofrecido mi espada. No deseo separarme así de vos, rey Théoden. Todos mis amigos se han ido a combatir, y si no pudiera hacerlo también yo, me sentiría abochornado.

—Es que nuestros caballos son altos y veloces—replicó Théoden—, y por muy grande que sea tu corazón, no podrás montarlos.

—Pues bien, atadme al lomo de uno de ellos, o dejadme ir colgado de un estribo, o algo así—dijo Merry—. El trayecto es largo para que os siga corriendo, pero si no puedo cabalgar correré, aunque me gaste los pies y llegue con varias semanas de atraso.

Théoden sonrió. —Antes que eso te llevaría en la grupa de Crinblanca—dijo—. Pero al menos cabalgarás conmigo hasta Edoras, y verás el palacio de Meduseld; pues ese es el camino que tomaré ahora. Hasta allí, Stybba podrá llevarte: la gran carrera sólo comenzará cuando lleguemos a las llanuras.

Entonces Éowyn se levantó. —¡Venid conmigo, Meriadoc!—dijo—. Os mostraré lo que os he preparado. —Salieron juntos. —Sólo esto me pidió Aragorn—dijo mientras pasaban entre las tiendas—: que os proveyera de armas para la batalla. Y yo he tratado de atender a ese deseo lo mejor que he podido. Porque el corazón me dice que antes del fin las necesitaréis.

Éowyn llevó a Merry a un cobertizo entre las tiendas de la guardia del rey, y allí un armero le trajo un casco pequeño, y un escudo redondo, y otras piezas.

—No tenemos una cota de malla que os pueda venir bien—dijo Éowyn—, ni tampoco para forjar un plaquín a vuestra medida; pero aquí hay también un justillo de buen cuero, un cinturón y un puñal. En cuanto a la espada, ya la tenéis.

Merry se inclinó, y la dama le mostró el escudo, que era semejante al que había recibido Gimli, y llevaba la insignia del caballo blanco. —Tomad todas estas cosas—prosiguió—¡y conducidlas a un fin venturoso! Y ahora, ¡adiós, señor Meriadoc! Aunque quizás alguna vez volvamos a encontrarnos, vos y yo.

 

 

Así, en medio de una oscuridad siempre creciente, el rey de la Marca se preparó para conducir a los jinetes por el camino que llevaba al este. Bajo la sombra, los corazones estaban oprimidos y muchos hombres parecían desanimados. Pero era un pueblo austero, leal a su señor, y se oyeron pocos llantos y murmullos, aún en el campamento del Baluarte, donde se alojaban los exiliados de Edoras, mujeres, niños y ancianos. Un destino mortal los amenazaba, y ellos lo enfrentaban en silencio.

Dos horas pasaron veloces, y ya el rey estaba montado en el caballo blanco, que resplandecía en la oscuridad. Alto y arrogante parecía el rey, aunque los cabellos que le flotaban bajo el casco eran de nieve; y muchos lo contemplaban maravillados, y se animaban al verlo erguido e imperturbable.

Allí en los extensos llanos que bordeaban el río tumultuoso estaban alineadas numerosas compañías: más de cinco mil quinientos jinetes armados de pies a cabeza, y varios centenares de hombres con caballos de posta que cargaban un ligero equipaje. Sonó una sola trompeta. El rey alzó la mano, y el ejército de la Marca empezó a moverse en silencio. A la cabeza marchaban doce hombres del séquito personal del rey: jinetes de renombre. Los seguía el rey con Éomer a la diestra. Le había dicho adiós a Éowyn en el Baluarte, y el recuerdo le pesaba; pero ahora observaba con atención el camino que se extendía delante de él. Detrás iba Merry montado en Stybba, con los mensajeros de Gondor, y por último, en la retaguardia, otros doce hombres de la escolta del rey. Pasaron delante de las largas filas de rostros que esperaban, severos e impasibles. Pero cuando ya habían llegado casi al extremo de la fila, un hombre le echó al hobbit una mirada rápida y penetrante. «Un hombre joven», pensó Merry al devolverle la mirada, «más bajo de estatura y menos corpulento que la mayoría». Reparó en el fulgor de los claros ojos grises, y se estremeció, pues se le ocurrió de pronto que era el rostro de alguien que ha perdido toda esperanza y va al encuentro de la muerte.

Continuaron descendiendo por el camino gris, siguiendo el curso del río Nevado que se precipitaba sobre las piedras, y atravesaron las aldeas del Bajo del Sagrario y de Nevado Alto, donde muchos rostros tristes de mujeres los miraban pasar desde los portales sombríos; y así, sin cuernos ni arpas ni música de voces humanas, la gran cabalgata hacia el este comenzó con el tema que aparecería en las canciones de Rohan durante muchas generaciones:

 

Del Sagrario sombrío en la mañana lóbrega

parte con escudero y capitán el hijo de Thengel

hacia Edoras. Las brumas amortajan

el palacio de los Guardianes de la Marca,

las tinieblas envuelven las columnas de oro.

Adiós, saluda a las gentes libres,

el hogar, el trono, los sitios sagrados

de las celebraciones en los tiempos de luz.

Avanza el rey: atrás el miedo

y adelante el destino. Leal y fiel,

todos los juramentos serán cumplidos.

Avanza Théoden. Cinco noches y cinco días

hacia el este galopan los eorlingas: seis mil lanzas

en el Folde, la Frontera de los Pantanos y el Finen,

camino al Sunlendin, a Mundburgo, la fortaleza

de los reyes del mar al pie del Mindolluin,

sitiada por el enemigo, cercada por el fuego.

El destino los llama. La oscuridad se cierra

y aprisiona caballo y caballero: los golpes lejanos de los cascos

se pierden en el silencio: así cuentan las canciones.[10]

 

Y en verdad la oscuridad continuaba aumentando cuando el rey llegó a Edoras, aunque apenas era el mediodía. Allí hizo un breve alto para fortalecer el ejército con unas tres veintenas de jinetes que llegaban con atraso a la leva. Luego de haber comido se preparó para reanudar la marcha, y se despidió afectuosamente de su escudero. Merry le suplicó por última vez que no lo abandonase.

—Este no es viaje para un animal como Stybba, ya te lo he dicho—respondió Théoden—. Y en una batalla como la que pensamos librar en los campos de Gondor ¿qué harías, maese Meriadoc, por muy paje de armas que seas, y aún mucho más grande de corazón que de estatura?

—En cuanto a eso ¿quién puede saberlo?—respondió Merry—. Pero entonces, señor, ¿por qué me aceptasteis como paje de armas, si no para que permaneciera a vuestro lado? Y no me gustaría que las canciones no dijeran nada de mí sino que siempre me dejaban atrás.

—Te acepté para protegerte—respondió Théoden—, y también para que hagas lo que yo mande. Ninguno de mis jinetes podrá llevarte como carga. Si la batalla se librase a mis puertas, tal vez los hacedores de canciones recordaran tus hazañas; pero hay cien leguas [483 kilómetros] de aquí a Mundburgo, donde Denethor es el soberano. Y no diré una palabra más.

Merry se inclinó, y se alejó tristemente, contemplando las filas de jinetes. Ya las compañías se preparaban para la partida: los hombres ajustaban las correas, examinaban las sillas, acariciaban a los animales; algunos observaban con inquietud el cielo cada vez más oscuro. Un jinete se acercó al hobbit, y le habló al oído.

—Donde no falta voluntad, siempre hay un camino, decimos nosotros—susurró—, y yo mismo he podido comprobarlo. —Merry lo miró, y vio que era el jinete joven que le había llamado la atención esa mañana. —Deseas ir a donde vaya el señor de la Marca: lo leo en tu rostro.

—Sí—dijo Merry.

—Entonces irás conmigo—dijo el jinete—. Te llevaré en la cruz de mi caballo, debajo de mi capa hasta que estemos lejos, en campo abierto, y esta oscuridad sea todavía más densa. Tanta buena voluntad no puede ser desoída. ¡No digas nada a nadie, pero ven!

—¡Gracias, gracias de veras!—dijo Merry—. Os agradezco, señor, aunque no sé vuestro nombre.

—¿No lo sabes?—dijo en voz baja el jinete—. Entonces llámame Dernhelm.[11]

 

Así pues, cuando el rey partió, Meriadoc el hobbit iba sentado delante de Dernhelm, y el gran corcel gris Hoja de Viento casi no sintió la carga, pues Dernhelm, aunque ágil y vigoroso, pesaba menos que la mayoría de los hombres.

Cabalgaron en una oscuridad cada vez más densa, y esa noche acamparon entre los saucedales, en la confluencia del Nevado con el Entaguas, doce leguas [58 kilómetros] al este de Edoras. Y luego cabalgaron de nuevo a través del Folde; y a través de la Frontera de los Pantanos, mientras a la derecha grandes bosques de robles trepaban por las laderas de las colinas a la sombra del oscuro Halifirien, en los confines de Gondor; pero a lo lejos, a la izquierda, una bruma espesa flotaba sobre las ciénagas que alimentaban las bocas del Entaguas. Y mientras cabalgaban, los rumores de la guerra en el norte les salían al paso. Hombres solitarios llegaban a la carrera, y anunciaban que los enemigos habían atacado las fronteras orientales, y que ejércitos de orcos avanzaban por la Meseta de Rohan.

—¡Adelante! ¡Adelante!—gritó Éomer—. Ya es demasiado tarde para cambiar de rumbo. Los pantanos del Entaguas defenderán nuestros flancos. Lo que ahora necesitamos es darnos prisa. ¡Adelante!

Y así el rey Théoden dejó el reino, y el largo camino se alejó serpeando, y las almenaras fueron quedando atrás: Calenhad, Min-Rimmon, Érelas y Nardol. Pero los fuegos habían sido apagados. Todas las tierras estaban grises y silenciosas; y la sombra crecía sin cesar ante ellos, y la esperanza se debilitaba en todos los corazones.

 


XLVII.LAS ESCALERAS DE CIRITH UNGOL

 

LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO VIII

Gollum le tironeaba a Frodo de la capa y siseaba de miedo e impaciencia. —Tenemos que partir—decía—. No podemos quedarnos aquí. ¡De prisa!

De mala gana Frodo volvió la espalda al oeste y siguió al guía que lo llevaba a las tinieblas del este. Salieron del anillo de los árboles y se arrastraron a lo largo del camino hacia las montañas. También este camino corría un cierto trecho en línea recta, pero pronto empezó a torcer hacia el sur, para continuar al pie de la amplia meseta rocosa que poco antes habían divisado en lontananza. Negra y hostil se levantaba sobre ellos, más tenebrosa que el cielo tenebroso. A la sombra de la meseta el camino proseguía ondulante, la contorneaba, y otra vez torcía rumbo al este y ascendía luego rápidamente.

Frodo y Sam avanzaban con el paso y el corazón pesados, incapaces ya de preocuparse por el peligro en que se encontraban. Frodo caminaba con la cabeza gacha: otra vez el fardo lo empujaba hacia abajo. No bien dejaron atrás la Encrucijada, el peso de aquel objeto, casi olvidado en Ithilien, había empezado a crecer de nuevo. Ahora, sintiendo que el suelo era cada vez más escarpado, Frodo alzó fatigado la cabeza; y entonces la vio, tal como Gollum se la había descrito: la ciudad de los espectros del Anillo. Se acurrucó contra la barranca pedregosa.

Un valle en largo y pronunciado declive, un profundo abismo de sombra, se internaba a lo lejos en las montañas. Del lado opuesto, a cierta distancia entre los brazos del valle, altos y encaramados sobre un asiento rocoso en el regazo de Ephel Dúath, se erguían los muros y la torre de Minas Morgul. Todo era oscuridad en torno, tierra y cielo, pero la ciudad estaba iluminada. No era el claro de luna aprisionado que en tiempos lejanos brotaba como agua de manantial de los muros de mármol de Minas Ithil, la Torre de la Luna, bella y radiante en el hueco de las colinas. Más pálido en verdad que el resplandor de una luna que desfallecía en algún eclipse lento era ahora la luz, una luz trémula, un fuego fatuo de cadáveres que no alumbraba nada y que parecía vacilar como un nauseabundo hálito de putrefacción. En los muros y en la torre se veían las ventanas, innumerables agujeros negros que miraban hacia adentro, hacia el vacío; pero la garita superior de la torre giraba lentamente, primero en un sentido, luego en otro: una inmensa cabeza espectral que espiaba la noche. Los tres compañeros permanecieron allí un momento, encogidos de miedo, mirando con repulsión. Gollum fue el primero en recobrarse. De nuevo tironeó, apremiante, de las capas de los hobbits, pero no dijo una palabra. Casi a la rastra los obligó a avanzar. Cada paso era una nueva vacilación, y el tiempo parecía muy lento, como si entre el instante de levantar un pie y el de volverlo a posar transcurriesen unos minutos abominables.

Así llegaron por fin al puente blanco. Allí el camino, envuelto en un débil resplandor, pasaba por encima del río en el centro del valle y subía zigzagueando hasta la puerta de la ciudad: una boca negra abierta en el círculo exterior de las murallas septentrionales. Unos grandes llanos se extendían en ambas orillas, prados sombríos cuajados de pálidas flores blancas. También las flores eran luminosas, bellas y sin embargo horripilantes, como las imágenes deformes de una pesadilla; y exhalaban un vago y repulsivo olor a carroña; un hálito de podredumbre colmaba el aire. El puente cruzaba de uno a otro prado. Allí, en la cabecera, había figuras hábilmente esculpidas de formas humanas y animales, pero todas repugnantes y corruptas. El agua corría por debajo en silencio, y humeaba; pero el vapor que se elevaba en volutas y espirales alrededor del puente era mortalmente frío. Frodo tuvo la impresión de que la razón lo abandonaba y que la mente se le oscurecía. Y de pronto, como movido por una fuerza ajena a su voluntad, apretó el paso, y extendiendo las manos avanzó a tientas, tambaleándose, bamboleando la cabeza de lado a lado. Sam y Gollum se lanzaron tras él al mismo tiempo. Sam lo alcanzó y lo sujetó entre los brazos, en el preciso instante en que Frodo tropezaba con el umbral del puente y estaba a punto de caer.

 

—¡Por ahí no! ¡No, no, no por ahí!—murmuró Gollum, pero el aire que le pasaba entre los dientes pareció desgarrar el pesado silencio como un silbido, y la criatura se acurrucó en el suelo, aterrorizada.

—¡Coraje, señor Frodo!—musitó Sam al oído de Frodo—. ¡Vuelva! Por ahí no, Gollum dice que no, y por una vez estoy de acuerdo con él.

Frodo se pasó la mano por la frente y quitó los ojos de la ciudad posada en la colina. Aquella torre luminosa lo fascinaba, y luchaba contra el deseo irresistible de correr hacia la puerta por el camino iluminado. Al fin con un esfuerzo dio media vuelta, y entonces sintió que el Anillo se le resistía, tironeándole de la cadena que llevaba alrededor del cuello; y también los ojos, cuando los apartó, parecieron enceguecidos un momento. Delante de él la oscuridad era impenetrable.

Gollum, reptando por el suelo como un animal asustado, se desvanecía ya en la penumbra. Sam, sin dejar de sostener a su amo que se tambaleaba, lo siguió lo más rápido que pudo. No lejos de la orilla del río había una abertura en el muro de piedra que bordeaba el camino. Pasaron por ella, y Sam vio que se encontraban en un sendero estrecho, vagamente luminoso al principio, como lo estaba el camino principal, pero luego, a medida que trepaba por encima de los prados de flores mortales y se internaba, tortuoso y zigzagueante, en los flancos septentrionales del valle, la luz se iba extinguiendo y el camino se perdía en las tinieblas.

Por este sendero caminaban los hobbits trabajosamente, juntos, incapaces de distinguir a Gollum delante de ellos, salvo cuando se volvía para indicarles que se apresuraran. Los ojos le brillaban entonces con un fulgor blanco-verdoso, reflejo tal vez de la maléfica luminosidad de Morgul, o encendidos por algún estado de ánimo correspondiente al lugar. Frodo y Sam no podían olvidar aquel fulgor mortal y las troneras sombrías, y una y otra vez espiaban temerosos por encima del hombro, y una y otra vez se obligaban a volver la mirada hacia la oscuridad creciente del sendero. Avanzaban lenta y pesadamente. Cuando se elevaron por encima del hedor y los vapores del río envenenado, empezaron a respirar con más libertad y a sentir la mente más despejada, pero ahora una terrible fatiga les agarrotaba los miembros, como si hubiesen caminado toda la noche llevando a cuestas una carga pesada, o hubiesen estado nadando. Al fin no pudieron dar un paso más.

Frodo se detuvo y se sentó sobre una piedra. Habían trepado hasta la cresta de una gran giba de roca desnuda. Delante de ellos, en el flanco del valle, había una saliente que el sendero contorneaba, apenas una ancha cornisa con un abismo a la derecha; trepaba luego por la cara escarpada del sur, hasta desaparecer arriba, en la negrura.

—Necesitaría descansar un rato, Sam—murmuró Frodo—. Me pesa mucho, Sam, hijo, me pesa enormemente. Me pregunto hasta dónde podré llevarlo. De todos modos necesito descansar antes de que nos aventuremos a entrar allí. —Señaló adelante el angosto camino.

—¡Sssh! ¡Sssh!—siseó Gollum corriendo apresuradamente hacia ellos—. ¡Sssh!—Tenía los dedos contra los labios y sacudía insistentemente la cabeza. Tironeando a Frodo de la manga, le señaló el sendero; pero Frodo se negó a moverse.

—Todavía no—dijo—, todavía no. —La fatiga y algo más que la fatiga lo oprimían; tenía la impresión de que un terrible sortilegio le atenazaban la cabeza y el cuerpo. —Necesito descansar—murmuró.

Al oír esto, el miedo y la agitación de Gollum fueron tales que volvió a hablar esta vez claramente, llevándose la mano a la boca, como para que unos oyentes invisibles que poblaban el aire no pudieran oírlo. —No aquí, no. No descansar aquí. Locos. Ojos pueden vernos. Cuando vengan al puente nos verán. ¡Vamos! ¡Arriba, arriba! ¡Vamos!

La Torre de la Luna por Ted Nasmith


—Vamos, señor Frodo—dijo Sam—. Otra vez tiene razón. No podemos quedarnos aquí.

—Está bien—dijo Frodo con una voz remota, como la de alguien que hablase en un duermevela—. Lo intentaré. —Penosamente volvió a incorporarse.

 

Pero era demasiado tarde. En ese momento la roca se estremeció y tembló debajo de ellos. El estruendo prolongado y trepidante, más fuerte que nunca, retumbó bajo la tierra y reverberó en las montañas. Luego, de improviso, con una celeridad enceguecedora, estalló un relámpago enorme y rojo. Saltó al cielo mucho más allá de las montañas del este y salpicó de púrpura las nubes sombrías. En aquel valle de sombras y fría luz mortal pareció de una violencia insoportable y feroz. Los picos de piedra y las crestas que parecían cuchillos mellados emergieron de pronto siniestros y negros contra la llama que subía del Gorgoroth. Luego se oyó el estampido de un trueno.

Y Minas Morgul respondió. Hubo un centelleo de relámpagos lívidos: saetas de luz azul brotaron de la torre y de las colinas circundantes hacia las nubes lóbregas. La tierra gimió; y un clamor llegó desde la ciudad. Mezclado con voces ásperas y estridentes, como de aves de rapiña, y el agudo relincho de caballos furiosos y aterrorizados, resonó un grito desgarrador, estremecido, que subió rápidamente de tono hasta perderse en un chillido penetrante, casi inaudible. Los hobbits giraron en redondo, volviéndose hacia el sitio de donde venía el sonido y se tiraron al suelo, tapándose las orejas con las manos.

Cuando el grito terrible terminó en un gemido largo y abominable, Frodo levantó lentamente la cabeza. Del otro lado del valle estrecho, ahora casi al nivel de los ojos, se alzaban los muros de la ciudad funesta, y la puerta cavernosa, como una boca franqueada de dientes relucientes, estaba abierta. Y por esa puerta salía un ejército.

Toda la hueste iba vestida de negro, sombría como la noche. Frodo los veía contra los muros claros y el pavimento luminoso: pequeñas figuras negras que marchaban en filas apretadas, silenciosos y rápidos, fluyendo como un río interminable. Al frente avanzaba una caballería numerosa de jinetes que se movían como sombras disciplinadas, y a la cabeza iba uno más grande que los otros: un jinete, todo de negro, excepto la cabeza encapuchada, protegida por un yelmo que parecía una corona y que centelleaba con una luz inquietante. Descendía, se acercaba al puente, y Frodo lo seguía con los ojos muy abiertos, incapaz de parpadear o de apartar la mirada. ¿No era aquel el señor de los nueve jinetes, el que había retornado para conducir a la guerra a aquel ejército horrendo? Allí, sí, allí, estaba por cierto el rey espectral, cuya mano fría hiriera al Portador del Anillo con un puñal mortífero. La vieja herida le latió de dolor y un frío inmenso invadió el corazón de Frodo.

El rey brujo por John Howe

 

Y mientras estos pensamientos lo traspasaban aún de terror y lo tenían paralizado como por un sortilegio, el jinete se detuvo de golpe, justo a la entrada del puente, y toda la hueste se inmovilizó detrás. Hubo una pausa, un silencio de muerte. Tal vez era el Anillo que llamaba al señor de los espectros, y lo turbaba haciéndole sentir la presencia de otro poder en el valle. A un lado y a otro se volvía la cabeza embozada y coronada de miedo, barriendo las sombras con ojos invisibles. Frodo esperaba, como un pájaro que ve acercarse una serpiente, incapaz de moverse. Y mientras esperaba sintió, más imperiosa que nunca, la orden de ponerse el Anillo en el dedo. Pero por más poderoso que fuese aquel impulso, ahora no se sentía inclinado a ceder. Sabía que el Anillo no haría otra cosa que traicionarlo, y que aun cuando se lo pusiera, no tenía todavía poder suficiente para enfrentarse al rey de Morgul... todavía no. Ya no había en él, en su voluntad, por muy debilitada por el terror que ahora estuviera, ninguna respuesta a ese mandato, y sólo sentía aquella fuerza extraña que lo golpeaba. Una fuerza que le tomaba la mano, y mientras Frodo la observaba con los ojos de la mente, sin consentir pero en suspenso (como si esperase el final de una vieja leyenda de antaño), se la acercaba poco a poco a la cadena que llevaba al cuello. Entonces la voluntad de Frodo reaccionó: lentamente obligó a la mano a retroceder y a buscar otra cosa, algo que llevaba escondido cerca del pecho. Frío y duro lo sintió cuando el puño se cerró sobre él: el frasco de Galadriel, tanto tiempo atesorado y luego casi olvidado. Al tocarlo, todos los pensamientos que concernían al Anillo se desvanecieron un momento. Suspiró e inclinó la cabeza.

En ese mismo instante el rey de los espectros dio media vuelta, picó espuelas y cruzó el puente, y todo el sombrío ejército marchó tras él. Quizá las caperuzas élficas habían resistido la mirada de los ojos invisibles y la mente del pequeño enemigo, fortalecido ahora, había logrado desviar los pensamientos del jinete. Pero llevaba prisa. La hora ya había sonado, y a la orden del Amo poderoso tenía que marchar en son de guerra hacia el oeste.

Pronto se perdió, una sombra en la sombra, en el sinuoso camino, y tras él las filas negras aún cruzaban el puente. Nunca un ejército tan grande había partido de ese valle desde los días del esplendor de Isildur; ningún enemigo tan cruel y tan fuertemente armado había atacado aún los vados del Anduin; y sin embargo no era más que un ejército, y no el mayor, de las huestes que ahora enviaba Mordor.

 

Frodo se sacudió. Y de pronto volvió el corazón a Faramir. «La tormenta al fin ha estallado», se dijo. «Este enorme despliegue de lanzas y de espadas va hacia Osgiliath. ¿Llegará a tiempo Faramir? Él lo predijo, ¿pero sabía la hora? ¿Y quién ahora defenderá los vados, cuando llegue el rey de los nueve jinetes? Y a este ejército le seguirán otros. He venido tarde. Todo está perdido. Me he demorado demasiado. Y aun cuando llegase a cumplir mi misión, nadie lo sabría. No habrá nadie a quien pueda contárselo. Será inútil». Débil y abatido, Frodo se echó a llorar. Y mientras tanto los ejércitos de Morgul seguían cruzando el puente.

De pronto lejana y remota, como surgida de los recuerdos de La Comarca, iluminada por el primer sol de la mañana, mientras el día despertaba y las puertas se abrían, oyó la voz de Sam: —¡Despierte, señor Frodo! ¡Despierte!—Si la voz hubiese agregado: «Tiene el desayuno servido» poco le habría extrañado. Era evidente que Sam estaba ansioso. —¡Despierte, señor Frodo! Se han marchado—dijo.

Hubo un golpe sordo. Las puertas de Minas Morgul se habían cerrado. La última fila de lanzas había desaparecido en el camino. La torre se alzaba aún como una mueca siniestra del otro lado del valle, pero la luz empezaba a debilitarse en el interior. La ciudad toda se hundía una vez más en una sombra negra y hostil, y en el silencio. Sin embargo, seguía poblada de ojos vigilantes.

—¡Despierte señor Frodo! Ellos se han marchado, y lo mejor será que también nosotros nos alejemos de aquí. Todavía hay algo vivo en ese lugar, algo que tiene ojos, o una mente que ve, si usted me entiende; y cuanto más tiempo nos quedemos, más pronto nos caerá encima. ¡Ánimo, señor Frodo!

 

Frodo levantó la cabeza y luego se incorporó. La desesperación no lo había abandonado, pero ya no estaba tan débil. Hasta sonrió con cierta ironía, sintiendo ahora tan claramente como un momento antes había sentido lo contrario, que lo que tenía que hacer, lo tenía que hacer, si podía, y poco importaba que Faramir o Aragorn o Elrond o Galadriel o Gandalf o cualquier otro no lo supieran nunca. Tomó el bastón con una mano y el frasco de cristal con la otra. Cuando vio que la luz clara le brotaba entre los dedos, lo volvió a guardar junto al pecho y lo estrechó contra el corazón. Luego, volviendo la espalda a la ciudad de Morgul, que ahora no era más que un resplandor trémulo y gris en la otra orilla de un abismo de sombras, se dispuso a ir camino arriba.

Gollum se había escabullido al parecer a lo largo de la cornisa hacia la oscuridad del otro lado, cuando se abrieron las puertas de Minas Morgul, dejando a los hobbits en el sitio en que se habían echado a descansar. Ahora volvía a cuatro patas, rechinando los dientes y chasqueando los dedos. —¡Locos! ¡Estúpidos!—siseó—. ¡De prisa! Ellos no tienen que pensar que el peligro ha pasado, no ha pasado. ¡De prisa!

Los hobbits no le contestaron, pero lo siguieron y subieron tras él por la cornisa empinada. Ese tramo del camino no les gustó mucho ni a Frodo ni a Sam, aún después de tantos peligros como habían pasado; pero duró poco. Pronto el sendero describió una curva, penetrando bruscamente en una angosta abertura en la roca, y allí el flanco de la colina volvía a combarse. Habían llegado a la primera escalera, que Gollum había mencionado. La oscuridad era casi completa, y más allá de las manos extendidas no veían absolutamente nada; pero los ojos de Gollum brillaban con un resplandor pálido, pocos pasos más adelante, cuando se dio vuelta.

—¡Cuidado!—susurró—¡Escalones! ¡Muchos escalones! ¡Cuidado!

La cautela era necesaria por cierto. Al principio Frodo y Sam se sintieron más seguros, con una pared de cada lado, pero la escalera era casi vertical, como una escala, y a medida que subían y subían, menos podían olvidar el largo vacío negro que iban dejando atrás; y los peldaños eran estrechos, desiguales, y a menudo traicioneros; estaban desgastados y pulidos en los bordes, y a veces rotos, y algunos se agrietaban bajo los pies. El ascenso era muy penoso, y al fin terminaron aferrándose con dedos desesperados al escalón siguiente, y obligando a las rodillas doloridas a flexionarse y estirarse; y a medida que la escalera se iba abriendo un camino cada vez más profundo en el corazón de la montaña, las paredes rocosas se elevaban más y más a los lados, por encima de ellos.

Por fin, cuando ya les parecía que no podían aguantar más, vieron los ojos de Gollum que escudriñaban otra vez desde arriba. —Hemos llegado—les dijo—. Hemos pasado la primera escalera. Hobbits hábiles para subir tan alto; hobbits muy hábiles. Unos escalones más y ya está, sí.

Las escalera interminable por John Howe

 

Mareados y terriblemente cansados, Sam, y Frodo tras él, subieron a duras penas el último escalón, y allí se sentaron, y se frotaron las piernas y las rodillas. Estaban en un oscuro pasadizo que parecía subir delante de ellos, aunque en pendiente más suave y sin escalera. Gollum no les permitió descansar mucho tiempo.

—Hay otra escalera más—les dijo—. Mucho más larga. Descansarán después de subir la próxima escalera. Todavía no.

Sam refunfuñó. —¿Más larga, dijiste?

—Sí, sssí, más larga—dijo Gollum—. Pero no tan difícil. Hobbits subieron ya la escalera recta. Ahora viene la escalera en espiral.

—¿Y después?—dijo Sam.

—Ya veremos—dijo Gollum en voz baja—. ¡Oh sí, ya veremos!

—Me parece que hablaste de un túnel—dijo Sam—. ¿No hay que atravesar un túnel, o algo así?

—Oh sí, un túnel—dijo Gollum—. Pero los hobbits podrán descansar antes. Si lo pasan habrán llegado casi a la cima. Casi, si lo pasan. Oh sí casi a la cima.

Frodo se estremeció. El ascenso lo había hecho sudar, pero ahora sentía el cuerpo mojado y frío, y una corriente de aire glacial, que llegaba desde alturas invisibles, soplaba en el pasadizo oscuro. Se levantó y se sacudió. —¡Bien, en marcha!—dijo—. Este no es sitio para sentarse a descansar.

 

El pasadizo parecía alargarse millas y millas, y siempre el soplo helado flotaba sobre ellos, transformándose poco a poco en un viento áspero. Se hubiera dicho que las montañas al echarles encima ese aliento mortal, intentaban desanimarlos, alejarlos de los secretos de las alturas, o arrojarlos al tenebroso vacío que habían dejado atrás. Supieron que al fin habían llegado cuando de pronto ya no palparon el muro a la derecha. No veían casi nada. Grandes masas negras e informes y profundas sombras grises se alzaban por encima de ellos y todo alrededor, pero ahora una luz roja y opaca parpadeaba bajo los nubarrones oscuros, y por un momento alcanzaron a ver las formas de los picos, al frente y a los lados, como columnas que sostuvieran una vasta techumbre a punto de desplomarse. Habían subido al parecer muchos centenares de pies, y ahora se encontraban en una cornisa ancha. A la derecha una pared se elevaba a pique y a la izquierda se abría un abismo.

Gollum marchaba delante casi pegado a la pared rocosa. En ese tramo ya no subían, pero el suelo era más accidentado y peligroso, y había bloques de piedra y roca desmoronada en el camino. Avanzaban lenta y cautelosamente. Cuántas horas habían transcurrido desde que entraran en el valle de Morgul, ni Sam ni Frodo podían decirlo con certeza. La noche parecía interminable.

Al fin advirtieron que otro muro acababa de aparecer, y una nueva escalera se abrió ante ellos. Otra vez se detuvieron y otra vez empezaron a subir. Era un ascenso largo y fatigoso; pero esta escalera no penetraba en la ladera de la montaña; aquí la enorme y empinada cara del acantilado retrocedía, y el sendero la cruzaba serpenteando. A cierta altura se desviaba hasta el borde mismo del precipicio oscuro, y Frodo, echando una mirada allá abajo, vio un foso ancho y profundo, la hondonada de acceso al valle de Morgul. Y en el fondo, como un collar de luciérnagas, centelleaba el camino de los espectros, que iba de la ciudad muerta al Paso Sin Nombre. Frodo volvió rápidamente la cabeza.

 

Más y más allá proseguía la escalera, siempre sinuosa y zigzagueante, hasta que por fin, luego de un último tramo corto y empinado, desembocó en otro nivel. El sendero se había alejado del paso principal en la gran hondonada, y ahora seguía su propio y peligroso curso en una garganta más angosta, entre las regiones más elevadas de Ephel Dúath. Los hobbits distinguían apenas, a los lados, unos pilares altos y unos pináculos de piedra dentada, entre los que se abrían unas grietas y fisuras más negras que la noche; allí unos inviernos olvidados habían carcomido y tallado la piedra que el sol no tocaba nunca. Y ahora la luz roja parecía más intensa en el cielo; no podían decir aún si lo que se acercaba a este lugar de sombras era en verdad un terrible amanecer o sólo la llamarada de alguna tremenda violencia de Sauron en los tormentos de más allá de Gorgoroth. Todavía lejana, y aún altísima, Frodo, alzando los ojos, vio tal como él esperaba la cima misma de ese duro camino. En el este, contra el púrpura lúgubre del cielo, en la cresta más alta, se dibujaba una abertura estrecha y profunda entre dos plataformas negras: y en cada plataforma había un cuerno de piedra.

Se detuvo y miró más atentamente. El cuerno de la izquierda era alto y esbelto; y en él ardía una luz roja, o acaso la luz de la tierra de más allá brillaba a través de un agujero. Y la vio entonces: una torre negra que dominaba el paso de salida. Le tomó el brazo a Sam y la señaló.

—¡El aspecto no me gusta nada!—dijo Sam—. De modo que en resumidas cuentas tu camino secreto está vigilado—gruñó, volviéndose a Gollum—. Y tú lo sabías desde el comienzo, ¿no es cierto?

—Todos los caminos están vigilados, sí—dijo Gollum—. Claro que sí. Pero los hobbits tienen que probar algún camino. Ese puede estar menos vigilado. ¡Quizá todos se fueron a la gran batalla, quizá!

—Quizá—refunfuñó Sam—. Bueno, por lo que parece, queda aún mucho que caminar y mucho que subir. Y además falta el túnel. Creo que es momento de descansar, señor Frodo. No sé en qué hora estamos, del día o de la noche, pero hemos andado mucho tiempo.

—Sí, tenemos que descansar –dijo Frodo—. Busquemos algún rincón abrigado, y juntemos fuerzas... para la última etapa. —Y en realidad estaba convencido de que era la última: los terrores del país que se extendía más allá de las montañas, los peligros de la empresa que allí intentaría le parecían todavía remotos, demasiado distantes aún para perturbarle. Por ahora tenía un único pensamiento: atravesar ese muro impenetrable, eludir la vigilancia de los guardias. Si llevaba a cabo esa hazaña imposible entonces de algún modo cumpliría la misión, o eso pensaba al menos en aquella hora de fatiga, mientras caminaba entre las sombras pedregosas bajo Cirith Ungol.

 

Se sentaron en una grieta oscura entre dos grandes pilares de roca: Frodo y Sam un poco hacia adentro, y Gollum acurrucado en el suelo cerca de la entrada. Allí los hobbits tomaron lo que creían habría de ser la última comida antes del descenso a la Tierra Sin Nombre, y acaso la última que tendrían juntos. Comieron algo de los alimentos de Gondor y el pan de viaje de los elfos, y bebieron un poco. Pero cuidaron el agua, y tomaron apenas la suficiente para humedecerse las bocas resecas.

—Me pregunto cuándo encontraremos agua de nuevo—dijo Sam—. Aunque supongo que allá arriba han de beber. Los orcos beben ¿no?

—Sí, beben—dijo Frodo—. Pero ni hablemos de eso. Lo que ellos beben no es para nosotros.

—Más razón para que llenemos nuestras botellas—dijo Sam—. Pero no hay agua por aquí y no he oído ningún rumor, ni el más leve susurro. Y de todos modos Faramir nos recomendó no beber las aguas de Morgul.

—No beber las aguas que desciendan del Imlad Morgul, fueron sus palabras—dijo Frodo—. Ahora no estamos en ese valle, y si encontramos un manantial, el agua fluirá hacia él y no desde él.

—Yo no me fiaría demasiado—dijo Sam—, a menos que me estuviese muriendo de sed. Hay una atmósfera maligna en este sitio. —Husmeó el aire. —Y un olor, me parece. ¿No lo siente usted? Un olor muy raro, como a encierro. No me gusta.

—A mí no me gusta nada de aquí: piedra y viento, hueso y aliento. Tierra, agua, aire, todo parece maldito. Pero es el camino que nos fue trazado.

—Sí, es verdad—dijo Sam—. Y de haber sabido más antes de partir, no estaríamos ahora aquí seguramente. Aunque me imagino que así ocurre a menudo. Las hazañas de que hablan las antiguas leyendas y canciones, señor Frodo: las aventuras, como yo las llamaba. Yo pensaba que los personajes maravillosos de las leyendas salían en busca de aventuras porque querían tenerlas, y les parecían excitantes, y en cambio la vida era un tanto aburrida: una especie de juego, por así decir. Pero con las historias que importaban de veras, o con esas que uno guarda en la memoria, no ocurría lo mismo. Se diría que los protagonistas se encontraban de pronto en medio de una aventura, y que casi siempre ya tenían los caminos trazados, como dice usted. Supongo que también ellos, como nosotros, tuvieron muchas veces la posibilidad de volverse atrás, sólo que no la aprovecharon. Quizá, pues, si la aprovecharan tampoco lo sabríamos, porque nadie se acordaría de ellos. Porque sólo se habla de los que continuaron hasta el fin... y no siempre terminan bien, observe usted; al menos no de ese modo que la gente de la historia, y no la gente de fuera, llama terminar bien. Usted sabe qué quiero decir, volver a casa, y encontrar todo en orden, aunque no exactamente igual que antes... como el viejo señor Bilbo. Pero no son ésas las historias que uno prefiere escuchar, ¡aunque sean las que uno prefiere vivir! Me gustaría saber en qué clase de historia habremos caído.

—A mí también—dijo Frodo—. Pero no lo sé. Y así son las historias de la vida real. Piensa en alguna de las que más te gustan. Tú puedes saber, o adivinar, qué clase de historia es, si tendrá un final feliz o un final triste, pero los protagonistas no saben absolutamente nada. Y tú no querrías que lo supieran.

—No, señor, claro que no. Beren, por ejemplo, nunca se imaginó que conseguiría el Silmaril de la corona de hierro en Thangorodrim, y sin embargo lo consiguió, y era un lugar peor y un peligro más negro que este en que nos encontramos ahora. Pero esa es una larga historia, naturalmente, que está más allá de la felicidad y más allá de la tristeza... Y el Silmaril siguió su camino y llegó a Eärendil. ¡Cáspita, señor, nunca lo había pensado hasta ahora! Tenemos... ¡usted tiene un poco de la luz del Silmaril en ese cristal de estrella que le regaló la dama! Cáspita, pensar... pensar que estamos todavía en la misma historia. ¿Las grandes historias no terminan nunca?

—No, nunca terminan como historias—dijo Frodo—. Pero los protagonistas llegan a ellas y se van cuando han cumplido su parte. También la nuestra terminará, tarde... o quizá temprano.

—Y entonces podremos descansar y dormir un poco—dijo Sam. Soltó una risa áspera—. A eso me refiero, nada más, señor Frodo. A descansar y dormir simple y sencillamente, y a despertarse para el trabajo matutino en el jardín. Temo no esperar otra cosa por el momento. Los planes grandes e importantes no son para los de mi especie. Me pregunto sin embargo si algún día apareceremos en las canciones y en las leyendas. Estamos envueltos en una, por supuesto; pero quiero decir: si la pondrán en palabras para contarla junto al fuego, o para leerla en un libraco con letras rojas y negras, muchos, muchos años después. Y la gente dirá: «¡Oigamos la historia de Frodo y el Anillo!» Y dirán: «Sí, es una de mis historias favoritas. Frodo era muy valiente ¿no es cierto, papá?» «Sí, hijo mío, el más famoso de los hobbits, y no es poco decir.»

—Es decir demasiado—respondió Frodo, y se echó a reír, una risa larga y clara que le nacía del corazón. Nunca desde que Sauron ocupara la Tierra Media se había escuchado en aquellos parajes un sonido tan puro. Sam tuvo de pronto la impresión de que todas las piedras escuchaban y que las rocas altas se inclinaban hacia ellos. Pero Frodo no hizo caso; volvió a reírse—. Ah, Sam si supieras... —dijo—, de algún modo oírte me hace sentir tan contento como si la historia ya estuviese escrita. Pero te has olvidado de uno de los personajes principales: Samsagaz el Intrépido. «¡Quiero oír más cosas de Sam, papá! ¿Por qué no ponen más de las cosas que decía en el cuento? Eso es lo que me gusta, me hace reír. Y sin Sam, Frodo no habría llegado ni a la mitad del camino ¿verdad, papá?»

—Vamos, señor Frodo—dijo Sam—no se burle usted. Yo hablaba en serio.

—Yo también—dijo Frodo—, y sigo hablando en serio. Estamos yendo demasiado de prisa. Tú y yo, Sam, nos encontramos todavía atascados en los peores pasajes de la historia, y es demasiado probable que algunos digan, al llegar a este punto: «Cierra el libro, papá, no tenernos ganas de seguir leyendo.»

—Quizá—dijo Sam—, pero no es eso lo que yo diría. Las cosas hechas y terminadas y transformadas en grandes historias son diferentes. Si hasta Gollum podría ser bueno en una historia, mejor que ahora a nuestro lado, al menos. Y a él también le gustaba escucharlas en otros días, por lo que nos ha dicho. Me gustaría saber si se considera el héroe o el villano...

»¡Gollum!—llamó—. ¿Te gustaría ser el héroe?... Bueno, ¿dónde se habrá metido otra vez?

No había rastros de él a la entrada del refugio ni en las sombras vecinas. Había rechazado la comida de los hobbits, aunque aceptara como de costumbre un sorbo de agua; y luego, al parecer, se había enroscado para dormir. Suponían que uno al menos de los propósitos de Gollum en la larga ausencia de la víspera había sido salir de caza, en busca de algún alimento de su gusto; y ahora era evidente que había vuelto a escabullirse a hurtadillas mientras ellos conversaban. Pero ¿con qué fin esta vez?

—No me gustan estas escapadas furtivas y sin aviso—dijo Sam—. Y menos ahora. No puede andar buscando comida allá arriba, a menos que quiera morder un pedazo de roca. ¡Si aquí ni el musgo crece!

—Es inútil preocuparse por él ahora—dijo Frodo—. Sin él no habríamos llegado tan lejos, ni siquiera a la vista del paso, y tendremos que amoldarnos a sus caprichos. Si es falso, es falso.

—De todos modos preferiría no perderlo de vista. Y con mayor razón, si es falso. ¿Recuerda usted que nunca quiso decirnos si este paso estaba vigilado, o no? Y ahora vemos allí una torre... y quizás esté abandonada y quizá no. ¿Cree usted que habrá ido a buscarlos? ¿A los orcos o lo que sean?

—No, no lo creo—respondió Frodo—. Aun cuando ande en alguna trapacería, lo que no es inverosímil, no creo que se trate de eso. No ha ido en busca de orcos ni de ninguno de los servidores del enemigo. ¿Por qué habría esperado hasta ahora, por qué habría hecho el esfuerzo de subir y venir hasta aquí, de acercarse a la región que teme? Sin duda hubiera podido delatarnos muchas veces a los orcos desde que lo encontramos. No, si hay algo de eso, ha de ser una de sus pequeñas jugarretas de siempre que él imagina absolutamente secreta.

—Bueno, supongo que usted tiene razón señor Frodo—dijo Sam—. Aunque eso no me tranquiliza demasiado. Pero en una cosa sé que no me equivoco: estoy seguro de que a mí me entregaría a los orcos con alegría. Pero me olvidaba... el Tesoro. No, supongo que de eso se ha tratado desde el principio: el Tesoro para el pobre Sméagol. Ese es el único móvil de todos sus planes, si tiene alguno. Pero de qué puede servirle habernos traído aquí, no alcanzo a adivinarlo.

—Lo más probable es que ni él mismo lo sepa—dijo Frodo—. Y tampoco creo que tenga en la embrollada cabeza un plan único y bien definido. Pienso que en parte está intentando salvar el Tesoro del enemigo, tanto tiempo como sea posible. También para él sería la peor de las calamidades, si fuese a parar a menos del Enemigo. Y es posible que además esté tratando de ganar tiempo, esperando una oportunidad.

—Bribón y Adulón, como dije antes—observó Sam—. Pero cuanto más se acerque al territorio del enemigo, más será Bribón que Adulón. Recuerde mis palabras: si alguna vez llegamos al Paso no nos permitirá que llevemos el Tesoro del otro lado de la frontera sin jugarnos alguna mala pasada.

—Todavía no hemos llegado—replicó Frodo.

—No, pero hasta entonces convendrá mantener los ojos bien abiertos. Si nos pesca dormitando, Bribón correrá a tomar la delantera. No es que sea arriesgado que ahora se eche usted a dormir, mi amo. No hay ningún peligro en que descanse en este sitio, bien cerca de mí. Y yo me sentiría muy feliz si lo viera dormir un rato. Yo lo cuidaré; y en todo caso, si usted se acuesta aquí, y yo le paso el brazo alrededor, nadie podrá venir a toquetearlo sin que Sam se entere.

—¡Dormir!—dijo Frodo, y suspiró, como si viera aparecer en un desierto un espejismo de frescura verde—. Sí, aún aquí podría dormir.

—¡Duerma entonces, señor! Apoye la cabeza en mis rodillas.

 

Y así los encontró Gollum unas horas más tarde, cuando volvió deslizándose y reptando a lo largo del sendero que descendía de la oscuridad. Sam, sentado de espaldas contra la roca, la cabeza inclinada a un lado, respiraba pesadamente. La cabeza de Frodo descansaba sobre las rodillas de Sam, que apoyaba una mano morena sobre la frente blanca de Frodo, mientras la otra le protegía el pecho. En los rostros de ambos había paz.

Gollum los miró. Una expresión extraña le apareció en la cara. Los ojos se le apagaron, y se volvieron de pronto grises y opacos, viejos y cansados. Se retorció, como en un espasmo de dolor, y volvió la cabeza y miró para atrás, hacia la garganta, sacudiendo la cabeza como si estuviese librando una lucha interior. Luego volvió a acercarse a Frodo y extendiendo lentamente una mano trémula le tocó con cautela la rodilla; más que tocarla, la acarició. Por un instante fugaz, si uno de los durmientes hubiese podido observarlo, habría creído estar viendo a un hobbit fatigado y viejo, abrumado por los años que lo habían llevado mucho más allá de su tiempo, lejos de los amigos y parientes, y de los campos y arroyos de la juventud; un viejo despojo hambriento y lastimoso.

Pero al sentir aquel contacto Frodo se agitó y se quejó entre sueños, y al instante Sam abrió los ojos. Y lo primero que vio fue a Gollum, «toqueteando al amo», le pareció.

—¡Eh, tú!—le dijo con aspereza—¿Qué andas tramando?

—Nada, no nada—respondió Gollum afablemente—. ¡Buen amo!

—Eso digo yo—replicó Sam—. Pero ¿dónde te habías metido?... ¿Por qué desapareces y reapareces así, furtivamente, viejo fisgón?

Gollum encogió el cuerpo y un fulgor verde le centelleó bajo los párpados pesados. Ahora casi parecía una araña, enroscado sobre las piernas combadas, los ojos protuberantes. El momento fugaz había pasado para siempre. —¡Fisgón, fisgón!—siseó—. Hobbits siempre tan amables, sí. ¡Oh buenos hobbits! Sméagol los trae por caminos secretos que nadie más podría encontrar. Cansado está, sediento, sí, sediento; y los guía y les busca senderos, y ellos le dicen fisgón, fisgón. Muy buenos amigos. Oh sí, mi tesoro, muy buenos.

Sam sintió un ligero remordimiento, pero no menos desconfianza. —Lo lamento—dijo—. Lo lamento, pero me despertaste bruscamente. No tendría que haberme dormido, por eso me alteré. Pero el señor Frodo, él está cansado, y le pedí que se echara a dormir, y bueno, nada más. Lo lamento. Pero ¿dónde has estado?

—Fisgoneando—dijo Gollum, y el fulgor verde no se le iba de los ojos.

—Oh, está bien—dijo Sam—; ¡como tú quieras! Me imagino que lo que dices no está tan lejos de la verdad. Y ahora, creo que lo mejor será que vayamos a fisgonear todos juntos. ¿Qué hora es? ¿Es hoy o mañana?

—Es mañana—dijo Gollum—, o era mañana cuando los hobbits se quedaron dormidos. Muy estúpidos, muy peligroso... si el pobre Sméagol no hubiese fisgoneado vigilando.

—Me temo que pronto estaremos hartos de esa palabra—dijo Sam—. Pero no importa. Despertaré al amo. —Gentilmente echó hacia atrás los cabellos que caían sobre la frente de Frodo e inclinándose sobre él le habló con dulzura.

»¡Despierte, señor Frodo! ¡Despierte!

Frodo se movió y abrió los ojos, y sonrió al ver el rostro de Sam inclinado sobre él. —Me despiertas temprano, ¿eh, Sam? ¡Todavía está oscuro!

—Sí, aquí siempre está oscuro—dijo Sam—. Pero Gollum ha vuelto, señor Frodo, y dice que ya es mañana. Así que nos pondremos en camino. La última etapa.

Frodo respiró hondo y se sentó. —¡La última etapa!—dijo—. ¡Hola, Sméagol! ¿Encontraste algo para comer? ¿Descansaste un poco?

—Nada para comer, nada de descanso, nada para el pobre Sméagol—dijo Gollum—. No es más que un fisgón.

Sam chasqueó la lengua, pero se contuvo.

—No te pongas calificativos, Sméagol—dijo Frodo—. No es prudente, así sean verdaderos o falsos.

—Sméagol toma lo que le dan—dijo Gollum—. El nombre se lo puso el amable maese Samsagaz, ese hobbit que tantas cosas sabe.

Frodo miró a Sam. —Sí, señor—dijo Sam—. Yo empleé esa palabra, al despertar sobresaltado y todo lo demás. Y al encontrármelo aquí, al lado. Ya le dije que lo lamentaba, pero creo que pronto voy a dejar de lamentarlo.

—Bueno, bueno, a olvidar—dijo Frodo—. Pero me parece, Sméagol, que hemos llegado al final, tú y yo. Dime, ¿podremos encontrar solos el resto del camino? Tenemos el paso a la vista, una vía de acceso, y si podemos encontrarlo, creo que nuestro pacto ha tocado a su fin. Cumpliste con lo que habías prometido, y ahora eres libre: libre de ir a procurarte alimento y reposo, libre de ir a donde más te plazca, excepto en busca de los servidores del Enemigo. Y algún día tal vez podré recompensarte, yo o quienes me recuerden.

—¡No, no, todavía no!—gimió Gollum—. ¡Oh no! No podrán encontrar solos el camino ¿verdad que no? Oh, seguro que no. Ahora viene el túnel. Sméagol tiene que seguir. Nada de descansar. Nada de comer. ¡Todavía no!

 


XLVIII.EL SITIO DE GONDOR

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO IV

Despertado por Gandalf, Pippin abrió los ojos. Había velas encendidas en el aposento, pues por las ventanas sólo entraba una pálida luz crepuscular; el aire era pesado, como si se avecinara una tormenta.

—¿Qué hora es?—preguntó Pippin, bostezando.

—La hora segunda ha pasado—le respondió Gandalf—. Tiempo de que te levantes y te pongas presentable. Has sido convocado por el señor de la ciudad, para instruirte acerca de tus nuevos deberes.

—¿Y me servirá el desayuno?

—¡No! De eso me he ocupado yo: y no tendrás más hasta el mediodía. Han racionado los víveres.

Pippin miró con desconsuelo el panecillo minúsculo y «la mezquina», pensó, «redondela de manteca, junto a un tazón de leche aguada». —¿Por qué me trajiste aquí?—preguntó.

—Lo sabes demasiado bien—dijo Gandalf—. Para alejarte del mal. Y si no te agrada, recuerda que tú mismo te lo buscaste. —Pippin no dijo más.

 

Poco después recorría de nuevo en compañía de Gandalf el frío corredor que conducía a la puerta de la Sala de la Torre. Allí, en una penumbra gris, estaba sentado Denethor, «como una araña vieja y paciente», pensó Pippin; parecía que no se hubiese movido de allí desde la víspera. Le indicó a Gandalf que se sentara, pero a Pippin lo dejó un momento de pie, sin prestarle atención. Al fin el viejo se volvió hacia él.

—Bien, maese Peregrin, espero que hayas aprovechado a tu gusto el día de ayer. Aunque temo que en esta ciudad la mesa sea bastante más austera de lo que tú desearías.

Pippin tuvo la desagradable impresión de que la mayor parte de lo que había dicho o hecho había llegado de algún modo a oídos del señor de la ciudad, y que además muchos de sus pensamientos eran conocidos por todos. No respondió.

—¿Qué querrías hacer a mi servicio?

—Pensé, señor, que vos me señalaríais mis deberes.

—Lo haré, una vez que conozca tus aptitudes—dijo Denethor—. Pero eso lo sabré quizá más pronto teniéndote a mi lado. Mi paje de cámara ha solicitado licencia para enrolarse en la guarnición exterior, de modo que por un tiempo ocuparás su lugar. Me servirás, llevarás mensajes, y conversarás conmigo, si la guerra y las asambleas me dejan algún momento de ocio. ¿Sabes cantar?

—Sí—dijo Pippin—. Bueno, sí, bastante bien para mi gente. Pero no tenemos canciones apropiadas para grandes palacios y para tiempos de infortunio, señor. Rara vez nuestras canciones tratan de algo más terrible que el viento o la lluvia. Y la mayor parte de mis canciones hablan de cosas que nos hacen reír: o de la comida y la bebida, por supuesto.

—¿Y por qué esos cantos no serían apropiados para mis salones, o para tiempos como éstos? Nosotros, que hemos vivido tantos años bajo la sombra, ¿no tenemos acaso el derecho de escuchar los ecos de un pueblo que no ha conocido un castigo semejante? Quizá sintiéramos entonces que nuestra vigilia no ha sido en vano, aun cuando nadie la haya agradecido.

A Pippin se le encogió el corazón. No le entusiasmaba la idea de tener que cantar ante el señor de Minas Tirith las canciones de La Comarca, y menos aún las cómicas que conocía mejor; y además eran... bueno, demasiado rústicas para ese momento. No se le ordenó que cantase. Denethor se volvió a Gandalf haciéndole preguntas sobre los rohirrim y la política del reino de Rohan, y sobre la posición de Éomer, el sobrino del rey. A Pippin le maravilló que el señor pareciera saber tantas cosas acerca de un pueblo que vivía muy lejos, «aunque hacía muchos años sin duda» pensó, «que Denethor no salía de las fronteras del reino».

Al cabo Denethor llamó a Pippin y le ordenó que se ausentase otra vez por algún tiempo. —Ve a la armería de la Ciudadela—le dijo—y retira de allí la librea de la torre y los avíos necesarios. Estarán listos. Fueron encargados ayer. ¡Vuelve en cuanto estés vestido!

 

Todo sucedió como Denethor había dicho, y pronto Pippin se vio ataviado con extrañas vestimentas, de color negro y plata: un pequeño plaquín, de malla de acero tal vez, pero negro como el azabache; y un yelmo de alta cimera, con pequeñas alas de cuervo a cada lado y en el centro de la corona una estrella de plata. Sobre la cota de malla llevaba una sobreveste corta, también negra pero con la insignia del árbol bordada en plata a la altura del pecho. Las ropas viejas de Pippin fueron dobladas y guardadas: le permitieron conservar la capa gris de Lórien, pero no usarla durante el servicio. Ahora sí que parecía, sin saberlo, la viva imagen del Ernil i Pheriannath, el príncipe de los medianos, como la gente había dado en llamarlo; pero se sentía incómodo, y la tiniebla empezaba a pesarle.

 

Todo aquel día fue oscuro y tétrico. Desde el amanecer sin sol hasta la noche, la sombra había ido aumentando, y los corazones de la ciudad estaban oprimidos. Arriba, a lo lejos, una gran nube, llevada por un viento de guerra, flotaba lentamente hacia el oeste desde la Tierra Tenebrosa, devorando la luz; pero abajo el aire estaba inmóvil, sin un soplo, como si el valle del Anduin esperase el estallido de una tormenta devastadora.

A eso de la hora undécima, liberado al fin por un rato de las obligaciones del servicio, Pippin salió en busca de comida y bebida, algo que lo animara e hiciese más soportable la espera. En el rancho se encontró nuevamente con Beregond, que acababa de regresar de una misión del otro lado del Pelennor, en las torres de la guardia de la calzada. Pasearon juntos sin alejarse de los muros, pues en los recintos cerrados Pippin se sentía como prisionero, y hasta el aire de la alta Ciudadela le parecía sofocante. Y otra vez se sentaron en el antepecho de la tronera que miraba al este, donde se habían entretenido la víspera, comiendo y hablando.

Era la hora del crepúsculo, pero ya el enorme palio había avanzado muy lejos en el oeste, y un instante apenas, al hundirse por fin en el mar, logró el sol escapar para lanzar un breve rayo de adiós antes de dar paso a la noche, el mismo rayo que Frodo, en la Encrucijada, veía en ese momento en la cabeza del rey caído. Pero para los campos del Pelennor, a la sombra del Mindolluin, nada resplandecía: todo era pardo y lúgubre.

Pippin tenía la impresión de que habían pasado años desde la primera vez que se había sentado allí, en un tiempo ya a medias olvidado, cuando todavía era un hobbit, un viajero despreocupado, indiferente a los peligros que había atravesado hacía poco. Ahora era un pequeño soldado, un soldado entre muchos otros en una ciudad que se preparaba para soportar un gran ataque, y vestía las ropas nobles pero sombrías de la Torre de la Guardia.

En otro momento y en otro lugar, tal vez Pippin habría aceptado de buen grado ese nuevo atuendo, pero ahora sabía que no estaba representando un papel en una comedia; estaba, seria e irremisiblemente al servicio de un amo severo que corría un gravísimo peligro. El plaquín lo agobiaba, y el yelmo le pesaba sobre la cabeza. Se había quitado la capa y la había puesto sobre la piedra del asiento.

Minas Tirith por John Howe


Apartó los ojos fatigados de los campos sombríos y bostezó, y luego suspiró.

—¿Estás cansado del día de hoy?—le preguntó Beregond.

—Sí—dijo Pippin—, muy cansado: cansado de la inactividad y la espera. He estado de plantón a la puerta de la cámara de mi señor durante horas interminables, mientras él discutía con Gandalf y el príncipe y otros grandes señores. Y no estoy acostumbrado, maese Beregond, a servir con hambre la mesa de otros. Es una prueba muy dura para un hobbit. Has de pensar sin duda que tendría que sentirme profundamente honrado. Pero ¿para qué quiero un honor semejante? Y a decir verdad ¿para qué comer y beber bajo esta sombra invasora? ¿Qué significa? ¡El aire mismo parece espeso y pardo! ¿Son frecuentes aquí estos oscurecimientos cuando el viento sopla en el este?

—No—dijo Beregond—. Esta no es una oscuridad natural del mundo. Es algún artificio creado por la malicia del enemigo; alguna emanación de la montaña de fuego, que envía para ensombrecer los corazones y las deliberaciones. Y lo consigue por cierto. Ojalá vuelva el señor Faramir. Él no se dejaría amilanar. Pero ahora, ¡quién sabe si alguna vez podrá regresar de la oscuridad a través del río!

—Sí—dijo Pippin—. Gandalf también está impaciente. Fue una decepción para él, creo, no encontrar aquí a Faramir. Y Gandalf ¿por dónde andará? Se retiró del consejo del señor antes de la comida de mediodía, y no de buen humor, me pareció. Quizá tenga el presentimiento de alguna mala nueva.

 

De pronto, mientras hablaban, enmudecieron de golpe; inmóviles, paralizados, convertidos de algún modo en dos piedras que escuchaban. Pippin se tiró al suelo, tapándose los oídos con las manos; pero Beregond, que mientras hablaba de Faramir había estado mirando a lo lejos por encima del parapeto almenado, se quedó donde estaba, tieso, los ojos desencajados. Pippin conocía aquel grito estremecedor: era el mismo que mucho tiempo atrás había oído en Marjala en La Comarca; pero ahora había crecido en potencia y en odio, y atravesaba el corazón con una venenosa desesperanza.

Al fin Beregond habló, con un esfuerzo. —¡Han llegado!—dijo. —¡Atrévete y mira! Hay cosas terribles allá abajo.

Pippin se encaramó de mala gana en el asiento y asomó la cabeza por encima del muro. Abajó el Pelennor se extendía en las sombras e iba a perderse en la línea adivinada apenas del río Grande. Pero ahora, girando vertiginosamente sobre los campos como sombras de una noche intempestiva, vio a media altura cinco formas de pájaros, horripilantes como buitres, pero más grandes que águilas, y crueles como la muerte. Ya bajaban de pronto, aventurándose hasta ponerse casi al alcance de los arqueros apostados en el muro, ya se alejaban volando en círculos.

—¡Jinetes negros!—murmuró Pippin—. ¡Jinetes negros del aire! ¡Pero mira, Beregond!—exclamó—. ¡Están buscando algo! ¡Mira cómo vuelan y descienden, siempre hacia el mismo punto! ¿Y no ves algo que se mueve en el suelo? Formas oscuras y pequeñas. ¡Sí, hombres a caballo: cuatro o cinco! ¡Ah, no lo puedo soportar! ¡Gandalf! ¡Gandalf! ¡Socorro!

Otro alarido largo vibró en el aire y se apagó, y Pippin, jadeando como un animal perseguido, se arrojó de nuevo al suelo y se acurrucó al pie del muro. Débil, y aparentemente remota a través de aquel grito escalofriante, tremoló desde abajo la voz de una trompeta y culminó en una nota aguda y prolongada.

—¡Faramir! ¡El señor Faramir! ¡Es su llamada!—gritó Beregond—. ¡Corazón intrépido! ¿Pero cómo podrá llegar a la Puerta, si esos halcones inmundos e infernales cuentan con otras armas además del terror? ¡Pero míralos! ¡No se arredran! Llegarán a la Puerta. ¡No! Los caballos se encabritan. ¡Oh! Arrojan al suelo a los jinetes; ahora corren a pie. No, uno sigue montado, pero retrocede hacia los otros. Tiene que ser el capitán: él sabe cómo dominar a las bestias y a los hombres. ¡Ay! Una de esas cosas inmundas se lanza sobre él. ¡Socorro! ¡Socorro! ¿Nadie acudirá en su auxilio? ¡Faramir!

Y Beregond echó a correr y desapareció en la oscuridad. Asustado y avergonzado, mientras que Beregond de la Guardia pensaba ante todo en su amado capitán, Pippin se levantó y miró fuera. En ese momento alcanzó a ver un destello de nieve y de plata que venía del norte, como una estrella diminuta que hubiese descendido a los campos sombríos. Avanzaba como una flecha y crecía a medida que se acercaba a los cuatro hombres que huían hacia la puerta. Parecía esparcir una luz pálida, y Pippin tuvo la impresión de que la sombra espesa retrocedía a su paso; entonces, cuando estuvo más cerca, creyó oír, como un eco entre los muros, una voz poderosa que llamaba.

—¡Gandalf!—gritó Pippin—. ¡Gandalf! Siempre llega en el momento más sombrío. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Jinete blanco! ¡Gandalf! ¡Gandalf!—gritó, con la vehemencia del espectador de una gran carrera, como alentando a un corredor que no necesita la ayuda de exhortaciones.

Mas ya las sombras aladas habían advertido la presencia del recién llegado. Una de ellas voló en círculos hacia él, pero a Pippin le pareció ver que Gandalf levantaba una mano y que de ella brotaba como un dardo un haz de luz blanca. El nazgûl dejó escapar un grito largo y doliente y se apartó; y los otros cuatro, tras un instante de vacilación, se elevaron en espirales vertiginosas y desaparecieron en el este, entre las nubes bajas; y por un momento los campos del Pelennor parecieron menos oscuros.

Pippin observaba, y vio que los jinetes y el jinete blanco se reunían al fin, y se detenían a esperar a los que iban a pie. Grupos de hombres les salían al encuentro desde la ciudad; y pronto Pippin los perdió de vista bajo los muros exteriores, y adivinó que estaban trasponiendo la puerta. Sospechando que subirían inmediatamente a la torre, y a ver al senescal, corrió a la entrada de la Ciudadela. Allí se le unieron muchos otros que habían observado la carrera y el rescate desde los muros.

Pronto en las calles que subían de los círculos exteriores se elevó un gran clamor, y hubo muchos vítores, y por todas partes voceaban y aclamaban los nombres de Faramir y Mithrandir. Pippin vio unas antorchas, y luego dos jinetes que cabalgaban lentamente seguidos por una gran multitud: uno estaba vestido de blanco, pero ya no resplandecía, pálido en el crepúsculo como si el fuego que ardía en él se hubiese consumido o velado. El otro era sombrío y tenía la cabeza gacha. Desmontaron y mientras los palafreneros se llevaban a Sombragrís y al otro caballo, avanzaron hacia el centinela de la puerta: Gandalf con paso firme, el manto gris fletándole a la espalda y en los ojos un fuego todavía encendido; el otro, vestido de verde, más lentamente, vacilando un poco como un hombre herido o fatigado.

Pippin se adelantó entre el gentío, y en el momento en que los hombres pasaban bajo la lámpara de la arcada vio el rostro pálido de Faramir y se quedó sin aliento. Era el rostro de alguien que asaltado por un miedo terrible o una inmensa angustia ha conseguido dominarse y recobrar la calma. Orgulloso y grave, se detuvo un momento a hablar con el guardia, y Pippin, que no le quitaba los ojos de encima, vio hasta qué punto se parecía a su hermano Boromir, a quien él había querido desde el principio, admirando la hidalguía y la bondad del gran hombre. De pronto, sin embargo, en presencia de Faramir, un sentimiento extraño que nunca había conocido antes, le embargó el corazón. Este era un hombre de alta nobleza, semejante a la que por momentos viera en Aragorn, menos sublime quizá pero a la vez menos imprevisible y remota: uno de los reyes de los hombres nacido en una época más reciente, pero tocado por la sabiduría y la tristeza de la antigua raza. Ahora sabía por qué Beregond lo nombraba con veneración. Era un capitán a quien los hombres seguirían ciegamente, a quien él mismo seguiría, aún bajo la sombra de las alas negras.

—¡Faramir!—gritó junto con los otros—. ¡Faramir!—Y Faramir, advirtiendo el acento extraño del hobbit entre el clamor de los hombres de la ciudad, se dio vuelta, y lo miró estupefacto.

—¿Y tú de dónde vienes?—le preguntó—. ¡Un mediano, y vestido con la librea de la torre! ¿De dónde...?

Pero en ese momento Gandalf se le acercó y habló: —Ha venido conmigo desde el país de los medianos—dijo—. Ha venido conmigo. Pero no nos demoremos aquí. Hay mucho que decir y mucho por hacer, y tú estás fatigado. Él nos acompañará. En realidad, tiene que acompañarnos, pues si no olvida más fácilmente que yo sus nuevas obligaciones, dentro de menos de una hora ha de tomar servicio con su señor. ¡Ven, Pippin, síguenos!

 

Así llegaron por fin a la cámara privada del señor de la ciudad. Alrededor de un brasero de carbón de leña, habían dispuesto asientos bajos y mullidos; y trajeron vino; y allí Pippin, cuya presencia nadie parecía advertir, de pie detrás del asiento de Denethor, escuchaba con tanta avidez todo cuanto se decía que olvidó su propio cansancio.

Una vez que Faramir hubo tomado el pan blanco y bebido un sorbo de vino, se sentó en uno de los asientos bajos a la izquierda de su padre. Un poco más alejado, a la derecha de Denethor, estaba Gandalf, en un sillón de madera tallada; y al principio parecía dormir. Pues en un comienzo Faramir habló sólo de la misión que le había sido encomendada diez días atrás; y traía noticias de Ithilien y de los movimientos del enemigo y sus aliados; y narró la batalla del camino, en la que los hombres de Harad y la bestia descomunal que los acompañaba fueran derrotados: un capitán que comunica a un superior sucesos de un orden casi cotidiano, los episodios insignificantes de una guerra de fronteras que ahora parecían vanos y triviales, sin grandeza ni gloria.

Entonces, de improviso, Faramir miró a Pippin. —Pero ahora llegamos a la parte más extraña—dijo—. Porque éste no es el primer mediano que veo salir de las leyendas del norte para aparecer en las tierras del sur.

Al oír esto Gandalf se irguió y se aferró a los brazos del sillón; pero no dijo nada, y con una mirada detuvo la exclamación que estaba a punto de brotar de los labios de Pippin. Denethor observó los rostros de todos y sacudió la cabeza, como indicando que ya había adivinado mucho, aún antes de escuchar el relato de Faramir. Lentamente, mientras los otros permanecían inmóviles y silenciosos, Faramir narró su historia, casi sin apartar los ojos de Gandalf, aunque de tanto en tanto miraba un instante a Pippin, como para refrescarse la memoria.

Cuando Faramir llegó a la parte del encuentro con Frodo y su sirviente, y hubo narrado los sucesos de Henneth Annûn, Pippin notó que un temblor agitaba las manos de Gandalf, aferradas como garras a la madera tallada. Blancas parecían ahora, y muy viejas, y Pippin adivinó, con un sobresalto, que Gandalf, el gran Gandalf, estaba inquieto, y que tenía miedo. En la estancia cerrada el aire no se movía. Y cuando Faramir habló por fin de la despedida de los viajeros, y de la resolución de los hobbits de ir a Cirith Ungol, la voz le flaqueó, y movió la cabeza, y suspiró. Gandalf se levantó de un salto.

—¿Cirith Ungol, dijiste? ¿El valle de Morgul?—preguntó—. ¿En qué momento, Faramir, en qué momento? ¿Cuándo te separaste de ellos? ¿Cuándo pensaban llegar a ese valle maldito?

—Nos separamos hace dos días, por la mañana—dijo Faramir—. Hay quince leguas [72 kilómetros] de allí al valle del Morgulduin, si siguieron en línea recta hacia el sur; y hayan ido, no pueden haber llegado antes de hoy, y es posible que aún estén en camino. En verdad, veo lo que temes. Pero la oscuridad no proviene de la aventura de tus amigos. Comenzó ayer al caer la tarde, y ya anoche todo el Ithilien estaba envuelto en sombras. Es evidente para mí que el enemigo preparaba este ataque desde hace mucho tiempo, y que la hora ya había sido fijada antes del momento en que me separé de los viajeros, dejándolos sin mi custodia.

Gandalf iba y venía con paso nervioso por la habitación. —¡Anteayer por la mañana, casi tres días de viaje! ¿A qué distancia queda el lugar en que os separasteis?

—Unas veinticinco leguas [120 kilómetros] a vuelo de pájaro—respondió Faramir—. Pero me fue imposible llegar antes. Anoche dormí en Cair Andros, la isla larga en el norte del río, donde mantenemos una guarnición, y caballos en nuestra orilla. Cuando vi cerrarse la oscuridad, comprendí que la premura era necesaria, y entonces partí con otros tres hombres que disponían de caballos. El resto de mi compañía lo envié al sur, a reforzar la guarnición de los vados de Osgiliath. Espero no haber actuado mal. —Miró a su padre.

—¿Mal?—gritó Denethor, y de pronto los ojos le relampaguearon—. ¿Por qué lo preguntas? Los hombres estaban bajo tu mando. ¿O acaso me pides que juzgue todo lo que haces? Tu actitud es humilde en mi presencia; pero hace tiempo ya que te has desviado de tu camino y desoyes mis consejos. Has hablado con tacto y desenvoltura, como siempre; pero ¿crees que no he visto por ventura que tenías los ojos fijos en Mithrandir, tratando de saber si decías lo que era preciso o más de lo conveniente? Es él quien se ha adueñado de tu corazón desde hace mucho tiempo.

»Hijo mío, tu padre está viejo, pero aún no chochea. Todavía soy capaz de ver y de oír, igual que antes; y poco de cuanto has dicho a medias o callado es un secreto para mí. Conozco la respuesta de muchos enigmas. ¡Ay, ay, mi pobre Boromir!

—Si lo que he hecho os desagrada, padre mío—dijo con calma Faramir—, hubiera deseado conocer vuestro pensamiento antes que se me impusiera el peso de tamaña decisión.

—¿Acaso eso te habría hecho cambiar de parecer?—dijo Denethor—. Estoy seguro de que te habrías comportado de la misma manera. Te conozco bien. Siempre quieres parecer noble y generoso como un rey de los tiempos antiguos, amable y benévolo. Una actitud que cuadraría tal vez a alguien de elevado linaje, si es poderoso y si gobierna en paz. Pero en los momentos desesperados, la benevolencia puede ser recompensada con la muerte.

—Pues que así sea—dijo Faramir.

—¡Que así sea!—gritó Denethor—. Pero no sólo con tu muerte, señor Faramir: también con la de tu padre, y la de todo tu pueblo, a quien tendrías que proteger ahora que Boromir se ha ido.

—¿Desearías entonces—dijo Faramir—que yo hubiese estado en su lugar?

—Sí, lo desearía, sin duda—dijo Denethor—. Porque Boromir era leal para conmigo, no el discípulo de un mago. En vez de desperdiciar lo que le ofrecía la suerte, hubiera recordado que su padre necesitaba ayuda. Me habría traído un regalo poderoso.

La reserva de Faramir pareció ceder entonces un momento. —Os rogaría, padre mío, que recordéis por qué fui yo al Ithilien, y no él. En una oportunidad al menos, y no hace de esto mucho tiempo, prevaleció vuestra decisión. Fue el señor de la ciudad quien le confió a Boromir esa misión.

—No remuevas la amargura de la copa que yo mismo me he preparado—dijo Denethor—. ¿Acaso no la he sentido ya muchas noches en la lengua, previendo que lo peor está aún en el fondo? Como ahora lo compruebo por cierto. ¡Ojalá no fuera así! ¡Ojalá ese objeto hubiese llegado a mi poder!

—¡Consuélate!—dijo Gandalf—. En ningún caso te lo hubiera traído Boromir. Está muerto, y ha tenido una muerte digna: ¡que descanse en paz! Pero te engañas. Boromir habría extendido la mano para tomarlo y ni bien lo hubiera tocado, estaría perdido sin remedio. Lo habría guardado para él, y cuando viniera aquí, no hubieras reconocido a tu hijo.

El semblante de Denethor se contrajo en un rictus frío y duro. —Encontraste que Boromir era menos dúctil en tus manos, ¿no es verdad?—dijo con voz suave—. Pero yo que era su padre digo que me lo hubiera traído. Serás sabio, Mithrandir, pero pese a tus sutilezas no eres dueño de toda la sabiduría. No siempre los consejos han de encontrarse en los artilugios de los magos o en la precipitación de los locos. En esta materia mi sabiduría y mi prudencia son más altas de lo que imaginas.

—¿Y qué te dice la prudencia?

—Lo suficiente como para saber que es necesario evitar dos locuras. Utilizarlo es peligroso. Y en un momento como éste, enviarlo al país mismo del enemigo en las manos de un mediano sin inteligencia, como lo has hecho tú, tú y este hijo mío, es un disparate.

—¿Y qué habría hecho el señor Denethor?

—Ni una cosa ni la otra. Pero con toda seguridad y contra todo argumento, no lo habría entregado a los azares de la suerte, una esperanza que sólo cabe en la mente de un loco, y arriesgarnos así a una ruina total, si el enemigo lo recupera. No, hubiera sido necesario guardarlo, esconderlo: ocultarlo en un sitio secreto y oscuro. No hablo de utilizarlo, no, salvo en caso de extrema necesidad, pero sí ponerlo fuera de su alcance, a menos que sufriéramos una derrota tan definitiva que lo que pudiese acontecernos nos fuera indiferente, pues estaríamos muertos.

—Como es tu costumbre, monseñor, sólo piensas en Gondor—dijo Gandalf—. Sin embargo, hay otros hombres, y otras vidas y tiempos por venir. Y yo por mi parte, compadezco incluso a los esclavos del enemigo.

—¿Y dónde buscarán ayuda los otros hombres, si Gondor cae?—replicó Denethor—. Si yo lo tuviese ahora aquí, guardado en las bóvedas profundas de esta Ciudadela, no estaríamos temblando de terror bajo esta oscuridad, temiendo lo peor, y nada entorpecería nuestras decisiones. Si no me crees capaz de soportar la prueba, es porque aún no me conoces.

—Sin embargo, no te creo capaz—dijo Gandalf—. Si hubiera confiado en ti, te lo hubiera enviado para que lo tuvieras aquí, bajo tu custodia, con lo que habría ahorrado muchas angustias, a mí y a otros. Y ahora, oyéndote hablar, confío menos aún, no más que en Boromir. ¡No, refrena tu ira! En este caso ni en mí mismo confío: me fue ofrecido como regalo y lo rechacé. Eres fuerte, Denethor, y capaz aún de dominarte en ciertas cosas; pero si lo hubieras recibido, te habría derrotado. Aunque estuviese enterrado en las raíces mismas del Mindolluin, te consumiría la mente a medida que vieras crecer la oscuridad, y las cosas peores aún que no tardarán en caer sobre nosotros.

Los ojos de Denethor relampaguearon otra vez por un momento, y Pippin volvió a sentir la tensión entre las dos voluntades: pero ahora las miradas de los adversarios le parecían las hojas de dos espadas centelleantes batiéndose de ojo a ojo. Pippin se estremeció, temiendo algún golpe terrible. Pero de pronto Denethor recobró la calma. Se encogió de hombros.

—¡Si yo hubiera! ¡Si yo hubiera!—exclamó—. Todas esas palabras, todos esos si son vanos. Ahora va camino de la sombra, y sólo el tiempo dirá lo que el destino prepara, para el objeto, y para nosotros. En el plazo que aún queda, que no será largo, que todos los que luchan contra el enemigo cada uno a su manera se unan, y que conserven la esperanza mientras sea posible, y cuando ya no les quede ninguna, que tengan al menos la entereza necesaria para morir libres. —Se volvió a Faramir. —¿Qué piensas de la guarnición de Osgiliath?

—No es fuerte—respondió Faramir—. Como os he dicho, he enviado allí la compañía de Ithilien, para reforzarla.

—No creo que baste—dijo Denethor—. Allí es donde caerá el primer golpe. Lo que les hará falta es un capitán enérgico.

—A esa guarnición y a muchas otras—dijo Faramir, y suspiró—. ¡ Ay, si estuviera con vida mi pobre hermano; yo también lo amaba!—Se levantó. —¿Puedo retirarme, padre? Y al decir esto se tambaleó, y tuvo que apoyarse en el sillón de su padre.

—Estás fatigado, ya lo veo—dijo Denethor—. Has cabalgado mucho y lejos, y bajo las sombras del mal en el aire, me han dicho.

—¡No hablemos de eso!—dijo Faramir.

—No hablaremos, pues—dijo Denethor—. Ahora ve y descansa como puedas. Las necesidades de mañana serán más duras.

 

Todos se despidieron entonces del señor de la ciudad para retirarse a descansar mientras fuese posible. Fuera había una oscuridad negra y sin estrellas mientras Gandalf se alejaba en compañía de Pippin que llevaba una pequeña antorcha. Hasta que se encontraron a puertas cerradas no cambiaron una sola palabra. Entonces Pippin tomó al fin la mano de Gandalf.

—Dime—preguntó—, ¿queda todavía alguna esperanza? Para Frodo, quiero decir; o al menos sobre todo para Frodo.

Gandalf posó la mano en la cabeza de Pippin. —Nunca hubo muchas esperanzas—respondió—. Nada más que esperanzas desatinadas, me dijeron. Y cuando oí el nombre de Cirith Ungol... —Se interrumpió y a grandes pasos caminó hasta la ventana como si pudiese ver del otro lado de la noche, allá en el este. —¡Cirith Ungol! ¿Por qué ese camino, me pregunto?—Se volvió. —En ese instante, Pippin, al oír ese nombre, mi corazón estuvo a punto de desfallecer. Y a pesar de todo, Pippin, creo de verdad que en las noticias que trajo Faramir hay alguna esperanza. Pues es evidente que el enemigo se ha decidido al fin a declararnos la guerra, y que ha dado el primer paso cuando Frodo aún estaba en libertad. De manera que por ahora, durante muchos días, apuntará la mirada aquí y allá, siempre fuera de su propio territorio. Y sin embargo, Pippin, siento desde lejos la prisa y el miedo que lo dominan. Ha empezado mucho antes de lo previsto. Algo tiene que haberlo impulsado a actuar en seguida.

Permaneció un momento pensativo. —Quizá—murmuró—. Quizá también tu insensatez ayudó de algún modo. Veamos: hace unos cinco días habrá descubierto que derrotamos a Saruman y que nos apoderamos de la piedra. Sí, pero entonces ¿qué? No podíamos utilizarla para un fin preciso, ni sin que él lo supiera. ¡Ah! Podría ser. ¿Aragorn? Se le acerca la hora. Y es fuerte, e inflexible por dentro, Pippin: temerario y resuelto, capaz de tomar por sí mismo decisiones heroicas y de correr grandes riesgos, si es necesario. Podría ser, sí. Quizás Aragorn haya utilizado la piedra y se haya mostrado al Enemigo desafiándolo justamente con este propósito. ¡Quién sabe! De todos modos no conoceremos la respuesta hasta que lleguen los jinetes de Rohan, siempre y cuando no lleguen demasiado tarde. Nos esperan días infaustos. ¡A dormir, mientras sea posible!

—Pero... —dijo Pippin.

—¿Pero qué?—dijo Gandalf—. Esta noche te concedo un solo pero.

—Gollum—dijo Pippin—. ¿Cómo se entiende que estuvieran viajando con él, y que hasta lo siguieran? Y me di cuenta de que a Faramir no le gustaba más que a ti el lugar a donde los conducía. ¿Qué pasa?

—No puedo contestar a esa pregunta por el momento—dijo Gandalf—. Sin embargo, mi corazón presentía que Frodo y Gollum se encontrarían antes del fin. Para bien o para mal. Pero de Cirith Ungol no quiero hablar esta noche. Traición, una traición, es lo que temo: una traición de esa criatura miserable. Pero así tenía que ser. Recordemos que un traidor puede traicionarse a sí mismo y hacer involuntariamente un bien. Ocurre a veces. ¡Buenas noches!

 

El día siguiente llegó con una mañana semejante a un crepúsculo pardo, y los corazones de los hombres, reconfortados por el regreso de Faramir, se hundieron otra vez en un profundo desaliento. Las sombras aladas no volvieron a verse en todo el día, pero de vez en cuando, alto sobre la ciudad, se oía un grito lejano, que por un momento paralizaba de terror a muchos de los hombres; y los más pusilánimes se estremecían y sollozaban.

Y ahora Faramir había vuelto a ausentarse. —No le dan ningún sosiego—murmuraban algunos—. El señor es demasiado duro con su hijo, y ahora tiene que cumplir los deberes de dos, los suyos propios y los del hermano que no volverá. —Y miraban sin cesar hacia el norte y preguntaban: —¿Dónde están los jinetes de Rohan?

En verdad no era Faramir quien había decidido partir de nuevo. Pero el señor de la ciudad presidía el Consejo, y ese día no estaba de humor como para prestar oídos al parecer de otros. El Consejo había sido convocado a primera hora de la mañana, y todos los capitanes habían opinado que en vista del grave peligro que los amenazaba en el sur, la fuerza de Gondor era demasiado débil para intentar cualquier acción de guerra, a menos que por ventura llegasen aún los jinetes de Rohan. Mientras tanto no podían hacer nada más que guarnecer los muros y esperar.

—Sin embargo—dijo Denethor—, no convendría abandonar a la ligera las defensas exteriores, el Rammas Echor edificado con tanto esfuerzo. Y el enemigo tendrá que pagar caro el cruce del río. No podrá atacar la ciudad ni por el norte de Cair Andros a causa de los pantanos, ni por el sur en las cercanías de Lebennin, pues allí el río es muy ancho, y necesitaría muchas embarcaciones. Es en Osgiliath donde descargará el golpe, como ya lo hizo una vez cuando Boromir le cerró el paso.

—Aquello no fue más que una intentona—dijo Faramir—. Hoy quizá pudiéramos hacerle pagar al enemigo diez veces nuestras pérdidas, y sin embargo ser nosotros los perjudicados. Pues a él no le importaría perder todo un ejército pero nosotros no podemos permitirnos la pérdida de una sola compañía. Y la retirada de las que enviemos lejos sería peligrosa, en caso de una irrupción violenta.

—¿Y Cair Andros?—dijo el príncipe—. También Cair Andros tendrá que resistir, si vamos a defender Osgiliath. No olvidemos el peligro que nos amenaza desde la izquierda. Los rohirrim pueden venir o no venir. Pero Faramir nos ha hablado de una fuerza formidable que avanza resueltamente hacia la Puerta Negra. De ella podrían desmembrarse varios ejércitos y atacar desde distintos frentes.

—Mucho hay que arriesgar en la guerra—dijo Denethor—. Cair Andros está guarnecida, y no puedo enviar tan lejos ni un hombre más. Pero el río y el Pelennor no los cederé sin combatir... si hay aquí un capitán que aún tenga el coraje suficiente para ejecutar la voluntad de su superior.

Entonces todos guardaron silencio, hasta que al cabo habló Faramir: —No me opongo a vuestra voluntad, señor. Puesto que habéis sido despojado de Boromir, iré yo y haré lo que pueda en su lugar... si me lo ordenáis.

—Te lo ordeno—dijo Denethor.

—¡Adiós, entonces!—dijo Faramir—. ¡Pero si yo volviera un día, tened mejor opinión de mí!

—Eso dependerá de cómo regreses—dijo Denethor.

Fue Gandalf el último en hablar con Faramir antes de que partiera para el este. —No sacrifiques tu vida ni por temeridad ni por amargura—le dijo—. Serás necesario aquí, para cosas distintas de la guerra. Tu padre te ama, Faramir, y lo recordará antes del fin. ¡Adiós!

 

Así pues, el señor Faramir había vuelto a marcharse, llevando consigo todos los voluntarios que quisieron acompañarlo o de quienes se podía prescindir. Desde lo alto de los muros algunos escudriñaban a través de la oscuridad la ciudad en ruinas, y se preguntaban qué estaría aconteciendo allí, pues nada era visible. Y otros, como siempre, oteaban el norte, y contaban las leguas que los separaban de Théoden en Rohan. —¿Vendrá? ¿Recordará nuestra antigua alianza?—decían.

—Sí, vendrá—decía Gandalf—, aunque llegue demasiado tarde. ¡Pero reflexionad! En el mejor de los casos, la Flecha Roja no puede haberle llegado hace más de dos días, y las leguas son largas desde Edoras.

 

Era nuevamente de noche cuando recibieron por fin otras noticias. Un hombre llegó al galope desde los vados, diciendo que un ejército había salido de Minas Morgul y que ya se acercaba a Osgiliath; y que se le habían unido regimientos del sur, los haradrim, altos y crueles. —Y nos hemos enterado—prosiguió el mensajero—de que el Capitán Negro conduce una vez más las tropas, y de que el terror se extiende delante de él, y que ya ha cruzado el río.

Con estas palabras de mal augurio concluyó el tercer día desde la llegada de Pippin a Minas Tirith. Pocos se retiraron a descansar esa noche, pues ya nadie esperaba que ni siquiera Faramir pudiese defender por mucho tiempo los vados.

 

Al día siguiente, aunque la sombra había dejado de crecer, pesaba aún más sobre los corazones de los hombres, y el miedo empezó a dominarlos. No tardaron en llegar otras malas noticias. El cruce del Anduin estaba ahora en poder del enemigo. Faramir se batía en retirada hacia los muros del Pelennor, reuniendo a todos sus hombres en los fuertes de la calzada; pero el enemigo era diez veces superior en número.

—Si acaso decide regresar a través del Pelennor, tendrá el enemigo pisándole los talones—dijo el mensajero—. Han pagado caro el paso del río, pero menos de lo que nosotros esperábamos. El plan estaba bien trazado. Ahora se ve que desde hace mucho tiempo estaban construyendo en secreto flotillas de balsas y lanchones en Osgiliath del este. Atravesaron el río como un enjambre de escarabajos. Pero el que nos derrota es el Capitán Negro. Pocos se atreverán a soportar y afrontar aún el mero rumor de que viene hacia aquí. Sus propios hombres tiemblan ante él, y se matarían si él así lo ordenase.

—En ese caso, allí me necesitan más que aquí—dijo Gandalf; e inmediatamente partió al galope, y el resplandor blanco pronto se perdió de vista. Y Pippin permaneció toda esa noche de pie sobre el muro, solo e insomne con la mirada fija en el este.

 

Apenas habían sonado las campanas anunciando el nuevo día, una burla en aquella oscuridad sin tregua, cuando Pippin vio que unas llamas brotaban a lo lejos, en los espacios indistintos en que se alzaban los muros del Pelennor. Los centinelas gritaron con voz fuerte, y todos los hombres de la ciudad se pusieron en pie de combate. De tanto en tanto se veía ahora un relámpago rojo, y unos fragores sordos atravesaban lentamente el aire inmóvil y pesado.

—¡Han tomado el muro!—gritaron los hombres—. Están abriendo brechas. ¡Ya vienen!

—¿Dónde está Faramir?—gritó Beregond, aterrorizado—. ¡No me digáis que ha caído!

Fue Gandalf quien trajo las primeras noticias. Llegó a media mañana con un puñado de jinetes, escoltando una fila de carretas. Estaban cargadas de heridos, todos aquellos que habían podido salvar del desastre de los fuertes de la calzada. En seguida se presentó ante Denethor. El señor de la ciudad se encontraba ahora en una cámara alta sobre el salón de la Torre Blanca con Pippin a su lado; y se asomaba a las ventanas oscuras abiertas al norte, al sur y al este, como si quisiera hundir los ojos negros en las sombras del destino que ahora lo cercaban. Miraba sobre todo hacia el norte, y por momentos se detenía a escuchar, como si en virtud de alguna antigua magia alcanzase a oír el trueno de los cascos en las llanuras distantes.

—¿Ha vuelto Faramir?—preguntó.

—No—dijo Gandalf—. Pero estaba todavía con vida cuando lo dejé. Sin embargo parecía decidido a quedarse con la retaguardia, pues teme que un repliegue a través del Pelennor pueda terminar en una fuga precipitada. Tal vez consiga mantener unidos a sus hombres el tiempo suficiente, aunque lo dudo. El enemigo es demasiado poderoso. Pues ha venido uno que yo temía.

—¿No... no el Señor Oscuro?—gritó Pippin aterrorizado, olvidando con quien estaba.

Denethor rio amargamente. —¡No, todavía no, maese Peregrin! No vendrá sino a triunfar sobre mí, cuando todo esté perdido. Él utiliza otras armas. Es lo que hacen todos los grandes señores, si son sabios, señor mediano. ¿O por qué crees que permanezco aquí en mi torre, meditando, observando y esperando, y hasta sacrificando a mis hijos? Porque todavía soy capaz de esgrimir un arma.

Se levantó y se abrió bruscamente el largo manto negro, y he aquí que debajo llevaba una cota de malla y ceñía una espada larga de gran empuñadura en una vaina de plata y azabache. —Así he caminado y así duermo ahora, desde hace muchos años—dijo—a fin de que la edad no me ablande y me amilane el cuerpo.

—Sin embargo ahora, bajo el poder del señor de Barad-dûr, el más feroz de sus capitanes se ha apoderado ya de los muros exteriores—dijo Gandalf—. Soberano de Angmar en tiempos pasados, hechicero, espectro, servidor del Anillo, señor de los nazgûl, lanza de terror en la mano de Sauron, sombra de desesperación.

—Entonces, Mithrandir, tuviste un enemigo digno de ti—dijo Denethor—. En cuanto a mí, he sabido desde hace tiempo quién es el gran capitán de los ejércitos de la Torre Oscura. ¿Has regresado sólo para decirme eso? ¿No será acaso que te retiraste al tropezar con alguien más poderoso que tú?

Pippin tembló, temiendo que en Gandalf se encendiese una cólera súbita; pero el temor era infundado. —Tal vez—respondió Gandalf serenamente—. Pero aún no ha llegado el momento de poner a prueba nuestras fuerzas. Y si las palabras pronunciadas en los días antiguos dicen la verdad, no será la mano de ningún hombre la que habrá de abatirlo, y el destino que le aguarda es aún ignorado por los sabios. Como quiera que sea, el Capitán de la Desesperación no se apresura todavía a adelantarse. Conduce en verdad a sus esclavos de acuerdo con las normas de la prudencia que tú mismo acabas de enunciar, desde la retaguardia, enviándolos delante de él en una acometida de locos.

»No, he venido ante todo a custodiar a los heridos que aún pueden sanar; porque ahora hay brechas todo a lo largo del Rammas, y el ejército de Morgul no tardará en penetrar por distintos puntos. Dentro de poco habrá aquí una batalla campal. Es necesario preparar una salida. Que sea de hombres montados. En ellos se apoya nuestra breve esperanza, pues sólo de una cosa no está bien provisto el enemigo: tiene pocos jinetes.

—Nosotros también. Si ahora viniesen los de Rohan, el momento sería oportuno—dijo Denethor.

—Quizás antes veamos llegar a otros—dijo Gandalf—. Ya se nos han unido muchos fugitivos de Cair Andros. La isla ha caído. Un nuevo ejército ha salido por la Puerta Negra, y viene hacia aquí a través del noreste.

—Algunos te han acusado, Mithrandir, de complacerte en traer malasnuevas—dijo Denethor—, pero para mí ésta ya no es nueva: la supe ayer, antes del caer de la noche. Y en cuanto a la salida, ya había pensado en eso. Descendamos.

 

Pasaba el tiempo. Los vigías apostados en los muros vieron al fin la retirada de las compañías exteriores. Al principio iban llegando en grupos pequeños y dispersos: hombres extenuados y a menudo heridos que marchaban en desorden; algunos corrían, como escapando a una persecución. A lo lejos, en el este, vacilaban unos fuegos distantes, que ahora parecían extenderse a través de la llanura. Ardían casas y graneros. De pronto, desde muchos puntos, empezaron a correr unos arroyos de llamas rojas que serpeaban en la sombra, y todos iban hacia la línea del camino ancho que llevaba desde la puerta hasta Osgiliath.

—El enemigo—murmuraron los hombres—. El dique ha cedido. ¡Allí vienen, como un torrente por las brechas! Y traen antorchas. ¿Dónde están los nuestros?

Según la hora, la noche se acercaba, y la luz era tan mortecina que ni aún los hombres de buena vista de la Ciudadela llegaban a distinguir lo que acontecía en los campos, excepto los incendios que se multiplicaban, y los ríos de fuego que crecían en longitud y rapidez. Por fin, a menos de una milla de la ciudad, apareció a la vista una columna más ordenada; marchaba sin correr, en filas todavía unidas. Los vigías contuvieron el aliento. —Faramir ha de venir con ellos—dijeron—. Él sabe dominar a los hombres y las bestias. Aún puede conseguirlo.

 

Ahora la columna estaba apenas a un cuarto de milla. Tras ellos, saliendo de la oscuridad, galopaba un grupo reducido de jinetes, todo cuanto quedaba de la retaguardia. Otra vez acorralados, se volvieron para enfrentar las líneas de fuego cada vez más próximas. De improviso, hubo un tumulto de gritos feroces. Una horda de jinetes del enemigo se lanzó hacia adelante. Los arroyos de fuego se transformaron en torrentes rápidos: fila tras fila de orcos que llevaban antorchas encendidas, y sureños feroces, que blandían estandartes rojos y daban gritos destemplados y se adelantaban a la columna que se batía en retirada y le cerraban el paso. Y con un alarido las sombras aladas se precipitaron cayendo del cielo tenebroso: los nazgûl que se inclinaban hacia delante, preparados para matar.

La retirada se convirtió en una fuga. Ya unos hombres rompían filas, huyendo aquí y allá, arrojando las armas, gritando de terror, rodando por el suelo.

Una trompeta sonó entonces en la Ciudadela, y Denethor dio por fin la orden de salida. Cobijados a la sombra de la puerta y bajo los muros elevados los hombres habían estado esperando esa señal: todos los jinetes que quedaban en la ciudad. Ahora avanzaron en orden, y en seguida apresuraron el paso, y en medio de un gran clamor corrieron al galope hacia el enemigo. Y un grito se elevó en respuesta desde los muros, pues en el campo de batalla y a la vanguardia galopaban los caballeros del cisne de Dol Amroth, con el príncipe Imrahil a la cabeza, seguido de su estandarte azul.

—¡Amroth por Gondor!—gritaban los hombres—. ¡Amroth por Faramir!

Como un trueno cayeron sobre el enemigo, atacándolo por los flancos; pero un jinete se adelantó a todos, rápido como el viento entre la hierba: iba montado en Sombragrís, y resplandecía: una vez más sin velos, y de la mano alzada le brotaba una luz.

Los nazgûl chillaron y se alejaron rápidamente, pues no estaba todavía allí el Capitán, para desafiar el fuego blanco de este enemigo. Tomadas por sorpresa mientras corrían, las hordas de Morgul se desbandaron, dispersándose como chispas al viento. La columna que se batía en retirada dio media vuelta y se lanzó gritando contra el enemigo. Los perseguidos eran ahora perseguidores. La retirada era ahora un ataque. El campo de batalla quedó cubierto de orcos y hombres abatidos, y las antorchas, abandonadas en el suelo, crepitaban y se extinguían en acres humaredas. Y la caballería continuó avanzando.

Sin embargo Denethor no les permitió ir muy lejos. Aunque habían jaqueado al enemigo, por el momento obligándolo a replegarse, un torrente de refuerzos avanzaba ya desde el este. La trompeta sonó otra vez: la señal de la retirada. La caballería de Gondor se detuvo, y detrás las compañías de campaña volvieron a formarse. Pronto regresaron marchando. Y entraron en la ciudad; pisando con orgullo; y con orgullo los contemplaba la gente y los saludaba dando gritos de alabanza, aunque todos estaban acongojados. Pues las compañías habían sido diezmadas. Faramir había perdido un tercio de sus hombres. ¿Y dónde estaba Faramir?

Fue el último en llegar. Ya todos sus hombres habían entrado. Ahora regresaban los caballeros del cisne, seguidos por el estandarte de Dol Amroth, y el príncipe. Y en los brazos del príncipe, sobre la cruz del caballo, el cuerpo de un pariente, Faramir hijo de Denethor, recogido en el campo de batalla.

—¡Faramir! ¡Faramir!—gritaban los hombres, y lloraban por las calles. Pero Faramir no les respondía, y a lo largo del camino sinuoso, lo llevaron a la Ciudadela, a su padre. En el momento mismo en que los nazgûl huían del ataque del Jinete Blanco, un dardo mortífero había alcanzado a Faramir, que tenía acorralado a un jinete, uno de los campeones de Harad. Faramir se había caído del caballo. Sólo la carga de Dol Amroth había conseguido salvarlo de las espadas rojas de las tierras del sur, que sin duda lo habrían atravesado mientras yacía en el suelo.

El príncipe Imrahil llevó a Faramir a la Torre Blanca, y dijo: —Tu hijo ha regresado, señor, después de grandes hazañas—y narró todo cuanto había visto. Pero Denethor se puso de pie y miró el rostro de Faramir y no dijo nada. Luego ordenó que preparasen un lecho en la estancia, y que acostaran en él a Faramir, y que se retirasen. Pero él subió a solas a la cámara secreta bajo la cúpula de la torre; y muchos de los que en ese momento alzaron la mirada, vieron brillar una luz pálida que vaciló un instante detrás de las ventanas estrechas, y luego llameó y se apagó. Y cuando Denethor volvió a bajar, fue a la habitación donde había dejado a Faramir, y se sentó a su lado en silencio, pero la cara del señor estaba gris, y parecía más muerta que la de su hijo.

 

Y ahora al fin la ciudad estaba sitiada, cercada por un anillo de adversarios. El Rammas estaba destruido, y todo el Pelennor en poder del enemigo. Las últimas noticias del otro lado de las murallas las habían traído unos hombres que llegaron corriendo por el Camino del Norte, antes del cierre de la puerta. Eran los últimos que quedaban de la guardia del camino de Anórien y de Rohan en las zonas pobladas de Gondor. Iban al mando de Ingold, el mismo guardia que cinco días atrás había dejado entrar a Gandalf y Pippin, cuando aún salía el sol y la mañana traía esperanzas.

—No hay ninguna noticia de los rohirrim—dijo—. Los de Rohan y a no vendrán. O si vienen al fin, todo será inútil. El nuevo ejército que nos fue anunciado se ha adelantado a ellos, y ya llega desde el otro lado del río, a través de Andrós, por lo que parece. Es poderosísimo: batallones de orcos del Ojo e innumerables compañías de hombres de una raza nueva que nunca habíamos visto hasta ahora. No muy altos, pero fornidos y feroces, barbudos como enanos, y empuñan grandes hachas. Vienen sin duda de algún país salvaje en las vastas tierras del este. Ya se han apoderado del camino del norte, y muchos han penetrado en Anórien. Los rohirrim no podrán acudir.

 

La puerta de la ciudad se cerró. Durante toda la noche los centinelas apostados en los muros oyeron los rumores del enemigo que iba de un lado a otro incendiando campos y bosques, traspasando con las lanzas a todos los hombres que encontraban delante, vivos o muertos. En aquellas tinieblas, era imposible saber cuántos habían cruzado ya el río, pero cuando la mañana, o una sombra mortecina, asomó sobre la llanura, entendieron que ni siquiera en el miedo de la noche habían exagerado el número. Las compañías en marcha cubrían toda la llanura, y en aquella oscuridad y hasta donde los ojos alcanzaban a ver, grandes campamentos de tiendas negras o de un rojo sombrío, como inmundas excrecencias de hongos, brotaban alrededor de la ciudad sitiada.

Afanosos como hormigas, los orcos cavaban, cavaban líneas de profundas trincheras en un círculo enorme, justo fuera del alcance de los arcos de los muros; y cada vez que terminaban una trinchera, la llenaban inmediatamente de fuego, sin que nadie llegara a ver cómo las encendían y alimentaban, si mediante algún artificio o por brujería. El trabajo continuó el día entero, mientras los hombres de Minas Tirith observaban; y nada podían hacer. Y a medida que cada tramo de trinchera quedaba terminado, veían acercarse grandes carretas; y pronto nuevas compañías enemigas montaban de prisa grandes máquinas de proyectiles, cada una al reparo de una trinchera. No había ni una sola en los muros de la ciudad de tanto alcance o capaz de detenerlos.

Al principio, los hombres se rieron, pues no les temían demasiado a tales artilugios. El muro principal de la ciudad, construido antes de la declinación en el exilio del poderío y las artes de Númenor, era extraordinariamente alto y de una solidez maravillosa; y la cara externa podía compararse a la de la Torre de Orthanc, dura, sombría y lisa, invulnerable al fuego o al acero, indestructible, a menos que alguna convulsión desgarrase la tierra misma en que se elevaba.

—No—decían—, ni aunque viniera el Sin Nombre en persona, ni él podría entrar mientras nosotros estuviésemos con vida. —Pero algunos replicaban: —¿Mientras nosotros estuviésemos con vida? ¿Cuánto tiempo? Él tiene un arma que ha destruido muchas fortalezas inexpugnables desde que el mundo es mundo. El hambre. Los caminos están cortados. Rohan no vendrá.

Pero las máquinas no derrocharon proyectiles contra el muro indomable. No era un bandolero ni un cabecilla orco quien había planeado el ataque al peor enemigo del señor de Mordor, sino una mente y un poder malignos. Tan pronto como las grandes catapultas estuvieron instaladas, con gran acompañamiento de alaridos y el chirrido de cuerdas y poleas, empezaron a arrojar proyectiles a una altura prodigiosa, de modo que pasaban por encima de las almenas e iban a caer con un ruido sordo dentro del primer círculo de la ciudad; y muchos de esos proyectiles, en virtud de algún arte misterioso, estallaban en llamas cuando golpeaban el suelo.

Pronto hubo un grave peligro de incendio detrás de la muralla, y todos los hombres disponibles se dedicaron a apagar las llamas que brotaban aquí y allá. De súbito, en medio de los grandes proyectiles, empezó a caer otra clase de lluvia, menos destructiva pero más horripilante. Caían y rodaban por las calles y callejones detrás de la puerta, proyectiles pequeños y redondos que no ardían. Pero cuando la gente se acercaba a ver qué podían ser, gritaban o se echaban a llorar. Porque lo que el enemigo estaba arrojando a la ciudad eran las cabezas de todos los que habían caído combatiendo en Osgiliath, o en el Rammas, o en los campos. Era horroroso mirarlas, pues si bien algunas estaban aplastadas e informes, y otras habían sido salvajemente acuchilladas, muchas tenían aún facciones reconocibles, y parecía que habían muerto con dolor; y todas llevaban marcada a fuego la inmunda insignia del Ojo Sin Párpado. Sin embargo, desfiguradas y profanadas como estaban, de tanto en tanto permitían a un hombre que viese por última vez el rostro de alguien conocido, que en otro tiempo había llevado armas con orgullo, o cultivado los campos, o cabalgado desde los valles a las colinas en un día de fiesta.

En vano los defensores amenazaban con los puños a los enemigos implacables, apiñados delante de la puerta. Aquellos hombres no les temían a las maldiciones, ni entendían las lenguas del oeste, y gritaban con voces ásperas, como bestias y aves de rapiña. Pero pronto no quedaron en Minas Tirith hombres de tanta entereza como para desafiar a los ejércitos de Mordor. Porque el señor de la Torre Oscura tenía otra arma, más rápida que el hambre: el miedo y la desesperación.

Los nazgûl retornaron, y como ya el Señor Oscuro empezaba a medrar y a desplegar fuerza, las voces de los siervos, que sólo expresaban la voluntad y la malicia del amo tenebroso, se cargaron de maldad y de horror. Giraban sin cesar sobre la ciudad, como buitres que esperan su ración de carne de hombres condenados. Volaban fuera del alcance de la vista y de las armas, pero siempre estaban presentes, y sus voces siniestras desgarraban el aire. Y cada nuevo grito era más intolerable para los hombres. Hasta los más intrépidos terminaban arrojándose al suelo cuando la amenaza oculta volaba sobre ellos, o si permanecían de pie, las armas se les caían de las manos temblorosas, y la mente invadida por las tinieblas ya no pensaba en la guerra, sino tan sólo en esconderse, en arrastrarse, y morir.

 

Durante todo aquel día sombrío Faramir estuvo tendido en el lecho en la cámara de la Torre Blanca, extraviado en una fiebre desesperada; moribundo, decían algunos, y pronto todo el mundo repetía en los muros y en las calles: moribundo. Y Denethor no se movía de la cabecera, y observaba a su hijo en silencio, y ya no se ocupaba de la defensa de la ciudad.

Nunca, ni aún en las garras de los uruk-hai, había conocido Pippin horas tan negras. Tenía la obligación de atender al senescal, y la cumplía, aunque Denethor parecía haberlo olvidado. De pie junto a la puerta de la estancia a oscuras, mientras trataba de dominar su propio miedo, observaba y le parecía que Denethor envejecía momento a momento, como si algo hubiese quebrantado aquella voluntad orgullosa, aniquilando la mente severa del senescal. El dolor quizás y el remordimiento. Vio lágrimas en aquel rostro antes impasible, más insoportables aún que la cólera.

—No lloréis, señor—balbució—. Tal vez sane. ¿Habéis consultado a Gandalf?

—¡No me reconfortes con magos!—replicó Denethor—. La esperanza de ese insensato ha sido vana. El enemigo lo ha descubierto, y ahora es cada día más poderoso; adivina nuestros pensamientos, todo cuanto hacemos acelera nuestra ruina.

»Sin una palabra de gratitud, sin una bendición, envié a mi hijo a afrontar un peligro inútil, y ahora aquí yace con veneno en las venas. No, no, cualquiera que sea el desenlace de esta guerra, también mi propia casta está cerca del fin: hasta la casa de los senescales ha declinado. Seres despreciables dominarán a los últimos descendientes de los reyes de los hombres, obligándolos a vivir ocultos en las montañas hasta que los hayan desterrado o exterminado a todos. Unos hombres llamaron a la puerta reclamando la presencia del señor de la ciudad. —No, no bajaré—dijo Denethor—. Es aquí donde he de permanecer, junto a mi hijo. Tal vez hable aún, antes del fin, que ya está próximo. Seguid a quien queráis, incluso al Loco Gris, por más que su esperanza haya fallado. Yo me quedaré aquí.

 

Así fue cómo Gandalf tomó el mando en la defensa última de la ciudad. Y por donde iba, renacían las esperanzas en los corazones de los hombres, y nadie recordaba las sombras aladas. Infatigable, el mago cabalgaba desde la Ciudadela hasta la puerta, al pie del muro de norte a sur; y lo acompañaba el príncipe de Dol Amroth, en brillante cota de malla. Pues él y sus caballeros se consideraban todavía señores de la auténtica raza de Númenor. Y los hombres al verlos murmuraban: —Tal vez dicen la verdad las antiguas leyendas: les corre sangre élfica por las venas, pues las gentes de Nimrodel habitaron aquellas tierras en tiempos remotos. —Y de pronto alguno entonaba en la oscuridad unas estrofas del Lay de Nimrodel, u otras baladas del valle del Anduin de años desvanecidos.

Sin embargo, en cuanto los caballeros se alejaban, las sombras se cerraban otra vez, los corazones se helaban, y el valor de Gondor se marchitaba en cenizas. Y así pasaron lentamente de un oscuro día de miedos a las tinieblas de una noche desesperada. Las llamas rugían ahora en el primer círculo de la ciudad, cerrando la retirada en muchos sitios a la guarnición del muro exterior. Pero eran pocos los que permanecían en sus puestos: la mayoría había huido a refugiarse detrás de la segunda puerta.

