LEGENDARIUM VI: La Tercera Edad (Primera Parte)
ESTE FRAGMENTO ABARCA:
I.DEL INICIO DE LA TERCERA EDAD
II.EL DESASTRE DE LOS CAMPOS GLADIOS
III.EL TRANSCURSO DE LA TERCERA EDAD
IV.PARTE DE LA LEYENDA DE AMROTH Y NIMRODEL, BREVEMENTE CONTADA
V.ERIADOR, ARNOR Y LOS HEREDEROS DE ISILDUR
VI.GONDOR Y LOS HEREDEROS DE ANÁRION
VII.LOS SENESCALES DE GONDOR HASTA CIRION
VIII.CIRION Y EORL Y LA AMISTAD DE GONDOR Y ROHAN
IX.LA CASA DE EORL
X.LOS REYES DE LA MARCA HASTA LA GUERRA DEL ANILLO
XI.LOS SENESCALES DE GONDOR DESPUÉS DE CIRION
XII.DEL RETORNO DE SAURON Y LA LLEGADA DE LOS ISTARI
XIII.DE GANDALF, SARUMAN Y LA COMARCA
XIV.EL PUEBLO DE DURIN
XV.LA MISIÓN DE EREBOR
XVI.EL REINO DE THRANDUIL EN LA TERCERA EDAD
XVII.EL HOBBIT
I.UNA FIESTA INESPERADA
II.LA DISCUSIÓN DE GANDALF Y THORIN
III.CARNERO ASADO
IV.UN BREVE DESCANSO
V.SOBRE LA COLINA Y BAJO LA COLINA
VI.ACERTIJOS EN LAS TINIEBLAS
VII.DE LA SARTÉN AL FUEGO
VIII.EXTRAÑOS APOSENTOS
IX.MOSCAS Y ARAÑAS
X.BARRILES DE CONTRABANDO
XI.UNA CÁLIDA BIENVENIDA
XII.EL CONCILIO BLANCO ATACA DOL GULDUR
XIII.EN EL UMBRAL
XIV.INFORMACIÓN SECRETA
XV.NADIE EN CASA
XVI. FUEGO Y AGUA
XVII.EL ENCUENTRO DE LAS NUBES
XVIII.UN LADRÓN EN LA NOCHE
XIX.LAS NUBES ESTALLAN
XX. EL VIAJE DE VUELTA
XXI.LA ÚLTIMA JORNADA
Descarga las Lecturas Completas de Tolkien en PDF en: Lecturas Completas de la Tierra Media de J.R.R.Tolkien (lecturascompletastolkien.blogspot.com)
I.DEL
INICIO DE LA TERCERA EDAD
EL SILMARILLION: DE LOS ANILLOS DE PODER Y LA TERCERA EDAD
(…)Así
empezó la Tercera Edad del mundo, después de los Días Antiguos y los Años
Oscuros; y había todavía esperanza en aquel tiempo y el recuerdo de la alegría,
y el árbol blanco de los eldar floreció muchos años en los patios de los reyes
de los hombres, porque el vástago que había salvado, Isildur lo plantó en la ciudadela
de Anor en memoria de su hermano antes de abandonar Gondor. Los servidores de
Sauron fueron derrotados y dispersados, pero no del todo destruidos; y aunque
muchos hombres se apartaron del mal y se convirtieron en súbditos de los
herederos de Elendil, muchos más recordaban a Sauron en sus corazones y odiaban
los reinos del occidente. La Torre Oscura fue derrumbada, pero sus cimientos
perduraron, y no se olvidó. Los númenóreanos montaron guardia por cierto, junto
a la tierra de Mordor, pero nadie se atrevió a morar allí por causa del terror
del recuerdo de Sauron y de la montaña de fuego que se levantaba cerca de Barad-dûr;
y las cenizas cubrían el valle de Gorgoroth. Muchos de los elfos y muchos de
los númenóreanos y de los hombres que eran aliados habían perecido en la
Batalla y en el Sitio; y Elendil el Alto y Gil-galad el rey supremo ya no
existían. Nunca otra vez se reunió un ejército semejante, ni hubo alianza
semejante entre elfos y hombres; porque después de los días de Elendil ambos
linajes se separaron.
Nadie
supo más del Anillo Regente en esa época ni siquiera los sabios; no obstante no
fue deshecho. Porque Isildur no lo cedió a Elrond ni a Círdan que estaban junto
a él. Le aconsejaron arrojarlo al fuego de Orodruin en las cercanías, donde
había sido forjado, para que pereciera y el poder de Sauron quedara disminuido
por siempre, y no fuera sino una sombra de malicia en el desierto. Pero Isildur
rechazó este consejo diciendo: —Esto lo conservaré como indemnización por la
muerte de mi padre y por la de mi hermano. ¿No fui yo el que asestó al Enemigo
el golpe de muerte?—Y contemplando el Anillo que tenía en la mano le pareció
sumamente hermoso, y no toleró que se lo destruyera. Por tanto, con él volvió
primero a Minas Anor, y allí plantó el árbol blanco en memoria de su hermano
Anárion. Pero no tardó en partir, y después de haberle dado consejo a Meneldil,
el hijo de su hermano, y encomendarle el reino del sur, se llevó el Anillo para
que fuera heredad de su casa, y se marchó de Gondor hacia el norte por el
camino por donde Elendil había venido; y abandonó el reino del sur, porque se
proponía hacerse cargo del reino de su padre en Eriador, lejos de la sombra de
la Tierra Negra.
El árbol blanco en Minas Anor por Ted Nasmith
II.EL DESASTRE DE LOS CAMPOS
GLADIOS
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
Después
de la caída de Sauron, Isildur, hijo y heredero de Elendil, volvió a Gondor.
Allí recibió la Elendilmir como rey de Arnor, y proclamó su señorío soberano
sobre todos los dúnedain del norte y del sur; porque era hombre de gran orgullo
y vigor. Permaneció un año en Gondor restaurando el orden y definiendo los
límites de la región; pero la mayor parte del ejército de Arnor regresó a
Eriador por el camino númenóreano que va de los vados del Isen a Fornost.
Cuando
por fin se sintió en libertad de retornar a su propio reino, tuvo prisa y
deseaba ir primero a Imladris; porque allí había dejado a su esposa y a su hijo
menor, y tenía además la urgente necesidad de escuchar el consejo de Elrond.
Por tanto, decidió dirigirse hacia el norte por los valles del Anduin a Cirith
Forn en Andrath, el elevado paso del norte que conducía a Imladris. Conocía
bien esa tierra por haber viajado allí a menudo antes de la Guerra de la
Alianza, y había ido a la guerra por ese camino con hombres del Arnor oriental
en compañía de Elrond.
Era
un largo viaje, pero el único otro camino, hacia el oeste y luego hacia el
norte hasta el cruce de caminos de Arnor y luego hacia el este a Imladris, era
mucho más largo todavía.
Trescientas
leguas [1450
kilómetros] y aún
más [es decir, la ruta que Isildur se proponía emprender] y, en su mayor
parte, desprovista de caminos; en esos días los únicos caminos númenóreanos
existentes eran el gran camino que unía a Gondor y Arnor a través de
Calenardhon. Luego hacia el norte por sobre el Gwathló en Tharbad y por último
a Fornost; y el Camino Este-Oeste desde los Puertos Grises a Imladris.
Estos
caminos se cruzaban en un punto [Bree] al
oeste de Amon Sûl, de acuerdo con el sistema de medición númenóreano de las
rutas, trescientas noventa y dos leguas [1892 kilómetros] desde Osgiliath, y luego hacia el este a
Imladris, ciento dieciséis [560 kilómetros]: quinientas ocho leguas [2838 kilómetros] en total. Tan rápido, quizá, para hombres
montados, pero Isildur no tenía caballos adecuados; más seguro, quizá, en los
días antiguos, pero Sauron había sido vencido y el pueblo de los Valles había
sido aliado de Isildur en la victoria. Los númenóreanos en su propia tierra
tenían caballos a los que estimaban [véase
«Una descripción de la isla de Númenor»]. Pero no los utilizaban en la guerra;
porque todas sus guerras se libraban en ultramar. También eran de gran estatura
y tenían mucha fuerza, y sus soldados plenamente equipados estaban
acostumbrados a llevar pesadas armaduras y armas. En sus colonias en las costas
de la Tierra Media adquirieron y criaron caballos, pero sólo los utilizaban
para cabalgar y por deporte o deleite. En las guerras sólo los utilizaban los
correos y los cuerpos de arqueros con armas ligeras (a menudo no pertenecientes
a la raza númenóreana). En la Guerra de la Alianza los caballos que utilizaron
sufrieron graves pérdidas y pocos eran los disponibles en Osgiliath. No tenía
miedo, excepto de los azares del clima y la fatiga, problemas ineludibles para
los hombres a quienes la necesidad empuja a viajar lejos en la Tierra Media.
Necesitaban algún equipaje y provisiones en el descampado; porque no esperaban
encontrar moradas de elfos ni de hombres hasta llegar al reino de Thranduil,
casi al término del viaje. En la marcha cada soldado llevaba provisiones para
dos días (además del «bolsillo con lo imprescindible» que se menciona en
«El desastre de los Campos Gladios»); lo demás y el equipaje restante se
transportaba a lomos de pequeños caballos robustos, de una especie que, según
se dice, vivía salvaje y libre en las vastas llanuras al sur y al este del bosque
Verde. Habían sido domesticados; pero aunque transportaban cargas pesadas (a
paso lento), no toleraban que hombre alguno los montara. De éstos tenían sólo
diez.
Así
fue, como se cuenta en las leyendas de días posteriores, que menguaba ya el
segundo año de la Tercera Edad, cuando Isildur se puso en camino desde
Osgiliath a principios de Ivanneth, con la esperanza de llegar a Imladris en
cuarenta días, a mediados de Narbeleth, antes de que el invierno se acercara al
norte.
El 5
de Yavannië de acuerdo con el «cómputo de los reyes» númenóreano, mantenido
todavía con poco cambio en el calendario de La Comarca. Yavannië (Ivanneth)
corresponde pues a Halimath, nuestro setiembre; y Narbeleth a nuestro octubre.
Cuarenta días (hasta el 15 de Narbeleth)
bastaban si todo iba bien. El viaje requeriría cuando menos trescientas ocho
leguas [1487
kilómetros] de
marcha; pero los soldados de los dúnedain, hombres altos de gran fuerza y
resistencia, estaban acostumbrados a avanzar plenamente armados ocho leguas [39 kilómetros] por día «con facilidad»: cuando lo
hacían en ocho tandas de una legua, con breves descansos al cabo de cada legua [5 kilómetros] (lár,
sindarin daur, significaba originalmente detención o pausa) y una hora
alrededor del mediodía. Esto constituía una «marcha» de unas diez horas
y media, en la que andaban ocho horas. Podían mantener este ritmo por largos
periodos con las provisiones adecuadas. Cuando llevaban prisa podían avanzar
mucho más rápido, unas doce leguas [58 kilómetros] por
día (o en casos de mucha necesidad, todavía más), pero por períodos más cortos.
En el día del desastre, en la latitud de Imladris (a la que se aproximaban)
había cuando menos once horas de luz diurna en el campo abierto; pero en pleno
invierno, menos de ocho. Sin embargo, en el norte no se emprendían largos
viajes entre los comienzos de Hithui (Hísimë, noviembre) y fines de Ninui
(Nénimë, febrero) en tiempos de paz.
Junto
al portal oriental del puente, una brillante mañana, Meneldil lo despidió. —Ve
ahora de prisa, y que el sol de tu partida no deje de iluminarte el camino.
Meneldil
era sobrino de Isildur, hijo de su hermano menor Anárion, muerto en el sitio de
Barad-dûr. Isildur había establecido a Meneldil como rey de Gondor. Era hombre
cortés, pero de gran previsión, y no revelaba sus pensamientos. En verdad lo
complacía la partida de Isildur y sus hijos, y esperaba que sus asuntos en el
norte los mantuvieran mucho tiempo ocupados. [Nota del autor]. Se dice en
anales inéditos sobre los herederos de Elendil que Meneldil era el cuarto hijo
de Anárion, que había nacido en el año 3318 de la Segunda Edad y que fue el
último hombre que nació en Númenor.
Con
Isildur iban sus tres hijos: Elendur, Aratan y Ciryon, y una guardia de
doscientos caballeros y soldados, hombres decididos de Arnor y endurecidos en
la guerra. Los tres habían luchado en la Guerra de la Alianza, pero Aratan y
Ciryon no habían estado en la invasión de Mordor y el sitio de Barad-dûr,
porque Isildur los había mandado a proteger su fortaleza de Minas Ithil, por
temor de que Sauron escapara de Gil-galad y Elendil e intentara abrirse camino
por Cirith Dúar (más tarde llamada Cirith Ungol) y se vengara de los dúnedain
antes de ser vencido. Elendur, heredero de Isildur y muy querido de él, había
acompañado a su padre durante toda la guerra (salvo en el último desafío a
Orodruin) y gozaba de la plena confianza de Isildur. De este viaje nada se
cuenta hasta que hubieron pasado la Dagorlad y marcharan luego hacia el norte
hacia las vastas tierras vacías al sur del Gran Bosque
Verde. El vigésimo día, al
divisar a lo lejos el bosque que corona los terrenos elevados y el distante
resplandor rojo y dorado de Ivanneth, el cielo se cubrió de pronto y un viento
oscuro sopló desde el mar de Rhûn cargado de lluvia. Llovió cuatro días, de
modo que cuando llegaron a la entrada de los Valles, entre Lórien y Amon Lanc, Isildur se alejó del Anduin, crecido y de aguas rápidas, y
ascendió las empinadas cuestas del lado oriental hacia los senderos de los elfos
silvanos que pasaban cerca de las lindes del bosque.
Así
fue que, avanzada la tarde de la trigésima jornada, pasaban por las fronteras
septentrionales de los Campos Gladios, marchando por un sendero que conducía al
reino de Thranduil, tal como era entonces. El hermoso día ya menguaba; por
sobre las montañas distantes se agrupaban unas nubes, enrojecidas por un sol
nublado que descendía hacia ellas; una sombra gris ya cubría las profundidades
del valle. Los dúnedain iban cantando porque la marcha del día estaba
concluyendo, y tres cuartas partes del largo camino hacia Imladris quedaban
detrás. A la derecha el bosque se alzaba sobre ellos en lo alto de unas cuestas
empinadas que llegaban al sendero; más allá, el descenso al fondo del valle era
menos empinado.
Los
Campos Gladios (Loeg Ningloron).
En
los Días Antiguos, cuando los elfos silvanos se asentaron allí por primera vez,
era un lago formado en una profunda depresión en la que el Anduin vertía sus
aguas desde el norte, tras un largo descenso de unas setenta millas [113 kilómetros]
que constituía la parte más veloz de su curso, y se mezclaba allí con el
torrente del río Gladio (Sir Ninglor), que se precipitaba desde las montañas.
El lago había sido más ancho al oeste del Anduin, porque el lado oriental del
valle era más empinado; pero hacia el este probablemente llegaba hasta el pie
de las largas cuestas que descendían desde el bosque (entonces todavía
arbolado); sus bordes cubiertos de juncos mostraban un declive más suave, por
debajo del sendero que Isildur seguía. El lago se había convertido en un gran
marjal por el que el río erraba en medio de múltiples islillas y macizos de
juncos y pléyades de lirios amarillos que alcanzaban mayor altura que un hombre
y daban su nombre a toda la región y al río que bajaba de la montaña, en torno
a cuyo curso inferior crecían con suma densidad. Pero el marjal había
retrocedido hacia el este, y al pie de las cuestas inferiores había extensiones
planas cubiertas de hierbas sobre las que era posible andar.
Mucho
antes de la Guerra de la Alianza, Oropher, rey de los elfos silvanos al este
del Anduin, alarmado por los rumores del creciente poder de Sauron, abandonó
sus antiguas moradas en torno a la Amon Lanc, más allá del río de sus parientes
de Lórien. Tres veces se había trasladado hacia el norte, y a fines de la
Segunda Edad vivió en los valles occidentales de las Emyn Duir, y su numeroso
pueblo vivió en los bosques y los valles y anduvo errante por aquellas tierras
en dirección oeste hasta el Anduin, al norte del antiguo Camino de los Enanos (Men-i-Naugrim).
Se había unido a la Alianza, pero fue muerto en el ataque contra las Puertas de
Mordor. Thranduil, su hijo, había vuelto con el resto del ejército de elfos
silvanos el año anterior al de la marcha de Isildur.
Las
Emyn Duir (montañas Oscuras) eran un grupo de altas colinas en el nordeste del bosque,
y se llamaban así porque sus laderas estaban cubiertas de densos pinos, pero no
tenían todavía mala reputación. En días posteriores, cuando la sombra de Sauron
se extendió por el Gran Bosque Verde y su nombre cambió de Eryn Galen a Taur-nu-Fuin
(que se traduce como bosque Negro), las Emyn Duir fueron frecuentadas por sus
más malignas criaturas, y pasaron a llamarse Emyn-un-Fuin, las montañas del bosque
Negro.
De
pronto, cuando el sol se sumergió en las nubes, oyeron los espantosos gritos de
los orcos, y los vieron salir del bosque y descender por la cuesta lanzando
gritos de guerra. En la penumbra reinante, sólo era posible sospechar cuántos
eran, pero superaban en número a los dúnedain, hasta diez veces, y quizá más.
Isildur ordenó que se levantara un thangail, un muro de defensa de dos
filas unidas que podían retroceder en ambos extremos si eran flanqueadas, y si
era necesario, convertirse en un anillo cerrado. Si el terreno hubiera sido
plano o la cuesta hubiera favorecido a Isildur, habría formado a los suyos en
un dírnaith, «punta de lanza humana», atacando a los orcos con la
esperanza de que la gran fuerza de los dúnedain les abriera un camino entre
ellos y los pusiera en fuga; pero eso no era entonces posible. Un sombrío
presagio le ganó el corazón.
—La
venganza de Sauron sigue todavía viva, aunque quizá Sauron mismo esté muerto—le
dijo a Elendur, que estaba junto a él—. ¡Aquí hay astucia y propósito! No
tenemos esperanza de ayuda: Moria y Lórien han quedado muy atrás, y Thranduil
está a cuatro días de marcha.
—Y
llevamos carga de un valor inestimable—dijo entonces Elendur; porque contaba
con la confianza de su padre.
Los orcos
estaban acercándose. Isildur se volvió hacia su escudero: —Othar—dijo—, pongo
esto ahora a tu cuidado. —Y le entregó una gran vaina y los fragmentos de
Narsil, la espada de Elendil. —Evita que te la quiten por cualquier medio de
que dispongas, y a toda costa; aún a costa de ser tenido por un cobarde que me ha
abandonado. ¡Llévate a tu compañero contigo y huye! ¡Ve! ¡Te lo ordeno! —Entonces
Othar se arrodilló y le besó la mano y los dos jóvenes huyeron por el oscuro
valle.
Othar
es el único nombre utilizado en las leyendas; pero fue probablemente el
título con el que se le dirigió Isildur en este trágico momento, ocultando sus
sentimientos bajo la formalidad. Othar, «guerrero, soldado», era
el título de todos los que, aunque estuvieran plenamente preparados y
experimentados, no habían sido todavía admitidos al rango de roquen, «caballero».
Pero Othar era querido de Isildur y de su propio linaje.
Aunque
la huida no pasó inadvertida a la aguda vista de los orcos, éstos no le
hicieron caso. Se detuvieron brevemente para preparar el ataque. Primero dispararon
una lluvia de flechas, y luego, repentinamente, con gran estruendo de voces,
hicieron lo que Isildur habría hecho, y lanzaron la gran masa de sus
principales guerreros cuesta abajo con la esperanza de quebrantar la línea de
defensa de los dúnedain. Pero éstos se mantuvieron firmes. Las flechas de nada
habían servido contra las armaduras númenóreanas. Los grandes hombres sobrepasaban
a los más altos orcos, y sus espadas y sus lanzas tenían mayor alcance que las
armas de sus enemigos. Los atacantes vacilaron, cediendo su ímpetu, y
retrocedieron dejando a los defensores apenas dañados e incólumes tras tendales
de orcos caídos.
Le
pareció a Isildur que el enemigo se retiraba hacia el bosque. Miró atrás. El
borde rojo del sol refulgía desde las nubes al hundirse tras las montañas;
pronto caería la noche. Dio orden de reanudar la marcha de inmediato, pero
torciendo el curso hacia el terreno más bajo y llano, donde la ventaja de los orcos
sería menor. Habían atravesado la profunda depresión de los Campos Gladios, más
allá de la cual el terreno del lado oriental del Anduin (que fluía por un lecho
profundo) era más firme y seco, pues el carácter de la tierra cambiaba.
Empezaba a ascender hacia el norte hasta que, al acercarse al Camino del Bosque
y el país de Thranduil, alcanzaba casi el nivel de las orillas del bosque
Verde. Isildur lo sabía perfectamente. Quizá creyera que después del costoso
rechazo sufrido no reincidirían, aunque sus exploradores podrían seguirlos en
la noche y vigilar el campamento. Ésa era la costumbre de los orcos, que solían
desanimarse cuando la presa era capaz de volverse y morder.
Pero
estaba equivocado. No había sólo astucia en el ataque, sino ferocidad y odio
implacable. Los orcos de las montañas eran tropas disciplinadas, comandadas por
feroces sirvientes de Barad-dûr, enviados mucho antes para vigilar los caminos,
y aunque no lo sabían, el Anillo, que había sido cortado de su mano negra hacía
ya dos años, estaba aún cargado con la mala voluntad de Sauron y clamaba por la
ayuda de todos sus servidores. Los dúnedain habían andado apenas una milla
cuando los orcos se pusieron otra vez en movimiento. Esta vez no atacaron, pero
utilizaron todas sus fuerzas. Descendieron formando un amplio frente curvado en
cuarto creciente y pronto constituyeron un anillo ininterrumpido en torno a los
dúnedain. Estaban silenciosos y se mantenían a distancia, fuera del alcance de
los temibles arcos de acero de Númenor, aunque la luz disminuía de prisa, y en
esta necesidad eran insuficientes los arqueros de que disponía Isildur. No más
de veinte, se dice; pues no se había previsto semejante necesidad. Se detuvo.
No
puede haber duda de que Sauron, enterado de la Alianza, había enviado las
tropas de orcos del Ojo Rojo de que pudo disponer, para que hicieran lo que
estuviere de su parte con el fin de estorbar cualesquiera fuerzas que
intentaran acortar el camino cruzando las montañas. En tales circunstancias las
principales fuerzas de Gil-galad, junto con Isildur y parte de los hombres de
Arnor, habían cruzado los Pasos de Imladris y Caradhras, y los orcos se
sintieron en inferioridad de condiciones y se ocultaron. Pero permanecieron en
estado de alerta y vigilantes, decididos a atacar a cualesquiera compañías de elfos
o de hombres cuyo número superaran. A Thranduil lo dejaron pasar, pues aún sus
fuerzas disminuidas eran excesivas para ellos; pero esperaron su oportunidad,
la mayor parte escondidos en el bosque, mientras que otros acechaban a lo largo
de las orillas del río. Era improbable que hubieran tenido noticias de la
derrota de Sauron, porque había sido estrictamente sitiado en Mordor y todas
sus fuerzas habían sido destruidas. Y si unos pocos habían escapado, habían
huido hacia el este con los espectros del Anillo. Este pequeño destacamento en
el norte, sin importancia alguna, había quedado olvidado. Probablemente creían
que Sauron había resultado victorioso y que el ejército de Thranduil, maltrecho
por la guerra, se retiraba para ocultarse de prisa en el bosque. Así, sin duda,
estarían envalentonados y ansiosos por ganarse las alabanzas de su amo, aunque
no hubieran estado en la principal batalla. Pero no habrían sido alabanzas lo
que hubieran ganado, si alguno hubiera vivido lo bastante para ver su resurrección.
Ninguna tortura habría satisfecho su enojo con estos necios chapuceros que
habían dejado escapar la presa mayor de la Tierra Media; aun cuando no pudieran
saber nada del Anillo Único que, salvo el mismo Sauron, nadie conocía, con
excepción de los nueve espectros del Anillo, sus esclavos. No obstante, muchos
pensaron que la ferocidad y la decisión con que atacaron a Isildur eran en
parte debidas al Anillo. Hacía poco más de dos años que faltaba de su mano y, aunque
se enfriaba rápidamente, todavía pesaba en él su voluntad maligna y por todo
medio intentaba volver a manos de su señor (como lo hizo en efecto cuando se
recuperó y fue nuevamente guardado). De este modo, aunque los orcos no lo
entendían, se cree que los colmaba el deseo de destruir a los dúnedain y de
capturar a su jefe. No obstante, se comprobó en ese caso que la Guerra del
Anillo se perdió en el Desastre de los Campos Gladios.
Hubo
una pausa, aunque los dúnedain de vista más aguda decían que los orcos
avanzaban furtivamente paso a paso. Elendur fue al encuentro de su padre, que
estaba sombrío y solo, como sumido en sus pensamientos. —Atarinya—dijo—,
¿qué es del poder que podría acobardar a estas inmundas criaturas y ponerlas a
tu mando? ¿Acaso no sirve de nada?
—De
nada, ¡ay!, senya. No puedo utilizarlo. Temo el dolor de su contacto. Y
no he encontrado aún la fuerza de doblegarlo a mi voluntad. Necesita de otro
que posea más grandeza de la que ahora soy consciente de tener. Mi orgullo está
por tierra. Debería recurrir a los Guardianes de los Tres.
En
ese momento hubo un clamoroso resonar de cuernos y los orcos avanzaron por
todas partes lanzándose sobre los dúnedain con ferocidad implacable. La noche
había llegado y se desvanecía la esperanza. Los hombres caían abatidos; los orcos
de mayor talla saltaban juntos, en parejas, y vivos o muertos, derribaban a un dúnedain,
de modo que otras fuertes garras pudieran arrastrarlo y darle muerte. Los orcos
quizá pagaran cinco por uno en este intercambio, pero no era caro el precio.
Ciryon fue muerto de este modo y Aratan mortalmente herido cuando intentó
rescatarlo.
Elendur,
todavía indemne, fue en busca de Isildur, que estaba animando a sus hombres en
el flanco oriental, donde era más pesado el ataque, porque los orcos todavía
temían la Elendilmir que llevaba en la frente y lo evitaban. Elendur le tocó el
hombro, e Isildur se volvió furioso creyendo que un orco se le había deslizado
por detrás.
—Mi rey—dijo
Elendur—, Ciryon ha muerto y Aratan agoniza. Tu último consejero debe
aconsejarte, más todavía, mandarte, como tú mandaste a Othar, y decirte: ¡Vete!
Coge tu carga y a toda costa llévala a los Guardianes: ¡aún a costa de
abandonarme junto con tus hombres!
—Hijo
del rey—dijo Isildur—, sabía que tenía que hacerlo; pero le tenía miedo al
dolor. Tampoco podía irme sin tu permiso. Perdóname y perdona mi orgullo, que
te ha arrastrado a esta suerte.
Elendur
lo besó. —¡Vete! ¡Vete ahora!—dijo.
Isildur
se volvió hacia el oeste, y cogiendo el Anillo que prendido de una fina cadena,
le colgaba del cuello metido en una pequeña bolsa, se lo puso en el dedo con un
grito de dolor, y nunca los ojos de nadie volvieron a verlo en la Tierra Media.
Pero la Elendilmir del Oeste no podía apagarse y de pronto refulgió roja e
iracunda como una estrella ardiente. Los hombres y los orcos se hicieron a un
lado temerosos; e Isildur, cubriéndose la cabeza con una capucha, se desvaneció
en la noche.
De
lo que después les ocurrió a los dúnedain, sólo esto se sabe: que al poco
tiempo yacían todos muertos, salvo uno, un joven escudero aturdido y sepultado
bajo los cadáveres. Así murió Elendur, que estaba destinado a ser rey, y en su
fuerza y su sabiduría, en su majestad sin orgullo, uno de los más grandes, el
mejor de la simiente de Elendil, el más semejante a su antecesor, como
pronosticaban todos los que lo conocían.
De
Isildur se cuenta que el dolor y la angustia de su corazón eran grandes, pero
al principio corrió como un gamo perseguido por perros, hasta que llegó al
fondo del valle. Allí se detuvo para asegurarse de que no lo perseguían; porque
los orcos podían seguir el rastro de un fugitivo en la oscuridad por el olor.
Luego prosiguió más precavido, porque vastas extensiones se abrían por delante
en la penumbra, ásperas y sin senderos, llenas de trampas para los pies
errantes.
Así
fue que llegó por fin a las orillas del Anduin en lo más profundo de la noche,
y estaba cansado; porque había hecho un viaje que los dúnedain en semejante
terreno no habrían podido hacer más rápidamente, sin detenerse y a la luz del día.
Siete leguas [34
kilómetros] o
más desde el lugar de la batalla. La noche había caído cuando huyó; llegó al
Anduin a medianoche, más o menos. El río estaba remolineando oscuro y veloz
ante él. Se quedó allí un rato desesperado y solo. Luego, de prisa, se despojó
de la armadura y las armas, salvo una corta espada que llevaba sujeta al cinturón,
y se sumergió en el agua. Era de la especie llamada eket, un puñal corto
de hoja ancha, en punta y de doble filo, de un pie a un pie y medio de largo.
Era
hombre vigoroso, de una resistencia que pocos dúnedain de su edad podían
igualar, pero tenía escasas esperanzas de alcanzar la otra orilla. Antes de
haber avanzado mucho, se vio forzado a volverse casi hacia el norte en contra
de la corriente; y por más que luchaba era de continuo barrido hacia las
grandes algas de los Campos Gladios. Estaban más cerca de lo que él había pensado,
y cuando por fin sintió que la corriente disminuía, y cuando había casi logrado
cruzar, se encontró luchando con altos juncos y algas adherentes.
Isildur pierde el Anillo Único por Anke Katrin
Eißmann
Allí
advirtió de pronto que había perdido el Anillo. Por azar, o por un azar bien
utilizado, se le había desprendido de la mano en un sitio donde jamás podría
encontrarlo. En un principio el sentimiento de la pérdida fue tan abrumador,
que dejó de luchar y pensó en dejarse hundir y ahogarse. Pero este estado de
ánimo se disipó tan de prisa como se le había presentado. Ya no sentía dolor.
Se le había quitado un gran peso de encima. Sus pies encontraron el lecho del
río, y saliendo del barro, avanzó forcejeando por entre los juncos hasta llegar
a una islita cenagosa cerca de la orilla occidental. Allí emergió del agua: era
sólo un hombre mortal, una criatura insignificante perdida y abandonada en el
descampado de la Tierra Media. Pero para los ojos nocturnales de los orcos que
allí atisbaban vigilantes, se destacaba como una monstruosa sombra de espanto
con ojos penetrantes como estrellas. Dispararon sobre ella sus flechas
envenenadas y huyeron. Innecesariamente, porque Isildur, inerme, cayó sin un
grito con la garganta y el corazón atravesados, de espaldas al agua. Ni rastros
de su cuerpo encontraron nunca los elfos ni los hombres. Así murió la primera
víctima de la malicia del Anillo sin amo: Isildur, segundo rey de todos los dúnedain,
señor de Arnor y Gondor, y el último en esa Edad del mundo.
LAS FUENTES DE LA LEYENDA DE LA
MUERTE DE ISILDUR
Hubo
testigos oculares del acontecimiento. Othar y su compañero huyeron llevando
consigo los fragmentos de Narsil. La historia menciona a un joven que
sobrevivió a la matanza: era el escudero de Elendur, llamado Estelmo, y fue uno
de los últimos en caer, pero estaba aturdido por un golpe, no muerto, y fue
encontrado vivo bajo el cuerpo de Elendur. Escuchó las palabras cambiadas por
Isildur y Elendur al despedirse. Hubo quienes acudieron al rescate sobre la
escena demasiado tarde, pero a tiempo para ahuyentar a los orcos e impedir la
mutilación de los cuerpos: porque hubo ciertos hombres del bosque que llevaron
la noticia a Thranduil por mensajeros, y también ellos reunieron una fuerza
para tender una emboscada a los orcos, pero éstos la olfatearon y se
dispersaron, porque, aunque victoriosos, sus pérdidas habían sido muy grandes,
y casi todos los orcos corpulentos habían caído; no intentaron otro ataque
semejante hasta después de transcurridos muchos años.
La
historia de las últimas horas de Isildur y de su muerte procede de una
conjetura, pero está bien fundada. La leyenda en su forma cabal no se compuso
hasta el reinado de Elessar en la Cuarta Edad, cuando se descubrieron otros
datos. Hasta entonces se había sabido, primero, que Isildur tenía el Anillo y
había huido hacia el río; segundo, que su cota de malla, su yelmo, su escudo y
su gran espada (pero nada más) se habían encontrado en la orilla no muy lejos
de los Campos Gladios; tercero, que los orcos habían dejado en la orilla
occidental una guardia de arqueros para impedir que nadie escapara de la batalla
y huyera al río (porque se encontraron huellas de sus campamentos, uno cerca de
los bordes de los Campos Gladios); y, cuarto, que Isildur y el Anillo, juntos o
separadamente, debieron de haberse perdido en el río, porque si Isildur hubiera
alcanzado la orilla occidental portando el Anillo, habría esquivado la guardia,
y un hombre tan intrépido y resistente no habría dejado de ir entonces a Lórien
o Moria antes de sucumbir. Porque aunque era un largo viaje, cada uno de los dúnedain
llevaba en un bolsillo sellado que le colgaba del cinturón un pequeño frasco de
cordial y unas hostias de pan de caminantes que lo habrían sostenido con vida
durante muchos días. No eran en verdad el miruvor o el lembas de
los eldar, aunque algo semejante, pues la medicina y las otras artes de Númenor
continuaban floreciendo y no se habían olvidado. Entre las cosas que había
dejado Isildur no había cinturones ni bolsos.
Mucho
después, cuando la Tercera Edad del mundo élfico quedó atrás y la Guerra del
Anillo se aproximaba, se le reveló al Concilio de Elrond que se había
encontrado el Anillo, hundido cerca del borde de los Campos Gladios y junto a
la orilla occidental; aunque no se descubrió nunca rastro alguno del cuerpo de
Isildur. Tenían también conocimiento de que Saruman había llevado a cabo en
secreto una búsqueda en la misma región; pero, aunque no había encontrado el
Anillo (que ya mucho antes había sido retirado de allí), no sabían si había
descubierto alguna otra cosa.
III.EL TRANSCURSO DE LA TERCERA EDAD
EL SILMARILLION: DE LOS ANILLOS DE PODER Y LA TERCERA EDAD[1]
(...)De
este modo llegó Narsil a manos de Valandil, heredero de Isildur; en Imladris;
pero la hoja estaba quebrada y su brillo se habla extinguido, y no se la volvió
a forjar. Y el señor Elrond anunció que no se lo haría en tanto no se
reencontrara el Anillo Regente y Sauron volviera; pero la esperanza de elfos y hombres
era que estas cosas no ocurrieran nunca.
Valandil
habitó en Annúminas, pero su pueblo había disminuido, y de los númenóreanos y
de los hombres quedaban muy pocos como para poblar la tierra o mantener todos
los lugares que Elendil había edificado; muchos habían caído en Dagorlad, y en
Mordor, y en los Campos Gladios. Y sucedió al cabo de los días de Eärendur, el
séptimo rey que siguió a Valandil, que los hombres del occidente, los dúnedain
del norte, se dividieron en mezquinos reinos y señoríos, y sus enemigos los
devoraron uno por uno. Siguieron menguando con los años, hasta que pasó su
gloria dejando tan sólo montículos verdes en la hierba. Por fin nada quedó de
ellos salvo un pueblo extraño que erraba secretamente por tierras deshabitadas,
y los demás hombres nada sabían de donde moraban ni del propósito de esas idas
y venidas, y salvo en Imladris, en la casa de Elrond, el linaje quedó olvidado.
Pero los herederos de Isildur, durante muchas vidas de hombres, siguieron
atesorando los fragmentos de la espada; y la línea de padre a hijo nunca se
quebró.
En
el sur, Gondor perduró, y durante un tiempo creció en esplendor, hasta que la
riqueza y majestad del reino hizo recordar a Númenor antes de la caída. Altas
torres levantó el pueblo de Gondor, y fortalezas, y puertos de muchos barcos; y
la corona alada de los reyes de los hombres fue reverenciada por gentes de
muchas tierras, y de muchas lenguas. Porque durante largos años creció el árbol
blanco ante la casa del rey en Minas Anor, descendiente de aquel árbol que
Isildur rescatara de las profundidades del mar, de Númenor; y la simiente
anterior provenía de Avallónë, y la más anterior de Valinor, en el Día que
precedió a los días, cuando el mundo era joven.
Sin
embargo, al final, con el desgaste de los rápidos años de la Tierra Media,
Gondor decayó, y el linaje de Meneldil hijo de Anárion se interrumpió. Porque
la sangre de los númenóreanos se mezcló demasiado con la de otros hombres, y
perdieron poder y sabiduría, y tuvieron una vida más breve, y no vigilaron a
Mordor como antes. Y en los días de Telemnar, el vigesimotercero del linaje de
Meneldil, una peste llegó desde el oriente en vientos oscuros, y atacó al rey y
a sus hijos, y perecieron muchos del pueblo de Gondor. Entonces los fuertes de
las fronteras de Mordor quedaron abandonados, y Minas Ithil se vació de gente;
y el mal penetró otra vez en secreto en la Tierra Negra, y las cenizas de
Gorgoroth se movieron como si soplara un viento frío, pues allí se agolpaban
unas formas oscuras. Se dice que éstas eran en verdad los ulairi, que Sauron
llamaba los nazgûl, los nueve espectros del Anillo que durante mucho
tiempo habían permanecido ocultos, pero que retornaban ahora para preparar el
camino del Amo, que había empezado a crecer otra vez.
Y en
días de Eärnil asestaron el primer golpe, y vinieron durante la noche de Mordor
por los pasos de las montañas de la Sombra, y moraron en Minas Ithil; y lo
convirtieron en un lugar tan espantoso, que nadie se atrevía a mirarlo. En
adelante se llamó Minas Morgul, la Torre de la Hechicería; y Minas
Morgul estaba siempre en guerra con Minas Anor, en el oeste. Entonces Osgiliath,
que con la decadencia de su gente hacía ya mucho que estaba desierta, se
convirtió en lugar de ruinas y fantasmas. Pero Minas Anor resistió, y recibió
un nuevo nombre Minas Tirith, la Torre de la Guardia; porque allí los
reyes hicieron construir en la ciudadela una torre blanca muy alta y muy
hermosa, cuya mirada abarcaba muchas tierras. Era orgullosa aún y fuerte esa
ciudad, y en ella el árbol blanco floreció todavía un tiempo ante la casa de
los reyes; y allí el resto de los númenóreanos aún defendía el pasaje del río
contra los terrores de Minas Morgul, y contra todos los Enemigos del Oeste, orcos
y monstruos, y hombres malvados; y de ese modo las tierras a espaldas de ellos,
al oeste del Anduin, quedaron protegidas de la guerra y la destrucción.
Al
cabo de los días de Eärnur hijo de Eärnil, y último rey de Gondor, Minas Tirith
aún se mantenía en pie. Eärnur fue quien cabalgó solo hasta las puertas de
Minas Morgul para contestar al desafío del señor de Morgul; y se enfrentó con él
en singular combate, pero fue traicionado por los nazgûl y llevado vivo a la
ciudad del tormento, y ningún hombre lo vio otra vez. Ahora bien, Eärnur no
dejó heredero, pero cuando la línea de los reyes se extinguió, los mayordomos
de la casa de Mardil el Fiel gobernaron la ciudad y el reino, cada vez más menguado,
y los rohirrim, los jinetes del norte llegaron y moraron en la verde tierra de Rohan
que se llamó antes Calenardhon y fue parte del reino de Gondor, y los rohirrim ayudaron
a los señores de la ciudad en la guerra. Y al norte, más allá de los Saltos del
Rauros y las Puertas de Argonath, había todavía otras defensas, poderes más antiguos
de los que poco sabían los hombres, y que las criaturas malignas no se atrevían
a molestar, mientras el Señor Oscuro, Sauron, no volviera, madurado el momento.
Y hasta que ese momento no llegó, los nazgûl nunca cruzaron otra vez el río en
los días de Eärnil, ni salieron de la ciudad como hombres visibles.
Minas Tirith por John Howe
Durante
todos los días de la Tercera Edad, después de la caída de Gil-galad, el señor
Elrond vivió en Imladris, y reunió allí a muchos elfos, y otras criaturas
sabias y poderosas entre todos los linajes de la Tierra Media, y preservó al
cabo de muchas vidas de hombres el recuerdo de todo lo que había sido hermoso;
y la casa de Elrond fue refugio para fatigados y oprimidos, y tesoro de
preciosos consejos y sabiduría. En esa casa se albergaron los herederos de
Isildur, en la infancia y la vejez, pues estaban emparentados por la sangre con
el mismo Elrond, y también porque él sabía que a uno de su linaje le estaba
asignado una parte principal en los últimos hechos de esa Edad. Y en tanto ese
momento no llegara, los fragmentos de la espada de Elendil se encomendaron al
cuidado de Elrond, cuando en días oscuros los dúnedain se convirtieron en un
pueblo errante.
En
Eriador, Imladris era la más importante morada de los altos elfos; pero en los Puertos
Grises de Lindon moraba también un resto del pueblo de Gil-galad el rey de los elfos.
A veces erraban por tierras de Eriador, pero la mayoría vivía cerca de las
costas del mar, y construían y cuidaban las naves élficas en que los primeros
nacidos se hacían a la mar rumbo al más extremo Occidente, fatigados del mundo.
Círdan el carpintero de barcos era el señor de los Puertos y muy poderoso entre
los sabios.
De
los Tres Anillos que los elfos habían preservado sin mancha, nada se decía por cierto
entre los sabios, y aún pocos de los eldar conocían el sitio en que se
guardaban ocultos. No obstante, después de la caída de Sauron, el poder de los
Tres Anillos continuaba obrando, y donde ellos estaban, estaba también la
alegría, y los dolores del tiempo no mancillaban ninguna cosa. Así ocurrió que
antes de que la Tercera Edad concluyera, los elfos advirtieron que el Anillo de
Zafiro estaba con Elrond, en el hermoso valle de Rivendel, pues sobre su casa las
estrellas del cielo eran más brillantes; mientras que el Anillo de Diamante
estaba en la tierra de Lórien, donde vivía la dama Galadriel. Aunque reina de
los elfos del bosque, y esposa de Celeborn de Doriath, Galadriel pertenecía a
los noldor, y recordaba al Día anterior a los días en Valinor, y era la más
poderosa y la más bella de los elfos que habían quedado en la Tierra Media.
Pero el Anillo Rojo permaneció oculto hasta el final, y nadie, salvo Elrond y Galadriel
y Círdan, sabía a quién había sido encomendado.
Fue
así que en dos dominios la beatitud y la belleza de los elfos permanecieron intactas
mientras duró esa Edad: en Imladris y en Lothlórien, la tierra escondida entre
el Celebrant y el Anduin, donde los árboles daban flores de oro, y adonde no se
atrevían a entrar los orcos y las criaturas malignas. No obstante, muchas voces
de entre los elfos predecían que si Sauron volviera, o bien encontraría el
Anillo Regente perdido, o bien sus enemigos lo descubrirían y lo destruirían;
pero en ambos casos terminaría el poder de los Tres, y todas las cosas mantenidas
por él tendrían que marchitarse: de ese modo llegaría el crepúsculo de los elfos
y empezaría el dominio de los hombres.
(...)Esos
fueron los Años de la Declinación, y el invierno del último florecimiento de
los elfos al este del mar. En ese tiempo los noldor andaban todavía en las tierras
de Aquende, los más aguerridos y hermosos de entre los hijos del mundo, y los
oídos mortales todavía escuchaban lo que decían. Muchas cosas bellas y maravillosas
había aún en la tierra en aquel tiempo, y también muchas cosas malignas y horribles:
orcos, y trasgos, y dragones, y bestias salvajes, y extrañas criaturas de los
bosques, viejas y sabias, cuyos nombres se han olvidado; los enanos trabajaban
aún en las montañas, y labraban con paciente artesanía obras de metal y de
piedra que hoy nadie puede igualar. (…)
IV.PARTE DE LA LEYENDA DE AMROTH Y NIMRODEL, BREVEMENTE CONTADA
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
Amroth
fue rey de Lórien después de que su padre, Amdír, fuera muerto en la Batalla de
Dagorlad [en el año 3434 de la Segunda Edad]. La tierra de Lórien tuvo
paz largos años después de la derrota de Sauron. Aunque de ascendencia
sindarin, Amroth vivió según la costumbre de los elfos silvanos y se albergó en
los altos árboles de un gran montículo verde que desde entonces se llamó Cerin
Amroth. Esto hizo a causa del amor que sentía por Nimrodel. La había amado
durante muchos años, y no había tomado esposa, pues ella no quería casarse con
él. Lo amaba en verdad, pues era hermoso aún entre los elfos, y valiente y
sabio; pero ella era de los elfos silvanos, y lamentaba la llegada de los elfos
del Oeste, que (como ella decía) habían traído consigo la guerra y habían
destruido la paz de antaño. Sólo quería hablar la lengua silvana, aun cuando ya
no se la usaba en Lórien; y vivía sola junto a las cascadas del río Nimrodel,
al que dio su nombre. Pero cuando el terror llegó de Moria, y los enanos fueron
expulsados y reemplazados luego por los orcos, huyó angustiada y sola hacia el
sur por tierras solitarias [en el año 1981 de la Tercera Edad]. Amroth
la siguió y la encontró por fin en los lindes del Fangorn, que en aquellos días
llegaban cerca de Lórien. No se atrevía a internarse en el bosque porque,
decía, los árboles la amenazaban, y algunos se movían para interceptarle el
camino.
Allí
sostuvieron Amroth y Nimrodel una larga conversación, y por fin se
comprometieron. —Seré fiel a mi promesa—dijo ella—y nos casaremos cuando me
lleves a una tierra de paz.
Amroth
le juró que por ella abandonaría a su pueblo, aún en aquella hora de necesidad,
y que juntos buscarían una tierra semejante. —Pero no la hay ahora en la Tierra
Media—dijo él—y no la habrá ya nunca para el pueblo de los elfos. Hemos de
intentar abrir un camino por el Gran Mar hacia el antiguo Oeste. —Entonces le
habló del puerto en el sur, adonde muchos de los suyos habían ido hacía ya
tiempo. —Son ahora pocos, pues la mayoría se ha hecho a la mar hacia el Oeste;
pero el resto todavía construye barcos y ayudan a cruzar la mar a cualquiera
que acuda a ellos cansado de la Tierra Media. Se dice que la gracia que nos
otorgaron los valar autorizándonos a cruzar el mar, se otorga también ahora a
todos los que emprendan el Gran Viaje, aún a aquellos que no habían llegado en
edades pasadas a las costas, y que todavía no habían visto la Tierra Bendecida.
No
hay aquí lugar para contar el viaje que emprendieron a la tierra de Gondor.
Reinaba entonces Eärnil II, el penúltimo de los reyes del reino del sur, y eran
tiempos perturbados. [Eärnil II reinó en
Gondor desde 1945 a 2043]. Se cuenta en otro sitio [pero no en ninguno
de los escritos existentes] cómo llegaron a separarse y cómo Amroth, después
de buscarla en vano, fue al puerto élfico y comprobó que sólo unos pocos se
demoraban allí todavía. Eran menos que los que podían llenar un barco; y sólo
tenían un navío en condiciones de hacerse a la mar. Estaban preparándose para
partir en él y abandonar la Tierra Media. Dieron la bienvenida a Amroth,
contentos porque reforzaba la pequeña compañía; pero no estaban dispuestos a
aguardar a Nimrodel, de cuya llegada ya no tenían esperanzas. —Si viniera por
las tierras habitadas de Gondor—dijeron—no sería molestada, y quizá podría
recibir ayuda; porque los hombres de Gondor son buenos y están gobernados por
los descendientes de los amigos de los elfos de antaño, que en cierto modo aún
saben hablar nuestra lengua; pero en las montañas hay muchos hombres hostiles y
muchas criaturas malignas.
El
año se desvanecía en el otoño y antes de no mucho se esperaban vientos
contrarios y peligrosos aún para los barcos élficos mientras estuvieran cerca
de la Tierra Media. Pero tan grande era el dolor de Amroth, que no obstante
retrasaron la partida muchas semanas; y vivían en el barco, porque las casas de
las costas estaban despojadas y vacías. Entonces en el otoño hubo una gran
tormenta, una de las más feroces en los anales de Gondor. Venía de los fríos yermos
del norte y bajó por Eriador hasta las tierras de Gondor, rugiendo y haciendo
grandes estragos; las montañas Blancas no alcanzaron a protegerlos, y muchos de
los navíos de los hombres fueron barridos hacia la bahía de Belfalas, y allí se
perdieron. La ligera barca élfica rompió sus amarras, y fue arrastrada por
aguas frenéticas hacia las costas de Umbar. Ya nada más se supo de ella en la
Tierra Media; pero las naves élficas construidas para este viaje no
naufragaban, y sin duda la barca abandonó los círculos del mundo y llegó por
fin a Eressëa. Pero no llevó allí a Amroth. La tormenta se desataba sobre las
costas de Gondor en el momento en que el alba asomaba entre las nubes oscuras;
pero cuando Amroth despertó, la barca ya estaba lejos de tierra. Gritando a
grandes voces ¡Nimrodel!, se
arrojó al mar y nadó hacia la costa visible apenas en el horizonte. Los
marineros, con su vista élfica, pudieron verlo durante mucho tiempo luchando
con las olas, hasta que el sol naciente resplandeció entre las nubes, y le
encendió a lo lejos los brillantes cabellos, como una chispa de oro. Ni ojos de
elfos ni de hombres volvieron a verlo ya en la Tierra Media. De lo que le
acaeció a Nimrodel, nada se dice aquí, aunque hubo muchas leyendas acerca de su
destino.
La narración que sigue se compuso en realidad
como continuación de una discusión etimológica a propósito de los nombres de
ciertos ríos de la Tierra Media, en este caso, el Gilrain, río de Lebennin en
Gondor, que desembocaba en la bahía de Belfalas al oeste de Ethir Anduin; y
otra faceta de la leyenda de Nimroth surge de la discusión del elemento rain,
derivado probable de la raíz ran: «errar, extraviarse, seguir un curso
incierto» (como en Mithrandir, y en el nombre Rána de la Luna).
Esto no parecería adecuarse a todos los ríos de
Gondor; pero los nombres de los ríos a menudo sólo se aplican a parte del
curso, al curso entero, a las ramificaciones de la desembocadura o a algún otro
accidente que llamara la atención de los exploradores que les dieron nombre. En
este caso, sin embargo, los fragmentos de la leyenda de Amroth y Nimrodel nos
dan una explicación. El Gilrain se precipitaba rápidamente desde las montañas,
como los otros ríos de esa región; pero al llegar a las últimas estribaciones
de Ered Nimrais, que lo separaban del Celos, fluía por una vasta depresión poco
profunda. Por ella se perdía un trecho en los meandros y formaba una pequeña
laguna en el extremo sur antes de abrirse paso a través de una loma y
precipitarse de nuevo rápidamente hasta unirse al Serni. Se dice que cuando
Nimrodel huyó de Lórien en busca del mar, se perdió en las montañas Blancas
hasta que al fin (no se dice por qué camino o pasaje) llegó a una corriente que
le recordó el río de Lórien. Se le aligeró el corazón, y se sentó junto a una
laguna contemplando las estrellas reflejadas en las aguas oscuras, y escuchando
las cascadas por las que el río continuaba hacia el mar. Allí cayó en un sueño
profundo, pues estaba muy fatigada, y tanto durmió, que no llegó a Belfalas
hasta después de que el barco de Amroth hubiera sido arrastrado mar adentro, y
Amroth se perdió tratando de volver a nado a Belfalas. La leyenda se conocía
muy bien en la Dor-en-Ernil (la Tierra del Príncipe), y el nombre Gilrain[2] sin duda se daba en
recuerdo a ella, o se daba en una forma élfica que a su vez provenía de otro
nombre con el mismo significado.
El ensayo continúa con una breve explicación
sobre las relaciones entre Amroth, como rey de Lórien, y el gobierno de
Celeborn y Galadriel:
El
pueblo de Lórien era aún entonces [esto es, en el tiempo en que Amroth se
perdió] como lo había sido a fines de la Tercera Edad: de origen silvano,
pero regido por príncipes de ascendencia sindarin (como lo era el reino de
Thranduil en las partes septentrionales del bosque Negro; aunque no se sabe
ahora si Thranduil y Amroth eran parientes). No obstante, estaban muy mezclados
con los noldor (de lengua sindarin) que habían cruzado Moria después de que
Sauron destruyera Eregion en el año 1697 de la Segunda Edad. En ese tiempo
Elrond marchó hacia el oeste [sic;
quizá quiera decir simplemente que no cruzó las montañas Nubladas] y fundó
la ciudadela de Imladris; pero Celeborn fue al principio a Lórien y los
fortificó para impedir que Sauron volviera a intentar el cruce del Anduin. Sin
embargo, cuando Sauron se retiró a Mordor y (se dice) no pensó en otra cosa que
en la conquista del este, Celeborn se unió a Galadriel en Lindon.
Lórien
tuvo largos años de paz y oscuridad bajo el gobierno de su propio rey Amdír,
hasta la caída
de Númenor y el brusco retorno de Sauron a la Tierra Media. Amdír respondió a
la llamada de Gil-galad y se unió a la Última Alianza con la fuerza más grande
que pudo reunir, pero fue herido de muerte en la Batalla de Dagorlad, y con él
sucumbió la mayor parte de quienes lo habían seguido. Amroth, su hijo, fue
entonces el rey.
Este relato, por supuesto, difiere bastante de
lo que se cuenta en «De Galadriel y Celeborn». Amroth ya no es hijo de
Galadriel y Celeborn, sino de Amdír, príncipe sindarin.
La narración de Amroth continúa:
Pero
durante la Tercera Edad, los presagios abrumaron a Galadriel, y viajó con
Celeborn a Lórien, y se quedó allí largo tiempo con Amroth, dedicada sobre todo
a enterarse de todas las nuevas y rumores acerca de la sombra que crecía en el bosque
Negro, y la oscura fortaleza de Dol Guldur. Pero el pueblo estaba contento con
Amroth; era valiente y sabio, y en el pequeño reino había todavía prosperidad y
belleza. Por tanto, después de muchas jornadas de búsqueda en Rhovanion, desde
Gondor y las fronteras de Mordor hasta Thranduil en el norte, Celeborn y
Galadriel cruzaron las montañas para llegar a Imladris, y allí vivieron por
muchos años; porque Elrond era pariente de ellos, pues a principios de la
Tercera Edad [en el año 109, de acuerdo con la Cuenta de los Años] se
había casado con Celebrían.
Después
del desastre de Moria [en el año 1980] y
las penurias de Lórien, que había quedado sin gobernante (pues Amroth se había
ahogado en el mar en la bahía de Belfalas sin dejar heredero), Celeborn y
Galadriel volvieron a Lórien y el pueblo los recibió de buen grado. Allí
vivieron mientras duró la Tercera Edad, pero no tomaron el título de rey o de reina;
porque decían que eran sólo los guardianes del pequeño reino, tan hermoso, la
última avanzada de los elfos en las tierras del este.
En otro sitio hay una nueva referencia a los
movimientos de Celeborn y Galadriel durante esos años:
Celeborn
y Galadriel volvieron dos veces a Lórien antes de la Última Alianza y el fin de
la Segunda Edad; y en la Tercera Edad, cuando la sombra de Sauron volvió a
levantarse, vivieron allí otra vez largo tiempo. En su sabiduría, Galadriel vio
que Lórien sería una fortaleza y un punto de apoyo para impedir que la Sombra
cruzara el Anduin en la guerra inevitable que sobrevendría, antes de que la
derrotaran otra vez (si eso fuera posible); pero que para eso se necesitaba un
gobierno de mayor fuerza y sabiduría que el del pueblo silvano. No obstante,
sólo después del desastre de Moria (cuando por medios que Galadriel no había
podido prever, las tropas de Sauron cruzaron al fin el Anduin y Lórien estuvo
en gran peligro: perdido el rey, desbandado el pueblo, el país en peligro de
caer en manos de los orcos), Galadriel y Celeborn se instalaron al fin en
Lórien y tomaron el gobierno. Pero no se dieron el título de rey o de reina, y
fueron los guardianes que mantuvieron a salvo el país mientras duró la Guerra
del Anillo.
Acerca
del puerto al que se dirigieron Amroth y Nimrodel:
Este
poblado, de acuerdo con las tradiciones de Dol Amroth, había sido fundado por
los navegantes sindar que habían venido de los puertos occidentales de
Beleriand, y que huyeron en tres pequeñas embarcaciones, cuando el poder de
Morgoth abrumó a los eldar y los atani; pero la población creció luego con la
presencia de elfos silvanos que se aventuraban en busca del mar, bajando por el
Anduin.(…)
(...)Como
lo muestra la mención que Legolas hace de Nimrodel (La Comunidad del Anillo),
había un antiguo puerto élfico cerca de Dol Amroth, y una pequeña colonia de elfos
silvanos, originarios de Lórien. Según la leyenda uno de los primeros
antepasados del príncipe se había casado con una doncella elfo: en algunas
versiones se dice (con harta improbabilidad) que era en verdad la misma
Nimrodel. En otros cuentos, con mayor verosimilitud, la joven habría sido una
de las compañeras de Nimrodel, perdida en el alto valle de una montaña.
Apéndice
a una genealogía inédita de la línea de Dol Amroth de Angelimar, el vigésimo
príncipe, padre de Adrahil, padre de Imrahil, príncipe de Dol Amroth en los
tiempos de la Guerra del Anillo:
De
acuerdo con la tradición de esta casa, Angelimar fue el vigésimo príncipe de
Galador, en descendencia ininterrumpida, primer señor de Dol Amroth (c. Tercera
Edad 2004—2129). Según las mismas tradiciones, Galador era hijo de Imrazôr el númenóreano,
que vivió en Belfalas, y de la dama-elfo Mithrellas. Ella era una de las
compañeras de Nimrodel, entre los muchos elfos que huyeron a la costa alrededor
del año 1980 de la Tercera Edad, cuando el mal asomó en Moria; y Nimrodel y sus
doncellas se internaron en las colinas boscosas y se extraviaron. Pero en este
cuento se dice que Imrazôr albergó a Mithrellas y la tomó por esposa. Pero
cuando le hubo dado un hijo, Galador, y una hija, Gilmith, huyó a escondidas
una noche, y él no volvió a verla. Pero, aunque Mithrellas pertenecía a la raza
silvana menor (y no a la de los altos elfos o los elfos grises), se sostuvo siempre
que la casa y la parentela de los señores de Dol Amroth eran de sangre noble, y
que todos ellos tenían rostros hermosos y gran entendimiento.
El
señor de Dol Amroth tenía este título [príncipe]. Elendil lo concedió a sus
antecesores, de los que era pariente. Eran una familia perteneciente a los fieles
que había partido de Númenor antes de la Caída, y se había instalado en la
tierra de Belfalas, entre las desembocaduras del Ringló y el Gilrain, con una
fortaleza en el alto promontorio de Dol Amroth (al que se le dio el nombre del
último rey de Lórien). [Nota del autor]. En otro lugar («La historia de
Galadriel y Celeborn») se dice que, de acuerdo con la tradición de su casa, el
primer señor de Dol Amroth fue Galador (c. Tercera Edad 2004—2129), hijo de
Imrazôr el númenóreano, que vivía en Belfalas, y la mujer elfo Mithrellas, una
de las compañeras de Nimrodel. La nota que acabamos de mencionar parece sugerir
que esta familia de los fieles se asentó en Belfalas, estableciendo una
fortaleza en Dol Amroth, antes de la caída de Númenor; y, si esto es así, ambas
cosas sólo pueden reconciliarse suponiendo que la línea de los príncipes y la
ubicación de su morada se remontaban más de dos mil años antes de los días de
Galador, y que Galador se llamó primer señor de Dol Amroth porque sólo en sus
días (después de morir ahogado Amroth en el año 1981) recibió Dol Amroth ese
nombre. Otra dificultad es la presencia de un tal Adrahil de Dol Amroth
(evidentemente un antecesor de Adrahil, el padre de Imrahil, señor de Dol
Amroth en tiempos de la Guerra del Anillo) como comandante de las fuerzas de
Gondor en la batalla librada contra los aurigas en el año 1944 (véase «Cirion y
Eorl y la amistad de Gondor y Roban»); pero es posible suponer que en este
tiempo este primer Adrahil no se llamara «de Dol Amroth». Aunque no sean
imposibles, estas explicaciones para salvaguardar la coherencia me parecen menos
probables que la de que se trate de dos «tradiciones» distintas e
independientes sobre el origen de los señores de Dol Amroth.
V.ERIADOR,
ARNOR Y LOS HEREDEROS DE ISILDUR
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
Eriador fue el antiguo nombre de todas las tierras comprendidas entre las montañas
Nubladas y las montañas Azules; al sur limitaba con el Fontegrís y el Glanduin
que desemboca en él por encima de Tharbad.
En sus tiempos de
esplendor, Arnor incluía a toda Eriador con excepción de las regiones más allá
del Lune y de las tierras al este del Fontegrís y del Sonorona, donde se
encontraban Rivendel y Hollin. Más allá del Lune estaba el país élfico, verde y
sereno, que los hombres no visitaban; pero los enanos vivían, y viven todavía, sobre
la ladera oriental de las montañas Azules, en especial al sur del golfo de
Lune, donde tienen minas aún en actividad. Por esta razón estaban acostumbrados
a trasladarse al este por el Camino Grande, como lo habían hecho durante largos
años hasta que llegaron a La Comarca. En los Puertos Grises vivía Círdan el carpintero
de barcos; y hay quien afirma que vive allí todavía, hasta que el último barco
se haga a la vela hacia el Occidente. En los días de los reyes la mayor parte
de los altos elfos que se demoraban todavía en la Tierra Media vivían junto con
Círdan o a orillas del mar de Lindon. Si aún quedan algunos, son muy pocos.
EL REINO SEPTENTRIONAL Y LOS DÚNEDAIN
Después de Elendil e
Isildur hubo ocho altos reyes en Arnor. Después de Eärendur, por causa de
disensiones entre sus hijos, el reino se dividió en tres: Arthedain, Rhudaur y
Cardolan. Arthedain se encontraba en el noroeste e incluía la tierra entre el
Brandivino y el Lune, y también la tierra al norte del Camino Grande hasta las colinas
de los Vientos. Rhudaur estaba al nordeste y se extendía entre las landas de
Etten, las colinas de los Vientos y las montañas Nubladas, pero incluía también
las tierras llamadas el Ángulo, entre el Fontegrís y el Sonorona. Cardolan
estaba al sur y sus límites eran el Brandivino, el Fontegrís y el Camino
Grande.
En Arthedain la línea de
Isildur se mantuvo y perduró, pero no tardó en interrumpirse en Cardolan y
Rhudaur. Hubo allí a menudo disputas entre los reinos que apresuraron la
declinación de los dúnedain. El principal motivo de las contiendas era la
posesión de las colinas de los Vientos y la tierra del oeste hasta Bree. Tanto
Rhudaur como Cardolan querían apoderarse de Amon Sûl (la cima de los Vientos),
que se alzaba en la frontera entre ambos reinos; porque en la torre de Amon Sûl
se guardaba la palantír principal, y las otras dos
estaban en poder de Arthedain.
Fue a comienzos del reinado
de Malvegil de Arthedain cuando el mal llegó a Arnor. Porque en ese tiempo el
reino de Angmar se encontraba en el norte, más allá de las landas de Etten. Sus
tierras se extendían a ambos lados de las montañas, y había allí muchos hombres
malvados, y orcos, y otras criaturas salvajes. [El señor de esa tierra era conocido como el rey brujo, pero no se supo
hasta más tarde que era en verdad el jefe de los espectros del Anillo, que
había ido al norte con el propósito de destruir a los dúnedain en Arnor (lo que
era quizá posible porque estaban desunidos) mientras que Gondor se mantenía fuerte.]
En los días de Argeleb hijo
de Malvegil, como no quedaban descendientes de Isildur en los otros reinos, los
reyes de Arthedain volvieron a reclamar todo Arnor. Rhudaur se opuso. Allí los dúnedain
eran pocos, y el poder estaba en manos de un jefe malvado de los hombres de la
Colina, que tenía un pacto secreto con Angmar. Por tanto, Argeleb fortificó las
colinas de los Vientos; pero fue muerto en batalla con Rhudaur y Angmar.
Arveleg hijo de Argeleb,
con ayuda de Cardolan y Lindon, expulsó al enemigo de las colinas; y por muchos
años Arthedain y Cardolan se mantuvieron fuertes en una frontera a lo largo de las
colinas de los Vientos, el Camino Grande y el curso inferior del Fontegrís. Se
dice que en este tiempo Rivendel fue sitiado.
Un gran ejército salió de
Angmar en 1409 y, cruzando el río, penetró en Cardolan y rodeó la cima de los
Vientos. Los dúnedain fueron derrotados y Arveleg recibió la muerte. La torre
de Amon Sûl fue quemada y arrasada; pero la palantír se salvó y fue llevada en
retirada a Fornost, Rhudaur fue ocupada por hombres malévolos sometidos a
Angmar y los dúnedain que se quedaron allí fueron muertos o huyeron al oeste.
Cardolan fue asolada. Araphor, hijo de Arveleg, no había alcanzado la madurez
todavía, pero era valiente y, con ayuda de Círdan, rechazó al enemigo de Fornost
y las quebradas del Norte. Un resto de los fieles entre los dúnedain de
Cardolan resistió también en Tyrn Gorthad (las quebradas de los Túmulos)
o se refugiaron en los bosques que se extendían por detrás.
Se dice que durante un
tiempo Angmar fue sometida por los elfos que venían de Lindon y de Rivendel,
porque Elrond trajo ayuda por sobre las montañas desde Lórien. Fue en ese
entonces cuando los fuertes[3]
que habían vivido en el Ángulo (entre el Fontegrís y el Sonorona) huyeron por
el oeste y el sur a consecuencia de las guerras y el miedo a Angmar, y porque
la tierra y el clima de Eriador, especialmente en el este, habían empeorado y
se hicieron inhóspitos. Algunos volvieron a las Tierras Ásperas y vivieron
junto a los Campos Gladios, convirtiéndose en un pueblo ribereño de pescadores.
En los días de Argeleb II
llegó la peste a Eriador desde el sureste, matando a la mayor parte del pueblo
de Cardolan, especialmente en Minhiriath. Los hobbits y todas las otras gentes
sufrieron mucho, pero la peste fue decreciendo mientras avanzaba hacia el
norte, y no afectó demasiado las partes septentrionales de Arthedain. El fin de
los dúnedain de Cardolan ocurrió en este tiempo, y los malos espíritus salidos
de Angmar y Rhudaur entraron en los túmulos desiertos y se instalaron allí.
Se dice que los túmulos de Tyrn
Gorthad, como las quebradas de los Túmulos se llamaron otrora, son muy
antiguos, y muchos fueron levantados en los días de la Primera Edad por los antepasados
de los edain, antes de que cruzaran las montañas Azules y penetraran en Beleriand,
de la que Lindon es todo lo que queda ahora. Por tanto, esas colinas fueron
reverenciadas por los dúnedain después de su regreso; y allí tuvieron sepultura
muchos de sus señores y sus reyes. [Dicen
algunos que el túmulo en que el Portador del Anillo quedó encerrado había sido
la tumba del último príncipe de Cardolan, que cayó en la guerra de 1409.]
En 1974 el poder de Angmar
se hizo fuerte otra vez, y el rey brujo descendió sobre Arthedain antes que
terminara el invierno. Ocupó Fornost y rechazó a la gran mayoría del resto de
los dúnedain más allá del Lune; entre ellos estaban los hijos del rey. Pero el rey
Arvedui resistió hasta el final en las quebradas del Norte, y luego huyó hacia
el norte con algunos miembros de la guardia; y consiguieron huir gracias a sus caballos.
Por un tiempo Arvedui se
ocultó en los túneles de las viejas minas de los enanos, cerca del lejano
extremo de las montañas, pero al fin el hambre lo obligó a buscar la ayuda de
los lossoth, los hombres de las nieves de Forochel. Son éstos un pueblo extraño
y hostil, resto de los Forodwaith, hombres de los días lejanos, acostumbrados
al crudo frío del reino de Morgoth. En verdad ese frío continúa aún en la
región, aunque no se extiende más allá de las cien leguas [483 kilómetros] al norte de La Comarca. Los lossoth habitan en la nieve y se dice que
son capaces de correr sobre el hielo con huesos sujetos a los pies y que tienen
carros sin ruedas. Habitan, sobre todo, inaccesibles a sus enemigos, en el gran
cabo de Forochel, que cierra hacia el noroeste la inmensa bahía de ese nombre;
pero a menudo acampan en las costas australes de la bahía al pie de las montañas.
Encontró a algunos reunidos en un campamento cerca de las orillas del mar; pero
no ayudaron al rey de buen grado, pues éste no tenía nada que ofrecerles, excepto
unas pocas joyas que para ellos carecían de valor; y tenían miedo del rey brujo,
quien (decían) podía traer la escarcha o el deshielo a su antojo. Pero, compadeciéndose
en parte por el macilento rey y sus hombres, y también porque éstos iban
armados, les dieron algo de alimento y les construyeron chozas de nieve. Allí
tuvo que esperar Arvedui a que le llegara ayuda desde el sur; pues sus caballos
habían muerto.
Cuando Círdan supo por
Aranarth, hijo de Arvedui, que el rey había huido hacia el norte, envió sin
demora una barca a Forochel en su busca. La barca llegó allí por fin al cabo de
muchos días, pues habían soplado vientos desfavorables, y los marineros vieron
desde lejos el pequeño fuego que los hombres perdidos habían logrado encender
con maderas encontradas en la playa. Pero el invierno tardó en soltar su presa
aquel año; y aunque era ya marzo, el hielo sólo empezaba a quebrarse, y se extendía
lejos de la costa.
Cuando los hombres de las nieves
vieron la barca, sintieron asombro y temor, porque no recordaban haber visto
nada semejante en el mar; pero se habían vuelto más amistosos, y llevaron al rey
en trineos junto con los otros sobrevivientes hasta donde se atrevieron a
llegar. De este modo, un bote que izaron de la barca pudo acercarse al rey.
Pero los hombres de las nieves
estaban intranquilos porque, decían, olían peligro en el aire. Y el jefe de los
lossoth dijo a Arvedui: —¡No montes ese monstruo del mar! Que los marineros nos
traigan alimentos si los tienen, y otras cosas que necesitamos, y podrás
quedarte aquí hasta que el rey brujo vuelva a casa. Porque en verano pierde
poder, pero ahora su aliento es mortal y muy largo su brazo frío.
Pero Arvedui no hizo caso.
Le dio las gracias, y al partir le entregó su anillo diciendo: —Esto tiene un
valor que tú no entiendes. Por su sola antigüedad. No tiene poder, sólo la estimación
de los que aman mi casa. No te dará ayuda, pero si alguna vez lo necesitas, mi
gente pagará por él un rescate con todo aquello que tú desees. De este modo se
salvó el anillo de la casa de Isildur; porque los dúnedain pagaron luego
rescate por él. Se dice que no era otro que el anillo que Felagund de
Nargothrond dio a Barahir y que Beren recobró con gran peligro.
No obstante, el consejo de los
lossoth era bueno, fuera por azar o por previsión; porque antes de que la barca
hubiera llegado a mar abierto, se levantó una gran tormenta que llegó con
nieves enceguecedoras desde el norte; y arrastró de vuelta la barca sobre el
hielo y el hielo se apiló contra ella. Los marineros de Círdan nada pudieron
hacer, y por la noche el hielo quebró el casco, y el barco se fue a pique. Así
pereció Arvedui el último rey, y junto con él quedaron sepultadas en el mar las
palantíri. Éstas eran las piedras de Annúminas y Amon Sûl. La única piedra que quedaba
en el norte era la que se guardaba en la torre sobre Emyn Beraid que mira al golfo
de Lune. La guardaban los elfos, y aunque nunca lo supimos, permaneció allí hasta
que Círdan la llevó a bordo del barco de Elrond cuando partió. Pero se nos dice
que no era como las otras y que no estaba en concordancia con ellas; miraba
sólo al mar. Elendil la colocó de modo tal que mirando a través veía con "visión
directa" Eressëa en el desaparecido occidente; pero los mares que
cedieron debajo cubrieron Númenor para siempre. Transcurrió mucho tiempo antes
de que los hombres de las nieves tuvieran noticia del naufragio de Forochel.
El pueblo de La Comarca
sobrevivió, aunque la guerra pasó como un viento sobre ellos, y la mayoría huyó
a esconderse. Enviaron en ayuda del rey a algunos arqueros que nunca más
retornaron; y otros fueron también a la batalla en que Angmar fue vencida (de la
que más se dice en los Anales del Sur). Luego, en la paz que sobrevino,
el pueblo de La Comarca se gobernó a sí mismo y prosperó. Eligieron a un thain
en reemplazo del rey, y se sintieron satisfechos; aunque durante un tiempo
muchos continuaron esperando el retorno del rey. Pero por último se abandonó
esa esperanza, y sólo se conservó el dicho cuando el rey regrese, con el
que se referían a un bien que no podía alcanzarse, o a un mal que no podía
evitarse. El primer thain de La Comarca fue un tal Bucca de Marjala, del que
pretendían descender los Gamoviejo. Se convirtió en thain en el año 379 de
nuestro calendario (1979).
Después de Arvedui el reino
del norte llegó a su fin, pues los dúnedain eran pocos ahora, y todos los
pueblos de Eriador disminuyeron. No obstante, la línea de los reyes continuó
con los capitanes de los dúnedain, de los cuales Aranarth, hijo de Arvedui, fue
el primero. Arahael, hijo de Aranarth, fue criado en Rivendel, y después de él
fueron criados allí todos los hijos de los capitanes; y también en ese sitio se
conservaron las heredades de la casa: el anillo de Barahir, los fragmentos del Narsil,
la estrella de Elendil y el cetro de Annúminas.
El cetro era la principal
señal de realeza en Númenor, nos dice el rey; y también lo era en Arnor, cuyos
reyes no llevaban corona, sino una única gema blanca, la Elendilmir, la
Estrella de Elendil, sujeta a la frente con una redecilla de plata.
Al hablar de una corona [en
El Señor de los Anillos] Bilbo sin duda se refería a Gondor; parece haber
estado bien familiarizado con los asuntos referidos a la línea de Aragorn. Se
dice que el cetro de Númenor sucumbió junto con Ar-Pharazôn. El de Annúminas
era la vara de plata de los señores de Andúnië, y es probablemente ahora la
obra más antigua salida de manos de hombres que se preserva en la Tierra Media.
Tenía ya más de cinco mil años cuando Elrond la cedió a Aragorn [en El Señor
de los Anillos]. La forma de la corona de Gondor provenía del yelmo de
guerra númenóreano. En un principio fue de hecho un simple yelmo; y se dice que
fue el que llevó Isildur en la Batalla de Dagorlad (porque el yelmo de Anárion
fue aplastado por la piedra arrojada desde Barad-dûr que le causó la muerte).
Pero en los días de Atanatar Alcarin fue reemplazado por el yelmo enjoyado que
se utilizó en la coronación de Aragorn [en El Señor de los Anillos].
Cuando el reino se deshizo,
los dúnedain pasaron a la sombra y se convirtieron en un pueblo secreto y
errante, y sus hechos y trabajos se cantaron o registraron rara vez. Poco es
ahora lo que se recuerda de ellos desde la partida de Elrond. Aunque aún antes
de que terminara la Paz Vigilante, las criaturas malignas empezaron a atacar
Eriador o a invadirla en secreto, la mayoría de los capitanes alcanzó una larga
vida. Aragorn I, según se dice, fue muerto por los lobos, que desde entonces
hasta ahora siguieron siendo un peligro en Eriador. En los días de Arahad I, los
orcos, que, como después se supo, ocupaban desde hacía mucho tiempo y en
secreto las fortalezas de las montañas Nubladas, con el propósito de bloquear
todos los accesos a Eriador, salieron de pronto a la luz. En 2509 Celebrían,
esposa de Elrond, viajaba a Lórien cuando fue detenida en el Paso del Cuerno
Rojo. Los orcos atacaron repentinamente, desmembrando la escolta, atraparon a
Celebrían y se la llevaron. Elladan y Elrohir fueron tras ella y consiguieron
rescatarla, pero no antes de que la atormentaran y recibiera una herida
ponzoñosa. Fue llevada de regreso a Imladris, y aunque Elrond le curó el
cuerpo, ya no se sentía contenta en la Tierra Media, y al año siguiente se encaminó
a los Puertos y cruzó el mar. Y más adelante, en los días de Arassuil, los orcos,
que se multiplicaban otra vez en las montañas Nubladas, empezaron a asolar las
tierras, y los dúnedain y los hijos de Elrond lucharon contra ellos. Fue en este
tiempo cuando una gran banda avanzó tanto hacia el oeste, que al fin penetró en
La Comarca, y fueron entonces expulsados por Bandobras Tuk.(…)
VI.GONDOR Y LOS HEREDEROS DE
ANÁRION
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
Hubo treinta y un reyes en
Gondor después de Anárion, que fue muerto ante la Barad-dûr. Aunque la guerra
nunca cesó en las fronteras, durante más de mil años los dúnedain del sur
ganaron en riqueza y poder por tierra y por mar hasta el reinado de Atanatar
II, que fue llamado Alcarin el Glorioso. No obstante, ya habían aparecido
signos de decadencia; porque los altos hombres del sur se casaban tarde y sus
hijos eran escasos. El primer rey que no tuvo hijos fue Falastur, y el segundo,
Narmacil I, el hijo de Atanatar Alcarin.
Fue Ostoher, el séptimo
rey, el que reedificó Minas Anor, que los reyes que vinieron luego prefirieron
en el verano a Osgiliath. En este tiempo los hombres salvajes del este atacaron
a Gondor por primera vez. Pero Tarostar, hijo de Ostoher, los derrotó y los expulsó,
y recibió el nombre de Rómendacil, el "Vencedor del este”[4].
Sin embargo, más adelante fue muerto en batalla por nuevas hordas de hombres
del este. Fue vengado por su hijo Turambar, que ganó amplios territorios en el
este.
Con Tarannon, el duodécimo
rey, empezó la línea de los reyes de los barcos, que construían navíos y
extendieron el dominio de Gondor a lo largo de las costas hacia el oeste y al
sur de las Bocas del Anduin. Para conmemorar sus victorias como capitán de los
ejércitos, Tarannon recibió la corona con el nombre de Falastur, "señor
de las costas”[5].
Eärnil I, el sobrino que lo
sucedió, reparó el viejo puerto de Pelargir, y construyó una gran flota. Sitió
por mar y por tierra a Umbar, y la tomó, y la convirtió en un gran puerto y
fortaleza del poder de Gondor.
El gran cabo y el estuario
cercado por tierra de Umbar había pertenecido a Númenor desde los días de
antaño; pero era una fortaleza de los hombres del rey, que se llamaron después númenóreanos
negros, corrompidos por Sauron, que odiaban por sobre todo a los seguidores
de Elendil. Después de la caída de Sauron, la raza declinó rápidamente o se
mezcló con los hombres de la Tierra Media, pero heredaron sin mengua el odio de
Gondor. Por tanto, Umbar sólo fue tomada con un costo muy alto.
Pero Eärnil no sobrevivió
mucho tiempo a su triunfo. Se perdió con muchos barcos y hombres en medio de una
tormenta no lejos de Umbar. Ciryandil, su hijo, continuó la construcción de navíos;
pero los hombres de los Harad, conducidos por los señores expulsados de Umbar,
atacaron con gran poder esa fortaleza y Ciryandil cayó en batalla en Haradwaith.
Durante muchos años Umbar
fue sitiada, pero el poder marítimo de Gondor impidió que la tomasen. Ciryaher,
hijo de Ciryandil, esperó su oportunidad y cuando hubo reunido suficiente
fuerza, descendió desde el norte por mar y por tierra, y cruzando el río Harnen,
sus ejércitos derrotaron por completo a los hombres de los Harad, y los reyes
de Harad tuvieron que reconocer el dominio de Gondor (1050). Ciryaher recibió
entonces el nombre de Hyarmendacil, "el Vencedor del Sur".
Ningún enemigo se atrevió a
retar el poder de Hyarmendacil durante el resto de su prolongado reinado. Fue
rey por ciento treinta y cuatro años, el más largo reinado de la línea de Anárion
con una sola excepción. En ese entonces Gondor alcanzó la cima de su poder. El
reino se extendía hacia el norte hasta [el Campo de] Celebrant[6]
y los bordes australes del bosque Negro; al oeste hasta el Fontegrís; al este
hasta el mar interior de Rhûn; al sur hasta el río Harnen, y desde allí a lo
largo de la costa hasta la península y el puerto de Umbar. Los hombres de los valles
del Anduin reconocieron su autoridad; y los reyes de Harad rendían homenaje a
Gondor, y sus hijos vivían como rehenes en la corte. Mordor era una tierra
desolada, pero era vigilada por grandes fortalezas que guardaban sus pasos.
Así llegó a su fin el linaje
de los reyes de los barcos. Atanatar Alcarin, hijo de Hyarmendacil, vivió con
gran esplendor, al punto que los hombres decían: Las piedras preciosas son
pedregullo en Gondor para que los niños jueguen con ellas. Pero Atanatar
amaba la tranquilidad y no hizo nada por conservar el poder que había heredado,
y el temperamento de sus dos hijos era de igual temple. La decadencia de Gondor
empezó antes que él muriera, y sin duda fue advertida por sus enemigos. Se
descuidó la vigilancia de Mordor. No obstante, sólo en los días de Valacar
sucedió el primer gran mal en Gondor: la guerra civil de la Lucha entre
Parientes, en la que hubo gran pérdida y ruina que nunca pudieron repararse por
entero.
Minalcar, hijo de Calmacil,
era hombre de gran vigor, y en 1240 Narmacil, para deshacerse de preocupaciones,
lo nombró regente del reino. Desde ese momento, gobernó en Gondor en nombre de
los reyes hasta que sucedió a su padre. Tenía sobre todo una inquietud: los hombres
del norte.
Habían crecido mucho en
número durante la paz provocada por el poder de Gondor. Los reyes los favorecieron,
pues eran los más próximos en parentesco entre los hombres inferiores a los dúnedain
(que en su mayoría descendían de los pueblos de los que habían salido los edain
de antaño); y les concedieron vastas tierras más allá del Anduin al sur del Gran
Bosque Verde, para que sirvieran de
defensa contra los hombres del este. Porque en el pasado los hombres del este
habían atacado casi siempre desde la planicie que se extendía entre el mar
Interior y los montes de Ceniza.
En los días de Narmacil I,
esos ataques se reanudaron, aunque con escasa fuerza al principio; pero el
regente supo que los hombres del norte no siempre eran fieles a Gondor, y
algunos se sumaban a las fuerzas de los hombres del este, fuera por la codicia
del botín o por apoyar las querellas entre los príncipes. Por tanto, en 1248
Minalcar condujo a una gran fuerza y entre Rhovanion y el mar Interior derrotó
a un gran ejército de los hombres del este y destruyó todos sus campamentos y colonias
al este del mar. Tomó entonces el nombre de Rómendacil.
A su regreso Rómendacil fortificó
la orilla occidental del Anduin hasta la desembocadura del Limclaro, y prohibió
que ningún extranjero descendiera por el río más allá de Emyn Muil. Él fue
quien edificó los pilares de las Argonath a la entrada de Nen Hithoel. Pero
como tenía necesidad de contar con hombres y deseaba fortalecer la frontera
entre Gondor y los hombres del norte, tomó a muchos de ellos a su servicio y
concedió a algunos un alto rango en sus ejércitos.
Rómendacil dio muestras de
favor especial a Vidugavia, que lo había ayudado en la guerra. Se llamó a sí
mismo rey de Rhovanion, y era por cierto el más poderoso de los
príncipes del norte, aunque su propio reino estaba entre el bosque Verde y el río
Celduin (el río Rápido). En 1250 Rómendacil envió a su hijo Valacar como
embajador para que habitara un tiempo con Vidugavia y se familiarizara con la
lengua, maneras y política de los hombres del norte. Pero Valacar excedió
sobremanera los designios de su padre. Llegó a amar las tierras septentrionales
y a sus gentes, y se casó con Vidumavi, hija de Vidugavia. Transcurrieron
algunos años antes de que regresara. Fue este matrimonio lo que desencadenó más
tarde la guerra de la Lucha entre Parientes.
Porque los altos hombres de
Gondor miraban ya con desconfianza a los hombres del norte que había entre
ellos; y era cosa inaudita hasta entonces que el heredero de la corona o hijo alguno
del rey se casara con alguien de una raza menor y extranjera. Había ya rebelión
en las provincias del sur cuando el rey Valacar llegó a viejo. La reina había
sido una bella y noble señora, pero de corta vida de acuerdo con el hado de los
hombres menores, y los dúnedain temían que sus descendientes se le asemejaran,
y malograran la majestad de los reyes de los hombres. Además, no estaban dispuestos
a aceptar como señor a un hijo de ella, que, aunque ahora se llamaba Eldacar,
había nacido en un país extranjero y se había llamado Vinitharya, nombre del
pueblo de su madre.
Por tanto, cuando Eldacar
sucedió a Valacar, hubo guerra en Gondor. Pero no fue fácil despojar a Eldacar
de su herencia. A la estirpe de Gondor, sumaba el espíritu intrépido de los hombres
del norte. Era apuesto y valiente, y no parecía que envejeciese más prontamente
que su padre. Cuando los confederados conducidos por los descendientes de los
reyes se levantaron contra él, los resistió hasta que se le agotaron las fuerzas.
Por último, fue sitiado en Osgiliath, y allí estuvo largo tiempo hasta que el
hambre y las más grandes fuerzas de los rebeldes lo hicieron salir, dejando la
ciudad en llamas. En ese sitio e incendio la Torre de la Bóveda de Osgiliath
quedó destruida, y la palantír se perdió en las aguas.
Pero Eldacar esquivó a sus
enemigos, y fue al norte, en busca de sus parientes de Rhovanion. Allí muchos
se le unieron, tanto de los hombres del norte al servicio de Gondor, como de
los dúnedain de las partes septentrionales del reino. Porque muchos de entre
estos últimos habían aprendido a estimarlo, y muchos más llegaron a odiar al
usurpador. Era éste Castamir, nieto de Calimehtar, hermano menor de Rómendacil II.
No sólo era uno de los más cercanos por la sangre a la corona; era también quien
más secuaces tenía entre los rebeldes; porque era el capitán de los barcos y
contaba con el apoyo de la gente de las costas y de los grandes puertos de
Pelargir y Umbar.
Castamir no había ocupado
el trono mucho tiempo cuando mostró que era un hombre altivo y poco generoso.
Era en verdad un hombre cruel, como lo había demostrado por primera vez en la
toma de Osgiliath. Fue causa de la muerte de Ornendil, hijo de Eldacar, que
había sido capturado; y la matanza y la destrucción habidas en la ciudad por
orden suya excedieron con mucho las necesidades de la guerra. Esto se recordó
en Minas Anor y en Ithilien; y allí el amor por Castamir disminuyó todavía más
cuando se vio que cuidaba muy poco de las tierras y que sólo pensaba en las
flotas, y que se proponía mudar el sitio del trono a Pelargir.
Así, pues, había sido rey sólo
diez años, cuando Eldacar, pensando que la oportunidad era propicia, avanzó con
un gran ejército desde el norte, y el pueblo se le unió desde Calenardhon y
Anórien e Ithilien. Hubo una gran batalla en Lebennin en los cruces del Erui,
donde se derramó con abundancia la mejor sangre de Gondor. El mismo Eldacar
mató a Castamir en combate, y de ese modo vengó a Ornendil; pero los hijos de
Castamir escaparon, y con otros de su parentela y muchas gentes de las flotas
resistieron largo tiempo en Pelargir.
Cuando hubieron reunido
allí todas las fuerzas que pudieron (porque Eldacar no tenía barcos para
atacarlos por mar), se hicieron a la vela y se establecieron en Umbar.
Levantaron allí un refugio para todos los enemigos del rey, y un señorío
independiente. Umbar estuvo en guerra con Gondor durante el curso de muchas
vidas humanas, amenazando las costas y todo el tráfico por mar. No fue nunca
otra vez completamente sometida hasta los días de Elessar; y la región del sur
de Gondor se convirtió en tierra disputada entre los corsarios y los reyes.
La pérdida de Umbar resultó
penosa para Gondor, no sólo porque el reino quedaba disminuido al sur, y el
dominio de los hombres de los Harad se debilitaba, sino porque fue allí donde Ar-Pharazôn
el Dorado, último rey de Númenor, había desembarcado y había humillado el
poderío de Sauron. Aunque grandes daños sobrevinieron después, aún los
seguidores de Elendil recordaron con orgullo la llegada del gran ejército de Ar-Pharazôn
desde las profundidades del mar; y en la más alta colina del promontorio que
dominaba el puerto, habían levantado un gran pilar blanco. Estaba coronado por
un globo de cristal que recibía los rayos del sol y de la luna y resplandecía
como una estrella brillante que podía verse con tiempo despejado aún desde las
costas de Gondor o muy lejos en el mar occidental. Así se erguía, hasta que
después de la segunda aparición de Sauron, Umbar cayó bajo el dominio de sus
servidores, y el monumento recordatorio de aquella humillación fue derribado.
Después del retorno de
Eldacar, la sangre de la casa real y de las otras casas de los dúnedain se
mezcló aún más con la de los hombres menores. Porque muchos de los grandes
habían muerto en la Lucha entre Parientes; mientras que Eldacar favorecía a los
hombres del norte con cuya ayuda había recuperado la corona, y Gondor se
repobló con los muchos hombres que venían de Rhovanion.
Al principio esta mezcla no
apresuró la decadencia de los dúnedain como se había temido; pero la mengua
continuó, como antes. Porque la causa era sin duda la Tierra Media misma, y la
lenta retirada de los dones de los númenóreanos después de la caída del país de
la estrella. Eldacar vivió hasta los doscientos treinta y cinco años, y fue rey
durante cincuenta y ocho, de los cuales pasó diez en el exilio.
El segundo y más grande mal
le advino a Gondor durante el reinado de Telemnar, el vigésimo sexto rey, cuyo
padre, Minardil, hijo de Eldacar, fue muerto en Pelargir por los corsarios de
Umbar (encabezados por Angamaitë y Sangahyando, los biznietos de Castamir).
Poco después hubo una peste mortal transportada por los vientos oscuros venidos
del este. El rey y sus hijos murieron, y parte del pueblo de Gondor,
especialmente los que vivían en Osgiliath. Entonces, por la fatiga y la escasez
de los hombres, la vigilancia de las fronteras de Mordor fue abandonada, y las
fortalezas que guardaban los pasos quedaron vacías.
Más adelante se advirtió que
estas cosas sucedían mientras la Sombra se hacía cada vez más profunda en el bosque
Verde; muchas criaturas malignas reaparecieron entonces, signos del despertar
de Sauron. Es cierto que los enemigos de Gondor sufrieron también, de lo contrario
hubieran aprovechado su debilidad; pero Sauron sabía esperar, y era posible que
poder entrar en Mordor fuera lo que más deseaba.
Cuando el rey Telemnar murió,
los árboles blancos de Minas Anor también se marchitaron y murieron. Pero
Tarondor, su sobrino, que lo sucedió, plantó un vástago en la ciudadela. Él fue
quien mudó el sitio del trono a Minas Anor de manera permanente, pues Osgiliath
estaba ahora desierta en parte, y empezaba a mostrar síntomas de ruina. Pocos
de los que habían huido de la peste a Ithilien o a los valles occidentales
estaban dispuestos a regresar.
Tarondor, que accedió joven
al trono, fue de todos los reyes de Gondor el que tuvo un más largo reinado,
pero poco más pudo conseguir que reordenar el reino, y renovar poco a poco sus
fuerzas. Pero Telumehtar, hijo de Tarondor, recordando la muerte de Minardil y
perturbado por la insolencia de los corsarios, que atacaban las costas aún
hasta las Anfalas, reunió sus fuerzas y en 1810 tomó Umbar por asalto. En esa guerra
perecieron los últimos descendientes de Castamir, y los reyes volvieron a dominar
en Umbar por un tiempo. Telumehtar añadió a su nombre el título de Umbardacil.
Pero en los nuevos males que no tardaron en precipitarse sobre Gondor, Umbar se
perdió otra vez y cayó en manos de los hombres de Harad.
El tercer mal fue la invasión
de los aurigas, que minaron las fuerzas menguantes de Gondor en guerras que
duraron casi cien años. Los aurigas eran un pueblo, o una confederación de múltiples
pueblos, que venía del este; pero eran más fuertes y estaban mejor armados que
ningún otro que hubiera aparecido antes. Viajaban en grandes carromatos, y sus
capitanes luchaban en cuadrigas. Agitados, como se supo después, por emisarios
de Sauron, atacaron de repente a Gondor, y el rey Narmacil II murió en combate
más allá del Anduin en 1856. El pueblo de Rhovanion oriental y austral fue
sometido a esclavitud; y las fronteras de Gondor se retiraron por ese tiempo hasta
el Anduin y las Emyn Muil. [Se cree que
en este tiempo los espectros del Anillo volvieron a Mordor.]
Calimehtar, hijo de
Narmacil II, ayudado por una rebelión en Rhovanion, vengó a su padre con una
gran victoria sobre los hombres del este en Dagorlad en 1899, y por algún
tiempo el peligro quedó eliminado. Fue durante el reinado de Araphant en el norte,
y de Ondoher, hijo de Calimehtar, en el sur, que ambos reinos volvieron a
consultarse después de una separación y un silencio muy largos. Porque por fin
entendieron que un cierto poder y una cierta voluntad estaba dirigiendo el
ataque desde múltiples sitios sobre los sobrevivientes de Númenor. Fue en ese
tiempo cuando Arvedui, heredero de Araphant, se casó con Fíriel, hija de
Ondoher (1940). Pero ninguno de estos dos reinos pudo enviar ayuda al otro;
porque Angmar volvió a atacar a Arthedain al mismo tiempo que los aurigas
reaparecían con grandes fuerzas.
Muchos de los aurigas se encaminaron
al sur de Mordor y se aliaron con los hombres de Khand y del Cercano Harad; y
en medio de este gran ataque que llegaba a la vez desde el norte y el sur,
Gondor estuvo a punto de sucumbir. En 1944 el rey Ondoher y sus dos hijos,
Artamir y Faramir, cayeron en la batalla al norte del Morannon, y el enemigo
invadió Ithilien. Pero Eärnil, capitán del ejército austral, obtuvo una gran
victoria en el sur de Ithilien y destruyó el ejército de Harad que había
cruzado el río Poros. Apresurándose hacia el norte, reunió a cuantos pudo del ejército
septentrional en retirada y atacó el campamento principal de los aurigas
mientras estaban de fiesta pensando que Gondor había sido vencida y que ahora
no había más que recoger el botín. Eärnil tomó por asalto el campamento y prendió
fuego a los carromatos, y expulsó de Ithilien al enemigo, que huyó con gran
desorden. Muchos de los que huyeron delante de él perecieron en las ciénagas de
los Muertos.
A la muerte de Ondoher y de
sus hijos, Arvedui del reino del norte reclamó la corona de Gondor como
heredero directo de Isildur y como marido de Fíriel, única hija sobreviviente
de Ondoher. La reclamación fue rechazada. En esto Pelendur, el senescal del rey
Ondoher, desempeñó un papel fundamental.
El consejo de Gondor respondió:
“La corona y el reino de Gondor sólo pertenecen a los herederos de Meneldil,
hijo de Anárion, a quien Isildur cedió este reino. En Gondor la heredad se concede
por la línea de los hijos solamente; y no tenemos noticia de que la ley sea
distinta en Arnor”.
A esto Arvedui replicó: “Elendil
tuvo dos hijos, de los cuales Isildur fue el mayor y el heredero. Hemos oído
que el nombre de Elendil se mantiene hasta hoy a la cabeza del linaje de los reyes
de Gondor, pues se lo ha reconocido como rey supremo de todas las tierras de
los dúnedain. Mientras Elendil vivía todavía, el gobierno conjunto del sur pasó
a los hijos; pero cuando Elendil cayó, Isildur partió para hacerse cargo del
trono, y de igual manera dio el gobierno del sur al hijo de su hermano. No renunció
a la realeza en Gondor, ni tenía la intención de que el reino de Elendil
quedara dividido por siempre.”
“Además, en la Númenor de
antaño el cetro pasaba al vástago mayor, fuera éste varón o mujer. Es cierto
que la ley no se observó en las tierras de exilio, siempre perturbadas por la guerra;
pero ésa era la ley de nuestro pueblo, a la que ahora nos referimos, pues los
hijos de Ondoher han muerto sin dejar descendencia.'
A esto Gondor no respondió.
La corona fue reclamada por Eärnil, el capitán victorioso; y le fue conferida
con la aprobación de todos los dúnedain de Gondor, pues Eärnil pertenecía a la
casa real. Era el hijo de Siriondil, hijo de Calimmacil, hijo de Arciryas,
hermano de Narmacil II. Arvedui no insistió en su reclamación, pues no tenía
poder ni voluntad para oponerse a la elección de los dúnedain de Gondor; no
obstante, la reclamación no fue nunca olvidada por sus descendientes aún
después de desaparecido el reinado. Pues se acercaba ahora el tiempo en que el reino
del norte llegaría a su fin.
Arvedui fue en verdad el
último rey, como significa su nombre. Se dice que este nombre le fue dado al
nacer por Malbeth el Vidente. —Arvedui lo llamarás—le dijo al padre—,
porque será el último en Arthedain. Aunque una opción tendrán los dúnedain, y
si escogen al que parezca menos prometedor, tu hijo cambiará de nombre y será
rey de un gran reino. De lo contrario, habrá mucho dolor y se perderán muchas
vidas humanas en tanto los dúnedain no se levanten y se unan nuevamente.
En Gondor también sólo un rey
siguió a Eärnil. Quizá si la corona y el cetro hubieran permanecido juntos, el
reino se habría mantenido y muchos males se habrían evitado. Pero Eärnil era un
hombre sabio y nada arrogante, aun cuando, como a la mayor parte de los hombres
de Gondor, el reino de Arthedain le parecía poca cosa, a pesar de la estirpe de
sus señores.
Envió mensajeros a Arvedui
anunciándole que recibía la corona de Gondor de acuerdo con las leyes y necesidades
del reino del sur. —Pero no olvido—decía—la lealtad de Arnor, ni niego nuestro
parentesco, ni deseo que los reinos de Elendil queden separados. Te enviaré
ayuda cuando la necesites, en la medida de mis posibilidades.
Sin embargo, transcurrió
mucho tiempo antes de que Eärnil se sintiera seguro e hiciera lo que había
prometido. El rey Araphant continuó resistiéndose a los ataques de Angmar con fuerzas
cada vez menores, y lo mismo hizo Arvedui cuando lo sucedió; pero por último,
en el otoño de 1973 llegaron mensajes a Gondor de que Arthedain estaba en un
grave aprieto, y que el rey brujo preparaba un ataque definitivo contra él.
Entonces Eärnil envió a su hijo Eärnur al norte con una flota tan rápidamente
como pudo, y con fuerzas tan grandes como consiguió reunir. Demasiado tarde. Antes
de que Eärnur llegara a los puertos de Lindon, el rey brujo había conquistado
Arthedain y Arvedui había muerto.
Pero cuando Eärnur llegó a
los Puertos Grises, hubo gran alegría y sorpresa tanto entre los elfos como
entre los hombres. Tan grande era el calado y el número de las naves, que
apenas encontraron albergue en los puertos, aunque tanto el Harlond como el
Forlond también estaban colmados; y de ellas descendió todo un poderoso
ejército con pertrechos y provisiones para una guerra de grandes reyes. O así le
pareció al pueblo del norte, aunque no era ésta sino una reducida fuerza de todo
el poderío de Gondor. Sobre todo, fueron alabados los caballos, pues muchos de
ellos provenían de los valles del Anduin, y los cabalgaban jinetes altos y
hermosos, y príncipes orgullosos de Rhovanion.