 

Lejos detrás de la batalla habían tendido un puente, y durante todo ese día nuevos refuerzos de tropas y pertrechos habían cruzado el río. Y por fin, en mitad de la noche, lanzaron el ataque. La vanguardia cruzó las trincheras de fuego siguiendo unos senderos tortuosos, disimulados entre las llamas. Y avanzaban, avanzaban sin preocuparse por las bajas, agazapados y en grupos, al alcance de los arqueros. Pero en verdad, pocos quedaban allí para causarles grandes daños, aunque la luz de las hogueras mostraba muchos blancos para arqueros de la destreza de que antaño se enorgulleciera Gondor. Entonces, al darse cuenta de que el valor de la ciudad ya había sido aniquilado, el capitán oculto presionó un poco más. Lentamente, las grandes torres de asedio construidas en Osgiliath avanzaron en las tinieblas.

 

Otra vez subieron a la cámara de la Torre Blanca los mensajeros, y como necesitaban ver con urgencia al señor de la ciudad, Pippin los dejó pasar. Denethor, que no apartaba los ojos del rostro de Faramir, volvió lentamente la cabeza, y los observó en silencio.

—El primer círculo de la ciudad está en llamas, señor—dijeron—. ¿Cuáles son vuestras órdenes? Aún sois el señor y senescal. No todos obedecen a Mithrandir. Muchos abandonan los muros, dejándolos indefensos.

—¿Por qué? ¿ Por qué huyen los imbéciles ?—dijo Denethor—. Puesto que arder en la hoguera es inevitable, más vale arder antes que después. ¡Volved al fuego del holocausto! ¿Y yo? También yo iré ahora a mi pira. ¡Mi pira! ¡No habrá tumbas para Denethor y para Faramir! ¡No tendrán sepultura! ¡No conocerán el lento y largo sueño de la muerte embalsamada! Arderemos como hacían los reyes paganos antes de que ningún barco navegara hasta aquí desde el oeste. El oeste ha fallado. ¡Volved, y sacrificaos en la hoguera!

Sin una reverencia ni una palabra de respuesta, los mensajeros dieron media vuelta y huyeron. Entonces Denethor se levantó y soltó la mano afiebrada de Faramir, que tenía entre las suyas. —¡Él ya está ardiendo, ardiendo!—dijo con tristeza—. La morada de su espíritu se derrumba. —Y luego, acercándose a Pippin con pasos silenciosos, lo miró largamente.

—¡Adiós!—dijo—. ¡Adiós, Peregrin hijo de Paladin! Breve ha sido tu servicio, y terminará pronto. Te libero de lo poco que queda. Vete ahora, y muere en la forma que te parezca más digna. Y con quien tú quieras, hasta con ese amigo loco que te ha arrastrado a la muerte. Llama a mis servidores, y márchate. ¡Adiós!

—No os diré adiós, mi señor—dijo Pippin hincando la rodilla. Y de improviso, reaccionando otra vez como el hobbit que era, se levantó rápidamente y miró al anciano en los ojos—. Acepto vuestra licencia, señor—dijo—, porque en verdad quisiera ver a Gandalf. Pero no es un loco; y hasta que él no desespere de la vida, yo no pensaré en la muerte. Mas de mi juramento y de vuestro servicio no deseo ser liberado mientras vos sigáis con vida. Y si finalmente entran en la Ciudadela, espero estar aquí, junto a vos, y merecer quizá las armas que me habéis dado.

—Haz lo que mejor te parezca, señor mediano—dijo Denethor—. Pero mi vida está destrozada. Haz venir a mis servidores. —Y se volvió de nuevo a Faramir.

 

Pippin salió y llamó a los servidores: seis hombres de la casa, fuertes y hermosos; sin embargo temblaron al ser convocados. Pero Denethor les rogó con voz serena que pusieran mantas tibias sobre el lecho de Faramir, y que lo levantasen. Los hombres obedecieron, y alzando el lecho lo sacaron de la cámara. Avanzaban lentamente, para perturbar lo menos posible al herido, y Denethor los seguía, encorvado ahora sobre un bastón; y tras él iba Pippin.

Salieron de la Torre Blanca como si fueran a un funeral, y penetraron en la oscuridad; un resplandor mortecino iluminaba desde abajo el espeso palio de las nubes. Atravesaron lentamente el patio amplio, y a una palabra de Denethor se detuvieron junto al árbol marchito.

Excepto los rumores lejanos de la guerra allá abajo en la ciudad, todo era silencio, y oyeron el triste golpeteo del agua que caía gota a gota de las ramas muertas al estanque sombrío. Luego marcharon otra vez y traspusieron la puerta de la Ciudadela, ante la mirada estupefacta y anonadada del guardia. Y doblando hacia el oeste llegaron por fin a una puerta en el muro trasero del círculo sexto. Fen Hollen la llamaban, porque siempre estaba cerrada excepto en tiempos de funerales, y sólo el señor de la ciudad podía utilizarla, o quienes llevaban la insignia de las tumbas y cuidaban las moradas de los muertos. Del otro lado de la puerta un sendero sinuoso descendía en curvas hasta la angosta lengua de tierra a la sombra de los precipicios del Mindolluin, donde se alzaban las mansiones de los reyes muertos y de sus senescales.

Un portero que estaba sentado en una casilla al borde del camino, acudió con miedo en la mirada, llevando en la mano una linterna. A una orden del señor Denethor, quitó los cerrojos, y la puerta se deslizó hacia atrás en silencio; y luego de tomar la linterna de manos del portero, todos entraron. Había una profunda oscuridad en aquel camino flanqueado de muros antiguos y parapetos de numerosos balaustres, que se agigantaban a la trémula luz de la linterna. Escuchando los lentos ecos de sus propios pasos, descendieron, descendieron hasta que llegaron por último a la calle del Silencio, Rath Dínen, entre cúpulas pálidas, salones vacíos y efigies de hombres muertos en días lejanos; y entraron en la Morada de los senescales y depositaron la carga.

Allí Pippin, mirando con inquietud alrededor, vio que se encontraba en una vasta cámara abovedada, tapizada de algún modo por las grandes sombras que la pequeña linterna proyectaba sobre las paredes, recubiertas de oscuros sudarios. Se alcanzaban a ver en la penumbra numerosas hileras de mesas, esculpidas en mármol; y en cada mesa yacía una forma dormida, con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza descansando en una almohada de piedra. Pero una mesa cercana era amplia y estaba vacía. A una señal de Denethor, los hombres depositaron sobre ella a Faramir y a su padre lado a lado, envolviéndolos en un mismo lienzo; y allí permanecieron inmóviles, la cabeza gacha, como plañideras junto a un lecho mortuorio. Denethor habló entonces en voz baja.

—Aquí esperaremos—dijo—. Pero no mandéis llamar a los embalsamadores. Traednos pronto leña para quemar, y disponedla alrededor y debajo de nosotros, y rociadla con aceite. Y cuando yo os lo ordene arrojaréis una antorcha. Haced esto y no me digáis una palabra más. ¡Adiós!

—¡Con vuestro permiso, señor!—dijo Pippin, y dando media vuelta huyó despavorido de la casa de los muertos. «¡Pobre Faramir!», pensó. «Tengo que encontrar a Gandalf. ¡Pobre Faramir! Es muy probable que más necesite medicinas que lágrimas. Oh, ¿dónde podré encontrar a Gandalf? En lo más reñido de la batalla, supongo; y no tendrá tiempo para perder con moribundos o con locos.»

Al llegar a la puerta se volvió a uno de los servidores que había quedado allí de guardia. —Vuestro amo no es dueño de sí mismo—dijo—. Actuad con lentitud. ¡No traigáis fuego aquí mientras Faramir continúe con vida! ¡No hagáis nada hasta que venga Gandalf!

—¿Quién es entonces el amo de Minas Tirith?—respondió el hombre—. ¿El señor Denethor o el Peregrino Gris?

—El Peregrino Gris o nadie, pareciera—dijo Pippin, y continuó trepando rápidamente por el sendero tortuoso, y pasó delante del portero desconcertado, y salió por la puerta, y siguió, hasta que llegó cerca de la puerta de la Ciudadela.

El centinela lo llamó cuando pasaba, y Pippin reconoció la voz de Beregond.

—¿A dónde vas con tanta prisa, maese Peregrin?

—En busca de Mithrandir—respondió Pippin.

—Las misiones del señor Denethor son urgentes, y no me corresponde a mí retardarlas—dijo Beregond—; pero dime en seguida, si puedes: ¿qué está pasando? ¿A dónde ha ido mi señor? Acabo de tomar servicio, pero me han dicho que lo vieron ir hacia la Puerta Cerrada, y que unos hombres marchaban delante llevando a Faramir.

—Sí—dijo Pippin—, a la calle del Silencio.

Beregond inclinó la cabeza sobre el pecho para esconder las lágrimas.

—Decían que estaba moribundo—suspiró—, y que ahora está muerto.

—No—dijo Pippin—, aún no. Y creo que todavía es posible evitar que muera. Pero el señor Denethor ha sucumbido antes que tomaran la ciudad, Beregond. Desvaría, y es peligroso. —Habló brevemente de las palabras y las actitudes extrañas de Denethor. —Necesito encontrar a Gandalf cuanto antes.

—En ese caso, tendrás que bajar hasta la batalla.

—Lo sé. El señor me ha dado licencia. Pero, Beregond: si puedes, haz algo para impedir que ocurran cosas terribles.

—El señor no permite que quienes llevan la insignia de negro y plata abandonen su puesto por ningún motivo, a menos que él mismo lo ordene.

—Pues bien, se trata de elegir entre las órdenes y la vida de Faramir—dijo Pippin—. Y en cuanto a órdenes, creo que estás tratando con un loco, no con un señor. Tengo prisa. Volveré, si puedo.

Partió a todo correr, bajando siempre, hacia la parte externa de la ciudad. Se cruzaba en el camino con hombres que huían del incendio, y algunos, al reconocer la librea del hobbit, volvían la cabeza y gritaban. Pero Pippin no les prestaba atención. Por fin llegó a la segunda puerta; del otro lado las llamas saltaban cada vez más alto entre los muros. Sin embargo, todo parecía extrañamente silencioso. No se oía ningún ruido, ni gritos de guerra ni fragor de armas. De pronto Pippin escuchó un grito aterrador, seguido por un golpe violento y un ruido como de trueno profundo y prolongado. Obligándose a avanzar no obstante el acceso de miedo y horror que por poco lo hizo caer de rodillas, Pippin volvió el último recodo y desembocó en la plaza detrás de la puerta de la ciudad. Y allí se detuvo, como fulminado por el rayo. Había encontrado a Gandalf; pero retrocedió precipitadamente y se agazapó ocultándose en la sombra.

El asedio de Gondor por John Howe

 

Desde que comenzara en mitad de la noche, la gran acometida había proseguido sin interrupción. Los tambores retumbaban. Una tras otra, en el norte y en el sur, nuevas compañías enemigas asaltaban los muros. Unas bestias enormes, que a la luz trémula y roja parecían verdaderas casas ambulantes, los mûmakil de Harad, arrastraban enormes torres y máquinas de guerra a lo largo de los senderos y entre las llamas. Pero al Capitán no le preocupaba lo que hicieran ni las bajas que pudieran sufrir: su único propósito era poner a prueba la fuerza de la defensa y mantener a los hombres de Gondor ocupados en sitios dispersos. El blanco de la embestida más violenta era la puerta de la ciudad. Por muy resistente que fuese, forjada en acero y hierro, y custodiada por torres y bastiones de piedra inexpugnables, la puerta era la llave, el punto débil de aquella muralla impenetrable y alta.

Se oyó más fuerte el redoble de los tambores. Las llamas saltaban por doquier. A través del campo reptaban unas grandes máquinas; y en medio de ellas avanzaba un ariete de proporciones gigantescas, como un árbol de los bosques de cien pies de longitud, balanceándose sobre unas cadenas poderosas. Largo tiempo les había llevado forjarlo en las sombrías fraguas de Mordor, y la cabeza horrible, fundida en acero negro, reproducía la imagen de un lobo enfurecido, y portaba maleficios de ruina. Grond lo llamaban, en memoria del Martillo Infernal de los días antiguos.[12] Arrastrado por las grandes bestias y custodiado por orcos, unos troles de las montañas avanzaban detrás, listos para manejarlo en el momento preciso.

Sin embargo, alrededor de la puerta la defensa era aún fuerte, pues allí resistían los caballeros de Dol Amroth y los hombres más intrépidos de la guarnición. La lluvia de dardos y proyectiles arreciaba; las torres de asedio se desplomaban o ardían, consumiéndose como antorchas. Todo alrededor de los muros, a ambos lados de la puerta, una espesa capa de despojos y cadáveres cubría el suelo; pero la violencia del asalto no cejaba, y como impulsados por alguna locura, nuevos refuerzos se precipitaban sobre los muros.

 Y Grond seguía avanzando. La cobertura del ariete era invulnerable al fuego; y si de tanto en tanto una de las grandes bestias que lo arrastraba enloquecía, y pisoteaba a muerte a los innumerables orcos que lo custodiaban, quitaban los cuerpos del camino, y nuevos orcos corrían a reemplazar a los muertos.

Y Grond seguía avanzando. Los tambores redoblaban rápidamente ahora. De pronto, sobre las montañas de muertos apareció una sombra horrenda: un jinete, alto, encapuchado, envuelto en una capa negra. Indiferente a los dardos, avanzó lentamente, sobre los cadáveres. Se detuvo, y blandió una espada larga y pálida. Y al verlo, un gran temor se apoderó de todos, defensores y enemigos por igual; los brazos de los hombres cayeron a los costados, y ningún arco volvió a silbar. Por un instante, todo fue inmovilidad y silencio.

Batieron y redoblaron los tambores. En una fuerte embestida, unas manos enormes empujaron a Grond hacia adelante. Llegó a la puerta. Se sacudió. Un gran estruendo resonó en la ciudad, como un trueno que corre por las nubes. Pero las puertas de hierro y los montantes de acero resistieron el golpe.

Entonces el Capitán Negro se irguió sobre los estribos y gritó, con una voz espantosa, pronunciando en alguna lengua olvidada palabras de poder y terror, destinadas a lacerar los corazones y las piedras.

Tres veces gritó. Tres veces retumbó contra la puerta el gran ariete. Y al recibir el último golpe, la Puerta de Gondor se rompió. Como al conjuro de algún maleficio siniestro, estalló y voló por el aire; hubo un relámpago enceguecedor, y las batientes cayeron al suelo rotas en mil pedazos.

 

El señor de los nazgûl entró a caballo en la ciudad. Una gran forma negra recortada contra las llamas, agigantándose en una inmensa amenaza de desesperación. Así pasó el señor de los nazgûl bajo la arcada que ningún enemigo había franqueado antes, y todos huyeron ante él.

Todos menos uno. Silencioso e inmóvil, aguardando en el espacio que precedía a la puerta, estaba Gandalf montado en Sombragrís; Sombragrís que desafiaba el terror, impávido, firme como una imagen tallada en Rath Dínen, único entre los caballos libres de la tierra.

—No puedes entrar aquí—dijo Gandalf, y la sombra se detuvo—. ¡Vuelve al abismo preparado para ti! ¡Vuelve! ¡Húndete en la nada que te espera, a ti y a tu Amo! ¡Vete!

El jinete negro se echó hacia atrás la capucha, y todos vieron con asombro una corona real; pero ninguna cabeza visible la sostenía. Las llamas brillaban, rojas, entre la corona y los hombros anchos y sombríos envueltos en la capa. Una boca invisible estalló en una risa sepulcral.

Gandalf se enfrenta al rey brujo por Angus McBride

 

—¡Viejo loco!—dijo—¡Viejo loco! Ha llegado mi hora. ¿No reconoces a la muerte cuando la ves? ¡Muere y maldice en vano!—Y al decir esto levantó en alto la hoja, y del filo brotaron unas llamas.

Gandalf no se movió. Y en ese instante, lejano en algún patio de la ciudad, cantó un gallo. Un canto claro y agudo, ajeno a la guerra y a los maleficios, de bienvenida a la mañana que en el cielo, más allá de las sombras de la muerte, llegaba con la aurora.

Y como en respuesta se elevó en la lejanía otra nota. Cuernos, cuernos, cuernos. Los ecos resonaban débiles en los flancos sombríos del Mindolluin. Grandes cuernos del norte, soplados con una fuerza salvaje. Al fin Rohan había llegado.

 


IL.EL ANTRO DE ELLA-LARAÑA

 

LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO IX

Acaso fuera en verdad de día, como lo aseguraba Gollum, pero los hobbits no notaron mayor diferencia, salvo quizás el cielo de una negrura menos impenetrable, semejante a una inmensa bóveda de humo; y en lugar de las tinieblas de la noche profunda, que se demoraba aún en las grietas y en los agujeros, una sombra gris y confusa envolvía como en un sudario el mundo de piedra de alrededor. Prosiguieron la marcha, Gollum al frente y los hobbits uno al lado del otro, cuesta arriba entre los pilares y columnas de roca lacerada y desgastada por la intemperie que franqueaban la larga hondonada como enormes estatuas informes. No se oía ningún ruido. Un poco más lejos, a una milla o algo así de distancia, había una muralla gris, el último e imponente macizo de roca montañosa. Más alto y sombrío a medida que se acercaban, al fin se alzó sobre ellos impidiéndoles ver todo cuanto se extendía más allá. Sam husmeó el aire.

—¡Puaj! ¡Ese olor!—dijo—. Es cada vez más insoportable.

Pronto estuvieron bajo la sombra y vieron allí la boca de una caverna. —Este es el camino—dijo Gollum en voz baja—. Por aquí se entra en el túnel. —No dijo el nombre: Torech Ungol, el Antro de Ella-Laraña. Un hedor repugnante salía del agujero, no el nauseabundo olor a podredumbre de los prados de Morgul, sino un tufo fétido y penetrante, como si allí, en la oscuridad, hubiesen acumulado montones de indecibles inmundicias.

—¿Este es el único camino, Sméagol?—le preguntó Frodo.

—Sí, sí—fue la respuesta—. Sí, ahora tenemos que tomar este camino.

—¿Quieres decir que ya estuviste en este agujero?—preguntó Sam—. ¡Puaj! Pero quizás a ti no te preocupan los malos olores.

Los ojos de Gollum relampaguearon. —Él no sabe lo que a nosotros nos preocupa ¿verdad, tesoro? No, no lo sabe. Pero Sméagol puede soportar muchas cosas. Sí. Ya ha pasado antes por aquí. Oh sí, ha ido hasta el otro lado. Es el único camino.

—¿Y qué es lo que produce el olor?, me pregunto—dijo Sam—. Es como... bueno, prefiero no decirlo. Una infecta cueva de orcos, apuesto, repleta de inmundicias de los últimos cien años.

—Bueno—dijo Frodo—, orcos o no, si es el único camino, tendremos que ir por él.

 

Entraron en la caverna. A los pocos pasos se encontraron en la tiniebla más absoluta e impenetrable. Desde que recorrieran los pasadizos sin luz de Moria, Frodo y Sam no habían visto oscuridad semejante: la de aquí les parecía, si era posible, más densa y más profunda. Allá en Moria, había ráfagas de aire, y ecos, y cierta impresión de espacio. Aquí, el aire pesaba, estancado, inmóvil, y los ruidos morían, sin ecos ni resonancias. Caminaban en un vapor negro que parecía engendrado por la oscuridad misma, y que cuando era inhalado producía una ceguera, no sólo visual sino también mental, borrando así de la memoria todo recuerdo de forma, de color y de luz. Siempre había sido de noche, siempre sería de noche y todo era noche.

Durante un tiempo, sin embargo, no se les durmieron los sentidos; por el contrario, la sensibilidad de los pies y las manos había aumentado tanto al principio que era casi dolorosa. La textura de las paredes, para sorpresa de los hobbits, era lisa, y el suelo, salvo uno que otro escalón, recto y uniforme, ascendiendo siempre en la misma pendiente empinada. El túnel era alto y ancho, tan ancho que aunque los hobbits caminaban de frente y uno al lado del otro, rozando apenas las paredes laterales con los brazos extendidos, estaban separados, aislados en la oscuridad.

Gollum había entrado primero y parecía haberse adelantado sólo unos pasos. Mientras aún estaban en condiciones de atender a esas cosas, oían su respiración sibilante y jadeante justo delante de ellos. Pero al cabo de un rato se les embotaron los sentidos, fueron perdiendo el oído y el tacto, y continuaron avanzando a tientas, trepando, caminando, movidos sobre todo por la misma fuerza de voluntad que los había llevado a entrar, la voluntad de ir hasta el final y de llegar a la puerta alta que se abría del otro lado del túnel.

No habían ido aún muy lejos, quizá, pues habían perdido toda noción de tiempo y distancia, cuando Sam, que iba tanteando la pared, notó de pronto que de ese lado, a la derecha, había una abertura: sintió por un instante un ligero soplo de aire menos pesado, pero pronto lo dejaron atrás.

—Aquí hay más de un pasaje—murmuró con un esfuerzo; le parecía muy difícil respirar y emitir a la vez algún sonido—. ¡Jamás vi mejor sitio para orcos!

Después de aquel boquete, primero Sam a la derecha, y luego Frodo a la izquierda, encontraron tres o cuatro aberturas similares, algunas más grandes, otras más angostas; pero en cuanto a la dirección del camino principal, que era siempre recto y empinado, no cabía ninguna duda. ¿Cuánto les quedaría aún por recorrer, cuánto tiempo más tendrían que soportarlo, o podrían soportarlo? A medida que subían el aire era cada vez más irrespirable; y ahora tenían a menudo la impresión de encontrar en las tinieblas una resistencia más tenaz que la del aire fétido. Y mientras se empeñaban en avanzar sentían cosas que les rozaban la cabeza o las manos, largos tentáculos o excrecencias colgantes, tal vez: no lo sabían. Y aquel hedor crecía sin cesar. Creció y creció hasta que tuvieron la impresión de que el único sentido que aún conservaban era el del olfato. Una hora, dos horas, tres horas: ¿cuántas habían pasado en aquel agujero sin luz? Horas... días, semanas más bien. Sam se apartó de la pared del túnel y se acercó a Frodo, y las manos de los hobbits se encontraron y se unieron, y así, juntos, continuaron avanzando.

Por fin Frodo, que tanteaba la pared de la izquierda, sintió de pronto un vacío y estuvo a punto de caer de costado en el agujero. Allí la abertura en la roca era mucho más grande que todas las anteriores, y exhalaba un olor fétido tan nauseabundo y una impresión de malicia acechante tan intensa que Frodo vaciló. Y en ese preciso momento también Sam trastabilló y cayó de bruces.

Luchando al mismo tiempo contra la náusea y el miedo, Frodo apretó la mano de Sam. —¡Arriba!—le dijo en un soplo ronco, sin voz—. Todo proviene de aquí, el olor y el peligro. ¡Escapemos! ¡Pronto!

Apelando a todo cuanto le quedaba de fuerza y de resolución, logró poner a Sam en pie, y obligó a sus propias piernas a moverse. Sam se tambaleaba. Un paso, dos pasos, tres pasos... seis pasos por fin. Acaso habían dejado atrás el horrendo agujero invisible, pero fuera o no así, de pronto se movieron con más facilidad, como si una voluntad hostil los hubiese soltado momentáneamente. Siempre tomados de la mano, prosiguieron el ascenso.

Pero casi en seguida encontraron una nueva dificultad. El túnel se bifurcaba, o parecía bifurcarse, y en la oscuridad no podían ver cuál era el camino más ancho, o el más recto. ¿Cuál tomar: el de la derecha o el de la izquierda? No había nada que pudiese orientarlos, pero una elección equivocada sería sin duda fatal.

—¿Qué dirección tomó Gollum?—jadeó Sam—. ¿Y por qué no nos esperó?

—¡Sméagol!—dijo Frodo, tratando de gritar—. ¡Sméagol!—Pero la voz le sonó como un graznido, y se extinguió no bien le llegó a los labios. No hubo ninguna respuesta, ni un solo eco, ni una vibración del aire.

—Esta vez se ha marchado de veras—murmuró Sam—. Sospecho que este es exactamente el lugar al que quería traernos. ¡Gollum! Si alguna vez vuelvo a ponerte las manos encima, te aseguro que las pagarás.

En seguida, tanteando y dando vueltas a ciegas en la oscuridad, descubrieron que la abertura de la izquierda estaba obstruida: o era un agujero ciego, o una gran piedra había caído en el pasadizo. —Este no puede ser el camino—susurró Frodo—. Para bien o para mal, tendremos que tomar el otro.

—¡Y pronto!—dijo Sam, jadeante—. Hay algo peor que Gollum muy cerca. Siento que nos están mirando.

Habían recorrido apenas unos pocos metros, cuando desde atrás les llegó un sonido, sobrecogedor y horrible en el silencio pesado: un gorgoteo, un ruido burbujeante, y un silbido largo y venenoso. Dieron media vuelta, mas nada era visible. Inmóviles, como petrificados, permanecieron allí, los ojos fijos y muy abiertos, en espera de no sabían qué.

—¡Es una trampa!—dijo Sam, y apoyó la mano en la empuñadura de la espada; y al hacerlo, pensó en la oscuridad del túmulo de donde provenía—. ¡Cuánto daría porque el viejo Tom estuviera ahora cerca de nosotros!—pensó. Y de pronto, mientras seguía allí de pie, envuelto en las tinieblas, el corazón rebosante de cólera y de negra desesperación, le pareció ver una luz: una luz que le iluminaba la mente, al principio casi enceguecedora, como un rayo de sol a los ojos de alguien que ha estado largo tiempo oculto en un foso sin ventanas. Y entonces la luz se transformó en color: verde, oro, plata, blanco. Muy distante, como en una imagen pequeña dibujada por dedos élficos, vio a la dama Galadriel de pie en la hierba de Lórien, las manos cargadas de regalos. Y para ti, Portador del Anillo, le oyó decir con una voz remota pero clara, para ti he preparado esto.

El burbujeo sibilante se acercó, y hubo un crujido como si una cosa grande y articulada se moviese con lenta determinación en la oscuridad. Un olor fétido la precedía. —¡Amo! ¡Amo!—gritó Sam, y la vida y la vehemencia le volvieron a la voz—. ¡El regalo de la dama! ¡El cristal de estrella! Una luz para usted en los sitios oscuros dijo que sería. ¡El cristal de estrella!

—¿El cristal de estrella?—murmuró Frodo, como alguien que respondiera desde el fondo de un sueño, sin comprender—. ¡Ah, sí! ¿Cómo pude olvidarlo? ¡Una luz cuando todas las otras luces se hayan extinguido! Y ahora en verdad sólo la luz puede ayudarnos.

 

Lenta fue la mano hasta el pecho, y con igual lentitud levantó el frasco de Galadriel. Por un instante titiló, débil como una estrella que lucha al despertar en medio de las densas brumas de la tierra; luego, a medida que crecía, y la esperanza volvía al corazón de Frodo, empezó a arder, hasta transformarse en una llama plateada, un corazón diminuto de luz deslumbradora, como si Eärendil hubiese descendido en persona desde los altos senderos del crepúsculo llevando en la frente el último Silmaril. La oscuridad retrocedió y el frasco pareció brillar en el centro de un globo de cristal etéreo, y la mano que lo sostenía centelleó con un fuego blanco.

Frodo contempló maravillado aquel don portentoso que durante tanto tiempo había llevado consigo, de un valor y un poder que no había sospechado. Rara vez lo había recordado en camino, hasta que llegaron al valle de Morgul, y nunca lo había utilizado porque temía aquella luz reveladora. —Aiya Eärendil Elenion Ancalima!—exclamó sin saber lo que decía; porque fue como si otra voz hablase a través de la suya, clara, invulnerable al aire viciado del foso.

Pero hay otras fuerzas en la Tierra Media, potestades de la noche, que son antiguas y poderosas. Y Ella la que caminaba en las tinieblas había oído en boca de los elfos la misma exhortación en los días de un tiempo sin memorial y ni entonces la había arredrado, ni la arredraba ahora. Y mientras Frodo aún hablaba, sintió que una maldad inmensa lo envolvía, y que unos ojos de mirada mortal lo escudriñaban. A corta distancia de allí, entre ellos y la abertura donde habían trastabillado, dos ojos se iban haciendo visibles, dos grandes racimos de ojos multifacéticos: el peligro inminente por fin desenmascarado. El resplandor del cristal de estrella se quebró y se refractó en un millar de facetas, pero detrás del centelleo un fuego pálido y mortal empezó a arder cada vez más poderoso, una llama encendida en algún pozo profundo de pensamientos malévolos. Monstruosos y abominables eran aquellos ojos, bestiales y a la vez resueltos, y animados por una horrible delectación, clavados en la presa, ya acorralada.

 

Frodo y Sam, aterrorizados, como fascinados por la horrible e implacable mirada de aquellos ojos siniestros, empezaron a retroceder con lentitud; pero mientras ellos retrocedían los ojos avanzaban. La mano de Frodo tembló, y el frasco descendió lentamente. Luego, de pronto, liberados del sortilegio que los retenía, dominados por un pánico inútil para diversión de los ojos, se volvieron y huyeron juntos; pero mientras corrían Frodo miró por encima del hombro y vio con terror que los ojos venían saltando detrás de ellos. El hedor de la muerte lo envolvió como una nube.

—¡Párate! ¡Párate!—gritó con voz desesperada—. Es inútil correr.

Los ojos se acercaban lentamente.

—¡Galadriel!—llamó, y apelando a todas sus fuerzas levantó el frasco una vez más. Los ojos se detuvieron.

Por un instante la mirada cedió, como si la turbara la sombra de una duda. Y entonces a Frodo se le inflamó el corazón dentro del pecho, y sin pensar en lo que hacía, fuera locura, desesperación o coraje, tomó el frasco en la mano izquierda, y con la derecha desenvainó la espada. Dardo relampagueó, y la afilada hoja élfica centelleó en la luz plateada, y una llama azul tembló en el filo. Entonces, la estrella en alto y esgrimiendo la espada reluciente, Frodo, hobbit de La Comarca, se encaminó con firmeza al encuentro de los ojos.

Los ojos vacilaron. La incertidumbre crecía en ellos a medida que la luz se acercaba. Uno a uno se oscurecieron, retrocediendo lentamente. Nunca hasta entonces los había herido una luz tan mortal. Del sol, la luna y las estrellas estaba al abrigo allá en el antro subterráneo, pero ahora una estrella había descendido hasta las entrañas mismas de la tierra. Y seguía acercándose, y los ojos empezaron a retraerse, acobardados. Uno por uno se fueron extinguiendo; y se alejaron, y un gran bulto, más allá de la luz, interpuso una sombra inmensa. Los ojos desaparecieron.

 

—¡Señor, señor!—gritó Sam. Estaba detrás de Frodo, también él espada en mano—. ¡Estrellas y gloria! ¡Estoy seguro de que los elfos compondrían una canción, si algún día oyeran esta hazaña! Ojalá viva yo el tiempo suficiente para contarla y oírlos cantar. Pero no siga adelante, señor. ¡No baje a ese antro! No tendremos otra oportunidad. ¡Salgamos en seguida de este agujero infecto!

Y así volvieron sobre sus pasos, al principio caminando y luego corriendo: pues a medida que avanzaban el suelo del túnel se elevaba en una cuesta cada vez más empinada y cada paso los alejaba del hedor del antro invisible, y las fuerzas les volvían al corazón y los miembros. Pero el odio de la vigía los perseguía aún, cegada acaso momentáneamente, pero invicta y ávida de muerte. En aquel momento una ráfaga de aire, fresco y ligero, les salió al encuentro. La boca, el extremo del túnel estaba por fin ante ellos. Jadeando, deseando salir al fin al aire libre, se precipitaron hacia adelante: y allí, desconcertados, tropezaron y cayeron hacia atrás. La salida estaba bloqueada por una barrera, pero no de piedra: blanda y más bien elástica, al parecer, y al mismo tiempo resistente e impenetrable; a través de ella se filtraba el aire, pero ningún rayo de luz. Una vez más se abalanzaron y fueron rechazados.

Levantando el frasco, Frodo miró y vio delante un color gris que la luminosidad del cristal de estrella no penetraba ni iluminaba, como una sombra que no fuera proyectada por ninguna luz, y que ninguna luz pudiera disipar. A lo ancho y a lo alto del túnel había una vasta tela tejida, como la tela de una araña enorme, pero de trama más cerrada y mucho más grande, y cada hebra era gruesa como una cuerda.

Sam soltó una risa sarcástica. —¡Telarañas!—dijo—. ¿Nada más? ¡Telarañas! ¡Pero qué araña! ¡Adelante, abajo con ellas!

Las atacó furiosamente a golpes de espada, pero el hilo que golpeaba no se rompía. Cedía un poco, y luego, como la cuerda tensa de un arco, rebotaba desviando la hoja y lanzando hacia arriba la espada y el brazo. Tres veces golpeó Sam con toda su fuerza, y a la tercera una sola de las innumerables cuerdas chasqueó y se enroscó, retrocediendo y azotando el aire. Uno de los extremos alcanzó a Sam, que se echó atrás con un grito, llevándose la mano a la boca.

—A este paso tardaremos días y días en despejar el camino—dijo—. ¿Qué hacer? ¿Han vuelto los ojos?

—No, no se les ve—dijo Frodo—. Pero tengo aún la impresión de que me están mirando, o pensando en mí: maquinando algún otro plan, tal vez. Si esta luz menguase, o fallara, no tardarían en reaparecer.

—¡Atrapados justo al final!—dijo Sam con amargura. Y otra vez, por encima del cansancio y la desesperación, lo dominó la cólera—. ¡Moscardones atrapados en una telaraña! ¡Que la maldición de Faramir caiga sobre Gollum, y cuanto antes!

—Nada ganaríamos con eso ahora—dijo Frodo—. ¡Bien! Veamos qué puede hacer Dardo. Es una hoja élfica. También en las hondonadas oscuras de Beleriand donde fue forjada había telarañas horripilantes. Pero tú tendrás que estar alerta y mantener los ojos a raya. Ven, toma el cristal de estrella. No tengas miedo. ¡Levántalo y vigila!

 

Frodo se aproximó entonces a la gran red gris, y lanzándole una violenta estocada, corrió rápidamente el filo a través de un apretado nudo de cuerdas, mientras saltaba de prisa hacia atrás. La hoja de reflejos azules cortó el nudo como una hoz que segara unas hierbas, y las cuerdas saltaron, se enroscaron, y colgaron flojamente en el aire. Ahora había una gran rajadura en la tela.

Golpe tras golpe, toda la telaraña al alcance del brazo de Frodo quedó al fin despedazada, y el borde superior flotó y onduló como un velo a merced del viento. La trampa estaba abierta.

—¡Vamos, ya!—gritó Frodo—. ¡Adelante! ¡Adelante!—Una alegría frenética por haber podido escapar de las fauces mismas de la desesperación se apoderó de pronto de él. La cabeza le daba vueltas como si hubiera tomado un vino fuerte. Saltó afuera, con un grito.

Luego de haber pasado por el antro de la noche, aquella tierra en sombras le pareció luminosa. Las grandes humaredas se habían elevado, y eran menos espesas, y las últimas horas de un día sombrío estaban pasando; el rojo incandescente de Mordor se había apagado en una lobreguez melancólica. Pero Frodo tenía la impresión de estar contemplando el amanecer de una esperanza repentina. Había llegado casi a la cresta del murallón. Faltaba poco ahora. El desfiladero, Cirith Ungol, ya se abría delante de él, una hendidura sombría en la cresta negra, franqueada a ambos lados por los cuernos de la roca, cada vez más oscuros contra el cielo. Una carrera corta, una carrera rápida, y ya estaría del otro lado.

—¡El paso, Sam!—gritó, sin preocuparse por la estridencia de su voz, que libre de la atmósfera sofocante del túnel resonaba ahora vibrante y fogosa—. ¡El paso! Corre, corre, y llegaremos al otro lado... ¡antes que nadie pueda detenernos!

Sam corrió detrás de él, tan rápido como se lo permitían las piernas; no obstante la alegría de encontrarse en libertad, se sentía inquieto mientras corría, y miraba atrás, a la sombría arcada del túnel, temiendo ver aparecer allí los ojos, o alguna forma monstruosa e inimaginable que se acercara a los saltos. Él y su amo poco conocían de las astucias y ardides de Ella-Laraña. Muy numerosas eran las salidas de esta madriguera.

 

Allí tenía su morada, desde tiempos inmemoriales, una criatura maligna de cuerpo de araña, como las que en días de antaño habían habitado en el país de los elfos, en el oeste que está ahora sumergido bajo el mar, como las que Beren combatiera en las montañas del Terror en Doriath, para después hallar, bajo la luz de la luna, a Lúthien sobre la hierba verde y entre las cicutas.[13] De qué modo había llegado hasta allí Ella-Laraña, huyendo de la ruina, no lo cuenta ninguna historia, pues son pocos los relatos de los Años Oscuros que han llegado hasta nosotros. Pero allí seguía, ella que había ido allí antes que Sauron y aún antes que la primera piedra de Barad-dûr, y que a nadie servía sino a sí misma, bebiendo la sangre de los elfos y de los hombres, entumecida y obesa, rumiando siempre algún festín; tejiendo telas de sombra; pues todas las cosas vivas eran alimento para ella, y ella vomitaba oscuridad. Los retoños, bastardos de compañeros miserables de su propia progenie, que ella destinaba a morir, se esparcían por doquier de valle en valle, desde las Ephel Dúath hasta las colinas del este, y hasta el Dol Guldur y las fortalezas del bosque Negro. Pero ninguno podía rivalizar con Ella-Laraña la Grande, última hija de Ungoliant para tormento del desdichado mundo.

Años atrás la había visto Gollum, el Sméagol que fisgoneaba en todos los agujeros oscuros, y en otros tiempos se había prosternado ante ella y la había venerado; y las tinieblas de la voluntad maléfica de Ella-Laraña habían penetrado en la fatiga de Gollum, alejándolo de toda luz y todo remordimiento. Y Gollum le había prometido traerle comida. Pero los apetitos de Ella-Laraña no eran semejantes a los de Gollum. Poco sabía ella de torres, o de anillos o de cualquier otra cosa creada por la mente o la mano, y poco le preocupaban a ella que sólo deseaba la muerte de todos, corporal y mental, y para sí misma una hartura de vida, sola, hinchada hasta que las montañas ya no pudieran sostenerla y la oscuridad ya no pudiera contenerla.

Pero ese deseo tardaba en cumplirse, y ahora encerrada en el antro oscuro, hacía mucho tiempo que estaba hambrienta, y mientras tanto el poder de Sauron se acrecentaba y la luz y los seres vivientes abandonaban las fronteras del reino; y la ciudad del valle había muerto y ningún elfo ni hombre se acercaban jamás, sólo los infelices orcos. Alimento pobre, y cauto por añadidura. Pero ella necesitaba comer, y por más que se empeñasen en cavar nuevos y sinuosos pasadizos desde la garganta y desde la torre, ella siempre encontraba alguna forma de atraparlos. Esta vez, sin embargo, le apetecía una carne más delicada. Y Gollum se la había traído.

—Veremos, veremos—se decía Gollum, cuando predominaba en él el humor maligno, mientras recorría el peligroso camino que descendía de Emyn Muil al valle de Morgul—, veremos. Puede ser, oh sí, puede ser que cuando Ella tire los huesos y las ropas vacías, lo encontremos, y entonces lo tendremos, el Tesoro, una recompensa para el pobre Sméagol, que le trae buena comida. Y salvaremos el Tesoro, como prometimos. Oh sí. Y cuando lo tengamos a salvo, Ella lo sabrá, oh sí, y entonces ajustaremos cuentas con Ella, oh sí mi tesoro. ¡Entonces ajustaremos cuentas con todo el mundo!

Así reflexionaba Gollum en un recoveco de astucia que aún esperaba poder ocultarle, aunque la había vuelto a ver y se había prosternado ante ella mientras los hobbits dormían.

Y en cuanto a Sauron: sabía muy bien dónde se ocultaba Ella-Laraña. Le complacía que habitase allí hambrienta, pero nunca menos malvada; ningún artificio que él hubiera podido inventar habría guardado mejor que ella aquel antiguo acceso. En cuanto a los orcos, eran esclavos útiles, pero los tenía en abundancia. Y si de tanto en tanto Ella-Laraña atrapaba alguno para calmar el apetito, tanto mejor: Sauron podía prescindir de ellos. Y a veces, como un hombre que le arroja una golosina a su gata (su gata la llamaba él, pero ella no lo reconocía como amo) Sauron le enviaba aquellos prisioneros que ya no le servían. Los hacía llevar a la guarida de Ella-Laraña, y luego exigía que le describieran el espectáculo.

Así vivían uno y otro, deleitándose con cada nueva artimaña que inventaban, sin temer ataques, ni iras, ni el fin de aquellas maldades. Jamás una mosca había escapado de las redes de Ella-Laraña, y jamás había estado tan furiosa y tan hambrienta.

Guarida de Ella-Laraña por J.R.R. Tolkien

 

Pero nada sabía el pobre Sam de todo ese mal que habían desencadenado contra ellos, salvo que sentía crecer en él un terror, una amenaza indescriptible; y esta carga se le hizo pronto tan pesada que casi le impedía correr, y sentía los pies como si fuesen de plomo. El miedo lo cercaba, y allá adelante, en el paso, estaban los enemigos, a cuyo encuentro Frodo corría ahora, imprudentemente, en un arranque de frenética alegría. Apartando los ojos de las sombras de atrás y de la profunda oscuridad al pie del risco a la izquierda, miró hacia adelante y vio dos cosas que lo asustaron todavía más. Vio que la espada de Frodo centelleaba todavía con una llama azul; y vio que si bien el cielo por detrás de las torres estaba ahora en sombras, el resplandor rojizo ardía aún en la ventana.

—¡Orcos!—murmuró entre dientes—. Con precipitarnos no ganaremos nada. Hay orcos en todas partes, y cosas peores que orcos. —Luego, volviendo con presteza a la larga costumbre de estar siempre ocultando algo, cerró la mano alrededor del frasco que aún llevaba consigo. Roja con su propia sangre le brilló un instante la mano, y en seguida guardó la luz reveladora en lo más profundo de un bolsillo, cerca del pecho, y se envolvió en la capa élfica. Luego procuró acelerar el paso. Frodo estaba cada vez más lejos; ya le llevaba unos veinte pasos [30 metros] largos, y se deslizaba, veloz como una sombra; pronto lo habría perdido de vista en ese mundo gris.

 

Apenas hubo escondido Sam la luz del cristal de estrella, Ella-Laraña reapareció. Un poco más adelante y a la izquierda Sam vio de pronto, saliendo de un negro agujero de sombras al pie del risco, la forma más abominable que había contemplado jamás, más horrible que el horror de una pesadilla. En realidad se parecía a una araña, pero era más grande que una bestia de presa, y un malvado designio reflejado en los ojos despiadados la hacía más terrible. Aquellos mismos ojos que Sam creía apagados y vencidos, allí estaban de nuevo, y relucían con un brillo feroz, arracimados en la cabeza que se proyectaba hacia adelante. Tenía grandes cuernos, y detrás del cuello corto semejante a un fuste, seguía el cuerpo enorme e hinchado, un saco tumefacto e inmenso que colgaba oscilante entre las patas; la gran mole del cuerpo era negra, manchada con marcas lívidas, pero la parte inferior del abdomen era pálida y fosforescente, y exhalaba un olor nauseabundo. Las patas de coyunturas nudosas y protuberantes se replegaban muy por encima de la espalda, los pelos erizados parecían púas de acero, y cada pata terminaba en una garra.

En cuanto el cuerpo fofo y las patas replegadas pasaron estrujándose por la abertura superior de la guarida, Ella-Laraña avanzó con una rapidez espantosa, ya corriendo sobre las patas crujientes, ya dando algún salto repentino. Estaba entre Sam y su amo. O no vio a Sam, o prefirió evitarlo momentáneamente por ser el portador de la luz, lo cierto es que dedicó toda su atención a una sola presa, Frodo, que privado del frasco e ignorando aún el peligro que lo amenazaba, corría sendero arriba. Pero Ella-Laraña era más veloz: unos saltos más y le daría alcance.

Sam jadeó, y juntando todo el aire que le quedaba en los pulmones alcanzó a gritar: —¡Cuidado atrás! ¡Cuidado, mi amo! Yo estoy... —pero algo le ahogó el grito en la garganta.

Una mano larga y viscosa le tapó la boca y otra le atenazó el cuello, en tanto algo se le enroscaba alrededor de la pierna. Tomado por sorpresa, cayó hacia atrás en los brazos del agresor.

—¡Lo hemos atrapado!—siseó la voz de Gollum al oído de Sam—. Por fin, mi tesoro, por fin lo hemos atrapado, sí, al hobbit perverso. Nos quedamos con éste. Que Ella se quede con el otro. Oh sí, Ella-Laraña lo tendrá, no Sméagol: él prometió; él no le hará ningún daño al amo. Pero te tiene a ti, pequeño fisgón inmundo y perverso. —Le escupió a Sam en el cuello.

La furia desencadenada por la traición, y la desesperación de verse retenido en un momento en que Frodo corría un peligro mortal, dotaron a Sam de improviso de una energía y una violencia que Gollum jamás habría sospechado en aquel hobbit a quien consideraba torpe y estúpido. Ni el propio Gollum hubiera sido capaz de retorcerse y debatirse con tanta celeridad y fiereza. La mano se le escurrió de la boca, y Sam se agachó y se lanzó hacia adelante, tratando de zafarse de la garra que le apretaba la garganta. Aún conservaba la espada en la mano, y en el brazo izquierdo, colgado de la correa, el bastón de Faramir. Trató de darse vuelta para traspasar con la espada a su enemigo. Pero Gollum fue demasiado rápido: estiró de pronto un largo brazo derecho y aferró la muñeca de Sam: los dedos eran como tenazas: lentos, implacables; le doblaron la mano hacia atrás y hacia adelante, hasta que con un alarido de dolor Sam dejó caer la espada; y entretanto la otra mano de Gollum se le cerraba cada vez más alrededor del cuello.

Sam jugó entonces una última carta. Tironeó con todas sus fuerzas hacia adelante y plantó los pies con firmeza en el suelo; luego, con un movimiento brusco, se dejó caer de rodillas, y se echó hacia atrás.

Gollum, que ni siquiera esperaba de Sam esta sencilla treta, cayó al suelo con Sam encima de él, y recibió sobre el estómago todo el peso del robusto hobbit. Soltó un agudo silbido y por un segundo la garra cedió en la garganta de Sam; pero los dedos de la otra seguían apretando como tenazas la mano de la espada. Sam se arrancó de un tirón y volvió a ponerse en pie y giró en círculo hacia la derecha, apoyándose en la muñeca que Gollum le sujetaba. Blandiendo el bastón con la mano izquierda, lo alzó y lo dejó caer con un crujido sibilante sobre el brazo extendido de Gollum, justo por debajo del codo.

Dando un chillido, Gollum soltó la presa. Entonces Sam atacó otra vez; sin detenerse a cambiar el bastón de la mano izquierda a la derecha, le asestó otro golpe salvaje. Rápido como una serpiente Gollum se escurrió a un lado, y el golpe, destinado a la cabeza, fue a dar en la espalda. La vara crujió y se quebró. Eso fue suficiente para Gollum. Atacar de improviso por la espalda era uno de sus trucos habituales, y casi nunca le había fallado. Pero esta vez, ofuscado por el despecho, había cometido el error de hablar y jactarse antes de aferrar con ambas manos el cuello de la víctima. El plan había empezado a andar mal desde el momento mismo en que había aparecido en la oscuridad aquella luz horrible. Y ahora lo enfrentaba un enemigo furioso, y apenas más pequeño que él. No era una lucha para Gollum. Sam levantó la espada del suelo y la blandió. Gollum lanzó un chillido, y escabulléndose hacia un costado cayó al suelo en cuatro patas, y huyó saltando como una rana. Antes que Sam pudiese darle alcance, se había alejado, corriendo hacia el túnel con una rapidez asombrosa.

Sam lo persiguió espada en mano. Por el momento, salvo la furia roja que le había invadido el cerebro, y el deseo de matar a Gollum, se había olvidado de todo. Pero Gollum desapareció sin que pudiera alcanzarlo. Entonces, ante aquel agujero oscuro y el olor nauseabundo que le salía al encuentro, el recuerdo de Frodo y del monstruo lo sacudió como el estallido de un trueno. Dio media vuelta y en una enloquecida carrera se precipitó hacia el sendero, gritando sin cesar el nombre de su amo. Era quizá demasiado tarde. Hasta ese momento el plan de Gollum había tenido éxito.

 


L.LAS DECISIONES DE MAESE SAMSAGAZ

 

LAS DOS TORRES—LIBRO IV—CAPÍTULO X

Frodo yacía de cara al cielo, y Ella-Laraña se inclinaba sobre él, tan dedicada a su víctima que no advirtió la presencia de Sam ni lo oyó gritar hasta que lo tuvo a pocos pasos. Sam, llegando a todo correr, vio a Frodo atado con cuerdas que lo envolvían desde los hombros hasta los tobillos; y ya el monstruo, a medias levantándolo con las grandes patas delanteras, a medias a la rastra, se lo estaba llevando.

Junto a Frodo en el suelo, inútil desde que se le cayera de la mano, centelleaba la espada élfica. Sam no perdió tiempo en preguntarse qué convenía hacer, o si lo que sentía era coraje, o lealtad, o furia. Se abalanzó con un grito y recogió con la mano izquierda la espada de Frodo. Luego atacó. Jamás se vio ataque más feroz en el mundo salvaje de las bestias, como si una alimaña pequeña y desesperada, armada tan sólo de dientes diminutos, se lanzara contra una torre de cuerno y cuero, inclinada sobre el compadre caído.

Como interrumpida en medio de una ensoñación por el breve grito de Sam, Ella-Laraña volvió lentamente hacia él aquella mirada horrenda y maligna. Pero antes que llegara a advertir que la furia de este enemigo era mil veces superior a todas las que conociera en años incontables la espada centelleante le mordió el pie y amputó la garra. Sam saltó adentro, al arco formado por las patas, y con un rápido movimiento ascendente de, la otra mano, lanzó una estocada a los ojos arracimados en la cabeza gacha de Ella-Laraña. Un gran ojo quedó en tinieblas.

Ahora la criatura pequeña y miserable estaba debajo de la bestia, momentáneamente fuera del alcance de los picotazos y las garras. El vientre enorme pendía sobre él con una pútrida fosforescencia, y el hedor le impedía respirar. No obstante, la furia de Sam alcanzó para que asestara otro golpe, y antes de que Ella-Laraña se dejara caer sobre él y lo sofocara, junto con ese pequeño arrebato de insolencia y coraje, le clavó la hoja de la espada élfica, con una fuerza desesperada.

Pero Ella-Laraña no era como los dragones, y no tenía más puntos vulnerables que los ojos. Aquel pellejo secular de agujeros y protuberancias de podredumbre estaba protegido interiormente por capas y capas de excrecencias malignas. La hoja le abrió una incisión horrible, mas no había fuerza humana capaz de atravesar aquellos pliegues y repliegues monstruosos, ni aún con un acero forjado por los elfos o por los enanos, o empuñado en los días antiguos por Beren o Túrin. Se encogió al sentir el golpe, pero en seguida levantó el gran saco del vientre muy por encima de la cabeza de Sam. El veneno brotó espumoso y burbujeante de la herida. Luego, abriendo las patas, dejó caer otra vez la mole enorme sobre Sam. Demasiado pronto. Pues Sam estaba aún en pie, y soltando la espada tomó con ambas manos la hoja élfica, y apuntándola al aire paró el descenso de aquel techo horrible; y así Ella-Laraña, con todo el poder de su propia y cruel voluntad, con una fuerza superior a la del puño del mejor guerrero, se precipitó sobre la punta implacable. Más y más profundamente penetraba cada vez aquella punta, mientras Sam era aplastado poco a poco contra el suelo.

Jamás Ella-Laraña había conocido ni había soñado conocer un dolor semejante en toda su larga vida de maldades. Ni el más valiente de los soldados de la antigua Gondor, ni el más salvaje de los orcos atrapado en la tela, había resistido de ese modo, y nadie, jamás, le había traspasado con el acero la carne bienamada. Se estremeció de arriba abajo. Levantó una vez más la gran mole, tratando de arrancarse del dolor, y combando bajo el vientre los tentáculos crispados de las patas, dio un salto convulsivo hacia atrás.

Sam había caído de rodillas cerca de la cabeza de Frodo; tambaleándose en el hedor repelente, aún empuñaba la espada con ambas manos. A través de la niebla que le enturbiaba los ojos entrevió el rostro de Frodo, y trató obstinadamente de dominarse y no perder el sentido. Levantó con lentitud la cabeza y la vio, a unos pocos pasos, y ella lo miraba; una saliva de veneno le goteaba del pico, y un limo verdoso le rezumaba del ojo lastimado. Allí estaba, agazapada, el vientre palpitante desparramado en el suelo, los grandes arcos de las patas, que se estremecían, juntando fuerzas para dar otro salto, para aplastar esta vez, y picar a muerte: no una ligera mordedura venenosa destinada a suspender la lucha de la víctima; esta vez matar y luego despedazar.

Y mientras Sam la observaba, agazapado también él, viendo en los ojos de la bestia su propia muerte, un pensamiento lo asaltó, como si una voz remota le hablase al oído de improviso, y tanteándose el pecho con la mano izquierda encontró lo que buscaba: frío, duro y sólido le pareció al tacto en aquel espectral mundo de horror el frasco de Galadriel.

—¡Galadriel!—dijo débilmente, y entonces oyó voces lejanas pero claras: las llamadas de los elfos cuando vagaban bajo las estrellas en las sombras amadas de La Comarca, y la música de los elfos tal como la oyera en sueños en la Sala del Fuego de la morada de Elrond.

Gilthoniel A Elbereth!

Y de pronto, como por encanto, la lengua se le aflojó, e invocó en un idioma para él desconocido:

 

A Elbereth Gilthoniel

o menel palan-díriel,

le nallon sí di'nguruthos!

A tiro nin, Fanuilos!

 

Y al instante se levantó, tambaleándose, y fue otra vez el hobbit Samsagaz, hijo de Hamfast.

—¡A ver, acércate bestia inmunda!—gritó—. Has herido a mi amo y me las pagarás. Seguiremos adelante, te lo aseguro, pero primero arreglaremos cuentas contigo. ¡Acércate y prueba otra vez!

Como si el espíritu indomable de Sam hubiese reforzado la potencia del cristal, el frasco de Galadriel brilló de pronto como una antorcha incandescente. Centelleó, y pareció que una estrella cayera del firmamento rasgando el aire tenebroso con una luz deslumbradora. Jamás un terror como este que venía de los cielos había ardido con tanta fuerza delante de Ella-Laraña. Los rayos le entraron en la cabeza herida y la terrible infección de luz se extendió de ojo a ojo. La bestia cayó hacia atrás agitando en el aire las patas delanteras, enceguecida por los relámpagos internos, la mente en agonía. Luego volvió la cabeza mutilada, rodó a un costado, y adelantando primero una garra y luego otra, se arrastró hacia la abertura en el acantilado sombrío.

Sam la persiguió, vacilante, tambaleándose como un hombre ebrio. Y Ella-Laraña, domada al fin, encogida en la derrota, temblaba y se sacudía tratando de huir. Llegó al agujero y se escurrió dejando un reguero de limo amarillo verdoso, y desapareció en el momento en que Sam, antes de desplomarse, le asestaba un último golpe a las patas traseras.

 

Ella-Laraña había desaparecido; y la historia no cuenta si permaneció largo tiempo encerrada rumiando su malignidad y su desdicha, y si en lentos años de tinieblas se curó desde adentro y reconstituyó los racimos de los ojos, hasta que un hambre mortal la llevó a tejer otra vez las redes horribles en los valles de las montañas de las Sombras.

Sam se quedó solo. Penosamente, mientras la noche de la Tierra Sin Nombre caía sobre el lugar de la batalla, se arrastró de nuevo hacia su amo.

La retirada de Ella-Laraña por Ted Nasmith

 

—¡Mi amo, mi querido amo!—gritó. Pero Frodo no habló. Mientras corría hacia adelante en plena exaltación, feliz al verse en libertad, Ella-Laraña lo había perseguido con una celeridad aterradora y de un solo golpe le había clavado en el cuello el pico venenoso. Ahora Frodo yacía pálido, inmóvil, insensible a cualquier voz.

—¡Mi amo, mi querido amo!—repitió Sam, y esperó durante un largo silencio, escuchando en vano.

Luego, lo más rápido que pudo, cortó las cuerdas y apoyó la cabeza en el pecho y en la boca de Frodo pero no descubrió ningún signo de vida, ni el más leve latido del corazón. Le frotó varias veces las manos y los pies y le tocó la frente, pero todo estaba frío.

—¡Frodo, señor Frodo!—exclamó—. ¡No me deje aquí solo! Es su Sam quien lo llama. No se vaya a donde yo no pueda seguirlo. ¡Despierte, señor Frodo! ¡Oh, por favor, despierte, Frodo! ¡Despierte, Frodo, pobre de mí, pobre de mí! ¡Despierte!

 

Y entonces la cólera lo dominó, y levantándose corrió frenéticamente alrededor del cuerpo de su amo, y hendió el aire con la espada, y golpeó las piedras dando gritos de desafío. Luego se volvió, e inclinándose miró a la luz crepuscular el rostro pálido de Frodo. Y de pronto descubrió que esta era la imagen que se le había revelado en el espejo de Galadriel en Lórien: Frodo de cara pálida dormido al pie de un risco grande y oscuro. Profundamente dormido, había pensado entonces. —¡Está muerto!—dijo—. ¡No está dormido, está muerto!—Y mientras lo decía, como si las palabras hubiesen activado el veneno, le pareció que el rostro de Frodo cobraba un tinte lívido y verdoso. Y entonces la desesperación más negra cayó sobre él, y se inclinó hasta el suelo y se cubrió la cabeza con la capucha gris, mientras la noche le invadía el corazón, y no supo nada más.

 

Cuando al fin las tinieblas se disiparon, Sam levantó la cabeza y vio sombras en torno; pero no hubiera sabido decir durante cuántos minutos o cuántas horas el mundo había continuado arrastrándose. Estaba en el mismo lugar, y aún allí junto a él yacía su amo muerto. Ni las montañas se habían desmoronado ni la tierra había caído en ruinas.

—¿Qué haré, qué haré?—se preguntó—. ¿Habré recorrido con él todo este camino para nada?—Y en ese preciso instante oyó su propia voz diciendo palabras que al comienzo del viaje él mismo no había comprendido: Tengo que hacer algo antes del fin, y está ahí adelante, tengo que buscarlo, señor, si usted me entiende.

—¿Pero qué puedo hacer? No por cierto abandonar al señor Frodo muerto y sin sepultura en lo alto de las montañas, y volverme para casa. O continuar. ¿Continuar?—repitió, y por un momento lo sacudió un estremecimiento de miedo y de incertidumbre—. ¿Continuar? ¿Es eso lo que he de hacer? ¿Y abandonarlo?

Entonces por fin rompió a llorar; y volviendo junto a Frodo le estiró el cuerpo, y le cruzó las manos frías sobre el pecho, y lo envolvió en la capa élfica, y luego puso a un lado su propia espada y al otro el bastón que le había regalado Faramir.

—Si voy a continuar, señor Frodo—dijo—, tendré que llevarme su espada, con el permiso de usted, pero le dejo esta otra al lado, así como estaba junto al viejo rey en el túmulo; y usted tiene además la hermosa cota de mithril del viejo señor Bilbo. Y el cristal de estrella, señor Frodo, usted me lo prestó, pero voy a necesitarlo, pues de ahora en adelante andaré siempre en la oscuridad. Es demasiado precioso para mí, y la dama se lo regaló a usted, pero ella tal vez comprendería. Usted lo comprende, ¿verdad, señor Frodo? Tengo que seguir.

 

Sin embargo no pudo seguir, todavía no. Se arrodilló, tomó la mano de Frodo y no la pudo soltar. Y el tiempo pasaba y él seguía allí, de rodillas, estrechando la mano de Frodo, mientras en su corazón se libraba una batalla.

Trató de reunir las fuerzas necesarias para arrancarse de allí y partir en un viaje solitario: el viaje vengador. Si al menos pudiera partir, la furia lo llevaría por todas las rutas del mundo detrás de Gollum, hasta dar por fin con él. Y entonces Gollum moriría en un rincón. Pero no era eso lo que él pretendía. Abandonar a su amo sólo por eso no tenía ningún sentido. No le devolvería la vida. Nada ahora le devolvería la vida. Hubiera sido preferible que murieran juntos. Y aun así sería también un viaje solitario.

Miró la punta reluciente de la espada. Pensó en los lugares que habían dejado atrás, la orilla negra, el precipicio que se abría al vacío. Por ese lado no había salida posible. Sería como no hacer nada, no valía la pena. No era eso lo que él pretendía. —Pero entonces ¿qué he de hacer?—gritó de nuevo, y ahora le pareció conocer exactamente la dura respuesta: tengo que hacer algo antes del fin. También un viaje solitario, y el peor.

»¿Cómo? ¿Yo, solo, ir hasta la Grieta del Destino y todo lo demás?—Titubeaba aún, pero la resolución crecía. —¿Cómo? ¿Yo sacarle a él el Anillo? El Concilio se lo entregó a él.

Pero al instante le llegó la respuesta: «Y el Concilio le dio compañeros, a fin de que la misión no fracasara. Y tú eres el último que queda de la Compañía. La misión no puede fracasar.»

—¡Por qué me habrá tocado ser el último!—gimió—. ¡Cuánto daría porque estuviese aquí el viejo Gandalf, o algún otro! ¿Por qué me habrán dejado solo para que yo decida? Me equivocaré, estoy seguro. Y no me corresponde a mí sacarle el Anillo, y ponerme por delante.

»Pero no eres tú quien se pone por delante, te han puesto. Y en cuanto a no ser la persona adecuada, tampoco lo era el señor Frodo, se podría decir, ni el señor Bilbo. Tampoco ellos eligieron.

»Pues bien, tengo que decidirlo, y lo decidiré. Aunque estoy seguro de equivocarme: qué otra cosa puede hacer Sam Gamyi.

»A ver, reflexionemos un poco: si nos encuentran aquí, o si encuentran al señor Frodo, y con esa cosa encima, bueno, el enemigo se apoderará de él. Y será el fin de todos nosotros, de Lórien y de Rivendel, y de La Comarca y todo lo demás. Y no hay tiempo que perder, pues entonces será el fin, de todas maneras. La guerra ha comenzado, y es muy probable que todo vaya ahora a favor del Enemigo. Imposible regresar con la cosa en busca de permiso o consejo. No, se trata de quedarse aquí hasta que ellos vengan y me maten sobre el cuerpo de mi amo, y se apoderen de la cosa, o de tomarla y partir. —Respiró profundamente. —¡Tomémosla, entonces!

 

Se agachó. Desprendió con delicadeza el broche que cerraba la túnica alrededor del cuello de Frodo, e introdujo la mano; luego, levantando con la otra la cabeza, besó la frente helada y le sacó dulcemente la cadena. La cabeza yació otra vez, descansando. No hubo ningún cambio en el rostro sereno, y más que todos los otros signos esto convenció por fin a Sam de que Frodo había muerto y había abandonado la misión.

—¡Adiós, amo querido!—murmuró—. Perdone a su Sam. Él regresará en cuanto haya llevado a cabo la tarea... si lo consigue. Y entonces nunca más volverá a abandonarlo. Descanse tranquilo hasta mi regreso: ¡y que ninguna criatura inmunda se le acerque! Y si la dama pudiese oírme y concederme un deseo, desearía volver, y encontrarlo otra vez. ¡Adiós!

Luego, inclinándose, se pasó la cadena por la cabeza y al instante el peso del Anillo lo encorvó hasta el suelo, como si le hubiesen colgado una piedra enorme. Pero poco a poco, como si el peso disminuyera, o una fuerza nueva naciera en él, irguió la cabeza y haciendo un gran esfuerzo se levantó y comprobó que podía caminar con la carga. Y entonces alzó un momento el frasco para mirar por última vez a su amo, y la luz ardía ahora suavemente, con el débil resplandor de la estrella vespertina en el estío, y a esa luz la lividez verdosa desapareció del rostro de Frodo, y fue hermoso otra vez, pálido pero hermoso, con una belleza élfica, el rostro de alguien que ha partido hace mucho tiempo del mundo de las sombras. Y con el triste consuelo de esta última visión, luego de haber escondido la luz, Sam se internó con paso vacilante en la creciente oscuridad.

 

No tuvo mucho que caminar. La boca del túnel se abría atrás, no lejos de allí; pero adelante a unas doscientas yardas [183 metros] o quizá menos, corría el desfiladero. El sendero era visible en la penumbra del crepúsculo, un surco profundo excavado a lo largo de los siglos, que ascendía en una garganta larga franqueada por paredes rocosas. La garganta se estrechaba rápidamente. Pronto Sam llegó a un tramo de escalones anchos y bajos. Ahora la torre de los orcos se erguía justo encima, negra y hostil, y en ella brillaba el ojo incandescente. Las sombras de la base ocultaban al hobbit. Llegó a lo alto de la escalera y se encontró por fin en el desfiladero.

—Lo he decidido—se repetía a menudo. Pero no era verdad. Pese a que lo había pensado muchas veces, lo que estaba haciéndonos era del todo contrario a su naturaleza—. ¿Me habré equivocado?—murmuró—. ¿Qué hubiera tenido que hacer?

Mientras las paredes casi verticales del desfiladero se cerraban alrededor de él, antes de llegar a la cima misma, y antes de mirar por fin el sendero que descendía a la Tierra Sin Nombre, dio media vuelta. Por un momento, paralizado por la duda intolerable, miró hacia atrás. La boca del túnel era todavía visible, una mancha borrosa y pequeña en la penumbra; y creyó ver o adivinar el lugar donde yacía Frodo. Y de pronto le pareció que allá abajo en el suelo ardía un leve resplandor, o tal vez fuese tan sólo un efecto de las lágrimas que le empacaban los ojos, mientras escudriñaba aquella cumbre pedregosa donde su vida entera había caído en ruinas.

—Si al menos pudiera cumplir mi deseo—suspiró—, mi único deseo: ¡volver y encontrarlo!—Luego, por fin, se volvió hacia el camino que se extendía ante él y avanzó unos pocos pasos: los más pesados y más penosos que hubiera dado alguna vez.

 

Apenas unos pocos pasos; y ahora sólo unos pocos más, y luego descendería y ya nunca más volvería a ver aquellas alturas. Y entonces, de improviso, oyó gritos y voces. Sam esperó inmóvil, como petrificado. Voces de orcos. Adelante y atrás de él. Un fuerte ruido de pisadas y voces roncas: los orcos subían al desfiladero desde el otro lado, tal vez desde alguna de las puertas de la torre. Pasos precipitados y gritos detrás. Dio media vuelta y vio unas lucecitas rojas, antorchas que parpadeaban a lo lejos a la salida del túnel. La cacería había comenzado al fin. El ojo de la torre no era ciego. Y Sam estaba atrapado.

 La temblorosa luz de las antorchas y el retintín de los aceros se iban acercando. Un momento más, y llegarían a la cima, y caerían sobre él. Había perdido un tiempo precioso en decidirse, y ahora todo era inútil. ¿Cómo huir, cómo salvarse, cómo salvar el Anillo? El Anillo. No fue ni un pensamiento ni una decisión: de pronto se dio cuenta de que se había sacado la cadena y de que tenía el Anillo en la mano. La vanguardia de la horda de orcos apareció en el desfiladero, justo delante de él. Entonces se puso el Anillo en el dedo.

 

El mundo se transformó, y un solo instante de tiempo se colmó de una hora de pensamiento. Advirtió en seguida que oía mejor y que la vista se le debilitaba, pero no como en el antro de Ella-Laraña. Aquí todo cuanto veía alrededor no era oscuro sino impreciso; y él, en un mundo gris y nebuloso, se sentía como una pequeña roca negra y solitaria, y el Anillo, que le pesaba y le tironeaba en la mano izquierda, era como un globo de oro incandescente. No se sentía para nada invisible, sino por el contrario, horrible y nítidamente visible; y sabía que en alguna parte un Ojo lo buscaba.

Oía crujir las piedras, y el murmullo del agua a lo lejos en el valle de Morgul; y en lo profundo de la roca la bullente desesperación de Ella-Laraña, extraviada en algún pasadizo ciego; y voces en las mazmorras de la torre; y los gritos de los orcos que salían del túnel; y ensordecedor, rugiente, el ruido de los pasos y los alaridos de los orcos. Se acurrucó contra la pared de roca. Pero ellos seguían subiendo, un ejército espectral de figuras grises distorsionadas en la niebla, sólo sueños de terror con llamas pálidas en las manos. Y pasaron junto al hobbit. Sam se agazapó, tratando de escabullirse y esconderse en alguna grieta.

Prestó oídos. Los orcos que salían del túnel y los que ya descendían por el desfiladero se habían visto, y apurando el paso hablaban entre ellos a voz en cuello. Sam los oía claramente, y entendía lo que decían. Tal vez el Anillo le había dado el don de entender todas las lenguas (o simplemente el don de la comprensión), en particular la de los servidores de Sauron, el artífice, de modo tal que si prestaba atención entendía y podía traducir los pensamientos de los orcos. Sin duda los poderes del Anillo aumentaban enormemente a medida que se acercaba a los lugares en que fuera forjado; pero de algo no cabía duda: no transmitía coraje. Por el momento Sam no pensaba en otra cosa que en esconderse, en pegarse al suelo hasta que retornase la calma, y escuchaba con ansiedad. No hubiera sabido decir a qué distancia hablaban, ya que las palabras le resonaban casi dentro de los oídos.

 

—¡Hola! ¡Gorbag! ¿Qué estás haciendo aquí arriba? ¿Ya has tenido guerra suficiente?

—Órdenes, imbécil. ¿Y qué estás haciendo tú, Shagrat? ¿Cansado de estar ahí arriba, agazapado? ¿Tienes intenciones de bajar a combatir?

—Las órdenes te las doy yo a ti. Este paso está bajo mi custodia. De modo que cuida lo que dices. ¿Tienes algo que informar?

—Nada.

—¡Hai! ¡Hai! ¡Yoi! —Un griterío interrumpió la conversación de los cabecillas. Los orcos que estaban más abajo habían visto algo. Echaron a correr. Y de pronto todos los demás los siguieron.

—¡Hai! ¡Hola! ¡Hay algo aquí! En el medio del camino. ¡Un espía! ¡Un espía!—Hubo un clamor de cuernos enronquecidos y una babel de voces destempladas.

 

Sam tuvo un terrible sobresalto, y la cobardía que lo dominaba se disipó como un sueño. Habían visto a su amo. ¿Qué le irían a hacer? Se contaban acerca de los orcos historias que helaban la sangre. No, era inadmisible. De un salto estuvo de pie. Mandó a paseo la misión, todas sus decisiones y junto con ellas el miedo y la duda. Ahora sabía cuál era y cuál había sido siempre su lugar: junto a su amo, aunque ignoraba de qué podía servir estando allí. Se lanzó escaleras abajo y corrió por el sendero en dirección a Frodo.

—¿Cuántos son?—se preguntó—. Treinta o cuarenta por lo menos los que vienen de la torre, y allá abajo hay muchos más, supongo. ¿Cuántos podré matar antes que caigan sobre mí? Verán la llama de la espada no bien la desenvaine, y tarde o temprano me atraparán. Me pregunto si alguna canción mencionará alguna vez esta hazaña: De cómo Samsagaz cayó en el Paso Alto y levantó una muralla de cadáveres alrededor del cuerpo de su amo. No, no habrá canciones. Claro que no las habrá, porque el Anillo será descubierto, y acabarán para siempre las canciones. No lo puedo evitar. Mi lugar está al lado del señor Frodo. Es necesario que lo entiendan... Elrond y el Concilio, y los grandes señores y las grandes damas, tan sabios todos. Los planes que ellos trazaron han fracasado. No puedo ser yo el Portador del Anillo. No sin el señor Frodo.

 

Pero los orcos ya no estaban al alcance de la debilitada vista del hobbit. Sam no había tenido tiempo de pensar en sí mismo. De pronto se sintió cansado, casi exhausto: las piernas se negaban a responder. Avanzaba con increíble lentitud. El sendero le parecía interminable. ¿A dónde habrían ido los orcos en medio de semejante niebla?

¡Ah, ahí estaban otra vez! A bastante distancia todavía. Un grupo de figuras alrededor de algo que yacía en el suelo; unos pocos correteaban de aquí para allá, encorvados como perros que han husmeado una pista. Sam intentó un último esfuerzo.

—¡Coraje, Sam!—se dijo—, o llegarás otra vez demasiado tarde. —Aflojó la espada. Dentro de un momento la desenvainaría, y entonces...

Se oyó un clamor salvaje, gritos, risas cuando levantaron algo del suelo. —¡Ya hoi! ¡Ya harri hoi! ¡Arriba! ¡Arriba!

Entonces una voz gritó: —¡De prisa ahora! ¡Por el camino más corto a la puerta de abajo! Parece que ella no nos molestará esta noche. —La pandilla de sombras se puso en marcha. En el centro cuatro de ellos cargaban un cuerpo sobre los hombros. —¡Ya hoi!

 

Se habían marchado y se llevaban el cuerpo de Frodo. Sam nunca podría alcanzarlos. Sin embargo, no se dio por vencido. Los orcos ya estaban entrando en el túnel. Los que llevaban el cuerpo pasaron primero, los otros los siguieron, a los codazos y los empujones. Sam avanzó algunos pasos. Desenvainó la espada, un centelleo azul en la mano trémula, pero nadie lo vio. Avanzaba aún, sin aliento, cuando el ultimo orco desapareció en el agujero oscuro.

Sam se detuvo un instante, jadeando, apretándose el pecho. Luego se pasó la manga por la cara, y se enjugó la suciedad, y el sudor, y las lágrimas. —¡Basura maldita!—exclamó, y saltó tras ellos hundiéndose en la sombra.

 

Esta vez el túnel no le pareció tan oscuro; tuvo más bien la impresión de haber pasado de una niebla más ligera a otra más densa. El cansancio aumentaba, pero se sentía cada vez más decidido. Le parecía vislumbrar, no lejos de allí, la luz de las antorchas, pero por más que se esforzaba no conseguía llegar hasta ellas. Los orcos se desplazaban veloces por los subterráneos, y este túnel lo conocían palmo a palmo: no obstante las persecuciones de Ella-Laraña estaban obligados a utilizarlo a menudo, pues era el camino más rápido entre las montañas y la ciudad muerta. En qué tiempos inmemoriales habían sido excavados el túnel principal y el gran foso redondo en que Ella-Laraña se había instalado siglos atrás, los orcos lo ignoraban, pero ellos mismos habían cavado a los lados muchos otros caminos a fin de evitar el antro de la bestia mientras iban y venían cumpliendo órdenes. Esa noche no tenían la intención de descender muy abajo, sólo querían encontrar cuanto antes un pasadizo lateral que los llevara de vuelta a su propia torre. Casi todos estaban contentos, felices con lo que habían visto y hallado, mientras corrían y parloteaban y gimoteaban a la manera de los orcos. Sam oyó las voces ásperas y opacas en el aire muerto, y distinguió dos en particular, más fuertes y cercanas. Al parecer los cabecillas marchaban a la retaguardia, y discutían.

 

—¿No puedes ordenarle a tu chusma que no arme ese alboroto, Shagrat?—gruñó uno de ellos—. No tenemos interés en que nos caiga encima Ella-Laraña.

—¡Vamos, Gorbag! Tu gente es la que grita más—respondió el otro—. ¡Pero déjalos que jueguen! Si no me equivoco, por algún tiempo no tendremos que preocuparnos de Ella-Laraña. Al parecer se ha sentado sobre un clavo, y no vamos a llorar por eso. ¿No viste el reguero de podredumbre a lo largo de la galería que lleva al antro? Ordenarles que se callen sería tener que repetirlo un centenar de veces. Déjalos pues, que se rían. Por fin hemos tenido un golpe de suerte: hemos encontrado algo que le interesa a Lugbúrz.

—Le interesa a Lugbúrz ¿eh? ¿Qué se te ocurre que puede ser? Parece un elfo, pero de talla más pequeña. ¿Qué peligro puede haber en una cosa así?

—No lo sabremos hasta que le hayamos echado una ojeada.

—¡Oh! De modo que no te han dicho qué era ¿eh? No nos dicen todo lo que saben ¿verdad? Ni la mitad. Pero pueden equivocarse, sí, hasta los de arriba pueden equivocarse.

—¡Calla, Gorbag!—La voz de Shagrat bajó de tono, y Sam, aunque ahora tenía un oído extrañamente fino, a duras penas alcanzaba a distinguir las palabras. —Pueden, sí, pero tienen ojos y oídos por todas partes; y algunos entre mi propia gente, sospecho. Pero es indudable que algo les preocupa. Por lo que me dices, los nazgûl están inquietos; y también Lugbúrz. Al parecer, algo estuvo a punto de escabullirse.

—¡A punto, dices!—observó Gorbag.

—Está bien—dijo Shagrat—, pero dejemos esto para más tarde. Esperemos a estar en el camino subterráneo. Allí hay un lugar donde podremos conversar tranquilos, mientras los muchachos siguen adelante.

Poco después las antorchas desaparecieron de la vista de Sam. Oyó un fragor, y en el momento en que aceleraba el paso, un golpe seco. Sólo pudo imaginar que los orcos habían dado vuelta al recodo, entrando en el túnel que Frodo encontrara obstruido. Seguía obstruido.

Una gran piedra parecía interceptarle el paso, y sin embargo los orcos habían salvado el obstáculo de algún modo, ya que Sam los oía hablar del otro lado. Continuaban corriendo, adentrándose cada vez más en el corazón de la montaña hacia la torre. Sam estaba desesperado. Algún propósito maligno abrigaban sin duda al llevarse el cuerpo de Frodo, y él no podía seguirlos. Se abalanzó contra el peñasco y empujó, pero la piedra no se movió. Entonces le pareció oír no lejos de allí, dentro, las voces de los dos capitanes. Por un instante permaneció inmóvil, escuchando, esperando tal vez enterarse de algo útil. Quizá Gorbag, que evidentemente pertenecía a Minas Morgul, volviera a salir, y entonces él podría escabullirse y entrar.

—No, no lo sé—decía la voz de Gorbag—. En general los mensajes llegan más rápidos que el vuelo de los pájaros. Pero yo no pregunto cómo. Más vale no arriesgarse. ¡Grr! Esos nazgûl me ponen la carne de gallina. Te desuellan sin siquiera mirarte, y te dejan afuera en el frío y la oscuridad. Pero a Él le gustan; en estos tiempos son sus favoritos. Así que de nada sirven las protestas. Te lo aseguro. No es un juego servir abajo, en la ciudad.

—Tendrías que probar lo que es estar aquí, en compañía de Ella-Laraña—dijo Shagrat.

—Quisiera más bien probar algún sitio donde no tuviera que encontrarme ni con ella ni con los otros. Pero ya la guerra ha comenzado, y cuando concluya tal vez las cosas anden mejor.

—Parece que andan bien, por lo que dicen.

—¿Qué otra cosa quieres que digan?—gruñó Gorbag—. Ya veremos. De todos modos, si en verdad termina bien, habrá mucho más espacio. ¿Qué te parece?... Si tenemos una oportunidad de escapar tú y yo por nuestra cuenta, con algunos muchachos de confianza, a algún lugar donde haya un botín bueno y fácil de conseguir, y nada de grandes patrones.

—Ah—exclamó Shagrat—, como en las viejas épocas.

—Sí—dijo Gorbag—. Pero no contemos con eso. Yo no estoy nada tranquilo. Como te decía, los grandes patrones, sí—y la voz descendió hasta convertirse casi en un susurro—, sí, hasta el Más Grande puede cometer errores. Algo estuvo a punto de escabullirse, dijiste. Y yo te digo: algo se escabulló. Y tenemos que estar alertas. A los pobres uruks siempre les toca remediar entuertos, y sin ninguna recompensa. Pero no lo olvides: a nosotros los enemigos no nos quieren más que a Él, y si Él cae, también nosotros estaremos perdidos. Pero dime una cosa: ¿cuándo te dieron a ti la orden de salir?

—Hace alrededor de una hora, justo antes de que tú nos vieras. Llegó un mensaje: Nazgûl inquieto. Se temen espías en escaleras. Redoblen la vigilancia. Patrullen arriba en escaleras. Y vine en seguida.

—Fea historia—dijo Gorbag—. Escucha... nuestros vigías silenciosos estaban inquietos desde hacía más de dos días, eso lo sé. Pero mi patrulla no recibió orden de salir hasta el día siguiente, y no se envió a Lugbúrz ningún mensaje: a causa de la gran señal y la partida para la guerra del gran nazgûl, y todo eso. Y luego no pudieron conseguir que Lugbúrz los atendiera en seguida, según me han dicho.

—Supongo que el Ojo habrá estado ocupado en otros asuntos—dijo Shagrat—. Dicen que allá abajo, en el oeste, acontecen grandes cosas.

—Me imagino—dijo Gorbag—. Pero mientras tanto los enemigos han llegado hasta las escaleras. ¿Y tú qué hacías? Se suponía que estabas allí vigilando, con órdenes especiales o sin ellas. ¿En qué andas?

—¡Basta ya! No me enseñes a mí lo que tengo que hacer. Estábamos bien despiertos y alertas. Sabíamos que estaban sucediendo cosas extrañas.

—¡Muy extrañas!

—Sí, muy extrañas: luces y gritos y todo. Pero Ella-Laraña andaba en una de sus diligencias. Mis muchachos la vieron, a ella y al Fisgón.

—¿El Fisgón? ¿Qué es eso?

—Tienes que haberlo visto: uno pequeñito, flaco y negro; también él se parece a una araña, o quizá más a una rana famélica. Ya había estado antes por aquí. Hace años salió de Lugbúrz la primera vez, y tuvimos orden de arriba de dejarlo pasar. Desde entonces volvió un par de veces a subir por las escaleras, pero nosotros lo dejábamos en paz: al parecer se entiende con la señora. Supongo que no será un bocado muy apetitoso, pues a ella no le preocupan las órdenes de arriba. Pero ¡vaya la guardia que montáis en el valle: él estuvo aquí arriba un día antes de que se armase toda esta tremolina! Anoche, temprano, lo vimos. De todos modos mis muchachos informaron que la señora se estaba divirtiendo, y con eso fue suficiente para mí, hasta que llegó el mensaje. Suponía que el Fisgón le había llevado algún juguete, o que quizá vosotros le habíais mandado un regalito, un prisionero de guerra o algo por el estilo. Yo no me meto cuando ella juega. Nada se le escapa a Ella-Laraña cuando sale de caza.

—¡Nada, dices! ¿Para qué tienes ojos? Te repito que no estoy nada tranquilo. Lo que subió por las escaleras, ha escapado. Cortó la telaraña y huyó por el agujero. ¡Eso da que pensar!

—Ah, bueno, pero a fin de cuentas ella lo atrapó ¿no?

—¿Lo atrapó? ¿Atrapó a quién? ¿A esta criatura insignificante? Pero si hubiera estado solo, ella se lo habría llevado mucho antes a su despensa, y allí se encontraría ahora. Y si a Lugbúrz le interesaba, te hubiera tocado a ti ir a rescatarlo. Buen trabajo. Pero había más de uno.

A esta altura de la charla, Sam se puso a escuchar con más atención el oído pegado a la piedra.

—¿Quién cortó las cuerdas con que ella lo había atado, Shagrat? El mismo que cortó la telaraña. ¿No se te había ocurrido? ¿Y quién le clavó el clavo a la señora? El mismo, supongo. ¿Y ahora dónde está? ¿Dónde está, Shagrat?

Shagrat no respondió.

—Te convendría usar la cabeza de vez en cuando, si la tienes. No es para reírse. Nadie, nadie jamás, antes de ahora, había pinchado a Ella-Laraña con un clavo, y tú tendrías que saberlo mejor que nadie. No es por ofenderte, pero piensa un poco... Alguien anda rondando por aquí y es más peligroso que el rebelde más condenado que se haya conocido desde los malos viejos tiempos, desde el Gran Sitio. Algo se ha escabullido.

—¿Qué, entonces?—gruñó Shagrat.

—A juzgar por todos los indicios, capitán Shagrat, diría que se trata de un gran guerrero, probablemente un elfo, armado sin duda de una espada élfica, y quizá también de un hacha: y anda suelto en tu territorio, para colmo, y tú nunca lo viste. ¡Divertidísimo en verdad!—Gorbag escupió. Sam torció la boca en una sonrisa sarcástica ante esta descripción de sí mismo.

—¡Bah, tú siempre lo ves todo negro!—dijo Shagrat—. Puedes interpretar los signos como te dé la gana, pero también podría haber otras explicaciones. De cualquier modo, tengo centinelas en todos los puntos claves, y pienso ocuparme de una cosa por vez. Cuando le haya echado una ojeada al que hemos capturado, entonces empezaré a preocuparme por alguna otra cosa.

—Me temo que no encontrarás mucho en ese personajillo—dijo Gorbag—. Es posible que no haya tenido nada que ver con el verdadero mal. En todo caso el gran guerrero de la espada afilada no parece haberle dado mucha importancia... dejarlo allí tirado: típico de los elfos.

—Ya veremos. ¡En marcha ahora! Hemos hablado bastante. ¡Vamos a echarle una ojeada al prisionero!

—¿Qué te propones hacer con él? No te olvides que yo lo vi primero. Si hay diversión, a mí y a mis muchachos también nos toca.

—Calma, calma—gruñó Shagrat—. Tengo mis órdenes, y no vale la pena arriesgar el pellejo, ni el mío ni el tuyo. Todo merodeador que sea encontrado por los guardias será recluido en la torre. Habrá que desnudar al prisionero. Una descripción detallada de todos sus avíos, vestimenta, armas, carta, anillo, o alhajas varias tendrá que ser enviada inmediatamente a Lugbúrz y solamente a Lugbúrz. El prisionero será conservado sano y salvo, bajo pena de muerte para todos los miembros de la guardia, hasta tanto Él envíe una orden, o venga en persona. Todo esto es bien claro, y es lo que haré.

—Desnudarlo, ¿eh?—dijo Gorbag—. ¿También los dientes, las uñas, el pelo y todo lo demás?

—No, nada de eso. Es para Lugbúrz. Ya te lo he dicho. Lo quieren sano e intacto.

—No te será tan fácil como supones—rio Gorbag—. A esta altura es sólo carroña. No me imagino qué podrá hacer Lugbúrz con una cosa semejante. Bien podrían echarlo en la cazuela.

—¡Pedazo de imbécil!—ladró Shagrat—. Te crees muy astuto, pero ignoras un montón de cosas que conoce casi todo el mundo. Si no te cuidas, serás tú el que terminará en una cazuela o en la panza de Ella-Laraña. ¡Carroña! Entonces conoces bien poco a la señora. Cuando ella ata con cuerdas, lo que busca es carne. No come carne muerta ni chupa sangre fría. ¡Este no está muerto!

 

Sam se estremeció, aferrándose a la piedra. Tenía la impresión de que todo aquel mundo oscuro se daba vuelta patas arriba. La conmoción fue tal que estuvo a punto de desmayarse, y mientras luchaba por no perder el sentido, oía dentro de él un comentario: «Imbécil, no está muerto, y tu corazón lo sabía. No confíes en tu cabeza, Samsagaz, no es lo mejor que tienes. Lo que pasa contigo es que nunca tuviste en realidad ninguna esperanza. ¿Y ahora qué te queda por hacer?» Por el momento nada más que apoyarse contra la piedra inamovible y escuchar, escuchar las horribles voces de los orcos.

 

—¡Garn!—dijo Shagrat—. Ella tiene más de un veneno. Cuando sale de caza, le basta dar un golpecito en el cuello, y las víctimas caen tan fofas como peces deshuesados, y entonces ella se da el gusto. ¿Recuerdas al viejo Ufthak? Lo habíamos perdido de vista durante varios días. Por último, lo encontramos en un rincón: colgado, sí, pero bien despierto, y echando fuego por los ojos. ¡Cómo nos reímos! Quizás ella se había olvidado de él, pero nosotros no lo tocamos... no es bueno meterse en los asuntos de Ella. No... esta basura despertará dentro de un par de horas; y aparte de sentirse un poco mareado durante un rato, no le pasará nada. O no le pasará si Lugbúrz lo deja en paz. Y aparte, naturalmente, de preguntarse dónde está y qué le ha sucedido.

—¿Y qué le va a suceder?—rio Gorbag—. En todo caso, si no podemos hacer nada más, le contaremos algunas historias. No creo que haya estado jamás en la bella Lugbúrz, de modo que quizá le guste saber lo que allí le espera. Esto va a ser más divertido de lo que yo pensaba. ¡Vamos!

—No habrá ninguna diversión, te lo aseguro yo—dijo Shagrat—. Hay que conservarlo sano e intacto, pues de lo contrario todos podríamos darnos por muertos.

—¡Bueno! Pero si yo fuera tú atraparía al grande que anda suelto antes de enviar ningún mensaje a Lugbúrz. No les hará mucha gracia enterarse de que has atrapado al gatito y has dejado escapar al gato.

 

Las voces se apagaron. Sam oyó el sonido de las pisadas que se alejaban. Empezaba a recobrarse y ahora se sentía furioso. —¡Lo hice todo mal!—gritó—. Sabía que iba a pasar. ¡Ahora ellos lo tienen, los demonios! ¡Los inmundos! Nunca abandones a tu amo, nunca, nunca, nunca: ésa era mi verdadera norma. Y en el fondo de mi corazón, lo sabía. Quiera el cielo perdonarme. Pero ahora tengo que volver a él. De alguna manera. De alguna manera.

Desenvainó otra vez la espada y golpeó la piedra con la empuñadura, pero sólo obtuvo un sonido sordo. Sin embargo, la espada resplandecía, tanto que ahora él podía ver alrededor. Sorprendido, descubrió que el peñasco tenía la forma de una puerta pesada, y casi el doble de la altura de él. Arriba, un espacio oscuro separaba la parte superior del arco bajo de la puerta. Probablemente estaba destinado a impedirle la entrada a Ella-Laraña, y se cerraba por dentro con algún mecanismo invulnerable a la astucia de la bestia. Con las fuerzas que le quedaban, Sam dio un salto y se aferró a la parte superior de la puerta, trepó, y se dejó caer del otro lado; luego echó a correr como un loco, la espada incandescente en la mano, dando vuelta un recodo y subiendo por un túnel sinuoso.

La noticia de que su amo estaba aún con vida le daba el ánimo necesario para hacer un último esfuerzo. No veía absolutamente nada, pues este nuevo pasadizo consistía en una larga serie de curvas y recodos; pero tenía la impresión de estar ganando terreno: las voces de los orcos volvían a sonar más cerca, quizás a unos pocos pasos.

—Eso es lo que haré—dijo Shagrat—. Lo llevaré en seguida a la cámara más alta.

—¿Pero por qué?—gruñó Gorbag—. ¿Acaso no tienen mazmorras ahí abajo?

Frodo vive por Alan Lee

 

—No tiene que correr ningún riesgo, ya te lo dije—respondió Shagrat—. ¿Has entendido? Es muy valioso. No confío en todos mis muchachos, y en ninguno de los tuyos; ni en ti, cuanto te entra la locura de divertirle. Lo llevaré donde me plazca, y donde tú no podrás ir, si no te comportas como es debido. A lo alto de la torre, he dicho. Allí estará seguro.

—¿Eso crees?—dijo Sam—. ¡Te olvidas del gran guerrero élfico que anda suelto!—Y al decir estas palabras dio vuelta al último recodo para descubrir, no supo si a causa de un truco del túnel o al oído que el Anillo le había prestado, que había estimado mal la distancia.

Las siluetas de los orcos estaban bastante más adelante. Y ahora los veía, negros y achaparrados, contra una intensa luz. El túnel, recto por fin, se elevaba en pendiente; y en el extremo había una puerta doble, que conducía sin duda a las cámaras subterráneas bajo el alto cuerno de la torre. Los orcos ya habían pasado por allí con el botín, y Gorbag y Shagrat se acercaban ahora a la puerta.

Sam oyó un estallido de cantos salvajes, un estruendo de trompetas y el tañido de los gongos: una algarabía horripilante. Gorbag y Shagrat estaban en el umbral.

Sam lanzó un grito y blandió a Dardo, pero la vocecita se ahogó en el tumulto. Nadie la había escuchado.

La gran puerta se cerró con estrépito. Bum. Del otro lado golpearon sordamente las grandes trancas de hierro. Bam. La puerta estaba cerrada. Sam se arrojó contra las pesadas hojas de bronce, y cayó sin sentido al suelo. Estaba afuera y en la oscuridad. Y Frodo vivía, pero prisionero del enemigo.

 


LI.LA CABALGATA DE LOS ROHIRRIM

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO V

Estaba oscuro y Merry, acostado en el suelo y envuelto en una manta, no veía nada; sin embargo, aunque era una noche serena y sin viento, alrededor de él los árboles suspiraban invisibles. Levantó la cabeza. Entonces lo volvió a escuchar: un rumor semejante al redoble apagado de unos tambores en las colinas boscosas y en las estribaciones de las montañas. El tamborileo cesaba de golpe para luego recomenzar en algún otro punto, a veces más cercano, a veces más distante. Se preguntó si lo habrían oído los centinelas.

No los veía, pero sabía que allí, muy cerca, alrededor de él estaban las compañías de los rohirrim. Le llegaba en la oscuridad el olor de los caballos, los oía moverse, y escuchaba el ruido amortiguado de los cascos contra el suelo cubierto de agujas de pino. El ejército acampaba esa noche en los frondosos pinares que se agrupaban cerca de la almenara del Eilenach, una alta montaña que se erguía por encima de las largas lomas de la floresta de Drúadan al borde del gran camino en el Anórien oriental.

Cansado como estaba, Merry no conseguía dormir. Había cabalgado sin pausa durante cuatro días, y la oscuridad siempre creciente empezaba a oprimirle el corazón. Se preguntaba por qué había insistido tanto en venir, cuando le habían ofrecido todas las excusas posibles, hasta una orden terminante del señor, para no acompañarlos. Se preguntaba además si el viejo rey estaría enterado de su desobediencia, y si se habría enfadado. Tal vez no. Tenía la impresión de que había una cierta connivencia entre Dernhelm y Elfhelm, el mariscal que capitaneaba el éored en que cabalgaban ahora. Elfhelm y sus hombres parecían ignorar la presencia del hobbit, y fingían no oírlo cada vez que hablaba. Bien hubiera podido ser un bulto más del equipaje de Dernhelm. Pero Dernhelm mismo no era un compañero de viaje reconfortante: jamás hablaba con nadie y Merry se sentía solo, insignificante y superfluo. Eran horas de apremio y ansiedad, y el ejército estaba en peligro. Se encontraban a menos de un día de cabalgata de los burgos amurallados de Minas Tirith, y antes de seguir avanzando habían enviado batidores en busca de noticias. Algunos no habían vuelto. Otros regresaron a galope tendido, anunciando que el camino estaba bloqueado. Un ejército del enemigo había acampado a tres millas [5 kilómetros] al oeste de Amon Dîn, y las fuerzas que ya avanzaban por la carretera estaban a no más de tres leguas [13 kilómetros] de distancia. Patrullas de orcos recorrían las colinas y los bosques de alrededor. En el vivac de la noche el rey y Éomer celebraron consejo.

Merry tenía ganas de hablar con alguien, y pensó en Pippin. Pero esto lo puso más intranquilo aún. Pobre Pippin, encerrado en la gran ciudad de piedra, solo y asustado. Merry deseó ser un jinete alto como Éomer: entonces haría sonar un cuerno, o algo, y partiría al galope a rescatar a su compañero. Se sentó, y escuchó los tambores que volvían a redoblar, ahora cercanos. Por fin oyó voces, voces muy quedas, y vio luces que pasaban entre los árboles, el resplandor mortecino de unas linternas veladas. Algunos hombres empezaron a moverse a tientas en la oscuridad.

Una figura alta irrumpió de pronto entre las sombras, y al tropezar con el cuerpo de Merry maldijo las raíces de los árboles. Merry reconoció la voz de Elfhelm, el mariscal.

—No soy la raíz de ningún árbol, señor—dijo—, ni tampoco un saco de equipaje, sino un hobbit maltrecho. Y lo menos que podéis hacer a modo de reparación es decirme qué hay de nuevo bajo el sol.

—No mucho que uno pueda ver en esta condenada oscuridad—respondió Elfhelm—. Pero mi señor manda decir que estemos prontos: es posible que llegue de improviso una orden urgente.

—¿Quiere decir entonces que el enemigo se acerca?—preguntó Merry con inquietud—. ¿Son sus tambores los que se oyen? Casi empezaba a pensar que era pura imaginación de mi parte, ya que nadie parecía hacerles caso.

—No, no—dijo Elfhelm—, el enemigo está en el camino, no aquí en las colinas. Estás oyendo a los hombres salvajes de los bosques: así se comunican entre ellos a distancia. Vestigios de un tiempo ya remoto, viven secretamente, en grupos pequeños, y son cautos e indómitos como bestias. Se dice que aún hay algunos escondidos en la floresta de Drúadan. No combaten a Gondor ni a la Marca; pero ahora la oscuridad y la presencia de los orcos los han inquietado, y temen la vuelta de los Años Oscuros, cosa bastante probable. Agradezcamos que no nos persigan, pues se dice que tienen flechas envenenadas, y nadie conoce tan bien como ellos los secretos de los bosques. Pero le han ofrecido sus servicios a Théoden. En este mismo momento uno de sus jefes es conducido hasta el rey. Allá, donde se ven las luces. Esto es todo lo que he oído decir. Y ahora tengo que cumplir las órdenes de mi amo. ¡Levántate, señor Equipaje!—Y se desvaneció en la oscuridad.

Esa historia de hombres salvajes y flechas envenenadas no tranquilizó a Merry, pero además el peso del miedo lo abrumaba. La espera se le hacía insoportable. Quería saber qué iba a pasar. Se levantó, y un momento después caminaba con cautela en persecución de la última linterna antes que desapareciera entre los árboles.

 

No tardó en llegar a un claro donde habían levantado una pequeña tienda para el rey, al reparo de un árbol grande. Un gran farol, velado en la parte superior, colgaba de una rama y arrojaba abajo un círculo de luz pálida. Allí estaban Théoden y Éomer, y sentado en cuclillas ante ellos, un extraño ejemplar de hombre, apeñuscado como una piedra vieja, la barba rala como manojos de musgo seco en el mentón protuberante. De piernas cortas y brazos gordos, membrudo y achaparrado, llevaba como única prenda unas hierbas atadas a la cintura. Merry tuvo la impresión de que lo había visto antes en alguna parte, y recordó de pronto a los hombres púkel del Sagrario. Era como si una de aquellas imágenes legendarias hubiese cobrado vida, o quizás un auténtico descendiente de los hombres que sirvieran de modelos a los artistas hacía tiempo olvidados.[14]

Estaban en silencio cuando Merry se aproximó, pero al cabo de un momento el hombre salvaje empezó a hablar, como en respuesta a una pregunta. Tenía una voz profunda y gutural, y Merry oyó con asombro que hablaba en la lengua común, aunque de un modo entrecortado e intercalando palabras extrañas.

—No, padre de los hombres-caballo—dijo—, nosotros no peleamos, solamente cazamos. Matamos a los gorgûn en los bosques, aborrecemos a los orcos. También vosotros aborrecéis a los gorgûn. Ayudamos como podemos. Los hombres salvajes tienen orejas largas, ojos largos. Conocen todos los senderos. Los hombres salvajes viven aquí antes que Casas-de-Piedra; antes que los hombres altos vinieran de las aguas.

—Pero lo que necesitamos es ayuda en la batalla—dijo Éomer—. ¿Cómo podréis ayudarnos, tú y tu gente?

—Traemos noticias—dijo el hombre salvaje—. Nosotros observamos desde las lomas. Trepamos a la montaña alta y miramos abajo. Ciudad de Piedra está cerrada. Hay fuego allá fuera; ahora también dentro. ¿Allí queréis ir? Entonces, hay que darse prisa. Pero los gorgûn y los hombres venidos de lejos—movió un brazo corto y nudoso apuntando al este—esperan en el camino de los caballos. Muchos, muchos más que todos los jinetes.

—¿Cómo lo sabes?—preguntó Éomer.

El rostro chato y los ojos oscuros del viejo no expresaban nada, pero en la voz había un hosco descontento. —Hombres salvajes son salvajes, libres, pero no niños—replicó—. Yo soy gran jefe Ghân-buri-Ghân. Yo cuento muchas cosas: estrellas en el cielo, hojas en los árboles, hombres en la oscuridad. Vosotros tenéis veinte veintenas contadas cinco veces más cinco. Ellos tienen más. Gran batalla, ¿y quién ganará? Y muchos otros caminan alrededor de los muros de Casas-de-Piedra.

—Ay, con demasiado tino habla—dijo Théoden—. Y los batidores nos dicen que han cavado fosos y que hay hogueras emboscadas a lo largo del camino. Nos será imposible tomarlos por sorpresa y arrasarlos.

—Pero tenemos que actuar con rapidez—dijo Éomer—. ¡Mundburgo está en llamas!

—¡Dejad terminar a Ghân-buri-Ghân!—dijo el hombre salvaje—. Él conoce más de un camino. Él os guiará por sendero sin fosos, que los gorgûn no pisan, sólo los hombres salvajes y las bestias. Muchos caminos construyó la gente de Casas-de-Piedra cuando era más fuerte. Despedazaban colinas como cazadores despedazan carne de animales. Los hombres salvajes creen que comían piedras. Iban con grandes carretas a Rimmon a través del Drúadan. Ahora no van más. El camino fue olvidado, pero no por los hombres salvajes. Por encima de la colina y detrás de la colina, todavía sigue allí bajo la hierba y el árbol, atrás del Rimmon; y bajando por el Din, vuelve a unirse al camino de los hombres-caballo. Los hombres salvajes os mostrarán ese camino. Entonces mataréis gorgûn y con el hierro brillante ahuyentaréis la oscuridad maligna, y los hombres salvajes podrán dormir otra vez en los bosques salvajes.

Éomer y el rey deliberaron un momento en la lengua de ellos. Al cabo, Théoden se volvió al hombre salvaje. —Aceptamos tu ofrecimiento—le dijo—. Pues aun cuando dejemos atrás una hueste de enemigos ¿qué puede importarnos? Si la Ciudad de Piedra sucumbe, no habrá retorno para nosotros, y si se salva, entonces serán las huestes de los orcos las que tendrán cortada la retirada. Si eres leal, Ghân-buri-Ghân, recibirás una buena recompensa, y contarás para siempre con la amistad de la Marca.

—Los hombres muertos no son amigos de los vivos y no hacen regalos—dijo el hombre salvaje—. Pero si sobrevivís a la oscuridad, dejad que los hombres salvajes vivan tranquilos en los bosques y nunca más los persigáis como a bestias. Ghân-buri-Ghân no os conducirá a ninguna trampa. El mismo irá con el padre de los hombres-caballo, y si lo guía mal, lo mataréis.

—Sea—dijo Théoden.

—¿Cuánto tardaremos en adelantarnos al enemigo y volver al camino?—preguntó Éomer—. Si tú nos guías tendremos que avanzar al paso; y el camino ha de ser estrecho.

—Los hombres salvajes son de pies ligeros—dijo Ghân—. Allá lejos el camino es ancho, para cuatro caballos en el valle de las Carretas de Piedras—señaló con la mano hacia el sur—, pero es estrecho al comienzo y al final. El hombre salvaje puede caminar de aquí a Din entre la salida del sol y mediodía.

El auxilio de los hombres salvajes por Ted Nasmith

 

—Entonces hemos de estimar por lo menos siete horas para las primeras filas—dijo Éomer—; pero más vale contar unas diez en total. Algo imprevisible podría retrasarnos, y si el ejército tiene que avanzar en filas, necesitaremos un tiempo para reordenarlo al salir de las lomas. ¿Qué hora es?

—¿Quién puede saberlo?—dijo Théoden—. Todo es noche ahora.

—Todo está oscuro, pero no todo es noche—dijo Ghân—. Cuando el sol se levanta nosotros lo sentimos, aunque esté escondido. Ya trepa sobre las montañas del este. Se abre el día en los campos del cielo.

—Entonces tenemos que partir cuanto antes—dijo Éomer—. Aun así, no hay esperanzas de que lleguemos hoy a socorrer a Gondor.

 

Sin esperar a oír más, Merry se escurrió, y fue a prepararse para la orden de partida. Esta era la última jornada anterior a la batalla. Y aunque le parecía improbable que muchos pudieran sobrevivir, pensó en Pippin y en las llamas de Minas Tirith, y sofocó sus propios temores.

Todo anduvo bien aquel día, y no vieron ni oyeron ninguna señal de que el enemigo estuviese al acecho con una celada. Los hombres salvajes pusieron una cortina de cazadores alertas y avispados alrededor del ejército, a fin de que ningún orco o espía merodeador pudiese conocer los movimientos en las lomas. Cuando empezaron a acercarse a la ciudad sitiada, la luz era más débil que nunca, y las largas columnas de jinetes pasaban como sombras de hombres y de caballos. Cada una de las compañías de los rohirrim llevaba como guía un hombre salvaje de los bosques; pero el viejo Ghân caminaba a la par del rey. La partida había sido más lenta de lo previsto, pues los jinetes, a pie y llevando los caballos por la brida, habían tardado algún tiempo en abrirse camino en la espesura de las lomas y en descender al escondido valle de las Carretas de Piedras. Era ya entrada la tarde cuando la vanguardia llegó a los vastos boscajes grises que se extendían más allá de la ladera oriental del Amon Dîn, enmascarando una amplia abertura en la cadena de cerros que desde Nardol a Din corría hacia el este y el oeste. Por ese paso descendía en tiempos lejanos la carretera olvidada que atravesando Anórien volvía a unirse al camino principal para cabalgaduras; pero a lo largo de numerosas generaciones de hombres, los árboles habían crecido allí, y ahora yacía sumergida, enterrada bajo el follaje de años innumerables. En realidad, la espesura ofrecía a los rohirrim un último reparo antes que salieran a cara descubierta al fragor de la batalla: pues delante de ellos se extendían el camino y las llanuras del Anduin, en tanto que en el este y el sur las pendientes eran desnudas y rocosas, y se apeñuscaban y trepaban, bastión sobre bastión, para unirse a la imponente masa montañosa y a las estribaciones del Mindolluin.

Las primeras filas hicieron alto, y mientras las que venían detrás atravesaban el paso del valle de las Carretas de Piedras, se desplegaron para acampar bajo los árboles grises. El rey convocó a consejo a los capitanes. Éomer envió batidores a vigilar el camino, pero el viejo Ghân movió la cabeza.

—Inútil mandar hombres-caballo—dijo—. Los hombres salvajes ya han visto todo lo que es posible ver en este aire malo. Pronto vendrán a hablar conmigo.

Los capitanes se reunieron; y de entre los árboles salieron con cautela otros hombres púkel, tan parecidos al viejo Ghân que Merry no hubiera podido distinguir entre ellos. Hablaron con Ghân en una lengua extraña y gutural.

Pronto Ghân se volvió al rey. —Los hombres salvajes dicen muchas cosas—anunció—. Primero: ¡sed cautelosos! Todavía hay muchos hombres acampando del otro lado de Din, a una hora de marcha, por allí. —Agitó el brazo señalando el oeste, las negras colinas. —Pero ninguno a la vista de aquí a los muros nuevos de gente-de-piedra. Allí hay muchos y muy atareados. Los muros ya no resisten: los gorgûn los derriban con trueno de tierra y mazas de hierro negro. Son imprudentes y no miran alrededor. Creen que sus amigos vigilan todos los caminos. —Y al decir esto soltó un extraño gorgoteo, que bien podía parecer una carcajada.

—¡Buenas noticias!—exclamó Éomer—. Aún en esta oscuridad brilla de nuevo una luz de esperanza. Más de una vez los artilugios del enemigo nos han favorecido. La maldita oscuridad puede ser para nosotros un manto protector. Y ahora, encarnizados como están en la destrucción de Gondor, decididos a no dejar piedra sobre piedra, los orcos me han librado del mayor de mis temores. El muro exterior habría resistido largo tiempo a nuestros embates. Ahora podremos atravesarlo como un trueno... si llegamos a él.

—Gracias otra vez, Ghân-buri-Ghân de los bosques—dijo Théoden—. ¡Que la fortuna te sea propicia en recompensa por las noticias y la ayuda que nos has traído!

—¡Matad gorgûn! ¡Matad orcos! Los hombres salvajes no conocen palabras más placenteras—le respondió Ghân—. ¡Ahuyentad el aire malo y la oscuridad con el hierro brillante!

—Para eso hemos venido desde muy lejos—dijo el rey—, y lo intentaremos. Pero lo que consigamos, sólo mañana se verá.

Ghân-buri-Ghân se inclinó hasta tocar el suelo con la frente en señal de despedida. Luego se levantó como si se dispusiera a marcharse. Pero de pronto se quedó quieto con la cabeza levantada, como un animal del bosque que husmea un olor extraño. Un resplandor le iluminó los ojos.

—¡El viento está cambiando!—gritó, y con estas palabras, como en un parpadeo, él y sus compañeros desaparecieron en las tinieblas, y los hombres de Rohan no los volvieron a ver nunca más. Poco después se oyó otra vez en el este lejano el batir apagado de los tambores. Pero en todo el ejército de los rohirrim nadie temió un instante que los hombres salvajes pudieran cometer una traición, por más que pareciesen extraños y poco atractivos.

—Ya no tenemos necesidad de guías—dijo Elfhelm—. Hay entre nosotros jinetes que han cabalgado hasta Mundburgo en tiempos de paz. Empezando por mí. Cuando lleguemos al camino, doblará hacia el sur, y desde allí hasta el muro de los confines de los burgos, habrá otras siete leguas [34 kilómetros]. La hierba abunda a los lados de casi todo el camino. En ese tramo los mensajeros de Gondor corrían más que nunca. Podremos cabalgar rápidamente y sin hacer mucho ruido.

—Pues como nos espera una lucha cruenta y necesitaremos de todas nuestras fuerzas—dijo Éomer—, yo propondría que ahora descansáramos, y que partiéramos por la noche; de ese modo podríamos llegar a los campos cuando haya tanta luz como pueda haberla, o cuando nuestro señor nos dé la señal.

El rey estuvo de acuerdo y los capitanes se retiraron. Pero Elfhelm volvió poco después. —Los batidores no han encontrado nada más allá del bosque gris, señor—dijo—, salvo dos hombres: dos hombres muertos y dos caballos muertos.

—¿Entonces?—dijo Éomer.

—Entonces esto, señor: eran mensajeros de Gondor; uno de ellos podría ser Hirgon. En todo caso aún apretaba en la mano la Flecha Roja, pero lo habían decapitado. Y también esto: según los indicios, parecería que huían hacia el oeste cuando fueron abatidos. A mi entender, al regresar encontraron al enemigo ya dueño del muro exterior, o atacándolo, y eso ha de haber ocurrido hace dos noches, si utilizaron los caballos de recambio de las postas, como es costumbre. Al no poder entrar en la ciudad, han de haber dado media vuelta.

—¡Ay!—dijo Théoden—. Eso quiere decir que Denethor no ha tenido noticias de nuestra partida, y ya habrá desesperado.

La necesidad no tolera tardanzas, pero más vale tarde que nunca—dijo Éomer—. Y acaso ahora el viejo refrán demuestra ser más cierto que en todos los tiempos pasados, desde que los hombres se expresan con la boca.

 

Era de noche. Por las dos orillas del camino avanzaba en silencio el ejército de Rohan. El camino que contorneaba las pendientes del Mindolluin corría ahora hacia el sur. En lontananza, delante de ellos y casi en línea recta, había un resplandor rojo, y bajo el cielo negro las laderas de la gran montaña eran sombrías y amenazantes. Ya se estaban acercando al Rammas del Pelennor, pero aún no había llegado el día.

En medio de la primera compañía cabalgaba el rey, rodeado por su escolta. Seguía el éored de Elfhelm, y Merry notó que Dernhelm se separaba de los suyos y avanzaba hasta cabalgar detrás de la guardia del rey. La columna hizo un alto. Merry oyó que enfrente hablaban en voz baja. Algunos de los batidores que se habían aventurado hasta las cercanías del muro acababan de regresar. Se acercaron al rey.

—Hay grandes hogueras, señor—dijo uno—. La ciudad está toda en llamas, y el enemigo cubre los campos. Pero todos parecen tener una única preocupación: el asalto de la fortaleza y hasta donde hemos podido ver son pocos los que quedan en el muro exterior, y empeñados como están en la destrucción, no se dan cuenta de lo que pasa alrededor.

—¿Recordáis las palabras del hombre salvaje, señor?—dijo otro—. Yo, en tiempos de paz, vivo en la campiña y al aire libre. Me llamo Wídfara, y también a mí el aire me trae mensajes. Ya el viento está cambiando. Ahora sopla una ráfaga del sur, con olores marinos, aunque todavía leves. La mañana traerá novedades. Por encima del humo llegará el alba, cuando paséis el muro.

—Si es cierto lo que dices, Wídfara, ojalá la vida te conceda cien años de bendiciones a partir de este día—dijo Théoden. Y volviéndose a los hombres del séquito les habló con voz clara, para que muchos de los jinetes del primer éored también pudiesen escucharlo.

—¡Jinetes de la Marca, hijos de Eorl, la hora ha llegado! Lejos os encontráis de vuestros hogares, y ya tenéis por delante el fuego y el enemigo. Vais a combatir en campos extranjeros, pero la gloria que ganéis será vuestra para siempre. Habéis prestado juramento: ¡id ahora a cumplirlo, en nombre de vuestro rey, de vuestra tierra y la alianza de amistad!

Los hombres golpearon las lanzas contra el brocal de los escudos.

—¡Éomer, hijo mío! Tú irás a la cabeza del primer éored—dijo Théoden—, que marchará en el centro detrás del estandarte real. Elfhelm, conduce a tu compañía hacia la derecha cuando hayamos pasado el muro. Y que Grimbold lleve la suya hacia la izquierda. Las compañías restantes seguirán a estas tres primeras, a medida que vayan llegando. Y allí donde encontréis hordas de enemigos, atacad. Otros planes no podemos hacer, pues ignoramos aún cómo están las cosas en el campo. ¡Adelante ahora, y que no os arredre la oscuridad!

 

La primera compañía partió tan rápidamente como pudo, pues pese a lo augurado por Wídfara, la oscuridad era todavía profunda. Merry iba montado en la grupa del caballo de Dernhelm, y mientras se sostenía con la mano izquierda, con la otra procuraba desenvainar la espada. Ahora sentía en carne viva cuánto había de verdad en las palabras del rey: ¿Qué harías tú, Meriadoc, en semejante batalla? «Lo que estoy haciendo, ni más ni menos», se dijo: «convertirme en un estorbo para un jinete, ¡y conseguir al menos mantenerme en la silla y no morir aplastado bajo los cascos!».

 

Una distancia de apenas una legua [5 kilómetros] los separaba del sitio donde antes se alzaban las murallas, y poco les llevó recorrerlas: demasiado poco para el gusto de Merry. Hubo gritos salvajes y algún ruido de armas, pero la escaramuza fue breve. Los orcos en actividad alrededor de las murallas eran poco numerosos, y tomados por sorpresa fue fácil abatirlos, o al menos obligarlos a retroceder. Ante la puerta en ruinas del norte del Rammas, el rey ordenó un nuevo alto. Tras él, y flanqueándolo por ambos lados, se detuvo el primer éored. Dernhelm continuaba cabalgando a pocos pasos del rey, pese a que la compañía de Elfhelm se había desviado a la derecha. Los hombres de Grimbold fueron hacia el este y un poco más lejos penetraron por una brecha en el muro.

Merry espió por detrás de la espalda de Dernhelm. A lo lejos, a diez millas [16 kilómetros] o quizá más, había un gran incendio; pero a media distancia las líneas de fuego ardían en una vasta media luna, y el cuerno más próximo estaba a sólo una legua [5 kilómetros] de las primeras filas de jinetes. Nada más distinguió el hobbit en la oscuridad de la llanura, ni vio por el momento ninguna esperanza de amanecer, ni sintió el más leve soplo de viento cambiante o no.

Ahora el ejército de Rohan avanzaba en silencio por los campos de Gondor, una corriente lenta pero continua, como la marea alta cuando irrumpe por las fisuras de un dique que se consideraba seguro. Pero el pensamiento y la voluntad del Capitán Negro estaban dedicados por entero al asedio y la destrucción de la ciudad, y hasta ese momento no había llegado a él ninguna noticia que anunciara una posible falla en sus planes.

Al cabo de cierto tiempo el rey desvió la cabalgata ligeramente hacia el este, para pasar entre los fuegos del asedio y los campos exteriores. Hasta allí habían avanzado sin encontrar resistencia, y Théoden no había dado aún ninguna señal. Por fin hicieron un último alto. Ahora la ciudad estaba cerca. El olor de los incendios flotaba en el aire, y la sombra misma de la muerte. Los caballos piafaban, inquietos. Pero el rey, inmóvil, montado en Crinblanca, contemplaba la agonía de Minas Tirith, como si la angustia o el terror lo hubieran paralizado. Parecía encogido, acobardado de pronto por la edad. Hasta Merry se sentía abrumado por el peso insoportable del horror y la duda. El corazón le latía lentamente. El tiempo parecía haberse detenido en la incertidumbre. ¡Habían llegado demasiado tarde! ¡Demasiado tarde era peor que nunca! Acaso Théoden estuviera a punto de ceder, de dejar caer la vieja cabeza, dar media vuelta, y huir furtivamente a esconderse en las colinas.

 

Entonces, de improviso, Merry sintió por fin, inequívoco, el cambio: el cambio de viento. ¡Le soplaba en la cara! Asomó una luz. Lejos, muy lejos en el sur, las nubes eran formas grises y remotas que se amontonaban flotando a la deriva: más allá se abría la mañana.

Pero en ese mismo instante hubo un resplandor, como si un rayo hubiese salido de las entrañas mismas de la tierra, bajo la ciudad. Durante un segundo vieron la forma incandescente, enceguecedora y lejana en blanco y negro, y la torre más alta resplandeció como una aguja rutilante; y un momento después, cuando volvió a cerrarse la oscuridad, un trueno ensordecedor y prolongado llegó desde los campos.

Como al conjuro de aquel ruido atronador, la figura encorvada del rey se enderezó súbitamente. Y otra vez se le vio en la montura alto y orgulloso; e irguiéndose sobre los estribos gritó, con una voz más fuerte y clara que la que oyera jamás ningún mortal:

 

¡De pie, de pie, jinetes de Théoden!

Un momento cruel se avecina: ¡fuego y matanza!

Trepidarán las lanzas, volarán en añicos los escudos,

¡un día de la espada, un día rojo, antes que llegue el alba!

¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor![15]

 

Y al decir esto, tomó un gran cuerno de las manos de Guthlaf, el portaestandarte, y lo sopló con tal fuerza que el cuerno se quebró. Y al instante se elevaron juntas las voces de todos los cuernos del ejército, y el sonido de los cuernos de Rohan en esa hora fue como una tempestad sobre la llanura y como un trueno en las montañas.

 

¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor!

 

De pronto, a una orden del rey, Crinblanca se lanzó hacia adelante. Detrás de él el estandarte flameaba al viento: un caballo blanco en un campo verde: pero Théoden ya se alejaba. En pos del rey galopaban los jinetes de la escolta, pero ninguno lograba darle alcance. Con ellos galopaba Éomer, y la crin blanca de la cimera del yelmo le flotaba al viento, y la vanguardia del primer éored rugía como un oleaje embravecido al estrellarse contra las rocas de la orilla, pero nadie era tan rápido como el rey Théoden. Galopaba con un furor demente, como si la fervorosa sangre guerrera de sus antepasados le corriera por las venas en un fuego nuevo; y transportado por Crinblanca parecía un dios de la antigüedad, el propio Oromë el Grande, se hubiera dicho, en la batalla de los valar, cuando el mundo era joven.[16] El escudo de oro resplandecía y centelleaba como una imagen del sol, y la hierba reverdecía alrededor de las patas del caballo. Pues llegaba la mañana, la mañana y un viento del mar; y ya se disipaban las tinieblas; y los hombres de Mordor gemían, y conocían el pánico, y huían y morían, y los cascos de la ira pasaban sobre ellos. Y de pronto los ejércitos de Rohan rompieron a cantar, y cantaban mientras mataban, pues el júbilo de la batalla estaba en todos ellos, y los sonidos de ese canto que era hermoso y terrible llegaron aún a la ciudad.

 


LII.LA TORRE DE CIRITH UNGOL

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO I

Sam se levantó trabajosamente del suelo. Por un momento no supo dónde se encontraba, pero luego toda la angustia y la desesperación volvieron a él. Estaba en las tinieblas, ante la puerta subterránea de la fortaleza de los orcos; y los batientes de bronce continuaban cerrados. Sin duda había caído aturdido al abalanzarse contra la puerta; pero cuánto tiempo había permanecido allí, tendido en el suelo, no lo sabía. Entonces había sentido un fuego de furia y desesperación; ahora tenía frío y tiritaba. Se escurrió hasta la puerta y apoyó el oído.

Dentro, lejanos e indistintos, oyó los clamores de los orcos; pero pronto callaron o se alejaron y todo quedó en silencio. Le dolía la cabeza y veía luces fantasmales en la oscuridad, pero trató de serenarse y reflexionar. Era evidente, en todo caso, que no tenía ninguna esperanza de entrar en la fortaleza por aquella puerta: quizá tuviera que esperar allí días y días antes que se abriese, y él no podía esperar: el tiempo era desesperadamente precioso. Y ahora ya no dudaba acerca de lo que tenía que hacer: salvar a su amo, o perecer en el intento.

«Que perezca es lo más probable, y además mucho más fácil», se dijo, taciturno, mientras envainaba a Dardo y se alejaba de la puerta de bronce. Lentamente a tientas volvió sobre sus pasos a lo largo de la galería oscura, sin atreverse a usar la luz élfica; y en camino, trató de recordar los hechos del viaje, desde que partiera con Frodo de la Encrucijada. Se preguntó qué hora sería. «Algún momento del tiempo entre un día y otro», pensó, pero hasta de los días había perdido la cuenta. Estaba en un país de tinieblas en que los días del mundo parecían olvidados, y todos quienes entraban en él también eran olvidados.

«Me pregunto si alguna vez se acuerdan de nosotros», dijo, «y qué les estará pasando a todos ellos, allá lejos». Movió la mano señalando vagamente adelante; pero en realidad ahora, al volver al túnel de Ella-Laraña, caminaba hacia el sur, no hacia el oeste. En el oeste, en el mundo de fuera, era casi el mediodía del decimocuarto día de marzo, según el calendario de La Comarca, y en aquel momento Aragorn conducía la flota negra desde Pelargir, y Merry cabalgaba con los rohirrim a lo largo del valle de las Carretas de Piedras, mientras en Minas Tirith se multiplicaban las llamas, y Pippin veía crecer la locura en los ojos de Denethor. No obstante, en medio de tantas preocupaciones y temores, una y otra vez los pensamientos de los compañeros se volvían a Frodo y a Sam. No los habían olvidado. Pero estaban lejos, más allá de toda posible ayuda, y ningún pensamiento podía socorrer aún a Samsagaz hijo de Hamfast; estaba completamente solo.

 

Regresó por fin a la puerta de piedra de la galería de los orcos, y al no descubrir tampoco ahora el mecanismo o el cerrojo que la retenía, la escaló como la primera vez, y se dejó caer en el suelo del otro lado. Luego fue furtivamente a la salida del túnel de Ella-Laraña, donde aún flotaban los andrajos de la tela enorme, oscilando en el aire frío. Frío le pareció a Sam después de las tinieblas fétidas que acababa de dejar atrás; pero lo respiró y se sintió reanimado. Avanzando con cautela, salió al aire libre.

Todo alrededor la calma era ominosa. La luz brillaba apenas, como en el crepúsculo de un día sombrío. Los grandes vapores que brotaban de Mordor y se alejaban en estelas hacia el oeste flotaban a baja altura, apenas por encima de la cabeza del hobbit, una marejada de nubes y humo iluminada de tanto en tanto desde abajo por un lúgubre resplandor rojizo.

Sam alzó la cabeza hacia la torre, y en las ventanas estrechas vio de pronto unas luces que se asomaban, como pequeños ojos rojos. Se preguntó si se trataría de una señal. El miedo que les tenía a los orcos, olvidado por algún tiempo en la furia y la desesperación, volvió a él. No le quedaba en apariencia sino un solo camino: seguir adelante y tratar de descubrir la entrada principal de la torre terrible, pero las rodillas le flaqueaban, y descubrió que estaba temblando. Apartó la mirada de la torre y de los cuernos del desfiladero que se alzaban ante él, y obligó a los pies a que le obedecieran, y lentamente, aguzando los oídos, escudriñando las sombras negras de las rocas que flanqueaban el sendero, volvió sobre sus pasos, dejó atrás el sitio en que cayera Frodo, y donde aún persistía el hedor de Ella-Laraña, y continuó subiendo hasta encontrarse otra vez en la misma hendidura donde se había puesto el Anillo y de donde viera pasar la compañía de Shagrat.

Allí se detuvo y se sentó. Por el momento no contaba con fuerzas para ir más lejos. Sentía que una vez que hubiera dejado atrás la cresta del desfiladero y diera un paso hollando al fin el suelo mismo de Mordor, ese paso sería irrevocable. Nunca más podría regresar. Sin ninguna intención precisa sacó el Anillo y se lo volvió a poner. Al instante sintió el peso abrumador de la carga, y otra vez, y ahora más poderoso y apremiante que nunca, la malicia del Ojo de Mordor, escudriñando, tratando de traspasar las sombras que él mismo había creado para defenderse, pero que ahora sólo le traían inquietud y dudas.

Como la primera vez, Sam advirtió que el oído se le había agudizado, pero que las cosas visibles de este mundo eran vagas y borrosas. Las paredes de piedra del sendero le parecían pálidas, como si las viera a través de una bruma, pero en cambio oía a lo lejos el desconsolado burbujeo de Ella-Laraña; y ásperos y claros, y al parecer muy próximos, oyó gritos y un fragor de metales. Se levantó de un salto y se aplastó contra el muro que bordeaba el sendero. Se alegró de tener puesto el Anillo, porque otra compañía de orcos se acercaba. O eso le pareció al principio. De pronto cayó en la cuenta de que no era así, que el oído lo había engañado: los gritos de los orcos provenían de la torre, cuyo cuerno más elevado se alzaba ahora en línea recta por encima de él, a la izquierda del desfiladero.

Sam se estremeció y trató de obligarse a avanzar. Era evidente que allá arriba estaba ocurriendo algo diabólico. Tal vez los orcos, pese a todas las órdenes, se habían dejado llevar por la crueldad y estaban torturando a Frodo, o hasta cortándolo en pedazos, como salvajes que eran. Escuchó, y un rayo de esperanza llegó a él. No cabía ninguna duda: había lucha en la torre, los orcos estaban en guerra unos contra otros, la rivalidad entre Shagrat y Gorbag había llegado a los golpes. Por débil que fuera, la esperanza de esta conjetura bastó para reconfortarlo. Quizás había aún una posibilidad. El amor que sentía por Frodo se alzó por encima de todos los otros pensamientos, y olvidando el peligro gritó con voz fuerte: —¡Ya voy, señor Frodo!

Corrió por el sendero ascendente y pasó la cresta. Allí el camino doblaba a la izquierda y se hundía en una pendiente brusca. Sam había entrado en Mordor.

 

Se quitó el Anillo del dedo, inspirado quizá por alguna misteriosa premonición de peligro, aunque a sí mismo se dijo solamente que deseaba ver con mayor claridad. —Más vale que eche una mirada a lo peor—murmuró—. ¡No es prudente andar a tientas en una niebla!

Duro, cruel y áspero era el paisaje que se mostró a los ojos del hobbit. A sus pies, la cresta más alta de Ephel Dúath se precipitaba en riscos enormes y escarpados a un valle sombrío; y del otro lado asomaba una cresta mucho más baja, de bordes mellados y dentados y rocas puntiagudas que a la luz roja del fondo parecían colmillos negros: era el siniestro Morgai, la más interior de las empalizadas naturales que defendían el país. A lo lejos, pero casi en línea recta, más allá de un vasto lago de oscuridad moteado de fuegos diminutos, se veía el resplandor de un gran incendio; y de él se elevaban en remolinos inquietos unas enormes columnas de humo, de color rojo polvoriento en las raíces, y negras donde se fundían con el palio de nubes abultadas que cubría la tierra maldita.

Lo que Sam contemplaba era el Orodruin, la montaña de fuego, Una y otra vez los hornos encendidos en el fondo abismal del cono de ceniza se calentaban al rojo, y entonces la montaña se henchía y rugía como una marea tempestuosa, y derramaba por las grietas de los flancos ríos de roca derretida. Algunos corrían incandescentes hacia Barad-dûr a lo largo de canales profundos; otros se abrían paso a través de la llanura pedregosa, hasta que se enfriaban y yacían como retorcidas figuras de dragones vomitadas por la tierra atormentada. En esa hora de trabajos, contemplaba Sam el monte del Destino, y la luz oculta detrás de la mole enorme de los Ephel Dúath para quienes subían desde el oeste, se volcaba ahora resplandeciendo sobre las caras desnudas de las rocas, que parecían tintas en sangre.

En aquella luz terrible, Sam se detuvo horrorizado, pues ahora, mirando a la izquierda, veía en todo su poderío la torre de Cirith Ungol. El cuerno que había visto desde el otro lado no era sino la atalaya más alta. La fachada oriental tenía tres grandes niveles; el primero se extendía allá abajo en un espolón de la pared rocosa; la cara posterior se apoyaba en un acantilado, del que emergían bastiones puntiagudos y superpuestos, más pequeños a medida que la torre ganaba altura, y los flancos casi verticales de buena albañilería miraban al noreste y al sudeste. Alrededor del nivel inferior, doscientos pies por debajo de Sam, un muro almenado cercaba un patio estrecho. La puerta de la fortaleza, en la pared más cercana, la que miraba al sudeste, se abría a un camino ancho, cuyo parapeto exterior corría al borde de un precipicio, y luego de doblar hacia el sur serpeaba cuesta abajo en la oscuridad y alcanzaba la ruta que llevaba al Paso de Morgul. Y desde allí cruzaba por una grieta del Morgai e iba a desembocar en el valle de Gorgoroth hasta llegar a Barad-dûr. La senda en que Sam estaba descendía en algunos trechos mediante tramos de escalones tallados en la roca, en otros por un sendero empinado, para unirse al camino principal bajo los muros amenazantes próximos a la puerta de la torre.

Al observarla Sam comprendió de pronto, casi con un sobresalto, que aquella fortaleza había sido construida no para impedir que los enemigos entrasen en Mordor, sino para retenerlos dentro. Era en verdad una de las antiguas obras de Gondor, un puesto oriental de avanzada de las defensas de Ithilien, edificado luego de la Alianza, cuando los hombres de Oesternesse vigilaban el maléfico país de Sauron, donde todavía acechaban muchas criaturas. Pero aquí como en Narchost y Carchost, las Torres de los Dientes, la vigilancia se había debilitado, y la traición había entregado la torre al señor de los espectros del Anillo; y ahora, desde hacía largos años, estaba en manos de seres maléficos. Al retornar a Mordor, Sauron la había considerado útil, pues, aunque no tenía muchos servidores, le sobraban en cambio los esclavos sometidos por el terror; y ahora, como antaño, el propósito principal de la torre era impedir que huyesen de Mordor. Pero si un enemigo era tan temerario como para tratar de introducirse secretamente en el país, entonces la torre era también una atalaya última y siempre alerta contra cualquiera que lograse burlar la vigilancia de Morgul y de Ella-Laraña.

La torre de Cirith Ungol por Alan Lee


Sam entendía muy bien que deslizarse por debajo de aquellos muros de muchos ojos y evitar la vigilancia de la puerta era del todo imposible. Y aún si entraba, no podría llegar muy lejos: el camino del otro lado de la puerta estaba vigilado, y ni las sombras negras agazapadas en los recovecos donde no llegaba la luz roja lo protegerían durante mucho tiempo de los orcos. Pero por desesperado que fuera aquel camino, la empresa que ahora le aguardaba era mucho peor: no evitar la puerta y escapar, sino trasponerla, a solas.

 

Pensó por un momento en el Anillo, pero no encontró en él ningún consuelo, sólo peligro y miedo. Tan pronto como viera el monte del Destino, ardiendo en lontananza, había notado un cambio en el Anillo. A medida que se acercaba a los grandes hornos donde fuera forjado y modelado, en los abismos del tiempo, el poder del Anillo aumentaba, y se volvía cada vez más maligno, indomable excepto quizá para alguien de una voluntad muy poderosa. Y aunque no lo llevaba en el dedo, sino colgado del cuello en una cadena, Sam mismo se sentía como agigantado, como envuelto en una enorme y deformada sombra de sí mismo, una amenaza funesta suspendida sobre los muros de Mordor. Sabía que en adelante no le quedaba sino una alternativa: resistirse a usar el Anillo, por mucho que lo atormentase; o reclamarlo, y desafiar el poder aposentado en la fortaleza oscura del otro lado del valle de las sombras. El Anillo lo tentaba ya, carcomiéndole la voluntad y la razón. Fantasías descabelladas le invadían la mente; y veía a Samsagaz el Fuerte, el Héroe de la Era, avanzando con una espada flamígera a través de la tierra tenebrosa, y los ejércitos acudían a su llamada mientras corría a derrocar el poder de Barad-dûr. Entonces se disipaban todas las nubes, y el sol blanco volvía a brillar, y a una orden de Sam el valle de Gorgoroth se transformaba en un jardín de muchas flores, donde los árboles daban frutos. No tenía más que ponerse el Anillo en el dedo, y reclamarlo, y todo aquello podría convertirse en realidad.

En aquella hora de prueba fue sobre todo el amor a Frodo lo que le ayudó a mantenerse firme; y además conservaba aún, en lo más hondo de sí mismo, el indomable sentido común de los hobbits: bien sabía que no estaba hecho para cargar semejante fardo aún en el caso de que aquellas visiones de grandeza no fueran sólo un señuelo. El pequeño jardín de un jardinero libre era lo único que respondía a los gustos y a las necesidades de Sam; no un jardín agigantado hasta las dimensiones de un reino; el trabajo de sus propias manos, no las manos de otros bajo sus órdenes.

«Y además todas estas fantasías no son más que una trampa», se dijo. «Me descubriría y caería sobre mí, antes que yo pudiera gritar. Si ahora me pusiera el Anillo me descubriría, y muy rápidamente, en Mordor. Y bien, todo cuanto puedo decir es que la situación me parece tan desesperada como una helada en primavera. ¡Justo cuando hacerme invisible podría ser realmente útil, no puedo utilizar el Anillo! Y si encuentro alguna vez un modo de seguir adelante, no será más que un estorbo, y una carga más pesada a cada paso. ¿Qué tengo que hacer, entonces?»

En el fondo, no le quedaba a Sam ninguna duda. Sabía que tenía que bajar hasta la puerta, y sin más dilación. Con un encogimiento de hombros, como para ahuyentar las sombras y alejar a los fantasmas, comenzó lentamente el descenso. A cada paso se sentía más pequeño. No había avanzado mucho, y ya era otra vez un hobbit disminuido y aterrorizado. Ahora pasaba justo por debajo del muro de la torre, y sus oídos naturales escuchaban claramente los gritos y el fragor de la lucha. En aquel momento los ruidos parecían venir del patio detrás del muro exterior.

 

Sam había recorrido casi la mitad del camino, cuando dos orcos aparecieron corriendo en el portal oscuro y salieron al resplandor rojo. No se volvieron a mirarlo. Iban hacia el camino principal; pero en plena carrera se tambalearon y cayeron al suelo, y allí se quedaron tendidos e inmóviles. Sam no había visto flechas, pero supuso que habían sido abatidos por otros orcos apostados en los muros o escondidos a la sombra del portal. Siguió avanzando, pegado al muro de la izquierda. Una sola mirada le había bastado para comprender que no tenía ninguna esperanza de escalarlo. La pared de piedra, sin grietas ni salientes, tenía unos treinta pies [10 metros] de altura, y culminaba en un alero de gradas invertidas. La puerta era el único camino.

Continuó adelante, sigilosamente, preguntándose cuántos orcos vivirían en la torre junto con Shagrat, y con cuántos contaría Gorbag, y cuál sería el motivo de la pelea, si en verdad era una pelea. Le había parecido que la compañía de Shagrat estaba compuesta de unos cuarenta orcos, y la de Gorbag de más del doble; pero la patrulla de Shagrat no era por supuesto más que una parte de la guarnición. Casi con seguridad estaban disputando a causa de Frodo y del botín. Sam se detuvo un segundo, pues de pronto las cosas le parecieron claras, casi como si las tuviera delante de los ojos. ¡La cota de malla de mithril! Frodo, como es natural, la llevaba puesta, y los orcos tenían que haberla descubierto. Y por lo que Sam había oído, Gorbag la codiciaba. Pero las órdenes de la Torre Oscura eran por ahora la única protección de Frodo, y en caso de que fueran desacatadas, Frodo podía morir en cualquier momento.

«¡Adelante, miserable holgazán!», se increpó Sam. «¡A la carga!» Desenvainó a Dardo y se precipitó hacia la puerta. Pero en el preciso momento en que estaba a punto de pasar bajo la gran arcada, sintió un choque: como si hubiese tropezado con una especie de tela parecida a la de Ella-Laraña, pero invisible. No veía ningún obstáculo, y sin embargo algo demasiado poderoso le cerraba el camino. Miró alrededor, y entonces, a la sombra de la puerta, vio a los dos centinelas.

Eran como grandes figuras sentadas en tronos. Cada una de ellas tenía tres cuerpos unidos, coronados por tres cabezas que miraban adentro, afuera, y al portal. Las caras eran de buitre, y las manos que apoyaban sobre las rodillas eran como garras. Parecían esculpidos en enormes bloques de piedra: impasibles, pero a la vez vigilantes: algún espíritu maléfico y alerta habitaba en ellos. Reconocían a un enemigo: visible o invisible, ninguno escapaba. Le impedían la entrada, o la fuga.

Sam tomó aliento y se lanzó una vez más hacia adelante, pero se detuvo en seco, trastabillando como si le hubiesen asestado un golpe en el pecho y en la cabeza. Entonces, en un arranque de audacia, porque no se le ocurría ninguna otra solución, inspirado por una idea repentina, sacó con lentitud el frasco de Galadriel y lo levantó. La luz blanca se avivó rápidamente, dispersando las sombras bajo la arcada oscura. Allí estaban, frías e inmóviles, las figuras monstruosas de los centinelas. Por un instante vislumbró un centelleo en las piedras negras de los ojos, de una malignidad sobrecogedora, pero poco a poco sintió que la voluntad de los centinelas empezaba a flaquear y se desmoronaba en miedo.

Pasó de un salto por delante de ellos, pero en ese instante, mientras volvía a guardar el frasco en el pecho, sintió tan claramente como si una barra de acero hubiera descendido de golpe detrás de él, que habían redoblado la vigilancia. Y de las cabezas maléficas brotó un alarido estridente que retumbó en los muros. Y como una señal de respuesta resonó lejos, en lo alto, una campanada única.

 

—¡Bueno, bueno!—dijo Sam—. ¡Parece que he llamado a la puerta principal! ¡Pues bien, a ver si acude alguien!—gritó—. ¡Anunciadle al capitán Shagrat que ha llamado el gran guerrero elfo, y que trae consigo la espada élfica!

Ninguna respuesta. Sam se adelantó a grandes pasos. Dardo le centelleaba en la mano con una luz azul. Las sombras eran profundas en el patio, pero alcanzó a ver que el pavimento estaba sembrado de cadáveres. Justo a sus pies yacían dos arqueros orcos apuñalados por la espalda. Un poco más lejos había muchos más, algunos aparte, como abatidos por una estocada o un flechazo, otros en parejas, como sorprendidos en plena lucha, muertos en el acto mismo de apuñalar, estrangular, morder. Los pies resbalaban en las piedras, cubiertas de sangre negra.

Sam notó que había dos uniformes diferentes, uno marcado con la insignia del Ojo Rojo, el otro con una luna desfigurada en una horrible efigie de la muerte; pero no se detuvo a observarlos más de cerca. Del otro lado del patio, al pie de la torre, vio una puerta grande; estaba entreabierta y por ella salía una luz roja; un orco corpulento yacía sin vida en el umbral. Sam saltó por encima del cadáver y entró; y entonces miró alrededor, desorientado.

Un corredor amplio y resonante conducía otra vez desde la puerta al flanco de la montaña. Estaba iluminado por la lumbre incierta de unas antorchas en los tederos de los muros, y el fondo se perdía en las tinieblas. A uno y otro lado había numerosas puertas y aberturas; pero salvo dos o tres cuerpos más tendidos en el suelo el corredor estaba vacío. Por lo que había oído de la conversación de los capitanes, Sam sabía que vivo o muerto era probable que Frodo se encontrase en una estancia de la atalaya más alta; pero quizás él tuviera que buscar un día entero antes de encontrar el camino.

«Supongo que ha de estar en la parte de atrás», murmuró. «Toda la torre crece hacia atrás. Y de cualquier modo convendrá que siga esas luces.»

Avanzó por el corredor, pero ahora con lentitud; cada paso era más trabajoso que el anterior. El terror volvía a dominarlo. No oía otro ruido que el roce de sus pies, que parecía crecer y resonar como palmadas gigantescas sobre las piedras. Los cuerpos sin vida; el vacío; las paredes negras y húmedas que a la luz de las antorchas parecían rezumar sangre; el temor de que una muerte súbita lo acechase detrás de cada puerta, en cada sombra; y la imagen siempre presente de los centinelas siniestros que custodiaban la entrada: era casi más de lo que Sam se sentía capaz de afrontar. Una lucha (con no demasiados adversarios a la vez), hubiera sido preferible a aquella incertidumbre espantosa. Hizo un esfuerzo por pensar en Frodo, que en alguna parte de este sitio terrible yacía dolorido o muerto. Continuó avanzando.

Había dejado atrás las antorchas, y llegado casi a una gran puerta abovedada en el fondo del corredor (la cara interna de la puerta subterránea, adivinó), cuando desde lo alto se elevó un grito aterrador y sofocado. Sam se detuvo en seco. En seguida oyó pasos que se acercaban. Allí, justo por encima de él, alguien bajaba de prisa una escalera.

La voluntad de Sam, lenta y debilitada, no pudo contener el movimiento de la mano: tironeando de la cadena, aferró el Anillo. Pero no llegó a ponérselo en el dedo, pues en el preciso instante en que lo apretaba contra el pecho, un orco saltó de un vano oscuro a la derecha, y se precipitó hacia él. Cuando estuvo a no más de seis pasos de distancia, levantó la cabeza y descubrió a Sam. Sam oyó la respiración jadeante del orco, y vio el fulgor de los ojos inyectados en sangre. El orco se detuvo, despavorido. Porque lo que vio no fue un hobbit pequeño y asustado tratando de sostener con mano firme una espada: vio una gran forma silenciosa, embozada en una sombra gris, que se erguía ante él a la trémula luz de las antorchas; en una mano esgrimía una espada, cuya sola luz era un dolor lacerante; la otra la tenía apretada contra el pecho, escondiendo alguna amenaza innominada de poder y destrucción.

El orco se agazapó un momento, y en seguida, con un alarido espeluznante dio media vuelta y huyó por donde había venido. Jamás un perro a la vista de la inesperada fuga de un adversario con el rabo entre las piernas se sintió más envalentonado que Sam en aquel momento. Con un grito de triunfo, partió en persecución del fugitivo.

—¡Sí! ¡El guerrero elfo anda suelto!—exclamó—. Ya voy y te alcanzo. ¡O me indicas el camino para subir, o te desuello!

Pero el orco estaba en su propia guarida, era ágil, y corría bien. Sam era un extraño, y estaba hambriento y cansado. La escalera subía en espiral, alta y empinada. Sam empezó a respirar con dificultad. Y el orco no tardó en desaparecer, y ya sólo se oía, cada vez más débil, el golpeteo de los pies que corrían y trepaban. De tanto en tanto el orco lanzaba un grito y el eco resonaba en las paredes. Pero poco a poco los pasos se perdieron a lo lejos.

Sam avanzaba pesadamente. Tenía la impresión de estar en el buen camino y esto le daba nuevos ánimos. Soltó el Anillo y se ajustó el cinturón. —¡Bravo!—dijo—. Si a todos les disgustamos tanto, Dardo y yo, las cosas pueden terminar mejor de lo que yo pensaba. En todo caso, parece que Shagrat, Gorbag y compañía han hecho casi todo mi trabajo. ¡Fuera de esa rata asustada, creo que no queda nadie con vida en este lugar!

Y entonces se detuvo bruscamente como si se hubiese golpeado la cabeza contra el muro de piedra. De pronto, con la fuerza de un golpe, entendió lo que acababa de decir. ¡No queda nadie con vida! ¿De quién había sido entonces aquel escalofriante grito de agonía? —¡Frodo, Frodo! ¡Mi amo!—gritó, casi sollozando—. Si te han matado ¿qué haré? Bueno, estoy llegando al final, a la cúspide, y veré lo que haya que ver.

 

Subía y subía. Salvo una que otra antorcha encendida en un recodo de la escalera, o junto a una de las entradas que conducían a los niveles superiores de la torre, todo era oscuridad. Sam trató de contar los peldaños, pero después de los doscientos perdió la cuenta. Ahora avanzaba con sigilo, pues creía oír unas voces que hablaban un poco más arriba. Al parecer, quedaba con vida más de una rata.

De pronto, cuando empezaba a sentir que le faltaba el aliento, que las rodillas no le obedecían, la escalera terminó. Sam se quedó muy quieto. Las voces se oían ahora fuertes y cercanas. Miró a su alrededor. Había subido hasta el techo plano del tercer nivel, el más elevado de la torre: un espacio abierto de unas veinte yardas [18 metros] de lado, rodeado de un parapeto bajo. En el centro mismo de la terraza desembocaba la escalera, cubierta por una cámara pequeña y abovedada, con puertas bajas orientadas al este y al oeste. Abajo, hacia el este, Sam vio la llanura dilatada y sombría de Mordor, y a lo lejos la montaña incandescente. Una nueva marejada hervía ahora en los cauces profundos, y los ríos de fuego ardían tan vivamente que aún a muchas millas de distancia iluminaban la torre con un resplandor bermejo. La base de la torre de atalaya, cuyo cuerno superaba en altura las crestas de las colinas próximas, ocultaba el oeste. En una de las troneras brillaba una luz. La puerta asomaba a no más de diez yardas [9 metros] de Sam. Estaba en tinieblas pero abierta, y de allí, de la oscuridad, venían las voces.

Al principio Sam no les prestó atención; dio un paso hacia afuera por la puerta del este y miró alrededor. Al instante advirtió que allá arriba la lucha había sido más cruenta. El patio estaba atiborrado de cadáveres, cabezas y miembros de orcos mutilados. Un olor a muerte flotaba en el lugar. Se oyó un gruñido, seguido de un golpe y un grito, y Sam buscó de prisa un escondite. Una voz de orco se elevó, iracunda, y él la reconoció en seguida, áspera, brutal y fría: era Shagrat, capitán de la torre.

—¿Así que no volverás? ¡Maldito seas, Snaga, gusano infecto! Te equivocas si crees que estoy tan estropeado como para que puedas burlarte de mí. Ven, y te arrancaré los ojos, como se los acabo de arrancar a Radbug. Y cuando lleguen algunos muchachos de refuerzo, me ocuparé de ti: te mandaré a Ella-Laraña.

—No vendrán, no antes de que hayas muerto, en todo caso—respondió Snaga con acritud—. Te dije dos veces que los cerdos de Gorbag fueron los primeros en llegar a la puerta, y que de los nuestros no salió ninguno. Lagduf y Muzgash consiguieron escapar, pero los mataron. Lo vi desde una ventana, te lo aseguro. Y fueron los últimos.

—Entonces tienes que ir. De todos modos yo estoy obligado a quedarme. ¡Que los pozos negros se traguen a ese inmundo rebelde de Gorbag!—La voz de Shagrat se perdió en una retahíla de insultos y maldiciones. —Él se llevó la peor parte, pero consiguió apuñalarme antes que yo lo estrangulase. Irás, o te comeré vivo. Es preciso que las noticias lleguen a Lugbúrz, o los dos iremos a parar a los pozos negros. Sí, tú también. No creas que te salvarás escondiéndote aquí.

—No pienso volver a bajar por esa escalera—gruñó Snaga—, seas o no mi capitán. ¡Nooo! Y aparta las manos de tu cuchillo, o te ensartaré una flecha en las tripas. No serás capitán por mucho tiempo cuando ellos se enteren de todo lo que pasó. Combatí por la torre contra esas pestilentes ratas de Morgul, pero menudo desastre habéis provocado vosotros dos, valientes capitanes, al disputaros el botín.

—Ya has dicho bastante—gruñó Shagrat—. Yo tenía órdenes. Fue Gorbag quien empezó, al tratar de birlarme la bonita camisa.

—Sí, pero tú lo sacaste de sus casillas, con tus aires de superioridad. Y, de todos modos, él fue más sensato que tú. Te dijo más de una vez que el más peligroso de estos espías todavía anda suelto, y no quisiste escucharlo. Y ahora tampoco quieres escuchar. Te digo que Gorbag tenía razón. Hay un gran guerrero que anda merodeando por aquí, uno de esos elfos sanguinarios, o uno de esos tarcos inmundos. Te digo que viene hacia aquí. Has oído la campana. Pudo eludir a los centinelas, y eso es cosa de tarcos. Está en la escalera. Y hasta que no salga de allí, no pienso bajar. Ni aunque fuera un nazgûl lo haría.

—Con que esas tenemos ¿eh?—aulló Shagrat—. ¿Harás esto, y no harás aquello? ¿Y cuando llegue, saldrás disparado y me abandonarás? ¡No, no lo harás! ¡Antes te llenaré la panza de agujeros rojos!

Por la puerta de la torre de atalaya salió volando Snaga, el orco más pequeño. Y detrás de él apareció Shagrat, un orco enorme cuyos largos brazos, al correr encorvado, tocaban el suelo. Pero uno de los brazos le colgaba inerte, y parecía estar sangrando; con el otro apretaba un gran bulto negro. Desde detrás de la puerta de la escalera, Sam alcanzó a ver a la luz roja la cara maligna del orco: estaba marcada como por garras afiladas y embadurnada de sangre; de los colmillos salientes le goteaba la baba; la boca gruñía como un animal.

Por lo que Sam pudo ver, Shagrat persiguió a Snaga alrededor del techo hasta que el orco más pequeño se agachó y logró esquivarlo; dando un alarido, corrió hacia la torre y desapareció. Shagrat se detuvo. Desde la puerta que miraba al este, Sam lo veía ahora junto al parapeto, jadeando, abriendo y cerrando débilmente la garra izquierda. Dejó el bulto en el suelo, y con la garra derecha extrajo un gran cuchillo rojo y escupió sobre él. Fue hasta el parapeto, e inclinándose se asomó al lejano patio exterior. Gritó dos veces pero no le respondieron.

De pronto, mientras Shagrat seguía inclinado sobre la almena, de espaldas al techo, Sam vio con asombro que uno de los supuestos cadáveres empezaba a moverse: se arrastraba. Estiró una garra y tomó el bulto. Se levantó, tambaleándose. La otra mano empuñaba una lanza de punta ancha y mango corto y quebrado. La alzó preparándose para asestar una estocada mortal. De pronto, un siseo se le escapó entre los dientes, un jadeo de dolor o de odio. Rápido como una serpiente Shagrat se hizo a un lado, dio media vuelta y hundió el cuchillo en la garganta del enemigo.

—¡Te pesqué, Gorbag!—vociferó—. No estabas muerto del todo ¿eh? Bueno, ahora completaré mi obra. —Saltó sobre el cuerpo caído, pateándolo y pisoteándolo con furia, mientras se agachaba una y otra vez para acuchillarlo. Satisfecho al fin, levantó la cabeza con un horrible y gutural alarido de triunfo. Lamió el puñal, se lo puso entre los dientes, y recogiendo el bulto se encaminó cojeando hacia la puerta más cercana de la escalera.

Sam no tuvo tiempo de reflexionar. Hubiera podido escabullirse por la otra puerta, pero difícilmente sin ser visto; y no hubiera podido jugar mucho tiempo al escondite con aquel orco abominable. Hizo sin duda lo mejor que podía hacer en aquellas circunstancias. Dio un grito, y salió de un salto al encuentro de Shagrat. Aunque ya no lo apretaba contra el pecho, el Anillo estaba presente: un poder oculto, una amenaza para los esclavos de Mordor; y en la mano tenía a Dardo, cuya luz hería los ojos del orco como el centelleo de las estrellas crueles en los temibles países élficos, y que se aparecían a los de su raza en unas pesadillas de terror helado. Y Shagrat no podía pelear y retener al mismo tiempo el tesoro. Se detuvo, gruñendo, mostrando los colmillos. Entonces una vez más, a la manera de los orcos, saltó a un lado, y utilizando el pesado bulto como arma y escudo, en el momento en que Sam se abalanzaba sobre él, se lo arrojó con fuerza a la cara. Sam trastabilló, y antes que pudiera recuperarse, Shagrat corría ya escaleras abajo.

Sam se precipitó detrás maldiciendo, pero no llegó muy lejos. Pronto le volvió a la mente el pensamiento de Frodo, y recordó que el otro orco había entrado en la torre. Se encontraba ante otra terrible disyuntiva, y no era tiempo de ponerse a pensar. Si Shagrat lograba huir, pronto regresaría con refuerzos. Pero si Sam lo perseguía, el otro orco podía cometer entre tanto alguna atrocidad. Y de todos modos, quizá Sam no alcanzara a Shagrat, o quizás él lo matara. Se volvió con presteza y corrió escaleras arriba. «Me imagino que he vuelto a equivocarme», suspiró. «Pero ante todo tengo que subir a la cúspide pase lo que pase.»

Allá abajo Shagrat descendió saltando las escaleras, cruzó el patio y traspuso la puerta, siempre llevando la preciosa carga. Si Sam hubiera podido verlo e imaginarse las tribulaciones que desencadenaría esta fuga, quizás habría vacilado. Pero ahora estaba resuelto a proseguir la busca hasta el fin. Se acercó con cautela a la puerta de la torre y entró. Dentro, todo era oscuridad. Pero pronto la mirada alerta del hobbit distinguió una luz tenue a la derecha. Venía de una abertura que daba a otra escalera estrecha y oscura: y parecía subir en espiral alrededor de la pared exterior de la torre. Arriba, en algún lugar, brillaba una antorcha.

Sam empezó a trepar en silencio. Llegó hasta la antorcha que vacilaba en lo alto de una puerta a la izquierda, frente a una tronera que miraba al oeste: uno de los ojos rojos que Frodo y él vieran desde abajo a la entrada del túnel. Pasó la puerta rápidamente y subió de prisa hasta la segunda rampa, temiendo a cada momento que lo atacaran o unos dedos lo estrangularan apretándole el cuello desde atrás. Se acercó a una ventana que miraba al este; otra puerta iluminada por una antorcha se abría a un corredor en el centro de la torre. La puerta estaba entornada y el corredor a oscuras, excepto por la lumbre de la antorcha y el resplandor rojo que se filtraba a través de la tronera. Pero aquí la escalera se interrumpía. Sam se deslizó por el corredor. A cada lado había una puerta baja; las dos estaban cerradas y trancadas. No se oía ningún ruido.

«Un callejón sin salida», masculló Sam, «¡después de tanto subir! No es posible que esta sea la cúspide de la torre. ¿Pero qué puedo hacer ahora?»

Volvió a todo correr a la rampa inferior y probó la puerta. No se movió. Subió otra vez corriendo; el sudor empezaba a gotearle por la cara. Sentía que cada minuto era precioso, pero uno a uno se le escapaban; y nada podía hacer. Ya no le preocupaba Shagrat ni Snaga ni ningún orco alguna vez nacido. Sólo quería encontrar a Frodo, volver a verle la cara, tocarle la mano.

Por fin, cansado y sintiéndose vencido, se sentó en un escalón, bajo el nivel del suelo del corredor, y hundió la cabeza entre las manos. El silencio era inquietante. La antorcha ya casi consumida chisporroteó y se extinguió; y las tinieblas lo envolvieron como una marea. De pronto, sorprendido él mismo, impulsado no sabía por qué pensamiento oculto, al término de aquella larga e infructuosa travesía, Sam se puso a cantar en voz baja.

En aquella torre fría y oscura la voz de Sam sonaba débil y temblorosa: la voz de un hobbit desesperanzado y exhausto que un orco nunca podría confundir con el canto claro de un señor de los elfos. Canturreó viejas tonadas infantiles de La Comarca, y fragmentos de los poemas del señor Bilbo que le venían a la memoria como visiones fugitivas del hogar. Y de pronto, como animado por una nueva fuerza, la voz de Sam vibró, improvisando palabras que se ajustaban a aquella tonada sencilla.

 

Quizá en el oeste, con la primavera

las aguas corren al sol,

dan brotes los árboles, las flores despiertan,

y alegre canta el pinzón.

O quizá sin nubes la noche se asoma

y se mecen en las hayas

élficas estrellas, como blancas joyas

en sus cabellos de ramas.

 

Aunque yazgo aquí, al final del viaje

en la oscuridad profunda,

allende las torres más fuertes y grandes

y las montañas abruptas

por sobre las sombras todavía el sol

cabalga entre las estrellas:

no termina el día, y no diré adiós

a las estrellas eternas.[17]

 

Más allá de todas las torres altas y poderosas—recomenzó, y se interrumpió de golpe. Creyó oír una voz lejana que le respondía. Pero ahora no oía nada. Sí, algo oía, pero no una voz: pasos que se acercaban. Arriba en el corredor se abrió una puerta: rechinaban los goznes. Sam se acurrucó, escuchando. La puerta se cerró con un golpe sordo; y la voz gruñona de un orco resonó en el corredor.

—¡Eh! ¡Tú ahí arriba, rata de albañal! Acaba con tus chillidos, o iré a arreglar cuentas contigo. ¿Me has oído?

No hubo respuesta.

—Está bien—refunfuñó Snaga—. De todos modos iré a echarte un vistazo, a ver en qué andas.

Los goznes volvieron a rechinar, y Sam, espiando desde el umbral del pasadizo, vio el parpadeo de una luz en un portal abierto, y la silueta imprecisa de un orco que se aproximaba. Parecía cargar una escalera de mano. Y de pronto comprendió: el acceso a la cámara más alta era una puerta trampa en el techo del corredor. Snaga lanzó la escalerilla hacia arriba, la afirmó, y trepó por ella hasta desaparecer. Sam lo oyó quitar un cerrojo. Luego la voz aborrecible habló de nuevo.

—¡Te quedas quieto, o las pagarás! Sospecho que ya no vivirás mucho; pero si no quieres que el baile empiece ahora mismo, cierra el pico, ¿me has oído? ¡Aquí va una muestra! —Y se oyó el restallido de un látigo.

Una furia repentina se encendió entonces en el corazón de Sam. Se levantó de un salto, corrió y trepó como un gato por la escalerilla. Asomó la cabeza en el suelo de una amplia cámara redonda. Una lámpara roja colgaba del techo; la tronera que miraba al este era alta y estaba oscura. En el suelo junto a la pared y bajo la ventana yacía una forma, y sobre ella, a horcajadas, se veía la figura negra de un orco. Levantó el látigo por segunda vez, pero el golpe nunca cayó.

Sam, Dardo en mano, lanzó un grito y entró en la habitación. El orco giró en redondo, pero antes que pudiera hacer un solo movimiento, Sam le cortó la mano que empuñaba el látigo. Aullando de dolor y de miedo, en un intento desesperado, el orco se arrojó de cabeza contra Sam. La estocada siguiente no dio en el blanco; Sam perdió el equilibrio y al caer hacia atrás se aferró al orco que se derrumbaba sobre él. Antes que pudiera incorporarse oyó un alarido y un golpe sordo. Mientras huía, el orco había chocado con el cabezal de la escalerilla, precipitándose por la abertura de la puerta trampa. Sam no se ocupó más de él. Corrió hacia la figura encogida en el suelo. Era Frodo.

 

Estaba desnudo, y yacía como desvanecido sobre un montón de trapos mugrientos; tenía el brazo levantado, protegiéndose la cabeza, y la huella cárdena de un latigazo le marcaba el flanco.

—¡Frodo! ¡Querido señor Frodo!—gritó Sam, casi cegado por las lágrimas—. ¡Soy Sam, he llegado!— Levantó a medias a su amo y lo estrechó contra el pecho. Frodo abrió los ojos.

—¿Todavía estoy soñando?—musitó—. Pero los otros sueños eran pavorosos.

—No, mi amo, no está soñando—dijo Sam—. Es real. Soy yo. He llegado.

—Casi no puedo creerlo—dijo Frodo, aferrándose a él—. ¡Había un orco con un látigo, y de pronto se transforma en Sam! Entonces, después de todo, no estaba soñando cuando oí cantar ahí abajo, y traté de responder. ¿Eras tú?

—Sí, señor Frodo, era yo. Casi había perdido las esperanzas. No podía encontrarlo a usted.

—Bueno, ahora me has encontrado, querido Sam—dijo Frodo, y se reclinó en los brazos afectuosos de Sam, y cerró los ojos como un niño que descansa tranquilo cuando una mano o una voz amada han ahuyentado los miedos de la noche.

Sam hubiera deseado permanecer así, eternamente feliz, hasta el fin del mundo: pero no le estaba permitido. No bastaba que hubiera encontrado a Frodo, todavía tenía que tratar de salvarlo. Le besó la frente.

—¡Vamos! ¡Despierte, señor Frodo!—dijo, procurando parecer tan animado como cuando en Bolsón Cerrado abría las cortinas de la alcoba en las mañanas de estío.

Frodo suspiró y se incorporó. —¿Dónde estamos? ¿Cómo llegué aquí?—preguntó.

—No hay tiempo para historias hasta que lleguemos a alguna otra parte, señor Frodo—dijo Sam—. Pero estamos en la cúspide de la torre que usted y yo vimos allá abajo, cerca del túnel, antes que los orcos lo capturasen. Cuánto tiempo hace de esto, no lo sé. Más de un día, sospecho.

—¿Nada más?—dijo Frodo—. Parece que fueran semanas. Si hay una oportunidad, tendrás que contármelo todo. Algo me golpeó ¿no es así? Y me hundí en las tinieblas y en sueños horripilantes, y al despertar descubrí que la realidad era peor aún. Estaba rodeado de orcos. Creo que me habían estado echando por la garganta algún brebaje inmundo y ardiente. La cabeza se me iba despejando, pero me sentía dolorido y agotado. Me desnudaron por completo, y luego vinieron dos bestias gigantescas y me interrogaron, me interrogaron hasta que creí volverme loco; y me acosaban, y se regodeaban viéndome sufrir, y mientras tanto acariciaban los cuchillos. Nunca podré olvidar aquellas garras, aquellos ojos.

—No los olvidará, si sigue hablando de ellos, señor Frodo—dijo Sam—. Si no queremos verlos otra vez, cuanto antes salgamos de aquí, mejor que mejor. ¿Puede caminar?

—Sí, puedo—dijo Frodo, mientras se ponía de pie con lentitud—. No estoy herido, Sam. Sólo que me siento muy fatigado, y me duele aquí. —Se tocó la nuca por encima del hombro izquierdo. Y cuando se irguió, Sam tuvo la impresión de que estaba envuelto en llamas: a la luz de la lámpara que pendía del techo la piel desnuda de Frodo tenía un tinte escarlata. Dos veces recorrió Frodo la habitación de extremo a extremo.

»¡Me siento mejor!—dijo, un tanto reanimado—. No me atrevía ni a moverme cuando me dejaban solo, pues en seguida venía uno de los guardias. Hasta que comenzó la pelea y el griterío. Los dos brutos grandes: se peleaban, creo. Por mí o por mis cosas. Y yo yacía allí, aterrorizado. Y luego siguió un silencio de muerte, lo que era aún peor.

—Sí, se pelearon, evidentemente—dijo Sam—. Creo que había aquí más de doscientas de esas criaturas infectas. Demasiado para Sam Gamyi, se podría decir. Pero se mataron todos entre ellos. Fue una suerte, pero es un tema demasiado largo para inventar una canción, hasta que hayamos salido de aquí. ¿Qué haremos ahora? Usted no puede pasearse en cueros por la Tierra Tenebrosa, señor Frodo.

—Se han llevado todo, Sam—dijo Frodo—. Todo lo que tenía. ¿Entiendes? ¡Todo!—Se acurrucó otra vez en el suelo con la cabeza gacha, abrumado por la desesperación, al comprender, a medida que hablaba, la magnitud del desastre. —La misión ha fracasado, Sam. Aunque logremos salir de aquí, no podremos escapar. Sólo quizá los elfos. Lejos, lejos de la Tierra Media, allá del otro lado del mar. Si es bastante ancho para escapar a la mano de la sombra.

—No, no todo, señor Frodo. Y no ha fracasado, aún no. Yo lo tomé, señor Frodo, con el perdón de usted. Y lo he guardado bien. Ahora lo tengo colgado del cuello, y por cierto que es una carga terrible. —Sam buscó a tientas el Anillo en la cadena. —Pero supongo que tendré que devolvérselo. Ahora que había llegado el momento, Sam se resistía a dejar el Anillo y cargar nuevamente a su amo con aquel fardo.

—¿Lo tienes?—jadeó Frodo—. ¿Lo tienes aquí? ¡Sam, eres una maravilla!—De improviso, la voz de Frodo cambió extrañamente. —¡Dámelo!—gritó, poniéndose de pie, y extendiendo una mano trémula—. ¡Dámelo ahora mismo! ¡No es para ti!

—Está bien, señor Frodo—dijo Sam, un tanto sorprendido—. ¡Aquí lo tiene! Sacó lentamente el Anillo y se pasó la cadena por encima de la cabeza. —Pero usted está ahora en el país de Mordor, señor; y cuando salga, verá la montaña de fuego, y todo lo demás. Ahora el Anillo le parecerá muy peligroso, y una carga muy pesada de soportar. Si es una faena demasiado ardua, yo quizá podría compartirla con usted.

—¡No, no!—gritó Frodo, arrancando el Anillo y la cadena de las manos de Sam—. ¡No, no lo harás, ladrón!—Jadeaba, mirando a Sam con los ojos grandes de miedo y hostilidad. Entonces, de pronto, cerrando el puño con fuerza alrededor del Anillo, se interrumpió, espantado. Se pasó una mano por la frente dolorida, como disipando una niebla que le empañaba los ojos. La visión abominable le había parecido tan real, atontado como estaba aún a causa de la herida y el miedo. Había visto cómo Sam se transformaba otra vez en un orco, una pequeña criatura infecta de boca babeante, que pretendía arrebatarle un codiciado tesoro. Pero la visión ya había desaparecido. Ahí estaba Sam de rodillas, la cara contraída de pena, como si le hubieran clavado un puñal en el corazón, los ojos arrasados en lágrimas.

»¡Oh, Sam!—gritó Frodo—. ¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho? ¡Perdóname! Hiciste tantas cosas por mí. Es el horrible poder del Anillo. Ojalá nunca, nunca lo hubiese encontrado. Pero no te preocupes por mí, Sam. Tengo que llevar esta carga hasta el final. Nada puede cambiar. Tú no puedes interponerte entre mí y este malhadado destino.

—Está bien, señor Frodo—dijo Sam, mientras se restregaba los ojos con la manga—. Lo entiendo. Pero todavía puedo ayudarlo ¿no? Tengo que sacarlo de aquí. En seguida, ¿comprende? Pero primero necesita algunas ropas y avíos, y luego algo de comer. Las ropas serán lo más fácil. Como estamos en Mordor, lo mejor será vestirnos a la usanza de Mordor; de todos modos no hay otra opción. Me temo que tendrán que ser ropas orcas para usted, señor Frodo. Y para mí también. Si tenemos que ir juntos, convendrá que estemos vestidos de la misma manera. ¡Ahora envuélvase en esto!

Sam se desabrochó la capa gris y la echó sobre los hombros de Frodo. Luego, desatándose la mochila, la depositó en el suelo. Sacó a Dardo de la vaina. La hoja de la espada apenas centelleaba. —Me olvidaba de esto, señor Frodo—dijo—. ¡No, no se llevaron todo! No sé si usted recuerda que me prestó a Dardo, y el frasco de la dama. Todavía los tengo conmigo. Pero préstemelos un rato más, señor Frodo. Iré a ver qué puedo encontrar. Usted quédese aquí. Camine un poco y estire las piernas. Yo no tardaré. No tendré que alejarme mucho.

—¡Cuidado, Sam!—gritó Frodo—. ¡Y date prisa! Puede haber orcos vivos todavía, esperando en acecho.

—Tengo que correr el riesgo—dijo Sam. Fue hacia la puerta trampa y se deslizó por la escalerilla. Un momento después volvió a asomar la cabeza. Arrojó al suelo un cuchillo largo.

—Ahí tiene algo que puede serle útil—dijo—. Está muerto: el que le dio el latigazo. La prisa le quebró el pescuezo, parece. Ahora, si puede, señor Frodo, levante la escalerilla; y no la vuelva a bajar hasta que me oiga gritar la contraseña. Elbereth, gritaré. Es lo que dicen los elfos. Ningún orco lo diría.

 

Frodo permaneció sentado un rato, temblando, asaltado por una sucesión de imágenes aterradoras. Luego se levantó, se ciñó la capa élfica, y para mantener la mente ocupada, comenzó a pasearse de un lado a otro, escudriñando y espiando cada recoveco de la prisión.

No había pasado mucho tiempo, aunque a Frodo le pareció por lo menos una hora, cuando oyó la voz de Sam que llamaba quedamente desde abajo: Elbereth, Elbereth. Frodo soltó la escalerilla. Sam subió, resoplando; llevaba un bulto grande sobre la cabeza. Lo dejó caer en el suelo con un golpe sordo.

—¡De prisa ahora, señor Frodo!—dijo—. Tuve que buscar un buen rato hasta encontrar algo pequeño como para nosotros. Tendremos que arreglarnos, pero de prisa. No he tropezado con nadie, ni he visto nada, pero no estoy tranquilo. Creo que este lugar está siendo vigilado. No lo puedo explicar, pero tengo la impresión de que uno de esos horribles jinetes anda por aquí, volando en la oscuridad donde no se le puede ver.

Abrió el atado. Frodo miró con repugnancia el contenido, pero no había otro remedio: tenía que ponerse esas prendas, o salir desnudo. Había un par de pantalones largos y peludos confeccionados con el pellejo de alguna bestia inmunda, y una túnica sucia de cuero. Se los puso. Sobre la túnica iba una cota de malla redonda, corta para un orco adulto, pero demasiado larga para Frodo, y pesada por añadidura. Se la ajustó con un cinturón, del que pendía una vaina corta con una espada de hoja ancha y afilada. Sam había traído varios yelmos de orcos. Uno de ellos le quedaba bastante bien a Frodo: un capacete negro con guarnición de hierro, y argollas de hierro revestidas de cuero; sobre el cubrenariz en forma de pico brillaba pintado en rojo el Ojo Maléfico.

—Las prendas de Morgul, las de los hombres de Gorbag, nos habrían sentado mejor y eran de más calidad—dijo Sam—; pero hubiera sido peligroso andar por Mordor con las insignias de esa gente, después de los problemas que hubo aquí. Bien, ahí tiene, señor Frodo. Un perfecto orco pequeño, si me permite el atrevimiento, o lo parecería de verdad si pudiésemos cubrirle la cara con una máscara, estirarle los brazos y hacerlo patizambo. Con esto disimulará algunas fallas del disfraz. —Le puso sobre los hombros un amplio capote negro. —¡Ya está pronto! A la salida podrá escoger un escudo.

—¿Y tú, Sam? ¿No dijiste que iríamos vestidos los dos iguales?

—Bueno, señor Frodo, he estado reflexionando—dijo Sam—. No es conveniente que deje mis cosas aquí, pero tampoco podemos destruirlas. Y no me puedo poner una malla de orco encima de todas mis ropas ¿no? Tendré que encapucharme de la cabeza a los pies.

Se arrodilló, y doblando con cuidado la capa élfica, la convirtió en un rollo asombrosamente pequeño. Lo guardó en la mochila que estaba en el suelo, e irguiéndose se la cargó a la espalda; se puso en la cabeza un casco orco y se echó otro capote negro sobre los hombros. —¡Listo!—dijo—. Ahora estamos iguales, casi. ¡Y es hora de partir!

—No podré hacer todo el trayecto en una sola etapa, Sam—dijo Frodo con una sonrisa forzada—. Me imagino que habrás averiguado si hay posadas en el camino. ¿O has olvidado que necesitaremos comer y beber?

—¡Córcholis, sí, lo olvidé!—dijo Sam. Silbó, desanimado—. ¡Ay, señor Frodo, me ha dado usted un hambre y una sed! No recuerdo cuándo fue la última vez que una gota o un bocado me pasó por los labios. Tratando de encontrarlo a usted, no lo he pensado más. ¡Pero espere! La última vez que miré todavía me quedaba bastante de ese pan del camino, y lo que nos dio el capitán Faramir, como para mantenernos en pie un par de semanas. Pero si en mi botella queda algo, no ha de ser más que una gota. De ninguna manera va a alcanzar para dos. ¿Acaso los orcos no comen, no beben? ¿O sólo viven de aire rancio y de veneno?

—No, comen y beben, Sam. La sombra que los engendró sólo puede remedar, no crear: no seres verdaderos, con vida propia. No creo que haya dado vida a los orcos, pero los malogró y los pervirtió; y si están vivos, tienen que vivir como los otros seres vivos. Se alimentarán de aguas estancadas y carnes putrefactas, si no consiguen otra cosa, pero no de veneno. A mí me han dado de comer, y estoy en mejores condiciones que tú. Por aquí, en alguna parte, tiene que haber agua y víveres.

—Pero no hay tiempo para buscarlos—dijo Sam.

—Bueno, las cosas no pintan tan mal como piensas—dijo Frodo—. En tu ausencia tuve un golpe de suerte. En realidad, no se llevaron todo. Encontré mi saco de provisiones entre algunos trapos tirados en el suelo. Lo revisaron, naturalmente. Pero supongo que el aspecto y el olor de las lembas les repugnó tanto o más que a Gollum. Las encontré desparramadas por el suelo y algunas estaban rotas y pisoteadas, pero pude recogerlas. No es mucho más de lo que tú tienes. En cambio se llevaron las provisiones de Faramir, y acuchillaron la cantimplora.

—Bueno, no hay nada más que hablar—dijo Sam—. Tenemos lo suficiente para ahora. Pero lo del agua va a ser un problema. No importa, señor Frodo, ¡coraje! En marcha, o de nada nos servirá todo un lago.

—No, no me moveré de aquí hasta que hayas comido, Sam—dijo Frodo—. Aquí tienes, come esta galleta élfica, y bébete la última gota de tu botella. Esta aventura es un desatino y no vale la pena preocuparse por el mañana. Lo más probable es que no llegue.

 

Al fin se pusieron en marcha. Bajaron por la escalera de mano, y Sam la descolgó y la dejó en el pasadizo junto al cuerpo encogido del orco. La escalera estaba en tinieblas, pero en el tejado se veía aún el resplandor de la montaña, ahora de un rojo mortecino. Recogieron dos escudos para completar el disfraz, y siguieron caminando.

Bajaron pesadamente la larga escalera. La cámara de la torre donde se habían reencontrado parecía casi acogedora ahora que estaban otra vez al aire libre, y el terror corría a lo largo de los muros. Aunque todo hubiera muerto en la torre de Cirith Ungol, ésta se alzaba aún envuelta en miedo y maldad.

Llegaron por fin a la puerta del patio exterior y se detuvieron. Ya allí podían sentir sobre ellos la malicia de los centinelas. Formas negras y silenciosas apostadas a cada lado de la puerta, por la que alcanzaban a verse los fulgores de Mordor. Los pies les pesaban cada vez más a medida que avanzaban entre los cadáveres repugnantes de los orcos. Y aún no habían llegado a la arcada cuando algo los paralizó. Intentar dar un paso más era doloroso y agotador para la voluntad y para los miembros.

Frodo no se sentía con fuerzas para semejante batalla. Se dejó caer en el suelo. —No puedo seguir, Sam—murmuró—. Me voy a desmayar. No sé qué me pasa.

—Yo lo sé, señor Frodo. ¡Manténgase en pie! Es la puerta. Está embrujada. Pero si pude entrar, también podré salir. No es posible que ahora sea más peligrosa que antes. ¡Adelante!

Volvió a sacar el frasco élfico de Galadriel. Como para rendir homenaje al temple del hobbit, y agraciar con esplendor la mano fiel y morena que había llevado a cabo tantas proezas, el frasco brilló súbitamente iluminando el patio en sombras con una luz deslumbradora, como un relámpago; pero era una luz firme, y que no se extinguía.

Gilthoniel, A Elbereth!—gritó Sam. Sin saber por qué, su pensamiento se había vuelto de pronto a los elfos de La Comarca, y al canto que había ahuyentado al jinete negro oculto entre los árboles.

Aiya elenion ancalima!—gritó Frodo, detrás de Sam.

La voluntad de los Centinelas se quebró de repente como una cuerda demasiado tensa, y Frodo y Sam trastabillaron. Pero en seguida echaron a correr. Traspusieron la puerta y dejaron atrás las grandes figuras sentadas de ojos fulgurantes. Se oyó un estallido. La dovela de la arcada se derrumbó casi sobre los talones de los fugitivos, y el muro superior se desmoronó, cayendo en ruinas. Habían escapado. Repicó una campana; y un gemido agudo y horripilante se elevó de los centinelas. Desde muy arriba, desde la oscuridad, llegó una respuesta. Del cielo tenebroso descendió como un rayo una figura alada, desgarrando las nubes con un grito siniestro.

 


LIII.LA BATALLA DE LOS CAMPOS DEL PELENNOR

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO VI

Pero no era un cabecilla orco ni un bandolero el que conducía el asalto de Gondor. Las tinieblas parecían disiparse demasiado pronto, antes de lo previsto por el amo del Capitán Negro: momentáneamente la suerte le era adversa, y el mundo parecía volverse contra él; y ahora se le escapaba la victoria, cuando ya iba a ponerle las manos encima. No obstante, él tenía aún el brazo largo, autoridad, y grandes poderes. Rey, espectro del Anillo, señor de los nazgûl, disponía de muchas armas. Se alejó de la puerta y desapareció.

 

Théoden rey de la Marca había llegado al camino que iba de la puerta al río; de allí había marchado a la ciudad, distante ahora menos de una milla [algo menos de un kilómetro]. Moderando el galope del caballo, buscó nuevos enemigos, y los caballeros de la escolta lo rodearon, y entre ellos estaba Dernhelm. Un poco más adelante, en las cercanías de los muros, los hombres de Elfhelm luchaban entre las máquinas de asedio, matando enemigos, traspasándolos con las lanzas, empujándolos hacia las trincheras de fuego. Casi toda la mitad norte de Pelennor estaba ocupada por los rohirrim, y los campamentos ardían, y los orcos huían en dirección al río como manadas de animales salvajes perseguidas por cazadores; y los hombres de Rohan galopaban libremente, a lo largo y a lo ancho de los campos. Sin embargo, no habían desbaratado aún el asedio, ni reconquistado la puerta. Los enemigos que la custodiaban eran numerosos, y la otra mitad de la llanura estaba ocupada por ejércitos todavía intactos. Al sur, del otro lado del camino, aguardaba la fuerza principal de los haradrim, y la caballería estaba reunida en torno del estandarte del capitán. Y el capitán miró el horizonte a la creciente luz de la mañana y vio muy adelante y en pleno campo de batalla la bandera del rey, con unos pocos hombres alrededor. Poseído por una furia roja, lanzó un grito de guerra y desplegó el estandarte—una serpiente negra sobre fondo escarlata—y se precipitó con una gran horda sobre el corcel blanco en campo verde, y las cimitarras desnudas de los hombres del sur centellearon como estrellas.

Sólo entonces reparó Théoden en su presencia; sin esperar el ataque, azuzó con un grito a Crinblanca y salió al paso de su adversario. Terrible fue el fragor de aquel encuentro. Pero la furia blanca de los hombres del norte era la más ardiente, y sus caballeros más hábiles con las largas lanzas, y despiadados. Como el fuego del rayo en un bosque, irrumpieron entre las filas de los sureños abriendo grandes brechas. En medio de la refriega luchaba Théoden hijo de Thengel, y la lanza se le rompió en mil pedazos cuando abatió al capitán enemigo. Atravesó con la espada desnuda el estandarte, golpeando al mismo tiempo asta y jinete, y la serpiente negra se derrumbó. Entonces todos los sobrevivientes de la caballería enemiga dieron media vuelta y huyeron lejos.

 

Mas he aquí que de súbito, en la plenitud de la gloria del rey, el escudo de oro empezó a oscurecerse. La nueva mañana fue quitada del cielo. Las tinieblas cayeron alrededor. Los caballos gritaban, encabritados. Los jinetes arrojados de las sillas se arrastraban por el suelo.

—¡A mí! ¡A mí!—gritó Théoden—. ¡De pie, eorlingas! ¡No os amedrente la oscuridad!—Pero Crinblanca, enloquecido de terror, se había levantado sobre las patas, luchaba con el aire, y de pronto, con un grito desgarrador, se desplomó de flanco: un dardo negro lo había traspasado. Y el rey cayó debajo de él.

Rápida como una nube de tormenta descendió la sombra. Y se vio entonces que era una criatura alada: un ave quizá, pero más grande que cualquier ave conocida; y parecía desnuda, pues no tenía plumas. Las alas enormes eran como membranas coriáceas entre dedos callosos; hedían. Una criatura acaso de un mundo ya extinguido, cuya especie, escondida en montañas olvidadas y frías bajo la luna, había sobrevivido incubando en algún nido horripilante esta progenie última y maligna. Y el Señor Oscuro la había adoptado, alimentándola con carnes putrefactas, hasta que fue mucho más grande que todas las otras criaturas aladas; y como cabalgadura la había entregado a su servidor. Descendió, descendió, y luego, replegando las palmas digitadas, lanzó un graznido ronco, y se posó de pronto sobre Crinblanca, y le hincó las garras encorvando el largo cuello implume.

Una figura envuelta en un manto negro, enorme y amenazante, venía montada en aquella criatura. Llevaba una corona de acero, pero nada visible había entre el aro de la corona y el manto, salvo el fulgor mortal de unos ojos: el señor de los nazgûl. Llamando a su corcel antes que se desvaneciera otra vez la oscuridad, había retornado al aire, y ahora volvía a atacar, trayendo consigo la ruina, transformando la esperanza en desesperación, y la victoria en muerte. Blandía una gran maza negra.

Pero Théoden no había quedado totalmente abandonado. Los caballeros del séquito yacían sin vida en torno o habían sido llevados lejos de allí, arrastrados por la locura de sus corceles. Uno, sin embargo, permanecía junto al rey: el joven Dernhelm, fiel más allá del miedo, y lloraba, pues había amado a su señor como a un padre. Durante la batalla, y hasta que la sombra bajó, Merry se había mantenido a salvo en la grupa de Hoja de Viento, pero de pronto, el corcel aterrorizado había arrojado al suelo a sus jinetes, y ahora corría desbocado a través de la llanura. Merry se arrastraba en cuatro patas como una alimaña aturdida; se sentía ciego y enfermo de terror.

«¡Paje del rey! ¡Paje del rey!—le gritaba el corazón dentro del pecho. —Tu obligación es seguir junto a él. "Seréis como un padre para mí", dijiste». Pero la voluntad no le obedecía, y el cuerpo le temblaba. No se atrevía a abrir los ojos ni a levantar la cabeza.

De improviso, en medio de aquella oscuridad que le ocupaba la mente, creyó oír la voz de Dernhelm; pero le sonó extraña, como si le recordase la de alguien que conocía.

—¡Vete de aquí, dwimmerlaik, señor de la carroña! ¡Deja en paz a los muertos!

Una voz glacial le respondió: —¡No te interpongas entre el nazgûl y su presa! No es tu vida lo que arriesgas perder si te atreves a desafiarme; a ti no te mataré: te llevaré conmigo muy lejos, a las casas de los lamentos, más allá de todas las tinieblas, y te devorarán la carne, y te desnudarán la mente, expuesta a la mirada del Ojo sin Párpado.

Se oyó el ruido metálico de una espada que salía de la vaina. —Haz lo que quieras; mas yo lo impediré, si está en mis manos.

—¡Impedírmelo! ¿A mí? Estás loco. ¡Ningún hombre viviente puede impedirme nada!

Lo que Merry oyó entonces no podía ser más insólito para esa hora: le pareció que Dernhelm se reía, y que la voz límpida vibraba como el acero. —¡Es que no soy ningún hombre viviente! Lo que tus ojos ven es una mujer. Soy Éowyn hija de Éomund. Pretendes impedir que me acerque a mi señor y pariente. ¡Vete de aquí si no eres una criatura inmortal! Porque vivo o espectro oscuro, te traspasaré con mi espada si lo tocas.

 

La criatura alada respondió con un alarido, pero el espectro del Anillo quedó en silencio, como si de pronto dudara. Estupefacto más allá del miedo, Merry se atrevió a abrir los ojos: las tinieblas que le oscurecían la vista y la mente se desvanecieron. Y allí, a pocos pasos, vio a la gran bestia, rodeada de una profunda oscuridad; y montando en ella como una sombra de desesperación, al señor de los nazgûl. Un poco hacia la izquierda, delante de la bestia alada y su jinete, estaba ella, la mujer que hasta ese momento Merry llamara Dernhelm. Pero el yelmo que ocultaba el secreto de Éowyn había caído, y los cabellos sueltos de oro pálido le resplandecían sobre los hombros. La mirada de los ojos grises como el mar era dura y despiadada, pero había lágrimas en las mejillas. La mano esgrimía una espada, y alzando el escudo se defendía de la horrenda mirada del enemigo.

Éowyn y el nazgûl por Donato Giancola

 

Era Éowyn y también era Dernhelm. Y el recuerdo del rostro que había visto en el Sagrario a la hora de la partida reapareció una vez más en la mente del hobbit: el rostro de alguien que ha perdido toda esperanza y busca la muerte. Y sintió piedad, y asombro; y de improviso, el coraje de los de su raza, lento en encenderse, volvió a mostrarse en él. Apretó los puños. Tan hermosa, tan desesperada, Éowyn no podía morir. En todo caso no iba a morir a solas, sin ayuda.

El enemigo no lo miraba, pero Merry, no se atrevía a moverse temiendo que los ojos asesinos lo descubrieran. Lenta, muy lentamente, se arrastró a un lado; pero el Capitán Negro, movido por la duda y la malicia, sólo miraba a la mujer que tenía delante, y a Merry no le prestó más atención que a un gusano en el fango.

De pronto, la bestia horripilante batió las alas, levantando un viento hediondo. Subió en el aire, y luego se precipitó sobre Éowyn, atacándola con el pico y las garras abiertas.

Tampoco ahora se inmutó Éowyn: doncella de Rohan, descendiente de reyes, flexible como un junco pero templada como el acero, hermosa pero terrible. Descargó un golpe rápido, hábil y mortal. Y cuando la espada cortó el cuello extendido, la cabeza cayó como una piedra, y la mole del cuerpo se desplomó con las alas abiertas. Éowyn dio un salto atrás. Pero ya la sombra se había desvanecido. Un resplandor la envolvió y los cabellos le brillaron a la luz del sol naciente.

El jinete negro emergió de la carroña, alto y amenazante. Con un grito de odio que traspasaba los tímpanos como un veneno, descargó la maza. El escudo se quebró en muchos pedazos, y Éowyn vaciló y cayó de rodillas: tenía el brazo roto. El nazgûl se abalanzó sobre ella como una nube; los ojos le relampaguearon, y otra vez levantó la maza, dispuesto a matar.

Pero de pronto se tambaleó también él, y con un alarido de dolor cayó de bruces, y la maza, desviada del blanco, fue a morder el polvo del terreno. Merry lo había herido por la espalda. Atravesando el manto negro, subiendo por el plaquín, la espada del hobbit se había clavado en el tendón detrás de la poderosa rodilla.

—¡Éowyn! ¡Éowyn!—gritó Merry. Entonces Éowyn, trastabillando, había logrado ponerse de pie una vez más, y juntando fuerzas había hundido la espada entre la corona y el manto, cuando ya los grandes hombros se encorvaban sobre ella. La espada chisporroteó y voló por los aires hecha añicos. La corona rodó a lo lejos con un ruido de metal. Éowyn cayó de bruces sobre el enemigo derribado. Mas he aquí que el manto y el plaquín estaban vacíos. Ahora yacían en el suelo, despedazados y en un montón informe; y un grito se elevó por el aire estremecido y se transformó en un lamento áspero, y pasó con el viento, una voz tenue e incorpórea que se extinguió, y fue engullida, y nunca más volvió a oírse en aquella era del mundo.

 

Y allí, de pie entre los caídos estaba Meriadoc el hobbit, parpadeando como un búho a la luz del día, cegado por las lágrimas; y a través de una bruma vio la hermosa cabeza de Éowyn, que yacía inmóvil; y miró el rostro del rey, caído en la plenitud de la gloria. Pues Crinblanca, en su agonía, había rodado alejándose del cuerpo del soberano; de cuya muerte era sin embargo la causa.

Merry se inclinó, y en el momento en que tomaba la mano del rey para besársela, Théoden abrió los ojos, que aún estaban límpidos, y habló con una voz fatigada pero serena.

—¡Adiós, señor holbytla!—dijo—. Tengo el cuerpo deshecho. Voy a reunirme con mis padres. Pero ahora ni aún en esa soberbia compañía me sentiré avergonzado. ¡Abatí a la serpiente negra! ¡Un amanecer siniestro, un día feliz, y un crepúsculo de oro!

Merry no podía decir una palabra y no dejaba de llorar. —Perdonadme, señor—logró decir al fin—, por haber desobedecido vuestra orden, y por no haberos prestado otro servicio que llorar en la hora de la despedida.

El viejo rey sonrió: —No te preocupes. Ya has sido perdonado. A tan gran corazón no se le ha de negar. Vive ahora años de bendiciones; y cuando te sientes en paz a fumar tu pipa ¡acuérdate de mí! Porque ya nunca más podré cumplir la promesa de sentarme contigo en Meduseld, ni de aprender de ti los secretos de la hierba. —Cerró los ojos, y Merry se inclinó de nuevo, pero él pronto volvió a hablar. —¿Dónde está Éomer? Se me enturbia la vista y me gustaría verlo antes de irme. Él será el próximo rey. Y también quisiera enviarle un mensaje a Éowyn. No quería separarse de mí, y ahora nunca la volveré a ver, a Éowyn, más cara para mí que una hija.

—Señor, señor—empezó a decir Merry con voz entrecortada—, está... —Pero en ese mismo instante hubo un gran clamor, y resonaron los cuernos y las trompetas. Merry levantó la cabeza y miró en derredor; se había olvidado de la guerra, y del resto del mundo; tenía la impresión de que habían pasado muchas horas desde que el rey cabalgara al encuentro de la muerte, cuando en realidad todo había ocurrido pocos minutos antes. Pero en ese momento cayó en la cuenta de que corrían el riesgo de quedar atrapados en medio de la gran batalla que no tardaría en comenzar.

Nuevas huestes enemigas llegaban, presurosas; y desde los muros avanzaban los ejércitos de Morgul; y más al sur desde los campos, la infantería de Harad, precedida por la caballería y seguida por los mûmakil de lomos gigantescos que transportaban torres de guerra. Pero, en el norte, una vez más reunida y reorganizada por Éomer, detrás del penacho blanco de su cimera, avanzaba la gran vanguardia de los rohirrim; y desde la ciudad descendían todos los hombres que habían quedado dentro; llevaban el cisne de plata de Dol Amroth, y dispersaron a los enemigos que custodiaban la puerta.

Un pensamiento cruzó un instante por la mente de Merry: «¿Dónde anda Gandalf? ¿Por qué no está aquí? ¿No podría haber salvado al rey y a Éowyn?» En ese momento llegó Éomer al galope, acompañado por los sobrevivientes de la escolta del rey que habían logrado dominar a los caballos. Y todos miraron con asombro el cadáver de la bestia abominable; y los caballos se negaban a acercarse. Pero Éomer se apeó de un salto, y el dolor y el desconsuelo cayeron de pronto sobre él cuando llegó junto al rey y se quedó allí en silencio.

Entonces uno de los caballeros tomó de la mano de Guthlaf, el portaestandarte que yacía muerto, la bandera del rey, y la levantó en alto. Théoden abrió lentamente los ojos, y al ver el estandarte indicó con una seña que se lo entregaran a Éomer.

—¡Salve, rey de la Marca!—dijo—. ¡Marcha ahora a la victoria! ¡Llévale mis adioses a Éowyn!—Y así murió Théoden sin saber que Éowyn yacía a su lado. Y quienes lo rodeaban lloraron, clamando: —¡Théoden rey! ¡Théoden rey!

Pero Éomer les dijo:

 

¡No derraméis excesivas lágrimas! Noble fue en vida el caído

y tuvo una muerte digna. Cuando el túmulo se levante,

llorarán las mujeres. ¡Ahora la guerra nos reclama![18]

 

Sin embargo, Éomer mismo lloraba al hablar. —Que los caballeros de la escolta monten guardia junto a él, y con honores retiren de aquí el cuerpo, para que no lo pisoteen las tropas en la batalla. Sí, el cuerpo del rey y el de todos los caballeros de su escolta que aquí yacen. —Y miró a los caídos, y recordó sus nombres. De pronto vio a Éowyn, su hermana, y la reconoció. Quedó un instante en suspenso, como un hombre herido en el corazón por una flecha en la mitad de un grito. Una palidez cadavérica le cubrió el rostro, y una furia mortal se alzó en él, y por un momento no pudo decir nada. Parecía que había perdido la razón.

—¡Éowyn, Éowyn!—gritó al fin—. ¡Éowyn! ¿Cómo llegaste aquí? ¿Qué locura es ésta, qué artificio diabólico? ¡Muerte, muerte, muerte! ¡Que la muerte nos lleve a todos!

Entonces, sin consultar a nadie, sin esperar la llegada de los hombres de la ciudad, montó y volvió al galope hacia la vanguardia del gran ejército, hizo sonar un cuerno y dio con fuertes gritos la orden de iniciar el ataque. Clara resonó la voz de Éomer a través del campo: —¡Muerte! ¡Galopad, galopad hacia la ruina y el fin del mundo!

A esta señal, el ejército de los rohirrim se puso en movimiento. Pero los hombres ya no cantaban. Muerte, gritaban con una sola voz poderosa y terrible, y acelerando el galope de las cabalgaduras, pasaron como una inmensa marea alrededor del rey caído, y se precipitaron rugiendo rumbo al sur.

 

Y Meriadoc el hobbit seguía allí sin moverse, parpadeando a través de las lágrimas, y nadie le hablaba: nadie, en realidad, parecía verlo. Se enjugó las lágrimas y agachándose a recoger el escudo verde que le regalara Éowyn, se lo colgó al hombro. Buscó entonces la espada, que se le había caído, pues en el momento de asestar el golpe se le había entumecido el brazo, y ahora sólo podía utilizar la mano izquierda. Y de pronto vio el arma en el suelo, pero la hoja crepitaba y echaba humo como una rama seca echada a una hoguera; y mientras Merry la observaba estupefacto, el arma ardió, se retorció, y se consumió hasta desaparecer.

Tal fue el destino de la espada de las quebradas de los Túmulos, fraguada en Oesternesse. Hubiera querido conocer al artífice que la forjara en otros tiempos en el reino el norte, cuando los dúnedain eran jóvenes, y tenían como principal enemigo al temible reino de Angmar y a su rey hechicero. Ninguna otra hoja, ni aún esgrimida por manos mucho más poderosas, habría podido infligir una herida más cruel, hundirse de ese modo en la carne venida de la muerte, romper el hechizo que ataba los tendones invisibles a la voluntad del espectro.

 

Varios hombres levantaron al rey, y tendiendo mantas sobre las varas de las lanzas, improvisaron unas angarillas para transportarlo a la ciudad; otros recogieron con delicadeza el cuerpo de Éowyn y siguieron al cortejo. Mas no pudieron retirar del campo a todos los hombres de la casa del rey, pues eran siete los caídos en la batalla, entre ellos Déorwine el jefe de la escolta. Entonces, agrupándolos lejos de los cadáveres de los enemigos y la bestia abominable, los rodearon con una empalizada de lanzas. Y más tarde, cuando todo hubo pasado, regresaron y encendieron una gran hoguera y quemaron la carroña de la bestia; pero para Crinblanca cavaron una tumba, y pusieron sobre ella una lápida con un epitafio grabado en las lenguas de Gondor y de la Marca:

 

Fiel servidor y perdición del amo.

Hijo de Piesligeros, el rápido Crinblanca.[19]

 

Verde y alta creció la hierba sobre el túmulo de Crinblanca, pero el sitio donde incineraron el cadáver de la bestia estuvo siempre negro y desnudo.

 

Ahora Merry caminaba con paso lento y triste junto al cortejo, y había perdido todo interés en la batalla. Se sentía dolorido y cansado, y los miembros le temblaban como si tuviese frío. Una fuerte lluvia llegó desde el mar, y fue como si todas las cosas lloraran por Théoden y Éowyn, apagando con lágrimas grises los incendios de la ciudad. Como a través de una niebla, vio llegar la vanguardia de los hombres de Gondor. Imrahil, príncipe de Dol Amroth, se adelantó hasta ellos y se detuvo.

—¿Qué es esa carga que lleváis, hombres de Rohan?—gritó.

—Théoden rey—le respondieron—. Ha muerto. Pero ahora Éomer rey galopa en la batalla: el de la crin blanca al viento.

El príncipe se apeó del caballo, y arrodillándose junto a las parihuelas improvisadas, rindió homenaje al rey y a su heroísmo; y lloró. Y al levantarse, vio de pronto a Éowyn, y la miró estupefacto. —¿No es una mujer?—exclamó—. ¿Acaso las mujeres de los rohirrim han venido también a la guerra, a prestarnos ayuda?

—¡Nada de eso!—le respondieron—. Sólo una ha venido. Es la dama Éowyn, hermana de Éomer; y hasta este momento ignorábamos que estuviese aquí, y lo deploramos amargamente. Entonces el príncipe, al verla tan hermosa, pese a la palidez del rostro frío, le tomó la mano y se inclinó para mirarla más de cerca. —¡Hombres de Rohan!—gritó—. ¿No hay un médico entre vosotros? Está herida, tal vez de muerte, pero creo que todavía vive. —Le acercó a los labios fríos el brazal brillante y pulido de la armadura, y he aquí que una niebla tenue y apenas visible empañó la superficie bruñida.

—Ahora—dijo—tenemos que darnos prisa—y ordenó a uno de los hombres que corriera a la ciudad en busca de socorro. Pero él mismo se despidió de los caídos con una reverencia, y volviendo a montar partió al galope hacia el camino de batalla.

 

La furia del combate arreciaba en los campos del Pelennor; el fragor de las armas crecía con los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos. Resonaban los cuernos, vibraban las trompetas, y los mûmakil barritaban con estrépito empujados a la batalla. Al pie de los muros del sur, la infantería de Gondor atacaba a las legiones de Morgul que aún seguían apiñadas allí. Pero la caballería galopaba hacia el este en auxilio de Éomer: Húrin el Alto, Guardián de las Llaves, y el señor de Lossarnach, e Hirluin de las colinas Verdes, y el príncipe Imrahil el Hermoso rodeado por todos sus caballeros.

En verdad, esta ayuda no les llegaba a los rohirrim antes de tiempo: la fortuna le había dado la espalda a Éomer; su propia furia lo había traicionado. La violencia de la primera acometida había devastado el frente enemigo y los jinetes de Rohan habían irrumpido en las filas de los hombres del sur, dispersando a la caballería y aplastando a la infantería. Pero en presencia de los mûmakil los caballos se plantaban negándose a avanzar; nadie atacaba a los grandes monstruos, erguidos como torres de defensa, y en torno se atrincheraban los haradrim. Y si al comienzo del ataque la fuerza de los rohirrim era tres veces menor que la del enemigo, ahora la situación se había agravado: desde Osgiliath, donde las huestes enemigas se habían reunido a esperar la señal del Capitán Negro para lanzarse al saqueo de la ciudad y la ruina de Gondor, llegaban sin cesar nuevas fuerzas. El Capitán había caído; pero Gothmog, el lugarteniente de Morgul, los exhortaba ahora a la contienda: hombres del este que empuñaban hachas, variags que venían de Khand, hombres del sur vestidos de escarlata, y hombres negros que de algún modo parecían troles llegados de la Lejana Harad, de ojos blancos y lenguas rojas. Algunos se precipitaban a atacar a los rohirrim por la espalda, mientras otros contenían en el oeste a las fuerzas de Gondor, para impedir que se reunieran con las de Rohan.

Entonces, a la hora precisa en que la suerte parecía volverse contra Gondor, y las esperanzas flaqueaban, se elevó un nuevo grito en la ciudad. Mediaba la mañana; soplaba un viento fuerte, y la lluvia huía hacia el norte; y el sol brilló de pronto. En el aire límpido los centinelas apostados en los muros atisbaron a lo lejos una nueva visión de terror; y perdieron la última esperanza.

Pues desde el recodo del Harlond, el Anduin corría de tal modo que los hombres de la ciudad podían seguir con la mirada el curso de las aguas hasta muchas leguas de distancia, y los de vista más aguda alcanzaban a ver las naves que venían del mar. Y mirando hacia allí, los centinelas prorrumpieron en gritos desesperados: negra contra el agua centelleante vieron una flota de galeones y navíos de gran calado y muchos remos, las velas negras henchidas por la brisa.

—¡Los corsarios de Umbar!—gritaron—. ¡Los corsarios de Umbar! ¡Mirad! ¡Los corsarios de Umbar vienen hacia aquí! Entonces ha caído Belfalas, y también el Ethir y el Lebennin. ¡Los corsarios ya están sobre nosotros! ¡Es el último golpe del destino!

Y algunos, sin que nadie lo mandase, pues no quedaba en la ciudad ningún hombre que pudiera dar órdenes, corrían a las campanas y tocaban la alarma; y otros soplaban las trompetas llamando a la retirada de las tropas. —¡Retornad a los muros!—gritaban—. ¡Retornad a los muros! ¡Volved a la ciudad antes que todos seamos arrasados! —Pero el mismo viento que empujaba los navíos se llevaba lejos el clamor de los hombres.

Los rohirrim no necesitaban de esas llamadas y voces de alarma: demasiado bien veían con sus propios ojos los velámenes negros. Pues en aquel momento Éomer combatía a apenas una milla [1,5 kilómetros] del Harlond, y entre él y el puerto había una compacta hueste de adversarios; y mientras tanto los nuevos ejércitos se arremolinaban en la retaguardia, separándolo del príncipe. Y cuando miró el río, la esperanza se extinguió en él, y maldijo el viento que poco antes había bendecido. Pero las huestes de Mordor cobraron entonces nuevos ánimos, y enardecidas por una vehemencia y una furia nuevas, se lanzaron al ataque dando gritos.

Éomer se había tranquilizado, y tenía ahora la mente clara. Hizo sonar los cuernos para reunir alrededor del estandarte a los hombres que pudieran llegar hasta él; pues se proponía levantar al fin un muro de escudos, y resistir, y combatir a pie hasta que cayera el último hombre, y llevar a cabo en los campos de Pelennor hazañas dignas de ser cantadas, aunque nadie quedase con vida en el oeste para recordar al último rey de la Marca. Cabalgó entonces hasta una loma verde y allí plantó el estandarte, y el corcel blanco flameó al viento.

 

Saliendo de la duda, saliendo de las tinieblas

vengo cantando al sol, y desnudo mi espada.

Yo cabalgaba hacia el fin de la esperanza, y la aflicción del corazón.

¡Ha llegado la hora de la ira, la ruina y un crepúsculo rojo![20]

 

Pero mientras recitaba esta estrofa se reía a carcajadas. Pues una vez más había rey: el señor de un pueblo indómito. Y mientras reía de desesperación, miró otra vez las embarcaciones negras, y levantó la espada en señal de desafío.

Entonces, de pronto, quedó mudo de asombro. En seguida lanzó en alto la espada a la luz del sol, y cantó al recogerla en el aire. Todos los ojos siguieron la dirección de la mirada de Éomer, y he aquí que la primera nave había enarbolado un gran estandarte, que se desplegó y flotó en el viento, mientras la embarcación viraba hacia el Harlond. Y un árbol blanco, símbolo de Gondor, floreció en el paño; y siete estrellas lo circundaban, y lo nimbaba una corona, el emblema de Elendil, que en años innumerables no había ostentado ningún señor. Y las estrellas centelleaban a la luz del sol, porque eran gemas talladas por Arwen, la hija de Elrond; y la corona resplandecía al sol de la mañana, pues estaba forjada en oro y mithril.

Así, traído de los Senderos de los Muertos por el viento del mar, llegó Aragorn hijo de Arathorn, Elessar, heredero de Isildur al reino de Gondor. Y la alegría de los rohirrim estalló en un torrente de risas y en un relampagueo de espadas, y el júbilo y el asombro de la ciudad se volcaron en fanfarrias y trompetas y en campanas al viento. Pero los ejércitos de Mordor estaban estupefactos, pues les parecía cosa de brujería que sus propias naves llegasen a puerto cargadas de enemigos; y un pánico negro se apoderó de ellos, viendo que la marea del destino había cambiado, y que la hora de la ruina estaba próxima.

La llegada de Aragorn por Ted Nasmith

 

Hacia el este galopaban los caballeros del Dol Amroth, empujando delante al enemigo: troles, variags y orcos que aborrecían la luz del sol. Y hacia el sur galopaba Éomer, y todos los que huían ante él quedaban atrapados entre el martillo y el yunque. Pues ya una multitud de hombres saltaba de las embarcaciones al muelle del Harlond e invadía el norte como una tormenta. Y con ellos venían Legolas, y Gimli esgrimiendo el hacha, y Halbarad portando el estandarte, y Elladan y Elrohir con las estrellas en la frente, y los indómitos dúnedain, montaraces del norte, al frente de un ejército de hombres del Lebennin, el Lamedon y los feudos del sur. Pero delante de todos iba Aragorn, blandiendo la Llama del Oeste, Andúril, que chisporroteaba como un fuego recién encendido, Narsil forjada de nuevo, y tan mortífera como antaño; y Aragorn llevaba en la frente la Estrella de Elendil.

Y así Éomer y Aragorn volvieron a encontrarse por fin, en la hora más reñida del combate; y apoyándose en las espadas se miraron a los ojos y se alegraron.

—Ya ves cómo volvemos a encontrarnos, aunque todos los ejércitos de Mordor se hayan interpuesto entre nosotros—dijo Aragorn—. ¿No te lo predije en Cuernavilla?

—Sí, eso dijiste—respondió Éomer—, pero las esperanzas suelen ser engañosas, y en ese entonces yo ignoraba que fueses vidente. No obstante, es dos veces bendita la ayuda inesperada, y jamás un reencuentro entre amigos fue más jubiloso. —Y se estrecharon las manos. —Ni más oportuno, en verdad—añadió Éomer—.Tu llegada no es prematura, amigo mío. Hemos sufrido grandes pérdidas y terribles pesares.

—¡A vengarlos, entonces, más que a hablar de ellos!—exclamó Aragorn; y juntos cabalgaron de vuelta a la batalla.

 

Dura y agotadora fue la larga batalla que los esperaba, pues los hombres del sur eran temerarios y encarnizados, y feroces en la desesperación; y los del este, recios y aguerridos, no pedían cuartel. Aquí y allá, en las cercanías de algún granero o una granja incendiados, en las lomas y montecillos, al pie de una muralla o en campo raso, volvían a reunirse y a organizarse, y la lucha no cejó hasta que acabó el día.

Y cuando el sol desapareció detrás del Mindolluin y los grandes fuegos del ocaso llenaron el cielo, las montañas y colinas de alrededor parecían tintas en sangre; las llamas rutilaban en las aguas del río, y las hierbas que tapizaban los campos del Pelennor eran rojas a la luz del atardecer. A esa hora terminó la gran batalla de los campos de Gondor; y dentro del circuito del Rammas no quedaba con vida un solo enemigo. Todos habían muerto allí, salvo aquellos que huyeron para encontrar la muerte o perecer ahogados en las espumas rojas del río. Pocos pudieron regresar al este, a Morgul o a Mordor; y sólo rumores de las regiones lejanas llegaron a las tierras de los haradrim: los rumores de la ira y el terror de Gondor.

 

Extenuados más allá de la alegría y el dolor, Aragorn, Éomer e Imrahil regresaron cabalgando a la puerta de la ciudad: ilesos los tres por obra de la fortuna y el poder y la destreza de sus brazos; pocos se habían atrevido a enfrentarlos o desafiarlos en la hora de la cólera. Pero los caídos en el campo de batalla, heridos, mutilados o muertos eran numerosos. Las hachas enemigas habían decapitado a Forlong mientras combatía desmontado y a solas; y Duilin de Morthond y su hermano habían perecido pisoteados por los mûmakil cuando al frente de los arqueros se acercaban para disparar a los ojos de los monstruos. Ni Hirluin el Hermoso volvería jamás a Pinnath Gelin, ni Grimbold al valle de Grim, ni Halbard a las tierras septentrionales, montaraz de mano inflexible. Muchos fueron los caídos, caballeros de renombre o desconocidos, capitanes y soldados; porque grande fue la batalla, y ninguna historia ha narrado aún todas sus peripecias. Así decía muchos años después en Rohan un hacedor de canciones al cantar la Balada de los Túmulos de Mundburgo:

 

En las colinas oímos resonar los cuernos;

brillaron las espadas en el reino del sur.

Como un viento en la mañana los caballos galoparon

hacia los Tierra Empedrada. Ya la guerra arreciaba.

Allí cayó Théoden, hijo de Thengel,

y a los palacios de oro y las praderas verdes

de los campos del norte nunca más regresó.

Allí en tierras lejanas murieron combatiendo

Guthlaf y Hardin, Dúnhere, Déorwine y el valiente Grimbold,

Herfara, Herubrand, Horn y Fastred.

Hoy en Mundburgo yacen bajo los túmulos

junto a sus aliados, señores de Gondor.

Ni Hirluin el Hermoso a las colinas junto al mar,

ni Forlong el Viejo a los valles floridos del reino de Arnach

retornaron en triunfo. Y los altos arqueros Derufin y Duilin

nunca más contemplaron a la sombra de las montañas

las aguas oscuras del Morthond.

La muerte se llevó a nobles y a humildes

desde la mañana hasta el término del día.

Un largo sueño duermen ahora

junto al río Grande, bajo las hierbas de Gondor.

Las aguas que corrían rugiendo y eran rojas

son grises ahora como lágrimas, de plata centelleante;

la espuma teñida de sangre llameaba al atardecer;

las montañas ardían como hogueras en la noche;

rojo cayó el rocío en el Rammas Echor.[21]

 


LIV.LA PIRA DE DENETHOR

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO VII

Cuando la sombra negra se retiró de la puerta, Gandalf se quedó sentado, inmóvil. Pero Pippin se levantó, como si se hubiera liberado de un gran peso, y al escuchar las voces de los cuernos le pareció que el corazón le iba a estallar de alegría. Y nunca más en los largos años de su vida pudo oír el sonido lejano de un cuerno sin que unas lágrimas le asomaran a los ojos. Pero de pronto recordó la misión que lo había traído a la ciudad, y echó a correr. En ese momento Gandalf se movió, y diciéndole una palabra a Sombragrís, se disponía a trasponer la puerta.

—¡Gandalf! ¡Gandalf!—gritó Pippin, y Sombragrís se detuvo.

—¿Qué haces aquí?—le preguntó Gandalf—. ¿No dice una ley de la ciudad que quienes visten de negro y plata han de permanecer en la Ciudadela, a menos que el señor les haya dado licencia?

—Me la ha dado—dijo Pippin—. Me ha despedido. Pero tengo miedo. Temo que allí pueda acontecer algo terrible. El señor Denethor ha perdido la razón, me parece. Temo que se mate y que mate también a Faramir. ¿No podrías hacer algo?

Gandalf miró por la puerta entreabierta, y oyó que el fragor creciente de la batalla ya invadía los campos. Apretó el puño. —He de ir—dijo—. El jinete negro está allí fuera, y todavía puede llevarnos a la ruina. No tengo tiempo.

—¡Pero Faramir!—gritó Pippin—. No está muerto, y si nadie los detiene lo quemarán vivo.

—¿Lo quemarán vivo?—dijo Gandalf—. ¿Qué historia es ésa? ¡Habla, rápido!

—Denethor ha ido a las tumbas—explicó Pippin—, y ha llevado a Faramir. Y dice que todos moriremos quemados en las hogueras, pero que él no esperará, y ha ordenado que preparen una pira y lo inmolen, junto con Faramir. Y ha enviado en busca de leña y aceite. Yo se lo he dicho a Beregond, pero no creo que se atreva a abandonar su puesto, pues está de guardia. Y de todas maneras ¿qué podría hacer? —Así, a los borbotones, mientras se empinaba para tocar con las manos trémulas la rodilla de Gandalf, contó Pippin la historia.—¿No puedes salvar a Faramir?

—Tal vez sí—dijo Gandalf—, pero entonces morirán otros, me temo. Y bien, tendré que ir, si nadie más puede ayudarlo. Pero esto traerá males y desdichas. Hasta en el corazón de nuestra fortaleza tiene el enemigo armas para golpearnos: porque esto es obra del poder de su voluntad.

Una vez que hubo tomado una decisión, Gandalf actuó con rapidez: alzó en vilo a Pippin y lo sentó en la cruz, y susurrándole una orden a Sombragrís, dio media vuelta. Y mientras a espaldas de ellos arreciaba el fragor del combate, los cascos repicaron subiendo las calles empinadas de Minas Tirith. Por toda la ciudad los hombres despertaban del miedo y la desesperación, y empuñaban las armas y se gritaban unos a otros: —¡Han llegado los de Rohan!—Y los capitanes daban grandes voces, y las compañías se ordenaban, y muchas marchaban ya hacia la puerta.

Se cruzaron con el príncipe Imrahil, quien les gritó: —¿A dónde vas ahora, Mithrandir? ¡Los rohirrim están combatiendo en los campos de Gondor! Necesitamos todas las fuerzas que podamos encontrar.

—Necesitaréis de todos los hombres y muchos más aún—respondió Gandalf—. Daos prisa. Yo iré en cuanto pueda. Pero ahora tengo una misión impostergable que cumplir, junto a Denethor. ¡Toma el mando, en ausencia del señor!

 

Continuaron galopando; y a medida que ascendían y se acercaban a la Ciudadela, sentían el azote del viento en las mejillas, y divisaban a lo lejos el resplandor de la mañana, una luz que aumentaba en el cielo del sur. Pero no tenían muchas esperanzas; ignoraban qué desdichas encontrarían, y temían llegar demasiado tarde.

—Las tinieblas se están disipando—dijo Gandalf—, pero todavía pesan sobre la ciudad.

En la puerta de la Ciudadela no encontraron ningún guardia. —Entonces Beregond ha de haber ido allí—dijo Pippin, más esperanzado. Dieron media vuelta, y corrieron por el camino que llevaba a la Puerta Cerrada. Estaba abierta de par en par y el portero yacía ante ella. Lo habían matado y le habían robado la llave.

—¡Obra del Enemigo!—dijo Gandalf—. Estos son los golpes con que se deleita: enconando al amigo contra el amigo, transformando en confusión la lealtad. —Se apeó del caballo y con un ademán le ordenó a Sombragrís que volviese al establo. —Porque has de saber, amigo mío—le dijo—, que tú y yo tendríamos que haber galopado hasta los campos ya hace tiempo, pero otros asuntos me retienen. ¡Ven rápido, si te llamo!

Traspusieron la puerta y descendieron por el camino sinuoso y escarpado. La luz crecía, y las columnas elevadas y las figuras esculpidas que flanqueaban el sendero desfilaban lentamente como fantasmas grises.

La Morada de los Muertos por Ted Nasmith

 

De improviso el silencio se rompió y oyeron abajo gritos y espadas que se entrechocaban: ruidos que nunca habían resonado en los recintos sagrados desde la construcción de la ciudad. Llegaron por fin al Rath Dínen y fueron rápidamente hacia la Morada de los Senescales, que se alzaba en el crepúsculo bajo la alta cúpula.

—¡Deteneos! ¡Deteneos!—gritó Gandalf, precipitándose hacia la escalera de piedra que llevaba a la puerta—. ¡Acabad esta locura!

Porque allí, en la escalera, con antorchas y espadas en la mano, estaban los servidores de Denethor, y en el peldaño más alto, vistiendo el negro y plata de la Guardia, se erguía Beregond, y él solo defendía la puerta. Ya dos de los hombres habían caído bajo los golpes de la espada de Beregond, profanando con sangre el santuario; y los otros lo maldecían, tildándolo de descastado y de traidor su señor.

Y cuando Gandalf y Pippin corrían aún se oyó la voz de Denethor que gritaba desde la Morada de los Muertos: —¡Pronto, pronto! ¡Haced lo que he dicho! ¡Matad a este renegado! ¿O tendré que hacerlo yo mismo?—Y en ese instante la puerta que Beregond mantenía cerrada con la mano izquierda se abrió de golpe, y allí en el vano se irguió la figura del señor de la ciudad, alta y terrible; una luz le ardía en los ojos, y esgrimía una espada desnuda.

Pero Gandalf llegó de un salto al último peldaño, y los hombres retrocedieron y se cubrieron los ojos con las manos; porque fue como si una luz blanquísima irrumpiera de pronto en un recinto oscuro, y Gandalf venía con una gran cólera. Alzó la mano, y la espada se desprendió del puño de Denethor y voló por el aire, y fue a caer detrás de él, en las sombras de la casa; y Denethor retrocedió ante Gandalf, como estupefacto.

—¿Qué significa esto, mi señor?—dijo el mago—. Las casas de los muertos no fueron hechas para los vivos. ¿Y por qué los hombres están combatiendo aquí, en los Recintos Sagrados? ¿No hay guerra suficiente fuera de la ciudad? ¿O acaso el enemigo ha penetrado hasta el Rath Dínen?

—¿Desde cuándo el señor de Gondor ha de rendirte cuentas de lo que hace?—dijo Denethor—. ¿O ya no puedo mandar a mis sirvientes?

—Puedes—respondió Gandalf—. Pero otros quizá se opongan a tu voluntad, si conduce a la locura y la desgracia. ¿Dónde está Faramir, tu hijo?

—Yace aquí, en la Morada de los Senescales—dijo Denethor—. Ardiendo, ardiendo ya. Pusieron fuego a la carne. Pero pronto arderán todos. El oeste ha sucumbido. Todo será devorado por un gran incendio, y todo acabará. ¡Cenizas! ¡Cenizas y humo al viento!

Entonces Gandalf, viendo que en verdad Denethor había perdido la razón, y temiendo que hubiese hecho ya algo irreparable, se precipitó en el interior, seguido por Beregond y Pippin, en tanto Denethor retrocedía hasta la mesa. Y allí yacía Faramir, todavía hundido en sueños de fiebre. Había haces de leña debajo de la mesa, y grandes pilas alrededor; y todo estaba impregnado de aceite, hasta las ropas de Faramir y las mantas que lo cubrían; pero aún no habían encendido el fuego. Gandalf reveló entonces la fuerza oculta que había en él, como la luz de poder que ocultaba bajo el manto gris. Se encaramó de un salto sobre las pilas de leña, y levantando al enfermo saltó otra vez al suelo; y con Faramir en los brazos fue hacia la puerta. Y mientras lo llevaba Faramir se quejó en sueños, y llamó a su padre.