Entonces Círdan convocó a
todos los que quisieran acudir desde Lindon o Arnor, y cuando todo estuvo
pronto, el ejército cruzó el Lune y marchó hacia el norte a desafiar al rey brujo
de Angmar. Moraba entonces, según se dice, en Fornost, que había poblado con
gentes malignas, usurpando la casa y el gobierno de los reyes. Pero era
orgulloso, y no esperó a que el enemigo atacara su fortaleza, y le salió al
encuentro creyendo que los arrojaría al Lune, como a otros antes.
Pero el ejército del oeste
descendió sobre él desde las colinas del Crepúsculo, y hubo una gran batalla en
la llanura entre Nenuial y las quebradas del Norte. Las fuerzas de Angmar ya cedían
y se retiraban hacia Fornost, cuando el cuerpo principal de jinetes que habían
rodeado las colinas descendieron desde el norte y los dispersaron en una fuga
desordenada. Entonces el rey brujo, con todo lo que pudo recuperar del
desastre, huyó hacia el norte, a las tierras de Angmar. Antes de que pudiera
llegar al refugio de Carn Dûm, la caballería de Gondor le dio alcance con
Eärnur, que cabalgaba al frente. Al mismo tiempo una fuerza al mando de
Glorfindel el señor elfo acudió de Rivendel. Entonces tan completa fue la derrota
de Angmar, que ni un hombre ni un orco de ese reino quedó al oeste de las montañas.
Pero se dice que cuando
todo estaba perdido, el mismo rey brujo apareció de repente, vestido de negro,
con máscara negra, montado en un caballo negro. El miedo ganó a todos los que
lo vieron; pero él escogió descargar todo su odio sobre el capitán de Gondor, y
con un grito terrible lanzó la cabalgadura contra él. Eärnur se le hubiera resistido,
pero su caballo no pudo soportar la embestida, y giró y se lo llevó lejos antes
de que hubiera podido dominarlo.
Entonces el rey brujo rio,
y ninguno de quienes lo escucharon pudo nunca olvidar el horror de ese grito.
Pero entonces Glorfindel se acercó montado en su caballo blanco, y aún mientras
reía, el rey brujo dio media vuelta para huir y desapareció en las sombras. Porque
la noche descendió sobre el campo de batalla, y el rey brujo se perdió, y nadie
supo adónde había ido.
Eärnur volvió entonces,
pero Glorfindel, mirando la oscuridad que se espesaba, dijo: —¡No lo persigas!
No volverá a esta tierra. Lejos está todavía su condenación, y no caerá por
mano de hombre. —Muchos recordaron estas palabras, pero Eärnur estaba enfadado
y sólo pensaba en vengar su ignominia.
Así terminó el reino
maligno de Angmar; y así se ganó Eärnur, capitán de Gondor, el gran odio del rey
brujo; pero muchos años transcurrieron aún antes de que eso fuera revelado.
Fue así que durante el reinado
de Eärnil, como se supo más tarde, el rey brujo en su huida desde el norte
llegó a Mordor, y allí reunió a los otros espectros del Anillo, de los que él
era jefe. Pero sólo en el año 2000 salieron de Mordor por el Paso de Cirith
Ungol y pusieron sitio a Minas Ithil. La tomaron en 2002 y se apoderaron de la palantír de la torre. No fueron expulsados mientras duró la Tercera Edad; y
Minas Ithil se convirtió en sitio de terror, y recibió el nuevo nombre de Minas
Morgul. Mucha de la gente que quedaba todavía en Ithilien la abandonó entonces.
Eärnur era hombre semejante
a su padre en valor, pero no en sabiduría. Era hombre de cuerpo fuerte y temple
inflamable; pero no quería tomar mujer, pues no conocía otro placer que la
lucha o el ejercicio de las armas. Llevaba a cabo proezas tales que nadie en
Gondor podía oponérsele en los juegos de armas en los que se deleitaba, y
parecía antes un campeón que un capitán o un rey, y retuvo su vigor y su habilidad
hasta más avanzada edad que lo que era habitual por entonces.
Cuando Eärnur fue coronado
en 2043 el rey de Minas Morgul lo desafió, reprochándole que no se hubiera
atrevido a enfrentarlo en la batalla del norte. Esa vez Mardil el senescal
contuvo la cólera del rey. Minas Anor, que era la ciudad principal del reino
desde los tiempos del rey Telemnar, y residencia de los reyes, se llamaba ahora
Minas Tirith, una ciudad siempre en guardia contra el mal de Morgul.
Eärnur había empuñado el
cetro sólo siete años cuando el señor de Morgul lo desafió de nuevo y lo
provocó diciéndole que a un timorato corazón juvenil había ahora sumado la
debilidad de la vejez. Entonces Mardil ya no pudo disuadirlo, y Eärnur cabalgó con
una pequeña escolta de caballeros hasta las puertas de Minas Morgul. Nada más
se supo de cuantos integraron esa cabalgata. Se creía en Gondor que el desleal
enemigo había tendido una trampa al rey, y que éste había muerto en tormento en
Minas Morgul; pero como no había testigos de esa muerte, Mardil el Buen Senescal
rigió Gondor en nombre de Eärnur por muchos años.
Ahora bien, los
descendientes de los reyes eran pocos. Habían disminuido mucho en número durante
la Lucha entre Parientes; y desde entonces los reyes eran celosos en extremo y
vigilaban de cerca a todos sus consanguíneos. Con frecuencia aquellos sobre quienes
recaía alguna sospecha huían a Umbar, y allí se sumaban a los rebeldes;
mientras que otros renunciaban a su linaje y tomaban esposas que no eran de
sangre númenóreana.
De modo que no era posible
encontrar pretendiente alguno de la sangre de los reyes, o cuya pretensión
fuera escuchada por todos; y todos temían el recuerdo de la Lucha entre
Parientes, pues sabían que si volvía a asomar una disensión semejante, significaría
el fin de Gondor. Por tanto, aunque los años se prolongaban, el senescal siguió
gobernando Gondor, y la corona de Elendil estaba en el regazo del rey Eärnil en
las Casas de los Muertos, donde Eärnur la había dejado.
VII.LOS SENESCALES DE GONDOR HASTA
CIRION
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
(…)La casa de los senescales
se llamó la casa de Húrin, porque descendían del senescal del rey
Minardil (1621—1634), Húrin de Emyn Arnen, hombre de la raza númenóreana. Los
reyes habían elegido siempre a los senescales de entre sus descendientes; y después
de los días de Pelendur, la senescalía se volvió hereditaria igual que el
reinado, de padre a hijo o al pariente más próximo. (…)
LA NATURALEZA DE LA TIERRA MEDIA
(…)Húrin, el primer
senescal (de quien Denethor era descendiente directo) tuvo que haber sido
pariente del rey Minardil; de linaje real lejano, aunque no tenía un parentesco
lo suficientemente cercano como para que él o sus descendientes pudieran reclamar
el trono. (…) Sin duda, los reyes de Gondor tendrían senescales desde los
tiempos antiguos, pero no eran más que oficiales menores encargados de la
supervisión de las salas, casas y tierras del rey. Pero el nombramiento de
Húrin de Emyn Arnen, un hombre de un linaje númenóreano alto, fue diferente. Evidentemente,
era el principal oficial por debajo de los reyes, el principal consejero del
rey, y cuando fue nombrado obtuvo el derecho de asumir el estatus de virrey y
de asistir a la determinación de la elección de heredero al trono, si en sus
tiempos este fuera a quedar vacante. Estas funciones eran heredadas por todos
sus descendientes. También puede señalarse que tenían nombre del quenya, lo
cual, había sido un privilegio solo de aquellos que pertenecieran a un
contrastado linaje real.(…)
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
(…)Cada nuevo senescal, en verdad,
tomaba el cargo jurando "esgrimir el bastón de mando y gobierno en
nombre del rey, hasta que él vuelva". Pero pronto estas palabras
pasaron a ser un mero ritual a las que se hacía poco caso, pues los senescales ejercían
todo el poder de los reyes. No obstante, muchos en Gondor creían aún que un rey
volvería por cierto en algún tiempo futuro; y algunos recordaban el antiguo
linaje del norte, que según se rumoreaba todavía vivía en las sombras. Pero
contra tales pensamientos, los senescales regentes endurecían sus corazones.
No obstante, los senescales
nunca se sentaban en el antiguo trono; y no llevaban corona, ni empuñaban
ningún cetro. Sólo esgrimían un bastón de mando de color blanco como insignia;
y su estandarte era blanco y sin ninguna figura; pero el estandarte real había
sido negro, con un árbol blanco en flor bajo siete estrellas.
Después de Mardil Voronwë,
que fue reconocido como el primero de la línea, se sucedieron veinticuatro senescales
regentes de Gondor, hasta el tiempo de Denethor II, el vigésimo sexto y último.
Al principio estuvieron tranquilos, porque aquellos eran los días de la Paz
Vigilante, durante la cual Sauron se retiró ante el poder del Concilio Blanco,
y los espectros del Anillo permanecieron ocultos en el valle de Morgul. Pero
desde los tiempos de Denethor I, nunca volvió a haber verdadera paz, y aun
cuando no hubiera en Gondor una gran guerra, o una guerra plenamente declarada,
sus fronteras estaban bajo una amenaza constante.
En los últimos años de
Denethor I, la raza de los uruks, orcos negros de gran fuerza, salieron por
primera vez de Mordor, y en 2475 atravesaron Ithilien y se apoderaron de
Osgiliath. Boromir, hijo de Denethor (de quien tomó nombre Boromir de los Nueve
Caminantes), los derrotó y recuperó Ithilien; pero Osgiliath quedó en ruinas, y
el gran puente de piedra fue destruido. Nadie vivió allí desde entonces. Boromir
fue un gran capitán, y aún el rey brujo le temía. Era noble y hermoso de
rostro, hombre fuerte de cuerpo y de voluntad, pero recibió una herida de
Morgul en esa guerra; con el tiempo el cuerpo se le encogió de dolor y murió
doce años después que su padre.
Después de Boromir empezó el
largo gobierno de Cirion. Era cauteloso y precavido, pero el brazo de Gondor se
había acortado, y poco más pudo hacer que defender las fronteras, mientras que
sus enemigos (o el poder que los movía) preparaban contra él ataques imprevisibles.
Los corsarios asolaban las costas, pero era en el norte donde el mayor peligro
lo acechaba. En las amplias tierras de Rhovanion, entre el bosque Negro y el río
Rápido, habitaba ahora un pueblo feroz, a la sombra de Dol Guldur. A menudo
hacían incursiones a través del bosque hasta que el valle de Anduin, al sur del
Gladio, quedó casi desierto. El número de estos balchoth crecía de continuo con
otros de especie semejante que venían del este, mientras que el pueblo de Calenardhon
había declinado. A Cirion le fue muy duro defender la línea del Anduin.
Previendo la tormenta,
Cirion envió mensajeros al norte en busca de ayuda; pero demasiado tarde,
porque en ese año (2510), los balchoth, habiendo construido muchos grandes
botes y balsas en las costas orientales del Anduin, cruzaron el río como un enjambre,
y barrieron a los defensores. Un ejército que avanzaba desde el sur fue
interceptado y expulsado hacia el norte más allá del Limclaro, y allí fue súbitamente
atacado por una horda de orcos venidos de las montañas, y rechazado hacia el
Anduin. Entonces desde el norte, más allá de toda esperanza, llegó ayuda, y los
cuernos de los rohirrim se escucharon por primera vez en Gondor. Eorl el Joven
llegó con sus jinetes y dispersó al enemigo, y persiguió a muerte a los balchoth
por los campos de Calenardhon. Cirion le concedió a Eorl esa tierra para
habitar en ella, y él le hizo a Cirion el Juramento de Eorl: de amistad dispuesta
a acudir cuando fuese necesario o a la llamada de los señores de Gondor.(…)
VIII.CIRION Y EORL Y LA
AMISTAD DE GONDOR Y ROHAN
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
LOS HOMBRES DEL NORTE Y LOS AURIGAS
La Crónica de Cirion y Eorl sólo empieza con el primer encuentro de Cirion, senescal de Gondor, y
Eorl, señor de los éothéod, después de terminada la Batalla del Campo de
Celebrant y destruidos los invasores de Gondor. Pero hubo baladas y leyendas de
la gran expedición de los rohirrim desde el norte tanto en Rohan como en
Gondor, de las cuales procede lo que se cuenta en Crónicas posteriores, junto
con muchas otras informaciones acerca de los éothéod. Todo esto se pone aquí
por escrito brevemente en forma de crónica.
Los éothéod fueron conocidos por primera vez con ese nombre en los días
del rey Calimehtar de Gondor (que murió en el año 1936 de la Tercera Edad);
eran en ese tiempo un pueblo pequeño que vivía en los valles del Anduin entre la Carroca y los Campos Gladios, en su mayoría sobre la orilla occidental del río.
Eran un resto de los hombres del norte, que habían constituido anteriormente
una confederación numerosa y poderosa de los pueblos que moraban en las vastas
llanuras que se extienden entre el bosque Negro y el río Rápido, grandes
criadores de caballos y jinetes renombrados por su habilidad y resistencia,
aunque sus casas estaban en las orillas del bosque, y especialmente en el
Entrante Oriental, en gran parte abierto por ellos con la tala de árboles.
Estos hombres del norte eran descendientes de la misma raza de los que
en la Primera Edad pasaron al oeste de la Tierra Media y fueron aliados de los eldar
en las guerras contra Morgoth. Eran por tanto desde tiempos remotos parientes
de los dúnedain o númenóreanos, y hubo estrecha amistad entre ellos y el pueblo
de Gondor. Constituían en realidad un baluarte de Gondor que defendía las
fronteras septentrionales y orientales de la invasión; aunque los reyes no se
dieron plena cuenta hasta que este baluarte se debilitó y fue finalmente
destruido. La decadencia de los hombres del norte de Rhovanion empezó con la
Gran Peste, que apareció allí durante el invierno del año 1635 y pronto se
diseminó por Gondor. En Gondor la mortandad fue grande, especialmente entre los
que vivían en las ciudades. Fue más grande en Rhovanion, pues aunque sus gentes
vivían casi en su totalidad al aire libre y no tenían grandes ciudades, la
Peste llegó en un crudo invierno en que los caballos y los hombres tuvieron que
refugiarse bajo techo y las casas de madera y los establos estaban atestados;
además, eran poco hábiles en las artes de la curación y la medicina, de las que
mucho se conocía todavía en Gondor, preservadas de la sabiduría de Númenor.
Cuando la Peste cesó, se dice que más de la mitad de la entera población de
Rhovanion había muerto, y también la mitad de sus caballos.
Fueron lentos en recuperarse; pero nadie puso a prueba esta debilidad,
durante un largo período. Sin duda los pueblos del este habían sido igualmente
afectados, de modo que los enemigos de Gondor provenían sobre todo del sur o de
ultramar. Pero cuando empezaron las invasiones de los aurigas e involucraron a
Gondor en guerras que se prolongaron durante casi cien años, los hombres del norte
tuvieron que soportar el peso de los primeros ataques. El rey Narmacil II
condujo a un gran ejército hacia el norte, a las llanuras que se extienden al
sur del bosque Negro, y entre los dispersos hombres del norte reunió a todos
los sobrevivientes que pudo encontrar; pero fue derrotado, y él mismo cayó en
la batalla. Los restos de su ejército se retiraron por la Dagorlad a Ithilien,
y Gondor abandonó todas las tierras al este del Anduin, salvo Ithilien.
En cuanto a los hombres del norte, unos pocos, se dice, huyeron cruzando
el Celduin (río Rápido) y se mezclaron con el pueblo de Valle, bajo Erebor (de
quienes eran parientes), algunos se refugiaron en Gondor, y otros fueron
reunidos por Marhwini, hijo de Marhari (que cayó en la acción de retaguardia
después de la Batalla de los Llanos). Dirigiéndose hacia el norte entre el bosque
Negro y el Anduin, se asentaron en los valles del Anduin, donde se les unieron
muchos fugitivos que venían del bosque. Éste fue el origen de los éothéod,
aunque nada se supo de ellos en Gondor por muchos años. La mayor parte de los hombres
del norte habían sido reducidos a la servidumbre, y todas sus viejas tierras
quedaron ocupadas por los aurigas.
Pero por fin, el rey Calimehtar, hijo de Narmacil II, libre de otros
peligros, decidió vengar la derrota de la Batalla de los Llanos. Le llegaron
mensajeros de Marhwini que le advirtieron que los aurigas se proponían atacar
Calenardhon cruzando los Codos; pero dijeron también que estaba preparándose
una rebelión de los hombres del norte sometidos a esclavitud, y que estallaría
si los aurigas hacían la guerra. Calimehtar, por tanto, partió en cuanto pudo
con un ejército de Ithilien, cuidando de que su movimiento fuera perfectamente
advertido por el enemigo. Los aurigas avanzaron con toda la fuerza de que
disponían, y Calimehtar cedió ante ellos alejándolos de sus casas. Por fin la
batalla se libró en la Dagorlad y el resultado estuvo largo tiempo indeciso.
Pero en el momento crítico, los jinetes que Calimehtar había enviado a los
Codos (que el enemigo había dejado sin custodia) se juntaron en una gran éord
conducida por Marhwini y atacaron a los aurigas por el flanco y la retaguardia.
La victoria de Gondor fue abrumadora, aunque en aquel momento no
decisiva. Cuando los enemigos, quebrantados, huyeron desordenadamente hacia el
norte, hacia sus casas, Calimehtar decidió atinadamente que no los perseguiría.
Habían dejado casi la tercera parte de sus huestes muertas en la Dagorlad, para
que se pudrieran entre los huesos de otras más nobles batallas del pasado. Pero
los jinetes de Marhwini hostilizaron a los fugitivos y les infligieron muchas
bajas mientras escapaban en desorden por las llanuras. Al fin los jinetes
divisaron a lo lejos el bosque Negro. Allí dejaron a los aurigas, mofándose: —¡Huid
hacia el este y no hacia el norte, pueblo de Sauron! ¡Mirad! ¡Las casas que
robasteis están todas en llamas!—En efecto, se alzaba una gran humareda en la
lejanía.
La rebelión planeada y ayudada por Marhwini había efectivamente
estallado; los esclavos se habían alzado incitados por los proscritos que
salían desesperados del bosque, y juntos habían logrado incendiar muchas casas
de los aurigas, y sus almacenes, y los campamentos fortificados donde guardaban
los carros. Pero la mayor parte de ellos habían muerto en el intento; porque
estaban mal armados y el enemigo no había dejado sus casas indefensas: los
niños y los ancianos recibieron la ayuda de las mujeres más jóvenes, que en ese
pueblo estaban también ejercitadas en las armas, y lucharon fieramente en
defensa de sus hogares y de sus hijos. Así, al final, Marhwini fue obligado a
retirarse de nuevo a su tierra junto al Anduin, y los hombres del norte nunca
regresaron a sus antiguos hogares. Calimehtar se retiró a Gondor, que gozó por
un tiempo (desde 1899 a 1944) de un respiro en la guerra, antes del gran ataque
en que la dinastía de los reyes de Gondor se acercó a su término.
No obstante, la alianza entre Calimehtar y Marhwini no había sido en
vano. Si bien la fuerza de los aurigas de Rhovanion no había sido quebrantada,
el ataque se habría producido antes y con mucha mayor fuerza, y el reino de
Gondor podría haber sido destruido. Pero el efecto principal de esa alianza se
revelaría en un futuro que nadie podía prever entonces: las dos grandes
expediciones de los rohirrim que acudieron a salvar a Gondor, la llegada de
Eorl al Campo de Celebrant y los cuernos del rey Théoden en las Pelennor, sin
los cuales el retorno del rey habría sido en vano.
Entretanto, los aurigas se lamían las heridas y planeaban el momento de
la venganza. Más allá del alcance de las armas de Gondor, en tierras al este
del mar de Rhûn desde donde no llegaban nuevas a los reyes, el pueblo de los aurigas
se extendió y multiplicó, ansioso de conquistas y botines, e inflamado de odio
por Gondor, que se le interponía en el camino. Transcurrió mucho tiempo, sin
embargo, antes de que se pusieran en movimiento. Por una parte, temían el poder
de Gondor, y como nada sabían de lo que pasaba al oeste del Anduin, suponían
que el reino era más grande y populoso de lo que era en realidad por aquel
entonces. Por otra parte, los aurigas del este habían estado expandiéndose
hacia el sur, más allá de Mordor, y estaban en conflicto con los pueblos de
Khand y sus vecinos del sur. Por fin se acordó una paz y una alianza entre
estos enemigos de Gondor, y se preparó un ataque simultáneo desde el norte y el
sur.
Poco o nada, claro está, se sabía de estos designios y movimientos en
Gondor. Lo que aquí se dice lo dedujeron mucho después los historiadores, que
llegaron también a comprender con claridad que el odio hacia Gondor y la
alianza de sus enemigos en acción concertada (para la cual ellos mismos no tenían
el tino ni la voluntad suficientes) habían sido consecuencia de las
maquinaciones de Sauron. Forthwini, hijo de Marhwini, advirtió en verdad al rey
Ondoher (que sucedió a su padre Calimehtar en el año 1936) que los aurigas de
Rhovanion se estaban reponiendo de su debilidad y su temor, y que sospechaba
que estaban recibiendo refuerzos desde el este, pues lo inquietaban mucho las
incursiones llevadas a cabo en los territorios meridionales, y que venían río
arriba o a través de los estrechos del bosque. Mientras tanto Gondor no podía
hacer otra cosa que tratar de reunir e instruir un ejército de suficiente
envergadura. Así, cuando el ataque se produjo finalmente, no sorprendió a
Gondor desprevenido, aunque no disponía de todas las fuerzas que hubiera necesitado.
Ondoher sabía que sus enemigos del sur estaban preparándose para la
guerra, y tuvo el tino de dividir sus fuerzas destinando un ejército al norte y
otro al sur. Este último era más pequeño, porque el peligro allí se estimaba
menor. Estaba al mando de Eärnil, miembro de la casa real, pues era
descendiente del rey Telumehtar, padre de Narmacil II. La base se encontraba en
Pelargir. El ejército del norte estaba al mando del mismo rey Ondoher. Ésta
había sido siempre la costumbre en Gondor, que el rey, si así lo quería,
estuviera al mando del ejército en una batalla importante, con tal de que un
heredero con derecho indiscutible al trono estuviera dispuesto para
sustituirlo. Ondoher provenía de un linaje guerrero, y era amado y estimado de
sus soldados, y tenía dos hijos, ambos en edad de portar armas: Artamir era
unos tres años mayor que Faramir.
La noticia de la aproximación del enemigo llegó a Pelargir el noveno día
de Cermië del año 1944. Eärnil ya había adoptado medidas: había cruzado el
Anduin con la mitad de sus fuerzas, y dejando indefensos intencionadamente los vados
del Poros, acampó a unas cuarenta millas [64 kilómetros] al norte, en
Ithilien del Sur. El rey Ondoher se había propuesto conducir a su ejército
hacia el norte a través de Ithilien y desplegarlo por la Dagorlad, terreno de
malos augurios para los enemigos de Gondor. (En ese tiempo los fuertes sobre la
línea del Anduin, al norte de Sarn Gebir, que había construido Narmacil I,
estaban todavía en buen estado y contaban con hombres suficientes como para
impedir cualquier intento enemigo de cruzar el río por los Bajos.) Pero la
noticia del ataque del norte no le llegó a Ondoher hasta la mañana del duodécimo
día de Cermië, ya cuando se acercaba el enemigo, mientras el ejército de Gondor
se trasladaba lentamente, pues Ondoher no había recibido hasta entonces ningún
aviso, y la vanguardia no había llegado todavía a las Puertas de Mordor. La
fuerza principal iba por delante con el rey y su Custodia, seguida por los
soldados del Ala Derecha y el Ala Izquierda que ocuparían sus lugares después
de dejar atrás Ithilien y al aproximarse a la Dagorlad. Esperaban allí que el
ataque llegara del norte o el nordeste, como había ocurrido antes en la Batalla
de los Llanos y en ocasión de la victoria de Calimehtar en la Dagorlad.
Pero no fue así. Los aurigas habían reunido una gran hueste en las
costas meridionales del mar mediterráneo de Rhûn, fortalecida por gentes de Rhovanion,
emparentadas con ellos, y por los nuevos aliados de Khand. Cuando todo estuvo
pronto, se pusieron en camino hacia Gondor desde el este, trasladándose de
prisa a lo largo de la línea de las Ered Lithui, donde se los descubrió
demasiado tarde. Así fue que cuando la delantera del ejército de Gondor sólo
había llegado a las Puertas de Mordor (el Morannon), una gran polvareda
llevada por un viento del este anunció la llegada de la vanguardia del enemigo.
Ésta se componía no sólo de los carros de guerra de los aurigas, sino también
de una fuerza de caballería mucho mayor de lo esperado. Ondoher sólo tuvo
tiempo de volverse y hacer frente al ataque con su flanco derecho cerca de el Morannon, y enviar la orden a Minothar, Capitán del Ala Izquierda en la retaguardia,
de que cubriera el flanco izquierdo tan de prisa como le fuera posible, cuando
los carros y los jinetes chocaron con los desordenados defensores. De la
confusión del desastre que siguió, pocas noticias claras llegaron alguna vez a
Gondor.
Ondoher no estaba en absoluto preparado para salir al encuentro de una
carga de jinetes y carros de gran peso. Acompañado por la custodia y llevando
el estandarte había ascendido de prisa a una pequeña loma, pero esto de nada
sirvió. Lo más pesado de la carga se dirigió contra su estandarte, que le fue
arrebatado; la custodia fue casi por completo aniquilada, y él mismo fue muerto
junto a su hijo Artamir. Los cuerpos nunca se recuperaron. El ataque del
enemigo pasó sobre ellos y a ambos lados de la loma, y penetró profundamente
entre las filas desordenadas de Gondor, haciéndolas retroceder sobre los que
estaban detrás en medio de una gran confusión y dispersando y persiguiendo a
muchos otros hasta la ciénaga de los Muertos.
Minothar tomó el mando. Era un hombre a la vez valiente y diestro en la
guerra. El primer furor del ataque se había extinguido felizmente, y las
pérdidas no eran tantas como el enemigo había esperado. La caballería y los
carros se habían retirado, porque se aproximaba el grueso de las fuerzas de los
aurigas. En el tiempo de que dispuso Minothar, levantando su propio estandarte,
reunió a los hombres restantes del Centro y a los suyos propios que estaban
allí. Inmediatamente envió mensajeros a Adrahil de Dol Amroth, el capitán del
Ala Izquierda, ordenándole que se retirara rápidamente, tanto con los que tenía
a su mando, como con la retaguardia del Ala Derecha que no había entrado
todavía en acción. Con esas fuerzas debía ocupar una posición defensiva entre
Cair Andros (que contaba con hombres) y las montañas de Ephel Dúath, donde a
causa de una curva del Anduin hacia el este, el terreno era muy estrecho, y
cubrir tanto tiempo como le fuera posible los accesos a Minas Tirith. Minothar,
por su parte, para dar tiempo a esta retirada, recompondría la retaguardia e
intentaría impedir el avance enemigo. Adrahil debía enviar sin dilación
mensajeros que informaran a Eärnil, si les era posible encontrarlo, del
desastre del Morannon y de la posición del ejército del norte en retirada.
Cuando el grueso del ejército de los aurigas avanzó con intención de
ataque, eran las dos de la tarde, y Minothar había hecho retirar su línea al
extremo del gran Camino del Norte de Ithilien, a media milla del punto en que
doblaba al este hacia las torres de vigilancia del Morannon. El triunfo
inicial de los aurigas fue el comienzo de su ruina. Ignorando el número y la
disposición del ejército de defensa, habían lanzado un primer ataque demasiado
pronto, antes de que la mayor parte de ese ejército hubiera abandonado la
estrecha tierra de Ithilien, y el éxito de la carga de los carros y la
caballería había resultado más rápido y abrumador de lo esperado. El ataque
fundamental se retardó demasiado entonces, y ya no pudieron valerse con plena
eficacia de la superioridad numérica de acuerdo con la táctica que habían
adoptado, pues estaban más acostumbrados a guerrear en campo abierto. Bien es
posible suponer que, estimulados por la caída del rey y la desordenada huida de
una gran parte del Centro opositor, creyeran haber vencido ya a las fuerzas
defensivas, y que su propio ejército no tenía más que invadir y ocupar Gondor.
Si era así, estaban engañados.
Los aurigas avanzaron con escaso orden, todavía exultantes y cantando
cantos de victoria, sin ver aún signos de defensa alguna que les saliera al
encuentro, hasta que descubrieron que el camino a Gondor doblaba al sur hacia
una estrecha arboleda bajo la oscura sombra del Ephel Dúath, donde un ejército
sólo podía marchar o cabalgar ordenadamente por una larga ruta. Ante ellos
avanzaba por una profunda hendedura...
Aquí el texto queda abruptamente interrumpido, y las notas y borradores
para una posible continuación son en su mayor parte ilegibles. Es posible
concluir, sin embargo, que los hombres de éothéod lucharon junto con Ondoher; y
también que se le ordenó al segundo hijo de Ondoher, Faramir, que permaneciera
en Minas Tirith como regente, pues la ley no permitía que sus dos hijos
intervinieran en la batalla al mismo tiempo (algo similar se dice antes en la
narración). Pero Faramir no lo hizo; fue a la guerra disfrazado y allí lo
mataron. La escritura es aquí casi imposible de descifrar, pero parece que Faramir
se unió a los éothéod y fue atrapado con un grupo de ellos mientras retrocedían
hacia la ciénaga de los Muertos. El jefe de los éothéod (cuyo nombre es
indescifrable después del primer elemento Marh—) acudió a rescatarlos, pero
Faramir murió en sus brazos, y sólo cuando le registró el cuerpo descubrió
señales que indicaban que se trataba del príncipe. El jefe de los éothéod fue
entonces a reunirse en el extremo del Camino del Norte, en Ithilien, con Minothar,
quien, en ese preciso momento, daba órdenes de que se llevara un mensaje al príncipe
en Minas Tirith, en el que se le comunicaba que era ahora rey. Fue entonces
cuando el jefe de los éothéod le dio la noticia de que el príncipe había ido
disfrazado a la batalla y allí había muerto.
La presencia de los éothéod y el papel que representa su jefe pueden
explicar que, en esta narración, que constituye ostensiblemente una crónica del
comienzo de la amistad entre Gondor y los rohirrim, se incluyera esta elaborada
historia de la batalla del ejército de Gondor con los aurigas.
El pasaje final del texto conservado da la impresión de que la
exaltación y el júbilo del ejército de los aurigas, mientras descendían por el
camino a la profunda hendedura, duraría muy poco, pero las notas finales
muestran que no iban a ser contenidos durante mucho tiempo por la defensa de
retaguardia de Minothar. «Los aurigas
penetraron implacablemente en Ithilien» y «al atardecer del decimotercer día de
Cermië aplastaron a Minothar», que fue muerto por una flecha. Se dice aquí que
éste era hijo de la hermana del rey Ondoher. «Sus hombres lo retiraron de la
refriega y lo que quedaba de la retaguardia huyó hacia el sur a reunirse con
Adrahil.» El comandante principal de los aurigas ordenó entonces detener el
avance y celebró una fiesta. Nada más puede descifrarse; pero una breve crónica
que figura en el Apéndice A de El Señor de los Anillos cuenta cómo Eärnil vino
del sur y los obligó a retirarse en desorden:
En 1944 el rey Ondoher y sus dos hijos Artamir y Faramir cayeron en la
batalla al norte del Morannon, y el enemigo penetró en Ithilien. Pero
Eärnil, capitán del ejército del sur, obtuvo una gran victoria en Ithilien del
Sur y destruyó al ejército de Harad que había cruzado el río Poros. Yendo de
prisa hacia el norte, reunió a todos los que pudo del ejército del norte en
retirada y avanzó sobre el principal campamento de los aurigas mientras éstos
estaban entregados a la diversión y a la juerga creyendo que Gondor había sido
vencida y que nada quedaba por hacer, excepto recoger el botín. Eärnil irrumpió
entonces en el campamento y puso fuego a los carros, y expulsó de Ithilien al
enemigo, que huyó en desbandada. Gran parte de los que escaparon delante de él,
perecieron en la ciénaga de los Muertos.
En «La Cuenta de los Años» la victoria de Eärnil recibe el nombre
de la Batalla del Campamento. Después de la muerte de Ondoher y sus dos
hijos en el Morannon, Arvedui, último rey del reino el norte, reclamó la
corona de Gondor; pero no fue escuchado, y en el año que siguió a la Batalla
del Campamento, Eärnil recibió la corona. Su hijo fue Eärnur, que murió en
Minas Morgul después de aceptar el reto del señor de los nazgûl, y fue el
último de los reyes del reino el sur.
LA EXPEDICIÓN DE EORL
Mientras los éothéod vivían todavía en su vieja patria, eran conocidos
en Gondor como un pueblo en el que se podía confiar, y recibían noticias de
todo cuanto pasaba en esa región. Eran un resto de los hombres del norte,
considerados parientes en remotos tiempos de los dúnedain, y en los días de los
grandes reyes habían sido sus aliados y habían contribuido con su sangre al
bienestar del pueblo de Gondor. No pasó, pues, inadvertido en Gondor que los éothéod
se trasladaran al norte lejano en los días de Eärnil II, el penúltimo rey del reino
el sur.
La nueva tierra de los éothéod estaba al norte del bosque Negro, entre
las montañas Nubladas al oeste y el río del bosque al este. Hacia el sur se
extendía hasta la confluencia de los dos cortos ríos que ellos llamaron Grislin
y Fuente Lejana. Grislin nacía en Ered Mithrin, las montañas
Grises, pero descendía de las montañas Nubladas, y llevaba ese nombre porque
era allí donde nacía el Anduin, que, a partir de su unión con el Grislin,
llamaban Anegación Lejana.
Todavía había intercambio de mensajeros entre Gondor y los éothéod
después de que éstos hubieran partido; pero había unas cuatrocientas cincuenta
de nuestras millas [724 kilómetros] entre la confluencia del Grislin y
el Fuente Lejana (donde se encontraba su único burgo fortificado) y la del
Limclaro y el Anduin en línea directa a vuelo de pájaro, y mucho más para los
que viajaban por tierra; y de igual modo había unas ochocientas millas [1287
kilómetros] hasta Minas Tirith.
La crónica de Cirion y Eorl no informa de acontecimiento alguno antes de
la Batalla del Campo de Celebrant; pero a partir de otras fuentes puede
suponerse lo siguiente.
Las extensas tierras al sur del bosque Negro, desde las Tierras Brunas
hasta el mar de Rhûn, que no ofrecían obstáculo a los invasores venidos del este
hasta llegar al Anduin, era motivo de preocupación e inquietud para los
gobernantes de Gondor. Pero durante la Paz Vigilada, los fuertes a lo largo del
Anduin, especialmente los de la orilla occidental de los Codos, habían quedado
abandonados y descuidados. Al cabo de ese tiempo, Gondor fue atacada a la vez
por orcos no lejos de Mordor (que durante mucho tiempo no se había vigilado) y
por los corsarios de Umbar, y no se tenían hombres ni hubo oportunidad para
apostar gente armada a lo largo de la línea del Anduin al norte de Emyn Muil.
Cirion se convirtió en senescal de Gondor en el año 2489. La amenaza del
norte le preocupaba de continuo y reflexionaba sin cesar sobre cómo prevenir la
invasión desde esa región a medida que las fuerzas de Gondor disminuían.
Instaló a unos pocos hombres en los viejos fuertes para que vigilaran los Codos
y envió exploradores y espías a las tierras que se extendían entre el bosque
Negro y Dagorlad. No tardó así en enterarse de que nuevos y peligrosos enemigos
venidos del este se estaban infiltrando sin pausa desde más allá del mar de
Rhûn. A los hombres del norte supervivientes, amigos de Gondor que todavía
vivían al este del bosque Negro, los mataban y los rechazaban hacia el norte, a
lo largo del río Rápido, y hacia el bosque. Pero nada podía hacer para
ayudarlos, y se hizo más y más peligroso recoger noticias; fueron demasiados
los exploradores suyos que no volvieron nunca.
Así fue que solamente cuando hubo transcurrido el año 2509 se enteró
Cirion de que se preparaba un gran movimiento contra Gondor: huestes de hombres
se reunían a lo largo de las lindes meridionales del bosque Negro. Contaban
sólo con armas rudimentarias y no disponían de muchos caballos para cabalgar,
pues los utilizaban sobre todo como animales de tiro por tener muchos grandes
carros al igual que los aurigas (con quienes sin duda estaban emparentados) que
atacaron a Gondor durante los últimos días de los reyes. Pero lo que les
faltaba en pertrechos de guerra lo compensaban en número, en la medida en que
puede conjeturarse.
Enfrentado con este peligro, Cirion, desesperado, finalmente pensó en
los éothéod y decidió enviarles mensajeros. Pero tendrían que atravesar
Calenardhon y cruzar los Codos y luego recorrer tierras ya vigiladas y
patrulladas por los balchoth antes de llegar a los valles del Anduin. Esto
significaría una cabalgada de unas cuatrocientas cincuenta millas [724 kilómetros]
hasta los Codos, y más de quinientas [805 kilómetros] desde allí hasta
los éothéod, y desde los Codos se verían forzados a ir cautelosos y sobre todo
de noche hasta dejar atrás la sombra de Dol Guldur. Cirion tenía escasas
esperanzas de que alguno pudiera hacerlo. Convocó voluntarios, y escogiendo a
seis jinetes de gran valentía y resistencia, los envió por pares y con un día
de intervalo entre ellos. Cada cual llevaba un mensaje aprendido de memoria y
también una pequeña piedra con la inscripción del sello de los senescales, para
que los diera al señor de los éothéod en persona si lograba llegar a esa
tierra. El mensaje estaba dirigido a Eorl, hijo de Léod, porque Cirion sabía
que había sucedido a su padre unos años antes, cuando no era sino un joven de
dieciséis, y aunque ahora no contaba sino con veinticinco, era alabado en todas
las nuevas que llegaban a Gondor como hombre de gran valentía y con una
sabiduría propia de una edad más avanzada. No obstante, Cirion tenía pocas
esperanzas de que aun cuando el mensaje le llegara, tendría éste respuesta.
Sólo la vieja amistad que unía a los éothéod con Gondor lo decidiría a acudir
desde tan lejos con las fuerzas de que pudiera disponer. Las nuevas de que los balchoth
estaban destruyendo a los últimos miembros de su linaje en el sur, si no las
conocía ya, podrían dar peso a su llamada, si los mismos éothéod no estaban
amenazados de ataque. Cirion no dijo nada más, y ordenó al ejército con que
contaba que hiciera frente a la tormenta. Reunió las mayores fuerzas que pudo,
y poniéndose él mismo al mando, se aprontó a conducirlas hacia el norte, a
Calenardhon, lo más de prisa posible. Dejó al mando a Hallas, su hijo, en Minas
Tirith.
El primer par de mensajeros partió el décimo día de Súlimë; y uno de
esos dos, entre todos los seis, logró llegar ante los éothéod. Era Borondir, un
gran jinete perteneciente a una familia que se decía descendiente de un capitán
de los hombres del norte al servicio de los reyes de antaño. De los otros nunca
se supo nada, salvo del compañero de Borondir. Fue muerto a flechazos en una
emboscada al pasar cerca de Dol Guldur, de la que escapó Borondir por fortuna y
gracias a la rapidez de su caballo. Fue perseguido hacia el norte hasta los
Campos Gladios, y a menudo importunado por hombres que salían del bosque, tuvo
que alejarse del camino directo. Llegó por fin ante los éothéod al cabo de
quince días y sin alimento los dos últimos; y estaba tan agotado que apenas
pudo pronunciar su mensaje ante Eorl. Era entonces el vigésimo quinto día de
Súlimë. Eorl deliberó consigo mismo en silencio; pero no le exigió largo
tiempo. Al cabo de un rato se puso en pie y dijo: —Iré. Si la Mundburg cae,
¿hacia dónde huiremos en la Oscuridad?—Entonces estrechó la mano de Borondir
como signo de su promesa.
Eorl en seguida convocó a su consejo de ancianos, y empezó a prepararse
para la gran expedición. Pero esto le llevó varios días porque el ejército
tenía que ser reunido, y había que tomar disposiciones con miras a la
organización de la población y a la defensa de la tierra. En ese tiempo los éothéod
estaban en paz y no tenían miedo de la guerra, aunque quizás esto podía cambiar
cuando se enteraran de que su señor se había ido a batallar a lo lejos en el
sur. No obstante, Eorl advertía perfectamente que nada lograría si no
movilizaba todas sus fuerzas, y debía arriesgarlo todo o echarse atrás y
quebrantar su promesa.
Por fin el entero ejército fue reunido; y sólo unos pocos centenares
quedaron atrás para dar apoyo a los hombres que por su excesiva juventud o por
su vejez eran inadecuados para tan desesperada aventura. Era entonces el sexto
día del mes de Víressë. Ese día, en silencio, la gran éoherë se puso en
camino dejando el miedo atrás y llevando consigo escasas esperanzas; porque no
sabían qué tenían por delante, ni a lo largo del camino ni al llegar a destino.
Se dice que Eorl condujo a unos siete mil jinetes plenamente armados y unos
centenares de arqueros montados. A su derecha cabalgaba Borondir para que le
sirviera de guía en la medida en que fuera capaz, pues hacía poco había
atravesado esas tierras. Pero su gran ejército no fue amenazado ni atacado
durante la larga travesía por los valles del Anduin. Todas las gentes, buenas o
malas, al verlos aproximarse, huían a su paso por miedo a su poderío y
esplendor. Mientras avanzaban hacia el sur y pasaban por la parte meridional
del bosque Negro (bajo el Entrante Oriental), que estaba entonces infestado por
la presencia de los balchoth, no hallaron, sin embargo, señales de hombres, ni
reunidos en ejércitos ni en partidas de exploración, que se interpusieran en su
camino o espiaran sus movimientos. En parte esto era consecuencia de
acontecimientos que les eran desconocidos, ocurridos después de la partida de
Borondir; pero otros poderes obraban, además. Porque cuando por fin el ejército
se acercó a Dol Guldur, Eorl se desvió hacia el oeste por temor de la sombra
oscura y de la nube que de allí salían, y luego prosiguió la marcha sin perder
de vista el Anduin. Muchos jinetes dirigieron hacia allí sus miradas, a medias
con el temor y a medias con la esperanza de divisar a lo lejos las luces de Dwimordene,
la peligrosa tierra de la que se cuenta en las leyendas populares que brilla
como el oro en primavera. Pero ahora parecía amortajada en una niebla de suave
resplandor; y para su consternación la niebla cruzó el río y se extendió por
encima de la tierra ante ellos.
Eorl no se detuvo. —¡Seguid cabalgando!—ordenó—. Es el único camino.
¿Nos apartará de la guerra la niebla de un río después de haber recorrido
camino tan largo?
Al acercarse vieron que la niebla blanca hacía retroceder la lobreguez
de Dol Guldur, y pronto penetraron en ella, cabalgando lentamente en un
principio, y cautelosos; pero bajo el dosel de la niebla todas las cosas
aparecían iluminadas de una luz clara y sin sombras, mientras que a derecha e
izquierda estaban protegidos como por unos blancos muros de secreto.
—La señora del bosque Dorado está de nuestra parte, según parece—dijo
Borondir.
—Quizá—dijo Eorl—. Pero por lo menos he de confiar en la sabiduría de
Felaróf. No huele mal alguno. Su corazón está animado y se le han curado las
fatigas: está ansioso por recibir su ración. ¡Así sea! Porque nunca he estado
más necesitado de velocidad y secreto.
Entonces Felaróf avanzó de un salto y el ejército los siguió como un
viento grande, pero en un silencio extraño, como si los cascos no dieran contra
el suelo. Así siguieron cabalgando durante ese día y el próximo, tan frescos y
ansiosos como en la mañana de la partida; pero al amanecer del tercer día
despertaron de su descanso, y súbitamente la niebla había desaparecido, y
vieron que habían avanzado mucho en campo abierto. A la derecha el Anduin
estaba cerca, pero habían casi pasado su meandro oriental, y los Codos estaban
a la vista. Era la mañana del decimoquinto día de Víressë, y habían llegado con
una rapidez inesperada.
Aquí termina el
texto, con una nota que anuncia que debía seguir una descripción de la Batalla
del Campo de Celebrant. El Apéndice A (II) de El Señor de los Anillos incluye
una breve crónica de la guerra:
Un gran ejército de hombres salvajes venidos del nordeste atravesó
Rhovanion, y bajando desde las Tierras Brunas, cruzaron el Anduin en balsas de
madera. Al mismo tiempo, por casualidad o designio, los orcos (que, en ese
tiempo, antes de la guerra librada contra los enanos, estaban en la plenitud de
sus fuerzas) bajaron de las montañas. Los invasores penetraron en Calenardhon,
y Cirion, senescal de Gondor, envió mensajeros al norte en busca de ayuda...
Cuando Eorl y sus jinetes llegaron al Campo de Celebrant, el ejército
del norte de Gondor se encontraba en peligro. Derrotado en el Páramo y aislado
del sur, había sido obligado a retroceder cruzando el Limclaro y fue entonces
repentinamente atacado por el ejército de orcos que lo rechazó hacia el Anduin.
Ya no había esperanzas cuando, inesperadamente, llegaron los jinetes del norte
e irrumpieron sobre la retaguardia del enemigo. Entonces la suerte de la
batalla se invirtió, y el enemigo debió cruzar el Limclaro viéndose gravemente
diezmadas sus filas. Eorl se lanzó a la persecución con sus hombres y, así, tan
grande fue el miedo que cundió ante los jinetes del norte, que el pánico dominó
a los invasores del Páramo, y los jinetes les dieron caza en las llanuras de
Calenardhon.
En el Apéndice A (I, iv) se ofrece una crónica similar y más breve. En
ninguno de ambos casos resulta del todo claro el curso de la batalla, pero
parece seguro que los jinetes, después de haber cruzado los Codos, atravesaron
el Limclaro y cayeron sobre la retaguardia del enemigo en el Campo de Celebrant
y que «el enemigo debió cruzar el Limclaro viéndose gravemente diezmadas sus
filas» significa que los balchoth fueron rechazados hacia el sur en el Páramo.
CIRION Y EORL
Una nota sobre
el Halifirien, el fanal más occidental de Gondor a lo largo del curso de Ered
Nimrais, precede la historia.
El Halifirien era el más alto de los fanales y, como Eilenach, el que le
seguía en altura, parecía destacarse en solitario por encima del bosque; porque
detrás de él había una profunda grieta, el oscuro valle de Firien, abierto en
la prolongada estribación del norte de Ered Nimrais, de la que era el punto más
alto. Desde esa grieta se levantaba como un muro escarpado, pero sus cuestas
exteriores, especialmente hacia el norte, eran prolongadas y nunca empinadas, y
sobre ellas crecían árboles casi hasta la cima. A medida que descendían, los
árboles iban haciéndose más densos, especialmente a lo largo de la corriente
Mering (que nacía en la grieta) y hacia el norte en la llanura por donde la corriente
fluía hacia el Entaguas. El gran Camino del Norte avanzaba por un claro
longitudinal abierto en el bosque para evitar las tierras húmedas más allá de
sus lindes septentrionales; pero este camino había sido hecho en días antiguos,
y, después de la partida de Isildur, nadie derribó nunca un árbol en el bosque
de Firien, salvo los centinelas de los fanales, cuya misión consistía en
mantener despejado el gran camino y también el sendero que llevaba a la cima de
la colina. Este sendero salía del Camino cerca de la entrada en el bosque y
ascendía serpenteante hasta la parte desprovista de árboles, más allá de la
cual había una antigua escalinata de piedra que conducía al sitio del fanal, un
amplio círculo nivelado por quienes habían construido la escalinata.
Los centinelas del fanal eran los únicos habitantes del bosque, con la
única excepción de las bestias salvajes; moraban en cabañas construidas en los
árboles cerca de la copa, pero no permanecían allí mucho tiempo a no ser que el
mal tiempo los obligara, e iban y venían por turnos en el desempeño de su
tarea. Casi todos se alegraban de volver a sus hogares. No por el peligro de
las bestias salvajes ni porque alguna sombra maligna de días oscuros se
proyectara en el bosque; sino porque por debajo del ruido del viento y de los
pájaros y las bestias o, a veces, el de los jinetes que pasaban de prisa por el
Camino, había un silencio; y los hombres se sorprendían hablando a sus
compañeros en un susurro, como si fueran a escuchar el eco de una gran voz que
clamara desde muy lejos y mucho tiempo atrás.
El nombre Halifirien significaba en la lengua de los rohirrim «montaña
Sagrada». Antes de su llegada se la llamaba en sindarin Amon Anwar,
«montaña del Temor Reverente»; por esa razón nadie la conocía en Gondor,
salvo sólo (como se comprobó después) el rey o el senescal regente. Para los
pocos hombres que se aventuraban a abandonar el Camino y a errar entre los
árboles, el bosque de por sí era ya motivo suficiente: en la lengua común se lo
llamaba «el bosque Susurrante». En los días del apogeo de Gondor, no se
levantaba fanal alguno en la colina mientras las palantíri mantenían todavía
comunicación entre Osgiliath y las tres torres del reino sin necesidad de
recurrir a mensajeros o señales. En días posteriores, poca era la ayuda que
podía esperarse del norte a medida que el pueblo de Calenardhon iba declinando,
ni tampoco era factible que se enviaran allí fuerzas mientras Minas Tirith se
empeñaba más y más en mantener la línea del Anduin y proteger sus orillas
meridionales. En Anórien habitaban todavía muchos que tenían por misión
proteger los accesos septentrionales, fuera por Calenardhon o a través del
Anduin en Cair Andros. Para comunicarse con ellos se levantaron y conservaron
los tres fanales más viejos (Amon Dîn, Eilenach y Min-Rimmon), pero, aunque se
fortificó la línea de la corriente Mering (entre los marjales inaccesibles de
su confluencia con el Entaguas y el puente por el que el Camino llevaba hacia
el oeste del bosque Firien), no estaba permitido que se levantara fuerte o
fanal alguno sobre Amon Anwar.
En los días de Cirion el senescal, los balchoth, aliados con los orcos,
cruzaron el Anduin, penetraron en el Páramo e iniciaron la conquista de
Calenardhon. De este peligro mortal, que habría provocado la ruina de Gondor,
se salvó el reino por la intervención de Eorl el Joven y los rohirrim.
Cuando la guerra terminó, los hombres se preguntaron cómo el senescal
honraría y recompensaría a Eorl, y esperaban que se celebrara una gran fiesta
en Minas Tirith, donde esas cosas se revelarían. Pero Cirion era hombre que se
atenía a sus propias decisiones. Mientras el reducido ejército de Gondor se
dirigía hacia el sur, venía acompañado por Eorl y una éored de jinetes del norte.
Cuando llegaron a la corriente Mering, Cirion se volvió a Eorl y dijo para
asombro de los hombres:
—Ahora, adiós, Eorl, hijo de Léod. Volveré a mi patria, donde hay que
poner en orden muchas cosas. Entrego Calenardhon a tu cuidado por el momento,
si no tienes prisa en regresar a tu reino. En el término de tres meses volveré
a encontrarte aquí y entonces cambiaremos opiniones.
—Volveré—respondió Eorl; y así se separaron.
No bien llegó Cirion a Minas Tirith, convocó a algunos de sus más fieles
servidores. —Id al bosque Susurrante—dijo—. Allí debéis abrir de nuevo el viejo
sendero a Amon Anwar. Hace ya mucho que lo cubren las malezas; pero una piedra
erguida junto al Camino señala todavía su entrada, en el punto en que la región
septentrional del bosque se cierra sobre ella. El sendero da muchas vueltas,
pero a cada recodo hay una piedra erguida. Siguiéndolas, llegaréis por fin al
cabo de los árboles y os encontraréis al pie de una escalinata de piedra. Os
encomiendo no ir más adelante. Haced este trabajo tan de prisa como podáis y
luego volved a mí. No derribéis árboles; sólo despejad el terreno, para que
unos pocos hombres de a pie puedan ascender fácilmente. Dejad la entrada junto
al Camino todavía cubierta, de modo que nadie que transite por allí tenga la
tentación de coger el sendero antes que yo mismo lo haga. No digáis a nadie a
dónde os dirigís o lo que habéis hecho. Si alguien os lo pregunta, decid sólo
que el señor senescal desea que se disponga un sitio para su encuentro con el señor
de los jinetes.
Llegado el momento, Cirion se puso en camino junto con Hallas, su hijo,
y el señor de Dol Amroth y otros dos miembros de su consejo; y se encontró con
Eorl en el cruce de la corriente Mering. Con Eorl estaban tres de sus
principales capitanes.
—Vayamos ahora al sitio que tengo preparado—dijo Cirion. Entonces
apostaron una guardia en el puente y volvieron al Camino sombreado de árboles y
llegaron a la piedra erguida. Allí desmontaron, y dejaron una fuerte guardia de
soldados de Gondor; y Cirion, junto a la piedra, habló a sus compañeros—Voy
ahora a la montaña del Temor Reverente. Seguidme si queréis. Conmigo irá un
escudero y otro con Eorl para que carguen nuestras armas; todos los demás irán
desarmados como testigos de nuestras palabras y nuestras acciones en ese alto
lugar. He mandado preparar el sendero, aunque nadie lo ha transitado desde que
vine aquí con mi padre.
Entonces Cirion guio a Eorl entre los árboles y los demás siguieron en
orden; y cuando hubieron dejado atrás la primera de las piedras interiores,
bajaron la voz, y andaban cautelosos como si temieran hacer el menor ruido. Así
llegaron a las cuestas superiores de la colina y atravesaron un cinturón de
abedules blancos y vieron la escalinata de piedra que ascendía a la cima.
Cuando salieron de la sombra del bosque, el sol les parecía cálido y brillante,
porque era el mes de Úrimë; no obstante, la cumbre de la colina estaba verde
como si fuera todavía Lótessë.
Al pie de la escalinata había una bóveda pequeña en la ladera de la
colina, hecha con turba de las orillas. Allí la compañía reposó un rato hasta
que Cirion se puso en pie y tomó de su escudero el cetro blanco y la capa blanca
de los senescales de Gondor. Entonces, en pie en el primer escalón de la
escalinata, rompió el silencio diciendo en voz baja, pero clara:
—Declararé ahora lo que con la autoridad de los senescales de los reyes
he resuelto ofrecer a Eorl, hijo de Léod, señor de los éothéod, en
reconocimiento del valor de su pueblo y de la ayuda que dispensó a Gondor en
momentos de extremada necesidad, cuando ya no quedaban esperanzas. A Eorl daré,
como libre don, toda la gran tierra de Calenardhon desde el Anduin hasta el
Isen. Allí reinará, si así lo desea, y sus herederos después de él, y su pueblo
vivirá en libertad mientras dure la autoridad de los senescales, hasta el
retorno del gran rey. Nada los obligará, salvo sus propias leyes y su voluntad,
con esta excepción solamente: estarán unidos en perpetua amistad con Gondor, y
los enemigos de Gondor serán sus enemigos, mientras ambos reinos perduren. Pero
a esto mismo estará obligado el pueblo de Gondor.
Entonces Eorl se puso de pie, pero permaneció por algún tiempo en
silencio. Porque estaba asombrado ante la gran generosidad de la dádiva y los
nobles términos en que le había sido ofrecida; y vio la sabiduría con que se
conducía Cirion a la vez en relación consigo mismo como gobernante de Gondor, y
como amigo de los éothéod, de cuyas necesidades tenía conciencia. Porque eran
ahora un pueblo en exceso numeroso para habitar en la tierra del norte y
anhelaban volver a sus antiguos hogares, aunque los detenía el temor de Dol
Guldur. Pero en Calenardhon tendrían más espacio del que nunca les cabría haber
esperado y al mismo tiempo estarían lejos de las sombras del bosque Negro.
No obstante, más que el tino y la política, movían a Cirion y a Eorl la
gran amistad que unía a sus respectivos pueblos y el amor que había entre ellos
como verdaderos hombres. De parte de Cirion el amor era el de un padre
juicioso, hecho a los cuidados del mundo, por un hijo en la flor de la fuerza y
la esperanza de la juventud; mientras que en Cirion veía Eorl al hombre más
encumbrado y noble que nunca hubiera visto en el mundo, y al más sabio, en
quien se asentaba la majestad de los reyes de los hombres de mucho tiempo
atrás.
Por fin, cuando Eorl hubo examinado todo esto de prisa en su
pensamiento, habló diciendo: —Señor senescal del gran rey, acepto para mí y mi
pueblo el regalo que ofrecéis. Excede con mucho cualquier recompensa que
nuestras acciones hayan podido merecer, si no hubieran sido a su vez un libre
don de la amistad. Pero ahora sellaré esta amistad con un juramento que no será
olvidado.
—Entonces, subamos a lo alto de la colina—dijo Cirion—, y ante estos
testigos hagamos los votos que creamos adecuados.
Entonces Cirion ascendió la escalinata con Eorl, y los demás les
siguieron; y cuando llegaron a la cima, vieron un amplio espacio oval cubierto
de hierba, sin cercar, pero en su extremo oriental se alzaba un pequeño
montículo donde crecían las blancas flores del alfirin, y el sol que se ponía
las tocaba de oro.
Entonces, el señor de Dol Amroth, principal de los de la compañía de
Cirion, avanzó hacia el montículo y vio, sobre la hierba que crecía frente a él
sin que las brezas o la intemperie la hubieran deteriorado, una piedra negra; y
sobre ella había grabadas tres letras. Entonces le dijo a Cirion:
—¿Es esto una tumba? Y en este caso, ¿qué gran hombre de antaño yace
aquí?
—¿No has leído las letras?—preguntó Cirion.
—Lo hice—dijo el príncipe—, y por ello me asombro; porque las letras son
lambe, ando, lambe, pero no existe la tumba de Elendil, ni
nadie se ha atrevido nunca desde sus días a llevar ese nombre.
—No obstante, ésa es su tumba—dijo Cirion—y de ella proviene el
reverente temor que reina en esta colina y en los bosques que la rodean. Desde
Isildur, que la levantó, hasta Meneldil, que lo sucedió, y así sucesivamente, a
lo largo del linaje de los reyes y del linaje de los senescales hasta mí mismo,
esta tumba se ha mantenido en secreto por orden de Isildur. Porque dijo: «Aquí
se encuentra el punto medio del reino el sur y aquí se guardará la memoria de
Elendil el Fiel bajo la protección de los valar mientras el reino perdure. Esta
colina será un santuario y que nadie perturbe su paz ni su silencio, a no ser
que sea heredero de Elendil». Os he traído aquí esperando que los votos que
se hagan tengan la máxima solemnidad para nosotros y para los herederos de
ambas partes.
Entonces todos los allí presentes se quedaron un rato de pie, en
silencio, con la cabeza gacha, hasta que Cirion dijo a Eorl: —Si estás
dispuesto, haz ahora tu voto como te parezca conveniente y de acuerdo con las
costumbres de tu pueblo.
Eorl avanzó entonces y, tomando su espada del escudero, la colocó
erguida sobre la tierra. Luego la desenvainó y la arrojó al aire; la espada
resplandeció con la luz del sol, y Eorl, atrapándola otra vez, se adelantó y
puso su hoja sobre el montículo, pero con la mano todavía en torno a la
empuñadura. Entonces pronunció en voz alta el Juramento de Eorl. Esto dijo en
la lengua de los éothéod, y que en lengua común se interpreta así:
—Escuchad ahora todos los pueblos que no os inclináis ante la Sombra del
este, por dádiva del señor de Montburgo, vendremos a habitar en la tierra que
él llama Calenardhon y, por tanto, juro en mi propio nombre y en el de
los éothéod del norte que entre nosotros y el gran pueblo del oeste habrá
eterna amistad: sus enemigos serán los nuestros, su necesidad será la nuestra,
y cualesquiera males o amenazas o ataques que sufran, los ayudaremos con el
máximo de nuestras fuerzas. Este juramento será vinculante para mis herederos,
tantos como me sigan en esta nuestra nueva tierra: que lo mantengan sin
quebrantarlo, no sea que la Sombra los cubra y sean maldecidos.
Entonces Eorl envainó su espada y se inclinó y volvió junto a sus
capitanes.
Cirion respondió entonces. Irguiéndose con toda su estatura, puso su
mano sobre la tumba y en la mano derecha sostuvo el cetro blanco de los senescales
y pronunció palabras que produjeron un respeto reverente en quienes las
escucharon. Porque mientras estaba así de pie, el sol descendía en llamas al oeste
y su blanco traje parecía encendido; y después de haber jurado que Gondor
estaría obligado por un igual vínculo de amistad en toda necesidad, alzó la voz
y dijo en quenya:
—Vanda sina
termaruva Elenna-nóreo alcar enyalien ar Elendil Vorondo voronwë. Nai tiruvantes
i hárar mahalmassen mi Númen ari Eru i orilyë mahalmar eä tennoio.
Y nuevamente dijo en lengua común:
—Este juramento se mantendrá en memoria de la gloria de la Tierra de la
Estrella y de la fe de Elendil el Fiel, en custodia de aquellos que se sienten
en los tronos del Oeste y de Aquel que está para siempre por encima de todos
los tronos.
Semejante juramento no se había oído nunca en la Tierra Media desde que
el mismo Elendil juró alianza con Gil-galad, rey de los eldar.
Y no fue otra vez utilizado hasta que el rey Elessar volvió y renovó el
juramento en el mismo sitio con el rey de los Rohirrim, Éomer, el decimoctavo
descendiente a partir de Eorl. Se había considerado que tan sólo el rey de
Númenor podía solicitar el testimonio de Eru, y exclusivamente en las ocasiones
de más grave solemnidad. La descendencia de los reyes había llegado a su
término con Ar-Pharazôn, que pereció en la Caída; pero Elendil Voronda
descendía de Tar-Elendil, el cuarto rey, y era considerado el legítimo señor de
los fieles, que no habían participado en la rebelión de los reyes y no
sucumbieron en la destrucción. Cirion era el senescal de los reyes que
descendían de Elendil y, en lo que a Gondor concernía, tenía como regente todos
sus poderes... hasta que el rey retornara. No obstante, su juramento dejó
atónitos a los que lo escucharon, y les produjo respetuoso temor y bastó por sí
solo (sobre la tumba venerable) para santificar el sitio donde se pronunció.
Cuando todo hubo terminado y caían las sombras de la noche, Cirion y
Eorl con su compañía descendieron en silencio por el bosque oscurecido, y
volvieron al campamento junto a la corriente Mering, donde se habían preparado
tiendas para ellos. Y después que hubieron comido, Cirion y Eorl, con el príncipe
de Dol Amroth y Éomund, el capitán principal de los éothéod, se sentaron juntos
y definieron los límites de la autoridad del rey de los éothéod y del senescal
de Gondor.
Los límites del reino de Eorl serían: al oeste, el río Angren desde su
unión con el Adorn, y desde allí hacia el norte hasta los cercos exteriores de
Agrenost, y desde allí hacia el oeste y hacia el norte a lo largo de las lindes
del bosque de Fangorn hasta el río Limclaro; y ese río era el límite
septentrional, pues la tierra de más allá nunca había sido reclamada por
Gondor. Al este sus límites serían el Anduin y el risco occidental de las Emyn
Muil hasta los marjales de las bocas del Onodló, y más allá de ese río, la
corriente del Glanhír, que fluía a través del bosque de Anwar para unirse al
Onodló; y al sur sus límites serían Ered Nimrais hasta el extremo de su brazo
septentrional, pero todos esos valles y llanos abiertos hacia el norte
pertenecerían a los éothéod, como también la tierra al sur de las Hithaeglir
entre los ríos Angren y Adorn.
En todas esas regiones Gondor conservaba todavía a su mando sólo la
fortaleza de Angrenost, dentro de la cual se levantaba la tercera torre de
Gondor, la inexpugnable Orthanc, donde se conservaba la cuarta de las palantíri del reino el sur. En los días de Cirion, Angrenost estaba todavía
ocupada por una guardia de gondoreanos, pero éstos se habían convertido en un
pequeño pueblo asentado gobernado por una capitanía hereditaria, y las llaves
de Orthanc estaban al cuidado del senescal de Gondor. Los «cercos exteriores»
nombrados en la descripción de los límites del reino de Eorl eran un muro y un
terraplén que se prolongaban unas dos millas [3 kilómetros] al sur de
las puertas de Angrenost, entre las colinas en que terminaban las montañas
Nubladas; más allá se extendían las tierras cultivadas de los habitantes de la
fortaleza.
Se acordó también que el Gran Camino que anteriormente recorría Anórien
y Calenardhon hasta Athrad Angren (los vados del Isen), y de allí hacia el
norte a Arnor, debía estar abierto al tránsito de ambos pueblos sin
impedimentos en tiempos de paz, y desde la corriente Mering hasta los vados del
Isen su mantenimiento estaría a cargo de los éothéod.
Por este pacto sólo una pequeña parte del bosque de Anwar, el oeste de
la corriente Mering, quedaba incluida en el reino de Eorl; pero Cirion declaró
que la colina de Anwar pasaba a ser un lugar sagrado para ambos pueblos, y los eorlingas y los senescales en adelante compartirían su custodia y mantenimiento. En días
posteriores, sin embargo, cuando los rohirrim crecieron en número y poderío
mientras Gondor declinaba y estaba por siempre amenazada desde el este y el
mar, los guardianes de Anwar fueron exclusivamente hombres de Folde Este, y el bosque
se volvió por costumbre parte del dominio real de los reyes de la Marca. A la colina
la llamaron Halifirien, y al bosque, el Firienholt.
En épocas posteriores, el día del Juramento se consideró el primero del
nuevo reino, cuando se le dio a Eorl el título de rey de la Marca de los jinetes.
Pero por entonces transcurrió algún tiempo antes de que los rohirrim tomaran
posesión de la tierra, y en vida Eorl fue conocido como señor de los éothéod
y rey de Calenardhon. El término Marca significaba frontera,
especialmente la que sirve como defensa de las tierras interiores de un reino.
Fue Hallas, hijo y sucesor de Cirion, quien utilizó por primera vez los nombres
sindarin «Rohan» para la Marca y «rohirrim» para el pueblo, pero
después fueron utilizados a menudo no sólo en Gondor, sino por los mismos éothéod.
Al día siguiente del Juramento, Cirion y Eorl se abrazaron y se
despidieron con pesar. Porque Eorl dijo: —Señor senescal, tengo mucho por hacer
y de prisa. Esta tierra está ahora libre de enemigos; pero no están destruidos
de raíz, y más allá del Anduin y en las lindes del bosque Negro no sabemos qué
peligros acechan. Envié ayer a tres mensajeros al norte, hombres bravos y expertos
jinetes, con la esperanza de que uno llegue por lo menos antes que yo a mi
patria. Porque ahora he de retornar y con alguna fuerza; mi tierra quedó con
pocos hombres, los que son aún demasiado jóvenes y los muy ancianos; y si han
de emprender tan largo viaje, nuestras mujeres e hijos, con todo lo que no
podemos dejar atrás, deben recibir protección; y sólo al señor de los éothéod
en persona seguirán. Dejaré tras de mí a todas las fuerzas que pueda, casi la
mitad del ejército que se encuentra ahora en Calenardhon. Habrá algunas
compañías de arqueros montados para que acudan a donde la necesidad lo exija,
si alguna banda del enemigo todavía ronda por la región; pero lo principal de
la fuerza estará en el nordeste para que monte guardia en el sitio donde los balchoth
cruzaron el Anduin desde las Tierras Brunas; porque ahí está todavía el más
grande peligro, y ahí está también mi más grande esperanza, si regreso, de
conducir a mi pueblo a su nueva tierra con tan poca aflicción y pérdida como
sea posible. Si regreso, digo; pero tened por seguro que lo haré para mantener
el juramento, a no ser que nos advenga un desastre y perezca con mi pueblo en
el largo recorrido. Porque éste por fuerza habrá de hacerse a lo largo de la
orilla oriental del Anduin siempre bajo la amenaza del bosque Negro, y en el
tramo final deberá pasar por el valle oscurecido por la sombra de la colina que
llamáis Dol Guldur. Sobre la margen occidental no hay sendero para
jinetes ni para una gran hueste de gente y carros, aun cuando las montañas no
estuvieran infestadas de orcos; y nadie alcanza a pasar, sean muchos o pocos,
por el Dwimordene, donde habita la dama blanca que teje redes de las que ningún
mortal puede escapar. Por la ruta del este iré, como vine a Celebrant y que los
que hemos invocado como testigos de nuestros juramentos nos tengan en su
custodia. ¡Despidámonos con esperanzas! ¿Tengo vuestra venia?
—Por supuesto que la tenéis—dijo Cirion—, pues veo ahora que no puede
ser de otro modo. Me doy cuenta de que preocupado por los riesgos en que
nosotros incurríamos, he pensado demasiado poco en los peligros que habéis
enfrentado y en la maravilla de que hayáis logrado llegar, contra toda
esperanza, tras haber recorrido tantísimas leguas desde el norte. La recompensa
que ofrecí con alegría y plenitud de corazón en el momento en que fuimos
salvados parece ahora pequeña. Pero creo que las palabras de mi juramento,
dichas sin calcular previamente con atención todas sus consecuencias, no fueron
puestas en mi boca en vano. Despidámonos, pues, con esperanzas.
Sin duda, gran parte de lo que aquí se pone en boca de Eorl y Cirion en
ocasión de su despedida y de su juramento la noche antes, obedece al estilo de
las Crónicas; pero es cierto que Cirion dijo al despedirse lo que aquí se le
atribuye acerca de la inspiración de su juramento, porque era hombre de escaso
orgullo y gran coraje y generosidad de corazón, el más noble de los senescales
de Gondor.
LA TRADICIÓN DE ISILDUR
Se dice que cuando Isildur volvió de la Guerra de la Última Alianza,
permaneció un tiempo en Gondor poniendo orden en el reino y dando instrucciones
a Meneldil, su sobrino, antes de partir a hacerse cargo del reinado de Arnor.
Con Meneldil y un grupo de amigos de confianza hizo un viaje por las fronteras
de todas las tierras que Gondor reivindicaba; y cuando volvían de la frontera
septentrional a Anórien, se acercaron a la alta colina que se llamaba entonces
Eilenaer, pero que se llamó después Amon Anwar, «montaña del Temor
Reverente». Se encontraba cerca del punto central de las tierras de Gondor.
Trazaron un sendero a través de los densos bosques que crecían sobre sus
laderas septentrionales, y así llegaron a su cima, que era verde y despojada de
árboles.
Allí nivelaron un espacio y en su extremo oriental levantaron un montículo;
en su interior Isildur puso una caja que llevaba con él. Entonces dijo: —Ésta
es la tumba y el túmulo en memoria de Elendil el Fiel. Aquí se levantará, en el
punto medio del reino el sur bajo la protección de los valar mientras el reino
perdure; y este lugar será un santuario que nadie profanará. Que nadie perturbe
su paz ni su silencio a no ser que sea heredero de Elendil.
Construyeron una escalinata de piedra desde la margen del bosque hasta
la cima de la colina; e Isildur dijo: —Por esta escalera nadie subirá, salvo el
rey y los que él traiga con él si los invita a seguirlo. —Entonces todos los
allí presentes debieron jurar el mantenimiento del secreto; pero Isildur dio
este consejo a Meneldil: que el rey debería visitar el santuario de vez en
cuando, especialmente cuando sintiera necesidad de sabio consejo en días de
peligro y aflicción; allí también debería llevar a su heredero cuando alcanzara
éste la plena virilidad, y contarle la creación del santuario y revelarle los
secretos del reino y otros asuntos de los que el heredero debiera tener
conocimiento.
Meneldil siguió el consejo de Isildur, y todos los reyes que vinieron
después de él, hasta Rómendacil I (el quinto después de Meneldil). En su tiempo
Gondor fue atacada por primera vez por los hombres del este; y por temor de que
la tradición se interrumpiera por causa de la guerra o súbita muerte o algún
otro infortunio, hizo que la «Tradición de Isildur» se pusiera por
escrito en un pergamino sellado, junto con otras cosas que todo nuevo rey debía
saber; y este pergamino entregaba el senescal al rey antes de su coronación.
Esta entrega en adelante se llevó siempre a cabo, aunque la costumbre de
visitar el santuario de Amon Anwar en compañía del heredero la mantuvieron casi
todos los reyes de Gondor.
Cuando los días de los reyes llegaron a su término, y Gondor fue
gobernada por los senescales descendientes de Húrin, senescal del rey Minardil,
se estableció que todos los derechos y deberes les pertenecían «hasta el
retorno del gran rey». Pero en cuanto a la «Tradición de Isildur»,
ellos solos eran los jueces, pues sólo ellos la conocían. Entendían que con las
palabras «un heredero de Elendil», Isildur había querido referirse a uno
del linaje real descendiente de Elendil que hubiese heredado el trono; pero que
no había previsto el gobierno de los senescales. Si entonces Mardil había
ejercido la autoridad del rey en su ausencia, los herederos de Mardil que
habían heredado la senescalía tenían los mismos derechos y deberes hasta el
retorno de un rey; cada senescal, por tanto, tenía derecho a visitar el
santuario cuando quisiera y a permitirles el acceso a quienes lo acompañaban.
En cuanto a las palabras «mientras el reino perdure», decían que Gondor
seguía siendo un «reino» gobernado por un vice regente, y que las
palabras debían entenderse «en tanto el país de Gondor perdure».
No obstante, los senescales, en parte por veneración, en parte por los
cuidados que el gobierno les exigía, rara vez iban al santuario de la colina de
Anwar, excepto cuando llevaban a él a sus herederos, de acuerdo con la
costumbre de los reyes. A veces pasaban años sin que nadie lo visitara, y como
Isildur lo había querido, estaba bajo la custodia de los valar; porque, aunque
en los bosques abundaran las malezas y los hombres los evitaran a causa del
silencio, de modo que el sendero ascendente se había perdido, no obstante,
cuando el camino volvió a abrirse, se descubrió que en el santuario no había
huellas de daños ni profanaciones, siempre verde y en paz bajo el cielo, hasta
que el reino de Gondor cambió.
Porque sucedió que Cirion, el duodécimo de los senescales gobernantes,
se enfrentó con un nuevo y grave peligro: invasores amenazaban con la conquista
de todas las tierras de Gondor al norte de las montañas Blancas, y si esto
sucedía, no tardaría en producirse la caída y la destrucción de todo el reino.
Como en las historias se cuenta, este peligro se evitó sólo por la ayuda de los
rohirrim, y a ellos Cirion, con gran sabiduría, les concedió todas las tierras
septentrionales, salvo Anórien, para que gobernaran en ellas, aunque en alianza
perpetua con Gondor. Ya no había hombres suficientes en el reino para poblar la
región septentrional, ni siquiera para mantener en funcionamiento la línea de
fuertes a lo largo del Anduin que había protegido sus fronteras orientales.
Cirion lo pensó mucho antes de ceder Calenardhon a los jinetes del norte; y
juzgó que esta cesión debía alterar por entero la «Tradición de Isildur»
en relación con el santuario de Amon Anwar. A ese sitio llevó al señor los rohirrim,
y allí, junto al túmulo de Elendil, con la mayor solemnidad, escuchó el
Juramento de Eorl, que fue contestado con el Juramento de Cirion, confirmando
para siempre la alianza entre los reinos de los rohirrim y Gondor. Pero cuando
esto se hizo y Eorl hubo regresado al norte para conducir a su pueblo a su
nueva morada Cirion trasladó la tumba de Elendil porque juzgó que la «Tradición
de Isildur» había quedado invalidada. El santuario no estaba ya «en el
punto medio del reino el sur», sino en los límites de otro reino; y además
las palabras «mientras el reino perdure» se referían a él tal como era
en los días en que Isildur hablaba, después de examinar sus límites y
definirlos. Es cierto que otras partes del reino se habían perdido desde
entonces: Minas Ithil estaba en manos de los nazgûl, e Ithilien, en estado de
abandono y desolación; pero Gondor no había renunciado al derecho que tenía
sobre ellas. Calenardhon había sido cedida para siempre mediante un voto. Por
tanto, la caja que Isildur había guardado en el interior del montículo, la
llevó Cirion al Santuario de Minas Tirith; pero el montículo verde subsistió
como memoria de una memoria. No obstante, aun cuando se había convertido en el
sitio de un fanal, la colina de Anwar siguió siendo un lugar de reverencia para
Gondor y los rohirrim, que lo llamaron en su propia lengua Halifirien, el
monte Sagrado.
IX.LA CASA DE EORL
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
(...)De este modo Eorl se
convirtió en el primer rey de la Marca, y eligió como morada una colina verde
al pie de las montañas Blancas, que eran la frontera austral del reino. Allí
vivieron los rohirrim en calidad de hombres libres, regidos por sus propios
reyes y leyes, pero en perpetua alianza con Gondor.
Muchos señores y guerreros,
y muchas bellas y valientes mujeres, se nombran en los cantos de Rohan que el norte
todavía recuerda. Frumgar, dicen, era el nombre del capitán que llevó a su
pueblo a éothéod. De su hijo, Fram, cuentan que dio muerte a Scatha, el gran
dragón de Ered Mithrin, y la tierra desde entonces se vio libre de grandes
gusanos y tuvo paz. De este modo ganó Fram gran riqueza, pero estaba enemistado
con los enanos, que reclamaban el tesoro de Scatha. Fram no quiso cederles ni
un centavo, y les envió en cambio los dientes de Scatha, con los que había
hecho un collar, diciendo: —Joyas como éstas no tendréis de seguro en vuestros
tesoros, pues no es fácil conseguirlas. —Dicen algunos que los enanos dieron
muerte a Fram por este insulto. No hubo gran amor entre éothéod y los enanos.
El padre de Eorl se llamaba
Léod. Era domador de caballos salvajes; porque abundaban en aquel tiempo en esa
tierra. Atrapó a un potro blanco que pronto se convirtió en un caballo fuerte,
y hermoso, orgulloso e indomable. Cuando Léod se atrevió a montarlo, el caballo
se lo llevó lejos y terminó por dar en tierra con Léod, que golpeó de cabeza
contra una roca y murió. Tenía entonces sólo cuarenta y dos años, y su hijo era
un joven de dieciséis.
Eorl juró que vengaría a su
padre. Persiguió largo tiempo al caballo, y por último lo vio; y sus compañeros
creyeron que intentaría acercársele hasta que lo tuviera a tiro de arco, y que
entonces lo mataría. Pero cuando se le aproximaron, Eorl se irguió y dijo en
alta voz: —¡Ven aquí, Aflicción del Hombre, y recibe un nombre nuevo! Para gran
asombro de todos, el caballo miró a Eorl, se le acercó y se quedó allí junto a
él, y Eorl le dijo: —Felaróf te llamo. Amabas tu libertad y no te culpo.
Pero tienes ahora una grave deuda conmigo, y me someterás tu libertad hasta el
fin de tus días.
Entonces Eorl lo montó y
Felaróf se sometió; y Eorl cabalgó en él de vuelta a su casa sin embocadura ni
riendas; y siempre en adelante cabalgó en él de ese modo. El caballo comprendía
todo cuanto los hombres decían, pero no permitía que nadie lo montara, salvo
Eorl. En Felaróf cabalgó Eorl al Campo de Celebrant; porque la vida de ese
caballo fue tan larga como la de los hombres, y lo mismo la de sus descendientes.
Eran éstos los mearas, que no soportaban a nadie salvo al rey de la Marca o a
sus hijos, hasta el tiempo de Sombragrís. Dijeron los hombres de ellos que Béma
(a quien los eldar llaman Oromë) tuvo que haber traído a su antepasado desde el
Occidente por sobre el mar.
De los reyes de la Marca
que hubo entre Eorl y Théoden, de ninguno se ha hablado más que de Helm Manomartillo. Era un hombre ceñudo de gran fuerza. Había en aquel tiempo un hombre
llamado Freca, que se pretendía descendiente del rey Fréawine, aunque tenía,
según dicen, abundante sangre Dunlendina y cabellos oscuros. Se volvió rico y
poderoso y poseía extensas tierras a ambas márgenes del Adorn [desemboca en
el Isen al oeste de Ered Nimrais]. Cerca de las fuentes del Adorn se hizo
construir una fortaleza y hacía muy poco caso del rey. Helm no le tenía
confianza, pero le pedía que asistiera a los consejos de palacio, y él iba
cuando le parecía bien.
A uno de esos consejos
Freca fue con una gran compañía de hombres y pidió la mano de la hija de Helm
para su hijo Wulf. Pero Helm dijo: —Te has vuelto grande desde la última vez
que estuviste aquí; pero es casi todo grasa, me parece. —Y los hombres rieron
al oírlo, porque Freca era ancho de cintura.
Entonces Freca tuvo un
ataque de rabia e insultó al rey, y terminó por decir: —Los reyes viejos que rechazan el
bastón que se les ofrece, suelen caer de rodillas—. Helm respondió: —¡Vamos! El
matrimonio de tu hijo no es más que una bagatela. Que Helm y Freca hablen de él
más tarde. Entretanto el rey y el consejo tienen asuntos urgentes que
considerar.
Cuando la reunión del
consejo hubo terminado, Helm se puso de pie y apoyó su gran mano sobre el
hombro de Freca diciendo: —El rey no permite bravatas en esta casa, pero los
hombres están más libres fuera—. Y obligó a Freca a andar por delante de él
fuera de Edoras al campo. A los hombres de Freca que se acercaban, les decía: —¡Alejaos!
No nos hacen falta testigos. Hablaremos solos de un asunto privado. ¡Id y
hablad con mis hombres! Y miraron a su alrededor y vieron que los hombres del
rey y sus amigos los excedían con mucho en número, y retrocedieron.
—Pues bien, dunlendino—dijo
el rey—, sólo tienes que vértelas con Helm, sin compañía y desarmado. Pero ya
has dicho mucho, y ahora me toca hablar a mí. Freca, tu locura ha crecido junto
con tu vientre. ¡Hablas de bastones! Si a Helm le disgusta un bastón retorcido
que arrojan contra él, lo rompe. ¡Así!—. Y le asestó a Freca un golpe tal con
el puño, que éste cayó de espaldas sin sentido, y al poco tiempo murió.
Helm proclamó entonces al
hijo de Freca y sus parientes, enemigos del rey; y ellos huyeron, porque Helm
envió sin demora a muchos jinetes a las fronteras occidentales.
Cuatro años más tarde
(2758) sobrevinieron grandes dificultades en Rohan, y desde Gondor no era
posible enviar ayuda alguna porque tres flotas de corsarios la estaba atacando
y había guerra en todas las costas. Al mismo tiempo Rohan era invadida otra vez
desde el este, y los dunlendinos aprovecharon la oportunidad y cruzaron el Isen
y bajaron desde Isengard. Pronto se supo que Wulf era quien los conducía. Eran
una fuerza poderosa, pues se les habían sumado enemigos de Gondor que habían
desembarcado en las desembocaduras del Lefnui y el Isen.
Los rohirrim fueron
derrotados y sus tierras invadidas; y los que no fueron muertos o esclavizados
huyeron a los valles de las montañas. Helm fue expulsado con grandes bajas
desde los cruces del Isen y se refugió en Cuernavilla y el desfiladero que
había detrás (que se conoció luego como el abismo de Helm). Allí fue
sitiado. Wulf tomó Edoras y se instaló en Meduseld llamándose rey. Allí cayó
Haleth, hijo de Helm, último de todos, en defensa de las puertas.
Poco después empezó el
Largo Invierno, y Rohan quedó bajo la nieve casi durante cinco meses (desde noviembre
de 2758 hasta marzo de 2759). Tanto los rohirrim como sus enemigos sufrieron
grandemente a causa del frío, y también de la escasez, que duró todavía más. En
el abismo de Helm hubo una gran hambruna después de Yule; y desesperado, en
contra del consejo del rey, Háma, el hijo menor, condujo un grupo de hombres en
una incursión en busca de alimentos, pero se perdieron en la nieve. Helm se
volvió feroz y macilento por causa del hambre y la pena; pero el temor que
despertaba valía tanto como la fuerza de muchos defensores. Salía solo, vestido
de blanco, y entraba como un trol de las nieves en los campamentos del enemigo
y mataba a muchos hombres con las manos desnudas. Se creía que no llevaba armas
y que ninguna era capaz de dañarlo. Los dunlendinos decían que, si no
encontraba alimentos, devoraba hombres. Esta historia se contó mucho tiempo en
las Tierras Brunas. Helm tenía un gran cuerno, y no pasó mucho tiempo sin que
se advirtiera que antes de una salida, soplaba en él, y que el eco del cuerno
resonaba en el abismo; y entonces las fuerzas enemigas sentían tanto miedo que
en lugar de unirse para atraparlo o matarlo, huían descendiendo por el valle.
Una noche los hombres
oyeron que sonaba el cuerno, pero Helm no regresó. A la mañana brilló el sol,
el primero en largos días, y vieron una figura blanca todavía erguida en la
Empalizada, sola, porque ninguno de los dunlendinos osaba acercársele. Allí
estaba Helm, muerto como una piedra; pero no había doblado las rodillas. No
obstante, los hombres dijeron que el cuerno se escuchaba aún de vez en cuando
en el abismo, y que el espectro de Helm andaba entre los enemigos de Rohan y
los mataba de miedo.
Poco después el invierno
cedió. Entonces Fréaláf, hijo de Hild, hermana de Helm, descendió del Sagrario,
al que muchos habían huido; y con una pequeña compañía de hombres sorprendió a
Wulf en Meduseld y le dio muerte, y reconquistó Edoras. Hubo grandes
inundaciones después de las nieves, y el valle del Entaguas se convirtió en un
pantano gigantesco. Los invasores del este perecieron o se retiraron; y al fin
vino ayuda de Gondor, por los caminos del este y del oeste de las montañas.
Antes de que terminase el año (2759), los dunlendinos fueron expulsados, aún de
Isengard, y entonces Fréaláf fue rey.
Helm fue transportado de
Cuernavilla y sepultado en el noveno montículo. Desde entonces el blanco simbelmynë
creció allí muy denso, de modo que el montículo parecía estar siempre cubierto
de nieve. Cuando Fréaláf murió, se levantó el primero de una nueva hilera de
montículos.
Los rohirrim quedaron muy
disminuidos a causa de la guerra y la escasez y la pérdida de ganado y de
caballos; y fue una gran fortuna que ningún peligro de consideración los
amenazara después por muchos años, pues sólo en los tiempos del rey Folcwine
recobraron sus viejas fuerzas.
Fue en ocasión de la
coronación de Fréaláf cuando apareció Saruman portando regalos y hablando con
grandes halagos del valor de los rohirrim. Todos lo consideraron un huésped
merecedor de la mejor de las bienvenidas. Poco después fue a Isengard,
autorizado por Beren, senescal de Gondor. Pues Gondor consideraba aún que
Isengard era una fortaleza del reino, y no una parte de Rohan. También dio a Saruman
en custodia las llaves de Orthanc. Ningún enemigo había logrado nunca dañar esa
torre, ni tampoco entrar en ella.
De este modo Saruman empezó
a comportarse como señor de los hombres; porque al principio habitó en Isengard
como teniente del senescal y guardián de la torre. Pero a Fréaláf esto lo
complacía tanto como a Beren, y le alegraba que Isengard estuviera en manos de
un amigo capaz. Durante largo tiempo pareció que era un amigo, y quizá en un
principio lo fuera en verdad. Aunque después casi todos estuvieron seguros de
que Saruman había ido a Isengard con la esperanza de encontrar la piedra que
estaba todavía allí, y con el propósito de acrecentar su propio poder. Por
cierto, después del último Concilio Blanco (2953) trabajó en secreto contra
Rohan. Luego se instaló en Isengard como si le perteneciera e hizo de él un
lugar poderoso y temible, como si quisiera rivalizar con Barad-dûr. Escogía a
sus amigos y sirvientes entre quienes odiaban a Gondor y a Rohan, fueran hombres
u otras criaturas aún más malvadas.
X.LOS REYES DE LA MARCA HASTA LA GUERRA DEL
ANILLO
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
PRIMER LINAJE
Año[7]
2485—2545 1. Eorl el Joven. Así llamado porque
sucedió a su padre en plena juventud y conservó los cabellos rubios y la tez
rosada hasta el fin de sus días. No vivió mucho tiempo a causa de un renovado
ataque de los hombres del este. Cayó en la batalla de El Páramo, y así se
levantó el primer montículo. También se sepultó allí a Felaróf.
2512—2570 2. Brego. Expulsó al enemigo de El Páramo,
y Rohan no volvió a ser atacada durante mucho tiempo. En 2569 completó el gran
palacio de Meduseld. En la fiesta su hijo Baldor prometió que andaría por
"el Sendero de los Muertos", y nunca volvió. Brego murió de
pena al año siguiente.
2544—2645 3. Aldor el Viejo. Era el segundo hijo de
Brego. Fue conocido como el Viejo porque alcanzó una edad muy avanzada, y fue
rey durante setenta y cinco años. En sus tiempos el número de los rohirrim
aumentó y expulsaron o sometieron a los últimos dunlendinos que habían quedado
al este del Isen, se extendieron hasta poblar el valle Sagrado y otros valles
de las montañas. De los tres reyes siguientes poco se ha hablado, porque en ese
entonces Rohan tuvo paz y prosperó.
2570—2659 4. Fréa. Hijo mayor,
pero cuarto vástago de Aldor; era ya viejo cuando ocupó el trono.
2594—2680 5. Fréawine.
2619—2699 6. Goldwine.
2644—2718 7. Déor. En este tiempo los dunlendinos
atacaban con frecuencia, cruzando el Isen. En 2710 ocuparon el círculo desierto
de Isengard y no pudieron ser desalojados.
2668—2741 8. Gram.
2691—2759 9. Helm Manomartillo. Al finalizar este reinado, Rohan sufrió grandes pérdidas por causa de
la invasión y el Largo Invierno. Helm y sus hijos Haleth y Háma perecieron
entonces. Fréaláf, hijo de la hermana de Helm, ocupó el trono.
SEGUNDO LINAJE
2726—2798 10. Fréaláf Hildeson. En los días de
Fréaláf, Saruman llegó a Isengard, de donde habían sido expulsados los dunlendinos.
En un principio, en los días de escasez y debilidad que siguieron, la amistad
de Saruman benefició a los rohirrim.
2752—2842 11. Brytta. El pueblo lo
llamó Léofa, pues todos lo amaban; era generoso y ayudaba a los
necesitados. En ese tiempo hubo guerra con los orcos expulsados del norte que
buscaban refugio en las montañas Blancas. Cuando murió, se creyó que ya no
había más orcos, pero no era así.
2780—2851 12. Walda. Reinó sólo
nueve años. Fue muerto en compañía de todos sus compañeros en una emboscada que
les tendieron los orcos una vez que cabalgaban por los senderos del Sagrario.
2804—2864 13. Folca. Fue un gran
cazador, pero juró no volver a perseguir bestias salvajes en tanto quedara un
solo orco en Rohan. Cuando se encontró el último reducto de orcos y se los
destruyó, fue a cazar el gran jabalí de Everholt al bosque de Firien. Llegó a
matarlo, pero el jabalí lo había lastimado con los colmillos y murió poco
después a consecuencia de las heridas.
2830—2903 14. Folcwine. Cuando llegó
al trono, ya los rohirrim se habían recuperado. Reconquistó la frontera
occidental (entre el Adorn y el Isen) que habían ocupado los dunlendinos. Rohan
había recibido una gran ayuda de Gondor en los días de desgracia. Por tanto,
cuando oyó que los haradrim atacaban a Gondor con grandes fuerzas, envió a
muchos hombres en auxilio del senescal. Deseaba conducirlos él mismo, pero lo
disuadieron, y en vez de él fueron sus hijos gemelos Folcred y Fastred (nacidos
en 2858). Cayeron uno al lado del otro en la batalla de Ithilien (2885). Túrin
II de Gondor envió a Folcwine una rica indemnización en oro.
2870—2953 15. Fengel. Era el tercer
hijo y el cuarto vástago de Folcwine. No se lo recuerda con elogios. Nunca
tenía bastante de provisiones y riquezas, y disputaba con los mariscales y sus
hijos. Thengel, su tercer vástago y único varón, abandonó Rohan cuando llegó a
la edad adulta, y vivió largo tiempo en Gondor, donde ganó honores al servicio
de Turgon.
2905—2980 16. Thengel. Se casó tarde,
en 2943, con Morwen de Lossarnach en Gondor, aunque ella tenía diecisiete años
menos que él. Le dio tres hijos en Gondor, de los cuales Théoden, el segundo,
fue el único varón. Cuando Fengel murió, los rohirrim lo llamaron, y él volvió
de mala gana. Pero fue un rey de mérito y sabiduría, aunque en palacio se
empleaba el lenguaje de Gondor y no a todos les parecía bien. Morwen le dio
otras dos hijas en Rohan; y la última, Théodwyn, fue la más hermosa, aunque
tardía (2963) hija de la vejez de Thengel. Théoden quiso mucho a su hermana.
Poco después del regreso de Thengel, Saruman se declaró señor de Isengard y
empezó a perturbar a Rohan, amenazando sus fronteras y apoyando a sus enemigos.(…)
XI.LOS SENESCALES DE GONDOR DESPUÉS DE CIRION
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
(…)En los días de Beren, el
decimonoveno senescal, un peligro aún mayor cundió en Gondor. Tres grandes
flotas, desde mucho atrás preparadas, vinieron de Umbar y Harad, y atacaron las
costas de Gondor con grandes fuerzas; y el enemigo llevó a cabo muchos
desembarcos penetrando en el norte hasta la desembocadura del Isen. Al mismo
tiempo los rohirrim fueron atacados desde el este y el oeste, y sus tierras
fueron asoladas, y ellos expulsados a los valles de las montañas Blancas. En
ese año (2758) empezó el Largo Invierno con fríos y grandes nevadas venidas del
norte y el este que duraron casi cinco meses. Helm de Rohan y sus dos hijos
perecieron en esa guerra; y hubo miseria y muerte en Eriador y Rohan. Pero en
Gondor al sur de las montañas, las cosas no iban tan mal, y antes de que
llegara la primavera, Beregond, hijo de Beren, había vencido a los invasores.
Inmediatamente envió ayuda a Rohan. Era el más grande capitán surgido en Gondor
desde Boromir; y cuando sucedió a Beren (2763), Gondor empezó a recobrarse.
Pero Rohan se curó de las heridas más lentamente. Fue por esta razón que Beren
dio la bienvenida a Saruman, y le entregó las llaves de Orthanc; y desde ese
año en adelante (2759) Saruman vivió en Isengard.
Fue en los días de Beregond
cuando se libró la Guerra de los enanos y los orcos en las montañas Nubladas
(2793—2799), de la que sólo rumores llegaron al sur, hasta que los orcos, al
huir de Nanduhirion, intentaron cruzar Rohan y establecerse en las montañas
Blancas. Hubo lucha por muchos años en los valles antes de que el peligro
hubiera pasado.
Cuando murió Belecthor II,
el vigésimo primer senescal, el árbol blanco murió también en Minas Tirith;
pero se lo dejó en pie "hasta que el rey regresara", porque no
fue posible recoger vástago alguno.
En los días de Túrin II,
los enemigos de Gondor empezaron a ponerse de nuevo en movimiento; porque el
poder de Sauron crecía otra vez, y el día de su despertar no estaba ya lejano.
Todo el pueblo de Ithilien, salvo los más osados de entre ellos, partió y se
dirigió hacia el oeste por sobre el Anduin, pues la tierra estaba infectada de orcos
de Mordor. Fue Túrin el que hizo construir refugios secretos para sus soldados
en Ithilien, de los cuales Henneth Annûn fue el más vigilado y el mejor
provisto de hombres. También volvió a fortificar la isla de Cair Andros para
defender Anórien. Pero el mayor peligro lo acechaba desde el sur, donde los haradrim
habían ocupado las tierras meridionales, y había violentas luchas a lo largo
del Poros. Cair Andros significa "Barco de la Larga Espuma",
porque la isla tenía la forma de un gran barco con una alta proa que apuntaba
hacia el norte, contra la cual rompía la blanca espuma del Anduin sobre las
rocas abruptas. Cuando Ithilien fue invadido por grandes fuerzas, el rey
Folcwine de Rohan cumplió con el juramento de Eorl y pagó la deuda de la ayuda
a Beregond y envió muchos hombres a Gondor. Auxiliado por Folcwine, Túrin
obtuvo una victoria en el cruce del Poros; pero los hijos del rey cayeron ambos
en combate. Los jinetes les dieron sepultura como ellos acostumbraban, y los
tendieron juntos en un montículo, pues eran hermanos gemelos. Durante mucho
tiempo estuvo levantado sobre la orilla del río, Haudh in Gwanur, y los
enemigos de Gondor temían pasar junto a él.
Turgon siguió a Túrin, pero
de su tiempo se recuerda sobre todo que dos años antes de que muriera, Sauron
se levantó de nuevo y se manifestó abiertamente; y volvió a Mordor, que venía
esperándolo desde hacía mucho. Entonces la Barad-dûr se irguió una vez más, y
el monte del Destino irrumpió en llamas, y los últimos pobladores de Ithilien
escaparon de allí. Cuando Turgon murió, Saruman hizo suya a Isengard, y la
fortificó.(…)
XII.DEL RETORNO DE SAURON Y LA
LLEGADA DE LOS ISTARI
EL SILMARILLION: DE LOS ANILLOS DE PODER Y LA TERCERA EDAD
(...)Pero
el dominio de los hombres se preparaba, y todas las cosas estaban cambiando,
hasta que el Señor Oscuro despertó otra vez en el bosque Negro.
Ahora
bien, antaño el nombre del bosque era el Gran Bosque
Verde, y
sus amplios espacios y senderos eran frecuentados por bestias y pájaros de
espléndido canto; y allí estaba el reino del rey Thranduil bajo el roble y la
haya. Pero al cabo de muchos años, cuando hubo transcurrido casi un tercio de
esa edad, una oscuridad invadió lentamente el bosque desde el sur, y el miedo
echó a andar por claros umbríos; las bestias salvajes cazaron allí y unas
criaturas malignas y crueles tendieron sus trampas.
Entonces
el nombre del bosque cambió y se llamó bosque Negro, pues la noche era
allí profunda, y pocos osaban atravesarlo, salvo sólo por el norte, donde el
pueblo de Thranduil aún mantenía el mal a raya. De dónde venía pocos podían
decirlo, y pasó mucho tiempo antes que los sabios lo descubrieran. Era la
sombra de Sauron y el signo de su retorno. Porque al venir de los yermos del este,
escogió como morada el sur del bosque, y lentamente creció y cobró forma otra
vez, en una colina oscura levantó su vivienda, y allí obró su hechicería, y
todos temieron al Nigromante de Dol Guldur, y sin embargo no sabían
todavía al principio cuán grande era el peligro.
Mientras
aún las primeras sombras empezaban a invadir el bosque Negro, en el oeste de la
Tierra Media aparecieron los istari, a quienes los hombres llamaron los magos.
Nadie sabía en aquel tiempo de dónde eran, salvo Círdan de los Puertos, y sólo
a Elrond y a Galadriel se les reveló que venían de allende el mar. Pero luego
se dijo entre los elfos que eran mensajeros enviados por los Señores del
Occidente para contrarrestar el poder de Sauron, si éste despertaba de nuevo, y
para incitar a los elfos y a los hombres y a todas las criaturas vivientes de
buena voluntad a que emprendiesen valerosas hazañas. Tenían aspecto de hombres,
viejos pero vigorosos, y cambiaban poco con los años, y sólo envejecían
lentamente, aunque llevaban la carga de muchas preocupaciones; y eran de gran
sabiduría y poderosos de mente y manos. Durante mucho tiempo viajaron a lo
largo y a lo ancho entre los elfos y los hombres, y conversaban también con las
bestias y los pájaros y los pueblos de la Tierra Media les dieron muchos
nombres, pues ellos no revelaron cómo se llamaban en verdad. Los principales de
ellos fueron los que los elfos llamaron Mithrandir y Curunír,
pero los hombres del norte los llamaron Gandalf y Saruman. De
éstos Curunír era el mayor y el que llegó primero, y después de él llegaron
Mithrandir y Radagast, y otros de los istari que fueron al este de la Tierra
Media, y no están incluidos en estas historias. Radagast fue amigo de todas las
bestias y todos los pájaros, pero Curunír anduvo sobre todo entre los hombres y
era sutil de palabra, y hábil en obras de herrería. Mithrandir era quien tenía
más íntimo trato con Elrond y los elfos. Erró muy lejos por el norte y por el
oeste, y nunca en tierra alguna tuvo morada duradera; pero Curunír viajó hacia
el este, y cuando regresó vivió en Orthanc en el anillo de Isengard, que
construyeron los númenóreanos en los días de poder.