Denethor se sobresaltó como alguien que despierta de un trance, y el fuego se le apagó en los ojos, y lloró; y dijo: —¡No me quites a mi hijo! Me llama.

—Te llama, sí—dijo Gandalf—, pero aún no puedes acudir a él. Porque ahora en el umbral de la muerte necesita ir en busca de curación, y quizá no la encuentre. Tu sitio, en cambio, está en la batalla de tu ciudad, donde acaso la muerte te espera. Y tú lo sabes, en lo profundo de tu corazón.

—Ya no despertará nunca más—dijo Denethor—. Es en vano la batalla. ¿Para qué desearíamos seguir viviendo? ¿Por qué no partir juntos hacia la muerte?

—Nadie te ha autorizado, senescal de Gondor—respondió Gandalf—, a decidir la hora de tu muerte. Sólo los reyes paganos sometidos al Poder Oscuro lo hacían, inmolándose por orgullo y desesperación y asesinando a sus familiares para sobrellevar mejor la propia muerte. —Y al decir esto traspuso el umbral y sacó a Faramir de la morada, y lo depositó otra vez en el féretro en que lo habían llevado, y que ahora estaba bajo el pórtico. Denethor lo siguió, y se detuvo tembloroso, mirando con ojos ávidos el rostro de su hijo. Y por un instante, mientras todos observaban silenciosos e inmóviles aquella escena de dolor, pareció que Denethor vacilaba.

—¡Ánimo!—le dijo Gandalf—. Nos necesitan aquí. Todavía puedes hacer muchas cosas.

Entonces, de improviso, Denethor rompió a reír. De nuevo se irguió, alto y orgulloso, y volviendo a la mesa con paso rápido tomó de ella la almohada en que había apoyado la cabeza. Y mientras iba hacia la puerta le quitó la mantilla que la cubría, y todos pudieron ver lo que llevaba en las manos: ¡una palantír! Y cuando levantó la piedra en alto, tuvieron la impresión de que una llama empezaba a arder en el corazón de la esfera; y el rostro enflaquecido del senescal, iluminado por aquel resplandor rojizo, les pareció como esculpido en piedra dura, perfilado y de sombras negras: noble, altivo y terrible. Y los ojos le relampagueaban.

—¡Orgullo y desesperación!—gritó—. ¿Creíste por ventura que estaban ciegos los ojos de la Torre Blanca? No, Loco Gris, he visto más cosas de las que tú sabes. Pues tu esperanza sólo es ignorancia. ¡Ve, afánate en curar! ¡Parte a combatir! Vanidad. Quizá triunfes un momento en el campo, por un breve día. Mas contra el Poder que ahora se levanta no hay victoria posible. Porque el dedo que ha extendido hasta esta ciudad no es más que el primero de la mano. Ya todo el este está en movimiento. Hasta el viento de tu esperanza te ha engañado: en este instante empuja por el Anduin y aguas arriba una flota de velámenes negros. El oeste ha caído. Y para aquellos que no quieren convertirse en esclavos, ha llegado la hora de partir.

—Tales razonamientos sólo ayudarán a la victoria del enemigo—dijo Gandalf.

—¡Sigue esperando, entonces!—exclamó Denethor con una risa amarga—. ¿No te conozco acaso, Mithrandir? Lo que tú esperas es gobernar en mi lugar, estar siempre tú, detrás de cada trono, en el norte, en el sur, en el oeste. He leído tus pensamientos y conozco tus artimañas. ¿No sé qué fuiste tú quien le ordenó callar a este mediano? ¿Que lo trajiste aquí para tener un espía en mis propias habitaciones? Y sin embargo hablando con él me he enterado del nombre y la misión de cada uno de tus compañeros. ¡Sí! Con la mano izquierda quisiste utilizarme un tiempo como escudo contra Mordor, pero con la derecha intentabas traer aquí a este montaraz del norte, para que me suplantase.

»Pero óyeme bien, Gandalf Mithrandir, yo no seré un instrumento en tus manos. Soy un senescal de la casa de Anárion. No me rebajaré a ser el chambelán ñoño de un advenedizo. Porque aun cuando pruebe la legitimidad de su derecho, tendrá que descender de la dinastía de Isildur. Y yo no voy a doblegarme ante alguien como él, último retoño de una casa arruinada que perdió hace tiempo todo señorío y dignidad.

—¿Qué querrías entonces —dijo Gandalf—, si pudieras hacer tu voluntad?

—Querría que las cosas permanecieran tal como fueron durante todos los días de mi vida—respondió Denethor—, y en los días de los antepasados que vinieron antes: ser el señor de la ciudad y gobernar en paz, y dejarle mi sitial a un hijo mío, un hijo que fuera dueño de sí mismo y no el discípulo de un mago. Pero si el destino me niega todo esto, entonces no quiero nada: ni una vida degradada, ni un amor compartido, ni un honor envilecido.

—A mí no me parece que devolver con lealtad un cargo que le ha sido confiado sea motivo para que un senescal se sienta empobrecido en el amor y el honor—replicó Gandalf. —Y al menos no privarás a tu hijo del derecho de elegir, en un momento en que su muerte es todavía incierta.

Al oír estas palabras los ojos de Denethor volvieron a relampaguear, y poniéndose la piedra bajo el brazo, sacó un puñal y se acercó a grandes pasos al féretro. Pero Beregond se adelantó de un salto, irguiéndose entre Denethor y Faramir.

—¡Ah, eso era!—gritó Denethor—. Ya me habías robado la mitad del corazón de mi hijo. Ahora me robas también el corazón de mis súbditos, y así ellos podrán arrebatarme a mi hijo para siempre. Pero en algo al menos no podrás desafiar mi voluntad: decidir mi propio fin.

»¡Venid, venid! —gritó a los sirvientes—. ¡Venid a mí, si no sois todos traidores!—Dos hombres se lanzaron escaleras arriba. Denethor arrancó una antorcha de la mano de uno de ellos y volvió a entrar rápidamente en la casa. Y antes que Gandalf pudiera impedírselo, había arrojado el tizón sobre la pira; la leña crepitó y estalló al instante en llamaradas.

De un salto Denethor subió a la mesa, y de pie, entre el fuego y el humo, recogió del suelo el cetro de la senescalía, y apoyándolo contra la rodilla lo partió en dos. Y arrojando los fragmentos en la hoguera se inclinó y se tendió sobre la mesa, mientras con ambas manos apretaba contra el pecho la palantír. Y se dice que desde entonces, todos aquellos que escudriñaban la piedra, a menos que tuvieran una fuerza de voluntad capaz de desviarla hacia algún otro propósito, sólo veían dos manos arrugadas y decrépitas que se consumían entre las llamas.

Gandalf, horrorizado y consternado, volvió la cabeza y cerró la puerta. Y mientras los que habían quedado fuera oían el rugido de las llamas dentro de la casa, Gandalf permaneció un momento inmóvil en el umbral, en silencio. De pronto, Denethor lanzó un grito horripilante, y ya nunca habló, ni ningún mortal volvió a verlo en el mundo de los vivos.

 

—Este es el fin de Denethor, hijo de Ecthelion—dijo Gandalf, y se volvió a Beregond y a los servidores que aún miraban la escena como petrificados—. Y también el fin de los días de Gondor que habéis conocido: para bien o para mal, han terminado. Acciones viles se han cometido en este lugar, mas dejad ahora de lado los rencores que puedan dividiros: fueron urdidos por el enemigo y están al servicio de su voluntad. Os habéis dejado atrapar en una red de obligaciones antagónicas que vosotros no tejisteis. Pero pensad vosotros, servidores del señor, ciegos en vuestra obediencia, que sin la traición de Beregond, Faramir, capitán de la Torre Blanca, habría perecido en las llamas.

»Llevaos de este lugar funesto a vuestros camaradas caídos. Nosotros conduciremos a Faramir, senescal de Gondor, a un lugar donde podrá dormir en paz, o morir si tal es su destino.

Luego Gandalf y Beregond levantaron el féretro y se encaminaron a las Casas de Curación, y detrás de ellos, con la cabeza gacha, iba Pippin. Pero los servidores del señor seguían paralizados, con los ojos fijos en la morada de los muertos; y en el momento en que Gandalf llegaba al extremo de Rath Dínen se oyó un ruido ensordecedor. Y al volver la cabeza vieron que el techo del edificio se había resquebrado, y que el humo brotaba por las fisuras; y luego con un estruendo de piedras que se desmoronan, la casa se derrumbó; pero las llamas continuaron danzando y revoloteando entre las ruinas. Entonces los servidores aterrorizados huyeron a la carrera en pos de Gandalf.

 

Llegaron por fin a la Puerta del Senescal, y Beregond miró con aflicción al portero caído. —Eternamente lamentaré este acto—dijo—, pero la prisa me hizo perder la cabeza, y él no quiso escuchar razones, y me amenazó con la espada. —Y sacando la llave que le arrebatara al muerto, cerró la puerta. —Esta llave—dijo—ha de ser entregada al señor Faramir.

—Quien tiene el mando ahora, en ausencia del señor, es el príncipe de Dol Amroth—dijo Gandalf—; pero al no estar él presente, me corresponde a mí tomar la decisión. Guarda tú mismo la llave hasta tanto vuelva el orden a la ciudad.

Se internaron finalmente en los círculos más altos de la ciudad, y a la luz de la mañana siguieron camino hacia las Casas de Curación que eran residencias hermosas y apacibles, destinadas al cuidado de los enfermos graves, aunque ahora acogían también a los heridos en la batalla y a los moribundos. Se alzaban no lejos de la puerta de la Ciudadela, en el círculo sexto, cerca del muro del sur, y estaban rodeadas de jardines y de un prado arbolado, el único lugar de esa naturaleza en toda la ciudad. Allí moraban las pocas mujeres a quienes porque eran hábiles en las artes de curar o de ayudar a los curadores, se les había permitido quedarse en Minas Tirith.

Y en el momento en que Gandalf y sus compañeros llegaban con el féretro a la puerta principal de las Casas, un grito estremecedor se elevó desde el campo delante de la puerta, y hendiendo el cielo con una nota aguda y penetrante, se desvaneció en el viento. Fue un grito tan terrible que por un instante todos quedaron inmóviles; pero en cuanto hubo pasado sintieron de pronto que la esperanza les reanimaba los corazones, una esperanza que no conocían desde que llegara del este la oscuridad; y tuvieron la impresión de que la luz era más clara, y que por detrás de las nubes asomaba el sol.

 

Pero el semblante de Gandalf tenía un aire grave y entristecido; y rogando a Beregond y Pippin que entrasen a Faramir a las Casas de Curación, subió al muro más cercano; y allí, enhiesto, mirando en lontananza a la luz del nuevo sol, parecía una estatua esculpida en piedra blanca. Y mirando así, y por los poderes que le habían sido dados, supo todo lo que había acontecido; y cuando Éomer se separó del frente de batalla y se detuvo junto a los que yacían en el campo, Gandalf suspiró, y ciñéndose la capa se alejó de los muros. Y cuando Beregond y Pippin volvían de las Casas, lo encontraron de pie y pensativo delante de la puerta.

Durante un rato, mientras lo miraban, siguió en silencio. Pero al fin habló. —Amigos dijo, ¡y todos vosotros, habitantes de esta ciudad y de las tierras del oeste! Hoy han ocurrido hechos muy dolorosos y a la vez memorables, que la fama no olvidará. ¿Habremos de llorar o de regocijarnos? El Capitán enemigo ha sido destruido contra toda esperanza, y lo que habéis oído es el eco de su desesperación final. No obstante, no ha partido sin dejar dolores y pérdidas amargas. Pérdidas que si Denethor no hubiera enloquecido, yo habría podido impedir. ¡Tan largo es el brazo del Enemigo! Ay, pero ahora entiendo cómo su voluntad pudo invadir el corazón mismo de la ciudad.

»Aunque los senescales creían ser los únicos que conocían el secreto, yo había adivinado hacía tiempo que aquí en la Torre Blanca se guardaba por lo menos una de las siete piedras que ven. En los tiempos en que aún estaba cuerdo, Denethor jamás pensó en utilizarla, ni en desafiar a Sauron, pues conocía sus propias limitaciones. Pero al fin la prudencia le falló, y cuando vio que el peligro no dejaba de crecer, temo que haya escudriñado la piedra, y se dejara engañar; más de una vez, sospecho, después de la muerte de Boromir. Y aunque era demasiado grande para someterse a la voluntad del Poder Oscuro, sólo vio lo que ese Poder quiso mostrarle. No cabe duda de que los conocimientos así obtenidos le eran a menudo provechosos; pero el poder de Mordor que le habían mostrado alimentó la desesperación en el corazón de Denethor, hasta trastornarle el entendimiento.

—¡Ahora comprendo lo que me pareció tan extraño!—dijo Pippin, estremeciéndose al recordarlo—. El señor salió de la alcoba donde yacía Faramir; y al rato volvió, y entonces y por primera vez lo noté transformado, viejo y vencido.

—Y a la hora justa en que trajeron a Faramir a la Torre Blanca—dijo Beregond—, muchos vimos una luz extraña en la cámara más alta. Pero ya la habíamos visto antes, y desde hacía tiempo se decía en la ciudad que el señor Denethor luchaba a menudo con la mente del enemigo.

—¡Ay! De modo que yo había adivinado la verdad—dijo Gandalf—. Así fue como entró la voluntad de Sauron en Minas Tirith; y por este motivo he tenido que retrasarme aquí. Y aún estaré obligado a quedarme, pues pronto tendré a otros bajo mi cuidado, además de Faramir.

»Ahora he de ir al encuentro de los que están llegando. Lo que he visto en el campo me es muy doloroso, y acaso nos esperen nuevos pesares. ¡Tú, Pippin, ven conmigo! Pero tú, Beregond, volverás a la Ciudadela, e informarás al jefe de la guardia. Mucho me temo que él tenga que separarte de la guardia; mas dile, si me está permitido darle un consejo, que convendría enviarte a las Casas de Curación, como custodia y servidor de tu capitán, para estar junto a él cuando despierte, si alguna vez despierta. Porque fuiste tú quien lo salvó de las llamas. ¡Ve ahora! Yo no tardaré en regresar.

Y dicho esto dio media vuelta y fue con Pippin hacia la parte baja de la ciudad. Y mientras apretaban el paso, el viento trajo consigo una lluvia gris, y todas las hogueras se anegaron, y una gran humareda se alzó delante de ellos.

 


LV.EL PAÍS DE LA SOMBRA

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO II

Sam apenas alcanzó a esconder el frasco en el pecho. —¡Corra, señor Frodo!—gritó—. ¡No, por ahí no! Del otro lado del muro hay un precipicio. ¡Sígame!

Huyeron camino abajo y se alejaron de la puerta. Unos cincuenta pasos más adelante, la senda contorneó uno de los bastiones del risco, y los ocultó a los ojos de la torre. Por el momento estaban a salvo. Se agazaparon contra las rocas y respiraron llevándose las manos al pecho. Posado ahora en lo alto del muro junto a la puerta en ruinas, el nazgûl lanzaba sus gritos funestos. Los ecos retumbaban entre los riscos.

Avanzaron tropezando, aterrorizados. Pronto el camino dobló bruscamente hacia el este, y por un momento los expuso a la mirada pavorosa de la torre. Echaron a correr, y al volver la cabeza vieron la gran forma negra encaramada en la muralla, y se internaron en una garganta que descendía en rápida pendiente al camino de Morgul. Así llegaron a la encrucijada. No había aún señales de los orcos, ni había habido respuesta al grito del nazgûl; pero sabían que aquel silencio no podía durar mucho, que de un momento a otro comenzaría la persecución.

—Todo esto es inútil—dijo Frodo—. Si fuésemos orcos de verdad, estaríamos corriendo hacia la torre en vez de huir. El primer enemigo con que nos topemos nos reconocerá. De alguna manera tenemos que salir de este camino.

—Pero es imposible—dijo Sam—. No sin alas.

 

Las laderas orientales de Ephel Dúath caían a pique en una sucesión de riscos y precipicios hacia la cañada negra que se abría entre ellos y la cadena interior. No lejos del cruce, luego de trepar otra cuesta empinada, el camino se prolongaba en un puente volante de piedra, cruzaba el abismo, y se internaba por fin en faldas desmoronadas y en los valles del Morgai. En una carrera desesperada, Frodo y Sam llegaron al puente, pero ya antes de cruzar comenzaron a oír los gritos y la algarabía. A lo lejos, a espaldas de ellos, asomaba en la cresta la torre de Cirith Ungol, y las piedras centelleaban ahora con un fulgor mortecino. De improviso la campana discordante tañó otra vez. Sonaron los cuernos. Y del otro lado de la cabecera del puente llegaron los clamores de respuesta. Allá abajo, en la hondonada sombría, oculta a los fulgores moribundos del Orodruin, no veían nada, pero oían ya las pisadas de unas botas de hierro, y allá arriba en el camino resonaba el repiqueteo de unos cascos.

—¡Pronto, Sam! ¡Saltemos!—gritó Frodo. Se arrastraron hasta el parapeto debajo del puente. Por fortuna, ya no había peligro de que se despeñaran, pues las laderas del Morgai se elevaban casi hasta el nivel del camino; pero había demasiada oscuridad para que pudieran estimar la profundidad del precipicio.

—Bueno, allá voy, señor Frodo—dijo Sam—. ¡Hasta la vista!

Espinos y zarzas por Ted Nasmith

 

Se dejó caer. Frodo lo siguió. Y mientras caían oyeron el galope de los jinetes que pasaban por el puente, y el golpeteo de los pies de los orcos. Sin embargo, de haberse atrevido, Sam se habría reído a carcajadas. Temiendo una caída casi violenta entre rocas invisibles, los hobbits, luego de un descenso de apenas una docena de pies [3,5 metros], aterrizaron con un golpe sordo y un crujido en el lugar más inesperado: una maraña de arbustos espinosos. Allí Sam se quedó quieto, chupándose en silencio una mano rasguñada.

Cuando el ruido de los cascos se alejó, se aventuró a susurrar: —¡Por mi alma, señor Frodo, creía que en Mordor no crecía nada! De haberlo sabido, esto sería precisamente lo que me habría imaginado. A juzgar por los pinchazos, estas espinas han de tener un pie de largo [30 centímetros]; han atravesado todo lo que llevo encima. ¡Por qué no me habré puesto esa cota de malla!

—Las cotas de malla de los orcos no te protegerían de estas espinas—dijo Frodo—. Ni siquiera un justillo de cuero te serviría.

No les fue fácil salir del matorral. Los espinos y las zarzas eran duros como alambres y se les prendían como garras. Cuando al fin consiguieron librarse, tenían las capas desgarradas y en jirones.

—Ahora bajemos, Sam—murmuró Frodo—. Rápido al valle, luego doblaremos al norte tan pronto como sea posible.

Afuera, en el resto del mundo, nacía un nuevo día, y muy y lejos, más allá de las tinieblas de Mordor, el sol despuntaba en el horizonte, al este de la Tierra Media; pero aquí todo estaba oscuro, como si aún fuera de noche. En la montaña las llamas se habían extinguido y los rescoldos humeaban bajo las cenizas. El resplandor desapareció poco a poco de los riscos. El viento del este, que no había dejado de soplar desde que partieran de Ithilien, ahora parecía muerto. Lenta y penosamente bajaron gateando en las sombras, a tientas, tropezando, arrastrándose entre peñascos y matorrales y ramas secas, bajando y bajando hasta que ya no pudieron continuar.

Se detuvieron al fin, y se sentaron uno al lado del otro, recostándose contra una roca, sudando los dos. —Si Shagrat en persona viniera a ofrecerme un vaso de agua, le estrecharía la mano—dijo Sam.

—¡No digas eso!—replicó Frodo—. ¡Sólo consigues empeorar las cosas!—Luego se tendió en el suelo, mareado y exhausto, y no volvió a hablar durante un largo rato. Por fin, se incorporó otra vez, trabajosamente. Descubrió con asombro que Sam se había quedado dormido. —¡Despierta, Sam!—dijo—. ¡Vamos! Es hora de hacer otro esfuerzo.

Sam se levantó a duras penas. —¡Bueno, nunca lo hubiera imaginado!—dijo—. Supongo que el sueño me venció. Hace mucho tiempo, señor Frodo, que no duermo como es debido, y los ojos se me cerraron solos.

 

Ahora Frodo encabezaba la marcha, yendo todo lo posible hacia el norte, entre las piedras y los peñascos amontonados en el fondo de la gran hondonada. Pero a poco de andar se detuvieron de nuevo.

—No hay nada que hacerle, Sam—dijo—. No puedo soportarla. Esta cota de malla, quiero decir. No hoy, al menos. Aún la cota de mithril me pesaba a veces. Esta pesa muchísimo más. ¿Y de qué me sirve? De todos modos no será peleando como nos abriremos paso.

—Sin embargo, quizá nos esperen algunos encuentros. Y puede haber cuchillos y flechas perdidas. Para empezar, ese tal Gollum no está muerto. No me gusta pensar que sólo un trozo de cuero lo protege de una puñalada en la oscuridad.

—Escúchame, Sam, hijo querido—dijo Frodo—: estoy cansado, exhausto. No me queda ninguna esperanza. Pero mientras pueda caminar, tengo que tratar de llegar a la montaña. El Anillo ya es bastante. Esta carga excesiva me está matando. Tengo que deshacerme de ella. Pero no creas que soy desagradecido. Me repugna pensar en ese trabajo que tuviste que hacer entre los cadáveres para encontrarla.

—Ni lo mencione, señor Frodo. ¡Por lo que más quiera! ¡Lo llevaría sobre mis espaldas, si pudiese! ¡Quítesela, entonces!

Frodo se sacó la capa, se despojó de la cota de malla orca y la tiró lejos. Se estremeció ligeramente. —Lo que en realidad necesito es algún abrigo—dijo—. O ha refrescado, o he tomado frío.

—Puede ponerse mi capa, señor Frodo—dijo Sam. Se descolgó la mochila de la espalda y sacó la capa élfica—. ¿Qué le parece, señor Frodo? Se envuelve en ese trapo orco, y se ajusta el cinturón por fuera. Y encima de todo se pone la capa. No es exactamente a la usanza orca, pero estará más abrigado; y hasta diría que lo protegerá mejor que cualquier otra vestimenta. Fue hecha por la dama.

Frodo tomó la capa y cerró el broche. —¡Así me siento mejor!—dijo—. Y mucho más liviano. Ahora puedo continuar. Pero esta oscuridad ciega invade de algún modo el corazón. Cuando estaba preso, Sam, trataba de pensar en el Brandivino, en el bosque Cerrado, y en el Agua corriendo por el molino en Hobbiton. Pero ahora no puedo recordarlos.

—¡Vamos, señor Frodo, ahora es usted el que habla de agua!—dijo Sam—. Si la dama pudiera vernos u oírnos, yo le diría: «Señora, todo cuanto necesitamos es luz y agua: sólo un poco de agua pura y la clara luz del día, mejor que cualquier joya, con el perdón de usted.» Pero estamos muy lejos de Lórien. —Suspiró y movió una mano señalando las cumbres de Ephel Dúath, ahora apenas visibles como una oscuridad más profunda contra el cielo en tinieblas.

 

Reanudaron la marcha. No habían avanzado mucho cuando Frodo se detuvo. —Hay un jinete negro volando sobre nosotros—dijo—. Siento su presencia. Será mejor que nos quedemos quietos por un tiempo.

Se acurrucaron debajo de un gran peñasco, de cara al oeste, y durante un rato permanecieron callados. Al fin Frodo dejó escapar un suspiro de alivio.

—Ya pasó—dijo. Se levantaron, y lo que vieron los dejó mudos de asombro. A la izquierda y hacia el sur, contra un cielo que ya casi era gris, comenzaban a asomar oscuros y negros los picos y las crestas de la gran cordillera. Por detrás de ella crecía la luz. Trepaba lentamente hacia el norte. En las alturas lejanas, en los ámbitos del cielo, se estaba librando una batalla. Las turbulentas nubes de Mordor se alejaban, como rechazadas, con los bordes hechos jirones, mientras un viento que soplaba desde el mundo de los vivos barría las emanaciones y las humaredas hacia la tierra tenebrosa de donde habían venido. Bajo las orlas del palio lúgubre, una luz tenue se filtraba en Mordor como un amanecer pálido a través de las ventanas sucias de una prisión.

—¡Mire, señor Frodo!—dijo Sam—. ¡Mire! El viento ha cambiado. Algo ocurre. No se va a salir del todo con la suya. Allá en el mundo la oscuridad se desvanece. ¡Me gustaría saber qué está pasando!

Era la mañana del decimoquinto día de marzo, y en el valle del Anduin el sol asomaba por encima de las sombras del este, y soplaba un viento del sudoeste. En los Campos del Pelennor, Théoden yacía moribundo.

Mientras Frodo y Sam observaban inmóviles el horizonte, la cinta de luz se extendió a lo largo de las crestas de los Ephel Dúath; y de pronto una forma rápida apareció en el oeste, al principio apenas una mancha negra en la franja luminosa de las cumbres, pero en seguida creció, y atravesando como una flecha el manto de oscuridad, pasó muy alto por encima de ellos. Al alejarse lanzó un chillido agudo y penetrante: la voz de un nazgûl ; pero este grito ya no los asustaba: era un grito de dolor y de espanto, malas nuevas para la Torre Oscura. La suerte del señor de los espectros del Anillo estaba echada.

—¿Qué le dije? ¡Algo está ocurriendo!—gritó Sam—. «La guerra marcha bien», dijo Shagrat; pero Gorbag no estaba tan seguro. Y también en eso tenía razón. Parece que las cosas mejoran, señor Frodo. ¿No se siente más esperanzado ahora?

—Bueno, no, no mucho, Sam—suspiró Frodo—. Eso está ocurriendo muy lejos más allá de las montañas. Nosotros vamos hacia el este, no hacia el oeste. Y estoy tan cansado. Y el Anillo pesa tanto, Sam. Y empiezo a verlo en mi mente todo el tiempo, una gran rueda de fuego.

El optimismo de Sam decayó rápidamente. Miró ansioso a su amo, y le tomó la mano. —¡Vamos, señor Frodo!—dijo—. Conseguí una de las cosas que quería: un poco de luz. La suficiente para ayudarnos, y sin embargo sospecho que también es peligrosa. Trate de avanzar un poco más, y luego nos echaremos juntos a descansar. Pero ahora coma un bocado, un trocito del pan de los elfos; le reconfortará.

 

Compartiendo una oblea de lembas, y masticándola lo mejor que pudieron con las bocas resecas, Frodo y Sam continuaron adelante. La luz, aunque apenas un crepúsculo gris, bastaba para que vieran alrededor: estaban ahora en lo más profundo del valle entre las montañas. Descendía en una suave pendiente hacia el norte, y por el fondo corría el lecho seco y calcinado de un arroyo. Más allá del curso pedregoso vieron un sendero trillado que serpeaba al pie de los riscos occidentales. Si lo hubieran sabido, habrían podido llegar a él más rápidamente, pues era una senda que se desprendía de la ruta principal a Morgul en la cabecera occidental del puente y descendía por una larga escalera tallada en la roca hasta el fondo mismo del valle; y la utilizaban las patrullas o los mensajeros que viajaban a los puestos y fortalezas menores del lejano norte, entre Cirith Ungol y los desfiladeros de la Garganta de Hierro, las mandíbulas férreas de Carach Angren.

Era un sendero peligroso para los hobbits, pero el tiempo apremiaba, y Frodo no se sentía capaz de trepar y gatear entre los peñascos o en las hondonadas del Morgai. Y suponía además que el del norte era el camino en que sus perseguidores menos esperarían encontrarlos. Sin duda comenzarían la búsqueda por el camino al este de la llanura, o por el paso que volvía hacia el oeste. Sólo cuando estuvieran bien al norte de la torre se proponía cambiar de rumbo y buscar una salida hacia el este: hacia la última y desesperada etapa de aquel viaje. Cruzaron pues el lecho de piedras, y tomaron el sendero orco, y avanzaron por él durante un tiempo. Los riscos altos y salientes de la izquierda impedían que pudieran verlos desde arriba; pero el sendero tenía muchas curvas, y en cada recodo aferraban la empuñadura de la espada y avanzaban con cautela.


Orodruin por J.R.R. Tolkien

 

La luz no aumentaba, porque el Orodruin continuaba vomitando una espesa humareda que subía cada vez más arriba, empujada por corrientes antagónicas, y al llegar a una región por encima de los vientos, se desplegaba en una bóveda inconmensurable, cuya columna central emergía de las sombras fuera de la vista de los hobbits. Habían caminado penosamente durante más de una hora, cuando un rumor hizo que se detuvieran: increíble, pero a la vez inconfundible. El susurro del agua. A la izquierda de una cañada tan pronunciada y estrecha que se hubiera dicho que el risco negro había sido hendido por un hacha enorme, corría un hilo de agua: acaso los últimos vestigios de alguna lluvia dulce recogida en mares soleados, pero con la triste suerte de ir a caer sobre los muros del País Tenebroso, y perderse luego en el polvo. Aquí brotaba de la roca en una pequeña cascada, y fluía a lo largo del camino, y girando hacia el sur huía entre las piedras muertas.

Sam saltó hacia la cascada. —¡Si alguna vez vuelvo a ver a la dama, se lo diré!—gritó—. ¡Luz, y ahora agua!—Se detuvo. —¡Déjeme beber primero, señor Frodo!—dijo.

—Está bien, pero hay sitio suficiente para dos.

—No es eso—dijo Sam—. Quiero decir: si es venenosa, o si hay en ella algo malo que se manifieste en seguida; bueno, es preferible que sea yo y no usted, mi amo, si me entiende.

—Te entiendo. Pero me parece que tendremos que confiar juntos en nuestra suerte, Sam, mala o buena. ¡De todos modos, ten cuidado, si está muy fría!

El agua estaba fresca pero no helada, y tenía un sabor desagradable, a la vez amargo y untuoso, o por lo menos eso habrían opinado en La Comarca. Aquí, les pareció maravillosa, y la bebieron sin temor ni prudencia. Bebieron hasta saciarse, y Sam llenó la cantimplora. Después de esto Frodo se sintió mejor, y prosiguieron la marcha durante varias millas, hasta que un ensanchamiento del camino y la aparición de un muro tosco que lo flanqueaba, les advirtió que se estaban acercando a otra fortaleza orca.

—Aquí es donde cambiamos de rumbo, Sam—dijo Frodo—. Y ahora tenemos que marchar hacia el este. —Miró las crestas sombrías del otro lado del valle, y suspiró. —Apenas me quedan fuerzas para buscar algún agujero allá arriba. Y luego necesito descansar un poco.

 

El lecho del río corría un poco más abajo del sendero. Descendieron hasta él gateando, y comenzaron a atravesarlo. Sorprendidos, encontraron charcos oscuros alimentados por hilos de agua que bajaban de algún manantial en lo alto del valle. Las cercanías de Mordor al pie de las montañas occidentales eran una tierra moribunda, pero aún no estaba muerta. Y aquí crecía alguna vegetación, áspera, retorcida, amarga, que trataba de sobrevivir. En las cañadas del Morgai, del otro lado del valle, se aferraban al suelo unos árboles bajos y achaparrados, matorrales de hierba grises luchaban con las piedras, y líquenes resecos se enroscaban en los matorrales, y grandes marañas de zarzas retorcidas crecían por doquier. Algunas tenían largas espinas punzantes, otras púas ganchudas y afiladas como cuchillos. Las hojas marchitas y arrugadas del último verano colgaban crujiendo y crepitando en el aire triste, pero los brotes infestados de larvas todavía estaban abriéndose. Moscas, pardas, grises o negras, marcadas como los orcos con una mancha roja que parecía un ojo, zumbaban y picaban; y sobre los brezales danzaban y giraban nubes de mosquitos hambrientos.

—Los atavíos orcos no sirven—dijo Sam, agitando los brazos—. ¡Ojalá tuviera el pellejo de un orco!

Por último Frodo no pudo continuar. Habían trepado a una barranca empinada y angosta, pero aún les quedaba un largo trecho antes que pudieran ver la última cresta escarpada. —Ahora necesito descansar, Sam, y dormir si puedo—dijo Frodo. Miró alrededor, pero en aquel paraje lúgubre no parecía haber un sitio donde al menos un animal salvaje pudiera guarecerse. Al cabo, exhaustos, se escondieron debajo de una cortina de zarzas que colgaba como una estera de una pared de roca.

Allí se sentaron y comieron como mejor pudieron. Conservando las preciosas lembas para los malos días del futuro, tomaron la mitad de lo que quedaba en la bolsa de Sam de las provisiones de Faramir: algunas frutas secas y una pequeña lonja de carne ahumada, y bebieron unos sorbos de agua. Habían vuelto a beber en los charcos del valle, pero otra vez tenían mucha sed. Había un regusto amargo en el aire de Mordor que secaba la boca. Cada vez que Sam pensaba en el agua, hasta él mismo se sentía desanimado. Más allá del Morgai les quedaba aún por atravesar la temible llanura de Gorgoroth.

—Ahora usted dormirá primero, señor Frodo—dijo—. Ya oscurece otra vez. Me parece que este día está por acabar.

Frodo suspiró y se durmió casi antes que Sam hubiese dicho esto. Luchando con su propio cansancio, Sam tomó la mano de Frodo; y así permaneció, en silencio, hasta que cayó la noche. Luego, para mantenerse despierto, se deslizó fuera del escondite y miró en torno. El lugar parecía poblado de crujidos y crepitaciones y ruidos furtivos, pero no se oían voces ni rumores de pasos. A lo lejos, sobre los Ephel Dúath en el oeste, el cielo nocturno era aún pálido y lívido. Allá, asomando entre las nubes por encima de un peñasco sombrío en lo alto de los montes, Sam vio de pronto una estrella blanca que titilaba. Tanta belleza, contemplada desde aquella tierra desolada e inhóspita, le llegó al corazón, y la esperanza renació en él. Porque frío y nítido como una saeta lo traspasó el pensamiento de que la sombra era al fin y al cabo una cosa pequeña y transitoria, y que había algo que ella nunca alcanzaría: la luz, y una belleza muy alta. Más que una esperanza, la canción que había improvisado en la torre era un reto, pues en aquel momento pensaba en sí mismo. Ahora, por un momento, su propio destino, y aún el de su amo, lo tuvieron sin cuidado. Se escabulló otra vez entre las zarzas y se acostó junto a Frodo, y olvidando todos los temores se entregó a un sueño profundo y apacible.

 

Se despertaron al mismo tiempo, tomados de la mano. Sam se sentía casi restaurado, listo para afrontar un nuevo día; pero Frodo suspiró. Había dormido mal, acosado por sueños de fuego, y no despertaba de buen ánimo. Aun así, el descanso no había dejado de tener un efecto curativo. Se sentía más fuerte, más dispuesto a soportar la carga durante una nueva jornada. No sabían qué hora era ni cuánto tiempo habían dormido; pero luego de comer un bocado y beber un sorbo de agua continuaron escalando el barranco, que terminaba en un despeñadero. Allí las últimas cosas vivas renunciaban a la lucha: las cumbres del Morgai eran yermas, melladas, desnudas y negras como un techo de pizarra.

A través del Gorgoroth por Ted Nasmith

 

Después de errar durante largo rato en busca de un camino, descubrieron uno por el que podían trepar. Subieron penosamente un centenar de pies [30 metros], y al fin llegaron a la cresta. Atravesaron una hendidura entre dos riscos oscuros, y se encontraron en el borde mismo de la última empalizada de Mordor. Abajo, en el fondo de una depresión de unos mil quinientos pies [457 metros], la llanura interior se dilataba hasta perderse de vista en una tiniebla informe. El viento del mundo soplaba ahora desde el oeste levantando las nubes espesas, que se alejaban flotando hacia el este; pero a los temibles campos de Gorgoroth sólo llegaba una luz grisácea. Allí los humos reptaban a ras del suelo y se agazapaban en los huecos, y los vapores escapaban por las grietas de la tierra.

Todavía lejano, a unas cuarenta millas [64 kilómetros] por lo menos, divisaron el monte del Destino, la base sepultada en ruinas de cenizas, el cono elevándose, gigantesco, con la cabeza humeante envuelta en nubes. Ahora aletargado, los fuegos momentáneamente aplacados, se erguía, peligroso y hostil, como una bestia adormecida. Y por detrás asomaba una sombra vasta, siniestra como una nube de tormenta: los velos distantes de Barad-dûr, que se alzaba a lo lejos sobre un espolón largo, una de las estribaciones septentrionales de los montes de Ceniza. El Poder Oscuro cavilaba, con el Ojo vuelto hacia adentro, sopesando las noticias de peligro e incertidumbre; veía una espada refulgente y un rostro majestuoso y severo, y por el momento había dejado de lado los otros problemas; y la poderosa fortaleza, puerta tras puerta, y torre sobre torre, estaba envuelta en una tiniebla de preocupación.

Frodo y Sam contemplaban el país abominable con una mezcla de repugnancia y asombro. Entre ellos y la montaña humeante, y alrededor de ella al norte y al sur, todo parecía muerto y destruido, un desierto calcinado y convulso. Se preguntaron cómo haría el señor de aquel reino para mantener y alimentar a los esclavos y los ejércitos. Porque ejércitos tenía, sin duda. Hasta perderse de vista, a lo largo de las laderas del Morgai y a lo lejos hacia el sur, se sucedían los campamentos, algunos de tiendas, otros ordenados como pequeñas ciudades. Uno de los mayores se extendía justo abajo de donde se encontraban los hobbits: semejante a un apiñado nido de insectos, y entrecruzado por callejuelas rectas y lóbregas de chozas y barracas grises, ocupaba casi una milla de llanura. Alrededor, la gente iba y venía; un camino ancho partía del caserío hacia el sudeste y se unía a la carretera de Morgul, por la que se apresuraban filas y filas de pequeñas formas negras.

—No me gusta nada cómo pinta esto—dijo Sam—. No es muy alentador... excepto que donde vive tanta gente tiene que haber pozos, o agua; y comida, ni que hablar. Y éstos no son orcos sino hombres, si la vista no me engaña.

Ni él ni Frodo sabían nada de los extensos campos cultivados por esclavos en el extremo sur del reino, más allá de las emanaciones de la montaña y en las cercanías de las aguas sombrías y tristes del lago Nûrnen; ni de las grandes carreteras que corrían hacia el este y el sur a los países tributarios, de donde los soldados de la Torre venían con largas caravanas de víveres y botines y nuevas legiones de esclavos. Allí, en las regiones septentrionales, se encontraban las fraguas y las minas, allí se acantonaban las reservas humanas para una guerra largamente premeditada; y allí también el Poder Oscuro reunía sus ejércitos, moviéndolos como peones sobre el tablero. Las primeras movidas, con las que había probado fuerzas, habían puesto las piezas en jaque en el frente occidental, en el sur y en el norte. Y ahora las había retirado, y engrosándolas con nuevos refuerzos, las había apostado en las cercanías de Cirith Gorgor en espera del momento propicio para tomarse la revancha. Y si lo que se proponía era defender a la vez la montaña de una probable tentativa de asalto, no podía haberlo hecho mejor.

—¡Y bien!—prosiguió Sam—. No sé qué tienen de comer y de beber, pero no está a nuestro alcance. No veo ningún camino que nos permita llegar allá abajo. Y aunque lográsemos descender, jamás podríamos atravesar ese territorio plagado de enemigos.

—No obstante tendremos que intentarlo—replicó Frodo—. No es peor de lo que yo me imaginaba. Nunca tuve la esperanza de llegar; tampoco la tengo ahora. Pero aun así, he de hacer lo que esté a mi alcance. Por el momento impedir que me capturen, tanto tiempo como sea posible. Me parece pues, que tendremos que continuar hacia el norte, y ver cómo se presentan las cosas allí donde la llanura comienza a estrecharse.

—Creo adivinar cómo se presentarán—dijo Sam—. En la parte más estrecha de la llanura los orcos y los hombres estarán más apiñados que nunca. Ya lo verá, señor Frodo.

—Supongo que lo veré, si alguna vez llegamos—dijo Frodo, y dio media vuelta.

 

No tardaron en descubrir que no podían continuar avanzando a lo largo de la cresta del Morgai, ni por los niveles más altos, donde no había senderos y abundaban las hondonadas profundas. Por último tuvieron que regresar por el barranco que habían escalado, en busca de una salida desde el valle. Fue una caminata ardua, pues no se atrevían a cruzar hasta el sendero que corría del lado occidental. Al cabo de una milla o más, oculto en una cavidad al pie del risco, vieron el bastión orco que estaban esperando encontrar: un muro y un apretado grupo de construcciones de piedra dispuestas a los lados de una caverna sombría. No se advertía ningún movimiento, pero los hobbits avanzaron con cautela, manteniéndose lo más cerca posible de los zarzales que a esta altura crecían en abundancia a ambos lados del lecho seco del arroyo.

Continuaron por espacio de dos o tres millas [3-5 kilómetros], y el bastión orco desapareció detrás de ellos; pero cuando empezaban a sentirse más tranquilos, oyeron unas voces de orcos, ásperas y estridentes. Se escondieron detrás de un arbusto pardusco y achaparrado. Las voces se acercaban. De pronto dos orcos aparecieron a la vista. Uno vestía harapos pardos e iba armado con un arco de cuerno; era de una raza más bien pequeña, negro de tez, y la nariz, de orificios muy dilatados, husmeaba el aire sin cesar: sin duda una especie de rastreador. El otro era un orco corpulento y aguerrido, como los de la compañía de Shagrat, y lucía la insignia del Ojo. También él llevaba un arco a la espalda y una lanza corta de punta ancha. Como de costumbre se estaban peleando, y por pertenecer a razas diferentes empleaban a su manera la lengua común.

A sólo veinte pasos de donde estaban escondidos los hobbits, el orco pequeño se detuvo. —¡Nár!—gruñó—. Yo me vuelvo a casa. —Señaló a través del valle en dirección al fuerte orco. —No vale la pena que me siga gastando la nariz olfateando piedras. No queda ni un rastro, te digo. Por hacerte caso a ti les perdí la pista. Subía por las colinas, no a lo largo del valle, te digo.

—¿No servís de mucho, eh, vosotros, pequeños husmeadores?—dijo el orco grande—. Creo que los ojos son más útiles que vuestras narices mocosas.

—¿Qué has visto con ellos, entonces?—gruñó el otro—. ¡Garn! ¡Si ni siquiera sabes lo que andas buscando!

—¿Y quién tiene la culpa?—replicó el soldado—. Yo no. Eso viene de arriba. Primero dicen que es un gran elfo con una armadura brillante, luego que es una especie de hombrecito enano, y luego que puede tratarse de una horda de uruk-hai rebeldes; o quizá son todos ellos juntos.

—¡Ar!—dijo el rastreador—. Han perdido el seso, eso es lo que les pasa. Y algunos de los jefes también van a perder el pellejo, sospecho, si lo que he oído es verdad: que han invadido la torre, que centenares de tus compañeros han sido liquidados, y que el prisionero ha huido. Si así es como os comportáis vosotros, los combatientes, no es de extrañar que haya malas noticias desde los campos de batalla.

—¿Quién dice que hay malas noticias?—vociferó el soldado.

—¡Ar! ¿Quién dice que no las hay?

—Así es como hablan los malditos rebeldes, y si no callas te ensarto. ¿Me has oído?

—¡Está bien, está bien!—dijo el rastreador—. No diré más y seguiré pensando. Pero ¿qué tiene que ver en todo esto ese monstruo negro y escurridizo? Ese de las manos como paletas y que habla en gorgoteos.

—No lo sé. Nada, quizá. Pero apuesto que no anda en nada bueno, siempre husmeando por ahí. ¡Maldito sea! Ni bien se nos escabulló y huyó, llegó la orden de que lo querían vivo, y cuanto antes.

—Bueno, espero que lo encuentren y le den su merecido—masculló el rastreador—. Nos confundió el rastro allá atrás, cuando se apropió de esa cota de malla, y anduvo palmeteando por todas partes antes que yo consiguiera llegar.

—En todo caso le salvó la vida—dijo el soldado—. Antes de saber que lo buscaban, yo le disparé, a cincuenta pasos y por la espalda; pero siguió corriendo.

—¡Garn! Le erraste—dijo el rastreador—. Para empezar, disparas a tontas y a locas, luego corres con demasiada lentitud, y por último mandas buscar a los pobres rastreadores. Estoy harto de ti. —Se alejó rápidamente a grandes trancos.

—¡Vuelve!—vociferó el soldado—, ¡vuelve o te denunciaré!

—¿A quién? No a tu precioso Shagrat. Ya no será más el capitán.

—Daré tu nombre y tu número a los nazgûl —dijo el soldado bajando la voz hasta un siseo—. Uno de ellos está ahora a cargo de la torre.

El otro se detuvo, la voz cargada de miedo y de furia. —¡Soplón, maldito!—aulló—. No sabes hacer tu trabajo, y ni siquiera defiendes a los tuyos. ¡Vete con tus inmundos gritones y ojalá te arranquen el pellejo! Si el enemigo no se les adelanta. ¡He oído decir que han liquidado al número uno, y espero que sea cierto!

El orco grande, lanza en mano, echó a correr detrás de él. Pero el rastreador, brincando por detrás de una piedra, le disparó una flecha en el ojo, y el otro se desplomó con estrépito en plena carrera. El rastreador huyó a valle traviesa y desapareció.

 

Durante un rato los hobbits permanecieron en silencio. Por fin Sam se movió. —Bueno, esto es lo que yo llamo las cosas claras—dijo—. Si esta simpática cordialidad se extendiera por Mordor, la mitad de nuestros problemas estarían ya resueltos.

—En voz baja, Sam—susurró Frodo—. Puede haber otros por aquí. Es evidente que escapamos por un pelo, y que los cazadores no estaban tan descaminados como pensábamos. Pero ese es el espíritu de Mordor, Sam; y ha llegado a todos los rincones. Los orcos siempre se han comportado de esa manera o así lo cuentan las leyendas, cuando están solos. Pero no puedes confiar demasiado. A nosotros nos odian mucho más, de todas formas y en todo tiempo. Si estos dos nos hubiesen visto, habrían interrumpido la pelea hasta terminar con nosotros.

Hubo otro silencio prolongado. Sam volvió a interrumpirlo, esta vez en un murmullo. —¿Oyó lo que decían del que habla en gorgoteos, señor Frodo? Le dije que Gollum no estaba muerto ¿no?

—Sí, recuerdo. Y me preguntaba cómo lo sabrías—dijo Frodo—. Bueno. Creo que es mejor que no salgamos de aquí hasta que haya oscurecido por completo. Así podrás decirme cómo lo sabes, y contarme todo lo sucedido. Si puedes hablar en voz baja.

—Trataré—dijo Sam—, pero cada vez que pienso en ese apestoso, me pongo tan frenético que me dan ganas de gritar.

Allí permanecieron los hobbits, al amparo del arbusto espinoso, mientras la luz lúgubre de Mordor se extinguía lentamente para dar paso a una noche profunda y sin estrellas; y Sam, hablándole a Frodo al oído, le contó todo cuanto pudo poner en palabras del ataque traicionero de Gollum, el horror de Ella-Laraña, y sus propias aventuras con los orcos. Cuando hubo terminado, Frodo no dijo nada, pero tomó la mano de Sam y se la apretó. Al cabo de un rato se sacudió y dijo:

—Bueno, supongo que hemos de reanudar la marcha. Me pregunto cuánto tiempo pasará antes que seamos realmente capturados, y acaben al fin estas penurias y escapadas, y todo haya sido inútil. —Se puso de pie. —Está oscuro, y no podemos usar el frasco de la dama. Quédate con él por ahora, Sam, y cuídalo bien. Yo no tengo dónde guardarlo, excepto las manos, y necesitaré de las dos en esta noche ciega. Pero a Dardo, te lo doy. Ahora tengo una espada orca, aunque no creo que me toque asestar algún otro golpe.

 

Era difícil y peligroso caminar de noche por aquella región sin senderos; pero poco a poco, tropezando con frecuencia, los dos hobbits avanzaron hacia el norte a lo largo de la orilla oriental del valle pedregoso. Y cuando una tímida luz gris volvió a asomar por encima de las cumbres occidentales, mucho después de que naciera el día en las tierras lejanas, se escondieron otra vez y durmieron un poco, por turno. En los ratos de vigilia a Sam lo obsesionaba el problema de la comida. Por fin, cuando Frodo despertó y habló de comer y de prepararse para otro nuevo esfuerzo, Sam le hizo la pregunta que más lo preocupaba.

—Con el perdón de usted, señor Frodo—dijo—, pero ¿tiene alguna idea de cuánto nos falta por recorrer?

—No, ninguna idea demasiado precisa, Sam—respondió Frodo—. En Rivendel, antes de partir, me mostraron un mapa de Mordor anterior al retorno del enemigo; pero lo recuerdo vagamente. Lo que recuerdo con más precisión es que en un determinado lugar de las cadenas del oeste y el norte se desprendían unas estribaciones que casi llegaban a unirse. Estimo que se encontraban a no menos de veinte leguas [96 kilómetros] del puente próximo a la torre. Podría ser un buen paso. Pero por supuesto, si llegamos allí, estaremos aún más lejos de la montaña, a unas sesenta millas [96 kilómetros] diría yo. Sospecho que nos hemos alejado unas doce leguas [58 kilómetros] al norte del puente. Aunque todo marchara bien, no creo que llegáramos a la montaña en menos de una semana. Me temo, Sam, que la carga se hará muy pesada, y que avanzaré con mayor lentitud a medida que nos vayamos acercando.

Sam suspiró. —Eso es justamente lo que yo temía—dijo—. Y bien, por no mencionar el agua, tendremos que comer menos, señor Frodo, o de lo contrario movernos un poco más rápido, al menos mientras continuemos en este valle. Un bocado más, y se nos habrán acabado todas las provisiones, excepto el pan del camino de los elfos.

—Trataré de caminar un poco más rápido, Sam—dijo Frodo respirando hondo—. ¡Adelante! ¡En marcha otra vez!

 

Aún no había oscurecido por completo. Avanzaban penosamente, adentrándose en la noche. Las horas pasaban, y los hobbits caminaban fatigados dando traspiés, con uno que otro breve descanso. Al primer atisbo de luz gris bajo las orlas del palio de sombra se escondieron otra vez en una cavidad oscura al pie de una pared de roca.

La luz aumentó poco a poco, en un cielo cada vez más límpido. Un viento fuerte del oeste arrastraba los vapores de Mordor en las capas altas del aire. Al poco tiempo los hobbits pudieron ver el territorio que se extendía alrededor. La hondonada entre las montañas y el Morgai se había ido estrechando paulatinamente a medida que ascendían, y el borde interior no era más que una cornisa en las caras escarpadas de los Ephel Dúath; pero en el este se precipitaba tan a pique como siempre hacia Gorgoroth. Delante de ellos, el lecho del arroyo se interrumpía en escalones de roca resquebrajada; pues de la cadena principal emergía bruscamente un espolón alto y árido, que se adelantaba hacia el este como un muro. La cadena septentrional gris y brumosa de los Ered Lithui extendía allí un largo brazo sobresaliente que se unía al espolón, y entre uno y otro extremo corría un valle estrecho: Carach Angren, la Garganta de Hierro, que más allá se abría en el valle profundo de Udûn. En esa llanura detrás del Morannon se escondían los túneles y arsenales subterráneos construidos por los servidores de Mordor como defensas de la Puerta Negra; y allí el Señor Oscuro estaba reuniendo de prisa unos ejércitos poderosos para enfrentar a los capitanes del oeste. Sobre los espolones habían construido fuertes y torres, y ardían los fuegos de guardia; y a todo lo largo de la garganta habían erigido una pared de adobe, y cavado una profunda trinchera atravesada por un solo puente.

Algunas millas más al norte, en el ángulo en que el espolón del oeste se desprendía de la cadena principal, se levantaba el viejo castillo de Durthang, convertido ahora en una de las numerosas fortalezas orcas que se apiñaban alrededor del valle de Udûn. Y desde él, visible ya a la luz creciente de la mañana, un camino descendía serpenteando, hasta que a sólo una milla o dos de donde estaban los hobbits, doblaba al este y corría a lo largo de una cornisa cortada en el flanco del espolón, y continuaba en descenso hacia la llanura, para desembocar en la Garganta de Hierro.

Mirando esta escena, a los hobbits les pareció de pronto que el largo viaje al norte había sido inútil. En la llanura que se extendía a la derecha envuelta en brumas y humos, no se veían campamentos ni tropas en marcha; pero toda aquella región estaba bajo la vigilancia de los fuertes de Carach Angren.

—Hemos llegado a un punto muerto, Sam—dijo Frodo—. Si continuamos, sólo llegaremos a esa torre orca; pero el único camino que podemos tomar es el que baja de la torre... a menos que volvamos por donde vinimos. No podemos trepar hacia el oeste, ni descender hacia el este.

—En ese caso tendremos que seguir por el camino, señor Frodo—dijo Sam—. Tendremos que seguirlo y tentar fortuna. Si hay fortuna en Mordor. Ahora da igual que nos rindamos o que intentemos volver. La comida no nos alcanzará. ¡Tendremos que darnos prisa!

—Está bien, Sam—dijo Frodo—. ¡Guíame! Mientras te quede una esperanza. A mí no me queda ninguna. Pero no puedo darme prisa, Sam. A duras penas podré arrastrarme detrás de ti.

—Antes de seguir arrastrándose, necesita dormir y comer, señor Frodo. Vamos, aproveche lo que pueda.

Le dio a Frodo agua y una oblea de pan del camino, y quitándose la capa improvisó una almohada para la cabeza de su amo. Frodo estaba demasiado agotado para discutir, y Sam no le dijo que había bebido la última gota de agua, y que había comido la otra ración además de la propia. Cuando Frodo se durmió, Sam se inclinó sobre él y lo oyó respirar y le examinó el rostro. Estaba ajado y enflaquecido, y sin embargo, ahora mientras dormía parecía tranquilo y sin temores. —¡Bueno, amo, no hay más remedio!—murmuró Sam—. Tendré que abandonarlo un rato y confiar en la suerte. Agua vamos a necesitar, o no podremos seguir adelante.

Sam salió con sigilo del escondite, y saltando de piedra en piedra con más cautela de la habitual en los hobbits, descendió hasta el lecho seco del arroyo y lo siguió por un trecho en su ascenso hacia el norte, hasta que llegó a los escalones de roca donde antaño el manantial se precipitaba sin duda en una pequeña cascada. Ahora todo parecía seco y silencioso; pero Sam no se dio por vencido: inclinó la cabeza y escuchó deleitado un susurro cristalino. Trepando algunos escalones descubrió un arroyuelo de agua oscura que brotaba del flanco de la colina y llenaba un pequeño estanque desnudo, del que volvía a derramarse, y desaparecía luego bajo las piedras áridas.

Sam probó el agua, y le pareció suficientemente buena. Entonces bebió hasta saciarse, llenó la botella y dio media vuelta para regresar. En aquel momento vislumbró una forma o una sombra negra que saltaba entre las rocas un poco más lejos, cerca del escondite de Frodo. Reprimiendo un grito, bajó de un brinco del manantial y corrió saltando de piedra en piedra. Era una criatura astuta, difícil de ver, pero Sam tenía pocas dudas: no pensaba en otra cosa que en retorcerle el pescuezo. Pero la criatura lo oyó acercarse, y se escabulló alejándose de prisa. Sam creyó ver por último que la forma se asomaba al borde del precipicio oriental, antes de esconder la cabeza y desaparecer.

—¡Bueno, la suerte no me abandonó—murmuró Sam—, pero por un pelo! ¡Como si no bastara que haya orcos por millares, tenía que venir a meter la nariz ese bribón maloliente! ¡Ojalá lo hubieran liquidado! —Se sentó junto a Frodo y no lo despertó; pero no se atrevió a echarse a dormir. Por fin, cuando sintió que se le cerraban los ojos y supo que no podía seguir luchando por mantenerse despierto mucho tiempo más, despertó a Frodo tocándolo apenas.

—Me temo que ese Gollum anda rondando otra vez, señor Frodo—dijo—. O al menos, si no era él, quiere decir que tiene un doble. Salí a buscar un poco de agua y lo descubrí husmeando por los alrededores justo cuando volvía. Me parece que no es prudente que ambos durmamos al mismo tiempo, y con el perdón de usted, no puedo tener los ojos abiertos un minuto más.

—¡Bendito seas, Sam!—le dijo Frodo—. ¡Acuéstate y duerme cuanto necesites! Pero yo prefiero a Gollum antes que a los orcos. En todo caso no nos entregará... a menos que lo capturen.

—Pero podría tratar de robar y asesinar por cuenta propia—gruñó Sam—. ¡Mantenga los ojos bien abiertos, señor Frodo! Hay una botella llena de agua. Beba usted. Podemos volverla a llenar cuando nos vayamos. —Y con esto Sam se hundió en el sueño.

 

La luz se extinguía cuando despertó. Frodo estaba sentado contra una roca, pero se había quedado dormido. La botella de agua estaba vacía. No había señales de Gollum.

Había vuelto la oscuridad de Mordor; y cuando los hobbits se pusieron nuevamente en marcha en la etapa más peligrosa del viaje, los fuegos de los vivaques ardían en las alturas feroces y rojos. Fueron primero al pequeño manantial, y luego, trepando con cautela llegaron al camino en el punto en que doblaba hacia el este y la Garganta de Hierro, ahora a veinte millas de distancia [32 kilómetros]. No era un camino ancho, y no tenía ni muro ni parapeto, y a medida que avanzaba, la caída a pique a lo largo del borde era cada vez más profunda. No oían que nada se moviera, y luego de escuchar un rato partieron con paso firme rumbo al este.

Después de unas doce millas [19 kilómetros] de marcha, se detuvieron. Detrás, el camino describía una ligera curva hacia el norte, y las tierras que acababan de dejar atrás ya no se veían. Esta circunstancia resultó desastrosa. Descansaron algunos minutos y otra vez se pusieron en camino; pero habían avanzado unos pocos pasos cuando en el silencio de la noche oyeron de pronto el ruido que habían estado temiendo en secreto: un rumor de pasos en marcha. Parecían no estar muy cerca todavía, pero al volver la cabeza Frodo y Sam vieron el chisporroteo de las antorchas, que ya habían pasado la curva a menos de una milla [1,5 kilómetros], y se acercaban con rapidez: con demasiada rapidez para que Frodo escapara a todo correr por el camino.

—Me lo temía, Sam—dijo Frodo—. Hemos confiado en nuestra buena suerte y nos ha traicionado. Estamos atrapados. —Miró con desesperación el muro amenazante; los constructores de caminos de antaño habían cortado la roca a pique a muchas brazas de altura. Corrió al otro lado y se asomó a un precipicio de tinieblas. —¡Nos han atrapado al fin!—dijo. Se dejó caer en el suelo al pie de la pared rocosa y hundió la cabeza entre los hombros.

—Así parece—dijo Sam—. Bueno, no nos queda más remedio que esperar y ver. —Y se sentó junto a Frodo a la sombra del acantilado.

No tuvieron que esperar mucho. Los orcos avanzaban a grandes trancos. Los de las primeras filas llevaban antorchas. Y se acercaban: llamas rojas que crecían rápidamente en la oscuridad. Ahora también Sam inclinó la cabeza, con la esperanza de que no se le viera la cara cuando llegasen las antorchas; y apoyó los escudos contra las rodillas de ambos, para que les ocultasen los pies.

«¡Ojalá lleven prisa y pasen de largo, dejando en paz a un par de soldados fatigados!», pensó.

Y al parecer iban a pasar de largo. La vanguardia orca llegó trotando, jadeante, con las cabezas gachas. Era una banda de la raza más pequeña, arrastrados a pelear en las guerras del Señor Oscuro: no querían otra cosa que terminar de una vez con aquella marcha forzada y esquivar los latigazos. Con ellos, corriendo de arriba abajo a lo largo de la fila, iban dos de los corpulentos y feroces uruks, blandiendo los látigos y vociferando órdenes. Marchaban, fila tras fila; la delatadora luz de las antorchas empezaba a alejarse. Sam contuvo el aliento. Ya más de la mitad de la compañía había pasado. De pronto uno de los uruks descubrió las dos figuras acurrucadas a la vera del camino. Hizo chasquear el látigo y los increpó: —¡Eh, vosotros! ¡Arriba!—No le respondieron y detuvo con un grito a toda la compañía.

—¡Arriba, zánganos!—aulló—. No es ahora momento de dormir. —Dio un paso hacia los hobbits, y aún en la oscuridad reconoció las insignias de los escudos. —Con que desertando, ¿eh?—gritó—. ¿O conspirando para desertar? Todos vosotros teníais que haber llegado a Udûn ayer antes de la noche. Bien lo sabéis. De pie y a la fila, o tomaré vuestros números y os denunciaré.

Los hobbits se levantaron con dificultad, y caminaron encorvados, cojeando como soldados con los pies doloridos, se pusieron en la última fila. —¡No, en la última no!—vociferó el guardián de los esclavos—. ¡Tres filas más adelante! ¡Y quedaos allí, o en mi próxima recorrida sabréis lo que es bueno! —La larga correa chasqueó no muy lejos de las cabezas de los hobbits; en seguida, tras otro latigazo en el aire y un nuevo alarido, la compañía reanudó la marcha con un trote rápido.

Era duro para el pobre Sam, cansado como estaba; pero para Frodo era una tortura, y no tardó en convertirse en una pesadilla. Apretó los dientes y tratando de no pensar, continuó avanzando. El hedor de los orcos sudorosos lo sofocaba; jadeaba y tenía sed. Y seguían trotando y trotando, y Frodo empeñándose en respirar y en obligar a sus piernas a que se flexionaran; no se atrevía ni a imaginar cuál podía ser el término nefasto de tantas fatigas y tantos padecimientos. No tenía la más remota esperanza de salir de la fila sin ser descubierto. Y el guardián de los orcos volvía a la retaguardia una y otra vez y se mofaba de ellos con ferocidad.

—¡A ver!—reía, amenazando azotarles las piernas—. ¡Donde hay un látigo hay una voluntad, zánganos míos! ¡Fuerza! Ahora mismo os daría una buena zurra, aunque cuando lleguéis con retraso a vuestro campamento recibiréis tantos latigazos como os quepan en el pellejo. Os sentarán bien. ¿No sabéis que estamos en guerra?

Habían recorrido algunas millas, y el camino comenzaba por fin a descender hacia la llanura en una larga pendiente, cuando las fuerzas empezaron a flaquearle a Frodo. Se tambaleaba y tropezaba. Sam trató de ayudarlo, de sostenerlo, aunque tampoco él se sentía capaz de soportar mucho tiempo más aquella marcha. Sabía que el final llegaría de un momento a otro: Frodo acabaría por desvanecerse o por caer rendido, y entonces los descubrirían, y todos los esfuerzos y sufrimientos habrían sido en vano. —De todas maneras, antes le daré su merecido a ese gigante endiablado que arrea las tropas.


En Mordor por John Howe

 

Entonces, en el preciso momento en que llevaba la mano a la empuñadura de la espada, hubo un alivio inesperado. Ahora estaban en plena llanura y se acercaban a la entrada de Udûn. No lejos de ella, delante de la puerta próxima a la cabecera del puente, el camino del oeste convergía con otros que venían del sur y de Barad-dûr, y en todos ellos se veía un agitado movimiento de tropas; pues los capitanes del oeste estaban avanzando, y el Señor Oscuro se apresuraba a acantonar en el norte todos sus ejércitos. Así ocurrió que a la encrucijada envuelta en tinieblas, inaccesible a la luz de las hogueras que ardían en lo alto de los muros, llegaron simultáneamente varias compañías. Hubo encontronazos violentos y una gran confusión, y gritos y maldiciones, porque cada compañía trataba de ser la primera en llegar a la puerta y al final de la marcha. A pesar de los gritos de los cabecillas y del chasquido de los látigos, hubo escaramuzas, y algunas espadas se desenvainaron. Una tropa de uruks de Barad-dûr armados hasta los dientes atacó a los de Durthang, desordenando las filas.

Aturdido como estaba por el dolor y el cansancio, Sam se despabiló de golpe, y aprovechando en seguida la ocasión se arrojó al suelo, arrastrando a Frodo. Lentamente, a cuatro patas y a la rastra, los hobbits se alejaron del tumulto, hasta que por fin y sin que nadie los viera llegaron a la orilla opuesta del camino y trepándose a una especie de parapeto bajo destinado a orientar a los guías de las tropas en las noches oscuras o brumosas, se dejaron caer al otro lado.

 

Durante un rato permanecieron inmóviles. La oscuridad era demasiado impenetrable para buscar un refugio, si había alguno en aquel lugar; pero Sam tenía la impresión de que les convenía en todo caso alejarse un poco más de las carreteras principales y de la luz de las antorchas.

—¡Vamos, señor Frodo!—murmuró—. Arrástrese usted un poquito más, y en seguida podrá descansar.

Con un último esfuerzo desesperado, Frodo se apoyó sobre las manos y avanzó unas veinte yardas [18 metros]. Y entonces cayó en un pozo poco profundo que inesperadamente se abrió delante de ellos, y allí permaneció inmóvil como un cuerpo sin vida.

 


LVI.LAS CASAS DE CURACIÓN

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO VIII

Una nube de lágrimas y de cansancio empañaba los ojos de Merry cuando se acercaban a la puerta en ruinas de Minas Tirith. Apenas si notó la destrucción y la muerte que lo rodeaban por todas partes. Había fuego y humo en el aire, y un olor nauseabundo: pues muchas de las máquinas habían sido consumidas por las llamas o arrojadas a los fosos de fuego, y muchos de los caídos habían corrido la misma suerte; y aquí y allá yacían los cadáveres de los grandes monstruos sureños, calcinados a medias, destrozados a pedradas, o con los ojos traspasados por las flechas de los valientes arqueros de Morthond. La lluvia había cesado, y en el cielo brillaba el sol; pero toda la ciudad baja seguía envuelta en el humo acre de los incendios.

Ya había hombres atareados en abrir un sendero entre los despojos; otros, entretanto, salían por la puerta llevando literas. A Éowyn la levantaron y la depositaron sobre almohadones mullidos; pero al cuerpo del rey lo cubrieron con un gran lienzo de oro, y lo acompañaron con antorchas, y las llamas, pálidas a la luz del sol, se movían en el viento.

Así entraron Théoden y Éowyn en la ciudad de Gondor, y todos los que los veían se descubrían la cabeza y se inclinaban; y así prosiguieron entre las cenizas y el humo del circuito incendiado, y subieron por las empinadas calles de piedra. A Merry el ascenso le parecía eterno, un viaje sin sentido en una pesadilla abominable, que continuaba y continuaba hacia una meta imprecisa que la memoria no alcanzaba a reconocer.

Poco a poco las llamas de las antorchas parpadearon y se extinguieron, y Merry se encontró caminando en la oscuridad; y pensó: «Este es un túnel que conduce a una tumba; allí nos quedaremos para siempre.» Pero de improviso una voz viva interrumpió la pesadilla del hobbit.

—¡Ah, Merry! ¡Te he encontrado al fin, gracias al cielo!

Levantó la cabeza, y la niebla que le velaba los ojos se disipó un poco. ¡Era Pippin! Estaban frente a frente en un callejón estrecho y desierto. Se restregó los ojos.

—¿Dónde está el rey?—preguntó—. ¿Y Éowyn?—De pronto se tambaleó, se sentó en el umbral de una puerta, y otra vez se echó a llorar.

—Han subido a la Ciudadela—dijo Pippin—. Sospecho que el sueño te venció mientras ibas con ellos, y que tomaste un camino equivocado. Cuando notamos tu ausencia, Gandalf mandó que te buscara. ¡Pobrecito, Merry! ¡Qué felicidad volver a verte! Pero estás extenuado y no quiero molestarte con charlas. Dime una cosa, solamente: ¿estás herido, o maltrecho?

—No—dijo Merry—. Bueno, no, creo que no. Pero tengo el brazo derecho inutilizado, Pippin, desde que lo herí. Y mi espada ardió y se consumió como un trozo de leña.

Pippin observó a su amigo con aire preocupado. —Bueno, será mejor que vengas conmigo en seguida—dijo—. Me gustaría poder llevarte en brazos. No puedes seguir a pie. No sé cómo te permitieron caminar; pero tienes que perdonarlos. Han ocurrido tantas cosas terribles en la ciudad, Merry, que un pobre hobbit que vuelve de la batalla bien puede pasar inadvertido.

—No siempre es una desgracia pasar inadvertido—dijo Merry—. Hace un momento pasé inadvertido.... no, no, no puedo hablar. ¡Ayúdame, Pippin! El día se oscurece otra vez, y mi brazo está tan frío.

—¡Apóyate en mí, Merry, muchacho!—dijo Pippin—. ¡Adelante! Primero un pie y luego el otro. No es lejos.

—¿Me llevas a enterrar?

—¡Claro que no!—dijo Pippin, tratando de parecer alegre, aunque tenía el corazón destrozado por la piedad y el miedo—. No, ahora iremos a las Casas de Curación.

 

Salieron del callejón que corría entre edificios altos y el muro exterior del cuarto círculo, y tomaron nuevamente la calle principal que subía a la Ciudadela. Avanzaban lentamente, y Merry se tambaleaba y murmuraba como un sonámbulo.

«Nunca llegaremos—pensó Pippin—. ¿No habrá nadie que me ayude? No puedo dejarlo solo aquí.» En ese momento vio a un muchacho que subía corriendo por el camino, y reconoció sorprendido a Bergil, el hijo de Beregond.

—¡Salud, Bergil!—le gritó—. ¿A dónde vas? ¡Qué alegría volver a verte, y vivo por añadidura!

—Llevo recados urgentes para los sanadores—respondió Bergil—. No puedo detenerme.

—¡Claro que no!—dijo Pippin—. Pero diles allá arriba que tengo conmigo a un hobbit enfermo, un perian acuérdate, que regresa del campo de batalla. Dudo que pueda recorrer a pie todo el camino. Si Mithrandir está allí, le alegrará recibir el mensaje. —Bergil volvió a partir a la carrera.

«Será mejor que espere aquí», pensó Pippin. Y ayudando a Merry a dejarse caer lentamente sobre el pavimento en un sitio asoleado, se sentó junto a él y apoyó en sus rodillas la cabeza del amigo. Le palpó con suavidad el cuerpo y los miembros, y le tomó las manos. La derecha estaba helada.

Gandalf en persona no tardó en llegar en busca de los hobbits. Se inclinó sobre Merry y le acarició la frente; luego lo levantó con delicadeza. —Tendrían que haberlo traído a esta ciudad con todos los honores—dijo—. Se mostró digno de mi confianza; pues si Elrond no hubiese cedido a mis ruegos, ninguno de vosotros habría emprendido este viaje, y las desdichas de este día habrían sido mucho más nefastas. —Suspiró. —Y ahora tengo un herido más a mi cargo, mientras la suerte de la batalla está todavía indecisa.

 

Así pues Faramir, Éowyn y Meriadoc reposaron por fin en las Casas de Curación y recibieron los mejores cuidados. Porque si bien últimamente todas las ramas del saber habían perdido la pujanza de otros tiempos, la medicina de Gondor era aún sutil, apta para curar heridas y lesiones y todas aquellas enfermedades a que estaban expuestos los mortales que habitaban al este del mar. Con la sola excepción de la vejez, para la que no habían encontrado remedio; más aún, la longevidad había declinado en la región: ahora vivían pocos años más que los otros hombres, y los que sobrepasaban el centenar con salud y vigor eran contados, salvo en algunas familias de sangre más pura. Sin embargo, las artes y el saber de los sanadores se encontraban ahora en un atolladero: muchos de los enfermos padecían un mal incurable, al que llamaban la sombra negra, pues provenía de los nazgûl. Los afectados por aquella dolencia caían lentamente en un sueño cada vez más profundo, y luego en el silencio y en un frío mortal, y así morían. Y a quienes velaban por los enfermos les parecía que este mal se había ensañado sobre todo con el mediano y con la dama de Rohan. A ratos, sin embargo, a medida que transcurría la mañana, los oían hablar y murmurar en sueños, y escuchaban con atención todo cuanto decían, esperando tal vez enterarse de algo que les ayudase a entender la naturaleza del mal. Pero pronto los enfermos se hundieron en las tinieblas, y a medida que el sol descendía hacia el oeste, una sombra gris les cubrió los rostros. Y mientras tanto Faramir ardía de fiebre.

Gandalf iba preocupado, de uno a otro lecho, y los cuidadores le repetían todo lo que habían oído. Y así transcurrió el día, mientras afuera la gran batalla continuaba con esperanzas cambiantes y extrañas nuevas; pero Gandalf esperaba, vigilaba, y no se apartaba de los enfermos; y al fin, cuando la luz bermeja del crepúsculo se extendió por el cielo, y a través de la ventana el resplandor bañó los rostros grises, les pareció a quienes estaban velándolos que las mejillas de los enfermos se sonrosaban como si les volviera la salud; pero no era más que una burla de esperanza.

Entonces una mujer vieja, la más anciana de las servidoras de la casa, miró el rostro de Faramir, y lloró, porque todos lo amaban. Y dijo: —¡Ay de nosotros, si llega a morir! ¡Ojalá hubiera en Gondor reyes como los de antaño, según cuentan! Porque dice la tradición: Las manos del rey son manos que curan. Así el legítimo rey podría ser reconocido.

Y Gandalf, que se encontraba cerca, dijo: —¡Que por largo tiempo recuerden los hombres tus palabras, Ioreth! Pues hay esperanza en ellas. Tal vez un rey haya retornado en verdad a Gondor: ¿no has oído las extrañas nuevas que han llegado a la ciudad?

—He estado demasiado atareada con una cosa y otra para prestar oídos a todos los clamores y rumores—respondió Ioreth—. Sólo espero que esos demonios sanguinarios no vengan ahora a esta casa y perturben a los enfermos.

Poco después Gandalf salió apresuradamente de la casa; el fuego se extinguía ya en el cielo, y las colinas humeantes se desvanecían, y la ceniza gris de la noche se tendía sobre los campos.

 

Ahora el sol se ponía, y Aragorn y Éomer e Imrahil se acercaban a la ciudad escoltados por capitanes y caballeros; y cuando estuvieron delante de la puerta, Aragorn dijo:

—¡Mirad cómo se oculta el sol envuelto en llamas! Es la señal del fin y la caída de muchas cosas, y de un cambio en las mareas del mundo. Sin embargo, los senescales administraron durante años esta ciudad y este reino, y si yo entrase ahora sin ser convocado, temo que pudieran despertarse controversias y dudas, que es preciso evitar mientras dure la guerra. No entraré, ni reivindicaré derecho alguno hasta tanto se sepa quién prevalecerá, nosotros o Mordor. Los hombres levantarán mis tiendas en el campo, y aquí esperaré la bienvenida del señor de la ciudad.

Pero Éomer le dijo: —Ya has desplegado el estandarte de los reyes y los emblemas de la casa de Elendil. ¿Tolerarías acaso que fueran desafiados?

—No—respondió Aragorn—. Pero creo que aún no ha llegado la hora; no he venido a combatir sino a nuestro enemigo y a sus servidores.

Y el príncipe Imrahil dijo: —Sabias son tus palabras, señor, si alguien que es pariente del señor Denethor puede opinar sobre este asunto. Es un hombre orgulloso y tenaz como pocos, pero viejo; y desde que perdió a su hijo le ha cambiado el humor. No obstante, no me gustaría verte esperando junto a la puerta como un mendigo.

—No un mendigo—replicó Aragorn—. Di más bien un capitán de los montaraces, poco acostumbrado a las ciudades y a las casas de piedra. —Y ordenó que plegaran el estandarte; y retirando la estrella del reino el norte, la entregó en custodia a los hijos de Elrond.

 

El príncipe Imrahil y Éomer de Rohan se separaron entonces de Aragorn, y atravesando la ciudad y el tumulto de las gentes, subieron a la Ciudadela y entraron en la Sala de la Torre, en busca del senescal. Y encontraron el sitial vacío, y delante del estrado yacía Théoden rey de la Marca, en un lecho de ceremonia: y doce antorchas rodeaban el lecho, y doce guardias, todos caballeros de Rohan y de Gondor. Y las colgaduras eran verdes y blancas, pero el gran manto de oro le cubría el cuerpo hasta la altura del pecho, y allí encima tenía la espada, y a los pies el escudo. La luz de las antorchas centelleaba en los cabellos blancos como el sol en la espuma de una fuente, y el rostro del monarca era joven y hermoso, pero había en él una paz que la juventud no da; y parecía dormir.

Imrahil permaneció un momento en silencio junto al lecho del rey; luego preguntó: —¿Dónde puedo encontrar al senescal? ¿Y dónde está Mithrandir?

Y uno de los guardias le respondió: —El senescal de Gondor está en las Casas de Curación.

Y dijo Éomer: —¿Dónde está la dama Éowyn, mi hermana? Tendría que yacer junto al rey, y con idénticos honores. ¿Dónde la habéis dejado?

E Imrahil respondió: —La dama Éowyn vivía aun cuando la trajeron aquí. ¿No lo sabías?

Entonces una esperanza ya perdida renació tan repentinamente en el corazón de Éomer, y con ella la mordedura de una inquietud y un temor renovados, que no dijo más, y dando media vuelta abandonó la estancia; y el príncipe salió tras él. Y cuando llegaron fuera, había caído la noche y el cielo estaba estrellado. Y vieron venir a Gandalf acompañado por un hombre embozado en una capa gris; y se reunieron con ellos delante de las puertas de las Casas de Curación. Y luego de saludar a Gandalf, dijeron: —Venimos en busca del senescal, y nos han dicho que se encuentra en esta casa. ¿Ha sido herido? ¿Y dónde está la dama Éowyn?

Y Gandalf respondió: —Yace en un lecho de esta casa, y no ha muerto, aunque está cerca de la muerte. Pero un dardo maligno ha herido al señor Faramir, como sabéis, y él es ahora el senescal; pues Denethor ha muerto, y la casa se ha derrumbado en cenizas. —Y el relato que hizo Gandalf los llenó de asombro y de aflicción.

Y dijo Imrahil: —Entonces, si en un solo día Gondor y Rohan han sido privados de sus señores, habremos conquistado una victoria amarga, una victoria sin júbilo. Éomer es quien gobierna ahora a los rohirrim. Mas ¿quién regirá entre tanto los destinos de la ciudad? ¿No habría que llamar al señor Aragorn?

El hombre de la capa habló entonces y dijo: —Ya ha venido. —Y cuando se adelantó hasta la puerta y a la luz de la linterna, vieron que era Aragorn, y bajo la capa gris de Lórien vestía la cota de malla, y llevaba como único emblema la piedra verde de Galadriel. —Si he venido es porque Gandalf me lo pidió—dijo—. Pero por el momento soy sólo el capitán de los dúnedain de Arnor; y hasta que Faramir despierte, será el señor de Dol Amroth quien gobernará la ciudad. Pero es mi consejo que sea Gandalf quien nos gobierne a todos en los próximos días, y en nuestros tratos con el enemigo. —Y todos estuvieron de acuerdo.

Gandalf dijo entonces: —No nos demoremos junto a la puerta, el tiempo apremia. ¡Entremos ya! Los enfermos que yacen postrados en la casa no tienen otra esperanza que la venida de Aragorn. Así habló Ioreth, vidente de Gondor: Las manos del rey son manos que curan, y el legítimo rey será así reconocido.

 

Aragorn fue el primero en entrar, y los otros lo siguieron. Y allí en la puerta había dos guardias que vestían la librea de la Ciudadela: uno era alto, pero el otro tenía apenas la estatura de un niño; y al verlos dio gritos de sorpresa y de alegría.

—¡Trancos! ¡Qué maravilla! Yo adiviné en seguida que tú estabas en los navíos negros ¿sabes? Pero todos gritaban ¡los corsarios! Y nadie me escuchaba. ¿Cómo lo hiciste?

Aragorn se echó a reír y estrechó entre las suyas la mano del hobbit. —¡Un feliz reencuentro, en verdad!—dijo—. Pero no es tiempo aún para historias de viajeros.

Pero Imrahil le dijo a Éomer: —¿Es así como hemos de hablarles a nuestros reyes? ¡Aunque quizás use otro nombre cuando lleve la corona!

Y Aragorn al oírlo se volvió y le dijo: —Es verdad, porque en la lengua noble de antaño yo soy Elessar, Piedra de Elfo, y Envinyatar, el Restaurador. —Levantó la piedra que llevaba en el pecho, y agregó: —Pero Trancos será el nombre de mi casa, si alguna vez se funda: en la alta lengua no sonará tan mal, y yo seré Telcontar, así como todos mis descendientes.

Y con esto entraron en la casa; y mientras se encaminaban a las habitaciones de los enfermos, Gandalf narró las hazañas de Éowyn y Meriadoc. —Porque velé junto a ellos muchas horas—dijo, y al principio hablaban a menudo en sueños antes de hundirse en esa oscuridad mortal. También tengo el don de ver muchas cosas lejanas.

Aragorn visitó en primer lugar a Faramir, luego a la dama Éowyn, y por último a Merry. Cuando hubo observado los rostros de los enfermos y examinado las heridas, suspiró. —Tendré que recurrir a todo mi poder y mi habilidad—dijo—. Ojalá estuviese aquí Elrond: es el más anciano de toda nuestra raza, y el de poderes más altos.

Y Éomer, viéndolo fatigado y triste, le dijo: —¿No sería mejor que antes descansaras, que comieras siquiera un bocado?

Pero Aragorn le respondió: —No, porque para estos tres, y más aún para Faramir, el tiempo apremia. Hay que actuar ahora mismo. —Llamó entonces a Ioreth y le dijo: —¿Tenéis en esta casa reservas de hierbas curativas?

—Sí, señor—respondió la mujer—; aunque no en cantidad suficiente, me temo, para tantos como van a necesitarlas. Pero sé que no podríamos conseguir más; pues todo anda atravesado en estos días terribles, con fuego e incendios, y tan pocos jóvenes para llevar recados, y barricadas en todos los caminos. ¡Si hasta hemos perdido la cuenta de cuándo llegó de Lossarnach la última carga para el mercado! Pero en esta casa aprovechamos bien lo que tenemos, como sin duda sabe vuestra señoría.

—Eso podré juzgarlo cuando lo haya visto—dijo Aragorn—. Otra cosa también escasea por aquí: el tiempo para charlar. ¿Tenéis athelas?

—Eso no lo sé con certeza, señor—respondió Ioreth—, o al menos no la conozco por ese nombre. Iré a preguntárselo al herborista; él conoce bien todos los nombres antiguos.

—También la llaman hojas de reyes —dijo Aragorn—, y quizá tú la conozcas con ese nombre; así la llaman ahora los campesinos.

—¡Ah, ésa!—dijo Ioreth—. Bueno, si vuestra señoría hubiera empezado por ahí, yo le habría respondido. No, no hay, estoy segura. Y nunca supe que tuviera grandes virtudes; cuántas veces les habré dicho a mis hermanas, cuando la encontrábamos en los bosques: «Hojas de reyes» decía, «qué nombre tan extraño, quién sabe por qué la llamarán así; porque si yo fuera rey, tendría en mi jardín plantas más coloridas». Sin embargo, da una fragancia dulce cuando se la machaca, ¿no es verdad? Aunque tal vez dulce no sea la palabra: saludable sería quizá más apropiado.

—Saludable en verdad—dijo Aragorn—. Y ahora, mujer, si amas al señor Faramir, corre tan rápido como tu lengua y consígueme hojas de reyes, aunque sean las últimas que queden en la ciudad.

—Y si no queda ninguna—dijo Gandalf—yo mismo cabalgaré hasta Lossarnach llevando a Ioreth en la grupa, y ella me conducirá a los bosques, pero no a ver a sus hermanas. Y Sombragrís le enseñará entonces lo que es la rapidez.

 

Cuando Ioreth se hubo marchado, Aragorn pidió a las otras mujeres que calentaran agua. Tomó entonces en una mano la mano de Faramir, y apoyó la otra sobre la frente del enfermo. Estaba empapada de sudor; pero Faramir no se movió ni dio señales de vida, y apenas parecía respirar.

—Está casi agotado—dijo Aragorn volviéndose a Gandalf—. Pero no a causa de la herida. ¡Mira, está cicatrizando! Si lo hubiera alcanzado un dardo de los nazgûl, como tú pensabas, habría muerto esa misma noche. Esta herida viene de alguna flecha sureña, diría yo. ¿Quién se la extrajo? ¿La habéis conservado?

—Yo se la extraje—dijo Imrahil—. Y le restañé la herida. Pero no guardé la flecha, pues estábamos muy ocupados. Recuerdo que era un dardo común de los hombres del sur. Sin embargo, pensé que venía de la sombra de allá arriba, pues de otro modo no podía explicarme la enfermedad y la fiebre, ya que la herida no era ni profunda ni mortal. ¿Qué explicación le das tú?

—Agotamiento, pena por el estado del padre, una herida, y ante todo el hálito negro—dijo Aragorn—. Es un hombre de mucha voluntad, pues ya antes de combatir en los muros exteriores había estado bastante cerca de la sombra. La oscuridad ha de haber entrado en él lentamente, mientras combatía y luchaba por mantenerse en su puesto de avanzada. ¡Ojalá yo hubiera podido acudir antes!

 

En aquel momento entró el herborista. —Vuestra señoría ha pedido hojas de reyes como la llaman los rústicos—dijo—, o athelas, en el lenguaje de los nobles, o para quienes conocen algo del valinoreano...

—Yo lo conozco—dijo Aragorn—, y me da lo mismo que la llames hojas de reyes o asëa aranion, con tal que tengas algunas.

—¡Os pido perdón, señor!—dijo el hombre—. Veo que sois versado en la tradición, y no un simple capitán de guerra. Por desgracia, señor, no tenemos de estas hierbas en las Casas de Curación, donde sólo atendemos heridos o enfermos graves. Pues no les conocemos ninguna virtud particular, excepto tal vez la de purificar un aire viciado, o la de aliviar una pesadez pasajera. A menos, naturalmente, que uno preste oídos a las viejas coplas que las mujeres como la buena de Ioreth repiten todavía sin entender.

 

Cuando sople el hálito negro

y crezca la sombra de la muerte,

y todas las luces se extingan,

¡ven athelas, ven athelas!

¡En la mano del rey

da vida al moribundo![22]

 

»No es más que una copla, temo, guardada en la memoria de las viejas comadres. Dejo a vuestro juicio la interpretación del significado, si en verdad tiene alguno. Sin embargo, los viejos toman aún hoy una infusión de esta hierba para combatir el dolor de cabeza.

—¡Entonces en nombre del rey, ve y busca algún viejo menos erudito y más sensato que tenga un poco en su casa!—gritó Gandalf.

 

Arrodillándose junto a la cabecera de Faramir, Aragorn le puso una mano sobre la frente. Y todos los que miraban sintieron que allí se estaba librando una lucha. Pues el rostro de Aragorn se iba volviendo gris de cansancio y de tanto en tanto llamaba a Faramir por su nombre, pero con una voz cada vez más débil, como si él mismo estuviese alejándose, y caminara en un valle remoto y sombrío, llamando a un amigo extraviado.

Por fin llegó Bergil a la carrera; traía seis hojuelas envueltas en un trozo de lienzo. —Hojas de reyes, señor—dijo—, pero no son frescas, me temo. Las habrán recogido hace unas dos semanas. Ojalá puedan servir, señor. —Y luego, mirando a Faramir, se echó a llorar.

Aragorn le sonrió. —Servirán—le dijo—. Ya ha pasado lo peor. ¡Serénate y descansa! —En seguida tomó dos hojuelas, las puso en el hueco de las manos, y luego de calentarlas con el aliento, las trituró; y una frescura vivificante llenó la estancia, como si el aire mismo despertase, zumbando y chisporroteando de alegría, todos los corazones se sintieron aliviados. Pues aquella fragancia que lo impregnaba todo era como el recuerdo de una mañana de rocío, a la luz de un sol sin nubes, en una tierra en la que el mundo hermoso de la primavera es apenas una imagen fugitiva. Aragorn se puso de pie, como reanimado, y los ojos le sonrieron mientras sostenía un tazón delante del rostro dormido de Faramir.

—¡Vaya, vaya! ¡Quién lo hubiera creído!—le dijo Ioreth a una mujer que tenía al lado—. Esta hierba es mejor de lo que yo pensaba. Me recuerda las rosas de Imloth Melui, cuando yo era niña, y ningún rey soñaba con tener una flor más bella.

De pronto Faramir se movió, abrió los ojos, y miró largamente a Aragorn, que estaba inclinado sobre él; y una luz de reconocimiento y de amor se le encendió en la mirada, y habló en voz baja. —Me has llamado, mi señor. He venido. ¿Qué ordena mi rey?

—No sigas caminando en las sombras, ¡despierta!—dijo Aragorn—. Estás fatigado. Descansa un rato, y come, así estarás preparado cuando yo regrese.

—Estaré, señor—dijo Faramir—. ¿Quién se quedaría acostado y ocioso cuando ha retornado el rey?

—Adiós entonces, por ahora—dijo Aragorn—. He de ver a otros que también me necesitan. —Y salió de la estancia seguido por Gandalf e Imrahil; pero Beregond y su hijo se quedaron, y no podían contener tanta alegría. Mientras seguía a Gandalf y cerraba la puerta, Pippin oyó la voz de Ioreth. —¡El rey! ¿Lo habéis oído? ¿Qué dije yo? Las manos de un curador, eso dije. —Y pronto la noticia de que el rey se encontraba en verdad entre ellos, y que luego de la guerra traía la curación, salió de la casa y corrió por toda la ciudad.

 

Pero Aragorn fue a la estancia donde yacía Éowyn, y dijo: —Aquí se trata de una herida grave y de un golpe duro. El brazo roto ha sido atendido con habilidad y sanará con el tiempo, si ella tiene fuerzas para sobrevivir; es el que sostenía el escudo. Pero el mal mayor está en el brazo que esgrimía la espada: parece no tener vida, aunque no está quebrado.

«Desgraciadamente, enfrentó a un adversario superior a sus fuerzas, físicas y mentales. Y quien se atreva a levantar un arma contra un enemigo semejante necesita ser más duro que el acero, pues de lo contrario caerá destruido por el golpe mismo. Fue un destino nefasto el que la llevó a él. Pues es una doncella hermosa, la dama más hermosa de una estirpe de reinas. Y sin embargo, no encuentro palabras para hablar de ella. Cuando la vi por primera vez y adiviné su profunda tristeza, me pareció estar contemplando una flor blanca, orgullosa y enhiesta, delicada como un lirio; y sin embargo supe que era inflexible, como forjada en duro acero en las fraguas de los elfos. ¿O acaso una escarcha le había helado ya la savia, y por eso era así, dulce y amarga a la vez, hermosa aún pero ya herida, destinada a caer y morir? El mal empezó mucho antes de este día, ¿no es verdad, Éomer?

—Me asombra que tú me lo preguntes, señor—respondió Éomer—. Porque en este asunto, como en todo lo demás, te considero libre de culpas; mas nunca supe que frío alguno haya herido a Éowyn, mi hermana, hasta el día en que posó los ojos en ti por vez primera. Angustias y miedos sufría, y los compartió conmigo, en los tiempos de Lengua de Serpiente y del hechizo del rey; de quien cuidaba con un temor siempre mayor. ¡Pero eso no la puso así!

—Amigo mío—dijo Gandalf—, tú tenías tus caballos, tus hazañas de guerra, y el campo libre; pero ella, nacida en el cuerpo de una doncella, tenía un espíritu y un coraje que no eran menores que los tuyos. Y sin embargo se veía condenada a cuidar de un anciano, a quien amaba como a un padre, y a ver cómo se hundía en una chochez mezquina y deshonrosa; y este papel le parecía más innoble que el del bastón en que el rey se apoyaba.

»¿Supones que Lengua de Serpiente sólo tenía veneno para los oídos de Théoden? ¡Viejo chocho! ¿Qué es la casa de Eorl sino un cobertizo donde la chusma bebe hasta embriagarse, mientras la prole se revuelca por el suelo entre los perros? ¿Acaso no has oído antes estas palabras? Saruman las pronunció, el amo de Lengua de Serpiente. Aunque no dudo que Lengua de Serpiente empleara frases más arteras para decir lo mismo. Mi señor, si el amor de tu hermana hacia ti, y el deber no le hubiesen sellado los labios, quizás habría oído escapar de ellos palabras semejantes. Pero ¿quién sabe las cosas que decía a solas, en la oscuridad, durante las amargas vigilias de la noche, cuando sentía que la vida se le empequeñecía, cuando las paredes de la alcoba parecían cerrarse alrededor de ella, como para retener a alguna bestia salvaje?

Éomer no respondió, y miró a su hermana, como estimando de nuevo todos los días compartidos en el pasado. Pero Aragorn dijo: —También yo vi lo que tú viste, Éomer. Pocos dolores entre los infortunios de este mundo amargan y avergüenzan tanto a un hombre como ver el amor de una dama tan hermosa y valiente y no poder corresponderle. La tristeza y la piedad no se han separado de mí ni un solo instante desde que la dejé, desesperada en el Sagrario, y cabalgué a los Senderos de los Muertos; y a lo largo de ese camino, ningún temor estuvo en mí tan presente como el temor de lo que a ella pudiera pasarle. Y sin embargo, Éomer, puedo decirte que a ti te ama con un amor más verdadero que a mí: porque a ti te ama y te conoce; pero de mí sólo ama una sombra y una idea: una esperanza de gloria y de grandes hazañas, y de tierras muy distantes de las llanuras de Rohan.

»Tal vez yo tenga el poder de curarle el cuerpo, y de traerla del valle de las sombras. Pero si habrá de despertar a la esperanza, al olvido o a la desesperación, no lo sé. Y si despierta a la desesperación, entonces morirá, a menos que aparezca otra cura que yo no conozco. Pues las hazañas de Éowyn la han puesto entre las reinas de gran renombre.

Aragorn se inclinó y observó el rostro de Éowyn; y parecía en verdad blanco como un lirio, frío como la escarcha y duro como tallado en piedra. Y encorvándose, le besó la frente, y la llamó en voz baja, diciendo: —¡Éowyn, hija de Éomund, despierta! Tu enemigo ha partido para siempre.

Éowyn no hizo movimiento alguno, pero empezó a respirar otra vez profundamente, y el pecho le subió y bajó debajo de la sábana de lino. Una vez más Aragorn trituró dos hojas de athelas y las echó en el agua humeante; y mojo con ella la frente de Éowyn y el brazo derecho que yacía frío y exánime sobre el cobertor.

Entonces, sea porque Aragorn poseyera en verdad algún olvidado poder de Oesternesse, o acaso por el simple influjo de las palabras que dedicara a la dama Éowyn, a medida que el aroma suave de la hierba se expandía en la habitación todos los presentes tuvieron la impresión de que un viento vivo entraba por la ventana, no un aire perfumado, sino un aire fresco y límpido y joven, como si ninguna criatura viviente lo hubiera respirado antes, y llegara recién nacido desde montañas nevadas bajo una bóveda de estrellas, o desde playas de plata bañadas allá lejos por océanos de espuma.

—¡Despierta, Éowyn, dama de Rohan!—repitió Aragorn, y cuando le tomó la mano derecha sintió que el calor de la vida retornaba a ella—. ¡Despierta! ¡La sombra ha partido para siempre, y las tinieblas se han disipado!—Puso la mano de Éowyn en la de Éomer y se apartó del lecho. —¡Llámala!—dijo, y salió en silencio de la estancia.

—¡Éowyn, Éowyn!—clamó Éomer en medio de las lágrimas. Y ella abrió los ojos y dijo:

—¡Éomer! ¿Qué dicha es ésta? Me decían que estabas muerto. Pero no, eran las voces lúgubres de mi sueño. ¿Cuánto tiempo he estado soñando?

—No mucho, hermana mía—respondió Éomer—. ¡Pero no pienses más en eso!

—Siento un cansancio extraño—dijo ella—. Necesito reposo. Pero dime ¿qué ha sido del señor de la Marca? ¡Ay de mí! No me digas que también eso fue un sueño, porque sé que no lo fue. Ha muerto, tal como él lo había presagiado.

—Ha muerto, sí—dijo Éomer—, pero rogándome que le trajera un saludo de adiós a Éowyn, más amada que una hija. Yace ahora en la Ciudadela de Gondor con todos los honores.

—Es doloroso, todo esto—dijo ella—. Y sin embargo, es mucho mejor que todo cuanto yo me atrevía a esperar en aquellos días sombríos, cuando la dignidad de la casa de Eorl amenazaba caer más bajo que el refugio de un pastor. ¿Y qué ha sido del escudero del rey, el mediano? ¡Éomer, tendrás que hacer de él un caballero de la Marca, porque es un valiente!

—Reposa cerca de aquí en esta casa, y ahora iré a asistirlo—dijo Gandalf—. Éomer se quedará contigo. Pero no hables de guerra e infortunios hasta que te hayas recobrado. ¡Grande es la alegría de verte despertar de nuevo a la salud y a la esperanza, valerosa dama!

—¿A la salud?—dijo Éowyn—. Tal vez. Al menos mientras quede vacía la silla de un jinete caído, y yo la pueda montar, y haya hazañas que cumplir. ¿Pero a la esperanza? No sé.

 

Cuando Gandalf y Pippin entraron en la habitación de Merry, ya Aragorn estaba de pie junto al lecho. —¡Pobre viejo Merry!—exclamó Pippin, corriendo hasta la cabecera; tenía la impresión de que su amigo había empeorado, que tenía el semblante ceniciento, como si soportara el peso de largos años de dolor; de pronto tuvo miedo de que pudiera morir.

—No temas—le dijo Aragorn—. He llegado a tiempo, he podido llamarlo. Ahora está extenuado, y dolorido, y ha sufrido un daño semejante al de la dama Éowyn, por haber golpeado también él a ese ser nefasto. Pero son males fáciles de reparar, tan fuerte y alegre es el espíritu de tu amigo. El dolor, no lo olvidará; pero no le oscurecerá el corazón, y le dará sabiduría.

Y posando la mano sobre la cabeza de Merry, le acarició los rizos castaños, le rozó los párpados, y lo llamó. Y cuando la fragancia del athelas inundó la habitación, como el perfume de los huertos y de los brezales a la luz del sol colmada de abejas, Merry abrió de pronto los ojos y dijo:

—Tengo hambre. ¿Qué hora es?

—La hora de la cena ya pasada—dijo Pippin—; sin embargo, creo que podría traerte algo, si me lo permiten.

—Te lo permitirán, sin duda—dijo Gandalf—. Y cualquier otra cosa que este jinete de Rohan pueda desear, si se la encuentra en Minas Tirith, donde su nombre es altamente honrado.

—¡Bravo!—dijo Merry—. Entonces, ante todo quisiera cenar, y luego fumarme una pipa. —Y al decir esto una nube le ensombreció la cara. —No, no quiero ninguna pipa. No creo que vuelva a fumar nunca más.

—¿Por qué no?—preguntó Pippin.

—Bueno—respondió lentamente Merry—. Él está muerto. Y al pensar en fumarme una pipa, todo me ha vuelto a la memoria. Me dijo que ya nunca más podría cumplir su promesa de aprender de mí los secretos de la hierba. Fueron casi sus últimas palabras. Nunca más podré volver a fumar sin pensar en él, y en ese día, Pippin, cuando cabalgábamos rumbo a Isengard, y se mostró tan cortés.

—¡Fuma entonces, y piensa en él!—dijo Aragorn—. Porque tenía un corazón bondadoso y era un gran rey, leal a todas sus promesas; y se levantó desde las sombras a una última y hermosa mañana. Aunque le serviste poco tiempo, es un recuerdo que guardarás con felicidad y orgullo hasta el fin de tus días.

Merry sonrió. —En ese caso, está bien—dijo—, y si Trancos me da de todo lo necesario, fumaré y pensaré. Traía en mi equipaje un poco del mejor tabaco de Saruman, pero qué habrá sido de él en la batalla, no lo sé, por cierto.

—Maese Meriadoc—dijo Aragorn—, si supones que he cabalgado a través de las montañas y del reino de Gondor a sangre y a fuego para venir a traerle hierba a un soldado distraído que pierde sus avíos, estás muy equivocado. Si nadie ha hallado tu paquete, tendrás que mandar en busca del herborista de esta casa. Y él te dirá que ignoraba que la hierba que deseas tuviera virtud alguna, pero que el vulgo la conoce como tabaco occidental, y que los nobles la llaman galena, y tiene otros nombres en lenguas más cultas; y luego de recitarte unos versos casi olvidados que ni él mismo entiende, lamentará decirte que no la hay en la casa, y te dejará cavilando sobre la historia de las lenguas. Que es lo que ahora haré yo. Porque no he dormido en una cama como ésta desde que partí del Sagrario, ni he probado bocado desde la oscuridad que precedió al alba.

Merry tomó la mano de Aragorn y la besó. —¡No te imaginas cuánto lo lamento!—dijo—. ¡Ve ahora mismo! Desde aquella noche en Bree, no hemos sido para ti nada más que un estorbo. Pero en semejantes circunstancias es natural que nosotros los hobbits hablemos a la ligera, y digamos menos de lo que pensamos. Tememos decir demasiado, y no encontramos las palabras justas cuando todas las bromas están fuera de lugar.

—Lo sé, de lo contrario no te respondería en el mismo tono—dijo Aragorn—. ¡Que La Comarca viva siempre y no se marchite!—Y luego de besar a Merry abandonó la estancia seguido por Gandalf.

 

Pippin se quedó a solas con su amigo. —¿Hubo alguna vez otro como él?—dijo—. Descontando a Gandalf, desde luego. Sospecho que han de estar emparentados. Mi querido asno, tu paquete lo tienes al lado de la cama, y lo llevabas a la espalda cuando te encontré. Y él lo estuvo viendo todo el tiempo, como es natural. De todos modos, aquí tengo un poco de la mía. ¡Mano a la obra! Es Hoja del Valle. Llena la pipa mientras yo voy en busca de algo para comer. Y luego a tomar la vida con calma por un rato. ¡Qué le vamos a hacer! Nosotros, los Tuk y los Brandigamo no podemos vivir mucho tiempo en las alturas.

—Es cierto—dijo Merry—. Yo no lo consigo. No por el momento, en todo caso. Pero al menos, Pippin, ahora podemos verlas, y honrarlas. Lo mejor es amar ante todo aquello que nos corresponde amar, supongo; hay que empezar por algo, y echar raíces, y el suelo de La Comarca es profundo. Sin embargo, hay cosas más profundas y más altas. Y si no fuera por ellas, y aunque no las conozca, ningún compadre podría cultivar la huerta en lo que él llama paz. A mí me alegra saber de estas cosas, un poco. Pero no sé por qué estoy hablando así. ¿Dónde tienes esa hoja? Y saca la pipa de mi paquete, si no está rota.

 

Aragorn y Gandalf fueron a ver al mayoral de las Casas de Curación, y le explicaron que Faramir y Éowyn necesitaban permanecer allí y ser atendidos con cuidado aún durante muchos días.

—La dama Éowyn—dijo Aragorn—. Pronto querrá levantarse y partir; es menester impedirlo y tratar de retenerla aquí hasta que hayan pasado por lo menos diez días.

—En cuanto a Faramir—dijo Gandalf—, pronto tendrá que enterarse de que su padre ha muerto. Pero no habrá que contarle la historia de la locura de Denethor hasta que haya curado del todo, y tenga tareas que cumplir. ¡Cuida que Beregond y el perian que presenciaron la muerte no le hablen todavía de estas cosas!

—Y el otro perian, Meriadoc, que tengo a mi cuidado ¿qué hago con él?—preguntó el mayoral.

—Es probable que mañana esté en condiciones de levantarse un rato—dijo Aragorn—. Permíteselo, si lo desea. Podrá hacer un breve paseo, en compañía de sus amigos.

—Qué raza tan extraordinaria—dijo el mayoral, moviendo la cabeza—. De fibra dura, diría yo.

 

Un gran gentío esperaba a Aragorn junto a las puertas de las Casas de Curación; y lo siguieron; y cuando hubo cenado, fueron y le suplicaron que curase a sus parientes o amigos cuyas vidas corrían peligro a causa de heridas o lesiones, o que yacían bajo la sombra negra. Y Aragorn se levantó y salió, y mandó llamar a los hijos de Elrond; y juntos trabajaron afanosamente hasta altas horas de la noche. Y la voz corrió por toda la ciudad: «En verdad, el rey ha retornado.» Y lo llamaban Piedra de Elfo, a causa de la piedra verde que él llevaba, y así el nombre que el día de su nacimiento le fuera predestinado, lo eligió entonces para él su propio pueblo.

Y cuando por fin el cansancio lo venció, se envolvió en la capa y se deslizó fuera de la ciudad, y llegó a la tienda justo antes del alba, a tiempo apenas para dormir un poco. Y por la mañana el estandarte de Dol Amroth, un navío blanco como un cisne sobre aguas azules, flameó en la torre, y los hombres alzaron la mirada y se preguntaron si la llegada del rey no habría sido un sueño.

 


LVII.LA ÚLTIMA DELIBERACIÓN

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO IX

Amaneció el día siguiente a la batalla, una mañana clara, de nubes ligeras y un viento que viraba hacia el oeste. Legolas y Gimli, que estaban en pie desde temprano, pidieron permiso para subir a la ciudad, pues querían ver en seguida a Merry y a Pippin.

—Es bueno saber que están vivos—dijo Gimli—; porque durante nuestra marcha a través de Rohan nos costaron no pocas penurias, y no me gustaría que todo ese esfuerzo hubiera sido en vano.

El elfo y el enano entraron juntos en Minas Tirith, y la gente que los veía pasar contemplaba maravillada a esos dos extraños compañeros: porque Legolas era de una belleza más que humana, y mientras caminaba en la mañana entonaba con voz clara una canción élfica; Gimli en cambio marchaba junto al elfo con un andar reposado, y se acariciaba la barba, y miraba todo alrededor.

—Hay buena mampostería—dijo, observando los muros—; pero también otras no tan buenas, y las calles podrían estar mejor trazadas. Cuando Aragorn obtenga lo que es suyo, le ofreceré los servicios de los picapedreros de la montaña, y entonces convertiremos a Minas Tirith en una ciudad de la que podrá sentirse muy orgulloso.

—Lo que necesitan son más jardines—dijo Legolas—. Las casas están como muertas, y es demasiado poco lo que crece aquí con alegría. Si Aragorn obtiene un día lo que es suyo, los habitantes del bosque le traerán pájaros que cantan y árboles que no mueren.

 

Encontraron por fin al príncipe Imrahil, y Legolas lo miró, y se inclinó ante él profundamente; porque vio que en verdad estaba ante alguien que tenía sangre élfica en las venas. —¡Salve, señor!—dijo—. Hace ya mucho tiempo que el pueblo de Nimrodel abandonó los bosques de Lórien, pero se puede ver aún que no todos dejaron el puerto de Amroth y navegaron rumbo al oeste.[23]

—Así lo dicen las tradiciones de mi tierra—respondió el príncipe—; y sin embargo nunca se ha visto allí a uno de la hermosa gente en años incontables. Y me maravilla encontrar uno aquí y ahora, en medio de la guerra y la tristeza. ¿Qué buscas?

—Soy uno de los Nueve Compañeros que partieron de Imladris con Mithrandir—dijo Legolas—, y con este enano, mi amigo, he acompañado al señor Aragorn. Pero ahora deseamos ver a nuestros amigo Meriadoc y Peregrin, que están a tu cuidado, nos han dicho.

—Los encontraréis en las Casas de Curación, y yo mismo os conduciré—dijo Imrahil.

—Bastará que mandes a alguien que nos guíe, señor—dijo Legolas—. Aragorn te envía este mensaje. Porque no desea entrar de nuevo en la ciudad en este momento. No obstante, es necesario que los capitanes se reúnan inmediatamente a deliberar, y os ruega, a ti y a Éomer de Rohan, que bajéis hasta la tienda cuanto antes. Mithrandir ya está allí.

—Iremos—dijo Imrahil; y se despidieron con palabras corteses.

—Es un noble señor y un gran capitán de hombres—dijo Legolas—. Si todavía hay aquí hombres de tal condición, aún en estos días de decadencia, grande ha de haber sido la gloria de Gondor en los tiempos de esplendor.

—Y no cabe duda de que la buena mampostería es la más vieja, de la época de las primeras construcciones—dijo Gimli—. Siempre es así con las obras que emprenden los hombres: una helada en primavera, o una sequía en el verano, y las promesas se frustran.

—Y sin embargo, rara vez dejan de sembrar—dijo Legolas—. Y la semilla yacerá en el polvo y se pudrirá, sólo para germinar nuevamente en los tiempos y lugares más inesperados. Las obras de los hombres nos sobrevivirán, Gimli.

Después de la Batalla por Alan Lee

 

—Para acabar en meras posibilidades fallidas, supongo—dijo el enano.

—De esto los elfos no conocen la respuesta—dijo Legolas.

En aquel momento llegó el sirviente del príncipe y los condujo a las Casas de Curación; y allí se reunieron con sus amigos en el jardín, y fue un alegre reencuentro. Durante un rato pasearon y conversaron y disfrutaron de una tregua de paz y reposo, al sol de la mañana en los circuitos ventosos de la ciudad alta. Más tarde, cuando Merry empezó a sentirse cansado, se sentaron en el muro, de espaldas al prado verde de las Casas de Curación. Frente a ellos, el Anduin centelleaba a la luz y se perdía en el sur, tan lejano que ni el mismo Legolas alcanzaba a ver cómo se internaba en las llanuras y la bruma verde del Lebennin y el Ithilien del Sur.

 

De pronto, mientras los otros hablaban, Legolas se quedó callado; y mirando a lo lejos vio unas aves marinas blancas que volaban al sol por encima del río.