Siempre
el más vigilante fue Mithrandir, y él era quien más sospechaba de la oscuridad
del bosque Negro, porque, aunque muchos creían que era obra de los espectros
del Anillo, él temía en verdad que fuera el primer atisbo de la sombra de
Sauron que regresaba; y marchó a Dol Guldur, y el Nigromante huyó de él; y hubo
una paz cautelosa durante un largo tiempo. Pero al fin regresó la Sombra,
creciendo en poder; y en ese tiempo se celebró por primera vez el Concilio de
los Sabios, llamado luego el Concilio Blanco, y en él estaban Elrond, y
Galadriel, y Círdan, y otros señores de los eldar, y también Mithrandir y
Curunír. Y Curunír (que era Saruman el Blanco) fue escogido como jefe, pues era
quien más había estudiado las estratagemas de Sauron en otros tiempos.
Galadriel había deseado en verdad que Mithrandir fuera la cabeza del Concilio,
y Saruman se lo reprochó, pues su orgullo y su deseo de dominio eran ahora
grandes; pero Mithrandir rehusó el cargo, pues no quería pactos ni trabas
excepto con aquellos que lo habían enviado, y no habitaba en sitio alguno ni se
sometía a convocatorias. Y Saruman se puso a estudiar la ciencia de los Anillos
del Poder, cómo habían sido hechos, y qué les había ocurrido.(…)
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
Mago
[Wizard] es una traducción de la palabra quenya istar (en
sindarin, ithron): uno de los miembros de una «orden» (como ellos
la llamaban) que pretendía poseer —y exhibía—un amplio conocimiento de la
historia y la naturaleza del mundo. La traducción (aunque adecuada en cuanto se
relaciona con «sabio» [wise] y otras palabras antiguas con que se
designa lo referido al conocimiento, como ocurre con istar en quenya), no es
quizá feliz, pues heren istarion u «orden de los magos» era algo muy
distinto de los «magos» de la leyenda posterior; pertenecieron a la
Tercera Edad exclusivamente y luego partieron, y nadie, salvo quizá Elrond,
Círdan y Galadriel descubrieron su especie o de dónde venían.
Entre
los hombres, los que tuvieron trato con ellos, se creyó (en un principio) que
eran hombres que habían aprendido las ciencias y las artes mediante un
prolongado estudio secreto. Aparecieron por primera vez en la Tierra Media
aproximadamente en el año 1000 de la Tercera Edad, pero durante largo tiempo
vivieron de manera sencilla como si fueran hombres ya avanzados en años, pero
de cuerpo sano, viajeros y trotamundos que adquirían conocimiento de la Tierra
Media y de todo lo que allí vivía, pero que a nadie revelaban sus poderes y sus
propósitos. En ese tiempo los hombres los veían rara vez y les hacían poco
caso. Pero cuando la sombra de Sauron empezó a crecer y a cobrar forma otra
vez, se volvieron más activos e intentaron de continuo entorpecer el
crecimiento de la Sombra y lograr que elfos y hombres se precavieran del
peligro. Entonces en todas partes cundió ostensiblemente entre los hombres el
rumor de las idas y venidas de la Sombra y de sus intervenciones en múltiples
asuntos; y los hombres advirtieron que no morían y que no cambiaban (aunque
envejecían un tanto su apariencia), mientras que los padres y los hijos de los hombres
morían todos. Los hombres, por tanto, los temieron, aun cuando los amaran, y
los consideraron de la raza élfica (con la que, en verdad, tenían trato
frecuente).
Sin
embargo, no era así. Porque venían de ultramar desde el Más Extremo Oeste;
aunque durante mucho tiempo esto lo supo solamente Círdan, el Guardián del
Tercer Anillo, el amo de los Puertos Grises, que fue testigo del desembarco de
los istari en las costas occidentales. Eran emisarios de los Señores del Oeste,
los valar, que todavía se reunían para el gobierno de la Tierra Media, y cuando
la Sombra de Sauron empezó a agitarse otra vez, adoptaron medidas para oponerle
resistencia. Con el consentimiento de Eru enviaron a miembros de su elevada orden,
pero investidos en el cuerpo de hombres, reales y no fingidos, sujetos a los
temores y los dolores y las fatigas de la tierra, vulnerables al hambre, la sed
y la muerte; aunque a causa de sus nobles espíritus no morían, y sólo
envejecían por los cuidados y los trabajos de los largos años. Y esto hicieron
los valar en el deseo de poner remedio a los errores de antaño, en especial el
de haber intentado guardar y recluir a los eldar por obra de una gloria y un
poderío plenamente revelados; mientras que ahora sus emisarios tenían prohibido
mostrarse con una forma majestuosa, o tratar de gobernar la voluntad de los hombres
y de los elfos por despliegues manifiestos de poder, y se les ordenó que,
asumiendo una forma débil y humilde, orientaran hacia el bien con consejo y
persuasión a los hombres y a los elfos, e intentaran unir en amor y comprensión
a todos aquellos a los que Sauron, si volvía, trataría de dominar y corromper.
De
esta Orden el número de miembros no se conoce; pero de los que fueron al norte
de la Tierra Media, donde eran mayores las esperanzas (por causa del resto de
los dúnedain y eldar que allí vivían), los principales eran cinco. El primero
en llegar fue uno de noble rostro y buen porte, de negros y brillantes cabellos
y una bella voz, e iba vestido de blanco; gran habilidad tenía para las obras
de las manos, y era considerado casi por todos, incluidos los eldar, como el
principal de la Orden. Otros había también: dos vestidos de azul marino y uno
de color pardo como la tierra; y un último llegó que parecía el menos
importante, menos alto que los demás, de aspecto más envejecido, de cabellos y
vestido grises y apoyado en un cayado. Pero Círdan, desde el primer encuentro en
los Puertos Grises, descubrió en él el espíritu más grande y más sabio; y le
dio la bienvenida con reverencia, y le entregó en custodia el Tercer Anillo,
Narya el Rojo.
—Porque
—dijo—grandes trabajos y peligros os aguardan, y por temor de que vuestra
misión no sea excesiva y fatigosa, tomad este Anillo para ayuda y consuelo. Me
fue confiado sólo para guardar el secreto y aquí en las costas occidentales
permanece ocioso; pero me parece que en días que no tardarán en llegar debe
estar en manos más nobles que las mías, que puedan emplearlo para dar coraje a
todos los corazones. —Y el Mensajero Gris cogió el Anillo y lo guardó en
secreto; no obstante, el Mensajero Blanco (muy hábil en el descubrimiento de
todo lo secreto) supo al cabo de un tiempo de este regalo, y se resintió por
esta causa, y ése fue el principio de la animadversión oculta que experimentó
por el Gris, que luego se hizo manifiesta.
Ahora
bien, en días posteriores el Mensajero Blanco fue conocido entre los elfos con
el nombre de Curunír, el hombre Hábil, o Saruman, en la lengua de
los hombres del norte, pero eso fue después de sus muchos viajes, cuando volvió
al reino de Gondor y se estableció allí. De los Azules poco se supo en el oeste,
y no tuvieron más nombre que Ithryn Luin, «los magos azules»;
porque fueron al este con Curunír, pero luego nunca retornaron, y no se sabe si
se quedaron en el este en cumplimiento de la misión que les fuera encomendada o
perecieron o fueron capturados por Sauron, como sostuvieron algunos, y
convertidos en sus sirvientes. Pero ninguna de estas contingencias era imposible;
porque, aunque parezca extraño, los istari, encarnados en cuerpos de la Tierra
Media, como los hombres y los elfos, podían tomar caminos desviados y abrazar
el mal, olvidados del bien y buscando el poder para llevar el mal a la
práctica.
Un
pasaje separado escrito en el margen, sin duda corresponde a este contexto:
Porque
se dice en verdad que, al estar encarnados, los istari tenían que aprender
muchas cosas de nuevo por lenta experiencia, y aunque sabían de dónde venían,
el recuerdo del Reino Bendecido era para ellos una visión lejana por la que
sentían (en tanto permanecieran fieles a su misión) una nostalgia intensa. Así,
soportando por libre voluntad las angustias del exilio y los engaños de Sauron,
podrían poner remedio a los males de ese tiempo.
En
verdad, de todos los istari, sólo uno permaneció fiel, y ése fue el último en
llegar. Porque Radagast, el cuarto, se enamoró de muchas bestias y pájaros que
moraban en la Tierra Media, y abandonó a los elfos y a los hombres, y pasó sus
días entre las criaturas silvestres. Así adquirió su nombre (en la lengua de
Númenor de antaño significa, según se dice, «cuidador de bestias»). Y
Curunír’Lân, Saruman el Blanco, tomó un camino errado, y volviéndose orgulloso
e impaciente y enamorado del poder, intentó imponer su voluntad por la fuerza y
suplantar a Sauron, pero cayó en la trampa de ese espíritu oscuro, más poderoso
que él.
Pero
el último en llegar fue llamado entre los elfos Mithrandir, el Peregrino
Gris, porque no moraba en sitio alguno y no acumulaba riquezas ni tenía
seguidores, sino que iba siempre de aquí para allá en las Tierras del Oeste, de
Gondor a Angmar, y de Lindon a Lórien, trabando amistad con todos los pueblos
en tiempos de necesidad. Cálido y vivaz era su espíritu (e intensificado por el
Anillo Narya), porque era el Enemigo de Sauron, oponiendo al fuego que devora y
marchita, el fuego que anima y socorre en la desesperanza y la aflicción; pero
su alegría y su rápida ira se ocultaban tras hábitos grises como la ceniza, de
modo que sólo los que lo conocían bien alcanzaban a percibir la llama interior.
Solía mostrarse alegre y bondadoso con los jóvenes y los simples, pero también
era rápido para la respuesta mordaz y la reprensión de los desatinos, pero no
era orgulloso y no buscaba el poder ni la alabanza, y así, en todas partes lo
querían todos los que a su vez no eran orgullosos. Casi siempre viajaba
infatigable a pie, apoyándose en un cayado; y por ello era llamado entre los hombres
del norte, Gandalf, «el Elfo de la Vara». Pues lo creían (erróneamente,
como ya se dijo) de la especie élfica, porque obraba a veces maravillas, y
estaba enamorado en especial de la belleza del fuego, y sin embargo, estas
maravillas las obraba sobre todo por alegría y deleite, y no deseaba que nadie
le tuviera un temor reverente o siguiera su consejo por miedo.
En
otro sitio se cuenta cómo, cuando Sauron despertó otra vez, también él
despertó, y en parte reveló el poder que tenía, y convirtiéndose en el
principal instigador de la resistencia a Sauron, resultó al final victorioso, y
concentró todo, con vigilancia y trabajo, en el propósito que le habían
designado los valar bajo la égida del único que está por encima de ellos. No
obstante, se dice que al culminar la tarea para la cual había venido, sufrió
grandemente, y fue muerto, y devuelto de la muerte por un breve tiempo, anduvo
vestido de blanco y se convirtió en una llama radiante (aunque invisible
todavía, salvo en casos de gran necesidad). Y cuando todo hubo acabado y la
Sombra de Sauron se hubo extinguido, se fue por el mar para siempre. Mientras
que Curunír fue abatido y humillado por completo, y pereció finalmente en manos
de un esclavo oprimido; y su espíritu fue a todos los lugares a donde estaba
condenado a ir, y a la Tierra Media, con o sin cuerpo, jamás regresó.
Algunas
notas de Christopher Tolkien sobre los istari:
La mayor
parte de los escritos restantes acerca de los istari (como grupo)
desdichadamente no son más que notas apresuradas, a menudo ilegibles. De gran
interés es, sin embargo, un esbozo muy apresurado de narración donde se cuenta
un concilio de los valar, convocado, parece, por Manwë («¿quizá acudió a Eru en
busca de consejo?»), en el que se decidió enviar a tres emisarios a la Tierra
Media. —¿Quiénes
irán? Porque han de ser poderosos, pares de Sauron, pero no han de ejercitar
ningún poder, y vestirse de carne para tratar así con igualdad a elfos y hombres
y ganarse la confianza de todos. Pero esto los haría peligrar, pues
disminuirían en sabiduría y en conocimiento, y los confundirían los temores,
los cuidados y las fatigas de la carne. —Sólo dos se adelantaron: Curumo, que
fue elegido por Aulë, y Alatar, que fue enviado por Oromë. Entonces Manwë
preguntó dónde se encontraba Olórin. Y Olórin, que estaba vestido de gris, y
recién llegado de un viaje se había sentado en el extremo del concilio,
preguntó qué quería Manwë de él. Manwë contestó que deseaba que Olórin fuera
como tercer mensajero a la Tierra Media (y se observa entre paréntesis que
«Olórin era un enamorado de los eldar que quedaban», aparentemente para
explicar la elección de Manwë). Pero Olórin se declaró demasiado débil para
la misión, y afirmó que temía a Sauron. Entonces Manwë dijo que ésa era la
razón justamente por la que debía ir y ordenó a Olórin (siguen palabras
ininteligibles que parecen contener la palabra «tercero»). Pero entonces
Varda levantó la cabeza y dijo: —No como el tercero. —Y Curumo lo recordó.
La
nota termina con la afirmación de que Curumo [Saruman] se llevó a Aiwendil
[Radagast] porque Yavanna se lo pidió, y que Alatar escogió a Pallando como
amigo.
En
otra página con apuntes que claramente pertenecen al mismo período se dice que «Curumo debió llevar consigo a Aiwendil para
complacer a Yavanna, esposa de Aulë». Hay también allí unos cuadros
esbozados que relacionan el nombre de los istari con el de los valar: Olórin con Manwë y Varda, Curumo con Aulë, Aiwendil con Yavanna,
Alatar con Oromë y Pallando también con Oromë (esto sustituye la
correspondencia de Pallando con Mandos y Nienna).
(...)Debemos suponer que [los istari] eran
todos maiar, es decir, personas de orden «angélico», aunque no necesariamente
de la misma jerarquía. Los maiar eran «espíritus», pero capaces de
autoencarnarse, y podían adoptar formas «humanas» (especialmente élficas).(…)
¿Quién era «Gandalf? Se dijo en tiempos
posteriores (cuando otra vez una sombra maligna despertó en el Reino) que
muchos de los «fieles» de esa época creían que «Gandalf» era la última
manifestación del mismo Manwë, antes de que se retirara para siempre a la torre
de vigilancia de Taniquetil. (Que Gandalf dijera que su nombre «en el Oeste»
había sido Olórin equivalía, de acuerdo con esta creencia, a reconocer que su
identidad ficticia era un mero nombre supuesto). Yo (claro está) no conozco la
verdad, pero si la conociera, sería un error mostrarme más explícito que el
mismo Gandalf. Pero no creo que fuera así. Manwë no descenderá de la montaña
hasta la Dagor Dagorath y la llegada del Fin, cuando Melkor retorne. Para
eliminar a Morgoth envió a su heraldo Eönwë. Para derrotar a Sauron, ¿no
enviaría entonces a un espíritu menor (aunque poderoso) del pueblo angélico, un
coevo e igual de Sauron, sin duda, en sus orígenes, pero nada más? Olórin era
su nombre. Pero de Olórin nunca sabremos más que lo revelado en Gandalf.
A esto siguen dieciséis líneas de un poema en
versos aliterados:
¿Quieres
conocer la historia / por mucho tiempo secreta
de
los cinco que vinieron / desde un remoto país?
Sólo
uno regresó. / Los otros nunca de nuevo
bajo
el dominio del hombre / andarán la Tierra Media
hasta
que sobrevengan Dagor Dagorath / y el Día del Juicio Final.
¿Lo
habéis oído bien? / ¿El concilio oculto
de
los Señores del Oeste / reunido en la tierra de Aman?
Se
perdieron los largos caminos / que allí conducían,
y
a los hombres mortales / no habla Manwë.
Desde
el Oeste-que-fue / un viento lo llevó cargado
a
oídos del durmiente / en los silencios
de
la sombra de la noche / cuando llegan las nuevas
de
tierras olvidadas / y de edades perdidas
por
encima de océanos de años / al pensamiento que indaga.
No
a todos ha olvidado / el Rey Mayor.
A
Sauron vio / como una amenaza lenta...[8]
EL SILMARILLION: DE LOS ANILLOS DE PODER Y LA TERCERA EDAD
(...)Ahora bien, la Sombra se hacía cada vez
más grande, y los corazones de Elrond y Mithrandir se oscurecieron. Por tanto,
en una ocasión, Mithrandir fue de nuevo con gran peligro a Dol Guldur y a los
abismos del Nigromante, y descubrió la verdad y escapó. Y volviendo ante
Elrond, dijo:
—Ciertas, ay, son nuestras sospechas. Este no
es uno de los ulairi, como muchos lo creyeron largo tiempo. Es el mismo
Sauron que otra vez ha cobrado forma y crece ahora de prisa; y está juntando
otra vez todos los Anillos; y busca siempre noticias acerca del Único y de los herederos
de Isildur, si viven aún sobre la tierra.
Y Elrond contestó: —En la hora en que Isildur
tomó el Anillo y no quiso cederlo, se obró este hado, que Sauron volvería.
—No obstante, el Único se perdió—dijo
Mithrandir—, y mientras no se encuentre, podemos dominar al Enemigo, si unimos
nuestras fuerzas y no nos demoramos demasiado.
Entonces se convocó el Concilio Blanco; y allí
Mithrandir los instó a rápidos procederes, pero Curunír se opuso, y aconsejó
esperar y vigilar.
—Porque no creo—dijo—que volvamos a encontrar
el Único en la Tierra Media. Cayó en el Anduin, y pienso que habrá sido
arrastrado al mar hace ya tiempo. Allí quedará hasta el fin, cuando todo este
mundo se haya roto y los abismos se vacíen.
Por tanto nada se hizo en esa ocasión, aunque
había recelo en el corazón de Elrond, quien le dijo a Mithrandir: —No obstante
presagio que el Único llegará a encontrarse, y habrá guerra otra vez, y en esa
guerra esta Edad llegara a término. Concluirá, por cierto, en una segunda
oscuridad, a menos que una extraña ocasión nos libere, que mis ojos no pueden
ver.
—Muchas son las extrañas ocasiones del mundo—dijo
Mithrandir—y el socorro a menudo llega de manos de los débiles, cuando los sabios
fracasan.
Ocurrió entonces que los sabios se sintieron
perturbados, pero ninguno leyó entonces en los negros pensamientos de Curunír,
ni nadie supo que era ya un traidor: pues deseaba que él y no otro fuese quien
encontrara el Anillo, y así podría ponérselo y doblegar a todo el mundo a
voluntad. Durante demasiado tiempo había estudiado los pasos de Sauron con la
esperanza de derrotarlo, y ahora le tenía más envidia como rival que odio por
lo que había hecho. Y creía que el Anillo, que pertenecía a Sauron, buscaría a su
amo cuando éste reapareciese, pero si volvían a expulsarlo, entonces el Anillo
permanecería oculto. Por tanto estaba dispuesto a jugar con el peligro y dejar
tranquilo a Sauron por un tiempo, pues esperaba prevalecer mediante artilugios,
tanto sobre la gente amiga como sobre el Enemigo, cuando el Anillo apareciera.
Montó una guardia en los Campos Gladios, pero
pronto descubrió que los sirvientes de Dol Guldur registraban todos los caminos
del río en esa región. Entonces advirtió que también Sauron estaba enterado de
cómo había muerto Isildur, y tuvo miedo, y se retiró a Isengard y la fortificó;
y se enfrascó cada vez más profundamente en la ciencia de los Anillos del Poder
y en el arte de la forja. Pero no dijo nada de esto en el Concilio, esperando
ser el primero en oír nuevas del Anillo. Reunió a todo un ejército de espías, y
muchos de entre ellos eran pájaros; porque Radagast no adivinó la traición de
Curunír, y lo ayudó creyendo que estaban vigilando al Enemigo.(…)
XIII.DE
GANDALF, SARUMAN Y LA COMARCA
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
Saruman no tardó en sentir envidia de Gandalf,
y esta rivalidad por fin se convirtió en odio, tanto más profundo cuanto más
disimulado, y también en amargura, porque Saruman sabía en su corazón que el
Caminante Gris tenía mayor influencia que él sobre los habitantes de la Tierra
Media, aunque ocultaba sus poderes y no deseaba inspirar reverencia ni temor.
Saruman no lo reverenciaba, pero llegó a temerlo, pues no sabía con certeza en
qué medida percibía Gandalf sus íntimos pensamientos, más perturbados por los
silencios que por las palabras del mago. Así fue que abiertamente trató a
Gandalf con menos respeto que a los otros sabios, y estaba siempre dispuesto a
contradecirlo o hacer poco caso de sus consejos; mientras que en secreto
observaba y ponderaba minuciosamente todo lo que decía, y vigilaba todos sus
movimientos en la medida de su capacidad. Así fue como Saruman empezó a
ocuparse de los medianos y de La Comarca, que de otro modo habría considerado
indignos de su interés. No pensó en un principio que el interés de su rival por
este pueblo tuviera relación alguna con las grandes preocupaciones del Concilio
y menos aún con los Anillos del Poder. Pues, realmente, al comienzo no había
existido esa relación, y se debió luego tan sólo al amor de Gandalf por el pequeño
pueblo, a no ser que tuviera en el corazón cierta premonición profunda, que
escapaba a su vivaz inteligencia. Durante muchos años visitó abiertamente La
Comarca, y hablaba de su pueblo a quien quisiera escucharlo; y Saruman se
sonreía como si escuchara un cuento ocioso de un viejo vagabundo, pero, no
obstante, le prestaba atención.
Al ver entonces que Gandalf consideraba a La
Comarca digna de ser visitada, él mismo la visitó, pero disfrazado y con sumo
secreto, hasta que hubo explorado y observado todos sus caminos y sus tierras,
y pensó que había aprendido sobre ella todo lo que había por aprender. Y cuando
ya no le pareció atinado ni provechoso permanecer allí personalmente, envió
espías y sirvientes para que vigilaran las fronteras. Porque aún tenía
sospechas. Él mismo había caído tan bajo, que creía que todos los demás
miembros del Concilio tenían cada cual objetivos ocultos y de largo alcance
para su propio provecho a los que subordinaban todas sus acciones. De modo que
cuando mucho después se enteró del hallazgo por el mediano del Anillo de
Gollum, sólo pudo creer que Gandalf lo había sabido desde un principio; y ésta
fue su mayor aflicción, pues todo lo que se relacionaba con los Anillos lo
consideraba de su ámbito particular. Que la desconfianza que inspiraba a
Gandalf fuera merecida y justificada, de ningún modo disminuía su enfado.
La verdad es que en un principio el espionaje
y la desmesurada afición al secreto de Saruman no tenían malas intenciones;
eran más bien una extravagancia nacida del orgullo. Los pequeños detalles, aunque
parezcan indignos de ser mencionados, pueden sin embargo resultar de gran
importancia a la larga. Pero, a decir verdad, al reparar en el amor que Gandalf
profesaba a la planta que él llamaba «hierba de pipa» (por la cual, aún
a falta de otros motivos, el pequeño pueblo, debería ser reverenciado, decía),
Saruman había fingido burlarse de ella, pero en secreto la probó y empezó a
consumirla; y por esa razón La Comarca siguió teniendo importancia para él. No
obstante, temía que esto se descubriera y sus propias burlas se volvieran
contra él, y que se rieran de él por imitar a Gandalf y lo despreciaran por
hacerlo con disimulo. Ésta era pues la razón de la gran reserva de todos sus
tratos con La Comarca, incluso desde un principio, antes de que la menor sombra
de duda hubiera caído sobre ella, y cuando aún estaba poco vigilada, abierta
libremente para todos los que quisieran entrar en ella. Por esta razón también,
Saruman dejó de ir él mismo allí; porque llegó a su conocimiento que no había
pasado del todo inadvertido a la aguda mirada de los medianos, y que algunos,
al ver una figura semejante a la de un anciano vestido de gris o de bermejo que
andaba sigiloso por los bosques o se internaba en el crepúsculo, lo habían
tomado por Gandalf. Después de eso Saruman ya no fue a La Comarca por temor de
que tales cuentos pudieran difundirse y llegaran a oídos de Gandalf. Pero
Gandalf sabía de estas visitas, y adivinó su motivo, y rio, considerando que
éste era el menos peligroso de los secretos de Saruman; pero no se lo dijo a
nadie, pues no era de su gusto que nadie fuera sometido a vergüenza. No
obstante, no se sintió insatisfecho cuando las visitas de Saruman cesaron, pues
ya sospechaba de él, aunque no le era posible prever aún que llegaría el día en
que el conocimiento que tenía Saruman de La Comarca sería peligroso y de la
mayor utilidad para el Enemigo, poniéndole la victoria casi al alcance de la
mano.
Ahora bien, por causa del disgusto y el temor
que le provocaba, en los últimos días Saruman evitaba a Gandalf y rara vez se
encontraban, salvo en las asambleas del Concilio Blanco. Fue en el gran
Concilio celebrado en 2851 cuando se habló por primera vez de la «hoja de
los medianos», y el asunto se consideró divertido en ese momento, aunque
luego se recordó bajo una luz diferente. El Concilio se reunió en Rivendel, y
Gandalf estaba sentado aparte, silencioso, pero fumando prodigiosamente (algo
que nunca había hecho antes en tales ocasiones) mientras Saruman hablaba en su
contra y sostenía con insistencia que, en oposición al consejo de Gandalf, Dol
Guldur no debía ser atacada todavía. Tanto el silencio como el humo parecían
molestar mucho a Saruman, y antes de que el Concilio se dispersara, le dijo a
Gandalf: —Cuando se debaten asuntos de peso, Mithrandir, me asombra un poco que
juguéis con vuestros juguetes de humo y fuego mientras los demás hablan con
seriedad.
Pero Gandalf se echó a reír y replicó: —No os
asombraríais si vos mismo consumierais esta hierba. Descubriríais que el humo
librado despeja la mente de las sombras interiores. De cualquier modo,
proporciona la paciencia de escuchar errores sin enfado. Pero no es uno de mis
juguetes. Es un arte del pequeño pueblo del oeste: alegre y digno pueblo, aunque
no de mucho interés, quizá, para vuestros altos designios políticos.
No se sintió Saruman muy apaciguado con esta
respuesta (pues odiaba las burlas, aunque fueran benignas) y dijo entonces
fríamente: —Os mofáis, señor Mithrandir, como es vuestra costumbre. Sé
perfectamente que os habéis convertido en un explorador de lo pequeño: hierbas,
animalitos salvajes y un pueblecito infantil. Sois libre de disponer de vuestro
tiempo como gustéis, si no tenéis nada mejor que hacer; y podéis escoger
vuestros amigos donde queráis. Pero para mí los días son demasiado oscuros como
para prestar oídos a cuentos de viajeros, y no tengo tiempo para simplezas de
campesinos.
Gandalf no rio esta vez; y no respondió, sino
que, mirando de manera penetrante a Saruman, inhaló su pipa y exhaló un gran
anillo de humo al que siguieron otros varios más pequeños. Entonces levantó la
mano como para cogerlos, y se desvanecieron en el aire. Luego se puso en pie y
abandonó a Saruman sin añadir una palabra; pero Saruman se quedó un momento en
silencio y se le ensombreció la cara de duda y disgusto.
Saruman se había vuelto suspicaz, pues dudaba
de si había interpretado correctamente la intención de Gandalf al exhalar
anillos de humo (sobre todo, si mostraba alguna conexión entre los medianos y
el importante asunto de los Anillos del Poder, por improbable que esto pudiera
parecer); y dudaba de que alguien tan eminente se interesara por un pueblo tan
insignificante como el de los medianos sin otro motivo que el propio valor
atribuido a este pueblo.
Era extraño que Gandalf, enfadado por la
insolencia de Saruman, escogiera esta manera de señalarle que sospechaba que el
deseo de poseerlos había empezado a incorporarse a su política y a su estudio
de la historia de los Anillos; y de advertirle que se le interpondría en el
camino. Porque no cabe duda de que Gandalf no había pensado hasta entonces que
los medianos (y aún menos los que fumaban) tuvieran nada que ver con los
Anillos. No obstante, cuando más tarde los medianos quedaron realmente
involucrados en tan importante asunto, Saruman sólo pudo pensar que Gandalf lo
había sabido o previsto, y que se lo había ocultado a él y al Concilio; y que
su propósito era el único que Saruman podía concebir: conseguir el Anillo y
excluirlo a él.
XIV.EL
PUEBLO DE DURIN
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: APÉNDICES
En lo que concierne al principio de los enanos, los eldar tanto como
los enanos mismos cuentan historias extrañas, pero muy anteriores a nuestros
días, y de las que poco se dirá aquí. Durin es el nombre que daban los enanos
al mayor de los siete padres de la raza, y el antecesor de todos los reyes de
los barbiluengos. Dormía solo, hasta que, en las profundidades del tiempo y el
despertar de aquel pueblo, se marchó a Azanulbizar, y moró en las cuevas sobre Kheled-zâram,
al este de las montañas Nubladas, donde las Minas de Moria fueron luego
celebradas en cantos.
Allí vivió tanto tiempo que se lo conoció hasta muy lejos como Durin
el Inmortal. No obstante, al fin murió, antes de que terminaran los Días
Antiguos, y su tumba estaba en Khazad-dûm; pero su linaje no terminó nunca y
cinco veces nació un heredero en la casa, tan parecido al anterior que todos
recibieron el nombre de Durin. Los enanos sostenían en verdad que era el Inmortal
que había vuelto; pues tienen muchos cuentos y creencias extraños acerca de sí
mismos y del destino que les espera en el mundo.
Al cabo de la Primera Edad el poder y la riqueza de Khazad-dûm se
habían acrecentado sobremanera, porque mucha gente y mucha ciencia y artesanías
la habían enriquecido, cuando las antiguas ciudades de Nogrod y Belegost en las
montañas Azules se arruinaron con el quebrantamiento de Thangorodrim. El poder
de Moria sobrevivió a través de los Años Oscuros y el dominio de Sauron, porque
aunque Eregion se destruyó y Moria cerró sus puertas, las estancias de Khazad-dûm
eran demasiado fuertes y profundas, y colmadas de un pueblo demasiado numeroso
y valiente como para que Sauron pudiera conquistarlas desde fuera. De este modo
la riqueza de Khazad-dûm permaneció intacta largo tiempo, aunque su pueblo
empezó a declinar.
Sucedió que en medio de la Tercera Edad, Durin fue nuevamente rey,
el sexto de ese nombre. El poder de Sauron, servidor de Morgoth, crecía
nuevamente en el mundo, aunque la Sombra del bosque que enfrentaba a Moria no
se reconocía aún como lo que era. Todas las criaturas malignas estaban
agitándose. Por entonces los enanos cavaban muy hondo bajo Barazimbar en busca de
mithril, el metal inapreciable que año tras año era más difícil de
encontrar. De ese modo despertaron del sueño o bien pudo haber ocurrido que la
malicia de Sauron ya lo hubiera despertado a una criatura espantada que había
huido de Thangorodrim y yacía oculta en los cimientos de la tierra desde la
llegada de la Hueste del Occidente: un balrog de Morgoth. Durin fue muerto por él,
y al año siguiente, también Náin I, hijo de Durin; y así pasó la gloria de
Moria, y su pueblo fue destruido o huyó muy lejos.
La mayor parte de los que escaparon se dirigieron al norte, y Thráin
I, hijo de Náin, llegó a Erebor, la montaña Solitaria, cerca del borde oriental
del bosque Negro, y empezó allí nuevas obras, y se convirtió en rey bajo la montaña.
En Erebor encontró una gran joya, la Piedra del Arca, el Corazón de la Montaña.
Pero Thorin I, hijo de Thráin, fue hacia el norte, a las montañas Grises, donde
estaba juntándose la mayoría del pueblo de Durin; porque esas montañas eran
ricas y estaban poco exploradas. Pero había dragones en los yermos de allende las
montañas; y al cabo de muchos años cobraron fuerza, y se multiplicaron e
hicieron la guerra a los enanos y estropearon sus obras. Finalmente, Dáin I,
junto con su hijo segundo, fue muerto a las puertas de sus estancias por un
gran dragón frío.
No mucho después la mayor parte del pueblo de Durin abandonó las montañas
Grises. Grór, hijo de Dáin, se encaminó con muchos seguidores a las colinas de
Hierro; pero Thrór, el heredero de Dáin, junto con Borin, hermano de su padre,
y el resto del pueblo, regresó a Erebor. Thrór llevó a la Gran Estancia de Thráin
la Piedra del Arca, y él y su pueblo prosperaron y se enriquecieron y tuvieron
la amistad de los hombres de las cercanías. Porque no sólo hacían cosas
asombrosas y bellas, sino también armas y armaduras de gran valor; y había un
gran tráfico de minerales entre ellos y sus parientes de las colinas de Hierro.
De este modo los hombres del norte que vivían entre el Celduin (río Rápido) y
el Carpen (Aguas Rojas) se hicieron fuertes y rechazaron a todos los enemigos
del este; y los enanos vivían en la abundancia y había fiestas y canciones en
las estancias de Erebor.
De este modo el rumor de la riqueza de Erebor se extendió y llegó
a oídos de los dragones, y por fin Smaug el Dorado, el más grande de los
dragones de entonces, se alzó y sin advertencia alguna se lanzó contra el rey
Thrór y descendió sobre las montañas envuelto en llamas. No transcurrió mucho
tiempo antes de que todo el reino fuera destruido, y la cercana ciudad de Valle
quedó deshecha y abandonada; pero Smaug penetró en la Gran Estancia y yació
allí sobre un lecho de oro.
Muchos de los parientes de Thrór escaparon del saqueo y el incendio;
y último de todos y por una puerta secreta salió el mismo Thrór, en compañía de
su hijo Thráin II. Se alejaron hacia el sur con su familia, emprendiendo un
largo camino errante. Con ellos iba también una pequeña compañía de parientes y
fieles seguidores.
Entre los que estaban los hijos de
Thráin II: Thorin (Escudo de Roble), Frerin y Dís. Thorin era por entonces un
jovenzuelo, de acuerdo con la duración de la vida de los enanos. Se supo luego
que otras gentes del pueblo de bajo la montaña habían escapado, más de lo que
se creyó en un principio; pero la mayor parte fue a las colinas de Hierro.
Años después Thrór, ahora viejo, pobre y desesperado, dio a su hijo
Thráin el único gran tesoro que aún poseía: el último de los Siete Anillos, y
luego se alejó con un solo compañero, llamado Nár. Del Anillo le dijo a Thráin
al despedirse:
—Puede que esto sea el fundamento de una nueva fortuna para ti, aunque
parece improbable. Pero se necesita oro para hacer oro.
—¿No pensarás en regresar a Erebor?—preguntó Thráin.
—No a mi edad—dijo Thrór—. Delego en ti y en tus hijos la venganza
contra Smaug. Pero estoy cansado de la pobreza y del desprecio de los hombres.
Parto a ver qué puedo encontrar.
No dijo adónde iba. Quizá la edad y el infortunio y el mucho meditar
sobre el pasado esplendor de Moria lo habían enloquecido un poco; o, quizá el
Anillo estaba volcándose hacia el mal ahora que su amo había despertado, y
llevaba a la locura y la destrucción. Desde las Tierras Brunas, donde estaba
viviendo entonces, fue hacia el norte con Nár, y cruzaron el Paso del Cuerno
Rojo y descendieron a Azanulbizar.
Cuando Thrór llegó a Moria, las puertas estaban abiertas. Nár le
rogó que tuviera cuidado, pero él no le hizo ningún caso, y entró
orgullosamente como un heredero que retorna. Pero no volvió. Nár se quedó un
tiempo en las cercanías, escondido. Un día oyó un fuerte grito y el sonido de
un cuerno, y un cuerpo fue arrojado a la escalinata. Temiendo que fuera Thrór,
empezó a acercarse arrastrándose, pero de dentro de las puertas salió una voz:
—¡Ven, barbudo! Podemos verte. Pero hoy no es necesario que tengas
miedo. Te precisamos como mensajero.
Entonces Nár se aproximó y vio en efecto que era el cuerpo de Thrór,
pero tenía la cabeza seccionada y la cara vuelta hacia abajo. Y al arrodillarse
allí, oyó la risa de un orco y la voz dijo:
—Si los mendigos no aguardan a la puerta y se escurren dentro intentando
robar, eso es lo que les hacemos. Si alguno de los vuestros mete aquí otra vez
sus inmundas barbas, recibirá el mismo tratamiento. ¡Ve y dilo! Pero si su
familia desea saber quién es ahora el rey aquí, el nombre está escrito en su
cara. ¡Yo lo escribí! ¡Yo lo maté! ¡Yo soy el amo!
Entonces Nár dio vuelta la cabeza de Thrór y vio marcado enrunas
de los enanos, de modo que él podía leerlo, el nombre AZOG. Ese nombre
quedó marcado desde entonces en el corazón de Nár y en el de todos los enanos.
Nár se inclinó para recoger la cabeza, pero la voz de Azog [padre de Bolgo]
dijo:
—¡Déjala caer! ¡Lárgate! Ahí tienes tu paga, mendigo barbado. —Un
pequeño saco golpeó a Nár. Contenía unas pocas monedas de escaso valor.
Llorando, Nár huyó por el cauce de Plata abajo; pero miró una vez atrás, y vio
que por las puertas habían salido unos orcos que estaban despedazando el cuerpo
y arrojando los trozos a los cuervos negros.
Ésa fue la historia que Nár le contó a Thráin; y cuando Nár lloró
y se mesó las barbas, él guardó silencio. Siete días se quedó sentado sin
hablar. Por último, se puso de pie y dijo:
—¡No es posible soportarlo! —Ése fue el principio de la Guerra de
los Enanos y los Orcos, que fue larga y mortal, y se libró casi toda ella en
sitios profundos bajo tierra.
Thráin sin demora envió mensajeros con la historia al norte, al este
y al oeste; pero transcurrieron tres años antes que las fuerzas de los enanos
estuvieran preparadas. El pueblo de Durin reunió a todas sus huestes y a ellas
se unieron las grandes fuerzas enviadas por las casas de otros padres; porque
estaban coléricos a causa de este agravio al heredero del mayor de la raza.
Cuando todo estuvo dispuesto, atacaron y saquearon una por una todas las
fortalezas de los orcos que pudieron encontrar, desde Gundabad hasta los
Gladios. Ambos bandos fueron implacables, y hubo muerte y hechos de crueldad de
noche y de día. Pero los enanos obtuvieron la victoria por su fuerza y por sus
armas sin par y por el fuego de su furia mientras buscaban a Azog en cada
escondrijo bajo la montaña.
Por fin todos los orcos que huían delante de ellos se reunieron en
Moria, y la persecución llevó las huestes de los enanos a Azanulbizar. Era ése
un gran valle que se extendía entre los brazos de las montañas en torno al lago
de Kheled-zâram y había sido antaño parte del reino de Khazad-dûm. Cuando los enanos
vieron las puertas de sus antiguas mansiones sobre la ladera de la montaña,
lanzaron un gran grito que resonó como un trueno en el valle. Pero una gran
hueste de enemigos estaba dispuesta en orden de batalla sobre las laderas
encima de ellos, y por las puertas salió una multitud de orcos reservados por
Azog en caso de necesidad.
En un principio la suerte estuvo contra los enanos, pues era un oscuro
día de invierno sin sol, y los orcos no perdieron tiempo en vacilaciones, y
excedían en número al enemigo, y se encontraban en el terreno más alto. Así
empezó la Batalla de Azanulbizar (o Nanduhirion en lengua
élfica): al recordarla los orcos se estremecen todavía y los enanos lloran. El
primer ataque de la vanguardia, conducido por Thráin, fue rechazado con pérdidas,
y Thráin se encontró en un bosque de grandes árboles que en ese entonces
todavía crecían no lejos de Kheled-zâram. Allí cayeron Frerin, su hijo, y
Fundin, su pariente, y muchos otros, y Thráin y Thorin fueron heridos.
Se dice que el escudo se partió, y que
él lo arrojó, y con el hacha cortó una rama de roble que sostuvo en la mano
izquierda para parar los golpes asestados por sus enemigos o esgrimiéndola como
una porra. De este modo obtuvo su nombre: “Escudo de
Roble”.
En otros sitios de la batalla prevalecía uno u otro bando, con
grandes matanzas, hasta que por último el pueblo de las colinas de Hierro
decidió la suerte del día. Llegados últimos y descansados al campo, los guerreros
de Náin, hijo de Grór, vestidos de cota de malla, se abrieron paso a través de
los orcos hasta los umbrales mismos de Moria al grito de "¡Azog, Azog!",
derribando con sus piquetas a todos cuantos se les pusieron en el camino.
Entonces Náin se detuvo ante las puertas y gritó en muy altavoz: —¡Azog!
¡Si estás dentro sal fuera! ¿O el juego en el valle te parece demasiado rudo?
A lo cual Azog salió, y era un gran orco con una enorme cabeza guarnecida
de hierro, y no obstante ágil y fuerte. Lo acompañaban muchos que se le
parecían, los soldados de su guardia, y mientras éstos se entendían con la
escolta de Náin, se volvió hacia él, y dijo: —¿Cómo? ¿Otro mendigo a mi puerta?
¿Tengo que marcarte también a ti?—. Se abalanzó sobre Náin y lucharon. Pero
Náin estaba medio ciego de ira y sentía la fatiga de la batalla, mientras que
Azog estaba descansado y era feroz y muy astuto. No tardó Náin en asestar un
golpe con todas las fuerzas que aún le quedaban, pero Azog se hizo a un lado y
le dio una patada en la pierna, de modo que la piqueta de Náin se astilló
contra la piedra en la que había estado y el enano cayó hacia adelante.
Entonces Azog dio una rápida media vuelta y le hacheó el cuello. La cota de malla
resistió el filo, pero tan pesado fue el golpe que a Náin se le quebró el
cuello y cayó.
Entonces Azog rio y levantó la cabeza para lanzar un gran grito de
triunfo; pero el grito se le murió en la garganta. Porque vio que todo su
ejército huía en desorden y que los enanos iban de un lado a otro matando a
diestro y siniestro, y los que podían huir de ellos, corrían hacia el sur
chillando. Y casi todos los soldados que guardaban Azanulbizar yacían muertos.
Se volvió y escapó hacia las Puertas.
Escaleras arriba detrás de él saltó un enano con un hacha roja. Era
Dáin Pie de Hierro, hijo de Náin. Justo ante las puertas atrapó a Azog, y allí
le dio muerte, y le rebanó la cabeza. Esto se consideró una gran hazaña, pues
Dáin era entonces sólo un muchacho en las cuentas de los enanos. Una larga vida
y múltiples batallas tenía por delante, hasta que viejo, pero erguido, caería
por fin en la Guerra del Anillo. Aunque era valiente y lo ganaba la cólera, se
dice que al descender de las puertas tenía la cara gris de quien ha sentido
mucho miedo.
Cuando por fin ganaron la batalla, los enanos que quedaban se
reunieron en Azanulbizar. Tomaron la cabeza de Azog, le metieron en la boca el
saco de monedas, y la clavaron en una pica. Mas no hubo fiesta ni canciones esa
noche; porque no había pena que alcanzara para tantos muertos. Apenas la mitad
de ellos, se dice, podían mantenerse en pie o tener esperanzas de cura. No
obstante, por la mañana Thráin se les presentó. Tenía un ojo cegado sin cura
posible y estaba cojo a causa de una herida en la pierna; pero dijo: —¡Bien!
Obtuvimos la victoria. ¡Khazad-dûm es nuestra!
Entonces ellos respondieron: —Puede que seas el heredero de Durin,
pero aún con un solo ojo tendrías que ver más claro. Libramos esta batalla por
venganza y venganza nos hemos tomado. Aunque no tiene nada de dulce. Nuestras
manos son demasiado pequeñas y la victoria se nos escapa si esto es una
victoria.
Y los que no pertenecían al pueblo de Durin dijeron también: —Khazad-dûm
no era la casa de nuestros padres. ¿Qué significa para nosotros a no ser la
esperanza de obtener un tesoro? Pero ahora, si hemos de retirarnos sin
recompensa ni la indemnización que se nos debe, cuanto antes volvamos a
nuestras propias tierras, tanto mejor.
Entonces Thráin se volvió a Dáin y dijo: —¿Seguramente no ha de abandonarme
mi propio pueblo?
—No—dijo Dáin—. Tú eres el padre de nuestro pueblo, y hemos sangrado
por ti, y sangraríamos otra vez. Pero no entraremos en Khazad-dûm. Tú no
entrarás en Khazad-dûm. Sólo yo he mirado a través de la sombra de las puertas.
Más allá de la sombra te espera todavía el Daño de Durin. El mundo ha de
cambiar y algún otro poder que no es el nuestro ha de acudir antes que el pueblo
de Durin llegue a entrar en Moria otra vez.
Así fue que después de Azanulbizar los enanos se dispersaron de nuevo.
Pero primero, con gran trabajo, despojaron a todos sus muertos para que no
vinieran los orcos y no les sacaran las armas y cotas de malla. Se dice que
todos los enanos que abandonaron el campo de batalla iban agobiados bajo un
gran peso. Luego levantaron muchas piras y quemaron todos los cuerpos de sus
parientes. Hubo muchos árboles derribados en el valle, que en adelante quedó
desnudo, y las emanaciones de la quema se vieron desde Lórien.
Tal tratamiento de los muertos pareció
ofensivo a los enanos, pues estaba en contra de lo que ellos acostumbraban;
pero construir tumbas como las que ellos solían hacer (pues sepultan a sus
muertos sólo en piedra, no bajo tierra) les habría llevado muchos años. Por
tanto, recurrieron al fuego antes que dejar a los suyos librados a bestias, aves
y orcos devoradores de carroña. Pero se honró a los que cayeron en Azanulbizar,
y hasta el día de hoy suele decir un enano de uno de sus mayores: "Fue un enano incinerado",
y eso basta.
Cuando de los terribles fuegos quedaron cenizas, los aliados
volvieron a sus propios países, y Dáin Pie de Hierro condujo al pueblo de Náin
de regreso a las colinas de Hierro. Entonces, de pie junto a los restos de la
gran hoguera, Thráin le dijo a Thorin Escudo de Roble: —¡Algunos pensarán que
esta cabeza se pagó cara! Cuando menos, hemos dado nuestro reino por ella. ¿Volverás
conmigo al yunque? ¿O mendigarás tu pan en puertas orgullosas?
—Al yunque—respondió Thorin—. El martillo por lo menos mantendrá
los brazos fuertes hasta que puedan blandir otra vez instrumentos más afilados.
De modo que Thráin y Thorin, con los que quedaban de sus seguidores
(entre los que se contaban Balin y Glóin), volvieron a las Tierras Brunas, y
poco después se mudaron y erraron por Eriador, hasta que levantaron un hogar en
el exilio al este de las Ered Luin, más allá del Lune. De hierro era la mayor
parte de las cosas que forjaron en aquellos días, pero en cierto modo prosperaron,
y poco a poco fueron creciendo en número.
Tenían muy pocas mujeres. Dís, hija de
Thráin, estaba allí. Fue madre de Fili y Kili,
que nacieron en las Ered Luin. Thorin no tuvo esposa.
Pero, como había dicho Thrór, el Anillo necesitaba oro para hacer
oro, y de ese o de cualquier otro metal precioso tenían muy poco o nada.
De este Anillo algo ha de decirse aquí. Los enanos del pueblo de Durin
pensaban que era el primero de los Siete en haber sido forjado; y dicen que le
fue dado al rey de Khazad-dûm, Durin III, por los herreros élficos, y no por
Sauron, aunque sin la menor duda había puesto en él un poder maligno, pues
había ayudado en la forja de todos los Siete. Pero los poseedores de Anillo no
lo exhibían ni hablaban de él, y rara vez lo cedían en tanto no sintieran que
se acercaba la muerte, para que otros no supiesen dónde se guardaba. Algunos
creían que había quedado en Khazad-dûm, en las tumbas secretas de los reyes, si
no había sido descubierto y robado; pero entre la parentela del heredero de
Durin se creía (erróneamente) que Thrór lo había llevado puesto cuando
regresara allí de prisa. Qué había sido entonces de él, lo ignoraban. No fue
encontrado en el cuerpo de Azog.
No obstante, como los enanos creen ahora, es posible que Sauron hubiera
descubierto con sus artes quién tenía este Anillo, el último, y que los
singulares infortunios de los herederos de Durin fueran en gran parte
consecuencia de la malicia de Sauron. Porque por este medio no era posible
corromper a los enanos. El único poder que los Anillos tuvieron sobre ellos fue
el de poner en sus corazones la codicia del oro y otras cosas preciosas, de modo
que si les faltaban, todo otro bien les parecía desdeñable, y se llenaban de
cólera y de deseos de venganza contra quienes los privaban de ellas. Pero desde
un principio fueron hechos de una especie que resistía con firmeza cualquier
clase de dominio. Aunque podían ser muertos o quebrantados, no era posible reducirlos
a sombras esclavizadas a otra voluntad; y por la misma razón ningún Anillo
afectó sus vidas, ni hizo que fueran más largas o más cortas. Y por eso Sauron
los odió todavía más, y más deseó quitarles lo que tenían.
Fue quizá en parte a causa de la malicia del Anillo que Thráin, al
cabo de algunos años, se sintió inquieto y descontento. No pensaba en otra cosa
que en el oro. Por fin, cuando ya no pudo soportarlo, volvió sus pensamientos a
Erebor, y decidió regresar. No dijo nada a Thorin del peso que tenía en el corazón;
se despidió y partió junto con Balin y Dwalin y unos pocos más.
Poco se sabe de lo que le sucedió luego. Parecería ahora que tan pronto
como se puso en camino, los emisarios de Sauron le dieron caza. Los lobos lo
persiguieron, los orcos le tendieron emboscadas, unos pájaros malvados
arrojaron sombra sobre su camino, y cuanto más intentaba ir hacia el norte,
tantos más infortunios se lo impedían. Hubo una noche oscura en que él y sus
compañeros andaban de un lado a otro más allá del Anduin, y por causa de una
lluvia negra se vieron obligados a buscar refugio bajo los árboles del bosque
Negro. A la mañana Thráin había desaparecido, y sus compañeros lo llamaron en
vano. Lo buscaron durante muchos días hasta que, por fin, perdida toda esperanza,
partieron y volvieron junto a Thorin. Sólo mucho después se supo que Thráin
había sido atrapado vivo y llevado a las mazmorras de Dol Guldur. Allí recibió
tormento y le arrebataron el Anillo, y allí por fin murió.
De este modo Thorin Escudo de Roble se convirtió en el heredero de
Durin, pero heredero sin esperanzas. Cuando Thráin se perdió, tenía noventa y
cinco años, un gran enano de orgulloso porte, pero parecía contento en Eriador.
Allí trabajó mucho tiempo y traficó y almacenó riquezas; y la población aumentó
con la llegada de muchos miembros errantes del pueblo de Durin, que cuando
oyeron decir que estaba en el oeste, acudieron a él. Ahora tenían hermosas
estancias en las montañas y almacenes de bienes, y sus días no parecían tan
duros, aunque en sus canciones hablaban siempre de la distante montaña
Solitaria.
Los años se prolongaron. Los rescoldos en el corazón de Thorin volvieron
a llamear mientras meditaba en los males de su casa y en la herencia que le
había tocado: la venganza contra el dragón. Pensaba en armas y en ejércitos y
en alianzas, mientras el gran martillo resonaba sobre el yunque; pero los
ejércitos se habían dispersado y las alianzas estaban rotas y el pueblo tenía pocas
hachas; y un gran odio sin esperanza ardía en él, mientras golpeaba el hierro
rojo sobre el yunque.
Pero por último hubo un encuentro azaroso entre Gandalf y Thorin que
cambió la suerte de la casa de Durin, y que condujo a otros y más grandes
fines. En una ocasión [15 de marzo de
2941] Thorin, que volvía al oeste de un viaje, se detuvo en Bree a pasar la
noche. Allí estaba también Gandalf. Se dirigía a La Comarca, que no había
visitado desde hacía unos veinte años. Estaba fatigado y pensó en descansar
allí por un rato.
Entre otros cuidados le preocupaba el peligroso estado en que se
encontraba el norte; porque sabía ya entonces que Sauron proyectaba la guerra,
y que intentaba, tan pronto como se sintiera bastante fuerte, atacar a
Rivendel. Pero para impedir que el este tratara de recuperar las tierras de
Angmar y los pasos septentrionales de las montañas, ahora sólo contaban los enanos
de las colinas de Hierro. Y más allá se extendía la desolación del dragón.
Sauron podría utilizar al dragón con espantosas consecuencias. ¿Cómo entonces
eliminar a Smaug?
Justo cuando Gandalf estaba sentado y pensando en todo esto, se le
acercó Thorin y le dijo: —Señor Gandalf, sólo os conozco de vista, pero me
gustaría conversar con vos. Porque últimamente habéis visitado a menudo mis pensamientos,
como si estuviera obligado a buscaros. En verdad, así lo habría hecho si
hubiera sabido dónde estabais.
Gandalf lo miró con asombro. —Esto es extraño, Thorin Escudo de Roble—dijo—. Porque también yo he
pensado en ti; y aunque ahora voy a La Comarca, no olvidaba que ese camino
conduce también a tus palacios.
—Llamadles así si os place—dijo Thorin—. No son sino pobres viviendas
en el exilio. Pero seríais bien recibido, si vinieseis. Porque dicen que sois
sabio y que sabéis más que nadie de lo que pasa en el mundo; y tengo muchas
cosas en la mente y me gustaría recibir vuestro consejo.
—Iré—dijo Gandalf—; porque supongo que al menos compartimos una preocupación.
Tengo en la mente al dragón de Erebor, y no creo que el nieto de Thrór lo haya
olvidado.
XV.LA
MISIÓN DE EREBOR
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
La escena siguiente sucede en una casa de
Minas Tirith entre Gandalf, Frodo, Peregrin, Meriadoc y Gimli, tiempo después
del capítulo titulado “El senescal y el rey”. Se sitúa en este punto al hablar
del encuentro de Thorin y Gandalf previo a “El hobbit”.[9]
Gandalf
no había desempeñado aún papel alguno en los destinos de la casa de Durin. No
había tenido mucho trato con los enanos; aunque era amigo de los de buena
voluntad y le gustaban los exiliados del pueblo de Durin que vivían en el oeste.
Pero en una ocasión, mientras viajaba por Eriador (yendo a La Comarca, que no
había visitado desde hacía varios años) se encontró por casualidad con Thorin
Escudo de Roble, y conversaron en el camino y reposaron durante la noche en
Bree.
Por
la mañana, Thorin dijo a Gandalf: —Tengo muchas cosas acumuladas en la mente, y
dicen que es usted sabio y que sabe más que la mayoría de lo que acaece en el
mundo. ¿Vendrá usted conmigo y me escuchará y me dará consejo?
A
esto consintió Gandalf y cuando fueron al aposento de Thorin se sentó largo
rato con él y escuchó toda la historia de sus males.
De
este encuentro se siguieron muchos acontecimientos de gran importancia: el
hallazgo del Anillo Único y su llegada a La Comarca y la elección del Portador
del Anillo. Muchos, por esta razón, han supuesto que Gandalf previo todas estas
cosas y escogió el momento para su encuentro con Thorin. Pero nosotros no creemos
que fuera así. Porque en la narración de la Guerra del Anillo, Frodo, el
Portador del Anillo, dejó un relato de las palabras de Gandalf sobre este punto
precisamente.
(...)Ese
día [Gandalf] ya no siguió hablando. Pero más tarde volvimos sobre el
tema, y nos contó toda la extraña historia; cómo preparó el viaje a Erebor, por
qué pensó en Bilbo, y cómo convenció al orgulloso Thorin Escudo de Roble de que
lo llevara con él. No recuerdo ahora toda la historia, pero entendimos que,
para empezar, Gandalf pensaba sólo en la defensa del Oeste contra la Sombra.
—Estaba
muy inquieto por ese entonces—dijo—, porque Saruman estorbaba todos mis planes.
Sabía que Sauron se había alzado de nuevo y que pronto haría una declaración, y
sabía también que se preparaba para librar una gran guerra. ¿Cómo empezaría?
¿Intentaría primero ocupar de nuevo Mordor o atacaría antes las principales fortalezas
de sus enemigos? Pensaba entonces, y hoy me parece fuera de toda duda, que su
plan original era atacar Lórien y Rivendel no bien contara con fuerzas
suficientes. Sería para él un plan mucho mejor, y mucho peor para nosotros.
Quizá
penséis que Rivendel estaba fuera de su alcance, pero yo no lo creo así. La situación
en el norte era muy mala. El reino bajo la montaña y los fuertes hombres de Valle
ya no existían. Para resistir cualesquiera fuerzas que Sauron pudiera enviar
para recuperar los pasos septentrionales de las montañas y las viejas tierras
de Angmar, sólo estaban los enanos de las montañas de Hierro, y detrás de ellos
no había más que desolación y un dragón. Sauron podía recurrir al dragón con
terribles consecuencias. Muchas veces me decía a mí mismo: "He de
encontrar algún medio para vérmelas con Smaug. Pero todavía es más necesario
asestar un golpe certero sobre Dol Guldur. Tenemos que desbaratar los planes de
Sauron. He de conseguir que el Concilio lo tome en consideración".
Ésos
eran mis sombríos pensamientos mientras avanzaba a trote corto por el camino.
Estaba cansado y me dirigía a La Comarca para tomarme un breve descanso después
de haber estado alejado de allí más de veinte años. Pensaba que si apartaba de mi
mente las preocupaciones por un tiempo, quizá encontraría una manera de darles solución.
Y así fue, en verdad, aunque no pude olvidarlas.
Porque
mientras me acercaba a Bree, fui alcanzado por Thorin Escudo de Roble, que
vivía por entonces en el exilio más allá de las fronteras noroccidentales de La
Comarca. Para mi sorpresa, me dirigió la palabra; y fue en ese preciso momento cuando
el curso de los acontecimientos empezó a cambiar.
Él
estaba preocupado también, tanto que se decidió a pedirme consejo. De modo que
lo acompañé a sus estancias en las montañas Azules, y escuché allí la larga
historia que tenía que contarme. Advertí en seguida que el corazón le ardía de
tanto pensar en sus males y en la pérdida del tesoro de sus antepasados, y que
también le pesaba el deber heredado de vengarse de Smaug. Los enanos toman muy
en serio este tipo de deberes.
Le
prometí ayudarlo si podía. Estaba yo tan ansioso como él por ver sucumbir a Smaug,
pero Thorin no pensaba en otra cosa que en planes de batalla y guerra, como si fuera
realmente el rey Thorin II, y yo no veía ninguna esperanza en todo ello. De
modo que lo dejé y fui a La Comarca, y cogí el hilo de las noticias. Era un
asunto extraño. No hice más que dejarme llevar por la "casualidad"
y cometí muchos errores en el camino.
De
algún modo me había sentido atraído por Bilbo desde mucho antes, cuando no era
sino un niño y un joven hobbit: no había llegado apenas a la mayoría de edad cuando
lo había visto por última vez. Me había quedado grabado en la mente desde entonces;
recordaba su ansiedad, sus ojos brillantes, su amor por los cuentos y sus preguntas
acerca del ancho mundo más allá de La Comarca. No bien entré en La Comarca,
tuve noticias de él. Había conseguido que se hablara de él, según parecía. Sus dos
padres habían muerto poco más o menos a los ochenta años, es decir jóvenes, si
se tiene en cuenta lo que era habitual entre los habitantes de La Comarca; y él
nunca se había casado. Ya se estaba volviendo algo raro, decían, y se pasaba
largos días solo. Era posible verlo hablar con forasteros, aún con enanos.
"¡Aún
con enanos!" Estas tres cosas se asociaron de pronto en mi mente: el gran
dragón, codicioso, y de oído y olfato penetrantes; los tenaces enanos de
pesadas botas con su antiguo rencor ardiente y el veloz hobbit de pies
silenciosos, anhelante (me parecía adivinar) por ver el ancho mundo. Me reí a solas;
pero me apresuré en seguida a ver a Bilbo: quería ver qué efectos había tenido
sobre él el paso de veinte años y si era tan prometedor su estado como lo
aseguraban los chismorreos. Pero no se encontraba en casa. Sacudieron la cabeza
en Hobbiton cuando pregunté por él.
"Ha
partido otra vez—dijo un hobbit. Era Cavada, el jardinero, creo—. Ha partido
otra vez. Va a reventar un día de éstos si no se anda con cuidado. Bueno, pues,
le pregunté que a dónde iba y cuándo volvería, y va y me dice [Bilbo] No
lo sé; y luego me mira de modo curioso. Depende de que me encuentre con
alguien, Cavada, me dice. ¡Mañana es el Año Nuevo de los elfos! Una
lástima y siendo tan buena persona. No se encuentra nadie mejor desde las quebradas
hasta el río."
"¡Mejor
que mejor!—pensé—. Creo que correré el riesgo." El tiempo
pasaba de prisa. Tenía que estar en el Concilio Blanco en agosto a más tardar;
de lo contrario Saruman se saldría con la suya y no se haría nada. Y sin entrar
a considerar asuntos de mayor importancia, eso podría resultar fatal para la misión:
el poder de Dol Guldur no dejaría de intentar nada contra Erebor, a no ser que tuviera
algo más importante que hacer.
De
modo que cabalgué velozmente de nuevo al encuentro de Thorin para emprender la
difícil tarea de convencerlo de que abandonara sus altivos designios y acudiera
sigilosamente a reunirse con Bilbo. Sin ver a Bilbo primero. Era un error y resultó
casi desastroso. Porque Bilbo había cambiado, por supuesto. Cuando menos, se había
vuelto bastante codicioso, y gordo, y sus viejos deseos habían disminuido hasta
convertirse en una especie de sueño privado. ¡Nada podría haber sido más
desalentador que ver convertirse este sueño en realidad! Bilbo estaba completamente
consternado y actuó como un tonto. Thorin lo habría abandonado furioso de no
haber mediado una extraña circunstancia que dentro de unos momentos mencionaré.(…)
XVI.EL REINO DE THRANDUIL EN LA TERCERA EDAD
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
Mucho
antes de la Guerra de la Alianza, Oropher, rey de los elfos silvanos al este
del Anduin, alarmado por los rumores del creciente poder de Sauron, abandonó
sus antiguas moradas en torno a la Amon Lanc, más allá del río de sus parientes
de Lórien. Tres veces se había trasladado hacia el norte, y a fines de la Segunda
Edad vivió en los valles occidentales de las Emyn Duir, y su numeroso pueblo
vivió en los bosques y los valles y anduvo errante por aquellas tierras en
dirección oeste hasta el Anduin, al norte del antiguo Camino de los Enanos (Men-i-Naugrim).
Se había unido a la Alianza, pero fue muerto en el ataque contra las Puertas de
Mordor. Thranduil, su hijo, había vuelto con el resto del ejército de elfos
silvanos el año anterior al de la marcha de Isildur.(…)
LA NATURALEZA DE LA TIERRA MEDIA
El
Camino de los Enanos, el Men-i-Naugrim, había sido construido con
grandes esfuerzos por los enanos barbiluengos de Moria y sus parientes de las
colinas de Hierro (Emyn Engrin) en el noreste. Los enanos de Moria habían
construido un camino desde sus puertas hacia el norte que corría a lo largo de
las faldas orientales de las montañas Nubladas, cruzando el Gladio en su parte
alta, y de allí al punto más austral en el que era posible construir un puente
sobre el Anduin, un poco por encima de su repentino descenso. Allí construyeron
un puente de piedra desde el que seguía el Camino de los Enanos, en una línea
recta rumbo al este, atravesando el valle y el bosque Verde hasta un puente,
construido por los enanos de las colinas de Hierro, que cruzaba el Celduin (río
Rápido), desde donde seguía sobre campo abierto en dirección noreste, rumbo a
sus minas de hierro.
La
construcción de los puentes y los primeros kilómetros del camino a través del
bosque eran obras acometidas en la Primera Edad; el camino se terminó a
principios de la Segunda Edad cuando la población de Moria (y en menor medida
la de las Minas de Hierro) creció mucho debido a los emigrantes de las
mansiones de las Ered Luin. En aquellos tiempos, el camino estaba muy
transitado, hasta la forja del Gran Anillo y la Guerra entre Sauron y los elfos
y sus aliados númenóreanos, en los que los enanos tomaron parte debido a su
estrecha amistad con los noldor de Eregion. Sin embargo, el poder de Sauron aún
no había alcanzado su punto culminante, y se encontraba en el sur y en el este.
Invadió Eriador desde el sur y apenas molestó a las tierras del norte.
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
(…)Siguió
una larga paz [después de la Guerra de la Última Alianza] en la que la
población de los elfos silvanos volvió a crecer; pero estaban intranquilos y
ansiosos, presintiendo que el mundo iba a cambiar en esta Tercera Edad. La
población de los hombres también creció en número y en poder. El dominio de los
reyes númenóreanos de Gondor se extendía hacia el norte, cerca de las fronteras
de Lórien y el bosque Verde. Los hombres libres del norte (así llamados por los
elfos porque no reconocían la autoridad de los dúnedain, y en su mayor parte no
se habían sometido a Sauron ni a sus servidores) se extendían hacia el sur: la
mayoría al este del bosque Verde, aunque algunos se establecieron al borde de
la floresta y en los llanos herbosos de los valles del Anduin. Más ominosos
eran los rumores que llegaban del extremo sur: los hombres salvajes estaban
inquietos. Ex sirvientes y adoradores de Sauron se habían liberado ahora de su
tiranía, pero no del mal y la oscuridad que éste había puesto en sus corazones.
Libraban entre ellos guerras crueles, de las cuales algunos se apartaban hacia
el oeste con la mente llena de odio y consideraban a todos los que vivían en el
oeste enemigos a los que había que matar y saquear. Pero en el corazón de
Thranduil había una sombra más negra todavía. Había visto el horror de Mordor y
no podía olvidarlo. Si miraba hacia el sur, los recuerdos le oscurecían la luz
del sol, y aunque sabía que esas tierras estaban ahora desoladas y desiertas y
vigiladas por los reyes de los hombres, el miedo le encogía el corazón y le
decía que el Mal no había sido vencido para siempre: volvería a levantarse.
En
otro pasaje escrito en la misma época que el precedente se dice que:
Cuando
mil años de la Tercera Edad hubieran pasado, y la Sombra cubrió el bosque
Verde, los elfos silvanos regidos por Thranduil se retiraron ante ella a medida
que iba extendiéndose hacia el norte, hasta que por fin Thranduil se estableció
al noroeste del bosque y excavó allí una fortaleza y amplias estancias
subterráneas. Oropher era de origen sindarin y, sin duda, Thranduil, su hijo,
estaba siguiendo el ejemplo del rey Thingol mucho antes en Doriath; aunque sus
muros no podían compararse con Menegroth. No contaba con las artes, ni la
riqueza, ni la ayuda de los enanos; y comparado con los elfos de Doriath, el
pueblo silvano era rudo y rústico. Oropher había llegado entre ellos sólo con
un puñado de sindar, y no tardaron en mezclarse con los elfos silvanos adoptando
su lengua, y tomando nombres de forma y estilo silvanos. Esto hicieron
deliberadamente; porque (como otros aventureros similares olvidados en las
leyendas o apenas mencionados) venían de Doriath, que estaba ahora en ruinas, y
no deseaban abandonar la Tierra Media, ni mezclarse con los otros sindar de
Beleriand, dominados por los elfos noldorin, por quienes el pueblo de Doriath
no sentía mucho amor. Deseaban en verdad convertirse en gentes de los bosques y
volver, como decían, a la vida natural que habían tenido los elfos antes que la
invitación de los valar la hubiera perturbado.
XVII.EL HOBBIT
Es
la versión revisada por el propio Tolkien después de escribir El Señor de
los Anillos.
Los
capítulos II.LA DISCUSIÓN DE GANDALF Y THORIN y XII.EL
CONCILIO BLANCO ATACA DOL GULDUR no
forman parte de la obra original de El hobbit.
PREFACIO
Esta es una historia de hace mucho tiempo. En
esa época los lenguajes eran bastante distintos de los de hoy... Las runas eran
letras que en un principio se escribían mediante cortes o incisiones en madera,
piedra, o metal. En los días de este relato los enanos las utilizaban con
regularidad, especialmente en registros privados o secretos. Si las runas del mapa
de Thrór son comparadas con las transcripciones en letras modernas, no será
difícil reconstruir el alfabeto (adaptado al inglés actual), y será posible
leer el título rúnico de esta página. Desde un margen del mapa una mano apunta
a la puerta secreta, y debajo está escrito:
Las dos últimas runas son las iniciales de Thrór
y Thráin. Las runas lunares leídas por Elrond eran:
I.UNA FIESTA INESPERADA
EL HOBBIT
En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No
un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni
tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que
comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
Tenía una puerta redonda, perfecta como un ojo
de buey, pintada de verde, con una manilla de bronce dorada y brillante, justo
en el medio. La puerta se abría a un vestíbulo cilíndrico, como un túnel: un
túnel muy cómodo, sin humos, con paredes revestidas de madera y suelos
enlosados y alfombrados, provisto de sillas barnizadas, y montones y montones
de perchas para sombreros y abrigos; el hobbit era aficionado a las visitas. El
túnel se extendía serpeando, y penetraba bastante, pero no directamente, en la
ladera de la colina—la Colina, como la llamaba toda la gente de muchas millas alrededor—,
y muchas puertecitas redondas se abrían en él, primero a un lado y luego al
otro. Nada de subir escaleras para el hobbit: dormitorios, cuartos de baño,
bodegas, despensas (muchas), armarios (habitaciones enteras dedicadas a ropa),
cocinas, comedores, se encontraban en la misma planta, y en verdad en el mismo
pasillo. Las mejores habitaciones estaban todas a la izquierda de la puerta
principal, pues eran las únicas que tenían ventanas, ventanas redondas,
profundamente excavadas, que miraban al jardín y los prados de más allá, camino
del río.
Este hobbit era un hobbit acomodado, y se
apellidaba Bolsón. Los Bolsón habían vivido en las cercanías de la Colina desde
hacía muchísimo tiempo, y la gente los consideraba muy respetables, no sólo
porque casi todos eran ricos, sino también porque nunca tenían ninguna aventura
ni hacían algo inesperado: uno podía saber lo que diría un Bolsón acerca de
cualquier asunto sin necesidad de preguntárselo. Esta es la historia de cómo un
Bolsón tuvo una aventura, y se encontró a sí mismo haciendo y diciendo cosas
por completo inesperadas. Podría haber perdido el respeto de los vecinos, pero
ganó... Bueno, ya veréis si al final ganó algo.
La madre de nuestro hobbit particular... pero,
¿qué es un hobbit? Supongo que los hobbits necesitan hoy que se los describa de
algún modo, ya que se volvieron bastante raros y tímidos con la gente grande, como
nos llaman. Son (o fueron) gente menuda de la mitad de nuestra talla, y más
pequeños que los enanos barbados. Los hobbits no tienen barba. Hay poca o
ninguna magia en ellos, excepto esa común y cotidiana que los ayuda a
desaparecer en silencio y rápidamente, cuando gente grande y estúpida como
vosotros o yo se acerca sin mirar por dónde va, con un ruido de elefantes que
puede oírse a una milla de distancia. Tienden a ser gruesos de vientre; visten
de colores brillantes (sobre todo verde y amarillo); no usan zapatos, porque en
los pies tienen suelas naturales de piel y un pelo espeso y tibio de color
castaño, como el que les crece en las cabezas (que es rizado); los dedos son
largos, mañosos y morenos, los rostros afables, y se ríen con profundas y
jugosas risas (especialmente después de cenar, lo que hacen dos veces al día,
cuando pueden). Ahora sabéis lo suficiente como para continuar el relato. Como
iba diciendo, la madre de este hobbit—o sea, Bilbo Bolsón—era la famosa
Belladonna Tuk, una de las tres extraordinarias hijas del Viejo Tuk, patriarca
de los hobbits que vivían al otro lado de el Agua, el riachuelo que corría al
pie de la Colina. Se decía a menudo (en otras familias) que tiempo atrás un
antepasado de los Tuk se había casado sin duda con un hada. Eso era, desde
luego, absurdo, pero por cierto había todavía algo no del todo hobbit en ellos,
y de cuando en cuando miembros del clan Tuk salían a correr aventuras. Desaparecían
con discreción, y la familia echaba tierra sobre el asunto; pero los Tuk no
eran tan respetables como los Bolsón, aunque indudablemente más ricos.
Al menos Belladonna Tuk no había tenido
ninguna aventura después de convertirse en la señora de Bungo Bolsón. Bungo, el
padre de Bilbo, le construyó el agujero-hobbit más lujoso (en parte con el
dinero de ella), que pudiera encontrarse bajo la Colina o sobre la Colina o al
otro lado de el Agua, y allí se quedaron hasta el fin. No obstante, es probable
que Bilbo, hijo único, aunque se parecía y se comportaba exactamente como una
segunda edición de su padre, firme y comodón, tuviese alguna rareza de carácter
del lado de los Tuk, algo que sólo esperaba una ocasión para salir a la luz. La
ocasión no llegó a presentarse nunca, hasta que Bilbo Bolsón fue un adulto que
rondaba los cincuenta años y vivía en el hermoso agujero-hobbit que acabo de
describiros, y cuando en verdad ya parecía que se había asentado allí para
siempre.
Por alguna curiosa coincidencia, una mañana de
hace tiempo en la quietud del mundo, cuando había menos ruido y más verdor, y
los hobbits eran todavía numerosos y prósperos, y Bilbo Bolsón estaba de pie en
la puerta del agujero, después del desayuno, fumando una enorme y larga pipa de
madera que casi le llegaba a los dedos lanudos de los pies (bien cepillados),
Gandalf apareció de pronto. ¡Gandalf! Si sólo hubieseis oído un cuarto de lo
que yo he oído de él, y he oído sólo muy poco de todo lo que hay que oír,
estaríais preparados para cualquier especie de cuento notable—cuentos y aventuras
brotaban por donde quiera que pasara, de la forma más extraordinaria. No había
bajado a aquel camino al pie de la Colina desde hacía años y años, desde la
muerte de su amigo el Viejo Tuk, y los hobbits casi habían olvidado cómo era.
Había estado lejos, más allá de la Colina y del otro lado de el Agua por
asuntos particulares, desde el tiempo en que todos ellos eran pequeños niños
hobbits y niñas hobbits.
Todo lo que el confiado Bilbo vio aquella
mañana fue un anciano con un bastón. Tenía un sombrero azul, alto y puntiagudo,
una larga capa gris, una bufanda de plata sobre la que colgaba una barba larga
y blanca hasta más abajo de la cintura, y botas negras.
—¡Buenos días!—dijo Bilbo, y esto era
exactamente lo que quería decir. El sol brillaba y la hierba estaba muy verde.
Pero Gandalf lo miró desde debajo de las cejas largas y espesas, más
sobresalientes que el ala del sombrero, que le ensombrecía la cara.
—¿Qué quieres decir?—preguntó—¿Me deseas un
buen día, o quieres decir que es un buen día, lo quiera yo o no; o que hoy te
sientes bien; o que es un día en que conviene ser bueno?
—Todo eso a la vez—dijo Bilbo—. Y un día
estupendo para una pipa de tabaco a la puerta de casa, además. ¡Si lleváis una
pipa encima, sentaos y tomad un poco de mi tabaco! ¡No hay prisa, tenemos todo
el día por delante!—entonces Bilbo se sentó en una silla junto a la puerta,
cruzó las piernas, y lanzó un hermoso anillo de humo gris que navegó en el aire
sin romperse, y se alejó flotando sobre la Colina.
—¡Muy bonito!—dijo Gandalf—Pero esta mañana no
tengo tiempo para anillos de humo. Busco a alguien con quien compartir una
aventura que estoy planeando, y es difícil dar con él.
—Pienso lo mismo... En estos lugares somos
gente sencilla y tranquila y no estamos acostumbrados a las aventuras. ¡Cosas
desagradables, molestas e incómodas que retrasan la cena! No me explico por qué
atraen a la gente—dijo nuestro señor Bolsón, y metiendo un pulgar detrás del
tirante lanzó otro anillo de humo más grande aún. Luego sacó el correo matutino
v se puso a leer, fingiendo ignorar al viejo, pero el viejo no se movió. Permaneció
apoyado en el bastón observando al hobbit sin decir nada, hasta que Bilbo se
sintió bastante incómodo y aún un poco enfadado.
—¡Buenos días!—dijo al fin—. ¡No queremos aventuras
aquí, gracias! ¿Por qué no probáis más allá de la Colina o al otro lado de el Agua?—con
esto daba a entender que la conversación había terminado.
—¡Para cuántas cosas empleas el buenos días!,—dijo
Gandalf—. Ahora quieres decir que intentas deshacerte de mí y que no serán
buenos hasta que me vaya.
—¡De ningún modo, de ningún modo, mi querido
señor!—. Veamos, no creo conocer vuestro nombre...
—¡Sí, sí, mi querido señor, y yo sí que
conozco tu nombre, señor Bilbo Bolsón! Y tú también sabes el mío, aunque no me
unas a él. ¡Yo soy Gandalf, y Gandalf soy yo! ¡Quién iba a pensar que un hijo
de Belladonna Tuk me daría los buenos días como si yo fuese vendiendo botones
de puerta en puerta!
—¡Gandalf! ¡Gandalf! ¡Válgame el cielo! ¿No
sois vos el mago errante que dio al Viejo Tuk un par de botones mágicos de
diamante que se abrochaban solos y no se desabrochaban hasta que les dabas una
orden? ¿No sois vos quien contaba en las reuniones aquellas historias
maravillosas de dragones y trasgos y gigantes y rescates de princesas y la
inesperada fortuna de los hijos de madre viuda? ¿No el hombre que acostumbraba
a fabricar aquellos fuegos de artificio tan excelentes? ¡Los recuerdo! El Viejo
Tuk los preparaba en los solsticios de verano. ¡Espléndidos! Subían como
grandes lirios, cabezas de dragón y árboles de fuego que quedaban suspendidos
en el aire durante todo el crepúsculo. —Ya os habréis dado cuenta de que el
señor Bolsón no era tan prosaico como él mismo creía, y también de que era muy
aficionado a las flores: —¡Diantre!—continuó—. ¿No sois vos el Gandalf
responsable de que tantos y tantos jóvenes apacibles partiesen inesperadamente en
busca de locas aventuras? Cualquier cosa desde trepar árboles a visitar elfos...
o zarpar en barcos, ¡y navegar hacia otras costas! ¡Caramba!, la vida era
bastante apacible entonces…quiero decir, en un tiempo tuvisteis la costumbre de
perturbarlo todo en estos sitios. Os pido perdón, pero no tenía ni idea de que todavía
estuvieseis en actividad.
—¿Dónde si no iba a estar?—dijo el mago—. De
cualquier modo me complace descubrir que aún recuerdas algo de mí. Al menos,
parece que recuerdas con cariño mis fuegos artificiales, y eso es reconfortante.
Y en verdad, por la memoria de tu viejo abuelo Tuk y por la memoria de la pobre
Belladonna, te concederé lo que has pedido.
—Perdón, ¡yo no he pedido nada!
—¡Sí, sí, lo has hecho! Dos veces ya. Mi perdón.
Te lo doy. De hecho iré tan lejos como para embarcarte en esa aventura. Muy divertida
para mí, muy buena para ti... y quizá también muy provechosa, si sales de ella
sano y salvo.
—¡Disculpad! No quiero ninguna aventura,
gracias, Hoy no. ¡Buenos días! Pero venid a tomar el té... ¡cuando gustéis!
¿Por qué no mañana? ¡Sí, venid mañana! ¡Adiós!—con esto el hobbit retrocedió
escabulléndose por la redonda puerta verde, y la cerró lo más rápido que pudo
sin llegar a parecer grosero. Al fin y al cabo, un mago es un mago.
"¡Para qué diablos lo habré invitado
al té!" se dijo Bilbo cuando iba hacia la despensa. Acababa de
desayunar hacía muy poco, pero pensó que un pastelillo o dos y un trago de algo
le sentarían bien después del sobresalto.
Gandalf, mientras tanto, seguía a la puerta,
riéndose larga y apaciblemente. Al cabo de un rato subió, y con la punta del
bastón dibujó un signo extraño en la hermosa puerta verde del hobbit. Luego se
alejó a grandes zancadas, justo en el momento en que Bilbo ya estaba terminando
el segundo pastel y empezando a pensar que había conseguido librarse al fin de
cualquier posible aventura.
Al día siguiente casi se había olvidado de Gandalf.
No recordaba muy bien las cosas, a menos que las escribiese en la Libreta de
Compromisos; de este modo: Gandalf Té Miércoles. El día anterior
había estado demasiado aturdido como para ponerse a anotar.
Un momento antes de la hora del té se oyó un
tremendo campanillazo en la puerta principal, ¡y entonces se acordó! Se
apresuró y puso la marmita, sacó otra taza y un platillo y un pastel o dos más,
y corrió a la puerta.
—¡Siento de veras haberle hecho esperar!—iba a
decir, cuando vio que en realidad no era Gandalf. Era un enano de barba azul,
recogida en un cinturón dorado, y ojos muy brillantes bajo el capuchón verde
oscuro. Tan pronto como la puerta se abrió, entró deprisa como si le estuviesen
esperando.
Colgó la capa encapuchada en la percha más
cercana, y: —¡Dwalin a vuestro servicio!—dijo saludando con una reverencia.
—¡Bilbo Bolsón al vuestro!—dijo el hobbit, demasiado
sorprendido como para hacer cualquier pregunta por el momento. Cuando el
silencio que siguió empezó a hacerse incómodo, añadió: —Estoy a punto de tomar
el té; por favor acercaos y tomad algo conmigo. —Un tanto tieso, tal vez, pero
habló con amabilidad. ¿Y qué haríais vosotros, si un enano llegara de súbito y
colgara sus cosas en vuestro vestíbulo sin dar explicaciones?
Llevaban apenas un rato a la mesa, en verdad
estaban empezando el tercer pastelillo, cuando resonó otro campanillazo todavía
más estridente.
—¡Disculpad!—dijo el hobbit, y fue hacia la
puerta.
—¡Así que al fin habéis venido!—Esto era lo
que iba a decirle ahora a Gandalf. Pero no era Gandalf. En cambio vio en el
umbral un enano que parecía muy viejo, de barba blanca y capuchón escarlata, y
éste también entró de un salto tan pronto como la puerta se abrió, como si
fuera un invitado.
—Veo que ya han empezado a llegar—dijo cuando
vio en la percha el capuchón verde de Dwalin. Colocó el suyo rojo junto al otro
y—¡Balin a vuestro servicio!—dijo con la mano en el pecho.
—¡Gracias!—dijo Bilbo casi sin voz. No era la
respuesta más apropiada, pero el han
empezado a llegar lo había dejado perplejo. Le gustaban las visitas, aunque
prefería conocerlas antes de que llegasen, e invitarlas él mismo. Tenía el
terrible presentimiento de que los pasteles no serían suficientes, y como
conocía las obligaciones de un anfitrión y las cumplía con puntualidad, aunque
le parecieran penosas, quizá él se quedara sin ninguno.
—¡Entre, y sírvase una taza de té!—consiguió
decir luego de tomar aliento.
—Un poco de cerveza me iría mejor, si a vos no
os importa, mi buen señor—dijo Balin, el de la barba blanca—Pero no me
incomodaría un pastelillo, un pastelillo de semillas, si tenéis alguno.
—¡Muchos!—se encontró Bilbo respondiendo,
sorprendido, y se encontró, también, corriendo a la bodega para echar en una
jarra una pinta de cerveza, y después a la despensa a recoger dos sabrosos pastelillos
de semillas que había hecho esa tarde para el refrigerio de después de la cena.
Cuando regresó, Balin y Dwalin estaban charlando
a la mesa como viejos amigos (en realidad eran hermanos). Bilbo depositó la
cerveza y el pastel delante de ellos, cuando de nuevo se oyó un fuerte campanillazo,
y después otro.
"¡Gandalf de seguro esta vez!"
pensó mientras resoplaba por el pasillo. Pero no; eran dos enanos más, ambos
con capuchones azules, cinturones de plata y barbas amarillas; y cada uno de
ellos llevaba una bolsa de herramientas y una pala. Saltaron adentro, tan
pronto la puerta empezó a abrirse. Bilbo ya apenas se sorprendió.
—¿En qué puedo yo serviros, mis queridos enanos?—dijo.
—¡Kili a vuestro servicio!—dijo uno—. ¡Y Fili!—añadió
el otro; y ambos se sacaron a toda prisa los capuchones azules e hicieron una
reverencia.
—¡Al vuestro y al de vuestra familia!—replicó
Bilbo, recordando esta vez sus buenos modales.
—Veo que Dwalin y Balin están ya aquí—dijo
Kili—¡Unámonos al tropel!
"¡Tropel!" pensó el señor
Bolsón. "No me gusta el sonido de esa palabra. Necesito sentarme un
minuto y recapacitar, y echar un trago." Sólo había alcanzado a mojarse
los labios, en un rincón, mientras los cuatro enanos se sentaban en torno a la
mesa, y charlaban sobre minas y oro y problemas con los trasgos, y las depredaciones
de los dragones, y un montón de otras cosas que él no entendía, y no quería
entender, pues parecían demasiado aventureras, cuando, din-don-dan, la campana sonó de nuevo, como si algún travieso niño
hobbit intentase arrancar el llamador.
—¡Alguien más a la puerta!—dijo, parpadeando.
—Por el sonido yo diría que unos cuatro—dijo Fili—.
Además, los vimos venir detrás de nosotros a lo lejos.
El pobrecito hobbit se sentó en el vestíbulo y
apoyando la cabeza en las manos, se preguntó qué había pasado, y qué pasaría
ahora, y si todos se quedarían a cenar. En ese momento la campana sonó de nuevo
más fuerte que nunca, y tuvo que correr hacia la puerta. Y no eran cuatro, sino
CINCO. Otro enano se les había acercado mientras él seguía en el vestíbulo
preguntándose qué ocurría. Apenas había girado la manija y ya todos estaban
dentro, haciendo reverencias y diciendo uno tras otro "a vuestro
servicio". Dori, Nori, Ori, Óin, y Glóin eran sus nombres, y al
momento dos capuchones de color púrpura, uno gris, uno castaño y uno blanco,
colgaban de las perchas, y allá fueron los enanos con las manos anchas metidas en
los cinturones de oro y plata a reunirse con los otros. Ya casi eran un tropel.
Unos pedían cerveza del país, otros cerveza negra, uno café, y todos ellos pastelillos;
así que tuvieron al hobbit muy ocupado durante un rato.
Una gran cafetera había sido puesta a la
lumbre, los pastelillos de semillas ya se habían acabado, y los enanos
empezaban una ronda de bollos con mantequilla, cuando de pronto... un fuerte
golpe. No un campanillazo, sino un fuerte toc-toc
en la preciosa puerta verde del hobbit. ¡Alguien estaba llamando a bastonazos!
Bilbo corrió por el pasillo, muy enfadado, y
por completo atribulado y compungido; éste era el miércoles más desagradable
que pudiera recordar. Abrió la puerta de un bandazo, y todos rodaron dentro,
uno sobre otro. Más enanos, ¡cuatro más! Y detrás Gandalf, apoyado en su vara y
riendo. Había hecho una muesca bastante grande en la hermosa puerta; por
cierto, también había borrado la marca secreta que pusiera allí la mañana
anterior.
—¡Tranquilidad, tranquilidad!—dijo—. ¡No es propio
de ti, Bilbo, tener a los amigos esperando en el felpudo y luego abrir la
puerta de sopetón! ¡Déjame presentarte a Bifur, Bofur, Bombur, y sobre todo a
Thorin!
—¡A vuestro servicio!—dijeron Bifur, Bofur y
Bombur los tres en hilera. En seguida colgaron dos capuchones amarillos y uno
verde pálido; y también uno celeste con una gran borla de plata. Este último
pertenecía a Thorin, un enorme e importante enano, de hecho nada más y nada
menos que el propio Thorin Escudo de Roble, a quien no le gustó nada caer de
bruces sobre el felpudo de Bilbo con Bifur, Bofur y Bombur sobre él. Ante todo,
Bombur era enormemente gordo y pesado. Thorin era muy arrogante, y no dijo nada
sobre servicio; pero el pobre señor Bolsón le repitió tantas veces que lo
sentía, que el enano gruñó al fin: —Le ruego no lo mencione más—y dejó de
fruncir el ceño.
—¡Vaya, ya estamos todos aquí!—dijo Gandalf,
mirando la hilera de trece capuchones, una muy vistosa colección de capuchones,
y su propio sombrero colgados en las perchas—. ¡Qué alegre reunión! ¡Espero que
quede algo de comer y beber para los rezagados! ¿Qué es eso? ¡Té! ¡No, gracias!
Para mí un poco de vino tinto.
—Y también yo—dijo Thorin.
—Y mermelada de frambuesa y tarta de manzana—dijo
Bifur.
—Y pastelillos de carne y queso—dijo Bofur.
—Y pastel de carne de cerdo y también ensalada—dijo
Bombur.
—Y más pasteles, y cerveza, y café, si no os
importa—gritaron los otros enanos al otro lado de la puerta.
—Prepara unos pocos huevos. ¡Qué gran amigo!—gritó
Gandalf mientras el hobbit corría a las despensas. ¡Y saca el pollo frío y unos
encurtidos!
"¡Parece conocer el interior de mi
despensa tanto como yo!" pensó el señor Bolsón, que se sentía del todo
desconcertado y empezaba a preguntarse si la más lamentable aventura no había
ido a caer justo a su propia casa. Cuando terminó de apilar las botellas y los
platos y los cuchillos y los tenedores y los vasos y las fuentes y las cucharas
y demás cosas en grandes bandejas, estaba acalorado, rojo como la grana y muy
fastidiado.
—¡Malditos y condenados enanos!—dijo en voz
alta—¿Por qué no vienen y me echan una mano?—Y he aquí que allí estaban Balin y
Dwalin en la puerta de la cocina, y Fili y Kili tras ellos, y antes de que
pudiese decir cuchillo, ya se habían llevado a toda prisa las bandejas y
un par de mesas pequeñas al salón, y allí colocaron todo otra vez.
Gandalf se puso a la cabecera, con los trece enanos
alrededor, y Bilbo se sentó en un taburete junto al fuego, mordisqueando una
galleta (había perdido el apetito) e intentando aparentar que todo era normal y
de ningún modo una aventura. Los enanos comieron y comieron, charlaron y
charlaron, y el tiempo pasó. Por último echaron atrás las sillas, y Bilbo se
puso en movimiento, recogiendo platos y vasos.
—Supongo que os quedaréis todos a cenar—dijo
en uno de sus más educados y reposados tonos.
—¡Claro que sí!—dijo Thorin—y después también.
No nos meteremos en el asunto hasta más tarde, y antes podemos hacer un poco de
música. ¡Ahora a levantar las mesas!
En seguida los doce enanos—no Thorin, él era demasiado
importante, y se quedó charlando con Gandalf—se incorporaron de un salto, e
hicieron enormes pilas con todas las cosas. Allá se fueron, sin esperar por las
bandejas, llevando en equilibrio en una mano las columnas de platos, cada una de
ellas con una botella encima, mientras el hobbit corría detrás casi dando chillidos
de miedo: —¡Por favor, cuidado!—y—¡Por favor, no se molesten! Yo me las arreglo—.
Pero los enanos no le hicieron caso y se pusieron a cantar:
¡Desportillad
los vasos y destrozad los platos!
¡Embotad
los cuchillos, doblad los tenedores!
¡Esto
es lo que Bilbo Bolsón detesta tanto!
¡Estrellad
las botellas y quemad los tapones!
¡Desgarrad
el mantel, pisotead la manteca,
y
derramad la leche en la despensa!
¡Echad
los huesos en la alfombra del cuarto!
¡Salpicad
de vino todas las puertas!
¡Vaciad
los cacharros en un caldero hirviente;
hacedlos
trizas, a garrotazos;
y
cuando terminéis, si aún algo queda entero,
echadlo
a rodar pasillo abajo!
¡Esto
es lo que Bilbo Bolsón detesta tanto!
¡De
modo que cuidado! ¡Cuidado con los platos![10]
Y desde luego no hicieron ninguna de estas
cosas terribles, y todo se limpió y se guardó a la velocidad del rayo, mientras
el hobbit daba vueltas y más vueltas en medio de la cocina intentando ver qué
hacían. Al fin regresaron, y encontraron a Thorin con los pies en el
guardafuego fumándose una pipa. Estaba haciendo unos enormes anillos de humo, y
dondequiera que le dijera a uno que fuese, allí iba—chimenea arriba, o detrás
del reloj sobre la repisa, o bajo la mesa, o girando y girando en el techo—,
pero dondequiera que fuesen no eran bastante rápidos para escapar a Gandalf. ¡Pop!
De la pipa de barro de Gandalf subía en seguida un anillo más pequeño que
atravesaba el último anillo de Thorin. Luego el anillo de Gandalf tomaba un
color verde, y bajaba a flotar sobre la cabeza del mago. Tenía ya toda una nube
alrededor, y a la luz indistinta parecía una figura extraña y fantasmagórica.
Bilbo permanecía inmóvil y observaba—le encantaban los anillos de humo—y se
sonrojó al recordar qué orgulloso había estado de los anillos que en la mañana
anterior lanzara al viento sobre la Colina.
—¡Ahora un poco de música!—dijo Thorin—.
¡Sacad los instrumentos!
Kili y Fili se apresuraron a buscar las bolsas
y trajeron unos pequeños violines; Dori, Nori y Ori sacaron unas flautas de
algún bolsillo de los capotes; Bombur tamborileó desde el vestíbulo; Bifur y
Bofur salieron también, y volvieron con unos clarinetes que habían dejado entre
los bastones. Dwalin y Balin dijeron: —¡Disculpadme, dejé el mío en el
porche! Y Thorin dijo: —¡Trae el mío también!—Regresaron con unas violas tan
grandes como ellos mismos, y con el arpa de Thorin envuelta en una tela verde.
Era una hermosa arpa dorada, y cuando Thorin la rasgueó, los otros enanos
empezaron juntos a tocar una música, tan súbita y dulcemente que Bilbo olvidó
todo lo demás, y fue transportado a unas tierras distantes y oscuras, bajo
lunas extrañas, lejos de el Agua y muy lejos del agujero-hobbit bajo la Colina.
La oscuridad penetró en la habitación por el
ventanuco que se abría en la ladera de la Colina; el fuego parpadeaba—era abril—y
aún seguían tocando, mientras la sombra de la barba de Gandalf danzaba contra
la pared.
La oscuridad invadió toda la habitación, y el
fuego se extinguió y las sombras se borraron; y todavía seguían tocando. Y de
pronto, uno primero y luego otro, mientras tocaban, entonaron el canto grave
que antaño cantaran los enanos, en lo más hondo de las viejas moradas, y estas
líneas son como un fragmento de esa canción, aunque no hay comparación posible
sin la música.
Más
allá de las frías y brumosas montañas,
a
mazmorras profundas y cavernas antiguas,
en
busca del metal amarillo encantado,
hemos
de ir, antes que el día nazca.
Los
enanos echaban hechizos poderosos
mientras
las mazas tañían como campanas,
en
simas donde duermen criaturas sombrías,
en
salas huecas bajo las montañas.
Para
el antiguo rey y el señor de los elfos
los
enanos labraban martilleando
un
tesoro dorado, y la luz atrapaban
y
en gemas la escondían en la espada.
En
collares de plata ponían y engarzaban
estrellas
florecientes, el fuego del dragón
colgaban
en coronas, en metal retorcido
entretejían
la luz de la luna y del sol.
Más
allá de las frías y brumosas montañas,
a
mazmorras profundas y cavernas antiguas
a
reclamar el oro hace tiempo olvidado,
hemos
de ir, antes que el día nazca.
Allí
para ellos mismos labraban las vasijas
y
las arpas de oro; pasaban mucho tiempo
donde
otros no cavaban; y allí muchas canciones
cantaron
que los hombres o los elfos no oyeron.
Los
vientos ululaban en medio de la noche,
y
los pinos rugían en la cima.
El
fuego era rojo, y llameaba extendiéndose,
los
árboles como antorchas de luz resplandecían.
Las
campanas tocaban en el valle,
y
hombres de cara pálida observaban el cielo,
la
ira del dragón, más violenta que el fuego,
derribaba
las torres y las casas.
La
montaña humeaba a la luz de la luna;
los
enanos oyeron los pasos del destino,
huyeron
y cayeron y fueron a morir
a
los pies del palacio, a la luz de la luna.
Más
allá de las hoscas y brumosas montañas,
a
mazmorras profundas y cavernas antiguas
a
quitarle nuestro oro y las arpas,
¡hemos
de ir, antes que el día nazca![11]
Mientras cantaban, el hobbit sintió dentro de
él el amor de las cosas hermosas hechas a mano con ingenio y magia; un amor fiero
y celoso, el deseo de los corazones de los enanos. Entonces algo de los Tuk
renació en él: deseó salir y ver las montañas enormes, y oír los pinos y las
cascadas, y explorar las cavernas, y llevar una espada en vez de un bastón.
Miró por la ventana. Las estrellas asomaban fuera en el cielo oscuro, sobre los
árboles. Pensó en las joyas de los enanos que brillaban en las cavernas
tenebrosas. De repente, en el bosque de más allá de el Agua se alzó un fuego,—quizá
alguien encendía una hoguera—y pensó en dragones devastadores que invadían la pacífica
Colina envolviendo todo en llamas. Se estremeció; y en seguida volvió a ser el
sencillo señor Bolsón, de Bolsón Cerrado, bajo la Colina otra vez.
Se incorporó temblando. Tenía muy pocas ganas
de traer la lámpara, y en cambio muchas ganas de fingir que iba a buscarla y
marcharse y esconderse luego en la bodega detrás de los barriles de cerveza y
no salir más hasta que los enanos se fueran. De pronto advirtió que la música y
el canto habían cesado y que todos lo miraban con ojos brillantes en la
oscuridad.
—¿Adónde vas?—le preguntó Thorin, en un tono
que parecía querer mostrar que adivinaba los pensamientos contradictorios del
hobbit.
—¿Qué os parece un poco de luz?—dijo Bilbo
disculpándose.
—Nos gusta la oscuridad—dijeron todos los enanos—.
¡Oscuridad para asuntos oscuros! Faltan aún muchas horas hasta el alba.
—¡Por supuesto!—dijo Bilbo, y volvió a sentarse
a toda prisa. No le acertó al taburete y se sentó en cambio en el guardafuegos,
derribando con estrépito el atizador y la pala.
—¡Silencio!—dijo Gandalf—. ¡Que hable Thorin!—Y
así fue como Thorin empezó.
—¡Gandalf, enanos y señor Bolsón! Nos hemos reunido
en casa de nuestro amigo y compañero conspirador, este hobbit de lo más
excelente y audaz. ¡Que nunca se le caiga el pelo de los pies! ¡Toda nuestra
alabanza al vino y la cerveza de la región!—Se detuvo a tomar un respiro y a
esperar una cortés observación del hobbit, pero al pobre Bilbo se le habían
agotado las cortesías, y movía la boca tratando de protestar porque lo habían
llamado audaz, y peor que eso, compañero conspirador aunque no
emitió ningún sonido; se sentía de veras estupefacto. De modo que Thorin
continuó:
—Nos hemos reunido aquí para discutir nuestros
planes, medios, política y recursos. Emprenderemos ese largo viaje poco antes
que rompa el día, un viaje que para algunos de nosotros, o quizá para todos
(excepto para nuestro amigo y consejero, el ingenioso mago Gandalf) quizá sea un
viaje sin retorno. Este es un momento solemne. Nuestro objetivo, supongo, todos
lo conocemos bien. Para el estimable señor Bolsón, y quizá para uno o dos de
los enanos más jóvenes (creo que acertaría si nombrara a Kili y a Fili, por ejemplo),
la situación exacta y actual podría necesitar de una breve explicación...