—¡Mirad!—exclamó—. ¡Gaviotas! Se alejan volando tierra adentro. Me maravillan, y al mismo tiempo me turban el corazón. Nunca en mi vida las había visto, hasta que llegamos a Pelargir, y allí las oí gritar en el aire mientras cabalgábamos a combatir en la batalla de los navíos. Y quedé como petrificado, olvidándome de la guerra de la Tierra Media: pues las voces quejumbrosas de esas aves me hablaban del mar. ¡El mar! ¡Ay! Aún no he podido contemplarlo. Pero en lo profundo del corazón de todos los de mi raza late la nostalgia del mar, una nostalgia que es peligroso remover. ¡Ay, las gaviotas! Nunca más volveré a tener paz, ni bajo las hayas ni bajo los olmos.

—¡No hables así!—dijo Gimli—. Todavía hay innumerables cosas para ver en la Tierra Media, y grandes obras por realizar. Pero si toda la hermosa gente se marcha a los Puertos, este mundo será muy monótono para los que están condenados a quedarse.

—¡Monótono y triste por cierto!—dijo Merry—. No marches a los Puertos, Legolas. Siempre habrá gente, grande o pequeña, y hasta algún enano sabio como Gimli, que tendrá necesidad de ti. Al menos eso espero. Aunque me parece a veces que lo peor de esta guerra no ha pasado aún. ¡Cuánto desearía que todo terminase, y terminase bien!

—¡No te pongas tan lúgubre!—exclamó Pippin—. El sol brilla, y aquí estamos, otra vez reunidos, por lo menos por un día o dos. Quiero saber más acerca de todos vosotros. ¡A ver, Gimli! Esta mañana tú y Legolas habéis mencionado no menos de una docena de veces el extraordinario viaje con Trancos. Pero no me habéis contado nada.

—Aquí puede que brille el sol—replicó Gimli—, pero hay recuerdos de ese camino que prefiero no sacar de las sombras. De haber sabido lo que me esperaba, creo que ninguna amistad me hubiera obligado a tomar los Senderos de los Muertos.

—¡Los Senderos de los Muertos!—dijo Pippin—. Se los oí nombrar a Aragorn, y me preguntaba de qué hablaría. ¿No nos quieres decir algo más?

—No por mi gusto—respondió Gimli—. Pues en ese camino me cubrí de vergüenza: Gimli hijo de Glóin, que se consideraba más resistente que los hombres y más intrépido bajo tierra que ningún elfo. Pero no demostré ni lo uno ni lo otro, y si continué hasta el fin, fue sólo por la voluntad de Aragorn.

—Y también por amor a él—dijo Legolas—. Porque todos cuantos llegan a conocerle llegan a amarlo, cada cual a su manera, hasta la fría doncella de los rohirrim. Partimos del Sagrario a primera hora de la mañana del día en que tú llegaste, Merry, y era tal el miedo que los dominaba a todos, que nadie se atrevió a asistir a la partida salvo la dama Éowyn, que ahora yace herida en esta casa. Hubo tristeza en esa separación, y me apenó presenciarla.

—Y yo ¡ay!, sólo me compadecía de mí mismo—dijo Gimli—. ¡No! No hablaré de ese viaje.

Y no pronunció una palabra más; pero Pippin y Merry estaban tan ávidos de noticias que Legolas dijo, al cabo: —Os contaré lo que baste para apaciguar vuestra ansiedad; porque yo no sentí el horror, ni temí a los espectros de los hombres, que me parecieron frágiles e impotentes.

Habló entonces brevemente de la senda siniestra, de la tétrica cita en Erech, y de la larga cabalgata, noventa y tres leguas [449 kilómetros] de camino hasta Pelargir en las márgenes del Anduin. —Cuatro días y cuatro noches cabalgamos desde la Piedra Negra—dijo—, y entrábamos en el quinto día cuando he aquí que de pronto, en las tinieblas de Mordor, renació mi esperanza; porque en aquella oscuridad el ejército de las sombras parecía cobrar fuerzas, transformarse en una visión todavía más terrible. Algunos marchaban a caballo, otros a pie, y sin embargo todos avanzaban con la misma prodigiosa rapidez. Iban en silencio, pero un resplandor les iluminaba los ojos. En las altiplanicies de Lamedon se adelantaron a nuestras cabalgaduras, y nos rodearon, y nos habrían dejado atrás si Aragorn no los hubiera retenido.

»A una palabra de él, volvieron a la retaguardia. "Hasta los espectros de los hombres le obedecen", pensé. "¡Tal vez puedan aún servir a sus propósitos!"

»Cabalgamos durante todo un día de luz, y al día siguiente no amaneció, y continuamos cabalgando, y atravesamos el Ciril y el Ringló; y el tercer día llegamos a Linhir, sobre la desembocadura del Gilrain. Y allí los habitantes de Lamedon se disputaban los vados con las huestes feroces de Umbar y de Harad que habían llegado remontando el río. Pero defensores y enemigos abandonaron la lucha a nuestra llegada, y huyeron gritando que el rey de los muertos había venido a atacarlos. El único que conservó el ánimo y nos esperó fue Angbor, señor de Lamedon, y Aragorn le pidió que reuniese a los hombres y nos siguieran, si se atrevían, una vez que el ejército de las sombras hubiese pasado.

Legolas por Kinko-White

 

»"En Pelargir, el heredero de Isildur tendrá necesidad de nosotros", dijo.

»Así cruzamos el Gilrain, dispersando a nuestro paso a los fugitivos aliados de Mordor; luego descansamos un rato. Pero pronto Aragorn se levantó, diciendo: "¡Oíd! Minas Tirith ya ha sido invadida. Temo que caiga antes que podamos llegar a socorrerla." Así pues, no había pasado aún la noche cuando ya estábamos otra vez en las sillas, galopando a través de los llanos del Lebennin, esforzando las cabalgaduras.

Legolas se interrumpió un momento, suspiró, y volviendo la mirada al sur cantó dulcemente:

 

¡De plata fluyen los ríos del Celos al Erui

en los verdes prados del Lebennin!

Alta crece la hierba. El viento del mar

mece los lirios blancos.

Y las campánulas doradas caen del mallos y el alfirin,

en el viento del mar,

en los verdes prados del Lebennin.[24]

 

»Verdes son esos prados en las canciones de mi pueblo; pero entonces estaban oscuros: un piélago gris en la oscuridad que se extendía ante nosotros. Y a través de la vasta pradera, pisoteando a ciegas las hierbas y las flores, perseguimos a nuestros enemigos durante un día y una noche, hasta llegar como amargo final al río Grande.

»Pensé entonces en mi corazón que nos estábamos acercando al mar; pues las aguas parecían anchas en la sombra, y en las riberas gritaban muchas aves marinas. ¡Ay de mí! ¡Por qué habré escuchado el lamento de las gaviotas! ¿No me dijo la dama que tuviera cuidado? Y ahora no las puedo olvidar.

—Yo en cambio no les presté atención—dijo Gimli—; pues en ese mismo momento comenzó por fin la batalla. Allí, en Pelargir se encontraba la flota principal de Umbar, cincuenta navíos de gran envergadura y una infinidad de embarcaciones más pequeñas. Muchos de los que perseguíamos habían llegado a los puertos antes que nosotros, trayendo consigo el miedo; y algunas de las naves habían zarpado, intentando huir río abajo o ganar la otra orilla; y muchas de las embarcaciones más pequeñas estaban en llamas. Pero los haradrim, ahora acorralados al borde mismo del agua, se volvieron de golpe, con una ferocidad exacerbada por la desesperación; y se rieron al vernos, porque sus huestes eran todavía numerosas.

»Pero Aragorn se detuvo, y gritó con voz tenante: "¡Venid ahora! ¡Os llamo en nombre de la Piedra Negra!" Y súbitamente, el ejército de las sombras, que había permanecido en la retaguardia, se precipitó como una marea gris, arrasando todo cuanto encontraba a su paso. Oí gritos y cuernos apagados, y un murmullo como de voces innumerables muy distantes; como si escuchara los ecos de alguna olvidada batalla de los Años Oscuros, en otros tiempos. Pálidas eran las espadas que allí desenvainaban; pero ignoro si las hojas morderían aún, pues los muertos no necesitaban más armas que el miedo. Nadie se les resistía.

«Trepaban a todas las naves que estaban en los diques, y pasaban por encima de las aguas a las que se encontraban ancladas; y los marineros enloquecidos de terror se arrojaban por la borda, excepto los esclavos, que estaban encadenados a los remos. Y nosotros cabalgábamos implacables entre los enemigos en fuga, arrastrándolos como hojas caídas, hasta que llegamos a la orilla. Entonces, a cada uno de los grandes navíos que aún quedaban en los muelles, Aragorn envió a uno de los dúnedain, para que reconfortaran a los cautivos que se encontraban a bordo, y los instaran a olvidar el miedo y a recobrar la libertad.

»Antes que terminara aquel día oscuro no quedaba ningún enemigo capaz de resistirnos: los que no habían perecido ahogados, huían precipitadamente rumbo al sur con la esperanza de regresar a sus tierras. Extraño y prodigioso me parecía que los designios de Mordor hubieran sido desbaratados por aquellos espectros de oscuridad y de miedo. ¡Derrotado con sus propias armas!

—Extraño en verdad—dijo Legolas—. En aquella hora yo observaba a Aragorn y me imaginaba en qué señor poderoso y terrible se habría podido convertir si se hubiese apropiado del Anillo. No por nada le teme Mordor. Pero es más grande de espíritu que Sauron de entendimiento. ¿No lleva por ventura la sangre de los hijos de Lúthien? Es de una estirpe que jamás habrá de corromperse, así perdure en años innumerables.

—Tales predicciones escapan a la visión de los enanos—dijo Gimli—. Pero en verdad poderoso fue Aragorn aquel día. Sí, toda la flota negra se encontraba en sus manos; y eligió para él la mayor de las naves, y subió a bordo. Entonces hizo sonar un gran coro de trompetas tomadas al enemigo; y el ejército de las sombras se replegó hasta la orilla. Y allí permanecieron, inmóviles y silenciosos, casi invisibles excepto un fulgor rojo en las pupilas, que reflejaban los incendios de las naves. Y Aragorn habló entonces a los muertos, gritando con voz fuerte.

»"¡Escuchad ahora las palabras del heredero de Isildur! Habéis cumplido vuestro juramento. ¡Retornad, y no volváis a perturbar el reposo de los valles! ¡Partid, y descansad!"

»Y entonces, el rey de los muertos se adelantó, y rompió la lanza, en dos y arrojó al suelo los pedazos. Luego se inclinó en una reverencia, y dando media vuelta se alejó; y todo el ejército siguió detrás de él, y se desvaneció como una niebla arrastrada por un viento súbito; y yo me sentí como si despertara de un sueño.

»Esa noche, nosotros descansamos mientras otros trabajaban. Porque muchos de los cautivos y esclavos liberados eran antiguos habitantes de Gondor, capturados por el enemigo en correrías; y no tardó en congregarse una gran multitud, formada por hombres que llegaban de Lebennin y del Ethir, y Angbor de Lamedon vino con todos los caballeros que había podido reunir. Ahora que el temor a los muertos había desaparecido, todos acudían en nuestra ayuda y a ver al heredero de Isildur; pues el rumor de ese nombre se había extendido como un fuego en la oscuridad.

»Y hemos llegado casi al final de nuestra historia. En las últimas horas de la tarde y durante la noche se repararon y equiparon numerosos navíos; y por la mañana la flota pudo zarpar. Ahora parece que hubiera pasado mucho tiempo, y sin embargo fue sólo en la mañana de anteayer, el sexto día desde que partimos del Sagrario. Pero Aragorn temía aún que el tiempo fuese demasiado corto.

»"Hay cuarenta y dos leguas [203 kilómetros] desde Pelargir hasta los fondeaderos del Harlond", dijo. "Es preciso, sin embargo, que mañana lleguemos al Harlond, o fracasaremos por completo."

»Ahora los que manejaban los remos eran hombres libres, y trabajaban con hombradía; sin embargo, remontábamos con lentitud el río Grande, pues teníamos que luchar contra la corriente, y aunque no es rápida en el sur, el viento no nos ayudaba. A mí se me habría encogido el corazón, a pesar de nuestra reciente victoria en los puertos, si Legolas no hubiese reído de pronto.

»"¡Arriba esas barbas, hijo de Durin!", exclamó. "Porque se ha dicho: Cuando todo está perdido, llega a menudo la esperanza." Pero qué esperanza veía él a lo lejos, no me lo quiso decir. Llegó la noche, y la oscuridad creció y estábamos impacientes, pues allá lejos en el norte veíamos bajo la nube un resplandor rojizo; y Aragorn dijo: "Minas Tirith está en llamas."

»Pero a la medianoche vino en verdad la esperanza. Hombres del Ethir, lobos de mar, avezados, atisbando el cielo del sur anunciaron un cambio, un viento fresco que soplaba del mar. Mucho antes del día, los navíos izaron las velas, y empezamos a navegar con mayor rapidez, hasta que el alba blanqueó la espuma en nuestras proas. Y así, como sabéis, llegamos a la hora tercera de la mañana, con el viento a favor y un sol despejado, y en la batalla desplegamos el gran estandarte. Fue un gran día y una gran hora, aunque no sepamos qué pasará mañana.

—Pase lo que pase, el valor de las grandes hazañas no merma nunca—dijo Legolas—. Una grande hazaña fue la cabalgata por los Senderos de los Muertos, y lo seguirá siendo aunque nadie quede en Gondor para cantarla.

—Cosa bastante probable—dijo Gimli—. Pues Aragorn y Gandalf parecen muy serios. Me pregunto qué decisiones estarán tomando allá abajo en la tienda. Yo por mi parte, lo mismo que Merry, desearía que con nuestra victoria la guerra hubiese terminado para siempre. Pero si aún queda algo por hacer, espero participar, por el honor del pueblo de la montaña Solitaria.

—Y yo por el del pueblo del bosque Grande—dijo Legolas—, y por amor al señor del árbol blanco.

Luego los compañeros callaron, pero se quedaron sentados un tiempo en aquel sitio elevado, cada uno ocupado con sus propios pensamientos, mientras los capitanes deliberaban.

 

Tan pronto como se hubo separado de Legolas y Gimli, el príncipe Imrahil mandó llamar a Éomer; y salió con él de la ciudad, y descendieron hasta las tiendas de Aragorn en el campo, no lejos del sitio en que cayera el rey Théoden. Y allí, reunidos con Gandalf y Aragorn y los hijos de Elrond, celebraron consejo.

—Señores—dijo Gandalf—, escuchad las palabras del senescal de Gondor antes de morir: Durante un tiempo triunfarás quizás en los campos del Pelennor, por un breve día, mas contra el poder que ahora se levanta no hay victoria posible. No es que os exhorte a que como él os dejéis llevar por la desesperación, pero sí a que sopeséis la verdad que encierran estas palabras.

»Las piedras que ven no engañan: ni el mismísimo señor de Barad-dûr podría obligarlas a eso. Podría quizá decidir sobre lo que verán las mentes más débiles, o hacer que interpreten mal el significado de lo que ven. No obstante, es indudable que cuando Denethor veía en Mordor grandes fuerzas que se disponían a atacarlo, mientras reclutaban otras nuevas, veía algo que era cierto.

«Nuestra fuerza ha alcanzado apenas para contener la primera gran acometida. La próxima será más violenta. Esta es, por lo tanto, una guerra sin esperanza, como Denethor adivinó. La victoria no podrá conquistarse por las armas, ya no os mováis de aquí y soportéis un asedio tras otro, ya avancéis para ser aniquilados al otro lado del río. Sólo os queda elegir entre dos males; y la prudencia aconsejaría reforzar las defensas, y esperar el ataque; así podréis prolongar un poco el tiempo que os resta.

—¿Propones entonces que nos retiremos a Minas Tirith, o a Dol Amroth, o al Sagrario, y que nos sentemos allí como niños sobre castillos de arena mientras sube la marea?—dijo Imrahil.

—No habría en tal consejo nada nuevo—dijo Gandalf—. ¿No es acaso lo que habéis hecho, o poco más, durante los años de Denethor? ¡Pero no! Dije que eso sería lo prudente. Yo no aconsejo la prudencia. Dije que la victoria no podía ser conquistada con las armas. Confío aún en la victoria, ya no en las armas. Porque en todo esto cuenta el Anillo de Poder: el sostén de Barad-dûr y la esperanza de Sauron.

»Y de este asunto conocéis todos bastante como para entender en qué situación estamos, así como Sauron. Si reconquista el Anillo, vuestro valor es vano, y la victoria de él será rápida y definitiva: tan definitiva que nadie puede saber si terminará alguna vez, mientras dure este mundo. Y si el Anillo es destruido, Sauron caerá; y tan baja será su caída que nadie puede saber si volverá a levantarse algún día. Pues habrá perdido la mejor parte de la fuerza que era innata en él en un principio, y todo cuanto fue creado o construido con ese poder se derrumbará, y él quedará mutilado para siempre, convertido en un mero espíritu maligno que se atormenta a sí mismo en las tinieblas, y nunca más volverá a crecer y a tener forma. Y así uno de los grandes males de este mundo habrá desaparecido.

»Otros males podrán sobrevenir, porque Sauron mismo no es nada más que un siervo o un emisario. Pero no nos atañe a nosotros dominar todas las mareas del mundo, sino hacer lo que está en nuestras manos por el bien de los días que nos ha tocado vivir, extirpando el mal en los campos que conocemos, y dejando a los que vendrán después una tierra limpia para la labranza. Pero que tengan sol o lluvia, no depende de nosotros.

»Ahora Sauron sabe todo esto, y sabe además que el tesoro perdido ha sido encontrado otra vez, aunque ignora todavía dónde está, o al menos eso esperamos. Y una duda lo atormenta. Porque si lo tuviésemos, hay entre nosotros hombres fuertes que podrían utilizarlo. También eso lo sabe. Pues ¿me equivoco, Aragorn, al pensar que te mostraste a él en la piedra de Orthanc?

—Lo hice antes de partir de Cuernavilla—respondió Aragorn—. Consideré que el momento era propicio, y que la piedra había llegado a mis manos para ese fin. Hacía entonces diez días que el Portador del Anillo había salido de Rauros, rumbo al este, y pensé que era necesario atraer al Ojo de Sauron fuera de su propio país. Pocas veces, demasiado pocas ha sido desafiado desde que se retiró a la Torre. Aunque si hubiera previsto la rapidez con que respondería atacándonos, tal vez no me habría mostrado a él. Apenas me alcanzó el tiempo para acudir en vuestra ayuda.

—Pero ¿cómo?—preguntó Éomer—. Todo es en vano, dices, si él tiene el Anillo. ¿Por qué no pensaría Sauron que es en vano atacarnos, si nosotros lo tenemos?

—Porque aún no está seguro—dijo Gandalf—, y no ha edificado su poder esperando a que el enemigo se fortaleciese, como hemos hecho nosotros. Además, no podíamos aprender en un día a manejar la totalidad del poder. En verdad, un amo, sólo uno, puede usar el Anillo; y Sauron espera un tiempo de discordia, antes que entre nosotros uno de los grandes se proclame amo y señor y prevalezca sobre los demás. En ese intervalo, si actúa pronto, el Anillo podría ayudarle.

»Ahora observa. Ve y oye muchas cosas. Los nazgûl están aún fuera de Mordor. Volaron por encima de este campo antes del alba, aunque pocos entre los vencidos por el sueño o la fatiga de la batalla los hayan visto. Y estudia los signos: la espada que lo despojó del tesoro forjada de nuevo; los vientos de la fortuna girando a nuestro favor, con el fracaso inesperado del primer ataque; la caída del Gran Capitán.

»En este mismo momento la duda crece en él mientras estamos aquí deliberando. Y el Ojo apunta hacia aquí, ciego casi a toda otra cosa. Y así tenemos que mantenerlo: fijo en nosotros. Es nuestra única esperanza. He aquí, por lo tanto, mi consejo. No tenemos el Anillo. Sabios o insensatos, lo hemos enviado lejos, para que sea destruido, y no nos destruya. Y sin él no podemos derrotar con la fuerza de Sauron. Pero es preciso ante todo que el Ojo del Enemigo continúe apartado del verdadero peligro que lo amenaza. No podemos conquistar la victoria con las armas, pero con las armas podemos prestar al Portador del Anillo la única ayuda posible, por frágil que sea.

»Así lo comenzó Aragorn, y así hemos de continuar nosotros: hostigando a Sauron hasta el último golpe; atrayendo fuera del país las fuerzas secretas de Mordor, para que quede sin defensas. Tenemos que salir al encuentro de Sauron. Tenemos que convertirnos en carnada, aunque las mandíbulas de Sauron se cierren sobre nosotros. Y morderá el cebo, pues esperanzado y voraz creerá reconocer en nuestra temeridad el orgullo del nuevo señor del Anillo. Y dirá: "¡Bien! Estira el cuello demasiado pronto y se acerca más de lo prudente. Que continúe así, y ya veréis cómo yo le tiendo una trampa de la que no podrá escapar. Entonces lo aplastaré, y lo que ha tomado con insolencia, será mío otra vez y para siempre."

»Hacia esa trampa hemos de encaminarnos con entereza y los ojos bien abiertos, y hay pocas esperanzas para nosotros. Porque es probable, señores, que todos perezcamos en una negra batalla lejos de las tierras de los vivos, y que aún en el caso de que Barad-dûr sucumba, no vivamos para ver una nueva era. Sin embargo esto es, en mi opinión, lo que hemos de hacer. Mejor que perecer de todos modos, como sin duda ocurriría si nos quedáramos aquí a esperar, y sabiendo al morir que no habrá ninguna nueva era.

 

Durante un rato todos guardaron silencio. Al fin habló Aragorn: —Así como he comenzado, así continuaré. Nos acercamos al borde del abismo, donde la esperanza y la desesperación se hermanan. Titubear equivale a caer. Que nadie se oponga ahora a los consejos de Gandalf, cuya larga lucha contra Sauron culmina al fin. Si no fuese por él, hace tiempo que todo se habría perdido para siempre. Sin embargo, no pretendo todavía dar órdenes a nadie; que cada cual decida según su propia voluntad.

Entonces dijo Elrohir: —Del norte hemos venido con este propósito, y de Elrond nuestro padre recibimos el mismo consejo. No volveremos sobre nuestros pasos.

—En cuanto a mí—dijo Éomer—poco entiendo de tan profundas cuestiones; mas no lo necesito. Lo que sé, y con ello me basta, es que así como mi amigo Aragorn me socorrió a mí y a mi pueblo, así acudiré yo en ayuda de él, cuando él me llame. Iré.

—Yo, por mi parte—dijo Imrahil—, considero al señor Aragorn como mi soberano, quiera él o no reivindicar tal derecho. Los deseos de él son órdenes para mí. También yo iré. No obstante, puesto que reemplazo por algún tiempo al senescal de Gondor, primero he de pensar en su pueblo. No desoigamos aún del todo la voz de la prudencia. Pues hemos de estar preparados contra cualquier posibilidad, buena o mala. Todavía puede ocurrir que triunfemos, y mientras quede alguna esperanza, Gondor tiene que ser protegida. No quisiera retornar en triunfo a una ciudad en ruinas y ver a nuestro paso las tierras devastadas. Y sabemos por los rohirrim que en nuestra frontera septentrional espera un ejército todavía intacto.

—Es cierto—dijo Gandalf—. No te aconsejo que dejes la ciudad indefensa. Y en verdad, no es necesario que llevemos al este una fuerza poderosa, como para emprender un ataque verdadero y en serio contra Mordor, pero sí suficiente para desafiarlos a presentar batalla. Y tendrá que ponerse en marcha muy pronto. Yo pregunto a los capitanes: ¿con qué fuerza podríamos contar en un plazo de dos días? Es imprescindible que sean hombres valerosos, que vayan voluntariamente, conscientes del peligro.

—Todos los hombres están fatigados, y hay numerosos heridos, leves y graves—dijo Éomer—, y también se han perdido muchos caballos, lo que es difícil de reparar. Si en verdad tenemos que partir tan pronto, dudo que pueda llevar conmigo más de dos mil hombres, dejando otros tantos para la defensa.

—No hemos de contar sólo con los que combatieron en este campo—dijo Aragorn—. Ahora que las costas han quedado libres de enemigos, llegan nuevas fuerzas de los feudos del sur. Cuatro mil envié dos días atrás desde Pelargir a través de Lossarnach; y Angbor el intrépido cabalga al frente. Si partimos dentro de dos días, estarán cerca de aquí bastante antes. Además he ordenado a muchos otros que me siguieran, y remontaran el río en tantas embarcaciones como pudieran conseguir; y con este viento no tardarán en llegar: en verdad, varias naves han anclado ya en los muelles del Harlond. Estimo que podremos llevar unos siete mil hombres, entre infantes y jinetes, y a la vez dejar la ciudad mejor defendida que cuando comenzó el ataque.

—La puerta ha sido destruida—dijo Imrahil—. ¿Dónde está ahora la pericia para reconstruirla y ponerla de nuevo?

—En Erebor en el reino de Dáin—dijo Aragorn—, y si no se desbaratan todas nuestras esperanzas, llegado el momento enviaré a Gimli hijo de Glóin en busca de los picapedreros de la montaña. Pero los hombres son una defensa más eficaz que las puertas, y no habrá puerta que resista al enemigo si los hombres la abandonan.

 

Tales fueron pues las conclusiones del debate: en la mañana del segundo día partirían con siete mil hombres, si conseguían reunirlos; la mayor parte de esta fuerza iría a pie a causa de las regiones accidentadas en que tendría que internarse. Aragorn trataría de reunir unos dos mil de los que se habían plegado a él en el sur; pero Imrahil tenía que reclutar tres mil quinientos; y Éomer quinientos de los rohirrim, que aún desmontados eran guerreros diestros y valientes. Y él mismo iría a la cabeza de una columna formada por quinientos de sus mejores jinetes; en una segunda compañía de otros quinientos jinetes, junto con los hijos de Elrond marcharían los dúnedain y los caballeros de Dol Amroth: en total seis mil hombres a pie y mil a caballo. Pero la fuerza principal de los rohirrim, la que aún contaba con cabalgaduras y estaba en condiciones de combatir, defendería el Camino del Oeste de los ejércitos enemigos apostados en Anórien. E inmediatamente enviaron jinetes veloces en busca de noticias hacia el norte; y al este de Osgiliath y del camino a Minas Morgul.

Y cuando hubieron contado todas las fuerzas, y luego de discutir las etapas del viaje y los caminos que tomarían, Imrahil estalló de pronto en una sonora carcajada.

—Esta es, sin duda—exclamó—, la mayor farsa en toda la historia de Gondor: ¡que partamos con siete mil, una hueste que equivale apenas a la vanguardia del ejército de este país en los días de esplendor, al asalto de las montañas y de la puerta impenetrable del País Oscuro! ¡Como si un niño amenazara a un caballero armado con un arco de madera de sauce verde y cordel! Si el Señor Oscuro supiera tanto como tú dices, Mithrandir ¿no te parece que en vez de temer sonreiría, y nos aplastaría con el dedo meñique como a un mosquito que intentara clavarle el aguijón?

—No, querrá cazar al mosquito y quitarle el aguijón—dijo Gandalf. Y algunos de nuestros hombres valen más que un millar de caballeros de armadura. No, no sonreirá.

—Tampoco nosotros sonreiremos—dijo Aragorn—. Si esto es una farsa, es demasiado amarga para provocar risa. No, es el último lance de una partida peligrosa, y será de algún modo el final del juego. —En seguida desenvainó a Andúril y la sostuvo centelleante a la luz del sol. —No volveré a envainarte hasta que se haya librado la última batalla—dijo.

 


LVIII.LA PUERTA NEGRA SE ABRE

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO V—CAPÍTULO X

Dos días después el ejército del oeste se encontraba reunido en el Pelennor. Las huestes de orcos y hombres del este se habían retirado de Anórien, pero hostigados y desbandados por los rohirrim habían huido casi sin presentar batalla hacia Cair Andros; destruida pues esa amenaza, y con las nuevas fuerzas que llegaban del sur, la ciudad estaba relativamente bien defendida. Y los batidores informaban que en los caminos del este y hasta la Encrucijada del Rey Caído no quedaba un solo enemigo con vida. Ya todo estaba preparado para el golpe final.

Una vez más Legolas y Gimli cabalgarían juntos en compañía de Aragorn y Gandalf, que marchaban a la vanguardia con los dúnedain y los hijos de Elrond. Merry, avergonzado, se enteró de que él no los acompañaría.

—No estás bien todavía para semejante viaje—le dijo Aragorn—. Pero no te avergüences. Aunque no hagas nada más en esta guerra, ya has conquistado grandes honores. Peregrin irá en representación de La Comarca; y no le envidies esta oportunidad de afrontar el peligro, pues aunque haya hecho todo tan bien como se lo ha permitido la suerte, aún no ha igualado tu hazaña. Pero en verdad todos corremos ahora un peligro igual. Tal vez nuestro destino sea encontrar un triste fin ante la Puerta de Mordor, y en tal caso también a vosotros os habrá llegado la última hora, sea aquí o dondequiera que os atrape la marea negra. ¡Adiós!

Merry siguió observando de mala gana los preparativos de la partida. Bergil lo acompañaba, pero también él estaba abatido: su padre marcharía a la cabeza de una compañía de hombres de la ciudad, pues hasta tanto no se lo juzgase, no se podría reintegrar a la guardia. En esa misma compañía partía Pippin, soldado de Gondor. Merry alcanzó a verlo no muy lejos: una figura pequeña pero erguida entre los altos hombres de Minas Tirith.

 

Sonaron por fin las trompetas, y el ejército se puso en movimiento. Escuadrón tras escuadrón, compañía tras compañía, dieron media vuelta y partieron rumbo al este. Y hasta después que se perdieran de vista en el fondo de la carretera que conducía al camino que conducía a la calzada, Merry se quedó allí. Los últimos yelmos y lanzas de la retaguardia centellearon a la luz del sol de la mañana y desaparecieron a lo lejos, y Merry aún seguía allí, con la cabeza gacha y el corazón oprimido, sintiéndose solo y abandonado. Los seres que más quería habían partido hacia las tinieblas en el distante cielo del este; y pocas esperanzas le quedaban de volver a ver a alguno de ellos.

Como llamado por la desesperación, le volvió el dolor del brazo. Se sentía viejo y débil, y la luz del sol le parecía pálida. El contacto de la mano de Bergil lo sacó de estas cavilaciones.

—¡Vamos, maese perian!—dijo el muchacho—. Veo que todavía te duele. Te ayudaré a regresar a las Casas de Curación. ¡Pero no temas! Volverán. Los hombres de Minas Tirith jamás serán derrotados. Y ahora tienen al señor Piedra de Elfo, y también a Beregond de la guardia.

 

El ejército llegó a Osgiliath antes del mediodía. Allí todos los operarios y artesanos disponibles estaban ocupados. Algunos reforzaban las barcazas y los puentes que el enemigo había construido, y destruido en parte al huir; otros almacenaban los víveres y recogían el botín, y otros levantaban de prisa obras de defensa en la margen oriental del río.

La vanguardia pasó por las ruinas de la Antigua Gondor, y luego por encima del ancho río, y tomó el camino largo y recto construido en otros días entre la hermosa Torre del Sol y la elevada Torre de la Luna, ahora convertida en Minas Morgul, en el valle maldito. Cinco millas [8 kilómetros] más allá de Osgiliath se detuvieron, concluyendo la primera jornada de marcha.

Pero los jinetes continuaron avanzando y antes de la noche habían llegado a la Encrucijada y al gran círculo de árboles: allí todo era silencio. No se veían rastros del enemigo, ni se escuchaban gritos ni clamores; ni un solo dardo había volado desde las rocas o los matorrales próximos, y sin embargo mientras avanzaban sentían cada vez más que la tierra vigilaba alrededor. Los árboles, las piedras y el follaje, las briznas de hierba, todo parecía escuchar. La oscuridad se había disipado, y el sol se ponía a lo lejos en el valle del Anduin, y los picos blancos de las montañas se arrebolaban en el aire azul; pero había una sombra y una tiniebla sobre los Ephel Dúath.

Apostando a los trompetas del ejército en cada uno de los cuatro senderos que desembocaban en el círculo de árboles, Aragorn ordenó que tocasen una gran fanfarria, y a los heraldos que gritasen: «Los señores de Gondor han vuelto, y han rescatado estos territorios que les pertenecen.» Y la horrorosa máscara de orco sobre la mutilada estatua de piedra fue arrojada al suelo y rota en mil pedazos, y recogiendo la cabeza del viejo rey, todavía coronada de flores blancas y doradas, la colocaron de nuevo en su sitio; y limpiaron y borraron todas las inscripciones inmundas que los orcos habían puesto en la piedra.

Durante el debate, algunos habían aconsejado que Minas Morgul fuese el primer blanco, y que si lograban tomarla, la destruyesen totalmente, sin dejar piedra sobre piedra. —Y acaso—había dicho Imrahil—el camino que desde allí conduce al paso entre las cumbres sea una vía de ataque al Señor Oscuro más accesible que la puerta del norte.

Pero Gandalf se había opuesto terminantemente, no sólo a causa de los maleficios que pesaban sobre el valle, donde las mentes de los vivos enloquecían de horror, sino también por las noticias que había traído Faramir. Porque si el Portador del Anillo había en verdad intentado ese camino, era menester, por sobre todas las cosas, no atraer hacia allí la mirada del Ojo de Mordor. Y al día siguiente, cuando llegó el grueso del ejército, pusieron una guardia numerosa en la Encrucijada para contar con alguna defensa, en caso de que Mordor mandase fuerzas a través del Paso de Morgul, o enviara nuevas huestes desde el sur. Para esta guardia escogieron arqueros que conocían los caminos de Ithilien; permanecería oculta en los bosques y pendientes del cruce de caminos. Pero Gandalf y Aragorn cabalgaron con la vanguardia hasta la entrada del valle de Morgul y contemplaron la ciudad maldita.

Estaba a oscuras y sin vida: porque los orcos y las otras criaturas innobles que habitaran allí, habían perecido en la batalla, y los nazgûl estaban fuera. No obstante, el aire del valle era opresivo, cargado de temor y hostilidad. Destruyeron entonces el puente siniestro, incendiaron los campos malsanos, y se alejaron.

 

Al día siguiente, el tercero desde que partieran de Minas Tirith, el ejército emprendió la marcha hacia el norte. Por esa ruta, la distancia entre la Encrucijada y el Morannon era de unas cien millas [161 kilómetros], y lo que la suerte podía depararles antes de llegar tan lejos, nadie lo sabía. Avanzaban abiertamente pero con cautela, precedidos por batidores montados, mientras otros exploraban a pie los flancos del camino, y más los del lado oriental: porque allí se extendía un boscaje sombrío y una zona anfractuosa de barrancos y despeñaderos rocosos, y detrás se alzaban las laderas largas y empinadas de Ephel Dúath. El tiempo del mundo se mantenía apacible y hermoso, y el viento soplaba aún desde el oeste, pero nada podía disipar las tinieblas y las brumas que se acumulaban alrededor de las montañas de la Sombra; y por detrás de ellas brotaban intermitentemente grandes humaredas que se elevaban y quedaban suspendidas, flotando entre los vientos de las cumbres.

De tanto en tanto Gandalf hacía sonar las trompetas y los heraldos pregonaban: —¡Los señores de Gondor han llegado! ¡Que todos abandonen el territorio o se sometan! —Pero Imrahil dijo: —No digáis «los señores de Gondor». Decid «el rey Elessar». Porque es la verdad, aunque no haya ocupado el trono todavía; y dará más que pensar al enemigo, si así lo nombran los heraldos. —Y a partir de ese momento, tres veces al día proclamaban los heraldos la venida del rey Elessar. Mas nadie recogía el desafío.

No obstante, aunque en una paz aparente, todos los hombres marchaban oprimidos, desde el más encumbrado al más humilde, y a cada milla que avanzaban hacia el norte, más pesaban sobre ellos unos presentimientos funestos. Al final del segundo día de marcha desde la Encrucijada tuvieron por primera vez la oportunidad de una batalla: una poderosa hueste de orcos y hombres del este intentó hacer caer en una emboscada a las primeras compañías; el paraje era el mismo en que Faramir había acechado a los hombres de Harad, y el camino atravesaba una estribación de las montañas orientales y penetraba en una garganta estrecha. Pero los capitanes del oeste, oportunamente prevenidos por los batidores—un grupo de hombres avezados bajo la conducción de Mablung—los hicieron caer en su propia trampa: desplegando la caballería en un movimiento envolvente hacia el oeste, los sorprendieron por el flanco y por la retaguardia, destruyéndolos, u obligándolos a huir a las montañas.

Sin embargo, la victoria no fue suficiente para reconfortar a los capitanes. —No es más que una treta—dijo Aragorn—. Lo que se proponían, sospecho, no era causarnos grandes daños, no por ahora, sino darnos una falsa impresión de debilidad, e inducirnos a seguir adelante. Y esa noche volvieron los nazgûl, y a partir de entonces vigilaron cada uno de los movimientos del ejército. Volaban siempre a gran altura, invisibles a los ojos de todos excepto los de Legolas, pero una sombra más profunda, un oscurecimiento del sol los delataba. Y si bien no se abatían sobre sus enemigos, y se limitaban a acecharlos en silencio, sin un solo grito, un miedo invencible los dominaba a todos.

 

Así transcurría el tiempo y con él el viaje sin esperanzas. En el cuarto día de marcha desde la Encrucijada y el sexto desde Minas Tirith llegaron a los confines de las tierras fértiles y comenzaron a internarse en los páramos que precedían a las puertas del Morannon en el Paso de Cirith Gorgor; y divisaron los pantanos, y el desierto que se extendía al norte y al oeste hasta los Emyn Muil. Era tal la desolación de aquellos parajes, tan profundo el horror, que una parte del ejército se detuvo amilanada, incapaz de continuar avanzando hacia el norte, ni a pie ni a caballo.

Aragorn los miró, no con cólera sino con piedad: porque todos eran hombres jóvenes de Rohan, del lejano Folde Oeste, o labriegos venidos desde Lossarnach, para quienes Mordor había sido desde la infancia un nombre maléfico, y a la vez irreal, una leyenda que no tenía relación con la sencilla vida campesina; y ahora se veían a sí mismos como imágenes de una pesadilla hecha realidad, y no comprendían esta guerra ni por qué el destino los había puesto en semejante trance.

—¡Volved!—les dijo Aragorn—. Pero tened al menos un mínimo de dignidad, y no huyáis. Y hay una misión que podríais cumplir para atenuar en parte vuestra vergüenza. Id por el sudoeste hasta Cair Andros, y si aún está en manos del enemigo, como lo sospecho, reconquistadla, si podéis, y resistid allí hasta el final, en defensa de Gondor y de Rohan.

Abochornados por la indulgencia de Aragorn, algunos lograron sobreponerse al miedo y seguir adelante; los demás partieron, alentados por la perspectiva de una empresa honrosa y a la medida de sus fuerzas; y así, con menos de seis mil hombres, pues ya habían dejado muchos en la Encrucijada, los capitanes del oeste marcharon al fin a desafiar la Puerta Negra y el poder de Mordor.

 

Ahora avanzaban lentamente, esperando a cada momento una respuesta, y en filas más compactas, comprendiendo que enviar batidores o pequeños grupos de avanzada era un despilfarro de hombres. Al anochecer del quinto día de viaje desde el valle de Morgul, prepararon el último campamento, y encendieron hogueras alrededor con las pocas ramas y malezas secas que pudieron encontrar. Pasaron en vela las horas de la noche, y alcanzaron a ver unas formas indistintas que iban y venían en la oscuridad, y escucharon los aullidos de los lobos. El viento había muerto y el aire de la noche parecía estancado. Apenas veían, pues aunque no había nubes, y la luna creciente era de cuatro noches, humos y emanaciones brotaban de la tierra, y las nieblas de Mordor amortajaban el creciente blanco.

Empezaba a hacer frío. Al amanecer, el viento se levantó otra vez, ahora desde el norte, y no tardó en convertirse en un hálito helado. Todos los merodeadores nocturnos habían desaparecido, y el paraje parecía desierto. Al norte, entre los pozos mefíticos, se alzaban los primeros promontorios y colinas de escoria y roca carcomida y tierra dilapidada, el vómito de las criaturas inmundas de Mordor; pero ya cerca en el sur asomaba el baluarte de Cirith Gorgor, y en el centro mismo la Puerta Negra, flanqueada por las dos Torres de los Dientes, altas y oscuras. Porque en la última etapa los capitanes, para evitar posibles emboscadas en las colinas, se habían desviado del viejo camino en el punto en que se curvaba hacia el este, y ahora, como lo hiciera antes Frodo, se acercaban al Morannon desde el noroeste.

 

Los poderosos batientes de hierro de la Puerta Negra estaban herméticamente cerrados bajo la arcada hostil. En las murallas almenadas no había señales de vida. El silencio era sepulcral, pero expectante. Habían llegado por fin a la meta última de una aventura descabellada, y ahora, a la luz gris del alba contemplaban descorazonados y tiritando de frío aquellas torres y murallas que jamás podrían atacar con esperanzas, ni aunque hubiesen traído consigo máquinas de guerra de mucho poder, y las fuerzas del enemigo apenas alcanzasen a defender la puerta y la muralla. Sabían que en todas las colinas y peñascos de alrededor había enemigos ocultos, y que del otro lado, en los túneles y cavernas excavados bajo el desfiladero sombrío, pululaban unas criaturas siniestras. De improviso, vieron a los nazgûl, revoloteando como una bandada de buitres por encima de las Torres de los Dientes; y supieron que estaban al acecho. Pero el enemigo no se mostraba aún.

No les quedaba otro remedio que representar la comedia hasta el final. Aragorn ordenó el ejército del mejor modo posible, en dos grandes colinas de piedra y tierra que los orcos habían amontonado en años y años de labor. Ante ellos y hacia Mordor, se abrían como un foso un gran cenagal infecto y unos pantanos pestilentes. Cuando todo estuvo en orden, los capitanes cabalgaron hacia la Puerta Negra con una fuerte guardia de caballería, llevando el estandarte, y acompañados por los heraldos y los trompetas. A la cabeza iban Gandalf de primer heraldo, y Aragorn con los hijos de Elrond, y Éomer de Rohan, e Imrahil; y Legolas y Gimli y Peregrin fueron invitados a seguirlos, pues deseaban que todos los pueblos enemigos de Mordor contaran con un testigo.

Cuando estuvieron al alcance de la voz, desplegaron el estandarte y soplaron las trompetas; y los heraldos se adelantaron y elevaron sus voces por encima del muro almenado de Mordor.

—¡Salid!—gritaron—. ¡Que salga el señor de la Tierra Tenebrosa! Se le hará justicia. Porque ha declarado contra Gondor una guerra injusta, y ha devastado sus territorios. El rey de Gondor le exige que repare los daños, y que se marche para siempre. ¡Salid!

Siguió un largo silencio; ni un grito, ni un rumor llegó como respuesta desde la puerta y los muros. Pero ya Sauron había trazado sus planes: antes de asestar el golpe mortal, se proponía jugar cruelmente con aquellos ratones. De pronto, en el momento en que los capitanes ya estaban a punto de retirarse, el silencio se quebró. Se oyó un prolongado redoble de tambores, como un trueno en las montañas, seguido de una algarabía de cuernos que estremeció las piedras y ensordeció a los hombres; y el batiente central de la Puerta Negra rechinó con estrépito y se abrió de golpe dando paso a una embajada de la Torre Oscura.

La encabezaba una figura alta y maléfica, montada en un caballo negro, si aquella criatura enorme y horrenda era en verdad un caballo; la máscara de terror de la cara más parecía una calavera que una cabeza con vida; y echaba fuego por las cuencas de los ojos y por los ollares. Un manto negro cubría por completo al jinete, y negro era también el yelmo de cimera alta; no se trataba, sin embargo, de uno de los espectros del Anillo; era un hombre y estaba vivo. Era el lugarteniente de la torre de Barad-dûr, y ninguna historia recuerda su nombre, porque hasta él lo había olvidado, y decía: «Yo soy la Boca de Sauron.» Pero se murmuraba que era un renegado, descendiente de los númenóreanos negros, que se habían establecido en la Tierra Media durante la supremacía de Sauron. Veneraban a Sauron, pues estaban enamorados de las ciencias del mal. Habían entrado al servicio de la Torre Oscura en tiempos de la primera reconstrucción, y con astucia se había elevado en los favores del señor; y aprendió los secretos de la hechicería, y conocía muchos de los pensamientos de Sauron; y era más cruel que el más cruel de los orcos.

Este era pues el personaje que ahora avanzaba hacia ellos, con una pequeña compañía de soldados de armadura negra, y enarbolando un único estandarte negro, pero con el Ojo Maléfico pintado en rojo. Deteniéndose a pocos pasos de los capitanes del oeste, los miró de arriba abajo y se echó a reír.

—¿Hay en esta pandilla alguien con autoridad para tratar conmigo?—preguntó—. ¿O en verdad con seso suficiente como para comprenderme? ¡No tú, por cierto!—se burló, volviéndose a Aragorn con una mueca de desdén—. Para hacer un rey, no basta con un trozo de vidrio élfico y una chusma semejante. ¡Si hasta un bandolero de las montañas puede reunir un séquito como el tuyo!

Aragorn no respondió, pero clavó en el otro la mirada, y la sostuvo, y así lucharon un momento, ojo contra ojo; pero pronto, sin que Aragorn se hubiera movido, ni llevara la mano a la espada, el otro retrocedió acobardado, como bajo la amenaza de un golpe. —¡Soy un heraldo y un embajador, y nadie puede atacarme!—gritó.

—Donde mandan esas leyes—dijo Gandalf—, también es costumbre que los embajadores sean menos insolentes. Nadie te ha amenazado. Nada tienes que temer de nosotros, hasta que hayas cumplido tu misión. Pero si tu amo no ha aprendido nada nuevo, correrás entonces un gran peligro, tú y todos los otros servidores.

El lugarteniente de la Torre Oscura por John Howe

 

—¡Ah!—dijo el emisario—. De modo que tú eres el portavoz, ¿viejo barbagrís? ¿No hemos oído hablar de ti de tanto en tanto, y de tus andanzas, siempre tramando intrigas y maldades a una distancia segura? Pero esta vez has metido demasiado la nariz, maese Gandalf; y ya verás qué le espera a quien echa unas redes insensatas a los pies de Sauron el Grande. Traigo conmigo testimonios que me han encomendado mostrarte, a ti en particular, si te atrevías a venir aquí. —Hizo una señal, y un guardia se adelantó llevando un paquete envuelto en lienzos negros.

El emisario apartó los lienzos, y allí, ante el asombro y la consternación de todos los capitanes, levantó primero la espada corta de Sam, luego una capa gris con un broche élfico, y por último la cota de malla de mithril que Frodo vestía bajo las ropas andrajosas. Una negrura repentina cegó a todos, y en un momento de silencio pensaron que el mundo se había detenido; pero tenían los corazones muertos y habían perdido la última esperanza. Pippin, que estaba detrás del príncipe Imrahil, se precipitó hacia adelante ahogando un grito de dolor.

—¡Silencio!—le dijo Gandalf con severidad, mientras lo empujaba hacia atrás; pero el emisario estalló en una carcajada.

—¡Así que tenéis con vosotros a otro de esos duendes!—gritó—. Qué utilidad les encontráis, no lo sé. Pero enviarlos a Mordor como espías, sobrepasa vuestra inveterada imbecilidad. Sin embargo, tengo que darle las gracias, pues es evidente que ese alfeñique ha reconocido los objetos, y ahora sería inútil que pretendierais desmentirlo.

—No pretendo desmentirlo—dijo Gandalf—. Y en verdad, yo mismo los conozco, así como la historia de cada uno de ellos, y tú, inmundo Boca de Sauron, a pesar de tus sarcasmos, no puedes decir otro tanto. Mas ¿por qué los has traído?

—Cota de malla de enano, capa élfica, hoja forjada en el derrotado oeste, y espía de ese territorio de ratas, La Comarca... ¡No, calma! Bien lo sabemos... estas son las pruebas de una conspiración. Y bien, tal vez quien llevaba estas prendas es alguien que no lamentaríais perder, o tal vez sí, acaso alguien muy querido. Si es así, decididlo de prisa, con el poco seso que aún os queda. Porque Sauron no simpatiza con los espías, y el destino de éste depende ahora de vosotros.

Nadie le respondió; pero viendo las caras grises de miedo y el horror en todos los ojos, volvió a reír, pues le pareció que estaba ganando la partida. —¡Magnífico, magnífico!—exclamó—. Veo que era alguien muy querido. ¿O acaso la misión que llevaba era tal que no querríais que fracasara? Pues bien, ha fracasado. Y ahora tendrá que soportar el lento tormento de los años, tan largo y tan lento como sólo pueden conseguirlo nuestros artificios en la Gran Torre; ya nunca más será liberado, salvo tal vez cuando esté quebrado y consumido, y entonces irá a vosotros, y veréis lo que le habéis hecho. Todo esto le ocurrirá ciertamente... a menos que aceptéis las condiciones de mi señor.

—Di esas condiciones—dijo Gandalf con voz firme, pero quienes lo rodeaban vieron angustia en el semblante del mago; y ahora parecía un anciano decrépito, aplastado y derrotado al fin. Nadie pensó que no las aceptaría.

—He aquí las condiciones—sonrió el emisario, mientras observaba uno a uno a los capitanes—La chusma de Gondor y sus engañados secuaces se retirarán en seguida a la otra orilla del Anduin, pero ante todo jurarán no atacar nunca más a Sauron el Grande con las armas, abierta o secretamente. Todos los territorios al este del Anduin pertenecerán a Sauron para siempre y sólo a él. Las tierras que se extienden al oeste del Anduin hasta las montañas Nubladas y el Paso de Rohan serán tributarias de Mordor, y a sus habitantes les estará prohibido llevar armas, pero se les permitirá manejar sus propios asuntos. No obstante, tendrán la obligación de ayudar a reconstruir Isengard, que ellos destruyeron para nada, y la ciudad pertenecerá a Sauron, y allí residirá el lugarteniente de Sauron: no Saruman sino otro, más digno de confianza.

Mirando los ojos del emisario, era fácil leerle el pensamiento. Él sería el lugarteniente de Sauron, y él mandaría en todo cuanto quedara del oeste: él sería el tirano y ellos los esclavos.

Pero Gandalf dijo: —Es demasiado pedir por la devolución de un servidor: que tu amo reciba en canje lo que de otro modo tendría que conquistar a lo largo de muchas guerras. ¿O acaso luego de la batalla de Gondor ya no confía en la guerra, y ahora se rebaja a negociar? Y si en verdad tanto valoráramos a este prisionero ¿qué seguridad tenemos de que Sauron, Vil Maestro de Traiciones, cumplirá su palabra? ¿Dónde está el prisionero? Que lo traigan y lo muestren, y entonces estudiaremos vuestras condiciones.

A Gandalf, que lo miraba con fijeza, como en duelo con un enemigo mortal, le pareció que por un instante el emisario no supo qué decir, aunque en seguida rio de nuevo.

—¡No le hables a la Boca de Sauron con insolencia!—gritó—. ¡Pides seguridades! Sauron no las da. Si pretendes clemencia, antes haréis lo que él exige. Estas son sus condiciones. ¡Aceptadlas o rechazadlas!

—¡Estas aceptaremos!—dijo Gandalf de pronto. Se abrió la capa, y una luz blanca centelleó como una espada en la oscuridad. Ante la mano levantada de Gandalf el emisario retrocedió y Gandalf dio un paso adelante y le arrancó los objetos de las manos: la cota de malla, la capa y la espada—. Los llevaremos en recuerdo de nuestro amigo—gritó—. Y en cuanto a tus condiciones, las rechazamos de plano. Vete ya, pues tu misión ha concluido y la hora de tu muerte se aproxima. No hemos venido aquí a derrochar palabras con Sauron, desleal y maldito, y menos aún con uno de sus esclavos. ¡Vete!

El emisario de Mordor ya no se reía. Con la cara crispada por la estupefacción y la furia, parecía un animal salvaje que en el momento en que se agazapa para saltar sobre la presa, recibe un garrotazo en el hocico. Loco de rabia, echó baba por la boca, mientras unos sonidos de furia se le estrangulaban en la garganta. Pero miró los rostros feroces y las miradas mortíferas de los capitanes, y el miedo fue más fuerte que la ira. Dando un alarido, se volvió, trepó de un salto a su cabalgadura, y partió en desenfrenado galope hacia Cirith Gorgor. Entonces, mientras se alejaban, los soldados de Mordor soplaron los cuernos, respondiendo a una señal convenida; y no habían llegado aún a la puerta cuando Sauron soltó la trampa que había preparado.

 

Los tambores redoblaron, y las hogueras se encendieron. Los poderosos batientes de la Puerta Negra se abrieron de par en par, y una gran hueste se precipitó como las aguas turbulentas de un dique cuando levantan una compuerta.

Los capitanes del oeste volvieron a montar y se retiraron al galope, y un aullido de burlas brotó del ejército de Mordor. Una nube de polvo oscureció el aire, y desde las cercanías vino marchando un ejército de hombres del este que había estado esperando la señal oculto entre las sombras del Ered Lithui, junto a la torre más distante. De las colinas que flanqueaban el Morannon se precipitó un torrente de orcos. Los hombres del oeste estaban atrapados, y pronto en aquellos montes grises unas fuerzas diez y más veces superiores los envolverían en un mar de enemigos. Sauron había mordido la carnada con mandíbulas de acero.

Poco tiempo le quedaba a Aragorn para preparar la batalla. En una misma colina estaban él y Gandalf, y allí enarbolaron el estandarte, hermoso y desesperado del árbol y las estrellas. En la colina opuesta flameaban los estandartes de Rohan y de Dol Amroth, caballo blanco y cisne de plata. Un círculo de lanzas y espadas defendía las dos colinas. Pero al frente, en dirección a Mordor, allí donde esperaban la primera embestida violenta, estaban los hijos de Elrond a la izquierda, rodeados por los dúnedain, y a la derecha el príncipe Imrahil con los apuestos caballeros de Dol Amroth, y algunos hombres escogidos de la Torre de la Guardia.

Soplaba el viento, cantaban las trompetas, y las flechas gemían; y el sol que ahora subía hacia el sur estaba empañado por los vapores infectos de Mordor; brillaba remoto, tétrico y bermejo, como a la hora postrera de la tarde, o a la hora postrera de la luz del mundo. Y a través de la bruma cada vez más espesa llegaron con sus voces frías los nazgûl, gritando palabras de muerte. Y entonces la última esperanza se desvaneció.

 

Cuando oyó a Gandalf rechazar las condiciones del emisario, condenando a Frodo al tormento de la Torre, Pippin se dobló hacia delante, aplastado por el horror; pero había logrado sobreponerse y ahora estaba de pie junto a Beregond en la primera fila de Gondor, con los hombres de Imrahil. Pues pensaba que lo mejor sería morir cuanto antes y abandonar aquella amarga historia, ya que la ruina era total.

—Ojalá estuviera Merry aquí—se oyó decir, y se le cruzaron unos pensamientos rápidos, aún mientras miraba al enemigo que se precipitaba al ataque—. Bien, ahora al menos comprendo un poco mejor al pobre Denethor. Si hemos de morir ¿por qué no morir juntos, Merry y yo? Sí, pero él no está aquí, y ojalá tenga entonces un fin más apacible. Pero ahora he de hacer lo que pueda.

Desenvainó la espada y miró las formas entrelazadas de rojo y oro, y los caracteres fluidos de la escritura númenóreana centellearon en la hoja como un fuego. «Fue forjada de propósito para un momento como éste», pensó. «Si pudiera herir con ella a ese emisario inmundo, al menos quedaríamos iguales, el viejo Merry y yo. Bueno, destruiré a unos cuantos de esa ralea maldita, antes del fin. ¡Ojalá pueda ver por última vez la luz límpida del sol y la hierba verde!»

La Batalla en la Puerta Negra por Ted Nasmith

 

Y mientras pensaba esto, cayó sobre ellos el primer ataque. Impedidos por los pantanos que se extendían al pie de las colinas, los orcos se detuvieron y dispararon una lluvia de flechas sobre los defensores. Pero entre los orcos, a grandes trancos, rugiendo como bestias, llegó entonces una gran compañía de troles de las montañas de Gorgoroth. Más altos y más corpulentos que los hombres, no llevaban otra vestimenta que una malla ceñida de escamas córneas, o quizás esto fuera la repulsiva piel natural de las criaturas; blandían escudos enormes, redondos y negros, y las manos nudosas empuñaban martillos pesados. Saltaron a los pantanos sin arredrarse y los vadearon, aullando y mugiendo mientras se acercaban. Como una tempestad se abalanzaron sobre los hombres de Gondor, golpeando cabezas y yelmos, brazos y escudos, como herreros que martillaran un hierro doblado al rojo. Junto a Pippin, Beregond los miraba aturdido y estupefacto, y cayó bajo los golpes; y el gran jefe de los troles que lo había derribado se inclinó sobre él, extendiendo una garra ávida; pues esas criaturas horrendas tenían la costumbre de morder en el cuello a los vencidos.

Entonces Pippin lanzó una estocada hacia arriba, y la hoja de Oesternesse atravesó la membrana coriácea y penetró en los órganos; y la sangre negra manó a borbotones. El trol se tambaleó, y se desplomó como una roca despeñada, sepultando a los que estaban abajo. Una negrura y un hedor y un dolor opresivo asaltaron a Pippin, y la mente se le hundió en las tinieblas.

«Bueno, esto termina como yo esperaba», oyó que decía el pensamiento ya a punto de extinguirse; y hasta le pareció que se reía un poco antes de hundirse en la nada, como si le alegrase liberarse por fin de tantas dudas y preocupaciones y miedos. Y aún mientras se alejaba volando hacia el olvido, oyó voces, gritos, que parecían venir de un mundo olvidado y remoto.

—¡Llegan las águilas! ¡Llegan las águilas!

El pensamiento de Pippin flotó un instante todavía. «¡Bilbo!—dijo—. ¡Pero no! Eso ocurría en la historia de él, hace mucho, mucho tiempo.[25] Esta es mi historia, y ya se acaba. ¡Adiós!» —Y el pensamiento del hobbit huyó a lo lejos, y sus ojos ya no vieron más.

 


LIX.EL MONTE DEL DESTINO

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO III

Sam se quitó la andrajosa capa de orco y la deslizó debajo de la cabeza de su amo; luego abrigó su cuerpo y el de Frodo con el manto gris de Lórien; y mientras lo hacía recordó de nuevo aquella tierra maravillosa y a la hermosa gente, confiando contra toda esperanza que el paño tejido por las manos élficas tendría la virtud de esconderlos en ese páramo aterrador. Los gritos y rumores de la refriega se fueron alejando a medida que las tropas se internaban en la Garganta de Hierro. Al parecer, en medio de la confusión y el tumulto la desaparición de los hobbits había pasado inadvertida, al menos por el momento.

Sam tomó un sorbo de agua, pero consiguió que Frodo también bebiera, y no bien lo vio algo recobrado le dio una oblea entera del precioso pan del camino y lo obligó a comerla. Entonces, demasiado rendidos hasta para sentir miedo, se echaron a descansar. Durmieron durante un rato, pero con un sueño intranquilo y entrecortado; el sudor se les helaba contra la piel, y las piedras duras les mordían la carne; y tiritaban de frío. Desde la Puerta Negra en el norte y a través de Cirith Ungol corría susurrando a ras del suelo un soplo cortante y glacial.

Con la mañana volvió la luz gris; pues en las regiones altas soplaba aún el viento del oeste, pero abajo, sobre las piedras y en los recintos de la Tierra Tenebrosa, el aire parecía muerto, helado, y a la vez sofocante. Sam se asomó a mirar. Todo alrededor el paisaje era chato, pardo y tétrico. En los caminos próximos nada se movía; pero Sam temía los ojos avizores del muro de la Garganta de Hierro, a apenas unas doscientas yardas [183 metros] de distancia hacia el norte. Al sudeste, lejana como una sombra oscura y vertical, se erguía la montaña. Y de ella brotaban humaredas espesas, y aunque las que trepaban a las capas superiores del aire se alejaban a la deriva rumbo al este, alrededor de los flancos rodaban unos nubarrones que se extendían por toda la región. Algunas millas más al noreste se elevaban como fantasmas grises y sombríos los contrafuertes de los montes de Ceniza, y por detrás de ellos, como nubes lejanas apenas más oscuras que el cielo sombrío, asomaban envueltas en brumas las cumbres septentrionales. Sam trató de medir las distancias y de decidir qué camino les convendría tomar. —Yo diría que hay por lo menos unas cincuenta millas [80 kilómetros]—murmuró, preocupado, mientras contemplaba la montaña amenazadora—, y si es un trecho que en condiciones normales se recorre en un día, a nosotros, en el estado en que se encuentra el señor Frodo, nos llevará una semana. —Movió la cabeza, y mientras reflexionaba, un nuevo pensamiento sombrío creció poco a poco en él. La esperanza nunca se había extinguido por completo en el corazón animoso y optimista de Sam, y hasta entonces siempre había confiado en el retorno. Pero ahora, de pronto, veía a todas luces la amarga verdad: en el mejor de los casos las provisiones podrían alcanzar hasta el final del viaje, pero una vez cumplida la misión, no habría nada más: se encontrarían solos, sin un hogar, sin alimentos en medio de un pavoroso desierto. No había ninguna esperanza de retorno.

«¿Así que era esta la tarea que yo me sentía llamado a cumplir, cuando partimos?, pensó Sam. ¿Ayudar al señor Frodo hasta el final, y morir con él? Y bien, si esta es la tarea, tendré que llevarla a cabo. Pero desearía con toda el alma volver a ver Delagua, y a Rosita Coto y sus hermanos, y al Tío, y a Maravilla y a todos. Me cuesta creer que Gandalf le encomendara al señor Frodo esta misión, si se trataba de un viaje sin esperanza de retorno. Fue en Moria donde las cosas empezaron a andar atravesadas, cuando Gandalf cayó al abismo. ¡Qué mala suerte! Él habría hecho algo.»

Pero la esperanza que moría, o parecía morir en el corazón de Sam, se transformó de pronto en una fuerza nueva. El rostro franco del hobbit se puso serio, casi adusto; la voluntad se le fortaleció de súbito, un estremecimiento lo recorrió de arriba abajo, y se sintió como transmutado en una criatura de piedra y acero, inmune a la desesperación y la fatiga, a quien ni las incontables millas del desierto podían amilanar.

Sintiéndose de algún modo más responsable, volvió los ojos al mundo, y pensó en la próxima etapa. Y cuando la claridad aumentó, notó con sorpresa que lo que a la distancia le habían parecido bajíos desnudos e informes era en realidad una llanura anfractuosa y resquebrajada. La altiplanicie de Gorgoroth estaba surcada en toda su extensión por grandes cavidades, como si en los tiempos en que era aún un desierto de lodo hubiera sido azotada por una lluvia de rayos y peñascos. Los bordes de los fosos más grandes eran de roca triturada y de ellos partían largas fisuras en todas direcciones. Un terreno de esa naturaleza se habría prestado para que alguien fuerte y que no tuviese prisa alguna pudiera arrastrarse de un escondite a otro sin ser visto, excepto por ojos especialmente avizores. Para los hambrientos y cansados, y que todavía tenían por delante un largo camino antes de morir, era de un aspecto siniestro.

Reflexionando en todas estas cosas, Sam volvió junto a su amo. No tuvo necesidad de despertarlo. Frodo estaba acostado boca arriba con los ojos abiertos y observaba el cielo nuboso. —Bueno, señor Frodo—dijo Sam—, fui a echar un vistazo y estuve pensando un poquito. No se ve un alma en los caminos, y convendría que nos alejáramos de aquí cuanto antes. ¿Le parece que podrá?

—Podré—dijo Frodo—. Tengo que poder.

 

Una vez más emprendieron la marcha, arrastrándose de hueco en hueco, escondiéndose detrás de cada reparo, pero avanzando siempre en una línea sesgada hacia los contrafuertes de la cadena septentrional. Al principio, el camino que corría más al este iba en la misma dirección, pero luego se desvió y bordeando las faldas de las montañas se perdió a lo lejos en un muro de sombra negra. En las extensiones chatas y grises no se veían señales de vida, ni de hombres ni de orcos, pues el Señor Oscuro casi había puesto fin a los movimientos de tropas, y hasta en la fortaleza donde reinaba, buscaba el amparo de la noche, temeroso de los vientos del mundo que se habían vuelto contra él quitándole los velos, desazonado por la noticia de que espías temerarios habían logrado atravesar las defensas.

Al cabo de unas pocas millas agotadoras, los hobbits se detuvieron. Frodo parecía casi exhausto. Sam comprendió que de esa manera, a la rastra, o doblado en dos, o trastabillando en precipitada carrera, o internándose con lentitud en un camino desconocido, no podrían llegar mucho más lejos.

—Yo volveré al camino mientras haya luz, señor Frodo—dijo—. ¡Probemos de nuevo la suerte! Casi nos falló la última vez, pero no del todo. Una caminata de algunas millas a buen paso, y luego un descanso.

Se arriesgaba a un peligro mucho mayor de lo que imaginaba, pero Frodo, demasiado ocupado con el peso del fardo y la lucha que se libraba dentro de él, no pensó en discutir; además, se sentía tan desesperanzado que casi no valía la pena preocuparse. Treparon al terraplén y continuaron avanzando penosamente por el camino duro y cruel que conducía a la Torre Oscura. Pero la suerte los acompañó, y durante el resto de aquel día no se toparon con ningún ser viviente ni observaron movimiento alguno; y cuando cayó la noche desaparecieron de la vista, engullidos por las tinieblas de Mordor. Todo el país parecía recogido, como en espera de una tempestad: pues los capitanes del oeste habían pasado la Encrucijada e incendiado los campos ponzoñosos de Imlad Morgul.

Así prosiguió el viaje sin esperanzas, mientras el Anillo se encaminaba al sur y los estandartes de los reyes cabalgaban rumbo al norte. Para los hobbits, cada jornada de marcha, cada milla era más ardua que la anterior, a medida que las fuerzas los abandonaban y se internaban en regiones más siniestras. Durante el día no encontraban enemigos. A veces, por la noche, mientras dormitaban acurrucados e inquietos en algún escondite a la vera del camino, oían clamores y el rumor de numerosos pies o el galope rápido de algún caballo espoleado con crueldad. Pero mucho peor que todos aquellos peligros era la amenaza cada vez más inminente que se cernía sobre ellos: la terrible amenaza del poder que aguardaba, abismado en profundas cavilaciones y en una malicia insomne detrás del velo oscuro que ocultaba el trono. Se acercaba, se acercaba cada vez más, negro y espectral, alzándose como un muro de tinieblas en el confín último del mundo.

Llegó por fin una noche, una noche terrible; y mientras los capitanes del oeste se acercaban a los lindes de las tierras vivas, los dos viajeros llegaron a una hora de desesperación ciega. Hacía cuatro días que habían escapado de las filas de los orcos, pero el tiempo los perseguía como un sueño cada vez más oscuro. Durante todo aquel día Frodo no había hablado ni una sola vez, y caminaba encorvado, tropezando a cada rato, como si ya no distinguiera el camino. Sam adivinaba que de todas las penurias que compartían, a Frodo le tocaba la peor: soportar el peso siempre creciente del Anillo, una carga para el cuerpo y un tormento para la mente. Y veía con desesperación que la mano de Frodo se alzaba de tanto en tanto como para esquivar un golpe, o para proteger los ojos contraídos de la mirada inquisitiva de un ojo abominable. Y que la mano derecha subía de vez en cuando al pecho para aferrarse a algo; y que luego como dominándose, lo soltaba lentamente.

La noche retornaba, y Frodo se sentó con la cabeza entre las rodillas; los brazos colgantes tocaban el suelo y las manos le temblaban ligeramente. Sam no dejó de observarlo hasta que la oscuridad los envolvió, y no pudieron verse. Entonces, no encontrando más que decir, se volvió a sus propios y sombríos pensamientos. Pero a él, aunque exhausto y bajo una sombra de temor, aún le quedaban fuerzas. En verdad, las lembas tenían una virtud sin la cual hacía tiempo se habrían acostado a morir. Pero no saciaban el hambre, y por momentos Sam soñaba despierto con comida, y suspiraba por el pan y las viandas sencillas de La Comarca. Y sin embargo este pan del camino de los elfos tenía una potencia que se acrecentaba a medida que los viajeros dependían sólo de él para sobrevivir, y lo comían sin mezclarlo con otros alimentos. Nutría la voluntad, y daba fuerza y resistencia, permitiendo dominar los músculos y los miembros más allá de toda medida humana. Ahora, sin embargo, era menester tomar una determinación. Por aquel camino ya no podían continuar, pues llevaba al este, hacia la gran sombra, mientras que la montaña se erguía ahora a la derecha, casi en línea recta al sur, y hacia allí tenían que ir. Pero ante ella se extendía una vasta región de tierra humeante, yerma, cubierta de cenizas.

—¡Agua, agua!—murmuró Sam. Había evitado beber y ahora tenía la boca reseca y la lengua pastosa e hinchada; aun así les quedaba bien poca, tal vez una media botella, y para quién sabe cuántos días de marcha. Y se les habría agotado hacía tiempo, si no se hubieran atrevido a tomar por el camino de los orcos. Porque a lo largo del camino, a grandes intervalos, habían construido cisternas para las tropas que enviaban con urgencia a las regiones sin agua. En una de aquellas cisternas Sam había encontrado un fondo de agua, enlodada por los orcos, pero suficiente en este caso desesperado. Sin embargo, de eso hacía ya un día entero. Y no tenía esperanzas de encontrar más.

Al fin, abrumado por las preocupaciones, Sam se adormeció; quizá la mañana, cuando llegase, traería algo nuevo; por el momento no podía hacer más. Los sueños se le confundían con la vigilia en un duermevela desasosegado. Veía luces semejantes a ojos voraces y malévolos, y formas oscuras y rastreras, y oía ruidos como de bestias salvajes o los gritos escalofriantes de criaturas torturadas; y cuando se despertaba sobresaltado, se encontraba en un mundo oscuro, perdido en un vacío de tinieblas. Una vez, al incorporarse y mirar en torno con ojos despavoridos creyó ver unas luces pálidas que parecían ojos, pero que al instante parpadearon y se desvanecieron.

 

Lenta, como con desgana, transcurrió aquella noche espantosa. La mañana que siguió fue lívida y apagada: pues allí, ya cerca de la montaña, el aire era eternamente lóbrego, y los velos de la sombra que Sauron tejía alrededor salían arrastrándose desde la Torre Oscura. Tendido de espaldas en el suelo, Frodo continuaba inmóvil, y Sam de pie junto a él, no se decidía a hablar, aunque sabía que era él ahora quien tenía la palabra: era menester que convenciera a Frodo de la necesidad de un nuevo esfuerzo. Por fin se agachó, y acariciando la frente de Frodo, le habló al oído.

—¡Despiértese, mi amo!—dijo—. Es hora de volver a partir.

Como arrancado del sueño por el sonido repentino de una campanilla, Frodo se levantó rápidamente y miró en lontananza, hacia el sur; pero cuando sus ojos tropezaron con la montaña y el desierto, volvió a desanimarse.

—No puedo, Sam—dijo—. Es tan pesado, tan pesado.

Sam sabía aún antes de hablar que sus palabras serían inútiles, y que hasta podían causar más mal que bien, pero movido por la compasión no pudo contenerse. —Entonces, deje usted que lo lleve yo un rato, mi amo—dijo—. Usted sabe que lo haría de buen grado, mientras me queden fuerzas.

Un resplandor feroz apareció en los ojos de Frodo. —¡Atrás! ¡No me toques!—gritó—. Es mío, te he dicho. ¡Vete!—La mano buscó a tientas la empuñadura de la espada. Pero al instante habló con otra voz. —No, no, Sam—dijo con tristeza—. Pero tienes que entenderlo. Es mi fardo, y sólo a mí me toca soportarlo. Ya es demasiado tarde, Sam querido. Ya no puedes volver a ayudarme de esa forma. Ahora me tiene casi en su poder. No podría confiártelo, y si tú intentaras arrebatármelo, me volvería loco.

Sam asintió. —Comprendo—dijo—. Pero he estado reflexionando, señor Frodo, y creo que hay otras cosas de las que podríamos prescindir. ¿Por qué no aligerar un poco la carga? Ahora tenemos que ir derecho hacia allá. —Señaló la montaña. —Es inútil cargar con cosas que quizá no necesitemos.

Frodo miró de nuevo la montaña. —No—dijo—, en ese camino no necesitaremos muchas cosas. Y cuando lleguemos al final, no necesitaremos nada.

Recogió el escudo orco y lo arrojó a lo lejos, y con el yelmo hizo lo mismo. Luego, abriéndose el manto élfico, desabrochó el pesado cinturón y lo dejó caer, y junto con él la espada y la vaina. Rasgó los jirones de la capa negra y los desparramó por el suelo.

—Listo, ya no seré más un orco—gritó—, ni llevaré arma alguna, hermosa o aborrecible. ¡Que me capturen, si quieren!

Sam lo imitó, dejando a un lado los atavíos orcos; luego vació la mochila. De algún modo, les había tomado apego a todas las cosas que llevaba, acaso por la simple razón de que lo habían acompañado en un viaje tan largo y penoso. De lo que más le costó desprenderse fue de los enseres de cocina. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Se acuerda de aquella presa de conejo, señor Frodo?—dijo—. ¿Y de nuestro refugio abrigado en el país del capitán Faramir, el día que vi el olifante?

—No, Sam, temo que no—dijo Frodo—. Sé que esas cosas ocurrieron, pero no puedo verlas. Ya no me queda nada, Sam: ni el sabor de la comida, ni la frescura del agua, ni el susurro del viento, ni el recuerdo de los árboles, la hierba y las flores, ni la imagen de la luna y las estrellas. Estoy desnudo en la oscuridad, Sam, y entre mis ojos y la rueda de fuego no queda ningún velo. Hasta con los ojos abiertos empiezo a verlo ahora, mientras todo lo demás se desvanece.

Sam se acercó y le besó la mano. —Entonces, cuanto antes nos libremos de él, más pronto descansaremos—dijo con la voz entrecortada, no encontrando palabras mejores—. Con hablar no remediamos nada—murmuró para sus adentros, mientras recogía todos los objetos que habían decidido abandonar. No le entusiasmaba la idea de dejarlos allí, en medio de aquel páramo, expuestos a la vista de vaya a saber quién—. Por lo que oí decir, el hediondo se birló una cota de orco, y ahora sólo falta que complete sus avíos con una espada. Como si sus manos no fueran ya bastante peligrosas cuando están vacías. ¡Y no permitiré que ande toqueteando mis cacerolas! —Llevó entonces todos los utensilios a una de las muchas fisuras que surcaban el terreno y los echó allí. El ruido que hicieron las preciosas marmitas al caer en la oscuridad resonó en el corazón del hobbit como una campanada fúnebre.

Regresó, y cortó un trozo de la cuerda élfica para que Frodo se ciñera la capa gris alrededor del talle. Enrolló con cuidado lo que quedaba y lo volvió a guardar en la mochila. Aparte de la cuerda, sólo conservó los restos del pan del camino y la cantimplora; y también a Dardo, que aún le pendía del cinturón; y ocultos en un bolsillo de la túnica, junto a su pecho, el frasco de Galadriel y la cajita que le había regalado la dama.

 

Y ahora por fin emprendieron la marcha de cara a la montaña, ya sin pensar en ocultarse, empeñados, a pesar de la fatiga y la voluntad vacilante, en el esfuerzo único de seguir y seguir. En la penumbra de aquel día lóbrego, aún en aquella tierra siempre alerta, pocos hubieran sido capaces de descubrir la presencia de los hobbits, salvo a corta distancia. Entre todos los esclavos del Señor Oscuro, sólo los nazgûl hubieran podido ponerlo en guardia contra el peligro que se arrastraba, pequeño pero indomable, hacia el corazón mismo del bien resguardado territorio. Pero los nazgûl y sus alas negras estaban ausentes del reino, cumpliendo la misión que les había sido encomendada: la de acechar, muy lejos de allí, la marcha de los capitanes del oeste, y hacia ellos se volvía el pensamiento de la Torre Oscura.

Aquel día Sam creyó ver en su amo una nueva fuerza, más de lo que podía justificar el aligeramiento casi insignificante de la carga. Durante las primeras etapas progresaron más rápidamente de lo que Sam se había atrevido a esperar. Aunque el terreno era escabroso y hostil, avanzaron mucho, y la montaña se veía cada vez más próxima. Pero con el correr del día, cuando la escasa luz empezó a declinar, Frodo volvió a encorvarse, y a tropezar, como si el reiterado esfuerzo hubiese consumido todas las energías que le quedaban.

En el último alto se dejó caer y dijo:—Tengo sed, Sam. —Y no volvió a pronunciar palabra. Sam le hizo beber un largo sorbo de agua; ahora en la botella quedaba sólo otro trago. Sam no bebió, pero más tarde, cuando de nuevo cayó sobre ellos la noche de Mordor, el recuerdo del agua se le apareció una y otra vez; y cada arroyuelo, cada río, cada manantial que había visto en su vida, a la sombra verde de los sauces o centelleante al sol, danzaba y se rizaba en la oscuridad, atormentándolo. Sentía en los dedos de los pies la caricia refrescante del barro cuando chapoteaba en el lago de Delagua con Alegre Coto y Tom y Nipo, y con la hermana de ellos, Rosita. «Pero hace añares de esto», suspiró, «y tan lejos de aquí. El camino de regreso, si lo hay pasa por la montaña».

No podía dormir, y discutió consigo mismo. «Y bien, veamos, nos ha ido mejor de lo que esperabas», dijo con firmeza. «En todo caso, fue un buen comienzo. Me parece que hemos recorrido la mitad del camino, antes de detenernos. Un día más, y asunto terminado.» Hizo una pausa.

«No seas tonto, Sam Gamyi», se respondió con su propia voz. «Él no podrá continuar como hasta ahora un día más, y eso si puede moverse. Y tampoco tú podrás seguir así mucho tiempo, si le das a él toda el agua, y casi todo lo que queda para comer.»

«Todavía puedo seguir un largo trecho, y lo haré.»

«¿Hasta dónde?»

«Hasta la montaña, naturalmente.»

«¿Pero entonces, Sam Gamyi, entonces qué? Cuando llegues allí ¿qué vas a hacer? El solo no podrá conseguir nada.»

Sam comprendió desconsolado que para esa pregunta no tenía respuesta. Frodo nunca le había hablado mucho de la misión, y Sam sabía vagamente que de algún modo había que arrojar el Anillo al fuego. «Las Grietas del Destino», murmuró, mientras el viejo nombre le volvía a la memoria. «Pues bien, si el amo sabe cómo encontrarlas, yo no lo sé.»

«¡Ahí lo tienes!», llegó la respuesta. «Todo es completamente inútil. Él mismo lo dijo. Tú eres el tonto, tú que sigues afanándote, siempre con esperanzas. Hace días que podías haberte echado a dormir junto a él, si no estuvieras tan emperrado. De todos modos te espera la muerte, o algo peor aún. Tanto da que te acuestes ahora y te des por vencido. Nunca llegarás a la cima.»

«Llegaré, aunque deje todo menos los huesos por el camino. Y llevaré al señor Frodo a cuestas, aunque me rompa el lomo y el corazón. ¡Así que basta de discutir!»

En aquel momento Sam sintió temblar la tierra bajo sus pies y oyó o sintió un rumor prolongado, profundo y remoto, como de un trueno prisionero en las entrañas de la tierra. Una llama roja centelleó un instante por debajo de las nubes, y se extinguió. También la montaña dormía intranquila.

 

Llegó la última etapa del viaje al Orodruin, y fue un tormento mucho mayor que todo cuanto Sam se había creído capaz de soportar. Se sentía enfermo y tenía la garganta tan reseca que no podía tragar un solo bocado. La oscuridad no cambiaba, no sólo a causa de los humos de la montaña: una tormenta parecía a punto de estallar, y a lo lejos, en el sudeste, los relámpagos estriaban el cielo encapotado. Para colmo de males el aire estaba impregnado de vapores; respirar era doloroso y difícil, y aturdidos como estaban, tropezaban y caían con frecuencia. Aun así, no cedían, y proseguían la penosa marcha.

La montaña crecía y crecía, cada vez más cercana, tan cercana que cuando levantaban las pesadas cabezas, no veían otra cosa que una enorme mole de ceniza y escoria y roca calcinada, y en el centro un cono de flancos empinados que trepaba hasta las nubes. Antes que la luz crepuscular de todo aquel día se extinguiera para dar paso a una noche real, los hobbits habían llegado arrastrándose y tropezando a la base misma de la montaña.

Frodo jadeó y se dejó caer. Sam se sentó junto a él. Descubrió sorprendido que se sentía cansado pero ligero, y la cabeza parecía habérsele despejado. Ya no le turbaban la mente nuevas discusiones. Conocía todas las argucias de la desesperación, y no les prestaba oídos. Estaba decidido, y sólo la muerte podría detenerlo. Ya no sentía ni el deseo ni la necesidad de dormir, sino la de mantenerse alerta. Sabía que ahora todos los azares y peligros convergían hacia un punto: el día siguiente sería un día decisivo, el día del esfuerzo final o del desastre, el último aliento.

Pero ¿cuándo llegaría? La noche parecía interminable e intemporal; los minutos morían uno tras otro para formar una hora que no traía ningún cambio. Sam se preguntó si aquello no sería el comienzo de una nueva oscuridad, si la luz del día no reaparecería nunca. Al fin buscó a tientas la mano de Frodo. Estaba fría y trémula. Frodo tiritaba.

—Hice mal en abandonar mi manta—murmuró Sam. Y acostándose en el suelo trató de abrigar y reconfortar a Frodo con los brazos y el cuerpo. Luego el sueño lo venció, y la débil luz del último día de la misión los encontró lado a lado. El viento había cesado el día anterior, cuando empezaba a soplar del oeste, y ahora se levantaba otra vez, no ya desde el oeste sino del norte; la luz de un sol invisible se filtró en la sombra en que yacían los hobbits.

 

—¡Fuerza ahora! ¡El último aliento!—dijo Sam mientras se incorporaba con dificultad. Se inclinó sobre Frodo y lo despertó. Frodo gimió, pero con un gran esfuerzo logró ponerse en pie; vaciló, y en seguida cayó de rodillas. Alzó los ojos a los flancos oscuros del monte del Destino, y apoyándose sobre las manos empezó a arrastrarse.

Sam, que lo observaba, lloró por dentro, pero ni una sola lágrima le asomó a los ojos secos y arrasados. —Dije que lo llevaría a cuestas aunque me rompiese el lomo—murmuró—¡y lo haré!

»¡Venga, señor Frodo!—llamó—. No puedo llevarlo por usted, pero puedo llevarlo a usted junto con él. ¡Vamos, querido señor Frodo! Sam lo llevará a babuchas. Usted le dice por dónde, y él irá.

Frodo se le colgó a la espalda, echándole los brazos alrededor del cuello y apretando firmemente las piernas; y Sam se enderezó, tambaleándose; y entonces notó sorprendido que la carga era ligera. Había temido que las fuerzas le alcanzaran a duras penas para alzar al amo, y que por añadidura tendrían que compartir el peso terrible y abrumador del Anillo maldito. Pero no fue así. O Frodo estaba consumido por los largos sufrimientos, la herida del puñal, la mordedura venenosa, las penas, y el miedo y las largas caminatas a la intemperie, o él, Sam, era capaz aún de un último esfuerzo: lo cierto es que levantó a Frodo con la misma facilidad con que llevaba a horcajadas a algún hobbit niño cuando retozaba en los prados o los henares de La Comarca. Respiró hondo y se puso en camino.

Habían llegado al pie de la cara septentrional de la montaña, un poco hacia el oeste; allí los largos flancos grises, aunque anfractuosos, no eran escarpados. Frodo no hablaba y Sam avanzó como pudo, sin otro guía que la resolución inquebrantable de trepar lo más alto posible antes que le flaquearan las fuerzas y la voluntad. Trepaba y trepaba, doblando el cuerpo hacia uno u otro lado para atenuar la subida, trastabillando con frecuencia, y ya al final arrastrándose como un caracol que lleva a cuestas una pesada carga. Cuando la voluntad se negó a obedecerle, y las piernas cedieron, se detuvo, y bajó con cuidado a su amo.

Frodo abrió los ojos y aspiró una bocanada de aire. Aquí, lejos de los vapores que allá abajo flotaban a la deriva y se retorcían en espirales, respirar era mucho más fácil. —Gracias, Sam—dijo en un susurro entrecortado—. ¿Cuánto falta aún para llegar?

—No lo sé—respondió Sam—, pues no sé en verdad a dónde vamos.

 

Volvió la cabeza, y luego miró para arriba, y al ver el largo trecho que acababa de recorrer quedó estupefacto. Vista desde abajo, solitaria y siniestra, la montaña le había parecido más alta. Ahora veía que era menos elevada que las gargantas que él y Frodo habían escalado en los Ephel Dúath. Los contrafuertes informes y dilapidados de la enorme base se elevaban hasta unos tres mil pies [914 metros] por encima de la llanura, y sobre ellos, en el centro, se erguía el cono central, que sólo tenía la mitad de aquella altura, y que parecía un horno o una chimenea gigantesca coronada por un cráter mellado. Pero ya Sam había subido hasta la mitad, y la llanura de Gorgoroth apenas se veía, envuelta en humos y sombras. Y si la garganta reseca se lo hubiese permitido, Sam habría dado un grito de triunfo al mirar hacia la altura; porque allá arriba, entre las gibas y las estribaciones escabrosas, acababa de ver claramente un sendero o camino. Trepaba como una cinta desde el oeste, y serpeando alrededor de la montaña, y antes de desaparecer en un recodo, llegaba a la base del cono en la cara occidental.

Sam no alcanzaba a ver por dónde pasaba el camino directamente encima, pues una cuesta empinada lo ocultaba a lo lejos; pero adivinaba que lo encontraría si era capaz de hacer un último esfuerzo, y la esperanza volvió a él. Quizá pudiera aún conquistar la montaña. «¡Hasta diría que lo han puesto a propósito!», se dijo. «Si ese sendero no estuviera allí, ahora tendría que aceptar que he sido derrotado.»

El camino no había sido construido a propósito para Sam. Él no lo sabía, pero aquel era el Camino de Sauron, el que iba desde Barad-dûr hasta los Sammath Naur, los Recintos del Fuego. Partía de la gran puerta occidental de la Torre Oscura, atravesaba por un largo puente de hierro un abismo profundo, y se internaba luego en los llanos; durante una legua [5 kilómetros] corría entre dos precipicios humeantes y llegaba a un extenso terraplén empinado en el flanco oriental. Desde allí, girando y enroscándose en la ancha cintura de la montaña de norte a sur, trepaba por fin alrededor del cono, pero lejos aún de la cima humeante, hasta una entrada oscura que miraba al este, a la ventana del Ojo en la fortaleza envuelta en sombras de Sauron. La vorágine de los hornos de la montaña obstruía o destruía el camino con frecuencia, y una tropa de orcos trabajaba día y noche reparándolo y limpiándolo.

Sam respiró con fuerza. Había un sendero, pero no sabía cómo escalaría la ladera que llevaba a él. Ante todo, necesitaba aliviar la espalda dolorida. Se acostó un rato junto a Frodo. Ninguno de los dos hablaba. La claridad crecía lentamente. De pronto lo asaltó un sentimiento inexplicable de apremio, como si alguien le hubiese gritado: ¡Ahora, ahora, o será demasiado tarde! Se incorporó. También Frodo parecía haber sentido la llamada. Trató de ponerse de rodillas.

—Me arrastraré, Sam—jadeó.

Y así, palmo a palmo, como pequeños insectos grises, reptaron cuesta arriba. Cuando llegaron al sendero notaron que era ancho y que estaba pavimentado con cascajo y ceniza apisonada. Frodo gateó hasta él, y luego, como de mala gana, giró con lentitud sobre sí mismo para mirar al este. Las sombras de Sauron flotaban a lo lejos; pero desgarradas por una ráfaga de algún viento del mundo, o movidas quizá por una profunda desazón interior, las nubes envolventes ondularon y se abrieron un instante; y entonces Frodo vio, negros, más negros y más tenebrosos que las vastas sombras de alrededor, los pináculos crueles y la corona de hierro de la torre más alta de Barad-dûr: espió un segundo apenas, pero fue como si desde una ventana enorme e inconmensurablemente alta brotara una llama roja, un puñal de fuego que apuntaba hacia el norte: el parpadeo de un Ojo escrutador y penetrante; en seguida las sombras se replegaron y la terrible visión desapareció. El Ojo no apuntaba hacia ellos: tenía la mirada fija en el norte, donde se encontraban acorralados los capitanes del oeste; y en ellos concentraba ahora el poder toda su malicia, mientras se preparaba a asestar el golpe mortal; pero Frodo, ante aquella visión pavorosa, cayó como herido mortalmente. La mano buscó a tientas la cadena alrededor del cuello.

Sam se arrodilló junto a él. Débil, casi inaudible, escuchó la voz susurrante de Frodo: —¡Ayúdame, Sam! ¡Ayúdame! ¡Detenme la mano! Yo no puedo hacerlo. —Sam le tomó las dos manos y juntándolas, palma contra palma, las besó; y las retuvo entre las suyas. De pronto, tuvo miedo. «¡Nos han descubierto!», se dijo «Todo ha terminado, o terminará muy pronto. Sam Gamyi, este es el fin del fin.»

Levantó de nuevo a Frodo, y sosteniéndole las manos apretadas contra su propio pecho, lo cargó una vez más, con las piernas colgantes. Luego inclinó la cabeza, y echó a andar cuesta arriba. El camino no era tan fácil de recorrer como le había parecido a primera vista. Por fortuna, los torrentes de fuego que la montaña había vomitado cuando Sam se encontraba en Cirith Ungol, se habían precipitado sobre todo a lo largo de las laderas meridional y occidental, y de este lado el camino no estaba obstruido, aunque sí desmoronado en muchos sitios, o atravesado por largas y profundas fisuras. Luego de trepar hacia el este durante un trecho, se replegaba sobre sí mismo en un ángulo cerrado, y continuaba avanzando hacia el oeste. Allí, en la curva, lo cortaba un risco de vieja piedra carcomida por la intemperie, vomitada en días remotos por los hornos de la montaña. Jadeando bajo su carga, Sam volvió el recodo; y en el momento mismo en que doblaba alcanzó a ver de soslayo algo que caía desde el risco, algo que parecía ser un pedacito de roca negra que se hubiera desprendido mientras él pasaba.

Sintió el golpe de un peso repentino, y cayó de bruces, lastimándose el dorso de las manos, que aún sujetaban las de Frodo. Entonces comprendió lo que había pasado, porque por encima de él, mientras yacía en el suelo, oyó una voz que odiaba.

—¡Amo malvado!—siseó la voz—. ¡Amo malvado que nos traiciona; traiciona a Sméagol, gollum. No tiene que ir en esta dirección. No tiene que dañar el Tesoro. ¡Dáselo a Sméagol, dáselo a nosotros! ¡Dáselo a nosotros!

De un tirón violento, Sam se levantó y desenvainó a Dardo; pero no pudo hacer nada. Gollum y Frodo estaban en el suelo, trabados en lucha. De bruces sobre Frodo, Gollum manoteaba, tratando de aferrar la cadena y el Anillo. Aquello, un ataque, una tentativa de arrebatarle por la fuerza el Tesoro, era quizá lo único que podía avivar las ascuas moribundas en el corazón y en la voluntad de Frodo. Se debatía con una furia repentina que dejó atónito a Sam, y también a Gollum. Sin embargo, el desenlace habría sido quizá muy diferente, si Gollum hubiera sido la criatura de antes; pero los senderos tormentosos que había transitado, solo, hambriento y sin agua, impulsado por una codicia devoradora y un miedo aterrador, habían dejado en él huellas lastimosas. Estaba flaco, consumido y macilento, todo piel y huesos. Una luz salvaje le ardía en los ojos pero ya la fuerza de los pies y las manos no respondía como antes a la malicia de la criatura. Frodo se desembarazó de él de un empujón, y se levantó temblando.

El último combate en el monte del Destino por Ted Nasmith


—¡Al suelo, al suelo!—jadeó, mientras apretaba la mano contra el pecho para aferrar el Anillo bajo el justillo de cuero—. ¡Al suelo, criatura rastrera, apártate de mi camino! Tus días están contados. Ya no puedes traicionarme ni matarme.

Entonces, como le sucediera ya una vez a la sombra de los Emyn Muil, Sam vio de improviso con otros ojos a aquellos dos adversarios. Una figura acurrucada, la sombra pálida de un ser viviente, una criatura destruida y derrotada, y poseída a la vez por una codicia y una furia monstruosa; y ante ella, severa, insensible ahora a la piedad, una figura vestida de blanco, que lucía en el pecho una rueda de fuego. Y del fuego brotó imperiosa una voz.

—¡Vete, no me atormentes más! ¡Si me vuelves a tocar, serás arrojado al Fuego del Destino!

La forma acurrucada retrocedió; los ojos contraídos reflejaban terror, pero también un deseo insaciable.

Entonces la visión se desvaneció, y Sam vio a Frodo de pie, la mano sobre el pecho, respirando afanoso, y a Gollum de rodillas a los pies de su amo, las palmas abiertas apoyadas en el suelo.

—¡Cuidado!—gritó Sam—. ¡Va a saltar!—Dio un paso adelante, blandiendo la espada. —¡Pronto, señor!—jadeó—. ¡Siga adelante! ¡Adelante! No hay tiempo que perder. Yo me encargo de él. ¡Adelante!

—Sí, tengo que seguir adelante—dijo Frodo. Frodo miró a Sam como a alguien que estuviese ahora muy lejos. —¡Adiós, Sam! Este es el fin. En el monte del Destino se cumplirá el destino. ¡Adiós!Dio media vuelta, y lento pero erguido echó a andar por el sendero ascendente.

 

—¡Ahora!—dijo Sam—. ¡Por fin puedo arreglar cuentas contigo!—Saltó hacia delante, con la espada pronta para la batalla. Pero Gollum no reaccionó. Se dejó caer en el suelo cuan largo era, y se puso a lloriquear.

—No mates a nosssotros—gimió—. No lassstimes a nosssotros con el horrible y cruel acero. ¡Déjanosss vivir, sssí, déjanosss vivir sólo un poquito más! ¡Perdidos perdidos! Essstamos perdidos. Y cuando el Tesssoro desaparezca, nosssotros moriremos, sssí, moriremos en el polvo. —Con los largos dedos descarnados manoteó un puñado de cenizas. —¡Sssí!—siseó—, ¡en el polvo!

La mano de Sam titubeó. Ardía de cólera, recordando pasadas felonías. Matar a aquella criatura pérfida y asesina sería justo: se lo había merecido mil veces; y además, parecía ser la única solución segura. Pero en lo profundo del corazón, algo retenía a Sam: no podía herir de muerte a aquel ser desvalido, deshecho, miserable que yacía en el polvo. Él, Sam, había llevado el Anillo, sólo por poco tiempo, pero ahora imaginaba oscuramente la agonía del desdichado Gollum, esclavizado al Anillo en cuerpo y alma, abatido, incapaz de volver a conocer en la vida paz y sosiego. Pero Sam no tenía palabras para expresar lo que sentía.

—¡Maldita criatura pestilente!—dijo—. ¡Vete de aquí! ¡Lárgate! No me fío de ti, no, mientras te tenga lo bastante cerca como para darte un puntapié; pero lárgate. De lo contrario te lastimaré, sí, con el horrible y cruel acero.

Gollum se levantó en cuatro patas y retrocedió varios pasos, y de improviso, en el momento en que Sam amenazaba un puntapié, dio media vuelta y echó a correr sendero abajo. Sam no se ocupó más de él. De pronto se había acordado de Frodo. Escudriñó la cuesta y no alcanzó a verlo. Corrió arriba, trepando. Si hubiera mirado para atrás, habría visto a Gollum que un poco más abajo daba otra vez media vuelta, y con una luz de locura salvaje en los ojos, se arrastraba veloz pero cauto, detrás de Sam: una sombra furtiva entre las piedras.

 

El sendero continuaba en ascenso. Un poco más adelante describía una nueva curva, y luego de un último tramo hacia el este, entraba en un saliente tallado en la cara del cono, y llegaba a una puerta sombría en el flanco de la montaña, la puerta de los Sammath Naur. Subiendo ahora hacia el sur a través de la bruma y la humareda, el sol ardía amenazante, un disco borroso de un rojo casi lívido; y Mordor yacía como una tierra muerta alrededor de la montaña, silencioso, envuelto en sombras, a la espera de algún golpe terrible.

Sam fue hasta la boca de la cavidad y se asomó a escudriñar. Estaba a oscuras y exhalaba calor, y un rumor profundo vibraba en el aire. —¡Frodo! ¡Mi amo!—llamó. No hubo respuesta. Sintiendo que el miedo le encogía el corazón, aguardó un momento, y luego se precipitó a la cavidad. Una sombra se escurrió detrás de él.

Al principio no vio nada. Sacó una vez más el frasco de Galadriel, pero estaba pálido y frío en la mano temblorosa, y en aquella oscuridad asfixiante no emitía ninguna luz. Sam había penetrado en el corazón del reino de Sauron y en las fraguas de su antiguo poderío, el más omnipotente de la Tierra Media, que subyugara a todos los otros poderes. Había avanzado unos pasos temerosos e inciertos en la oscuridad, cuando un relámpago rojo saltó de improviso, y se estrelló contra el techo negro y abovedado. Sam vio entonces que se encontraba en una caverna larga o en una galería perforada en el cono humeante de la montaña. Un poco más adelante el pavimento y las dos paredes laterales estaban atravesados por una profunda fisura, y de ella brotaba el resplandor rojo, que de pronto trepaba en una súbita llamarada, de pronto se extinguía abajo, en la oscuridad; desde los abismos subía un rumor y una conmoción, como de máquinas enormes que golpearan y trabajaran.

La luz volvió a saltar, y allí, al borde del abismo de pie delante de la Grieta del Destino, vio a Frodo, negro contra el resplandor, tenso, erguido pero inmóvil, como si fuera de piedra.

—¡Amo!—gritó Sam.

Entonces Frodo pareció despertar, y habló con una voz clara, una voz límpida y potente que Sam no le conocía, y que se alzó sobre el tumulto y los golpes del monte del Destino, y retumbó en el techo y las paredes de la caverna.

—He llegado—dijo—. Pero ahora no decido hacer lo que he venido a hacer. No lo haré. ¡El Anillo es mío!—Y de pronto se lo puso en el dedo, y desapareció de la vista de Sam. Sam abrió la boca y jadeó, pero no llegó a gritar, porque en aquel instante ocurrieron muchas cosas.

Algo le asestó un violento golpe en la espalda, que lo hizo volar piernas arriba y caer a un costado, de cabeza contra el pavimento de piedra, mientras una forma oscura saltaba por encima de él. Se quedó tendido allí un momento, y luego todo fue oscuridad.

Y allá lejos, mientras Frodo se ponía el Anillo y lo reclamaba para él, hasta en los Sammath Naur, el corazón mismo del reino de Sauron, el poder de Barad-dûr se estremecía, y la torre temblaba desde los cimientos hasta la cresta fiera y orgullosa. El Señor Oscuro comprendió de pronto que Frodo estaba allí, y el Ojo, capaz de penetrar en todas las sombras, escrutó a través de la llanura hasta la puerta que él había construido; y la magnitud de su propia locura le fue revelada en un relámpago enceguecedor, y todos los ardides del enemigo quedaron por fin al desnudo. Y la ira ardió en él con una llama devoradora, y el miedo creció como un inmenso humo negro, sofocándolo. Pues conocía ahora qué peligro mortal lo amenazaba, y el hilo del que pendía su destino.

Y al abandonar de pronto todos los planes y designios, las redes de miedo y perfidia, las estratagemas y las guerras, un estremecimiento sacudió al reino entero, de uno a otro confín; y los esclavos se encogieron, y los ejércitos suspendieron la lucha, y los capitanes, de pronto sin guía, privados de voluntad, temblaron y desesperaron. Porque habían sido olvidados. La mente y los afanes del poder que los conducía se concentraban ahora con una fuerza irresistible en la montaña. Convocados por él, remontándose con un grito horripilante, en una última carrera desesperada, más raudos que los vientos volaron los nazgûl, los espectros del Anillo, y en medio de una tempestad de alas se precipitaron al sur, hacia el monte del Destino.

El monte del destino por Ted Nasmith

 

Sam se levantó. Se sentía aturdido, y la sangre que le manaba de la cabeza le oscurecía la vista. Avanzó a tientas, y de pronto se encontró con una escena terrible y extraña. Gollum en el borde del abismo luchaba frenéticamente con un adversario invisible. Se balanceaba de un lado a otro, tan cerca del borde que por momentos parecía que iba a despeñarse; retrocedía, se caía, se levantaba y volvía a caer. Y siseaba sin cesar, pero no decía nada.

Los fuegos del abismo despertaron iracundos, la luz roja se encendió en grandes llamaradas, y un resplandor incandescente llenó la caverna. Y de pronto Sam vio que las largas manos de Gollum subían hasta la boca; los blancos colmillos relucieron y se cerraron con un golpe seco al morder. Frodo lanzó un grito, y apareció, de rodillas en el borde del abismo. Pero Gollum bailaba desenfrenado, y levantaba en alto el Anillo, con un dedo todavía ensartado en el aro. Y ahora brillaba como si en verdad lo hubiesen forjado en fuego vivo.

—¡Tesssoro, tesssoro, tesssoro!—gritaba Gollum—. ¡Mi tesssoro! ¡Oh mi Tesssoro!—Y entonces, mientras alzaba los ojos para deleitarse en el botín, dio un paso de más, se tambaleó un instante en el borde, y luego, con un alarido, se precipitó en el vacío. Desde los abismos llegó su último lamento ¡Tesssoro! y desapareció para siempre.

Hubo un rugido y una gran confusión de ruidos. Las llamas brincaron y lamieron el techo. Los golpes aumentaron y se convirtieron en un tumulto, y la montaña tembló. Sam corrió hacia Frodo, lo levantó y lo llevó en brazos hasta la puerta. Y allí, en el oscuro umbral de los Sammath Naur, allá arriba, lejos, muy lejos de las llanuras de Mordor, quedó de pronto inmóvil de asombro y de terror, y olvidándose de todo miró en torno, como petrificado.

Tuvo una visión fugaz de nubes turbulentas, en medio de las cuales se erguían torres y murallas altas como colinas, levantadas sobre el poderoso trono de la montaña por encima de fosos insondables; vastos patios y mazmorras, y prisiones de muros ciegos y verticales como acantilados, y puertas entreabiertas de acero y adamante; y de pronto todo desapareció. Se desmoronaron las torres y se hundieron las montañas; los muros se resquebrajaron, derrumbándose en escombros; trepó el humo en espirales, y unos grandes chorros de vapor se encresparon, estrellándose como la cresta impetuosa de una ola, para volcarse en espuma sobre la tierra. Y entonces, por fin, llegó un rumor sordo y prolongado que creció y creció hasta transformarse en un estruendo y en un estrépito ensordecedor; tembló la tierra, la llanura se hinchó y se agrietó, y el Orodruin vaciló. Y por la cresta hendida vomitó ríos de fuego. Estriados de relámpagos, atronaron los cielos. Restallando como furiosos latigazos, cayó un torrente de lluvia negra. Y al corazón mismo de la tempestad, con un grito que traspasó todos los otros ruidos, desgarrando las nubes, llegaron los nazgûl; y atrapados como dardos incandescentes en la vorágine de fuego de las montañas y los cielos, crepitaron, se consumieron, y desaparecieron.

—Y bien, éste es el fin, Sam Gamyi—dijo una voz junto a Sam. Y allí estaba Frodo, pálido y consumido, pero otra vez él, y ahora había paz en sus ojos: no más locura, ni lucha interior, ni miedos. Ya no llevaba la carga consigo. Era ahora el querido amo de los dulces días de La Comarca.

—¡Mi amo!—gritó Sam, y cayó de rodillas. En medio de todo aquel mundo en ruinas, por el momento sólo sentía júbilo, un gran júbilo. El fardo ya no existía. El amo se había salvado y era otra vez Frodo, el Frodo de siempre, y estaba libre. De pronto Sam reparó en la mano mutilada y sangrante.

—¡Oh, esa mano de usted!—exclamó—. Y no tengo nada con que aliviarla o vendarla. Con gusto le habría cedido a cambio una de las mías. Pero ahora se ha ido, se ha ido para siempre.

—Sí—dijo Frodo—. Pero ¿recuerdas las palabras de Gandalf? Hasta Gollum puede tener aún algo que hacer. Si no hubiera sido por él, Sam, yo no habría podido destruir el Anillo. Y el amargo viaje habría sido en vano, justo al fin. ¡Entonces, perdonémoslo! Pues la misión ha sido cumplida, y todo ha terminado. Me hace feliz que estés aquí conmigo. Aquí al final de todas las cosas, Sam.

 


LX.EL CAMPO DE CORMALLEN

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO IV

El océano embravecido de los ejércitos de Mordor inundaba las colinas. Los capitanes del oeste empezaban a zozobrar bajo la creciente marejada. El sol rojo, ardía, y bajo las alas de los nazgûl las sombras negras de la muerte se proyectaban sobre la tierra. Aragorn, erguido al pie de su estandarte, silencioso y severo, parecía abismado en el recuerdo de cosas remotas; pero los ojos le resplandecían, como las estrellas que brillan más cuanto más profunda y oscura es la noche. En lo alto de la colina estaba Gandalf, blanco y frío, y sobre él no caía sombra alguna. El asalto de Mordor rompió como una ola sobre los montes asediados, y las voces rugieron como una marea tempestuosa en medio de la zozobra y el fragor de las armas.

De pronto, como despertado por una visión súbita, Gandalf se estremeció; y volviendo la cabeza miró hacia el norte, donde el cielo estaba pálido y luminoso. Entonces levantó las manos y gritó con una voz poderosa que resonó por encima del estrépito: —¡Llegan las águilas! —Y muchas voces respondieron, gritando: —¡Llegan las águilas! ¡Llegan las águilas! —Los de Mordor levantaron la vista, preguntándose qué podía significar aquella señal.

Y vieron venir a Gwaihir el señor de los vientos, y a su hermano Landroval, las más grandes de todas las águilas del norte, los descendientes más poderosos del viejo Thorondor, aquel que en los tiempos en que la Tierra Media era joven, construía sus nidos en los picos inaccesibles de las montañas Circundantes. Detrás de las águilas, rápidas como un viento creciente, llegaban en largas hileras todos los vasallos de las montañas del norte. Y desplomándose desde las altas regiones del aire, se lanzaron sobre los nazgûl, y el batir de las grandes alas era como el rugido de un huracán.

Pero los nazgûl, respondiendo a la súbita llamada de un grito terrible en la Torre Oscura, dieron media vuelta, y huyeron, desvaneciéndose en las tinieblas de Mordor; y en el mismo instante todos los ejércitos de Mordor se estremecieron, la duda oprimió los corazones; enmudecieron las risas, las manos temblaron, los miembros flaquearon. El poder que los conducía, que los alimentaba de odio y de furia, vacilaba; ya su voluntad no estaba con ellos; y al mirar a los ojos a los enemigos, vieron allí una luz de muerte, y tuvieron miedo.

Entonces todos los capitanes del oeste prorrumpieron en gritos, porque en medio de tanta oscuridad una nueva esperanza henchía los corazones. Y desde las colinas sitiadas los caballeros de Gondor, los jinetes de Rohan, los dúnedain del norte, compañías compactas de valientes guerreros, se precipitaron sobre los adversarios vacilantes, abriéndose paso con el filo implacable de las lanzas. Pero Gandalf alzó los brazos y una vez más los exhortó con voz clara.

—¡Deteneos, hombres del oeste! ¡Deteneos y esperad! Ha sonado la hora del destino.

Y aún mientras pronunciaba estas palabras, la tierra se estremeció bajo los pies de los hombres, una vasta oscuridad llameante invadió el cielo, y se elevó por encima de las torres de la Puerta Negra, más alta que las montañas. Tembló y gimió la tierra. Las Torres de los Dientes se inclinaron, vacilaron un instante y se desmoronaron; en escombros se desplomó la poderosa muralla; la Puerta Negra saltó en ruinas, y desde muy lejos, ora apagado, ora creciente, trepando hasta las nubes, se oyó un tamborileo sordo y prolongado, un estruendo, los largos ecos de un redoble de destrucción y ruina.

—¡El reino de Sauron ha sucumbido!—dijo Gandalf—. El Portador del Anillo ha cumplido la misión. —Y al volver la mirada hacia el sur, hacia el país de Mordor, los capitanes creyeron ver, negra contra el palio de las nubes, una inmensa forma de sombra impenetrable, coronada de relámpagos, que invadía toda la bóveda del cielo; se desplegó gigantesca sobre el mundo, y tendió hacia ellos una gran mano amenazadora, terrible pero impotente: porque en el momento mismo en que empezaba a descender, un viento fuerte la arrastró y la disipó; y siguió un silencio profundo.

 

Los capitanes del oeste bajaron entonces las cabezas; y cuando las volvieron a alzar he aquí que los enemigos se dispersaban en fuga y el poder de Mordor se deshacía como polvo en el viento. Así como las hormigas que cuando ven morir a la criatura despótica y malévola que las tiene sometidas en la colina pululante, echan a andar sin meta ni propósito, y se dejan morir, así también las criaturas de Sauron, orcos y troles, y bestias hechizadas, corrían despavoridas de un lado a otro; y algunas se dejaban morir o se mataban entre ellas, otras se arrojaban a los fosos, o huían gimiendo a esconderse en agujeros oscuros, lejos de toda esperanza. Pero los hombres de Rhûn y de Harad, los del este y los sureños, viendo la gran majestad de los capitanes del oeste, daban ya por perdida la guerra. Y los que por más largo tiempo habían estado al servicio de Mordor, los que más se habían sometido a aquella servidumbre, aquellos que odiaban al oeste, y eran aún arrogantes y temerarios, se unieron decididos a dar una última batalla desesperada. Pero los demás huían hacia el este; y algunos arrojaban las armas e imploraban clemencia.