Este era el estilo de Thorin. Era un enano
importante. Si se lo hubieran permitido, quizá habría seguido así hasta
quedarse sin aliento, sin dejar de decir a cada uno algo ya sabido. Pero lo
interrumpieron de mal modo. El pobre Bilbo no pudo soportarlo más. Cuando oyó quizá
sea un viaje sin retorno empezó a sentir que un chillido le subía desde
dentro, y muy pronto estalló como el silbido de una locomotora a la salida de
un túnel. Todos los enanos se pusieron en pie de un salto derribando la mesa.
Gandalf golpeó el extremo de la vara mágica que emitió una luz azul, y en el
resplandor se pudo ver al pobre hobbit de rodillas sobre la alfombra junto al
hogar, temblando como una gelatina que se derrite. En seguida cayó de bruces al
suelo, y se puso a gritar: —¡Alcanzado por un rayo, alcanzado por un rayo!—una
y otra vez, y eso fue todo lo que pudieron sacarle durante largo tiempo. Así
que lo levantaron y lo tumbaron en un sofá de la sala, con un trago a mano, y
volvieron a sus oscuros asuntos.
—Excitable el compañerito—dijo Gandalf, mientras
se sentaban de nuevo—. Tiene extraños y graciosos ataques, pero es uno de los
mejores: tan fiero como un dragón en apuros.
Si habéis visto alguna vez un dragón en
apuros, comprenderéis que esto sólo podía ser una exageración poética aplicada
a cualquier, hobbit, aún a Toro Bramador, el tío bisabuelo del Viejo Tuk, tan
enorme (como hobbit) que hasta podía montar a caballo. En la batalla de los Campos
Verdes había cargado contra las filas de trasgos del monte Gram, y blandiendo
una porra de madera le arrancó de cuajo la cabeza al rey Golfimbul. La cabeza salió
disparada unas cien yardas [91 metros] por el aire y fue a dar a la madriguera de un
conejo, y de esta forma, y a la vez, se ganó la batalla y se inventó el juego
de golf.
Mientras tanto, sin embargo, el más gentil
descendiente de Toro Bramador volvía a la vida en la sala de estar. Al cabo de
un rato y luego de un trago se arrastró nervioso hacia la puerta. Esto fue lo
que oyó; hablaba Glóin: —¡Hum!—o un bufido semejante—. ¿Creéis que servirá? Está
muy bien que Gandalf diga que este hobbit es fiero, pero un chillido como ése
en un momento de excitación bastaría para despertar al dragón y al resto de la
parentela, y matarnos a todos. ¡Creo que sonaba más a miedo que a excitación!
En verdad, si no fuese por la señal en la puerta, juraría que habíamos venido a
una casa equivocada. Tan pronto como eché una ojeada a ese pequeñajo que se
sacudía y resoplaba sobre el felpudo, tuve mis dudas. ¡Más parece un tendero
que un saqueador!
En ese momento el señor Bolsón abrió la puerta
y entró. La vena Tuk había ganado. De pronto sintió que si se quedaba sin cama
ni desayuno podría parecer realmente fiero. En cuanto al pequeñajo que se sacudía
sobre el felpudo casi le hizo perder la cabeza. Más tarde, y a menudo, la parte
Bolsón se lamentaría de lo que hizo entonces, y se diría: “Bilbo, fuiste un
tonto; te decidiste a entrar y metiste la pata.”
—Perdonadme—dijo—, si por casualidad he oído
lo que estabais diciendo. No pretendo entender lo que habláis, ni esa referencia
a saqueadores, pero no creo equivocarme si digo que sospecháis que no sirvo—esto
es lo que él llamaba no perder la dignidad—. Lo demostraré. No hay señal alguna
en mi puerta, se pintó la semana anterior, y estoy seguro de que habéis venido
a la casa equivocada. Desde el momento en que vi vuestras extrañas caras en el
umbral tuve mis dudas. Pero considerad que es la casa correcta. Decidme lo que
queréis que haga y lo intentaré, aunque tuviera que ir desde aquí hasta el este
del este y luchar con los hombres gusanos del Último Desierto. Tuve, una vez,
un tío architatarabuelo, Toro Bramador Tuk, y...
—Sí, sí, pero eso fue hace mucho—dijo Glóin—Estaba
hablando de vos. Y os aseguro que hay una marca en esta puerta: la normal en el
negocio, o la que hasta hace poco era normal. Saqueador nocturno busca un
buen trabajo, con mucha excitación y remuneración razonable, así es como
todo el mundo la entiende. Podéis decir buscador experto de tesoros en
vez de saqueador si lo preferís. Algunos lo hacen. Para nosotros es lo
mismo. Gandalf nos dijo que había un hombre de esas características por estos lugares,
que buscaba un trabajo inmediato, y que habían concertado una cita este miércoles,
aquí y a la hora del té.
—Claro que hay una marca—dijo Gandalf—. La
puse yo mismo. Por muy buenas razones. Me pedisteis que encontrara al hombre
catorceavo para vuestra expedición, y elegí al señor Bilbo. Basta que alguien
diga que elegí al hombre o la casa equivocada y podéis quedaros en trece y
tener toda la mala suerte que queráis, o volver a picar carbón.
Clavó la mirada con tal ira en Glóin que el
enano se acurrucó en la silla; y cuando Bilbo intentó abrir la boca para hacer
una pregunta, se volvió hacia él con el ceño fruncido, adelantando las cejas
espesas, hasta que el hobbit cerró la boca de golpe. —Está bien—dijo Gandalf—.
No discutamos más. He elegido al señor Bolsón y eso tendría que bastar a todos.
Si digo que es un saqueador nocturno, lo es de veras, o lo será llegado el
momento. Hay mucho más en él de lo que imagináis y mucho más de lo que él mismo
se imagina. Tal vez (posiblemente) aún viváis todos para agradecérmelo. Ahora
Bilbo, muchacho, ¡vete a buscar la lámpara y pongamos un poco de luz a todo
esto!
Sobre la mesa, a la luz de una gran lámpara de
pantalla roja, Gandalf extendió un trozo de pergamino bastante parecido a un
mapa.
—Esto lo hizo Thrór, tu abuelo, Thorin—dijo
respondiendo a las excitadas preguntas de los enanos—Es un plano de la montaña.
—No creo que nos sea de gran ayuda—dijo Thorin
desilusionado, tras echar un vistazo—. Recuerdo la montaña muy bien, así como las
tierras que hay por allí. Y sé dónde está el bosque Negro, y el Brezal Marchito,
donde se crían los grandes dragones.
—Hay un dragón señalado en rojo sobre la montaña—dijo
Balin—, pero será bastante fácil encontrarlo sin eso, si alguna vez llegamos
allí.
—Hay también un punto que no habéis advertido—dijo
el mago—, y es la entrada secreta ¿Veis esa runa en el lado oeste, y la mano
que apunta hacia ella desde las otras runas? Eso indica un pasadizo oculto a
los Salones Inferiores. —Mirad el mapa al principio de este libro, y allí
veréis las runas.
—Puede que en otra época fuese secreto—dijo
Thorin—, pero ¿cómo sabremos si todavía lo es? El viejo Smaug ha vivido allí mucho
tiempo y ha de conocer bien esas cuevas.
—Tal vez... pero no pudo haberlo utilizado
desde hace años y años.
—¿Por qué?
—Porque es demasiado pequeño. Cinco pies de
altura y tres pasan con holgura, dicen las runas, pero Smaug no podría
arrastrarse por un agujero de ese tamaño, ni siquiera cuando era un dragón
joven, y menos después de haber devorado tantos enanos y hombres de Valle.
—Pues a mí me parece un agujero bastante grande—chilló
Bilbo que nada sabía de dragones, y en cuanto a agujeros sólo conocía los de
los hobbits. Se sentía otra vez excitado e interesado, y olvidó mantener la
boca cerrada. Le encantaban los mapas, y en el vestíbulo colgaba uno enorme del
País Redondo con todos sus caminos favoritos marcados en tinta roja. —¿Cómo una
puerta tan grande pudo haber sido un secreto para todo el mundo, aún sin contar
al dragón?—preguntó. Recordad que era sólo un pequeño hobbit.
—De muchos modos—dijo Gandalf—. Pero cómo ha
quedado oculta, no lo sabremos sin antes ir a mirar. Por lo que dice el mapa me
imagino que hay una puerta cerrada que no se distingue del resto de la ladera.
El método común entre los enanos, ¿no es cieno?
—Muy cierto—dijo Thorin.
—Además—prosiguió Gandalf—, olvidé mencionar
que con el mapa venía una llave, una llave pequeña y rara. ¡Hela aquí!—dijo, y
dio a Thorin una llave de plata, larga, de dientes intrincados—. ¡Guárdala
bien!
—Así lo haré—dijo Thorin, y la enganchó en una
cadenilla que le colgaba del cuello bajo la chaqueta—. Ahora las cosas parecen
más prometedoras. Estas noticias les dan mejor aspecto. Hasta hoy no teníamos
una idea demasiado clara de lo que podíamos hacer. Pensábamos marchar hacia el este
en silencio y con toda la cautela posible, hasta llegar a lago Largo. Las
dificultades empezarían después...
—Mucho antes, si algo sé de los caminos del este—interrumpió
Gandalf.
—Podríamos subir desde allí bordeando el río
Rápido—dijo Thorin sin prestar atención—, y luego hasta las ruinas de Valle, la
vieja ciudad a la sombra de la montaña. Pero a ninguno nos gustaba mucho la
idea de la puerta principal. El río sale justo ahí atravesando el gran risco al
sur de la montaña, y de ahí sale también el dragón, muy a menudo desde hace tiempo,
a menos que haya cambiado de costumbres.
—Eso no sería bueno—dijo el mago—, no sin un
guerrero poderoso, o aún un héroe. Intenté conseguir uno; pero los guerreros
están todos ocupados luchando entre ellos en tierras lejanas, y en esta vecindad
los héroes son escasos, o al menos no se los encuentra. Las espadas están aquí
casi todas embotadas, las hachas se utilizan para cortar árboles y los escudos
como cunas o cubre fuentes; y para comodidad de todos, los dragones están muy
lejos (y de ahí que sean legendarios). Por este motivo me dediqué a merodear de
noche, sobre todo desde que recordé la existencia de una puerta lateral. Y aquí
tenemos a nuestro pequeño Bilbo Bolsón, el saqueador, electo y selecto. Así que
continuemos y hagamos planes.
—Muy bien—dijo Thorin—, supongamos entonces
que el experto mismo nos da alguna idea o sugerencia. —Se volvió con una
cortesía burlona hacia Bilbo.
—En primer lugar, me gustaría saber un poco
más del asunto—dijo Bilbo sintiéndose confuso y un poco agitado por dentro,
pero bastante Tuk todavía y decidido a seguir adelante—. Me refiero al oro y al
dragón, y todo eso, y cómo llegar allí y a quién pertenece, etcétera, etcétera.
—¡Bendita sea!—dijo Thorin—, ¿no tienes un
mapa? ¿Y no has oído nuestro canto? ¿Y acaso no hemos estado hablando de esto
durante horas?
—Aun así, me gustaría saberlo todo clara y
llanamente—dijo Bilbo con obstinación, adoptando un aire de negocios (por lo
común reservado para gente que trataba de pedirle dinero), y tratando por todos
los medios de parecer sabio, prudente, profesional, y estar a la altura de la
recomendación de Gandalf—. También me gustaría conocer los riesgos, los gastos,
el tiempo requerido y la remuneración, etcétera. —Lo que quería decir: "¿Qué
sacaré de esto? ¿Y regresaré con vida?".
—Oh, muy bien—dijo Thorin—Hace mucho, en
tiempos de mi abuelo Thrór, nuestra familia fue expulsada del lejano norte y
vino con todos sus bienes y herramientas a esta montaña del mapa. La había
descubierto mi lejano antepasado, Thráin el Viejo, pero entonces abrieron
minas, excavaron túneles y construyeron galerías y talleres más grandes... y
creo además que encontraron gran cantidad de oro y también piedras preciosas.
De cualquier modo se hicieron inmensamente ricos, y mi abuelo fue de nuevo rey
bajo la montaña y tratado con gran respeto por los mortales, que vivían al sur
y poco a poco se extendieron río arriba hasta el valle al pie de la montaña.
Allá, en aquellos días, levantaron la alegre ciudad de Valle. Los reyes
mandaban buscar a nuestros herreros y recompensar con largueza aún a los menos
hábiles. Los padres nos rogaban que tomásemos a sus hijos como aprendices y nos
pagaban bien, sobre todo con provisiones, pues nosotros nunca sembrábamos, ni
buscábamos comida. Aquellos días sí que eran buenos, y aún el más pobre tenía dinero
para gastar y prestar, y ocio para fabricar objetos hermosos sólo por diversión,
para no mencionar los más maravillosos juguetes mágicos, que hoy ya no se encuentran
en el mundo. Así los salones de mi abuelo se llenaron de armaduras, joyas, tallas
y copas, y el mercado de juguetes de Valle fue el asombro de todo el norte.
"Sin duda eso fue lo que atrajo al dragón.
Los dragones, sabéis, roban oro y joyas a hombres, elfos y enanos dondequiera
que puedan encontrarlos, y guardan el botín mientras viven (lo que en la
práctica es para siempre, a menos que los maten), y ni siquiera disfrutan de un
anillo de hojalata. En realidad apenas distinguen una pieza buena de una mala, aunque
en general conocen bien el valor que tienen en el mercado; y no son capaces de
hacer nada por sí mismos, ni siquiera arreglarse una escamita suelta en la armadura
que llevan. Por aquellos días había muchos dragones en el norte, y es posible
que el oro empezara a escasear allá arriba, con enanos que huían al sur o eran
asesinados, y la devastación general y la destrucción que los dragones
provocaban y que iba en aumento. Había un gusano que era muy ambicioso, fuerte
y malvado, llamado Smaug. Un día echó a volar y llegó al sur. Lo primero que
oímos fue un ruido como de un huracán que venía del norte, y los pinos en la montaña
crujían y rechinaban con el viento. Algunos de los enanos que en ese momento
estábamos fuera (yo era por fortuna uno de ellos, un muchacho apuesto y
aventurero en aquellos días, siempre vagando por los alrededores, y eso me
salvó entonces), bien, vimos desde bastante lejos al dragón que se posaba en
nuestra montaña en un remolino de fuego. Luego bajó por las laderas, y los
bosques empezaron a arder. Ya para entonces todas las campanas repicaban en
Valle y los guerreros se armaban. Los enanos salieron corriendo por la puerta
grande; pero allí estaba el dragón esperándolos. Nadie escapó por ese lado. El
río se transformó en vapor y una niebla cayó sobre ellos y acabó con la mayoría
de los guerreros: la triste historia de siempre, sólo que en aquellos días era
demasiado común. Luego retrocedió, arrastrándose a través de la puerta
principal, y destrozó todos los salones, aceras, túneles, callejuelas, bodegas,
mansiones y pasadizos. Después de eso no quedó enano vivo dentro, y el dragón
se apoderó de todas las riquezas. Quizá, pues es costumbre entre los dragones,
haya apilado todo en un gran montón muy adentro y duerma sobre el tesoro utilizándolo
como cama. Más tarde empezó a salir de vez en cuando arrastrándose por la
puerta grande y llegaba a Valle de noche, y se llevaba gente, especialmente
doncellas, para comerlas en la cueva, hasta que Valle quedó arruinada y toda la
gente murió o huyó. Lo que pasa allí ahora no lo sé con certeza, pero no creo
que nadie viva hoy entre la montaña y la orilla opuesta del lago Largo.
"Los pocos de nosotros que estábamos
fuera, y así nos salvamos, llorábamos a escondidas y maldecíamos a Smaug, y
allí nos encontramos inesperadamente con mi padre y mi abuelo, que tenían las barbas
chamuscadas. Parecían muy preocupados, pero hablaban muy poco. Cuando les
pregunté cómo habían huido me dijeron que callase, que algún día a su debido
tiempo ya me enteraría. Luego escapamos, y tuvimos que ganarnos la vida lo
mejor que pudimos en todas aquellas tierras, y muy a menudo llegamos a trabajar
en herrerías o aún en minas de carbón. Pero nunca olvidamos el tesoro robado. E
incluso ahora, en que he de admitir que hemos acumulado alguna riqueza y no
estamos tan mal—en este momento Thorin acarició la cadena de oro que le colgaba
del cuello—todavía pretendemos recuperarlo y hacer que nuestras maldiciones
caigan sobre Smaug... si podemos.
"Con frecuencia me pregunté sobre la fuga
de mi padre y mi abuelo. Pienso ahora que tenía que haber una puerta lateral
secreta que sólo ellos conocían. Pero por lo visto hicieron un mapa, y me
gustaría saber cómo Gandalf se apoderó de él, y por qué no llegó a mí, el
legítimo heredero.
—Yo no me apoderé de él, me lo dieron—dijo el
mago—. Quizá recuerdes que tu abuelo Thrór fue asesinado en las minas de Moria
por Azog el trasgo.
—Maldito sea su nombre, sí—dijo Thorin.
—Y Thráin, tu padre, se marchó un veintiuno de
abril, se cumplieron cien años el jueves pasado; y desde entonces nunca se lo
ha vuelto a ver...
—Cierto, cierto—dijo Thorin.
—Bien, tu padre me dio esto para que te lo
diera; y si elegí el momento y el modo de entregarlo, no puedes culparme,
teniendo en cuenta las dificultades que tuve para dar contigo. Tu padre no
recordaba ni su propio nombre cuando me pasó el papel, y nunca me dijo el tuyo;
de modo que en última instancia tendrías que alabarme y agradecérmelo. Toma,
aquí está—dijo entregando el mapa a Thorin.
—No lo entiendo—dijo Thorin, y Bilbo sintió
que le gustaría decir lo mismo. La explicación no parecía explicar nada.
—Tu abuelo—dijo el mago pausada y seriamente—le
dio el mapa a su hijo para mayor seguridad antes de marcharse a las minas de
Moria. Cuando mataron a tu abuelo, tu padre salió a probar fortuna con el mapa;
y tuvo muchas desagradables aventuras, pero nunca se acercó a la montaña. Cómo
llegó allí, no lo sé, pero lo encontré prisionero en las mazmorras del
Nigromante.
—¿Qué diantres estabas haciendo allí?—preguntó
Thorin con un escalofrío, y todos los enanos se estremecieron.
—No te importa. Estaba averiguando cosas, como
siempre; y resultó ser un asunto sórdido y peligroso. Hasta yo, Gandalf, apenas
conseguí escapar. Intenté salvar a tu padre, pero era demasiado tarde. Había
perdido el juicio e iba de un lado para otro, y había olvidado casi todo
excepto el mapa y la llave.
—Hace tiempo que dimos su merecido a los trasgos
de Moria—dijo Thorin—. Ahora tendremos que ocuparnos del Nigromante.
—¡No seas absurdo! El Nigromante es un enemigo
a quien no alcanzan los poderes de todos los enanos juntos, si desde las cuatro
esquinas del mundo se reuniesen otra vez. Lo único que deseaba tu padre era que
tú leyeras el mapa y usaras la llave. ¡El dragón y la montaña son empresas más
que grandes para ti!
—¡Oíd, oíd!—dijo Bilbo, y sin querer habló en
voz alta.
—¡Oíd, oíd!—dijeron todos mirándolo, y Bilbo
se puso tan nervioso que respondió:
—¡Oíd lo que he de decir!
—¿Qué es?—preguntaron.
—Bien, os diré que tendríais que ir hacia el este
y echar allí un vistazo. Al fin y al cabo allí está la puerta lateral, y los
dragones han de dormir alguna vez, supongo. Si os sentáis a la entrada durante
un tiempo, creo que algo se os ocurrirá. Y bien, ¿no os parece que hemos
charlado bastante para una noche, eh? ¿Qué opináis de irse a la cama, para
empezar mañana temprano y todo eso? Os daré un buen desayuno antes de que os
vayáis.
—Antes de que nos vayamos, supongo que
querrás decir—dijo Thorin—. ¿No eres tú el saqueador? ¿Y tu oficio no es
esperar a la entrada, y aún cruzar la puerta? Pero estoy de acuerdo en lo de la
cama y el desayuno—Me gusta tomar seis huevos con jamón cuando empiezo un
viaje: fritos, no escalfados, y cuida de no romperlos,
Luego de que los otros hubieran pedido sus desayunos
sin ningún por favor (lo que molestó sobremanera a Bilbo), todos se
levantaron. El hobbit tuvo que buscarles sitio, y preparó los cuartos vacíos, e
hizo camas en sillas y sofás antes de instalarlos e irse a su propia camita muy
cansado y nada feliz. Lo que sí decidió fue no molestarse en madrugar y
preparar el maldito desayuno para todo el mundo. La vena Tuk empezaba a
desaparecer, y ahora ya no estaba tan seguro de que fuese a hacer algún viaje
por la mañana.
Mientras yacía en cama pudo oír a Thorin en la
habitación de al lado, la mejor de todas, todavía tarareando entre dientes:
Más
allá de las frías y brumosas montañas,
a
mazmorras profundas y cavernas antiguas
a
reclamar el oro hace tiempo olvidado,
hemos
de ir, antes que el día nazca.[12]
Bilbo se durmió con ese canto en los oídos, y
tuvo unos sueños intranquilos. Despertó mucho después de que naciera el día.
II.LA DISCUSIÓN DE GANDALF Y
THORIN
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA
(…)[Habla
Gandalf][13] Pero
ya sabéis cómo fueron las cosas, al menos cómo Bilbo las vio. La historia
sonaría algo diferente si yo la hubiera escrito. Para empezar, no advirtió cuan
fatuo lo consideraban los enanos, ni tampoco hasta qué punto se habían enfadado
conmigo. No se dio cuenta de que Thorin estaba muy indignado y hablaba en un
tono mucho más despectivo. Se mostró en verdad despectivo desde un principio, y
pensó quizá que yo lo había planeado todo sencillamente para mofarme de él.
Sólo el mapa y la llave salvaron la situación.
Pero
no había pensado en ellos durante años. Sólo cuando llegué a La Comarca y tuve
tiempo de reflexionar sobre la historia de Thorin recordé de pronto la extraña
casualidad que me los puso en las manos; incluso empezaba entonces a no parecer
tan casual. Recordé un peligroso viaje emprendido por mí noventa y un años
antes, cuando entré en Dol Guldur disfrazado y encontré allí a un desdichado enano
que agonizaba en las mazmorras. No tenía idea de quién era. Me mostró un mapa
que había pertenecido al pueblo de Durin en Moria, y una llave que parecía
tener alguna relación con el mapa, aunque el enano estaba demasiado grave para
explicarlo. Y dijo que había poseído un Gran Anillo.
Casi
todos sus devaneos se centraban en eso. El último de los Siete, repetía
una y otra vez. Pero estas cosas podrían haber llegado a sus manos de muchas
maneras. Podría haber sido un mensajero capturado mientras huía, o aún un
ladrón atrapado por otro ladrón mayor. Pero me dio el mapa y la llave.
—Para
mi hijo—dijo; y luego murió, y poco después, yo mismo escapé. Guardé las cosas,
y por algo que el corazón me advertía, las llevé siempre conmigo, en lugar
seguro, aunque pronto dejé de pensar en ellas. Tenía otro asunto en Dol Guldur
más importante y peligroso que todo el tesoro de Erebor.
Ahora
lo recordaba todo otra vez, y era evidente que yo había escuchado las últimas
palabras de Thráin II, aunque entonces no dijo su nombre ni el de su hijo; y
Thorin, por supuesto, no sabía qué había sido de su padre, ni mencionó nunca
"el último de los Siete Anillos". Yo tenía el plano y la llave
de la entrada secreta a Erebor por la que habían huido Thrór y Thráin, de
acuerdo con la historia de Thorin. Y los había guardado, aunque sin abrigar
ningún designio al respecto, hasta el momento en que resultaron de suma
utilidad.
Afortunadamente,
no cometí error alguno en el uso que les di. Me los guardé en la manga, como
decís en La Comarca, hasta que las cosas no parecieron ya tener esperanzas. No
bien los vio Thorin, decidió seguir mi plan, cuando menos en lo que concernía a
la expedición secreta. Sea lo que fuere lo que pensaba de Bilbo, él mismo se
habría puesto en camino. La existencia de una puerta oculta, que sólo los enanos
son capaces de descubrir, apuntaba a la posibilidad de tener alguna noticia de
las andanzas del dragón, y quizás aún recuperar algo de oro, o alguna valiosa
herencia que apaciguara los anhelos de su corazón.
Pero
esto no me bastaba. En mi corazón sabía que Bilbo por fuerza tenía que
acompañarlo; de lo contrario toda la misión fracasaría, o, como diría ahora,
los acontecimientos más importantes no llegarían a ocurrir. De modo que tenía
que persuadir todavía a Thorin de que lo llevara con él. Hubo luego muchas
dificultades en el camino, pero para mí ésa fue la parte más difícil de todo el
asunto. Aunque discutí con él hasta muy entrada la noche después de que Bilbo
se retirara, sólo a la mañana siguiente quedó zanjada la cuestión.
Thorin
sentía por él desprecio y desconfianza.
—Es
blando—dijo con un bufido—. Blando como el lodo de su Comarca, y tonto. Su
madre murió demasiado pronto. Usted me está jugando una mala pasada, señor
Gandalf. Estoy seguro de que ayudarme no es el único propósito de usted.
—Tiene
perfecta razón—le dije—. Si no tuviera ningún otro propósito, no lo ayudaría en
absoluto. Aunque sus propios asuntos le parezcan a usted muy importantes, no
son sino la mezquina hebra de una gran trama. Yo me intereso en múltiples
hebras. Pero eso debería dar a mi consejo mayor peso y no menos. —Hablé por fin
con gran calor. —¡Escúcheme, Thorin Escudo de Roble!—dije—. Si este hobbit va
con usted, se saldrá con la suya. De lo contrario, fracasará. Tengo un
presentimiento, y se lo estoy comunicando.
—Conozco
su fama—respondió Thorin—. Espero que sea merecida. Pero esta tonta insistencia
en ese hobbit suyo me hace dudar de que tenga realmente un presentimiento y me
hace sospechar que quizá sea usted un loco antes que un vidente. Las muchas
preocupaciones pueden haberle alterado el juicio.
—Por
cierto han sido suficientes como para que así sea—dije—. Y entre ellas la más
exasperante es toparme con un enano orgulloso que pide mi consejo (sin que nada
le dé derecho a hacerlo, que yo sepa), y luego me recompensa con la insolencia.
Haga lo que quiera, Thorin Escudo de Roble. Pero si desdeña mi consejo, el
desastre es inevitable. Y no volverá a recibir consejo ni ayuda de mí hasta que
lo alcance la Sombra. Y refrene su orgullo y su codicia, o fracasará en
cualquier camino que emprenda aunque tenga las manos repletas de oro.
Vaciló
un poco entonces; pero sus ojos llamearon.
—¡No
me amenace!—exclamó—. Recurriré a mi propio juicio en este asunto como en todo
lo que me concierne.
—¡Hágalo,
pues!—dije—. No puedo añadir nada más, excepto esto: no concedo yo mi amor o mi
confianza a la ligera, Thorin; pero este hobbit me gusta y le deseo lo mejor.
Trátelo bien y contará usted con mi amistad hasta el fin de sus días.
Dije
eso sin esperanzas de persuadirlo; pero no podría haber dicho nada mejor. Los enanos
comprenden la devoción a los amigos y la gratitud a los que los ayudan.
—Muy
bien—dijo Thorin por fin, tras unos momentos de silencio—. Formará parte de mi
compañía si se atreve (cosa que dudo). Pero si insiste en cargarme con ese
peso, ha de venir usted también, y cuidar del tesoro.
—¡Bien!—respondí—.
Iré también y los acompañaré mientras pueda: por lo menos hasta que usted haya
descubierto lo que vale este hobbit. —Resultó bien al final, pero en ese
momento estaba preocupado, pues tenía entre manos el urgente asunto del Concilio
Blanco.
Así
se inició la misión de Erebor.
III.CARNERO ASADO
EL HOBBIT
Bilbo se levantó de un salto, y poniéndose la
bata entró en el comedor. Allí no vio a nadie, pero sí las huellas de un enorme
y apresurado desayuno. Había un horrendo revoltijo en la habitación, y pilas de
cacharros sucios en la cocina. Parecía que no hubiera quedado ninguna olla ni
tartera sin usar. La tarea de fregarlo todo fue tan tristemente real que Bilbo
se vio obligado a creer que la reunión de la noche anterior no había sido parte
de una pesadilla, como casi había esperado. La idea de que habían partido sin
él y sin molestarse en despertarlo, aunque nadie le hubiera dado las gracias,
pensó, lo había aliviado de veras. Sin embargo, no pudo dejar de sentir una
cierta decepción. Este sentimiento lo sorprendió.
—No seas tonto, Bilbo Bolsón—se dijo—, ¡pensando
a tu edad en dragones y en tonterías estrafalarias!—De modo que se puso el
delantal, encendió unos fuegos, calentó agua y fregó. Luego se tomó un pequeño
y apetitoso desayuno en la cocina, antes de arreglar el comedor. El sol ya brillaba
entonces, y por la puerta delantera entraba una cálida brisa de primavera. Bilbo
se puso a silbar y a olvidar lo de la noche. Ya estaba sentándose para zamparse
un segundo apetitoso desayuno en el comedor, junto a la ventana abierta, cuando
de pronto entró Gandalf.
—Mi querido amigo—dijo—, ¿Cuándo vas a partir?
¿Qué hay de aquello de empezar temprano? Y aquí estás tomando el desayuno, o
como quiera que llames a eso, a las diez y media. Te dejaron un mensaje, pues
no podían esperar.
—¿Qué mensaje?—dijo el pobre Bilbo sonrojado.
—¡Por los grandes elefantes!—respondió Gandalf—.
Estás desconocido esta mañana; ¡aún no le has quitado el polvo a la repisa de
la chimenea!
—¿Y eso qué tiene que ver? ¡Ya tengo bastante
con fregar los platos y ollas de catorce desayunos!
—Si hubieses limpiado la repisa, habrías
encontrado esto debajo del reloj—dijo Gandalf alargándose una nota (por
supuesto, escrita en unas cuartillas del propio Bilbo).
Esto fue lo que el hobbit leyó:
"Thorin
y Compañía al saqueador Bilbo, ¡salud! Nuestras más sinceras gracias por vuestra
hospitalidad y nuestra agradecida aceptación por habernos ofrecido asistencia
profesional. Condiciones: pago al contado y al finalizar el trabajo, hasta un
máximo de catorceava partes de los beneficios totales (si los hay); todos los gastos
de viaje garantizados en cualquier circunstancia; los gastos de posibles funerales
los pagaremos nosotros o nuestros representantes, si hay ocasión y el asunto no
se arregla de otra manera.
Creyendo
innecesario perturbar vuestro muy estimable reposo, nos hemos adelantado a
hacer los preparativos adecuados; esperaremos a vuestra respetable persona en
la posada del Dragón Verde, junto a Delagua, exactamente a las 11 a.m.
Confiando en que sea puntual.
Tenemos
el honor de permanecer sinceramente vuestros.
Thorin
y Cía.
—Esto te da diez minutos. Tendrás que correr—dijo
Gandalf.
—Pero... —dijo Bilbo.
—No hay tiempo para eso—dijo el mago.
—Pero... —dijo otra vez Bilbo.
—Y tampoco para eso otro ¡Vamos, adelante!
Hasta el final de sus días Bilbo no alcanzó a
recordar cómo se encontró fuera, sin sombrero, bastón, o dinero, o cualquiera
de las cosas que acostumbraba llevar cuando salía, dejando el segundo desayuno
a medio terminar, casi sin lavarse la cara, y poniendo las llaves en manos de
Gandalf, corriendo callejón abajo tanto como se lo permitían los pies peludos,
dejando atrás el Gran Molino, cruzando el río, y continuando así durante una
milla o más.
Resoplando llegó a Delagua cuando empezaban a
sonar las once, ¡y descubrió que se había venido sin pañuelo!
—¡Bravo!—dijo Balin, que estaba de pie a la
puerta de la posada, esperándolo.
Y entonces aparecieron todos los demás
doblando la curva del camino que venía de la villa. Montaban en ponis, y de
cada uno de los caballos colgaba toda clase de equipajes, bultos, paquetes y chismes.
Había un poni pequeño, aparentemente para Bilbo.
—Arriba vosotros dos, y adelante—dijo Thorin.
—Lo siento terriblemente—dijo Bilbo—, pero me
he venido sin mi sombrero, me he olvidado el pañuelo de bolsillo, y no tengo dinero.
No vi vuestra nota hasta después de las 10.45, para ser precisos.
—No seas preciso—dijo Dwalin—, y no te preocupes.
Tendrás que arreglártelas sin pañuelos y sin buena parte de otras cosas antes
de que lleguemos al final del viaje. En lo que respecta al sombrero, yo tengo un
capuchón y una capa de sobra en mi equipaje.
Y así fue como se pusieron en marcha, alejándose
de la posada en una hermosa mañana poco antes del mes de mayo, montados en ponis
cargados de bultos; y Bilbo llevaba un capuchón de color verde oscuro (un poco
ajado por el tiempo) y una capa del mismo color que Dwalin le había prestado. Le
quedaban muy grandes, y tenía un aspecto bastante cómico. No me atrevo a
aventurar lo que su padre Bungo hubiese dicho de él. Sólo le consolaba pensar
que no lo confundirían con un enano, pues no tenía barba.
Aún no habían cabalgado mucho tiempo cuando apareció
Gandalf, espléndido, montando un caballo blanco. Traía un montón de pañuelos y
la pipa y el tabaco de Bilbo. Así que desde entonces cabalgaron felices,
contando historias o cantando canciones durante toda la jornada, excepto, naturalmente,
cuando paraban a comer. Esto no ocurrió con la frecuencia que Bilbo hubiese
deseado, pero ya empezaba a sentir que las aventuras no eran en verdad tan
malas.
Cruzaron primero las tierras de los hobbits,
un extenso país habitado por gente simpática, con buenos caminos, una posada o
dos, y aquí y allá un enano o un granjero que trabajaba en paz. Llegaron luego
a tierras donde la gente hablaba de un modo extraño y cantaba canciones que
Bilbo no había oído nunca. Se internaron en las Tierras Solitarias, donde no
había gente ni posadas y los caminos eran cada vez peores. No mucho más
adelante se alzaron unas colinas melancólicas, oscurecidas por árboles. En
algunas había viejos castillos, torvos de aspecto, como si hubiesen sido
construidos por gente maldita. Todo parecía lúgubre, pues el tiempo se había estropeado.
Hasta entonces el día había sido tan bueno como pudiera esperarse en mayo, aún
en las historias felices, pero ahora era frío y húmedo. En las Tierras Solitarias
se habían visto obligados a acampar en un lugar desapacible, pero seco al
menos.
—Pensar que pronto llegará junio—mascullaba
Bilbo, mientras avanzaba chapoteando detrás de los otros por un sendero enlodado.
La hora del té ya había quedado atrás; la lluvia caía a cántaros, y así había
sido todo el día; el capuchón le goteaba en los ojos; tenía la capa empapada;
el poni cansado tropezaba con las piedras; los otros estaban demasiado
enfurruñados para charlar.
—Estoy seguro que la lluvia se ha colado hasta
las ropas secas y las bolsas de comida—gruñó Bilbo—. ¡Malditos sean los
saqueadores y todo lo que se relacione con ellos! Cómo quisiera estar en mi confortable
agujero, al amor de la lumbre, y con la marmita que ha empezado a silbar. —¡No
fue la última vez que tuvo este deseo!
Sin embargo, los enanos seguían al paso, sin volverse
ni prestar atención al hobbit. Pareció que el sol se había puesto ya en algún
lugar detrás de las nubes grises, pues cuando descendían hacia un valle profundo
con un río en el fondo, empezó a oscurecer. Se levantó viento, y los sauces se
mecían y susurraban a lo largo de las orillas. Por fortuna el camino atravesaba
un antiguo puente de piedra, pues el río crecido por las lluvias bajaba
precipitado de las colinas y montañas del norte.
Era casi de noche cuando lo cruzaron. El
viento desgajó las nubes grises y una luna errante apareció entre los jirones
flotantes. Entonces se detuvieron, y Thorin murmuró algo acerca de la cena y: —¿Dónde
encontraremos un lugar seco para dormir?
En ese momento cayeron en la cuenta de que
faltaba Gandalf. Hasta entonces había hecho todo el camino con ellos, sin decir
si participaba de la aventura o simplemente los acompañaba un rato. Había
hablado, comido y reído como el que más... Pero ahora simplemente ¡no estaba
allí!
—¡Vaya, justo en el momento en que un mago nos
sería más útil!—suspiraron Dori y Nori (que compartían los puntos de vista del
hobbit sobre la regularidad, cantidad y frecuencia de las comidas).
Por fin decidieron que acamparían allí mismo.
Se acercaron a una arboleda, y aunque el terreno estaba más seco, el viento
hacía caer las gotas de las hojas y el plip-plip
molestaba bastante. El mal parecía haberse metido en el fuego mismo. Los enanos
saben hacer fuego en cualquier parte, casi con cualquier cosa, con o sin
viento, pero no pudieron encenderlo esa noche, ni siquiera Óin y Glóin, que en esto
eran especialmente mañosos.
Entonces uno de los ponis se asustó de nada y
escapó corriendo. Se metió en el río antes de que pudieran detenerlo; y antes
de que pudiesen llevarlo de vuelta, Fili y Kili casi murieron ahogados; y el
agua había arrastrado el equipaje del poni. Naturalmente, era casi todo comida,
y quedaba muy poco para la cena, y menos para el desayuno.
Todos se sentaron, taciturnos, empapados y rezongando,
mientras Óin y Glóin seguían intentando encender el fuego y discutiendo el
asunto. Bilbo reflexionaba tristemente que las aventuras no eran sólo cabalgatas
en poni al sol de mayo, cuando Balin, el oteador del grupo, exclamó de pronto: —¡Allá
hay una luz!—Un poco apartada asomaba una colina con árboles, bastante espesos
en algunos sitios. Fuera de la masa oscura de la arboleda, todos pudieron ver
entonces el brillo de una luz, una luz rojiza, confortadora, como una fogata o
antorchas parpadeantes.
Luego de observarla un rato, se enredaron en
una discusión. Unos decían que "sí" y otros decían que "no".
Algunos opinaron que lo único que se podía hacer era ir y mirar, y que
cualquier cosa sería mejor que poca cena, menos desayuno, y ropas mojadas toda
la noche.
Otros dijeron: —Ninguno de estos parajes es
bien conocido, y las montañas están demasiado cerca. Rara vez algún viajero se
aventura ahora por estos lados. Los mapas antiguos ya no sirven, las cosas han empeorado
mucho. Los caminos no están custodiados, y aquí además han oído hablar del rey
en contadas ocasiones, y cuanto menos preguntas hagas menos dificultades
encontrarás. Alguno dijo: —Al fin y al cabo somos catorce. Otros: —¿Dónde está
Gandalf?—pregunta que fue repetida por todos. En ese momento la lluvia empezó a
caer más fuerte que nunca, y Óin y Glóin iniciaron una pelea.
Esto puso las cosas en su sitio: —Al fin y al
cabo, tenemos un saqueador entre nosotros—dijeron; y así echaron a andar, guiando
a los ponis (con toda la precaución debida y apropiada) hacia la luz. Llegaron
a la colina y pronto estuvieron en el bosque. Subieron la pendiente, pero no se
veía ningún sendero adecuado que pudiera llevar a una casa o una granja.
Continuaron como pudieron, entre chasquidos, crujidos y susurros (y una buena
cantidad de maldiciones y refunfuños) mientras avanzaban por la oscuridad
cerrada del bosque.
De súbito la luz roja brilló muy clara entre
los árboles no mucho más allá.
—Ahora le toca al saqueador—dijeron
refiriéndose a Bilbo. —Tienes que ir y averiguarlo todo de esa luz, para qué
es, y si las cosas parecen normales y en orden—dijo Thorin al hobbit—. Ahora
corre, y vuelve rápido si todo está bien. Si no, ¡vuelve como puedas! Si no
puedes, grita dos veces como lechuza de granero y una como lechuza de campo, y
haremos lo que podamos.
Y allá tuvo que partir Bilbo, antes de poder
explicarles que era tan incapaz de gritar como una lechuza como de volar como
un murciélago. Pero, de todos modos, los hobbits saben moverse en silencio por
el bosque, en completo silencio. Era una habilidad de la que se sentían
orgullosos, y Bilbo más de una vez había torcido la cara mientras cabalgaban,
criticando ese "estrépito propio de enanos"; pero me imagino
que ni vosotros ni yo hubiéramos advertido nada en una noche de ventisca, aunque
la cabalgata hubiese pasado casi rozándonos. En cuanto a la sigilosa marcha de Bilbo
hacia la luz roja, creo que no hubiera perturbado ni el bigote de una
comadreja, de modo que llegó directamente al fuego—pues era un fuego—sin
alarmar a nadie. Y esto fue lo que vio.
Había tres criaturas muy grandes sentadas alrededor
de una hoguera de troncos de haya, y estaban asando un carnero espetado en
largos asadores de madera y chupándose la salsa de los dedos. Había un olor
delicioso en el aire. También había un barril de buena bebida a mano, y bebían
de unas jarras. Pero eran troles. Troles sin ninguna duda. Aún Bilbo, a pesar
de su vida retirada, podía darse cuenta: las grandes caras toscas, la estatura,
el perfil de las piernas, por no hablar del lenguaje, que no era precisamente
el que se escucha en un salón de invitados.
—Carnerro ayer, carnerro hoy y maldición si no
carnerro mañana—dijo uno de los troles.
—Ni una mala pizca de carne humana probamos
desde hace mucho, mucho tiempo—dijo otro trol—. Por qué demonios Guille nos
habrá traído aquí; y además la bebida está escaseando—añadió, tocando el codo
de Guille, que en ese momento bebía un sorbo.
Guille se atragantó: —¡Cierra la boca!—dijo tan
pronto como pudo—. No puedes esperar que la gente se quede por aquí sólo para
que tú y Berto se la zampen. Habéis comido un pueblo y medio entre los dos
desde que bajamos de las montañas. ¿Qué más queréis? Y esos tiempos han pasado.
Y tendrías que haber dicho 'Grracias, Guille', por este buen bocado de
carnerro gordo del valle. —Arrancó un pedazo de la pierna del cordero que estaba
asando y se limpió la boca con la manga.
En efecto, me temo que los troles se comportan
siempre así, aún aquellos que sólo tienen una cabeza. Luego de haber oído todo
esto, Bilbo tendría que haber hecho algo sin demora. O bien haber regresado en
silencio. Y avisar a los demás que había tres troles de buena talla y malhumorados,
bastante grandes como para comerse un enano asado o aún un poni, como novedad;
o bien tendría que haber hecho una buena y rápida demostración de merodeo
nocturno. Un saqueador legendario y realmente de primera clase, en esta
situación habría metido mano a los bolsillos de los troles (algo que casi
siempre vale la pena, si consigues hacerlo), habría sacado el carnero de los
espetones, habría arrebatado la cerveza y se hubiera ido sin que nadie se
enterase. Otros más prácticos, pero con menos orgullo profesional, quizá
habrían clavado una daga a cada uno de ellos antes de que se dieran cuenta.
Luego él y los enanos hubieran podido tener una noche feliz.
Bilbo lo sabía. Había leído de muchas buenas
cosas que nunca había visto o nunca había hecho. Estaba muy asustado, y disgustado
también; hubiera querido encontrarse a cien millas [161 kilómetros] de
distancia, y sin embargo... sin embargo no podía volver directamente a donde estaban
Thorin y Compañía con las manos vacías. Así que se quedó, titubeando en las
sombras. De los muchos procedimientos de saqueo de que había oído, hurgonear en
los bolsillos de los troles le pareció el menos difícil, así que se arrastró
hasta un árbol, justo detrás de Guille.
Berto y Tom iban ahora hacia el barril. Guille
estaba echando otro trago. Bilbo se armó de coraje e introdujo la manita en el
enorme bolsillo de Guille. Había un saquito dentro, para Bilbo tan grande como
un zurrón. "¡Ja!" pensó, entusiasmándose con el nuevo trabajo,
mientras extraía la mano poco a poco, "¡y esto es sólo un principio!"
¡Fue un principio! Los sacos de los troles son
engañosos, y este no era una excepción. —¡Eh!, ¿quién eres tú?—chilló el saco
en el momento en que dejaba el bolsillo, y Guille dio una rápida vuelta y tomó
a Bilbo por el cuello antes de que el hobbit pudiera refugiarse detrás del
árbol.
—¡Maldición, Berto, mira lo que he cazado!
—¿Qué es?—dijeron los otros acercándose.
—¡Que un rayo me parta si lo sé! ¿Tú, qué
eres?
—Bilbo Bolsón, un saque... un hobbit—dijo el pobre
Bilbo temblando de pies a cabeza, y preguntándose cómo podría gritar como una
lechuza antes que lo degollasen.
—¿Un saquehobbit?—dijeron los otros un
poco alarmados. Los troles son cortos de entendimiento, y bastante suspicaces
con cualquier cosa que les parezca una novedad.
—De todos modos, ¿qué tiene que hacer un saquehobbit
en mis bolsillos?—dijo Guille.
—Y ¿podremos cocinarlo?—dijo Tom.
—Se puede intentar—propuso Berto blandiendo un
asador.
—No alcanzaría más que para un bocado—dijo Guille,
que había cenado bien—, una vez que le saquemos la piel y los huesos.
—Quizá haya otros como él alrededor y podamos
hacer un pastel—dijo Berto—. Eh, tú, ¿hay otros ladronzuelos por estos bosques,
pequeño conejo asqueroso?—dijo mirando las extremidades peludas del hobbit; y
tomándolo por los dedos de los pies lo levantó y sacudió.
—Sí, muchos—dijo Bilbo antes de darse cuenta
de que traicionaba a sus compañeros—. No, nadie, ni uno—dijo inmediatamente
después.
—¿Qué quieres decir?—preguntó Berto, levantándolo
en vilo, esta vez por el pelo.
—Lo que digo—respondió Bilbo jadeando—. Y por
favor, ¡no me cocinen, amables señores! Yo mismo cocino bien, y soy mejor cocinero
que cocinado, si entienden lo que quiero decir. Les prepararé un hermoso
desayuno, un desayuno perfecto si no me comen en la cena.
—Pobrecito bribón—dijo Guille. Había comido ya
hasta hartarse, y también había bebido mucha cerveza—. Pobrecito bribón.
¡Dejadlo ir!
—No hasta que diga qué quiso decir con muchos
y ninguno—replicó Berto—, no quiero que me rebanen el cuello mientras duermo.
—¡Ponedle los pies al fuego hasta que hable!
—No lo haré—dijo Guille—, al fin y al cabo yo
lo he atrapado.
—Eres un gordo estúpido, Guille—dijo Berto—,
ya te lo dije antes, por la tarde.
—Y tú, un patán.
—Y yo no lo permitiré, Guille Estrujónez—dijo
Berto, y descargó el puño contra el ojo de Guille.
La pelea que siguió fue espléndida. Bilbo no
perdió del todo el juicio, y cuando Berto lo dejó caer, gateó apartándose antes
que los troles estuviesen peleando como perros y llamándose a grandes voces con
distintos apelativos, verdaderos y perfectamente adecuados, Pronto estuvieron
enredados en un abrazo feroz, casi rodando hasta el fuego, dándose puntapiés y
aporreándose, mientras Tom los golpeaba con una rama para que recobraran el
juicio, y por supuesto enfureciéndolos todavía más.
Bilbo hubiera podido escapar en ese mismo
instante. Pero las grandes garras de Berto le habían estrujado los desdichados
pies, había perdido el aliento, y la cabeza le daba vueltas; así que allí se
quedó resollando, justo fuera del círculo de luz.
De pronto, en plena pelea, apareció Balin. Los
enanos habían oído ruidos a lo lejos, y luego de esperar un rato a que Bilbo
volviera o que gritara como una lechuza, empezaron a arrastrarse hacia la luz tratando
de no hacer ruido. Tan pronto como Tom vio aparecer a Balin a la luz, dio un
horrible aullido. Ocurre que los troles no soportan la vista de un enano (crudo).
Berto y Guille dejaron en seguida de pelear, y: —Un saco, rápido, Tom—dijeron. Antes
de que Balin, quien se preguntaba dónde estaba Bilbo en aquella conmoción, se
diera cuenta de lo que ocurría, le habían echado un saco sobre la cabeza, y lo
habían derribado.
—Aún vendrán más, o me equivoco bastante. Muchos
y ninguno, eso es—dijo—. No más saquehobbits, pero muchos enanos. ¡Eso es lo
que quería decir!
—Pienso que tienes razón—dijo Berto—, y convendría
que saliésemos de la luz.
Y así hicieron. Teniendo en la mano unos sacos
que usaban para llevar carneros y otras presas, esperaron en las sombras.
Cuando aparecía algún enano, y miraba sorprendido el fuego, las jarras
desbordadas y el carnero roído, ¡pop!, un saco maloliente le caía sobre
la cabeza, y el enano rodaba por el suelo. Pronto Dwalin yacía al lado de
Balin, y Fili y Kili juntos, y Dori y Nori y Ori en un montón, y Óin, Glóin,
Bifur, Bofur y Bombur incómodamente apilados cerca del fuego.
—Eso les enseñará—dijo Tom, ya que Bifur y Bombur
habían causado muchos problemas y habían peleado como locos, tal como hacen los
enanos cuando se ven acorralados.
Thorin llegó último, y no lo tomaron
desprevenido. Llegó esperando encontrar algo malo, y no necesitó ver las
piernas de sus amigos sobresaliendo de los sacos para darse cuenta de que las
cosas no iban del todo bien. Se quedó fuera, algo aparte, en las sombras, y
dijo:
—¿Qué es todo este jaleo? ¿Quién está
aporreando a mi gente?
—Son troles—respondió Bilbo desde atrás del
árbol. Lo habían olvidado por completo—. Están escondidos entre los arbustos,
con sacos.
—Oh, ¿son troles?—dijo Thorin, y saltó hacia
el fuego cuando los troles se precipitaban sobre él. Alzó una rama gruesa que
ardía en un extremo y Berto la tuvo en un ojo antes de que pudiera esquivarla.
Eso lo puso fuera de combate durante un rato. Bilbo hizo todo lo que pudo. Se
aferró de algún modo a una pierna de Tom—era gruesa como el tronco de un árbol
joven—, pero lo enviaron dando vueltas hasta la copa de unos arbustos, mientras
Tom pateaba las chispas hacia la cara de Thorin.
La rama golpeó los dientes de Tom, que perdió
un incisivo. Esto lo hizo aullar, os lo aseguro. Pero justo en ese momento.
Guille apareció detrás y le echó a Thorin un saco a la cabeza y se lo bajó
hasta los pies. Y así acabó la lucha. Un bonito escabeche eran todos ellos ahora,
primorosamente atados en sacos, con tres troles enfadados (dos con quemaduras y
golpes que recordar) sentados cerca, discutiendo si los asarían a fuego lento,
si los picarían fino y luego los cocerían, o bien si se sentarían sobre ellos,
haciéndolos papilla; y Bilbo en lo alto de un arbusto, con la piel y las
vestiduras rasgadas, no atreviéndose a intentar un movimiento, por miedo de que
lo oyeran.
Fue entonces cuando volvió Gandalf, pero nadie
lo vio. Los troles acababan de decidir que meterían a los enanos en el asador y
se los comerían más tarde; había sido idea de Berto, y tras una larga discusión
todos estuvieron de acuerdo.
—No es buena idea asarlos ahora, nos llevaría
toda la noche—dijo una voz. Berto creyó que era la voz de Guille.
—No empecemos de nuevo la discusión, Guille—dijo
el otro—, o sí que nos llevaría toda la noche.
—¿Quién está discutiendo?—dijo Guille, creyendo
que había sido Berto el que había hablado.
—¡Tú!—dijo Berto.
—Eres un mentiroso—dijo Guille, y así empezó
otra vez la discusión. Por fin decidieron picarlos y cocerlos, así que trajeron
una gran cacerola negra y sacaron los cuchillos.
—¡No está bien cocerlos! No tenemos agua y hay
todo un buen trecho hasta el pozo—dijo una voz. Berto y Guille creyeron que era
la de Tom.
—¡Calla o nunca acabaremos! Y tú mismo traerás
él agua si dices una palabra más.
—¡Cállate tú!—dijo Tom, quién creyó que era la
voz de Guille—. ¿Quién discute, sino tú?
—Eres bobito—dijo Guille.
—¡Bobito tú!—respondió Tom.
Y así comenzó otra vez toda la discusión, y
continuó más enconada que nunca, hasta que por fin decidieron sentarse sobre
los sacos uno a uno, aplastarlos y cocerlos más tarde.
—¿Sobre cuál nos sentaremos primero?—dijo la voz.
—Mejor sentarnos primero sobre el último tipo—dijo
Berto cuyo ojo había sido lastimado por Thorin, creyendo que era Tom el que
hablaba.
—No hables solo—dijo Tom—, pero si quieres sentarte
sobre el último, hazlo. ¿Cuál es?
—El de las medias amarillas—dijo Berto.
—Tonterías, el de las medias grises—dijo una
voz que parecía la de Guille.
—Me aseguré de que eran amarillas—dijo Berto.
—Amarillas eran—corroboró Guille.
—Entonces ¿por qué dijiste que eran medias grises?—preguntó
Berto.
—Nunca dije eso. Fue Tom.
—Yo no lo dije. Fuiste tú—dijo Tom.
—Apuesto dos contra uno, ¡así que cierra la
boca!—dijo Berto.
—¿A quién le estás hablando?—preguntó Guille.
—¡Basta ya!—dijeron Tom y Berto al mismo
tiempo—La noche avanza y amanece temprano. ¡Sigamos!
—¡Qué el amanecer caiga sobre todos y que sea piedra
para vosotros!—dijo una voz que sonó como la de Guille. Pero no lo era. En ese
preciso instante, la aurora apareció sobre la colina y hubo un bullicioso gorjeo
en la enramada. Guille ya no dijo nada más, pues se convirtió en piedra mientras
se encorvaba, y Berto y Tom se quedaron inmóviles como rocas cuando lo miraron.
Y allí están hasta nuestros días, solos, a menos que los pájaros se posen sobre
ellos; pues los troles, como seguramente sabéis, tienen que estar bajo tierra
antes del alba, o vuelven a la materia montañosa de la que están hechos, y nunca
más se mueven. Esto fue lo que les ocurrió a Berto, Tom y Guille.
—¡Excelente!—dijo Gandalf, mientras aparecía
desde atrás de un árbol y ayudaba a Bilbo a descender de un arbusto espinoso.
Entonces Bilbo entendió. Había sido la voz del mago la que había tenido a los troles
discutiendo y peleando por naderías hasta que la luz asomó y acabó con ellos.
Lo siguiente fue desatar los sacos y liberar a
los enanos. Estaban casi asfixiados y muy fastidiados: no les había divertido
nada estar allí tendidos, oyendo a los troles que hacían planes para asarlos,
picarlos y cocerlos. Tuvieron que escuchar más de dos veces el relato de lo que
le había ocurrido a Bilbo antes de quedar satisfechos.
—¡Tiempo tonto para andar practicando el arte
de birlar y desvalijar bolsillos!—dijo Bombur—. Todo
lo que queríamos era comida y lumbre.
—Y eso es justamente lo que no hubierais
conseguido de esa gente sin lucha, en cualquier caso—dijo Gandalf—. De todos modos,
ahora estáis perdiendo el tiempo. ¿No os dais cuenta de que los troles han de
tener alguna cueva o agujero excavado aquí cerca para esconderse del sol?
Tenemos que investigarlo.
Buscaron alrededor y pronto encontraron las
marcas de las botas de piedra entre los árboles. Siguieron las huellas colina
arriba hasta que descubrieron una puerta de piedra, escondida detrás de unos
arbustos, y que llevaba a una caverna. Pero no pudieron abrirla, ni aun cuando
todos empujaron mientras Gandalf probaba varios encantamientos.
—¿Será esto de alguna utilidad?—preguntó Bilbo
cuando ya se estaban cansando y enfadando—. Lo encontré en el suelo donde los troles
tuvieron la discusión. —Y extrajo una llave bastante grande, aunque Guille la
hubiese considerado pequeña y secreta. Por fortuna se le había caído del
bolsillo antes de quedar convertido en piedra.
—Pero, ¿por qué no lo dijiste antes?—le
gritaron.
Gandalf arrebató la llave y la introdujo en la
cerradura. Entonces la puerta se abrió hacia atrás con un solo en pellón, y
todos entraron. Había huesos esparcidos por el suelo, y un olor nauseabundo en
el aire, pero había también una buena cantidad de comida mezclada al descuido
en estantes y sobre el suelo, entre un cúmulo de cosas tiradas en desorden,
producto de muchos botines, desde botones de estaño a ollas colmadas de monedas
de oro apiladas en un rincón. Había también montones de vestidos que colgaban
de las paredes—demasiado pequeños para los troles; me temo que pertenecían a las
víctimas—, y entre ellos muchas espadas de diversa factura, forma y tamaño. Dos
les llamaron particularmente la atención, por las hermosas vainas y las empuñaduras
enjoyadas.
Gandalf y Thorin tomaron una cada uno, y Bilbo
un cuchillo con vaina de cuero. Para un trol no hubiera sido más que un pequeño
cortaplumas, pero al hobbit le servía como espada corta.
—Las hojas parecen buenas—dijo el mago
desenvainando una a medias y observándola con curiosidad—No han sido forjadas
por ningún trol ni herrero humano de estos lugares y días, pero cuando podamos leer
las runas que hay en ellas, sabremos más.
—Salgamos de este hedor horrible—dijo Fili. Y
así sacaron las ollas de monedas y todos los alimentos que parecían limpios y
adecuados para comer, así como un barril de cerveza del país todavía lleno. Sintieron
ganas de desayunar, y hambrientos como estaban no hicieron ascos a lo que
habían sacado de las despensas de los troles. De las provisiones que habían
traído quedaba ya poco, pero ahora tenían pan, queso, gran cantidad de cerveza
y panceta para asar a las brasas.
Luego se durmieron, pues la noche no había sido
tranquila, y no hicieron nada hasta la tarde. Entonces trajeron los ponis y se
llevaron las ollas del oro y las enterraron con mucho secreto no lejos del
sendero que bordea el río, echándoles numerosos encantamientos, por si alguna
vez tenían oportunidad de regresar y recobrarlas. En seguida, volvieron a
montar, y trotaron otra vez por el camino hacia el este.
—¿Dónde has ido, si puedo preguntártelo?—dijo
Thorin a Gandalf mientras cabalgaban.
—A mirar adelante—respondió Gandalf.
—¿Y qué te hizo volver en el momento preciso?
—Mirar hacia atrás.
—De acuerdo, pero ¿no podrías ser más
explícito?
—Me adelanté a explorar el camino. Pronto se
hará peligroso y difícil. Deseaba también acrecentar nuestras pequeñas reservas
de alimentos. Sin embargo no había ido muy lejos cuando me encontré con un par
de amigos de Rivendel.
—¿Dónde queda eso?—preguntó Bilbo.
—No interrumpas—dijo Gandalf—. Llegarás allí
en pocos días, si tenemos suerte, y lo sabrás todo. Como estaba diciendo,
encontré dos de los hombres de Elrond. Huían asustados de los troles. Por ellos
supe que tres troles habían bajado de las montañas y se habían asentado en el
bosque, no lejos del camino. Habían espantado a toda la gente del distrito y
tendían celadas a los extraños. En seguida tuve el presentimiento de que yo
hacía falta. Mirando atrás, vi fuego a lo lejos y me vine. Así que ya lo sabes
ahora. Por favor, ten más cuidado la próxima vez; ¡o no llegaremos a ninguna
parte!
—¡Gracias!—dijo Thorin.
IV.UN BREVE DESCANSO
EL HOBBIT
No cantaron ni contaron historias aquel día, aunque
el tiempo mejoró; ni al día siguiente, ni al otro. Habían empezado a sentir que
el peligro estaba bastante cerca y a ambos lados. Acamparon bajo las estrellas,
y los caballos comieron mejor que ellos mismos, pues la hierba abundaba, pero
no quedaba mucho en los zurrones, aun contando con lo que habían sacado a los troles.
Una mañana vadearon un río por un lugar ancho y poco profundo, resonante de
piedras y espuma. La orilla opuesta era escarpada y resbaladiza. Cuando
llegaron a la cresta, guiando los ponis, vieron que las grandes montañas
descendían ya muy cerca hacia ellos. Parecían alzarse a sólo un día de cómodo
viaje desde la falda más cercana. Tenían un aspecto tenebroso y lóbrego, aunque
había manchas de sol en las laderas oscuras, y más allá centelleaban las
cumbres nevadas.
—¿Es aquella la montaña?—preguntó Bilbo
con voz solemne, mirándola con asombro. Nunca había visto antes algo que
pareciese tan enorme.
—¡Desde luego que no!—dijo Balin—. Esto es sólo
el principio de las montañas Nubladas, tenemos que cruzarlas de algún modo, por
encima o por debajo, antes de que podamos internarnos en las Tierras Ásperas de
más allá. Y aún queda un largo camino desde el otro lado hasta la montaña
Solitaria de oriente en la que Smaug yace tendido sobre el tesoro.
—¡Oh!—dijo Bilbo, y en aquel mismo instante se
sintió cansado como nunca hasta entonces. Añoraba una vez más la silla confortable
delante del fuego y la salita preferida en el agujero-hobbit, y el canto de la
marmita. ¡No por última vez!
Gandalf encabezaba ahora la marcha. —No nos
salgamos del camino, o ya nada podrá salvarnos—dijo—. Necesitamos comida, en
primer lugar, y descanso con una seguridad razonable; además es muy importante
internarse en las montañas Nubladas por el sendero apropiado, o de lo contrario
os perderéis y tendréis que volver y empezar de nuevo por el principio (si
llegáis a volver).
Le preguntaron hacia dónde estaba conduciéndolos,
y él respondió: —Habéis llegado a los límites mismos de las tierras salvajes,
como algunos sabéis sin duda. Oculto en algún lugar delante de nosotros está el
hermoso valle de Rivendel, donde vive Elrond en la Última Morada. Le envié un
mensaje por mis amigos y nos está esperando.
Aquello sonaba agradable y reconfortante pero no
habían llegado aún, y no era tan fácil como parecía encontrar la Última Morada
al oeste de las montañas. No había árboles, valles o colinas que quebrasen el
terreno delante de ellos: la vasta pendiente ascendía poco a poco hasta el pie
de la montaña más próxima, una ancha tierra descolorida de brezo y piedra rota,
con manchas de latigazos de verde de hierbas y verde de musgos que señalaban
dónde podía haber agua.
Pasó la mañana, llegó la tarde; pero no había
señales de que alguien habitara en ese yermo silencioso. La inquietud de todos
iba en aumento, pues veían ahora que la casa podía estar oculta casi en
cualquier lugar entre ellos y las montañas. Se encontraban de pronto con valles
inesperados, estrechos, de paredes escarpadas, que se abrían de súbito, y ellos
miraban hacia abajo y se sorprendían, pues había árboles y una corriente de
agua en el fondo. Algunos desfiladeros casi hubieran podido cruzarlos de un
salto, pero eran en cambio muy profundos, y el agua corría por ellos en cascadas.
Había gargantas oscuras que no podían cruzarse sin trepar. Había ciénagas;
algunas eran lugares verdes de aspecto agradable, donde crecían flores altas y
luminosas; pero un póney que caminase por allí llevando una carga nunca
volvería a salir.
Por cierto, era una tierra que se extendía
desde el vado a las montañas, de una vastedad que nunca hubieseis llegado a
imaginar. Bilbo estaba asombrado. Unas piedras blancas, algunas pequeñas y
otras medio cubiertas de musgo o brezo, señalaban el único sendero. En verdad
era una tarea muy lenta la de seguir el rastro, aún guiados por Gandalf, que
parecía conocer bastante bien el camino.
La cabeza y la barba de Gandalf se movían de
aquí para allá cuando buscaba las piedras y ellos lo seguían; pero cuando el día
empezó a declinar no parecían haberse acercado mucho al término de la busca. La
hora del té había pasado hacía tiempo y parecía que la de la cena pronto iría
por el mismo camino. Había mariposas nocturnas que revoloteaban alrededor y la
luz era ahora muy débil, pues aún no había salido la luna. El poni de Bilbo
comenzó a tropezar en raíces y piedras. Llegaron tan de repente al borde mismo
de un declive abrupto, que el caballo de Gandalf casi resbaló pendiente abajo.
—¡Aquí está, por fin!—anunció el mago, y los
otros se agruparon en torno y miraron por encima del borde. Vieron un valle
allá abajo.
Podían oír el murmullo del agua que se
apresuraba en el fondo, sobre un lecho de piedras; en el aire había un aroma de
árboles, y en la vertiente del otro lado brillaba una luz.
Bilbo nunca olvidó cómo rodaron y resbalaron
en el crepúsculo, bajando por el sendero empinado y zigzagueante hasta entrar
en el valle secreto de Rivendel. El aire era más cálido a medida que
descendían, y el olor de los pinos amodorraba a Bilbo, quien de vez en cuando
cabeceaba y casi se caía, o daba con la nariz en el pescuezo del poni. Todos
parecían cada vez más animados mientras bajaban. Las hayas y robles
sustituyeron a los pinos, y el crepúsculo era como una atmósfera de serenidad y
bienestar. El último verde casi había desaparecido de la hierba, cuando
llegaron al fin a un claro despejado, no muy por encima de las riberas del
arroyo.
"¡Hummm! ¡Huele como a elfos!"
pensó Bilbo, y levantó los ojos hacia las estrellas. Ardían brillantes y
azules. Justo entonces una canción brotó de pronto, como una risa entre los
árboles:
¡Oh!
¿Qué hacéis,
y
a dónde vais?
¡Hay
que herrar esos ponis!
¡El
río corre!
¡Oh!
¡Tra-la-la-lalle,
aquí
abajo en el valle!
¡Oh!
¿Qué buscáis,
y
a dónde vais?
¡Los
leños humean,
las
tartas se doran!
¡Oh!
¡Tral-lel-lel-lelle,
el
valle es alegre! ¡Ja! ¡Ja!
¡Oh!
¿Hacia dónde vais
meneando
las barbas?
No,
no, no sabemos
que
trae a Bolsón
y
a Balin, y Dwalin
abajo
hacia el valle
en
junio, ¡Ja! ¡Ja!
¡Oh!
¿Aquí os quedareis,
o en seguida os ireis?
¡Se
extravían los ponis!
¡La
luz del día muere!
Sería
malo irse;
mucho
mejor quedarse,
y
escuchar y atender
hasta
el fin de la noche
nuestro
canto. ¡Ja! ¡Ja![14]
De esta manera reían y cantaban entre los árboles,
y vaya desatino, pensaréis vosotros, supongo. Pero no les importaría nada si se
lo dijeseis; se reirían todavía más. Eran elfos desde luego. Pronto Bilbo empezó
a distinguirlos, a medida que aumentaba la oscuridad. Le gustaban los elfos, aunque
rara vez tropezaba con ellos, pero al mismo tiempo lo asustaban un poco. Los enanos
no se llevaban bien con aquellas criaturas. Aún enanos bastante simpáticos,
como Thorin y sus amigos, pensaban que los elfos eran tontos (un pensamiento
muy tonto, por cierto), o se enfadaban con ellos. Pues algunos elfos les
tomaban el pelo y se reían de los enanos, y sobre todo de sus barbas.
—¡Bueno, bueno!—dijo una voz—¡Miren qué cosa! ¡Bilbo el hobbit en un poni, cielos! ¿No es delicioso?
—¡Maravilla de maravillas!
En seguida se pusieron a corear otra canción,
tan ridícula como la que he copiado entera. Al fin uno, un joven alto, salió de
los árboles y se inclinó ante Gandalf y Thorin.
—¡Bienvenidos al valle!—dijo.
—¡Gracias!—dijo Thorin con alguna brusquedad,
pero Gandalf había bajado ya del caballo y charlaba alegre entre los elfos.
—Te has desviado un poco del camino—dijo el
elfo—. Es decir, si quieres ir por el único sendero que cruza el río hacia la
casa de más allá. Nosotros te guiaremos, pero sería mejor que fueseis a pie
hasta pasar al puente. ¿Te quedarás un rato y cantarás con nosotros, o te
marcharás en seguida? Allá se está preparando la cena—dijo—. Puedo oler el
fuego de leña de la cocina.
Cansado como estaba, a Bilbo le hubiese gustado
quedarse un rato. El canto de los elfos no es para perdérselo, en junio bajo
las estrellas, si te interesan esas cosas. También le hubiese gustado tener
unas pocas palabras aparte con estas gentes, que parecían saber cómo se llamaba
y todo acerca de él, aunque nunca los hubiese visto. Pensaba que la opinión de
los elfos sobre la aventura podría ser interesante. Los elfos saben mucho y es
asombroso cómo están enterados de lo que ocurre entre las gentes de la tierra,
pues las noticias corren entre ellos tan rápidas como el agua de un río, o tal
vez más.
Pero los enanos estaban todos de acuerdo en cenar
cuanto antes y no quedarse mucho tiempo. Siguieron adelante, guiando a los ponis,
hasta que llegaron a una buena senda, y así por fin al borde del mismo río. Corría
rápido y ruidoso, como un arroyo de la montaña en un atardecer de verano,
cuando el sol ha estado iluminando todo el día la nieve de las cumbres. Sólo
había un puente estrecho de piedra, sin parapeto, tan estrecho que apenas si
cabía un poni, y tuvieron que cruzarlo despacio y con cuidado, en fila,
llevando cada uno un poni por las riendas. Los elfos habían traído faroles
brillantes a la orilla y cantaron una animada canción mientras el grupo iba
pasando.
—¡No mojes tu barba con la espuma, padre!—le
gritaron a Thorin, que de tan encorvado iba casi a gatas—, ya es bastante larga
sin necesidad de que la mojes.
—¡Cuidado con Bilbo, no se vaya a comer todos
los bizcochos!—dijeron—. ¡Todavía está demasiado gordo para colarse por el
agujero de la cerradura!
—¡Silencio, silencio, buena gente! ¡Y buenas noches!—dijo
Gandalf, que había llegado último—. Los valles tienen oídos, y algunos elfos
tienen lenguas demasiado sueltas. ¡Buenas noches!
Y así llegaron por fin a la Última Morada y
encontraron las puertas abiertas de par en par.
Ahora bien, parece extraño, pero las cosas que
es bueno tener y los días que se pasan de un modo agradable se cuentan muy
pronto y no se les presta demasiada atención; en cambio, las cosas que son incómodas,
estremecedoras, y aún horribles, pueden hacer un buen relato, y además lleva tiempo
contarlas. Se quedaron muchos días en aquella casa agradable, catorce al menos,
y les costó irse. Bilbo se hubiese quedado allí con gusto para siempre, incluso
suponiendo que un deseo hubiera podido transportarlo sin problemas directamente
de vuelta al agujero-hobbit. No obstante, algo hay que contar sobre esta
estancia.
El dueño de casa era amigo de los elfos, una
de esas gentes cuyos padres aparecen en cuentos extraños, anteriores al principio
de la historia misma, las guerras de los trasgos malvados y los elfos, y los
primeros hombres del norte. En los días de nuestro relato, había aún algunas
gentes que descendían de los elfos y los héroes del norte; y Elrond, el dueño
de casa, era el jefe de todos ellos.
Era tan noble y de facciones tan hermosas como
un señor de los elfos, fuerte como un guerrero, sabio como un mago, venerable
como un rey de los enanos, y benévolo como el estío. Aparece en muchos relatos,
pero la parte que desempeña en la historia de la aventura de Bilbo es pequeña, aunque
importante, como veréis, si alguna vez llegamos a acabarla. La casa era
perfecta tanto para comer o dormir como para trabajar, o contar historias, o
cantar, o simplemente sentarse y pensar mejor, o una agradable mezcla de todo
esto. La perversidad no tenía cabida en aquel valle.
Desearía tener tiempo para contaros sólo unas
pocas de las historias o una o dos de las canciones que se oyeron entonces en
aquella casa. Todos los viajeros, incluyendo los ponis, se sintieron refrescados
y fortalecidos luego de pasar allí unos pocos días. Les compusieron los
vestidos, tanto como las magulladuras, el humor, y las esperanzas. Les llenaron
las alforjas con comida y provisiones de poco peso, pero fortificantes, buenas
para cruzar los desfiladeros. Les aconsejaron bien y corrigieron los planes de
la expedición. Así llegó el solsticio de verano y se dispusieron a partir otra
vez con los primeros rayos del sol estival.
Elrond lo sabía todo sobre runas de cualquier
tipo. Aquel día observó las espadas que habían tomado en la guarida de los troles
y comentó: —Esto no es obra de los troles. Son espadas antiguas, muy antiguas,
de los altos elfos del oeste, mis parientes. Están hechas en Gondolin para las
guerras de los trasgos. Tienen que haber sido parte del tesoro escondido de un
dragón, o de un botín de los trasgos, pues los dragones y los trasgos
destruyeron esa ciudad hace muchos siglos. En esta, Thorin, las runas dicen Orcrist,
la Hiende Trasgos en la ancestral lengua de Gondolin; fue una hoja famosa.
Esta, Gandalf, fue Glamdring, la Martilla Enemigos, que una vez llevó el
rey de Gondolin. ¡Guardadlas bien!
—¿De dónde las habrán sacado los troles, me
pregunto?—murmuró Thorin mirando su espada con renovado interés.
—No sabría decirlo—dijo Elrond—, pero puede
suponerse que vuestros troles habrán saqueado otros botines, o habrán
descubierto los restos de viejos robos en alguna cueva de las montañas. He oído
que hay quizá todavía tesoros ignotos en las cavernas desiertas de las minas de
Moria, desde la guerra de los enanos y los trasgos.
Thorin meditó estas palabras. —Llevaré esta espada
con honor—dijo—. ¡Ojalá pronto hienda trasgos otra vez!
—¡Un deseo que quizá se cumpla muy pronto en
los montes!—dijo Elrond—.¡Pero mostradme ahora vuestro mapa!
Lo tomó y lo miró largo rato, y meneó la
cabeza; pues si no aprobaba del todo a los enanos y el amor que le tenían al
oro, odiaba a los dragones y la cruel perversidad de estas bestias, y se
afligió al recordar la ruina de la ciudad de Valle y aquellas campanas alegres,
y las riberas incendiadas del centelleante río Rápido. La luna resplandecía en
un amplio cuarto creciente de plata. Elrond alzó el mapa y la luz blanca lo
atravesó. —¿Qué es esto?—dijo—. Hay letras lunares aquí junto a las runas que
dicen "cinco pies de altura y tres pasan con holgura".
—¿Qué son las letras lunares?—preguntó el hobbit
muy excitado. Le encantaban los mapas, como ya os he dicho antes; y también le
gustaban las runas, y las letras, y las escrituras ingeniosas, aunque él escribía
con letras delgadas y como patas de araña.
—Las letras lunares son letras rúnicas, pero
que no se pueden ver—dijo Elrond—, no al menos
directamente. Sólo se las ve cuando la luna brilla por detrás, y en los ejemplos
más ingeniosos la fase de la luna y la estación tienen que ser las mismas que
en el día en que fueron escritas. Los enanos las inventaron y las escribían con
plumas de plata, como tus amigos te pueden contar. Estas tienen que haber sido escritas
en una noche del solsticio de verano con luna creciente, hace ya largo tiempo.
—¿Qué es lo que dicen?—preguntaron Gandalf y
Thorin a la vez, un poco fastidiados quizá de que Elrond las hubiese descubierto
primero, aunque es cierto que hasta entonces no habían tenido la oportunidad, y
no volverían a tenerla quién sabe por cuánto tiempo.
—Estad cerca de la piedra gris cuando llame
el zorzal—leyó Elrond—y el sol poniente brillará sobre el ojo de la
cerradura con las últimas luces del Día de Durin.
—¡Durin, Durin!—exclamó Thorin—. Era el padre de
los padres de la más antigua raza de enanos, los barbiluengos, y mi primer antepasado:
yo soy el heredero de Durin.
—Pero ¿cuándo es el Día de Durin?—preguntó
Elrond.
—El primer día del Año Nuevo de los enanos—dijo
Thorin—es, como todos sabéis sin duda, el primer día de la última luna del
otoño, en los umbrales del invierno. Todavía llamamos Día de Durin a aquel en
que el sol y la última luna de otoño están juntos en el cielo. Pero me temo que
esto no ayudará, pues nadie sabe hoy cuándo este tiempo se presentará otra vez.
—Eso está por verse—dijo Gandalf—¿Hay algo más
escrito?
—Nada que se revele con esta luna—dijo Elrond,
y le devolvió el mapa a Thorin; y luego bajaron al agua para ver a los elfos
que bailaban y cantaban en la noche del solsticio.
La mañana siguiente, la mañana del solsticio,
fue tan hermosa y fresca como hubiera podido soñarse: un cielo azul sin nubes,
y el sol que brillaba en el agua. Partieron entonces entre cantos de despedida y
buen viaje, con los corazones dispuestos a nuevas aventuras, y sabiendo por
dónde tenían que ir para cruzar las montañas Nubladas hacia la tierra de más
allá.
V.SOBRE LA COLINA Y BAJO LA COLINA
EL HOBBIT
Había muchas sendas que subían internándose en
aquellas montañas, y sobre ellas muchos desfiladeros. Pero la mayoría de estas
sendas eran engañosas y decepcionantes, o no llevaban a ningún lado, o acababan
mal; y la mayoría de estos desfiladeros estaba infestada de criaturas malvadas
y de peligros horrorosos. Los enanos y el hobbit, ayudados por el sabio consejo
de Elrond y los conocimientos y la memoria de Gandalf, tomaron el camino que
llegaba al desfiladero apropiado.
Muchos días después de haber remontado el
valle y de dejar millas atrás la Última Morada, todavía seguían subiendo y subiendo.
Era una senda escabrosa y peligrosa, un camino tortuoso, desierto y largo. Al
fin pudieron volverse a mirar las tierras que habían dejado, allá abajo en la
distancia. Lejos, muy lejos en el poniente, donde las cosas eran azules y
tenues, Bilbo sabía que estaba su propio país, con casas seguras y cómodas, y
el pequeño agujero-hobbit. Se estremeció. Empezaba a sentirse un frío cortante
allí arriba, y el viento silbaba entre las rocas. También, a veces, unos cantos
rodados bajaban a saltos por las laderas de la montaña—los había soltado el sol
de mediodía sobre la nieve—y pasaban entre ellos (lo que era afortunado) o
sobre sus cabezas (lo que era alarmante). Las noches se sucedían incómodas y
muy frías, y no se atrevían a cantar ni a hablar demasiado alto, pues los ecos
eran extraños y parecía que al silencio le molestaba que lo quebrasen, excepto
con el ruido del agua, el quejido del viento y el crujido de la piedra.
"El verano está llegando allá abajo"
pensó Bilbo. "Y ya empiezan la siega del heno y las meriendas. A este
paso estarán recolectando y recogiendo moras aún antes de que empecemos a bajar
del otro lado." Y los demás tenían también pensamientos lúgubres de
este tipo, aunque cuando se habían despedido de Elrond alentados por la mañana
de verano, habían hablado alegremente del cruce de las montañas y de cabalgar
al galope por las tierras que se extendían más allá. Habían pensado llegar a la
puerta secreta de la montaña Solitaria tal vez en esa misma primera luna de
otoño. —Y quizá sea el Día de Durin—habían dicho. Sólo Gandalf había meneado en
silencio la cabeza. Ningún enano había atravesado ese paso desde hacía muchos
años, pero Gandalf sí, y conocía el mal y el peligro que habían crecido y
aumentado en las tierras salvajes desde que los dragones habían expulsado de
allí a los hombres, y desde que los trasgos habían ocupado la región en secreto
después de la batalla de las Minas de Moria. Aún los buenos planes de magos
sabios como Gandalf, y de buenos amigos como Elrond, se olvidan a veces, cuando
uno está lejos en peligrosas aventuras al borde del Yermo; y Gandalf era un
mago bastante sabio como para tenerlo en cuenta.
Sabía que algo inesperado podía ocurrir, y apenas
se atrevía a desear que no tuvieran alguna aventura horrible en aquellas grandes
y altas montañas de picos y valles solitarios, donde no gobernaba ningún rey. Nada
ocurrió. Todo marchó bien, hasta que un día se encontraron con una tormenta de truenos;
más que una tormenta era una batalla de truenos. Sabéis qué terrible puede
llegar a ser una verdadera tormenta de truenos allá abajo en el valle del río;
sobre todo cuando dos grandes tormentas se encuentran y se baten. Más terribles
todavía son los truenos y los relámpagos en las montañas por la noche, cuando
las tormentas vienen del este y del oeste y luchan entre ellas. El relámpago se
hace trizas sobre los picos, y las rocas tiemblan, y unos enormes estruendos
parten el aire, y entran rodando a los tumbos en todas las cuevas y agujeros y
un ruido abrumador y una claridad súbita invaden la oscuridad.
Bilbo nunca había visto o imaginado nada semejante.
Estaban muy arriba en un lugar estrecho, y a un lado un precipicio espantoso
caía sobre un valle sombrío. Allí pasaron la noche, al abrigo de una roca;
Bilbo tendido bajo una manta y temblando de pies a cabeza. Cuando miró fuera,
vio a la luz de los relámpagos los gigantes de piedra abajo en el valle; habían
salido y ahora jugaban tirándose piedras unos a otros; las recogían y las
arrojaban en la oscuridad, y allá abajo se rompían o desmenuzaban entre los
árboles. Luego llegaron el viento y la lluvia, y el viento azotaba la lluvia y
el granizo en todas direcciones, por lo que el refugio de la roca no los
protegía mucho. Al rato estaban empapados hasta los huesos y los ponis se
encogían, bajaban la cabeza, y metían la cola entre las patas, y algunos
relinchaban de miedo. Las risotadas y los gritos de los gigantes podían oírse
por encima de todas las laderas.
—¡Esto no irá bien!—dijo Thorin—. Si no salimos
despedidos, o nos ahogamos, o nos alcanza un rayo, nos atrapará alguno de esos
gigantes y de una patada nos mandará al cielo como una pelota de fútbol.
—Bien, si sabes de un sitio mejor, ¡llévanos
allí!—dijo Gandalf, quien se sentía muy malhumorado, y no estaba nada contento
con los gigantes.
El final de la discusión fue enviar a Fili y
Kili en busca de un refugio mejor. Tenían ojos muy penetrantes, y siendo los enanos
más jóvenes (unos cincuenta años menos que los otros), se ocupaban por lo común
de este tipo de tareas (cuando todos comprendían que sería inútil enviar a Bilbo).
No hay nada como mirar, si queréis encontrar algo (al menos eso decía Thorin a los
enanos jóvenes). Cierto que casi siempre, se encuentra algo, si se mira, pero
no siempre es lo que uno busca. Así ocurrió en esta ocasión.
Fili y Kili pronto estuvieron de vuelta,
arrastrándose, doblados por el viento, aferrándose a las rocas. —Hemos encontrado
una cueva seca—dijeron—, doblando el próximo recodo no muy lejos de aquí; y
caben ponis y todo.
—¿La habéis explorado afondo?—dijo el mago, que
sabía que las cuevas de las montañas raras veces están sin ocupar.
—¡Sí, sí!—dijeron Fili y Kili, aunque todos
sabían qué no podían haber estado allí mucho tiempo; habían regresado casi en seguida—.
No es demasiado grande y tampoco muy profunda.
Naturalmente, esto es lo peligroso de las
cuevas; a veces uno no sabe lo profundas que son, o a dónde puede llevar un
pasadizo, o lo que te espera dentro. Pero en aquel momento las noticias de Fili
y Kili parecieron bastante buenas. Así que todos se levantaron y se prepararon
para trasladarse. El viento aullaba y el trueno retumbaba aún, y era difícil moverse
con los ponis. De todos modos, la cueva no estaba muy lejos. Al poco tiempo
llegaron a una gran roca que sobresalía en la senda. Detrás, en la ladera de la
montaña, se abría un arco bajo. Había espacio suficiente para que pasaran los ponis
apretujados, una vez que les quitaran las sillas. Debajo del arco era agradable
oír el viento y la lluvia fuera y no cayendo sobre ellos, y sentirse a salvo de
los gigantes y sus rocas. Pero el mago no quería correr riesgos. Encendió su
vara—como aquel día en el comedor de Bilbo que ahora parecía tan lejano, si lo
recordáis—y con la luz exploraron la cueva de extremo a extremo.
Parecía de buen tamaño, pero no era demasiado grande ni misteriosa. Tenía el suelo seco y algunos rincones cómodos. En uno de ellos había lugar para los ponis, y allí permanecieron las bestias muy contentas del cambio, humeando y mascando en los morrales. Óin y Glóin querían encender una hoguera en la entrada para secarse la ropa, pero Gandalf no quiso ni oírlo. Así que tendieron las cosas húmedas en el suelo y sacaron otras secas; luego ahuecaron las mantas, sacaron las pipas e hicieron anillos de humo que Gandalf volvía de diferentes colores y hacía bailar en el techo para entretenerlos. Charlaron y charlaron, y olvidaron la tormenta, y discutieron lo que cada uno haría con su parte del tesoro (cuando lo tuviesen, lo que de momento no parecía tan imposible); y así fueron quedándose dormidos uno tras otro. Y ésa fue la última vez que usaron los ponis, los paquetes, equipajes, herramientas y todo lo que habían traído con ellos.
No obstante, fue una suerte esa noche que hubiesen
traído al pequeño Bilbo. Porque, por alguna razón, Bilbo no pudo dormirse hasta
muy tarde; y luego tuvo unos sueños horribles. Soñó que una grieta en la pared
del fondo de la cueva se agrandaba y se agrandaba, abriéndose más y más; y él
estaba muy asustado pero no podía gritar, ni hacer otra cosa que seguir acostado,
mirando. Después soñó que el suelo de la cueva cedía, y que se deslizaba, y que
él empezaba a caer, a caer, quién sabe a dónde.
En ese momento despertó con un horrible
sobresalto y se encontró con que parte del sueño era verdad. Una grieta se
había abierto al fondo de la cueva y era ya un pasadizo ancho. Apenas si tuvo
tiempo de ver la última de las colas de los ponis, que desaparecía en la
sombra. Por supuesto, lanzó un chillido estridente, tanto como puede llegar a
serlo un chillido de hobbit, bastante asombroso si tenemos en cuenta el tamaño
de estas criaturas.
Afuera saltaron los trasgos, trasgos grandes,
trasgos enormes de cara fea, montones de trasgos, antes que nadie pudiera decir
"peñas y breñas". Había por lo menos seis para cada enano, y
dos más para Bilbo; y los apresaron a todos y los llevaron por la hendedura,
antes que nadie pudiera decir "madera y hoguera". Pero no a
Gandalf. Eso fue lo bueno del grito de Bilbo. Lo había despertado por completo
en una décima de segundo y cuando los trasgos iban a ponerle las manos encima,
hubo un destello terrorífico como un relámpago en la cueva, un olor como de
pólvora y varios cayeron muertos.
La grieta se cerró de golpe ¡y Bilbo y los enanos
estaban en el lado equivocado!
¿Dónde se encontraba Gandalf? De eso ni ellos
ni los trasgos tenían la menor idea, y los trasgos no esperaron a averiguarlo.
Tomaron a Bilbo y a los enanos, y los hicieron andar a toda prisa. El sitio era
profundo, profundo y oscuro, tanto que sólo los trasgos que habían tenido la
ocurrencia de vivir en el corazón de las montañas podían distinguir algo. Los
pasadizos se cruzaban y confundían en todas direcciones, pero los trasgos
conocían el camino tan bien como vosotros el de la oficina de correos más
próxima; y el camino descendía y descendía y la atmósfera era cada vez más
enrarecida y horrorosa. Los trasgos eran muy brutos, pellizcaban sin compasión,
y reían entre dientes o a carcajadas, con voces horribles y pétreas; y Bilbo se
sentía más desgraciado aún que cuando el trol lo había levantado tirándole de
los dedos de los pies. Una y otra vez se encontraba añorando el agradable y
reluciente agujero hobbit. No sería ésta la última ocasión.
De pronto apareció ante ellos el resplandor de
una luz roja. Los trasgos empezaron a cantar, a croar, golpeteando los pies
planos sobre la piedra, y sacudiendo también a los prisioneros.
¡Azota!
¡Voltea! ¡La negra abertura!
¡Atrapa,
arrebata! ¡Pellizca, apañusca!
¡Bajando,
bajando, al pueblo de trasgos,
vas
tú, muchacho!
¡Embute,
golpea! ¡Estruja, revienta!
¡Martillo
y tenaza! ¡Batintín y maza!
¡Machaca,
machaca, a los subterráneos!
¡jo,
jo, muchacho!
¡Lacera,
apachurra! ¡Chasquea los látigos!
¡Aúlla
y solloza! ¡Sacude, aporrea!
¡Trabaja,
trabaja! ¡A huir no te atrevas,
mientras
los trasgos beben y carcajean!
¡Rodando,
rodando, por el subterráneo!
¡Abajo,
muchacho![15]
El canto era realmente terrorífico, las
paredes resonaban con el ¡azota, volea! Y con el ¡estruja, revienta!
y con la inquietante carcajada de los ¡jo, jo, muchacho! El significado
de la canción era demasiado evidente; pues ahora los trasgos sacaron los
látigos y los azotaron con gritos de ¡lacera, apachurra!, haciéndolos
correr delante tan rápido como les era posible; y más de uno de los enanos
estaba ya desgañitándose con aullidos incomparables, cuando entraron todos a
los trompicones en una enorme caverna.
Estaba iluminada por una gran hoguera roja en
el centro y por antorchas a lo largo de las paredes, y había allí muchos
trasgos. Todos se reían, pateaban y batían palmas, cuando los enanos (con el
pobrecito Bilbo detrás y más al alcance de los látigos) llegaron corriendo,
mientras los trasgos que los arreaban daban gritos y chasqueaban los látigos
detrás. Los ponis estaban ya agrupados en un rincón; y allí tirados estaban
todos los sacos y paquetes, rotos y abiertos, revueltos por trasgos, y olidos
por trasgos, y manoseados por trasgos, y disputados por trasgos.
Me temo que fue lo último que vieron de
aquellos excelentes ponis, incluyendo un magnífico ejemplar blanco, pequeño y
vigoroso, que Elrond había prestado a Gandalf, ya que el caballo no era
apropiado para los senderos de la montaña. Porque los trasgos comen caballos y ponis
y burros (y otras cosas mucho más espantosas), y siempre tienen hambre. Sin
embargo, los prisioneros sólo pensaban ahora en sí mismos. Los trasgos les
encadenaron las manos a la espalda y los unieron a todos en línea, y los
arrastraron hasta el rincón más lejano de la caverna con el pequeño Bilbo
remolcado al extremo de la hilera.
Allá, entre las sombras, sobre una gran piedra
lisa, estaba sentado un trasgo terrible de cabeza enorme, y unos trasgos
armados permanecían de pie alrededor blandiendo las hachas y las espadas curvas
que ellos usan. Ahora bien, los trasgos son crueles, malvados y de mal corazón.
No hacen nada bonito, pero sí muchas cosas ingeniosas. Pueden excavar túneles y
minas tan bien como cualquier enano no demasiado diestro, cuando se toman la
molestia, aunque comúnmente son desaseados y sucios. Martillos, hachas,
espadas, puñales, picos y pinzas, y también instrumentos de tortura, los hacen
muy bien, o consiguen que otra gente los haga, prisioneros o esclavos obligados
a trabajar hasta que mueren por falta de aire y luz. Es probable que ellos
hayan inventado algunas de las máquinas que desde entonces preocupan al mundo,
en especial ingeniosos aparatos que matan enormes cantidades de gente de una
vez, pues las ruedas y los motores y las explosiones siempre les encantaron,
como también no trabajar con sus propias manos más de lo indispensable; pero en
aquellos días, y en aquellos parajes agrestes, no habían ido (como se dice)
todavía tan lejos. No odiaban especialmente a los enanos, no más de lo que
odiaban a todos y todo, y particularmente lo metódico y próspero; en ciertos
lugares unos enanos malvados han llegado a pactar con ellos. Pero tenían particular
aversión por la gente de Thorin a causa de la guerra que habéis oído mencionar,
pero que no viene a cuento en esta historia; y de todos modos a los trasgos no
les preocupa a quién capturan, en tanto puedan dar el golpe en secreto y de un
modo ingenioso, y los prisioneros no sean capaces de defenderse.
—¿Quiénes son esas miserables personas?—dijo
el Gran Trasgo.
—¡Enanos, y esto!—dijo uno de los captores,
tirando de la cadena de Bilbo de tal modo que el hobbit cayó delante de
rodillas—. Los encontramos refugiados en nuestro porche principal.
—¿Qué pretendíais?—dijo el Gran Trasgo volviéndose
hacia Thorin—. ¡Nada bueno, podría asegurarlo! ¡Espiar los asuntos privados de
mis gentes, supongo! ¡Ladrones, no me sorprendería saber que lo sois! ¡Asesinos
y amigos de los elfos, sin duda alguna! ¡Ven! ¿Qué tienes que decir?
—¡Thorin el enano a vuestro servicio!—replicó
Thorin: una mera nadería cortés—.
De las cosas que sospechas e imaginas no tenemos la menor idea. Nos resguardamos
de una tormenta en lo que parecía una cueva cómoda y no usada; nada más lejos
de nuestro pensamiento que molestar de algún modo a los trasgos. —¡Esto era
bastante cierto!
—¡Hum!—gruñó el Gran Trasgo—. ¡Eso es lo que
dices! ¿Podría preguntarte qué hacíais allá arriba en las montañas, y de dónde
venís y adonde vais? En realidad me gustaría saber todo sobre vosotros. No digo
que pueda serviros de algo, Thorin Escudo de Roble, ya sé demasiado de tu
gente; pero conozcamos de una vez la verdad. ¡De lo contrario prepararé para
vosotros algo particularmente incómodo!
—Íbamos de viaje a visitar a nuestros
parientes, nuestros sobrinos y sobrinas, y primeros, segundos y terceros
primos, y otros descendientes de nuestros abuelos, que viven del lado oriental
de estas realmente hospitalarias montañas—respondió Thorin, no sabiendo muy
bien qué decir así de repente, pues era obvio que la verdad exacta no vendría a
cuento.
—¡Es un mentiroso, oh tú en verdad el
Terrible!—dijo uno de los captores—. Varios de los nuestros fueron fulminados
por un rayo en la cueva cuando invitamos a estas criaturas a que bajaran, y
están tan muertos como piedras. ¡Tampoco nos ha explicado esto!—sostuvo en alto
la espada que Thorin había llevado, la espada que procedía del cubil de los troles.
El Gran Trasgo dio un aullido de rabia
realmente horrible cuando vio la espada, y todos los soldados crujieron los
dientes, batieron los escudos, y patearon. Reconocieron la espada al momento.
En otro tiempo había dado muerte a cientos de trasgos, cuando los elfos rubios
de Gondolin los cazaron en las colinas o combatieron al pie de las murallas. La
habían denominado Orcrist, Hiende Trasgos, pero los trasgos la llamaban
simplemente Mordedora. La odiaban, y odiaban todavía más a cualquiera
que la llevase.
—¡Asesinos y amigos de los elfos!—gritó el
Gran Trasgo—. ¡Acuchilladlos! ¡Golpeadlos! ¡Mordedlos! ¡Que les rechinen los
dientes! ¡Llevadlos a agujeros oscuros repletos de víboras y que nunca vuelvan
a ver la luz!—. Tenía tanta rabia que saltó del asiento y se lanzó con la boca
abierta hacia Thorin.
Justo en ese momento todas las luces de la
caverna se apagaron, y la gran hoguera se convirtió, ¡puf!, en una torre
de resplandeciente humo azul que subía hasta el techo, esparciendo penetrantes
chispas blancas entre todos los trasgos.
Los gritos y lamentos, gruñidos, farfulleos y
chapurreos, aullidos, alaridos y maldiciones, chillidos y graznidos que
siguieron entonces, eran indescriptibles. Varios cientos de gatos salvajes y
lobos asados vivos, todos juntos y despacio, no hubieran hecho tanto alboroto.
Las chispas ardían abriendo agujeros en los trasgos, y el humo que ahora caía
del techo oscurecía tanto el aire, que ni siquiera ellos mismos podían ver.
Pronto empezaron a caer unos sobre otros y a rodar en montones por el suelo,
mordiendo, pateando y peleando, como si todos se hubieran vuelto locos.
De repente una espada destelló con luz propia.
Bilbo vio que atravesaba de lado a lado al Gran Trasgo, mudo de asombro y furioso
a la vez. Cayó muerto, y los soldados trasgos, huyendo y gritando delante de la
espada, desaparecieron en la oscuridad.
La espada volvió a la vaina. —¡Seguidme a
prisa!—dijo una voz fiera y queda. Y antes que Bilbo comprendiese lo que había
ocurrido, estaba ya trotando de nuevo, tan rápido como podía, al final de la
columna, bajando por más pasadizos oscuros mientras los alaridos del salón de
los trasgos quedaban atrás, cada vez más débiles. Una luz pálida los guiaba.
—¡Más rápido, más rápido!—decía la voz—.
Pronto volverán a encender las antorchas.
—¡Espera un momento!—dijo Dori, que estaba
detrás, al lado de Bilbo, y era un excelente compañero. Como mejor pudo, con
las manos atadas, consiguió que el hobbit se le subiera a los hombros, y luego
echaron todos a correr, con un tintineo de cadenas y más de un tropezón, ya que
no tenían manos para sostenerse. No se detuvieron por un largo rato, cuando ya
estaban sin duda en el corazón mismo de la montaña.
Entonces Gandalf encendió la vara. Por supuesto,
era Gandalf; pero en ese momento todos estaban demasiado ocupados para
preguntar cómo había llegado allí. Volvió a sacar la espada, y una vez más la
hoja destelló en la oscuridad; ardía con una furia centelleante si había
trasgos alrededor, y ahora brillaba como una llama azul por el deleite de haber
matado al gran señor de la cueva. No le costó nada cortar las cadenas de los
trasgos y liberar lo más rápido posible a todos los prisioneros. El nombre de
esta espada, recordaréis, era Glamdring, Martilla Enemigos. Los trasgos
la llamaban simplemente Demoledora, y la odiaban, si eso es posible,
todavía más que a Mordedora. También Orcrist había sido salvada, pues Gandalf
se la había arrebatado a uno de los guardias aterrorizados. Gandalf pensaba en
todo; y aunque no podía hacer cualquier cosa, ayudaba siempre a los amigos en
aprietos.
—¿Estamos todos aquí?—dijo, entregando la
espada a Thorin con una reverencia—. Veamos: uno, Thorin; dos, tres, cuatro,
cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once. ¿Dónde están Fili y Kili? ¡Aquí! Doce,
trece... y he ahí al señor Bolsón: ¡catorce! ¡Bien, bien! Podría ser peor, y
sin embargo podría ser mucho mejor. Sin ponis, y sin comida, y sin saber muy
bien donde estamos, ¡y unas hordas de trasgos furiosos justo detrás! ¡Sigamos
adelante!
Siguieron adelante. Gandalf estaba en lo
cierto: se oyeron ruidos de trasgos y unos gritos horribles allá detrás a lo
lejos, en los pasadizos que habían atravesado. Se apresuraron entonces todavía
más, y como el pobre Bilbo no podía seguirles el paso—pues los enanos son capaces
de correr más deprisa, os lo aseguro, cuando tienen que hacerlo—se turnaron
llevándolo a hombros.
Sin embargo los trasgos corren más que los enanos,
y estos trasgos conocían mejor el camino (ellos mismos habían abierto los
túneles), y estaban locos de furia; así que hiciesen lo que hiciesen, los enanos
oían los gritos y aullidos que se acercaban cada vez más. Muy pronto alcanzaron
a oír el ruido de los pies de los trasgos, muchos, muchos pies que parecían
estar a la vuelta del último recodo. El destello de las antorchas rojas podía
verse detrás de ellos en el túnel; y ya empezaban a sentirse muertos de
cansancio.
—¡Por qué, oh por qué habré dejado mi agujero-hobbit!—decía
el pobre señor Bolsón, mientras se sacudía hacia arriba y abajo sobre la
espalda de Bombur.
—¡Por qué, oh por qué habré traído a este
pobrecito hobbit, a buscar el tesoro!—decía el desdichado Bombur que era gordo,
y se bamboleaba mientras el sudor le caía en gotas de la nariz a causa del
calor y el terror.
En aquel momento Gandalf se retrasó, y Thorin
con él. Doblaron un recodo cerrado. —¡Están a la vuelta!—gritó el mago—.
¡Desenvaina tu espada, Thorin!
No había más que hacer, y a los trasgos no les
gustó. Venían corriendo a toda prisa y dando gritos, y al llegar al recodo tropezaron
atónitos con la Hiende Trasgos y la Martilla Enemigos que brillaban frías y
luminosas. Los que iban delante arrojaron las antorchas y dieron un alarido
antes de morir. Los de atrás aullaban siguiéndolos. —¡Mordedora y Demoledora!—chillaron;
y pronto todos estuvieron envueltos en una completa confusión, y la mayoría se
apresuró a regresar por donde había venido.
Pasó bastante tiempo antes que cualquiera de
ellos se atreviese a doblar aquel recodo. Mientras, los enanos se habían puesto
otra vez en marcha, siguiendo un largo camino que los llevaba a los túneles
oscuros del país de los trasgos. Cuando los trasgos se dieron cuenta, apagaron
las antorchas y se deslizaron pisando con cuidado, y eligieron a los corredores
más veloces, aquellos que tenían oídos como comadrejas en la oscuridad, y eran
casi tan silenciosos como murciélagos.
Así ocurrió que ni Bilbo, ni los enanos, ni
siquiera Gandalf, los oyeron llegar, ni tampoco los vieron. Pero los trasgos
los vieron a ellos, pues la vara de Gandalf emitía una luz débil que ayudaba a
los enanos a encontrar el camino.
De repente Dori, que ahora otra vez corría a
la cola llevando a Bilbo, fue aferrado por detrás en la oscuridad. Gritó y
cayó; y el hobbit rodó de los hombros de Dori a la negrura, se golpeó la cabeza
contra una piedra, y no recordó nada más.
VI.ACERTIJOS EN LAS TINIEBLAS
EL HOBBIT
Cuando Bilbo abrió los ojos, se preguntó si en
verdad los habría abierto; pues todo estaba tan oscuro como si los tuviese
cerrados. No había nadie cerca, de él. ¡Imaginaos qué terror! No podía ver
nada, ni oír nada, ni sentir nada, excepto la piedra del suelo.
Se incorporó muy lentamente y anduvo a tientas
hasta tropezar con la pared del túnel; pero ni hacia arriba ni hacia abajo pudo
encontrar nada, nada en absoluto, ni rastro de trasgos o enanos. La cabeza le
daba vueltas y ni siquiera podía decir en qué dirección habrían ido los otros
cuando cayó de bruces. Trató de orientarse de algún modo, y se arrastró largo
trecho hasta que de pronto tocó con la mano algo que parecía un anillo pequeño,
frío y metálico, en el suelo del túnel. Este iba a ser un momento decisivo en
la carrera de Bilbo, pero él no lo sabía. Casi sin darse cuenta se metió la
sortija en el bolsillo. Por cierto, no parecía tener ninguna utilidad por
ahora. No avanzó mucho más; se sentó en el suelo helado, abandonándose a un
completo abatimiento. Se imaginaba friendo huevos y panceta en la cocina de su
propia casa—pues alcanzaba a sentir, dentro de él, que era la hora de alguna comida—,
pero esto solo lo hacía más miserable.
No sabía a dónde ir, ni qué había ocurrido, ni
por qué lo habían dejado atrás, o por qué, si lo habían dejado atrás, los
trasgos no lo habían capturado; no sabía ni siquiera por qué tenía la cabeza
tan dolorida. La verdad es que había estado mucho tiempo tendido y quieto,
invisible y olvidado en un rincón muy oscuro.
Al cabo de un rato se palpó las ropas buscando
la pipa. No estaba rota, y eso era algo. Buscó luego la petaca, y había algún
tabaco, lo que ya era algo más, y luego buscó las cerillas y no encontró
ninguna, y esto lo desanimó por completo. Sólo el cielo sabe qué cosa hubiera
podido caer sobre él atraída por el roce de las cerillas y el olor del tabaco.
Pero por ahora se sentía muy abatido. No obstante, rebuscando en los bolsillos
y palpándose de arriba a abajo en busca de cerillas, topó con la empuñadura de
la pequeña espada, la daga que había obtenido de los troles y que casi había
olvidado; por fortuna, tampoco los trasgos la habían descubierto, pues la llevaba
dentro de los calzones.
Entonces la desenvainó. La espada brilló
pálida y débil ante los ojos de Bilbo. "Así que es una hoja de los elfos,
también" pensó, "y los trasgos no están muy cerca, aunque
tampoco bastante lejos."
Pero de alguna manera se sintió reconfortado.
Era bastante bueno llevar una hoja forjada en Gondolin para las guerras de los
trasgos de las que había cantado tantas canciones; y también había notado que
esas armas causaban gran impresión entre los trasgos que tropezaban con ellas
de improviso.
"¿Volver?" pensó. "No
sirve de nada. ¿ir por algún camino lateral? ¡Imposible! ¿Ir hacia adelante?
¡No hay alternativa! ¡Adelante pues!" Y se incorporó y trotó llevando
la espada alzada frente a él, una mano en la pared y el corazón palpitando. Era
evidente que Bilbo se encontraba en lo que puede llamarse un sitio estrecho.
Pero recordad que no era tan estrecho para él
como lo habría sido para vosotros o para mí. Los hobbits no se parecen mucho a
la gente ordinaria, y aunque sus agujeros son unas viviendas muy agradables y
acogedoras, adecuadamente ventiladas, muy distintas de los túneles de los trasgos,
están más acostumbrados que nosotros a andar por galerías, y no pierden
fácilmente el sentido de la orientación bajo tierra, no cuando ya se han
recobrado de un golpe en el cráneo. También pueden moverse muy en silencio y
esconderse con rapidez; se recuperan de un modo maravilloso de caídas y magulladuras,
y tienen un fondo de prudencia y unos dichos juiciosos que la mayoría de los
hombres no ha oído nunca o ha olvidado hace tiempo.
De cualquier modo no me hubiera sentido a
gusto en el sitio donde estaba el señor Bilbo. La galería parecía no tener fin.
Todo lo que él sabía era que seguía bajando, siempre en la misma dirección, a
pesar de un recodo y una o dos vueltas. Había pasadizos que partían de los
lados aquí y allá, como podía saber por el brillo de la espada, o podía sentir
con la mano en la pared. No les prestó atención, pero apresuraba el paso por
temor a los trasgos o a cosas oscuras imaginadas a medias que asomaban en las
bocas de los pasadizos. Adelante y adelante siguió, bajando y bajando; y
todavía no se oía nada, excepto el zumbido ocasional de un murciélago que se le
acercaba, asustándolo en un principio, pero que luego se repitió tanto que él
dejó de preocuparse. No sé cuánto tiempo continuó así, odiando seguir adelante,
no atreviéndose a parar, adelante y adelante, hasta que estuvo más cansado que
cansado. Parecía que el camino continuaría así al día siguiente y más allá,
perdiéndose en los días que vendrían después.
De pronto, sin ningún aviso, se encontró
trotando en un agua fría como hielo. ¡Uf! Esto lo reanimó, rápida y
bruscamente. No sabía si el agua era sólo un estanque en medio del camino, la
orilla de un arroyo que cruzaba el túnel bajo tierra, o el borde de un lago
subterráneo, oscuro y profundo. La espada apenas brillaba. Se detuvo, y
escuchando con atención alcanzó a oír unas gotas que caían desde un techo
invisible en el agua de abajo; pero no parecía haber ningún otro tipo de ruido.
"De modo que es un lago o un pozo, y
no un río subterráneo" pensó. Aun así no se atrevió a meterse en el
agua a oscuras. No sabía nadar, y además pensaba en las criaturas barrosas y
repugnantes, de ojos saltones y ciegos, que culebreaban sin duda en el agua.
Hay extraños seres que viven en pozos y lagos en el corazón de los montes; pero
cuyos antepasados llegaron nadando, sólo el cielo sabe hace cuánto tiempo, y
nunca volvieron a salir, y los ojos les crecían, crecían y crecían mientras
trataban de ver en la oscuridad; y allí hay también criaturas más viscosas que
peces. Aún en los túneles y cuevas que los trasgos habían excavado para sí mismos,
hay otras cosas vivas que ellos desconocen, cosas que han venido arrastrándose
desde fuera para descansar en la oscuridad. Además, los orígenes de algunos de
estos túneles se remontan a épocas anteriores a los trasgos, quienes sólo los
ampliaron y unieron con pasadizos, y los primeros propietarios están todavía
allí, en raros rincones, deslizándose y olfateando todo alrededor.
Aquí abajo junto al agua lóbrega vivía el viejo
Gollum, una pequeña y viscosa criatura. No sé de dónde había venido, ni quién o
qué era. Era Gollum: tan oscuro como la oscuridad, excepto dos grandes ojos
redondos y pálidos en la cara flaca. Tenía un pequeño bote y remaba muy en
silencio por el lago, pues lago era, ancho, profundo y mortalmente frío. Remaba
con los grandes pies colgando sobre la borda, pero nunca agitaba el agua. No
él. Los ojos pálidos e inexpresivos buscaban peces ciegos alrededor, y los
atrapaba con los dedos largos, rápidos como el pensamiento. Le gustaba también
la carne. Los trasgos le parecían buenos, cuando podía echarles mano; pero trataba
de que nunca lo encontraran desprevenido. Los estrangulaba por la espalda si
alguna vez bajaba uno de ellos hasta la orilla del agua, mientras él rondaba en
busca de una presa. Rara vez lo hacían, pues tenían el presentimiento de que algo
desagradable acechaba en las profundidades, debajo de la raíz misma de la
montaña. Cuando excavaban los túneles, tiempo atrás, habían llegado hasta el
lago y descubrieron que no podían ir más lejos. De modo que para ellos el
camino terminaba en esa dirección, y de nada les valía merodear por allí, a
menos que el Gran Trasgo los enviase. A veces tenían la ocurrencia de buscar
peces en el lago, y a veces ni el trasgo ni el pescado volvían.
Gollum vivía en verdad en una isla de roca
barrosa en medio del lago. Observaba a Bilbo desde lejos con los ojos pálidos
como telescopios. Bilbo no podía verlo, mientras Gollum lo miraba, perplejo;
parecía evidente que no era un trasgo.
Gollum se metió en el bote y se alejó de la isla. Bilbo, sentado a orillas del agua, se sentía desconcertado, como si hubiese perdido el camino y el juicio. De pronto asomó Gollum, que cuchicheó y siseó:
—¡Bendícenos y salpícanos, tessoro mío! Me huelo
un banquete selecto; por lo menos nos daría para un sabroso bocado ¡Gollum!—. Y
cuando dijo Gollum hizo con la garganta un ruido horrible como si
engullera. Y así fue como le dieron ese nombre, aunque él siempre se llamaba a
sí mismo "tessoro mío".
El hobbit dio un brinco cuando oyó el siseó, y
de repente vio los ojos pálidos clavados en él.
—¿Quién eres?—preguntó, adelantando la espada.
—¿Qué ess él, tessoro mío?—susurró Gollum (que
siempre se hablaba a sí mismo, porque no tenía a ningún otro con quien hablar).
Eso era lo que quería descubrir, pues en verdad no tenía mucha hambre, sólo
curiosidad; de otro modo hubiese estrangulado primero y susurrado después.
—Soy el señor Bilbo Bolsón. He perdido a los enanos
y al mago y no sé dónde estoy, y tampoco quiero saberlo, si tan solo pudiera
salir.
—¿Qué tiene él en las manoss?—dijo Gollum
mirando la espada, que no le gustaba mucho.
—¡Una espada, una hoja nacida en Gondolin!
—Sss—dijo Gollum, y en un tono más cortés. —Quizá
se siente aquí y charle conmigo un rato, tessoro mío. ¿Le gustan los acertijos?
Quizá sí, ¿no?—Estaba ansioso por parecer amable, al menos por un rato, y hasta
que supiese algo más sobre la espada y el hobbit: si realmente estaba solo, si
era bueno para comer, y si Gollum mismo tenía mucha hambre. Acertijos era todo
en lo que podía pensar. Proponerlos y alguna vez encontrar la solución había
sido el único entretenimiento que había compartido con otras alegres criaturas,
sentadas en sus agujeros, hacía muchos, muchos años, antes de quedarse sin
amigos y de que lo echasen, solo, y se arrastrara descendiendo y descendiendo,
a la oscuridad bajo las montañas.
—Muy bien—dijo Bilbo, muy dispuesto a
mostrarse de acuerdo hasta descubrir algo más acerca de la criatura: si había venido
sola, si estaba furiosa o hambrienta, y si era amiga de los trasgos.
—Tú preguntas primero—dijo, pues no había
tenido tiempo de pensar en un acertijo.
Así que Gollum siseó:
Las
raíces no se ven,
y
es más alta que un árbol,
Arriba
y arriba sube,
y
sin embargo no crece.[16]
—¡Fácil!—dijo Bilbo—. Una montaña, supongo.
—¿Lo adivinó fácilmente? ¡Tendría que competir
con nosotros, tessoro mío! Si tessoro pregunta y él no responde, nos lo comemos,
tessoro mío. Si él pregunta y no contestamos, haremos lo que él quiera, ¿eh?
¡Le enseñamos el camino de la salida, sí!
—De acuerdo—dijo Bilbo, no atreviéndose a
discrepar y con el cerebro casi estallándole mientras pensaba en un acertijo
que pudiese salvarlo de la olla.
Treinta
caballos blancos
en
una sierra colorada.
Primero
mordisquean,
y
luego machacan,
y
luego descansan.[17]
Eso era todo lo que se le ocurría preguntar;
la idea de comer le daba vueltas en la cabeza. Era además un acertijo bastante
viejo, y Gollum conocía la respuesta tan bien como vosotros.
—Chiste viejo, chiste viejo—susurró—. ¡Los
dientes, los dientes, tessoro mío! ¡Pero sólo tenemos seis!—En seguida propuso
una segunda adivinanza.
Canta
sin voz,
vuela
sin alas,
sin
dientes muerde,
sin
boca habla.[18]
—¡Un momento!—gritó Bilbo, incómodo, pensando
aún en cosas que se comían. Por fortuna una vez había oído algo semejante, y recobrando
el ingenio, pensó en la respuesta—. El viento, el viento, naturalmente—dijo, y
quedó tan complacido que inventó en el acto otro acertijo. "Esto
confundirá a esta asquerosa criaturita subterránea", pensó:
Un
ojo en la cara azul
vio
un ojo en la cara verde.
"Ese
ojo es como este ojo",
dijo
el ojo primero,
"pero
en lugares bajos,
y
no en lugares altos".[19]
—Ss, ss, ss—dijo Gollum. Había estado bajo
tierra mucho tiempo, y estaba olvidando esa clase de cosas. Pero cuando Bilbo
ya esperaba que el desdichado no podría responder, Gollum sacó a relucir recuerdos
de tiempos y tiempos y tiempos atrás, cuando vivía con su abuela en un agujero
a orillas de un río—. Ss, ss, ss, tessoro mío—dijo. Quiere decir el sol sobre
las margaritas, eso quiere decir.
Pero estos acertijos sobre las cosas
cotidianas al aire libre lo fatigaban. Le recordaban también los días en que
aún no era una criatura tan solitaria y furtiva y repugnante, y lo sacaban de
quicio. Más aún, le daban hambre, así que esta vez pensó en algo un poco más
desagradable y difícil.
No
puedes verla ni sentirla,
y
ocupa todos los huecos:
no
puedes olerla ni oírla,
está
detrás de los astros,
y
está al pie de las colinas,
llega
primero, y se queda;
mata
risas y acaba vidas.[20]
Para desgracia de Gollum, Bilbo había oído
algo parecido antes, y de cualquier modo la respuesta fue rotunda.
—¡La oscuridad!—dijo, sin ni siquiera rascarse
la cabeza o ponerse la gorra de pensar.
Caja
sin llave,
tapa
o bisagras,
pero
dentro un tesoro
dorado
guarda.[21]
Bilbo preguntó para ganar tiempo, hasta que
pudiese pensar algo más difícil. Creyó que era un acertijo asombrosamente viejo
y fácil, aunque no con estas mismas palabras, pero resultó ser un horrible
problema para Gollum. Siseaba entre dientes, sin encontrar la respuesta,
murmurando y farfullando.
Al cabo de un rato Bilbo empezó a
impacientarse. —Bueno, ¿qué es?—preguntó. La respuesta no es una marmita
hirviendo, como pareces creer, por el ruido que haces.
—Una oportunidad, que nos dé una oportunidad, tessoro
mío... ss... ss...
—¡Bien!—dijo Bilbo tras esperar largo rato—¿Qué
hay de tu respuesta?
Pero de súbito Gollum se vio robando en los
nidos, hacía mucho tiempo, y sentado en el barranco del río enseñando a su abuela,
enseñando a su abuela a sorber... —¡Huevoss!—siseó—¡Huevoss,
eso es!—y en seguida preguntó:
Todos
viven sin aliento;
y
fríos como los muertos,
nunca
con sed, siempre bebiendo,
todos
en malla, siempre en silencio.[22]
El propio Gollum se dijo que la adivinanza era
asombrosamente fácil, pues él pensaba día y noche en la respuesta. Pero por el
momento no se le ocurrió nada mejor, tan aturdido estaba aún por la cuestión del
huevo. De cualquier modo fue todo un problema para Bilbo, quien nunca había tenido
nada que ver con el agua si podía evitarlo. Imagino que ya sabéis la respuesta,
no lo dudo, o que podéis adivinarla en un abrir y cerrar de ojos, ya que estáis
cómodamente sentados en casa, y el peligro de ser comidos no turba vuestros
pensamientos. Bilbo se sentó y carraspeó una o dos veces, pero la respuesta no
llegó.
Al cabo Gollum se puso a sisear entre dientes,
complacido. —¿Es agradable, tessoro mío? ¿Es jugoso? ¿Cruje de rechupete?—Espió
a Bilbo en la oscuridad.
—Un momento—dijo Bilbo temblando de miedo—Yo
te he dado una buena oportunidad hace poco.
—¡Tiene que darse prisa, darse prisa!—dijo
Gollum, comenzando a pasar del bote a la orilla para acercarse a Bilbo. Pero
cuando puso en el agua las patas grandes y membranosas, un pez saltó espantado
y cayó sobre los pies de Bilbo.
—¡Uf!—dijo—¡que frío y pegajoso!—y así acertó—.
¡Un pez, un pez!—gritó—. ¡Es un pez!
Gollum quedó horriblemente desilusionado; pero
Bilbo preguntó otro acertijo tan rápido como pudo, y Gollum tuvo que volver al
bote y pensar.
Sin-piernas
se apoya en una pierna;
Dos-piernas
se sienta cerca sobre tres piernas,
y
cuatro-piernas consiguió algo.[23]
No era realmente el momento apropiado para
este acertijo pero Bilbo estaba en un apuro. A Gollum le habría costado
bastante acertar si Bilbo lo hubiera preguntado en otra ocasión. Tal como
ocurrió, hablando de peces, "sin piernas" no parecía muy
difícil, y el resto fue obvio. "Un pez sobre una mesa pequeña, un
hombre a la mesa en un taburete, y el gato qué consigue las espinas."
Esa era la respuesta por supuesto, y Gollum la encontró pronto. Entonces pensó
que ya era momento de preguntar algo horrible y difícil. Esto fue lo que dijo:
Devora
todas las cosas:
aves,
bestias, plantas y. flores;
roe
el hierro, muerde el acero,
y
pulveriza la peña compacta;
mata
reyes, arruina ciudades
y
derriba las altas montañas.[24]
El pobre Bilbo sentado en la oscuridad pensó
en todos los horribles nombres de gigantes y ogros que alguna vez había oído en
los cuentos, pero ninguno hacía todas esas cosas. Tenía el presentimiento de
que la respuesta era muy diferente y que la sabía de algún modo, pero no era
capaz de ponerse a pensar. Empezó a sentir miedo, y esto es malo para pensar.
Gollum salió entonces del bote. Saltó al agua y avanzó hacia la orilla. Bilbo
alcanzaba a ver los ojos que se acercaban. La lengua parecía habérsele pegado
al paladar; quería gritar: ¡Dame tiempo! Pero todo lo que salió en un
súbito chillido fue:
—¡Tiempo! ¡Tiempo!
Bilbo se salvó por pura suerte. Pues naturalmente
ésta era la respuesta.
Gollum quedó otra vez desilusionado; ahora estaba
enojándose y cansándose del juego. Le había dado mucha hambre en verdad, y no
volvió al bote. Se sentó en la oscuridad junto a Bilbo. Esto incomodó todavía
más al hobbit y le nubló el ingenio.
—Ahora él tiene que hacernos una pregunta, tessoro
mío, si, ssí, ssí. Una pregunta máss para acertar, sí, ssí—dijo Gollum.
Pero Bilbo no podía pensar en ningún acertijo con
aquella cosa asquerosamente fría y húmeda al lado, sobándolo y empujándolo. Se
rascaba, se pellizcaba; y seguía sin poder pensar.
—¡Pregúntenos! ¡Pregúntenos!—decía Gollum.
Bilbo se pellizcaba y se palmoteaba; aferró la
espada con una mano y tanteó el bolsillo con la otra. Allí encontró el anillo
que había recogido en el túnel, y que había olvidado.
—¿Qué tengo en el bolsillo?—dijo, en voz alta.
Hablaba consigo mismo, pero Gollum creyó que era un acertijo y se sintió
terriblemente desconcertado.
—¡No vale! ¡No vale!—siseó—. ¿No es cierto que
no vale, tessoro mío, preguntarnos qué tiene en los asquerosos bolsillitos?
Bilbo, viendo lo que había pasado y no
teniendo nada mejor que decir, repitió la pregunta en voz más alta: —¿Qué hay
en mis bolsillos?
—Sss—siseó Gollum—Tiene que darnos tres oportunidades,
tessoro mío, tress oportunidadess.
—¡De acuerdo! ¡Adivina!—dijo Bilbo.
—¡Las manoss!—dijo Gollum.
—Falso—dijo Bilbo, quien por fortuna había
retirado la mano otra vez—. ¡Prueba de nuevo!
—Sss—dijo Gollum más desconcertado que nunca.
Pensó en todas las cosas que él llevaba en los bolsillos; espinas de pescado,
dientes de trasgos, conchas mojadas, un trozo de ala de murciélago, una piedra
aguzada para afilarse los colmillos, y otras cosas repugnantes. Intentó pensar
en lo que otra gente podía llevar en los bolsillos.
—¡Un cuchillo!—dijo al fin.
—¡Falso!—dijo Bilbo, que había perdido el suyo
hacía tiempo—. ¡Última oportunidad!
Ahora Gollum se sentía mucho peor que cuando
Bilbo le había planteado el acertijo del huevo. Siseó, farfulló y se balanceó
adelante y atrás, golpeteando el suelo con los pies, y se meneó y retorció; sin
embargo no se decidía, no quería echar a perder esa última oportunidad.
—¡Vamos!—dijo Bilbo—. ¡Estoy esperando!—Trató
de parecer valiente y jovial, pero no estaba muy seguro de cómo terminaría el
juego, ya Gollum acertase o no.
—¡Se acabó el tiempo!—dijo.
—¡Una cuerda o nada!—chilló Gollum, quien no respetaba
del todo las reglas, respondiendo dos cosas a la vez.
—¡Las dos mal!—gritó Bilbo, mucho más aliviado;
e incorporándose de un salto, se apoyó de espaldas en la pared más próxima y
desenvainó la pequeña espada. Naturalmente, sabía que el torneo de las
adivinanzas era sagrado y de una antigüedad inmensa, y que aún las criaturas
malvadas temían hacer trampas mientras jugaban. Pero sentía también que no
podía confiar en que aquella criatura viscosa mantuviera una promesa. Cualquier
excusa le parecería apropiada para eludirla. Y al fin y al cabo la última pregunta
no había sido un acertijo genuino de acuerdo con las leyes ancestrales. Pero
sin embargo Gollum no lo atacó en seguida. Miraba la espada que Bilbo tenía en
la mano. Se quedó sentado, susurrando y estremeciéndose. Al fin, Bilbo no pudo
esperar más.
—Y bien—dijo—, ¿qué hay de tu promesa? Me quiero
ir; tienes que enseñarme el camino.
—¿Dijimos eso, tessoro? Mostrarle la salida al
pequeño y asqueroso Bolsón, sí, sí. Pero, ¿qué tiene él en los bolsilloss? ¡Ni
cuerda, tessoro, ni nada! ¡Oh, no! ¡Gollum!
—No te importa—dijo Bilbo—, una promesa es una
promesa.
—Vaya, ¡qué prisa! ¡Impaciente, tessoro!—siseó
Gollum—, pero tiene que esperar, sí. No podemos subir por los pasadizos tan de
prisa; primero tenemos que recoger algunas cosas antes, sí, cosas que nos
ayuden.
—¡Bien, apresúrate!—dijo Bilbo, aliviado al
pensar que Gollum se marchaba.
Creía que sólo se estaba excusando, y que no
pensaba volver. ¿De qué hablaba Gollum? ¿Qué cosa útil podía guardar en el lago
oscuro? Pero se equivocaba. Gollum pensaba volver. Estaba enfadado ahora y hambriento.
Y era una miserable y malvada criatura y ya tenía un plan. No muy lejos estaba
su isla, de la que Bilbo nada sabía; y allí, en un escondrijo, guardaba algunas
sobras miserables y una cosa muy hermosa, muy maravillosa.
Tenía un anillo, un anillo de oro, un anillo
precioso.
—¡Mi regalo de cumpleaños!—murmuraba, como
había hecho a menudo en los oscuros días interminables—. Eso es lo que ahora
queremoss, sí, ¡lo queremoss!
Lo quería porque era un anillo de poder, y si os
lo poníais en el dedo, erais invisibles. Sólo a la plena luz del sol podrían
veros, y sólo por la sombra, temblorosa y tenue.
—¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Llegó a mí el día
de mi cumpleaños, tessoro mío!—Así monologaba Gollum. Pero nadie sabe cómo
Gollum había conseguido aquel regalo, hacía siglos, en los viejos días, cuando
tales anillos abundaban en el mundo. Quizá ni el propio Amo que los gobernaba a
todos podía decirlo. Al principio Gollum solía llevarlo puesto hasta que le
cansó, y desde entonces lo guardó en una bolsa pegada al cuerpo, hasta que le
lastimó la piel, y desde entonces lo tuvo escondido en una roca de la isla, y
siempre volvía a mirarlo. Y aún a veces se lo ponía, cuando no aguantaba estar
lejos de él ni un momento más, o cuando estaba muy, muy hambriento, y harto de
pescado. Entonces se arrastraba por pasadizos oscuros, en busca de trasgos
extraviados. Se aventuraba incluso en sitios donde había antorchas encendidas
que lo hacían parpadear y le irritaban los ojos. Estaba seguro, oh, sí, muy
seguro. Nadie lo veía, nadie notaba que estaba allí hasta que les apretaba la
garganta con las manos. Lo había llevado puesto, hacía sólo unas pocas horas y
había capturado un pequeño trasgo. ¡Cómo había chillado! Aún le quedaban uno o
dos huesos por roer, pero deseaba algo más tierno.
—Muy seguro, sí—se decía—. No nos verá, ¿verdad,
tessoro mío? No, y la asquerosa espadita será inútil, ¡sí, bastante inútil!
Eso es lo que escondía en su pequeña mollera
malvada mientras se apartaba bruscamente de Bilbo y chapoteaba hacia el bote,
perdiéndose en la oscuridad. Bilbo creyó que nunca lo volvería a oír; aun así,
esperó un rato, pues no tenía idea de cómo encontrar solo el camino de salida.
De pronto, oyó un chillido. Un escalofrío le
bajó por la espalda. Gollum maldecía y se lamentaba en las tinieblas, no muy
lejos. Estaba en su isla, revolviendo aquí y allá, buscando y rebuscando en
vano.
—¿Dónde está? ¿Dónde está?—sollozaba—. Sse ha
perdido, precioso mío, ¡perdido, perdido! ¡Maldíganos y aplástenos, mi
precioso, se ha perdido!
—¿Qué pasa?—preguntó Bilbo—. ¿Qué has perdido?
—No tiene que preguntarnos, no es asunto ssuyo,
¡no, Gollum!—chilló Gollum—.
Perdido, perdido, Gollum, Gollum, Gollum.
—Bueno, yo también me he perdido y quiero saber
dónde estoy. Gané la pugna y tú hiciste una promesa. Así que ¡adelante! ¡Ven y condúceme
fuera, y luego, sigue buscando!—Aunque Gollum parecía inconsolable, Bilbo no lo
compadecía demasiado, tenía la impresión de que una cosa que Gollum quería
tanto no podía ser nada bueno.
—¡Vamos!—gritó.
—¡No, aún no, precioso!—respondió Gollum—.
Tenemos que buscarlo pues se ha perdido. ¡Gollum!
—Pero no acertaste mi última pregunta e
hiciste una promesa—dijo Bilbo.
—¡Nunca lo imaginé!—dijo Gollum. De repente un
agudo siseo brotó de la oscuridad—. ¿Qué tiene en los bolsilloss? Que nos lo
diga. Primero tiene que decirlo.
Hasta donde Bilbo sabía, no había ninguna
razón particular para no decírselo. Más rápida que la suya, la mente de Gollum
había cazado en el aire un presentimiento; pues durante siglos había estado
preocupada por esa sola cosa, temiendo siempre que se la quitaran. Pero la
demora impacientaba a Bilbo. Al fin y al cabo, había ganado el juego, con
bastante limpieza, y corriendo un riesgo terrible.
—Las preguntas eran para acertar, no para
decirlas—dijo.
—Pero no fue juego limpio—dijo Gollum—. No era
un acertijo, precioso, no.
—¡Oh, bien!, si se trata de preguntas corrientes
yo he hecho una antes—respondió Bilbo—. ¿Qué has perdido, quieres decirme?
—¿Qué tiene en los bolsilloss?—El sonido llegó
siseando más agudo y fuerte, y como Gollum estaba mirándolo, Bilbo vio alarmado
dos pequeños puntos de luz que lo observaban. A medida que la sospecha crecía
en la mente de Gollum, la luz le ardía en los ojos con una llama descolorida.
—¿Qué has perdido?—insistió Bilbo.
Pero la luz en los ojos de Gollum era ahora un
fuego verde y se acercaba con rapidez. Gollum estaba de nuevo en el bote,
remando como desesperado de vuelta a la orilla; y tal era la rabia por la
pérdida y la sospecha que tenía en el corazón, que ya no le atemorizaba ninguna
espada.
Bilbo no podía adivinar qué había maquinado la
malvada criatura, pero vio que todo estaba descubierto, y que Gollum pretendía
terminar con él, sea como fuere. Justo a tiempo se volvió y corrió a ciegas,
subiendo el pasadizo que había bajado antes, manteniéndose pegado a la pared y
tocándola con la mano izquierda.
—¿Qué tiene en los bolsilloss?—Bilbo oyó el
siseo fuerte detrás de él, y el chapoteo cuando Gollum saltó del bote. "Qué
tengo yo, me pregunto" se dijo, mientras avanzaba jadeando y
tropezando. Se metió la mano izquierda en el bolsillo. El anillo estaba muy
frío cuando se le deslizó de pronto en el dedo índice, con el que tanteaba
buscando.
El siseo estaba detrás, muy cerca. Bilbo se
volvió y vio los ojos de Gollum como pequeñas lámparas verdes que subían la
pendiente. Aterrorizado, intentó correr más rápido y cayó cuan largo era, con
la pequeña espada debajo del cuerpo.
En un momento Gollum estuvo sobre él. Pero
antes que Bilbo pudiese hacer algo, recuperar el aliento, levantarse o esgrimir
la espada, Gollum pasó de largo sin prestarle atención, maldiciendo y
murmurando mientras corría.
¿Qué podía significar esto? Gollum veía en la
oscuridad. Bilbo alcanzaba a distinguir la luz pálida de los ojos, aún desde
atrás. Se levantó, dolorido, envainó la espada, que ahora brillaba débilmente
otra vez, y con mucha cautela siguió andando. Parecía que no se podía hacer
otra cosa. No convenía volver arrastrándose a las aguas de Gollum. Quizá si lo
seguía, Gollum lo conduciría sin querer hasta alguna vía de escape.
—¡Maldito sea! ¡Maldito sea! ¡Maldito sea!—siseaba
Gollum—. ¡Maldito Bolsón! ¡Se ha ido! ¿Qué tiene en los bolsillos? ¡Oh, lo
suponemos, lo adivinamos! Precioso mío. Lo ha encontrado, sí, tiene que
tenerlo. Mi regalo de cumpleaños.
Bilbo aguzó el oído. Por fin estaba empezando
a adivinar. Apresuró el paso, acercándose a Gollum por detrás hasta donde se
atrevió. Gollum corría aún deprisa, sin mirar atrás, pero volviendo la cabeza a
los lados, como Bilbo podía ver por el pálido reflejo de luz en las paredes.
—¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Maldito! ¿Cómo lo
perdimos, precioso mío? Sí, eso es. ¡Maldito! Cuando vinimos por aquí la última
vez, cuando estrujamos a aquel asqueroso jovencito chillón. Eso es. ¡Maldito
sea! Se nos cayó, ¡después de tantos siglos y siglos! No está. ¡Gollum!
De pronto Gollum se sentó y se puso a
sollozar, con un ruido silbante y gorgoteante, horrible al oído. Bilbo se
detuvo, pegándose a la pared de la galería. Pasado un rato, Gollum dejó de
lloriquear y comenzó a hablar. Parecía tener una discusión consigo mismo.
—No vale la pena volver a buscarlo, no. No
recordamos todos los lugares que hemos visitado. Y no serviría de nada. El
Bolsón lo tiene en sus bolsilloss; el asqueroso fisgón lo ha encontrado, lo
decimos nosotros.
"Lo suponemos, precioso, sólo lo
suponemos. No podemos estar seguros hasta encontrar a la asquerossa criatura y
estrujarla. Pero no conoce las virtudes que tiene, ¿verdad? Sólo lo guarda en
los bolsillos. No lo sabe y no puede ir muy lejos. Se ha perdido el puerco
fissgón. No conoce la salida. Eso fue lo que dijo.
"Así dijo, sí, pero es un tramposo. ¡No
dice lo que piensa! No dirá lo que tiene en los bolsillos. Lo sabe. Conoce el
camino de entrada; tiene que conocer el de salida, sí. Está más allá de la
puerta trasera. Hacia la puerta trasera, eso es.
"Los trasgos lo capturarán entonces. No
puede salir por ahí, precioso.
"Sss, sss, ¡Gollum!¡Trasgoss! Sí, pero si
tiene el regalo, nuestro regalo de cumpleaños, entonces los trasgos lo tomarán.
¡Gollum! Descubrirán, descubrirán sus propiedades. ¡Nunca más estaremos
seguros, Gollum! Uno de los trassgos se lo pondrá y no lo verá nadie. Estará
allí, pero nadie podrá verlo. Ni siquiera nuestros más agudos ojoss, y se
acercará escurriéndose y engañando y nos capturará, ¡Gollum! ¡Gollum!
"¡Dejemos la charla, precioso, y vayamos
de prisa! Si el Bolsón se ha ido por ahí, tenemos que apresurarnos y verlo.
¡Vamos! No puede estar muy lejos. ¡De prisa!
Gollum se levantó de un brinco y se alejó
bamboleándose, a grandes zancadas. Bilbo corrió tras él, todavía cauteloso, aunque
ahora lo que más temía era tropezar de nuevo y caer haciendo ruido. Tenía en la
cabeza un torbellino de asombro y esperanza. Parecía que el anillo que llevaba
era un anillo mágico: ¡te hacía invisible! Había oído de tales cosas, por
supuesto, en antiguos relatos; pero le costaba creer que en realidad él, por
accidente, había encontrado uno. Sin embargo, así era: Gollum había pasado de
largo sólo a una yarda [1 metro].
Siguieron adelante, Gollum avanzando a los
trompicones, siseando y maldiciendo; Bilbo detrás, tan silenciosamente como
puede marchar un hobbit. Pronto llegaron a unos lugares donde, como había
notado Bilbo al bajar, se abrían pasadizos a los lados, uno acá, otro allá.
Gollum comenzó en seguida a contarlos.
—Uno a la izquierda, sí. Uno a la derecha, sí.
Dos a la derecha, sí, sí; dos a la izquierda, eso es. —Y así una vez y otra.
A medida que la cuenta, crecía, aflojó el paso
sollozando y temblando. Pues cada vez se alejaba más del agua, y tenía miedo.
Los trasgos acechaban quizá, y él había perdido el anillo. Por fin se detuvo
ante una abertura baja, a la izquierda.
—Siete a la derecha, sí. Seis a la izquierda,
¡bien!—susurró—. Este es. Este es el camino de la puerta trasera. ¡Aquí está el
pasadizo!
Miró hacia adentro y se retiró, vacilando.
—Pero no nos atreveremos a entrar, precioso,
no nos atreveremos. Hay trasgos allá abajo. Montones de trasgoss. Los olemos.
¡Sss!
"¿Qué podemos hacer? ¡Malditos y
aplastados sean! Tenemos que esperar aquí, precioso, esperar un momento y
observar.
Y así se detuvieron. Al fin y al cabo, Gollum
había traído a Bilbo hasta la salida, ¡pero Bilbo no podía cruzarla! Allí
estaba Gollum, acurrucado justamente en la abertura, y los ojos le brillaban
fríos mientras movía la cabeza a un lado y a otro entre las rodillas. Bilbo se
arrastró, apartándose de la pared, más callado que un ratón; pero Gollum se
enderezó en seguida y venteó en torno y los ojos se le pusieron verdes. Siseó,
en un tono bajo, aunque amenazador. No podía ver al hobbit, pero ahora estaba
atento, y tenía otros sentidos que la oscuridad había aguzado: olfato y oído.
Parecía que se había agachado, con las palmas
de las manos extendidas sobre el suelo, la cabeza estirada hacia adelante y la
nariz casi tocando la piedra. Aunque era sólo una sombra negra en el brillo de
sus propios ojos, Bilbo alcanzaba a verlo o sentirlo: tenso como la cuerda de
un arco, dispuesto a saltar. Bilbo casi dejó de respirar y también se quedó
quieto. Estaba desesperado. Tenía que escapar, salir de aquella horrible oscuridad
mientras le quedara alguna fuerza.
Tenía que luchar. Tenía que apuñalar a la
asquerosa criatura, sacarle los ojos, matarla. Quería matarlo a él. No, no
sería una lucha limpia. Él era invisible ahora.
Gollum no tenía espada. No había amenazado
matarlo, o no lo había intentado aún. Y era un ser miserable, solitario, perdido.
Una súbita comprensión, una piedad mezclada con horror asomó en el corazón de
Bilbo: un destello de interminables días iguales, sin luz ni esperanza de algo
mejor, dura piedra, frío pescado, pasos furtivos, y susurros. Todos estos
pensamientos se le cruzaron como un relámpago. Se estremeció. Y entonces, de
pronto, en otro relámpago, como animado por una energía y una resolución
nuevas, saltó hacia adelante.
No un gran salto para un hombre, pero un salto
a ciegas. Saltó directamente sobre la cabeza de Gollum, a una distancia de
siete pies [2 metros] y tres [1 metro] de altura; por cierto, y
no lo sabía, apenas evitó que se le destrozara el cráneo contra el arco del
túnel.
Gollum se lanzó hacia atrás e intentó atrapar
al hobbit cuando volaba sobre él, pero demasiado tarde: las manos golpearon el
aire tenue, y Bilbo, cayendo limpiamente sobre los pies vigorosos, se precipitó
a bajar por el nuevo pasadizo. No se volvió a mirar qué hacía Gollum. Al
principio oyó siseos y maldiciones detrás de él, muy cerca; luego cesaron. Casi
en seguida sonó un aullido que helaba la sangre, un grito de odio y
desesperación. Gollum estaba derrotado. No se atrevía a ir más lejos, había
perdido: había perdido su presa, y había perdido también la única cosa que
había cuidado alguna vez, su precioso. El aullido dejó a Bilbo con el corazón
en la boca. Ya débil como un eco, pero amenazadora, la voz venía desde atrás.
—¡Ladrón, ladrón, ladrón! ¡Bolsón! ¡Lo odiamos,
lo odiamos, lo odiamos para siempre!
No se oyó nada más. Pero el silencio también
le parecía amenazador a Bilbo. "Si los trasgos están tan cerca que él
puede olerlos" pensó, "tienen que haber oído las maldiciones y
chillidos. Cuidado ahora, o esto te llevará a cosas peores."
El pasadizo era bajo y de paredes toscas. No
parecía muy difícil para el hobbit, excepto cuando, a pesar de andar con mucho
cuidado, tropezaba de nuevo, y así muchas veces, golpeándose los dedos de los
pies contra las piedras del suelo, molestas y afiladas. "Un poco bajo
para los trasgos, al menos para los grandes”, pensaba Bilbo, no sabiendo
que aún los más grandes, los orcos de las montañas, avanzan encorvados a gran
velocidad, con las manos casi en el suelo.
Pronto el pasadizo, que había estado bajando,
comenzó a subir otra vez, y de pronto ascendió abruptamente. Bilbo tuvo que
aflojar la marcha, pero por fin la cuesta acabó; luego de un recodo, el
pasadizo descendió de nuevo, y allá, al pie de una corta pendiente, vio que del
costado de otro recodo venía un reflejo de luz. No una luz roja, como de
linterna o de fuego, sino una luz pálida de aire libre. Bilbo echó a correr. Corriendo
tanto como le aguantaban las piernas, dobló el último recodo y se encontró en
medio de un espacio abierto, donde la luz, luego de todo aquel tiempo a
oscuras, parecía deslumbrante. En verdad, era sólo la luz del sol que se filtraba
por el hueco de una puerta grande, una puerta de piedra, que habían dejado
entornada.
Bilbo parpadeó, y de pronto vio a los trasgos;
trasgos armados de pies a cabeza, con las espadas desenvainadas, sentados a la
vera de la puerta y observándolo con los ojos abiertos, observando el pasadizo
por donde había aparecido. Estaban preparados, atentos, dispuestos a cualquier cosa.
Lo vieron antes que él pudiese verlos. Sí, lo vieron. Fuese un accidente o el último
truco del anillo antes de tomar nuevo amo, no lo tenía en el dedo. Con aullidos
de entusiasmo, los trasgos se abalanzaron sobre él.
Una punzada de miedo y pérdida, como un eco de
la miseria de Gollum, hirió a Bilbo, y olvidando desenvainar la espada, metió
las manos en los bolsillos. Y allí en el bolsillo izquierdo estaba el anillo, y
él mismo se le deslizó en el dedo índice.
Los trasgos se detuvieron bruscamente. No
podían ver nada del hobbit. Había desaparecido. Había desaparecido.
Chillaron dos veces, tan alto como antes, pero no con tanto entusiasmo.
—¿Dónde está?—gritaron.
—¡Se volvió pasadizo arriba!—dijeron algunos.
—¡Fue por aquí!—aullaron unos—. ¡Fue por allá!—aullaron
otros.
—¡Cuidad la puerta!—ordenó el capitán. Sonaron
silbatos, las armaduras se entrechocaron, las espadas golpetearon, los trasgos
maldijeron y juraron, corriendo acá y acullá, cayendo unos sobre otros y
enojándose mucho. Hubo un terrible clamoreo, una conmoción y un alboroto. Bilbo
estaba de veras aterrorizado, pero tenía aún bastante juicio para entender qué
había ocurrido, y para esconderse detrás de un barril que guardaba la bebida de
los trasgos centinelas, y salir así del apuro y evitar que lo golpearan y patearan
hasta darle muerte, o que lo capturasen por el tacto.
—¡He de alcanzar la puerta, he de alcanzar la
puerta!—seguía diciéndose, pero pasó largo rato antes de que se atreviera a
intentarlo. Lo que siguió entonces fue horrible, como si jugaran a una especie
de gallina ciega. El lugar estaba abarrotado de trasgos que corrían de un lado
a otro, y el pobrecito hobbit se escurrió aquí y allá, fue derribado por un
trasgo que no pudo entender con qué había tropezado, escapó a gatas, se deslizó
entre las piernas del capitán, se puso de pie, y corrió hacia la puerta.
La puerta estaba abierta, pero un trasgo la
había entornado todavía más. Bilbo empujó, y no consiguió moverla. Trató de
escurrirse por la abertura y quedó atrapado. ¡Era horrible! Los botones se le
habían encajado entre el canto y la jamba de la puerta. Allí fuera alcanzaba a
ver el aire libre: había unos pocos escalones que descendían a un valle
estrecho con montañas altas alrededor: el sol apareció detrás de una nube y resplandeció
más allá de la puerta; pero él no podía cruzarla.
De pronto, uno de los trasgos que estaban
dentro gritó: —¡Hay una sombra al lado de la puerta! ¡Algo está ahí fuera!
A Bilbo el corazón se le subió a la boca. Se
retorció, aterrorizado. Los botones saltaron en todas direcciones. Atravesó la
puerta, con la chaqueta y el chaleco rasgados, y brincó escalones abajo como
una cabra, mientras los trasgos desconcertados recogían aún los preciosos
botones de latón, caídos en el umbral.
Por supuesto, en seguida bajaron tras él,
persiguiéndolo, gritando y ululando por entre los árboles. Pero el sol no les
gusta: les afloja las piernas, y la cabeza les da vueltas. No consiguieron encontrar
a Bilbo, que llevaba el anillo puesto, y se escabullía entre las sombras de los
árboles, corriendo rápido y en silencio y manteniéndose apartado del sol;
pronto volvieron gruñendo y maldiciendo a guardar la puerta. Bilbo había
escapado.
VII.DE LA SARTÉN AL FUEGO
EL HOBBIT
Bilbo había escapado de los trasgos, pero no
sabía dónde estaba. Había perdido el capuchón, la capa, la comida, el poni, sus
botones y sus amigos. Siguió adelante, hasta que el sol empezó a hundirse en el
poniente, detrás de las montañas. Las sombras cruzaban el sendero, y Bilbo miró
hacia atrás, luego miró hacia adelante, y no pudo ver más que crestas y
vertientes que descendían hacia las tierras bajas, y llanuras que asomaban de
vez en cuando entre los árboles.
—¡Cielos!—exclamó—. ¡Parece que estoy justo al
otro lado de las montañas Nubladas, al borde de las Tierras de Más Allá! ¿Dónde
y adónde habrán tenido que ir los enanos y Gandalf? ¡Sólo espero que por
ventura no estén todavía allá atrás en poder de los trasgos!
Continuó caminando, fuera del pequeño y
elevado valle, por el borde, y bajando luego las pendientes; mas en todo este
tiempo un pensamiento muy incómodo iba creciendo dentro de él. Se preguntaba si
no estaba obligado, ahora que tenía el anillo mágico, a regresar a los
horribles, horribles túneles y buscar a sus amigos, Acababa de decidir que no
podía escapar a ese deber, que tenía que volver atrás—y esto hacía que se
sintiera muy desdichado—cuando oyó voces.
Se detuvo y escuchó. No parecían trasgos; de
modo que se arrastró con mucho cuidado hacia adelante. Estaba en un sendero
pedregoso que serpenteaba hacia abajo, con una pared rocosa a la izquierda; al
otro lado el terreno descendía en pendiente, y bajo el nivel del sendero había
unas cañadas donde crecían matorrales y arbustos. En una de estas cañadas, bajo
los arbustos, había gente hablando.
Se arrastró todavía más cerca, y de súbito
vio, asomado entre dos grandes peñascos, una cabeza con capuchón rojo: era
Balin que oteaba alrededor. Bilbo tenía ganas de palmotear y gritar de alegría,
pero no lo hizo. Todavía llevaba puesto el anillo, por miedo de encontrar algo
inesperado y desagradable, y vio que Balin estaba mirando directamente hacia él
sin verlo.
"Les daré a todos una sorpresa",
pensó mientras se metía a gatas entre los arbustos del borde de la cañada.
Gandalf estaba deliberando con los enanos. Hablaban de todo lo que había
ocurrido en los túneles, preguntándose y discutiendo qué irían a hacer ahora.
Los enanos refunfuñaban, y Gandalf decía que de ninguna manera podían continuar
el viaje dejando al señor Bolsón en manos de los trasgos, sin tratar de saber
si estaba vivo o muerto, y sin tratar de rescatarlo.
—Al fin y al cabo es mi amigo—dijo Gandalf—, y
una buena persona. Me siento responsable. Ojalá no lo hubieseis perdido.
Los enanos querían saber ante todo por qué
razones lo habían traído con ellos, por qué no había podido mantenerse cerca y
venir también, y por qué el mago no había elegido a alguien más sensato. —Hasta
ahora ha sido una carga de poco provecho—dijo uno—. Si tenemos que regresar a
esos túneles abominables a, buscarlo, entonces maldito sea, digo yo.
Gandalf contestó enfadado: —Lo traje, y no traigo
cosas que no sean de provecho. O me ayudáis a buscarlo, o me voy y os dejo aquí
para que salgáis de este embrollo como mejor podáis. Si al menos lo
encontráramos, me lo agradeceríais antes de que haya pasado todo. ¿Por qué
tuviste que dejarlo caer, Dori?
—¡Tú mismo lo hubieses dejado caer—dijo Dori—,
si de pronto un trasgo te hubiese aferrado las piernas por detrás en la
oscuridad, te hiciese tropezar, y te patease la espalda!
—En ese caso, ¿por qué no lo recogiste de
nuevo?
—¡Cielos! ¡Y aún me lo preguntas! ¡Los trasgos
luchando y mordiendo en la oscuridad, todos cayendo sobre otros cuerpos y
golpeándose! Tú casi me tronchas la cabeza con Glamdring, y Thorin daba tajos a
diestra y siniestra con Orcrist. De pronto echaste una de esas luces que
enceguecen y vimos que los trasgos retrocedían aullando. Gritaste: '¡Seguidme
todos!' y todos tenían que haberte seguido. Creímos que todos lo hacían. No
hubo tiempo para contar, como tú sabes muy bien, hasta que nos abrimos paso
entre los centinelas, salimos por la puerta más baja, y descendimos hasta aquí
atropellándonos. Y aquí estamos, sin el saqueador, ¡que el cielo lo confunda!
—¡Y aquí está el saqueador!—dijo Bilbo
adelantándose y metiéndose entre ellos, y quitándose el anillo.
¡Señor, cómo saltaron! Luego hubo gritos de
sorpresa y alegría. Gandalf estaba tan atónito como cualquiera de ellos, pero
quizá más complacido que los demás. Llamó a Balin y le preguntó qué pensaba de
un centinela que permitía que la gente llegara así sin previo aviso. Por supuesto,
la reputación de Bilbo creció mucho entre los enanos a partir de ese momento.
Si, a pesar de las palabras de Gandalf, dudaban aún de que era un saqueador de
primera clase, no lo dudaron más. Balin era el más desconcertado; pero todos
decían que había sido un trabajo muy bien hecho.
Bilbo estaba en verdad tan complacido con
estos elogios, que se rio entre dientes, pero nada dijo acerca del anillo; y
cuando le preguntaron cómo se las había arreglado, comentó: —Oh, simplemente me
deslicé, ya sabéis... con mucho cuidado y en silencio.
—Bien, ni siquiera un ratón se ha deslizado
nunca con cuidado y en silencio bajo mis mismísimas narices sin que yo lo descubriera—dijo
Balin—, y me saco el sombrero ante ti. —Cosa que hizo.
—Balin a vuestro servicio—dijo.
—Vuestro servidor, el señor Bolsón—dijo Bilbo.
Luego quisieron conocer las aventuras de Bilbo
desde el momento en que lo habían perdido, y él se sentó y les contó todo,
excepto lo que se refería al hallazgo del anillo ("no por ahora"
pensó). Se interesaron en particular en la pugna de las adivinanzas y se
estremecieron como correspondía cuando les describió el aspecto de Gollum.
—Y luego no se me ocurría ninguna otra
pregunta con él sentado junto a mí—concluyó Bilbo—, de modo que dije: '¿Qué
hay en mi bolsillo?' Y no pudo adivinarlo por tres veces. De modo que dije:
'¿Qué hay de tu promesa? ¡Enséñame el camino de salida!' Pero él saltó
sobre mí para matarme, y yo corrí, caí, y me perdí en la oscuridad. Luego lo
seguí, pues oí que se hablaba a sí mismo. Pensaba que yo conocía realmente el
camino de salida, y estaba yendo hacia él. Al fin se sentó en la entrada y yo
no podía pasar. De modo que salté sobre él y escapé corriendo hacia la puerta.
—¿Qué pasó con los centinelas?—preguntaron los
enanos—. ¿No había ninguno?
—¡Oh, sí! Muchísimos, pero los esquivé. Me
quedé trabado en la puerta, que sólo estaba abierta una rendija, y perdí muchos
botones—dijo mirándose con tristeza las ropas desgarradas—. Pero conseguí
escabullirme... y aquí estoy.
Los enanos lo miraron con un respeto
completamente nuevo, mientras hablaba sobre burlar centinelas, saltar sobre
Gollum y abrirse paso, como si no fuese muy difícil o muy inquietante.
—¿Qué os dije?—exclamó Gandalf riendo—. El
señor Bolsón esconde cosas que no alcanzabais a imaginar. —Le echó una mirada
rara a Bilbo por debajo de las cejas pobladas mientras lo decía, y el hobbit se
preguntó si el mago no estaría pensando en el episodio que él había omitido.
Tenía sus propias preguntas que hacer ahora,
pues si Gandalf ya había explicado todo a los enanos, Bilbo no lo había oído
aún. Quería saber cómo Gandalf había vuelto a aparecer, y qué habían convenido
hasta ese momento.
El mago, a decir verdad, nunca se molestaba
por tener que explicar de nuevo sus habilidades, de modo que ahora le dijo a
Bilbo que tanto Elrond como él estaban bien enterados de la presencia de
trasgos malvados en esa parte de las montañas. Pero la entrada principal miraba
antes a un desfiladero distinto, más fácil de cruzar, y a menudo apresaban a
gente ignorante cerca de las puertas. Era evidente que los viajeros ya no
tomaban ese camino, y los trasgos habían abierto hacía poco una nueva entrada
en lo alto de la senda que habían tomado los enanos, pues hasta entonces había
sido un paso seguro.
—Tendría que salir a buscar un gigante más o
menos decente para que bloquee otra vez la puerta—dijo el mago—, o pronto no
habrá modo de cruzar las montañas.
Tan pronto como Gandalf había oído el aullido
de Bilbo, comprendió lo que había pasado. Luego del relámpago que había
fulminado a los trasgos que se le echaban encima, se había metido corriendo en
la grieta, justo cuando iba a cerrarse. Siguió detrás de los trasgos y
prisioneros hasta el borde de la gran sala, y allí se sentó, preparando la
mejor magia posible entre las sombras.
—Fue un asunto muy delicado—dijo—. Francamente
difícil.
Pero Gandalf, por supuesto, había hecho un
estudio especial de los encantamientos con fuego y luces (hasta el mismo
hobbit, como recordaréis, no había olvidado aquellos mágicos fuegos de
artificio en las fiestas del Viejo Tuk, las noches del solsticio de verano). El
resto ya lo sabemos, excepto que Gandalf conocía perfectamente la puerta
trasera, como los trasgos denominaban a la entrada inferior, donde Bilbo había
perdido sus botones. En realidad, cualquiera que conociese aquella parte de las
montañas conocía también la entrada inferior, pero había que ser un mago para
no perder la cabeza en los túneles y seguir la dirección correcta.
—Construyeron esa entrada hace siglos—dijo—,
en parte como una vía de escape, si necesitaban una, en parte como un camino de
salida hacia las tierras de más allá, donde todavía merodean en la noche y
causan gran daño. La vigilan siempre, y nadie jamás ha conseguido bloquearla.
La vigilarán doblemente a partir de ahora. —Gandalf se rio.
Los demás rieron con él. Al fin y al cabo,
habían perdido bastantes cosas, pero habían matado al Gran Trasgo y a otros
muchos, y habían escapado todos, y en verdad podía decirse que hasta ahora
habían llevado la mejor parte.
Pero el mago hizo que volvieran a la realidad.
—Tenemos que marchar en seguida, ahora que hemos descansado un poco—dijo—.
Saldrán a centenares detrás de nosotros cuando caiga la noche; y ya las sombras
se están alargando. Pueden oler nuestras huellas horas después de que hayamos
pasado por algún sitio. Tenemos que estar a muchas millas de aquí antes del
anochecer. Habrá algo de luna, si el cielo se mantiene despejado, lo que es una
suerte. No es que a ellos les importe demasiado la luna, pero un poco de luz
ayudará a que no nos extraviemos.
"¡Oh, sí!—dijo en respuesta a más preguntas
del hobbit—Perdiste la noción del tiempo en los túneles de los trasgos. Hoy es
jueves, y fuimos capturados la noche del lunes o la mañana del martes. Hemos
recorrido millas y millas, bajamos atravesando el corazón mismo de las
montañas, y ahora estamos al otro lado; todo un atajo. Mas no estamos en el
punto al que nos hubiese llevado el desfiladero; estamos demasiado al norte, y
tenemos por delante una región algo desagradable. Y nos encontramos aún a
bastante altura. ¡De modo que en marcha!
—Estoy tan terriblemente hambriento—gimió
Bilbo, quien de pronto advirtió que no había probado bocado desde la noche
anterior a la noche anterior a la última noche. ¡Quién lo hubiera pensado de un
hobbit! Sentía el estómago flojo y vacío, y las piernas muy inseguras, ahora
que la excitación había concluido.
—No puedo remediarlo—dijo Gandalf—, a menos
que quieras volver y pedir amablemente a los trasgos que te devuelvan el poni y
los bultos.
—¡No, gracias!—respondió Bilbo.
—Muy bien entonces, no nos queda más que
apretarnos los cinturones y marchar sin descanso... o nos convertiremos en
cena, y eso sería mucho peor que no tenerla nosotros.
Mientras marchaban, Bilbo buscaba por todos
lados algo para comer; pero las moras estaban todavía en flor, y por supuesto
no había nueces, ni tan siquiera bayas de espino. Mordisqueó un poco de
acedera, bebió de un pequeño arroyo de la montaña que cruzaba el sendero, y
comió tres fresas silvestres que encontró en la orilla, pero no le sirvió de
mucho.
Caminaron y caminaron. El accidentado sendero
desapareció. Los arbustos y las largas hierbas entre los cantos rodados, las
briznas de hierba recortadas por los conejos, el tomillo, la salvia, el orégano
y los heliantemos amarillos se desvanecieron por completo, y los viajeros se
encontraron en la cima de una pendiente ancha y abrupta, de piedras
desprendidas, restos de un deslizamiento de tierras. Empezaron a bajar, y cada
vez que apoyaban un pie en el suelo, escorias y pequeños guijarros rodaban
cuesta abajo; pronto trozos más grandes de roca bajaron ruidosamente y
provocaron que otras piedras de más abajo se deslizaran y rodaran también;
luego se desprendieron unos peñascos que rebotaron, reventando con fragor en
pedazos envueltos en polvo. Al rato, por encima y por debajo de ellos, la
pendiente entera pareció ponerse en movimiento, y el grupo descendió en montón,
en medio de una confusión pavorosa de bloques y piedras que se deslizaban
golpeando y rompiéndose.
Fueron los árboles del fondo los que los
salvaron. Se deslizaron hacia el bosque de pinos que trepaba desde el más
oscuro e impenetrable de los bosques del valle hasta la falda misma de la
montaña. Algunos se aferraron a los troncos y se balancearon en las ramas más
bajas, otros (como el pequeño hobbit) se escondieron detrás de un árbol para
evitar las embestidas furiosas de las rocas. Pronto, el peligro pasó; el
deslizamiento se había detenido, y alcanzaron a oír los últimos estruendos
mientras los peñascos más voluminosos rebotaban y daban vueltas entre los
helechos y las raíces de pino allá abajo.
—¡Bueno! Nos ha costado un poco—dijo Gandalf—,
y aún a los trasgos que nos rastreen les costará bastante descender hasta aquí
en silencio.
—Quizás—gruñó Bombur—, pero no les será
difícil tirarnos piedras a la cabeza. —Los enanos (y Bilbo) estaban lejos de
sentirse contentos, y se restregaban las piernas y los pies lastimados y
magullados.
—¡Tonterías! Aquí dejaremos el sendero de la
pendiente. ¡Tenemos que apresurarnos! ¡Mirad la luz!
Hacía largo rato que el sol se había ocultado
tras la montaña. Ya las sombras eran más negras alrededor, aunque allá lejos,
entre los árboles y sobre las copas negras de los que crecían más abajo, podían
ver todavía las luces de la tarde en las llanuras distantes. Bajaban cojeando
ahora, tan rápido como podían, por la pendiente menos abrupta de un pinar, por
un inclinado sendero que los conducía directamente hacia el sur. En ocasiones
se abrían paso entre un mar de helechos de altas frondas que se levantaban por
encima de la cabeza del hobbit; otras veces marchaban con la quietud del
silencio, sobre un suelo de agujas de pino; y durante todo ese tiempo la
lobreguez se iba haciendo más pesada y la calma del bosque más profunda. No
había viento aquel atardecer que moviera al menos con un susurro de mar las
ramas de los árboles.
—¿Tenemos que seguir todavía más?—preguntó
Bilbo cuando en la oscuridad del bosque apenas alcanzaba a distinguir la barba
de Thorin que ondeaba junto a él y la respiración de los enanos sonaba en el
silencio como un fuerte ruido—. Tengo los dedos de los pies torcidos y
magullados, me duelen las piernas, y mi estómago se balancea como una bolsa
vacía.
—Un poco más—dijo Gandalf.
Luego de lo que pareció siglos más, salieron
de pronto a un espacio abierto sin árboles. La luna estaba alta y brillaba en
el claro. De algún modo todos tuvieron la impresión de que no era precisamente
un lugar agradable, aunque no se veía nada sospechoso.
De súbito oyeron un aullido, lejos, colina
abajo, un aullido largo y estremecedor. Le contestó otro, lejos, a la derecha,
y muchos más, más cerca de ellos; luego otro, no muy lejano, a la izquierda.
¡Eran lobos aullando a la luna, lobos que llamaban a la manada!
No había lobos que vivieran cerca del agujero
del señor Bolsón, pero conocía el sonido. Se lo habían descrito a menudo en
cuentos y relatos. Uno de sus primos mayores (por la rama Tuk), que había sido
un gran viajero, los imitaba a menudo para aterrorizarlo. Oírlos ahora en el
bosque bajo la luna era demasiado para Bilbo. Ni siquiera los anillos mágicos
son muy útiles contra los lobos, en especial contra las manadas diabólicas que
vivían a la sombra de las montañas infestadas de trasgos, más allá de los
límites de las tierras salvajes, en las fronteras de lo desconocido. ¡Los lobos
de esta clase tienen un olfato más fino que los trasgos! ¡Y no necesitan verte
para atraparte!
—¡Qué haremos, qué haremos!—gritó—. ¡Salir de
trasgos para caer en lobos!—dijo, y esto llegó a ser un proverbio, aunque ahora
decimos "de la sartén al fuego" en las situaciones incómodas
de este tipo.
—¡A los árboles, rápido!—gritó Gandalf; y
corrieron hacia los árboles del borde del claro, buscando aquellos de ramas
bajas o bastante delgados para escapar trepando por los troncos. Los
encontraron con una rapidez insólita, como podéis imaginar; y subieron muy alto
confiando como nunca en la firmeza de las ramas. Habríais reído (desde una
distancia segura) si hubieseis visto a los enanos sentados arriba, en los
árboles, las barbas colgando, como viejos caballeros chiflados que jugaban a
ser niños. Fili y Kili habían subido a la copa de un alerce alto que parecía un
enorme árbol de Navidad. Dori, Nori, Ori, Óin y Glóin estaban más cómodos en un
pino elevado con ramas regulares que crecían a intervalos, como los radios de
una rueda. Bifur, Bofur, Bombur y Thorin estaban en otro pino próximo. Dwalin y
Balin habían trepado con rapidez a un abeto delgado, escaso de ramas, y estaban
intentando encontrar un lugar para sentarse entre el follaje de la copa.
Gandalf, que era bastante más alto que el resto, había encontrado un árbol
inaccesible para los otros, un pino grande que se levantaba en el mismísimo
borde del claro. Estaba bastante oculto entre las ramas pero, cuando asomaba la
luna, se le podía ver el brillo de los ojos.
¿Y Bilbo? No pudo subir a ningún árbol, y
corría de un tronco a otro, como un conejo que no encuentra su madriguera
mientras un perro lo persigue mordiéndole los talones.
—¡Otra vez has dejado atrás al saqueador!—dijo
Nori a Dori mirando abajo.
—No me puedo pasar la vida cargando
saqueadores—dijo Dori—, ¡túneles abajo y árboles arriba! ¿Qué te crees que soy?
¿Un mozo de cuerda?
—Se lo comerán si no hacemos algo—dijo Thorin,
pues ahora había aullidos todo alrededor, acercándose más y más—¡Dori!—llamó,
pues Dori era el que estaba más abajo, en el árbol más fácil de escalar—, ¡ve
rápido, y dale una mano al señor Bolsón!
Dori era en realidad un buen muchacho a pesar
de que protestara gruñendo. El pobre Bilbo no consiguió alcanzar la mano que le
tendían aunque el enano descendió a la rama más baja y estiró el brazo todo lo
que pudo. De modo que Dori bajó realmente del árbol y ayudó a que Bilbo se le
trepase a la espalda.
En ese preciso momento los lobos irrumpieron
aullando en el claro. De pronto hubo cientos de ojos observándolos desde las
sombras. Pero Dori no soltó a Bilbo. Esperó a que trepara de los hombros a las
ramas, y luego saltó. ¡Justo a tiempo!
Un lobo le echó una dentellada a la capa
cuando aún se columpiaba en la rama de abajo y casi lo alcanzó. Un minuto
después una manada entera gruñía alrededor del árbol y saltaba hacia el tronco,
los ojos encendidos y las lenguas fuera.
Pero ni siquiera los salvajes huargos (pues
así se llamaban los lobos malvados de más allá del Yermo) pueden trepar a los
árboles. Por el momento los expedicionarios estaban a salvo. Afortunadamente
hacía calor y no había viento. Los árboles no son muy cómodos para estar
sentados en ellos un largo rato, cualquiera que sea la circunstancia, pero al
frío y al viento, con lobos que te esperan abajo y alrededor, pueden ser sitios
harto desagradables.
Este claro en el anillo de árboles era
evidentemente un lugar de reunión de los lobos. Más y más continuaban llegando.
Unos pocos se quedaron al pie del árbol en que estaban Dori y Bilbo, y los
otros fueron venteando alrededor hasta descubrir todos los árboles en los que
había alguien. Vigilaron estos también, mientras el resto (parecían cientos y
cientos) fue a sentarse en un gran círculo en el claro; y en el centro del
círculo había un enorme lobo gris. Les habló en la espantosa lengua de los huargos.
Gandalf la entendía. Bilbo no, pero el sonido era terrible, y parecía que sólo
hablara de cosas malvadas y crueles, como así era. De vez en cuando todos los huargos
del círculo respondían en coro al jefe gris, y el espantoso clamor sacudía al
hobbit, que casi se caía del pino.
Os diré lo que Gandalf oyó, aunque Bilbo no lo
comprendiese. Los huargos y los trasgos colaboraban a menudo en acciones
perversas. Por lo común, los trasgos no se alejan de las montañas, a menos que
se los persiga y estén buscando nuevos lugares, o marchen a la guerra (y me
alegra decir que esto no ha sucedido desde hace largo tiempo). Pero en aquellos
días, a veces hacían incursiones, en especial para conseguir comida o esclavos
que trabajasen para ellos. En esos casos, conseguían a menudo que los huargos
los ayudasen, y se repartían el botín. A veces cabalgaban en lobos, así como
los hombres montan en caballos. Ahora parecía que una gran incursión de trasgos
había sido planeada para aquella misma noche. Los huargos habían acudido para
reunirse con los trasgos, y los trasgos llegaban tarde. La razón, sin duda, era
la muerte del Gran Trasgo y toda la agitación causada por los enanos, Bilbo y
Gandalf, a quienes quizá todavía buscaban.
A pesar de los peligros de estas tierras
lejanas, unos hombres audaces habían venido allí desde el sur, derribando
árboles, y levantando moradas entre los bosques más placenteros de los valles y
a lo largo de las riberas de los ríos. Eran muchos, y bravos y bien armados, y
ni siquiera los huargos se atrevían a atacarlos cuando los veían juntos, o a la
luz del día. Pero ahora habían planeado caer de noche con la ayuda de los
trasgos sobre algunas de las aldeas más próximas a las montañas. Si este plan
se hubiese llevado a cabo, no habría quedado nadie allí al día siguiente; todos
hubiesen sido asesinados, excepto los pocos que los trasgos preservasen de los
lobos y llevasen de vuelta a las cavernas, como prisioneros.
Era espantoso escuchar esa conversación, no
sólo por los bravos leñadores, las mujeres y los niños, sino también por el
peligro que ahora amenazaba a Gandalf y a sus compañeros. Los huargos estaban
furiosos y se preguntaban desconcertados qué hacía esa gente en el mismísimo
lugar de reunión. Pensaba que eran amigos de los leñadores y habían venido a
espiarlos, y advertirían a los valles, con lo cual trasgos y lobos tendrían que
librar una terrible batalla en vez de capturar prisioneros y devorar gentes
arrancadas bruscamente del sueño. De modo que los huargos no tenían intención
de alejarse y permitir que la gente de los árboles escapase; de ninguna manera,
no hasta la mañana. Y mucho antes, dijeron, los soldados trasgos vendrán,
bajando de las montañas; y los trasgos pueden trepar a los árboles, o
derribarlos.
Ahora podéis comprender por qué Gandalf, escuchando
esos gruñidos y aullidos, empezó a tener un miedo espantoso, mago como era, y a
sentir que estaban en un pésimo lugar y todavía no habían escapado del todo.
Sin embargo, no les dejaría el camino libre, aunque mucho no podía hacer
aferrado a un gran árbol con lobos por doquier allá en el suelo. Arrancó unas
piñas enormes de las ramas y en seguida prendió fuego a una de ellas con una
brillante llama azul, y la arrojó zumbando hacia el círculo de lobos. Alcanzó a,
uno en el lomo, y la piel velluda empezó a arder, con lo cual la bestia saltó
de un lado a otro aullando horriblemente. Luego cayó otra piña y otra, con
llamas azules, rojas o verdes. Estallaban en el suelo, en medio del círculo, y
se esparcían en chispas coloreadas y humo. Una especialmente grande golpeó el
hocico del lobo jefe, que saltó diez pies [3 metros] en el aire, y se
lanzó dando vueltas y vueltas alrededor del círculo, con tanta cólera y tanto
miedo que mordía y lanzaba dentelladas aún a, los otros lobos.
Los enanos y Bilbo gritaron y vitorearon. Era
terrible ver la rabia de los lobos, y el tumulto que hacían llenaba toda la
floresta. Los lobos tienen miedo del fuego en cualquier circunstancia, pero
éste era un fuego muy extraño y horroroso. Si una chispa les tocaba la piel, se
pegaba y les quemaba los pelos, y a menos que se revolcasen rápido, pronto
estaban envueltos en llamas. Muy pronto los lobos estaban revolcándose por todo
el claro una y otra vez para quitarse las chispas de los lomos, mientras
aquellos que ya ardían, corrían aullando y pegando fuego a los demás, hasta que
eran ahuyentados por sus propios compañeros, y huían pendiente abajo, chillando
y gimoteando y buscando agua.
—¿Qué es todo ese tumulto en el bosque?—dijo
el señor de las águilas. Estaba posado, negro a la luz de la luna, en la cima
de una solitaria cumbre rocosa del borde oriental de las montañas—. ¡Oigo voces
de lobos! ¿Andarán los trasgos de fechorías en los bosques?
Se elevó en el aire, e inmediatamente dos de
los guardianes del señor lo siguieron saltando desde las rocas de los lados.
Volaron en círculos arriba en el cielo, y observaron el anillo de los huargos,
un minúsculo punto muy, muy abajo. Pero las águilas tienen ojos penetrantes y
pueden ver cosas pequeñas desde una gran distancia. El señor de las águilas de
las montañas Nubladas tenía ojos capaces de mirar al sol sin un parpadeo y de
ver un conejo que se movía allá abajo a una milla a la luz pálida de la luna.
De modo que aunque no alcanzaba a ver a la gente en los árboles, podía
distinguir los movimientos de los lobos y los minúsculos destellos de fuego, y
oía los aullidos y gañidos que se elevaban tenues desde allá abajo. También
pudo ver el destello de la luna en las lanzas y yelmos de los trasgos, cuando
unas largas hileras de esta gente malvada se arrastraron con cautela, bajando
las laderas de la colina desde la entrada a los túneles, y serpenteando en el
bosque.
Las águilas no son aves bondadosas. Algunas
son cobardes y crueles. Pero la raza ancestral de las montañas del norte era la
más grande entre todas. Altivas y fuertes, y de noble corazón, no querían a los
trasgos, ni los temían. Cuando les prestaban alguna atención (lo que era raro,
pues no se alimentaban de tales criaturas), se precipitaban sobre ellos y los obligaban
a retirarse chillando a las cuevas, y detenían cualquier maldad en que
estuviesen empeñados. Los trasgos odiaban a las águilas y les tenían miedo,
pero no podían alcanzar aquellos encumbrados sitiales, ni sacarlas de las
montañas.
Esa noche el señor de las águilas tenía mucha
curiosidad por saber qué se estaba tramando; de modo que convocó a otras
águilas, y juntas volaron desde las cimas, y trazando círculos lentamente,
siempre girando y girando, bajaron y bajaron y bajaron hacia el anillo de los
lobos y el sitio en que se reunían los trasgos.
¡Algo muy bueno, por cierto! Cosas espantosas
habían estado sucediendo allí abajo. Los lobos alcanzados por las llamas habían
huido al bosque, y habían prendido fuego en varios sitios. Era pleno verano, y
en este lado oriental de las montañas había llovido poco en los últimos
tiempos. Helechos amarillentos, ramas caídas, espesas capas de agujas de pino,
y aquí y allá árboles secos, pronto empezaron a arder. Todo alrededor del claro
de los huargos el fuego se elevaba en llamaradas. Pero los lobos guardianes no
abandonaban los árboles. Enloquecidos y coléricos saltaban y aullaban al pie de
los troncos, y maldecían a los enanos en aquel horrible lenguaje, con las
lenguas fuera y los ojos brillantes tan rojos y fieros como las llamas.
Entonces, de súbito, los trasgos llegaron
corriendo y aullando. Pensaban que se estaba librando una batalla contra los
hombres de los bosques, pero pronto advirtieron lo que ocurría. Unos pocos
llegaron a sentarse y rieron. Otros blandieron las lanzas y golpearon los
mangos contra los escudos. Los trasgos no temen al fuego, y pronto tuvieron un
plan que les pareció de lo más divertido.
Algunos reunieron a todos los lobos en una
manada. Otros apilaron helechos y brezos alrededor de los troncos, y se
precipitaron en torno, y pisotearon y golpearon, golpearon y pisotearon, hasta
que apagaron casi todos los fuegos, pero no los más próximos a los árboles
donde estaban los enanos. Estos fuegos los alimentaron con hojas, ramas secas y
helechos. Pronto un anillo de humo y llamas rodeó a los enanos, un anillo que
no crecía hacia fuera, pero que se iba cerrando lentamente, hasta que el fuego
lamió la leña apilada bajo los árboles. El humo llegaba a los ojos de Bilbo,
podía sentir el calor de las llamas; y a través de la humareda alcanzaba a ver
a los trasgos que danzaban, girando y girando, en un círculo, como gente que
celebraba alrededor de una hoguera la llegada del verano. Fuera del círculo de
guerreros danzantes, armados con lanzas y hachas, los lobos se mantenían
apartados, observando y aguardando.
Bilbo pudo oír a los trasgos que entonaban
ahora una horrible canción:
¡Quince
pájaros en cinco abetos
las
plumas aventadas por una brisa ardiente!
Pero,
qué extraños pájaros, ¡ninguno tiene alas!
¡Oh!
¿Qué haremos con estas raras gentes?
¿Asarlas
vivas, o hervirlas en la olla;
o
freírlas, cocerlas y comerlas calientes?[25]
Luego se detuvieron y gritaron: —¡Volad,
pajaritos! ¡Volad si podéis! ¡Bajad, pajaritos; os asaréis en vuestros nidos!
¡Cantad, cantad, pajaritos! ¿Por qué no cantáis?
—¡Alejaos, chiquillos!—gritó Gandalf por
respuesta—. No es época de buscar nidos. Y los chiquillos traviesos que juegan
con fuego reciben lo que se merecen. —Lo dijo para enfadarlos, y para
mostrarles que no tenía miedo, aunque en verdad lo tenía, mago y todo como era.
Pero los trasgos no le prestaron atención, y siguieron cantando.
¡Que
ardan, que ardan, árboles y helechos!
¡Marchitos
y abrasados! Que la antorcha siseante
ilumine
la noche para nuestro contento.
¡Ea
ya!
¡Que
los cuezan, los frían y achicharren,
hasta
que ardan las barbas, y los ojos se nublen,
y
hiedan los cabellos y estallen los pellejos,
se
disuelvan las grasas, y los huesos renegros
descansen
en cenizas bajo el cielo!
Así
los enanos morirán,
la
noche iluminando para nuestro contento.
¡Ea
ya!
¡Ea
pronto ya!
¡Ea
que va![26]
Y con ése ¡éa que va! las llamas
llegaron bajo el árbol de Gandalf. En un momento se extendieron a los otros. La
corteza ardió, las ramas más bajas crujieron.
Entonces Gandalf trepó a la copa del árbol. El
súbito resplandor estalló en su vara como un relámpago cuando se aprestaba a
saltar y a caer, justo entre las lanzas enemigas. Aquello hubiese sido el fin
de Gandalf, aunque probablemente hubiese matado a muchos al precipitarse entre
ellos como un rayo. Pero no llegó a saltar.
En aquel preciso momento el señor de las águilas
se abalanzó desde lo alto, abrió las garras, se apoderó de Gandalf, y
desapareció.
Hubo un clamor de cólera y sorpresa entre los
trasgos. Fuerte chilló el señor de las águilas, a quien Gandalf había ahora
hablado. De vuelta se abalanzaron las grandes aves que estaban con él, y
descendieron como enormes sombras negras. Los lobos gimotearon rechinando los
dientes; los trasgos aullaron y patearon el suelo con rabia, y arrojaron las
pesadas lanzas al aire. Sobre ellos se lanzaron las águilas; la acometida oscura
de las alas que batían los golpeó contra el suelo o los arrojó lejos; las
garras les laceraron las caras. Otras veces volaron a las copas de los árboles
y se llevaron a los enanos, que ahora subían trepando a unas alturas a las que
nunca se habían atrevido a llegar.
¡El pobre pequeño Bilbo estuvo muy cerca de
que le dejaran de nuevo atrás! Alcanzó justo a aferrarse de las piernas de Dori
cuando ya se lo llevaban, el último de todos; y arriba fueron juntos, sobre el
tumulto y el incendio, Bilbo columpiándose en el aire, sintiendo que se le
romperían los brazos en cualquier momento.
Mientras, allá abajo, los trasgos y los lobos se
habían dispersado en los bosques. Unas cuantas águilas estaban todavía trazando
círculos y cerniéndose sobre el campo de batalla. De pronto las llamas de los
árboles se alzaron por encima de las ramas más altas. Subieron con un fuego
crepitante, y hubo un estallido de chispas y humo. ¡Bilbo había escapado justo
a tiempo!
Pronto las luces del incendio fueron tenues
allá abajo; un parpadeo rojo en el suelo negro; y las águilas volaban muy alto,
elevándose todo el tiempo en círculos amplios y majestuosos. Bilbo nunca olvidó
aquel vuelo, abrazado a los tobillos de Dori gemía: —¡Mis brazos, mis brazos!—mientras
Dori plañía: —¡Mis pobres piernas, mis pobres piernas!
En el mejor de los casos las alturas le daban
vértigo a Bilbo. Bastaba que mirase desde el borde de un risco pequeño para que
se sintiera mareado. Nunca le habían gustado las escaleras, y mucho menos los
árboles (antes nunca había tenido que escapar de los lobos). De manera que
podéis imaginar cómo le daba vueltas ahora la cabeza, cuando miraba hacia abajo
entre los colgantes dedos de los pies y veía las tierras oscuras que se
ensanchaban debajo, tocadas aquí y allá por la luz de la luna en la roca de una
ladera o en un arroyo de los llanos.
Los picos de las montañas se estaban
acercando; puntas rocosas iluminadas por la luna asomaban entre las sombras
negras. Verano o no, el aire parecía muy frío. Cerró los ojos y se preguntó si
sería capaz de seguir sosteniéndose así mucho más. Luego imaginó qué sucedería
si no aguantaba. Se sintió enfermo.
El vuelo terminó justo a tiempo para Bilbo,
justo antes de que aflojara las manos. Se soltó de los tobillos de Dori con un
grito sofocado y cayó sobre la tosca plataforma de una aguilera. Allí quedó un
rato tendido sin decir una palabra, con pensamientos que eran una mezcla de
sorpresa por haberse salvado del fuego y de miedo a caer de aquel sitio
estrecho a las espesas sombras de ambos lados. Sentía la cabeza verdaderamente
muy rara en aquel momento, después de las espantosas aventuras de los tres
últimos días, casi sin nada para comer, y de pronto se encontró diciendo en voz
alta: —¡Ahora sé cómo se siente un trozo de panceta cuando la sacan de pronto
de la sartén con un tenedor y la ponen de vuelta en la alacena!
De
la sartén al fuego por Donato Giancola
—¡No, no lo sabes!—oyó que Dori respondía—,
pues la panceta sabe que volverá, tardé o temprano, a la sartén: y es de
esperar que nosotros no. ¡Además las águilas no son tenedores!
—¡Oh no! No se parecen nada a pájaros
ponedores, tenedores, quiero decir—contestó Bilbo incorporándose y observando con
ansiedad al águila que estaba posada cerca. Se preguntó qué otras tonterías
habría estado diciendo, y si el águila lo consideraría ofensivo. ¡Uno no ha de
ser grosero con un águila si sólo tiene el tamaño de un hobbit y está de noche
en la aguilera!
El águila se afiló el pico en una roca y se
alisó las plumas, sin prestar atención.
Pronto llegó volando otra águila. —El señor de
las águilas te ordena traer a tus prisioneros a la Gran Repisa—chilló, y se
fue. La otra tomó a Dori en sus garras y partió volando con él hacia la noche,
dejando a Bilbo completamente solo. Las pocas fuerzas que le quedaban le
alcanzaban apenas para preguntarse qué habría querido decir el águila con
"prisioneros", y ya empezaba a pensar que lo abrirían en dos
como un conejo para la cena, cuando le llegó el turno.
El águila regresó, lo agarró por el dorso de
la chaqueta, y se lanzó fuera. Esta vez el vuelo fue corto. Muy pronto Bilbo
estuvo tumbado, temblando de miedo, en una amplia repisa en la ladera de la
montaña. No había manera de descender hasta allí, sino volando; y no había
sendero para bajar excepto saltando a un precipicio. Allí encontró a todos los
otros, sentados de espaldas a la pared montañosa. El señor de las águilas
estaba también allí y hablaba con Gandalf.
Quizá a Bilbo no se lo iban a comer, después
de todo. El mago y el águila parecían conocerse de alguna manera, y aún estar
en buenas relaciones. En realidad Gandalf, que había visitado a menudo las
montañas, había ayudado una vez a las águilas y había curado al señor de una
herida de flecha. Así que como veis, "prisioneros" quería
decir "prisioneros rescatados de los trasgos" solamente, y no
cautivos de las águilas. Cuando Bilbo escuchó la conversación de Gandalf
comprendió que por fin iban a escapar real y verdaderamente de aquellas cimas
espantosas. Estaba discutiendo planes con el gran águila para transportar lejos
a los enanos, a él y a Bilbo, y dejarlos justo en el camino que cruzaba los
llanos de abajo.
El señor de las águilas no los llevaría a
ningún lugar próximo a las moradas de los hombres. —Nos dispararían con esos
grandes arcos de tejo—dijo—, pensando que vamos a robarles las ovejas. Y en
otras ocasiones estarían en lo cierto. ¡No! Nos satisface burlar a los trasgos,
y pagarte así nuestra deuda de gratitud, pero no nos arriesgaremos por los enanos
en los llanos del sur.
—Muy bien—dijo Gandalf—¡Llevadnos a cualquier
sitio y tan lejos como queráis! Ya habéis hecho mucho por nosotros. Pero
mientras tanto, estamos famélicos.
—Yo casi estoy muerto de hambre—dijo Bilbo con
una débil vocecita que nadie oyó.
—Eso tal vez pueda tener remedio—dijo el señor
de las águilas.
Más tarde podríais haber visto un brillante
fuego en la repisa de piedra, y las figuras de los enanos alrededor, cocinando
y envueltos en un exquisito olor a asado. Las águilas habían traído unos
arbustos secos para el fuego, y conejos, liebres y una pequeña oveja. Los enanos
se encargaron de todos los preparativos. Bilbo se sentía demasiado débil para
ayudar, y de cualquier modo no era muy bueno desollando conejos o picando
carne, pues estaba acostumbrado a que el carnicero se la entregase lista ya
para cocinar. Gandalf estaba echado también, luego de haberse ocupado de
encender el fuego, ya que Óin y Glóin habían perdido sus yescas. (Los enanos
nunca fueron aficionados a las cerillas, ni siquiera entonces.)
Así concluyeron las aventuras de las montañas
Nubladas. Pronto el estómago de Bilbo estuvo lleno y confortado de nuevo, y
sintió que podía dormir sin preocupaciones, aunque en realidad le habría
gustado más una hogaza con mantequilla que aquellos trozos de carne tostada en
varas. Durmió hecho un ovillo en la piedra dura, más profundamente de lo que
había dormido nunca en el lecho de plumas de su propio pequeño agujero. Pero
soñó toda la noche con su casa, y recorrió en sueños todas las habitaciones
buscando algo que no podía encontrar, y que no sabía qué era.
VIII.EXTRAÑOS APOSENTOS
EL HOBBIT
A la mañana siguiente Bilbo despertó con el
sol temprano en los ojos. Se levantó de un salto para mirar la hora y poner la
marmita al fuego... y descubrió que no estaba en casa, de ningún modo. Así que
se sentó, deseando en vano un baño y un cepillo. No los consiguió, ni té, ni
tostadas, ni panceta para el desayuno, sólo cordero frío y conejo. Y en seguida
tuvo que prepararse para la inminente partida.
Esta vez se le permitió montar en el lomo de
un águila y sostenerse entre las alas. El aire golpeaba y Bilbo cerraba los
ojos. Los enanos gritaban despidiéndose y prometiendo devolver el favor al señor
de las águilas si alguna vez era posible, mientras quince grandes aves partían
de la ladera de la montaña. El sol estaba todavía cerca de los lindes
orientales. La mañana era fría, y había nieblas en los valles y hondonadas, y
sobre los picos y crestas de las colinas. Bilbo abrió un ojo y vio que las aves
estaban ya muy arriba y el mundo muy lejos, y que las montañas se empequeñecían
atrás. Cerró otra vez los ojos y se aferró con más fuerza.
—¡No pellizques!—dijo el águila—. No tienes
por qué asustarte como un conejo, aunque te parezcas bastante a uno. Hace una
bonita mañana y el viento sopla apenas. ¿Hay algo más agradable que volar?
A Bilbo le hubiese gustado decir: "Un
baño caliente y después, más tarde, un desayuno sobre la hierba"; pero
le pareció mejor no decir nada y aflojó un poquito las manos.
Al cabo de un buen rato, las águilas divisaron
sin duda el punto al que se dirigían, aún desde aquellas alturas, pues
empezaron a volar en círculos, descendiendo en amplias espirales. Bajaron así
un tiempo, y al final el hobbit abrió de nuevo los ojos. La tierra estaba mucho
más cerca, y debajo había árboles que parecían olmos y robles, y amplias
praderas, y un río que lo atravesaba todo. Pero sobresaliendo del terreno,
justo en el curso del río que allí serpenteaba, había una gran roca, casi una
colina de piedra, como una última avanzada de las montañas distantes, o un
enorme peñasco arrojado millas adentro en la llanura por algún gigante entre
gigantes.
Las águilas descendían ahora con rapidez una a
una sobre la cima de la roca, y dejaban allí a los pasajeros.
—¡Buen viaje!—gritaron—. ¡Donde quiera que
vayáis, hasta que los nidos os reciban al final de la jornada!—una fórmula de
cortesía común entre estas aves.
—Que el viento bajo las alas os sostenga allá
donde el sol navega y la luna camina—respondió Gandalf, que conocía la
respuesta correcta.
Y de este modo partieron. Y aunque el señor de
las águilas llegó a ser rey de todos los pájaros, y tuvo una corona de oro, y
los quince lugartenientes llevaron collares de oro (fabricados con el oro de
los enanos), Bilbo nunca volvió a verlos, excepto en la Batalla de los Cinco
Ejércitos, lejos y arriba. Pero como esto ocurre al final de la historia, por
ahora no diremos más.
Había un espacio liso en la cima de la colina
de piedra y un sendero de gastados escalones que descendían hasta el río; y un
vado de piedras grandes y chatas llevaba a la pradera del otro lado. Allí había
una cueva pequeña (acogedora y con suelo de guijarros), al pie de los
escalones, casi al final del vado pedregoso. El grupo se reunió en la cueva y
discutió lo que se iba a hacer.
—Siempre quise veros a todos a salvo (si era
posible) del otro lado de las montañas—dijo el mago—, y ahora, gracias al buen
gobierno y a la buena suerte, lo he conseguido. En realidad hemos avanzado
hacia el este más de lo que yo deseaba, pues al fin y al cabo ésta no es mi
aventura. Puedo venir a veros antes que todo concluya, pero mientras tanto he de
atender otro asunto urgente.
Los enanos gemían y parecían desolados, y
Bilbo lloraba. Habían empezado a creer que Gandalf los acompañaría durante todo
el trayecto y estaría siempre allí para sacarlos de cualquier dificultad. —No
desapareceré en este mismo instante—dijo el mago—. Puedo daros un día o dos
más. Quizá llegue a echaros una mano en este apuro, y yo también necesito una
pequeña ayuda. No tenemos comida, ni equipaje, ni ponis que montar; y no sabéis
dónde estáis ahora. Yo puedo decíroslo. Estáis todavía algunas millas al norte
del sendero que tendríamos que haber tomado, si no hubiésemos cruzado la
montaña con tanta prisa. Muy poca gente vive en estos parajes, a menos que
hayan venido desde la última vez que estuve aquí abajo, años atrás. Pero conozco
a alguien que vive no muy lejos. Ese alguien talló los escalones en la
gran roca, la Carroca creo que la llama. No viene a menudo por aquí,
desde luego no durante el día, y no vale la pena esperarlo. A decir verdad,
sería muy peligroso. Tenemos que salir y encontrarlo; y si todo va bien en
dicho encuentro, creo que partiré y os desearé como las águilas "buen
viaje a donde quiera que vayáis".
Le pidieron que no los dejase. Le ofrecieron
oro del dragón y plata y joyas, pero el mago no se inmutó. —¡Nos veremos, nos veremos!—dijo—,
y creo que ya me he ganado algo de ese oro del dragón, cuando le echéis mano.
Los enanos dejaron entonces de suplicar. Se
sacaron la ropa y se bañaron en el río, que en el vado era poco profundo, claro
y pedregoso. Luego de secarse al sol, que ahora caía con fuerza, se sintieron
refrescados, aunque todavía doloridos y un poco hambrientos. Pronto cruzaron el
vado (cargando con el hobbit), y luego marcharon entre la abundante hierba
verde y bajo la hilera, de robles anchos de brazos y los olmos altos.
—¿Y por qué se le llama la Carroca?—preguntó
Bilbo cuando caminaba junto al mago.
—La llamó la Carroca, porque carroca
es la palabra para ella. Llama carrocas a cosas así, y ésta es la
Carroca, pues es la única cerca de su casa y la conoce bien.
—¿Quién la llama? ¿Quién la conoce?
—Ese alguien de quien hablé... una gran
persona. Tenéis que ser todos muy corteses cuando os presente. Os presentaré
muy poco a poco, de dos en dos, creo; y cuidaréis de no molestarlo, o sólo los
cielos saben lo que ocurriría. Cuando se enfada puede resultar desagradable, aunque
es muy amable si está de buen humor. Sin embargo, os advierto que se enfada con
bastante facilidad.
Todos los enanos se juntaron alrededor cuando
oyeron que el mago hablaba así con Bilbo. —¿Es a él a quien nos llevas ahora?—inquirieron—¿No
podrías encontrar a alguien de mejor carácter? ¿No sería mejor que lo
explicases un poco más?—y así una pregunta tras otra.
—¡Sí, sí, por supuesto! ¡No, no podría! Y lo
he explicado muy bien—respondió el mago, enojado—Si necesitáis saber algo más,
se llama Beorn. Es muy fuerte, y un cambia pieles, además.
—¡Qué! ¿Un peletero? ¿Un hombre que llama a
los conejos roedores, cuando no puede hacer pasar las pieles de conejo por
pieles de ardilla?—preguntó Bilbo.
—¡Cielos, no, no, no, no!—dijo Gandalf—. No
seas estúpido, señor Bolsón, si puedes evitarlo, y en nombre de toda maravilla
haz el favor de no mencionar la palabra peletero mientras te encuentras en un
área de cien millas [160 kilómetros] a la redonda de su casa, ¡ni
alfombra, ni capa, ni estola, ni manguito, ni cualquier otra palabra tan
funesta! Él es un cambia pieles, cambia de piel: unas veces es un enorme
oso negro, otras un hombre vigoroso y corpulento de pelo oscuro, con grandes
brazos y luenga barba. No puedo deciros mucho más, aunque eso tendría que
bastaros. Algunos dicen que es un oso descendiente de los grandes y antiguos
osos de las montañas, que vivían allí antes que llegasen los gigantes. Otros
dicen que desciende de los primeros hombres que vivieron antes que Smaug o los
otros dragones dominasen esta parte del mundo, y antes que los trasgos del norte
viniesen a las colinas. No puedo asegurarlo, pero creo que la última versión es
la verdadera. A él no le gustan los interrogatorios.
"De todos modos no está bajo ningún
encantamiento que no sea el propio. Vive en un robledal y tiene una gran casa
de madera, y como hombre cría ganado y caballos casi tan maravillosos como él
mismo. Trabajan para él y le hablan. No se los come; no caza ni come animales
salvajes. Cría también colmenas, colmenas de abejas enormes y fieras, y se
alimenta principalmente de crema y miel. Como oso viaja a todo lo largo y
ancho. Una vez, de noche, lo vi sentado solo sobre la Carroca mirando cómo la
luna se hundía detrás de las montañas Nubladas, y lo oí gruñir en la lengua de
los osos: '¡Llegará el día en que perecerán, y entonces volveré!'. Por
eso se me ocurre que vino de las montañas.
Bilbo y los enanos tenían ahora bastante en
qué pensar y no hicieron más preguntas. Todavía les quedaba mucho camino por
delante. Ladera arriba, valle abajo, avanzaban afanosamente. Hacía cada vez más
calor. Algunas veces descansaban bajo los árboles, y entonces Bilbo se sentía
tan hambriento que no hubiera desdeñado las bellotas, si estuviesen bastante
maduras como para haber caído al suelo.
Ya mediaba la tarde cuando entraron en unas
extensas zonas de flores, todas de la misma especie, y que crecían juntas, como
plantadas. Abundaba el trébol, unas ondulantes parcelas de tréboles rosados y
purpúreos, y amplias extensiones de trébol dulce, blanco y pequeño, con olor a
miel. Había un zumbido, y un murmullo y un runrún en el aire. Las abejas
andaban atareadas de un lado para otro. ¡Y vaya abejas! Bilbo nunca había visto
nada parecido.
—Si una llegase a picarme—se dijo—me hincharía
hasta el doble de mi tamaño.
Eran más corpulentas que avispones. Los
zánganos, bastante más grandes que vuestros pulgares, llevaban bandas amarillas
que brillaban como oro ardiente en el negro intenso de los cuerpos.
—Nos acercamos—dijo Gandalf—Estamos en los
lindes de los campos de abejas.
Al cabo de un rato llegaron a un terreno de
robles altos y muy viejos, y luego a un crecido seto de espinos, que no dejaba
ver nada, ni era posible atravesar.
—Es mejor que esperéis aquí—dijo el mago a los
enanos—, y cuando grite o silbe, seguidme, pues ya veréis el camino que tomo,
pero venid sólo en parejas, tenedlo en cuenta, unos cinco minutos entre cada
pareja. Bombur es más grueso y valdrá por dos mejor que venga solo y último.
¡Vamos, señor Bolsón! Hay una cancela por aquí cerca en alguna parte. —Y con
eso se fue caminando a lo largo del seto, llevando consigo al hobbit
aterrorizado.
Pronto llegaron a una cancela de madera, alta
y ancha, y desde allí, a lo lejos, podían ver jardines y un grupo de edificios
de madera, algunos con techo de paja y paredes de leños informes: graneros,
establos y una casa grande y de techo bajo, todo de madera. Dentro, al fondo
del gran seto, había hileras e hileras de colmenas con cubiertas acampanadas de
paja. El ruido de las abejas gigantes que volaban de un lado a otro y pululaban
dentro y fuera, colmaba el aire.
El mago y el hobbit empujaron la cancela
pesada y crujiente, y descendieron por un sendero ancho hacia la casa. Algunos
caballos muy lustrosos y bien almohazados trotaban pradera arriba y los
observaban con expresión inteligente; después fueron al galope hacia los
edificios.
—Han ido a comunicarle la llegada de
forasteros—dijo Gandalf.
Pronto entraron en un patio, tres de cuyas
paredes estaban formadas por la casa de madera y las dos largas alas. En medio
había un grueso tronco de roble, con muchas ramas desmochadas al lado. Cerca,
de pie, los esperaba un hombre enorme de barba espesa y pelinegro, con brazos y
piernas desnudos, de músculos abultados. Vestía una túnica de lana que le caía
hasta las rodillas, y se apoyaba en una gran hacha. Los caballos pegaban los
morros al hombro del gigante.
—¡Uf! ¡Aquí están!—dijo a los caballos—. No
parecen peligrosos. ¡Podéis iros!—Rio con una risa atronadora, bajó el hacha, y
se adelantó. —¿Quiénes sois y qué queréis?—preguntó malhumorado, de pie delante
de ellos y encumbrándose por encima de Gandalf. En cuanto a Bilbo, bien podía haber
trotado por entre las piernas del hombre sin necesitar agachar la cabeza para
no rozar el borde de la túnica marrón.
—Soy Gandalf—dijo el mago.
—Nunca he oído hablar de él—gruñó el hombre—,
Y ¿qué es este pequeñajo?—dijo, y se inclinó y miró al hobbit frunciendo las
cejas negras y espesas.
—Este es el señor Bolsón, un hobbit de buena
familia y reputación impecable—dijo Gandalf. Bilbo hizo una reverencia. No
tenía sombrero que quitarse y se sentía molesto pensando que le faltaban
algunos botones—Yo soy un mago—continuó Gandalf—He oído hablar de ti, aunque tú
no de mí; pero quizá algo sepas de mi buen primo Radagast que vive cerca de la
frontera meridional del bosque Negro.
—Sí; no es un mal hombre, tal como andan hoy
los magos, creo. Solía verlo con bastante frecuencia—dijo Beorn—Bien, ahora sé
quién eres, o quién dices que eres. ¿Qué deseas?