La Sombra de Sauron por Ted Nasmith

 

Entonces Gandalf, dejando la conducción de la batalla en manos de Aragorn y de los otros capitanes, llamó desde la colina; y la gran águila Gwaihir, el señor de los vientos, descendió y se posó a los pies del mago.

—Dos veces me has llevado ya en tus alas, Gwaihir, amigo mío—dijo Gandalf—. Esta será la tercera y la última, si tú quieres. No seré una carga mucho más pesada que cuando me recogiste en Zirakzigil, donde ardió y se consumió mi vieja vida.

—A donde tú me pidieras te llevaría—respondió Gwaihir—, aunque fueses de piedra.

—Vamos, pues, y que tu hermano nos acompañe, junto con otro de tus vasallos más veloces. Es menester que volemos más raudos que todos los vientos, superando a las alas de los nazgûl.

—Sopla el viento del norte—dijo Gwaihir—, pero lo venceremos. —Y levantó a Gandalf y voló rumbo al sur, seguido por Landroval, y por el joven y veloz Meneldor. Y volando pasaron sobre Udûn y Gorgoroth, y vieron toda la tierra destruida y en ruinas, y ante ellos el monte del Destino, que humeaba y vomitaba fuego.

 

—Me hace feliz que estés aquí conmigo—dijo Frodo—. Aquí al final de todas las cosas, Sam.

—Sí, estoy con usted, mi amo—dijo Sam, con la mano herida de Frodo suavemente apretada contra el pecho—. Y usted está conmigo. Y el viaje ha terminado. Pero después de haber andado tanto, no quiero aún darme por vencido. No sería yo, si entiende lo que le quiero decir.

—Tal vez no, Sam—dijo Frodo—, pero así son las cosas en el mundo. La esperanza se desvanece. Se acerca el fin. Ahora sólo nos queda una corta espera. Estamos perdidos en medio de la ruina y de la destrucción, y no tenemos escapatoria.

—Bueno, mi amo, de todos modos podríamos alejarnos un poco de este lugar tan peligroso, de esta Grieta del Destino, si así se llama. ¿No le parece? Venga, señor Frodo, bajemos al menos al pie de este sendero.

—Está bien, Sam, si ése es tu deseo, yo te acompañaré—dijo Frodo; y se levantaron y lentamente bajaron la cuesta sinuosa; y cuando llegaban al vacilante pie de la montaña, los Sammath Naur escupieron un chorro de vapor y humo y el flanco del cono se resquebrajó, y un vómito enorme e incandescente rodó en una cascada lenta y atronadora por la ladera oriental de la montaña.

Frodo y Sam no pudieron seguir avanzando. Las últimas energías del cuerpo y de la mente los abandonaban con rapidez. Se habían detenido en un montículo de cenizas al pie de la montaña; y desde allí no había ninguna vía de escape. Ahora era como una isla, pero no resistiría mucho tiempo más, en medio de los estertores del Orodruin. La tierra se agrietaba por doquier, y de las fisuras y de los pozos insondables saltaban cataratas de humo y de vapores. Detrás, la montaña se contraía atormentada. Grandes heridas rojas se abrían en los flancos, mientras ríos de fuego descendían lentos hacia ellos. No tardarían mucho en sepultarlos. Caía una lluvia de ceniza incandescente.

Ahora estaban de pie, inmóviles; Sam, que aún sostenía la mano de Frodo, se la acarició. Luego suspiró. —Qué cuento hemos vivido, señor Frodo, ¿no le parece?—dijo—. ¡Me gustaría tanto oírlo! ¿Cree que dirán: Y aquí empieza la Historia de Frodo Nuevededos y el Anillo del Destino? Y entonces se hará un gran silencio, como cuando en Rivendel nos relataban la Historia de Beren el Manco y las Tres Joyas. ¡Cuánto me gustaría escucharla! Y cómo seguirá, me pregunto, después de nuestra parte.

Pero mientras hablaba así, para alejar el miedo hasta el final, la mirada de Sam se perdía en el norte, y el ojo del huracán, allí donde el cielo distante aparecía límpido, pues un viento frío, que ahora soplaba como un vendaval, disipaba la oscuridad y la ruina de las nubes.

Al pie del monte del Destino por Ted Nasmith

 

Y así fue como los vio desde lejos la mirada de largo alcance de Gwaihir, cuando llevada por el viento huracanado, y desafiando el peligro de los cielos, volaba en círculos altos: dos figuras diminutas y oscuras, desamparadas, de pie sobre una pequeña colina, y tomadas de la mano mientras alrededor el mundo agonizaba jadeando y estremeciéndose, y rodeadas por torrentes de fuego que se les acercaban. Y en el momento en que los descubrió y bajaba hacia ellos, los vio caer, exhaustos, o asfixiados por el calor y las exhalaciones, o vencidos al fin por la desesperación, tapándose los ojos para no ver llegar la muerte.

Yacían en el suelo, lado a lado; y Gwaihir descendió y se posó junto a ellos; y detrás de él llegaron Landroval y el veloz Meneldor; y como en un sueño, sin saber qué destino les había tocado, los viajeros fueron recogidos y llevados fuera, lejos de las tinieblas y los fuegos.

 

Cuando despertó, Sam notó que estaba acostado en un lecho mullido, pero sobre él se mecían levemente grandes ramas de abedul, y la luz verde y dorada del sol se filtraba a través del follaje. Todo el aire era una mezcla de fragancias dulces.

Recordaba aquel perfume: los aromas de Ithilien. «¡Córcholis!», murmuró. «¿Por cuánto tiempo habré dormido?» Pues aquella fragancia lo había transportado al día que encendiera la pequeña fogata al pie del barranco soleado, y por un instante todo lo que ocurrió después se le había borrado de la memoria. Se desperezó. «¡Qué sueño he tenido!» murmuró. «¡Qué alegría haberme despertado!» Se sentó y vio junto a él a Frodo, que dormía apaciblemente, una mano bajo la cabeza, la otra apoyada en la manta: la derecha, y le faltaba el dedo anular de la mano derecha.

Recordó todo de pronto, y gritó: —¡No era un sueño! ¿Entonces, dónde estamos?

Y una voz suave respondió detrás de él: —En la tierra de Ithilien, al cuidado del rey, que os espera. —Y al decir eso, Gandalf apareció ante él vestido de blanco, y la barba le resplandecía como nieve al centelleo del sol en el follaje. —Y bien, señor Samsagaz, ¿cómo se siente usted?—dijo.

Pero Sam se volvió a acostar y lo miró boquiabierto, con los ojos agrandados por el asombro, y por un instante, entre el estupor y la alegría, no pudo responder. Al fin exclamó: —¡Gandalf! ¡Creía que estaba muerto! Pero yo mismo creía estar muerto. ¿Acaso todo lo triste era irreal? ¿Qué ha pasado en el mundo?

—Una gran Sombra ha desaparecido—dijo Gandalf, y rompió a reír, y aquella risa sonaba como una música, o como agua que corre por una tierra reseca; y al escucharla Sam se dio cuenta de que hacía muchos días que no oía una risa verdadera, el puro sonido de la alegría. Le llegaba a los oídos como un eco de todas las alegrías que había conocido. Pero él, Sam, se echó a llorar. Luego, como una dulce llovizna que se aleja llevada por un viento de primavera, las lágrimas cesaron, y se rio, y riendo saltó del lecho.

—¿Que cómo me siento?—exclamó—. Bueno, no tengo palabras. Me siento, me siento... —agitó los brazos en el aire—... me siento como la primavera después del invierno y el sol sobre el follaje; ¡y como todas las trompetas y las arpas y todas las canciones que he escuchado en mi vida!—Calló y miró a su amo. —Pero, ¿cómo está el señor Frodo?—dijo—. ¿No es terrible lo que le ha sucedido en la mano? Aunque espero que por lo demás se encuentre bien. Ha pasado momentos muy crueles.

—Sí, por lo demás estoy muy bien—dijo Frodo, mientras se sentaba y se echaba a reír también él—. Me dormí de nuevo mientras esperaba a que tú despertaras, dormilón. Yo desperté temprano, y ahora ha de ser casi el mediodía.

—¿Mediodía?—dijo Sam, tratando de echar cuentas—. ¿De qué día?

—El decimocuarto del Año Nuevo—dijo Gandalf—, o si lo prefieres, el octavo día de abril según el calendario de La Comarca. Pero en adelante el Año Nuevo siempre comenzará en Gondor el veinticinco de marzo, el día en que cayó Sauron, el mismo en que fuisteis rescatados del fuego y traídos aquí, a que el rey os curara. Porque es él quien os ha curado y ahora os espera. Comeréis y beberéis con él. Cuando estéis prontos os llevaré a verlo.

—¿El rey?—dijo Sam—. ¿Qué rey? ¿Y quién es?

—El rey de Gondor y soberano de las Tierras Occidentales—dijo Gandalf—, que ha recuperado todo su antiguo reino. Pronto irá a su coronación, pero os espera a vosotros.

—¿Qué nos pondremos?—dijo Sam, porque no veía más que las ropas viejas y andrajosas con que habían viajado, dobladas en el suelo al pie de los lechos.

—Las ropas que habéis usado durante el viaje a Mordor—dijo Gandalf—. Hasta los harapos de orcos con que te disfrazaste en la Tierra Tenebrosa serán conservados, Frodo. No puede haber sedas ni linos ni armaduras ni blasones dignos de más altos honores. Luego quizás os consiga otros atavíos.

Y extendió hacia ellos las manos y vieron que una le resplandecía, envuelta en luz. —¿Qué tienes ahí?—exclamó Frodo—. ¿Es posible que sea...?

—Sí, os he traído vuestros dos tesoros. Los tenía Sam, cuando fuisteis rescatados. Los regalos de la dama Galadriel: el frasco, Frodo, y la cajita, Sam. Os alegrará tenerlos de nuevo.

 

Una vez lavados y vestidos, y después de un ligero refrigerio, los hobbits siguieron a Gandalf. Salieron del bosquecillo de abedules donde habían dormido, y cruzaron un largo prado verde que relucía al sol, flanqueado de árboles majestuosos de oscuro follaje y cargados de flores rojas. A espaldas de ellos canturreaba una cascada, y un arroyo corría adelante, entre riberas florecidas, y en el linde del prado se internaba en un bosque frondoso y pasaba luego bajo una arcada de árboles, y entre ellos y a lo lejos centelleaba el agua.

Al llegar al claro del bosque les sorprendió ver unos caballeros de armadura brillante y unos guardias altos engalanados de negro y de plata que los saludaban con respetuosas y profundas reverencias. Se oyó un largo toque de trompeta, y siguieron avanzando por la alameda, a la vera de las aguas cantarinas. Y llegaron a un amplio campo verde, y más allá corría un río ancho en cuyo centro asomaba un islote boscoso con numerosas naves ancladas en las costas. Pero en ese campo se había congregado un gran ejército, en filas y compañías que resplandecían al sol. Y al ver llegar a los hobbits desenvainaron las espadas y agitaron las lanzas; y resonaron las trompetas y los cuernos, y muchas voces gritaron en muchas lenguas:

 

¡Vivan los medianos! ¡Alabados sean con grandes alabanzas!

Cuio y Pheriain anann! Aglar ni Pheriannath!

¡Alabados sean con grandes alabanzas, Frodo y Samsagaz!

Daur a Berhael, Conin en Annün! Eglerio!

¡Alabados sean!

Eglerio!

A laita te, laita te! Andave laituvalmet!

¡Alabados sean!

Cormacolindor, a laite tárienna!

¡Alabados sean! ¡Alabados sean con grandes alabanzas los Portadores del Anillo![26]

 

Y así, arreboladas las mejillas por la sangre roja, con los ojos brillantes de asombro, Frodo y Sam continuaron avanzando y vieron, en medio de la hueste clamorosa, tres altos sitiales de hierba verde. Sobre el sitial de la derecha, blanco sobre verde, flameando al viento, un gran corcel galopaba en libertad; sobre el de la izquierda se alzaba un estandarte, y en él una nave de plata con la proa en forma de cisne surcaba un mar azul. Pero sobre el trono del centro, el más elevado, flotaba un gran estandarte, y en él, sobre un campo de sable, nimbado por una corona resplandeciente de siete estrellas, florecía un árbol blanco. Y en el trono estaba sentado un hombre vestido con una cota de malla; no usaba yelmo, pero en sus rodillas descansaba una espada larga. Y al ver que llegaban los hobbits se puso en seguida de pie. Y entonces lo reconocieron, cambiado como estaba, tan alto y alegre de semblante, majestuoso, soberano de los hombres, oscuro el cabello, grises los ojos.

Frodo le corrió al encuentro, y Sam lo siguió. —Bueno, si esto parece de veras el colmo de los colmos—exclamó—. ¡Trancos! ¿O acaso estoy soñando todavía?

—Sí, Sam, Trancos—dijo Aragorn—. Qué lejana está Bree, ¿no es verdad?, donde dijiste que no te gustaba mi aspecto. Largo ha sido el camino para todos, pero a vosotros os ha tocado recorrer el más oscuro.

Y entonces, ante la profunda sorpresa y turbación de Sam, hincó ante ellos la rodilla; y tomándolos de la mano, a Frodo con la diestra y a Sam con la siniestra, los condujo hasta el trono, y luego de hacerlos sentar en él, se volvió a los hombres y a los capitanes que estaban cerca, y habló con voz fuerte para que la hueste entera pudiese escucharlo:

—¡Alabados sean con grandes alabanzas!

Se alzaron los clamores de júbilo, y cuando se acallaron de nuevo, como para dar a Sam un momento de satisfacción total y pura alegría, un juglar de Gondor se adelantó y, arrodillándose, pidió permiso para cantar. Y he aquí lo que dijo:

—¡Escuchad, señores y caballeros y hombres de valor sin tacha, reyes y príncipes, y leal pueblo de Gondor; y jinetes de Rohan, y vosotros, hijos de Elrond, y los dúnedain del norte, y elfo y enano, y nobles corazones de La Comarca, y de todos los pueblos libres del oeste! Escuchad ahora mi lay. Porque he venido a cantar para vosotros la Balada de Frodo Nuevededos y el Anillo del Destino.

Y Sam al oírlo estalló en una carcajada de puro regocijo, y se levantó y gritó: —¡Oh gloria y esplendor! ¡Todos mis deseos se ven realizados!—Y lloró.

Y el ejército en pleno reía y lloraba, y en medio del júbilo y de las lágrimas se elevó la voz límpida de oro y plata del juglar, y todos enmudecieron. Y cantó para ellos, en lengua élfica y en las lenguas del oeste, hasta que los corazones, traspasados por la dulzura de las palabras, se desbordaron; y la alegría de todos centelleó como espadas, y los pensamientos se elevaron hasta las regiones donde el dolor y la felicidad fluyen juntos y las lágrimas son el vino de la ventura.

 

Y por fin, cuando el sol descendía del cénit y alargaba las sombras de los árboles, el juglar terminó su canción: —¡Alabados sean con grandes alabanzas!—dijo, y se hincó de rodillas. Y entonces Aragorn se puso de pie, y el ejército entero lo siguió, y todos se encaminaron a los pabellones que habían sido preparados para comer y beber y festejar hasta el final del día.

A Frodo y a Sam los condujeron a una tienda, donde luego de quitarles los viejos ropajes, que sin embargo doblaron y guardaron con honores, los vistieron con lino limpio. Y entonces llegó Gandalf, y ante el asombro de Frodo, traía en los brazos la espada y la capa élficas y la cota de malla de mithril que le fueran robadas en Mordor. Y para Sam traía una cota de malla dorada, y la capa élfica, limpia ahora de todas las manchas y daños; y depositó dos espadas a los pies de los hobbits.

—Yo no deseo llevar una espada—dijo Frodo.

—Tendrás que llevarla al menos esta noche—dijo Gandalf.

Frodo tomó entonces la espada pequeña, la que fuera de Sam y que había quedado junto a él en Cirith Ungol.

Dardo es tuya, Sam—dijo—. Yo mismo te la di.

—¡No, mi amo! El señor Bilbo se la regaló a usted, y hace juego con la cota de plata; a él no le gustaría que otro la usara ahora.

Frodo cedió; y Gandalf, como si fuera el escudero de los dos, se arrodilló y les ciñó las hojas; y luego les puso sobre las cabezas unas pequeñas diademas de plata. Y así ataviados se encaminaron al festín; y se sentaron a la mesa del rey con Gandalf, y el rey Éomer de Rohan, y el príncipe Imrahil y todos los grandes capitanes; y también Gimli y Legolas estaban con ellos.

Y cuando después del Silencio Ritual trajeron el vino, dos escuderos entraron para servir a los reyes; o escuderos parecían al menos: uno vestía la librea negra y plateada de los guardias de Minas Tirith, y el otro de verde y de blanco. Y Sam se preguntó qué harían dos mozalbetes como aquellos en un ejército de hombres fuertes y poderosos. Y entonces, cuando se acercaron, los vio de pronto más claramente, y exclamó:

—¡Mire, señor Frodo! ¡Mire! ¿No es Pippin ? ¡El señor Peregrin Tuk, tendría que decir, y el señor Merry! ¡Cuánto han crecido! ¡Córcholis! Veo que además de la nuestra hay otras historias para contar.

—Claro que las hay—dijo Pippin volviéndose hacia él—. Y empezaremos no bien termine este festín. Mientras tanto, puedes probar suerte con Gandalf. Ya no es tan misterioso como antes, aunque ahora se ríe más de lo que habla. Por el momento, Merry y yo estamos ocupados. Somos caballeros de la ciudad y de la Marca, como espero habrás notado.

 

Concluyó al fin el día de júbilo; y cuando el sol desapareció y la luna subió redonda y lenta sobre las brumas del Anduin, y centelleó a través del follaje inquieto, Frodo y Sam se sentaron bajo los árboles susurrantes, allí en la hermosa y perfumada tierra de Ithilien; y hasta muy avanzada la noche conversaron con Merry y Pippin y Gandalf, y pronto se unieron a ellos Legolas y Gimli. Allí fue donde Frodo y Sam oyeron buena parte de cuanto le había ocurrido a la Compañía, desde el día infausto en que se habían separado en Parth Galen, cerca de las cascadas del Rauros; y siempre tenían otras cosas que preguntarse, nuevas aventuras que narrar.

Los orcos, los árboles parlantes, las praderas de leguas interminables, los jinetes al galope, las cavernas relucientes, las torres blancas y los palacios de oro, las batallas y los altos navíos surcando las aguas, todo desfiló ante los ojos maravillados de Sam. Sin embargo, entre tantos y tantos prodigios, lo que más le asombraba era la estatura de Merry y de Pippin; y los medía, comparándolos con Frodo y con él mismo, y se rascaba la cabeza. —¡Esto sí que no lo entiendo, a la edad de ustedes!—dijo—. Pero lo que es cierto es cierto, y ahora miden tres pulgadas [casi 8 centímetros] más de lo normal. O yo soy un enano.

—Eso sí que no—dijo Gimli—. Pero ¿no os lo previne? Los mortales no pueden beber los brebajes de los ents y pensar que no les hará más efecto que un jarro de cerveza.

—¿Brebajes de los ents?—dijo Sam—. Ahora vuelve a mencionar a los ents. Pero ¿qué son? No alcanzo a comprenderlo. Pasarán semanas y semanas antes que hayamos aclarado todo esto.

—Semanas por cierto—dijo Pippin—. Y luego habrá que encerrar a Frodo en una torre de Minas Tirith para que lo ponga todo por escrito. De lo contrario se olvidará de la mitad, y el pobre viejo Bilbo tendrá una tremenda decepción.

 

Al cabo Gandalf se levantó. —Las manos del rey son las de un curador, mis queridos amigos—dijo—. Pero antes que él os llamara, recurriendo a todo su poder para llevaros al dulce olvido del sueño, estuvisteis al borde de la muerte. Y aunque sin duda habéis dormido largamente y en paz, ya es hora de ir a dormir de nuevo.

—Y no sólo Sam y Frodo—dijo Gimli—, sino también tú, Pippin. Te quiero mucho, aunque sólo sea por las penurias que me has causado, y que no olvidaré jamás. Tampoco me olvidaré de cuando te encontré en la cresta de la colina en la última batalla. Sin Gimli el enano, te habrías perdido. Pero ahora al menos sé reconocer el pie de un hobbit, aunque sea la única cosa visible en medio de un montón de cadáveres. Y cuando libré tu cuerpo de aquella carroña enorme, creí que estabas muerto. Poco faltó para que me arrancara las barbas. Y hace apenas un día que estás levantado y que saliste por primera vez. Así que ahora te irás a la cama. Y yo también.

—Y yo—dijo Legolas—iré a caminar por los bosques de esta tierra hermosa, que para mí es descanso suficiente. En días por venir, si el señor de los elfos lo permite, algunos de nosotros vendremos a morar aquí, y cuando lleguemos estos lugares serán bienaventurados, por algún tiempo. Por algún tiempo: un mes, una vida, un siglo de los hombres. Pero el Anduin está cerca, y el Anduin conduce al mar. ¡Al mar!

 

¡Al mar, al mar! Claman las gaviotas blancas.

El viento sopla y la espuma blanca vuela.

Lejos al oeste se pone el sol redondo.

Navío gris, navío gris ¿no escuchas la llamada,

las voces de los míos que antes que yo partieron?

Partiré, dejaré los bosques donde vi la luz;

nuestros días se acaban, nuestros años declinan.

Surcaré siempre solo las grandes aguas.

Largas son las olas que se estrellan en la playa última,

dulces son las voces que me llaman desde la isla perdida.

En Eressëa, el hogar de los elfos que los hombres nunca descubrirán.

Donde las hojas no caen: la tierra de los míos para siempre.[27]

Y así, cantando, Legolas se alejó colina abajo.

 

Entonces también los otros se separaron, y Frodo y Sam volvieron a sus lechos y durmieron. Y por la mañana se levantaron, tranquilos y esperanzados, y se quedaron muchos días en Ithilien. Y desde el campamento, instalado ahora en el Campo de Cormallen, en las cercanías de Henneth Annûn, oían por la noche el agua que caía impetuosa por las cascadas y corría susurrando a través de la puerta de roca para fluir por las praderas en flor y derramarse en las tumultuosas aguas del Anduin, cerca de la isla de Cair Andros. Los hobbits paseaban por aquí y por allá, visitando de nuevo los lugares donde ya habían estado; y Sam no perdía la esperanza de ver aparecer, entre la fronda de algún bosque o en un claro secreto, el gran olifante. Y cuando supo que muchas de aquellas bestias habían participado en la batalla de Gondor, y que todas habían sido exterminadas, lo lamentó de veras.

—Y bueno, uno no puede estar en todas partes al mismo tiempo—dijo—. Pero por lo que parece, me he perdido de ver un montón de cosas.

 

Entretanto el ejército se preparaba a regresar a Minas Tirith. Los fatigados descansaban y los heridos eran curados. Porque algunos habían tenido que luchar con denuedo antes de desbaratar la resistencia postrera de los hombres del este y del sur. Y los últimos en regresar fueron los hombres que habían entrado en Mordor, y destruido las fortalezas en el norte del país.

Pero por fin, cuando se aproximaba el mes de mayo, los capitanes del oeste se pusieron nuevamente en camino: levaron anclas en Cair Andros, y fueron por el Anduin aguas abajo hasta Osgiliath; allí se detuvieron un día; y al siguiente llegaron a los campos verdes del Pelennor, y volvieron a ver las torres blancas al pie del imponente Mindolluin, la ciudad de los hombres de Gondor, el último recuerdo de Oesternesse, que salvado del fuego y de la oscuridad había despertado a un nuevo día.

Y allí en medio de los campos levantaron las tiendas en espera de la mañana: pues era la Víspera de Mayo, y el rey entraría por las puertas a la salida del sol.

 


LXI.EL SENESCAL Y EL REY

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO V

La ciudad de Gondor había vivido en la incertidumbre y un gran miedo. El buen tiempo y el sol límpido parecían burlarse de los hombres que ya casi no tenían ninguna esperanza, y sólo aguardaban cada mañana noticias de perdición. El senescal había muerto abrasado por las llamas, muerto yacía el rey de Rohan en la Ciudadela, y el nuevo rey, que había entrado en la noche, había vuelto a partir a una guerra contra potestades demasiado oscuras y terribles para esperar poder doblegarlas sólo con el valor y la entereza. Y no se recibían noticias. Desde que el ejército partiera del valle de Morgul por el camino del norte, a la sombra de las montañas, ningún mensajero había regresado, ni habían llegado rumores de lo que acontecía en el este amenazante.

Cuando hacía apenas dos días que habían partido, la dama Éowyn rogó a las mujeres que la cuidaban que le trajesen sus ropas, y nadie pudo disuadirla: se levantó, y cuando la vistieron, con el brazo sostenido en un cabestrillo de lienzo, se presentó ante el mayoral de las Casas de Curación.

—Señor—dijo—, siento una profunda inquietud y no puedo seguir ociosa por más tiempo.

—Señora—respondió el mayoral—, aún no estáis curada, y se me encomendó que os atendiera con especial cuidado. No tendríais que haberos levantado hasta dentro de siete días, o esa fue en todo caso la orden que recibí. Os ruego que volváis a vuestra estancia.

—Estoy curada—dijo ella—, curada de cuerpo al menos, excepto el brazo izquierdo, que también mejora. Y si no tengo nada que hacer, volveré a enfermar. ¿No hay noticias de la guerra? Las mujeres no saben decirme nada.

—No tenemos noticias—dijo el mayoral—, excepto que los señores han llegado al valle de Morgul; y dicen que el nuevo capitán venido del norte es ahora el jefe. Es un gran señor, y un curador; extraño me parece que la mano que cura sea también la que empuña la espada. No ocurren cosas así hoy en Gondor, aunque fueran comunes antaño, si las antiguas leyendas dicen la verdad. Pero ahora, y desde hace largos años, nosotros los curanderos no hacemos otra cosa que reparar las desgarraduras causadas por los hombres de armas. Aunque sin ellos tendríamos ya trabajo suficiente: bastantes miserias y dolores hay en el mundo sin que las guerras vengan a multiplicarlos.

—Para que haya guerra, señor mayoral, basta con un enemigo, no dos—respondió Éowyn—. Y aún aquellos que no tienen espada pueden morir bajo una espada. ¿Querríais acaso que la gente de Gondor juntara sólo hierbas, mientras el Señor Oscuro junta ejércitos? Y no siempre lo bueno es estar curado del cuerpo. Ni tampoco es siempre lo malo morir en la batalla, aún con grandes sufrimientos. Si me fuera permitido, en esta hora oscura yo no vacilaría en elegir lo segundo.

El mayoral la miró. Éowyn estaba muy erguida, con los ojos brillantes en el rostro pálido, y el puño crispado cuando miraba a la ventana del este. El mayoral suspiró y movió la cabeza. Al cabo de un silencio, Éowyn volvió a hablar.

—¿No queda ya ninguna tarea que cumplir?—dijo—. ¿Quién manda en esta ciudad?

—No lo sé bien—respondió el mayoral—. No son asuntos de mi incumbencia. Hay un mariscal que capitanea a los jinetes de Rohan; y el señor Húrin, por lo que me han dicho, está al mando de los hombres de Gondor. Pero el señor Faramir es por derecho el senescal de la ciudad.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—En esta misma casa, señora. Fue gravemente herido, pero ahora ya está recobrándose. Sin embargo no sé...

—¿No me conduciríais ante él? Entonces sabréis.

 

El señor Faramir se paseaba a solas por el jardín de las Casas de Curación, y el sol lo calentaba y sentía que la vida le corría de nuevo por las venas; pero le pesaba el corazón, y miraba a lo lejos, en dirección al este, por encima de los muros. Acercándose a él, el mayoral lo llamó, y Faramir se volvió y vio a la dama Éowyn de Rohan; y se sintió conmovido y apenado, porque advirtió que estaba herida, y que había en ella tristeza e inquietud.

—Señor—dijo el mayoral—, esta es la dama Éowyn de Rohan. Cabalgó junto con el rey y fue malherida, y ahora se encuentra bajo mi custodia. Pero no está contenta y desea hablar con el senescal de la ciudad.

—No interpretéis mal estas palabras, señor—dijo Éowyn—. No me quejo porque no me atiendan. Ninguna casa podría brindar mejores cuidados a quienes buscan la curación. Pero no puedo continuar así, ociosa, indolente, enjaulada. Quise morir en la batalla. Pero no he muerto, y la batalla continúa.

A una señal de Faramir, el mayoral se retiró con una reverencia. —¿Qué querríais que hiciera, señora?—preguntó Faramir—. Yo también soy un prisionero en esta casa. —La miró, y como era hombre inclinado a la piedad sintió que la hermosura y la tristeza de Éowyn le traspasarían el corazón. Y ella lo miró, y vio en los ojos de él una grave ternura, y supo sin embargo, porque había crecido entre hombres de guerra, que se encontraba ante un guerrero a quien ninguno de los jinetes de la Marca podría igualar en la batalla.

—¿Qué deseáis?—le repitió Faramir—. Si está en mis manos, lo haré.

—Quisiera que le ordenaseis a este mayoral que me deje partir—respondió Éowyn; y si bien las palabras eran todavía arrogantes, el corazón le vaciló, y por primera vez dudó de sí misma. Temió que aquel hombre alto, a la vez severo y bondadoso, pudiese juzgarla caprichosa, como un niño que no tiene bastante entereza para llevar a cabo una tarea aburrida.

—Yo mismo dependo del mayoral—dijo Faramir—. Y todavía no he tomado mi cargo en la ciudad. No obstante, aun cuando lo hubiese hecho, escucharía los consejos del mayoral, y en cuestiones que atañen a su arte no me opondría a él, salvo en un caso de necesidad extrema.

—Pero yo no deseo curar—dijo ella—. Deseo partir a la guerra como mi hermano Éomer, o mejor aún como Théoden el rey, porque él ha muerto y ha conquistado a la vez honores y paz.

—Es demasiado tarde, señora, para seguir a los capitanes, aunque tuvierais las fuerzas necesarias—dijo Faramir—. Pero la muerte en la batalla aún puede alcanzarnos a todos, la deseemos o no. Y estaríais más preparada para afrontarla como mejor os parezca si mientras aún queda tiempo hicierais lo que ordena el mayoral. Vos y yo hemos de soportar con paciencia las horas de espera.

Éowyn no respondió, pero a Faramir le pareció que algo en ella se ablandaba, como si una escarcha dura comenzara a ceder al primer anuncio de la primavera. Una lágrima le resbaló por la mejilla como una gota de lluvia centelleante. La orgullosa cabeza se inclinó ligeramente. Luego dijo en voz muy queda, más como si hablara consigo misma que con él: —Pero los curadores pretenden que permanezca acostada siete días más—dijo—. Y mi ventana no mira al este. —La voz de Éowyn era ahora la de una muchacha joven y triste.

Faramir sonrió, aunque compadecido. —¿Vuestra ventana no mira al este?—dijo—. Eso tiene arreglo. Por cierto que daré órdenes al mayoral. Si os quedáis a nuestro cuidado en esta casa, señora, y descansáis el tiempo necesario, podréis caminar al sol en este jardín como y cuando queráis; y miraréis al este, donde ahora están todas nuestras esperanzas. Y aquí me encontraréis a mí, que camino y espero, también mirando al este. Aliviaríais mis penas si me hablarais, o si caminarais conmigo alguna vez.

Ella levantó entonces la cabeza y de nuevo lo miró a los ojos; y un ligero rubor le coloreó el rostro pálido. —¿Cómo podría yo aliviar vuestras penas, señor?—dijo—. No deseo la compañía de los vivos.

—¿Queréis una respuesta sincera?—dijo él.

—La quiero.

—Entonces, Éowyn de Rohan, os digo que sois hermosa. En los valles de nuestras colinas crecen flores bellas y brillantes, y muchachas aún más encantadoras; pero hasta ahora no había visto en Gondor ni una flor ni una dama tan hermosa, ni tan triste. Tal vez nos queden pocos días antes que la oscuridad se desplome sobre el mundo, y cuando llegue espero enfrentarla con entereza; pero si pudiera veros mientras el sol brilla aún, me aliviaríais el corazón. Porque los dos hemos pasado bajo las alas de la sombra, y la misma mano nos ha salvado.

—¡Ay, no a mí, señor!—dijo ella—. Sobre mí pesa todavía la sombra. ¡No soy yo quien podría ayudaros a curar! Soy una doncella guerrera y mi mano no es suave. Pero os agradezco que me permitáis al menos no permanecer encerrada en mi estancia. Por la gracia del senescal de la ciudad podré caminar al aire libre.

Y con una reverencia dio media vuelta y regresó a la casa. Pero Faramir continuó caminando a solas por el jardín durante largo rato, y ahora volvía los ojos más a menudo a la casa que a los muros del este.

 

Cuando estuvo de nuevo en su habitación, Faramir mandó llamar al mayoral e hizo que le contase todo cuanto sabía acerca de la dama de Rohan.

—Sin embargo, señor—dijo el mayoral—, mucho más podría deciros sin duda el mediano que está con nosotros; porque él era parte de la comitiva del rey, y según dicen estuvo con la dama al final de la batalla.

Y Merry fue entonces enviado a Faramir, y mientras duró aquel día conversaron largamente, y Faramir se enteró de muchas cosas, más de las que Merry dijo con palabras; y le pareció comprender en parte la tristeza y la inquietud de Éowyn de Rohan. Y en el atardecer luminoso Faramir y Merry pasearon juntos por el jardín, pero no vieron a la dama aquella noche.

 

Pero a la mañana siguiente, cuando Faramir salió de las casas, la vio, de pie en lo alto de las murallas; estaba toda vestida de blanco y resplandecía al sol. La llamó, y ella descendió, y juntos pasearon por la hierba, y se sentaron a la sombra de un árbol verde, a ratos silenciosos, a ratos hablando. Y desde entonces volvieron a reunirse cada día. Y al mayoral, que los miraba desde la ventana, y que era un curador, se le alegró el corazón; verlos juntos aligeraba sus preocupaciones; y tenía la certeza de que en medio de los temores y presagios sombríos que en aquellos días oprimían a todos, ellos, entre los muchos que él cuidaba, mejoraban y ganaban fuerza hora tras hora.

Y llegó así el quinto día desde aquel en que la dama Éowyn fuera por primera vez a ver a Faramir; y de nuevo subieron juntos a las murallas de la ciudad y miraron en lontananza. Todavía no se habían recibido noticias y los corazones de todos estaban ensombrecidos. Ahora tampoco el tiempo se mostraba apacible. Hacía frío. Un viento que se había levantado durante la noche soplaba inclemente desde el norte, y aumentaba, y las tierras de alrededor estaban lóbregas y grises.

Se habían vestido con prendas de abrigo y mantos pesados, y la dama Éowyn estaba envuelta en un amplio manto azul, como una noche profunda de estío, adornado en el cuello y el ruedo con estrellas de plata. Faramir había mandado que trajeran el manto y se lo había puesto a ella sobre los hombros; y la vio hermosa y una verdadera reina allí de pie junto a él. Lo habían tejido para Finduilas de Amroth, la madre de Faramir, muerta en la flor de la vida, y era para él como un recuerdo de una dulce belleza lejana, y de su primer dolor. Y el manto le parecía adecuado a la hermosura y la tristeza de Éowyn.

Pero ella se estremeció de pronto bajo el manto estrellado, y miró al norte, más allá de las tierras grises, de cara al viento frío, donde el cielo era límpido y yerto.

—¿Qué buscáis, Éowyn?—preguntó Faramir.

—¿No queda acaso en esa dirección la Puerta Negra?—dijo ella—. ¿Y no estará él por llegar allí? Siete días hace que partió.

—Siete días—dijo Faramir—. No penséis mal de mí si os digo: a mí me han traído a la vez una alegría y una pena que ya no esperaba conocer. La alegría de veros; pero pena, porque los temores y las dudas de estos tiempos funestos se han vuelto más sombríos que nunca. Éowyn, no quisiera que este mundo terminase ahora, y perder tan pronto lo que he encontrado.

—¿Perder lo que habéis encontrado, señor?—respondió ella; y clavó en él una mirada grave pero bondadosa. —Ignoro qué habéis encontrado en estos días, y qué podríais perder. Pero os lo ruego, no hablemos de eso, amigo mío. ¡No hablemos más! Estoy al borde de un terrible precipicio y en el abismo que se abre a mis pies, la oscuridad es profunda, y no sé si a mis espaldas hay alguna luz. Porque aún no puedo volverme. Espero un golpe del destino.

—Sí, esperemos el golpe del destino—dijo Faramir. Y no hablaron más; y mientras permanecían allí, de pie sobre el muro, les pareció que el viento moría, que la luz se debilitaba y se oscurecía el sol; que cesaban todos los rumores de la ciudad y las tierras cercanas: el viento, las voces, los reclamos de los pájaros, los susurros de las hojas; ni respirar se oían; hasta los corazones habían dejado de latir. El tiempo se había detenido.

Y mientras esperaban, las manos de los dos se encontraron y se unieron, aunque ellos no lo sabían. Y así siguieron, esperando sin saber qué esperaban. Entonces, de improviso, les pareció que por encima de las crestas de las montañas distantes se alzaba otra enorme montaña de oscuridad envuelta en relámpagos, se agigantaba y ondulaba como una marea que quisiera devorar el mundo. Un temblor estremeció la tierra y los muros de la ciudad trepidaron. Un sonido semejante a un suspiro se elevó desde los campos de alrededor, y de pronto los corazones les latieron de nuevo.

—Esto me recuerda a Númenor—dijo Faramir, y le asombró oírse hablar.

—¿Númenor?—repitió Éowyn.

—Sí—dijo Faramir—, el país de Oesternesse que se hundió en los abismos, y la enorme ola oscura que inundó todos los prados verdes y todas las colinas, y que avanzaba como una oscuridad inexorable. A menudo sueño con ella.

—¿Entonces creéis que ha llegado la oscuridad?—dijo Éowyn—. ¿La oscuridad inexorable?—Y en un impulso repentino se acercó a él.

—No—dijo Faramir mirándola a la cara—. Fue una imagen que tuve. No sé qué está pasando. La razón y la mente me dicen que ha ocurrido una terrible catástrofe y que se aproxima el fin de los tiempos. Pero el corazón me dice lo contrario; y siento los miembros ligeros, y una esperanza y una alegría que la razón no puede negar. ¡Éowyn, Éowyn, blanca dama de Rohan!, no creo en esta hora que ninguna oscuridad dure mucho. —Y se inclinó y le besó la frente.

Y así permanecieron sobre los muros de la ciudad de Gondor, mientras se levantaba y soplaba un fuerte viento, que les agitó los cabellos mezclándolos en el aire, azabache y oro. Y la sombra se desvaneció y el velo que cubría el sol desapareció, y se hizo la luz; y las aguas del Anduin brillaron como la plata, y en todas las casas de la ciudad los hombres cantaban con una alegría cada vez mayor, aunque nadie sabía por qué.

Y antes que el sol se hubiera alejado mucho del cénit, una gran águila llegó volando desde el este, portadora de nuevas inesperadas de los señores del oeste, gritando:

 

¡Cantad ahora, oh gente de la Torre de Anor,

porque el reino de Sauron ha sucumbido para siempre,

y la Torre Oscura ha sido derruida!

¡Cantad y regocijaos, oh gente de la Torre de Guardia,

pues no habéis vigilado en vano,

y la Puerta Negra ha sido destruida,

y vuestro rey ha entrado por ella

trayendo la victoria!

Cantad y alegraos, todos los hijos del oeste,

porque vuestro rey retornará,

y todos los días de vuestra vida

habitará entre vosotros.

Y el árbol marchito volverá a florecer,

y él lo plantará en sitios elevados,

y bienaventurada será la ciudad.

¡Cantad, oh todos![28]

 

Y la gente cantaba en todos los caminos de la ciudad.

 

Los días que siguieron fueron dorados, y la primavera y el verano se unieron en los festejos de los campos de Gondor. Y desde Cair Andros llegaron jinetes veloces trayendo las nuevas de todo lo acontecido, y la ciudad se preparó a recibir al rey. Merry fue convocado y tuvo que partir con los carretones que llevaban víveres a Osgiliath, y de allí por agua hasta Cair Andros; pero Faramir no partió, pues como ya estaba curado había reclamado el mando y ahora era el senescal de la ciudad, aunque por poco tiempo; y tenía que ordenar todas las cosas para aquel que pronto vendría a reemplazarlo.

Tampoco partió Éowyn, a pesar del mensaje que le enviara su hermano rogándole que se reuniese con él en el Campo de Cormallen. Y a Faramir le sorprendió que se quedara, si bien ahora, atareado como estaba con tantos menesteres, tenía poco tiempo para verla; y ella seguía viviendo en las Casas de Curación, y caminaba sola por el jardín, y de nuevo tenía el rostro pálido, y parecía ser la única persona triste y dolorida en toda la ciudad. Y el mayoral de las Casas estaba preocupado, y habló con Faramir.

Entonces Faramir fue a buscarla, y de nuevo fueron juntos a los muros; y él le dijo: —Éowyn ¿por qué os habéis quedado aquí en vez de ir a los festejos de Cormallen del otro lado de Cair Andros, donde vuestro hermano os espera?

Y ella dijo: —¿No lo sabéis?

Pero él respondió: —Hay dos motivos posibles, pero cuál es el verdadero, no lo sé.

Y dijo ella: —No quiero jugar a las adivinanzas. ¡Hablad claro!

—Entonces, si eso es lo que queréis, señora—dijo él—, no vais porque sólo vuestro hermano mandó por vos, y ahora, admirar en su triunfo al señor Aragorn, el heredero de Elendil, no os causará ninguna alegría. O porque no voy yo, y deseáis permanecer cerca de mí. O quizá por los dos motivos, y vos misma no podéis elegir entre uno y otro. Éowyn ¿no me amáis, o no queréis amarme?

—Quería el amor de otro hombre—respondió ella—. Mas no quiero la piedad de ninguno.

—Lo sé—dijo Faramir—. Deseabais el amor del señor Aragorn. Pues era noble y poderoso, y queríais la fama y la gloria: elevaros por encima de las cosas mezquinas que se arrastran sobre la tierra. Y como un gran capitán a un joven soldado, os pareció admirable. Porque lo es, un señor entre los hombres, y el más grande de los que hoy existen. Pero cuando sólo recibisteis de él comprensión y piedad, entonces ya no quisisteis ninguna otra cosa, salvo una muerte gloriosa en el combate. ¡Miradme, Éowyn!

Y Éowyn miró a Faramir largamente y sin pestañear; y Faramir dijo: —¡No desdeñéis la piedad, que es el don de un corazón generoso, Éowyn! Pero yo no os ofrezco mi piedad. Pues sois una dama noble y valiente y habéis conquistado sin ayuda una gloria que no será olvidada; y sois tan hermosa que ni las palabras de la lengua de los elfos podrían describiros, y yo os amo. En un tiempo tuve piedad por vuestra tristeza. Pero ahora, aunque no tuvierais pena alguna, ningún temor, aunque nada os faltase y fuerais la bienaventurada reina de Gondor, lo mismo os amaría. Éowyn ¿no me amáis?

Entonces algo cambió en el corazón de Éowyn, o acaso ella comprendió al fin lo que ocurría en él. Y desapareció el invierno que la habitaba, y el sol brilló en ella.

—Esta es Minas Anor, la Torre del sol—dijo—, y ¡mirad! ¡La sombra ha desaparecido! ¡Ya nunca más volveré a ser una doncella guerrera, ni rivalizaré con los grandes caballeros, ni gozaré tan sólo con cantos de matanza! Seré una curadora, y amaré todo cuanto crece, todo lo que no es árido. —Y miró de nuevo a Faramir. —Ya no deseo ser una reina—dijo.

Entonces Faramir rio, feliz. —Eso me parece bien—dijo—, porque yo no soy un rey. Y me casaré con la dama blanca de Rohan, si ella consiente. Y si ella consiente, cruzaremos el río y en días más venturosos viviremos en la bella Ithilien y cultivaremos un jardín. Y en él todas las cosas crecerán con alegría, si la dama blanca consiente.

—¿Habré entonces de abandonar a mi propio pueblo, hombre de Gondor?—dijo ella—. ¿Y querríais que vuestro orgulloso pueblo dijera de vos: «¡Allá va un señor que ha domado a una doncella guerrera del norte! ¿No había acaso ninguna mujer de la raza de Númenor que pudiera elegir?»

—Lo querría, sí—dijo Faramir. Y la tomó en los brazos y la besó a la luz del sol, y no le preocupó que estuvieran en lo alto de los muros y a la vista de muchos. Y muchos los vieron por cierto, y vieron la luz que brillaba sobre ellos cuando descendían de los muros tomados de la mano y se encaminaban a las Casas de Curación.

Y Faramir dijo al mayoral de las Casas: —Aquí veis a la dama Éowyn de Rohan, y ahora está curada.

Y el mayoral dijo: —Entonces la libro de mi custodia y le digo adiós, y ojalá nunca más sufra heridas ni enfermedades. La confío a los cuidados del senescal de la ciudad, hasta el regreso de su hermano.

Pero Éowyn dijo: —Sin embargo, ahora que me han autorizado a partir, quisiera quedarme. Porque de todas las moradas, ésta se ha convertido para mí en la más venturosa. —Y allí permaneció hasta el regreso del rey Éomer.

 

Ya todo estaba pronto en la ciudad; y había un gran concurso de gente, pues la noticia había llegado a todos los ámbitos del reino de Gondor, desde el Min-Rimmon hasta los Pinnath Gelin y las lejanas costas del mar; y todos aquellos que pudieron hacerlo se apresuraron a encaminarse a la ciudad. Y la ciudad se llenó una vez más de mujeres y de niños hermosos que volvían a sus hogares cubiertos de flores, y de Dol Amroth acudieron los tocadores de arpa más virtuosos de todo el país; y hubo tocadores de viola y de flauta y de cuernos de plata; y cantores de voces claras venidos de los valles de Lebennin.

Por fin un día, al caer de la tarde pudieron verse desde lo alto de las murallas los pabellones levantados en el campo, y las luces nocturnas ardieron durante toda aquella noche mientras los hombres esperaban en vela la llegada del alba. Y cuando el sol despuntó sobre las montañas del este, ya no más envueltas en sombras, todas las campanas repicaron al unísono, y todos los estandartes se desplegaron y flamearon al viento; y en lo alto de la Torre Blanca de la Ciudadela, de argén resplandeciente como nieve al sol, sin insignias ni lemas, el estandarte de los senescales fue izado por última vez sobre Gondor.

Los capitanes del oeste condujeron entonces el ejército hacia la ciudad, y la gente los veía pasar, fila tras fila, como plata rutilante a la luz del amanecer. Y llegaron así al atrio, y allí, a unas doscientas yardas [183 metros] de la muralla, se detuvieron. Todavía no habían vuelto a colocar las puertas, pero una barrera atravesada cerraba la entrada a la ciudad, custodiada por hombres de armas engalanados con las libreas de color plata y negro, las largas espadas desenvainadas. Delante de aquella barrera aguardaban Faramir el senescal, y Húrin el Guardián de las Llaves, y otros capitanes de Gondor, y la dama Éowyn de Rohan con Elfhelm el mariscal y numerosos caballeros de la Marca; y a ambos lados de la puerta se había congregado una gran multitud ataviada con ropajes multicolores y adornada con guirnaldas de flores.

Ante las murallas de Minas Tirith quedaba pues un ancho espacio abierto, flanqueado en todos los costados por los caballeros y los soldados de Gondor y de Rohan, y por la gente de la ciudad y de todos los confines del país. Hubo un silencio en la multitud cuando de entre las huestes se adelantaron los dúnedain, de gris y plata; y al frente de ellos avanzó lentamente el señor Aragorn. Vestía cota de malla negra, cinturón de plata y un largo manto blanquísimo sujeto al cuello por una gema verde que centelleaba desde lejos; pero llevaba la cabeza descubierta, salvo una estrella en la frente sujeta por una fina banda de plata. Con él estaban Éomer de Rohan, y el príncipe Imrahil, y Gandalf, todo vestido de blanco, y cuatro figuras pequeñas que a muchos dejaron mudos de asombro.

—No, mujer, no son niños—le dijo Ioreth a su prima de Imloth Melui—. Son periain, del lejano país de los medianos, y príncipes de gran fama, dicen. Si lo sabré yo, que tuve que atender en las Casas a uno de ellos. Son pequeños, sí, pero valientes. Figúrate, prima: uno de ellos, acompañado sólo por su escudero, entró en la Tierra Tenebrosa, y allí luchó con el Señor Oscuro, y le prendió fuego a la Torre ¿puedes creerlo? O al menos ésa es la voz que corre por la ciudad. Ha de ser aquél, el que camina con nuestro rey, el señor Piedra de Elfo. Son amigos entrañables, por lo que he oído. Y el señor Piedra de Elfo es una maravilla: un poco duro cuando de hablar se trata, es cierto, pero tiene lo que se dice un corazón de oro; y manos de curador. «Las manos del rey son manos que curan», eso dije yo; y así fue como se descubrió todo. Y Mithrandir me dijo: «Ioreth, los hombres recordarán largo tiempo tus palabras, y...»

Pero Ioreth no pudo seguir instruyendo a su prima del campo, porque de pronto, a un solo toque de trompeta, hubo un silencio de muerte. Desde la puerta se adelantaron entonces Faramir y Húrin de las Llaves, y sólo ellos, aunque cuatro hombres iban detrás luciendo el yelmo de cimera alta y la armadura de la Ciudadela, y transportaban un gran cofre de lehethron negro con guarniciones de plata.

Al encontrarse con Aragorn en el centro del círculo, Faramir se arrodilló ante él y dijo: —El último senescal de Gondor solicita licencia para renunciar a su mandato. —Y le tendió una vara blanca; pero Aragorn tomó la vara y se la devolvió, diciendo: —Tu mandato no ha terminado, y tuyo será y de tus herederos mientras mi estirpe no se haya extinguido. ¡Cumple ahora tus obligaciones!

Entonces Faramir se levantó y habló con voz clara: —¡Hombres de Gondor, escuchad ahora al senescal del reino! He aquí que alguien ha venido por fin a reivindicar derechos de realeza. Ved aquí a Aragorn hijo de Arathorn, jefe de los dúnedain de Arnor, capitán del ejército del oeste, portador de la estrella del norte, el que empuña la espada que fue forjada de nuevo, aquel cuyas manos traen la curación, Piedra de Elfo, Elessar de la estirpe de Valandil, hijo de Isildur, hijo de Elendil de Númenor. ¿Lo queréis por rey y deseáis que entre en la ciudad y habite entre vosotros?

Y el ejército todo y el pueblo entero gritaron con una sola voz.

Y Ioreth le dijo a su prima: —Esto no es más que una de las ceremonias de la ciudad, prima; porque como te iba diciendo, él ya había entrado; y me dijo... —Y en seguida tuvo que callar, porque Faramir hablaba de nuevo.

—Hombres de Gondor, los sabios versados en las tradiciones dicen que la costumbre de antaño era que el rey recibiese la corona de manos de su padre, antes que él muriera; y si esto no era posible, él mismo iba a buscarla a la tumba del padre; no obstante, puesto que en este caso el ceremonial ha de ser diferente, e invocando mi autoridad de senescal, he traído hoy aquí de Rath Dínen la corona de Eärnur, el último rey, que vivió en la época de nuestros antepasados remotos.

Entonces los guardias se adelantaron, y Faramir abrió el cofre, y levantó una corona antigua. Tenía la forma de los yelmos de los Guardias de la Ciudadela, pero era más espléndida y enteramente blanca, y las alas laterales de perlas y de plata imitaban las alas de un ave marina, pues aquél era el emblema de los reyes venidos de los mares; y tenía engarzadas siete gemas de diamante, y alta en el centro brillaba una sola gema cuya luz se alzaba como una llama.

Aragorn tomó la corona en sus manos, y levantándola en alto, dijo:

Et Earello Endorenna utúlien. Sinome maruvan ar Híldinyar tenn'Ambarmetta!

Eran las palabras que había pronunciado Elendil al llegar a los mares en alas del viento: «Del Gran Mar he llegado a la Tierra Media. Y ésta será mi morada, y la de mis descendientes, hasta el fin del mundo.»

Entonces, ante el asombro de casi todos, en lugar de ponerse la corona en la cabeza, Aragorn se la devolvió a Faramir, diciendo: —Gracias a los esfuerzos y al valor de muchos entraré ahora en posesión de mi heredad. En prueba de gratitud quisiera que fuese el Portador del Anillo quien me trajera la corona, y Mithrandir quien me la pusiera, si lo desea: porque él ha sido el alma de todo cuanto hemos realizado, y esta victoria es en verdad su victoria.

Entonces Frodo se adelantó y tomó la corona de manos de Faramir y se la llevó a Gandalf; y Aragorn se arrodilló en el suelo y Gandalf le puso en la cabeza la corona blanca, y dijo:

—¡En este instante se inician los días del rey, y ojalá sean venturosos mientras perduren los tronos de los valar!

Y cuando Aragorn volvió a levantarse, todos lo contemplaron en profundo silencio, porque era como si se revelara ante ellos por primera vez. Alto como los reyes de los mares de la antigüedad, se alzaba por encima de todos los de alrededor; entrado en años parecía, y al mismo tiempo en la flor de la virilidad; y la frente era asiento de sabiduría, y las manos fuertes tenían el poder de curar; y estaba envuelto en una luz. Entonces Faramir gritó:

—¡He aquí el rey!

Y de pronto sonaron al unísono todas las trompetas; y el rey Elessar avanzó hasta la barrera, y Húrin de las Llaves la levantó; y en medio de la música de las arpas y las violas y las flautas y el canto de las voces claras, el rey atravesó las calles cubiertas de flores, y llegó a la Ciudadela y entró; y el estandarte del árbol y las estrellas fue desplegado en la torre más alta, y así comenzó el reinado del rey Elessar, que inspiró tantas canciones.

Durante su reinado la ciudad llegó a ser más bella que nunca, más aún que en los días de su primitiva gloria; y hubo árboles y fuentes por doquier, y las puertas fueron de acero y de mithril, y las calles pavimentadas con mármol blanco; allí iba a trabajar la gente de la montaña, y para los habitantes de los bosques visitarla era una alegría; y todo fue saneado y mejorado, y las casas se llenaron de hombres y de mujeres y de risas de niños, y no hubo más ventanas ciegas ni patios vacíos; y luego del fin de la Tercera Edad del mundo, el esplendor y los recuerdos de los años idos perduraron en la memoria de la nueva Edad.

 

En los días que siguieron a la coronación, el rey se sentó en el trono del palacio de los reyes y dictó sentencias. Y llegaron embajadas de numerosos pueblos y países, del este y del sur, y desde los lindes del bosque Negro, y desde las Tierras Brunas del oeste. Y el rey perdonó a los hombres del este que se habían rendido, y los dejó partir en libertad, e hizo la paz con las gentes de Harad; y liberó a los esclavos de Mordor y les dio en posesión todas las tierras que se extendían alrededor del lago Nûrnen. Y numerosos soldados fueron conducidos ante él, a recibir alabanzas y recompensas, y finalmente el capitán de la guardia llevó a Beregond a presencia del rey, para que fuese juzgado.

Y el rey dijo a Beregond: —Por tu espada, Beregond, hubo sangre vertida en los Recintos Sagrados, donde eso está prohibido. Además, abandonaste tu puesto sin la licencia del señor o del capitán. Por estas culpas, el castigo en el pasado era la muerte. Por lo tanto he de pronunciar ahora tu sentencia.

»Quedas absuelto de todo castigo por tu valor en la batalla, y más aún porque todo cuanto hiciste fue por amor al señor Faramir. No obstante, tendrás que dejar la guardia de la Ciudadela y marcharte de la ciudad de Minas Tirith.

La sangre abandonó el semblante de Beregond, y con el corazón traspasado, inclinó la cabeza. Pero el rey continuó.

—Y así ha de ser, porque has sido destinado a la Compañía Blanca, la guardia de Faramir, príncipe de Ithilien, y serás su capitán, y en paz y con honores residirás en Emyn Arnen, al servicio de aquel por quien todo lo arriesgaste, para salvarlo de la muerte.

Y entonces Beregond, comprendiendo la clemencia y la justicia del rey, se sintió feliz, e hincándose le besó la mano, y partió alegre y satisfecho. Y Aragorn le dio a Faramir el principado de Ithilien, y le rogó que viviese en las colinas de Emyn Arnen, a la vista de la ciudad.

—Porque Minas Ithil—dijo—, en el valle de Morgul, será destruida hasta los cimientos, y aunque quizás un día sea saneada, ningún hombre podrá habitar allí hasta que pasen muchos años.

Por último Aragorn dio la bienvenida a Éomer de Rohan; y se abrazaron, y Aragorn dijo: —Entre nosotros no hablaremos de dar o recibir, ni de recompensas; porque somos hermanos. En buena hora partió Eorl cabalgando desde el norte, y nunca hubo entre pueblos una alianza más venturosa, en la que ni uno ni otro dejó ni dejará jamás de cumplir lo pactado. Ahora, como sabes, hemos puesto a Théoden el Glorioso en una tumba de los Recintos Sagrados, y allí podrá reposar para siempre entre los reyes de Gondor, si así lo deseas. O si prefieres, lo llevaremos a Rohan para que descanse entre su gente.

Y Éomer respondió: —Desde el día en que apareciste ante mí en las lomas, como brotado de la hierba verde, te he amado, y ese amor no se extinguirá. Mas ahora es menester que parta por algún tiempo, pues también en mi reino hay muchas cosas que sanear y ordenar. Y en cuanto al caído, cuando todo esté preparado, volveremos por él; mientras tanto dejémosle reposar aquí.

Y Éowyn le dijo a Faramir: —Ahora he de regresar a mi tierra, a contemplarla por última vez, y ayudar a mi hermano; pero cuando aquel a quien por largo tiempo amé como a un padre descanse al fin entre los suyos, volveré.

 

Así fueron pasando los días de regocijo; y en el octavo día de mayo los jinetes de Rohan se alistaron y partieron galopando por el camino del norte, y con ellos iban los hijos de Elrond. Apiñada a ambos lados de la carretera desde la puerta de la ciudad hasta los muros del Pelennor, la gente los aclamaba al pasar, rindiéndoles honores y alabanzas. Más tarde, todos los que habitaban lejos volvieron felices a sus hogares; pero en la ciudad había muchas manos dispuestas a construir y a reparar, y a borrar todas las cicatrices y rastros de la guerra y todos los recuerdos de la sombra.

Los hobbits aún permanecían en Minas Tirith, y con ellos Legolas y Gimli, porque Aragorn no se resignaba a que la Comunidad se disolviera. —Todo esto tendrá que terminar alguna vez—dijo—, pero me gustaría que os quedarais un tiempo más; la culminación de todo cuanto hemos hecho juntos no ha llegado aún. El día que he esperado durante todos los años de mi madurez se aproxima, y cuando llegue quiero tener a todos mis amigos junto a mí. —Pero nada más quiso decirles acerca de ese día.

El árbol blanco por Alan Lee


Los Compañeros del Anillo vivían en una casa hermosa junto con Gandalf, e iban y venían a su antojo por la ciudad. Y Frodo le dijo a Gandalf: —¿Sabes qué día es ése del que habla Aragorn? Porque aquí somos felices; y no deseo marcharme; pero pasan los días, y Bilbo está esperando; y mi hogar es La Comarca.

—En cuanto a Bilbo—dijo Gandalf—, también él está esperando ese día, y sabe qué te retiene aquí. Y en cuanto al correr de los días, todavía estamos en mayo y aún falta para el solsticio de verano; y aunque todo parece distinto, como si hubiera transcurrido una Edad del mundo, para los árboles y las hierbas no ha pasado un año desde que partisteis.

—Pippin—dijo Frodo—¿no decías que Gandalf estaba menos misterioso que antes? Seguramente estaría fatigado después de tanto esfuerzo. Ahora se está reponiendo.

Y Gandalf dijo: —A mucha gente le gusta saber de antemano qué se va a servir en la mesa; pero los que han trabajado en la preparación del festín prefieren mantener el secreto; pues la sorpresa hace más sonoras las palabras de elogio. Aragorn espera una señal.

 

Y hubo un día en el que los Compañeros no pudieron encontrar a Gandalf, y se preguntaron qué se estaría preparando. Pero en la oscuridad de la noche Gandalf salió con Aragorn de la ciudad, y lo condujo a la falda meridional del monte Mindolluin; y allí encontraron un sendero abierto en tiempos remotos que ahora pocos se atrevían a transitar. Pues subía hasta un paraje elevado de la montaña, un refugio que sólo los reyes visitaban. Y trepando por sendas escarpadas, llegaron a un altiplano bajo las nieves que coronaban los picos, y que dominaba el precipicio que se abría a espaldas de la ciudad. Y contemplaron las tierras, porque ya había despuntado el alba; y abajo en lontananza, semejantes a pinceles blancos tocados por los rayos del sol, vieron las torres de la ciudad, y el valle del Anduin se extendía como un huerto, y una bruma dorada velaba las montañas de la Sombra. De un lado alcanzaban a ver el color gris de los Emyn Muil, y los reflejos del Rauros eran como el centelleo de una estrella lejana; y del otro lado veían el río, que se extendía como una cinta hasta Pelargir, y más allá una luminosidad en el filo del horizonte que hablaba del mar.

Y Gandalf dijo: —He aquí tu reino, y el corazón del reino más grande de los tiempos futuros. La Tercera Edad del mundo ha terminado y se ha iniciado una nueva; y a ti te toca ordenar los comienzos y preservar todo cuanto sea posible. Pues aunque muchas cosas se han salvado, muchas otras habrán de perecer; también el poder de los Tres Anillos ha terminado. Y en todas las tierras que aquí ves, y en las de alrededor, habitarán los hombres. Pues se acercan los tiempos de la dominación de los hombres, y la antigua estirpe tendrá que partir o desaparecer.

—Eso lo sé muy bien, querido amigo—dijo Aragorn—, pero todavía necesito tu consejo.

—No por mucho tiempo ya—dijo Gandalf—. Mi tiempo era la Tercera Edad. Yo era el Enemigo de Sauron; y mi tarea ha concluido. Pronto habré de partir. En adelante, el peso recaerá sobre ti y los tuyos.

—Pero yo moriré—dijo Aragorn—. Porque soy un mortal, y aunque siendo quien soy y de la pura estirpe del oeste tendré una vida mucho más larga que los demás mortales, esto es sólo un breve momento; y cuando aquellos que ahora están en los vientres de las madres hayan nacido y envejecido, también a mí me llegará la vejez. ¿Y quién gobernará entonces a Gondor y a quienes aman a esta ciudad como a una reina, si mi deseo no se cumple? En el Patio del Manantial el árbol está aún marchito y estéril. ¿Cuándo veré la señal de que algún día cambiarán las cosas?

—Aparta la mirada del mundo verde, y vuélvela hacia todo cuanto parece yermo y frío—dijo Gandalf.

Y Aragorn volvió la cabeza, y vio a sus espaldas una pendiente rocosa que descendía desde la orilla de la nieve; y mientras miraba advirtió que algo crecía en medio del desierto; y bajó hasta allí, y vio que en el borde mismo de la nieve despuntaba el retoño de un árbol de apenas tres pies [1 metro] de altura. Ya tenía hojas jóvenes largas y delicadas, oscuras en la faz, plateadas en el dorso, y la copa esbelta estaba coronada por un pequeño racimo de flores, cuyos pétalos blancos resplandecían como la nieve al sol.

Aragorn exclamó entonces: —Ye! titúvienyest! ¡Lo he encontrado! ¡Mira! Un retoño del más anciano de los árboles. Mas ¿cómo ha crecido aquí? Porque no ha de tener ni siete años.

Y Gandalf se acercó, y lo miró, y dijo: —Es en verdad un retoño de la estirpe de Nimloth el hermoso; semilla de Galathilion, fruto de Telperion, el más anciano de los árboles, el de los muchos nombres. ¿Quién puede decir cómo ha llegado aquí, a la hora señalada? Pero este lugar es un antiguo sagrario, y antes de la extinción de los reyes, antes que el árbol se agostara en el patio, uno de sus frutos fue sin duda depositado aquí. Porque, aunque se ha dicho que el fruto del árbol rara vez madura, la vida que late en él puede permanecer aletargada largos años, y nadie puede prever el momento en que habrá de despertar. Recuerda mis palabras. Porque si alguna vez un fruto del árbol entra en sazón, tendrás que plantarlo, para que la estirpe no desaparezca del mundo para siempre. Aquí sobrevivió, escondido en la montaña, mientras la estirpe de Elendil sobrevivía oculta en los desiertos del norte. Pero la de Nimloth es más antigua que la tuya, rey Elessar.

Entonces Aragorn posó suavemente la mano en el retoño, y he aquí que parecía estar apenas hundido en la tierra, y lo levantó sin dañarlo, y lo llevó consigo a la Ciudadela. Y el árbol marchito fue arrancado de raíz, pero con reverencia; y no lo quemaron: lo llevaron a Rath Dínen, y allí lo depositaron, para que reposara en el silencio. Y Aragorn plantó el árbol nuevo en el patio al pie del Manantial, y pronto empezó a crecer, vigoroso y lozano, y cuando llegó el mes de junio estaba cubierto de flores.

—La señal ha llegado—dijo Aragorn, y el día ya no está lejos. —Y apostó centinelas en las murallas.

 

Era la víspera del solsticio de verano, y unos mensajeros llegaron desde Amon Dîn a la ciudad, anunciando que una espléndida cabalgata venía del norte, y se acercaba a los muros del Pelennor. Y el rey dijo: —Han llegado al fin. Que toda la ciudad se prepare.

Y esa misma noche, víspera del solsticio de verano, cuando el cielo era azul como el zafiro y las estrellas blancas aparecían en el este, y el oeste era todavía dorado, y el aire fragante y fresco, los jinetes llegaron por el camino del norte a las puertas de Minas Tirith. A la cabeza cabalgaban Elrohir y Elladan con un estandarte de plata; los seguían Glorfindel y Erestor y la gente de la casa de Rivendel, y detrás de ellos venían la dama Galadriel y Celeborn, señor de Lothlórien, montados en corceles blancos, con mantos grises, y gemas blancas en los cabellos; y por último el señor Elrond, poderoso entre los elfos y los hombres, llevando el cetro de Annúminas, y junto a él, montada en un palafrén gris, cabalgaba la hija de Elrond, Arwen, Estrella de la Tarde de su pueblo.

Y Frodo al verla llegar resplandeciente a la luz del atardecer, con las estrellas en la frente y envuelta en una dulce fragancia, quedó maravillado, y le dijo a Gandalf: —¡Al fin comprendo por qué hemos esperado! Esto es el fin. Ahora no sólo el día será bienamado, también la noche será bienaventurada y hermosa, y desaparecerán todos los temores.

Entonces el rey les dio la bienvenida, y los huéspedes se apearon de los caballos, y Elrond dejó el cetro, y puso en la mano del rey la mano de su hija, y así juntos se encaminaron a la Ciudad Alta, mientras en el cielo florecían las estrellas. Y en la Ciudad de los Reyes, en el día del solsticio de verano, Aragorn, rey Elessar, desposó a Arwen Undómiel, y así culminó la historia de una larga espera y muchos trabajos.

 


LXII.LA BATALLA EN VALLE Y EREBOR Y EN EL NORTE

 

CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA

[Gandalf dijo:]—No creo que cuando empezó [su búsqueda] tuviera Thorin verdaderas esperanzas de destruir a Smaug. No había la menor esperanza. Sin embargo, sucedió. Pero ¡ay!, Thorin no vivió para gozar de su triunfo y de su tesoro. El orgullo y la codicia pudieron más que él, a pesar de mi advertencia.

—Pero sin duda habría caído en la batalla de cualquier manera—dijo Frodo—. Los orcos lo habrían atacado, por generoso que hubiera sido Thorin con el tesoro.

—Eso es cierto—dijo Gandalf—. ¡Pobre Thorin! Fue un gran enano de una gran casa aún a pesar de sus defectos; y aunque cayó al final del viaje, fue en gran medida  gracias a él que el reino bajo la montaña quedó restaurado como yo deseaba. Pero Dáin Pie de Hierro fue un digno sucesor. Y ahora nos enteramos de que murió luchando también ante Erebor, mientras nosotros luchábamos aquí. Diría que es ésa una pérdida lamentable, pero sobre todo estoy asombrado de que a su avanzada edad pudiera todavía esgrimir el hacha como dicen que lo hacía, de pie junto al cuerpo del rey Brand ante las puertas de Erebor, hasta la caída de la noche.

»En verdad, todo podría haber sucedido de modo muy distinto. El ataque más importante se centró en el sur, es cierto; y, sin embargo, con su larga mano derecha Sauron podría haber hecho estragos en el norte mientras nosotros defendíamos Gondor, si el rey Brand y el rey Dáin no le hubieran interceptado el paso. Cuando penséis en la gran Batalla de Pelennor, no olvidéis la Batalla de Valle. Pensad en lo que podría haber sucedido. ¡Fuego de dragones y espadas salvajes en Eriador! Podría no haber reina en Gondor. Podríamos ahora no tener otra esperanza que volver de la victoria a la ruina y la ceniza. Pero eso se ha evitado: porque me encontré con Thorin Escudo de Roble una noche a comienzos de la primavera no lejos de Bree. Un encuentro casual, como decimos en la Tierra Media.

 

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES

(...)Después de la caída de la Torre Oscura y la desaparición de Sauron, la Sombra abandonó los corazones de aquellos que se le oponían, pero en cambio el miedo y la desesperación cayeron sobre sirvientes y aliados. Tres veces Lórien había sido atacada desde Dol Guldur, pero además del valor de ese pueblo élfico, el poder que había en esa tierra era demasiado grande para que alguien pudiera conquistarla, a no ser que Sauron hubiera ido allí él mismo. Aunque los hermosos bosques de las fronteras fueron tristemente dañados, se rechazaron los asaltos; y cuando la Sombra partió, Celeborn avanzó y llevó al ejército de Lórien por sobre el Anduin en muchos botes. Se apoderaron de Dol Guldur y Galadriel derribó los muros y dejó al desnudo las mazmorras, y el bosque quedó limpio.

En el norte también había habido guerra y males. El reino de Thranduil fue invadido, y hubo una prolongada batalla bajo los árboles y una gran ruina provocada por el fuego; pero al fin Thranduil obtuvo la victoria. Y en el día de Año Nuevo de los elfos, Celeborn y Thranduil se encontraron en medio del bosque; y dieron al bosque Negro el nuevo nombre de Eryn Lasgalen, el bosque de las Hojas Verdes. Thranduil prefirió reinar sobre toda la región septentrional hasta las montañas que se levantan en el bosque; y Celeborn escogió todo el bosque austral bajo los Estrechos, y lo llamó Lórien Oriental; y el ancho bosque que separaba estas dos regiones le fue dado a los beórnidas y a los hombres del bosque. Pero pocos años después de que Galadriel dejara la Tierra Media, Celeborn se cansó del reino y fue a Imladris a vivir con los hijos de Elrond. En el bosque Verde nada perturbó la vida de los elfos silvanos, pero en Lórien sólo quedaron unos pocos de los anteriores habitantes, y no hubo ya luz ni canciones en Caras Galadhon.

 

En el tiempo en que los grandes ejércitos sitiaban Minas Tirith, una hueste de los aliados de Sauron que venían amenazando desde hacía mucho las fronteras del rey Brand, cruzó el río Carnen, y Brand fue obligado a retroceder hasta Valle. Allí recibió ayuda de los enanos de Erebor; y tuvo lugar la gran batalla al pie de las montañas. Duró tres días, pero al final tanto el rey Brand como el rey Dáin Pie de Hierro resultaron muertos, y los hombres del este obtuvieron la victoria. Pero no pudieron tomar las puertas, y muchos, tanto enanos como hombres, se refugiaron en Erebor, y resistieron allí.

Cuando llegaron nuevas de las grandes victorias en el sur, el ejército septentrional de Sauron sintió un gran desánimo, y los sitiados salieron y lo pusieron en desordenada fuga, y el resto huyó al este y ya nunca más perturbó Valle. Entonces Bard II, hijo de Brand, se convirtió en rey de Valle, y Thorin III Yelmo de Piedra, hijo de Dáin, se convirtió en el rey bajo la montaña. Enviaron sus embajadores a la coronación del rey Elessar; y desde entonces los dos reinos fueron siempre amigos de Gondor, mientras duraron, y estuvieron bajo la corona y la protección del rey del oeste. (…)

 


LXIII.MUCHAS SEPARACIONES

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO VI

Cuando al fin terminaron los días de regocijo, los Compañeros pensaron en el regreso. Y Frodo fue a ver al rey, y lo encontró sentado junto al Manantial con la reina Arwen; y ella cantaba una canción de Valinor, y mientras tanto el árbol crecía y florecía. Recibieron de buen grado a Frodo, y se levantaron para saludarlo; y Aragorn dijo:

—Sé lo que has venido a decirme, Frodo: deseas volver a tu casa. Y bien, entrañable amigo, el árbol crece mejor en la tierra de sus antepasados; pero siempre serás bienvenido en todos los países del oeste. Y aunque en las antiguas gestas de los grandes tu pueblo haya conquistado poca fama, de ahora en adelante tendrá más renombre que muchos vastos reinos hoy desaparecidos.

—Es verdad que deseo volver a La Comarca—dijo Frodo—. Pero antes quiero pasar por Rivendel. Porque si bien nada pudo faltarme en días tan colmados de bendiciones, he echado de menos a Bilbo; y en verdad me quedé triste cuando vi que no llegaba con la comitiva de Elrond.

—¿Acaso te ha sorprendido, Portador del Anillo?—dijo Arwen—: Porque tú conoces el poder del objeto que ha sido destruido; y todo cuanto fue creado por él está desapareciendo ahora. Pero tu pariente tuvo el Anillo más tiempo que tú, y ahora es un anciano para los suyos; y te espera, pues ya nunca más hará un largo viaje, excepto el último.

—En ese caso pido licencia para partir cuanto antes—dijo Frodo.

—Partiremos dentro de siete días—dijo Aragorn—. Porque yo haré con vosotros buena parte del camino, hasta el país de Rohan. Dentro de tres días regresará Éomer y se llevará a Théoden a que repose en la Marca, y nosotros lo acompañaremos para honrar al caído. Pero ahora, antes de tu partida, deseo confirmarte lo que antes te dijo Faramir: eres libre para siempre en el reino de Gondor, al igual que todos tus compañeros. Y si hubiera presentes dignos de vuestras hazañas, os los daré; pero si deseáis alguna cosa, podéis llevarla; y cabalgaréis con los honores y la pompa de los príncipes de este reino.

Pero la reina Arwen dijo: —Yo te haré un regalo. Porque soy la hija de Elrond. No partiré con él cuando se encamine a los Puertos porque mi elección es la de Lúthien, y como ella he elegido a la vez lo dulce y lo amargo. Pero tú podrás partir en mi lugar, Portador del Anillo, si cuando llegue la hora ése es tu deseo. Si los daños aún te duelen, y si la carga aún te pesa en la memoria, podrás cruzar al Oeste, hasta que todas tus heridas y pesares hayan cicatrizado. Pero ahora lleva esto en recuerdo de Piedra de Elfo y de Estrella de la Tarde, que ya siempre serán parte de tu vida.

Y quitándose una gema blanca como una estrella que le pendía sobre el pecho engarzada en una cadena de plata, la puso alrededor del cuello de Frodo. —Cuando los recuerdos del miedo y de la oscuridad te atormenten—dijo—, esto podrá ayudarte.

 

Tres días después, tal como lo anunciara el rey, Éomer de Rohan llegó cabalgando a la ciudad, escoltado por un éored de los más nobles caballeros de la Marca. Fue recibido con grandes agasajos, y cuando todos se sentaron a la mesa en Merethrond, el Gran Salón de los Festines, vio la belleza de las damas y quedó maravillado. Y antes de irse a descansar mandó buscar a Gimli el enano, y le dijo: —Gimli hijo de Glóin, ¿tienes tu hacha preparada?

—No, señor—dijo Gimli—, pero puedo ir a buscarla en seguida, si es menester.

—Tú mismo lo juzgarás—dijo Éomer—. Porque aún quedan pendientes entre nosotros ciertas palabras irreflexivas a propósito de la dama del bosque de Oro. Y ahora la he visto con mis propios ojos.

—Y bien, señor—dijo Gimli—, ¿qué opinas ahora?

—¡Ay!—dijo Éomer—. No diré que es la dama más hermosa de todas cuantas viven.

—Entonces tendré que ir en busca de mi hacha—dijo Gimli.

—Pero antes he de alegar una disculpa—dijo Éomer—. Si la hubiera visto en otra compañía, habría dicho todo cuanto tú quisieras. Pero ahora pondré en primer lugar a la reina Arwen Estrella de la Tarde, y estoy dispuesto a desafiar a quienquiera que se atreva a contradecirme. ¿Haré traer mi espada?

Entonces Gimli saludó a Éomer inclinándose en una reverencia. —No, por lo que a mí toca, estás disculpado, señor—dijo—. Tú has elegido la tarde; pero yo he entregado mi amor a la mañana. Y el corazón me dice que pronto desaparecerá para siempre.

 

Llegó por fin el día de la partida, y una comitiva brillante y numerosa se preparó para cabalgar rumbo al norte. Los reyes de Gondor y Rohan fueron entonces a los Recintos Sagrados y llegaron a las tumbas de Rath Dínen, y llevaron al rey Théoden en un féretro de oro, y en silencio atravesaron la ciudad; y depositaron el féretro en un gran carruaje, flanqueado por los jinetes de Rohan y precedido por el estandarte; y Merry, por ser el escudero de Théoden, viajó en el carruaje acompañando las armas del rey.

A los otros Compañeros les trajeron caballos adecuados a la estatura de cada uno; y Frodo y Samsagaz cabalgaban a los flancos de Aragorn, y Gandalf iba montado en Sombragrís, y Pippin con los caballeros de Gondor; y Legolas y Gimli como siempre, cabalgaban juntos en la grupa de Arod.

De aquella cabalgata participaban también la reina Arwen, y Celeborn y Galadriel con su gente, y Elrond y sus hijos; y los príncipes de Dol Amroth y de Ithilien, y numerosos capitanes y caballeros. Jamás un rey de la Marca había marchado con un séquito como el que acompañó a Théoden hijo de Thengel a la tierra de los antepasados.

Sin prisa y en paz atravesaron Anórien, y llegaron al bosque Gris al pie del Amon Dîn; y allí oyeron sobre las colinas un redoble como de tambores, aunque no se veía ninguna criatura viviente. Entonces Aragorn hizo sonar las trompetas; y los heraldos pregonaron:

—¡Escuchad! ¡Ha venido el rey Elessar! ¡A Ghân-buri-Ghân y a los suyos les da para siempre la floresta de Drúadan; y que en adelante ningún hombre entre ahí si ellos no lo autorizan!

El redoble de tambores creció un momento, y luego calló.

 

Por fin y al cabo de quince jornadas el carruaje que transportaba al rey Théoden cruzó los prados verdes de Rohan y llegó a Edoras; y allí todos descansaron. El Castillo de Oro había sido engalanado con hermosas colgaduras y había luces en todas partes, y en aquellos salones se celebró el festín más fastuoso que allí se hubiera conocido. Porque pasados tres días, los hombres de la Marca prepararon los funerales de Théoden, y lo depositaron en una casa de piedra con las armas y muchos otros objetos hermosos que él había tenido, y sobre la casa levantaron un gran túmulo, y lo cubrieron de arriates de hierba verde y de blancos nomeolvides. Y ahora había ocho túmulos en el ala oriental del campo tumulario.

Entonces los jinetes de la escolta del rey cabalgaron alrededor del túmulo montados en caballos blancos, y cantaron a coro una canción que la gesta de Théoden hijo de Thengel había inspirado a Gléowine, el hacedor de canciones, y que fue la última que compuso en vida. Las voces lentas de los jinetes conmovieron aún a aquellos que no comprendían la lengua del país; pero las palabras de la canción encendieron los ojos de la gente de la Marca, pues volvían a oír desde lejos el trueno de los cascos del norte, y la voz de Eorl elevándose por encima de los gritos y el fragor de la batalla en el Campo de Celebrant[29]; y proseguía la historia de los reyes, y el cuerno de Helm resonaba en las montañas, hasta que caía la oscuridad, y el rey Théoden se erguía y galopaba hacia el fuego a través de la sombra, y moría con gloria y esplendor mientras el sol, retornando de más allá de la esperanza, resplandecía en la mañana sobre el Mindolluin.

 

Salido de la duda, libre de las tinieblas,

cantando al sol galopó hacia el amanecer, desnudando la espada;

encendió una nueva esperanza, y murió esperanzado;

fue más allá de la muerte, el miedo y el destino;

dejó atrás la ruina, y la vida, y entró en la larga gloria.[30]

 

Pero Merry lloraba al pie del túmulo verde, y cuando la canción terminó, se incorporó y gritó:

—¡Théoden rey! ¡Théoden rey! Como un padre fuiste para mí, por poco tiempo. ¡Adiós!

 

Terminados los funerales, cuando cesó el llanto de las mujeres y Théoden reposó al fin en paz bajo el túmulo, la gente se reunió en el Castillo de Oro para el gran festín y dejó de lado la tristeza; porque Théoden había vivido largos años y había acabado sus días con tanta gloria como los más insignes de la estirpe. Y cuando llegó la hora de beber en memoria de los reyes, como era costumbre en la Marca, Éowyn dama de Rohan se acercó a Éomer y le puso en la mano una copa llena.

Entonces un hacedor versado en las tradiciones se levantó y fue enunciando uno a uno y en orden los nombres de todos los señores de la Marca: Eorl el Joven; y Brego el Constructor del Palacio; y Aldor hermano de Baldor el Infortunado; y Fréa, y Fréawine, y Goldwine, y Déor, y Gram; y Helm, el que permaneció oculto en el abismo de Helm cuando invadieron la Marca; y así fueron nombrados todos los túmulos del ala occidental, pues en aquella época el linaje se había interrumpido, y luego fueron enumerados los túmulos del ala oriental: Fréaláf, hijo de la hermana de Helm, y Léofa, y Walda, y Folca, y Folcwine, y Fengel y Thengel, y finalmente Théoden.[31] Y cuando Théoden fue nombrado, Éomer vació la copa. Éowyn pidió entonces a los servidores que llenaran las copas, y todos los presentes se pusieron de pie y bebieron y brindaron por el nuevo rey, exclamando: —¡Salve, Éomer, rey de la Marca!

 

Y más tarde, cuando ya la fiesta concluía, Éomer se levantó y dijo: —Este es el festín funerario de Théoden rey; pero antes de separarnos quiero anunciaros una noticia feliz, pues sé que a él no le disgustaría que yo así lo hiciera, ya que siempre fue un padre para Éowyn mi hermana. Escuchad, todos mis invitados, noble y hermosa gente de numerosos reinos, como jamás se viera antes congregada en este palacio: ¡Faramir, senescal de Gondor y príncipe de Ithilien pide la mano de Éowyn dama de Rohan, y ella se la concede de buen grado! Y aquí mismo celebrarán la boda ante todos nosotros.

Y Faramir y Éowyn se adelantaron y se tomaron de la mano; y todos los presentes brindaron por ellos y estaban contentos. —De este modo—dijo Éomer—la amistad entre la Marca y Gondor queda sellada con un nuevo vínculo, y esto me regocija todavía más.

—No eres avaro por cierto, Éomer—dijo Aragorn—, al dar así a Gondor lo más hermoso de tu reino.

Entonces Éowyn miró a Aragorn a los ojos, y dijo: —¡Deséame ventura, mi señor y curador!

Y él respondió: —Siempre te deseé ventura desde el día en que te conocí. Y verte ahora feliz cura una herida en mi corazón.

 

Cuando la fiesta concluyó, los huéspedes que tenían que irse se despidieron del rey Éomer. Aragorn y sus caballeros, y la gente de la casa de Lórien y de Rivendel se prepararon para la partida; pero Faramir e Imrahil quedaron en Edoras; y también Arwen Estrella de la Tarde, y despidió a sus hermanos. Nadie presenció el último encuentro de ella y Elrond, pues subieron a las colinas y allí hablaron a solas largamente, y amarga fue aquella separación que duraría hasta más allá del fin del mundo.

Poco antes de la hora de la partida, Éomer y Éowyn se acercaron a Merry y le dijeron: —Hasta la vista ahora, Meriadoc de La Comarca y Amigo de la Marca. Cabalga hacia la ventura, y luego cabalga de vuelta, pues aquí siempre serás bienvenido.

Y Éomer dijo: —Los reyes de antaño te habrían hecho tantos presentes por tus hazañas en los campos de Mundburgo, que un carromato no habría bastado para transportarlos; pero tú dices que sólo quieres llevar las armas que te fueron dadas. Respeto tu voluntad, porque nada puedo ofrecerte que sea digno de ti; pero mi hermana te ruega que aceptes este pequeño regalo, en memoria de Dernhelm y de los cuernos de la Marca al despuntar el día.

Entonces Éowyn le dio a Merry un cuerno antiguo, con un tahalí verde; era pequeño pero estaba hábilmente forjado, todo en hermosa plata; y los artífices habían grabado en él unos jinetes al galope en una línea que descendía en espiral desde la boquilla al pabellón, y runas de altas virtudes.

—Es una reliquia de nuestra casa—dijo Éowyn—. Fue forjado por los enanos, y formaba parte del botín de Scatha el Gusano. Eorl el Joven lo trajo del norte. Aquel que lo sople en una hora de necesidad, despertará temor en el corazón de los enemigos y alegría en el de los amigos, y ellos lo oirán y acudirán.

Merry tomó entonces el cuerno, pues no podía rehusarlo, y besó la mano de Éowyn; y ellos lo abrazaron, y así se separaron aquella vez.

Ya los huéspedes estaban prontos para la partida; y luego de beber el vino del estribo, con grandes alabanzas y demostraciones de amistad, emprendieron la marcha, y al cabo de algún tiempo llegaron al abismo de Helm, y allí descansaron dos días. Legolas cumplió entonces la promesa que le había hecho a Gimli, y fue con él a las Cavernas Centelleantes; y volvió silencioso, y dijo que sólo Gimli era capaz de encontrar palabras apropiadas para describir las cavernas. —Y nunca hasta ahora un enano había derrotado a un elfo en un torneo de elocuencia—añadió—. ¡Pero ahora iremos a Fangorn e igualaremos los tantos!

 

Partiendo de la hondonada del abismo cabalgaron hasta Isengard, y allí vieron los asombrosos trabajos que habían llevado a cabo los ents. El círculo de piedras había desaparecido, y las tierras antes cercadas se habían transformado en un jardín de árboles y huertas, y por él corría un arroyo, pero en el centro había un lago de agua clara, y allí se levantaba aún, alta e inexpugnable, la torre de Orthanc, y la roca negra se reflejaba en el estanque.

Los viajeros se sentaron a descansar en el sitio en que antes se alzaban las antiguas puertas de Isengard; allí se erguían ahora dos árboles altos, como centinelas a la entrada del sendero bordeado de vegetación que conducía a Orthanc; y contemplaron con admiración los trabajos, pero no vieron un alma viviente, ni cerca ni lejos. Pronto sin embargo oyeron una voz que llamaba hum-hoom, hum-hom, y de improviso Bárbol les salió al encuentro, caminando a grandes trancos; y con él venía Ramaviva.

—¡Bienvenidos al Patio del Árbol de Orthanc!—exclamó—. Supe que veníais, pero estaba atareado en lo alto del valle; todavía queda mucho por hacer. Pero por lo que he oído, vosotros tampoco habéis estado ociosos allá en el sur y en el oeste; y todo cuanto ha llegado a mis oídos es bueno, buenísimo. —Y Bárbol ensalzó las hazañas de todos, de las que parecía estar perfectamente enterado; por fin hizo una pausa y miró largamente a Gandalf.

—¡Y bien, veamos!—dijo—. Has demostrado ser el más poderoso, y todas tus empresas han concluido bien. Mas ¿a dónde irás ahora? ¿Y a qué has venido aquí?

—A ver cómo marchan tus trabajos, amigo mío—respondió Gandalf—, y a agradecerte tu ayuda en todo lo que se ha conseguido.

Las cavernas Centelleantes por Ted Nasmith

 

Huum, bien, me parece muy justo—dijo Bárbol—, pues es indiscutible que también los ents desempeñaron un papel en todo esto. Y no sólo dándole su merecido a ese... huum... ese mata árboles maldito que vivía aquí. Porque tuvimos una gran invasión de esos... burárum... esos ojizainos, maninegros, patituertos, lapidíficos, manilargos, carroñosos, sanguinosos, morimaite-sincahonda[32], huum, huum, bueno, puesto que sois gente que vive de prisa, y el nombre completo es largo como años de tormento, esos gusanos de los orcos llegaron remontando el río, y descendiendo del norte, y rodearon el bosque de Laurelindórenan, pero no pudieron entrar gracias a los grandes aquí presentes. —Se inclinó ante el señor y la dama de Lórien.

—Y esas criaturas abominables quedaron más que estupefactas al vernos en el páramo, pues nunca habían oído hablar de nosotros; aunque lo mismo puede decirse de alguna gente más honorable. Y no habrá muchos que nos recuerden, porque tampoco fueron muchos los que escaparon con vida, y a la mayoría se los llevó el río. Pero fue una suerte para vosotros, porque si no nos hubieras encontrado, el rey de las praderas no habría llegado muy lejos, y si hubiera podido hacerlo, no habría tenido un hogar a donde regresar.

—Lo sabemos muy bien—dijo Aragorn—, y es algo que ni en Minas Tirith ni en Edoras se olvidará jamás.

Jamás—dijo Bárbol—es una palabra demasiado larga hasta para mí. Mientras perduren vuestros reinos, querrás decir; y mucho tendrán que perdurar por cierto para que les parezcan largos a los ents.

—La nueva Edad comienza—dijo Gandalf—, y en ella bien puede ocurrir que los reinos de los hombres te sobrevivan, Fangorn, amigo mío. Mas, dime ahora una cosa: ¿qué fue de la tarea que te encomendé? ¿Cómo está Saruman? ¿No se ha hastiado aún de Orthanc? No creo que piense que has mejorado el panorama que se ve desde la torre.

Bárbol clavó en Gandalf una mirada larga, casi astuta, pensó Merry. —Ah—dijo Bárbol—. Me imaginé que llegarías a eso. ¿Hastiado de Orthanc? Más que hastiado, al final; pero no tan hastiado de la torre como de mi voz. ¡Huum! Me oyó unos largos sermones, o al menos lo que consideraríais largos en vuestra habla.

—¿Entonces por qué se quedó a escucharlos? ¿Has entrado en Orthanc?—preguntó Gandalf.

Huum, no, no en Orthanc—dijo Bárbol—. Pero él se asomaba a la ventana y escuchaba, porque sólo así podía enterarse de alguna noticia y detestaba oírme, lo consumía la ansiedad; y te aseguro que las escuchó, todas y bien. Pero agregué muchas cosas, para que reflexionara. Al final estaba muy cansado. Siempre tenía prisa, y esa fue su ruina.

—Observo, mi buen Fangorn—dijo Gandalf—, que pones cuidado en decir vivía, fue, estaba. ¿Por qué no en presente? ¿Acaso ha muerto?

—No, no ha muerto, hasta donde yo sé—dijo Bárbol—. Pero se ha marchado. Sí, se fue hace siete días. Lo dejé partir. Poco quedaba de él cuando salió arrastrándose, y en cuanto a esa especie de serpiente que lo acompañaba, era como una sombra pálida. Ahora no vengas a decirme, Gandalf, que te prometí retenerlo encerrado; pues ya lo sé. Pero las cosas han cambiado desde entonces. Y lo mantuve encerrado hasta que yo mismo tuve la certeza de que ya no podía causar nuevos males. Tú no puedes ignorar que lo que más detesto es ver enjaulados a los seres vivos; ni aún a criaturas como ésta tendría yo encerradas, excepto en casos de extrema necesidad. Una serpiente desdentada puede arrastrarse por donde quiera.

—Quizá tengas razón—dijo Gandalf—, pero creo que a esta víbora aún le queda un diente. Tenía el veneno de la voz, y sospecho que te persuadió, aún a ti, Bárbol, pues conocía tu lado flaco. Y bien, ahora se ha ido, y no hay más que hablar. Pero la torre de Orthanc vuelve a manos del rey, a quien pertenece. Aunque quizá no llegue a necesitarla.

—Eso se verá más adelante—dijo Aragorn—. Pero todo este valle lo doy a los ents para que hagan con él lo que deseen, siempre y cuando vigilen la torre de Orthanc y se aseguren de que nadie penetre en ella sin mi autorización.

—Está cerrada—dijo Bárbol—. Obligué a Saruman a que la cerrara y me entregara las llaves. Ramaviva las tiene.

Ramaviva se inclinó como un árbol combado por el viento y entregó a Aragorn dos grandes llaves negras muy trabajadas, unidas por una argolla de acero. —Ahora os doy nuevamente las gracias—dijo Aragorn—, y os digo adiós. Ojalá vuestro bosque crezca y prospere otra vez en paz. Y cuando hayáis colmado este valle, al oeste de las montañas, donde ya habitasteis en otros tiempos, habrá aún mucho espacio libre.

El rostro de Bárbol se entristeció. —Las florestas pueden crecer—dijo—, los bosques pueden prosperar, pero no los ents. No tenemos entandos.

—Sin embargo, quizás ahora vuestra búsqueda tenga un nuevo sentido—dijo Aragorn—. Se os abrirán tierras en el este que durante largo tiempo permanecieron cerradas.

Pero Bárbol movió la cabeza y dijo: —Queda lejos. Y en estos tiempos hay demasiados hombres por allá. ¡Pero estoy olvidando la hospitalidad y la cortesía! ¿Queréis quedaros y descansar un rato? ¿Y acaso a algunos os agradaría atravesar el bosque de Fangorn y acortar así el camino de regreso?—Y miró a Celeborn y a Galadriel.

Pero todos con excepción de Legolas dijeron que había llegado la hora de despedirse y de partir, hacia el sur o hacia el oeste. —¡Ven, Gimli!—dijo Legolas—. Ahora, con el permiso de Fangorn, podré visitar los sitios recónditos del bosque de Ents, y ver árboles como no crecen en ninguna otra región de la Tierra Media. Tú cumplirás lo prometido, y me acompañarás; y así volveremos juntos a nuestros países en el bosque Negro y más allá. —Y Gimli consintió, aunque al parecer no de muy buena gana.

—Aquí se disuelve al fin la Comunidad del Anillo—dijo Aragorn—. Espero sin embargo que pronto volveréis a mi país con la ayuda prometida.

—Volveremos, si nuestros señores nos permiten—dijo Gimli—. ¡Bien, hasta la vista, mis queridos hobbits! Pronto llegaréis sanos y salvos a vuestros hogares, y ya no perderé el sueño temiendo por vuestra suerte. Mandaremos noticias cuando podamos, y acaso algunos de nosotros volvamos a encontrarnos de tanto en tanto; pero temo que ya nunca más estaremos todos juntos otra vez.

 

Entonces Bárbol se despidió de todos, uno por uno, y se inclinó lentamente tres veces y con profundas reverencias ante Celeborn y Galadriel. —Hacía mucho, mucho tiempo que no nos encontrábamos entre los árboles o las piedras. A vanimar, vanimálion nostari!—dijo—. Es triste que sólo ahora, al final, hayamos vuelto a vernos. Porque el mundo está cambiando: lo siento en el agua, lo siento en la tierra, lo huelo en el aire. No creo que nos encontremos de nuevo.

Y Celeborn dijo: —No lo sé, venerable.

Pero Galadriel dijo: —No en la Tierra Media, ni antes que las tierras que están bajo las aguas emerjan otra vez. Entonces quizá volvamos a encontrarnos en los saucedales de Tasarinan en la primavera. ¡Adiós!

Merry y Pippin fueron los últimos en despedirse; y el viejo ent recobró la alegría al mirarlos. —Bueno, mis alegres amigos—dijo—¿queréis beber conmigo otro trago antes de partir?

—Por cierto que sí—le respondieron, y el ent los llevó a la sombra de uno de los árboles, y allí vieron un gran cántaro de piedra. Y Bárbol llenó tres tazones, y bebieron; y los hobbits vieron los ojos extraños del ent que miraba por encima del borde del tazón. —¡Cuidado, cuidado!—dijo Bárbol—. Porque ya habéis crecido desde la última vez que os vi. —Y los hobbits se echaron a reír y vaciaron de un trago los tazones.

—¡Y bien, adiós!—continuó Bárbol—. Y si en vuestra tierra tenéis alguna noticia de las ents-mujeres, enviadme un mensaje. —Luego saludó a toda la comitiva moviendo las grandes manos y desapareció entre los árboles.

 

Ahora, camino al Paso de Rohan, los viajeros galopaban más rápidamente, y al fin, muy cerca del lugar en que Pippin había mirado la piedra de Orthanc, Aragorn se despidió. Esta separación entristeció a los hobbits; porque Aragorn nunca los había defraudado, y los había guiado en muchos peligros.

—Me gustaría tener una piedra con la que pudiese ver a los amigos—dijo Pippin—y hablar con ellos desde lejos.

—Ya no queda más que una que podría servirte—respondió Aragorn—, pues lo que verías en la piedra de Minas Tirith no te gustaría nada. Pero la palantír de Orthanc la conservará el rey, y así verá lo que pasa en el reino, y qué hacen los servidores. Porque no olvides, Peregrin Tuk, que eres un caballero de Gondor, y no te he liberado de mi servicio. Ahora partes con licencia, pero tal vez vuelva a llamarte. Y recordad, queridos amigos de La Comarca, que mi reino también está en el norte, y algún día iré a vuestra tierra.

Aragorn se despidió entonces de Celeborn y de Galadriel, y la dama le dijo: —Piedra de Elfo, a través de las tinieblas llegaste a tu esperanza, y ahora tienes todo tu deseo. ¡Emplea bien tus días!

Pero Celeborn le dijo: —¡Hermano, adiós! ¡ Ojalá tu destino sea distinto del mío, y tu tesoro te acompañe hasta el fin!

Y con estas palabras partieron, y era la hora del crepúsculo, y cuando un momento después volvieron la cabeza, vieron al rey del oeste a caballo, rodeado por sus caballeros; y el sol poniente los iluminaba, y los arneses resplandecían como oro rojo, y el manto blanco de Aragorn parecía una llama. Aragorn tomó entonces la piedra verde y la levantó, y una llama verde le brotó de la mano.

 

Pronto la ahora menguada compañía dobló al oeste siguiendo el curso del Isen, y atravesando el Paso se internó en los páramos que se extendían del otro lado; y de allí fue hacia el norte y cruzó los lindes de las Tierras Oscuras. Los dunlendinos huían y se escondían ante ellos, pues temían a los elfos, aunque en verdad no los veían con frecuencia. Pero los viajeros no se turbaron, ya que eran aún una compañía numerosa y bien provista; y avanzaron con serenidad, levantando las tiendas cuando y donde preferían.

En el sexto día de viaje desde que se separaran del rey, atravesaron un bosque que bajaba de las colinas al pie de las montañas Nubladas, que ahora se levantaban a la derecha. Cuando al caer el sol salieron una vez más a campo abierto, alcanzaron a un anciano que caminaba encorvado apoyándose en un bastón, vestido con harapos grises o que habían sido blancos; otro mendigo que se arrastraba lloriqueando le pisaba los talones.

—¡Si es Saruman!—exclamó Gandalf—. ¿A dónde vas?

—¿Qué te importa?—respondió el otro—. ¿Todavía quieres gobernar mis actos, y no estás contento con mi ruina?

—Tú conoces las respuestas—dijo Gandalf—: no y no. Pero de todos modos el tiempo de mis afanes está concluyendo. El rey ha tomado ahora la carga. Si hubieras esperado en Orthanc lo habrías visto, y te habría mostrado sabiduría y clemencia.

—Mayor razón entonces para haber partido antes—dijo Saruman—, pues no quiero de él ni una cosa ni la otra. Y si en verdad esperas una respuesta a la primera pregunta, busco cómo salir de su reino.

—Entonces una vez más has equivocado el camino—dijo Gandalf—, y no veo en tu viaje ninguna esperanza. Pero dime, ¿desdeñarás nuestra ayuda? Pues te la ofrecemos.

—¿A mí?—dijo Saruman—. ¡No, por favor, no me sonrías! Te prefiero con el ceño fruncido. Y en cuanto a la dama aquí presente, no confío en ella: siempre me ha odiado y era tu cómplice. Estoy seguro de que te trajo por este camino para disfrutar con mi miseria. Si hubiese sabido que me seguíais, os habría privado de ese placer.

Alcanzando a Saruman por Ted Nasmith

 

—Saruman—dijo Galadriel—, tenemos otras tareas y otras preocupaciones que nos parecen mucho más urgentes que la de seguirte los pasos. Di más bien que la suerte se ha apiadado de ti, porque ahora te brinda una última oportunidad.

—Si en verdad es la última, me alegro—dijo Saruman—, porque así me ahorrará la molestia de tener que volver a rechazarla. Todas mis esperanzas están en ruinas, mas no deseo compartir las vuestras. Si os queda alguna.

Un fuego le brilló un instante en los ojos. —Dejadme en paz—dijo—. No en vano consagré largos años al estudio de estas cosas. Vosotros mismos os habéis condenado, y lo sabéis, y en mi vida errante será para mí un gran consuelo pensar que al destruir mi casa también habéis destruido la vuestra. Y ahora ¿qué nave os llevará a la otra orilla a través de un mar tan ancho?—se burló—. Será una nave gris, y con una tripulación de fantasmas. —Se echó a reír, pero la voz era cascada y desagradable. —¡Levántate, idiota!—le gritó al otro mendigo, que se había sentado en el suelo, y lo golpeó con el bastón—. ¡Media vuelta! Si esta noble gente va en nuestra misma dirección, nosotros cambiaremos de rumbo. ¡Muévete, o te quedarás sin el pan duro de la cena!

El mendigo dio media vuelta y pasó junto a él encorvado y gimoteando. —¡Pobre viejo Grima! ¡Pobre viejo Grima! Siempre castigado y maldecido. ¡Cuánto lo odio! ¡Ojalá pudiera abandonarlo!

—¡Abandónalo entonces!—dijo Gandalf.

Pero Lengua de Serpiente, con los ojos sanguinolentos y aterrorizados, echó una breve mirada a Gandalf, y luego, arrastrando los pies rápidamente fue detrás de Saruman. Y cuando los dos miserables pasaban junto a la compañía, vieron a los hobbits, y Saruman se detuvo y les clavó los ojos, pero ellos lo miraron con piedad.

—¿Así que también vosotros habéis venido a regodearos, mis alfeñiques? No os preocupa lo que le falta a un mendigo, ¿no? Porque tenéis todo cuanto queréis, comida y espléndidos vestidos, y la mejor hierba para vuestras pipas. ¡Oh sí, lo sé! Sé de dónde proviene. ¿No le daríais a un mendigo lo suficiente para llenar una pipa, no lo haríais?

—Lo haría, si tuviese—dijo Frodo.

—Puedes quedarte con toda la que me queda—dijo Merry entonces—, si esperas un momento. —Se apeó del caballo y buscó en la alforja de la montura. Luego le extendió a Saruman un saquito de cuero. —Quédate con todo lo que hay—dijo—. Te lo cedo gustoso; la encontré entre los despojos de Isengard.

—¡Mía, mía, sí y a buen precio la compré!—gritó Saruman, arrebatándole la tabaquera—. Esto no es más que una restitución simbólica; porque tomaste mucho más, estoy seguro. De todos modos, un mendigo ha de estar agradecido, cuando un ladrón le devuelve siquiera una migaja de lo que le pertenece. Bien, te servirá de escarmiento si al volver a tu tierra, encuentras que las cosas no marchan tan bien como a ti te gustaría en la Cuaderna del Sur. ¡Ojalá por largo tiempo escasee la hierba en tu país!

—¡Gracias!—dijo Merry—. En ese caso quiero que me devuelvas mi tabaquera, que no es tuya y ha viajado conmigo mucho y muy lejos. Envuelve la hierba en uno de tus harapos.

—A ladrón, ladrón y medio—dijo Saruman, volviéndole la espalda a Merry; y dándole un puntapié a Lengua de Serpiente, se alejó en dirección al bosque.

—¡Bueno, lo que faltaba!—dijo Pippin—. ¡Ladrón! ¿Y qué indemnización tendríamos que reclamar nosotros por haber sido emboscados, heridos, y llevados a la rastra por los orcos a través de Rohan?

—¡Ah!—dijo Sam—. Y dijo la compré. ¿Cómo?, me pregunto. Y no me gustó nada lo que dijo de la Cuaderna del Sur. Es hora de que volvamos.

—Por cierto que sí—dijo Frodo—. Pero no podremos llegar más rápido, si antes vamos a ver a Bilbo. Pase lo que pase, yo iré primero a Rivendel.

—Sí, creo que sería lo mejor—dijo Gandalf—. Pero ¡pobre Saruman! Temo que ya no se pueda hacer nada por él. No es más que una piltrafa. A pesar de todo, sé que Bárbol está en lo cierto: sospecho que aún es capaz de un poco de maldad mezquina y en menor escala.

Al día siguiente se internaron en las Tierras Brunas septentrionales, una región ahora deshabitada aunque verde y apacible. Septiembre llegó con días dorados y noches de plata; y cabalgaron tranquilos hasta llegar al estero de los Cisnes, y encontraron el antiguo vado, al este de las cascadas que se precipitaban en los bajíos. A lo lejos hacia el oeste, se extendían las marismas y los islotes envueltos en niebla, y el río que serpenteaba entre ellos para ir a volcarse en el Fontegrís: allí entre los juncales había muchos cisnes.

Así entraron en Eregion, y por fin una mañana hermosa centelleó sobre las brumas; desde el campamento que habían levantado en una colina baja, los viajeros vieron a lo lejos en el este tres picos que se erguían a la luz del sol entre nubes flotantes: Caradhras, Celebdil y Fanuidhol. Estaban llegando a las cercanías de las puertas de Moria.

Allí se demoraron siete días, porque se acercaba otra separación que era penosa para todos. Pronto Celeborn y Galadriel y su gente se encaminarían al este, y pasando por la Puerta del Cuerno Rojo descenderían la Escalera del arroyo Sombrío hasta llegar al cauce de Plata y a Lothlórien. Habían hecho aquella larga travesía por los caminos del oeste, porque tenían muchas cosas de que hablar con Elrond y con Gandalf, quienes se quedaron allí con ellos varios días. A menudo, cuando hacía ya un rato que los hobbits dormían profundamente, se sentaban todos juntos a la luz de las estrellas y rememoraban tiempos idos y las alegrías y tristezas que habían conocido en el mundo, o celebraban consejo, cambiando ideas acerca de los tiempos por venir. Si por azar hubiese pasado por allí algún caminante solitario, poco habría visto u oído, y le habría parecido ver sólo figuras grises, esculpidas en piedra, en memoria de cosas de otros tiempos y ahora perdidas en tierras deshabitadas. Porque estaban inmóviles, y no hablaban con los labios, y se comunicaban con la mente; sólo los ojos brillantes se movían y se iluminaban, a medida que los pensamientos iban y venían.

Pero al cabo todo quedó dicho, y de nuevo se separaron por algún tiempo, hasta que llegase la hora de la desaparición de los Tres Anillos. Envuelta en los mantos grises, la gente de Lórien cabalgó hacia las montañas, y se desvaneció rápidamente entre las piedras y las sombras; y los que iban camino a Rivendel continuaron mirando desde la colina, hasta que un relámpago centelleó en la bruma creciente, y ya no vieron nada más. Y Frodo supo que Galadriel había levantado el anillo en señal de despedida.

Sam volvió la cabeza y suspiró: —¡Cuánto me gustaría volver a Lórien!

Por fin un día atravesaron los altos páramos, y de improviso, como les parecía siempre a los viajeros, llegaron a la orilla del profundo valle de Rivendel, y abajo, a lo lejos, vieron brillar las lámparas en la casa de Elrond. Y descendieron, y cruzaron el puente, y llegaron a las puertas, y la casa entera resplandecía de luz y había cantos de alborozo por el regreso de Elrond.

Ante todo, antes de comer o de lavarse y hasta de quitarse las capas, los hobbits fueron en busca de Bilbo. Lo encontraron solo en la pequeña alcoba, atiborrada de papeles y plumas y lápices. Pero Bilbo estaba sentado en una silla junto a un fuego pequeño y chisporroteante. Parecía viejísimo, pero tranquilo. Y dormitaba. Abrió los ojos y los miró cuando entraron. —¡Hola, hola!—exclamó—. ¿Así que estáis de vuelta? Y mañana, además, es mi cumpleaños. ¡Qué oportunos! ¿Sabéis una cosa? ¡Cumpliré ciento veintinueve! Y en un año más, si duro, tendré la edad del Viejo Tuk. Me gustaría ganarle; pero ya veremos.

 

Después de la celebración del cumpleaños de Bilbo los cuatro hobbits permanecieron unos días más en Rivendel, casi siempre en compañía del viejo amigo, que ahora se pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto, salvo las horas de las comidas, para las cuales seguía siendo muy puntual, pues rara vez dejaba de despertarse a tiempo. Sentados alrededor del fuego le contaron por turno todo cuanto podían recordar de los viajes y aventuras. Al principio Bilbo simuló tomar unas notas; pero a menudo se quedaba dormido, y cuando despertaba solía decir: «¡Qué espléndido! ¡Qué maravilla! Pero ¿por dónde íbamos?» Entonces retomaban la historia a partir del instante en que Bilbo había empezado a cabecear.

La única parte que en verdad pareció mantenerlo despierto y atento fue el relato de la coronación y la boda de Aragorn. —Estaba invitado a la boda, por supuesto—dijo—. Y tiempo hacía que la esperaba. Pero no sé cómo, cuando llegó el momento, me di cuenta de que tenía tanto que hacer aquí. ¡Y preparar la maleta es tan enfadoso!