—Para serte sincero, hemos perdido el equipaje
y casi el camino, y necesitamos ayuda, o al menos consejo. Diría que hemos
pasado un rato bastante malo con los trasgos, allá en las montañas.
—¿Trasgos?—dijo el hombrón menos malhumorado—Ajá,
¿así que habéis tenido problemas con ellos? ¿Para qué os acercasteis a esos
trasgos?
—No pretendíamos hacerlo. Nos sorprendieron de
noche en un paso por el que teníamos que cruzar. Estábamos saliendo de los
territorios del oeste, y llegando aquí.., es una larga historia.
—Entonces será mejor que entréis y me contéis
algo de eso, si no os lleva todo el día—dijo el hombre, volviéndose hacia una
puerta oscura que daba al patio y al interior de la casa.
Siguiéndolo, se encontraron en una sala
espaciosa con una chimenea en el medio. Aunque era verano había troncos
quemándose, y el humo se elevaba hasta las vigas ennegrecidas y salía a través
de una abertura en el techo. Cruzaron esta sala mortecina, sólo iluminada por
el fuego y el orificio de arriba, y entraron por otra puerta más pequeña en una
especie de veranda sostenida por unos postes de madera que eran simples troncos
de árbol. Estaba orientada al sur, y todavía se sentía el calor y la luz del
sol poniente que se deslizaba dentro y caía en destellos dorados sobre el
jardín florecido, que llegaba al pie de los escalones.
Allí se sentaron en bancos de madera mientras
Gandalf comenzaba la historia. Bilbo balanceaba las piernas colgantes y
contemplaba las flores del jardín, preguntándose qué nombres tendrían; nunca
había visto antes ni la mitad de ellas.
—Venía yo por las montañas con un amigo o dos...
—dijo el mago.
—¿O dos? Sólo puedo ver uno, y en
verdad bastante pequeño—dijo Beorn.
—Bien, para serte sincero, no quería
molestarte con todos nosotros hasta averiguar si estabas ocupado. Haré una
llamada, si me permites.
—¡Vamos, llama!
De modo que Gandalf dio un largo y penetrante
silbido, y al momento aparecieron Thorin y Dori rodeando la casa por el sendero
del jardín. Al llegar saludaron con una reverencia.
—¡Uno o tres querías decir, ya veo!—dijo Beorn—,
pero estos no son hobbits, ¡son enanos!
—¡Thorin Escudo de Roble a vuestro servicio!
¡Dori a vuestro servicio!—dijeron los dos enanos volviendo a hacer grandes
reverencias.
—No necesito vuestro servicio, gracias—dijo
Beorn—, pero espero que vosotros necesitéis el mío. No soy muy aficionado a los
enanos; pero si en verdad eres Thorin (hijo de Thráin, hijo de Thrór, creo), y
que tu compañero es respetable, y que sois enemigos de los trasgos y que no
habéis venido a mis tierras con fines malvados... por cierto, ¿a qué habéis
venido?
—Están en camino para visitar la tierra de sus
padres, allá al este, cruzando el bosque Negro—explicó Gandalf—, y sólo por
mero accidente nos encontramos aquí, en tus tierras. Atravesábamos el
Desfiladero Alto que podría habernos llevado al camino del sur, cuando fuimos
atacados por unos trasgos malvados... como estaba a punto de decirte.
—¡Sigue contando entonces!—dijo Beorn, que
nunca era muy cortés.
—Hubo una terrible tormenta; los gigantes de
piedra estaban fuera lanzando rocas, y al final del desfiladero nos refugiamos
en una cueva, el hobbit, yo y varios de nuestros compañeros...
—¿Llamas varios a dos?
—Bien, no. En realidad había más de dos.
—¿Dónde están? ¿Muertos, devorados, de vuelta
en casa?
—Bien, no. Parece que no vinieron todos cuando
silbé. Tímidos, supongo. Ves, me temo que seamos demasiados para hacerte perder
el tiempo.
—Vamos, ¡silba otra vez! Parece que reuniré
aquí todo un grupo, y uno o dos no hacen mucha diferencia—refunfuñó Beorn.
Gandalf silbó de nuevo; pero Nori y Ori
estaban allí antes de que hubiese dejado de llamar, porque, si lo recordáis,
Gandalf les había dicho que viniesen por parejas de cinco en cinco minutos.
—Hola—dijo Beorn—. Vinisteis muy rápidos.
¿Dónde estabais escondidos? Acercaos, muñecos de resorte.
—Nori a vuestro servicio, Ori a... —empezaron
a decir los enanos, pero Beorn los interrumpió.
—¡Gracias! Cuando necesite vuestra ayuda, os
la pediré. Sentaos, y sigamos con la historia o será hora de cenar antes que
acabe.
—Tan pronto como estuvimos dormidos—continuó
Gandalf—, una grieta se abrió en el fondo de la caverna; unos trasgos saltaron
y capturaron al hobbit, a los enanos y nuestra recua de ponis...
—¿Recua de ponis? ¿Qué erais... un
circo ambulante? ¿O transportabais montones de mercancías? ¿O siempre llamáis recua
a seis?
—¡Oh, no! En realidad había más de seis ponis,
pues éramos más de seis... y bien ¡aquí hay dos más!—Justo en ese momento
aparecieron Balin y Dwalin, y se inclinaron tanto que barrieron con las barbas
el piso de piedra. El hombrón frunció el ceño al principio, pero los enanos se
esforzaron en parecer terriblemente corteses, y siguieron moviendo la cabeza,
inclinándose, haciendo reverencias y agitando los capuchones delante de las
rodillas (al auténtico estilo enano) hasta que Beorn no pudo más y estalló en
una risa sofocada: ¡parecían tan cómicos!
—Recua, era lo correcto—dijo—Una
fabulosa recua de cómicos. Entrad mis alegres hombrecitos, ¿y cuáles son
vuestros nombres? No necesito que me sirváis ahora mismo, sólo vuestros
nombres. ¡Sentaos de una vez y dejad de menearos!
—Balin y Dwalin—dijeron, no atreviéndose a
mostrarse ofendidos, y se sentaron dejándose caer pesadamente al suelo, un
tanto estupefactos.
—¡Ahora continuemos!—dijo Beorn a Gandalf.
—¿Dónde estaba? Ah sí... A mí no me atraparon.
Maté un trasgo o dos con un relámpago...
—¡Bien!—gruñó Beorn—De algo vale ser mago
entonces.
—…y me deslicé por la grieta antes que se
cerrase. Seguí bajando hasta la sala principal, que estaba atestada de trasgos.
El Gran Trasgo se encontraba allí con treinta o cuarenta guardias. Pensé para
mí que aunque no estuviesen encadenados todos juntos, ¿qué podía hacer una docena
contra toda una multitud?
—¡Una docena! Nunca había oído que ocho
es una docena. ¿O es que todavía tienes más muñecos de resorte que no
han salido de sus cajas?
—Bien, sí, me parece que hay una pareja más
por aquí cerca... Fili y Kili, creo—dijo Gandalf cuando estos aparecieron
sonriendo y haciendo reverencias.
—¡Es suficiente!—dijo Beorn—¡Sentaos y estaos
quietos! ¡Prosigue, Gandalf!
Gandalf siguió con su historia, hasta que
llegó a la pelea en la oscuridad, el descubrimiento de la puerta más baja y el
pánico que sintieron todos al advertir que el señor Bilbo Bolsón no estaba con
ellos. —Nos contamos y vimos que no había allí ningún hobbit. ¡Sólo quedábamos
catorce!
—¡Catorce! Esta es la primera vez que
si a diez le quitas uno quedan catorce. Quieres decir nueve, o aún no me has
dicho todos los nombres de tu grupo.
—Bien, desde luego todavía no has visto a Óin
y a Glóin. ¡Y mira! Aquí están. Espero que los perdonarás por molestarte.
—¡Oh, deja que vengan todos! ¡Daos prisa!
Acercaos vosotros dos y sentaos. Pero mira, Gandalf, aún ahora estáis sólo tú y
los enanos y el hobbit que se había perdido. Eso suma sólo once (más uno
perdido), no catorce, a menos que los magos no cuenten como los demás. Pero
ahora, por favor, sigue con la historia. —Beorn trató de disimularlo, pero en
verdad la historia había empezado a interesarle, pues en otros tiempos había
conocido esa parte de las montañas que Gandalf describía ahora. Movió la cabeza
y gruñó cuando oyó hablar de la reaparición del hobbit, de cómo tuvieron que
gatear por el sendero de piedra y del círculo de lobos entre los árboles.
Cuando Gandalf contó cómo treparon a los
árboles con todos los lobos debajo, Beorn se levantó, dio unas zancadas y
murmuró: —¡Ojalá hubiese estado allí! ¡Les hubiese dado algo más que fuegos
artificiales!
—Bien—dijo Gandalf, muy contento al ver que su
historia estaba causando buena impresión—, hice todo lo que pude. Allí
estábamos, con los lobos volviéndose locos debajo de nosotros, y el bosque
empezando a arder por todas partes, cuando bajaron los trasgos de las colinas y
nos descubrieron. Daban alaridos de placer y cantaban canciones burlándose de
nosotros. Quince pájaros en cinco abetos...
—¡Cielos!—gruñó Beorn—No me vengáis ahora con
que los trasgos no pueden contar. Pueden. Doce no son quince, y ellos lo
saben.
—Y yo también. Estaban además Bifur y Bofur.
No me he aventurado a presentarlos antes, pero aquí los tienes.
Adentro pasaron Bifur y Bofur. —¡Y yo!—gritó
el gordo Bombur jadeando detrás, enfadado por haber quedado último. Se negó a
esperar cinco minutos, y había venido detrás de los otros dos.
—Bien, ahora aquí están, los quince; y ya que
los trasgos saben contar, imagino que eso es todo lo que había allí arriba en
los árboles. Ahora quizá podamos acabar la historia sin más interrupciones. —El
señor Bolsón comprendió entonces qué astuto había sido Gandalf. Las
interrupciones habían conseguido que Beorn se interesase más en la historia, y
esto había impedido que expulsase en seguida a los enanos como mendigos
sospechosos. Nunca invitaba gente a su casa, si podía evitarlo. Tenía muy pocos
amigos y vivían bastante lejos; y nunca invitaba a más de dos a la vez. ¡Y
ahora tenía quince extraños sentados en el porche!
Cuando el mago concluía su relato, y mientras
contaba el rescate de las águilas y de cómo los habían llevado a la Carroca, el
sol ya se ocultaba detrás de las montañas Nubladas y las sombras se alargaban
en el jardín de Beorn.
—Un relato muy bueno—dijo—. El mejor que he
oído desde hace mucho tiempo. Si todos los pordioseros pudiesen contar uno tan
bueno, llegaría a parecerles más amable. Es posible, claro, que lo hayáis
inventado todo, pero aun así merecéis una cena por la historia. ¡Vamos a comer
algo!
—¡Sí, por favor!—exclamaron todos juntos—¡Muchas
gracias!
La sala estaba ahora bastante oscura. Beorn
batió las manos, y entraron trotando cuatro hermosos ponis blancos y varios
perros grandes de cuerpo largo y pelambre gris. Beorn les dijo algo en una
lengua extraña, que parecía sonidos de animales transformados en conversación.
Volvieron a salir y pronto regresaron con antorchas en la boca, y en seguida
las encendieron en el fuego y las colgaron en los soportes de los pilares,
cerca de la chimenea central. Los perros podían sostenerse a voluntad sobre los
cuartos traseros, y transportaban cosas con las patas delanteras. Con gran
diligencia sacaban tablas y caballetes de las paredes laterales y las
amontonaban cerca del fuego.
Luego se oyó un ¡beee!, y entraron unas ovejas blancas como la nieve precedidas por
un carnero negro como el carbón. Una llevaba un paño bordado en los bordes con
figuras de animales; otras sostenían sobre los lomos bandejas con cuencos,
fuentes, cuchillos y cucharas de madera, que los perros cogían y dejaban
rápidamente sobre las mesas de caballete. Estas eran muy bajas, tanto que Bilbo
podía sentarse con comodidad. Junto a él, un poni empujaba dos bancos de
asientos bajos y corredizos, con patas pequeñas, gruesas y cortas, para Gandalf
y Thorin, mientras que al otro extremo ponían la gran silla negra de Beorn, del
mismo estilo (en la que se sentaba con las enormes piernas estiradas bajo la mesa).
Estas eran todas las sillas que tenía en la sala, y quizá tan bajas como las
mesas para conveniencia de los maravillosos animales que le servían. ¿En dónde
se sentaban los demás? No los había olvidado. Los otros ponis entraron haciendo
rodar unas secciones cónicas de troncos alisadas y pulidas, y bajas aún para
Bilbo; y muy pronto todos estuvieron sentados a la mesa de Beorn. La sala no
había visto una reunión semejante desde hacía muchos años.
Allí merendaron, o cenaron, como no lo habían
hecho desde que dejaron la Última Morada en el oeste y dijeron adiós a Elrond.
La luz de las antorchas y el fuego titilaban alrededor, y sobre la mesa había
dos velas altas de cera roja de abeja. Todo el tiempo mientras comían, Beorn,
con una voz profunda y atronadora, contaba historias de las tierras salvajes de
aquel lado de la montaña, y especialmente del oscuro y peligroso bosque que se
extendía ante ellos de norte a sur, a un día de cabalgata, cerrando su camino
hacia el este: el terrible bosque denominado el bosque Negro.
Los enanos escuchaban y se mesaban las barbas,
pues pronto tendrían que aventurarse en ese bosque, y después de las montañas
el bosque era el peor de los peligros, antes de llegar a la fortaleza del
dragón. Cuando la cena terminó, se pusieron a contar historias de su propia
cosecha, pero Beorn parecía bastante amodorrado y no ponía mucha atención.
Hablaban sobre todo de oro, plata y joyas, y de trabajos de orfebrería, y a
Beorn no le interesaban esas cosas: no había nada ni de oro ni de plata en la
sala, y pocos objetos, excepto los cuchillos, eran de metal.
Estuvieron largo rato de sobremesa bebiendo
hidromiel en cuencos de madera. Fuera se extendía la noche oscura. Los fuegos
en medio de la sala eran alimentados con nuevos leños; las antorchas se
apagaron, y se sentaron tranquilos a la luz de las llamas danzantes, con los
pilares de la casa altos a sus espaldas, y oscuros, como copas de árboles, en
la parte superior. Fuese magia o no, a Bilbo le pareció oír un sonido como de
viento sobre las ramas, que golpeaban el techo, y el ulular de unos búhos. Al
poco rato empezó a cabecear, y las voces parecían venir de muy lejos, hasta que
despertó con un sobresalto.
La gran puerta había rechinado y en seguida se
cerró de golpe. Beorn había salido. Los enanos estaban aún sentados en el
suelo, alrededor del fuego, con las piernas cruzadas. De pronto se pusieron a
cantar. Algunos de los versos eran como estos, aunque hubo muchos y el canto
siguió durante largo rato.
El
viento soplaba en el brezal agostado,
pero
no se movía una hoja en el bosque;
criaturas
oscuras reptaban en silencio,
y
allí estaban las sombras día y noche.
El
viento bajaba, de las montañas frías,
y
como una marea rugía y rodaba,
la
rama crujía, el bosque gemía
y
allí se amontonaba la hojarasca..
El
viento resoplaba viniendo del oeste,
y
todo movimiento termino en la floresta,
pero
ásperas y roncas cruzando los pantanos,
las
voces sibilantes al fin se liberaron.
Las
hierbas sisearon con las flores dobladas;
los
juncos golpetearon. Los vientos avanzaban
sobre
un estanque trémulo bajo cielos helados,
rasgando
y dispersando las nubes rápidas.
Pasando
por encima del cubil del dragón,
dejó
atrás la montaña Solitaria y desnuda;
había
allí unas piedras oscuras y compactas,
y
en el aire flotaba una bruma.
El
mundo abandonó y se elevó volando
sobre
una noche amplia de mareas.
La
luna navegó sobre los vientos
y
avivó el resplandor de las estrellas.[27]
Bilbo cabeceó de nuevo. De pronto, Gandalf se
puso de pie.
—Es hora de dormir—dijo—, para nosotros, aunque
no creo que para Beorn. En esta sala podemos descansar seguros, pero os
aconsejo que no olvidéis lo que Beorn dijo antes de irse: no os paseéis por
afuera hasta que el sol esté alto, pues sería peligroso.
Bilbo descubrió que habían puesto unas camas a
un lado de la sala, sobre una especie de plataforma entre los pilares y la
pared exterior. Para él había un pequeño edredón de paja y unas mantas de lana.
Se metió entre las mantas muy complacido, como si se tratara de un día de
verano. El fuego ardía bajo cuando al fin se durmió. Sin embargo, despertó por
la noche: el fuego era ahora sólo unas pocas ascuas; los enanos y Gandalf
respiraban tranquilos, y parecía que dormían; la luna alta proyectaba en el
suelo una luz blanquecina que entraba por el agujero del tejado.
Se oyó un gruñido fuera, y el ruido de un
animal que se restregaba contra la puerta. Bilbo se preguntaba qué sería, y si
podría ser Beorn en forma encantada, y si entraría como un oso para matarlos.
Se hundió bajo las mantas y escondió la cabeza, y de nuevo se quedó dormido, aún
a pesar de todos sus miedos.
Era ya avanzada la mañana cuando despertó. Uno
de los enanos se había caído encima de él en las sombras, y había rodado desde
la plataforma al suelo con un fuerte topetazo. Era Bofur, quien se quejaba
cuando Bilbo abrió los ojos.
—Levántate, gandul—le dijo Bofur—, o no habrá
ningún desayuno para ti.
Bilbo se puso en pie de un salto. —¡Desayuno!—gritó—¿Dónde
está el desayuno?
—La mayor parte dentro de nosotros—respondieron
los otros enanos que se paseaban por la sala—, y el resto en la veranda. Hemos
estado buscando a Beorn desde que amaneció, pero no hay señales de él por
ninguna parte, aunque encontramos el desayuno servido tan pronto como salimos.
—¿Dónde está Gandalf?—preguntó Bilbo partiendo
a toda prisa en busca de algo que comer.
—Bien—le dijeron—, fuera quizá, por algún lado.
—Pero Bilbo no vio rastro del mago en todo el día hasta entrada la tarde. Poco
antes de la puesta del sol, Gandalf entró en la sala, donde el hobbit y los enanos,
atendidos por los magníficos animales de Beorn, se encontraban cenando, como
habían estado haciendo a lo largo del día. De Beorn no habían visto ni sabido
nada desde la noche anterior, y empezaban a inquietarse.
—¿Dónde está nuestro anfitrión, y dónde has
pasado el día?—gritaron todos.
—¡Una pregunta por vez, y no hasta después de
haber comido! No he probado bocado desde el desayuno.
Al fin Gandalf apartó el plato y la jarra (se
había comido dos hogazas de pan enteras, con abundancia de mantequilla, miel y
crema cuajada, y había bebido por lo menos un cuarto de galón de hidromiel) y
sacó la pipa. —Primero responderé a la segunda pregunta—dijo—: pero ¡caramba!
¡Este es un sitio estupendo para echar anillos de humo!—Y durante un buen rato
no pudieron sacarle nada más, ocupado como estaba en lanzar anillos de humo,
que desaparecían entre los pilares de la sala, cambiando las formas y los
colores, y haciéndolos salir por el agujero del tejado. Desde fuera estos
anillos tenían que parecer muy extraños, deslizándose en el aire uno tras otro,
verdes, azules, rojos, plateados, amarillos, blancos, grandes, pequeños, los
pequeños metiéndose entre los grandes y formando así figuras en forma de ocho,
y perdiéndose en la distancia como bandadas de pájaros.
—Estuve siguiendo huellas de oso—dijo por fin—.
Una reunión regular de osos tiene que haberse celebrado ahí fuera durante la
noche. Pronto me di cuenta de que las huellas no podían ser todas de Beorn;
había demasiadas, y de diferentes tamaños. Me atrevería a decir que eran osos
pequeños, osos grandes, osos normales y enormes osos gigantes, todos danzando
fuera, desde el anochecer hasta casi el amanecer. Vinieron de todas
direcciones, excepto del lado oeste, más allá del río, de las montañas. Hacia
allí sólo iba un rastro de pisadas... ninguna venía, todas se alejaban desde
aquí. Las seguí hasta la Carroca. Luego desaparecieron en el río, que era
demasiado profundo y caudaloso para intentar cruzarlo. Es bastante fácil, como
recordaréis, ir desde esta orilla hasta la Carroca por el vado, pero al otro
lado hay un precipicio donde el agua desciende en remolinos. Tuve que andar
millas antes de encontrar un lugar donde el río fuese bastante ancho y poco
profundo como para poder vadearlo y nadar, y después millas atrás, otra vez
buscando las huellas. Para cuando llegué, era ya demasiado tarde para
seguirlas. Iban directamente hacia los pinares al este de las montañas
Nubladas, donde anteanoche tuvimos un grato encuentro con los huargos. Y ahora
creo que he respondido además a vuestra primera pregunta—concluyó Gandalf, y se
sentó largo rato en silencio.
Bilbo pensó que sabía lo que el mago quería
decir. —¿Qué haremos—gritó—si atrae hasta aquí a todos los huargos y trasgos?
¡Nos atraparán a todos y nos matarán! Creí que habías dicho que no era amigo de
ellos.
—Sí, lo dije, ¡Y no seas estúpido! Sería mejor
que te fueses a la cama. Se te ha embotado el juicio.
El hobbit se quedó bastante aplastado, y como
no parecía haber otra cosa que hacer, se fue realmente a la cama; mientras los enanos
seguían cantando se durmió otra vez, devanándose todavía la cabecita a
propósito de Beorn, hasta que soñó con cientos de osos negros que danzaban en
círculos lentos y graves, fuera en el patio a la luz de la luna. Entonces
despertó, cuando todo el mundo estaba dormido, y oyó los mismos rasguños,
gangueos, pisadas y gruñidos de antes.
A la mañana siguiente, el propio Beorn los
despertó a todos. —Así que todavía seguís aquí—dijo. Alzó al hobbit y se rio—.
Por lo que veo aún no te han devorado los huargos y los trasgos o los malvados
osos—y apretó el dedo contra el chaleco del señor Bolsón sin ninguna cortesía—.
El conejito se está poniendo otra vez de lo más relleno y saludable con la
ayuda de pan y miel. —Rio entre dientes. —¡Ven y toma algo más!
Así que todos se fueron a desayunar. Beorn
parecía cambiado y bien dispuesto; y en verdad estaba de muy buen humor e hizo
que todos se rieran con sus divertidas historias; no tuvieron que preguntarse
por mucho tiempo dónde había estado o por qué era tan amable con ellos, pues él
mismo lo explicó. Había ido al otro lado del río adentrándose en las montañas—de
lo cual podéis deducir que podía trasladarse a gran velocidad, en forma de oso,
desde luego—. Al fin llegó al claro quemado de los lobos, y así descubrió que
esa parte de la historia era cierta; pero aún encontró algo más: había
capturado a un huargo y a un trasgo que vagaban por el bosque, y les había
sacado algunas noticias: las patrullas de los huargos buscaban aún a los enanos
junto con los trasgos horriblemente enfadados a causa de la muerte del Gran
Trasgo, y porque le habían quemado la nariz al jefe lobo y el fuego del mago
había dado muerte a muchos de los principales sirvientes. Todo esto se lo
dijeron cuando los obligó a hablar, pero adivinó que se tramaba algo todavía
peor, y que el grueso del ejército de los trasgos y los lobos podía irrumpir
pronto en las tierras ensombrecidas por las montañas, en busca de los enanos, o
tomar venganza sobre los hombres y criaturas que allí vivían y que quizá
estaban encubriéndolos.
—Era una buena historia la vuestra—dijo Beorn—,
pero ahora que sé que es cierta, me gusta todavía más, Tenéis que perdonarme
por no haberos creído. Si vivieseis cerca de los lindes del bosque Negro, no
creeríais a nadie que no conocieseis tan bien como vuestro propio hermano, o
mejor. Como veis sólo puedo deciros que me he dado prisa en regresar para ver
si estabais a salvo y ofreceros mi ayuda. Tendré en mejor opinión a los enanos
después de este asunto. ¡Dieron muerte al Gran Trasgo, dieron muerte al Gran
Trasgo!—se rio ferozmente entre dientes.
—¿Qué habéis hecho con el trasgo y con el huargo?—preguntó
Bilbo de repente.
—¡Venid y lo veréis!—dijo Beorn y dieron la
vuelta a la casa. Una cabeza de trasgo asomaba empalada detrás de la cancela, y
un poco más allá se veía una piel de huargo clavada en un árbol. Beorn era un
enemigo feroz. Pero ahora era amigo de ellos, y Gandalf creyó conveniente
contarle la historia completa y la razón del viaje, para obtener así toda la
ayuda posible.
Esto fue lo que Beorn les prometió. Les
conseguiría ponis, para cada uno, y a Gandalf un caballo, para el viaje hasta
el bosque, y les daría comida suficiente para varias semanas si la
administraban con cuidado; y luego puso todo en paquetes fáciles de llevar:
nueces, harina, tarros de frutos secos herméticamente cerrados y potes de barro
rojo llenos de miel, y bizcochos horneados dos veces para que se conservasen
bien mucho tiempo; un poco de estos bizcochos bastaba para una larga jornada.
La receta era uno de sus secretos, pero tenían miel, como casi todas las
comidas de Beorn, y un sabor agradable, aunque dejaban la boca bastante seca.
Dijo que necesitarían llevar agua por aquel lado del bosque, pues había arroyos
y manantiales a todo lo largo del camino. —Pero el camino que cruza el bosque
Negro es oscuro, peligroso y arduo—dijo—. No es fácil encontrar agua allá, ni
comida. No es todavía tiempo de nueces (aunque en realidad quizá ya haya pasado
cuando lleguéis al otro extremo), y las nueces son lo único que se puede comer
en esos sitios; las cosas silvestres son allí oscuras, extrañas y salvajes. Os
daré odres para el agua, y algunos arcos y flechas. Pero no creo que haya nada
en el bosque Negro que sea bueno para comer o beber. Sé que hay un arroyo,
negro y caudaloso, que cruza el sendero. No bebáis ni os bañéis en él, pues he
oído decir que produce encantamientos, somnolencia y pérdida de la memoria. Y
entre las tenebrosas sombras del lugar no me parece que podáis cazar algo que
sea comestible o no comestible, sin extraviaros. Esto tenéis que evitarlo en cualquier
circunstancia. No tengo otro consejo para vosotros. Más allá del linde del
bosque, no puedo ayudaros mucho; tendréis que depender de la suerte, de vuestro
valor y de la comida que os doy. He de pediros que en la cancela del bosque me
mandéis de vuelta al caballo y los ponis. Pero os deseo que podáis marchar de
prisa, y mi casa estará abierta siempre para vosotros si alguna vez volvéis por
este camino.
Le dieron las gracias, por supuesto, con
muchas reverencias y movimientos de los capuchones, y con muchos: —A vuestro
servicio, ¡oh amo de los amplios salones de madera! —Pero las graves palabras
de Beorn los habían desanimado, y todos sintieron que la aventura era mucho más
peligrosa de lo que habían pensado antes, ya que de cualquier modo, aunque
pasasen todos los peligros del camino, el dragón estaría esperando al final.
Toda la mañana estuvieron ocupados con los
preparativos. Poco antes del mediodía comieron con Beorn por última vez, y
después del almuerzo montaron en los caballos que él les prestó, y
despidiéndose una y mil veces, cabalgaron a buen trote dejando atrás la cancela.
Tan pronto como se alejaron de los setos altos
al este de las tierras cercadas, se encaminaron al norte y luego al noroeste.
Siguiendo el consejo de Beorn no marcharon hacia el camino principal del
bosque, al sur de aquellas tierras. Si hubiesen ido por el desfiladero, una
senda los habría llevado hasta un arroyo que bajaba de las montañas y se unía
al río Grande, algunas millas al sur de la Carroca. En ese lugar había un vado
profundo que podrían haber cruzado, si hubiesen tenido los ponis, y más allá
otra senda llevaba a los bordes del bosque y a la entrada del antiguo camino de
la floresta. Pero Beorn les había advertido que aquel camino era ahora
frecuentado por los trasgos, mientras que el verdadero camino del bosque, según
había oído decir, estaba cubierto de maleza y abandonado por el extremo
oriental, y llevaba además a pantanos impenetrables, donde los senderos se
habían perdido hacía tiempo. El paso por el este siempre había quedado
demasiado al sur de la montaña Solitaria, y desde allí, cuando alcanzaran el
otro lado, les hubiera esperado aún una marcha larga y dificultosa hacia el
norte. Al norte de la Carroca, los lindes del bosque Negro estaban más cerca de
las orillas del río Grande, y aunque las montañas se alzaban no muy lejos,
Beorn les aconsejó tomar este camino, pues a unos pocos días de cabalgata al
norte de la Carroca había un sendero poco conocido que atravesaba el bosque
Negro y llevaba casi directamente a la montaña Solitaria.
—Los trasgos—había dicho Beorn—, no se
atreverán a cruzar el río Grande en unas cien millas [160 kilómetros] al
norte de la Carroca, ni tampoco a acercarse a mi casa; ¡está bien protegida por
las noches! Pero yo cabalgaría de prisa, porque si ellos emprenden esa
aventura, pronto cruzarán el río por el sur y recorrerán todo el linde del
bosque con el fin de cortaros el paso, y los huargos corren más que los ponis.
En verdad estaríais a salvo yendo hacia el norte, aunque parezca que así
volvéis a las fortalezas; pues eso sería lo que ellos menos esperarían, y
tendrían que cabalgar mucho más para alcanzaros. ¡Partid ahora tan rápido como
podáis!
Eso era por lo que cabalgaban en silencio,
galopando por donde el terreno estaba cubierto de hierba y era llano, con las
tenebrosas montañas a la izquierda, y a lo lejos la línea del río con árboles
cada vez más próximos. El sol acababa de girar hacia el oeste cuando partieron,
y hasta el atardecer cayó en rayos dorados sobre la tierra de alrededor. Era
difícil pensar que unos trasgos los perseguían, y cuando hubo muchas millas
entre ellos y la casa de Beorn, se pusieron a charlar y a cantar otra vez, y
así olvidaron el oscuro sendero del bosque que tenían delante. Pero al
atardecer, cuando cayeron las sombras y los picos de las montañas
resplandecieron a la luz del sol poniente, acamparon y montaron guardia, y la
mayoría durmió inquieta, con sueños en los que se oían aullidos de lobos que
cazaban y alaridos de trasgos.
Con todo, la mañana siguiente amaneció otra
vez clara y hermosa. Había una neblina blanca y otoñal sobre el suelo, y el
aire era helado, pero pronto el sol rojizo se levantó por el este y las
neblinas desaparecieron, y cuando las sombras eran todavía largas,
reemprendieron la marcha. Así que cabalgaron durante dos días más, y en todo
este tiempo no vieron nada excepto hierba, flores, pájaros, y árboles
diseminados, y de vez en cuando pequeñas manadas de venados rojos que pacían o
estaban echados a la sombra. Alguna vez Bilbo vio cuernos de ciervos que
asomaban por entre la larga hierba, y al principio creyó que eran ramas de
árboles muertas. En la tercera tarde estaban decididos a marchar durante horas,
pues Beorn les había dicho que tenían que alcanzar la entrada del bosque
temprano al cuarto día, y cabalgaron bastante tiempo después del anochecer,
bajo la luna. Cuando la luz iba desvaneciéndose, Bilbo pensó que a lo lejos, a
la derecha o a la izquierda, veía la ensombrecida figura de un gran oso que
marchaba en la misma dirección. Pero si se atrevía a mencionárselo a Gandalf,
el mago sólo decía: —¡Silencio! Haz como si no lo vieses.
Al día siguiente partieron antes del amanecer,
aunque la noche había sido corta. Tan pronto como se hizo de día pudieron ver
el bosque, y parecía que viniese a reunirse con ellos, o que los esperara como
un muro negro y amenazador. El terreno empezó a ascender, y el hobbit se dijo
que un silencio distinto pesaba ahora sobre ellos. Los pájaros apenas cantaban.
No había venados, ni siquiera los conejos se dejaban ver. Por la tarde habían
alcanzado los límites del bosque Negro, y descansaron casi bajo las ramas
enormes que colgaban de los primeros árboles. Los troncos eran nudosos, las
ramas retorcidas, las hojas oscuras y largas. La hiedra crecía sobre ellos y se
arrastraba por el suelo.
—¡Bien, aquí tenemos el bosque Negro!—dijo
Gandalf—. El bosque más grande del mundo septentrional. Espero que os agrade.
Ahora tenéis que enviar de vuelta estos ponis excelentes que os han prestado.
Los enanos quisieron quejarse, pero el mago
les dijo que eran unos tontos. —Beorn no está tan lejos como
vosotros pensáis, y de cualquier modo será mucho mejor que mantengáis vuestras
promesas, pues él es un mal enemigo. Los ojos del señor Bolsón son más
penetrantes que los vuestros, si no habéis visto de noche en la oscuridad un gran
oso que caminaba a la par con nosotros, o se sentaba lejos a la luz de la luna,
observando nuestro campamento. No sólo para guiaros y protegeros, sino también
para vigilar los ponis. Beorn puede ser amigo vuestro, pero ama a sus animales
como si fueran sus propios hijos. No tenéis idea de la amabilidad que ha
demostrado permitiendo que unos enanos los monten, sobre todo en un trayecto
tan largo y fatigoso, ni de lo que sucedería si intentaseis meterlos en el
bosque.
—¿Y qué hay del caballo?—dijo Thorin—. No
dices nada sobre devolverlo.
—No digo nada porque no voy a devolverlo.
—¿Y qué pasa con tú promesa?
—Déjala de mi cuenta. No devolveré el caballo,
cabalgaré en él.
Entonces supieron que Gandalf iba a dejarlos
en los mismísimos lindes del bosque Negro, y se sintieron desesperados. Pero
nada de lo que dijesen lo haría cambiar de idea.
—Todo esto lo hemos tratado ya antes, cuando
hicimos un alto en la Carroca—dijo—. No vale la pena discutir. Como ya he
dicho, tengo un asunto que resolver, lejos al sur; y no puedo perder tiempo con
todos vosotros. Quizá volvamos a encontrarnos antes de que esto se acabe, y
puede que no. Eso sólo depende de vuestra suerte, coraje, y buen juicio; envío
al señor Bolsón con vosotros, ya os he dicho que vale más de lo que creéis y
pronto tendréis la prueba. De modo que alegra esa cara, Bilbo, y no te muestres
tan taciturno. ¡Alegraos Thorin y compañía! Al fin y al cabo, es vuestra
expedición. ¡Pensad en el tesoro que os espera al final, y olvidaos del bosque
y del dragón, por lo menos hasta mañana por la mañana!
Cuando el mañana por la mañana llegó, Gandalf
seguía diciendo lo mismo. Así que ahora nada quedaba por hacer excepto llenar
los odres en un arroyo claro que encontraron a la entrada del bosque, y
descargar los ponis. Distribuyeron los bultos con la mayor equidad posible, aunque
Bilbo pensó que su lote era demasiado pesado, y no le hacía ninguna gracia la
idea de recorrer a pie millas y millas con todo aquello a sus espaldas.
—¡No te preocupes!—le dijo Thorin—. Todo se
aligerará muy pronto. Antes de que nos demos cuenta, estaremos deseando que
nuestros fardos sean más pesados, cuando la comida empiece a escasear.
Entonces por fin dijeron adiós a los ponis y
les pusieron las cabezas apuntando a la casa de Beorn. Los animales se
marcharon trotando, y parecían muy contentos de volver las colas hacia las
sombras del bosque Negro. Mientras se alejaban, Bilbo hubiera jurado haber
visto algo parecido a un oso que salía de entre las sombras de los árboles e
iba tras ellos arrastrando los pies.
Gandalf se despidió también. Bilbo se sentó en
el suelo sintiéndose muy desgraciado y deseando quedarse con el mago, montado a
la grupa de la alta cabalgadura. Acababa de adentrarse en el bosque justo
después del desayuno (por cierto bastante frugal), y todo estaba allí tan
oscuro en plena mañana como durante la noche, y muy en secreto se dijo a sí
mismo: "Parece como si algo esperara y vigilara".
—Adiós—dijo Gandalf a Thorin—¡Y adiós a todos
vosotros, adiós! Ahora seguid todo recto a través del bosque. ¡No abandonéis el
sendero! Si lo hacéis, hay una posibilidad entre mil de que volváis a
encontrarlo, y nunca saldréis del bosque Negro, y entonces es seguro que ni yo
ni nadie volverá a veros jamás.
—¿Pero es realmente necesario que lo
atravesemos?—gimoteó el hobbit.
—¡Sí, así es!—dijo el mago—Si queréis llegar
al otro lado. Tenéis que cruzarlo o abandonar toda búsqueda. Y no permitiré que
retrocedas ahora, señor Bolsón. Me avergüenza que se te haya ocurrido. Eres tú
quien desde ahora tendrá que cuidar a estos enanos en mi lugar. —Gandalf rio.
—¡No! ¡No!—dijo Bilbo—Yo no quería decir eso.
Pregunto si no hay algún otro camino bordeándolo.
—Hay, si lo que deseas es desviarte doscientas
millas [322 kilómetros] o más al norte, y cuatrocientas [644 kilómetros]
al sur. Pero ni siquiera entonces encontrarías un sendero seguro. No hay
senderos seguros en esta parte del mundo. Recuerda que estás ahora en las
fronteras de las tierras salvajes, expuesto a todo, donde quiera que vayas.
Antes de que pudieras bordear el bosque Negro por el norte, te encontrarías
justo entre las laderas de las montañas Grises, plagadas de trasgos, hobotrasgos
y orcos de la peor especie. Antes que pudieras bordearlo por el sur, te
encontrarías en el país del Nigromante; y ni siquiera tú, Bilbo, necesitas que
te cuente historias del hechicero negro. ¡No os aconsejo que os acerquéis a los
lugares dominados por esa torre sombría! Manteneos en el sendero del bosque,
conservad vuestro ánimo, esperad siempre lo mejor y con una tremenda porción de
suerte puede que un día salgáis y encontréis los pantanos Largos justo debajo;
y más allá, elevándose en el este, la montaña Solitaria donde habita el querido
viejo Smaug, aunque confío que no os esté esperando.
—Muy consolador de tu parte, puedes estar
seguro—gruñó Thorin—. ¡Adiós! ¡Si no vienes con nosotros es mejor que te
largues sin una palabra más!
—¡Adiós entonces, esta vez de verdad adiós!—dijo
Gandalf, y dando media vuelta, cabalgó hacia el oeste. Pero no pudo resistir la
tentación de ser el último en decir algo, y cuando aún podían oírlo, se volvió
y llamó poniendo las manos a los lados de la boca. Oyeron la voz débilmente: —¡Adiós!
Sed buenos, cuidaros, ¡y no abandonéis el sendero!
Luego se alejó al galope y pronto se perdió en
la distancia. —¡Oh, adiós y vete de una vez!—farfullaron los enanos, todos de
lo más enfadados, realmente abrumados de consternación. Ahora empezaba la parte
más peligrosa del viaje. Cada uno cargaba con un fardo pesado y el odre de agua
que le correspondía, y dejando detrás la luz que se extendía sobre los campos,
penetraron en la floresta.
IX.MOSCAS Y ARAÑAS
EL HOBBIT
Caminaban en fila. La
entrada del sendero era una suerte de arco que llevaba a un túnel lóbrego
formado por dos árboles inclinados, demasiado viejos y ahogados por la hiedra y
los líquenes colgantes para tener más que unas pocas hojas ennegrecidas. El
sendero mismo era estrecho y serpenteaba por entre los troncos. Pronto la luz
de la entrada fue un pequeño agujero brillante allá atrás, y en el silencio
profundo los pies parecían golpear pesadamente mientras todos los árboles se
doblaban sobre ellos y escuchaban.
Cuando se
acostumbraron a la oscuridad, pudieron ver un poco a los lados, a una trémula
luz de color verde oscuro. En ocasiones, un rayo de sol que alcanzaba a
deslizarse por una abertura entre las hojas de allá arriba, y escapar a los
enmarañados arbustos y ramas entretejidas de abajo, caía tenue y brillante ante
ellos. Pero esto ocurría raras veces, y cesó pronto.
Había ardillas negras
en el bosque. Los ojos penetrantes e inquisitivos de Bilbo empezaron a
vislumbrarlas fugazmente mientras cruzaban rápidas el sendero y se escabullían
escondiéndose detrás de los árboles. Había también extraños ruidos, gruñidos,
susurros, correteos en la maleza y entre las hojas qué se amontonaban en
algunos sitios del bosque; pero no conseguían ver qué causaba estos ruidos.
Entre las cosas visibles lo más horrible eran las telarañas: espesas telarañas
oscuras, con hilos extraordinariamente gruesos; tendidas casi siempre de árbol
a árbol, o enmarañadas en las ramas más bajas, a los lados. No había ninguna
que cruzara el sendero, y no pudieron adivinar si esto era por encantamiento o
por alguna otra razón.
No transcurrió mucho
tiempo antes que empezaran a odiar el bosque tanto como habían odiado los
túneles de los trasgos, e incluso tenían menos esperanzas de llegar a la
salida. Pero no había otro remedio que seguir y seguir, aún después de sentir
que no podrían dar un paso más si no veían el sol y el cielo, y de desear que
el viento les soplara en las caras. El aire no se movía bajo el techo del
bosque, eternamente quieto, sofocante y oscuro. Hasta los mismos enanos lo
sentían así, ellos que estaban acostumbrados a excavar túneles y a pasar largas
temporadas apartados de la luz del sol; pero el hobbit, a quien le gustaban los
agujeros para hacer casas, y no para pasar los días de verano, sentía que se
asfixiaba poco a poco.
Las noches eran lo
peor: entonces se ponía oscuro como el carbón, no lo que vosotros llamáis negro
carbón, sino realmente oscuro, tan negro que de verdad no se podía ver nada.
Bilbo movía la mano delante de la nariz, intentando en vano distinguir algo.
Bueno, quizá no es totalmente cierto decir que no veían nada; veían ojos.
Dormían todos muy juntos, y se turnaban en la vigilia; cuando le tocaba a
Bilbo, veía destellos alrededor, y a veces, pares de ojos verdes, rojos o
amarillos se clavaban en él desde muy cerca, y luego se desvanecían y
desaparecían lentamente, y empezaban a brillar en otra parte. De vez en cuando
destellaban en las ramas bajas que estaban justamente sobre él, y eso era lo
más terrorífico. Pero los ojos que menos le agradaban eran unos que parecían
pálidos y bulbosos. "Ojos de insecto" pensaba, "no
ojos de animales, pero demasiado grandes."
Aunque no hacía aún
mucho frío, trataron de encender unos fuegos pero desistieron pronto. Parecían
atraer cientos y cientos de ojos alrededor; pero esas criaturas, fuesen las que
fuesen, tenían cuidado de no mostrar sus cuerpos a la luz trémula de las
brasas. Peor aún, atraían a miles y miles de falenas grises oscuras y negras,
algunas casi tan grandes como vuestras manos, que revoloteaban y les zumbaban
en los oídos. No fueron capaces de soportarlo, ni a los grandes murciélagos,
negros como sombreros de copa; así que pronto dejaron de encender fuegos y
dormitaban envueltos en una enorme y extraña oscuridad.
Todo esto duró lo que
al hobbit parecieron siglos y siglos; siempre tenía hambre, pues cuidaban
sobremanera las provisiones. Aun así, a medida que los días seguían a los días
y el bosque parecía siempre el mismo, empezaron a sentirse ansiosos. La comida
no duraría siempre: de hecho, empezaba a escasear. Intentaron cazar alguna
ardilla, y desperdiciaron muchas flechas antes de derribar una en el sendero.
Cuando la asaron, tenía un gusto horrible, y no cazaron más.
Estaban sedientos
también; ninguno llevaba mucha agua, y en todo el trayecto no habían visto
manantiales ni arroyos. Así estaban cuando un día descubrieron que una
corriente de agua interrumpía el sendero. Rápida y alborotada, pero no
demasiado ancha, fluía cruzando el camino; y era negra, o así parecía en la
oscuridad. Fue bueno que Beorn les hubiese prevenido contra ella, o hubieran
bebido y llenado alguno de los odres vacíos en la orilla, sin preocuparse por
el color. Así que sólo pensaron en cómo atravesarla sin mojarse. Allí había
habido un puente de madera, pero se había podrido con el tiempo y había caído
al agua dejando sólo los postes quebrados cerca de la orilla.
Bilbo, arrodillándose
en la ribera, miró adelante con atención y gritó: —¡Hay un bote en la otra
orilla! ¿Por qué no pudo haber estado aquí?
—¿A qué distancia
crees que está?—preguntó Thorin, pues por entonces ya sabían que entre todos
ellos Bilbo tenía la vista más penetrante.
—No muy lejos. No me
parece que mucho más de doce yardas [11 metros].
—¡Doce yardas! Yo
hubiera pensado que eran treinta [27 metros] por lo menos, pero mis ojos ya no ven tan bien
como hace cien años. Aun así, doce yardas es tanto como una milla. No podemos
saltar por encima del río y no nos atrevemos a vadearlo o nadar.
—¿Alguno de vosotros
puede lanzar una cuerda?
—¿Y de qué serviría?
Seguro que el bote está atado, aun contando con que pudiéramos engancharlo,
cosa que dudo.
—No creo que esté
atado—dijo Bilbo—. Aunque, naturalmente, con esta luz no puedo estar seguro;
pero me parece como si sólo estuviese varado en la orilla, que es bastante baja
ahí donde el sendero se mete en el río.
—Dori es el más
fuerte, pero Fili
es el más joven y tiene mejor vista—dijo Thorin—. Ven acá, Fili, y mira si puedes ver el bote de que habla el
señor Bolsón.
Fili
creyó verlo; así que luego de mirar un largo rato para tener una idea de la
dirección, los otros le trajeron una cuerda. Llevaban muchas con ellos, y en el
extremo de la más larga ataron uno de los ganchos de hierro que usaban para
sujetar las mochilas a las correas de los hombros. Fili lo tomó, lo balanceó un momento, y lo arrojó
por encima de la corriente.
Cayó salpicando en el
agua. —¡No lo bastante lejos!—dijo Bilbo, que observaba la otra orilla—. Un par
de pies más y hubieras alcanzado el bote. Inténtalo otra vez. No creo que el
encantamiento sea tan poderoso para hacerte daño si tocas un trozo de cuerda
mojada.
Recogieron el gancho y
Fili lo alzó en el aire, aunque dudando aún. Esta
vez tiró con más fuerza.
—¡Calma!—dijo Bilbo—.
Lo has metido entre los árboles del otro lado. Retíralo lentamente. —Fili retiró la cuerda poco a poco, y un momento
después Bilbo dijo:
—¡Cuidado!, ahora
estás sobre el bote; esperemos que el hierro se enganche.
Y se enganchó. La
cuerda se puso tensa y Fili
tiró en vano. Kili fue en su ayuda, y después Óin y Glóin. Tiraron, y de pronto
cayeron todos de espaldas. Bilbo que estaba atento alcanzó a tomar la cuerda y
con un trozo de palo retuvo al pequeño bote negro que se acercaba arrastrado
por la corriente. —¡Socorro!—gritó, y Balin aferró el bote antes de que se
deslizase aguas abajo.
—Estaba atado, después
de todo—dijo, mirando la amarra rota que aún colgaba del bote—. Fue un buen
tirón, muchachos; y suerte que nuestra cuerda era la más resistente.
—¿Quién cruzará
primero?—preguntó Bilbo.
—Yo—dijo Thorin—, y tú
vendrás conmigo, y Fili
y Balin. No cabemos más en el bote. Luego, Kili, Óin, Glóin y Dori. Seguirán
Ori y Nori, Bifur y Bofur, y por último Dwalin y Bombur.
—Soy siempre el
último, y no me gusta—dijo Bombur—. Hoy le toca a otro.
—No tendrías que estar
tan gordo. Tal como eres, tienes que cruzar el último y con la carga más
ligera. No empieces a quejarte de las órdenes, o lo pasarás mal.
—No hay remos. ¿Cómo
impulsaremos el bote hasta la otra orilla?—preguntó Bilbo.
—Dadme otro trozo de
cuerda y otro gancho—dijo Fili,
y cuando se los trajeron, arrojó el gancho hacia la oscuridad, tan alto como
pudo. Como no cayó, supusieron que se había enganchado en las ramas—. Ahora
subid—dijo Fili—.
Que uno de vosotros tire de la cuerda sujeta al árbol. Otro tendrá que sujetar
el gancho que utilizamos al principio, y cuando estemos seguros en la otra
orilla, puede engancharlo y traer el bote de vuelta.
De este modo pronto
estuvieron todos a salvo en la orilla opuesta, al borde del arroyo encantado.
Dwalin acababa de salir aprisa, con la cuerda enrollada en el brazo, y Bombur
(refunfuñando aún) se aprestaba a seguirlo cuando algo malo ocurrió. Sendero
adelante hubo un ruido como de pezuñas raudas. De repente, de la lobreguez,
salió un ciervo volador. Cargó sobre los enanos y los derribó, y en seguida se
encogió para saltar. Pasó por encima del agua con un poderoso brinco, pero no
llegó indemne a la orilla. Thorin había sido el único que aún se mantenía en
pie y alerta. Tan pronto como llegaron a tierra había preparado el arco y había
puesto una flecha, por si de pronto aparecía el guardián del bote. Disparó
rápido contra la bestia, que se derrumbó al llegar a la otra orilla. Las
sombras la devoraron, pero oyeron un sonido entrecortado de pezuñas que al fin
se extinguió.
Antes que pudieran
alabar este tiro certero, un horrible gemido de Bilbo hizo que todos olvidaran
la carne de venado. —¡Bombur ha caído! ¡Bombur se ahoga!—gritó. No era más que
la verdad. Bombur sólo tenía un pie en tierra cuando el ciervo se adelantó y
saltó sobre él. Había tropezado, impulsando el bote hacia atrás y perdiendo el
equilibrio, y las manos le resbalaron por las raíces limosas de la orilla,
mientras el bote desaparecía girando lentamente.
Aún alcanzaron a ver
el capuchón de Bombur sobre el agua, cuando llegaron corriendo a la orilla. Le
echaron rápidamente una cuerda con un gancho. La mano de Bombur aferró la
cuerda y los otros tiraron. Por supuesto, el enano estaba empapado de pies a
cabeza, pero eso no era lo peor. Cuando lo depositaron en tierra seca ya estaba
profundamente dormido, la mano tan apretada a la cuerda que no la pudieron
soltar; y profundamente dormido quedó, a pesar de todo lo que le hicieron.
Aún estaban de pie y
mirándolo, maldiciendo el desgraciado incidente y la torpeza de Bombur,
lamentando la pérdida del bote, que les impedía volver y buscar el ciervo,
cuando advirtieron un débil sonido: como de trompas y de perros que ladrasen
lejos en el bosque. Todos se quedaron en silencio, y cuando se sentaron les
pareció que oían el estrépito de una gran cacería al norte del sendero, aunque
no vieron nada.
Estuvieron sentados
durante largo rato, no atreviéndose a moverse. Bombur seguía durmiendo con una
sonrisa en la cara redonda, como si todos aquellos problemas ya no le
preocuparan. De repente, sendero adelante, aparecieron unos ciervos blancos, un
cervato y unas ciervas, tan níveos como oscuro había sido el ciervo anterior.
Refulgían en las sombras. Antes de que Thorin pudiera decir nada, tres de los enanos
se habían puesto en pie de un brinco y habían disparado las flechas. Ninguna
pareció dar en el blanco. Los ciervos se volvieron y desaparecieron entre los
árboles tan en silencio como habían venido y los enanos dispararon en vano
otras flechas.
—¡Deteneos! ¡Deteneos!—gritó
Thorin, pero demasiado tarde; los excitados enanos habían desperdiciado las
últimas flechas, y ahora los arcos que Beorn les había dado eran inútiles.
Esa noche fueron una
triste partida, y esta tristeza pesó aún más sobre ellos en los días
siguientes. Habían cruzado el arroyo encantado, pero más allá el sendero
parecía serpear igual que antes, y en el bosque no advirtieron cambio alguno.
Si sólo hubiesen sabido un poco más de él, y hubiesen considerado el
significado de la cacería y del ciervo blanco que se les había aparecido en el
camino, hubieran podido reconocer que iban al fin hacia el linde este, y que si
hubiesen conservado el valor y las esperanzas, pronto habrían llegado a sitios donde
la luz del sol brillaba de nuevo y los árboles eran más ralos.
Pero no lo sabían, y
estaban cargados con el pesado cuerpo de Bombur, al que transportaban como
mejor podían, turnándose de cuatro en cuatro en la fatigosa tarea, mientras los
demás se repartían los bultos. Si estos no se hubieran aligerado en las últimas
jornadas, nunca lo hubieran conseguido, pero el sonriente y soñador Bombur era
un pobre sustituto de las mochilas cargadas de comida, pesasen lo que pesasen.
Pocos días más y no les quedó prácticamente nada que comer o beber. Nada
apetitoso parecía crecer en el bosque; sólo hongos y hierbas de hojas pálidas y
olor desagradable.
Cuatro días después
del arroyo encantado, llegaron a un sitio del bosque poblado de hayas. En un
primer momento les alegró el cambio, pues aquí no crecían malezas y las sombras
no eran tan profundas. Había una luz verdosa a ambos lados del sendero, pero el
resplandor sólo revelaba unas hileras interminables de troncos rectos y grises,
como pilares de un vasto salón crepuscular. Había un soplo de aire y se oía un
viento, pero el sonido era triste. Unas hojas secas cayeron recordándoles que
fuera llegaba el otoño. Arrastraban los pies por entre las hojas muertas de
otros otoños incontables, que en montones llegaban al sendero desde la alfombra
granate del bosque.
Bombur dormía aún, y
ellos estaban muy cansados. A veces oían una risa inquietante, y a veces
también un canto a lo lejos. La risa era risa de voces armoniosas, no de
trasgos, y el canto era hermoso, pero sonaba misterioso y extraño, y en vez de
sentirse reconfortados, se dieron prisa por dejar aquellos parajes con las
fuerzas que les restaban.
Dos días más tarde
descubrieron que el sendero descendía, y antes de mucho tiempo salieron a un
valle en el que crecían unos grandes robles.
—¿Es que nunca ha de
terminar este bosque maldito?—dijo Thorin—Alguien tiene que trepar a un árbol y
ver si puede sacar la cabeza por el tejado y echar un vistazo alrededor. Hay
que escoger el árbol más alto que se incline sobre el sendero.
Por supuesto, "alguien"
quería decir Bilbo. Lo eligieron porque para que el intento sirviera de algo,
quien trepase necesitaría sacar la cabeza por entre las hojas más altas, y por
tanto tenía que ser liviano para que las ramas delgadas pudieran sostenerlo. El
pobre señor Bolsón nunca había tenido mucha práctica en trepar a las árboles,
pero los otros lo alzaron hasta las ramas más bajas de un roble enorme que
crecía justo al lado del sendero y allá tuvo que subir, lo mejor que pudo; se
abrió camino por entre las pequeñas ramas enmarañadas, con más de un golpe en
los ojos. Se manchó de verde y se ensució con la corteza vieja de las ramas más
grandes; más de una vez resbaló y consiguió sostenerse en el último momento;
por fin, tras un terrible esfuerzo en un sitio difícil, donde no parecía haber
ninguna rama adecuada, llegó cerca de la cima. Todo el tiempo se estuvo
preguntando si habría arañas en el árbol, y cómo iba a bajar (excepto cayendo).
Al fin sacó la cabeza
por encima del techo de hojas, y en efecto, encontró arañas. Pero eran
pequeñas, de tamaño corriente, y sólo les interesaban las mariposas. Los ojos
de Bilbo casi se enceguecieron con la luz. Oía a los enanos que le gritaban
desde abajo, pero no podía responderles, sólo aferrarse a las ramas y
parpadear. El sol brillaba resplandeciente y pasó largo rato antes que pudiera
soportarlo. Cuando lo consiguió, vio a su alrededor un mar verde oscuro, rizado
aquí y allá por la brisa; y por todas partes, cientos de mariposas. Supongo que
eran una especie de "emperador púrpura", una mariposa
aficionada a las alturas de las robledas, pero no eran nada purpúreas, sino muy
oscuras, de un negro aterciopelado, sin que se les pudiese ver ninguna marca.
Observó a la "emperador
negra" durante largo rato, y disfrutó sintiendo la brisa en el cabello
y la cara, pero los gritos de los enanos, que ahora estaban impacientes y
pateaban el suelo allá abajo, le recordaron al fin a qué había venido. De nada
le sirvió. Miró con atención alrededor, tanto como pudo, y no vio que los
árboles o las hojas terminasen en alguna parte. El corazón, que se le había
aligerado viendo el sol y sintiendo el soplo del viento, le pesaba en el pecho;
no había comida que llevar allá abajo.
Realmente, como os he
dicho, no estaban muy lejos del linde del bosque; y si Bilbo hubiera sido más
perspicaz habría entendido que el árbol al que había trepado, aunque alto,
estaba casi en lo más hondo de un valle extenso; mirando desde la copa, los
otros árboles parecían crecer todo alrededor, como los bordes de un gran tazón,
y Bilbo no podía ver hasta dónde se extendía el bosque. Sin embargo, no se dio
cuenta de esto, y descendió al fin desesperado, cubierto de arañazos, sofocado,
y miserable, y no vio nada en la oscuridad de abajo, cuando llegó allí. Las
malas nuevas pronto pusieron a los otros tan tristes como él.
—¡El bosque sigue,
sigue y sigue en todas direcciones! ¿Qué haremos? ¿Y qué sentido tiene enviar a
un hobbit?—gritaban como si Bilbo fuese el culpable. Les importaban un rábano
las mariposas, y cuando les habló de la hermosa brisa se enfadaron más aún,
pues eran demasiado pesados para trepar y sentirla.
Aquella noche tomaron
las últimas sobras y migajas de comida, y cuando a la mañana siguiente
despertaron, advirtieron ante todo que estaban rabiosamente hambrientos, y
luego que llovía, y que las gotas caían pesadamente aquí y allá sobre el suelo
del bosque. Eso sólo les recordó que también estaban muertos de sed, y que la
lluvia no los aliviaba: no se puede apagar una sed terrible sólo quedándote al
pie de unos robles gigantescos, esperando a que una gota ocasional te caiga en
la lengua. La única pizca de consuelo llegó, inesperadamente, de Bombur.
Bombur despertó de súbito
y se sentó rascándose la cabeza. No había modo de que pudiera entender dónde
estaba ni por qué tenía tanta hambre. Había olvidado todo lo que ocurriera
desde el principio del viaje, aquella mañana de mayo, hacía tanto tiempo. Lo
último que recordaba era la tertulia en la casa del hobbit, y fue difícil
convencerlo de la verdad de las muchas aventuras que habían tenido desde
entonces.
Cuando oyó que no
había nada que comer, se sentó y se echó a llorar; se sentía muy débil y le
temblaban las piernas. —¿Por qué habré despertado?—sollozaba—. Tenía unos
sueños tan maravillosos. Soñé que caminaba por un bosque bastante parecido a
éste, alumbrado sólo por antorchas en los árboles, lámparas que se balanceaban
en las ramas, y hogueras en el suelo; y se celebraba una gran fiesta, que no
terminaría nunca. Un rey del bosque estaba allí coronado de hojas; y se oían
alegres canciones, y no podría contar o describir todo lo que había para comer
y beber.
—Y no tienes por qué
intentarlo—dijo Thorin—. En verdad, si no puedes hablar de otra cosa, mejor te
callas. Ya estamos bastante molestos contigo por lo que pasó. Si no hubieras
despertado, te habríamos dejado en el bosque con tus sueños idiotas; no es
ninguna broma andar cargando contigo ni aún después de semanas de escasez.
No podían hacer otra
cosa que apretarse los cinturones sobre los estómagos vacíos, cargar con los
sacos y mochilas también vacíos, y marchar sin descanso camino adelante, sin
muchas esperanzas de llegar al final antes de caer y morir de inanición. Esto
fue lo que hicieron todo ese día, avanzando cansada y lentamente, mientras
Bombur seguía quejándose de que las piernas no podían sostenerlo y que quería
echarse y dormir.
—No, no lo harás—decían—.
Que tus piernas cumplan la parte que les toca; nosotros ya te hemos cargado
bastante tiempo.
A pesar de todo,
Bombur se negó de pronto a dar un paso más y se dejó caer en el suelo. —Seguid
si es vuestro deber—dijo—, yo me echaré aquí a dormir y a soñar con comida, ya
que no puedo tenerla de otro modo. Espero no despertar nunca más.
En ese momento, Balin,
que iba un poco más adelante, gritó: —¿Qué es eso? Creí ver un destello de luz
entre los árboles.
Todos miraron, y
parecía que allá a lo lejos se veía un parpadeo rojizo en la oscuridad, y después
otro y otro a un lado. Hasta Bombur mismo se puso de pie, y luego todos
caminaron de prisa, sin detenerse a pensar si las luces serían de troles o de
trasgos. La luz brillaba delante de ellos y a la izquierda, y al fin fue
evidente que unas antorchas y hogueras ardían bajo los árboles, pero a buena
distancia del sendero.
—Parece como si mis
sueños se hiciesen realidad—dijo Bombur desde atrás con voz entrecortada, y
quiso correr directamente bosque adentro hacia las luces. Pero los otros
recordaban demasiado bien las advertencias de Beorn y el mago.
—Un banquete no
servirá de nada si no salimos vivos—dijo Thorin.
—Pero de cualquier
modo, sin un banquete no seguiremos vivos mucho tiempo—dijo Bombur, y Bilbo
asintió de todo corazón.
Lo discutieron largo
rato del derecho y del revés, hasta que por fin convinieron en mandar un par de
espías, para que se acercaran arrastrándose a las luces y averiguaran más sobre
ellas. Pero luego, cuando se preguntaron a quién enviarían, no pudieron ponerse
de acuerdo: nadie parecía tener ganas de extraviarse y no encontrar más a sus
amigos. Por último, y a pesar de las advertencias, el hambre los decidió, ya
que Bombur continuó describiendo todas las buenas cosas que se estaban comiendo
en el banquete del bosque, de acuerdo con lo que él había soñado, de modo que
dejaron la senda y juntos se precipitaron bosque adentro.
Luego de mucho
arrastrarse y gatear miraron escondidos detrás de unos troncos y vieron un
claro con algunos árboles caídos y un terreno llano. Había mucha gente allí, de
aspecto élfico, vestidos todos de castaño y verde y sentados en círculo sobre
cepos de árboles talados. Una hoguera ardía en el centro y había antorchas
encendidas sujetas a los árboles de alrededor; pero la visión más espléndida
era la gente que comía, bebía y reía alborozada.
El olor de las carnes
asadas era tan atractivo que sin consultarse entre ellos todos se pusieron de
pie y corrieron hacia el círculo con la única idea de pedir un poco de comida.
Tan pronto como el primero dio un paso dentro del claro, todas las luces se
apagaron como por arte de magia. Alguien pisoteó la hoguera que desapareció en
cohetes de chispas rutilantes. Estaban perdidos ahora en la oscuridad más
negra, y ni siquiera consiguieron agruparse, al menos durante un buen rato. Por
fin, luego de haber corrido frenéticamente a ciegas, golpeando con estrépito
los árboles, tropezando en los troncos caídos, gritando y llamando hasta haber
despertado sin duda a todo el bosque en millas a la redonda, consiguieron
juntarse en montón y se contaron unos a otros. Por supuesto, en ese entonces
habían olvidado por completo en qué dirección quedaba el sendero, y estaban
irremisiblemente extraviados, por lo menos hasta la mañana.
No podían hacer otra
cosa que instalarse para pasar la noche allí donde estaban; ni siquiera se
atrevieron a buscar en el suelo unos restos de comida por temor a separarse
otra vez. Pero no llevaban mucho tiempo echados, y Bilbo sólo estaba
adormecido, cuando Dori, a quien le había tocado el primer turno de guardia,
dijo con un fuerte susurro:
—Las luces aparecen de
nuevo allá, y ahora son más numerosas.
Todos se incorporaron
de un salto. Allá, sin ninguna duda, parpadeaban no muy lejos unas luces y se
oían claramente voces y risas. Se arrastraron hacia ellas, en fila, cada uno
tocando la espalda del que iba delante. Cuando se acercaron, Thorin dijo: —¡Que
nadie se apresure ahora! ¡Que ninguno se deje ver hasta que yo lo diga! Enviaré
primero al señor Bolsón para que les hable. No los asustará. —"¿Y qué
me pasará a mí?" pensó Bilbo—. Y de todos modos, no creo que le hagan
nada malo.
Cuando llegaron al
borde del círculo de luz, empujaron de repente a Bilbo por detrás. Antes que
tuviera tiempo de ponerse el anillo, Bilbo avanzó tambaleándose a la luz del
fuego y las antorchas. De nada sirvió, otra vez se apagaron las luces y cayó la
oscuridad.
Si había sido difícil
reunirse antes, ahora fue mucho peor. Y no podían dar con el hobbit. Todas las
veces que contaron, eran siempre trece. Gritaron y llamaron: —¡Bilbo Bolsón! ¡Hobbit! ¡Tú, maldito
hobbit! ¡Eh, hobbit malhadado! ¿Dónde estás?
Iban a abandonar toda
esperanza cuando Dori dio con él por casualidad. Cayó sobre lo que creyó un
tronco y se encontró con que era el hobbit acurrucado y profundamente dormido.
Después de mucho zarandearlo, consiguieron que despertase, y Bilbo no pareció
muy contento.
—Tenía un sueño tan
maravilloso—gruñó—, todos participando de la más espléndida cena.
—¡Cielos!, está como
Bombur—dijeron—. No nos hables de cenas. Las cenas soñadas de nada sirven y no
podemos compartirlas.
—No hay nada mejor a
mi alcance en este desagradable lugar—murmuró Bilbo, mientras se echaba otra
vez al lado de los enanos e intentaba volver a dormir y tener de nuevo aquel
sueño.
Pero no fue la última
vez que vieron luces en el bosque. Más tarde, cuando ya la noche tenía que
haber envejecido, Kili, que estaba entonces de guardia, vino y los despertó a
todos.
—Ha aparecido un gran
resplandor, no muy lejos—dijo—. Cientos de antorchas y muchas hogueras han sido
encendidas de repente y por arte de magia. ¡Escuchad el canto y las arpas!
Luego de quedarse un
rato echados y escuchando, descubrieron que no podían resistir el deseo de
acercarse y tratar, una vez más, de conseguir ayuda. Todos se incorporaron, y
esta vez el resultado fue desastroso. El banquete que vieron entonces era más
grande y magnífico que antes: a la cabecera de una larga hilera de comensales
estaba sentado un rey del bosque, con una corona de hojas sobre los cabellos
dorados, muy parecido a la figura que Bombur había visto en sueños. La gente
élfica se pasaba cuencos de mano en mano por encima de las hogueras; algunos
tocaban el arpa y muchos estaban cantando. Las cabelleras resplandecían ceñidas
con flores; gemas verdes y blancas destellaban en cinturones y collares, y las
caras y las canciones eran de regocijo. Altas, claras y hermosas sonaban las
canciones, y fuera salió Thorin, apareciendo entre ellos.
Un silencio mortal
cayó a mitad de una frase. Todas las luces se extinguieron. Las hogueras se
transformaron en humaredas negras. Brasas y cenizas cayeron sobre los ojos de
los enanos, y en el bosque se oyeron otra vez clamores y gritos.
Bilbo se encontró
corriendo en círculos (así lo creía) y llamando y llamando: —Dori, Nori, Ori, Óin, Glóin, Fili, Kili, Bombur, Bifur, Balin, Dwalin, Thorin
Escudo de Roble—mientras gentes que ni podía ver ni sentir hacían lo mismo
alrededor, lanzando algún ocasional—¡Bilbo!—Pero los gritos de los otros fueron
haciéndose más lejanos y débiles, y aunque al cabo de un rato le pareció que se
habían transformado en aullidos y distantes llamadas de socorro, todos los
sonidos murieron al fin, y Bilbo se quedó sólo en una oscuridad y un silencio
completos.
Aquel fue uno de los
momentos más tristes de la vida de Bilbo. Pero pronto decidió que era inútil
intentar nada hasta que el día trajese alguna luz y que de nada servía andar a
ciegas cansándose, sin esperanzas de desayuno que lo reviviese. Así que se sentó
con la espalda contra un árbol, y no por última vez se encontró pensando en el
distante agujero-hobbit y las hermosas despensas. Estaba sumido en pensamientos
de pancetas, huevos, tostadas y mantequilla, cuando sintió que algo lo tocaba.
Algo como una cuerda pegajosa y fuerte se le había pegado a la mano izquierda;
trató de moverse y descubrió que tenía las piernas ya sujetas por aquella misma
especie de cuerda, y cuando trató de levantarse, cayó al suelo.
Entonces la gran
araña, que había estado ocupada en atarlo mientras dormitaba, apareció por
detrás y se precipitó sobre él. Bilbo sólo veía los ojos de la criatura, pero
podía sentir el contacto de las patas peludas mientras la araña trataba de
paralizarlo con vueltas y más vueltas de aquel hilo abominable. Fue una suerte
que volviese en sí a tiempo. Pronto no hubiera podido moverse. Pero antes de
liberarse, tuvo que sostener una lucha desesperada. Rechazó a la criatura con
las manos—estaba intentando envenenarlo para mantenerlo quieto, como las arañas
pequeñas hacen con las moscas—hasta que recordó la espada y la desenvainó. La
araña dio un salto atrás y Bilbo tuvo tiempo para cortar las ataduras de las
piernas. Ahora le tocaba a él atacar. Era evidente que la araña no estaba
acostumbrada a cosas que tuviesen a los lados tales aguijones, o hubiese
escapado mucho más aprisa. Bilbo se precipitó sobre ella antes que
desapareciese y blandiendo la espada la golpeó en los ojos. Entonces la araña
enloqueció y saltó y danzó y estiró las patas en horribles espasmos, hasta que
dando otro golpe Bilbo acabó con ella. Luego se dejó caer, y durante largo rato
no recordó nada más.
Cuando volvió en sí,
vio alrededor la habitual luz gris y mortecina de los días del bosque. La araña
yacía muerta a un lado y la espada estaba manchada de negro. Por alguna razón,
matar a la araña gigante, él, totalmente solo, en la oscuridad, sin la ayuda
del mago o de los enanos o de cualquier otra criatura, fue muy importante para
el señor Bolsón. Se sentía una persona diferente, mucho más audaz y fiera a
pesar del estómago vacío, mientras limpiaba la espada en la hierba y la
devolvía a la vaina.
—Te daré un nombre—le
dijo a la espada—. ¡Te llamaré Dardo!
Luego se dispuso a
explorar. El bosque estaba oscuro y silencioso, pero antes que nada tenía que
buscar a sus amigos, como era obvio. Quizá no estuviesen lejos, a menos que
unos trasgos (o algo peor) los hubieran capturado. A Bilbo no le parecía
sensato ponerse a gritar, y durante un rato estuvo preguntándose de qué lado
correría el sendero y en qué dirección tendría que ir para buscar a los enanos.
—¡Oh!, ¿por qué no
habremos tenido en cuenta los consejos de Beorn y Gandalf?—se lamentaba—¡En qué
enredo nos hemos metido todos nosotros! ¡Nosotros! Lo único que deseo es que
fuésemos nosotros: es horrible estar completamente solo.
Por último, trató de
recordar la dirección de donde habían venido los gritos de auxilio la noche
anterior, y por suerte (había nacido con una buena provisión de suerte) lo
recordó bastante bien, como veréis enseguida. Habiéndose decidido, avanzó muy
despacio, tan hábilmente como pudo. Los hobbits saben moverse en silencio,
especialmente en los bosques, como ya os he dicho; además Bilbo se había puesto
el anillo antes de ponerse en marcha, y fue por eso que las arañas no lo vieron
ni oyeron cómo se acercaba.
Se abrió paso
sigilosamente durante un trecho, cuando vio delante una espesa sombra negra,
negra aún para aquel bosque, como la sombra de una medianoche inmutable. Cuando
se acercó, vio que la sombra era en realidad una confusión de telarañas
superpuestas. Vio también, de repente, que unas arañas grandes y horribles
estaban sentadas por encima de él en las ramas, y con anillo o sin anillo,
tembló de miedo al pensar que quizá lo descubrieran. Se quedó detrás de un
árbol, observó a un grupo de arañas durante un tiempo, y al fin comprendió que
aquellas repugnantes criaturas se hablaban unas a otras en la quietud y el
silencio del bosque. Las voces eran como leves crujidos y siseos, pero Bilbo
pudo entender muchas de las palabras. ¡Estaban hablando de los enanos!
—Fue una lucha dura,
pero valió la pena—dijo una—. En efecto, qué pieles asquerosas y gruesas
tienen, pero apuesto a que dentro hay buenos jugos.
—Sí, serán un buen
bocado cuando hayan colgado un poco en la tela—dijo otra.
—No los colguéis
demasiado tiempo—dijo una tercera—. No están muy gordos. Yo diría que no se
alimentaron muy bien últimamente.
—Matadlos, os digo yo—siseó
una cuarta—. Matadlos ahora y colgadlos muertos durante un rato.
—Apostaría a que ya
están muertos—dijo la primera.
—No, no lo están.
Acabo de ver a uno forcejeando. Justo despertando de un hermoso sueño, diría
yo. Os lo mostraré.
Una de las arañas
gordas corrió luego a lo largo de una cuerda, hasta llegar a una docena de
bultos que colgaban en hilera de las ramas altas. Bilbo los vio entonces por
primera vez suspendidos en las sombras, y descubrió horrorizado que el pie de
un enano sobresalía del fondo de algunos de los bultos, y aquí y allá la punta
de una nariz, o un trozo de barba o de capuchón.
La araña se acercó al
más gordo de los bultos. "Es el pobre viejo Bombur, apostaría",
pensó Bilbo; y la araña pellizcó la nariz que asomaba. Dentro sonó un débil
gañido, y un pie salió disparado y golpeó fuerte y directamente a la araña. Aún
quedaba vida en Bombur.
Se oyó un ruido, como
si hubieran pateado una pelota desinflada, y la araña enfurecida cayó del
árbol, aferrándose a su propia cuerda en el último instante.
Las otras rieron. —Tenías
bastante razón. ¡La carne aún está viva y coleando!
—¡Pronto acabaré con
eso!—siseó la araña colérica, volviendo a trepar a la rama.
Bilbo vio que había
llegado el momento de hacer algo. No podía llegar hasta donde estaban las
bestias, ni tenía nada que tirarles; pero mirando alrededor vio que en lo que
parecía el lecho de un arroyo, seco ahora, había muchas piedras. Bilbo era un
tirador de piedras bastante bueno y no tardó mucho en encontrar una lisa y de
forma de huevo que le cabía perfectamente en la mano. De niño había tirado
piedras a todo, hasta que las ardillas, los conejos y aún los pájaros se
apartaban rápidos como el rayo en cuanto lo veían aparecer; y de mayor se había
pasado también bastante tiempo arrojando tejos, dardos, bochas, boliches, bolos
y practicando otros juegos tranquilos de puntería y tiro; aunque también podía
hacer muchas otras cosas—aparte de anillos de humo, preguntar acertijos y cocinar—que
no he tenido tiempo de contaros. Tampoco lo hay ahora. Mientras recogía
piedras, la araña había llegado hasta Bombur, que pronto estaría muerto. En ese
momento Bilbo disparó. La piedra dio en la cabeza de la araña con un golpe seco
y la bestia se desprendió del árbol y cayó pesadamente al suelo con todas las
patas encogidas.
La piedra siguiente
atravesó zumbando una telaraña, y rompiendo las cuerdas, derribó a la araña que
estaba allí sentada. A esto siguió una gran conmoción en la colonia, y por un
momento olvidaron a los enanos, os lo aseguro. No podían ver a Bilbo, pero no
les costó mucho descubrir de qué dirección venían las piedras. Rápidas como el
rayo, se acercaron corriendo y balanceándose hacia el hobbit, tendiendo largas
cuerdas alrededor, hasta que el aire pareció todo ocupado por trampas
flotantes.
Bilbo, de cualquier
modo, se deslizó pronto hasta otro sitio. Se le ocurrió la idea de alejar más y
más a las arañas de los enanos, si podía, y hacer que se sintieran perplejas,
excitadas y enojadas, todo a la vez. Cuando medio centenar de arañas llegó al
lugar donde él había estado antes, les tiró unas cuantas piedras más, y también
a las otras que habían quedado a retaguardia; luego, danzando por entre los
árboles, se puso a cantar una canción, para enfurecerlas y atraerlas, y también
para que lo oyeran los enanos.
Esto fue lo que cantó:
¡Araña gorda y vieja que
hilas en un árbol!
¡Arana gorda y vieja que no
alcanzas a verme!
¡Venenosa! ¡Venenosa!
¿No pararás?
¿No pararás tu hilado y
vendrás a buscarme?
Vieja Tontona, toda cuerpo
grande,
¡Vieja Tontona, no puedes
espiarme!
¡Venenosa! ¡Venenosa!
¡Déjate caer!
¡Nunca me atraparás en los árboles![28]
No muy buena quizá,
pero no olvidéis que había tenido que componerla él mismo, en el apuro de un
difícil momento. De todos modos tuvo el efecto que él había esperado. Mientras
cantaba, tiró algunas piedras más y pateó el suelo. Prácticamente todas las
arañas del lugar fueron tras él: unas saltaban abajo, otras corrían por las
ramas, pasando de árbol en árbol o tendían nuevos hilos en sitios oscuros.
Estaban terriblemente enojadas. Aun olvidando las piedras, ninguna araña había
sido llamada Venenosa, y desde luego, Tontona es para cualquiera
un insulto inadmisible.
Bilbo se escabulló a
otro sitio, pero por entonces muchas de las arañas habían corrido a diferentes
puntos del claro donde vivían, y estaban tejiendo telarañas entre los troncos
de todos los árboles. Muy pronto Bilbo estaría rodeado de una espesa barrera de
cuerdas, al menos esa era la idea de las arañas. En medio de todos aquellos
insectos que cazaban y tejían, Bilbo hizo de tripas corazón y cantó otra vez:
La Lob perezosa y la loca Cob
tejen telas para cazarme;
más dulce soy que muchas
carnes,
¡pero no pueden encontrarme!
Aquí estoy yo, mosca
traviesa;
y ahí vosotras, gordas y
hurañas.
Jamás podréis atraparme
en vuestras locas telarañas.[29]
Con eso se volvió y
descubrió que el último espacio entre dos grandes árboles había sido cerrado
con una telaraña, pero por fortuna no una verdadera telaraña, sino grandes
hebras de cuerdas de doble ancho, tendidas rápidamente de acá para allá de
tronco a tronco. Desenvainó la pequeña espada, hizo pedazos las hebras, y se
fue cantando.
Las arañas vieron la
espada, aunque no creo que supieran lo que era, y todas se pusieron a correr
persiguiendo al hobbit, por el suelo y por las ramas, agitando las piernas
peludas, chasqueando las pinzas, los ojos desorbitados, rabiosas, echando
espuma. Lo siguieron bosque adentro, hasta que Bilbo no se atrevió a alejarse
más. Luego se escabulló de vuelta, más callado que un ratón.
Tenía un tiempo corto
y precioso, lo sabía, antes que las arañas perdieran la paciencia y volviesen a
los árboles, donde colgaban los enanos. Mientras tanto, tenía que rescatarlos.
Lo más difícil era subir hasta la rama larga donde pendían los bultos. No me
imagino cómo se las hubiese arreglado si, por fortuna, una araña no hubiera
dejado un cabo colgando; con ayuda de la cuerda, aunque se le pegaba a las
manos y le lastimaba la piel, trepó, y allá arriba se encontró con una araña
malvada, vieja, lenta y gruesa, que había quedado atrás y guardaba a los
prisioneros, y que había estado entretenida pinchándolos, para averiguar cuál
era el más jugoso. Había pensado comenzar el banquete mientras las otras
estaban fuera, pero el señor Bolsón tenía prisa, y antes que la araña supiera
lo que estaba sucediendo, sintió el aguijón de la espada y rodó muerta cayendo
de la rama.
El siguiente trabajo
de Bilbo era soltar un enano. ¿Cómo lo haría? Si cortaba la cuerda, el enano
maltrecho caería golpeándose contra el suelo, que estaba bien abajo.
Serpenteando rama adelante (lo que hizo que los pobres enanos se balancearan y
danzaran como fruta madura), llegó al primer bulto.
"Fili o Kili" se dijo viendo la punta de un capuchón azul que sobresalía de
un extremo. "Más posiblemente Fili", pensó al descubrir la punta de una
nariz larga que asomaba entre las cuerdas enmarañadas. Inclinándose, consiguió
cortar la mayor parte de las cuerdas pegajosas y fuertes, y entonces, en
efecto, con un puntapié y algunas sacudidas, apareció la mayor parte de Fili. Me temo que Bilbo se rio viendo cómo agitaba
las piernas y brazos rígidos mientras danzaba con la cuerda de la telaraña en
las axilas, como uno de esos juguetes divertidos que se menean en un alambre.
De algún modo, Fili se encaramó en la rama, y ahí ayudó todo lo
posible al hobbit, aunque se sentía mareado y enfermo a causa del veneno de las
arañas, y por haber estado colgado la mayor parte de la noche y el día
siguiente, envuelto y envuelto en cuerdas, sólo con la nariz fuera para
respirar. Tardó mucho tiempo en quitarse aquellas hebras bestiales de los ojos
y las cejas, y en cuanto a la barba, tuvo que cortarse la mayor parte. Bien,
Bilbo y Fili,
juntos, alzaron primero a un enano y
luego a otro y
cortaron las ataduras. Ninguno se encontraba mejor que Fili y algunos bastante peor, pues apenas habían
podido respirar (ya veis, a veces las narices largas son útiles), y algunos
parecían más envenenados.
De este modo
rescataron a Kili, Bifur, Bofur, Dori y Nori. El pobre viejo Bombur estaba tan
exhausto—era el más gordo y lo habían pinchado y pellizcado constantemente—que
rodó de la rama y ¡plaf!, cayó al suelo, por fortuna sobre unas hojas, y
quedó allí tendido. Pero aún había cinco enanos que colgaban del extremo de la
rama, cuando las arañas comenzaron a volver, más rabiosas que nunca.
Bilbo fue
inmediatamente hasta el sitio en que la rama nacía del tronco, y mantuvo a raya
a las arañas que subían trepando. Se había quitado el anillo cuando rescató a Fili y había olvidado ponérselo de nuevo, y ahora
todas ellas farfullaban y siseaban:
—¡Ya
te vemos, asquerosa criatura! ¡Te
comeremos y sólo te dejaremos la piel y los huesos colgando de un árbol! ¡Ah!
Tiene un aguijón, ¿verdad? Bueno, de todas maneras, lo atraparemos y colgaremos
cabeza abajo durante un día o dos.
Mientras, los enanos trabajaban
en el resto de los cautivos y cortaban los hilos. Pronto liberarían a todos, aunque
no estaba claro qué ocurriría después. Las arañas los habían capturado sin
muchas dificultades la noche anterior, pero sorprendiéndolos en la oscuridad.
Esta vez, parecía que iba a librarse una terrible batalla.
De repente Bilbo cayó
en la cuenta de que algunas arañas se habían reunido alrededor del viejo
Bombur, sobre el suelo, lo habían atado otra vez y se lo estaban llevando a la
rastra. Dio un grito y acuchilló a las bestias que tenía delante. Las arañas
retrocedieron en seguida, y Bilbo trepó y saltó desde el árbol, justo en medio
de las que estaban en el suelo. La pequeña espada era un tipo de aguijón que no
conocían. ¡Cómo se movía de acá para allá! La hoja brillaba triunfante cuando
traspasaba a las arañas. Seis de ellas murieron antes que el resto huyese y
dejase a Bombur en manos de Bilbo.
—¡Bajad! ¡Bajad!—gritó
a los enanos que estaban en la rama—. No os quedéis ahí; os echarán las redes
encima—pues veía que unas pocas arañas trepaban a los árboles vecinos,
arrastrándose por las ramas sobre la cabeza de los enanos.
Los enanos bajaron
gateando, o saltaron o se dejaron caer, los once en montón, la mayoría muy
temblorosos y torpes de piernas. Allí se encontraron al fin los doce, contando
al pobre Bombur, a quien sostenían por ambos lados el primo Bifur y el hermano
Bofur; y Bilbo se movía alrededor y blandía el Dardo; y cientos de arañas los
miraban con los ojos desorbitados, desde arriba, desde un lado, desde otro. La
situación parecía bastante desesperada.
Entonces comenzó la
batalla. Algunos enanos tenían cuchillos; otros, palos, y había piedras para
todos; y Bilbo blandía la daga élfica. Una y otra vez las arañas fueron
rechazadas, y muchas murieron. Pero esto no podía prolongarse. Bilbo estaba
casi exhausto; sólo cuatro de los enanos se mantenían aún en pie, y pronto las
arañas caerían sobre ellos como sobre moscas cansadas. Ya tejían de nuevo
alrededor, de árbol en árbol.
Bilbo al fin no pudo
pensar en otro plan que comunicar a los enanos el secreto del anillo. Lo
lamentaba bastante, pero no había otro remedio.
—Voy a desaparecer—dijo—.
Alejaré a las arañas de aquí, si puedo; vosotros tenéis que manteneros juntos y
escapar en la dirección opuesta. Por allí a la izquierda quizá se podría llegar
al sitio donde vimos por última vez el fuego de los elfos.
Tardaron en entender,
pues las cabezas les daban vueltas en medio de una confusión de gritos, y palos
y piedras que golpeaban, pero al fin Bilbo sintió que no podía esperar más: las
arañas estaban cerrando el círculo. De súbito se deslizó el anillo en el dedo,
y desapareció dejando estupefactos a los enanos.
Pronto se oyeron
gritos: —¡Perezosa Lob! ¡Venenosa!—entre los árboles de la derecha. Esto
enfureció mucho a las arañas. Dejaron de acercarse a los enanos y unas cuantas
se volvieron hacia la voz. "Venenosa" las enojó tanto que perdieron
el juicio. Entonces Balin, quien había entendido el plan de Bilbo mejor que los
demás, se lanzó al ataque. Los enanos se unieron en un pelotón y descargando
una lluvia de piedras corrieron hacia la izquierda y atravesaron el círculo.
Lejos, detrás de ellos, los cantos y gritos cesaron de pronto.
Esperando contra toda
esperanza que no hubiesen capturado a Bilbo, los enanos siguieron adelante. No
bastante de prisa, sin embargo. Se sentían enfermos y débiles y arrastraban las
piernas y cojeaban, perseguidos por arañas que les pisaban los talones. Una y
otra vez tenían que volverse y enfrentar a las criaturas que estaban casi
encima de ellos; y ya algunas de las arañas corrían por los árboles y dejaban
caer unos largos hilos pegajosos.
Las cosas parecían
haber empeorado otra vez, cuando de pronto Bilbo reapareció e inesperadamente
atacó desde un lado a las asombradas arañas.
—¡Seguid! ¡Seguid!—gritó—.
¡Yo seré quien clave el aguijón!
Y así ocurrió. Se
movía adelante y atrás, rasgando los hilos de las arañas, cortándoles las patas
y acuchillándoles los cuerpos gordos si se acercaban demasiado. Las arañas se
hinchaban de rabia y farfullaban y espumajeaban y siseaban horribles
maldiciones; pero ahora tenían un miedo mortal al aguijón y no se atrevían a
acercarse. Así, mientras maldecían, la presa se les escapaba lenta e
inexorablemente. Era una situación horrible y parecía durar horas. Pero al fin,
cuando Bilbo sentía que ya no tenía fuerzas para levantar la mano y asestar
otro golpe, de pronto abandonaron la persecución, y no los siguieron más y
volvieron decepcionadas a la tenebrosa colonia.
Entonces los enanos se
dieron cuenta de que habían llegado al círculo en que habían ardido los fuegos
de los elfos. No podían saber si era uno de los fuegos que habían visto la
noche anterior; pero parecía que algún encantamiento bienhechor persistía en
estos sitios, que a las arañas no les gustaban. De cualquier modo, la luz era
más verde, los arbustos menos espesos y amenazadores, y ahora podían descansar
y recobrar el aliento.
Allí se quedaron un
rato resollando y jadeando. Pero muy pronto los enanos empezaron a hacer
preguntas. Querían que Bilbo les explicase bien el asunto de las
desapariciones; tanto les interesó la historia del anillo que por un momento
olvidaron sus propios problemas. Balin en particular insistió en oír otra vez
la historia de Gollum con acertijos y todo lo demás, y con el anillo en el
lugar que correspondía. Pero al cabo de un tiempo la luz comenzó a declinar, y
se hicieron otras preguntas. ¿Dónde estaban y por dónde corría el camino?
¿Dónde habría comida y qué harían ahora? Estas preguntas fueron hechas una y
otra vez, y esperaban que el pequeño Bilbo conociese las respuestas. Por lo que
podéis ver, habían cambiado mucho de opinión con respecto al señor Bolsón, y
ahora lo respetaban de veras (tal y como había dicho Gandalf). Ya no
refunfuñaban, y esperaban realmente que a Bilbo se le ocurriría algún plan
maravilloso. Sabían demasiado bien que si no hubiese sido por el hobbit todos
estarían ya muertos; y se lo agradecieron muchas veces. Algunos de ellos
incluso se pusieron en pie y lo saludaron inclinándose hasta el suelo, aunque
el esfuerzo los hizo caer, y durante un rato no pudieron incorporarse. Saber la
verdad sobre las desapariciones no disminuyó de ningún modo la opinión que
Bilbo les merecía, pues entendieron que tenía ingenio, y también suerte y un
anillo mágico, y las tres cosas eran bienes muy útiles. En verdad lo elogiaron
tanto que Bilbo llegó a sentir que había algo en él de aventurero audaz, al fin
y al cabo, aunque se hubiese sentido aún mucho más audaz si hubiera tenido algo
que comer.
Pero no había nada,
nada de nada, y ninguno estaba en disposición de ir a buscar algo o encontrar
el sendero perdido. ¡El sendero perdido! En la fatigada cabeza de Bilbo no
había otra cosa. Se sentó y clavó los ojos en los árboles que se sucedían en
interminables hileras, y al cabo de un rato todos callaron otra vez. Todos
excepto Balin. Mucho tiempo después que los otros hubieran dejado de hablar y
cuando ya habían cerrado los ojos, Balin seguía aún murmurando y riendo entre
dientes.
—¡Gollum! ¡Caramba!
Así fue como se escabulló delante de mí, ¿no? ¡Ahora me lo explico!
Arrastrándose en silencio, nada más, ¿no, señor Bolsón? ¡Los botones todos
sobre el umbral! El bueno de Bilbo... Bilbo... Bil bo... bo... bo... bo... —Y
entonces se quedó dormido, y durante un largo rato no se oyó nada.
De pronto, Dwalin
abrió un ojo y miró alrededor. —¿Dónde está Thorin?—preguntó.
Fue un golpe terrible.
Desde luego, sólo eran trece, doce enanos y el hobbit. ¿Dónde, pues, estaba
Thorin? Se preguntaron qué desgracia habría caído sobre él: un encantamiento, o
quizá unos monstruos oscuros, y todos se estremecieron mientras yacían perdidos
allí en el bosque. Y así, cuando la tarde se hizo noche negra, cayeron uno tras
otro en un sueño incómodo, de horribles pesadillas; y ahí tenemos que dejarlos
por ahora, demasiado enfermos y débiles como para ponerse a vigilar o turnarse
como centinelas.
Thorin había sido
capturado mucho antes que ellos. ¿Recordáis que Bilbo cayó dormido como un
tronco cuando entró en el círculo de luz? La vez siguiente fue Thorin quien dio
un paso adelante, y cuando la luz desapareció, cayó al suelo como una piedra
encantada. Las voces de los enanos perdidos en la noche, los gritos cuando las
arañas se precipitaron sobre ellos y los ataron, y todos los ruidos de la
batalla del día siguiente, habían pasado inadvertidos para Thorin. Luego los elfos
del bosque se le echaron encima, y lo ataron, y se lo llevaron.
Por supuesto, las
gentes de los banquetes eran elfos del bosque. Los elfos no son malos, pero
desconfían de los desconocidos: esto puede ser un defecto. Aunque dominaban la
magia, andaban siempre con cuidado, aún en aquellos días. Distintos de los altos
elfos del Poniente, eran más peligrosos y menos cautos, pues muchos de ellos
(así como los parientes dispersos de las colinas y montañas) descendían de las
tribus antiguas que nunca habían ido a la Tierra Occidental de las Hadas. Allí
los elfos de la luz, los elfos profundos y los elfos del mar vivieron durante
siglos y se hicieron más justos, prudentes y sabios, y desarrollaron artes
mágicas, y la habilidad de crear objetos hermosos y maravillosos, antes que
algunos volvieran al ancho mundo. En el ancho mundo los elfos del bosque
disfrutaban de los crepúsculos del sol y la luna, pero preferían las estrellas;
e iban de un lado a otro por los bosques enormes que crecían en tierras ahora
perdidas. Habitaban la mayor parte del tiempo en los límites de las florestas,
de donde salían a veces para cazar o cabalgar y correr por los espacios
abiertos a la luz de la luna o de los astros; y luego de la llegada de los hombres,
se aficionaron más y más al crepúsculo y a la noche. Sin embargo, eran y siguen
siendo elfos, y esto significa buena gente.
En una gran cueva,
algunas millas dentro del bosque Negro, en el lado este, vivía en este tiempo
el más grande rey de los elfos. Por delante de unas puertas de piedra corría un
río que venía de las cimas de los bosques y desembocaba dentro y fuera de los
pantanos, al pie de las altas tierras boscosas. Esta gran cueva, en la que se
abrían a un lado y a otro otras cuevas más reducidas, se hundía mucho bajo
tierra y tenía numerosos pasadizos y amplios salones; pero era más luminosa y
saludable que cualquier morada de trasgos, y no tan profunda ni tan peligrosa.
De hecho, los súbditos del rey vivían y cazaban en su mayor parte en los
bosques abiertos y tenían casas o cabañas en el suelo o sobre las ramas. Las
hayas eran sus árboles favoritos. La cueva del rey era el palacio, un sitio
seguro para guardar los tesoros y una fortaleza contra el enemigo.
Era también la
mazmorra de los prisioneros. Así que a la cueva arrastraron a Thorin, no con
excesiva gentileza, pues no querían a los enanos y pensaban que Thorin era un
enemigo. En otros tiempos habían librado guerras con algunos enanos, a quienes
acusaban de haberles robado un tesoro. Sería al menos justo decir que los enanos
dieron otra versión y explicaban que sólo habían tomado lo que era de ellos,
pues el rey elfo les había encargado que le tallasen la plata y el oro en
bruto, y más tarde había rehusado pagarles. Si el rey elfo tenía una debilidad,
ésa eran los tesoros, en especial la plata y las gemas blancas; y aunque
guardaba muchas riquezas, siempre quería más, pensando que aún no eran tantas
como las de otros señores elfos de antaño. Su gente nunca cavaba túneles ni
trabajaba los metales o las joyas; ni tampoco se preocupaba mucho por comerciar
o cultivar la tierra. Todo esto era bien conocido por los enanos, aunque la
familia de Thorin no había tenido nada que ver con la disputa de la que
hablamos antes. En consecuencia, Thorin se enojó por el trato que había
recibido cuando le quitaron el hechizo y recobró el conocimiento, y estaba
decidido también a que no le arrancasen ni una palabra sobre oro o joyas.
El rey miró
severamente a Thorin cuando lo llevaron al palacio y le hizo muchas preguntas.
Pero Thorin sólo dijo que se estaba muriendo de hambre.
—¿Por qué tú y los
tuyos intentasteis atacarnos tres veces durante la fiesta?—preguntó el rey.
—Nosotros no los
atacamos—respondió Thorin—, nos acercamos a pedir porque nos moríamos de
hambre.
—¿Dónde están tus
amigos y qué hacen ahora?
—No lo sé, pero
supongo que muriéndose de hambre en el bosque.
—¿Qué hacíais en el
bosque?
—Buscábamos comida y
bebida, pues nos moríamos de hambre.
—Pero, en definitiva,
¿qué asunto os trajo al bosque?—preguntó el rey, enojado.
Thorin cerró entonces
la boca y no dijo nada más.
—¡Muy bien!—exclamó el
rey—. Que se lo lleven y lo pongan a buen recaudo hasta que tenga ganas de
decir la verdad, aunque tarde cien años.
Entonces los elfos lo
ataron con correas y lo encerraron en una de las cuevas más interiores, de
sólidas puertas de madera, y lo dejaron allí. Le dieron buena comida y bebida
en abundancia, pues los elfos no eran trasgos, y se comportaban de modo
razonable con los enemigos que capturaban, aún con los peores. Las arañas
gigantes eran las únicas cosas vivientes con las que no tenían misericordia,
Allí, en la mazmorra del rey, quedó el pobre Thorin, y luego de haber dado gracias por el pan, la carne y el agua, empezó a preguntarse qué habría sido de sus infortunados amigos. No tardó mucho en saberlo; pero esto es parte del capítulo siguiente y el comienzo de una nueva aventura en la que el hobbit muestra otra vez su utilidad.
X.BARRILES DE CONTRABANDO
EL HOBBIT
El día que siguió a la
batalla con las arañas, Bilbo y los enanos hicieron un último y desesperado
esfuerzo por encontrar un camino de salida antes de morir de hambre y sed. Se
incorporaron y fueron tambaleándose hacia el sitio en que corría el sendero,
según decían ocho de los trece; pero nunca descubrieron si habían acertado. Un
día como todos los del bosque se desvanecía una vez más en una noche negra,
cuando las luces de muchas antorchas aparecieron de súbito todo alrededor, como
cientos de estrellas rojas. Los elfos del bosque se acercaron cantando, armados
con arcos y lanzas, y dieron el alto a los enanos.
Nadie pensó en luchar.
Aún si los enanos no se hubiesen encontrado en una situación tal que les
alegraba realmente ser capturados, los pequeños cuchillos, las únicas armas que
tenían, hubieran sido inútiles contra las flechas de los elfos, que podían
golpear el ojo de un pájaro en la oscuridad. De modo que se contentaron con
detenerse, y se sentaron, y aguardaron, todos excepto Bilbo, que se puso rápido
el anillo y se deslizó a un lado. Así se explica que cuando los elfos ataron a
los enanos en una larga hilera, uno tras otro, y los contaron, nunca
encontraron ni contaron al hobbit.
No lo oyeron ni lo
sintieron mientras corría al trote bastante atrás de la luz de las antorchas,
mientras ellos llevaban a los prisioneros por el bosque. Les habían vendado los
ojos a todos, pero esto no cambiaba mucho las cosas, pues aún Bilbo, que podía
utilizar bien los ojos, no podía ver a dónde iban, y de todos modos ni él ni
los otros sabían de dónde habían partido. Bilbo trataba por todos los medios de
no quedarse demasiado atrás, pues los elfos hacían marchar a los enanos con una
rapidez que nunca habían conocido, sobre todo enfermos y fatigados como
estaban. El rey había ordenado que se dieran prisa. De pronto, las antorchas se
detuvieron, y el hobbit tuvo el tiempo justo para alcanzarlos antes que
comenzasen a cruzar el puente. Este era el puente que cruzaba el río y llevaba
a las puertas del rey. El agua se precipitaba oscura y violenta por debajo; y
en el otro extremo había portones que cerraban una enorme caverna en la ladera
de una pendiente abrupta cubierta de árboles. Allí las grandes hayas descendían
hasta la misma ribera, y hundían los pies en el río.
Los elfos empujaron a
los prisioneros a través del puente, pero Bilbo vaciló en la retaguardia. No le
gustaba nada el aspecto de la caverna, y sólo a último momento se decidió a no
abandonar a sus amigos, y se deslizó casi pisándole los talones al último de
los elfos, antes de que los grandes portones del rey se cerrasen detrás con un
golpe sordo.
Dentro los pasadizos
estaban iluminados con antorchas de luz roja, y los guardias elfos cantaban
marchando por corredores retorcidos, entrecruzados y resonantes. No se parecían
a los túneles de los trasgos: eran más pequeños, menos profundos, y de un aire
más puro. En un gran salón con pilares tallados en la roca viva, estaba sentado
el rey elfo en una silla de madera labrada. Llevaba en la cabeza una corona de
bayas y hojas rojizas, pues el otoño había llegado de nuevo. En la primavera se
ceñía una corona de flores de los bosques. Sostenía en la mano un cetro de
roble tallado.
Los prisioneros fueron
llevados al rey, y aunque él los miró con severidad, ordenó que los desataran,
pues estaban andrajosos y fatigados. —Además, no necesitan cuerdas—dijo—. No
hay escapatoria de mis puertas mágicas para aquellos que alguna vez son traídos
aquí.
Larga e
inquisitivamente preguntó a los enanos sobre lo que hacían, y a dónde iban, y
de dónde venían; pero no consiguió sacarles más noticias que a Thorin. Se
sentían desanimados y enfadados, y ni siquiera intentaron parecer corteses.
—¿Qué hemos hecho, oh
rey?—dijo Balin, el más viejo de los que quedaban—¿Es un crimen perderse en el
bosque, tener hambre y sed, ser atrapado por las arañas? ¿Son acaso las arañas
vuestras bestias domesticadas o vuestros animales falderos, y por eso os
enojáis si las matamos?
Esta pregunta, desde
luego, enojó aún más al rey, quien contestó: —Es un crimen andar por mi país
sin mi permiso. ¿Olvidas que estabas en mi reino, utilizando el camino que mi
pueblo abrió una vez? ¿Acaso por tres veces no acosasteis e importunasteis a mi
gente en el bosque, y despertasteis a las arañas con vuestros gritos y
tumultos? ¡Después de todo el disturbio que habéis provocado tengo derecho a
saber qué os trae por aquí, y si no me lo contáis ahora, os encerraré a todos
hasta que hayáis aprendido a ser sensatos y a tener buenas maneras!
Luego ordenó que
pusieran a cada uno de los enanos en celdas separadas y les dieran comida y
bebida, pero que no se les permitiese dejar el calabozo, hasta que al menos uno
de ellos se decidiera a decir todo lo que él quería saber. Pero no les dijo que
Thorin había sido hecho prisionero. Bilbo mismo lo descubrió.
¡Pobre señor
Bolsón!... Fue una larga y aburrida temporada la que pasó en aquel sitio, a
solas, y siempre oculto, nunca atreviéndose a sacarse el anillo, y apenas
atreviéndose a dormir, aún escondido en los rincones más oscuros y remotos que
podía encontrar. Por hacer algo se dedicó a recorrer el palacio del rey elfo.
Unas puertas mágicas cerraban la entrada, pero a veces podía salir, si era
rápido. Compañías de los elfos del bosque, algunas veces con el rey a la
cabeza, salían de cuando en cuando de cacería, o a otros asuntos, a los bosques
y a las tierras del este. Entonces, si Bilbo se apresuraba, podía deslizarse
fuera detrás de ellos; aunque era un riesgo muy peligroso. Más de una vez
estuvo a punto de ser alcanzado por las puertas, cuando batían juntas al pasar
el último elfo; todavía no se atrevía a marchar entre ellos a causa de la
sombra que echaba (tenue y vacilante a la luz de las antorchas), o por miedo a
que tropezasen con él y lo descubriesen. Y cuando salía, lo que no era muy
frecuente, no servía de mucho. No deseaba abandonar a los enanos, y en verdad
sin ellos no hubiera sabido a dónde ir. No podía marchar al paso de los elfos
cazadores durante el tiempo que estaban fuera, así que nunca descubría los
caminos de salida del bosque y se quedaba errando tristemente por la floresta,
aterrorizado de perderse, hasta que aparecía una oportunidad de regresar.
Además pasaba hambre fuera, pues no era cazador, mientras que en el interior de
las cavernas podía ganarse la vida de alguna forma, robando comida del almacén
o la mesa cuando no había nadie a la vista.
"Soy como un
saqueador que no puede escapar, y ha de seguir saqueando miserablemente la
misma casa, día tras día" pensaba. "¡Esta es la parte más
monótona y gris de una desdichada, fatigosa, e incómoda aventura! ¡Desearía
estar de vuelta en mi agujero-hobbit junto a mi propio fuego, y a la luz de la
lámpara!" A menudo deseaba también enviar un mensaje de socorro al
mago, pero aquello, desde luego, era del todo imposible; y pronto comprendió que
si algo podía hacerse, tendría que hacerlo él mismo, solo y sin ayuda.
Por fin, luego de una
o dos semanas de esta vida furtiva, observando y siguiendo a los guardias y
aprovechando todas las oportunidades, se las arregló para descubrir dónde
estaban encerrados los enanos. Encontró las doce celdas en sitios distintos del
palacio, y al cabo de un tiempo consiguió conocer el camino bastante bien. Cuál
no sería su sorpresa cuando oyó por casualidad una conversación de los
guardianes y se enteró de que había otro enano en prisión, en un lugar
especialmente profundo y oscuro. Adivinó en seguida, por supuesto, que se
trataba de Thorin; y descubrió al poco tiempo que la suposición era correcta.
Después de muchas dificultades consiguió encontrar el lugar cuando nadie
rondaba y tener unas pocas palabras con el jefe de los enanos.
Thorin se sentía
demasiado desdichado para que sus propios infortunios continuaran enfadándolo
mucho tiempo, y ya estaba pensando en contarle al rey todo lo del tesoro y la misión
(lo que prueba qué deprimido se sentía), cuando oyó la vocecita de Bilbo en el
agujero de la cerradura. No podía creerlo. Pronto, sin embargo, entendió que no
podía estar equivocado y se acercó a la puerta; y sostuvo una larga y
susurrante charla con el hobbit al otro lado.
Así fue como Bilbo fue
capaz de llevar en secreto un mensaje de Thorin a cada uno de los otros enanos
prisioneros, diciéndoles que Thorin, el jefe, estaba también en prisión, muy
cerca, y que nadie revelara al rey el objeto de la misión, no todavía, no antes
que Thorin lo ordenase. Pues Thorin se sintió otra vez animado al oír cómo el
hobbit había salvado a los enanos de las arañas, y resolvió de nuevo no pagar
un rescate (prometiéndole al rey una parte del tesoro) hasta que toda otra
esperanza de salir de allí se hubiese desvanecido; en realidad hasta que el extraordinario
señor Bolsón Invisible (de quien empezaba a tener en verdad una opinión muy
alta) hubiese fracasado por completo en encontrar una solución más ingeniosa.
Los otros enanos
estuvieron por completo de acuerdo cuando recibieron el mensaje. Todos pensaron
que las partes del tesoro que les tocaban (y de las que se consideraban los
verdaderos dueños, a pesar de la situación en que se encontraban ahora y del
todavía invicto dragón) se verían seriamente disminuidas si los elfos del bosque
reclamaban una porción; y todos confiaban en Bilbo. Exactamente lo que Gandalf
había anunciado, como veis. Tal vez ésa era parte de la razón por la que se
marchó y los dejó.
Bilbo, sin embargo, no
se sentía tan optimista. No le gustaba que alguien dependiera de él, y deseaba
que el mago estuviese al alcance. Pero era inútil; quizá estaban separados por
toda la oscura extensión del bosque Negro. Se sentó y pensó y pensó, hasta que
casi le estalló la cabeza, pero no se le ocurrió ninguna idea brillante. Un
anillo invisible era algo de veras valioso, aunque no de mucha utilidad entre
catorce. Pero desde luego, como habréis adivinado, al final rescató a sus
amigos, y así es como sucedió:
Un día mientras curioseaba
y deambulaba, Bilbo descubrió algo muy interesante: los grandes portones no
eran la única entrada a las cavernas. Un arroyo corría por debajo del palacio,
y se unía al río del bosque un poco al este, más allá de la cuesta empinada en
la que se abría la boca principal. En la ladera de la colina donde nacía este
curso subterráneo había una compuerta. La bóveda rocosa descendía a la
superficie del agua, y desde allí podía dejarse caer un portalón hasta el mismo
lecho del río, para impedir que alguien entrase o saliese. Pero el portalón
estaba abierto a menudo, pues mucha gente iba y venía por la compuerta. Si
alguien hubiese llegado por ese camino, se habría encontrado en un túnel oscuro
y tosco que se adentraba en el corazón de la colina; pero debajo de las
cavernas, en cierto sitio, el techo había sido horadado y tapado con grandes
escotillas de roble, que comunicaban con las bodegas del rey. Allí se
amontonaban barriles y barriles y barriles; pues los elfos del bosque, y sobre
todo el rey, eran muy aficionados al vino, aunque no había viñas en aquellos
parajes. El vino, y otras mercancías eran traídos desde lejos, de la tierras
que habitaban los parientes del sur, o de los viñedos de los hombres en tierras
distantes.
Escondido detrás de
uno de los barriles más grandes, Bilbo descubrió las escotillas y para qué
servían, y escuchando la charla de los sirvientes del rey, se enteró de cómo el
vino y otras mercancías remontaban los ríos, o cruzaban la tierra, hasta el lago
Largo. Parecía que una ciudad de hombres aún prosperaba allí, construida sobre
puentes, lejos, aguas adentro, como una protección contra enemigos de toda
suerte, y especialmente contra el dragón de la montaña. Traían los barriles
desde la Ciudad del Lago, remontando el río del Bosque. A menudo los ataban
juntos como grandes almadías y los empujaban aguas arriba con pértigas o remos;
algunas veces los cargaban en botes planos.
Cuando los barriles
estaban vacíos, los elfos los arrojaban a través de las escotillas, abrían la
compuerta, y los barriles flotaban fuera en el arroyo, hasta que eran
arrastrados por la corriente a un sitio lejano río abajo, donde la ribera
sobresalía, cerca de los lindes orientales del bosque Negro. Allí eran
recogidos y atados juntos, y flotaban de vuelta a la ciudad, que se alzaba
cerca del punto donde el río del Bosque desembocaba en el lago Largo.
Bilbo estuvo sentado
un tiempo meditando sobre esta compuerta, y preguntándose si los enanos podrían
escapar por allí, y al fin tuvo el desesperado esbozo de un plan.
Habían servido la
comida de la noche a los prisioneros. Los guardias se alejaron con pasos
pesados bajando los pasadizos, llevando la luz de las antorchas con ellos y
dejando todo a oscuras. Entonces Bilbo oyó la voz del mayordomo del rey que
daba las buenas noches al jefe de los guardias.
—Ahora ven conmigo—dijo—,
y prueba el nuevo vino que acaba de llegar. Estaré trabajando duro esta noche,
limpiando las bodegas de barriles vacíos, de modo que tomemos primero un trago,
para que me ayude a trabajar.
—Muy bien—rio el jefe
de los guardias—Lo probaré contigo, y veré si es digno de la mesa del rey. ¡Hay
un banquete esta noche y no habría que mandar nada malo!
Cuando Bilbo oyó esto,
se excitó sobremanera, pues entendió que la suerte lo acompañaba, y que pronto
tendría ocasión de intentar aquel plan desesperado. Siguió a los dos elfos,
hasta que entraron en una pequeña bodega y se sentaron a una mesa en la que
había dos jarros grandes. Los elfos empezaron a beber y a reír alegremente. Una
suerte desusada acompañó entonces a Bilbo. Tiene que ser un vino muy poderoso
el que ponga somnoliento a un elfo del bosque; pero este vino, parecía, era la
embriagadora cosecha de los grandes jardines de Dorwinion, no destinado a
soldados o sirvientes, sino sólo a los banquetes del rey, y para ser servido en
cuencos más pequeños, no en los grandes jarros del mayordomo.
Muy pronto el guardia
jefe inclinó la cabeza; luego la apoyó sobre la mesa y se quedó profundamente
dormido. El mayordomo continuó riendo y charlando consigo mismo durante un
rato, distraído al parecer, pero luego él también inclinó la cabeza, y cayó
dormido y roncando al lado del guardia. El hobbit se escurrió entonces en la
bodega, y un momento después el guardia jefe ya no tenía las llaves, mientras
Bilbo trotaba tan rápido como le era posible, a lo largo de los pasadizos,
hacia las celdas. El manojo de llaves le parecía muy pesado, y a veces se le
encogía el corazón, a pesar del anillo, pues no podía evitar que las llaves
tintineasen de cuando en cuando, estremeciéndolo de pies a cabeza.
Primero abrió la
puerta de Balin, y la cerró de nuevo con cuidado tan pronto como el enano
estuvo fuera. Balin parecía muy sorprendido, como podéis imaginar; pero en
cuanto dejó aquella habitación de piedra agobiante y minúscula, se sintió muy
contento y quiso detenerse y hacer preguntas, y conocer sintió muy contento y
quiso detenerse y hacer preguntas, y conocer los planes de Bilbo, y todo lo
demás.
—¡No hay tiempo ahora!—dijo
el hobbit—. Simplemente sígueme. Tenemos que mantenernos juntos y no
arriesgarnos a que nos separen. Tenemos que escapar todos o ninguno, y esta es
la última oportunidad. Si se descubre, quién sabe dónde os pondrá el rey
entonces, con cadenas en las manos y los pies, supongo. ¡No discutas, sé un
buen muchacho!
Luego fueron de puerta
en puerta, hasta que los siguieron los otros doce, ninguno de ellos demasiado ágil,
a causa de la oscuridad y el largo encierro. El corazón de Bilbo latía con
violencia cada vez que uno de ellos tropezaba, gruñía, o susurraba en las
tinieblas: —¡Maldita sea este jaleo de enanos!—se dijo. Pero no ocurrió nada
desagradable, y no tropezaron con ningún guardia. En realidad, había un gran
banquete otoñal aquella noche en los bosques y en los salones de arriba. Casi
toda la gente del rey estaba de fiesta.
Al fin, luego de
extraviarse varias veces, llegaron a la mazmorra de Thorin, bien abajo, en un
sitio profundo, y por fortuna no lejos de las bodegas.
—¡Qué te parece!—dijo
Thorin, cuando Bilbo le susurró que saliera y se uniera a los otros—. ¡Gandalf
dijo la verdad, como de costumbre! Eres un buen saqueador, parece, cuando llega
el momento. Estoy seguro de que estaremos siempre a tu servicio, ocurra lo que
ocurra. Pero, ¿qué viene ahora?
Bilbo entendió que
había llegado el momento de explicar el plan, dentro de lo posible; aunque no
sabía muy bien cómo reaccionarían los enanos. Estos temores estaban bastante
justificados, pues lo que él les dijo no les gustó y se pusieron a refunfuñar y
a gritar a pesar del peligro.
—¡Nos magullaremos y
nos haremos pedazos, y nos ahogaremos también, seguro!—dijeron—. Creímos que
habías ideado algo sensato cuando te apoderaste de las llaves. ¡Esto es una
locura!
—¡Muy bien!—dijo Bilbo
desanimado, y también bastante molesto—. Regresad a vuestras agradables celdas,
os encerraré otra vez, y allí podréis sentaros cómodamente y pensar en un plan
mejor... aunque supongo que no conseguiré de nuevo las llaves, aun cuando me
sintiese con ganas de intentarlo.
Aquello fue demasiado
para ellos, y se calmaron. Al final, desde luego, tuvieron que hacer
exactamente lo que Bilbo había sugerido, pues era obviamente imposible buscar y
encontrar el camino en los salones de arriba, o luchar y salir cruzando unas
puertas que se cerraban por arte de magia; y no era bueno refunfuñar en los
pasadizos y esperar a que los capturasen otra vez. De modo que siguiendo con
cautela al hobbit, fueron a las bodegas de abajo. Pasaron ante la puerta de la
bodega donde el jefe de los guardias y el mayordomo todavía roncaban felices
con rostros sonrientes. El vino de Dorwinion produce sueños profundos y
agradables. Habría una expresión diferente en la cara del jefe de los guardias
al otro día, aun cuando Bilbo, antes de continuar, se deslizó sigiloso y
amablemente le puso las llaves de vuelta en el cinturón.
—Eso le ahorrará
alguno de los problemas en que está metido—se dijo—. No era un mal muchacho y
trató con decencia a los prisioneros. Quedarán muy desconcertados. Pensarán que
teníamos una magia muy poderosa para traspasar las puertas cerradas y
desaparecer. ¡Desaparecer! ¡Tenemos que darnos prisa, si queremos que así sea!
Se encargó a Balin que
vigilase al guardia y al mayordomo, y avisara si hacían algún movimiento. El
resto entró en la bodega aledaña, donde estaban las escotillas. Había poco
tiempo que perder. En breve, como sabía Bilbo, algunos elfos bajarían a ayudar
al mayordomo en la tarea de pasar los barriles vacíos por las puertas y
echarlos al río. Los barriles estaban ya dispuestos en hileras en medio del
suelo, aguardando a que los empujasen. Algunos eran barriles de vino, y no muy
útiles, pues no podían abrirse por el fondo sin hacer ruido, ni cerrarse de
nuevo con facilidad. Pero había algunos que habían servido para traer otras
mercancías, mantequilla, manzanas y toda suerte de cosas, al palacio del rey.
Pronto encontraron
trece cubas con espacio suficiente para un enano en cada una. En verdad,
algunas eran demasiado grandes, y los enanos pensaron con angustia en las
sacudidas y topetazos que soportarían dentro, aunque Bilbo buscó paja y otros
materiales para empacarlos lo mejor que pudo, en tan corto tiempo. Por último,
doce enanos estuvieron dentro de los barriles. Thorin había causado muchas
dificultades, y daba vueltas y se retorcía en la cuba, y gruñía como perro
grande en perrera pequeña; mientras que Balin, que fue el último, levantó un
gran alboroto a propósito de los agujeros para respirar, y dijo que se estaba
ahogando aún antes de que taparan el barril. Bilbo había tratado de cerrar los
agujeros en los costados de los barriles y sujetar bien todas las tapaderas, y
ahora se encontraba de nuevo solo, corriendo alrededor, dando los últimos
toques al embalaje, y aguardando contra toda esperanza que el plan no
fracasara.
Había concluido con el
tiempo justo. Sólo uno o dos minutos después de encajar la tapadera de Balin,
llegó un sonido de voces y un parpadeo de luces. Algunos elfos venían riendo y
charlando y cantando a las bodegas. Habían dejado un alegre festín en uno de
los salones y estaban resueltos a retornar tan pronto como les fuese posible.
—¿Dónde está el viejo
Galion, el mayordomo?—dijo uno—. No lo he visto a la mesa esta noche. Tendría
que encontrarse aquí ahora, para mostrarnos lo que hay que hacer.
—Me enfadaré si el
viejo perezoso se retrasa—dijo Otro—¡No tengo ganas de perder el tiempo aquí
abajo mientras se canta allá arriba!
—¡Ja, ja!—llegó una
carcajada—¡Aquí está el viejo tunante con la cabeza metida en un jarro! Ha
estado montando un pequeño banquete para él y su amigo el capitán.
—¡Sacúdelo! ¡Despiértalo!—gritaron
los otros, impacientes.
A Galion no le gustó
nada que lo sacudieran y despertaran, y mucho menos que se rieran de él. —Estáis
retrasados—gruñó—. Aquí estoy yo, esperando y esperando, mientras vosotros
bebéis y festejáis y olvidáis vuestras tareas. ¡No os maraville que caiga
dormido de aburrimiento!
—No nos maravilla—dijeron
ellos—, ¡cuando la explicación está tan cerca en un jarro! ¡Vamos, déjanos
probar tu soporífero antes de que comencemos la tarea! No es necesario
despertar al joven de las llaves. Por lo que parece, ha tenido su ración.
Bebieron entonces una
ronda, y de repente todos se pusieron muy contentos. Pero no perdieron por
completo la cabeza.
—¡Sálvanos, Galion!—gritó
alguien—. ¡Empezaste la fiesta temprano y se te embotó el juicio! Has apilado
aquí algunos toneles llenos en lugar de los vacíos, a juzgar por lo que pesan.
—¡Continuad con el
trabajo!—gruñó el mayordomo—Los brazos ociosos de un levantacopas nada saben de
pesos. Estos son los que hay que llevar y no otros. ¡Haced lo que digo!
—¡Está bien, está
bien!—le respondieron haciendo rodar los barriles hasta la abertura—. ¡Tú serás
el responsable si las cubas de mantequilla del rey y el vino mejor son
empujados al río para que los hombres del lago se regalen gratis!
¡Rueda-rueda-rueda-rueda,
rueda-rueda-rueda bajando a
la cueva!
¡Levantad, arriba, que caigan
a plomo!
Allá abajo van, chocando en
el fondo.[30]
Así cantaban, mientras
primero uno, y luego otro, los barriles bajaban retumbando a la oscura abertura
y eran empujados hacia las aguas frías que corrían unos pies más abajo. Algunos
eran barriles realmente vacíos; algunos eran cubas bien cerradas con un enano
dentro; todos cayeron, uno tras otro, golpeando y entrechocándose,
precipitándose en el agua, sacudiéndose contra las paredes del túnel, y
flotando lejos corriente abajo.
Fue entonces
precisamente cuando Bilbo descubrió de pronto el punto débil del plan. Seguro
que ya os disteis cuenta hace tiempo, y os habéis reído de él; pero no creo que
hubierais conseguido ni la mitad de lo que él consiguió. ¡Por supuesto, él no
estaba en ningún barril, ni había nadie allí para empacarlo, aún si se hubiera
presentado la oportunidad! Parecía como si esta vez fuese a perder de veras a
sus amigos (ya habían desaparecido casi todos a través de la escotilla oscura),
que lo dejarían atrás para siempre, de modo que él tendría que quedarse allí
escondido, como un saqueador sempiterno de las cuevas de los elfos. Pues aún si
hubiera podido escapar en seguida por los portones superiores, no tenía muchas
posibilidades de reencontrarse con los enanos. No sabía cómo llegar al sitio
donde recogían los barriles. Se preguntó qué demonios les ocurriría sin él;
pues no había tenido tiempo de contar a los enanos todo lo que había
averiguado, o lo que se había; propuesto hacer, una vez fuera del bosque.
Mientras todos estos
pensamientos le cruzaban por la mente, los elfos, que parecían ahora muy
animados, comenzaron a entonar una canción junto a la puerta del río. Algunos
habían ido ya a tirar de las cuerdas que alzaban la compuerta para dejar salir
a los barriles tan pronto como todos flotaran abajo.
¡Bajas la rápida corriente
oscura
de vuelta a tierras que
antaño conociste!
Deja las salas y cavernas
profundas.
las escarpadas montañas del
norte,
en donde el bosque tenebroso
y ancho
en sombras grises y hoscas se
inclina.
Más allá de este mundo de
árboles
flota saliendo hacia la
brisa,
más allá de las cañadas y los
juncos,
más allá de las hierbas del
pantano,
en la neblina blanca que
asciende
del lago nocturno y de los
charcos.
¡Sigue, sigue a las estrellas
que asoman
arriba en cielos fríos y
empinados,
gira con el alba sobre la
tierra,
sobre la arena, sobre los
rápidos!
¡Lejos al sur, y más lejos al
sur!
¡Busca la luz del sol y la
del día,
de vuelta a los pastos, y a
los prados,
que vacas y bueyes apacientan!
¡De vuelta a los jardines de
las lomas
donde las bayas crecen y
maduran
bajo la luz del sol y bajo el
día!
¡Lejos al sur, más lejos al sur!
¡Bajas la rápida corriente
oscura
de vuelta, a tierras que
antaño conociste![31]
¡Ya el último de los
barriles iba rodando hacia las puertas! Desesperado, y no sabiendo qué hacer,
el pobre pequeño Bilbo se aferró al barril y fue empujado con él sobre el
borde. Cayó abajo en el agua fría y oscura, con el barril encima, y subió otra
vez balbuceando y arañando la madera como una rata, pero a pesar de todos sus
esfuerzos no pudo trepar.
Cada vez que lo
intentaba, el barril daba una media vuelta y lo sumergía otra vez. El barril
estaba realmente vacío, y flotaba como un corcho. Aunque Bilbo tenía las orejas
llenas de agua, aún podía oír a los elfos, cantando arriba en la bodega.
Entonces, de súbito, las escotillas cayeron y las voces se desvanecieron a lo
lejos. Bilbo estaba ahora en un túnel oscuro, flotando en el agua helada,
completamente solo... pues no puedes contar con amigos que flotan encerrados en
barriles.
Muy pronto una mancha
gris apareció delante, en la oscuridad. Oyó el chirrido de la compuerta que se
levantaba, y se encontró en medio de una fluctuante y entrechocante masa de
toneles y cubas, todos empujando juntos para pasar por debajo del arco y salir
a las aguas del río. Trató por todos los medios de impedir que lo golpearan y
machacaran; pero al fin, los barriles apiñados comenzaron a dispersarse y a
balancearse, uno por uno, bajo la arcada de piedra y más allá. Entonces Bilbo
vio que no le habría servido de mucho si hubiese subido a horcajadas sobre el
barril, pues apenas había espacio, ni siquiera para un hobbit, entre el barril
y el techo ahora inclinado de la compuerta.
Fuera salieron, bajo
las lamas que colgaban desde las dos orillas. Bilbo se preguntaba qué sentirían
en ese momento los enanos, y si no estaría entrando agua en las cubas. Algunas
de las que pasaban flotando en la oscuridad, junto a él, parecían bastante
hundidas en el agua, y supuso que llevarían enanos dentro.
"¡Espero haber
ajustado bastante las tapas!" pensó, pero en seguida estuvo demasiado
preocupado por sí mismo para acordarse de los enanos. Conseguía mantener la
cabeza sobre el agua de algún modo, pero temblaba de frío, y se preguntó si
moriría congelado antes que la suerte cambiase, cuánto tiempo sería capaz de
resistir, y si podía correr el riesgo de soltarse e intentar nadar hasta la
orilla.
La suerte cambió de
pronto: la corriente arremolinada arrastró varios barriles a un punto de la
ribera, y allí se quedaron un rato, varados contra alguna raíz oculta. Bilbo
aprovechó entonces la ocasión para trepar por el costado del barril apoyado
firmemente contra otro. Subió arrastrándose como una rata ahogada, y se tendió
arriba, tratando de mantener el equilibrio. La brisa era fría, pero mejor que
el agua, y esperaba no caer rodando de repente.
Los barriles pronto
quedaron libres otra vez y giraron y dieron vueltas río abajo, saliendo a la
corriente principal. Bilbo descubrió entonces que era muy difícil mantenerse
sobre el barril, tal como había temido, y además se sentía bastante incómodo.
Por fortuna, Bilbo era muy liviano, y el barril grande, y bastante deteriorado,
de modo que había embarcado una pequeña cantidad de agua. Aun así, era como
cabalgar sin brida ni estribos un poni panzudo que no pensara en otra cosa que
en revolcarse sobre la hierba.
De este modo el señor
Bolsón llegó por fin a un lugar donde los árboles raleaban a ambos lados.
Alcanzaba a ver el cielo pálido entre ellos. El río oscuro se ensanchó de
pronto, y se unió al curso principal del río del Bosque, que fluía
precipitadamente desde los grandes portones del rey. En la móvil superficie de
una extensión de agua que las sombras ya no cubrían, se reflejaban las nubes y
las estrellas en luces danzantes y rotas. Las rápidas aguas del río del Bosque
llevaron toda la compañía de toneles y cubas a la ribera norte, donde habían
abierto una ancha bahía. Esta tenía una playa de guijarros al pie del barranco,
y estaba cerrada en el extremo oriental por un pequeño cabo sobresaliente de
roca dura. Muchos de los barriles encallaron en los bajíos arenosos, aunque
unos pocos fueron a golpear contra el dique de roca.
Había gente vigilando
las riberas. Empujaron rápidamente y movieron con pértigas todos los barriles
hacia los bajíos, y los contaron y ataron juntos y los dejaron allí hasta la
mañana. ¡Pobres enanos! Bilbo no estaba tan mal ahora. Bajó deslizándose del barril,
y vadeó el río hasta la orilla, y luego se escurrió hacia algunas cabañas que
alcanzaba a ver cerca del río. Si tenía la oportunidad de tomar una cena sin
invitación, esta vez no lo pensaría mucho; se había visto obligado a hacerlo
durante mucho tiempo, y ahora sabía demasiado bien lo que era tener verdadera
hambre, y no sólo un amable interés por las delicadezas de una despensa bien
provista. Había llegado a ver la luz de un fuego entre los árboles, y era una
luz atractiva; las ropas caladas y andrajosas se le pegaban frías y húmedas al
cuerpo.
No es necesario
contaros mucho de las aventuras de Bilbo aquella noche, pues nos estamos
acercando ya al término del viaje hacia el este, y llegando a la última y mayor
aventura, de modo que hemos de darnos prisa. Ayudado, como es natural, por el
anillo mágico, a Bilbo le fue muy bien al principio, pero al cabo fue
traicionado por sus pisadas húmedas y el rastro de gotas que iba dejando
dondequiera que fuese o se sentase; y luego se puso a lagrimear, y cuando intentaba
ocultarse era descubierto por las terribles explosiones de unos estornudos
contenidos. Muy pronto hubo una gran conmoción en la villa ribereña; mas Bilbo
escapó hacia los bosques llevando una hogaza y un pellejo de vino y un pastel
que no le pertenecían. El resto de la noche tuvo que pasarla mojado como estaba
y sin fuego, pero el pellejo de vino lo ayudó, y hasta alcanzó a dormitar un
rato sobre unas hojas secas, aunque el año estaba avanzado y el aire era
cortante.
Despertó de nuevo con
un estornudo especialmente ruidoso. La mañana era gris, y había un alegre
alboroto río abajo. Estaban construyendo una almadía de barriles, y los elfos
de la almadía la llevarían pronto aguas abajo hacia la Ciudad del Lago. Bilbo
estornudó otra vez. Las ropas ya no le chorreaban, pero tenía el cuerpo helado.
Descendió gateando tan rápido como se lo permitían las piernas entumecidas, y
logró alcanzar justo a tiempo el grupo de toneles sin que nadie se diera cuenta
en la confusión general. Por suerte, no había sol entonces que proyectase una
sombra reveladora, y por misericordia no estornudó otra vez durante un buen
rato.
Hubo un poderoso
movimiento de pértigas. Los elfos que estaban en los bajíos impelían y
empujaban. Los barriles, ahora amarrados entre sí, se rozaban y crujían.
—¡Es una carga pesada!—gruñían
algunos—. Flotan muy bajos... algunos no están del todo vacíos. Si hubiesen
llegado a la luz del día podríamos haberles echado una ojeada—dijeron.
—¡Ya no hay tiempo!—gritó
el elfo de la almadía—. ¡Empujad!
Y allá fueron por fin,
lentamente al principio, hasta que dejaron atrás el cabo rocoso, donde otros elfos
esperaban para apartarlos con pértigas, y luego más y más rápido cuando
entraron en la corriente principal, y navegaron y fueron alejándose, aguas
abajo, hacia el lago.
Habían escapado de las
mazmorras del rey y habían atravesado el bosque, pero si vivos o muertos,
todavía estaba por verse.
XI.UNA CÁLIDA BIENVENIDA
EL HOBBIT
El día crecía más
claro y caluroso a medida que avanzaban flotando. Luego de un corto trecho, el río
rodeaba a la izquierda un repecho de tierra escarpada. Al pie de la pared
rocosa que se alzaba como un risco en una llanura, la corriente más profunda
fluía lamiendo y borboteando. De repente el risco se estrechó. Las orillas se
hundieron. Los árboles desaparecieron. Bilbo miró.
Las tierras se abrían
amplias alrededor, cubiertas por las aguas del río que se perdía y se bifurcaba
en un centenar de cursos zigzagueantes, o se estancaba en remansos y pantanos
con islotes a los lados; pero, aun así, una fuerte corriente seguía su curso
regular.
¡Y allá, a lo lejos,
mostrando la cima oscura entre retazos de nubes, allá amenazadora, asomaba la montaña!
Los picos más próximos de la zona noroeste y el hundido valle que los unía no
alcanzaban a distinguirse. Sola y adusta, la montaña contemplaba el bosque por
encima de los pantanos. ¡La montaña Solitaria! Bilbo había viajado mucho y
había pasado muchas aventuras para verla, y ahora no le gustaba nada.
Mientras escuchaba la
conversación de los elfos en la almadía, e hilaba los pedazos de información
que dejaban caer, pronto comprendió que era muy afortunado por haberla visto, aún
desde lejos. Había sufrido mucho cuando cayó prisionero, y ahora no encontraba
una postura cómoda (por no mencionar a los pobres enanos debajo de él), y sin
embargo no se había dado cuenta de la suerte que había tenido. La conversación
se refería sólo al comercio que iba y venía por los canales y al incremento del
tráfico en el río, pues las carreteras del este que conducían al bosque Negro
habían desaparecido o dejaron de utilizarse; y además los hombres del lago y
los elfos del bosque se habían disputado el dominio del río del Bosque y el
cuidado de las riberas. Estos territorios habían cambiado mucho desde los días
en que los enanos moraran en la montaña, días que para la mayoría de la gente
sólo eran ahora una vaga tradición. Habían cambiado aún en años recientes y
desde las últimas noticias que Gandalf tenía de ellos. Inundaciones y lluvias
habían aumentado el caudal de las aguas en el este; y había habido uno o dos
terremotos (que algunos se inclinaron a atribuir al dragón, mientras señalaban
la montaña con una maldición y un ominoso movimiento de cabeza). Los pantanos y
ciénagas se habían extendido más y más a ambos lados. Los senderos habían
desaparecido, y los jinetes o caminantes hubieran tenido un destino similar si
hubiesen intentado encontrar los viejos caminos. El sendero elfo que cruzaba el
bosque y que los enanos habían tomado siguiendo el consejo de Beorn, ahora llegaba
a un dudoso e insólito final en el borde oriental del bosque; sólo el río era
aún un trayecto seguro desde el linde norte del bosque Negro hasta las lejanas
planicies sombreadas por la montaña; y el río estaba vigilado por el rey de los
elfos del bosque.
Así que como veis,
Bilbo había tomado al final el único camino que era en realidad bueno. El señor
Bolsón hubiera podido sentirse reconfortado, mientras temblaba sobre los
barriles, si hubiese sabido que noticias de todo esto habían llegado a Gandalf allá
lejos, preocupándolo de veras, y que estaba a punto de acabar otro asunto (que
no viene a cuento mencionar en este relato)[32]
y se disponía a regresar en busca de la gente de Thorin. Pero Bilbo no lo
sabía.
Todo cuanto sabía era
que el río parecía seguir y seguir y seguir, y que él tenía hambre, y un
horroroso resfriado de nariz, y que no le gustaba cómo la montaña parecía fruncir
el ceño y amenazarlo a medida que se acercaban. Sin embargo, al cabo de un
rato, el río tomó un curso más meridional y la montaña retrocedió de nuevo, y
al fin, ya caída la tarde, entre orillas ahora de rocas, el río reunió todas
sus aguas errantes en un profundo y rápido flujo, y descendió precipitadamente.
El sol ya se había
puesto cuando luego de un recodo y de bajar otra vez hacia el este, el río del
Bosque se precipitó en el lago Largo. Las puertas del río se alzaban como altos
acantilados, a un lado y a otro, con guijarros apilados en las orillas. ¡El lago
Largo! Bilbo nunca había imaginado que pudiera haber una extensión de agua tan
enorme, excepto el mar. Era tan ancho que las márgenes opuestas asomaban apenas
a lo lejos, y tan largo que no se veía el extremo norte, que apuntaba a la montaña.
Sólo por el mapa supo Bilbo que allá arriba, donde las estrellas del Carro ya
titilaban, el río Rápido descendía desde el valle desembocando en el lago, y
junto con el río del Bosque colmaba con aguas profundas lo que una vez tenía
que haber sido un valle de piedra grande y hondo. En el extremo meridional las
dobles aguas se vertían de nuevo en altas cascadas y corrían de prisa hacia
tierras desconocidas, En el aire tranquilo del anochecer el ruido de las cascadas
resonaba como un bramido distante.
No lejos de la boca
del río del Bosque se alzaba la extraña ciudad de la que hablaran los elfos, en
las bodegas del rey. No estaba emplazada en la orilla, aunque había allí unas
cuantas cabañas y construcciones, sino sobre la superficie misma del lago, en
una apacible bahía protegida de los remolinos del río por un promontorio de
roca. Un gran puente de madera se extendía hasta unos enormes troncos que
sostenían una bulliciosa ciudad también de madera, no una ciudad de elfos sino
de hombres, que aún se atrevían a vivir a la sombra de la distante montaña del
dragón. Sacaban aún algún provecho del tráfico que venía desde el sur, río
arriba, y que en el trayecto de las cascadas era transportado por tierra hasta
la ciudad; pero en los grandes días de antaño, cuando Valle en el norte era
rico y próspero, ellos habían sido poderosos hombres de fortuna; vastas flotas
de barcos habían poblado aquellas aguas, y algunos llevaban oro y otros
guerreros con armaduras, y allí se habían conocido guerras y hazañas que ahora
eran sólo una leyenda. A lo largo de las orillas podían verse aún los pilotes
carcomidos de una ciudad más grande, cuando bajaban las aguas, durante las
sequías.
Pero los hombres poco
recordaban de todo aquello, aunque algunos todavía cantaban viejas canciones
sobre los reyes enanos de la montaña, Thrór y Thráin de la raza de Durin, y
sobre la llegada del dragón y la caída de los señores de Valle. Algunos
cantaban también que Thrór y Thráin volverían un día, y que el oro correría en
ríos por las compuertas de la montaña, y que en todo aquel país se oirían
canciones nuevas y risas nuevas. Pero esta agradable leyenda no afectaba mucho
los asuntos cotidianos de los hombres.
Tan pronto como la almadía
de barriles apareció a la vista, unos botes salieron remando desde los pilotes
de la ciudad, y unas voces saludaron a los timoneles. Los elfos arrojaron
cuerdas y retiraron los remos, y pronto la balsa fue arrastrada fuera de la
corriente del río del Bosque, y luego remolcada, bajo el alto repecho rocoso
hasta la pequeña bahía de la Ciudad del Lago. Allí la amarraron no lejos de la
cabecera del puente. Pronto vendrían hombres del sur y se llevarían algunos de
los barriles, y otros los cargarían con mercancías que habían traído consigo
para devolverlas río arriba a la morada de los elfos del bosque. Mientras tanto
los barriles quedaron en el agua, y los elfos de la almadía y los barqueros
fueron a celebrarlo en la Ciudad del Lago.
Se hubieran sorprendido
si hubiesen visto lo que ocurrió allá abajo en la orilla después de que se
fueran, ya caída la noche. Bilbo soltó ante todo un barril y lo empujó hasta la
orilla, donde lo abrió. Se oyeron unos quejidos y un enano de aspecto lastimoso
salió arrastrándose. Unas pajas húmedas se le habían enredado en la barba
enmarañada; estaba tan dolorido y entumecido, con tantas magulladuras y
cardenales, que apenas pudo sostenerse en pie y atravesar a tumbos el agua poco
profunda; y siguió lamentándose tendido en la orilla. Tenía una mirada famélica
y salvaje, como la de un perro encadenado y olvidado en la perrera toda una
semana. Era Thorin, aunque sólo podríais reconocerlo por la cadena de oro y por
el color del capuchón celeste, ahora sucio y andrajoso, con la borla de plata
deslustrada. Tuvo que pasar algún tiempo antes de que volviese a ser amable con
el hobbit.
—Bien, ¿estas vivo o
muerto?—preguntó Bilbo un tanto malhumorado. Quizá había olvidado que él por lo
menos había tenido una buena comida más que los enanos, y también los brazos y
piernas libres, y no hablemos de la mayor ración de aire—. ¿Estás todavía
preso, o libre? Si quieres comida, y si quieres continuar con esta estúpida
aventura (es tuya al fin y al cabo, y no mía), mejor será que sacudas los
brazos, te frotes las piernas e intentes ayudarme a sacar a los demás, mientras
sea posible.
Por supuesto, Thorin
entendió la sensatez de estas palabras, y luego de unos cuántos quejidos más,
se incorporó y ayudó al hobbit lo mejor que pudo. En la oscuridad, chapoteando
en el agua fría, tuvieron una difícil y muy desagradable tarea tratando de dar
con los barriles de los enanos. Dando golpes fuera y llamándolos, sólo
descubrieron a unos seis enanos capaces de contestar. A estos los desembalaron
y ayudaron a alcanzar la orilla, y allí los dejaron, sentados o tumbados,
quejándose y gruñendo. Estaban tan doloridos, entumecidos y empapados que
apenas si alcanzaban a darse cuenta de que los habían liberado o de que había,
razones para que se mostraran agradecidos.
Dwalin y Balin eran
dos de los más desafortunados, y no valía la pena pedirles ayuda. Bifur y Bofur
estaban menos magullados y más secos, pero permanecían tumbados y no hacían
nada. Fili y Kili, sin embargo, que eran jóvenes (para
un enano) y que además habían sido mejor embalados, con paja abundante y en
toneles más pequeños, emergieron casi sonrientes, con alguna que otra
magulladura y un entumecimiento que pronto les desapareció.
—¡Espero no oler nunca
más una manzana!—dijo Fili—.
Mi cuba estaba toda impregnada de ese aroma. No oler ninguna otra cosa que
manzanas cuando apenas puedes moverte y estás helado y enfermo de hambre, es
enloquecedor. Me comería hoy cualquier cosa de todo el ancho mundo durante
horas y horas... ¡pero nunca una manzana!
Con la voluntariosa
ayuda de Fili
y Kili, Thorin y Bilbo descubrieron al fin al resto de la compañía y los
sacaron de los barriles. El pobre gordo Bombur parecía dormido o inconsciente;
Dori, Nori, Ori, Óin y Glóin habían tragado mucha agua y estaban medio muertos.
Tuvieron que transportarlos uno a uno y depositarlos en la orilla.
—¡Bien! ¡Aquí estamos!—dijo Thorin—. Y supongo que tenemos que agradecerlo a nuestras estrellas y al señor Bolsón. Estoy seguro de que tiene derecho a esperarlo, aunque desearía que hubiese organizado un viaje más cómodo. No obstante... todos a vuestro servicio una vez más, señor Bolsón. Sin duda alguna nos sentiremos debidamente agradecidos cuando hayamos comido y nos recuperemos. ¿Qué hacemos mientras tanto?
La Ciudad del Lago por J.R.R. Tolkien
—Yo propondría la
Ciudad del Lago—dijo Bilbo—. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
Nadie, desde luego,
pudo proponer algo distinto; así que dejando a los otros, Thorin y Fili y Kili y el hobbit siguieron la orilla hasta
el puente. A la cabecera había guardias, aunque la vigilancia no parecía muy
estricta, y no era realmente necesaria desde hacía mucho tiempo. Excepto por
ocasionales riñas a causa de los peajes del río, eran amigos de los elfos del bosque.
Otros pueblos estaban muy lejos, y algunos de los más jóvenes de la ciudad
ponían abiertamente en duda la existencia de cualquier dragón en la montaña, y
se burlaban de los barbigrises y vejetes que decían haberlo visto volar por el
cielo en sus años mozos. Por todo esto, no es de extrañar que los guardias
estuviesen bebiendo y riendo junto al fuego dentro de la cabaña, y no oyesen el
ruido de los enanos que eran desembalados, o los pasos de los cuatro
exploradores. El asombro de los guardias fue enorme cuando Thorin Escudo de
Roble cruzó la puerta.
—¿Quién eres y qué
quieres?—gritaron poniéndose en pie de un salto y buscando a tientas las armas.
—¡Thorin hijo de Thráin
hijo de Thrór, rey bajo la montaña!—dijo el enano con voz recia, y realmente
parecía un rey, aún con aquellas rasgadas vestiduras y el mugriento capuchón.
El oro le brillaba en el cuello y en la cintura; y tenía ojos oscuros y
profundos—. He regresado. ¡Deseo ver al gobernador de la ciudad!
Hubo entonces un
tremendo alboroto. Algunos de los más necios salieron corriendo como si
esperasen que la montaña se convirtiese en oro por la noche y todas las aguas
del lago se pusiesen amarillas de un momento a otro. El capitán de la guardia
se adelantó.
—¿Y quiénes son éstos?—preguntó
señalando a Fili,
Kili y Bilbo.
—Los hijos de la hija
de mi padre—respondió Thorin—. Fili
y Kili de la raza de Durin, y el señor Bolsón que ha viajado con nosotros desde
el oeste.
—¡Si venís en paz
arrojad las armas!—dijo el capitán.
—No tenemos armas—dijo
Thorin, y era bastante cierto: los cuchillos se los habían sacado los elfos del
bosque, y también la gran espada Orcrist. Bilbo tenía su daga, oculta como
siempre, pero no habló—No necesitamos armas, volvemos por fin a nuestros
dominios, como se decía en otro tiempo. No podríamos luchar contra tantos.
¡Llévanos al gobernador!
—Está en una fiesta—dijo
el capitán.
—Más motivo entonces
para que nos lleves a él—estalló Fili,
ya impaciente con tanta solemnidad—Estamos agotados y hambrientos después de un
largo viaje y tenemos camaradas enfermos. Ahora date prisa y no charlemos más,
o tu señor tendrá algo que decirte.
—Seguidme entonces—dijo
el capitán, y rodeándolos con seis de sus hombres los condujo por el puente, a
través de las puertas, hasta el mercado de la ciudad. Este era un amplio
círculo de agua tranquila rodeada por altos pilotes sobre los que se levantaban
las casas más grandes, y por largos muelles de madera con escalones y
escalerillas que descendían a la superficie del lago. De una de las casas
llegaba el resplandor de muchas luces y el sonido de muchas voces. Cruzaron las
puertas y se quedaron parpadeando a la luz, mirando las largas mesas en las que
se apretaba la gente.
—¡Soy Thorin hijo de Thráin
hijo de Thrór, rey bajo la montaña! ¡He regresado!—gritó Thorin con voz recia
desde la puerta, antes de que el capitán pudiese hablar.
Todos se pusieron en
pie de un salto. El gobernador de la ciudad se movió nervioso en la gran silla.
Pero nadie se levantó con mayor sorpresa que los elfos, sentados al fondo de la
sala. Precipitándose hacia la mesa del gobernador gritaron juntos:
—¡Estos son
prisioneros de nuestro rey que han escapado, enanos errantes y vagabundos que
ni siquiera pudieron decir nada bueno de sí mismos y que merodean por los
bosques y molestan a nuestra gente!
—¿Es eso cierto?—preguntó
el gobernador. En realidad esto le parecía más probable que el regreso del rey
bajo la montaña, si semejante persona había existido alguna vez.
—Es cierto que el rey elfo
nos hizo prisioneros por error y nos encarceló sin causa alguna, cuando
regresábamos a nuestro país—respondió Thorin—. Mas ni candados ni barrotes
pueden impedir el retorno anunciado antaño, y no estamos en los dominios de los
elfos del bosque. Hablo al gobernador de la ciudad de los hombres del lago, no
a los almadieros del rey.
El gobernador titubeó
entonces, mirando a unos y otros. El rey elfo era muy poderoso en aquellas
tierras y el gobernador no deseaba enemistarse con él; además no prestaba mucha
atención a canciones antiguas, entregado como estaba al comercio y a los
peajes, a los cargamentos y al oro, hábitos a los que debía su posición. Otros,
sin embargo, pensaban de un modo muy distinto, y el asunto se solucionó
rápidamente sin que el gobernador interviniera. Las noticias se habían
difundido desde las puertas del palacio por toda la ciudad, como si se tratase
de un incendio. La gente gritaba dentro y fuera de la sala. Unos pasos
apresurados recorrían los muelles. Alguien empezó a cantar trozos de viejas
canciones que hablaban del regreso del rey bajo la montaña; que fuese el nieto
de Thrór y no Thrór en persona quien estaba allí, no parecía molestarles. Otros
entonaron la canción que sonó alta y fuerte sobre el lago.
¡El rey bajo la montaña,
el rey de piedra tallada,
el señor de fuentes de plata!
¡regresará a sus tierras!
Sostendrán alta la corona,
tañerán otra vez el arpa,
cantarán otra vez las
canciones,
habrá ecos de oro en las
salas.
Los bosques ondularán en
montañas,
y las hierbas, a la luz del
sol;
y las riquezas manarán en
fuentes,
y los ríos en corrientes
doradas.
¡Alborozados correrán los
ríos,
los lagos brillarán como
llamas,
cesarán los dolores y las
penas,
cuando regrese el rey de la montaña![33]
Así cantaban, o algo
parecido, aunque la canción era mucho más larga, y fue acompañada con gritos y
música de arpas y violines. Y en verdad, ni el más viejo de los abuelos
recordaba semejante algarabía en la Ciudad del Lago. Los propios elfos del bosque
empezaron a titubear y aún a tener miedo. No sabían, por supuesto, cómo Thorin
había escapado, y se decían quizá que el rey había cometido un grave error. En
cuanto al gobernador de la ciudad, comprendió que no podía hacer otra cosa que
sumarse a aquel clamor tumultuoso, al menos por el momento, y fingir que
aceptaba lo que Thorin decía que era. De modo que lo invitó a sentarse en la
silla grande, y puso a Fili
y a Kili junto a él en sitios de honor. Aún a Bilbo se le dio un lugar en la
mesa alta, y nadie explicó de dónde venía (ninguna canción se refería a él, ni
siquiera de un modo oscuro), ni nadie lo preguntó en el bullicio general.
Poco después trajeron
a los demás enanos a la ciudad entre escenas de asombroso entusiasmo. Todos
fueron curados y alimentados, alojados y agasajados del modo más amable y
satisfactorio. Una casa enorme fue cedida a Thorin y a los suyos; y luego les
proporcionaron barcos y remeros, y una multitud se sentó a las puertas de la
casa y cantaba canciones durante todo el día, o daba hurras si cualquier enano
asomaba la punta de la nariz.
Algunas de las
canciones eran antiguas; pero otras eran muy nuevas y hablaban con confianza de
la repentina muerte del dragón y de los cargamentos de fastuosos presentes que
bajaban por el río a la Ciudad del Lago. Estos últimos cantos estaban
inspirados en su mayor parte por el gobernador, y no agradaban mucho a los enanos;
pero entretanto los trataban muy bien, y pronto se pusieron de nuevo fuertes y
gordos. En una semana estaban ya casi repuestos, con ropa fina de color
apropiado, las barbas peinadas y recortadas, y el paso orgulloso. Thorin
caminaba y miraba a todo el mundo como si el reino estuviese ya reconquistado y
Smaug cortado en trozos pequeños.
Por entonces, como
Thorin había dicho, los buenos sentimientos de los enanos hacia el pequeño
hobbit se acrecentaban día a día. No hubo más gruñidos o lamentos. Bebían a la
salud de Bilbo, le daban golpecitos en la espalda, y alborotaban alrededor, lo que
no estaba mal, pues el hobbit no se sentía demasiado feliz. No había olvidado
el aspecto de la montaña, ni lo que pensaba del dragón, y tenía además un
fastidioso resfriado. Durante tres días estornudó y tosió, y no pudo salir, y aún
días después, cuando hablaba en los banquetes, se limitaba a decir: —Buchísimas bracias.
Mientras tanto los elfos
habían regresado al río del Bosque con los cargamentos, y hubo una gran
excitación en el palacio del rey. Nunca he sabido qué les ocurrió al jefe de la
guardia y al mayordomo. Por supuesto, nada se dijo sobre llaves o barriles
mientras los enanos permanecieron en la Ciudad del Lago, y Bilbo cuidó de no
volverse nunca invisible. No obstante, me atrevería a decir que se suponía más
de lo que se sabía, y sin duda el señor Bolsón era uno de los puntos
misteriosos. De todos modos, el rey conocía ahora la misión de los enanos o
creía conocerla, y se dijo a sí mismo:
"¡Muy bien! ¡Ya veremos! Ningún tesoro
saldrá por el bosque Negro sin que yo haya dicho la última palabra. Pero espero
que todos tengan un mal fin, ¡y les estará bien empleado!" De todos modos,
él no creía en enanos que lucharan y mataran dragones como Smaug, y sospechaba
un intento de saqueo o algo parecido, lo que demuestra que era un elfo sabio y
más sabio que los hombres de la ciudad, aunque no acertaba del todo, como
veremos más adelante. Envió espías a las orillas del lago y a la montaña, lejos
hacia el norte, hasta donde pudieran llegar, y aguardó.
A los quince días,
Thorin empezó a pensar en la partida. Mientras durase el entusiasmo en la
ciudad, sería tiempo de pedir ayuda. No convenía dejar enfriar las cosas con
dilaciones. Así que habló con el gobernador y los consejeros de la ciudad, y
les dijo que pronto él y su compañía marcharían otra vez a la montaña.
Entonces, por vez
primera, el gobernador se sorprendió y aún llegó a asustarse, y se preguntó si
Thorin no sería en verdad descendiente de los reyes antiguos. Nunca había
pensado que los enanos se atreverían a acercarse a Smaug, y para él no eran más
que un fraude que tarde o temprano saldría a la luz. Estaba equivocado. Thorin,
por supuesto, era el verdadero nieto del rey bajo la montaña, y nadie sabe de
lo que es capaz un enano, por venganza o por recobrar lo que le pertenece.
Pero el gobernador no
sintió pena alguna cuando los dejó partir. La manutención de los enanos estaba
arruinándolo, y desde que habían llegado la vida en la ciudad era como unas
largas vacaciones, con los negocios en punto muerto, "Dejemos que se
vayan y que le den la lata a Smaug. ¡Ya veremos cómo los recibe!",
pensó.
—¡Ciertamente, oh
Thorin hijo de Thráin hijo de Thrór!—fue lo que dijo—. Tenéis que reclamar lo
que es vuestro. Ha llegado la hora que se anunció tiempo atrás. Tendréis toda
la ayuda que podamos daros, y confiamos en vuestra gratitud cuando
reconquistéis el reino.
De modo que un buen
día, aunque el otoño estaba ya bastante avanzado, y los vientos eran fríos y
las hojas caían rápidas, tres grandes embarcaciones dejaron la Ciudad del Lago,
cargadas con remeros, enanos, el señor Bolsón, y muchas provisiones. Habían
enviado caballos y ponis que llegarían al apeadero señalado dando un rodeo por
senderos tortuosos. El gobernador y los consejeros de la ciudad los despidieron
desde los grandes escalones del ayuntamiento, que bajaban hasta el lago. La
gente cantaba en las ventanas y en los muelles. Los remos blancos golpearon y
se hundieron en el agua; y la compañía partió hacia el norte, río arriba, en la
última etapa de un largo viaje. La única persona completamente desdichada era
Bilbo.
XII.EL CONCILIO BLANCO ATACA DOL GULDUR
EL
SILMARILLION: DE LOS ANILLOS DE PODER Y LA TERCERA EDAD
(...)Pero
la sombra del bosque Negro era cada día más profunda, y unas criaturas malignas
concurrieron a Dol Guldur desde todos los lugares oscuros del mundo; y se
unieron nuevamente bajo una sola voluntad, y volvieron su malicia contra los elfos
y los sobrevivientes de Númenor.
Pero
al fin el Concilio fue de nuevo convocado, y se debatió mucho la ciencia de los
Anillos; pero Mithrandir le habló al Concilio diciendo:
—No
es necesario que encontremos el Anillo, porque mientras permanezca en la tierra
y no se deshaga, tendrá siempre poder; y Sauron crecerá y confiará. El poder de
los elfos y de los amigos de los elfos es menor ahora de lo que fue. Sauron
será pronto demasiado fuerte para nosotros, aún sin el Gran Anillo; porque
gobierna los Nueve, y de los Siete ya ha recuperado tres. Tenemos que atacar.
A
esto asintió ahora Curunír, deseando que Sauron fuera arrojado de Dol Guldur,
que estaba cerca del río, y no tuviera oportunidad de continuar la busca. Así
dio por última vez ayuda al Concilio, y las fuerzas se unieron; y atacaron Dol
Guldur, y expulsaron a Sauron de su baluarte, y durante un corto tiempo el bosque
Negro volvió a ser como antaño.(…)
XIII.EN EL UMBRAL
EL HOBBIT
Durante dos días
enteros remaron aguas arriba, y se metieron en el río Rápido, y todos pudieron
ver entonces la montaña Solitaria, que se alzaba imponente y amenazadora ante
ellos. La corriente era turbulenta e iban despacio. Al término del día tercero,
unas millas río arriba, se acercaron a la orilla oeste o izquierda y
desembarcaron. Aquí se les unieron los caballos con otras provisiones y útiles
y los ponis y el resto fue almacenado en una tienda, pero ninguno de los hombres
de la ciudad se quedaría con ellos tan cerca de la sombra de la montaña, ni
siquiera por esa noche.
—No al menos hasta que
las canciones sean ciertas—dijeron. Era más fácil creer en el dragón y menos
fácil creer en Thorin en marcha por esas tierras salvajes. En verdad los
almacenes no necesitaban guardias, pues aquellas tierras eran desoladas y
desiertas. Así, aunque ya caía la noche, la escolta los abandonó, escapando
rápidamente río abajo y por los caminos de la orilla.
Pasaron una noche fría
y solitaria, y se sintieron desanimados. Al día siguiente partieron de nuevo.
Balin y Bilbo cabalgaban detrás, cada uno llevando un poni con una carga
pesada; los otros iban delante, marchando lentamente pues no había ninguna
senda. Fueron hacia el noroeste, desviándose del río Rápido y acercándose más y
más a la gran estribación de la montaña que avanzaba sobre ellos desde el sur.
Fue una jornada
agotadora, silenciosa y furtiva. No hubo risas, ni canciones, ni sonidos de
arpa, y el orgullo y las esperanzas que habían reavivado los corazones mientras
entonaban los viejos cantos junto al lago, murieron pronto en un fatigado
abatimiento. Sabían que estaban aproximándose al final del viaje, y que podía
ser un final muy espantoso. La tierra alrededor era pelada y árida, aunque en
otra época, decía Thorin, había sido hermosa y verde. Había poca hierba, y al
cabo de un rato desaparecieron los árboles y los arbustos, y de los que habían
muerto mucho tiempo atrás sólo quedaban unos tocones rotos y ennegrecidos.
Habían llegado a la desolación del dragón y a los últimos días del año.
A pesar de todo,
alcanzaron la falda de la montaña sin tropezar con ningún peligro ni con otro
rastro del dragón que aquel desierto alrededor de la guarida. La montaña se
alzaba oscura y silenciosa ante ellos, y siempre más alta. Acamparon por
primera vez en el lado oeste de la gran estribación sur, que terminaba en la
llamada colina del Cuervo. La colina había sido un antiguo puesto de
observación; pero no se atrevieron a escalarla aún; estaba demasiado expuesta.
Antes de partir hacia
las estribaciones del oeste en busca de la puerta oculta, en la que habían
puesto todas sus esperanzas, Thorin envió una partida de exploración para
reconocer las tierras del sur, donde estaba la puerta principal. Para este
propósito escogió a Balin, Fili
y Kili, y con ellos fue Bilbo. Marcharon bajo los riscos grises y silenciosos
hacia el pie de la colina del Cuervo. El río, luego de un amplio recodo sobre
Valle, se apartaba de la montaña e iba hacia el lago, fluyendo rápida y
ruidosamente. Las orillas eran allí desnudas y rocosas, altas y escarpadas
sobre la corriente; y mirando con atención por encima del estrecho curso de
agua, que saltaba espumosa entre peñascos, pudieron ver en el amplio valle,
ensombrecidas por los brazos de la montaña, las ruinas grises de casas,
torreones y muros antiguos.
—Ahí yace todo lo que
queda de Valle—dijo Balin—. Las laderas de la montaña estaban verdes de bosques
y los terrenos resguardados eran ricos y agradables en el tiempo en que las
campanas repicaban en la ciudad. —Parecía triste y furioso a la vez cuando lo
dijo; él mismo había sido compañero de Thorin el día que llegó el dragón.
No se atrevieron a
seguir el río mucho más lejos hacia la puerta; pero dejaron atrás el extremo de
la estribación sur, y ocultándose detrás de una roca, buscaron y vieron la
sombría abertura cavernosa en la pared de un risco elevado, entre los brazos de
la montaña. Las aguas del río Rápido se precipitaban fuera, junto con un vapor
y un humo negro. Nada se movía en el yermo aparte del vapor y el agua, y de
cuando en cuando un grajo negro y ominoso. El único sonido era el del agua
entre las rocas, y a veces el áspero graznido de un pájaro. Balin se
estremeció.
—¡Volvamos!—dijo—.
¡Aquí no hacemos nada bueno! Y no me gustan esos pájaros negros, parecen espías
del mal.
—El dragón vive
todavía, y está ahora en los salones bajo la montaña, o eso supongo por el humo—dijo
el hobbit.
—No es una prueba—dijo Balin—, aunque no dudo que estés en lo cierto. Pero pudo haber salido por un rato, o encontrarse de guardia en la ladera de la montaña, y aun así no me sorprendería que humos y vapores salieran por las puertas; ese vaho fétido llena sin duda todas las salas interiores.
Con estos pensamientos
tenebrosos, seguidos siempre por grajos que graznaban encima de ellos,
volvieron fatigados al campamento. En el mes de junio habían sido huéspedes de
la hermosa casa de Elrond, y aunque el otoño ya caminaba hacia el invierno,
parecía que habían pasado años desde aquellos días agradables. Estaban solos en
el yermo peligroso, sin esperanza de más ayuda. Habían llegado al término del
viaje, pero se encontraban más lejos que nunca, o así parecía, del final de la
misión. A ninguno de ellos le quedaba mucho ánimo.
Quizá os sorprenda,
pero el señor Bolsón parecía más animado que los otros. Muy a menudo le pedía a
Thorin el mapa y lo miraba con atención, meditando sobre las runas y el mensaje
de letras lunares que Elrond había leído. Fue Bilbo quien incitó a los enanos a
que buscaran la puerta secreta de la vertiente oeste. Trasladaron entonces el
campamento a un valle largo, más estrecho que el valle del sur donde se
levantaban las puertas del río, y protegido por las estribaciones más bajas de
la montaña. Dos de las estribaciones se adelantaban aquí desde el macizo
principal hacia el oeste, en largas crestas de faldas abruptas, que sin
interrupción caían hacia el llano. En este lado se veían menos señales de los
merodeantes pies del dragón, y había alguna hierba para los ponis. Desde el
campamento oeste, siempre ensombrecido por el risco y el muro, hasta que el sol
empezaba a hundirse en el bosque, salieron día tras día a buscar unos senderos
que subiesen por la ladera de la montaña. Si el mapa decía la verdad, en alguna
parte de la cima del risco, en la cabeza del valle, tenía que estar la puerta
secreta. Día tras día volvían sin éxito al campamento.
Pero, por fin, de modo
inesperado, encontraron lo que buscaban. Fili, Kili y el hobbit volvieron un día valle abajo y gatearon entre las
rocas caídas del extremo sur. Cerca del mediodía, arrastrándose detrás de una
piedra solitaria que se alzaba como un pilar, Bilbo descubrió unos toscos
escalones. Él y los enanos treparon excitados, y encontraron el rastro de una
senda estrecha, a veces oculta, a veces visible, que llevaba a la cresta sur, y
luego hasta una saliente todavía más estrecha, que bordeaba hacia el norte la
cara de la montaña. Mirando hacia abajo, vieron que estaban en la punta del
risco a la entrada del valle, y contemplaron su propio campamento allá abajo.
En silencio, pegándose a la pared rocosa de la derecha, fueron en fila por el
repecho hasta que la pared se abrió, y entraron entonces en una pequeña nave de
paredes abruptas y suelo cubierto de hierbas, tranquila y callada. La entrada
no podía ser vista desde abajo, pues el risco sobresalía, ni desde lejos, pues
era tan pequeña que parecía sólo una grieta oscura. No era una cueva y se abría
hacia el cielo; pero en el extremo más interior se elevaba una pared desnuda, y
la parte inferior, cerca del suelo, era tan lisa y vertical como obra de
albañil, pero no se veían ensambladuras ni rendijas. Ni rastros había allí de
postes, dinteles o umbrales, ni seña alguna de tranca, pestillo o cerradura; y
sin embargo no dudaron de que al fin habían encontrado la puerta.
La golpearon, la
empujaron de mil modos, le imploraron que se moviese, recitaron trozos de
encantamientos que abrían entradas secretas, y nada se movió. Por último, se
tendieron exhaustos a descansar sobre la hierba, y luego, por la tarde,
emprendieron el largo descenso.
Esa noche hubo
excitación en el campamento del valle. Por la mañana se prepararon a marchar
otra vez. Sólo Bofur y Bombur quedaron atrás para que guardaran los ponis y las
provisiones que habían traído desde el río. Los otros bajaron al valle y
subieron por el sendero descubierto el día anterior, y así hasta el estrecho
borde. Allí no llevaron bultos ni paquetes, pues la saliente era angosta y
peligrosa, con una caída al lado de ciento cincuenta pies sobre las rocas
afiladas del fondo; pero todos llevaban un buen rollo de cuerda bien atado a la
cintura y así, sin ningún accidente, llegaron a la pequeña nave de hierbas.
Allí acamparon por
tercera vez, subiendo con las cuerdas lo que necesitaban. Algunos de los enanos
más vigorosos, como Kili, descendieron a veces del mismo modo, para
intercambiar noticias o para relevar a la guardia de abajo, mientras Bofur era
izado al campamento. Bombur no subiría ni por la cuerda ni por el sendero.
—Soy demasiado gordo
para esos paseos de mosca—dijo—. Me marearía, me pisaría la barba, y seríais
trece otra vez. Y las cuerdas son demasiado delgadas y no aguantarían mi peso.
—Por fortuna para él, esto no era cierto, como veréis.
Mientras tanto algunos
de los enanos exploraron el antepecho más allá de la abertura, y descubrieron
un sendero que conducía montaña arriba; pero no se atrevieron a aventurarse muy
lejos por ese camino, ni tampoco servía de mucho. Fuera, allá arriba, reinaba
el silencio, interrumpido sólo por el ruido del viento entre las grietas
rocosas. Hablaban bajo y nunca gritaban o cantaban, pues el peligro acechaba en
cada piedra. Los otros, que trataban de descubrir el secreto de la puerta, no
tuvieron más éxito. Estaban demasiado ansiosos como para romperse la cabeza con
las runas o las letras lunares, pero trabajaron sin descanso buscando la puerta
escondida en la superficie lisa de la roca. Habían traído de la Ciudad del Lago
picos y herramientas de muchas clases y al principio trataron de utilizarlos.
Pero cuando golpearon la piedra, los mangos se hicieron astillas, y les
sacudieron cruelmente los brazos, y las cabezas de acero se rompieron o
doblaron como plomo. La minería, como vieron claramente, no era útil contra el
encantamiento que había cerrado la puerta; y el ruido resonante los aterrorizó.
Bilbo se encontró
sentado en el umbral, solo y aburrido. Por supuesto, en realidad no había umbral,
pero llamaban así en broma al espacio con hierba entre el muro y la abertura,
recordando las palabras de Bilbo en el agujero-hobbit durante la tertulia
inesperada, hacía tanto tiempo, cuando dijo que él podría sentarse en el umbral
hasta que ellos pensasen algo. Y sentarse y pensar fue lo que hicieron, o
divagar más y más a la buenaventura, y ponerse cada vez más huraños.
Los ánimos se habían
levantado un poco con el descubrimiento del sendero, pero ahora los tenían ya
por los pies; pero ni aun así iban a rendirse y marcharse. El hobbit no estaba
mucho más contento que los enanos. No hacía nada, y sentado de espaldas a la pared
de piedra, miraba fijamente por la abertura hacia el poniente, por encima del
risco y las amplias llanuras, hacia la pared del bosque Negro y las tierras de
más allá, en las que a veces creía ver reflejos de las montañas Nubladas,
lejanas y pequeñas. Si los enanos le preguntaban qué estaba haciendo,
contestaba:
—Dijisteis que
sentarme en el umbral y pensar sería mi trabajo, aparte de entrar; así que
estoy sentado y pensando. —Pero me temo que no pensaba mucho en su tarea, sino
en lo que había más allá de la lejanía azul, la tranquila Tierra del Poniente,
y el agujero-hobbit bajo la Colina.
Una piedra gris yacía
en medio de la hierba y él la observaba melancólico o miraba los grandes
caracoles. Parecía que les gustaba la nave cerrada con muros de piedra fría, y
había muchos de gran tamaño que se arrastraban lenta y obstinadamente por los
lados.
—Mañana empieza la
última semana de otoño—dijo un día Thorin.
—Y el invierno viene
detrás—dijo Bifur.
—Y luego otro año—dijo
Dwalin—, y nos crecerán las barbas y colgarán riscos abajo hasta el valle antes
que aquí haya novedades. ¿Qué hace por nosotros el saqueador? Como tiene el
anillo, y ya tendría que saber manejarlo muy bien, estoy empezando a pensar que
podría cruzar la puerta principal y reconocer un poco el terreno.
Bilbo oyó esto (los enanos
estaban en las rocas justo sobre el recinto dónde él se sentaba) y "¡Vaya!"
se dijo. "De modo que eso es lo que están pensando, ¿no? Siempre soy yo
el pobrecito que tiene que sacarlos de dificultades, al menos desde que el mago
nos dejó. ¿Qué voy a hacer? ¡Podía haber adivinado que algo espantoso me
pasaría al final! No creo que soporte ver otra vez el desgraciado país de Valle
y menos esa puerta que echa vapor."
Esa noche se sintió
muy triste y apenas durmió. Al día siguiente los enanos se dispersaron en
varias direcciones; algunos estaban entrenando a los ponis allá abajo, otros
erraban por la ladera de la montaña. Bilbo pasó todo el día abatido, sentado en
la nave de hierba, clavando los ojos en la piedra gris, o mirando hacia afuera
al oeste, a través de la estrecha abertura. Tenía la rara impresión de que
estaba esperando algo. "Quizá el mago aparezca hoy de repente",
pensaba.
Si levantaba la cabeza
alcanzaba a ver el bosque lejano. Cuando el sol se inclinó hacia el oeste, hubo
un destello amarillo sobre las copas de los árboles, como si la luz se hubiese
enredado en las últimas hojas claras. Pronto vio el disco anaranjado del sol
que bajaba a la altura de sus ojos. Fue hacia la abertura y allí, sobre el
borde de la Tierra, había una delgada luna nueva, pálida y tenue.
En ese mismo momento
oyó un graznido áspero. Detrás, sobre la piedra gris en la hierba, había un
zorzal enorme, negro casi como el carbón, el pecho amarillo claro, salpicado de
manchas oscuras. ¡Crac! Había capturado un caracol y lo golpeaba contra
la piedra. ¡Crac! ¡Crac!
De repente Bilbo
entendió. Olvidando todo peligro, se incorporó y llamó a los enanos, gritando y
moviéndose. Aquellos que estaban más próximos se acercaron tropezando sobre las
rocas y tan rápido como podían a lo largo del antepecho, preguntándose qué
demonios pasaba; los otros gritaron que los izaran con las cuerdas (excepto
Bombur, que por supuesto estaba dormido).
Bilbo se explicó
rápidamente. Todos guardaron silencio: el hobbit de pie junto a la piedra gris,
y los enanos observando impacientes, meneando las barbas. El sol bajó y bajó, y
las esperanzas menguaron. El sol se hundió en un anillo de nubes enrojecidas y
desapareció. Los enanos gruñeron, pero Bilbo siguió allí de pie, casi sin
moverse. La pequeña luna estaba tocando el horizonte. Llegaba el anochecer. Entonces,
de modo inesperado, cuando ya casi no les quedaban esperanzas, un rayo rojo de
sol escapó como un dedo por el rasgón de una nube. El destello de luz llegó
directamente a la nave atravesando la abertura y cayó sobre la lisa superficie
de roca. El viejo zorzal, que había estado mirando desde lo alto con ojos
pequeños y brillantes, inclinando la cabeza, soltó un sonoro gorjeo. Se oyó un
crujido. Un trozo de roca se desprendió de la pared y cayó. De repente apareció
un orificio, a unos tres pies del suelo.
En seguida, temiendo
que la oportunidad se esfumase, los enanos corrieron hacia la roca y la
empujaron, en vano.
—¡La llave! ¡La llave!—gritó
Bilbo entonces—¿Dónde está Thorin?
Thorin se acercó de
prisa.
—¡La llave!—gritó Bilbo—.
¡La llave que estaba con el mapa! ¡Prueba ahora, mientras todavía hay tiempo!
Entonces Thorin se
adelantó, quitó la llave de la cadena que le colgaba del cuello, y la metió en
el orificio. ¡Entraba y giraba! ¡Zas! El rayo desapareció, el sol se
ocultó, la luna se fue, y el anochecer se extendió por el cielo.
Entonces todos
empujaron a la vez, y una parte de la pared rocosa cedió lentamente. Unas
grietas largas y rectas aparecieron y se ensancharon. Una puerta de tres pies
de ancho y cinco de alto asomó poco a poco, y sin un sonido se movió hacia
adentro. Parecía como si la oscuridad fluyese como un vapor del agujero de la
montaña, y una densa negrura, en la que nada podía verse, se extendió ante la
compañía: una boca que bostezaba y llevaba adentro y abajo.
Durante un largo rato
los enanos permanecieron inmóviles en la oscuridad ante la puerta, y
discutieron, hasta que al final Thorin habló: —Ha llegado el momento de que
nuestro estimado señor Bolsón, que ha probado ser un buen compañero en nuestro
largo camino, y un hobbit de coraje y recursos muy superiores a su talla, y si
se me permite decirlo, con una buena suerte que excede en mucho la ración
común, ha llegado el momento, digo, de que lleve a cabo el servicio para el que
fue incluido en la compañía; ha llegado el momento de que el señor Bolsón gane
su recompensa.
Estáis familiarizados
con el estilo de Thorin en las ocasiones importantes, de modo que no os daré
otras muestras, aunque continuó así durante un tiempo. Por cierto, la ocasión
era importante, pero Bilbo se impacientó. Por entonces ya conocía bastante bien
a Thorin, y sabía a dónde iba a parar.
—Si quieres decir que
mi trabajo es introducirme primero en el pasadizo secreto, oh Thorin Escudo de
Roble, hijo de Thráin, que tu barba sea todavía más larga—dijo malhumorado—.
¡Dilo así de una vez y se acabó! Podría rehusarme. Ya os he sacado de dos
aprietos que no creo que estuviesen en el convenio original, y me parece que ya
me he ganado alguna recompensa. Pero 'a la tercera va la vencida', como
mi padre solía decir, y en cierto modo no pienso rehusarme. Tal vez esté
aprendiendo a confiar en mi buena suerte, más que en los viejos tiempos. —Quería
decir en la última primavera, antes de dejar la casa de la Colina, pero
parecía, que hubiesen pasado siglos. —Sin embargo creo que iré y echaré un
vistazo en seguida, para terminar de una vez. Bien, ¿quién viene conmigo?
No esperaba un coro de
voluntarios, de modo que no se decepcionó. Fili y Kili parecían incómodos y vacilaban con un
pie en el aire, pero los otros no se inmutaron, excepto el viejo Balin, el
vigía, quien se había encariñado con el hobbit. Dijo que al menos entraría, y
tal vez recorriera también un trecho, dispuesto a gritar socorro si era
necesario.
Lo mejor que se puede
decir de los enanos es lo siguiente: se proponían pagar con generosidad los
servicios de Bilbo; lo habían traído para hacer un trabajo que les desagradaba,
y no les importaba cómo se las arreglaría aquel pobre y pequeño compañero,
siempre que llevara a cabo la tarea. Hubieran hecho todo lo posible por sacarlo
de apuros, si se metía con ellos, como en el caso de los troles, al principio
de la aventura, antes de que tuviesen una verdadera razón para sentirse
agradecidos. Así es: los enanos no son héroes, sino gente calculadora, con una
idea precisa del valor del dinero; algunos son ladinos y falsos; y bastante
malos tipos; y otros en cambio son bastante decentes, como Thorin y compañía,
si no se les pide demasiado.
Las estrellas
aparecían detrás de él en un cielo pálido cruzado por nubes negras, cuando el
hobbit se deslizó por el portón encantado y entró sigiloso en la montaña.
Avanzaba con una facilidad que no había esperado. Esta no era una entrada de
trasgos, ni una tosca cueva de elfos. Era un pasadizo construido por enanos, en
el tiempo en que habían sido muy ricos y hábiles: recto como una regla, de
suelo y paredes pulidas, descendía poco a poco y llevaba directamente a algún
destino distante en la oscuridad de abajo.
Al cabo de un rato
Balin deseó: —¡Buena suerte!—y Bilbo se detuvo donde todavía podía ver el tenue
contorno de la puerta, y por alguna peculiaridad acústica del túnel, oír el
sonido de las voces que murmuraban afuera.
Entonces el hobbit se
puso el anillo, y enterado por los ecos de que necesitaría ser más precavido
que un hobbit, si no quería hacer ruido, se arrastró en silencio hacia abajo,
abajo, abajo en la oscuridad. Iba temblando de miedo, pero con una expresión
firme y ceñuda en la cara menuda. Ya era un hobbit muy distinto del que había
escapado corriendo de Bolsón Cerrado sin un pañuelo de bolsillo. No tenía un
pañuelo de bolsillo desde hacía siglos. Aflojó la daga en la vaina, se apretó
el cinturón y prosiguió.
"Ahora ya
estás dentro y allá vas, Bilbo Bolsón", se dijo, "Tú mismo
metiste la pata justo a tiempo aquella noche, ¡y ahora tienes que sacarla y
pagar! ¡Cielos, qué tonto fui y qué tonto soy!", añadió la parte menos
Tuk del hobbit. "¡No tengo ningún interés en tesoros guardados por
dragones, y no me molestaría que todo el montón se quedara aquí para siempre,
si yo pudiese despertar y descubrir que este túnel condenado es el zaguán de mi
propia casa!"
Desde luego no
despertó, sino que continuó adelante, hasta que toda señal de la puerta se hubo
desvanecido detrás y a lo lejos. Estaba completamente solo. Pronto pensó que
empezaba a hacer calor. "¿Es alguna especie de luz, lo que creo ver
acercándose justo enfrente, allá abajo?" se dijo.
Lo era. A medida que
avanzaba crecía y crecía, hasta que no hubo ninguna duda. Era una luz rojiza de
color cada vez más vivo. Ahora era también indudable que hacía calor en el
túnel. Jirones de vapor flotaron y pasaron encima del hobbit que empezó a
sudar. Algo, además, comenzó a resonarle en los oídos, una especie de burbujeo,
como el ruido de una gran olla que galopa sobre las llamas, mezclado con un
retumbe como el ronroneo de un gato gigantesco. El ruido creció hasta
convertirse en el inconfundible gorgoteo de algún animal enorme que roncaba en
sueños allá abajo en la tenue luz rojiza frente a él.
En este mismo momento
Bilbo se detuvo. Seguir adelante fue la mayor de sus hazañas. Las cosas
tremendas que después ocurrieron no pueden comparársele. Libró la verdadera
batalla en el túnel, a solas, antes de llegar a ver el enorme y acechante
peligro. De todos modos, luego de una breve pausa, se adelantó otra vez; y
podéis imaginaros cómo llegó al final del túnel, una abertura muy parecida a la
puerta de arriba, por la forma y el tamaño: el hobbit asoma la cabecita. Ante
él yace el inmenso y más profundo sótano o mazmorra de los antiguos enanos, en
la raíz misma de la montaña. La vastedad del sótano en penumbras sólo puede ser
una vaga suposición, pero un gran resplandor se alza en la parte cercana del
piso de piedra. ¡El resplandor de Smaug!
Allí yacía, un enorme
dragón aureorrojizo, que dormía profundamente; de las fauces y narices le salía
un ronquido, e hilachas de humo, pero los fuegos eran apenas unas brasas
llameantes. Debajo del cuerpo y las patas y la larga cola enroscada, y todo alrededor,
extendiéndose lejos por los suelos invisibles, había incontables pilas de
preciosos objetos, oro labrado y sin labrar, gemas y joyas, y plata que la luz
teñía de rojo.
Smaug yacía, con las
alas plegadas como un inmenso murciélago, medio vuelto de costado, de modo que
el hobbit alcanzaba a verle la parte inferior, y el vientre largo y pálido
incrustado con gemas y fragmentos de oro de tanto estar acostado en ese lecho
valioso. Detrás, en las paredes más próximas, podían verse confusamente cotas
de malla, y hachas, espadas, lanzas y yelmos colgados; y allí, en hileras,
había grandes jarrones y vasijas, rebosantes de una riqueza inestimable.
XIV.INFORMACIÓN SECRETA
EL HOBBIT
Decir que Bilbo se
quedó sin aliento no es suficiente. No hay palabras que alcancen a expresar ese
asombro abrumador desde que los hombres cambiaron el lenguaje que aprendieran
de los elfos, en los días en que el mundo entero era maravilloso. Bilbo había
oído antes relatos y cantos sobre tesoros ocultos de dragones, pero el
esplendor, la magnificencia, la gloria de un tesoro semejante, no había llegado
nunca a imaginarlos. El encantamiento lo traspasó y le colmó el corazón, y
entendió el deseo de los enanos; y absorto e inmóvil, casi olvidando al
espantoso guardián, se quedó mirando el oro, que sobrepasaba toda cuenta y
medida.
Contempló el oro
durante un largo tiempo, hasta que arrastrado casi contra su voluntad avanzó
sigiloso desde las sombras del umbral, cruzando el salón hasta el borde más
cercano de los montículos del tesoro. El dragón dormía encima, una horrenda
amenaza aún ahora. Bilbo tomó un copón de doble asa, de los más pesados que
podía cargar, y echó una temerosa mirada hacia arriba. Smaug sacudió un ala,
desplegó una garra, y el retumbe de los ronquidos cambió de tono.
Entonces Bilbo escapó
corriendo. Aunque el dragón no despertó—no todavía—, pero tumbado allí, en el
salón robado, tuvo sueños de avaricia y violencia, mientras el pequeño hobbit
regresaba penosamente por el largo túnel. El corazón le saltaba en el pecho, y
un temblor más febril que el del descenso le atacaba las piernas, pero no
soltaba el copón, y su principal pensamiento era: "¡Lo hice! y esto les
demostrará quién soy. ¡Un tendero más que un saqueador, que se creen ellos eso!
Bien, no volverán a mencionarlo."
Y tampoco lo mencionó
él. Balin estaba encantado de volver a ver al hobbit, y
sentía una alegría que era también asombro. Abrazó a Bilbo y lo llevó fuera, al
aire libre. Era medianoche y las nubes habían cubierto las estrellas, pero
Bilbo continuaba con los ojos cerrados, boqueando y reanimándose con el aire
fresco, casi sin darse cuenta de la excitación de los enanos, y de cómo lo
alababan y lo palmeaban, y se ponían a su servicio, ellos y todas las familias
de los enanos, y las generaciones venideras.
Los enanos aún se
pasaban el copón de mano en mano y charlaban animados de la recuperación del
tesoro, cuando de repente algo retumbó en el interior de la montaña, como si un
antiguo volcán se hubiese decidido a entrar otra vez en erupción. Detrás de ellos
la puerta se movió acercándose, y una piedra la bloqueó impidiendo que se
cerrara, pero desde las lejanas profundidades y por el largo túnel subían unos
horribles ecos de bramidos y de un andar pesado, que estremecía el suelo.
Ante eso los enanos
olvidaron su dicha y las seguras jactancias de momentos antes, y se encogieron
aterrorizados. Smaug era todavía alguien que convenía recordar. No es nada
bueno no tener en cuenta a un dragón vivo, sobre todo si habita cerca. Es
posible que los dragones no saquen provecho a todas las riquezas que guardan,
pero en general las conocen hasta la última onza, sobre todo después de una
larga posesión; y Smaug no era diferente. Había pasado de un sueño intranquilo
(en el que un guerrero, insignificante del todo en tamaño, pero provisto de una
afilada espada y de gran valor, actuaba de un modo muy poco agradable) a uno
ligero, y al fin se espabiló por completo. Había un hálito extraño en la cueva.
¿Podría ser una corriente que venía del pequeño agujero? Nunca se había sentido
muy contento con él, aunque era tan reducido, y ahora lo miraba feroz y
receloso, preguntándose por qué no lo habría tapado. En los últimos días creía
haber oído los ecos indistintos de unos golpes allá arriba. Se movió y estiró
el cuello hacia adelante, husmeando. ¡Entonces notó que faltaba el copón! ¡Ladrones!
¡Fuego! ¡Muerte! ¡Nada semejante le había ocurrido desde que llegara por
primera vez a la montaña! La ira del dragón era indescriptible, esa ira que
sólo se ve en la gente rica que no alcanza a disfrutar de todo lo que tiene, y
que de pronto pierde algo que ha guardado durante mucho tiempo, pero que nunca
ha utilizado o necesitado. Smaug vomitaba fuego, el Salón humeaba, las raíces
de la montaña se estremecían. Golpeó en vano la cabeza contra el pequeño
agujero, y enroscando el cuerpo, rugiendo como un trueno subterráneo, se
precipitó fuera de la guarida profunda, cruzó las grandes puertas, y entró en
los vastos pasadizos de la montaña-palacio, y fue arriba, hacia la puerta
principal.
Buscar por toda la
montaña hasta atrapar al ladrón y despedazarlo y pisotearlo era el único
pensamiento de Smaug. Salió por la puerta, las aguas se alzaron en un vapor
siseante y fiero, y él se elevó ardiendo en el aire, y se posó en la cima de la
montaña envuelto en un fuego rojo y verde. Los enanos oyeron el sonido terrible
de las alas del dragón, y se acurrucaron contra los muros de la terraza
cubierta de hierba, ocultándose detrás de los peñascos, esperando de alguna
manera escapar a aquellos ojos terroríficos.
Habrían muerto todos
si no fuese por Bilbo, una vez más. —¡Rápido! ¡Rápido!—jadeó—. ¡La puerta! ¡El
túnel! Aquí no estamos seguros.
Los enanos
reaccionaron, y ya estaban a punto de arrastrarse al interior del túnel, cuando
Bifur dio un grito: —¡Mis primos! Bombur y Bofur. Los hemos olvidado. ¡Están
allá abajo en el valle!
—Los matará, y también
a nuestros ponis, y lo perderemos todo—se lamentaron los demás—. Nada podemos
hacer.
—¡Tonterías!—dijo
Thorin, recobrando su dignidad—, no podemos abandonarlos. Entrad, señor Bolsón
y Balin, y vosotros dos, Fili y Kili; el dragón no nos atrapará a todos.
Ahora vosotros, los demás, ¿dónde están las cuerdas? ¡De prisa!
Estos fueron tal vez
los momentos más difíciles por los que habían tenido que pasar. Los horribles
estruendos de la cólera de Smaug resonaban arriba en las distantes cavidades de
piedra; en cualquier momento podría bajar envuelto en llamas o volar girando en
círculos y descubrirlos allí, al borde del despeñadero, tirando desaforados de
las cuerdas. Arriba llegó Bofur, y aún todo seguía en calma. Arriba llegó
Bombur resoplando y sin aliento mientras las cuerdas crujían, y aún todo seguía
en calma. Arriba llegaron herramientas y fardos con provisiones, y entonces una
amenaza se cernió sobre ellos.
Se oyó un zumbido
chirriante. Una luz rojiza tocó las crestas de las rocas. El dragón se
acercaba.
Apenas tuvieron tiempo
para correr de vuelta al túnel, arrastrando y tirando de los fardos, cuando
Smaug apareció como un rayo desde el norte, lamiendo con fuego las laderas de
la montaña, batiendo las grandes alas en el aire que rugía como un huracán. El
aliento arrasó la hierba ante la puerta y alcanzó la grieta por donde habían
entrado a esconderse, y los chamuscó, Unos fuegos crepitantes se elevaban
saltando, y las sombras de las piedras negras danzaban en torno. Entonces,
mientras el dragón pasaba otra vez volando, cayó la oscuridad. Los ponis
chillaron de terror, rompieron las cuerdas y escaparon al galope. El dragón dio
media vuelta, corrió tras ellos, y desapareció.
—¡Este será el final
de nuestras pobres bestias!—dijo Thorin—. Nada que Smaug haya visto puede
escapársele. ¡Aquí estamos y aquí tendremos que estar, a menos que a alguien se
le ocurra volver a pie hasta el río, y con Smaug al acecho!
¡No era un pensamiento
agradable! Se arrastraron túnel abajo estremeciéndose, aunque hacía calor y el
aire era pesado, y allí esperaron hasta que el alba pálida se coló por la
rendija de la puerta. Durante toda la noche pudieron oír una y otra vez el
creciente fragor del dragón, que volaba y pasaba junto a ellos, y se perdía
dando vueltas y vueltas a la montaña, buscándolos en las laderas.
Los ponis y los restos
del campamento le hicieron suponer que unos hombres habían venido del río y el
lago, escalando la ladera de la montaña desde el valle. Pero la puerta resistió
la inquisitiva mirada, y la pequeña nave de paredes altas contuvo las llamas
más feroces. Largo tiempo llevaba ya al acecho sin ningún resultado cuando el
alba enfrió la cólera de Smaug, que regresó al lecho dorado para dormir y
reponer fuerzas. No olvidaría ni perdonaría el robo, ni aunque mil años lo
convirtiesen en una piedra humeante; él seguiría esperando. Despacio y en
silencio se arrastró de vuelta a la guarida, y cerró a medias los ojos.
Cuando llegó la
mañana, el terror de los enanos disminuyó. Entendieron que peligros de esta
índole eran inevitables con semejante guardián, y que por ahora no servía de
nada abandonar la misión. Pero tampoco podían escapar, como Thorin había
apuntado. Los ponis estaban muertos o perdidos, y Bilbo y los enanos tendrían
que esperar a que Smaug dejara de vigilarlos, antes de que se atrevieran a
recorrer a pie el largo camino. Por fortuna conservaban buena parte de las
provisiones, que aún podían durarles un tiempo.
Discutieron largamente
sobre el próximo paso, pero no encontraron modo de deshacerse de Smaug, que
siempre había sido el punto débil de todos los planes, como Bilbo se adelantó a
señalar. Luego, como ocurre con las gentes que no saben qué hacer ni qué decir,
empezaron a quejarse del hobbit, culpándolo por lo que en un principio tanto
les había agradado: apoderarse de una copa y despertar tan pronto la cólera de
Smaug.
—¿Qué otra cosa se
supone que ha de hacer un saqueador?—les preguntó Bilbo enfadado—. A mí no me
encomendaron matar dragones, lo que es trabajo de guerreros, sino robar el
tesoro. Hice hasta ahora lo que creía mejor. ¿Acaso pensabais que regresaría
trotando, con todo el botín de Thrór a mis espaldas? Si vais a quejaros, creo
que tengo derecho a dar mi opinión. Tendríais que haber traído quinientos
saqueadores y no uno. Estoy seguro de que esto honra a vuestro abuelo, pero
recordad que nunca me hablasteis con claridad de las dimensiones del tesoro.
Necesitaría centenares de años para subirlo todo hasta aquí, aunque yo fuese
cincuenta veces más grande, y Smaug tan inofensivo cómo un conejo.
Por supuesto, los enanos
se disculparon. —¿Entonces qué nos propones, señor Bolsón?—preguntó Thorin
cortésmente.
—Por el momento no se
me ocurre nada, si te refieres a trasladar el tesoro. Para eso, como es obvio,
necesitamos que la suerte cambie, y que podamos deshacernos de Smaug.
Deshacerse de dragones es algo que no está para nada en mi línea, pero trataré
de pensarlo lo mejor que pueda. Personalmente no tengo ninguna esperanza, y
desearía estar de vuelta en casa y a salvo.
—¡Deja eso por el
momento! ¿Qué haremos ahora?
—Bien, si realmente
quieres mi consejo, te diré que no tenemos nada que hacer excepto quedarnos
donde estamos. Seguro que durante el día podremos arrastrarnos fuera y tomar
aire fresco sin ningún peligro. Quizá pronto sea posible elegir a uno o dos
para que regresen al depósito junto al río y traigan más víveres. Pero
entretanto, y por la noche, todos tienen que quedarse bien metidos en el túnel.
"Bien, os haré
una proposición. Tengo aquí mi anillo, y descenderé este mismo mediodía, pues a
esa hora Smaug estará echando una siesta, y quizá algo ocurra. 'Todo gusano
tiene su punto débil', como solía decir mi padre, aunque estoy seguro de
que nunca llegó a comprobarlo él mismo.
Por supuesto, los enanos
aceptaron en seguida la proposición. Ya habían llegado a respetar al pequeño
Bilbo. Ahora se había convertido en el verdadero líder de la aventura. Empezaba
a tener ideas y planes propios. Cuando llegó el mediodía, se preparó para otra
expedición al interior de la montaña. No le gustaba nada, claro está, pero no
era tan malo ahora que sabía de algún modo lo que le esperaba delante. Si
hubiese estado más enterado de las mañas astutas de los dragones, podría
haberse sentido más asustado y menos seguro de sorprenderlo mientras dormía.
El sol brillaba cuando
partió, pero el túnel estaba tan oscuro como la noche. A medida que descendía,
la luz de la puerta entornada iba desvaneciéndose. Tan silenciosa era la marcha
de Bilbo que el humo arrastrado por una brisa apenas hubiera podido
aventajarlo, y empezaba a sentirse un poco orgulloso de sí mismo mientras se
acercaba a la puerta inferior. Lo único que se veía era un resplandor muy
tenue.
"El viejo
Smaug está cansado y dormido", pensó. "No puede verme y no me
oirá. ¡Ánimo, Bilbo!" Había olvidado el sentido del olfato de los
dragones, o quizá nadie se lo había dicho antes. Un detalle que también
conviene tener en cuenta es que pueden dormir con un ojo entornado, si tiene
algún recelo.
En realidad, Smaug
parecía profundamente dormido, casi muerto y apagado, con un ronquido que era
apenas unas bocanadas de vapor invisible, cuando Bilbo se asomó otra vez desde
la entrada. Estaba a punto de dar un paso hacia el salón cuando alcanzó a ver
un repentino rayo rojo, débil y penetrante, que venía de la caída ceja
izquierda de Smaug. ¡Sólo se hacía el dormido! ¡Vigilaba la entrada del túnel!
Bilbo dio un rápido paso atrás y bendijo la suerte de haberse puesto el anillo.
Entonces Smaug habló.
—¡Bien, ladrón! Te
huelo y te siento. Oigo cómo respiras. ¡Vamos! ¡Sírvete de nuevo, hay mucho y
de sobra!
Pero Bilbo no era tan
ignorante en materia de dragones como para acercarse, y si Smaug esperaba
conseguirlo con tanta facilidad, quedó decepcionado.
—¡No gracias, oh Smaug
el Tremendo!—replicó el hobbit—No vine a buscar presentes. Sólo deseaba echarte
un vistazo y ver si eras tan grande como en los cuentos. Yo no lo creía.
—¿Lo crees ahora?—dijo
el dragón un tanto halagado, pero escéptico.
—En verdad canciones y
relatos quedan del todo cortos frente a la realidad, ¡oh Smaug, la Más
Importante, la Más Grande de las Calamidades!—replicó Bilbo.
—Tienes buenos modales
para un ladrón y un mentiroso—dijo el dragón—. Pareces familiarizado con mi
nombre, pero no creo haberte olido antes. ¿Quién eres y de dónde vienes, si
puedo preguntar?
—¡Puedes, ya lo creo!
Vengo de debajo de la colina, y por debajo de las colinas y sobre las colinas
me condujeron los senderos. Y por el aire. Yo soy el que camina sin ser visto.
—Eso puedo creerlo—dijo
Smaug—, pero no me parece que te llamen así comúnmente.
—Yo soy el descubre-indicios,
el corta-telarañas, la mosca de aguijón. Fui elegido por el número de la
suerte.
—¡Hermosos títulos!—se
mofó el dragón—. Pero los números de la suerte no siempre la traen.
—Yo soy el que
entierra a sus amigos vivos, y los ahoga y los saca vivos otra vez de las
aguas. Yo vengo de una bolsa cerrada, pero no he estado dentro de ninguna
bolsa.
—Estos últimos ya no
me suenan tan verosímiles—se burló Smaug.
—Yo soy el amigo de
los osos y el invitado de las águilas. Yo soy el Ganador del Anillo y el Porta
Fortuna; y yo soy el Jinete de Barril—prosiguió Bilbo comenzando a
entusiasmarse con sus acertijos.
—¡Eso está mejor!—dijo
Smaug—. ¡Pero no dejes que tu imaginación se desboque junto contigo!
Esta es, por supuesto,
la manera de dialogar con los dragones, si no queréis revelarles vuestro nombre
verdadero (lo que es juicioso), y tampoco queréis enfurecerlos con una negativa
categórica (lo que es también muy juicioso). Ningún dragón se resiste a una
fascinante charla de acertijos, y a perder el tiempo intentando comprenderla.
Había muchas cosas aquí que Smaug no comprendía del todo (aunque espero que sí
vosotros, ya que conocéis bien las aventuras de que hablaba Bilbo); sin
embargo, pensó que comprendía bastante y ahogó una risa en su malévolo
interior.
"Así pensé
anoche", se dijo sonriendo. "hombres del lago, algún plan
asqueroso de esos miserables comerciantes de cubas, los hombres del lago, o yo
soy una lagartija. No he bajado por ese camino durante siglos y siglos; ¡pero
pronto remediaré ese error!"
—¡Muy bien, oh Jinete
del Barril!—dijo en voz alta—. Tal vez tu poni se llamaba Barril, y tal
vez no, aunque era bastante grueso. Puedes caminar sin que te vean, mas no
caminaste todo el camino. Permíteme decirte que anoche me comí seis ponis, y
que pronto atraparé y me comeré a todos los demás. A cambio de esa excelente
comida, te daré un pequeño consejo, sólo por tu bien: ¡No hagas más tratos con enanos
mientras puedas evitarlo!
—¡Enanos!—dijo Bilbo
fingiendo sorpresa.
—¡No me hables!—dijo
Smaug—. Conozco el olor (y el sabor) de los enanos mejor que nadie. ¡No me
digas que me puedo comer un poni cabalgado por un enano y no darme cuenta! Irás
de mal en peor con semejantes amigos, Ladrón Jinete de Barril. No me importa si
vuelves y se lo dices a todos ellos de mi parte. —Pero no le dijo a Bilbo que
había un olor desconcertante que no podía reconocer, el olor de hobbit.
—Supongo que
conseguiste un buen precio por aquella copa anoche, ¿no?—continuó—. Vamos, ¿lo
conseguiste? ¡Nada de nada! Bien, así son ellos. Y supongo que se quedaron
afuera escondidos, y que tu tarea es hacer los trabajos peligrosos y llevarte
lo que puedas mientras yo no miro... y todo para ellos. ¿Y tendrás una parte
equitativa? ¡No lo creas! Considérate afortunado si sales con vida.
Bilbo empezaba ahora a
sentirse realmente incómodo. Cada vez que el ojo errante de Smaug, que lo
buscaba en las sombras, relampagueaba atravesándolo, se estremecía de pies a
cabeza, y sentía el inexplicable deseo de echar a correr y mostrarse tal cual
era, y decir toda la verdad a Smaug. En realidad corría el grave peligro de
caer bajo el hechizo del dragón. Juntó coraje, y habló otra vez.
—No lo sabes todo, oh
Smaug el Poderoso—dijo—. No sólo el oro nos trajo aquí.
—¡Ja, ja! Admites el
"nos"—rio Smaug—. ¿Por qué no dices "nos los catorce"
y asunto concluido, señor Número de la Suerte? Me complace oír que tenías otros
asuntos aquí, además de mi oro. En ese caso, quizá no pierdas del todo el
tiempo.
"No sé si
pensaste que, aunque pudieses robar el oro poco a poco, en unos cien años o
algo así, no podrías llevarlo muy lejos. Y que no te sería de mucha utilidad en
la ladera de la montaña. Ni de mucha utilidad en el bosque. ¡Bendita sea!
¿Nunca has pensado en el botín? Una catorceava parte, o algo parecido,
fueron los términos, ¿eh? ¿Pero qué hay acerca de la entrega? ¿Qué acerca del
acarreo? ¿Qué acerca de guardias armados y peajes?—Y Smaug rio con fuerza.