Pasaron casi dos semanas y un día Frodo al mirar por la ventana vio que durante la noche había caído escarcha y las telarañas parecían redes blancas. Entonces supo de golpe que había llegado el momento de partir y de decirle adiós a Bilbo. El tiempo continuaba hermoso y sereno, después de uno de los veranos más maravillosos de que la gente tuviese memoria; pero había llegado octubre y el aire pronto cambiaría y una vez más comenzarían las lluvias y los vientos. Y aún les quedaba un largo camino por delante. Sin embargo, no era el temor al mal tiempo lo que preocupaba a Frodo. Tenía una impresión como de apremio, de que era hora de regresar a La Comarca. Sam sentía lo mismo, pues la noche anterior le había dicho:

—Bueno, señor Frodo, hemos viajado mucho y lejos, y hemos visto muchas cosas; pero no creo que hayamos conocido un lugar mejor que éste. Hay un poco de todo aquí, si usted me entiende: La Comarca y el bosque de Oro y Gondor y las casas de los reyes y las tabernas y las praderas y las montañas todo junto. Y sin embargo, no sé por qué pienso que convendría partir cuanto antes. Estoy preocupado por el Tío, si he de decirle la verdad.

—Sí, un poco de todo, Sam, excepto el mar—había respondido Frodo; y ahora repetía para sus adentros—: excepto el mar.

 

Ese día Frodo habló con Elrond, y quedó convenido que partirían a la mañana siguiente. Para alegría del hobbit, Gandalf dijo: —Creo que yo también iré. Hasta Bree al menos. Quiero ver a Mantecona.

Por la noche fueron a despedirse de Bilbo. —Y bien, si tenéis que marcharos, no hay más que hablar—dijo—. Lo siento. Os echaré de menos. De todos modos es bueno saber que andaréis por las cercanías. Pero me caigo de sueño. —Entonces le regaló a Frodo la cota de mithril y Dardo, olvidando que se los había regalado antes, y también tres libros de erudición que había escrito en distintas épocas, garrapateados de su puño y letra, y que llevaban en los lomos rojos el siguiente título: Traducciones del élfico por B. B.

A Sam le regaló un saquito de oro. —Casi el último vestigio del botín de Smaug—dijo—. Puede serte útil, si piensas en casarte, Sam. —Sam se sonrojó.

»A vosotros no tengo nada que daros, jóvenes amigos—les dijo a Merry y Pippin—, excepto buenos consejos. —Y cuando les hubo dado una buena dosis, agregó uno final, según la usanza de La Comarca: —No dejéis que vuestras cabezas se vuelvan más grandes que vuestros sombreros. ¡Pero si no paráis pronto de crecer, los sombreros y las ropas os saldrán muy caros!

Bilbo por Alan Lee

 

—Pero si usted quiere ganarle en años al Viejo Tuk—dijo Pippin—, no veo por qué nosotros no podemos tratar de ganarle a Toro Bramador.

Bilbo se echó a reír, y sacó de un bolsillo dos hermosas pipas de boquilla de nácar y guarniciones de plata labrada. —¡Pensad en mí cuando fuméis en ellas!—dijo—. Los elfos las hicieron para mí, pero ya no fumo. —Y de pronto cabeceó y se adormeció un rato, y cuando despertó dijo: —A ver ¿por dónde íbamos? Sí, claro, entregando los regalos. Lo que me recuerda: ¿qué fue de mi Anillo, Frodo, el que tú te llevaste?

—Lo perdí, Bilbo querido—dijo Frodo—. Me deshice de él, tú sabes.

—¡Qué lástima!—dijo Bilbo—. Me hubiera gustado verlo de nuevo. ¡Pero no, qué tonto soy! Si a eso fuiste, a deshacerte de él ¿no? Pero todo es tan confuso, pues se han sumado tantas otras cosas: los asuntos de Aragorn, y el Concilio Blanco, y Gondor, y los jinetes, y los hombres del sur, y los olifantes... ¿de veras viste uno, Sam?; y las cavernas y las torres y los árboles dorados y vaya a saber cuántas otras cosas.

»Es evidente que yo volví de mi viaje por un camino demasiado recto. Gandalf hubiera podido pasearme un poco más. Pero entonces la subasta habría terminado antes que yo volviera, y entonces habría tenido más contratiempos aún. De todos modos ahora es demasiado tarde; y la verdad es que creo que es mucho más cómodo estar sentado aquí y oír todo lo que pasó. El fuego es muy acogedor aquí, y la comida es muy buena, y hay elfos si quieres verlos. ¿Qué más puedes pedir?

 

El camino sigue y sigue

desde la puerta.

El camino ha ido muy lejos,

y que otros lo sigan si pueden.

Que ellos emprendan un nuevo viaje,

pero yo al fin con pies fatigados

me volveré a la taberna iluminada,

al encuentro del sueño y el reposo.[33]

 

Y mientras murmuraba las palabras finales, la cabeza le cayó sobre el pecho y se quedó dormido.

 

La noche se adentró en la habitación, y el fuego chisporroteó más brillante; y al mirar a Bilbo dormido lo vieron sonreír. Permanecieron un rato en silencio; y entonces Sam, mirando alrededor y las sombras que se movían en las paredes, dijo con voz queda:

—No creo, señor Frodo, que haya escrito mucho mientras estábamos fuera. Ya nunca escribirá nuestra historia.

En eso Bilbo abrió un ojo, casi como si hubiese oído. Y de pronto se despertó. —Ya lo veis, me he vuelto tan dormilón—dijo—, y cuando tengo tiempo para escribir, sólo me gusta escribir poesía. Me pregunto, Frodo, querido amigo, si no te importaría poner un poco de orden en mis cosas antes de marcharte. Recoger todas mis notas y papeles, y también mi diario, y llevártelos, si quieres. Te das cuenta, no tengo mucho tiempo para seleccionar y ordenar y todo lo demás. Que Sam te ayude, y cuando hayáis puesto las cosas en su sitio, volved, y les echaré una ojeada. No seré demasiado estricto.

—¡Claro que lo haré!—dijo Frodo—. Y volveré pronto, por supuesto : ya no habrá peligro. Ahora hay un verdadero rey, y pronto pondrá los caminos en condiciones.

—¡Gracias, mi querido amigo!—dijo Bilbo—. Es en verdad un gran alivio para mi cabeza. —Y dicho esto volvió a quedarse dormido.

 

Al día siguiente Gandalf y los hobbits se despidieron de Bilbo en su habitación, porque hacía frío al aire libre; y dijeron adiós a Elrond y a todos los de la casa. Cuando Frodo estaba de pie en el umbral, Elrond le deseó buen viaje y lo bendijo.

—Me parece, Frodo, que no será necesario que vuelvas aquí a menos que lo hagas muy pronto. Dentro de un año, por esta misma época, cuando las hojas son de oro antes de caer, busca a Bilbo en los bosques de La Comarca. Yo estaré con él.

Nadie más oyó estas palabras, y Frodo las guardó como un secreto.

 


LXIV.RUMBO A CASA

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO VII

Por fin los hobbits emprendieron el viaje de vuelta. Ahora estaban ansiosos por volver a ver La Comarca; sin embargo, al principio cabalgaron a paso lento, pues Frodo había estado algo intranquilo. En el vado del Bruinen se había detenido como si temiera aventurarse a cruzar el agua, y sus compañeros notaron que por momentos parecía no verlos, ni a ellos ni al mundo de alrededor. Todo aquel día había estado silencioso. Era el seis de octubre.

—¿Te duele algo, Frodo?—le preguntó en voz baja Gandalf que cabalgaba junto a él.

—Bueno, sí—dijo Frodo—. Es el hombro. Me duele la herida, y me pesa el recuerdo de la oscuridad. Hoy se cumple un año.

—¡Ay!—dijo Gandalf—. Ciertas heridas nunca curan del todo.

—Temo que la mía sea una de ellas—dijo Frodo—. No hay un verdadero regreso. Aunque vuelva a La Comarca, no me parecerá la misma; porque yo no seré el mismo. Llevo en mí la herida de un puñal, la de un aguijón y la de unos dientes; y la de una larga y pesada carga. ¿Dónde encontraré reposo?

Gandalf no respondió.

 

Al final del día siguiente el dolor y el desasosiego habían desaparecido, y Frodo estaba contento otra vez, alegre como si no recordase las tinieblas de la víspera. A partir de entonces el viaje prosiguió sin tropiezos, y los días fueron pasando pues cabalgaban sin prisa y a menudo se demoraban en los hermosos bosques, donde las hojas eran rojas y amarillas al sol del otoño. Y llegaron por fin a la cima de los Vientos; y se acercaba la hora del ocaso y la sombra de la colina se proyectaba oscura sobre el camino. Frodo les rogó entonces que apresuraran el paso, y sin una sola mirada a la colina, atravesó la sombra con la cabeza gacha y arrebujado en la capa. Por la noche el tiempo cambió, y un viento cargado de lluvia sopló desde el oeste, frío e inclemente, y las hojas amarillas se arremolinaron como pájaros en el aire. Cuando llegaron al bosque de Chet ya las ramas estaban casi desnudas, y una espesa cortina de lluvia ocultaba la colina de Bree.

Así fue como hacia el final de un atardecer lluvioso y borrascoso de los últimos días de octubre, los cinco jinetes remontaron la cuesta sinuosa y llegaron a la puerta meridional de Bree. Estaba cerrada; y la lluvia les azotaba las caras y en el cielo crepuscular las nubes bajas se perseguían. Y los corazones se les encogieron, porque habían esperado una recepción más calurosa.

Cuando hubieron llamado varias veces, apareció por fin el guardián, y vieron que llevaba un pesado garrote; los observó con temor y desconfianza; pero cuando reconoció a Gandalf, y notó que quienes lo acompañaban eran hobbits, a pesar de los extraños atavíos, se le iluminó el semblante y les dio la bienvenida.

—¡Entrad!—dijo, quitando los cerrojos—. No nos quedemos charlando aquí, con este frío y esta lluvia; una verdadera noche de rufianes, pero el viejo Cebadilla sin duda os recibirá con gusto en El Poni, y allí oiréis todo cuanto hay para oír, y mucho más.

—Y tú oirás más tarde todo cuanto nosotros tenemos para contar—rio Gandalf—. ¿Cómo está Herry?

El guardián se enfurruñó. —Se marchó—dijo—. Pero será mejor que se lo preguntes a Cebadilla. ¡Buenas noches!

—¡Buenas noches a ti!—dijeron los recién llegados, y entraron; y vieron entonces que detrás del seto que bordeaba el camino habían construido una cabaña larga y baja, y que varios hombres habían salido de ella y los observaban por encima del cerco. Al llegar a la casa de Bill Helechal vieron que allí el cerco estaba descuidado, y que las ventanas habían sido tapiadas.

—¿Crees que lo habrás matado con aquella manzana, Sam?—dijo Pippin.

—Sería mucho esperar, señor Pippin—dijo Sam—. Pero me gustaría saber qué fue de ese pobre poni. Me he acordado de él más de una vez, y de los lobos que aullaban y todo lo demás.

 

Llegaron por fin a El Poni Pisador, que visto de fuera al menos no había cambiado mucho; y había luces detrás de las cortinas rojas en las ventanas más bajas. Tocaron la campana, y Nob acudió a la puerta, y abrió un resquicio y espió; y al verlos allí bajo la lámpara dio un grito de sorpresa.

—¡Señor Mantecona! ¡Patrón! ¡Han regresado!

—Oh ¿de veras? Les voy a dar—se oyó la voz de Mantecona, y salió como una tromba, garrote en mano. Pero cuando vio quiénes eran se detuvo en seco, y el ceño furibundo se le transformó en un gesto de asombro y de alegría.

—¡Nob, tonto de capirote!—gritó—. ¿No sabes llamar por su nombre a los viejos amigos? No tendrías que darme estos sustos, en los tiempos que corren. ¡Bien, bien! ¿Y de dónde vienen ustedes? Nunca esperé volver a ver a ninguno, y es la pura verdad: marcharse así, a las tierras salvajes, con ese tal Trancos, y todos esos hombres de negro siempre yendo y viniendo. Pero estoy muy contento de verlos, y a Gandalf más que a ninguno. ¡Adelante! ¡Adelante! ¿Las mismas habitaciones de siempre? Están desocupadas. En realidad, casi todas están vacías en estos tiempos, cosa que no les ocultaré, ya que no tardarán en descubrirlo. Y veré qué se puede hacer por la cena, lo más pronto posible; pero estoy corto de ayuda en estos momentos. ¡Eh, Nob, camastrón! ¡Avísale a Bob! Ah, me olvidaba, Bob se ha marchado: ahora al anochecer vuelve a la casa de su familia. ¡Bueno, lleva los ponis de los huéspedes a las caballerizas, Nob! Y tú, Gandalf, sin duda querrás llevar tú mismo el caballo al establo. Un animal magnífico, como dije la primera vez que lo vi. ¡Bueno, adelante! ¡Hagan cuenta de que están en casa!

El señor Mantecona en todo caso no había cambiado la manera de hablar, y parecía vivir siempre en la misma agitación sin resuello. Y sin embargo no había casi nadie en la posada, y todo estaba en calma; del salón común llegaba un murmullo apagado de no más de dos o tres voces. Y vista más de cerca, a la luz de las dos velas que había encendido y que llevaba ante ellos, la cara del posadero parecía un tanto ajada y consumida por las preocupaciones.

Los condujo por el corredor hasta la salita en que se habían reunido aquella noche extraña, más de un año atrás; y ellos lo siguieron, algo desazonados, pues era obvio que el viejo Cebadilla estaba tratando de ponerle al mal tiempo buena cara. Las cosas ya no eran como antes. Pero no dijeron nada, y esperaron.

Como era de prever, después de la cena el señor Mantecona fue a la salita para ver si todo había sido del agrado de los huéspedes. Y lo había sido por cierto: en todo caso los cambios no habían afectado ni a la cerveza ni a las vituallas de El Poni. —No me atreveré a sugerirles que vayan al salón común esta noche—dijo Mantecona—. Han de estar fatigados; y de todas maneras hoy no hay mucha gente allí. Pero si quisieran dedicarme una media hora antes de recogerse a descansar, me gustaría mucho charlar un rato con ustedes, tranquilos y a solas.

—Eso es justamente lo que también nos gustaría a nosotros—dijo Gandalf—. No estamos cansados. Nos hemos tomado las cosas con calma últimamente. Estábamos mojados, con frío y hambrientos, pero todo eso tú lo has curado. ¡Ven, siéntate! Y si tienes un poco de hierba para pipa, te daremos nuestra bendición.

—Bueno, me sentiría más feliz si me hubieras pedido cualquier otra cosa—dijo Mantecona—. Eso es algo justamente de lo que andamos escasos, pues la única hierba que tenemos es la que cultivamos nosotros mismos, y no es bastante. En estos tiempos no llega nada de La Comarca. Pero haré lo que pueda.

Cuando volvió traía una provisión suficiente para un par de días: un apretado manojo de hojas sin cortar. —De las colinas del sur—dijo—, y la mejor que tenemos; pero no puede ni compararse con la de la Cuaderna del Sur, como siempre he dicho, aunque en la mayoría de las cosas estoy a favor de Bree, con el perdón de ustedes.

Lo instalaron en un sillón junto al fuego, y Gandalf se sentó del otro lado del hogar, y los hobbits en sillas bajas entre uno y otro; y entonces hablaron durante muchas medias horas, e intercambiaron todas aquellas noticias que el señor Mantecona quiso saber o comunicar. La mayor parte de las cosas que tenían para contarle dejaban simplemente pasmado de asombro al posadero, y superaban todo lo que él podía imaginar, y provocaban escasos comentarios fuera de: —No me diga—y el señor Mantecona lo repetía una y otra vez como si dudara de sus propios oídos—. No me diga, señor Bolsón ¿o era señor Sotomonte? Estoy tan confundido. ¡No me digas, Gandalf! ¡Increíble! ¡Quién lo hubiera pensado, en nuestros tiempos!

Pero él, por su parte, habló largo y tendido. Las cosas distaban de andar bien, contó. Los negocios no sólo no prosperaban; eran un verdadero desastre. —Ya ningún forastero se acerca a Bree—dijo—. Y las gentes de por aquí se quedan en casa casi todo el tiempo, y a puertas trancadas. La culpa de todo la tienen esos recién llegados y esos vagabundos que empezaron a aparecer por el Camino Verde el año pasado, como ustedes recordarán; pero más tarde vinieron más. Algunos eran pobres infelices que huían de la desgracia; pero la mayoría eran hombres malvados, ladrones y dañinos. Y aquí mismo, en Bree, hubo disturbios, disturbios graves. Y tuvimos una verdadera refriega, y a alguna gente la mataron, ¡la mataron bien muerta! Si quieren creerme.

—Te creo—dijo Gandalf—. ¿Cuántos?

—Tres y dos—dijo Mantecona, refiriéndose a la gente grande y a la pequeña—. Murieron el pobre Mat Dedos Matosos, y Rowlie Manzano, y el pequeño Tom Abrojos, de la otra vertiente de la colina; y Willie Bancos de allá arriba, y uno de los Sotomonte de Entibo; toda buena gente, se la echa de menos. Y Herry Madreselva, el que antes estaba en la puerta del oeste, y ese Bill Helechal, se pasaron al bando de los intrusos, y se quedaron con ellos; y fueron ellos quienes los dejaron entrar, me parece a mí. La noche de la batalla, quiero decir. Y eso fue después que les mostramos las puertas y los echamos; pasó antes de fin de año; y la batalla fue a principios del Año Nuevo, después de la gran nevada.

»Y ahora les ha dado por robar y viven afuera, escondidos en los bosques del otro lado de Archet, y en las tierras salvajes allá por el norte. Es un poco como en los malos tiempos de antes de que hablan las leyendas, digo yo. Ya no hay seguridad en los caminos y nadie va muy lejos, y la gente se encierra temprano en las casas. Hemos tenido que poner centinelas todo alrededor de la empalizada y muchos hombres a vigilar las puertas durante la noche.

—Bueno, a nosotros nadie nos molestó—dijo Pippin—y vinimos lentamente, y sin montar guardias. Creíamos haber dejado atrás todos los problemas.

—Ah, eso no, señor, y es lo más triste del caso—dijo Mantecona—. Pero no me extraña que los hayan dejado tranquilos. No se van a atrever a atacar a gente armada, con espadas y yelmos y escudos y todo. Lo pensarían dos veces, sí señor. Y les confieso que yo mismo quedé un poco desconcertado hoy cuando los vi.

Y entonces, de pronto, los hobbits comprendieron que la gente los miraba con estupefacción, no por la sorpresa de verlos de vuelta sino por las ropas insólitas que vestían. Tanto se habían acostumbrado a las guerras y a cabalgar en compañía de atavíos relucientes, que no se les había ocurrido en ningún momento que las cotas de malla que les asomaban por debajo de los mantos, los yelmos de Gondor y de la Marca, las hermosas insignias de los escudos, podían parecer extravagancias en La Comarca. Hasta el propio Gandalf, que ahora cabalgaba en un gran corcel gris, todo vestido de blanco, envuelto en un amplio manto azul y plata, y con la larga espada Glamdring al cinto.

Gandalf se echó a reír. —Bueno, bueno—dijo—. Si sólo cinco como nosotros bastan para amedrentarlos, con peores enemigos nos hemos topado antes. En todo caso, te dejarán en paz por la noche, mientras estemos aquí.

—¿Y cuánto durará eso?—dijo Mantecona—. No negaré que nos encantaría tenerlos con nosotros una temporada. Aquí no estamos acostumbrados a estos problemas, como ustedes saben, y los montaraces se han marchado, por lo que me dice la gente. Creo que hasta ahora no habíamos apreciado bien lo que ellos hacían por nosotros. Porque hubo cosas peores que ladrones por estos lados. El invierno pasado había lobos que aullaban alrededor de la empalizada. Y en los bosques merodeaban formas oscuras, cosas horripilantes que le helaban a uno la sangre en las venas. Todo muy alarmante, si ustedes me entienden.

—Me imagino que sí—dijo Gandalf—. En casi todos los países ha habido disturbios en estos tiempos, graves disturbios. Pero ¡alégrate, Cebadilla! Has estado en un tris de verte envuelto en problemas muy serios, y me hace feliz saber que no te han tocado más de cerca. Pero se aproximan tiempos mejores. Mejores quizá que todos aquéllos de que tienes memoria. Los montaraces han vuelto. Nosotros mismos hemos regresado con ellos. Y hay de nuevo un rey, Cebadilla. Y pronto se ocupará de esta región.

«Entonces se abrirá nuevamente el Camino Verde, y los mensajeros del rey vendrán al norte, y habrá un tránsito constante y las criaturas malignas serán expulsadas de las regiones desiertas. En verdad, con el paso del tiempo, los eriales dejarán de ser eriales, y donde antes hubo desiertos y tierras incultas habrá gentes y praderas.

El señor Mantecona sacudió la cabeza. —Que haya un poco de gente decente y respetable en los caminos, no hará mal a nadie—dijo. Pero no queremos más chusma ni rufianes. Y no queremos más intrusos en Bree, ni cerca de Bree. Queremos que nos dejen en paz. No quiero ver acampar por aquí e instalarse por allá a toda una multitud de extranjeros que vienen a echar a perder nuestro país.

—Te dejarán en paz, Cebadilla—dijo Gandalf—. Hay espacio suficiente para varios reinos, entre el Isen y el Fontegrís, o a lo largo de las costas meridionales del Brandivino, sin que nadie venga a habitar a menos de varias jornadas de cabalgata de Bree. Y mucha gente vivía antiguamente en el norte, a un centenar de millas [161 kilómetros] de aquí, o más, en el otro extremo del Camino Verde: en las quebradas del norte o en las cercanías del lago del Crepúsculo.

—¿Allá arriba, cerca del Muro de los Muertos?—dijo Mantecona, con un aire aún más dubitativo—. Dicen que es una región habitada por fantasmas. Sólo ladrones se atreverían a vivir allí.

—Los montaraces van allí—dijo Gandalf—. El Muro de los Muertos, dices. Así lo han llamado durante largos años; pero el verdadero nombre, Cebadilla, es Fornost Erain, Norburgo de los Reyes. Y allí volverá el rey, algún día, y entonces verás pasar alguna hermosa gente.

—Bueno, eso suena un poco más alentador, lo reconozco—dijo Mantecona—. Y será sin duda bueno para los negocios. Siempre y cuando deje en paz a Bree.

—La dejará en paz—dijo Gandalf—. La conoce y la ama.

—¿De veras?—dijo Mantecona, perplejo—. Aunque no me imagino cómo puede conocerla, sentado en ese alto trono, allá en ese inmenso castillo, a centenares de millas de distancia, y bebiendo el vino de un cáliz de oro, no me extrañaría. ¿Qué es para él El Poni o un jarro de cerveza? ¡No porque mi cerveza no sea buena, Gandalf! Es excepcionalmente buena desde que viniste en el otoño del año pasado y le echaste una buena palabra. Y te diré que en medio de todos estos males, ha sido un consuelo.

—¡Ah!—dijo Sam—. Pero él dice que tu cerveza siempre es buena.

—¿Él dice?

—Claro que sí, Trancos. El jefe de los montaraces. ¿No te ha entrado todavía en la cabeza?

Mantecona entendió al fin, y la cara se le transformó en una máscara de asombro: boquiabierto, los ojos redondos en la cara rechoncha, sin aliento. —¡Trancos!—exclamó cuando pudo respirar otra vez—. ¡Él con corona y todo, y un cáliz de oro! Bueno ¿dónde vamos a parar?

—A tiempos mejores, al menos para Bree—respondió Gandalf.

—Así lo espero, en verdad—dijo Mantecona—. Bueno, ha sido la charla más agradable que he tenido en un mes lleno de lunes. Y no negaré que esta noche dormiré más tranquilo y con el corazón aliviado. Ustedes me han traído en verdad muchas cosas en que pensar, pero lo postergaré hasta mañana. Estoy listo para acostarme, y no dudo que también ustedes se irán a dormir de buena gana. ¡Eh, Nob!—llamó, mientras iba hacia la puerta—. ¡Nob, camastrón!

»¡Nob!—se dijo en seguida, palmeándose la frente—. ¿Qué me recuerda esto?

—No otra carta de la que se ha olvidado, espero, señor Mantecona—dijo Merry.

—Por favor, por favor, señor Brandigamo, ¡no venga a recordármelo! Pero ahí tiene, me cortó el pensamiento. ¿Dónde estaba? Nob, caballerizas... Ah, eso era. Tengo aquí algo que les pertenece. Si se acuerdan de Bill Helechal y el robo de los caballos: el poni que ustedes le compraron, está aquí. Volvió solo, sí. Pero por dónde anduvo, ustedes lo sabrán mejor que yo. Parecía un perro viejo, y estaba flaco como una caña, pero vivo. Nob lo ha cuidado.

—¡Qué! ¡Mi Bill!—exclamó Sam—. Bueno, diga lo que diga el Tío, nací con buena estrella. ¡Otro deseo que se cumple! ¿Dónde está? —Y no quiso irse a la cama antes de haber visitado a Bill en el establo.

 

Los viajeros se quedaron en Bree el día siguiente, y el señor Mantecona no tuvo motivos para quejarse de los negocios, al menos aquella noche. La curiosidad venció todos los temores, y la casa estaba de bote en bote. Por cortesía, los hobbits fueron al salón común durante la velada y contestaron a muchas preguntas. Y como la gente de Bree tenía buena memoria, a Frodo le preguntaron muchas veces si había escrito el libro.

—Todavía no—contestaba—. Ahora voy a casa a poner en orden mis notas. —Prometió narrar los extraños sucesos de Bree, y dar así un toque de interés a un libro que al parecer se ocuparía sobre todo de los remotos y menos importantes acontecimientos del «lejano sur».

De pronto, uno de los más jóvenes pidió una canción. Y entonces hubo un silencio, y todos miraron al joven con enfado, y el pedido no fue repetido. Evidentemente nadie deseaba que algo sobrenatural ocurriera otra vez en el salón.

Sin problemas durante el día, ni ruidos durante la noche, nada turbó la paz de Bree mientras los viajeros estuvieron allí; pero a la mañana siguiente se levantaron temprano, porque como el tiempo continuaba lluvioso deseaban llegar a La Comarca antes de la noche, y los esperaba una larga cabalgata. Todos los habitantes de Bree salieron a despedirlos, y estaban de mejor humor que el que habían tenido en todo un año; y los que aún no habían visto a los viajeros engalanados se quedaron pasmados de asombro: Gandalf con su barba blanca y la luz que parecía irradiar, como si el manto azul fuera sólo una nube que cubriera el sol; y los cuatro hobbits como caballeros andantes salidos de cuentos casi olvidados. Hasta aquellos que se habían reído al oírles hablar del rey empezaron a pensar que quizás habría algo de verdad en todo aquello.

—Bien, buena suerte en el camino, y buen retorno—dijo el señor Mantecona—. Tendría que haberles advertido antes que tampoco en La Comarca anda todo bien, si lo que he oído es verdad. Pasan cosas raras, dicen. Pero una idea se lleva la otra, y estaba preocupado por mis propios problemas. Si me permiten el atrevimiento, les diré que han vuelto cambiados de todos esos viajes, y ahora parecen gente capaz de afrontar las dificultades con serenidad. No dudo que muy pronto habrán puesto todo en su sitio. ¡Buena suerte! Y cuanto más a menudo vuelvan, más halagado me sentiré.

 

Le dijeron adiós y se alejaron a caballo, y saliendo por la puerta del oeste se encaminaron a La Comarca. El poni Bill iba con ellos, y como antes cargaba con una buena cantidad de equipaje, pero trotaba junto a Sam y parecía satisfecho.

—Me pregunto qué habrá querido insinuar el viejo Cebadilla—dijo Frodo.

—Algo puedo imaginarme—dijo Sam, con aire sombrío—. Lo que vi en el espejo: los árboles derribados y todo lo demás, y el viejo Tío echado de Bolsón de Tirada. Tendría que haber vuelto antes.

—Y es evidente que algo anda mal en la Cuaderna del Sur—dijo Merry—. Hay una escasez general de hierba para pipa.

—Sea lo que sea—dijo Pippin—, Lotho ha de andar detrás de todo eso, puedes estar seguro.

—Metido en eso, pero no detrás—dijo Gandalf—. Te olvidas de Saruman. Empezó a mostrar interés por La Comarca aún antes que Mordor.

—Bueno, te tenemos con nosotros—dijo Merry—, así que las cosas pronto se aclararán.

—Estoy ahora con vosotros—replicó Gandalf—, pero pronto no estaré. Yo no voy a La Comarca. Tendréis que deshacer vosotros mismos los entuertos: para eso habéis sido preparados. ¿No lo comprendéis aún? Mi tiempo ha pasado ya: no me incumbe a mí enderezar las cosas, ni ayudar a la gente a enderezarlas. En cuanto a vosotros, mis queridos amigos, no necesitaréis ayuda. Ahora habéis crecido. Habéis crecido mucho en verdad: estáis entre los grandes, y no temo por la suerte de ninguno de vosotros.

»Pero si queréis saberlo, pronto me separaré de vosotros. Tendré una larga charla con Bombadil: una charla como no he tenido en todo mi tiempo. Él ha juntado moho, y yo he sido una piedra condenada a rodar. Pero mis días de rodar están terminando, y ahora tendremos muchas cosas que decirnos.

 

Al poco rato llegaron al punto del camino del este en que se habían despedido de Bombadil; y tenían la esperanza y casi la certeza de que lo verían allí de pie, esperándolos para saludarlos al pasar. Pero no lo vieron, y había una bruma gris sobre las quebradas de los Túmulos en el sur, y un velo espeso que cubría el bosque Viejo en lontananza.

Se detuvieron y Frodo miró al sur con nostalgia. —Me gustaría tanto volver a ver al viejo amigo. Me pregunto cómo andará.

—Tan bien como siempre, puedes estar seguro—dijo Gandalf—. Muy tranquilo; y no muy interesado, sospecho, en nada de cuanto hemos hecho o visto, salvo tal vez nuestras visitas a los ents. Quizás en algún momento, más adelante, puedas ir a verlo. Pero yo en vuestro lugar me apresuraría, o no llegaréis al puente del Brandivino antes que cierren las puertas.

—Si no hay ninguna puerta—dijo Merry—, no en el camino; lo sabes muy bien. Está la puerta de Los Gamos, por supuesto; pero allí a mí me dejarán entrar a cualquier hora.

—No había ninguna puerta, querrás decir—dijo Gandalf—. Creo que ahora encontrarás algunas. Y acaso hasta en la puerta de Los Gamos tropieces con más dificultades de las que supones. Pero sabréis qué hacer. ¡Adiós, mis queridos amigos! No por última vez, todavía no. ¡Adiós!

Hizo salir del camino a Sombragrís, y el gran corcel cruzó de un salto la zanja verde que corría al lado, y a una voz de Gandalf desapareció galopando como un viento del norte hacia las quebradas de los Túmulos.

 

—Bueno, aquí estamos, nosotros cuatro solos, los que partimos juntos—dijo Merry—. Hemos dejado por el camino a todos los demás, uno después de otro. Parece casi como un sueño que se hubiera desvanecido lentamente.

—No para mí—dijo Frodo—. Para mí es más como volver a dormir.

 


LXV.EL SANEAMIENTO DE LA COMARCA

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO VIII

Había caído la noche cuando, empapados y rendidos de cansancio, los viajeros llegaron por fin al puente del Brandivino. Lo encontraron cerrado: en cada una de las cabeceras del puente se levantaba una gran puerta enrejada coronada de púas; y vieron que del otro lado del río habían construido algunas casas nuevas: de dos plantas, con estrechas ventanas rectangulares, desnudas y mal iluminadas, todo muy lúgubre, y para nada en consonancia con el estilo característico de La Comarca.

Golpearon con fuerza la puerta exterior y llamaron a voces, pero al principio no obtuvieron respuesta; de pronto, ante el asombro de los recién llegados, alguien sopló un cuerno, y las luces se apagaron en las ventanas. Una voz gritó en la oscuridad:

—¿Quién llama? ¡Fuera! ¡No pueden entrar! ¿No han leído el letrero: Prohibida la entrada entre la puesta y la salida del sol?

—No podemos leer el letrero en la oscuridad—respondió Sam a voz en cuello—. Y si en una noche como ésta, hobbits de La Comarca tienen que quedarse fuera bajo la lluvia, arrancaré tu letrero tan pronto como lo encuentre.

En respuesta, una ventana se cerró con un golpe, y una multitud de hobbits provistos de linternas emergió de la casa de la izquierda. Abrieron la primera puerta y algunos de ellos se acercaron al puente. El aspecto de los viajeros pareció amedrentarlos.

—¡Acércate!—dijo Merry, que había reconocido a uno de los hobbits—. ¿No me reconoces, Hob Guardacercas? Soy yo, Merry Brandigamo, y me gustaría saber qué significa todo esto, y qué hace aquí un Gamuno como tú. Antes estabas en la puerta de la Cerca.

—¡Misericordia! ¡Si es el señor Merry, y en uniforme de combate!—exclamó el viejo Hob—. ¡Pero cómo, si decían que estaba muerto! Desaparecido en el bosque Viejo, eso decían. ¡Me alegro de verlo vivo, de todos modos!

—¡Entonces acaba de mirarme boquiabierto espiando entre los barrotes, y abre la puerta!—dijo Merry.

—Lo siento, señor Merry, pero tenemos órdenes.

—¿Ordenes de quién?

—Del jefe, allá arriba, en Bolsón Cerrado.

—¿Jefe? ¿jefe? ¿Te refieres al señor Lotho?—preguntó Frodo.

—Supongo que sí, señor Bolsón; pero ahora tenemos que decir «el jefe», nada más.

—¡De veras!—dijo Frodo—. Bueno, me alegro al menos que haya prescindido del apellido Bolsón. Pero ya es hora de que la familia se encargue de él y lo ponga en el lugar que le corresponde.

Entre los hobbits que estaban del otro lado de la puerta se hizo un silencio. —No le hará bien a nadie hablando de esa manera—dijo uno—. Llegarán a oídos de él. Y si meten tanta bulla despertarán al hombre grande que ayuda al jefe.

—Lo despertaremos de una forma que lo sorprenderá—dijo Merry—. Si lo que quieres decir es que ese maravilloso jefe tiene rufianes a sueldo venidos quién sabe de dónde, entonces no hemos regresado demasiado pronto. —Se apeó del poni de un salto, y al ver el letrero a la luz de las linternas, lo arrancó y lo arrojó del otro lado de la puerta. Los hobbits retrocedieron, sin dar señales de decidirse a abrir. —Adelante, Pippin—dijo Merry—. Con nosotros dos bastará.

Merry y Pippin se encaramaron a la puerta, y los hobbits huyeron precipitadamente. Sonó otro cuerno. En la casa más grande, la de la derecha, una figura pesada y corpulenta se recortó bajo la luz del portal.

—¿Qué significa todo esto?—gruñó, mientras se acercaba—. Con que violando la entrada ¿eh? ¡Largo de aquí o los acogotaré a todos!—Se detuvo de golpe, al ver el brillo de las espadas.

—Bill Helechal—dijo Merry—, si dentro de diez segundos no has abierto esa puerta, tendrás que arrepentirte. Conocerás el frío de mi acero, si no obedeces. Y cuando la hayas abierto te irás por ella y no volverás nunca más. Eres un rufián y un bandolero.

Bill Helechal, acobardado, se arrastró hasta la puerta y la abrió. —¡Dame la llave!—dijo Merry. El bandido se la arrojó a la cabeza y escapó hacia la oscuridad. Cuando pasaba junto a los ponis, uno de ellos le lanzó una coz que lo alcanzó en plena carrera. Con un alarido se perdió en la noche, y nunca más volvió a saberse de él.

—Buen trabajo, Bill—dijo Sam, refiriéndose al poni.

—Allá va el famoso hombre grande—dijo Merry—. Más tarde iremos a ver al jefe. Lo que ahora queremos es alojamiento por esta noche, y como parece que han demolido la Posada del Puente, para levantar este caserío tétrico, ustedes tendrán que acomodarnos.

—Lo siento, señor Merry—dijo Hob—, pero no está permitido.

—¿Qué no está permitido?

—Alojar huéspedes imprevistos, y consumir alimentos de más, y esas cosas—dijo Hob.

—¿Qué diantre pasa?—dijo Merry—. ¿Han tenido un año malo, o qué? Creía que el verano había sido espléndido, y la cosecha óptima.

—Bueno, sí, el año fue bastante bueno—dijo Hob—. Cultivamos mucho y de todo, pero no sabemos a dónde va a parar. Son esos «recolectores» y «repartidores», supongo, que andan por aquí contando y midiendo y llevándoselo todo para almacenarlo. Es más lo que recolectan que lo que reparten, y la mayor parte de las cosas nunca las volvemos a ver.

—¡Oh, ya basta!—dijo Pippin, bostezando—. Todo esto es demasiado fatigoso para mí esta noche. Tenemos víveres en nuestros sacos. Danos sólo un cuarto donde echarnos a descansar. De todos modos, será mejor que muchos de los lugares que hemos conocido.

 

Los hobbits de la puerta todavía parecían inquietos, pues era evidente que se estaba quebrantando alguna norma; pero era imposible tratar de contradecir a cuatro viajeros tan autoritarios, todos armados por añadidura, y dos de ellos excepcionalmente altos y fornidos. Frodo ordenó que volvieran a cerrar las puertas. De todos modos, parecía justificado montar guardia mientras hubiese bandidos merodeando. Los cuatro compañeros entraron en la casa de los guardianes y se instalaron lo más cómodamente que pudieron. Era desnuda e inhóspita, con un hogar miserable en el que el fuego siempre se apagaba. En los cuartos de la planta alta había pequeñas hileras de camastros duros, y en cada una de las paredes un letrero y una lista de normas. Pippin los arrancó de un tirón. No tenían cerveza y muy poca comida, pero los viajeros compartieron lo que traían y todos disfrutaron de una cena aceptable; y Pippin quebrantó la norma 4 poniendo en el hogar la mayor parte de la ración de leña del día siguiente.

—Bueno ¿qué les parece si fumamos un poco mientras nos cuentan las novedades de La Comarca?—dijo.

—No hay hierba para pipa ahora—dijo Hob—; y la que hay, se la han guardado los hombres del jefe. Todas las reservas parecen haber desaparecido. Lo que hemos oído es que carretones enteros de hierba partieron por el Camino Verde desde la Cuaderna del Sur, a través del vado del Sarn. Eso fue al final del año pasado, después de la partida de ustedes. Pero ya antes la habían estado sacando en secreto de La Comarca, en pequeñas cantidades. Ese Lotho...

—¡Cierra el pico, Hob Guardacercas!—gritaron varios hobbits—. Sabes que no está permitido hablar así. El jefe se enterará, y todos nos veremos en figurillas.

—No tendría por qué enterarse de nada, si algunos de los presentes no fueran soplones—replicó Hob, enfurecido.

—¡Está bien, está bien!—dijo Sam—. Es suficiente. No quiero saber nada más. Ni bienvenida, ni cerveza, ni hierba para pipa, y un montón de normas y de cháchara digna de los orcos. Esperaba descansar, pero por lo que veo tenemos afanes y problemas por delante. ¡Vamos a dormir y olvidémonos de todo hasta mañana!

 

Era evidente que el nuevo «jefe» tenía medios para enterarse de las novedades. Desde el puente hasta Bolsón Cerrado había unas cuarenta millas largas [64 kilómetros], pero alguien las había recorrido a gran velocidad. Y Frodo y sus amigos no tardaron en descubrirlo.

No tenían aún planes definidos, pero pensaban de algún modo en ir todos juntos a Cricava, y descansar allí un tiempo. Ahora, sin embargo, viendo cómo estaban las cosas, decidieron ir directamente a Hobbiton. Así pues, al día siguiente tomaron el camino, y marcharon a un trote lento pero constante. Aunque el viento había amainado, el cielo seguía gris, y el país tenía un aspecto triste y desolado; pero al fin y al cabo era primero de noviembre, en las postrimerías del otoño. No obstante, les sorprendió ver tantos incendios, y humaredas que brotaban desde muchos sitios en los alrededores. Una gran nube trepaba a lo lejos hacia el bosque Cerrado.

Al caer de la tarde llegaron a las cercanías de Los Ranales, una aldea situada sobre el camino, a unas veintidós millas [35 kilómetros] del puente. Allí tenían la intención de pasar la noche: El Leño Flotante de Los Ranales era una buena posada. Pero cuando llegaron al extremo este de la aldea encontraron una barrera con un gran letrero que decía Camino Cerrado; y detrás de la barrera un nutrido pelotón de oficiales de La Comarca provistos de garrotes y con plumas en los sombreros. Tenían una actitud arrogante y al mismo tiempo temerosa.

—¿Qué es todo esto?—dijo Frodo, casi tentado de soltar la carcajada.

—Es lo que es, señor Bolsón—dijo el cabecilla de los oficiales, un hobbit con tres plumas—. Están ustedes arrestados por violación de puerta, y por destrucción de normas, y por ataque a guardianes, y por transgresiones reiteradas, y por haber pernoctado en los edificios de La Comarca sin autorización, y por sobornar a los guardias con comida.

—¿Y qué más?—dijo Frodo.

—Con esto basta para empezar—dijo el cabecilla de los oficiales de La Comarca.

—Si usted quiere, yo podría agregar algunos motivos más—dijo Sam—. Por insultar al jefe, por tener ganas de estamparle un puñetazo en la facha granujienta, y por pensar que los oficiales de La Comarca parecen una tropilla de fantoches.

—Oiga, señor, ya basta. Por orden del jefe tienen que acompañarnos sin chistar. Ahora los llevaremos a Delagua y los entregaremos a los hombres del jefe; y cuando él se haya ocupado del caso, podrán decir lo que tengan que decir. Pero si no quieren quedarse en las celdas demasiado tiempo, yo si fuera ustedes pondría punto en boca.

Ante la decepción de los oficiales de La Comarca, Frodo y sus compañeros estallaron en carcajadas. —¡No sea ridículo!—dijo Frodo—. Yo voy a donde me place, y cuando se me da la gana. Y da la casualidad que ahora iba a Bolsón Cerrado por negocios, pero si insisten en acompañarnos, bueno, es asunto de ustedes.

—Muy bien, señor Bolsón—dijo el jefe, empujando hacia un lado la barrera—. Pero no olvide que está bajo arresto.

—No lo olvidaré—dijo Frodo—. Jamás. Pero quizá pueda perdonarlo. Y ahora, porque no pienso ir más lejos por hoy, si tiene la amabilidad de escoltarme hasta El Leño Flotante, le quedaré muy agradecido.

—No puedo hacerlo, señor Bolsón. La posada está clausurada. Hay una casa de oficiales de La Comarca en el otro extremo de la aldea. Los llevaré allí.

—Está bien—dijo Frodo—. Vayan ustedes delante, y nosotros los seguiremos.

 

Sam había estado observando a todos los oficiales, y descubrió a un conocido. —¡Eh, ven aquí, Robin Madriguera!—llamó—. Quiero hablarte un momento.

Tras una mirada tímida al jefe, que, aunque parecía enfurecido no se atrevió a intervenir, el oficial Madriguera se separó de la fila y se acercó a Sam, que se había apeado del poni.

El saneamiento de La Comarca por Alan Lee

 

—¡Escúchame, botarate!—dijo Sam—. Tú, que eres de Hobbiton, bien podrías tener un poco más de sentido común. ¿Qué es eso de venir a detener al señor Frodo y todo lo demás? ¿Y qué historia es ésa de que la posada está clausurada?

—Están todas clausuradas—dijo Robin—. El jefe no tolera la cerveza. O por lo menos así empezó la cosa. Pero los hombres del jefe se la guardan para ellos. Y tampoco tolera que la gente ande de aquí para allá; de modo que si eso se proponen, tendrán que ir a la casa de los oficiales y explicar los motivos.

—Tendría que darte vergüenza andar mezclado en tamaña estupidez—dijo Sam—. En otros tiempos una taberna te gustaba más por dentro que por fuera. Siempre andabas metiendo en ellas las narices, en las horas de servicio o en las de licencia.

—Y aún lo haría, Sam, si pudiera. Pero no seas duro conmigo. ¿Qué puedo hacer? Tú sabes por qué me metí de oficial de La Comarca hace siete años, antes que empezara todo esto. Me daba la oportunidad de recorrer el país, y de ver gente, y de enterarme de las novedades, y de saber dónde tiraban la mejor cerveza. Pero ahora es diferente.

—Pero igual puedes renunciar, abandonar el puesto, si ya no es más un trabajo respetable—dijo Sam.

—No está permitido—dijo Robin.

—Si oigo decir varias veces más no está permitido—dijo Sam—, estallaré de furia.

—No lamentaría verlo, te lo aseguro—dijo Robin bajando la voz—. Si todos juntos estalláramos de furia alguna vez, algo se podría hacer. Pero son esos hombres, Sam, los hombres del jefe. Están en todas partes, y si alguno de nosotros, la gente pequeña, trata de reclamar sus derechos, se lo llevan a las celdas a la rastra. Primero apresaron al viejo Pastelón, al viejo Will Pieblanco, el alcalde, y luego a muchos más. Y en los últimos tiempos las cosas han empeorado. Ahora les pegan a menudo.

—Entonces ¿por qué haces lo que ellos te ordenan?—le dijo Sam, indignado—. ¿Quién te mandó a Los Ranales?

—Nadie. Vivimos aquí, en la casa grande de los oficiales. Ahora somos el primer pelotón de la Cuaderna del Este. Hay centenares de oficiales de La Comarca contándolos a todos, y todavía necesitan más, con las nuevas normas. La mayor parte está en esto contra su voluntad, pero no todos. Hasta en La Comarca hay gente a quien le gusta meterse en los asuntos ajenos y darse importancia. Y todavía los hay peores: hay unos cuantos que hacen de espías, para el jefe y para sus hombres.

—¡Ah! Fue así como se enteraron de nuestra llegada ¿no?

—Justamente. Nosotros ya no tenemos el derecho de utilizarlo, pero ellos emplean el viejo servicio postal rápido, y mantienen postas especiales en varios lugares. Uno de ellos llegó anoche de las quebradas Blancas con un «mensaje secreto», y otro lo llevó desde aquí. Y esta tarde se recibió un mensaje diciendo que ustedes tenían que ser arrestados y conducidos a Delagua, no a las celdas directamente. Por lo que parece, el jefe quiere verlos cuanto antes.

—No estará tan ansioso cuando el señor Frodo haya acabado con él—dijo Sam.

 

La casa de los oficiales de La Comarca en Los Ranales les pareció tan sórdida como la del Puente. Era de ladrillos toscos y descoloridos, mal ensamblados, y tenía una sola planta, pero las mismas ventanas estrechas. Por dentro era húmeda e inhóspita, y la cena fue servida en una mesa larga y desnuda que no había sido fregada en varias semanas. Y la comida no merecía un marco mejor. Los viajeros se sintieron felices cuando llegó la hora de abandonar aquel lugar. Estaban a unas dieciocho millas [29 kilómetros] de Delagua, y a las diez de la mañana se pusieron en camino. Y habrían partido bastante más temprano si la tardanza no hubiese irritado tan visiblemente al cabecilla de los oficiales. El viento del oeste había cambiado y ahora soplaba del norte, y aunque el frío había recrudecido, ya no llovía.

Fue una comitiva bastante cómica la que partió de la villa, si bien los contados habitantes que salieron a admirar el «atuendo» de los viajeros no parecían estar muy seguros de si les estaba permitido reírse. Una docena de oficiales de La Comarca habían sido designados para escoltar a los «prisioneros»; pero Merry los obligó a caminar delante, y Frodo y sus amigos los siguieron cabalgando. Merry, Pippin y Sam, sentados a sus anchas, iban riéndose y charlando y cantando, mientras los oficiales avanzaban solemnes, tratando de parecer severos e importantes. Frodo en cambio iba en silencio, y tenía un aire triste y pensativo.

La última persona con quien se cruzaron al pasar fue un viejo campesino robusto que estaba podando un cerco. —¡Hola, hola!—gritó con sorna—. ¿Ahora quién ha arrestado a quién?

Dos de los oficiales se separaron inmediatamente del grupo y fueron hacia el anciano. —¡Jefe!—dijo Merry—. ¡Ordéneles a esos dos que vuelvan a la fila, si no quiere que yo me encargue de ellos!

A una orden cortante del cabecilla los dos hobbits volvieron malhumorados. —Y ahora ¡adelante!—dijo Merry, y a partir de ese momento los jinetes marcharon a un trote bastante acelerado, como para obligar a los oficiales a seguirlos a todo correr. Salió el sol, y a pesar del viento frío pronto estaban sudando y resollando.

En la Piedra de las Tres Cuadernas se dieron por vencidos. Habían caminado casi catorce millas [23 kilómetros] con un solo descanso al mediodía. Ahora eran las tres de la tarde. Estaban hambrientos, tenían los pies hinchados y doloridos y no podían seguir a ese paso.

—¡Y bien, tómense todo el tiempo que necesiten!—dijo Merry—. Nosotros continuamos.

—¡Adiós, Robin!—dijo Sam—. Te esperaré en la puerta de El Dragón Verde, si no has olvidado dónde está. ¡No te distraigas por el camino!

—Esto es una infracción, una infracción al arresto—dijo el jefe con desconsuelo—, y no respondo por las consecuencias.

—Todavía pensamos cometer muchas otras infracciones, y no le pediremos que responda—dijo Pippin—. ¡Buena suerte!

 

Los viajeros continuaron al trote, y cuando el sol empezó a descender hacia las quebradas Blancas, lejano sobre la línea del horizonte, llegaron a Delagua y al gran lago de la villa; y allí recibieron el primer golpe verdaderamente doloroso. Eran las tierras de Frodo y de Sam, y ahora sabían que no había en el mundo un lugar más querido para ellos. Muchas de las casas que habían conocido ya no existían. Algunas parecían haber sido incendiadas. La encantadora hilera de negros agujeros-hobbit en la margen norte del lago parecía abandonada, y los jardines que antaño descendían hasta el borde de El Agua habían sido invadidos por las malezas. Peor aún, había toda una hilera de lóbregas casas nuevas a la orilla del lago, a la altura en que el camino de Hobbiton corría junto al agua. Allí antes había habido un sendero con árboles. Ahora todos los árboles habían desaparecido. Y cuando miraron consternados el camino que subía a Bolsón Cerrado, vieron a la distancia una alta chimenea de ladrillos. Vomitaba un humo negro en el aire del atardecer.

Sam estaba fuera de sí. —¡Yo marcho adelante, señor Frodo!—gritó—. Voy a ver qué está pasando. Quiero encontrar al Tío.

—Antes nos convendría saber qué nos espera, Sam—dijo Merry—. Sospecho que el «jefe» ha de tener una pandilla de rufianes al alcance de la mano. Necesitaríamos encontrar a alguien que nos diga cómo andan las cosas por estos parajes.

Pero en la aldea de Delagua todas las casas y las cavernas estaban cerradas y nadie salió a saludarlos. Esto les sorprendió, pero no tardaron en descubrir el motivo. Cuando llegaron a El Dragón Verde, el último edificio del camino a Hobbiton, ahora desierto y con los vidrios rotos, les alarmó ver una media docena de hombres corpulentos y malcarados que holgazaneaban, recostados contra la pared de la taberna; tenían la piel cetrina y la mirada torcida y taimada.

—Como aquel amigo de Bill Helechal en Bree—dijo Sam.

—Como muchos de los que vi en Isengard—murmuró Merry.

 

Los bandidos empuñaban garrotes y llevaban cuernos colgados del cinturón, pero por lo visto no tenían otras armas. Al ver a los viajeros se apartaron del muro, y atravesándose en el camino, les cerraron el paso.

—¿A dónde creéis que vais?—dijo uno, el más corpulento y de aspecto más maligno—. Para vosotros, el camino se interrumpe aquí. ¿Y dónde están esos bravos oficiales?

—Vienen caminando despacio—dijo Merry—. Con los pies un poco doloridos, quizá. Les prometimos esperarlos aquí.

Garn ¿qué os dije?—dijo el bandido volviéndose a sus compañeros—. Le dije a Zarquino que no se podía confiar en esos pequeños imbéciles. Tenían que haber enviado a algunos de los nuestros.

—¿Y eso en qué habría cambiado las cosas?—dijo Merry—. En este país no estamos acostumbrados a los bandoleros, pero sabemos cómo tratarlos.

Bandoleros ¿eh?—dijo el hombre—. No me gusta nada ese tono. O lo cambias, o te lo cambiaremos. A vosotros, la gente pequeña, se os han subido los humos a la cabeza. No confiéis demasiado en el buen corazón del jefe. Ahora ha venido Zarquino, y él hará lo que Zarquino diga.

—¿Y qué puede ser eso?—preguntó Frodo con calma.

—Este país necesita que alguien lo despierte y lo haga marchar como es debido—dijo el otro—, y eso es lo que Zarquino hará; y con mano dura, si lo obligan. Necesitáis un jefe más grande. Y lo tendréis antes que acabe el año, si hay nuevos disturbios. Entonces aprenderéis un par de cosas, ratitas miserables.

—Me alegra de veras conocer vuestros planes—dijo Frodo—. Ahora mismo iba a hacerle una visita al señor Lotho, y es muy posible que también a él le interese conocerlos.

El bandido se echó a reír. —¡Lotho! Los conoce muy bien. No te preocupes. El hará lo que Zarquino diga. Porque si un jefe crea problemas, nosotros nos encargamos de cambiarlo. ¿Entiendes? Y si la gente pequeña trata de meterse donde no la llaman, sabemos cómo sacarlos del medio. ¿Entiendes?

—Sí, entiendo—dijo Frodo—. Para empezar, entiendo que estáis atrasados, atrasados de noticias. Han sucedido muchas cosas desde que abandonasteis el sur. Tu tiempo ya ha pasado, y el de todos los demás rufianes. La Torre Oscura ha sucumbido, y en Gondor hay un rey. E Isengard ha sido destruida y vuestro preciado amo es ahora un mendigo errante en las tierras salvajes. Me crucé con él por el camino. Ahora serán los mensajeros del rey los que remontarán el Camino Verde, no los matones de Isengard.

El hombre le clavó la mirada y sonrió. —¡Un mendigo errante de las tierras salvajes!—dijo con sarcasmo—. ¿De veras? Pavonéate si quieres, renacuajo presumido. De todas maneras no pensamos movernos de este amable país donde ya habéis holgazaneado de sobra. ¡Mensajeros del rey!—Chasqueó los dedos en las narices de Frodo. —¡Mira lo que me importa! Cuando vea uno, tal vez me fije en él.

Aquello colmó la medida para Pippin. Pensó en el Campo de Cormallen, y aquí había un rufián de mirada oblicua que se atrevía a tildar de «renacuajo presumido» al Portador del Anillo. Echó atrás la capa, desenvainó la espada reluciente, y la plata y el sable de Gondor centellearon cuando avanzó montado en el caballo.

—Yo soy un mensajero del rey—dijo—. Le estás hablando al amigo del rey, y a uno de los más renombrados en todos los países del oeste. Eres un rufián y un imbécil. Ponte de rodillas en el camino y pide perdón, o te traspasaré con este acero, perdición de los troles.

La espada relumbró a la luz del poniente. También Merry y Sam desenvainaron las espadas, y se adelantaron, prontos a respaldar el desafío de Pippin; pero Frodo no se movió. Los bandidos retrocedieron. Hasta entonces, se habían limitado a amedrentar e intimidar a los campesinos de Bree, y a maltratar a los azorados hobbits. Hobbits temerarios de espadas brillantes y miradas torvas eran una sorpresa inesperada. Y las voces de estos recién llegados tenían un tono que ellos nunca habían escuchado. Los helaba de terror.

—¡Largaos!—dijo Merry—. Si volvéis a turbar la paz de esta aldea, lo lamentaréis. —Los tres hobbits avanzaron, y los bandidos dieron media vuelta y huyeron despavoridos por el camino de Hobbiton; pero mientras corrían hicieron sonar los cuernos.

—Bueno, es evidente que no hemos regresado demasiado pronto—dijo Merry.

—Ni un día. Tal vez demasiado tarde, al menos para salvar a Lotho—dijo Frodo—. Es un pobre imbécil, pero le tengo lástima.

—¿Salvar a Lotho? ¿Pero qué demonios quieres decir?—preguntó Pippin—. Destruirlo, diría yo.

—Me parece que tú no comprendes bien lo que sucede, Pippin—dijo Frodo—. Lotho nunca tuvo la intención de que las cosas llegaran a este extremo. Ha sido un tonto y un malvado, y ahora está en una trampa. Los bandidos han tomado las riendas, recolectando, robando y abusando, y manejando o destruyendo las cosas a gusto de ellos, y en nombre de él. Y ni siquiera en nombre de él por mucho tiempo más. Ahora es un prisionero en Bolsón Cerrado, y ha de estar muy atemorizado, me imagino. Tendríamos que intentar rescatarlo.

—¡Esto sí que es inaudito!—exclamó Pippin—. Como broche de oro de nuestros viajes, nunca me lo habría imaginado: venir a combatir con bandidos y con semiorcos en La Comarca misma... ¡para salvar a Lotho Granujo!

—¿Combatir?—dijo Frodo—. Bueno, supongo que podría llegarse a eso. Pero recordad: no ha de haber matanza de hobbits, por más que se hayan pasado al otro bando. Que se hayan pasado de verdad, quiero decir: no que obedezcan por temor a las órdenes de los bandidos. Jamás en La Comarca un hobbit mató a otro hobbit con intención, y no vamos a empezar ahora. Y en la medida en que pueda evitarse, no se matará a nadie. Así que conservad la calma hasta el final.

—Pero si hay muchos de estos bandidos—dijo Merry—, tendrá que haber lucha. Con sentirte horrorizado y triste, no rescatarás a Lotho, ni salvarás a La Comarca, mi querido Frodo.

—No—dijo Pippin—. No será tan fácil amedrentarlos de nuevo. Esta vez los tomamos por sorpresa. ¿Oíste sonar los cuernos? Es indudable que andan otros por las cercanías. Y cuando sean más numerosos, se sentirán mucho más audaces. Tendríamos que buscar algún sitio donde refugiarnos esta noche. Al fin y al cabo, no somos más que cuatro, aunque estemos armados.

—Se me ocurre una idea—dijo Sam—. ¡Vayamos a casa del viejo Tom Coto, allá abajo, en el sendero del sur! Siempre fue de agallas. Y tiene un montón de hijos que toda la vida fueron amigos míos.

—¡No!—dijo Merry—. No tiene sentido «refugiarse». Eso es lo que la gente ha estado haciendo, y lo que a los bandidos les gusta. Caerán sobre nosotros en pandilla, nos acorralarán, y nos obligarán a salir por la fuerza; o nos quemarán vivos. No, tenemos que hacer algo, y pronto.

—¿Hacer qué?—dijo Pippin.

—¡Sublevar a toda La Comarca!—dijo Merry—. ¡Ahora! ¡Despertar a todo el mundo! ¡Odian todo esto, es evidente!; todos, excepto tal vez uno o dos bribones, y unos pocos imbéciles que quieren sentirse importantes, pero que en realidad no entienden nada de lo que está pasando. Pero la gente de La Comarca ha vivido tan cómoda y tranquila durante tanto tiempo que no sabe qué hacer. Sin embargo, una chispa bastará para encender todos los ánimos. Los hombres del jefe tienen que saberlo. Tratarán de aplastarnos y eliminarnos rápidamente. Nos queda muy poco tiempo.

»Sam, ve tú de una corrida a la granja de Coto, si quieres. Es el personaje más importante de por aquí, y el más decidido. ¡Vamos! Voy a tocar el cuerno de Rohan, y les haré escuchar una música como nunca en la vida habían oído.

 

Cabalgaron de regreso al centro de la aldea. Allí Sam dobló y partió al galope por el sendero que conducía al sur, a casa de los Coto. No se había alejado mucho cuando oyó de pronto la clara llamada de un cuerno que se elevaba vibrando. Resonó a lo lejos más allá de las colinas y de los campos; y era tan imperiosa aquella llamada que el propio Sam estuvo a punto de dar media vuelta y regresar a la carrera. El poni se encabritó y relinchó.

—¡Adelante, muchacho! ¡Adelante!—le gritó Sam—. Pronto regresaremos.

Un instante después notó que Merry cambiaba de tono, y el toque de alarma de Los Gamos se elevó, estremeciendo el aire.

 

¡DESPERTAD! ¡DESPERTAD! ¡PELIGRO! ¡FUEGO! ¡ENEMIGOS!

¡DESPERTAD!

¡FUEGO! ¡ENEMIGOS! ¡DESPERTAD!

 

Sam oyó a sus espaldas una batahola de voces y el estrépito de puertas que se cerraban de golpe. Delante de él se encendían luces en el anochecer; los perros ladraban; había rumor de pasos precipitados. No había llegado aún al fondo del sendero, cuando vio al granjero Coto que corría a encontrarlo acompañado por tres de sus hijos, el joven Tom, Alegre y Nick. Llevaban hachas, y le cerraron el paso.

—¡No! No es uno de esos bandidos—dijo la voz grave del granjero—. Por la estatura parece un hobbit, pero está vestido de una manera estrafalaria. ¡Eh!—gritó—. ¿Quién eres, y a qué viene todo este alboroto?

—Soy Sam, Sam Gamyi. Estoy de vuelta.

El granjero Coto se le acercó y lo observó un rato en la penumbra. —¡Bien!—exclamó—. La voz es la misma, y tu cara no se ve peor de lo que era, Sam. Pero no te habría reconocido en la calle, con esa vestimenta. Has estado por el extranjero, dicen. Te dábamos por muerto.

—¡Eso sí que no!—dijo Sam—. Ni tampoco el señor Frodo. Está aquí con sus amigos. Y esto mismo es la causa de todo el alboroto. Están sublevando a la población de La Comarca. Vamos a echar de aquí a todos esos rufianes, y también al jefe que tienen. Ya estamos empezando.

—¡Bien, bien!—exclamó el granjero Coto—. ¡Así que la cosa ha empezado, por fin! De un año a esta parte, me ardía la sangre, pero la gente no quería ayudar. Y yo tenía que pensar en mi mujer y en Rosita. Estos rufianes no se arredran ante nada. ¡Pero vamos ya, muchachos! ¡Delagua se ha rebelado! ¡Tenemos que estar allí!

—Pero... ¿y la señora Coto, y Rosita?—dijo Sam—. No es prudente dejarlas solas.

—Mi Nibs está con ellas. Pero puedes ir y ayudarlo, si tienes ganas—dijo el granjero Coto con una sonrisa. Y él y sus hijos partieron a todo correr hacia la aldea.

Sam se apresuró a entrar en la casa. En el escalón más alto del fondo del patio, la señora Coto y Rosita estaban de pie junto a la gran puerta redonda, y Nibs aguardaba frente a ellas, blandiendo una horquilla para el heno.

 

—¡Soy yo!—anunció Sam, todavía trotando—. ¡Sam Gamyi! Así que no trates de ensartarme, Nibs. De todos modos, llevo puesta una cota de malla. —Se apeó del poni de un salto y trepó los escalones. Los Coto lo observaron en silencio. —¡Buenas noches, señora Coto!—dijo Sam—. ¡Hola, Rosita!

—¡Hola, Sam!—dijo Rosita—. ¿Por dónde has andado? Decían que habías muerto; pero yo te he estado esperando desde la primavera. Tú no tenías mucha prisa ¿no es cierto?

—Tal vez no—respondió Sam, sonrojándose—. Pero ahora sí la tengo. Nos estamos ocupando de los bandidos y tengo que volver con el señor Frodo. Pero quise venir a echar un vistazo, a ver cómo andaba la señora Coto; y tú, Rosita.

Sam y Rosita Coto por Ted Nasmith

 

—Andamos bien, gracias—dijo la señora Coto—. O al menos andaríamos bien si no fuese por esos rufianes ladrones.

—¡Bueno, vete!—dijo Rosita—. Si has estado cuidando al señor Frodo todo este tiempo ¿cómo se te ocurre dejarlo solo ahora, justo cuando las cosas se ponen más difíciles?

Aquello fue demasiado para Sam. O necesitaba una semana para contestarle, o no le decía nada. Bajó los escalones y volvió a montar el poni. Pero en el momento en que se disponía a partir, Rosita llegó, corriendo.

—¡Luces muy bien,—dijo—.¡Vete, ahora! ¡Pero cuídate y vuelve en cuanto hayas arreglado cuentas con esos rufianes!

 

Sam regresó y encontró en pie a toda la villa. Además de numerosos muchachos más jóvenes, ya se habían reunido más de un centenar de hobbits fornidos provistos de hachas, martillos pesados, cuchillos largos y gruesos bastones; y algunos llevaban arcos de caza. Y continuaban llegando otros de las granjas vecinas.

Algunos de los aldeanos habían encendido una gran hoguera, sólo para animar la velada, y porque era además una de las cosas prohibidas por el jefe. Las llamas trepaban cada vez más brillantes a medida que avanzaba la noche. Otros, a las órdenes de Merry, estaban levantando barricadas a través del camino, a la entrada y a la salida de la aldea. Cuando los oficiales de La Comarca se toparon con la primera barricada, quedaron estupefactos; pero tan pronto como vieron que las cosas pintaban mal, la mayoría se quitó las plumas y se plegó a la revuelta. Los otros huyeron furtivamente.

Sam encontró a Frodo y sus amigos junto al fuego discurriendo con el viejo Tom Coto, y rodeados de una multitud de gente de Delagua que los miraba con admiración.

—Y bien, ¿cuál es el próximo movimiento?—dijo el granjero Coto.

—No sé decirlo—respondió Frodo—, hasta tanto no tenga más información. ¿Cuántos son los bandidos?

—Es difícil saberlo—dijo Coto—. Andan siempre aquí y allá, yendo y viniendo. A veces hay cincuenta en las barracas, allá en lo alto del camino a Hobbiton; pero salen de correrías, a robar y a «recolectar», como ellos dicen. De todos modos, rara vez hay menos de una veintena alrededor del jefe, como lo llaman. Y él está en Bolsón Cerrado, o estaba, pero ya no sale. En realidad, nadie lo ha visto desde hace unas dos semanas: pero los hombres no dejan que nadie se acerque.

—Pero Hobbiton no es el único lugar en que están acuartelados ¿no?—dijo Pippin.

—No, para colmo de males—dijo Coto—. Hay un buen puñado allá abajo, en el sur, en valle Largo, y cerca del vado del Sarn, dicen; y algunos más escondidos en bosque Cerrado; y han construido barracas en El Cruce. Y están las celdas-agujeros, como ellos las llaman: los viejos almacenes subterráneos en Cavada Grande, que han transformado en prisiones para los que se atreven a enfrentarlos. Sin embargo estimo que no hay más de trescientos en toda La Comarca, y tal vez menos. Podemos dominarlos, si nos mantenemos unidos.

—¿Tienen armas?—preguntó Merry.

—Látigos, cuchillos y garrotes, suficiente para el sucio trabajo que hacen; al menos eso es lo que han mostrado hasta ahora—dijo Coto—. Pero sospecho que sacarán a relucir otras, en caso de lucha. De todos modos, algunos tienen arcos. Han matado a uno o dos de los nuestros.

—¡Ya ves, Frodo!—dijo Merry—. Sabía que tendríamos que combatir. Bueno, ellos empezaron la matanza.

—No exactamente—dijo Coto—. O en todo caso no fueron ellos los que empezaron con las flechas. Los Tuk empezaron. Se da cuenta, señor Peregrin, el padre de usted nunca lo pudo tragar al tal Lotho, desde el principio; decía que si alguien tenía derecho a darse aires de jefe a esta hora del día era el propio thain de La Comarca y no ningún advenedizo. Y cuando Lotho le mandó a los hombres, no hubo modo de convencerlo. Los Tuk son afortunados, ellos tienen esas cavernas profundas allá en las colinas Verdes, los Grandes Smials y todo eso, y los bandidos no pueden llegar hasta allí; y los Tuk no los dejan entrar en sus tierras. Si se atreven a hacerlo, los persiguen. Los Tuk mataron a tres que andaban robando y merodeando. Desde entonces los bandidos se volvieron más feroces. Y ahora vigilan de cerca las tierras de los Tuk. Ya nadie entra ni sale allí.

—¡Un hurra por los Tuk!—gritó Pippin—. Pero ahora alguien tendrá que entrar. Me voy a los Smials. ¿Alguien desea acompañarme a Alforzada?

Pippin partió con una media docena de muchachos, todos montados en ponis. —¡Hasta pronto!—gritó—. A campo traviesa hay sólo unas catorce millas [23 kilómetros]. Por la mañana estaré de vuelta con todo un ejército de Tuks. —Desaparecieron en la oscuridad, mientras la gente los aclamaba y Merry los despedía con un toque de cuerno.

—Como quiera que sea—dijo Frodo a todos los que se encontraban alrededor—, no quiero que haya matanza; ni aun de los bandidos, a menos que sea necesario para impedir que dañen a los hobbits.

—¡De acuerdo!—dijo Merry—. Pero creo que de un momento a otro tendremos la visita de la pandilla de Hobbiton. Y no van a venir precisamente a platicar. Procuraremos tratarlos con ecuanimidad, pero tenemos que estar preparados para lo peor. Tengo un plan.

—Muy bien—dijo Frodo—. Tú te encargarás de los preparativos.

En aquel momento, algunos hobbits que habían sido enviados a Hobbiton regresaron a todo correr. —¡Ya llegan!—dijeron—. Una veintena o más, pero dos han tomado hacia el oeste a campo traviesa.

—A El Cruce, me imagino—dijo Coto—, en busca de refuerzos. Quince millas [24 kilómetros] de ida y quince [24 kilómetros] de vuelta. No vale la pena preocuparse por el momento.

Merry se apresuró a dar las órdenes. El granjero Coto se encargó de despejar las calles, enviando a todo el mundo a casa, excepto a los hobbits de más edad que contaban con algún tipo de arma. No tuvieron que esperar mucho. Pronto oyeron voces ásperas y pasos pesados; y en seguida vieron aparecer todo un pelotón de bandidos. Al ver la barricada se echaron a reír. No les cabía en la imaginación que en aquel pequeño país hubiese alguien capaz de enfrentar a veinte como ellos. Los hobbits abrieron la barrera y se hicieron a un lado. —¡Gracias!—dijeron los hombres con sorna—. Y ahora, pronto a casa, y a dormir, antes que empecemos con los látigos. —Y avanzaron por la calle vociferando. —¡Apagad esas luces! ¡Entrad en las casas y quedaos en ellas! De lo contrario nos llevaremos a cincuenta y los encerraremos en las celdas durante un año. ¡Adentro! ¡El jefe está perdiendo la paciencia!

Nadie hizo ningún caso a aquellas órdenes, pero a medida que los bandidos avanzaban, iban cerrando filas detrás de ellos y los seguían. Cuando los hombres llegaron a la hoguera, allí estaba el viejo Coto, solo, calentándose las manos. —¿Quién eres y qué estás haciendo aquí?—lo interpeló el cabecilla.

El granjero Coto lo observó con una mirada lenta. —Justamente iba a preguntarte lo mismo—respondió—. Este no es tu país y aquí no te queremos.

—Pues bien, nosotros te queremos a ti, en todo caso—dijo el cabecilla—. ¡Prendedlo, muchachos! ¡A las celdas y dadle algo que lo tranquilice un rato!

Los hombres avanzaron un paso y se detuvieron. Alrededor de ellos se había alzado un clamor de voces, y advirtieron en ese momento que el granjero Coto no estaba solo. En la oscuridad, al filo de la hoguera, se cerraba un círculo de hobbits que habían salido en silencio de entre las sombras. Eran unos doscientos, y todos armados.

Merry dio un paso adelante. —Ya nos hemos conocido—le dijo al cabecilla—, y te advertí que no volvieras a aparecer por aquí. Ahora te vuelvo a advertir: estás a plena luz y rodeado de arqueros. Si te atreves a poner un solo dedo en este hobbit, o en cualquier otro de los presentes, serás hombre muerto. ¡Dejad en el suelo todas las armas!

El cabecilla echó una mirada en torno. Estaba atrapado. Pero con veinte secuaces para respaldarlo, no tenía miedo. Conocía poco y mal a los hobbits para darse cuenta del peligro en que se encontraba. Envalentonado, decidió luchar. No le iba a ser difícil abrirse paso.

—¡A la carga, muchachos!—gritó—. ¡Duro con ellos!

Esgrimiendo un largo puñal en la mano izquierda y un garrote en la derecha, se abalanzó contra el círculo de hobbits, procurando escapar hacia Hobbiton. Intentó atacar con violencia a Merry, que le cerraba el paso. Cayó muerto, traspasado por cuatro flechas.

A los restantes les bastó con eso. Se rindieron. Despojados de las armas y sujetos con cuerdas unos a otros, fueron conducidos a una cabaña vacía que ellos mismos habían construido, y allí, atados de pies y manos, los dejaron encerrados con una fuerte custodia. Al cabecilla muerto lo llevaron a la rastras un poco más lejos y lo enterraron.

—Parece casi demasiado fácil, después de todo ¿verdad?—dijo Coto—. Yo decía que éramos capaces de dominarlos. Lo que nos faltaba era una señal. Han vuelto en el momento justo, señor Merry.

—Todavía queda mucho por hacer—dijo Merry—. Si tus estimaciones son acertadas, aún no hemos dado cuenta ni de la décima parte de estos rufianes. Pero está oscureciendo. Creo que para el próximo golpe tendremos que esperar la mañana. Entonces le haremos una visita al jefe.

—¿Por qué no ahora mismo?—dijo Sam—. No son mucho más de las seis. Y yo quiero ver al Tío. ¿Sabe qué ha sido de él, señor Coto?

—No está ni demasiado bien ni demasiado mal, Sam—dijo el granjero—. En Bolsón de Tirada derribaron todos los árboles, y ése fue un golpe duro para el viejo. Ahora está en una de esas casas nuevas que construyeron los hombres cuando todavía hacían algo más que quemar y robar: a apenas una milla del linde de Delagua. Pero me viene a ver cada tanto, cuando puede, y yo cuido de que esté mejor alimentado que algunos de esos pobres infelices. Todo contra las normas, por supuesto. Lo habría alojado en mi casa, pero eso no estaba permitido.

—Se lo agradezco de todo corazón señor Coto, y nunca lo olvidaré—dijo Sam—. Pero quiero verlo. El jefe, y ese tal Zarquino, por lo que decían, podrían hacer algún desaguisado allá arriba, antes de la mañana.

—Está bien, Sam—dijo Coto—. Llévate a un par de mozalbetes, y ve a buscarlo y tráelo a mi casa. No necesitarás acercarte a la vieja aldea de Hobbiton al otro lado de el Agua. Mi Alegre te indicará el camino.

 

Sam partió. Merry puso unos centinelas alrededor de la aldea y junto a las barreras durante la noche. Luego fue con Frodo a casa del granjero Coto. Se sentaron con la familia en la caldeada cocina, y los Coto, por pura cortesía, les hicieron unas pocas preguntas sobre los viajes que habían hecho, pero en verdad casi no escuchaban las respuestas: les interesaba mucho más lo que estaba aconteciendo en La Comarca.

—Todo empezó con Granujo, como nosotros lo llamamos—dijo el viejo Coto—, y empezó apenas se fueron ustedes, señor Frodo. Tenía ideas raras, el Granujo. Quería ser el dueño de todo, y mandar a todo el mundo. Pronto se descubrió que ya tenía más de lo que era bueno para él; y continuaba acumulando más y más, aunque de dónde sacaba el dinero era un misterio: molinos y campos de cebada, y tabernas y granjas, y plantaciones de hierba para pipa. Ya antes de venir a vivir a Bolsón Cerrado había comprado el molino de Arenas, según parece.

»Naturalmente, comenzó con las propiedades que le había dejado el padre en la Cuaderna del Sur; y parece que desde hacía un par de años estaba vendiendo grandes partidas que sacaba en secreto de La Comarca. Pero a fines del año pasado se atrevió a mandar carretones enteros, y no sólo de hierba. Los víveres comenzaron a escasear y el invierno se acercaba. La gente estaba furiosa, pero él sabía cómo responder. Y empezaron a llegar hombres y más hombres, bandidos casi todos y algunos se llevaban las cosas en grandes carretas, y otros se quedaban. Y seguían llegando y llegando, y antes que nos diéramos cuenta de lo que pasaba, los teníamos instalados aquí y allá, y por toda La Comarca, y talaban los árboles y hacían excavaciones y construían cobertizos y casas donde y como se les antojaba. Al principio, Granujo pagaba las mercancías y los daños; pero al poco tiempo los hombres empezaron a darse aires y a apropiarse de todo lo que querían.

»En ese entonces hubo algún descontento, pero no suficiente. El viejo Will, el alcalde, marchó a Bolsón Cerrado, a protestar, pero nunca llegó a destino. Los bandidos le echaron mano y se lo llevaron y lo encerraron en una covacha en Cavada Grande, y allí está todavía. Desde entonces, poco después del Año Nuevo, no hemos tenido más alcalde, y el Granujo se hizo llamar jefe de los oficiales de La Comarca, o jefe a secas, y hacía lo que le daba la gana; y si a alguien «se le subían los humos», como ellos decían, corría la misma suerte de Will. Y así las cosas iban de mal en peor. No había hierba de pipa para nadie, excepto para los hombres del jefe; y como el jefe no soportaba la cerveza, a menos que la bebieran sus hombres, cerró todas las tabernas; y todo, menos las normas, escaseaba a más y mejor; a menos que uno consiguiera esconder algo, cuando los rufianes iban de granja en granja recolectando «para un reparto equitativo»; lo cual significaba que ellos se quedaban con todo y nosotros con nada, salvo las sobras que acaso te dieran en las casas de los oficiales, si las podías tragar. Todo lo peor. Pero desde que llegó Zarquino, ha sido una verdadera calamidad.

—¿Quién es ese Zarquino?—preguntó Merry—. Se lo oí nombrar a uno de los rufianes.

—El rufián más rufián de toda la pandilla, no le quepa la menor duda—respondió Coto—. Fue en la época de la última cosecha, hacia fines de septiembre, cuando oímos hablar de él por primera vez. No lo hemos visto nunca, pero está allá arriba, en Bolsón Cerrado; y ahora él es el verdadero jefe, supongo. Todos los bandidos hacen lo que él dice; y lo que él dice es mayormente: hachar, quemar, destruir; y ahora han empezado a matar. Y ya ni siquiera con algún propósito, por malo que sea. Voltean los árboles y los dejan tirados allí, y queman las casas y no construyen otras.

»La historia del molino de Arenas, por ejemplo. Granujo lo hizo demoler no bien se instaló en Bolsón Cerrado. Luego trajo una pandilla de hombres sucios y malcarados para que construyesen uno más grande; y lo llenaron de bote en bote de ruedas y otros adminículos estrafalarios. El único que estaba contento con todo esto era el imbécil de Ted, y allí trabaja ahora, limpiando las ruedas para complacer a los hombres, se da cuenta, allí donde el padre de él era el molinero y el dueño y señor. La idea de Granujo era moler más y más rápido, o eso decía. Tiene otros molinos semejantes. Pero para moler se necesita grano; y para el molino nuevo no había más grano que para el viejo. Pero desde que llegó Zarquino ya ni siquiera muelen. No hacen más que martillar y martillar, y echan un humo y un olor... Ya no hay más tranquilidad en Hobbiton, ni siquiera de noche. Y tiran inmundicias adrede; han infestado todo el curso inferior de el Agua, y ya empiezan a bajar al Brandivino. Si lo que se proponen es convertir La Comarca en un desierto, no podían haber buscado un camino mejor. Yo no creo que el tonto del Granujo esté detrás de todo. Para mí, que es Zarquino.

—¡Claro que sí!—interrumpió Tom el joven—. Si hasta a la propia madre del Granujo se la llevaron, a esa vieja Lobelia, y aunque nadie la podía ver ni en pintura, él al menos la quería. Alguna gente de Hobbiton estaba allí y vio lo que pasó. Ella viene bajando por el camino con su viejo paraguas. Unos cuantos bandidos van en sentido contrario con un carro.

»"¿Se puede saber a dónde van?", ella dice.

»"A Bolsón Cerrado", ellos dicen.

»"¿A hacer qué?", ella dice.

»"A construir barracones para Zarquino", ellos dicen.

»"¿Con el permiso de quién?", ella dice.

»"De Zarquino", ellos dicen. "¡Así que quítate del medio, vieja bruja!"

»"¡Zarquino les voy a dar yo, ladrones sucios, rufianes!", ella dice, y arriba con el paraguas contra el jefe, casi el doble de altura. Y se la llevaron. A la rastra hasta las celdas, y a su edad. Se han llevado a otros a quienes en verdad echamos de menos, claro, pero no es posible negarlo: ella mostró más coraje que muchos.

 

En medio de esta conversación entró Sam como una tromba acompañado por el Tío. El viejo Gamyi no parecía muy envejecido, pero estaba un poco más sordo.

—¡Buenas noches, señor Bolsón!—dijo—. Me alegro de veras de verlo de vuelta sano y salvo. Pero tenemos una cuentita pendiente, como quien dice, usted y yo, si me permite el atrevimiento. No tenía que haber vendido Bolsón Cerrado, siempre lo he dicho. Ahí empezaron todas las calamidades. Y mientras usted andaba vagamundeando por ahí en países extraños, a la caza de hombres de negro allá arriba en las montañas por lo que me dice mi Sam, si bien no aclara para qué, vinieron y socavaron Bolsón de Tirada, y estropearon todas mis patatas.

—Lo siento mucho, señor Gamyi—dijo Frodo—. Pero ahora estoy de vuelta y haré cuanto pueda por reparar los errores.

—Bien, eso sí que es decir las cosas bien—dijo el Tío—. El señor Frodo Bolsón es un verdadero gentilhobbit, siempre lo he dicho, piense lo que piense de otros que llevan el mismo nombre, con el perdón de usted. Y espero que mi Sam se haya comportado bien y satisfactoriamente.

—Más que satisfactoriamente, señor Gamyi—dijo Frodo—. En verdad, si usted puede creerlo, es ahora una de las personas más famosas en todas las tierras, y se están componiendo canciones que narran sus hazañas desde aquí hasta el mar y más allá del río Grande. —Sam se ruborizó, pero le echó a Frodo una mirada de gratitud, porque a Rosita le brillaban los ojos y le sonreía.

—Cuesta un poco creerlo—dijo el Tío—aunque puedo ver que ha frecuentado extrañas compañías. ¿Qué pasó con la ropa de antes? Porque toda esa ferretería, por muy durable que sea, no me gusta nada.

 

A la mañana siguiente la familia Coto y todos sus huéspedes estuvieron en pie a primera hora. Durante la noche no hubo novedades, pero era evidente que no tardarían en presentarse otros problemas. —Al parecer, allá arriba, en Bolsón Cerrado, no queda un solo rufián—dijo Coto—; pero la pandilla de El Cruce aparecerá de un momento a otro.

Después del desayuno llegó un mensajero, que había venido cabalgando desde Alforzada. Estaba de muy buen humor. —El thain ha sublevado toda la campiña—dijo—, y la noticia corre como fuego en todas direcciones. Los bandidos que vigilaban nuestras tierras, los que escaparon con vida, han huido hacia el sur. Y el thain ha salido a perseguirlos, manteniendo a raya al grueso de la banda; pero ha enviado de regreso al señor Peregrin con toda la gente de que pudo prescindir.

La noticia siguiente fue menos favorable. Merry, que había pasado la noche afuera, llegó al galope a eso de las diez. —Hay una banda numerosa a unas cuatro millas [6 kilómetros] de distancia—dijo—. Vienen desde El Cruce, pero muchos de los fugitivos se han unido a ellos. Son casi un centenar, e incendian todo lo que encuentran. ¡Malditos sean!

—¡Ah! Estos no se van a detener a conversar, matarán, si pueden—dijo el granjero Coto—. Si los Tuk no llegan antes, lo mejor será que nos pongamos a cubierto y ataquemos sin discutir. Habrá un poco de lucha antes que se arregle todo esto, señor Frodo, es inevitable.

Pero los Tuk llegaron antes. Aparecieron al poco rato, un centenar, y venían en formación, desde Alforzada y las colinas Verdes con Pippin a la cabeza. Merry contaba ya con una hobbitería fornida y lo bastante numerosa como para enfrentar a los bandidos. Los batidores informaron que la pandilla se mantenía unida. Sabían que la población rural en pleno se había sublevado, y no cabía duda de que venían decididos a sofocar sin miramientos el foco mismo de la rebelión, en Delagua. Pero por crueles y despiadados que fueran, no había entre ellos un jefe experto en las artes de la guerra, y avanzaban sin tomar precauciones. Merry elaboró rápidamente sus planes.

 

Los bandidos llegaron pisoteando ruidosamente por el camino del este, y sin detenerse tomaron el camino de Delagua, que por un trecho trepaba entre barrancas altas coronadas de setos bajos. Al doblar un recodo, a unas doscientas yardas [183 metros] del camino principal, se toparon con una poderosa barricada levantada con viejos carretones puestos boca abajo. Tuvieron que detenerse. En el mismo momento se dieron cuenta de que los setos que flanqueaban el camino por ambos lados estaban atestados de hobbits. Y detrás de ellos, varios hobbits empujaban otros carretones que habían mantenido ocultos en un campo, cerrándoles de este modo la salida. Una voz habló desde lo alto:

—Y bien, han caído en una trampa—dijo Merry—. Lo mismo les sucedió a los bandidos de Hobbiton, y uno ha muerto y los restantes están prisioneros. ¡Depongan las armas! Luego retrocederán veinte pasos y se sentarán en el suelo. Cualquiera que intente escapar será hombre muerto.

Pero los rufianes no iban a dejarse amilanar con tanta facilidad. Unos pocos obedecieron, aunque azuzados por los insultos de sus compañeros, reaccionaron inmediatamente. Una veintena, o más, intentó escapar abalanzándose contra las carretas. Seis cayeron muertos, pero los restantes lograron huir, matando a dos hobbits, y luego se dispersaron campo traviesa en dirección al bosque Cerrado. Otros dos cayeron mientras corrían. Merry lanzó un potente toque de cuerno y otros le respondieron a la distancia.

—No irán muy lejos—dijo Pippin—. Todos estos campos están llenos de cazadores hobbits.

Atrás, los hombres atrapados en el sendero trataban de escalar la barricada y las barrancas, y los hobbits tuvieron que matar a unos cuantos, con las flechas o con las hachas. Pero algunos de los más vigorosos y más encarnizados consiguieron salir por el oeste, y más decididos ahora a matar que a escapar, atacaron ferozmente. Varios hobbits cayeron, y los restantes empezaban a flaquear, cuando Merry y Pippin, que se encontraban en el flanco este, irrumpieron de improviso y se lanzaron contra los rufianes. Merry mató con sus propias manos al cabecilla, un bruto corpulento de mirada torcida que parecía un orco gigantesco. Luego replegó sus fuerzas, encerrando a los últimos remanentes de la pandilla en un amplio círculo de arqueros.

Al fin la batalla terminó. Casi setenta bandidos yacían sin vida en el campo y doce habían sido tomados prisioneros. Entre los hobbits hubo diecinueve muertos y unos treinta heridos. A los rufianes muertos los cargaron en carretones, los transportaron hasta un antiguo arenal de las cercanías, y los enterraron: el Arenal de la Batalla, lo llamaron desde entonces. Los hobbits caídos fueron sepultados todos juntos en una tumba en la ladera de la colina, donde más tarde levantarían una gran lápida rodeada de jardines.

Así concluyó la Batalla de Delagua, 1419, la última librada en La Comarca, y la única desde la Batalla de los Campos Verdes, 1147, en la lejana Cuaderna del Norte. Por consiguiente, aunque por fortuna costó pocas vidas, hay un capítulo dedicado a ella en el Libro Rojo, y los nombres de todos los participantes fueron inscritos en una lista y aprendidos de memoria por los historiadores de La Comarca. De esa época viene el considerable incremento de la fama y la fortuna de los Coto; pero a la cabeza de la lista figuran en todas las versiones los nombres de los capitanes Meriadoc y Peregrin.

Batalla en la barricada por Ted Nasmith

 

Frodo había estado presente en la batalla, pero no había desenvainado la espada, preocupado sobre todo en impedir que los hobbits, exacerbados por las pérdidas, matasen a aquellos adversarios que ya habían depuesto las armas. Una vez la batalla concluida, y encomendadas las tareas que seguirían, Merry y Sam se reunieron con él, y cabalgaron de regreso en compañía de los Coto. Comieron un almuerzo tardío, y entonces Frodo dijo con un suspiro: —Bueno, supongo que es hora de que nos ocupemos del «jefe».

—Sí, y cuanto antes mejor—dijo Merry—. ¡Y no seas demasiado blando! Él es el responsable de haber traído a La Comarca a esos rufianes, y de todos los males que han causado.

El granjero Coto reunió una escolta de unas dos docenas de hobbits fornidos. —Porque eso de que no quedan más rufianes en Bolsón Cerrado es una mera suposición—dijo—. No sabemos. —Se pusieron en camino, a pie. Frodo, Sam, Merry y Pippin encabezaban la marcha.

Fue una de las horas más tristes en la vida de los hobbits. Allí, delante de ellos, se erguía la gran chimenea; y a medida que se acercaban a la vieja aldea en la margen opuesta de el Agua, entre la doble hilera de sórdidas casas nuevas que flanqueaban el camino, veían el nuevo molino en toda su hostil y sucia fealdad: una gran construcción de ladrillos a horcajadas sobre las dos orillas del río, cuyas aguas emponzoñaba con efluvios humeantes y pestilentes. Y a lo largo del camino, todos los árboles habían sido talados.

Un nudo se les cerró en la garganta cuando atravesaron el puente y miraron hacia la colina. Ni aún la visión de Sam en el espejo los había preparado para ese momento. La vieja alquería de la orilla occidental había sido demolida y reemplazada por hileras de cobertizos alquitranados. Todos los castaños habían desaparecido. Las barrancas y los setos estaban destrozados. Grandes carretones inundaban en desorden un campo castigado y arrasado. Bolsón de Tirada era una bostezante cantera de arena y piedra triturada. Más arriba, Bolsón Cerrado se ocultaba detrás de unas barracas.

—¡Lo han derribado!—gritó Sam—. ¡Han derribado el árbol de la fiesta!—Señaló el lugar donde se había alzado el árbol a cuya sombra Bilbo había pronunciado el discurso de despedida. Yacía seco en medio del campo. Como si aquello fuera la gota que colmaba el cáliz, Sam se echó a llorar.

Una risa acabó con las lágrimas. Un hobbit de expresión hosca holgazaneaba recostado contra el muro del patio del molino. —¿No te gusta, Sam?—dijo, burlón—. Pero tú siempre fuiste un corazón tierno. Creía que te habías ido en uno de esos barcos de los que tanto hablabas, a navegar, a navegar. ¿A qué has vuelto? Ahora tenemos mucho que hacer en La Comarca.

—Ya lo veo—dijo Sam—. No hay tiempo para lavarse, pero sí para sostener paredes. Escuche, señor Arenas, yo tengo una cuenta que ajustar en esta aldea, y no venga a alargarla con burlas, o le resultará demasiado salada para su bolsillo.

Ted Arenas escupió por encima del muro. —¡Garn!—dijo—. No puedes tocarme. Soy amigo del jefe. Pero él te tocará a ti, te lo aseguro, si te atreves a abrir la boca otra vez.

—¡No pierdas más tiempo con ese tonto, Sam!—dijo Frodo—. Espero que no sean muchos los hobbits que se han convertido en esto. Sería una desgracia mucho mayor que todos los males que han causado los hombres.

—Eres un sucio y un insolente, Arenas—dijo Merry—. Y tus cálculos te han fallado. Justamente subíamos a la colina a desalojar a tu adorado jefe. De sus hombres, ya hemos dado cuenta.

Ted abrió la boca para responder, y quedó boquiabierto, porque acababa de ver la escolta que a una señal de Merry avanzaba por el puente. Entró como una flecha en el molino, y volvió a salir; traía un cuerno y lo sopló con fuerza.

—¡Ahórrate el aliento!—dijo Merry riendo—. Yo tengo uno mejor. —Y levantando el cuerno de plata lanzó una llamada clara que resonó más allá de la colina; y de las cavernas y las cabañas y las deterioradas casas de Hobbiton, los hobbits respondieron y se volcaron por los caminos, y entre vivas y aclamaciones alcanzaron a la comitiva y siguieron detrás de ella rumbo a Bolsón Cerrado.

En lo alto del sendero todos se detuvieron, y Frodo y sus amigos siguieron solos: por fin llegaban a aquel lugar en un tiempo tan querido. En el jardín se apretaban las cabañas y cobertizos, algunos tan cercanos a las antiguas ventanas del lado oeste que no dejaban pasar un solo rayo de luz. Por todas partes había pilas de inmundicias. La puerta estaba cubierta de grietas y de cicatrices; la cadena de la campanilla se bamboleaba, suelta, y la campanilla no sonaba. Golpearon, pero no hubo respuesta. Por último empujaron, y la puerta cedió. Entraron. La casa apestaba, había suciedad y desorden por doquier, como si hiciera algún tiempo que nadie vivía en ella.

—¿Dónde se habrá escondido ese miserable de Lotho?—dijo Merry. Habían buscado en todas las habitaciones, sin encontrar a ninguna criatura viviente, excepto ratas y ratones. —¿Les pedimos a los otros que registren las barracas?

—¡Esto es peor que Mordor!—dijo Sam—. Mucho peor, en un sentido. Duele en carne viva, como quien dice; pues es parte de nosotros y la recordamos como era antes.

—Sí, esto es Mordor—dijo Frodo—. Una de sus obras. Saruman creía estar trabajando para él mismo, pero en realidad no hacía más que servir a Mordor. Y lo mismo hacían aquellos a quienes Saruman engañó, como Lotho.

Merry echó en torno una mirada de consternación y repugnancia. —¡Salgamos de aquí! dijo—. De haber sabido todo el mal que ha causado, le habría cerrado el gaznate con mi tabaquera.

—¡No lo dudo, no lo dudo! Pero no lo hiciste, de modo que ahora puedo darte la bienvenida. —De pie, en la puerta, estaba Saruman en persona, bien alimentado y satisfecho de sí mismo. Los ojos le chisporroteaban, divertidos y maliciosos.

La luz se hizo de súbito en la mente de Frodo. —¡Zarquino!—exclamó.

Saruman se echó a reír. —De modo que ya has oído mi nombre ¿eh? Así, creo, me llamaban en Isengard todos mis súbditos.[34] Una prueba de afecto, sin duda. Pero parece que no esperabas verme aquí.

—No por cierto—dijo Frodo—. Pero podía haberlo imaginado. Un poco de maldad mezquina. Gandalf me advirtió que aún eras capaz de eso.

—Muy capaz—dijo Saruman—, y más que de un poco. Me hacéis gracia vosotros, señoritos hobbits, cabalgando por ahí con todos esos grandes personajes, tan seguros y tan pagados de vuestras pequeñas personitas. Creíais haber salido muy airosos de todo esto, y que ahora podíais volver tranquilos a casa, a disfrutar de la paz del campo. La casa de Saruman podía ser destruida, y él expulsado, pero nadie podía tocar la vuestra. ¡Oh, no! Gandalf iba a cuidar de vuestros asuntos. —Saruman volvió a reír.

»¡Él, justamente! Cuando sus instrumentos dejan de servirle, los deja a un lado. Pero vosotros teníais que seguir pendientes de él, fanfarroneando y perdiendo el tiempo, y volviendo por un camino dos veces más largo que el necesario. Bien, pensé, si son tan estúpidos, llegaré antes y les daré una lección. Una mano lava la otra. La lección habría sido más dura si me hubierais dado un poco más de tiempo y más hombres. De todos modos, pude hacer muchas cosas que os será difícil reparar o deshacer en vuestra vida. Y será un placer para mí pensarlo, y resarcirme así de las injurias que he recibido.

—Bueno, si eso te da placer—dijo Frodo—, te compadezco. Temo que sólo será un placer en el recuerdo. ¡Márchate de aquí inmediatamente y no vuelvas nunca más!

Los hobbits de la aldea, al ver salir a Saruman de una de las cabañas, se habían amontonado junto a la puerta de Bolsón Cerrado. Cuando oyeron la orden de Frodo, murmuraron con furia:

—¡No lo deje ir! ¡Mátelo! Es un malvado y un asesino. ¡Mátelo!

Saruman miró el círculo de caras hostiles y sonrió. —¡Mátelo!—repitió, burlón—. ¡Matadlo vosotros, si creéis ser bastante numerosos, mis valientes hobbits! —Se irguió, y los ojos negros se clavaron en ellos con una mirada sombría—. ¡Mas no penséis que al perder todos mis bienes perdí también todo mi poder! Aquel que se atreva a golpearme será maldecido. Y si mi sangre mancha La Comarca, la tierra se marchitará, y nadie jamás podrá curarla.

Los hobbits retrocedieron. Pero Frodo dijo: —¡No lo creáis! Ha perdido todo su poder, menos la voz que aún puede intimidaros y engañaros, si le prestáis atención. Pero no quiero que lo matéis. Es inútil pagar venganza con venganza. ¡Márchate de aquí, Saruman y por el camino más corto!

—¡Serpiente! ¡Serpiente!—gritó Saruman; y de una de las cabañas vecinas, arrastrándose como un perro, salió Lengua de Serpiente—. ¡De nuevo a los caminos, Serpiente!—dijo Saruman—. Estos delicados amigos y señoritos nos echan otra vez a los caminos. ¡Sígueme!

Saruman se volvió como si fuera a partir, y Lengua de Serpiente lo siguió, arrastrándose. Pero en el momento en que Saruman pasaba junto a Frodo un puñal le centelleó en la mano, y lanzó una rápida estocada. La hoja rebotó contra la oculta cota de malla, y se quebró, con un golpe seco. Una docena de hobbits, con Sam a la cabeza, se abalanzaron con un grito y derribaron al villano.

—¡No, Sam! —dijo Frodo—. No lo mates, ni aún ahora. No me ha herido. En todo caso, no deseo verlo morir de esta manera inicua. En un tiempo fue grande, de una noble raza, contra la que nunca nos hubiéramos atrevido a levantar las manos. Ha caído, y devolverle la paz y la salud no está a nuestro alcance; mas yo le perdonaría la vida, con la esperanza de que algún día pueda recobrarlas.

Saruman se levantó y clavó los ojos en Frodo. Tenía una mirada extraña, mezcla de admiración, de respeto y de odio. —Has crecido, mediano—dijo—. Sí, has crecido mucho. Eres sabio y cruel. Me has privado de la dulzura de mi venganza, y en adelante mi vida será un camino de amargura, sabiendo que la debo a tu clemencia. ¡La odio tanto como te odio a ti! Bien, me voy, y no te atormentaré más. Mas no esperes de mí que te desee salud y una vida larga. No tendrás ni una ni otra. Pero eso no es obra mía. Yo sólo te lo auguro.

Se alejó, mientras los hobbits se apartaban para que pasase; pero los nudillos les palidecían al apretarlos sobre las armas. Lengua de Serpiente titubeó y luego siguió a su amo.

—¡Lengua de Serpiente!—llamó Frodo—. No es preciso que lo sigas. Que yo sepa, tú no me has hecho ningún mal. Podrás tener reposo y alimento aquí, por algún tiempo, hasta que estés más fuerte y puedas seguir tu verdadero camino.

Lengua de Serpiente se detuvo y se volvió a mirarlo, casi decidido a quedarse. Saruman dio media vuelta. —¿Ningún mal?—graznó—. ¡Qué esperanza! Cuando sale de noche furtivamente, es sólo para contemplar las estrellas. Pero ¿no oí preguntar a alguien dónde estaba escondido el pobre Lotho? Tú lo sabes ¿no es verdad, Serpiente? ¿Se lo vas a decir?

Lengua de Serpiente se encogió y gimió: —¡No, no!

—Entonces, yo se lo diré—dijo Saruman—. Serpiente mató a vuestro jefe, mis pobres amiguitos, a vuestro buen pequeño patrón. ¿No es verdad, Serpiente? Lo apuñaló mientras dormía, creo. Lo enterró, espero; aunque últimamente Serpiente ha pasado mucha hambre. No, Serpiente no es bueno en realidad. Mejor será que lo dejéis en mis manos.

En los ojos rojos de Lengua de Serpiente apareció una mirada de odio salvaje. —Tú me dijiste que lo hiciera—siseó.

Saruman lanzó una carcajada. —Y tú haces lo que Zarquino te dice, siempre, ¿verdad, Serpiente? Pues bien, ahora te dice: ¡sígueme!—Y mientras el otro se arrastraba, le lanzó un puntapié a la cara y echó a andar. Pero algo se quebró en ese instante. Lengua de Serpiente se irguió de pronto y sacó un puñal que llevaba escondido; gruñendo como un perro saltó sobre la espalda de Saruman, y tirándole la cabeza hacia atrás, le hundió la hoja en la garganta; luego, con un aullido, echó a correr sendero abajo. Antes que Frodo pudiera recobrarse ni pronunciar una sola palabra, tres arcos hobbits silbaron en el aire, y Lengua de Serpiente se desplomó sin vida.

 

Ante el espanto de todos, alrededor del cadáver de Saruman se formó una niebla gris, que subió lentamente a gran altura como el humo de una hoguera, mientras una figura pálida y amortajada asomaba sobre la colina. Vaciló un instante, de cara al poniente; pero una ráfaga de viento sopló desde el oeste, y la figura se dobló, y con un suspiro se deshizo en nada.

Frodo miró el cadáver con horror y piedad, y de pronto le pareció ver en él largos años de muerte; y el rostro marchito se contrajo, y se transformó en jirones de piel sobre una calavera horrenda. Levantando los faldones del manto sucio que se extendía junto al cadáver, Frodo lo cubrió, y se alejó.

 

—Y he aquí el final—dijo Sam—. Un final horrible, y no desearía haberlo visto; pero es una liberación.

—Y el final definitivo de la guerra, espero—dijo Merry.

—También yo lo espero—dijo Frodo suspirando—. El golpe definitivo, pero pensar que ha caído aquí, a las puertas mismas de Bolsón Cerrado. En medio de todas mis esperanzas y todos mis temores, jamás imaginé nada semejante.

—Yo no diré que es el fin, hasta que hayamos arreglado este desbarajuste—dijo Sam con aire sombrío—. Y eso nos llevará mucho tiempo y trabajo.

 


LXVI.LOS PUERTOS GRISES

 

EL RETORNO DEL REY—LIBRO VI—CAPÍTULO IX

Poner orden en el desbarajuste les costó mucho trabajo, pero llevó menos tiempo del que Sam había temido. Al día siguiente de la batalla Frodo fue a Cavada Grande y liberó a los presos de las celdas. Uno de los primeros que encontraron fue el pobre Fredegar Bolger, ya no más el Gordo Bolger. Lo habían tomado prisionero en los Tejones, cerca de las colinas de Scary, cuando los bandidos habían fumigado el refugio de un grupo de rebeldes que él encabezaba.

—¡A fin de cuentas te hubiera convenido venir con nosotros, pobre viejo Fredegar!—dijo Pippin, mientras lo llevaban, pues estaba demasiado débil para caminar.

Fredegar abrió un ojo y valientemente trató de sonreír. —¿Quién es este joven gigante de voz potente?—musitó—. ¡No será el pequeño Pippin! ¿Qué número de sombrero calzas ahora?

Luego encontraron a Lobelia. Estaba muy envejecida la pobre, cuando la sacaron de un calabozo oscuro y estrecho. Pero ella se empeñó en salir con sus propias piernas, cojeando y tambaleándose; y cuando apareció apoyada en el brazo de Frodo, con el paraguas siempre apretado en la mano, fue tan calurosa la acogida, y hubo tantas ovaciones y tantos aplausos que se deshizo en lágrimas. Nunca en su vida había sido tan popular. Pero la noticia del asesinato de Lotho la trastornó a tal punto que no quiso volver nunca más a Bolsón Cerrado. Se lo devolvió a Frodo y se fue a vivir con su familia, los Ciñatiesa de Casadura.

Y cuando murió la pobre criatura en la primavera siguiente—al fin y al cabo ya tenía más de cien años—, Frodo se enteró, sorprendido y profundamente conmovido, de que le había dejado todo su dinero y el de Lotho para que ayudase a los hobbits a quienes las calamidades de La Comarca habían dejado sin hogar. Y así terminó aquella larga enemistad.

El viejo Will Pieblanco había estado encerrado en las celdas más tiempo que todos, y aunque tal vez lo maltrataran menos, necesitaba comer mucho antes de volver a la alcaldía, y Frodo aceptó el cargo de suplente hasta que el señor Pieblanco estuviese de nuevo en condiciones. Lo único que hizo durante su mandato fue reducir el número de los oficiales de La Comarca, y limitarles las funciones a lo que era adecuado y normal. El cometido de echar del país a los últimos rufianes fue confiado a Merry y a Pippin, y cumplido rápidamente. Las pandillas que se habían refugiado en el sur, al tener noticias de la Batalla de Delagua, huyeron ofreciendo poca resistencia al thain. Antes de Fin de Año los contados sobrevivientes quedaron cercados en los bosques, y aquellos que se rindieron fueron puestos en las fronteras.

Mientras tanto, los trabajos de restauración avanzaban con rapidez y Sam estaba siempre ocupado. Los hobbits son laboriosos como las abejas, cuando la situación lo requiere y si se sienten bien dispuestos. Ahora había millares de manos voluntarias de todas las edades, desde las pequeñas pero ágiles de los jóvenes y las muchachas hasta las arrugadas y callosas de los viejos y aún de las abuelas. Para el Año Nuevo no quedaba en pie ni un solo ladrillo de las casas de los oficiales, ni de ningún edificio construido por los «hombres de Zarquino»; pero los ladrillos fueron todos empleados en reparar numerosas cavernas antiguas, a fin de hacerlas más secas y confortables. Se encontraron grandes cantidades de provisiones, y víveres, y cerveza que los rufianes habían escondido en cobertizos y graneros y en cavernas abandonadas, especialmente en los túneles de Cavada Grande y en las viejas canteras de Scary. Y así, en las fiestas de aquel Fin de Año hubo una alegría que nadie había esperado.

Una de las primeras tareas que se llevaron a cabo en Hobbiton, antes aún de la demolición del molino nuevo, fue la limpieza de la colina y de Bolsón Cerrado, y la restauración de Bolsón de Tirada. El frente del nuevo arenal fue nivelado y transformado en un gran jardín cubierto, y en la parte meridional de la colina excavaron nuevas cavernas y las revistieron de ladrillos. La número tres le fue restituida al Tío, quien solía decir, sin preocuparse de quiénes pudieran oírlo:

—Es viento malo aquel que no trae bien a nadie, como siempre he dicho, y es bueno lo que termina mejor.

Hubo algunas discusiones a propósito del nombre que le pondrían a la nueva calle. Algunos propusieron Jardines de la Batalla, otros Smials Mejores. Pero al cabo, con el buen sentido propio de los hobbits, le pusieron simplemente Tirada Nueva. Y no era más que una broma al gusto de Delagua el referirse a ella con el nombre de calleja de Zarquino.

 

La pérdida más grave y dolorosa eran los árboles, pues por orden de Zarquino todos habían sido talados sin piedad a lo largo y a lo ancho de La Comarca; y eso era lo que más afligía a Sam. Sobre todo, porque llevaría largo tiempo curar las heridas, y sólo sus bisnietos verían alguna vez La Comarca como había sido en los buenos tiempos.

De pronto un día (porque había estado demasiado ocupado durante semanas enteras para dedicar algún pensamiento a sus aventuras), se acordó del don de Galadriel. Sacó la cajita y la mostró a los otros viajeros (porque así los llamaban ahora a todos) y les pidió consejo.

—Me preguntaba cuándo lo recordarías—dijo Frodo—. ¡Ábrela! —Estaba llena de un polvo gris, suave y fino, y en el medio había una semilla, como una almendra pequeña de cápsula plateada.

—¿Qué puedo hacer con esto?—dijo Sam.

—¡Echa el polvo al aire en un día de viento y deja que él haga el trabajo!—dijo Pippin.

—¿Dónde?—dijo Sam.

—Escoge un sitio como vivero y observa qué les sucede a las plantas que están en él—dijo Merry.

—Pero estoy seguro de que a la dama no le gustaría que me lo quedara yo solo, para mi propio jardín, habiendo tanta gente que ha sufrido y lo necesita—dijo Sam.

—Recurre a tu sagacidad y tus conocimientos, Sam—dijo Frodo—, y luego usa el regalo para ayudarte en tu trabajo y mejorarlo. Y úsalo con parsimonia. No hay mucho y me imagino que todas las partículas tienen valor.

Entonces Sam plantó retoños en todos aquellos lugares en donde antes había árboles especialmente hermosos o queridos, y puso un grano del precioso polvo en la tierra, junto a la raíz. Recorrió La Comarca, a lo largo y a lo ancho, haciendo este trabajo, y si prestaba mayor cuidado a Delagua y a Hobbiton nadie se lo reprochaba. Y al terminar, descubrió que aún le quedaba un poco del polvo, y fue a la piedra de las Tres Cuadernas, que es por así decir el centro de La Comarca, y lo arrojó al aire con su bendición. Y la pequeña almendra de plata, la plantó en el campo de la fiesta, allí donde antes se erguía el árbol; y se preguntó qué planta crecería. Durante todo el invierno esperó tan pacientemente como pudo, tratando de contenerse para no ir a ver a cada rato si algo ocurría.

 

La primavera colmó con creces las más locas esperanzas de Sam. En su propio jardín los árboles comenzaron a brotar y a crecer como si el tiempo mismo tuviese prisa y quisiera vivir veinte años en uno. En el campo de la fiesta despuntó un hermoso retoño: tenía la corteza plateada y hojas largas y se cubrió de flores doradas en abril. Era en verdad un mallorn, y la admiración de todos los vecinos. En años sucesivos, a medida que crecía en gracia y belleza, la fama del árbol se extendió por todos los confines de La Comarca y la gente hacía largos viajes para ir a verlo; el único mallorn al oeste de las montañas y al este del mar, y uno de los más hermosos del mundo.

Desde todo punto de vista, 1420 fue en La Comarca un año maravilloso. No sólo hubo un sol esplendente y lluvias deliciosas, en los momentos oportunos y en proporciones perfectas; una atmósfera de riqueza y de prosperidad, una belleza radiante, superior a la de esos veranos mortales que en esta Tierra Media centellean un instante y se desvanecen. Todos los niños nacidos o concebidos en aquel año, y fueron muchos, eran hermosos y fuertes, y casi todos tenían abundantes cabellos dorados, hasta entonces raros entre los hobbits. Hubo tal cosecha de frutos que los hobbits jóvenes nadaban por así decir en fresas con crema; e iban luego a sentarse en los prados a la sombra de los ciruelos y comían hasta que los huesos de las frutas se apilaban en pequeñas pirámides, o como cráneos amontonados por un conquistador, y así continuaban. Y ninguno se enfermaba, y todos estaban contentos, excepto aquellos que tenían que segar los pastos.

En las viñas de la Cuaderna del Sur pesaban los racimos, y la cosecha de «hoja» fue asombrosa; y hubo tanto trigo que para la siega todos los graneros estaban abarrotados. La cebada de la Cuaderna del Norte fue tan excelente que la cerveza de 1420 quedó grabada en la memoria de todos durante largos años, y llegó a ser un dicho proverbial. Y así una generación más tarde no era raro que un viejo campesino al dejar el pichel sobre la mesa de una taberna, luego de beber una pinta de cerveza bien ganada, exclamara con un suspiro: —¡Ah, ésta sí que era una auténtica 1420!

 

Al principio Sam se quedó con Frodo en casa de los Coto. Pero cuando Tirada Nueva estuvo terminada, fue a vivir con el Tío. Además de todas sus otras ocupaciones, conducía las obras de limpieza y restauración de Bolsón Cerrado; pero más a menudo recorría La Comarca para ver cómo progresaban los trabajos de forestación. Y por estar lejos de Hobbiton a comienzos de marzo, no supo que Frodo había estado enfermo. El trece de ese mes el granjero Coto encontró a Frodo tendido en la cama; aferraba una piedra blanca que llevaba al cuello suspendida de una cadena y hablaba como en sueños.

—Ha desaparecido para siempre—decía—, y ahora todo ha quedado oscuro y desierto.

Pero la crisis pasó, y al regreso de Sam el veinticinco, Frodo se había recobrado, y no le dijo nada de él mismo. Entretanto los trabajos de limpieza de Bolsón Cerrado quedaron concluidos, y Merry y Pippin llegaron desde Cricava trayendo de vuelta el antiguo mobiliario y todos los enseres de la casa, y el viejo agujero volvió a ser el mismo de antes.

Al fin todo estuvo pronto, y Frodo dijo: —¿Cuándo piensas venir a vivir conmigo, Sam?

Sam pareció un poco turbado.

—No es necesario que vengas en seguida, si no quieres—dijo Frodo—. Pero sabes que el Tío siempre estará a un paso, y estoy seguro de que la viuda Rumble cuidará bien de él.

—No es eso, señor Frodo—dijo Sam, y se puso muy rojo.

—Y bien ¿qué es entonces?

—Es Rosita, Rosita Coto—dijo Sam—. Parece que no le gustó nada que yo me fuera de viaje, a la pobrecita; pero como yo no había hablado, no podía decir nada. Y no le hablaba, porque tenía algo que hacer, antes. Pero ahora he hablado, y me dice: "¡Y bueno, ya has perdido un año! ¿Para qué esperar más?" "¿Perdido?", le digo. "Yo no lo llamaría así." Pero entiendo lo que ella quiere decir. Me siento como quien dice partido en dos.

—Comprendo—dijo Frodo—: ¿Quieres casarte, pero también quieres vivir conmigo en Bolsón Cerrado? Mi querido Sam, ¡nada más sencillo! Cásate lo más pronto posible, y ven a instalarte aquí con Rosita. Hay espacio suficiente en Bolsón Cerrado para la familia más numerosa que puedas desear.

 

Y así todo quedó arreglado. Sam Gamyi se casó con Rosa Coto en la primavera de 1420 (año famoso también por el gran número de matrimonios), y fueron a vivir a Bolsón Cerrado. Y si Sam se creía favorecido por la suerte, Frodo sabía que él lo era todavía más: no había en La Comarca un hobbit que fuera cuidado con tanto celo y amor como él. Cuando todos los trabajos de reparación estuvieron preparados y en ejecución, se entregó a una vida tranquila, escribiendo mucho y releyendo todas sus notas. Renunció al cargo de alcalde suplente en la feria libre de mediados de aquel verano, y el viejo y entrañable Will Pieblanco pudo volver a presidir los banquetes durante otros siete años.

Merry y Pippin vivieron juntos por un tiempo en Cricava, y hubo un incesante ir y venir entre Los Gamos y Bolsón Cerrado. Las canciones, las historias y los modales de los jóvenes viajeros, junto con las fiestas que daban a menudo eran muy populares en La Comarca. Los «señoriles», los llamaba la gente con la mejor intención, pues encendía los corazones verlos cabalgar ataviados con brillantes cotas de malla, y escudos resplandecientes, riendo y cantando canciones de países lejanos; y si ahora eran grandes y magníficos, en otros aspectos no habían cambiado nada, aunque eran sin duda más corteses, más joviales y más alegres que antes.

Frodo y Sam, en cambio, adoptaron de nuevo la vestimenta ordinaria, y sólo cuando era necesario lucían los largos mantos grises, finamente tejidos, y sujetos al cuello con hermosos broches; y el señor Frodo llevaba siempre una joya blanca que pendía de una cadena, y con la que jugueteaba a menudo.

Ahora las cosas marchaban bien, con la constante esperanza de que mejorarían más aún, y Sam vivía atareado y tan colmado de dicha como hasta un hobbit pudiera desear. Nada turbó para él la paz de aquel año, excepto una cierta preocupación por Frodo, que se había retirado poco a poco de todas las actividades de La Comarca. A Sam le apenaba que lo trataran con tan escasos honores en su propio país. Pocos eran los que conocían o deseaban conocer sus hazañas y aventuras; la admiración y el respeto de todos recaían casi exclusivamente en el señor Meriadoc y en el señor Peregrin y (aunque esto Sam lo ignoraba) también en él. Y en el otoño apareció una sombra de los antiguos tormentos.

Una noche Sam entró en el estudio y encontró a su amo muy extraño. Estaba palidísimo, con la mirada como perdida en cosas muy lejanas.

—¿Qué le pasa, señor Frodo?—dijo Sam.

—Estoy herido—respondió él—, herido; nunca curaré del todo.

Pero luego se levantó y pareció que el malestar había desaparecido, y al otro día era de nuevo el Frodo de siempre. Sólo más tarde Sam reparó en la fecha: seis de octubre. Dos años antes, ese mismo día, se había hecho la oscuridad en la hondonada de la cima de los Vientos.

 

Pasó el tiempo y llegó el año 1421. Frodo volvió a caer enfermo en marzo, pero con un gran esfuerzo consiguió ocultarlo, porque Sam tenía otras cosas en qué pensar. El primer hijo de Sam y Rosita nació el veinticinco de marzo, una fecha que Sam anotó.

—Y bien, señor Frodo—dijo—. Estoy en un aprieto. Rosa y yo habíamos decidido llamarlo Frodo, con el permiso de usted; pero no es él, es ella. Aunque es la niña más bonita que hayamos podido desear, porque afortunadamente se parece más a Rosa que a mí. De modo que no sabemos qué hacer.

—Bueno, Sam—dijo Frodo—¿qué tienen de malo las antiguas tradiciones? Elige un nombre de flor, como Rosa. La mitad de las niñas de La Comarca tienen nombres semejantes ¿y qué puede ser mejor?

—Supongo que tiene usted razón, señor Frodo—dijo Sam—. He escuchado algunos nombres hermosos en mis viajes, pero se me ocurre que son demasiado sonoros para usarlos de entrecasa, por así decir. El Tío dice: "Escoge uno corto, así no tendrás que acortarlo luego." Pero si ha de ser el nombre de una flor, entonces no me importa que sea largo: tiene que ser una flor hermosa, porque vea usted, señor Frodo, yo creo que es muy hermosa, y que va a ser mucho más hermosa todavía.

Frodo pensó un momento. —Y bien, Sam, ¿qué te parece elanor, la estrellasol? ¿Recuerdas, la pequeña flor de oro que crecía en los prados de Lothlórien?

—¡También ahora tiene razón, señor Frodo!—dijo Sam, maravillado—. Eso es lo que yo quería.

 

La pequeña Elanor tenía casi seis meses, y 1421 había entrado ya en el otoño, cuando Frodo llamó a Sam al estudio.

—El jueves será el cumpleaños de Bilbo, Sam—dijo—, y sobrepasará al Viejo Tuk. ¡Cumplirá ciento treinta y un años!

—¡Es verdad!—dijo Sam—. ¡Qué maravilla!

—Pues bien, Sam, me gustaría que hablaras con Rosa y vieras si puede arreglarse sin ti, para que tú y yo podamos irnos juntos. Aunque claro, ahora no puedes irte muy lejos ni por mucho tiempo—dijo con cierta tristeza.

—No, no en verdad, señor Frodo.

—Claro que no. Pero no importa; podrías acompañarme un trecho. Dile a Rosa que no estarás ausente mucho tiempo, no más de dos semanas, y que regresarás sano y salvo.

—Me gustaría tanto ir con usted a Rivendel, señor Frodo, y ver al señor Bilbo—dijo Sam—. Y sin embargo el único lugar en que realmente quiero estar es aquí. Estoy partido en dos.

—¡Pobre Sam! ¡Así habrás de sentirte, me temo!—dijo Frodo—. Pero curarás pronto. Naciste para ser un hobbit sano e íntegro, y lo serás.

 

Durante los dos o tres días siguientes Frodo, con la ayuda de Sam, revisó todos los papeles y manuscritos, y le dio las llaves. Había un libro voluminoso encuadernado en cuero rojo: las grandes páginas estaban ahora casi llenas. Al principio, había muchas hojas escritas por la mano débil y errabunda de Bilbo, pero la escritura apretada y fluida de Frodo cubría casi todo el resto. El libro había sido dividido en capítulos; el capítulo 80 estaba inconcluso y seguido de varios folios en blanco. En la página correspondiente a la portada, había numerosos títulos, tachados uno tras otro:

 

Mi diario.

 Mi viaje inesperado.

 Historia de una ida y de una vuelta. Y que sucedió después. Aventuras de cinco hobbits.

La historia del Gran Anillo, compilada por Bilbo Bolsón, según las observaciones personales del autor y los relatos de sus amigos.

Nosotros y la Guerra del Anillo.

 

Aquí terminaba la letra de Bilbo y luego Frodo había escrito:

 

LA CAÍDA

DEL

SEÑOR DE LOS ANILLOS

 Y EL

RETORNO DEL REY

(Tal como los vio la gente pequeña; siendo éstas las memorias de Bilbo y de Frodo de La Comarca, completadas con las narraciones de sus amigos y la erudición de los sabios).

Junto con extractos de los libros de la tradición, traducidos por Bilbo en Rivendel.

 

—¡Pero lo ha terminado casi, señor Frodo!—exclamó Sam—. Bueno, ha trabajado en serio.

—Yo he terminado con lo mío, Sam—dijo Frodo—. Las últimas páginas son para ti.

 

El veintiuno de septiembre partieron juntos, Frodo montado en el poni en que había recorrido todo el camino desde Minas Tirith, y que ahora se llamaba Trancos; y Sam en su querido Bill. Era una mañana dorada y hermosa, y Sam no preguntó a dónde iban. Creía haberlo adivinado.

Tomaron por el camino de Cepeda hasta más allá de las colinas, dejando que los ponis avanzaran sin prisa rumbo al bosque Cerrado. Acamparon en las colinas Verdes y el veintidós de septiembre, cuando caía la tarde, descendieron apaciblemente entre los primeros árboles.

—¡Fue detrás de ese árbol donde usted se escondió la primera vez que apareció el jinete negro, señor Frodo!—dijo Sam, señalando a la izquierda—. Ahora parece un sueño.

 

Había llegado la noche y las estrellas centelleaban en el cielo del este, cuando los compañeros pasaron delante de la encina seca y descendieron la colina entre la espesura de los avellanos. Sam estaba silencioso y pensativo. De pronto advirtió que Frodo iba cantando en voz queda, cantando la misma vieja canción de caminantes, pero las palabras no eran del todo las mismas:

 

Aún detrás del recodo quizá todavía esperen

 un camino nuevo o una puerta secreta;

y aunque a menudo pasé sin detenerme,

al fin llegará un día en que iré caminando

por esos senderos escondidos que corren

al oeste de la luna, al este del sol.[35]

 

Y como en respuesta, subiendo por el camino desde el fondo del valle, llegaron voces que cantaban:

 

A! Elbereth Gilthoniel

silivren penna míriel

o menel aglar elenath,

Gilthoniel, A! Elbereth!

Aún recordamos, nosotros que vivimos

bajo los árboles en esta tierra lejana,

la luz de las estrellas

sobre los mares de occidente.[36]

 

Frodo y Sam se detuvieron y aguardaron en silencio entre las dulces sombras, hasta que un resplandor anunció la llegada de los viajeros.

Y vieron a Gildor y una gran comitiva de hermosa gente élfica, y luego, ante los ojos maravillados de Sam, llegaron cabalgando Elrond y Galadriel. Elrond vestía un manto gris y lucía una estrella en la frente, y en la mano llevaba un arpa de plata, y en el dedo un anillo de oro con una gran pieza azul: Vilya, el más poderoso de los tres. Pero Galadriel montaba en un palafrén blanco, envuelta en una blancura resplandeciente, como nubes alrededor de la luna; y ella misma parecía irradiar una luz suave. Y tenía en el dedo el anillo forjado de mithril, con una sola piedra que centelleaba como una estrella de escarcha. Y cabalgando lentamente en un pequeño poni gris, cabeceando de sueño y como adormecido, llegó Bilbo en persona.

Elrond los saludó con un aire grave y gentil, y Galadriel los miró, con una sonrisa. —Y bien, señor Samsagaz—dijo—. Me han dicho, y veo, que has utilizado bien mi regalo. De ahora en adelante La Comarca será más que nunca amada y bienaventurada. —Sam se inclinó en una profunda reverencia, pero no supo qué decir. Había olvidado qué hermosa era la dama Galadriel.

Entonces Bilbo despertó y abrió los ojos. —¡Hola, Frodo!—dijo—. ¡Bueno, hoy le he ganado al Viejo Tuk! Así que eso está arreglado. Y ahora creo estar pronto para emprender otro viaje. ¿Tú también vienes?

—Sí, yo también voy—dijo Frodo—. Los Portadores del Anillo han de partir juntos.

—¿A dónde va usted, mi amo?—gritó Sam, aunque por fin había comprendido lo que estaba sucediendo.

El final de la Tercera Edad por Ted Nasmith

 

—A los Puertos, Sam—dijo Frodo.

—Y yo no puedo ir.

—No, Sam. No todavía, en todo caso; no más allá de los Puertos. Aunque también llegará la hora, quizá. No te entristezcas demasiado, Sam. No siempre podrás estar partido en dos. Necesitarás sentirte sano y entero, por muchos años. Tienes tantas cosas de que disfrutar, tanto que vivir y tanto que hacer.

—Pero—dijo Sam, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—, yo creía que también usted iba a disfrutar en La Comarca, años y años, después de todo lo que ha hecho.

—También yo lo creía, por un tiempo. Pero he sufrido heridas demasiado profundas, Sam. Intenté salvar La Comarca y la he salvado; pero no para mí. Así suele ocurrir, Sam, cuando las cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven. Pero tú eres mi heredero: todo cuanto tengo y podría haber tenido te lo dejo a ti. Y además tienes a Rosa y a Elanor; y vendrán también el pequeño Frodo y la pequeña Rosa, y Merry, y Rizos de Oro, y Pippin; y acaso otros que no alcanzo a ver. Tus manos y tu cabeza serán necesarios en todas partes. Serás el alcalde, naturalmente, por tanto tiempo como quieras serlo, y el jardinero más famoso de la historia; y leerás las páginas del Libro Rojo, y perpetuarás la memoria de una Edad ahora desaparecida, para que la gente recuerde siempre el Gran Peligro, y ame aún más entrañablemente el país bienamado. Y eso te mantendrá tan ocupado y tan feliz como es posible serlo, mientras continúe tu parte de la historia.

»¡Y ahora ven, cabalga conmigo!

 

Entonces Elrond y Galadriel prosiguieron la marcha; la Tercera Edad había terminado y los días de los anillos habían pasado para siempre, y así llegaba el fin de la historia y los cantos de aquellos tiempos. Y con ellos partían numerosos elfos de la alta estirpe que ya no querían habitar en la Tierra Media; y entre ellos, colmado de una tristeza que era a la vez venturosa y sin amargura, cabalgaban Sam, y Frodo, y Bilbo; y los elfos los honraban complacidos.

Aunque cabalgaron a través de La Comarca durante toda la tarde y toda la noche, nadie los vio pasar, excepto las criaturas salvajes de los bosques; o aquí y allá algún caminante solitario que vio de pronto entre los árboles un resplandor fugitivo, o una luz y una sombra que se deslizaba sobre las hierbas, mientras la luna declinaba en el poniente. Y cuando La Comarca quedó atrás y bordeando las faldas meridionales de las quebradas Blancas llegaron a las quebradas Lejanas y a las torres, vieron en lontananza el mar; y así descendieron por fin hacia Mithlond, hacia los Puertos Grises en el largo estuario de Lhûn.

Cuando llegaron a las puertas, Círdan el Constructor de Barcos se adelantó a darles la bienvenida. Era muy alto, de barba larga, y todo gris y muy anciano, salvo los ojos que eran vivos y luminosos como estrellas; y los miró, y se inclinó en una reverencia, y dijo: —Todo está pronto.

 

Entonces Círdan los condujo a los Puertos y un navío blanco se mecía en las aguas, y en el muelle, junto a un gran caballo gris, se erguía una figura toda vestida de blanco que los esperaba. Y cuando se volvió y se acercó a ellos, Frodo advirtió que Gandalf llevaba en la mano, ahora abiertamente, el tercer anillo, Narya el Grande, y la piedra engarzada en él era roja como el fuego. Entonces aquellos que se disponían a hacerse a la mar se regocijaron, porque supieron que Gandalf partiría también.

Pero Sam tenía el corazón acongojado y le parecía que si la separación iba a ser amarga, más triste aún sería el solitario camino de regreso. Pero mientras aún seguían allí de pie, y los elfos ya subían a bordo, y la nave estaba casi pronta para zarpar, Pippin y Merry llegaron, a galope tendido. Y Pippin reía en medio de las lágrimas.

—Ya una vez intentaste tendernos un lazo y te falló, Frodo. Esta vez estuviste a punto de conseguirlo, pero te ha fallado de nuevo. Sin embargo, no ha sido Sam quien te traicionó esta vez, ¡sino el propio Gandalf!

En los Puertos Grises por Ted Nasmith

 

—Sí—dijo Gandalf—porque es mejor que sean tres los que regresen y no uno solo. Bien, aquí, queridos amigos, a la orilla del mar, termina por fin nuestra comunidad en la Tierra Media. ¡Id en paz! No os diré: no lloréis; porque no todas las lágrimas son malas.

Frodo besó entonces a Merry y a Pippin, y por último a Sam, y subió a bordo; y fueron izadas las velas, y el viento sopló, y la nave se deslizó lentamente a lo largo del estuario gris; y la luz del frasco de Galadriel que Frodo llevaba en alto centelleó y se apagó. Y la nave se internó en la alta mar rumbo al Oeste, hasta que por fin en una noche de lluvia Frodo sintió en el aire una fragancia y oyó cantos que llegaban sobre las aguas; y le pareció que, como en el sueño que había tenido en la casa de Tom Bombadil, la cortina de lluvia gris se transformaba en plata y cristal, y que el velo se abría y ante él aparecían unas playas blancas, y más allá un país lejano y verde a la luz de un rápido amanecer.

Pero para Sam la penumbra del atardecer se transformó en oscuridad, mientras seguía allí en el Puerto; y al mirar el agua gris vio sólo una sombra que pronto desapareció en el oeste. Hasta entrada la noche se quedó allí, de pie, sin oír nada más que el suspiro y el murmullo de las olas sobre las playas de la Tierra Media, y aquel sonido le traspasó el corazón. Junto a él, estaban Merry y Pippin, y no hablaban.

 

Por fin los tres compañeros dieron media vuelta y se alejaron, sin volver la cabeza, y cabalgaron lentamente rumbo a La Comarca; y no pronunciaron una sola palabra durante todo el viaje de regreso; pero en el largo camino gris, cada uno de ellos se sentía reconfortado por los demás.

Y finalmente cruzaron las lomas y tomaron el camino del este; y Pippin y Merry cabalgaron hacia Los Gamos; y ya empezaban a cantar de nuevo mientras se alejaban. Pero Sam tomó el camino de Delagua, y así volvió a casa por la Colina, cuando una vez más caía la tarde. Y llegó y adentro ardía una luz amarilla; y la cena estaba pronta, y lo esperaban. Y Rosa lo recibió, y lo instaló en su sillón, y le sentó a la pequeña Elanor en las rodillas.

Sam respiró profundamente. —Bueno, estoy de vuelta—dijo.

 


VI.LA ÚLTIMA CANCIÓN DE BILBO

 

LA ÚLTIMA CANCIÓN DE BILBO

El día ha acabado, mis ojos se velan,

pero un largo viaje delante me espera.

¡Adiós, mis amigos! Me llega el llamado

del muelle de piedra que alberga mi barco.

De nieve es la espuma, las olas son grises;

detrás del ocaso mi senda prosigue.

Salada es la espuma, y libres los vientos;

del mar que se encrespa me llega el lamento.

 

¡Adiós, mis amigos! Presto ya el velamen,

el viento es del este, libres los amarres.

Sombras alargadas delante me esperan,

sobre mí se cierne un cielo que mengua.

Más allá del sol tengo que lograr

alcanzar las islas antes del final;

allende poniente se extienden países

de noche tranquila, de sueño apacible.

 

La estrella ermitaña me indica el sendero,

cuando deje atrás el último puerto,

llegaré hasta el Reino Bienaventurado

y a las claras playas del mar estrellado.

¡Oh, barco, mi barco! Ya busco el Oeste,

los campos y montes benditos por siempre.

Al fin me despido de la Tierra Media.

¡Encima del mástil ya veo la estrella![37]

 


VII.LA ELENDILMIR

 

CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA

Pero el rey Elessar, cuando fue coronado en Gondor, inició la reorganización del reino, y una de sus primeras tareas fue la restauración de Orthanc, donde se proponía guardar otra vez la palantír recuperada de Saruman. Entonces se registraron todos los secretos de la torre. Se encontraron muchas cosas de valor, joyas y reliquias de familia de Eorl, hurtadas a Edoras por Lengua de Serpiente durante los años de decadencia del rey Théoden, y otras cosas semejantes, más antiguas y bellas, recogidas en túmulos y tumbas de todas partes. Saruman, en su degradación, no se había convertido en un dragón, sino en una corneja. Por último, tras una puerta escondida que no podrían haber encontrado ni abierto si no hubiera contado Elessar con la ayuda de Gimli el enano, se reveló un gabinete de acero. Quizá lo habían preparado para recibir el Anillo; pero estaba casi vacío. En el cofrecillo sobre un alto estante había dos cosas guardadas. Una era una cajita de oro sujeta a una fina cadena; estaba vacía y no tenía letra ni signo alguno, pero sin duda había guardado el Anillo en torno al cuello de Isildur. Junto a ella había un tesoro sin precio, largo tiempo lamentado como si se hubiera perdido para siempre: la misma Elendilmir, la blanca estrella de cristal élfico sobre una redecilla de mithril, que había pasado de Silmariën a Elendil, y que éste había escogido como la señal de la realeza del reino el norte. Cada rey y los capitanes que los habían seguido en Arnor habían llevado la Elendilmir, hasta el mismo Elessar; pero, aunque era una joya de gran belleza, hecha por los orfebres élficos en Imladris para Valandil, hijo de Isildur, no tenía la antigüedad ni el poder de la que se había perdido cuando Isildur se internó en la oscuridad para no volver nunca más.[38]

Elessar la cogió con reverencia, y cuando volvió al norte y tuvo otra vez plena autoridad real sobre Arnor, Arwen se la ciñó en la frente y los hombres guardaron asombrado silencio al ver cómo resplandecía. Pero Elessar no quiso correr ningún riesgo y sólo la llevaba en días señalados en el reino el norte. Por otra parte, cuando vestido con sus galas reales llevaba la Elendilmir que había recibido en herencia, decía: —Y ésta también es cosa digna de ser reverenciada, y está por encima de mi mérito; cuarenta cabezas la han llevado antes que la mía.

Cuando las gentes reflexionaron más detenidamente sobre este tesoro secreto, se afligieron. Porque les pareció que estas cosas, y con seguridad la Elendilmir, no podían haberse encontrado a no ser que estuvieran en el cuerpo de Isildur cuando se hundió en el agua; pero si ello hubiera sucedido en aguas profundas de fuertes corrientes, éstas las habrían arrastrado con el tiempo hasta lugares muy lejanos. Por tanto, Isildur debió de haber caído no en la corriente profunda sino en aguas de la orilla, no más altas que un hombre. ¿Por qué, entonces, aunque había transcurrido una Edad, no se encontraron huellas de sus huesos? ¿Los habría encontrado Saruman y los habría deshonrado quemándolos en uno de sus hornos? Si así había sido, era un hecho vergonzoso; pero no el peor que hubiera cometido.

 


VIII.EL REINADO DE ARAGORN II

 

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES

Hubo quince capitanes antes de que naciera el decimosexto y último, Aragorn II, que fue rey de Gondor y de Arnor a la vez. "Nuestro rey, lo llamamos; y cuando se traslada al norte a la casa restaurada de Annúminas, y permanece un tiempo junto al lago del Crepúsculo, todos en La Comarca se sienten felices. Pero no penetra en esta tierra y se somete a la ley que él mismo ha promulgado, según la cual, nadie de la gente grande ha de cruzar los límites de La Comarca. No obstante, cabalga a menudo hasta el Gran Puente, y da allí la bienvenida a sus amigos y a cualquier otro que desee verlo; y algunos vuelven con él cabalgando y se quedan en su casa tanto como les cuadra. El thain Peregrin ha estado allí tres veces; y también ha estado allí el señor Samsagaz, el alcalde. La hija de Samsagaz, Elanor la Hermosa, es una de las doncellas de la reina Estrella de la Tarde."

Era el orgullo y la maravilla de la línea septentrional que, aunque habían perdido el poder y el número de sus miembros había menguado a través de múltiples generaciones, la sucesión de padre a hijo nunca quedó interrumpida. Además, aunque la duración de la vida de los dúnedain decrecía de continuo en la Tierra Media, después del fin de los reyes la mengua era aún más rápida en Gondor, y muchos de los capitanes del norte alcanzaban a vivir todavía dos veces la edad de los hombres, y mucho más que aún los más viejos de entre nosotros. Aragorn en verdad vivió hasta los ciento noventa años, más que ninguno de ese linaje desde el rey Arvegil; pero en Aragorn Elessar se renovó la dignidad de los reyes de antaño.

 


IX.LOS REYES Y ORDENAMIENTO DE LA MARCA DURANTE Y DESPUÉS DE LA GUERRA DEL ANILLO

 

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES

 

FIN DEL SEGUNDO LINAJE

Año[39]

2948—3019 17. Théoden. Fue llamado Théoden Ednew en las historias de Rohan, pues empezó a declinar hechizado por Saruman. Pero Gandalf lo curó, y en el último año de su vida se incorporó y llevó a sus hombres a la victoria en Cuernavilla, y poco después a los Campos de Pelennor, la más grande batalla de esa Edad. Cayó ante las puertas de Mundburgo. Por un tiempo descansó en la tierra natal, entre los reyes muertos de Gondor, pero fue trasladado y sepultado en el octavo montículo del linaje de Fréaláf en Edoras. Luego, empezó un nuevo linaje.

 

TERCER LINAJE

En 2989 Théodwyn se casó con Éomund de Folde Este, primer mariscal de la Marca. Su hijo Éomer nació en 2991, y su hija Éowyn en 2995. En ese tiempo Sauron conspiraba otra vez, y la sombra de Mordor llegaba a Rohan. Los orcos empezaron a invadir las regiones orientales y mataban o robaban caballos. Otros bajaban también de las montañas Nubladas; algunos de ellos eran grandes uruks al servicio de Saruman, aunque transcurrió mucho tiempo antes de que se lo sospechase. Éomund tenía sobre todo a su cargo las fronteras del este; y era un gran amante de los caballos y odiaba a los orcos. Si llegaban nuevas de alguna incursión, a menudo los buscaba a caballo, inflamado de ira, desprevenido y con pocos hombres. Sucedió así que fue muerto en 3002; persiguió a una pequeña banda hasta los bordes de Emyn Muil, y fue allí sorprendido por una tropa que acechaba entre los peñascos.

No mucho después Théodwyn cayó enferma y murió, con gran pena del rey. Llevó a los hijos de ella y les dio el nombre de hijo e hija. Sólo tenía un hijo propio, Théodred, que contaba entonces veinticuatro años; porque la reina Elfhild había muerto en el parto, y Théoden no había vuelto a casarse. Éomer y Éowyn crecieron en Edoras y vieron cómo la sombra oscura caía sobre las estancias de Théoden. Éomer se asemejaba a sus antepasados; pero Éowyn era esbelta y alta, con una gracia y orgullo que le venían del sur, de Morwen de Lossarnach, a la que los rohirrim habían llamado Resplandor del Acero.

 

2991—C.E. 63 (3084) Éomer Éadig. Cuando era joven todavía, se convirtió en mariscal de la Marca (3017) y se le dio el cargo de Éomund en la frontera del este. En la Guerra del Anillo, Théodred cayó en batalla con Saruman en los vados del Isen. Por tanto, antes de morir en los Campos de Pelennor, Théoden designó como heredero suyo a Éomer, y lo llamó rey. Ese día también Éowyn ganó renombre, porque luchó en esa batalla cabalgando disfrazada; y fue después conocida en la Marca como la Señora del Brazo Escudado.

Éomer se convirtió en un gran rey, y como era joven cuando sucedió a Théoden, reinó durante sesenta y cinco años, más que ninguno de los reyes que lo precedieron salvo Aldor el Viejo. En la Guerra del Anillo, hizo amistad con el rey Elessar y con Imrahil de Dol Amroth; y cabalgaba con frecuencia a Gondor. En el último año de la Tercera Edad se casó con Lothíriel, hija de Imrahil. Tuvieron un hijo, Elfwine el Hermoso, que reinó después de Éomer.

En los días de Éomer, los hombres que lo deseaban tenían paz en la Marca, y el pueblo creció tanto en los valles de las montañas como en las llanuras, y los caballos se multiplicaron. En Gondor gobernaba entonces el rey Elessar, y también en Arnor. Era rey en las tierras de todos esos antiguos reinos, excepto en Rohan; porque renovó para Éomer el regalo de Cirion, y Éomer hizo otra vez el juramento de Eorl. Lo cumplió con frecuencia. Porque, aunque Sauron ya había desaparecido, los odios y los males que sembrara no habían muerto, y el rey del oeste tenía muchos enemigos que someter antes que el árbol blanco pudiera crecer en paz. Y dondequiera que fuese el rey Elessar con sus guerras, el rey Éomer iba con él; y más allá del mar de Rhûn y en los campos lejanos del sur, se oía el trueno de la caballería de la Marca, y el caballo blanco sobre verde voló con muchos vientos hasta que Éomer envejeció.

 


CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA

LA FIGURA DE MARISCAL DE LA MARCA

Mariscal de la Marca era el más alto rango militar y el título de los lugartenientes del rey (originalmente tres), comandantes de las fuerzas reales de jinetes plenamente equipados y entrenados. La sede del primer mariscal era la capital, Edoras, y las tierras del rey adyacentes (con inclusión del valle). Comandaba a los jinetes de las filas de Edoras, reclutados en este sitio y en ciertas partes de las Marcas Oeste y Este, por lo que Edoras era el lugar más adecuado para celebrar asambleas. Éstos eran términos sólo utilizados en la organización militar. Sus confines eran el río Nevado hasta unirse con el Entaguas y, desde allí, hacia el norte a lo largo del Entaguas. Al segundo y al tercer mariscales se les asignaban mandos de acuerdo con las necesidades del momento. A principios del año 3019, Saruman era una grave amenaza, y el segundo mariscal, Théodred, el hijo del rey, tenía a su mando la Marca Oeste, en el abismo de Helm; el tercer mariscal, Éomer, el sobrino del rey, tenía su sede en la Marca Este en su lugar de nacimiento, Aldburg, en el Folde. Aquí tenía Eorl su casa; después que Brego, hijo de Eorl, se trasladó a Edoras, pasó a manos de Eofor, tercer hijo de Brego, del que Éomund, padre de Éomer, decía descender. El Folde formaba parte de las tierras del rey, pero Aldburg siguió siendo la base más conveniente para las filas de la Marca del Este.

En los días de Théoden no había nadie asignado para el cargo de primer mariscal. Cuando accedió al trono era muy joven (tenía treinta y dos años), vigoroso y de espíritu marcial y gran jinete. En caso de guerra, le correspondía a él mismo comandar las filas de Edoras; pero en su reino hubo paz durante muchos años, y cabalgaba con sus caballeros y sus hombres sólo para ejercitarse y hacer desfiles; no obstante, la sombra de Mordor otra vez despierta, creció más y más desde su infancia hasta su vejez. Durante esta paz los jinetes y otros hombres armados de la guarnición de Edoras estaban gobernados por un oficial con rango de mariscal (en los años 3012—3019 éste fue el cargo que tuvo Elfhelm). Cuando Théoden envejeció prematuramente, según parece, esta situación siguió inalterada, y no había mando central efectivo: un estado de cosas estimulado por su consejero Grima. El rey, que se había vuelto decrépito y rara vez abandonaba su casa, tomó la costumbre de impartir órdenes a Háma, capitán de la real casa, a Elfhelm y aún a los mariscales de la Marca, por boca de Grima Lengua de Serpiente. Esto no era del gusto de nadie, pero las órdenes se obedecían, por lo menos, en Edoras. En lo que concierne a la lucha, cuando empezó la guerra con Saruman, Théodred, sin que mediaran órdenes, asumió el mando general. Reunió a los efectivos que había en Edoras y puso una gran parte de los jinetes al mando de Elfhelm para reforzar las filas del Folde Oeste y ayudarlas a resistir la invasión.

En tiempos de guerra o de desorden cada mariscal de la Marca tenía a sus órdenes inmediatas, como parte de su «casa» (es decir, acuartelados en su residencia), una éored pronta para la batalla, a la que podía recurrir en casos de urgencia de acuerdo con su propio criterio. Esto es lo que en realidad había hecho Éomer; pero se le acusó, por inspiración de Grima, de que el rey en este caso le había prohibido disponer de las fuerzas aún sin compromiso de la Marca Este para sacarlas de Edoras; de que sabía del desastre de los vados y de la muerte de Théodred antes de perseguir a los orcos por el remoto páramo, y también de que, en contra de órdenes generales, había dejado ir en libertad a extranjeros y aún les había prestado caballos.

Después de la caída de Théodred, el mando de la Marca Oeste (una vez más sin que mediaran órdenes de Edoras) fue asumido por Erkenbrand, señor de la hondonada del abismo, y de otras tierras del Folde Oeste. En su juventud, como muchos señores, había sido oficial de los jinetes del rey, pero ya no lo era. Se lo consideraba, sin embargo, el principal señor de la Marca Oeste, y como su pueblo corría peligro, era su deber y su derecho reunir a todos los que pudieran portar armas y oponer resistencia a la invasión. Tomó, pues, el mando de los jinetes de las filas occidentales; pero Elfhelm conservó el mando independiente de los jinetes de las filas de Edoras que Théodred había convocado con el fin de asistirlo.

Después de que Gandalf curó a Théoden, la situación cambió. El rey tomó otra vez el mando. Éomer fue restituido y se convirtió en primer mariscal, pronto para asumir el mando si el rey sucumbía o le flaqueaban las fuerzas; pero no se utilizó el título, y en presencia del rey en armas sólo podía aconsejar y no impartir órdenes. El papel que en realidad desempeñaba era muy semejante al de Aragorn: un campeón temible entre los compañeros del rey. Los que en la corte no conocían los acontecimientos, supusieron que los refuerzos estaban al mando de Éomer, el único mariscal de la Marca que quedaba.

Cuando se reunieron todos los efectivos en el Sagrario, y se examinaron, y se determinaron, en la medida de lo posible, la «línea de acción» y el orden de la batalla, Théoden convocó un concilio de «los mariscales y los capitanes» en seguida, y antes comió; pero no queda descrito, pues Meriadoc no estaba presente («Me pregunto de qué estarán hablando»). Éomer permaneció en esta posición, cabalgando con el rey (como comandante de la éored principal, la Compañía del rey) y actuando como su principal consejero. Elfhelm se convirtió en mariscal de la Marca y tenía a su mando la primera éored de las filas de la Marca Este. Grimbold (no mencionado antes en la narración) tenía la función, aunque no el título, de tercer mariscal, y comandaba las Filas de la Marca Oeste. Grimbold era un mariscal de menor graduación de los jinetes de la Marca del Oeste al mando de Théodred, y se le concedió este rango, como hombre que demostró valor en las dos batallas de los vados, porque Erkenbrand era un hombre mayor, y el rey experimentaba la necesidad de alguien que tuviera dignidad y autoridad para dejar al mando de las fuerzas con que pudiera contarse para la defensa de Rohan. Grimbold cayó en la Batalla de los Campos del Pelennor, y Elfhelm se convirtió en el lugarteniente de Éomer como rey; quedó al mando de todos los rohirrim en Gondor cuando Éomer fue a la Puerta Negra y puso en fuga al ejército hostil que había invadido Anórien (LVII.LA ÚLTIMA DELIBERACIÓN y LVIII.LA PUERTA NEGRA SE ABRE). Se lo menciona como uno de los principales testigos de la coronación de Aragorn (LXI.EL SENESCAL Y EL REY).

Hay constancia documental de que después del funeral de Théoden, cuando Éomer reorganizó el reino, Erkenbrand fue designado mariscal de la Marca Oeste, y Elfhelm, mariscal de la Marca Este, y ésos fueron los títulos que se mantuvieron en lugar de segundo y tercer mariscal, sin que ninguno predominara sobre el otro. En tiempos de guerra se designaba el cargo especial de virrey: el que lo desempeñaba o bien gobernaba el reino en ausencia del rey, cuando éste se ponía al frente del ejército, o asumía el mando en el campo de batalla si por algún motivo el rey permanecía en su casa. En tiempos de paz el cargo sólo se desempeñaba cuando el rey, por causa de enfermedad o vejez, delegaba su autoridad; el que lo ejercía era naturalmente el heredero del trono, si era hombre de edad suficiente. Pero en tiempos de guerra el Consejo se oponía a que un viejo rey enviara a su hijo heredero al campo de batalla lejos del reino, a no ser que tuviera cuando menos otro hijo.

 


X.LAS PALANTÍRI

 

CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA

Las palantíri, sin la menor duda, no fueron nunca objeto de utilización o conocimiento corrientes, ni siquiera en Númenor. En la Tierra Media se conservaron en cuartos custodiados en muy altas torres; sólo los reyes y los gobernantes y los guardianes por ellos designados tenían acceso a las piedras y nunca se consultaron ni se exhibieron en público. Pero hasta el fin de los reyes no constituyeron un secreto siniestro. No había peligro en su empleo, y ni el rey ni ninguna otra persona autorizada a examinarlas habría vacilado en revelar la fuente de su conocimiento de los hechos o las opiniones de los gobernantes distantes, si éste había sido obtenido mediante la consulta de las piedras. Sin duda se las utilizó en las consultas entre Arnor y Gondor en el año 1944 en relación con la sucesión de la corona. Los «mensajes» recibidos en Gondor en 1973, en los que se comunicaban los graves aprietos habidos en el reino el norte, fueron probablemente la última utilización que se hizo de ellas hasta que se acercó la época de la Guerra del Anillo.

Después de terminada la época de los reyes y de la pérdida de Minas Ithil, ya no se hace mención de su utilización manifiesta y oficial. No quedaba en el norte piedra que respondiera después del naufragio de Arvedui, el último rey, en el año 1975. En 2002 se perdió la piedra Ithil. Sólo quedaron entonces la piedra Anor en Minas Tirith y la piedra Orthanc.

Dos cosas contribuyeron entonces al descuido de las piedras y su desaparición de la memoria colectiva del pueblo. La primera era la ignorancia de lo que le había ocurrido a la piedra Ithil: se supuso, no sin tino, que los defensores de Minas Ithil la destruyeron antes de la toma y el saqueo; pero era evidentemente posible que hubiera sido arrebatada y que hubiera pasado a manos de Sauron, y algunos de los más sabios y más previsores deben de haber considerado esta eventualidad. Parece que así fue en efecto, y que se dieron cuenta de que la piedra de poco le habría servido para daño de Gondor, a no ser que hiciera contacto con otra piedra que estuviera en acuerdo con ella.

De por sí las piedras sólo podían ver: y lo que podían ver eran escenas o figuras en sitios distantes o en el pasado. Estas no tenían explicación; y de cualquier manera a los hombres de épocas posteriores les era difícil escoger qué visiones debían revelarse por la voluntad o el deseo de un observador. Pero cuando otra mente ocupaba una piedra que estuviera en concordancia, el pensamiento podía «transferirse» (recibido como «lenguaje»), y la visión de las cosas en la mente del observador de una piedra podía ser vista por el otro observador. Estos poderes se utilizaron originalmente en consultas con el fin de intercambiar noticias necesarias para el gobierno o para dar consejos o emitir opiniones; menos a menudo en simples manifestaciones de amistad o complacencia o para saludar o enviar condolencias. Sólo Sauron utilizó una piedra para la transferencia de su voluntad superior, con el fin de dominar al observador más débil, forzarlo a revelar sus pensamientos ocultos y someterlo a sus mandatos.

Es posible suponer que fue por esta razón que la piedra Anor, sobre la que todos los documentos de los senescales guardan silencio hasta la Guerra del Anillo, se mantuvo en un secreto celosamente guardado, sólo accesible a los senescales regentes, y ninguno de ellos la utilizó (según parece) hasta Denethor II.

La segunda razón fue la decadencia de Gondor y la mengua del interés por la historia antigua o su conocimiento entre todos los hombres de elevado rango del reino, con escasas excepciones, salvo por lo que en ella concernía a sus genealogías: sus antepasados y su linaje. Gondor, después de los reyes, declinó hasta retroceder a una «Edad Media», con conocimientos menguantes y técnicas más sencillas. Las comunicaciones pasaron a depender de mensajeros y recaderos de a caballo, o en momentos de urgencia de señales de luces, y si las piedras de Anor y Orthanc se guardaban todavía como tesoros del pasado, sólo conocidos de muy pocos, las siete piedras de antaño estaban en general olvidadas del pueblo, y los versos de las crónicas que hablaban de ellas, si se conservaban en la memoria, ya no eran comprendidos; el recuerdo de sus virtudes y operaciones fue transformado por la leyenda en los poderes élficos de los antiguos reyes de ojos penetrantes y los espíritus veloces como pájaro que los servían llevándoles nuevas o transportando sus mensajes.

Durante este tiempo la piedra Orthanc, al parecer, fue descuidada por los senescales: ya de nada les servía y estaba segura en una inexpugnable torre. Aun cuando ella no hubiera sido también afectada por la duda que ensombreció la piedra Ithil, se encontraba en una región con la que Gondor tenía relaciones cada vez más indirectas. Calenardhon, que nunca estuvo muy densamente poblada, había sido diezmada por la Gran Peste de 1636 y en adelante fue despoblándose de habitantes de origen númenóreano por causa de la emigración a Ithilien y a tierras más cercanas del Anduin. Isengard siguió siendo una posesión personal de los senescales, pero Orthanc quedó desierta, y finalmente se cerró y sus llaves fueron llevadas a Minas Tirith. Si Beren el senescal tuvo en cuenta la piedra cuando se la dio a Saruman, probablemente pensó que en ninguna otra parte estaría más segura que en manos de quien encabezaba el Concilio enemigo de Sauron.

 

Sin duda las investigaciones emprendidas por Saruman le habían procurado un conocimiento especial de las piedras, objetos que por fuerza atrajeron su atención, y se convenció de que la piedra Orthanc se encontraba todavía intacta en su torre. Obtuvo las llaves de Orthanc en 2759, nominalmente como guardián de la torre y lugarteniente del senescal de Gondor. Por ese tiempo la piedra Orthanc apenas habría despertado el interés del Concilio Blanco. Sólo Saruman, habiéndose ganado el favor de los senescales, había estudiado lo bastante las crónicas de Gondor como para entender la importancia de las palantíri y los posibles usos de las que sobrevivían; pero de esto nada dijo a sus colegas. Los celos y el odio que Saruman sentía por Gandalf fueron causa de que dejara aquél de colaborar con el Concilio, que se reunió por última vez en 2953. Sin que mediara declaración formal alguna, Saruman estableció en Isengard su dominio y ya no hizo ningún caso de Gondor. El Concilio sin duda no aprobó esto; pero Saruman era un agente libre y tenía derecho, si así lo deseaba, a actuar independientemente de acuerdo con su propia política para resistir a Sauron.

Isengard estaba bien situada para desarrollar una política más «mundana» de poder y fuerza guerrera, pues era la llave para el Paso de Rohan. Éste era un punto débil en las defensas del oeste, especialmente desde la decadencia de Gondor. Por allí podían pasar furtivamente espías y emisarios enemigos, o también, como ocurrió en la Edad anterior, fuerzas de guerra. El Concilio no parece haber tenido conocimiento, pues durante muchos años la torre se mantuvo estrechamente vigilada, de lo que acontecía dentro del Anillo de Isengard. El empleo y, probablemente, la cría especial de orcos se mantuvieron secretos, y no pueden haber empezado mucho antes de 2990. Antes del ataque a Rohan, las tropas de orcos no parecen haber sido utilizadas más allá del territorio de Isengard. Si el Concilio hubiera tenido conocimiento de esto, por supuesto, habría advertido en seguida que Saruman se había vuelto malvado.

El Concilio en general, por vías independientes, debió de haber tenido conocimiento de las piedras y sus antiguas propiedades; pero no las consideraron de gran importancia para los tiempos presentes: eran cosas que pertenecían a la historia de los reinos de los dúnedain, maravillosas y admirables, pero en su mayoría ahora perdidas o de escasa utilidad. Debe recordarse que las piedras eran originalmente «inocentes» y no servían para fines malvados. Fue Sauron el que las hizo siniestras, e instrumentos de dominio y engaño.

Aunque (prevenido por Gandalf) el Concilio pudo haber empezado a desconfiar de los designios de Saruman en relación con los anillos, ni siquiera Gandalf sabía que aquél se había convertido en aliado o sirviente de Sauron. Esto lo descubrió Gandalf sólo en julio de 3018. Pero aunque en años posteriores Gandalf amplió sus conocimientos y los del Concilio acerca de la historia de Gondor mediante el estudio de sus documentos, lo que más interesaba a todos era todavía el Anillo: nadie advertía las posibilidades latentes en las piedras. Es evidente que sólo poco antes de la Guerra del Anillo el Concilio había advertido que sabían muy poco acerca del destino de la piedra Ithil, y no entendió su significado (lo que es justificable aún en personas como Elrond, Galadriel y Gandalf, abrumados por el peso de sus preocupaciones) ni consideró cuál podría ser el resultado si Sauron se apoderaba de una de las piedras. Fue necesaria la demostración de Dol Baran de los efectos de la piedra Orthanc sobre Peregrin para que se pusiera súbitamente en evidencia que el «vínculo» entre Isengard y Barad-dûr (obvio después de descubrirse que las fuerzas de Isengard se habían unido a otras dirigidas por Sauron en el ataque contra la Comunidad) era de hecho la piedra Orthanc... y alguna otra palantír.

El objeto inmediato de Gandalf en la conversación que sostuvo con Peregrin mientras iban montados en Sombragrís desde Dol Baran, era dar al hobbit alguna idea sobre la historia de las palantíri para que pudiera empezar a darse cuenta de la antigüedad, la dignidad y el poder de las cosas con las que estaba mezclado. No le interesaba exhibir su propio proceso de descubrimiento y deducción, excepto con este fin: explicar cómo Sauron llegó a tener dominio de ellas, de modo que utilizarlas era peligroso para cualquiera, por más sabio que fuese. Pero al mismo tiempo la mente de Gandalf estaba afanosamente ocupada por las piedras, y reflexionaba sobre las consecuencias de la revelación de Dol Baran sobre muchas cosas que había observado y pensado: tales como el conocimiento que tenía Denethor de acontecimientos distantes, y la prematura vejez de su aspecto, notable por primera vez cuando apenas había pasado de los sesenta años, aunque pertenecía a una raza y una familia que aún tenían normalmente una vida más larga que la de los otros hombres. Sin duda, la prisa de Gandalf por llegar a Minas Tirith, además de obedecer a la urgencia de la situación y a la inminencia de guerra, estaba acuciada por el súbito temor de que Denethor hubiera recurrido a una palantír, la piedra Anor, y por el deseo de juzgar qué efecto había tenido esto sobre él: si en la prueba crucial de la guerra desesperada no resultaría él (como Saruman) indigno de confianza, y si no sería capaz de ceder ante Mordor. El trato que tuvo Gandalf con Denethor al llegar a Minas Tirith y en los días siguientes, y todo lo que, según las noticias conservadas del encuentro se dijeron, deben considerarse a la luz de la duda que albergaba la mente de Gandalf.

Denethor, evidentemente, estaba al corriente de las conjeturas y las sospechas de Gandalf, que le producían enojo pero a la vez lo divertían sarcásticamente.

(...)Sin tener para nada en cuenta las palantíri, Denethor era hombre de grandes poderes mentales y era capaz de leer con rapidez los pensamientos que se ocultan tras los rostros y las palabras, pero bien pudo ser que captara en la piedra Anor visiones de los acontecimientos de Rohan e Isengard.

La importancia que cobró la palantír de Minas Tirith en sus pensamientos arranca, pues, de la experiencia de Peregrin en Dol Baran. Pero el conocimiento o la conjetura que tuvo de su existencia, por supuesto, eran muy anteriores. Poco se sabe de la historia de Gandalf hasta el fin de la Paz Vigilada (2460) y la formación del Concilio Blanco (2463), y su interés especial por Gondor sólo parece haberse manifestado después de que Bilbo encontrara el Anillo (2941) y del evidente regreso de Sauron a Mordor (2951).

Su atención se centró entonces (como la de Saruman) en el Anillo de Isildur; pero mientras leía los archivos de Minas Tirith, seguramente aprendió mucho acerca de las palantíri de Gondor, aunque con menor apreciación inmediata de su posible significado que la que mostró Saruman, cuya mente, a diferencia de la de Gandalf, siempre se sentía más atraída por los aparatos y los instrumentos de poder que por las personas. Sin embargo, ya probablemente en aquel tiempo tenía Gandalf un mayor conocimiento que Saruman acerca de la naturaleza y el origen de las palantíri, pues todo lo que se refería al antiguo reino de Arnor y la historia posterior de esas regiones constituía su ámbito particular, y él tenía una estrecha alianza con Elrond.

Pero la piedra Anor se había vuelto un secreto: ninguna mención de su destino después de la caída de Minas Ithil aparece en los anales o las crónicas de los senescales. La historia aclararía que ni Orthanc ni la Torre Blanca de Minas Tirith habían sido nunca tomadas o saqueadas por los enemigos, y por tanto podía suponerse que las piedras seguían intactas en sus antiguos sitios; pero no era seguro que los senescales no las hubieran retirado, y quizá «sepultado profundamente» en alguna cámara de tesoros secreta, tal vez incluso en algunos de los últimos refugios escondidos en las montañas, comparables a las quebradas de los Túmulos.

Gandalf, según se afirmó, dijo que no creía que Denethor se hubiera atrevido a usarla, a menos que le fallara el tino. No podía afirmarlo como un hecho establecido, porque el hecho de que Denethor osara utilizar la piedra, y cuándo y por qué, era y sigue siendo objeto de conjetura. Bien podía pensar Gandalf lo que pensaba sobre el asunto, pero es probable, teniendo en cuenta lo que se dice de Denethor, que empezara a utilizar la piedra Anor muchos años antes de 3019, y antes de que Saruman se aventurara a utilizar la piedra Orthanc o creyera útil hacerlo. Denethor accedió a la senescalía en 2984, a los cincuenta y cuatro años: un hombre dominante, sabio y erudito muy por encima de lo corriente en aquellos días, y de fuerte voluntad, confiado en sus propios poderes y arrojado. Su «ferocidad» fue por primera vez evidente para los demás después de morir su esposa Finduilas en 2988, pero parece bastante probable que hubiera recurrido a la piedra no bien tuvo acceso al poder, pues había estudiado durante largo tiempo el tema de las palantíri, y las tradiciones sobre ellas y sus usos preservados en los archivos especiales de los senescales, asequibles sólo al senescal regente y a su heredero. Durante el final del gobierno de su padre, Ecthelion II, tuvo que haber tenido grandes deseos de consultar la piedra mientras la ansiedad crecía en Gondor y su propia posición se debilitaba por causa de la fama de «Thorongil» y el favor que le dispensaba su padre. Uno de sus motivos, cuando menos, pudo haber sido los celos que sentía de Thorongil y la hostilidad hacia Gandalf, a quien, cuando Thorongil era influyente, su padre concedía gran atención; Denethor quería sobrepasar a estos «usurpadores» en conocimiento e información y también, de ser posible, mantenerlos vigilados mientras estaban lejos.

La fuerte ansiedad de Denethor cuando tuvo que hacer frente a Sauron ha de distinguirse de la ansiedad provocada por la piedra. La utilización de las palantíri producía tensión mental, especialmente en los hombres de épocas más tardías no experimentados en la tarea, y esta tensión, además de las preocupaciones que lo atormentaban, contribuyó seguramente a la «lobreguez» de Denethor. Probablemente su esposa la percibió antes que nadie, y esto acrecentó la desdicha que apresuró su muerte. Esta última le pareció a Denethor que podía soportarla (y no sin razón); el enfrentamiento con Sauron casi de cierto no ocurriría aún por muchos años, y probablemente Denethor no lo previó en un principio.

(...)Al cabo de un tiempo, a Denethor le fue posible enterarse de muchas cosas sobre acontecimientos distantes mediante el empleo de la sola piedra Anor, y aún después de que Sauron supo de sus operaciones, pudo seguir haciéndolo, en la medida en que conservara las fuerzas para ajustar la piedra a sus propios fines, a pesar de que Sauron intentara siempre «arrancar» la piedra Anor para sí. Es preciso también tener en cuenta que las piedras no eran sino un pequeño detalle entre los vastos designios y operaciones de Sauron: un medio de dominar y despistar a dos de sus opositores, pero no estaba dispuesto a tener la piedra Ithil en perpetua observación (por lo demás, no le era posible hacerlo). No era su costumbre dar semejantes instrumentos a sus subordinados; tampoco tenía entre sus sirvientes a nadie cuyos poderes mentales fueran superiores a los de Saruman o aún a los de Denethor.

En el caso de Denethor, la posición del senescal estaba reforzada, incluso contra el mismo Sauron, por el hecho de que las piedras se adaptaban mucho a las necesidades de sus legítimos usuarios: sobre todo de los verdaderos «herederos de Elendil» (como Aragorn), pero también a las de una autoridad heredada (comoDenethor), en contraposición a Saruman o Sauron. Hay que observar que los efectos fueron diferentes. Saruman cayó bajo el dominio de Sauron y deseó su victoria o ya no se opuso ella. Denethor siguió firme en su rechazo de Sauron, pero creyó que la victoria de éste era inevitable y, por tanto, desesperó. Las razones de esta diferencia fueron sin duda, en primer lugar, que Denethor era un hombre de gran fuerza de voluntad, y mantuvo la integridad de su carácter hasta que su único hijo sobreviviente recibió la herida (aparentemente) mortal. Era orgulloso, pero no por motivos meramente personales: amaba a Gondor y a su pueblo, y se creía designado por el destino para conducirlos en esos tiempos de infortunio. Y en segundo lugar la piedra Anor era suya por derecho, y solamente la conveniencia se oponía a su utilización, sumido como estaba en grave ansiedad. Debió de haber adivinado que la piedra Ithil no estaba en buenas manos, y se arriesgó a ponerse en contacto con ella confiando en su fuerza. Su confianza no era del todo injustificada. Sauron no logró dominarlo, y sólo pudo influir en él recurriendo a engaños. Probablemente en un principio no miró hacia Mordor, sino que se contentó con las «perspectivas lejanas» que la piedra procuraba; de ahí su sorprendente conocimiento de acontecimientos distantes. No se sabe si hizo alguna vez contacto con la piedra Orthanc o Saruman; probablemente lo hizo, y con algún provecho. Sauron no podía irrumpir en estas conferencias: sólo al responsable que utilizara la piedra maestra de Osgiliath le era posible «escuchar» furtivamente. Mientras las otras dos piedras estuvieran en comunicación, la tercera las encontraría a ambas en blanco.

 

Tienen que haber habido abundantes historias acerca de las palantíri, conservadas en Gondor por los reyes y los senescales, y preservadas aun cuando ya no se utilizaban las piedras. Las palantíri eran un don inalienable de Elendil y sus herederos, los únicos a quienes pertenecían por derecho; pero esto no significa que sólo uno de estos «herederos» pudieran utilizarlas adecuadamente. Podían ser usadas con justicia por cualquiera que tuviera autorización del «heredero de Anárion» o el «heredero de Isildur», es decir, un rey legítimo de Gondor o Arnor. En realidad, normalmente tendrían que haberlas utilizado las gentes delegadas. Cada piedra tenía su propio custodio, uno de cuyos deberes era «examinar la piedra», a intervalos regulares, o cuando se les ordenaba o en casos de necesidad.

También se designaba a otras personas para que visitaran las piedras, y los ministros de la corona relacionados con la «inteligencia» las inspeccionaban regularmente, y en casos especiales ofrecían al rey y al Consejo la información obtenida de esa manera, o en forma privada al rey, según lo requiriera el asunto. En Gondor últimamente, cuando el cargo de senescal cobró importancia y se volvió hereditario, a condición de constituir un «sustituto» permanente del rey y un virrey inmediato en caso de necesidad, el mando y la utilización de las piedras parecen haber estado principalmente en manos de los senescales, y las tradiciones sobre su naturaleza y uso parecen haberse guardado y transmitido en la casa. Como la senescalía se había vuelto hereditaria, desde 1998 en adelante, la autoridad para usar las piedras o delegar esta autoridad a los herederos, y por tanto pertenecía plenamente a Denethor.

La situación era diferente en Arnor. La posesión legal de las piedras correspondía al rey (que normalmente utilizaba la piedra de Annúminas); pero el reino se dividió y la primacía sobre los demás monarcas fue objeto de disputa. Los reyes de Arthedain, que eran evidentemente los que llevaban la razón, mantuvieron una guardia especial en Amon Sûl, cuya piedra se consideraba la principal de las palantíri del norte, pues era la más grande y la más poderosa y con ella se mantenía la comunicación con Gondor. Después de que Angmar destruyera Amon Sûl en 1409, ambas piedras se emplazaron en Fornost, donde vivía el rey de Arthedain. Éstas se perdieron en el naufragio de Arvedui, y no quedó ningún delegado con autoridad directa o heredada para hacer uso de las piedras. Sólo una quedaba en el norte, la piedra Elendil en Emyn Beraid, pero ésta tenía propiedades especiales y no servía para establecer comunicaciones. El derecho heredado a utilizarla sin duda pertenecía aún al «heredero de Isildur», el capitán reconocido de los dúnedain y descendiente de Arvedui. Pero no se sabe si alguno de ellos, ni siquiera Aragorn, la miró nunca, deseoso de contemplar el oeste perdido. Círdan y los elfos de Lindon custodiaban y mantenían esta piedra.

Sin embargo, es preciso tener en cuenta, en relación con El Señor de los Anillos, que por esa autoridad delegada, aunque hereditaria, cualquier «heredero de Elendil» (es decir, cualquier descendiente reconocido que ocupara un trono o un señorío en los reinos númenóreanos en virtud de su ascendencia) tenía derecho a utilizar cualquiera de las palantíri. Aragorn, pues, reclamó el derecho a tomar posesión de la piedra Orthanc, pues por el momento carecía de dueño o custodio; y también porque era de iure el rey legítimo tanto de Gondor como de Arnor, y podía, si así lo quería, cobrar para sí con justicia todas las concesiones previas.

La «historia de las piedras» está ahora olvidada y sólo puede ser recuperada en parte por conjeturas y por algunas pocas noticias conservadas en los archivos. Eran esferas perfectas que, cuando estaban en reposo, parecían de vidrio o cristal, y de un profundo color negro. Las más pequeñas tenían un pie [30 centímetros] poco más o menos de diámetro, pero algunas, como sin duda las piedras de Osgiliath y Amon Sûl, eran mucho más grandes, y un solo hombre no podía alzarlas. Originalmente se emplazaron en sitios adecuados a su tamaño y sus funciones específicas, sobre bajas mesas redondas de mármol negro en una copa o depresión central, donde en caso de necesidad podía hacérselas girar con la mano. Eran muy pesadas, pero perfectamente pulidas y no se dañaban si por accidente o mala intención caían y rodaban por el suelo. La violencia del hombre no podía dañarlas, aunque algunos creían que un gran calor, como el de Orodruin, podría llegar a romperlas, y pensaban que ése había sido el destino de la piedra Ithil cuando la caída de Barad-dûr.

Aunque sin señal externa alguna, tenían polos permanentes, y estaban originalmente emplazadas de manera tal que se mantenían «erguidas»: los diámetros de polo a polo apuntaban al centro de la Tierra, pero entonces el polo permanente inferior tuvo que haber estado en el fondo. Las caras a lo largo de la circunferencia en esta posición eran las caras receptoras, que recibían visiones de fuera, y las transmitían al ojo de un «custodio» en el extremo lejano. El custodio, por tanto, que quisiera mirar al oeste, tenía que colocarse en el lado este de la piedra, y si deseaba mirar hacia el norte, tenía que trasladarse a la izquierda, hacia el sur. Pero las piedras menores, las de Orthanc, Ithil y Anor, y probablemente Annúminas, tenían también una orientación fija original, de modo que, por ejemplo, la cara oeste sólo miraba al oeste, y girada en cualquier otra dirección no mostraba nada. Si una piedra quedaba desplazada o perturbada, era posible volverla a su posición original por observación, y resultaba entonces conveniente hacerla girar. Pero cuando se la movía o se caía, como sucedió con la piedra Orthanc, no era nada fácil reacomodarla. Así pues, fue «por casualidad»—como los hombres la llaman (según habría dicho Gandalf)—que Peregrin, mientras tocaba la piedra, la puso en tierra más o menos «erguida»; y situado al oeste de ella, colocó la cara que miraba al este en la posición adecuada. Las piedras mayores eran así; si alguien las movía seguían «viendo» en todas las direcciones.

Pero las palantíri sólo eran capaces de «ver»; no transmitían sonido. Sin que una mente directora las gobernara, se descarriaban y sus «visiones» (aparentemente al menos) eran azarosas. Desde un sitio elevado, la cara occidental, por ejemplo, miraría a una gran distancia, la visión se empañaría y se distorsionaría a ambos lados y arriba y abajo, y la escena se iría haciendo menos clara a medida que creciera la distancia. Además, lo que «veían» era gobernado o estorbado por la oscuridad, por la casualidad o por el «amortajamiento» (véase más adelante). La visión de las palantíri no era «cegada » o «impedida» por obstáculos físicos, sino sólo por la oscuridad, de modo que podían ver a través de una montaña como a través de una mancha opaca o una sombra, pero nada veían que no recibiera alguna luz. Podían ver a través de las paredes, pero nada veían dentro de cuartos, cuevas o bóvedas a no ser que hubiera luz en ellos, y no podían de por sí procurar o proyectar luz alguna. Era posible protegerse contra su visión mediante un proceso llamado de «amortajamiento», mediante el cual ciertas cosas o zonas se verían en una piedra sólo como una sombra o una niebla profunda. Cómo era esto posible (para los que tenían conocimiento de las palantíri y la posibilidad de ser vigilados por ellas) es uno de los misterios perdidos de las palantíri.

Un observador podía, mediante un esfuerzo de voluntad, hacer que la visión de la piedra se concentrara en algún punto, próximo o directamente delante. La orientación, por supuesto, no se dividía en «secciones» separadas, sino que era continua de modo que la línea directa de visión de un observador que se encontrara en el sudeste sería el noroeste y así sucesivamente. Las «visiones» descontroladas eran pequeñas, especialmente las de las piedras menores, aunque podían agrandarse si el observador se ponía a cierta distancia de la superficie de la palantír (unos tres pies [90 centímetros] era lo más adecuado). Pero dominadas por la voluntad de un observador experimentado y fuerte, cosas más remotas podían ampliarse, acercarse, por así decir, o volverse más nítidas, mientras el fondo quedaba casi suprimido. Así, un hombre a una distancia considerable podía verse como una figura diminuta de media pulgada, difícil de advertir en medio de un paisaje o de otros hombres; pero la concentración podía ampliar y clarificar la visión hasta que apareciera como una figura nítida, aunque reducida, de un pie [30 centímetros] o más de altura, y era posible que el observador la reconociera. Una gran concentración ampliaría algún detalle que interesara al observador, de modo que podría ver (por ejemplo) si llevaba un anillo en el dedo.

Pero esta «concentración» resultaba muy fatigosa, y podía concluir en un verdadero agotamiento. En consecuencia, sólo se recurría a ella cuando la información era imperiosamente necesaria y la oportunidad (asistida por alguna otra información quizá) hacía posible que el examinador escogiera algún detalle (significativo para él y para sus intereses inmediatos) de entre el tumulto de las visiones de las piedras. Por ejemplo, Denethor, sentado ante la piedra Anor, inquieto por Rohan y pensando en la conveniencia de encender las almenaras y enviar la «Flecha», podría situarse en una línea directa orientada hacia el noroeste a través de Rohan, que pasara cerca de Edoras y por los vados del Isen. En ese momento podría haber movimientos visibles de hombres en esa línea. En tal caso, Denethor podría concentrarse en un grupo (por ejemplo), descubrir que son jinetes y reconocer una figura: la de Gandalf, por ejemplo, que cabalga con refuerzos al abismo de Helm, y de pronto se separa y se dirige a la carrera hacia el norte.

Las palantíri de por sí no podían examinar la mente de los hombres sin intervención de la conciencia o la voluntad de éstos; porque la transferencia del pensamiento dependía de las voluntades de los usuarios en ambos extremos, y el pensamiento (percibido como lenguaje) sólo podía transmitirse si había concordancia entre las piedras.

 


XI.LA TRANSFORMACIÓN DE LOS MITOS

 

HISTORIA DE LA TIERRA MEDIA VII: EL ANILLO DE MORGOTH

NOTAS SOBRE LOS MOTIVOS DE EL SILMARILLION

En verdad Sauron era «más grande» en la Segunda Edad que Morgoth al final de la Primera. ¿Por qué? Porque a pesar de ser por naturaleza mucho más pequeño aún no había caído tan bajo. Con el tiempo él también disipó su poder (o ser) en el intento de obtener el control de otros. Pero no estaba obligado a consumirse tanto a sí mismo. Para obtener el dominio sobre Arda, Morgoth había dejado que la mayor parte de su ser pasara a los constituyentes físicos de la Tierra: de ahí que todas las criaturas que nacían y vivían en la Tierra y de la Tierra, bestias, plantas o espíritus encarnados, eran susceptibles de ser «mancilladas». En la época de la Guerra de las Joyas, Morgoth había pasado a estar permanentemente «encarnado»: por esa razón tenía miedo, e hizo la guerra siempre por medios o artilugios, o por criaturas subordinadas o dominadas.

Sauron, no obstante, heredó la «corrupción» de Arda, y sólo gastó su poder (mucho más limitado) en los Anillos; pues eran las criaturas de la tierra, en mente y voluntad, lo que deseaba dominar. En este sentido Sauron era también más sabio que Melkor-Morgoth. Sauron no empezó la discordia; y probablemente supiera más de la «Música» que Melkor, cuya mente siempre se había concentrado en sus propios planes y recursos, y prestaba poca atención a las otras criaturas. La época de mayor poder de Melkor, por tanto, fue en los seres físicos del mundo; una vasta codicia demiúrgica de poder y de cumplir su propia voluntad y designios, a gran escala. Y después, cuando las cosas se hubieron estabilizado, el interés y las capacidades de Melkor se volcaban más en una erupción volcánica, por ejemplo, que (digamos) en un árbol. De hecho es probable que simplemente no fuera consciente de las obras menores y más delicadas de Yavanna, tales que las flores pequeñas.

Así pues, en tanto que «Morgoth», cuando Melkor se enfrentaba a la existencia de otros habitantes de Arda, con otras voluntades e inteligencias, sentía cólera por el mero hecho de su existencia, y su única manera de relacionarse con ellos era la fuerza física o el temor de ella. Su único y último objetivo era destruirlos. A los elfos, y aún más a los hombres, los desdeñaba a causa de su «debilidad»: es decir, su carencia de fuerza física, o poder sobre la «materia», pero también los temía. Era consciente, al menos al principio, cuando podía pensar racionalmente, de que no podía «aniquilarlos»; es decir, destruir su ser, pero cada vez más consideraba su «vida» física, y su forma encarnada, como lo único que valía la pena tener en cuenta. Ahora bien, avanzó tanto en el Engaño que llegó a engañarse a sí mismo, y se dijo que podía destruirlos y librar por completo de ellos a Arda. De ahí sus intentos constantes por quebrantar voluntades y subordinarlas o absorberlas a su propia voluntad y ser, antes de destruir sus cuerpos. Se trataba de puro nihilismo, y la negación de su único objetivo último: no hay duda de que, de haber obtenido la victoria, Morgoth habría destruido en última instancia a una de sus propias «criaturas», como los orcos, cuando hubieran cumplido el propósito de su utilización: la destrucción de elfos y hombres. La impotencia y la desesperación de Melkor radicaban en esto: en que mientras que los valar (y en su medida los elfos y los hombres) podían seguir amando a «Arda Maculada», es decir, Arda con el componente de Melkor, y podían curar esta o aquella herida, o crear a partir de la misma mácula, de su estado actual, cosas hermosas y maravillosas, Melkor no podía hacer nada con Arda, que no procedía de su propia mente y estaba entretejida con la obra y los pensamientos de otros: aun estando solo no hubiera podido más que continuar rabiando hasta que todo se hubiera igualado en un caos informe. Y aun así habría sido derrotado, pues Arda habría seguido «existiendo», independientemente de su propia mente, como mundo potencial.

Sauron nunca llegó a ese grado de locura nihilista. Él no apuntaba a la existencia del mundo, mientras pudiera hacer cuanto quisiera con él. Todavía conservaba restos de buenas intenciones, procedentes del bien de la naturaleza con la que empezó: su virtud (y por tanto también la causa de su caída, y de su reincidencia) había sido su amor por el orden y la coordinación, y su disgusto por cualquier confusión y fricción excesiva. (Fue la aparente voluntad y capacidad de Melkor de llevar a cabo sus propósitos con rapidez y autoridad lo que primero atrajo a Sauron). De hecho, Sauron había sido muy parecido a Saruman, y por eso lo entendió en seguida y adivinaba lo que probablemente pensaría y haría, aun sin la ayuda de palantíri o de espías; en cambio, Gandalf lo eludía y desconcertaba. Pero como todas las mentes de ese tipo, el amor de Sauron (originalmente) o la mera comprensión (después) de otras inteligencias individuales era más débil en comparación; además, aunque el único verdadero bien, o motivo racional, de todo este ordenamiento, planes y organización era el bien de todos los habitantes de Arda (aun admitiendo el derecho de Sauron a ser su supremo señor), sus «planes», las ideas de su sola mente, se convirtieron en el único deseo de su voluntad, y un fin, el Fin, en sí mismo.

Morgoth no tenía «plan» alguno, a menos que la destrucción y la reducción a la nada de un mundo en el que sólo había tomado parte pueda llamarse «plan». Pero esto no es más que simplificar la situación, por supuesto. Sauron no había servido a Morgoth, aun en sus últimas etapas, sin contaminarse por su deseo de destrucción y de su odio por Dios (que debe concluir en el nihilismo). Sauron no podía, evidentemente, ser un ateo «sincero». A pesar de ser uno de los espíritus menores creados antes del mundo, sabía de Eru de acuerdo con su propia medida. Probablemente se engañara a sí mismo al pensar que los valar (incluyendo a Melkor) habían fracasado y que Eru simplemente había abandonado Eä, o al menos Arda, y no volvería a ocuparse de ella. Parecería que interpretó el «cambio del mundo» en la caída de Númenor, cuando Aman fue eliminada del mundo físico, en este sentido: los valar (y los elfos) habían dejado de estar bajo control real, y los hombres se encontraban bajo la maldición y la ira de Dios. De los istari, especialmente Saruman y Gandalf, pensó que eran emisarios de los valar que intentaban recuperar su poder perdido y «colonizar» la Tierra Media, como un mero esfuerzo de unos imperialistas derrotados (sin conocimiento o aprobación de Eru). Su cinismo, que imaginaba (sinceramente) los motivos de Manwë iguales que los suyos propios, pareció justificado por completo en Saruman. A Gandalf no lo entendía. Pero no hay duda de que para entonces ya se había vuelto malvado y por tanto estúpido, lo bastante como para pensar que su comportamiento diferente se debía a una menor inteligencia y a la falta de un propósito firme e imperioso. Sólo era una especie de Radagast más inteligente; más inteligente por ser más útil (produce más poder) concentrarse en el estudio de la gente que en el de los animales.

Sauron no era un ateo «sincero», pero predicaba el ateísmo porque debilitaba a quienes se le resistían (y porque había dejado de temer la acción de Dios en Arda). Así se vio en el caso de Ar-Pharazôn. Pero ahí se vio también el efecto de Melkor sobre Sauron: hablaba de Melkor en los términos de Melkor mismo, como un dios, o aun como Dios. Es posible que fueran los restos de un estado que en cierto sentido era una sombra del bien: la capacidad que antaño tenía Sauron de al menos admirar o admitir la superioridad de un ser distinto de sí mismo. Melkor, y más tarde Sauron todavía más, aprovecharon esta sombra oscurecida del bien y los servicios de sus «adoradores». Pero cabe la duda de si aun esta sombra del bien todavía actuaba de verdad en Sauron para entonces.

Probablemente sus astutos motivos se expliquen mejor del siguiente modo. Para apartar a alguien que teme a Dios del objeto de su fidelidad lo mejor es proponer otro objeto invisible de adoración y otra esperanza de beneficios; proponer un Señor que aprobará lo que él desea y no lo prohibirá. Sauron, en apariencia un rival derrotado en la lucha por el control del mundo, ahora un simple prisionero, difícilmente puede proponerse a sí mismo; pero en tanto que anterior siervo y discípulo de Melkor, la adoración de Melkor lo elevará de prisionero a sacerdote supremo. Pero aunque el verdadero objetivo total de Sauron era la destrucción de los númenóreanos, esto en particular consistía en una venganza de Ar-Pharazôn, por humillarlo. Sauron (a diferencia de Morgoth) se habría sentido satisfecho con que los númenóreanos existieran como sus propios súbditos, y de hecho utilizó a muchos de ellos, a los que corrompió para que le guardaran fidelidad.

 

(ii)

Nadie, ni aun entre los valar, puede leer la mente de otros «seres iguales»: es decir, no puede «verlas» o comprenderlas por completo y directamente con un simple examen.

Puede deducir muchos de sus pensamientos, a partir de comparaciones generales que llevan a conclusiones acerca de la naturaleza y tendencias de mentes y pensamientos, y a partir del conocimiento particular de individuos, y de circunstancias especiales. Pero no es tanto leer o examinar otra mente como deducir los contenidos de una habitación cerrada, o los acontecimientos que tienen lugar fuera de la vista. Tampoco es lo que se llama «transferencia de pensamientos», un proceso de la lectura de las mentes: no es más que la recepción, y la interpretación por parte de la mente receptora, del impacto de un pensamiento, o modelo de pensamientos, que emana de otra mente, que no es tanto la mente entera o en sí misma como la visión lejana de un hombre corriendo. Las mentes pueden mostrarse o revelarse a otras mentes mediante la actuación de sus voluntades (aunque no es seguro que una mente pueda revelarse por entero a otra mente, aun queriéndolo o deseándolo). Así pues, resulta tentador para mentes de gran poder gobernar u obligar las voluntades de otras mentes más débiles, hasta el punto de inducirlas o forzarlas a revelarse a sí mismas. Sin embargo, forzar semejante revelación, o inducirla mediante mentiras o engaños, aun para supuestos «buenos» propósitos (incluyendo el «bien» de la personal persuadida o dominada), está completamente prohibido. Hacerlo constituye un crimen y la «bondad» de los propósitos de quienes lo cometen se corrompe con rapidez.

Así pues, muchas cosas podían «suceder a espaldas de Manwë»: de hecho la intimidad de todas las otras mentes, grandes y pequeñas, le estaba oculto. Y en cuanto al Enemigo, Melkor, en particular, no podía penetrar desde la distancia en sus pensamientos y propósitos, puesto que Melkor tenía la firme y poderosa voluntad de ocultar su mente, lo que físicamente expresado tomó forma en la oscuridad y las sombras que lo rodeaban. Pero, por supuesto, Manwë podía utilizar y utilizaba sus grandes conocimientos, su vasta experiencia de cosas y personas, sus recuerdos de la «Música» y su gran visión lejana, y las noticias de sus mensajeros.

Manwë, al igual que Melkor, no es visto u oído casi nunca fuera o lejos de sus propias estancias y residencia permanente. ¿Por qué? Por ninguna razón profunda. El Gobierno está siempre en la Casablanca. El rey Arturo está normalmente en Camelot o Carbón, y las noticias y aventuras llegan allí y de allí surgen. Es obvio que el «Rey Mayor» no será derrotado o destruido en última instancia, al menos no antes de algún último «Ragnarök», que aun para nosotros está en el futuro, así que no puede tener verdaderas «aventuras». No obstante, si lo dejas en casa, las consecuencias de cualquier acontecimiento concreto (puesto que no puede acabar con un «jaque mate» final) pueden quedar en un suspense literario. Aun en la guerra final contra Morgoth es Fionwë, hijo de Manwë, quien dirige el poder de los valar. Cuando saquemos a Manwë será la última batalla, y el fin del mundo (o de «Arda Maculada»), como dirían los eldar.

[El hecho de que Morgoth no saliera de «casa» obedece, como se ha dicho antes, a motivos bastantes distintos: temía ser muerto o aun herido (el motivo literario no está presente, pues al oponerse al Rey Mayor, las consecuencias de cualquiera de sus empresas siempre son dudosas).]

 

Melkor se «encarnó» (como Morgoth) permanentemente. Lo hizo para controlar el hröa, la «carne» o materia física, de Arda. Intentó identificarse con ella. Un procedimiento más vasto y peligroso, aunque de tipo similar al de Sauron con los Anillos. Así pues, fuera del Reino Bendecido toda la «materia» tenía muchas posibilidades de contener un «componente de Melkor», y todo aquel que poseía un cuerpo alimentado por el hröa de Arda tenía cierta tendencia, grande o pequeña, hacia Melkor: nadie estaba completamente libre de él en su forma encarnada, y el cuerpo tenía efectos sobre el espíritu.

No obstante, de ese modo Melkor perdió (o cambió, o transmutó) la mayor parte de sus poderes «angélicos» originales, de mente y espíritu, mientras conseguía un dominio terrible sobre el mundo físico. Por esta razón tenía que ser enfrentado principalmente con la fuerza física, y una probable consecuencia de un combate directo contra él era una enorme ruina material, se obtuviera la victoria o no. Esta es la principal explicación de la reticencia constante por parte de los valar a entablar lucha abierta contra Morgoth. La tarea y el problema de Manwë era mucho más difícil que los de Gandalf. El poder de Sauron, relativamente más pequeño, estaba concentrado: el gran poder de Morgoth estaba diseminado. La «Tierra Media» entera era el Anillo de Morgoth, aunque temporalmente concentró su atención sobre todo en el noroeste. Salvo en el caso de un triunfo rápido, la Guerra contra él bien podría llevar toda la Tierra Media al caos, cuando no a Arda entera. Es fácil decir: «la tarea del Rey Mayor era gobernar Arda y hacer que los hijos de Eru pudieran vivir allí sin ser molestados». Pero el dilema de los valar es el siguiente: Arda sólo podía ser liberada mediante una batalla física; no obstante, un probable resultado de esa batalla era la ruina irreparable de Arda. Además, la destrucción definitiva de Sauron (en tanto que poder dirigido al mal) podía llevarse a cabo mediante la destrucción del Anillo. Una tal destrucción de Morgoth era imposible, puesto que requeriría la desintegración completa de la «materia» de Arda. El poder de Sauron no radicaba (por ejemplo) en el oro como tal, sino en una forma particular realizada con una porción particular de todo el oro. El poder de Morgoth estaba diseminado en todo el Oro, y si no era absoluto en ninguna parte (pues él no creó el Oro), tampoco estaba ausente de ningún sitio. (De hecho, el componente de Morgoth constituía un requisito previo para esta «magia» y los otros males que Sauron practicó con él y sobre él).

Es muy posible, por supuesto, que ciertos «elementos» o condiciones de la materia atrajeran especialmente la atención de Melkor (sobre todo, salvo en el pasado remoto, en razón de sus propios planes). Por ejemplo, todo el oro (de la Tierra Media) parece haber tenido cierta tendencia «maligna», pero no así la plata. El agua aparece como algo que está casi libre por completo de Morgoth. (Esto no significa, por supuesto, que un mar, arroyo, río, manantial o incluso cuba de agua en particular no pudiera estar envenenado o profanado por Melkor: cualquier cosa podía estarlo).

 

(iii)

Los valar se «marchitan» y pierden poder exactamente en la misma proporción en que la forma y constitución de las cosas se define y asienta. Cuanto más largo es el Pasado, tanto más definido está el Futuro y menos espacio queda para cambios importantes (acción ilimitada, en un plano físico, que no tiene propósito destructivo). El Pasado, una vez «cumplido», se ha convertido en parte de la «Música en existencia». Sólo Eru puede alterar la «Música». El último gran esfuerzo, de tipo demiúrgico, que realizaron los valar fue el levantamiento de las Pelóri a una gran altura. Es posible considerarla, si no como una mala acción, al menos como una acción equivocada. Ulmo la desaprobaba. Tenía un objetivo bueno y legítimo: la preservación incorrupta de al menos una parte de Arda.

Sin embargo, parecía tener también una razón egoísta o negligente (o desesperada); pues el esfuerzo de evitar allí la corrupción de los elfos era inútil si debían dejarlos libres: muchos se habían negado a acudir al Reino Bendecido y muchos se habían revelado y partido. En cuanto a los hombres, Manwë y todos los valar sabían muy bien que no podían ir a Aman en absoluto; y que la longevidad (paralela a la vida de Arda) de los valar y los eldar estaba expresamente prohibida a los hombres. Así pues, el Ocultamiento de Valinor estuvo cerca de contrarrestar la posesividad de Melkor con una posesividad opuesta, estableciendo un dominio privado de luz y bendición contra uno de oscuridad y tiranía: un palacio y un jardín de placer (bien cercado) contra una fortaleza y una mazmorra.

Esta aparente ociosidad egoísta de los valar en el relato de la mitología es, a mi parecer (aunque no lo he explicado o comentado), sólo «aparente», y algo que tenemos tendencia a aceptar como verdad, puesto que todos estamos afectados en cierto grado por la sombra y las mentiras del Enemigo, el Calumniador. Es necesario recordar que según está representada, la «mitología» ha pasado por dos etapas desde su registro verdadero: su primera base son las tradiciones y el conocimiento de los elfos acerca de los valar y sus tratos con ellos; a su vez, éstos han llegado a nosotros (en fragmentos) sólo a través de restos de leyendas númenóreanas (humanas), procedentes de los eldar, en primera instancia, aunque posteriormente complementadas con historias y cuentos antropocéntricos. De ser ciertas, éstas se han transmitido a través de los «fieles» y sus descendientes en la Tierra Media, pero no han podido escapar por completo del oscurecimiento del marco debido a la hostilidad de los númenóreanos rebeldes hacia los valar.

Aun así, y basándose en las historias tal como se han recibido, es posible enfocar el asunto de otro modo. El cierre de Valinor contra los noldor rebeldes (que la abandonaron voluntariamente y después de haber sido advertidos) fue justo en sí mismo. No obstante, si osamos introducimos en la mente del Rey Mayor, señalando motivos y encontrando faltas, debemos recordar ciertas cosas antes de emitir juicio alguno. Manwë era el espíritu de mayor sabiduría y prudencia de Arda. Aparece como dotado de mayor conocimiento de la Música, en conjunto, que cualquier otra mente finita; sólo él de todas las personas o mentes de esa época tiene el poder de acudir directamente a Eru y comunicarse con él.

Debió de entender a la perfección lo que aun nosotros advertimos tenuemente: que es parte esencial del despliegue de la «historia» de Arda que el mal surja una y otra vez, y que una y otra vez sea causa del bien. Un aspecto especial de esto es el extraño modo en que los males del Corruptor, o sus herederos, se conviertan en armas contra el mal. Si consideramos la situación tras la huida de Morgoth y el restablecimiento de su residencia en la Tierra Media, veremos que los heroicos noldor eran la mejor arma posible para mantener a Morgoth a raya, prácticamente sitiado, y en cualquier caso ocupado por entero en la franja septentrional de la Tierra Media, sin posibilidad de dejarse llevar por un frenesí de destrucción nihilística. Y mientras tanto, los hombres, o los mejores elementos de la humanidad, sacudiéndose la sombra, se pusieron en contacto con un pueblo que realmente había visto y conocido el Reino Bendecido.

En su relación con los eldar en guerra, los hombres se elevaron a su más alta estatura, y mediante dos matrimonios les fue transferida, o infundida, la sangre más noble de los elfos, preparando los días, aún distantes pero inevitables, en que los elfos se «marchitarían».

La última intervención en que los valar utilizaron la fuerza física, que acabó con el quebrantamiento de Thangorodrim, no puede considerarse renuente o retrasada con exceso, sino calculada con precisión. La intervención tuvo lugar antes de la aniquilación de los eldar y los edain. Morgoth, a pesar de triunfar localmente, había descuidado la mayor parte de la Tierra Media durante la guerra; de hecho, por ese motivo había disminuido, en poder y prestigio (había perdido uno de los Silmarils y no fue capaz de recuperarlo), y sobre todo en mente. Se había concentrado en el «dominio», y a pesar de ser un tirano de talla de ogro y poder monstruoso, esto representaba una gran caída respecto a su anterior maldad y odio, y su terrible nihilismo. Había degenerado hasta gozar siendo un rey tiránico que capturaba esclavos y grandes ejércitos obedientes.

La guerra fue un éxito y la ruina se limitó a la pequeña (pero hermosa) región de Beleriand. Así pues, Morgoth fue capturado en forma física, y en esa forma fue llevado como simple criminal a Aman y entregado a Námo Mandos, como juez y ejecutor. Fue juzgado y por último expulsado del Reino Bendecido y ejecutado: es decir, asesinado como uno de los encarnados. Entonces se vio con claridad (aunque Manwë y Námo debieron de entenderlo previamente) que, aunque había «diseminado» su poder (su voluntad maligna, posesiva y rebelde) a lo largo y ancho de la materia de Arda, había dejado de controlarlo, y todo lo que «él», lo que quedaba de su ser integral, conservaba como «sí» y bajo control, era el espíritu terriblemente encogido y reducido que habitaba en el cuerpo que él mismo se había impuesto (pero que ahora amaba). Cuando el cuerpo fue destruido, se quedó débil y «sin hogar», y durante un tiempo vagó perdido y «a la deriva». Leemos que entonces fue arrojado al Vacío. Esto debe de significar que fue expulsado del Tiempo y del Espacio, completamente fuera de Ëa; pero eso implicaría una intervención directa de Eru (debido o no a una súplica de los valar). No obstante, puede expresar equivocadamente la expulsión o huida de su espíritu de Arda.

En cualquier caso, al intentar absorber la «materia», o más bien al infiltrarse en ella, lo que quedó de él había perdido el poder de volver a investirse a sí mismo. (Ahora se había quedado clavado en el deseo de hacerlo: no había «arrepentimiento» o posibilidad de arrepentirse: Melkor había abandonado para siempre toda ambición «espiritual» y sólo existía en tanto que deseo de poseer y de dominar la materia, y a Arda en particular).

No podía volver a investirse, al menos todavía. No hemos de suponer que Manwë se engañó al creer había sido una guerra para acabar con la guerra, o aun para acabar con Melkor. Melkor no era Sauron. Decimos que estaba «debilitado, encogido, reducido», pero en comparación con los otros valar. Había sido una criatura de poder y vida inmensos. En verdad los elfos sostenían y predicaban que los fëar o «espíritus» pueden desarrollar su propia vida (independientemente del cuerpo), al igual que pueden ser heridos y curados, disminuir y recuperarse. Por tanto, cabría esperar que el oscuro espíritu de lo que quedaba de Melkor volviera a crecer con el tiempo, después de muchas edades, incluso (dicen algunos) que recuperara parte de su poder anteriormente disipado. Su relativa grandeza así lo haría posible (aunque no a Sauron). No se arrepintió o se apartó de su obsesión, pero conservó vestigios de sabiduría, de modo que aún podía buscar su objetivo indirectamente, y no sólo a ciegas. Descansaría, intentando curarse, distrayéndose con otros pensamientos y otros ingenios; pero sólo para recuperar la fuerza suficiente y volver a atacar a los valar, y a su antigua obsesión. Según creciera de nuevo se convertiría, como antaño, en una sombra oscura, acechando los confines de Arda y deseándola.

No obstante, el quebrantamiento de Thangorodrim y la expulsión de Melkor significó el final de «Morgoth» como tal, durante esa Edad (y otras muchas después). También significó, en cierto modo, el final de la función y tarea primordial de Manwë como Rey Mayor, hasta el Fin. Había sido el Adversario del Enemigo.

Es lógico suponer que Manwë sabía que antes de que transcurriera un largo intervalo (puesto que veía el «tiempo») empezaría el dominio de los hombres, y ellos serían los encargados de escribir la historia: se habían hecho ciertas disposiciones para que lucharan contra el Mal. Manwë sabía de Sauron, por supuesto. Le había ordenado que se presentara ante él para ser juzgado, pero había dejado espacio para el arrepentimiento y la última rehabilitación. Sauron se había negado y había huido para esconderse. Sin embargo, Sauron era un problema con el que deberían enfrentarse los hombres en última instancia: la primera de las muchas concentraciones del Mal en puntos de poder definidos que tendrían que combatir, pero también el último de los que se presentarían en formas «mitológicas» personalizadas (pero no humanas).

Cabe observar que la primera derrota de Sauron fue llevada a cabo sólo por los númenóreanos (aunque Sauron no fue derrotado personalmente: su «cautiverio» fue voluntario y engañoso). En la primera derrota de Sauron en la Tierra Media, en la que fue despojado de su cuerpo (dejando aparte el asunto de Lúthien).

 

Aquí se interrumpe la larga versión B, en el pie de una página. Doy ahora el final de la versión A desde el punto en que ambos textos divergen, que empieza con la oración a la de «el último gran esfuerzo, de tipo demiúrgico, que realizaron los valar...»

 

El último esfuerzo de este tipo que realizaron los valar fue el levantamiento de las Pelóri. No obstante, no fue una buena acción: era casi enfrentarse a Morgoth a su propio modo, dejando aparte el elemento de egoísmo presente en el deseo de conservar Aman como región bienaventurada para vivir en ella.

Los valar eran como arquitectos que trabajaban con un plan aprobado por el Gobierno. Cuanto más se acercaba la conclusión del proyecto menos importancia tenían (estructuralmente). Ya en la Primera Edad los vemos después de una labor de incontables edades cerca del final de su tiempo de trabajo, pero no de sabiduría o consejo. (Cuanto más sabios eran menos poder tenían para hacer cosas, excepto por consejo).

Del mismo modo, los elfos se marchitaron después de introducir «el arte y la ciencia». Los hombres también se «marchitarán» en el caso de que las cosas prosigan una vez acabada su función. Pero aun los elfos tenían la impresión de que no sería así: de que el final de los hombres estaría ligado de algún modo con el final de la historia, o como ellos la llaman «Arda Maculada» (Arda Sahta), y la consecución de «Arda Curada» (Arda Envinyanta). (Al parecer no tenían claro —¡cómo podrían tenerlo!—si Arda Envinyanta era un estado permanente de consecución, que por tanto sólo puede ser disfrutado desde «fuera del Tiempo», es decir, contemplando la historia como conjunto, o bien un estado de beatitud dentro del tiempo y en un lugar que, en cierto sentido, desciende lineal e históricamente de nuestro mundo o «Arda Maculada». A menudo parecen referirse a ambos. «Arda Inmaculada» no existía realmente, sino en el pensamiento: Arda sin Melkor, o más bien sin los efectos de su transformación al mal; pero es la fuente de la que proceden todas las ideas de orden y perfección. «Arda Curada» es, pues, tanto la conclusión de la «Historia de Arda», en la que aparecen todas las acciones de Melkor, pero siempre de acuerdo con la promesa de la bondad de Ilúvatar, como también un estado de curación y beatitud más allá de los «círculos del mundo».)

El mal se reproduce por escisión. Pero en sí mismo es estéril. Melkor no podía «engendrar» o tener esposa alguna (aunque intentó violar a Arien, fue para destruirla y «mancillarla», no para engendrar fieros vástagos). De las discordancias de la Música —es decir, no de ninguno de los temas, ni el de Eru ni el de Melkor, sino de la discordancia entre ambos—surgieron criaturas malignas en Arda, que no procedían de ningún plan o visión directa de Melkor: no eran «sus hijos»; por tanto, como todo lo maligno siente odio, sentían odio también por él. La reproducción de las criaturas estaba corrompida. ¿De ahí los orcos? Parte de la idea elfo-hombre salió mal. Pero de los orcos, los eldar creían que Morgoth los había «criado» en verdad, capturando hombres y elfos al principio e incrementando hasta su grado máximo todas las tendencias corruptas que tenían.

A pesar de estar incompleto (sea porque se perdió la conclusión de la versión completa del ensayo, sea porque fue abandonado) éste constituye el ensayo más exhaustivo que escribió mi padre acerca de su «interpretación», en los últimos años, de la naturaleza del mal en la mitología; en ningún otro lugar escribió una exposición tal de la naturaleza de Morgoth, de su declive y de la corrupción de Arda, ni trazó los rasgos distintivos de Morgoth y Sauron: «la Tierra Media entera era el Anillo de Morgoth».

Situar con seguridad este ensayo en relación secuencial con los otros escritos «filosóficos» o «teológicos» dados en este libro parece prácticamente imposible, aunque «Fionwë, hijo de Manwë» (en lugar de «Eönwë, heraldo de Manwë») puede indicar que es uno de los primeros. El tono es notablemente similar a las muchas cartas de exposición que mi padre escribió a finales de los años cincuenta, y de hecho que es muy probable que la correspondencia que siguió a la publicación de El Señor de los Anillos tuviera un importante papel en el desarrollo de su examen de las «imágenes y acontecimientos» de la mitología.

 


XII.LOS ÚLTIMOS NOLDOR EN LA TIERRA MEDIA

 

EL SILMARILLION: DE LOS ANILLOS DE PODER Y LA TERCERA EDAD

(…)Pero quienes vieron lo que se hizo en aquel tiempo, hazañas heroicas y asombrosas, han contado en otro sitio la historia de la Guerra del Anillo, y cómo terminó no sólo con una victoria imprevista, sino también con dolor, desde mucho antes presagiado. Dígase aquí que en aquellos días el heredero de Isildur se levantó en el norte, y tomó los fragmentos de la espada de Elendil, y en Imladris volvieron a forjarse; y el heredero fue a la guerra, un gran capitán de hombres. Era Aragorn hijo de Arathorn, el trigesimonoveno heredero en línea directa de Isildur, y sin embargo más semejante a Elendil que ninguno antes de él. Hubo batalla en Rohan, y Curunír el traidor fue derribado, e Isengard quebrantada; y delante de la ciudad de Gondor se libró una gran contienda, y el señor de Morgul, Capitán de Sauron, entró allí en la oscuridad; y el heredero de Isildur condujo al ejército del oeste hasta la Puerta Negra de Mordor.

En esa última batalla estaban Mithrandir, y los hijos de Elrond, y el rey de Rohan, y los señores de Gondor, y el heredero de Isildur con los dúnedain del norte. Allí por fin enfrentaron la muerte y la derrota, y todo valor resultó vano; porque Sauron era demasiado fuerte. No obstante, en esa hora se puso a prueba lo que Mithrandir había dicho, y la ayuda llegó de manos de los débiles cuando los sabios fracasaron. Porque, como se oyó en muchos cantos desde entonces, fueron los periannath, la gente pequeña, los habitantes de las laderas y los prados, quienes trajeron la liberación.

Porque Frodo el mediano, se dice, portó la carga a pedido de Mithrandir, y con un solo sirviente atravesó peligros y oscuridad, y a pesar de Sauron llego por último al monte del Destino; y allí arrojó el Gran Anillo de Poder al fuego en que había sido forjado, y así por fin fue deshecho, y el mal que tenia se consumió.

Entonces cayó Sauron, y fue derrotado por completo, y se desvaneció como una sombra de malicia; las torres de Barad-dûr se derrumbaron en escombros, y al rumor de esta caída muchas tierras temblaron. Así llegó otra vez la paz, y una nueva primavera despertó en el mundo, y el heredero de Isildur fue coronado rey de Gondor y de Arnor, y el poder de los dúnedain fue acrecentado y su gloria renovada. En los patios de Minas Anor el árbol blanco floreció otra vez, pues Mithrandir encontró un vástago en las nieves del Mindolluin, que se alzaba alto y blanco por sobre la ciudad de Gondor, y mientras creció allí los Días Antiguos no fueron del todo olvidados en el corazón de los reyes.

 

Ahora bien, casi todas estas cosas se lograron por el consejo y la vigilancia de Mithrandir, y en los últimos pocos días se reveló como señor de gran veneración, y vestido de blanco cabalgó a la batalla, pero hasta que el momento de partir llegó también para él, nadie supo que durante mucho tiempo había guardado el Anillo rojo del fuego. En un principio ese Anillo había sido confiado a Círdan, señor de los Puertos; pero lo cedió a Mithrandir, porque sabía de dónde venía, y a dónde retornaría.

—Toma ahora este Anillo—le dijo—, porque trabajos y cuidados te pasarán, pero él te apoyará en todo y te defenderá de la fatiga. Porque éste es el Anillo del Fuego, y quizá con el puedas reanimar los corazones, y procurarles el valor de antaño en un mundo que se enfría. En cuanto a mí, mi corazón está con el mar, y viviré junto a las costas grises guardando los Puertos hasta que parta el último barco. Entonces te esperaré.

Blanco era ese barco, y mucho tardaron en construirlo, y mucho esperó el fin del que Círdan había hablado. Pero cuando todas estas cosas fueron hechas, y el heredero de Isildur recibió el señorío de los hombres y el dominio del oeste, fue obvio entonces que el poder de los Tres Anillos también había terminado, y el mundo se volvió viejo y gris para los primeros nacidos. En ese tiempo los últimos noldor se hicieron a la mar desde los Puertos y abandonaron la Tierra Media para siempre. Y últimos de todos, los guardianes de los Tres Anillos partieron también, y el señor Elrond tomó el barco que Círdan había preparado. En el crepúsculo del otoño partió de Mithlond, hasta que los mares del mundo curvo cayeron por debajo de él, y los vientos del cielo redondo no lo perturbaron más, y llevado sobre los altos aires por encima de las nieblas del mundo fue hacia el Antiguo Occidente, y el fin llegó para los eldar de la historia y de los cantos.




[1] En versión original:

Tall ships and tall kings

Three times three,

What brought they from the foundered land

Over the flowing sea?

Seven stars and seven stones

And one white tree.

[2] Más información acerca de las palantíri en: X.LAS PALANTÍRI

[3] En versión original:

Seek for the Sword that was broken:

In Imladris it dwells.

[4] Acerca del reino de Gondor: VI.GONDOR Y LOS HEREDEROS DE ANÁRION

[5] Acerca del rey Eärnur y Mardil: VI.GONDOR Y LOS HEREDEROS DE ANÁRION

[6] Acerca de Cirion, Eorl y la Batalla del Campo de Celebrant: VIII.CIRION Y EORL Y LA AMISTAD DE GONDOR Y ROHAN

[7] En versión original:

Over the land there lies a long shadow,

westward reaching wings of darkness.

The Tower trembles; to the tombs of kings

doom approaches. The Dead awaken;

for the hour is come for the oathbreakers:

at the Stone of Erech they shall stand again

and hear there a horn in the hills ringing.

Whose shall the horn be? Who shall call them

from the grey twilight, the forgotten people?

The heir of him to whom the oath they swore.

From the North shall he come, need shall drive him:

he shall pass the Door to the Paths of the Dead.

[8] Se trata de Edoras.

[9] Acerca de esto: VIII.CIRION Y EORL Y LA AMISTAD DE GONDOR Y ROHAN

[10] En versión original:

From dark Dunharrow in the dim morning

with thane and captain rode Thengel’s son:

to Edoras he came, the ancient halls

of the Mark-wardens mist-enshrouded;

golden timbers were in gloom mantled.

Farewell he bade to his free people,

hearth and high-seat, and the hallowed places,

where long he had feasted ere the light faded.

Forth rode the king, fear behind him,

fate before him. Fealty kept he;

oaths he had taken, all fulfilled them.

Forth rode Théoden. Five nights and days

east and onward rode the Eorlingas

through Folde and Fenmarch and the Firienwood,

six thousand spears to Sunlending,

Mundburg the mighty under Mindolluin,

Sea-kings’ city in the South-kingdom

foe-beleaguered, fire-encircled.

Doom drove them on. Darkness took them,

horse and horseman; hoofbeats afar

sank into silence: so the songs tell us.

[11] Dernhelm en rohírrico significa Yelmo Oculto.

[12] Acerca de Grond, el martillo de Morgoth: XIV.DE LA RUINA DE BELERIAND Y LA CAÍDA DE FINGOLFIN

[13] Acerca de la historia de Beren y Lúthien: XVI.DE BEREN Y LÚTHIEN

[14] Acerca de los drúedain: XIII.LOS DRÚEDAIN

[15] En versión original:

Arise, arise, Riders of Théoden!

Fell deeds awake: fire and slaughter!

spear shall be shaken, shield be splintered,

a sword-day, a red day, ere the sun rises!

Ride now, ride now! Ride to Gondor!

[16] La batalla de los valar se narra en III.DE LA LLEGADA DE LOS ELFOS Y EL CAUTIVERIO DE MELKOR

[17] En versión original:

In western lands beneath the Sun

the flowers may rise in Spring,

the trees may bud, the waters run,

the merry finches sing.

Or there maybe ‘tis cloudless night

and swaying beeches bear

the Elven-stars as jewels white

amid their branching hair.

Though here at journey’s end I lie

in darkness buried deep,

beyond all towers strong and high,

beyond all mountains steep,

above all shadows rides the Sun

and Stars for ever dwell:

I will not say the Day is done,

nor bid the Stars farewell.

[18] En versión original:

Mourn not overmuch! Mighty was the fallen,

 meet was his ending. When his mound is raised,

 women then shall weep. War now calls us!

[19] En versión original:

Faithful servant yet master’s bane,

Lightfoot’s foal, swift Snowmane.

[20] En versión original:

Out of doubt, out of dark to the day’s rising

I came singing in the sun, sword unsheathing.

To hope’s end I rode and to heart’s breaking:

Now for wrath, now for ruin and a red nightfall!

[21] En versión original:

We heard of the horns in the hills ringing,

the swords shining in the South—kingdom.

Steeds went striding to the Stoningland

as wind in the morning. War was kindled.

There Théoden fell, Thengling mighty,

to his golden halls and green pastures

in the Northern fields never returning,

high lord of the host. Harding and Guthláf,

Dúnhere and Déorwine, doughty Grimbold,

Herefara and Herubrand, Horn and Fastred,

fought and fell there in a far country:

in the Mounds of Mundburg under mould they lie

 with their league—fellows, lords of Gondor

Neither Hirluin the Fair to the hills by the sea,

nor Forlong the old to the flowering vales

ever, to Arnach, to his own country

returned in triumph; nor the tall bowmen,

Derufin and Duilin, to their dark waters,

meres of Morthond under mountain—shadows.

Death in the morning and at day’s ending

 lords took and lowly. Long now they sleep

 under grass in Gondor by the Great River.

 Grey now as tears, gleaming silver,

red then it rolled, roaring water:

foam dyed with blood flamed at sunset;

as beacons mountains burned at evening;

red fell the dew in Rammas Echor.

[22] En versión original:

When the black breath blows

and death’s shadow grows

 and all lights pass,

come athelas! come athelas!

Life to the dying

In the king’s hand lying

[23] Acerca de la historia de Amroth y Nimrodel: IV.PARTE DE LA LEYENDA DE AMROTH Y NIMRODEL, BREVEMENTE CONTADA

[24] En versión original:

Silver flow the streams from Celos to Erui

In the green fields of Lebennin!

Tall grows the grass there. In the wind from the Sea

The white lilies sway,

And the golden bells are shaken of mallos and alfirin

In the green fields of Lebennin,

In the wind from the Sea!

[25] Se refiere a la Batalla de los Cinco Ejércitos: XIX.LAS NUBES ESTALLAN

[26] En versión original:

Long live the Halflings! Praise them with great praise!

Cuio i Pheriain anann! Aglar’ni Pheriannath!

Praise them with great praise, Frodo and Samwise!

Daur a Berhael, Conin en Annûn! Eglerio!

Praise them!

Eglerio!

A laita te, laita te! Andave laituvalmet!

Praise them!

Cormacolindor, a laita tárienna

Praise them! The Ring-bearers, praise them with great praise!

[27] En versión original:

To the Sea, to the Sea! The white gulls are crying,

The wind is blowing, and the white foam is flying.

West, west away, the round sun is falling.

Grey ship, grey ship, do you hear them calling,

The voices of my people that have gone before me?

I will leave, I will leave the woods that bore me;

For our days are ending and our years failing.

I will pass the wide waters lonely sailing.

Long are the waves on the Last Shore falling,

Sweet are the voices in the Lost Isle calling,

In Eressëa, in Elvenhome that no man can discover,

Where the leaves fall not: land of my people for ever!

[28]En versión original:

Sing now, ye people of the Tower of Anor,

for the Realm of Sauron is ended for ever,

and the Dark Tower is thrown down.

Sing and rejoice, ye people of the Tower of Guard,

for your watch hath not been in vain,

and the Black Gate is broken,

and your King hath passed through,

and he is victorious.

Sing and be glad, all ye children of the West,

for your King shall come again,

and he shall dwell among you

all the days of your life.

And the Tree that was withered shall be renewed,

and he shall plant it in the high places,

and the City shall be blessed.

Sing all ye people!

 [29] Acerca de Eorl y la Batalla del Campo de Celebrant: VIII.CIRION Y EORL Y LA AMISTAD DE GONDOR Y ROHAN

[30] En versión original:

Out of doubt, out of dark, to the day’s rising

he rode singing in the sun, sword unsheathing.

Hope he rekindled, and in hope ended;

over death, over dread, over doom lifted

out of loss, out of life, unto long glory.

[31] Acerca de los reyes de la casa de Eorl: X.LOS REYES DE LA MARCA HASTA LA GUERRA DEL ANILLO y IX.LOS REYES Y ORDENAMIENTO DE LA MARCA DURANTE Y DESPUÉS DE LA GUERRA DEL ANILLO

[32] En quenya: mano negra-corazón de pedernal.

[33] En versión original:

The Road goes ever on and on

Out from the door where it began.

Now far ahead the Road has gone,

Let others follow it who can!

Let them a journey new begin,

But I at last with weary feet

Will turn towards the lighted inn,

My evening—rest and sleep to meet.

[34] Proviene del órquico sharkû, que significa «hombre viejo».

[35] En versión original:

Still round the corner there may wait

A new road or a secret gate;

And though I oft have passed them by,

A day will come at last when I

Shall take the hidden paths that run

West of the Moon, East of the Sun.

[36] En versión original:

A! Elbereth Gilthoniel!

silivren penna míriel

o menel aglar elenath,

Gilthoniel, A! Elbereth!

We still remember, we who dwell

In this far land beneath the trees

The starlight on the Western Seas.

[37] En versión original:

Day is ended, dim my eyes,

but journey long before me lies.

Farewell, friends! I hear the call.

The ship's beside the stony wall.

Foam is white and waves are grey;

beyond the sunset leads my way.

Foam is salt, the wind is free;

I hear the rising of the Sea.

 

Farewell, friends! The sails are set,

the wind is east, the moorings fret.

Shadows long before me lie,

beneath the ever-bending sky.

But islands lie behind the Sun

that I shall raise ere all is done;

Lands there are to west of West,

where night is quiet and sleep is rest.

 

Guided by the Lonely Star,

beyond the utmost harbour-bar.

I'll find the heavens fair and free,

and beaches of the Starlit Sea.

Ship, my ship! I seek the West,

and fields and mountains ever blest.

Farewell to Middle-earth at last.

I see the Star above my mast!

[38] Acerca de la muerte de Isildur: II.EL DESASTRE DE LOS CAMPOS GLADIOS

[39] Las fechas corresponden al cómputo de Gondor (Tercera Edad). Las que aparecen son las del nacimiento y muerte.

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