Tenía un corazón astuto y malvado, y sabía que estas conjeturas no iban mal
encaminadas, aunque sospechaba que los hombres del lago estaban detrás de todos
los planes, y que la mayor parte del botín iría a parar a la ciudad junto a la
ribera, que cuando él era joven se había llamado Esgaroth.
Apenas me creeréis,
pero el pobre Bilbo estaba de veras muy desconcertado. Hasta entonces todos sus
pensamientos y energías se habían concentrado en alcanzar la montaña y
encontrar la puerta. Nunca se había molestado en preguntarse cómo trasladarían
el tesoro, y menos cómo llevaría la parte que pudiera corresponderle por todo
el camino de vuelta a Bolsón Cerrado, bajo la Colina.
Una fea sospecha se le
apareció ahora en la mente: ¿habían olvidado los enanos también este punto
importante, o habían estado riéndose de él con disimulo todo el tiempo? La
charla de un dragón causa este efecto en la gente de poca experiencia. Bilbo,
desde luego, no tenía que haber bajado la guardia; pero la personalidad de
Smaug era en verdad irresistible.
—Puedo asegurarte—dijo,
tratando de mantenerse firme y leal a sus amigos—que el oro fue sólo una
ocurrencia tardía. Vinimos sobre la colina y bajo la colina, en la ola y el
viento, por venganza, seguro que entiendes, oh Smaug el acaudalado invalorable,
que con tu éxito te has ganado encarnizados enemigos.
Entonces sí que Smaug rio
de veras: un devastador sonido que arrojó a Bilbo al suelo, mientras allá
arriba en el túnel los enanos se acurrucaron agrupándose y se imaginaron que el
hobbit había tenido un súbito y desagradable fin.
—¡Venganza!—bufó,
y la luz de sus ojos iluminó el salón desde el suelo hasta el techo como un
relámpago escarlata—. ¡Venganza! El rey bajo la montaña ha muerto, ¿y
dónde están los descendientes que se atrevan a buscar venganza? Girion, señor
de Valle, ha muerto, y yo me he comido a su gente como un lobo entre ovejas, ¿y
dónde están los hijos de sus hijos que se atrevan a acercarse? Yo mato donde
quiero y nadie se atreve a resistir. Yo derribé a los guerreros de antaño y hoy
no hay nadie en el mundo como yo. Entonces era joven y tierno. ¡Ahora soy viejo
y fuerte, fuerte, fuerte, Ladrón de las Sombras!—gritó, y echó a Bilbo una
mirada satisfecha y maligna—¡Mi armadura es como diez escudos, mis dientes son
espadas, mis garras lanzas, mi cola un rayo, mis alas un huracán, y mi aliento
muerte!
—Siempre entendí—dijo
Bilbo en un asustado chillido—que los dragones son más blandos por debajo,
especialmente en esa región del.… pecho; pero sin duda alguien tan fortificado
ya lo habrá tenido en cuenta.
El dragón interrumpió
bruscamente estas jactancias. —Tu información es anticuada—espetó—. Estoy
acorazado por arriba y por abajo con escamas de hierro y gemas duras. Ninguna
hoja puede penetrarme.
—Tendría que haberlo
adivinado—dijo Bilbo—. En verdad no conozco a nadie que pueda compararse con el
Impenetrable Señor Smaug. ¡Qué magnificencia, un chaleco de diamantes!
—Sí, es realmente raro
y maravilloso—dijo Smaug, complacido sin ninguna razón. No sabía que el hobbit
había llegado a verle brevemente la peculiar cobertura del pecho, en la visita
anterior, y esperaba impaciente la oportunidad de mirar de más cerca, por
razones particulares. El dragón se revolcó.
—¡Mira!—dijo—. ¿Qué te
parece?
—¡Deslumbrante y
maravilloso! ¡Perfecto! ¡Impecable! ¡Asombroso!—exclamó Bilbo en voz alta, pero
lo que pensaba en su interior era: "¡Viejo tonto! ¡Ahí, en el hueco del
pecho izquierdo hay una parte tan desnuda como un caracol fuera de casa!"
Habiendo visto lo que
quería ver, la única idea del señor Bolsón era marcharse. —Bien, no he de
detener a Vuestra Magnificencia por más tiempo—dijo—, ni robarle un muy
necesitado reposo. Capturar ponis da algún trabajo, creo, si parten con
ventaja. Lo mismo ocurre con los saqueadores—añadió como observación de
despedida mientras se precipitaba hacia atrás y huía subiendo por el túnel.
Fue un desafortunado
comentario, pues el dragón escupió unas llamas terribles detrás de Bilbo, y aunque
él corría pendiente arriba, no se había alejado tanto como para sentirse a
salvo antes que Smaug lanzara el cráneo horroroso contra la entrada del túnel.
Por fortuna no pudo meter toda la cabeza y las mandíbulas, pero las narices
echaron fuego y vapor detrás del hobbit, que casi fue vencido, y avanzó a
ciegas tropezando, y con gran dolor y miedo. Se había sentido bastante
complacido consigo mismo luego de la astuta conversación con Smaug, pero el
error del final le había devuelto bruscamente la sensatez.
"¡Nunca te
rías de dragones vivos, Bilbo imbécil!" se dijo, y esto se convertiría
en uno de sus dichos favoritos en el futuro, y se transformaría en un
proverbio. "Todavía no terminaste esta aventura" agregó, y
esto fue bastante cierto también.
La tarde se cambiaba
en noche cuando salió otra vez y trastabilló y cayó desmayado en el "umbral".
Los enanos lo reanimaron y le curaron las quemaduras lo mejor que pudieron;
pero pasó mucho tiempo antes de que los pelos de la nuca y los talones le
creciesen de nuevo; pues el fuego del dragón los había rizado y chamuscado
hasta dejarle la piel completamente desnuda. Entretanto, los enanos trataron de
levantarle el ánimo; querían que Bilbo les contara en seguida lo que había
ocurrido, y en especial querían saber por qué el dragón había hecho aquel ruido
tan espantoso, y cómo Bilbo había escapado.
Pero el hobbit estaba
preocupado e incómodo, y les costó sacarle unas pocas palabras. Pensándolo
ahora, lamentaba haberle dicho al dragón algunas cosas, y no tenía ganas de
repetirlas. El viejo zorzal estaba posado en una roca próxima, inclinando la
cabeza, escuchando todo lo que hablaban. Lo que pasó entonces muestra el
malhumor de Bilbo: recogió una piedra y se la arrojó al zorzal. El pájaro
aleteó haciéndose a un lado y volvió a posarse.
—¡Maldito pájaro!—dijo
Bilbo enojado—. Creo que está escuchando, y no me gusta nada ese aspecto que
tiene.
—¡Déjalo en paz!—dijo
Thorin—. Los zorzales son buenos y amistosos: éste es un pájaro realmente muy
viejo, y tal vez el último de la antigua estirpe que acostumbraba a vivir en
esta región, dóciles a las manos de mi padre y mi abuelo. Era una longeva y
mágica raza, y quizá éste sea uno de los que vivían aquí entonces, hace un par
de cientos de años o más. Algunos hombres de Valle entendían el lenguaje de
estos pájaros, y los mandaban como mensajeros a los hombres del lago y a otras
partes.
—Bien, tendrá nuevas
que llevar a la Ciudad del Lago entonces, si es eso lo que pretende—dijo Bilbo—.
Aunque supongo que allí no queda nadie que se preocupe por el lenguaje de los
zorzales.
—Pero ¿qué ha
sucedido?—gritaron los enanos—¡Vamos, no interrumpas la historia!
De modo que Bilbo les
contó lo que pudo recordar, y confesó que tenía la desagradable impresión de
que el dragón había adivinado demasiado bien todos los acertijos sobre los
campamentos y los ponis. —Estoy seguro de que sabe de dónde venimos, y que nos
ayudaron en Ciudad del Lago; y tengo el hondo presentimiento de que podría ir
muy pronto en esa dirección. Desearía no haber hablado nunca del Jinete del
Barril; en estos lugares aún un conejo ciego pensaría en los hombres del lago.
—¡Bueno, bueno! Ya no
puede enmendarse, y es difícil no cometer un desliz cuando hablas con un
dragón, o así he oído decir—lo consoló Balin—Yo pienso que lo hiciste muy bien,
y de todos modos has descubierto algo muy útil, y has vuelto vivo, y esto es
más de lo que puede contar la mayoría de quienes hablaron con gentes como
Smaug. Puede ser una suerte, y aún una bendición, saber que ese viejo gusano
tiene un sitio desnudo en el chaleco de diamantes.
Aquello cambió la
conversación, y todos empezaron a hablar de matanzas de dragones, históricas,
dudosas y míticas; y de las distintas puñaladas, mandobles, estocadas al
vientre, y las diferentes artes, trampas y estratagemas por las que tales
hazañas habían sido llevadas a cabo. De acuerdo con la opinión general,
sorprender a un dragón que echaba una siesta no era tan fácil como parecía, y
el intento de golpear o pinchar a uno dormido podía ser más desastroso que un
audaz ataque frontal. Mientras ellos hablaban, el zorzal no dejaba de escuchar,
hasta que por último, cuando asomaron las primeras estrellas, abrió en silencio
las alas y se alejó volando. Y mientras hablaban y las sombras crecían, Bilbo
se sentía cada vez más desdichado e inquieto por lo que podía ocurrir. Por fin
los interrumpió. —Sé que aquí no estamos seguros—dijo—. Y no veo razón para
quedarnos. El dragón ha marchitado todo lo que era verde y agradable, y además
ha llegado la noche y hace frío. Pero siento en los huesos que este sitio será
atacado otra vez. Smaug sabe cómo bajé hasta el salón, y descubrirá dónde
termina el túnel. Destruirá toda esta ladera, si es necesario, para impedir que
entremos, y si las piedras nos aplastan, más le gustará.
—¡Estás muy siniestro
señor Bolsón!—dijo Thorin—. ¿Por qué Smaug no ha bloqueado entonces el extremo
de abajo, si tanto quiere tenernos fuera? No lo ha hecho, o lo habríamos oído.
—No sé, no sé...
porque al principio quiso probar a atraerme de nuevo, supongo, y ahora quizá
espera porque antes quiere concluir la cacería de la noche, o porque no quiere
estropear el dormitorio, si puede evitarlo... pero preferiría que no
discutiéramos. Smaug puede aparecer ahora en cualquier momento, y nuestra única
esperanza es meternos en el túnel y luego cerrar bien la puerta.
Parecía tan serio que
los enanos hicieron al fin lo que decía, aunque se demoraron en cerrar la
puerta. Les parecía un plan desesperado, pues nadie sabía si podrían abrirla
desde dentro, o cómo, y la idea de quedar encerrados en un sitio cuya única
salida cruzaba la guarida del dragón, no les gustaba mucho. Además todo parecía
en calma, tanto fuera como abajo en el túnel. De modo que se quedaron sentados
dentro un largo rato, no muy lejos de la puerta entornada, y continuaron
hablando.
La conversación pasó
entonces a comentar las malvadas palabras del dragón acerca de los enanos.
Bilbo deseaba no haberlas escuchado jamás, o al menos estar seguro de que los enanos
eran en verdad honestos, cuando decían que no habían pensado nunca en lo que
ocurriría luego de haber obtenido el tesoro. —Sabíamos que sería una aventura
desesperada—dijo Thorin—, y lo sabemos todavía; y pienso todavía que cuando
hayamos ganado habrá tiempo de resolver el problema. En cuanto a lo que es
tuyo, señor Bolsón, te aseguro que te estamos más que agradecidos, y que
escogerás tu propia catorceava parte tan pronto como haya algo que dividir. Lo
lamento si estás preocupado acerca del transporte, y admito que las
dificultades son grandes (las tierras no se han vuelto menos salvajes con el
paso del tiempo, más bien lo contrario), pero haremos lo que podamos por ti, y
cargaremos con nuestra parte del costo cuando llegue el momento. ¡Créeme o no,
como quieras!
De esto la
conversación pasó al gran tesoro escondido, y a las cosas que Thorin y Balin
recordaban. Se preguntaron si estarían todavía intactas allí abajo en el salón:
las lanzas que habían sido hechas para los ejércitos del rey Bladorthin (muerto
tiempo atrás), cada una con una moharra forjada tres veces y astas con
ingeniosas incrustaciones de oro, y que nunca habían sido entregadas o pagadas;
escudos hechos para guerreros fallecidos hacía tiempo; la gran copa de oro de Thrór,
de dos asas, martillada y labrada con pájaros y flores de ojos y pétalos
enjoyados; cotas impenetrables de malla, de oro y plata; el collar de Girion, señor
de Valle, de quinientas esmeraldas verdes como la hierba que hizo engarzar para
la investidura del hijo mayor en una cota de anillos eslabonados que nunca se
había hecho antes, pues estaba trabajada en plata pura con el poder y la fuerza
del triple acero. Pero lo más hermoso era la gran gema blanca, encontrada por
los enanos bajo las raíces de la montaña, el Corazón de la Montaña, la Piedra
del Arca de Thráin.
—¡La Piedra del Arca!
¡La Piedra del Arca!—susurró Thorin en la oscuridad, medio soñando con el
mentón sobre las rodillas—. ¡Era como un globo de mil facetas; brillaba como la
plata al resplandor del fuego, como el agua al sol, como la nieve bajo las
estrellas, como la lluvia sobre la luna!
Pero el deseo
encantado del tesoro ya no animaba a Bilbo. A lo largo de la charla, apenas
había prestado atención. Era el que estaba más cerca de la puerta, con un oído
vuelto a cualquier comienzo de sonido fuera, y el otro atento a los ecos que
pudieran resonar por encima del murmullo de los enanos, a cualquier rumor de un
movimiento en los abismos.
La oscuridad se hizo
más profunda y Bilbo se sentía cada vez más intranquilo.
—¡Cerrad la puerta!—les
rogó—El miedo al dragón me estremece hasta los tuétanos. Me gusta mucho menos
este silencio que el tumulto de la noche pasada. ¡Cerrad la puerta antes que
sea demasiado tarde!
Algo en la voz de
Bilbo hizo que los enanos se sintieran incómodos. Lentamente, Thorin se sacudió
los sueños de encima, y luego se incorporó y apartó de un puntapié la piedra
que calzaba la puerta. En seguida todos la empujaron, y la puerta se cerró con
un crujido y un golpe. Ninguna traza de cerradura era visible ahora en el
costado de la piedra. ¡Estaban encerrados en la montaña!
¡Y ni un instante
demasiado pronto! Apenas habían marchado un trecho túnel abajo, cuando un impacto
sacudió la ladera de la montaña con un estruendo de arietes de roble
enarbolados por gigantes la roca retumbó, las paredes se rajaron, y unas
piedras cayeron sobre ellos desde el techo. Lo que habría ocurrido si la puerta
hubiese estado todavía abierta, no quiero ni pensarlo. Huyeron más allá, túnel
abajo, contentos de estar todavía con vida, mientras detrás y fuera oían los
rugidos y truenos de la furia de Smaug. Estaba quebrando rocas, aplastando
paredes y precipicios con los azotes de la cola enorme, hasta que el terreno
encumbrado del campamento, la hierba quemada, la piedra del zorzal, las paredes
cubiertas de caracoles, la repisa estrecha desaparecieron con todo lo demás en
un revoltijo de pedazos rotos, y una avalancha de piedras astilladas cayó del
acantilado al valle.
Smaug había dejado su
guarida pisando con cuidado, remontando vuelo en silencio, y luego había
flotado pesado y lento en la oscuridad como un grajo monstruoso, bajando con el
viento hacia el oeste de la montaña, esperando atrapar desprevenida a cualquier
cosa que estuviera por allí, y espiar además la salida del pasadizo que el
ladrón había utilizado. En ese mismo momento estalló en cólera, pues no pudo
encontrar a nadie ni vio nada, ni siquiera donde sospechaba que tenía que estar
la salida.
Después de haberse
desahogado, se sintió mejor y pensó convencido que no sería molestado de nuevo
desde ese lugar. Mientras tanto tenía que tomarse otra venganza.
—¡Jinete del Barril!—bufó—.
Tus pies vinieron de la orilla del agua, y sin ninguna duda viajaste río
arriba. No conozco tu olor, mas si no eres uno de esos hombres del lago, ellos
te ayudaron al menos. ¡Me verán y recordarán entonces quién es el verdadero rey
bajo la montaña!
Se elevó en llamas y
partió lejos al sur, hacia el río Rápido.
XV.NADIE EN CASA
EL HOBBIT
Mientras tanto, los enanos
se quedaron sentados en la oscuridad, y un completo silencio cayó alrededor.
Hablaron poco y comieron poco. No se daban mucha cuenta del paso del tiempo, y
casi no se atrevían a moverse, pues el susurro de las voces resonaba y se
repetía en el túnel. A veces dormitaban, y cuando abrían los ojos descubrían
que la oscuridad y el silencio no habían cambiado. Al cabo de muchos días de
espera, cuando empezaban a sentirse asfixiados y embotados por la falta de
aire, no pudieron soportarlo más. Hasta casi hubieran dado la bienvenida a
cualquier sonido de abajo que indicase la vuelta del dragón. En medio de
aquella quietud temían alguna diabólica astucia de Smaug, y no podían estar
allí sentados para siempre.
Thorin habló: —¡Probemos
la puerta!—dijo—. Necesito sentir el viento en la cara o pronto moriré. ¡Creo
que preferiría ser aplastado por Smaug al aire libre que asfixiarme aquí
dentro!—Así que varios enanos se levantaron y fueron a tientas hacia la puerta.
Pero allí descubrieron que el extremo superior del túnel había sido destruido y
bloqueado por pedazos de rocas. Ni la llave ni la magia a la que había
obedecido alguna vez, volverían a abrir aquella puerta.
—¡Estamos atrapados!—gimieron—.
Esto es el fin, moriremos aquí.
Pero de algún modo,
justo cuando los enanos estaban más desesperados, Bilbo sintió un raro alivio
en el corazón, como si le hubieran quitado una pesada carga que llevaba bajo el
chaleco.
—¡Venid, venid!—dijo—.
'¡Mientras hay vida hay esperanza!', como decía mi padre, y 'A la
tercera va la vencida'. Bajaré por el túnel una vez más. Recorrí este
camino dos veces cuando sabía que había un dragón al otro lado, así que
arriesgaré una tercera visita ahora que no estoy seguro. De cualquier modo la
única salida es hacia abajo y creo que esta vez convendrá que vengáis todos
conmigo.
Desesperados, los enanos
asintieron, y Thorin fue el primero en avanzar junto a Bilbo.
—¡Ahora tened cuidado!—susurró
el hobbit—, y no hagáis ruido si es posible! Quizá no haya ningún Smaug en el
fondo, pero también puede que lo haya. ¡No corramos riesgos innecesarios!
Bajaron, y siguieron
bajando. La marcha de los enanos no podía compararse desde luego con los
movimientos furtivos del hobbit, y lo seguían resoplando y arrastrando los
pies, con ruidos que los ecos magnificaban de un modo alarmante; pero cuando
Bilbo asustado se detenía a escuchar una y otra vez, no se oía nada que viniera
de abajo. Cuando pensó que estaba cerca del extremo del túnel, se puso el
anillo y marchó delante. Pero no lo necesitaba, pues la oscuridad era
impenetrable, y todos parecían invisibles, con o sin anillo. Tan negro estaba
todo, que el hobbit llegó a la abertura sin darse cuenta, extendió la mano en
el aire, trastabilló, ¡y rodó de cabeza dentro de la sala!
Allí quedó tumbado de
bruces contra el suelo, y no se atrevía a incorporarse, y casi ni siquiera a
respirar. Pero nada se movió. No había ninguna luz, aunque cuando al fin alzó
despacio la cabeza, creyó ver un pálido destello blanco encima de él y lejos en
las sombras. En realidad no había ni una chispa de fuego de dragón, pero un
olor a gusano infectaba el sitio, y Bilbo sentía en la boca el sabor de los
vapores.
Al cabo de un rato el
señor Bolsón ya no pudo resistirlo más. —¡Maldito seas, Smaug; tú, gusano!—chilló—.
¡Deja de jugar al escondite! ¡Dame una luz y después cómeme si eres, capaz de
atraparme!
Unos ecos débiles
corrieron alrededor del salón invisible, pero no hubo respuesta.
Bilbo se incorporó y
descubrió que estaba desorientado, y no sabía por dónde ir.
—Me pregunto a qué
demonios está jugando Smaug—dijo—. Creo que no está en casa por el día (o por
la noche, o lo que sea). Si Glóin y Óin no perdieron las yescas quizás podarnos
tener un poco de luz, y echar un vistazo antes de que cambie la suerte. ¡Luz!—gritó—.
¿Puede alguien encender una luz?
Los enanos, claro
está, se habían asustado mucho cuando Bilbo tropezó con el escalón y con un
fuerte topetazo entró de bruces en la sala y se habían sentado acurrucándose en
la boca del túnel, donde el hobbit los había dejado.
—¡Chist!—sisearon
como respuesta, y aunque Bilbo supo así dónde estaban, pasó bastante tiempo
antes de que pudiese sacarles algo más. Pero al fin, cuando Bilbo se puso a
patear el suelo y a vociferar: —¡Luz!—con una voz aguda y penetrante, Thorin
cedió, y Óin y Glóin fueron enviados de vuelta a la entrada del túnel, donde
estaban los fardos.
Al poco rato un
resplandor parpadeante indicó que regresaban; Óin sosteniendo una pequeña
antorcha de pino, y Glóin con un montón bajo el brazo. Bilbo trotó rápido hasta
la puerta y tomó la antorcha, pero no consiguió que encendieran las otras o se
unieran a él. Como Thorin explicó, el señor Bolsón era todavía oficialmente el
experto saqueador e investigador al servicio de los enanos. Si se arriesgaba a
encender una luz, allá él. Los enanos lo esperarían en el túnel. Así que se
sentaron junto a la puerta y observaron.
Vieron la pequeña
figura del hobbit que cruzaba el suelo alzando la antorcha diminuta. De cuando
en cuando, mientras aún estaba cerca, y cada vez que Bilbo tropezaba, llegaban
a ver un destello dorado y oían un tintineo. La luz se empequeñeció mientras se
adentraba en el vasto salón, y luego subió danzando en el aire. Bilbo escalaba
ahora el montículo del tesoro. Pronto llegó a la cima, pero no se detuvo. Luego
vieron que se inclinaba, y no supieron por qué.
Era la Piedra del Arca,
el Corazón de la Montaña. Así lo supuso Bilbo por la descripción de Thorin; no
podía haber otra joya semejante, ni en ese maravilloso botín, ni en el mundo
entero. Aún mientras subía, ese mismo resplandor blanco había brillado
atrayéndolo. Luego creció poco a poco hasta convertirse en un globo de luz
pálida. Cuando Bilbo se acercó, vio que la superficie titilaba con un centelleo
de muchos colores, reflejos y destellos de la ondulante luz de la antorcha. Al
fin pudo contemplarla a sus pies, y se quedó sin aliento. La gran joya brillaba
con luz propia, y aun así, cortada y tallada por los enanos, que la habían
extraído del corazón de la montaña hacía ya bastante tiempo, recogía toda la
luz que caía sobre ella y la transformaba en diez mil chispas de radiante
blancura irisada.
De repente el brazo de
Bilbo se adelantó, atraído por el hechizo de la joya—no podía tenerla en la
manita, era tan grande y pesada, pero la levantó, cerró los ojos y se la metió
en el bolsillo más profundo.
"¡Ahora soy
realmente un saqueador!" pensó. ''Pero supongo que tendré que
decírselo a los enanos... algún día. Ellos me dijeron que podía elegir y tomar
mi parte, y creo que elegiría esto, ¡si ellos se llevan todo lo demás!".
De cualquier modo tenía la incómoda sospecha de que eso de 'elegir y tomar'
no incluía esta maravillosa joya. y que un día le traería dificultades.
Siguió adelante y
emprendió el descenso por el otro lado del gran montículo, y el resplandor de
la antorcha desapareció de la vista de los enanos. Pero pronto volvieron a
verlo a lo lejos. Bilbo estaba cruzando el salón.
Avanzó así hasta
encontrarse con las grandes puertas en el extremo opuesto, y allí una corriente
de aire lo refrescó, aunque casi le apagó la antorcha. Asomó tímidamente la
cabeza, y desde la puerta vio unos pasillos enormes y el sombrío comienzo de
unas amplias escaleras que subían en la oscuridad. Pero tampoco allí había
rastros de Smaug. Justo en el momento en que iba a dar media vuelta y regresar,
una forma negra se precipitó sobre él y le rozó la cara. Bilbo se sobresaltó,
chilló, se tambaleó y cayó hacia atrás. ¡La antorcha golpeó el suelo y se
apagó!
—¡Sólo un murciélago,
supongo y espero!—dijo con voz lastimosa—. ¿Pero ahora qué haré? ¿Dónde está el
norte, el sur, el este, o el oeste?
—¡Thorin! ¡Balin!
¡Óin!¡Glóin! ¡Fili
y Kili!
Débilmente los enanos
oyeron estos gritos, pero la única palabra que pudieron entender fue "¡socorro!"
—¿Pero qué demonios
pasa dentro o fuera?—dijo Thorin—. No puede ser el dragón, sino el hobbit no
seguiría chillando.
Esperaron un rato,
pero no se oía ningún ruido de dragón, en verdad ningún otro sonido que la
distante voz de Bilbo. —¡Vamos, que uno de vosotros traiga una o dos antorchas!—ordenó
Thorin—Parece que tendremos que ayudar a nuestro saqueador.
—Ahora nos toca a
nosotros ayudar—dijo Balin—, y estoy dispuesto. Espero sin embargo que por el
momento no haya peligro.
Glóin encendió varias
antorchas más, y luego todos salieron arrastrándose, uno a uno, y fueron
bordeando la pared lo más aprisa que pudieron. No pasó mucho tiempo antes de
que se encontrasen con el propio Bilbo que venía de vuelta. Había recobrado
todo su aplomo tan pronto como viera el parpadeo de luces.
—¡Sólo un murciélago y
una antorcha que se cayó, nada peor!—dijo en respuesta a las preguntas de los enanos.
Aunque se sentían muy aliviados, les enfadaba que los hubiese asustado sin
motivo; pero cómo hubieran reaccionado si en ese momento él hubiese dicho algo
de la Piedra del Arca, no lo sé. Los meros destellos fugaces del tesoro que
alcanzaron a ver mientras avanzaban, les había reavivado el fuego en los
corazones, y cuando un enano, aún el más respetable, siente en el corazón el
deseo de oro y joyas, puede transformarse de pronto en una criatura audaz, y
llegar a ser violenta.
Los enanos no
necesitaban ya que los apremiasen. Todos estaban ahora ansiosos por explorar el
salón mientras fuera posible, y deseando creer que por ahora Smaug estaba fuera
de casa. Todos llevaban antorchas encendidas; y mientras miraban a un lado y a
otro olvidaron el miedo y aún la cautela. Hablaban en voz alta, y se llamaban
unos a otros a gritos a medida que sacaban viejos tesoros del montículo o de la
pared y les sostenían a la luz, tocándolos y acariciándolos.
Fili
y Kili estaban de bastante buen humor, y viendo que allí colgaban todavía
muchas arpas de oro con cuerdas de plata, las tomaron y se pusieron a rasguear;
y como eran instrumentos mágicos (y tampoco habían sido manejadas por el
dragón, que tenía muy poco interés por la música), aún estaban afinadas. En el
salón oscuro resonó ahora una melodía que no se oía desde hacía tiempo. Pero
los enanos eran en general más prácticos: recogían joyas y se atiborraban los
bolsillos, y lo que no podían llevar lo dejaban caer entre los dedos abiertos,
suspirando. Thorin no era el menos activo, e iba de un lado a otro buscando
algo que no podía encontrar. Era la Piedra del Arca; pero todavía no se lo
había dicho a nadie.
En ese momento los enanos
descolgaron de las paredes unas armas y unas cotas de malla, y se armaron ellos
mismos. Un rey en verdad parecía Thorin, vestido con un abrigo de anillas
doradas, y con un hacha de empuñadura de plata en el cinturón tachonado con
piedras rojas.
—¡Señor Bolsón!—dijo—¡Aquí
tienes el primer pago de tu recompensa! ¡Tira tu viejo abrigo y toma éste!
En seguida le puso a
Bilbo una pequeña cota de malla, forjada para algún joven príncipe elfo tiempo
atrás. Era de esa plata que los elfos llamaban mithril, y con ella iba
un cinturón de perlas y cristales. Un casco liviano que por fuera parecía de
cuero, reforzado debajo por unas argollas de acero y con gemas blancas en el
borde, fue colocado sobre la cabeza del hobbit,
"Me siento
magnífico", pensó "pero supongo que he de parecer bastante
ridículo. ¡Cómo se reirían allá en casa, en la Colina! ¡Con todo, me gustaría
tener un espejo a mano!"
Pero aun así el
hechizo del tesoro no pesaba tanto sobre el señor Bolsón como sobre los enanos.
Bastante tiempo antes de que los enanos se cansaran de examinar el botín, él ya
estaba aburrido y se sentó en el suelo; y empezó a preguntarse nervioso cómo
terminaría todo. "Daría muchas de estas preciosas copas",
pensó, "por un trago de algo reconfortante en un cuenco de madera de
Beorn."
—¡Thorin!—gritó—, ¿Y
ahora qué? Estamos armados, ¿pero de qué sirvieron antes las armaduras contra
Smaug el Terrible? El tesoro no ha sido recobrado aún. No buscamos oro, sino
una salida: ¡y hemos tentado demasiado la suerte!
—¡Estás en lo cierto!—respondió
Thorin, saliendo de su aturdimiento—. ¡Vámonos! Yo os guiaré. Ni en mil años
podría yo olvidar los laberintos de este palacio. —Luego llamó a los otros, que
empezaron a agruparse, y sosteniendo altas las antorchas atravesaron las
puertas, no sin echar atrás miradas ansiosas.
Habían vuelto a cubrir
las mallas resplandecientes con las viejas capas, y los cascos brillantes con
los capuchones harapientos, y uno tras otro seguían a Thorin. Una hilera de
lucecitas en la oscuridad que a menudo se detenían, cuando los enanos
escuchaban temerosos, atentos a cualquier ruido que anunciara la llegada del
dragón.
Aunque el tiempo había
pulverizado o destruido los adornos antiguos y aunque todo estaba sucio y
desordenado con las idas y venidas del monstruo, Thorin conocía cada pasadizo y
cada recoveco. Subieron por largas escaleras, torcieron y bajaron por pasillos
anchos y resonantes, volvieron a torcer y subieron aún más escaleras y de nuevo
aún más escaleras. Talladas en la roca viva, eran lisas, amplias y regulares; y
los enanos subieron y subieron, y no encontraron ninguna señal de criatura
viviente, sólo unas sombras furtivas que huían de la proximidad de las
antorchas, estremecidas por las corrientes de aire,
De cualquier manera
los escalones no estaban hechos para piernas de hobbit, y Bilbo empezaba a
sentir que no podría seguir así mucho más, cuando de pronto el techo se elevó;
las antorchas no alcanzaban ahora a iluminarlo. Lejos, allá arriba, se podía
distinguir un resplandor blanco que atravesaba una abertura, y el aire tenía un
olor más dulce. Delante de ellos una luz tenue asomaba por unas grandes
puertas, medio quemadas, y que aún colgaban torcidas de los goznes.
—Esta es la gran
cámara de Thrór—dijo Thorin—, el salón de fiestas y de reuniones. La puerta
principal no queda muy lejos.
Cruzaron la cámara
arruinada. Las mesas se estaban pudriendo allí; sillas y bancos yacían patas
arriba, carbonizados y carcomidos. Cráneos y huesos estaban tirados por el
suelo entre jarros, cuencos, cuernos de beber destrozadas y polvo. Luego de
cruzar otras puertas en el fondo de la cámara, un rumor de agua llegó hasta
ellos, y la luz grisácea de repente se aclaró.
—Ahí está el
nacimiento del río Rápido—dijo Thorin—Desde aquí corre hacia la puerta.
¡Sigámoslo!
De una abertura oscura
en una pared de roca, manaba un agua hirviendo, y fluía en remolinos por un
estrecho canal que la habilidad de unas manos ancestrales había excavado,
enderezado y encauzado. A un lado se extendía una calzada pavimentada, bastante
ancha como para que varios hombres pudieran marchar de frente. Fueron de prisa
por la calzada, y he aquí que luego de un recodo la clara luz del día apareció
ante ellos. Allí delante se levantaba un arco elevado, que aún guardaba los
fragmentos de unas obras talladas, aunque deterioradas, ennegrecidas y rotas.
Un sol neblinoso enviaba una pálida luz entre los brazos de la montaña, y unos
rayos de oro caían sobre el pavimento del umbral.
Un torbellino de
murciélagos arrancados de su letargo por las antorchas humeantes, revoloteaba
sobre ellos, que marchaban a saltos, deslizándose sobre piedras que el dragón
había alisado y desgastado. Ahora el agua se precipitaba ruidosa, y descendía
en espumas hasta el valle. Dejaron caer las antorchas pálidas y miraron asombrados.
Habían llegado a la puerta principal, y Valle estaba ahí fuera.
—¡Bien!—dijo Bilbo—,
nunca creí que llegaría a mirar desde esta puerta; y nunca creí estar tan
contento de ver el sol de nuevo, y sentir el viento en la cara. Pero ¡uf! este
viento es frío.
Lo era. Una brisa
helada soplaba del este con la amenaza del invierno incipiente. Se arremolinaba
sobre los brazos de la montaña y alrededor bajando hasta el valle, y suspiraba
por entre las rocas. Después de haber estado tanto tiempo en las sofocantes
profundidades de aquellas cavernas encantadas, Bilbo y los enanos tiritaban al
sol.
De pronto Bilbo cayó
en la cuenta de que no sólo estaba cansado sino también muy hambriento. —La
mañana ha de estar ya bastante avanzada—dijo—, y supongo que es la hora del
desayuno... si hay algo para desayunar. Pero no creo que las puertas de Smaug
sean el lugar más apropiado para ponerse a comer. ¡Vayamos a un sitio donde
estemos un rato tranquilos!
—De acuerdo—dijo Balin—,
creo que sé a dónde tenemos que ir: al viejo puesto de observación en el borde
sudeste de la montaña.
—¿Qué lejos está?—preguntó
el hobbit.
—A unas cinco horas de
marcha, yo diría. Será una marcha dura. La senda de la puerta en la ladera
izquierda del arroyo parece estar toda cortada. ¡Pero mira allá abajo! El río
se tuerce de pronto al este de Valle, frente a la ciudad en ruinas. En ese
punto hubo una vez un puente que llevaba a unas escaleras empinadas en la
orilla derecha, y luego a un camino que corría hacia la colina del Cuervo. Allí
hay (o había) un sendero que dejaba el camino y subía hasta el puesto de
observación. Una dura escalada también, aún si las viejas gradas están todavía
allí.
—¡Señor!—gruño el
hobbit—. ¡Más caminatas y escaladas sin desayuno! Me pregunto cuántos desayunos
y otras comidas habremos perdido dentro de ese agujero inmundo, que no tiene
relojes ni tiempo.
En realidad habían
pasado dos noches y el día entre ellas (y no por completo sin comida) desde que
el dragón destrozara la puerta mágica, pero Bilbo había perdido la cuenta del
tiempo, y para él tanto podía haber pasado una noche como una semana de noches.
—¡Vamos, vamos!—dijo
Thorin riéndose. Se sentía más animado y hacía sonar las piedras preciosas que
tenía en los bolsillos—. ¡No llames a mi palacio un agujero inmundo! ¡Espera a
que esté limpio y decorado!
—Eso no ocurrirá hasta
que Smaug haya muerto—dijo Bilbo, sombrío—. Mientras tanto, ¿dónde está? Daría
un buen desayuno por saberlo. ¡Espero que no esté allá arriba en la montaña,
observándonos!
Esa idea inquietó
mucho a los enanos, y decidieron en seguida que Bilbo y Balin tenían razón.
—Tenemos que alejarnos
de aquí—dijo Dori—, siento como si me estuviesen clavando los ojos en la nuca.
—Es un lugar frío e
inhóspito—dijo Bombur—. Puede que haya algo de beber pero no veo indicios de
comida. En lugares así un dragón está siempre hambriento.
—¡Adelante, adelante!—gritaron
los otros—. Sigamos la senda de Balin.
A la derecha, bajo la
muralla rocosa, no había ningún sendero, y marcharon penosamente entre las
piedras por la ribera izquierda del río, y en la desolación y el vacío pronto
se sintieron otra vez desanimados, aún el propio Thorin. Llegaron al puente del
que Balin había hablado y descubrieron que había caído hacía tiempo, y muchas
de las piedras eran ahora sólo unos cascajos en el arroyo ruidoso y poco
profundo; pero vadearon el agua sin dificultad, y encontraron los antiguos
escalones, y treparon por la alta ladera. Después de un corto trecho dieron con
el viejo camino, y no tardaron en llegar a una cañada profunda resguardada
entre las rocas; allí descansaron un rato y desayunaron como pudieron, sobre
todo cram y agua. (Si queréis saber lo que es un cram, sólo puedo
decir que no conozco la receta, pero parece un bizcocho, nunca se estropea,
dicen que tiene fuerza nutricia, y en verdad no es muy entretenido, y muy poco
interesante, excepto como ejercicio de las mandíbulas. Los preparaban los hombres
del lago para los largos viajes.)
Luego de esto
siguieron caminando y ahora la senda iba hacia el oeste, alejándose del río, y
el lomo de la estribación montañosa que apuntaba al sur se acercaba cada vez
más. Por fin alcanzaron el sendero de la colina. Subía en una pendiente
abrupta, y avanzaron lentamente uno tras otro hasta que a la caída de la tarde
llegaron al fin a la cima de la sierra y vieron el sol invernal que descendía
en el oeste.
El sitio en que
estaban ahora era llano y abierto, pero en la pared rocosa del norte había una
abertura que parecía una puerta. Desde esta puerta se veía un extenso
escenario, al sur, el este y el oeste.
—Aquí—dijo Balin—en
los viejos tiempos teníamos casi siempre gente que vigilaba, y esa puerta de
atrás lleva a una cámara excavada en la roca: un cuarto para el vigía. Había
otros sitios semejantes alrededor de la montaña. Pero en aquellos días
prósperos, la vigilancia no parecía muy necesaria, y los guardias estaban quizá
demasiado cómodos... En fin, si nos hubieran advenido a tiempo de la llegada
del dragón, todo habría sido diferente. No obstante, aquí podemos quedarnos
escondidos y al resguardo por un rato, y ver mucho sin que nos vean.
—De poco servirá si
nos han visto venir aquí—dijo Dori, que siempre estaba mirando hacia el pico de
la montaña, como si esperase ver allí a Smaug, posado como un pájaro sobre un
campanario.
—Tenemos que
arriesgarnos—dijo Thorin—. Hoy no podemos ir más lejos.
—¡Bien, bien!—gritó
Bilbo, y se echó al suelo.
En la cámara de roca
habría lugar para cien, y más adentro había otra cámara más pequeña, más
protegida del frío de fuera. No había nada en el interior, y parecía que ni
siquiera los animales salvajes habían estado alguna vez allí en los días del dominio
de Smaug. Todos dejaron las cargas; algunos se arrojaron al suelo y se quedaron
dormidos, pero otros se sentaron cerca de la puerta y discutieron los planes
posibles. Durante toda la conversación volvían una y otra vez a un mismo
problema: ¿dónde estaba Smaug? Miraban al oeste y no había nada, al este y no
había nada, al sur y no había ningún rastro del dragón, aunque allí revoloteaba
una bandada de muchos pájaros—Se quedaron mirando, perplejos; pero aún no
habían llegado a entenderlo, cuando asomaron las primeras estrellas frías.
XVI. FUEGO Y AGUA
EL HOBBIT
Si ahora deseáis, como
los enanos, saber algo de Smaug, tenéis que retroceder a la noche en que
destrozó la puerta y furioso se alejó volando, dos días antes.
Los hombres de Esgaroth,
la Ciudad del Lago, estaban casi todos dentro de las casas, pues la brisa
soplaba del este negro y era desapacible; pero unos pocos charlaban en los
muelles y miraban, como de costumbre, las estrellas que brillaban sobre la
tranquila superficie del lago a medida que aparecían en el cielo. Allí donde el
río Rápido llegaba desde el norte por un desfiladero, las colinas bajas del
otro extremo del lago ocultaban a la ciudad la mayor parte de la montaña. Sólo
en los días claros alcanzaban a ver el pico más alto, y rara vez lo miraban,
pues era ominoso y atemorizante, aún a la luz matinal. Ahora parecía perdido y
desaparecido, borrado por la oscuridad.
De súbito, la montaña
apareció un momento; un brillo breve la tocó y se desvaneció.
—¡Mirad!—dijo uno—. ¡Las
luces! También ayer las vieron los centinelas: se encendieron y apagaron desde
la medianoche hasta el alba. Algo pasa allá arriba.
—Quizá el rey bajo la montaña
esté forjando oro—dijo otro—. Ya hace tiempo que se fue hacia el norte. Es hora
de que las canciones empiecen a ser ciertas otra vez.
—¿Qué rey?—dijo otro
con voz severa—. Lo más posible es que sea el fuego merodeador del dragón, el
único rey bajo la montaña que hemos conocido.
—¡Siempre estás
anunciando cosas horribles!—dijeron los otros.—¡Cualquier cosa, desde
inundaciones a pescado envenenado! Piensa en algo alegre. —Entonces, de pronto,
una gran luz apareció al pie de las colinas y doró el extremo norte del lago.
—¡El rey bajo la montaña!—gritaron
los hombres—. ¡Tiene tantas riquezas como el sol manantiales de plata, y ríos
de oro! ¡El río trae oro de la montaña!—exclamaron, y en todas partes las
ventanas se abrían y los pies se apresuraban.
Una vez más hubo un
tremendo entusiasmo y excitación en la ciudad. Pero el individuo de la voz severa
corrió a toda prisa hasta el gobernador. —¡O yo soy tonto, o el dragón se está acercando!—gritó—.
¡Cortad los puentes! ¡A las armas! ¡A las armas!
Tocaron enseguida las
trompetas de alarma, y los ecos resonaron en las orillas rocosas. Los gritos de
entusiasmo cesaron y la alegría se transformó en miedo. Y así fue que el dragón
no los encontró por completo desprevenidos.
Muy pronto, tan rápido
venía, pudieron verlo como una chispa de fuego que volaba hacia ellos, cada vez
más grande y brillante, y hasta el más tonto supo entonces que las profecías no
habían sido muy certeras. Sin embargo, aún disponían de un poco de tiempo.
Llenaron con agua todas las vasijas de la ciudad, todos los guerreros se
armaron, prepararon los venablos y flechas, y el puente fue derribado y
destruido antes de que se oyera el rugido de la terrible llegada de Smaug, y el
lago se rizara rojo como el fuego bajo el tremendo batido de las alas.
Entre los chillidos,
lamentos y gritos de los hombres, Smaug llegó sobre ellos, y se precipitó hacia
los puentes. ¡Lo habían engañado! El puente había desaparecido, y sus enemigos
estaban en una isla en medio de un agua profunda, demasiado profunda, oscura y
fría. Si se echaba ahora al agua, los vahos y vapores entenebrecerían la tierra
durante mucho tiempo; pero el lago era más poderoso, y acabaría con él antes de
que consiguiese atravesarlo.
Rugiendo, voló de
vuelta sobre la ciudad. Una granizada de flechas oscuras se elevó y chasqueó y
le golpeó las escamas y joyas, y el aliento de fuego encendió las flechas, que
cayeron de vuelta al agua ardiendo y silbando. Ningún fuego de artificio que
hubierais imaginado alguna vez, habría podido compararse con el espectáculo de
aquella noche. El tañido de los arcos y el toque de trompetas enardeció aún más
la cólera del dragón, hasta enceguecerlo y enloquecerlo. Nadie se había
atrevido a enfrentarlo desde mucho tiempo atrás, ni se habrían atrevido
entonces si el hombre de la voz severa (Bard se llamaba) no hubiera corrido de
acá para allá, animando a los arqueros y pidiendo al gobernador que les
ordenase luchar hasta la última flecha.
Las fauces del dragón
despedían fuego. Por un momento voló en círculos sobre ellos, alto en el aire,
alumbrando todo el lago; los árboles de las orillas brillaban como sangre y
cobre, con sombras muy negras que subían por los troncos. Luego descendió de
pronto atravesando la tormenta de flechas, temerario de furia, sin tratar de
esconder los flancos escamosos, buscando sólo incendiar la ciudad.
El fuego se elevaba de
los tejados de paja y los extremos de las vigas mientras Smaug bajaba y pasaba
y daba la vuelta, aunque todo había sido empapado en agua antes que él llegase.
Siempre había cien manos que arrojaban agua dondequiera que apareciese una
chispa. Smaug giró en el aire. La cola barrió el tejado de la Casa Grande, que
se desmoronó y cayó. Unas llamas inextinguibles subían altas en la noche. La
cola volvió a barrer, y otra casa y otra cayeron envueltas en llamas; y aún
ninguna flecha estorbaba a Smaug, ni le hacía más daño que una mosca de los
pantanos.
Smaug
destruye la Ciudad del Lago por John Howe
Ya los hombres
saltaban al agua por todas partes. Las mujeres y los niños se apretaban en
botes de carga en la ensenada del mercado. Las armas caían al suelo. Hubo luto
y llanto donde hacía poco tiempo los enanos habían cantado las alegrías del
porvenir. Ahora los hombres maldecían a los enanos. El mismo gobernador corría
hacia una barca dorada, esperando alejarse remando en la confusión y salvarse.
Pronto no quedaría nadie en toda la ciudad, y sería quemada y arrasada hasta la
superficie del lago.
Eso era lo que el
dragón quería. Poco le importaba que se metieran en los botes. Tendría una
excelente diversión cazándolos; o podría dejarlos en medio del lago hasta que
se murieran de hambre. Que intentasen llegar a la orilla y estaría preparado.
Pronto incendiaría todos los bosques de las orillas y marchitaría todos los
campos y hierbas. En ese momento disfrutaba del deporte del acoso a la ciudad
más de lo que había disfrutado cualquier otra cosa en muchos años.
Pero una compañía de
arqueros se mantenía aún firme entre las casas en llamas. Bard era el capitán,
el de la voz severa y cara ceñuda, a quien los amigos habían acusado de
profetizar inundaciones y pescado envenenado, aunque sabían que era hombre de
valía y coraje. Bard descendía en línea directa de Girion, señor de Valle, cuya
esposa e hijo habían escapado aguas abajo por el río Rápido del desastre de
otro tiempo. Ahora Bard tiraba con un gran arco de tejo, hasta que sólo le
quedó una flecha. Las llamas se le acercaban. Los compañeros lo abandonaban.
Preparó el arco por última vez.
De repente, de la
oscuridad, algo revoloteó hasta su hombro. Bard se sobresaltó, pero era sólo un
viejo zorzal. Se le posó impertérrito junto a la oreja y le comunicó las
nuevas. Maravillado, Bard se dio cuenta de que entendía la lengua del zorzal,
pues era de la raza de Valle.
—¡Espera! ¡Espera!—le
dijo el pájaro—. La luna está asomando. ¡Busca el hueco del pecho izquierdo
cuando vuele, y si vuela por encima de ti!—y mientras Bard se detenía
asombrado, le habló de lo que ocurría en la montaña y de lo que había oído.
Entonces Bard llevó la
cuerda del arco hasta la oreja. El dragón regresaba volando en círculos bajos,
y mientras iba acercándose, la luna se elevó sobre la orilla este y le plateó
las grandes alas.
—¡Flecha!—dijo el
arquero—. ¡Flecha negra! Te he reservado hasta el final. Nunca me fallaste y
siempre te he recobrado. Te recibí de mi padre y él de otros hace mucho tiempo.
Si alguna vez saliste de la fragua del verdadero rey bajo la montaña, ¡ve y
vuela bien ahora!
El dragón descendía de
nuevo, más bajo que nunca, y cuando volvió y se precipitaba sobre Bard, el
vientre blanco resplandeció, con fuegos chispeantes de gemas a la luz de la
luna. Pero no en un punto. El gran arco chasqueó. La flecha negra voló directa
desde la cuerda al hueco del pecho izquierdo, donde nacía la pata delantera
extendida ahora. En ese hueco se hundió la flecha, y allí desapareció, punta,
astil y pluma, tan fiero había sido el tiro. Con un chillido que ensordeció a
hombres, derribó árboles y desmenuzó piedras, Smaug saltó disparado en el aire,
y se precipitó a tierra desde las alturas.
Cayó estrellándose en
medio de la ciudad. Los últimos movimientos de agonía lo redujeron a chispas y
resplandores. El lago rugió. Un vapor inmenso se elevó, blanco en la repentina
oscuridad bajo la luna. Hubo un siseo y un borboteante remolino, y luego
silencio. Y ése fue el fin de Smaug y de Esgaroth, pero no de Bard.
La luna creciente se
elevó más y más y el viento creció ruidoso y frío. Retorcía la niebla blanca en
columnas inclinadas y en nubes rápidas, y la empujaba hacia el oeste
dispersándola en jirones deshilachados sobre las ciénagas del bosque Negro.
Entonces pudieron verse muchos botes, como puntos oscuros en la superficie del
lago, y junto con el viento llegaron las voces de las gentes de Esgaroth, que
lloraban la ciudad y los bienes perdidos, y las casas arruinadas. Pero, en
verdad tenían mucho que agradecer, si lo hubieran pensado entonces, aunque no
era el momento más apropiado. Al menos tres cuartas partes de las gentes de la
ciudad habían escapado vivas; los bosques, pastos, campos y ganado y la mayoría
de los botes seguían intactos, y el dragón estaba muerto. De lo que todo esto
significaba, aún no se habían dado mucha cuenta.
Se reunieron en
tristes muchedumbres en las orillas occidentales, temblando por el viento
helado, y los primeros lamentos e iras fueron contra el gobernador, que había
abandonado la ciudad tan pronto, cuando aún algunos querían defenderla.
—¡Puede tener buena
maña para los negocios, en especial para sus propios negocios—murmuraron
algunos—, pero no sirve cuando pasa algo serio!—y alababan el valor de Bard y
aquel último tiro poderoso—. Si no hubiese muerto—decían todos—, le habríamos
hecho rey. ¡Bard el-que-mató-al-dragón, de la línea de Girion! ¡Ay, que
se haya perdido!
Y en medio de esta
charla, una figura alta se adelantó de entre las sombras. Estaba empapado en
agua, el pelo negro le colgaba en mechones húmedos sobre la cara y los hombros,
y una luz fiera le brillaba en los ojos.
—¡Bard no se ha
perdido!—gritó—. Saltó al agua desde Esgaroth cuando el enemigo fue derribado.
¡Soy Bard de la línea de Girion; soy el matador del dragón!
—¡Rey Bard! ¡Rey Bard!—gritaban
todos, mientras el gobernador apretaba los dientes castañeteantes.
—Girion fue el señor
de Valle, pero no rey de Esgaroth—dijo—. En la Ciudad del Lago hemos elegido
siempre los gobernadores entre los ancianos y los sabios, y no hemos soportado
nunca el gobierno de los meros hombres de armas. Que el «rey Bard»
vuelva a su propio reinado. Valle ha sido liberada por el valor de este hombre,
y nada impide que regrese. Y aquel que lo desee puede ir con él, si prefiere
las piedras frías bajo la sombra de la montaña a las orillas verdes del lago.
Los sabios se quedarán aquí con la esperanza de reconstruir Esgaroth y un día
disfrutar otra vez de paz y riquezas.
—¡Tendremos un rey Bard!—replicó
la gente cercana—. ¡Ya hemos tenido bastantes hombres viejos y contadores de
dinero!—y la gente que estaba lejos se puso a gritar: —¡Viva el arquero y
mueran los monederos!—hasta que el clamor levantó ecos en la orilla.
—Soy el último hombre
en negar valor a Bard el Arquero—dijo el gobernador débilmente, pues Bard
estaba pegado a él—. Esta noche ha ganado un puesto eminente en el registro de
benefactores de la ciudad; y es merecedor de muchas canciones imperecederas.
Pero: ¿por qué, oh pueblo—y aquí el gobernador se incorporó y habló alto y
claro—, por qué merezco yo vuestras maldiciones? ¿He de ser depuesto por mis
faltas? ¿Quién, puedo preguntar, despertó al dragón? ¿Quién recibió de nosotros
ricos presentes y gran ayuda y nos llevó a creer que las viejas canciones iban
a ser ciertas? ¿Quién se entretuvo jugando con nuestros dulces corazones y
nuestras gratas fantasías? ¿Qué clase de oro han enviado río abajo como
recompensa? ¡La ruina y el fuego del dragón! ¿A quién hemos de reclamar la
recompensa por nuestra desgracia, y ayuda para nuestras viudas y huérfanos?
Como podéis ver, el
gobernador no había ganado su posición sin ningún motivo. Como resultado de
estas palabras la gente casi olvidó la idea de un nuevo rey y volvieron los
enojados pensamientos hacia Thorin y su compañía. Duras y amargas palabras se
gritaron desde muchas partes; y algunos de los que antes habían cantado en voz
alta las viejas canciones gritaron entonces igual de alto que los enanos habían
azuzado al dragón contra ellos.
—¡Tontos!—dijo Bard—,
¿por qué malgastáis palabras y descargáis vuestra ira sobre esas infelices
criaturas? Sin duda los mató el fuego antes que Smaug llegase a nosotros—entonces,
cuando aún estaba hablando, el recuerdo del fabuloso tesoro de la montaña,
ahora sin dueño ni guardián, le entró en el corazón; Bard calló de pronto, y
pensó en las palabras del gobernador, en Valle reconstruida y coronada de
campanas de oro, si pudiese encontrar a los hombres necesarios.
Por fin habló otra vez:
—No es tiempo para palabras coléricas, gobernador, o para decidir grandes
cambios. Hay trabajo que hacer. Os serviré por ahora, aunque dentro de un
tiempo quizá reconsidere de nuevo vuestras palabras y me vaya al norte con
todos los que quieran seguirme.
Bard se alejó entonces
a grandes pasos para ayudar a instalar los campamentos y cuidar de los enfermos
y heridos. Pero el gobernador frunció el entrecejo cuando Bard se retiró, y se
quedó allí sentado. Mucho pensó y poco dijo, aunque llamó a voces para que le
trajesen lumbre y comida.
Así, dondequiera que Bard
fuese, los rumores sobre un enorme tesoro que nadie guardaba corrían como un
fuego entre la gente. Los hombres hablaban de la recompensa que vendría a
aliviar las desgracias presentes, de la riqueza que abundaría y sobraría, y de
las cosas que podrían comprar en el sur. Estos pensamientos los ayudaron a
pasar la noche, amarga y triste. Para pocos se pudo encontrar refugio (el
gobernador tuvo uno) y hubo poca comida (aún para el gobernador). Gentes que
habían escapado ilesas de la destrucción de la ciudad, enfermaron aquella noche
por la humedad y el frío y la pena, y poco después murieron; y en los días
siguientes hubo mucha enfermedad y gran hambre.
Mientras, Bard tomó el
mando y disponía lo que creía conveniente, aunque siempre en nombre del
gobernador, y trabajó mucho conminando a las gentes de la ciudad, y ordenando
los preparativos para protegerlas y alojarlas. Probablemente muchos habrían
muerto en el invierno, que ya se precipitaba detrás del otoño, si no hubiesen
contado con ayuda. Pero el socorro llegó muy pronto, pues Bard envió enseguida
unos rápidos mensajeros río arriba hacia el bosque para pedir ayuda al rey de
los elfos, y estos mensajeros encontraron un ejército ya en marcha, aunque sólo
habían pasado tres días desde la caída de Smaug.
El rey elfo se había
enterado de las buenas nuevas por sus propios mensajeros y por los pájaros que
eran amigos de los elfos, y ya sabía mucho de lo que había ocurrido. Muy
grande, en verdad, fue la conmoción entre las criaturas aladas que moraban en
los límites de la Desolación del Dragón. Las bandadas que volaban en círculos
oscurecían el aire, y los mensajeros veloces iban de aquí para allá cruzando el
cielo. Sobre los límites del bosque hubo silbidos, gritos y piares. Lejos y más
allá del bosque Negro se extendieron las noticias: «¡Ha muerto Smaug!».
Las hojas susurraron y unas orejas sorprendidas se enderezaron atentas. Aún
antes que el rey elfo empezara a cabalgar, las noticias habían llegado al
oeste, a los pinares de las montañas Nubladas; Beorn las había oído en su casa
de madera; y los trasgos se reunieron en conciliábulos dentro de las cuevas.
—Eso será lo último
que oigamos de Thorin Escudo de Roble, me temo—dijo el rey—. Habría sido mejor
que hubiese quedado aquí como invitado mío. Sin embargo—añadió—, mal viento es
el que a nadie lleva nuevas—porque tampoco él había olvidado la leyenda de la
riqueza de Thrór. Así fue que los mensajeros de Bard lo encontraron en marcha,
con muchos arqueros y lanceros; y los grajos se apiñaban en bandadas sobre él,
pues pensaban que la guerra volvía a despertar, una guerra como no había habido
otra en aquellos parajes desde hacía mucho tiempo.
Pero el rey, cuando
recibió el pedido de Bard, sintió piedad, pues era señor de gente amable y
buena; de modo que dando media vuelta (hasta ahora había marchado directamente
hacia la montaña), se apresuró río abajo hacia el lago Largo. No tenía botes o
almadías suficientes para su ejército, y se vieron obligados a ir a pie por el
camino más lento; pero antes envió aguas abajo grandes reservas de provisiones.
Los elfos todavía mantenían los pies ligeros, y a pesar de que no estaban
acostumbrados a los pantanos y las tierras traidoras entre el lago y el bosque,
avanzaron deprisa. Sólo cinco días después de la muerte del dragón, llegaron a
orillas del lago y contemplaron las ruinas de la ciudad. Grande fue la
bienvenida, como podía esperarse, y los hombres y el gobernador estaban
dispuestos a convenir cualquier clase de pacto, como respuesta a la ayuda del rey
elfo.
Pronto se ultimaron
los planes. Junto con las mujeres y los niños, los viejos y los lisiados, quedó
el gobernador, y también algunos artesanos y unos elfos habilidosos; y esta
gente trabajó talando árboles y recolectando la madera que bajaba desde el bosque.
Luego levantaron muchas cabañas a orillas del lago, contra el invierno
inminente, y dirigidos también por el gobernador comenzaron a trazar una nueva
ciudad, aún más hermosa y grande que antes, aunque no en el mismo sitio. Se
mudaron al norte, a una costa elevada; pues siempre recelarían del agua donde
estaba el dragón. Nunca volvería otra vez al lecho dorado; ahora yacía
estirado, frío como la piedra, retorcido en el suelo de los bajíos. Allí,
durante largos años, pudieron verse en los días tranquilos los huesos enormes
entre los pilotes arruinados de la vieja ciudad. Pero pocos se atrevían a
cruzar ese sitio maldito, y menos aún a zambullirse en el agua escalofriante o
a recuperar las piedras preciosas que le caían de la carcasa putrefacta. Pero
todos los hombres de armas que aún podían tenerse en pie, y la mayor parte de
la fuerza del rey elfo, se dispusieron a marchar al norte, a la montaña. Y así
fue que en el undécimo día después de la destrucción de la ciudad, la
vanguardia de estos ejércitos cruzó las puertas de piedra en el extremo del
lago y entró en las tierras desoladas.
XVII.EL ENCUENTRO DE LAS NUBES
EL HOBBIT
Volvamos ahora con
Bilbo y los enanos. Uno de ellos había vigilado toda la noche, pero cuando
llegó la mañana, no había visto ni oído ninguna señal de peligro. Sin embargo,
la congregación de los pájaros seguía creciendo. Las bandadas se acercaban
volando desde el sur; y los grajos que todavía vivían en los alrededores de la montaña,
revoloteaban y chillaban incesantemente allá arriba.
—Algo extraño está
ocurriendo—dijo Thorin—. Ya ha pasado el tiempo de los revoloteos otoñales; y
estos pájaros siempre moran en tierra: hay estorninos y bandadas de pinzones, y
a lo lejos pájaros carroñeros, como si se estuviese librando una batalla.
De repente Bilbo
apuntó con el dedo: —¡Ahí está el viejo zorzal otra vez!—gritó—. Parece haber
escapado cuando Smaug aplastó la ladera, ¡aunque no creo que se hayan salvado
también los caracoles!
Era en verdad el viejo
zorzal, y mientras Bilbo señalaba voló hacia ellos y se posó en una piedra
próxima. Luego sacudió las alas y cantó; y torció la cabeza a un lado, como
escuchando; y otra vez cantó, y otra vez escuchó.
—Creo que trata de
decirnos algo—dijo Balin—, pero no puedo seguir esa garrulería, es muy rápida y
difícil. ¿Puedes entenderla, Bolsón?
—No muy bien—dijo
Bilbo, que no entendía ni jota—, pero parece muy excitado.
—¡Si al menos fuese un
cuervo!—dijo Balin.
—¡Pensé que no te
gustaban! Parecías recelar de ellos cuando vinimos por aquí la última vez.
—¡Aquellos eran
grajos! Criaturas desagradables de aspecto sospechoso, además de groseras.
Tendrías qué haber oído los horribles nombres con que nos iban llamando. Pero
los cuervos son diferentes. Hubo una gran amistad entre ellos y la gente de Thrór;
a menudo nos traían noticias secretas y los recompensábamos con cosas
brillantes que ellos escondían en sus moradas.
"Vivían muchos
años, y tenían una memoria larga, y esta sabiduría pasaba de padres a hijos.
Conocí a muchos de los cuervos de las rocas cuando era muchacho. Esta misma
altura se llamó una vez colina del Cuervo, pues una pareja sabia y
famosa, el viejo Carc y su compañera, vivían aquí sobre el cuarto del guardia.
Pero no creo que nadie de ese viejo linaje esté ahora en estos sitios.
Aún no había terminado
de hablar, cuando él viejo zorzal dio un grito, y en seguida se fue volando.
—Quizá nosotros no lo
entendamos, pero ese viejo pájaro nos entiende a nosotros, estoy seguro—dijo
Balin—. Observemos y veamos qué pasa ahora.
Pronto hubo un batir
de alas, y de vuelta apareció el zorzal; y con él vino otro pájaro muy viejo y
decrépito. Era un cuervo enorme y centenario, casi ciego y de cabeza
desplumada, que apenas podía volar. Se posó rígido en el suelo ante ellos,
sacudió lentamente las alas, y saludó a Thorin bamboleando la cabeza.
—Oh Thorin hijo de Thráin,
y Balin hijo de Fundin—graznó (y Bilbo entendió lo que dijo, pues el cuervo
hablaba la lengua ordinaria y no la de los pájaros)—. Yo soy Roäc hijo de Carc.
Carc ha muerto, pero en un tiempo lo conocías bien. Dejé el cascarón hace
ciento cincuenta y tres años, pero no olvido lo que mi padre me dijo. Ahora soy
el jefe de los grandes cuervos de la montaña. Somos pocos, pero recordamos
todavía al rey de antaño. La mayor parte de mi gente está lejos, pues hay
grandes noticias en el sur... algunas serán buenas nuevas para vosotros, y
algunas no os parecerán tan buenas.
"!Mirad! Los
pájaros se reúnen otra vez en la montaña y en Valle desde el sur, el este y el
oeste, ¡pues se ha corrido la voz de que Smaug ha muerto!
—¿Muerto? ¡Muerto!—gritaron
los enanos—. ¡Muerto! Hemos estado atemorizados sin motivo entonces, ¡y el
tesoro es nuestro otra vez!—Todos se pusieron en pie de un salto y vitorearon
con los gorros en la mano.
—Sí, muerto—dijo Roäc—.
El zorzal, que nunca se le caigan las plumas, lo vio morir, y podemos confiar
en lo que dice. Lo vio caer mientras luchaba con los hombres de Esgaroth, hará
hoy tres noches, a la salida de la luna.
Pasó algún tiempo
antes de que Thorin pudiese calmar a los enanos y escuchar las nuevas del
cuervo. Por fin, el pájaro acabó el relato de la batalla, y prosiguió:
—Hay mucho de que
alegrarse, Thorin Escudo de Roble. Puedes volver seguro a tus salones; todo el
tesoro es tuyo, por el momento. Pero muchos vendrán a reunirse aquí además de
los pájaros. Las noticias de la muerte del guardián han volado ya a lo largo y
ancho del país, y la leyenda de la riqueza de Thrór no ha dejado de aparecer en
cuentos, durante años y años; muchos están ansiosos por compartir el botín. Ya
una hueste de elfos está en camino, y los pájaros carroñeros los acompañan,
esperando la batalla y la carnicería. Junto al lago los hombres murmuran que
los enanos son los verdaderos culpables de tanta desgracia, pues se han quedado
sin hogar, muchos han muerto, y Smaug ha destruido Esgaroth. También ellos
esperan que vuestro tesoro repare los daños, estéis vivos o muertos.
"Vuestra
sabiduría decidirá, pero trece es un pequeño resto del gran pueblo de Durin que
una vez habitó aquí, y que ahora está disperso y en tierras lejanas. Si queréis
mi consejo, no confiéis en el gobernador de los hombres del lago, pero sí en
aquél que mató al dragón con una flecha. Bard se llama, y es de la raza de
Valle, de la línea de Girion; un hombre sombrío, pero sincero. Una vez más
buscará la paz entre los enanos, hombres y elfos, después de la gran
desolación; pero ello puede costarte caro en oro. He dicho.
Entonces Thorin
estalló de rabia: —Nuestro agradecimiento, Roäc hijo de Carc. Tú y tu pueblo no
seréis olvidados. Pero ni los ladrones ni los violentos se llevarán una pizca
de nuestro oro, mientras sigamos con vida. Si quieres que te estemos aún más
agradecidos, tráenos noticias de cualquiera que se acerque. También quisiera
pedirte, si alguno de los tuyos es aún fuerte y joven de alas, que envíes
mensajeros a nuestros parientes en las montañas del norte, tanto al este como
al oeste de aquí, y les hables de nuestra difícil situación. Pero ve
especialmente a mi primo Dáin en las colinas de Hierro, pues tiene mucha gente
bien armada y vive cerca. ¡Dile que se dé prisa!
—No diré si es bueno o
malo ese consejo—graznó Roäc—, pero haré lo que pueda—y se alejó volando
lentamente.
—¡De vuelta ahora a la
montaña!—gritó Thorin—. Tenemos poco tiempo que perder.
—¡Y también poco que
comer!—chilló Bilbo, siempre práctico en tales cuestiones. En cualquier caso,
sentía que la aventura, hablando con propiedad, había terminado con la muerte
del dragón—en lo que estaba muy equivocado—y hubiese dado buena parte de lo que
a él le tocaba por la pacífica conclusión de estos asuntos.
—¡De vuelta a la montaña!—gritaron
los enanos, como si no lo hubiesen oído; así que tuvo que ir de vuelta con
ellos.
Como ya estáis
enterados de algunos acontecimientos, sabréis que los enanos disponían aún de
unos pocos días. Una vez más exploraron las cavernas, y encontraron como
esperaban que sólo la puerta principal permanecía abierta; todas las demás
entradas (excepto, claro, la pequeña puerta secreta) hacía mucho que habían
sido destruidas y bloqueadas por Smaug, y no quedaba ni rastro de ellas. De
modo que se pusieron a trabajar duro en las fortificaciones de la entrada
principal, y en abrir un nuevo sendero que llevase hasta ella. Encontraron
muchas de las herramientas de los mineros, canteros y constructores de antaño,
y en tales trabajos los enanos eran aún habilidosos.
Entretanto, los
cuervos no dejaban de traer noticias. De esta manera supieron que el rey elfo
marchaba ahora hacia el lago, y tenían unos días de respiro. Mejor aún, oyeron
que tres de los ponis habían huido y se encontraban vagando salvajes allá
abajo, en la ribera del río Rápido, no lejos del resto de las provisiones. Así,
mientras los otros continuaban trabajando, enviaron a Fili y Kili, guiados por un cuervo, a buscar los ponis
y traer todo lo que pudieran.
Estuvieron cuatro días
fuera, y supieron entonces que los ejércitos unidos de los hombres del lago y
los elfos corrían hacia la montaña. Pero ahora los enanos estaban más
esperanzados, pues tenían comida para varias semanas, si se cuidaban—sobre todo
cram, por supuesto, y muy cansados estaban de ese alimento, pero mejor
es cram que nada—y ya la puerta estaba bloqueada con un parapeto alto y
ancho, de piedras regulares, puestas una sobre otra. Había agujeros en el
parapeto por los que se podía mirar (o disparar), pero ninguna entrada.
Entraban y salían con la ayuda de una escalera de mano, y subían con cuerdas
las cosas. Para la salida del arroyo habían dispuesto un arco pequeño y bajo en
el nuevo parapeto; pero cerca de la entrada habían cambiado tanto el lecho
angosto que toda una laguna se extendía ahora desde la pared de la montaña
hasta el principio de la cascada que llevaba el arroyo hacia Valle. Aproximarse
a la puerta sólo era posible a nado, o escurriéndose a lo largo de una repisa
angosta, que corría a la derecha del risco, mirando desde la entrada. Habían
traído los ponis hasta el principio de las escaleras sobre el puente viejo, y
luego de descargarlos los habían mandado de vuelta a sus dueños, enviándolos
sin jinetes al sur.
Llegó una noche en la
que de pronto aparecieron muchas luces, como de fuegos y antorchas, lejos hacia
el sur en Valle.
—¡Han llegado!—anunció
Balin—. Y el campamento es grande de veras. Tienen que haber entrado en el
valle a lo largo de las riberas del río, ocultándose en el crepúsculo.
Poco durmieron esa
noche los enanos. La mañana era pálida aun cuando vieron que se aproximaba una
compañía. Desde detrás del parapeto observaron cómo subían hasta la cabeza del
valle y trepaban lentamente. Pronto pudieron ver que entre ellos venían hombres
del lago armados como para la guerra y arqueros elfos. Por fin, la vanguardia
escaló las rocas caídas y apareció en lo alto del torrente; mucho se
sorprendieron cuando vieron la laguna y la puerta principal obstruida por un
parapeto de piedra recién tallada.
Mientras estaban allí
señalando y hablando entre ellos, Thorin los increpó: —¿Quiénes sois vosotros—dijo en voz
muy alta—que venís como en guerra a las puertas de Thorin hijo de Thráin, rey
bajo la montaña, y qué deseáis?
Pero no le
respondieron. Algunos dieron una rápida media vuelta, y los otros, luego de
observar con detenimiento la puerta, y cómo estaba defendida, pronto fueron
detrás de ellos. Ese mismo día el campamento se trasladó al este del río, justo
entre los brazos de la montaña. Voces y canciones resonaron entonces entre las
rocas como no había ocurrido por muchísimo tiempo. Se oía también el sonido de
las arpas élficas y de una música dulce; y mientras los ecos subían, parecía
que el aire helado se entibiaba, y que la fragancia de las flores primaverales
del bosque llegaba débilmente hasta ellos.
Entonces Bilbo deseó
escapar de la fortaleza oscura y bajar y unirse a la alegría y las fiestas
junto a las fogatas. Algunos de los enanos más jóvenes se sentían también
conmovidos, y murmuraron que habría sido mejor que las cosas hubiesen ocurrido
de otra manera y poder recibir a esas gentes como amigos. Sin embargo, Thorin
fruncía el ceño.
Entonces también los enanos
sacaron arpas e instrumentos recobrados del botín y tocaron para animar a
Thorin; pero la canción no era una canción élfica y se parecía bastante a la
que habían cantado hacía mucho en el pequeño agujero-hobbit de Bilbo:
¡Bajo la montaña tenebrosa y
alta
el rey ha regresado al
palacio!
El enemigo ha muerto, el
Gusano Terrible,
y así una vez y otra caerá el
adversario
La espada es afilada, y es
larga la lanza,
veloz la flecha, y fuerte la puerta,
osado el corazón que mira el
oro;
y ya nadie hará daño a los enanos.
Los enanos echaban hechizos
poderosos,
mientras las mazas tañían
como campanas,
en simas donde duermen unos
seres oscuros,
en salas huecas bajo las
montañas.
En collares de plata
entretejían
la luz de las estrellas, en
coronas colgaban
el fuego del dragón; de
alambres retorcidos
arrancaban música a las
arpas.
¡El trono de la montaña otra
vez liberado!
¡Atended la llamada, oh
pueblo aventurero!
El rey necesita amigos y
parientes.
¡Marchad de prisa en el
desierto!
Hoy llamamos en montañas
heladas;
¡regresad a las viejas
cavernas!
Aquí a las puertas el rey
espera,
las manos colmadas de oro y
gemas.
¡Bajo la montaña tenebrosa y
alta,
el rey ha regresado al
palacio!
¡El Gusano Terrible ha caído
y ha muerto,
y así una vez y otra caerá el
adversario![34]
Esta canción pareció
apaciguar a Thorin, que sonrió de nuevo y se mostró más alegre; y se puso a
estimar la distancia que los separaba de las colinas de Hierro y cuánto tiempo
pasaría antes de que Dáin pudiese llegar a la montaña Solitaria, si se había
puesto en camino tan pronto como recibiera el mensaje. Pero el ánimo de Bilbo
decayó, tanto por la canción como por la charla: sonaban demasiado belicosas.
A la mañana siguiente,
temprano, una compañía de lanceros cruzó el río y marchó valle arriba. Llevaban
con ellos el estandarte verde del rey elfo y el azul del lago y avanzaron hasta
que estuvieron justo delante del parapeto de la puerta.
De nuevo Thorin les
habló en voz alta. —¿Quiénes sois que llegáis armados para la guerra a las
puertas de Thorin hijo de Thráin, rey bajo la montaña?—Esta vez le
respondieron.
Un hombre alto de
cabellos oscuros y cara ceñuda se adelantó y gritó: —¡Salud, Thorin! ¿Por qué
te encierras como un ladrón en la guarida? Nosotros no somos enemigos y nos
alegramos de que estés con vida, más allá de nuestra esperanza. Vinimos
suponiendo que no habría aquí nadie vivo, pero ahora que nos hemos encontrado
hay razones para hablar y parlamentar.
—¿Quién eres tú y de
qué quieres hablar?
—Soy Bard y por mi
mano murió el dragón y fue liberado el tesoro. ¿No te importa? Más aún, soy,
por derecho de descendencia, el heredero de Girion de Valle, y en tu botín está
mezclada mucha de la riqueza de los salones y villas de Valle, que el viejo
Smaug robó. ¿No es asunto del que podamos hablar? Además, en su última batalla
Smaug destruyó las moradas de los hombres de Esgaroth y yo soy aún siervo del
gobernador. Por él hablaré, y pregunto si no has considerado la tristeza y la
miseria de ese pueblo. Te ayudaron en tus penas, y en recompensa no has traído
más que ruina; aunque sin duda involuntaria.
Bien, éstas eran
palabras hermosas y verdaderas, aunque dichas con orgullo y expresión ceñuda; y
Bilbo pensó que Thorin reconocería en seguida cuánta justicia había en ellas.
Por supuesto, no esperaba que nadie recordara que había sido él quien
descubriera el punto débil del dragón; y esto también era justo, pues nadie lo
sabía. Pero no tuvo en cuenta el poder del oro que un dragón ha cuidado durante
mucho tiempo, ni los corazones de los enanos. En los últimos días Thorin había
pasado largas horas en la sala del tesoro, y la avaricia le endurecía ahora el
corazón. Aunque buscaba sobre todo la Piedra del Arca, sabía apreciar las otras
muchas cosas maravillosas que allí había, unidas por viejos recuerdos a los
trabajos y penas de los enanos.
—Has puesto la peor de
tus razones en el lugar último y más importante—respondió Thorin—. Al tesoro de
mi pueblo, ningún hombre tiene derecho, pues Smaug nos arrebató junto con él la
vida o el hogar. El tesoro no era suyo, y los actos malvados de Smaug no han de
ser reparados con una parte. El precio por las mercancías y la ayuda recibida
de los hombres del lago la pagaremos con largueza... cuando llegue el momento.
Pero no daremos nada, ni siquiera lo que vale una hogaza de pan, bajo amenaza o
por la fuerza. Mientras una hueste armada esté acosándonos, os consideraremos
enemigos y ladrones.
"Y te preguntaría
además qué parte de nuestra herencia habrías dado a los enanos si hubieras
encontrado el tesoro sin vigilancia y a nosotros muertos.
—Una pregunta justa—respondió
Bard—Pero vosotros no estáis muertos y nosotros no somos ladrones. Por otra
parte, los ricos podrían compadecerse, y aún en exceso, de los menesterosos que
les ofrecieron ayuda cuando ellos pasaban necesidad. Y aún no has respondido a
mis otras demandas.
—No parlamentaré, como
ya he dicho, con hombres armados a mi puerta. Y de ningún modo con la gente del
rey elfo, a quien recuerdo con poca simpatía. En esta discusión, él no tiene
parte. ¡Aléjate ahora, antes de que nuestras flechas vuelen! Y si has de volver
a hablar conmigo, primero manda la hueste élfica a los bosques a que
pertenecen, y regresa entonces, deponiendo las armas antes de acercarte al
umbral.
—El rey elfo es mi
amigo, y ha socorrido a la gente del lago cuando era necesario, sólo obligado
por la amistad—respondió Bard—Te daremos tiempo para arrepentirte de tus
palabras. ¡Recobra tu sabiduría antes que volvamos!—Luego Bard partió y regresó
al campamento.
Antes de que hubiesen
pasado muchas horas, volvieron los portaestandartes, y los trompeteros se
adelantaron y soplaron.
—En nombre de Esgaroth
y el bosque—gritó uno—, hablamos a Thorin hijo de Thráin, Escudo de Roble, que
se dice rey bajo la montaña, y le pedimos que reconsidere las reclamaciones que
han sido presentadas o será declarado nuestro enemigo. Entregará, por lo menos,
la doceava parte del tesoro a Bard, por haber matado a Smaug y como heredero de
Girion. Con esa parte, Bard ayudará a Esgaroth; pero si Thorin quiere tener la
amistad y el respeto de las tierras de alrededor, como los tuvieron sus
antecesores, también él dará algo para alivio de los hombres del lago.
Entonces Thorin tomó
un arco de cuerno y disparó una flecha al que hablaba. Golpeó con fuerza el
escudo y allí se quedó clavada, temblando.
—Ya que ésta es tu
respuesta—dijo el otro a su vez—, declaro la montaña sitiada. No saldréis de
ella hasta que nos llaméis para acordar una tregua y parlamentar. No alzaremos
armas contra vosotros, pero os abandonamos a vuestras riquezas. ¡Podéis comeros
el oro, si queréis!
Los mensajeros
partieron luego rápidamente y dejaron solos a los enanos. Thorin tenía ahora
una expresión tan sombría, que nadie se hubiera atrevido a censurarlo, aunque
la mayoría parecía estar de acuerdo con él, excepto quizá el gordo Bombur, Fili y Kili. Bilbo, por supuesto, desaprobaba del
todo el cariz que habían tomado las cosas. Ya estaba bastante más que harto de
la montaña, y no le gustaba nada que lo sitiaran dentro de ella.
—Todo este lugar hiede
aún a dragón—gruñó entre dientes—, y eso me pone enfermo. Y además empiezo a
notar que el cram se me queda pegado a la garganta.
XVIII.UN LADRÓN EN LA NOCHE
EL HOBBIT
Ahora los días se
sucedían lentos y aburridos. Muchos de los enanos pasaban el tiempo apilando y
clasificando el tesoro; y ahora Thorin hablaba de la Piedra del Arca de Thráin,
y mandaba ansiosamente que la buscasen por todos los rincones.
—Pues la Piedra del
Arca de mi padre—decía—vale más que un río de oro, y para mí no tiene precio.
De todo el tesoro esa piedra la reclamo para mí, y me vengaré de aquél que la
encuentre y la retenga.
Bilbo oyó estas
palabras y se asustó, preguntándose qué ocurriría si encontraban la piedra,
envuelta en un viejo hatillo de trapos harapientos que le servía de almohada.
De todos modos, nada dijo, pues mientras el cansancio de los días se hacía cada
vez mayor, los principios de un plan se le iban ordenando en la cabecita.
Las cosas siguieron
así por algún tiempo hasta que los cuervos trajeron nuevas de que Dáin y más de
quinientos enanos, apresurándose desde las colinas de Hierro, estaban a unos
dos días de camino de Valle, viniendo del nordeste.
—Más no alcanzarán
indemnes la montaña—dijo Roäc—, y mucho me temo que habrá batalla en el valle. No
creo que convenga esa decisión. Aunque son gente ruda, no están preparados para
vencer a la hueste que os acosa; y aunque así fuera, ¿qué ganaríais? El
invierno y las nieves se dan prisa tras ellos. ¿Cómo os alimentaréis sin la
amistad y hospitalidad de las tierras de alrededor? El tesoro puede ser vuestra
perdición, ¡aunque el dragón ya no esté!
Pero Thorin no se
inmutó. —La mordedura del invierno y las nieves la sentirán tanto los hombres
como los elfos—dijo—, y es posible que no soporten quedarse en estas tierras
baldías. Con mis amigos detrás y el invierno encima, quizá tengan una
disposición de ánimo más flexible para parlamentar.
Esa noche Bilbo tomó
una decisión. El cielo estaba negro y sin luna. Tan pronto como cayeron las
tinieblas, fue hasta el rincón de una cámara interior junto a la entrada, y
sacó una cuerda del hatillo, y también la Piedra del Arca envuelta en un
harapo. Luego trepó al parapeto. Sólo Bombur estaba allí de guardia, pues los enanos
vigilaban turnándose de uno en uno.
—¡Qué frío horroroso!—dijo
Bombur—. ¡Desearía tener una buena hoguera aquí arriba como la que ellos tienen
en el campamento!
—Dentro hace bastante
calor—dijo Bilbo.
—Lo creo; pero no
puedo moverme de aquí hasta la medianoche—gruñó el enano gordo—Un verdadero
fastidio. No es que me atreva a disentir de Thorin, cuya barba crezca muchos
años; aunque siempre fue un enano bastante tieso.
—No tan tieso como mis
piernas—dijo Bilbo—. Estoy cansado de escaleras y de pasadizos de piedra. Daría
cualquier cosa por poner los pies en el pasto.
—Yo daría cualquier
cosa por echarme un trago de algo fuerte a la garganta, ¡y por una cama blanda
después de una buena cena!
—No puedo darte eso,
mientras dure el sitio. Pero ya hace tiempo que fue mi turno de guardia, de
modo que si quieres, puedo reemplazarte. No tengo sueño esta noche.
—Eres una buena
persona, señor Bolsón, y aceptaré con gusto tu ofrecimiento. Si ocurre algo
grave, llámame primero, ¡acuérdate! Dormiré en la cámara interior de la
izquierda, no muy lejos.
—¡Lárgate!—dijo Bilbo—.
Te despertaré a medianoche, para que puedas despertar al siguiente vigía.
Tan pronto como Bombur
se hubo ido, Bilbo se puso el anillo, se ató la cuerda, se deslizó parapeto
abajo, y desapareció. Tenía unas cinco horas por delante. Bombur dormiría
(podía dormirse en cualquier momento, y desde la aventura en el bosque estaba
siempre tratando de recuperar aquellos hermosos sueños); y todos los demás
estaban ocupados con Thorin. Era poco probable que uno de ellos, aún Fili o Kili, se acercase al parapeto hasta que les
llegase el turno.
Estaba muy oscuro, y
al cabo de un rato, cuando abandonó la senda nueva y descendió hacia el curso
inferior del arroyo, ya no reconoció el camino. Al fin llegó al recodo, y si
quería alcanzar el campamento tenía que cruzar el agua. El lecho del río era
allí poco profundo pero bastante ancho, y vadearlo en la oscuridad no fue nada
fácil para el pequeño hobbit. Cuando estaba casi a punto de cruzarlo, perdió
pie sobre una piedra redonda y cayó chapoteando en el agua fría. Apenas había
alcanzado la orilla opuesta, tiritando y farfullando, cuando en la oscuridad
aparecieron unos elfos, llevando linternas resplandecientes, en busca de la
causa del ruido.
—¡Eso no fue un pez!—dijo
uno—. Hay un espía por aquí. ¡Ocultad vuestras luces! Le ayudarían más a él que
a nosotros, si se trata de esa criatura pequeña y extraña que según se dice es
el criado de los enanos.
—¡Criado, de veras!—bufó
Bilbo; y en medio del bufido estornudó con fuerza, y los elfos se agruparon en
seguida y fueron hacia el sonido.
—¡Encended una luz!—dijo
Bilbo—. ¡Estoy aquí si me buscáis!—y se sacó el anillo, y asomó detrás de una
roca.
Pronto se le echaron
encima, a pesar de que estaban muy sorprendidos.
—¿Quién eres? ¿Eres el
hobbit de los enanos? ¿Qué haces? ¿Cómo pudiste llegar tan lejos con nuestros
centinelas?—preguntaron uno tras otro.
—Soy el señor Bilbo
Bolsón—respondió el hobbit—,compañero de Thorin, si deseáis saberlo. Conozco de
vista a vuestro rey, aunque quizá él no me reconozca. Pero Bard me recordará y
es a Bard en especial a quien quisiera ver.
—¡No digas!—exclamaron—,
¿y qué asunto te trae por aquí?
—Lo que sea, sólo a mí
me incumbe, mis buenos elfos. Pero si deseáis salir de este lugar frío y sombrío
y regresar a vuestros bosques—respondió estremeciéndose—, llevadme en seguida a
un buen fuego donde pueda secarme, y luego dejadme hablar con vuestros jefes lo
más pronto posible. Tengo sólo una o dos horas.
Fue así como unas dos
horas después de cruzar la puerta, Bilbo estaba sentado al calor de una hoguera
delante de una tienda grande, y allí, también sentados, observándolo con
curiosidad, estaban el rey elfo y Bard. Un hobbit en armadura élfica, arropado
en parte con una vieja manta, era algo nuevo para ellos.
—Sabéis realmente—decía
Bilbo con sus mejores modales de negociador—, las cosas se están poniendo
imposibles. Por mi parte estoy cansado de todo el asunto. Desearía estar de
vuelta allá en el oeste, en mi casa, donde la gente es más razonable. Pero
tengo cierto interés en este asunto, un catorceavo del total, para ser
precisos, de acuerdo con una carta que por fortuna creo haber conservado. —Sacó
de un bolsillo de la vieja chaqueta (que llevaba aún sobre la malla) un papel
arrugado y plegado: ¡la carta de Thorin que habían puesto en mayo debajo del
reloj, sobre la repisa de la chimenea!
—Una parte de todos
los beneficios, recordadlo—continuó—. Lo tengo muy bien en cuenta.
Personalmente estoy dispuesto a considerar con atención vuestras proposiciones,
y deducir del total lo que sea justo, antes de exponer la mía. Sin embargo, no
conocéis a Thorin Escudo de Roble tan bien como yo. Os aseguro que está
dispuesto a sentarse sobre un montón de oro y morirse de hambre, mientras
vosotros estéis aquí.
—¡Bien, que se quede!—dijo
Bard—. Un tonto como él merece morirse de hambre.
—Tienes algo de razón—dijo
Bilbo—. Entiendo tu punto de vista. A la vez ya viene el invierno. Pronto habrá
nieve, y otras cosas, y el abastecimiento será difícil, aún para los elfos,
creo. Habrá también otras dificultades. ¿No habéis oído hablar de Dáin y de los
enanos de las colinas de Hierro?
—Sí, hace mucho
tiempo; ¿pero en qué nos atañe?—preguntó el rey.
—En mucho, me parece.
Veo que no estáis enterados. Dáin, no lo dudéis, está ahora a menos de dos días
de marcha, y trae consigo por lo menos unos quinientos enanos, todos rudos, que
en buena parte han participado en las encarnizadas batallas entre enanos y
trasgos, de las que sin duda habréis oído hablar. Cuando lleguen, puede que
haya dificultades serias.
—¿Por qué nos lo
cuentas? ¿Estás traicionando a tus amigos, o nos amenazas?—preguntó Bard
seriamente.
—¡Mi querido Bard!—chilló
Bilbo—¡No te apresures! ¡Nunca me había encontrado antes con gente tan
suspicaz! Trato simplemente de evitar problemas a todos los implicados. ¡Ahora
os haré una oferta!
—¡Oigámosla!—exclamaron
los otros.
—¡Podéis verla!—dijo
Bilbo—. ¡Aquí está!—y puso ante ellos la Piedra del Arca, y retiró la
envoltura.
El propio rey elfo, cuyos ojos estaban
acostumbrados a cosas bellas y maravillosas, se puso de pie, asombrado. Hasta
el mismo Bard se quedó mirándola maravillado y en silencio. Era como si
hubiesen llenado un globo con la luz de la luna, y colgase ante ellos en una
red centelleante de estrellas escarchadas.
—Esta es la Piedra del
Arca de Thráin—dijo Bilbo—, el Corazón de la Montaña; y también el corazón de
Thorin. Tiene, según él, más valor que un río de oro. Yo os la entrego. Os
ayudará en vuestra negociación,—luego Bilbo, no sin un estremecimiento, no sin
una mirada ansiosa, entregó la maravillosa piedra a Bard, y éste la sostuvo en
la mano, como deslumbrado.
—Pero, ¿es tuya para
que nos la des así?—preguntó al fin con un esfuerzo.
—¡Oh, bueno!—dijo el
hobbit un poco incómodo—No exactamente; pero desearía dejarla como garantía de
mi proposición, sabéis. Puede que sea un saqueador (al menos eso es lo que
dicen: aunque nunca me he sentido tal cosa), pero soy honrado, espero, bastante
honrado. De un modo o de otro regreso ahora, y los enanos pueden hacer conmigo
lo que quieran. Espero que os sirva.
El rey elfo miró a
Bilbo con renovado asombro.
—¡Bilbo Bolsón—dijo—.
Eres más digno de llevar la armadura de los príncipes elfos que muchos que
parecían vestirla con más gallardía. Pero me pregunto si Thorin Escudo de Roble
lo verá así. En general conozco mejor que tú a los enanos. Te aconsejo que te
quedes con nosotros, y aquí serás recibido con todos los honores y agasajado
tres veces.
—Muchísimas gracias,
no lo pongo en duda—dijo Bilbo con una reverencia—Pero no puedo abandonar a mis
amigos de este modo, me parece, después de lo que hemos pasado juntos. ¡Y
además prometí despertar al viejo Bombur a medianoche! ¡Realmente tengo que
marcharme, y rápido!
Nada de lo que dijeran
iba a detenerlo, de modo que se le proporcionó una escolta, y cuando se
pusieron en marcha, el rey y Bard lo saludaron con respeto. Cuando atravesaron
el campamento, un anciano envuelto en una capa oscura se levantó de la puerta
de la tienda donde estaba sentado y se les acercó.
—¡Bien hecho, señor
Bolsón!—dijo, dando a Bilbo una palmada en la espalda—¡Hay siempre en ti más de
lo que uno espera!—Era Gandalf.
Por primera vez en
muchos días Bilbo estaba de verdad encantado. Mas no había tiempo para todas
las preguntas que deseaba hacer en seguida.
—¡Todo a su hora!—dijo
Gandalf—Las cosas están llegando a feliz término, a menos que me equivoque.
Quedan todavía momentos difíciles por delante, ¡pero no te desanimes! Tú puedes
salir airoso. Pronto habrá nuevas que ni siquiera los cuervos han oído. ¡Buenas
noches!
Asombrado pero
contento, Bilbo se dio prisa. Lo llevaron hasta un vado seguro y lo dejaron seco
en la orilla opuesta; luego se despidió de los elfos y subió con cuidado de
regreso hacia el parapeto. Empezó a sentir un tremendo cansancio, pero era
bastante antes de medianoche cuando trepó otra vez por la cuerda; aún estaba
donde la había dejado. La desató y la ocultó, y luego se sentó en el parapeto
preguntándose ansiosamente qué ocurriría ahora.
A medianoche despertó
a Bombur; y después se encogió en un rincón, sin escuchar las gracias del viejo
enano (que apenas merecía, pensó). Pronto se quedó dormido, olvidando toda
preocupación hasta la mañana. En realidad se pasó la noche soñando con huevos y
panceta.
XIX.LAS NUBES ESTALLAN
EL HOBBIT
Al día siguiente las
trompetas sonaron temprano en el campamento. Pronto se vio a un mensajero que
corría por la senda estrecha. Se detuvo a cierta distancia, y les hizo señas,
preguntando si Thorin escucharía a otra embajada, ya que había nuevas noticias
y las cosas habían cambiado.
—¡Eso será por Dáin!—dijo
Thorin cuando oyó el mensaje—. Habrán oído que ya viene. Pensé que esto les
cambiaría el ánimo. ¡Ordénales que vengan en número reducido y sin armas, y yo
escucharé!—gritó al mensajero.
Alrededor de mediodía,
los estandartes del bosque y el lago se adelantaron de nuevo. Una compañía de
veinte se aproximaba. Cuando llegaron al sendero, dejaron a un lado espadas y
lanzas y se acercaron a la puerta. Admirados, los enanos vieron que entre ellos
estaban tanto Bard como el rey elfo, y delante un hombre viejo, envuelto en una
capa y con un capuchón en la cabeza, portando un pesado cofre de madera
remachado de hierro.
—¡Salud, Thorin!—dijo Bard—.
¿Aún no has cambiado de idea?
—No cambian mis ideas
con la salida y puesta de unos pocos soles—respondió Thorin—. ¿Has venido a
hacerme preguntas ociosas? ¡Aún no se ha retirado el ejército elfo, como he
ordenado! Hasta entonces, de nada servirá que vengas a negociar conmigo.
—¿No hay nada,
entonces, por lo que cederías parte de tu oro?
—Nada que tú y tus
amigos podáis ofrecerme.
—¿Qué hay de la Piedra
del Arca de Thráin?—dijo Bard, y en ese momento el hombre viejo abrió el cofre
y mostró en alto la joya.
La luz brotó de la
mano del viejo, brillante y blanca en la mañana.
Thorin se quedó
entonces mudo de asombro y confusión. Nadie dijo nada por largo rato.
Luego Thorin habló,
con una voz ronca de cólera. —Esa piedra fue de mi padre y es mía—dijo—. ¿Por
qué habría de comprar lo que me pertenece?—Sin embargo, el asombro lo venció a
fin y añadió: —Pero ¿cómo habéis obtenido la reliquia de mi casa, si es necesario
hacer esa pregunta a unos ladrones?
—No somos ladrones—respondió
Bard—. Lo tuyo te lo devolveremos a cambio de lo nuestro.
—¿Cómo la
conseguisteis?—gritó Thorin cada vez más furioso.
—¡Yo se la di!—chilló
Bilbo, que espiaba desde el parapeto, ahora con un horrible pavor.
—¡Tú! ¡Tú!—gritó
Thorin volviéndose hacia él y aferrándolo con las dos manos—. ¡Tú, hobbit miserable!
¡Tú, pequeñajo... saqueador! ¡Por la barba de Durin! Me gustaría que Gandalf
estuviese aquí. ¡Maldito sea por haberte escogido! ¡Que la barba se le
marchite! En cuanto a ti, ¡te estrellaré contra las rocas!
—¡Quieto! ¡Tu deseo se
ha cumplido!—dijo una voz. El hombre viejo del cofre echó a un lado la capa y
el capuchón—. ¡He aquí a Gandalf! Y parece que a tiempo. Si no te gusta mi
saqueador, por favor no le hagas daño. Déjalo en el suelo y escucha primero lo
que tiene que decir.
—¡Parecéis todos
confabulados!—dijo Thorin dejando caer a Bilbo en la cima del parapeto—Nunca
más tendré tratos con brujos o amigos de brujos. ¿Qué tienes que decir,
descendiente de ratas?
—¡Vaya! ¡Vaya!—dijo
Bilbo—. Ya sé que todo esto es muy incómodo. ¿Recuerdas haber dicho que podría
escoger mi propia catorceava parte? Quizá me lo tomé demasiado literalmente; me
han dicho que los enanos son más corteses en palabras que en hechos. Hubo un
tiempo, sin embargo, en el que parecías creer que yo había sido de alguna
utilidad. ¡Y ahora me llamas descendiente de ratas! ¿Es ese el servicio que tú
y tu familia me han prometido, Thorin? ¡Piensa que he dispuesto de mi parte
como he querido, y olvídalo ya!
—Lo haré—dijo Thorin
ceñudo—. Te dejaré marchar, ¡y que nunca nos encontremos otra vez!—Luego se
volvió y habló por encima del parapeto—. Me han traicionado—dijo—. Todos saben
que no podría dejar de redimir la Piedra del Arca, el tesoro de mi palacio.
Daré por ella una catorceava parte del tesoro en oro y plata, sin incluir las
piedras preciosas; más eso contará como la parte prometida a ese traidor, y con
esa recompensa partirá, y vosotros la podréis dividir como queráis. Tendrá bien
poco, no lo dudo. Tomadlo, si lo queréis vivo; nada de mi amistad irá con él. ¡Ahora,
baja con tus amigos!—dijo a Bilbo—, ¡o té arrojaré al abismo!
—¿Qué hay del oro y la
plata?—preguntó Bilbo.
—Te seguirá más tarde,
cuando esté disponible—dijo Thorin—¡Baja!
—¡Guardaremos la
piedra hasta entonces!—le gritó Bard.
—No estás haciendo un
papel muy espléndido como rey bajo la montaña—dijo Gandalf—, pero las cosas aún
pueden cambiar.
—Cierto que pueden—dijo
Thorin. Y ya cavilaba, tan aturdido estaba por el tesoro, si no podría recobrar
la Piedra del Arca con la ayuda de Dáin, y retener la parte de la recompensa.
Y así fue Bilbo
expulsado del parapeto, y con nada a cambio de sus apuros, excepto la armadura
que Thorin ya le había dado. Más de uno de los enanos sintió vergüenza y
lástima cuando vio partir a Bilbo.
—¡Adiós!—les gritó—.
¡Quizá nos encontremos otra vez como amigos!
—¡Fuera!—gritó Thorin—.
Llevas contigo una malla tejida por mi pueblo y es demasiado buena para ti. No
se la puede atravesar con flechas; pero si no te das prisa, te pincharé esos
pies miserables. ¡De modo que apresúrate!
—No tan rápido—dijo Bard—.
Te damos tiempo hasta mañana. Regresaremos a la hora del mediodía y veremos si
has traído la parte del tesoro que hemos de cambiar por la piedra. Si en esto
no nos engañas, entonces partiremos y el ejército elfo retornará al bosque.
Mientras tanto, ¡adiós!
Con eso, volvieron al
campamento; pero Thorin envió por Roäc correos a Dáin, diciéndole lo que había
sucedido e instándole a que viniese con una rapidez cautelosa.
Pasó aquel día y la
noche. A la mañana siguiente, el viento cambió al oeste, y el aire estaba
oscuro y tenebroso. Era aún temprano cuando se oyó un grito en el campamento.
Llegaron mensajeros a informar que una hueste de enanos había aparecido en la
estribación oriental de la montaña y que ahora se apresuraba hacia Valle. Dáin
había venido. Había corrido toda la noche, y de este modo había llegado sobre
ellos más pronto de lo que había esperado. Todos los enanos de la tropa estaban
ataviados con cotas de malla de acero que les llegaban a las rodillas; y unas
calzas de metal fino y flexible, tejido con un procedimiento secreto que sólo
la gente de Dáin conocía, les cubrían las piernas. Los enanos son sumamente
fuertes para su talla, pero la mayoría de estos eran fuertes aún entre los enanos.
En las batallas empuñaban pesados azadones que se manejaban con las dos manos;
además, todos tenían al costado una espada ancha y corta, y un escudo redondo
les colgaba de las espaldas. Llevaban las barbas partidas y trenzadas, sujetas
al cinturón. Las viseras eran de hierro, lo mismo que el calzado; y las caras
eran todas sombrías.
Las trompetas llamaron
a hombres y elfos a las armas. Pronto vieron a los enanos, que subían por el
valle a buen paso. Se detuvieron entre el río y la estribación del este, pero
unos pocos se adelantaron, cruzaron el río y se acercaron al campamento; allí
depusieron las armas y alzaron las manos en señal de paz. Bard salió a
encontrarlos y con él Bilbo.
—Nos envía Dáin hijo
de Náin—dijeron cuando se les preguntó—Corremos junto a nuestros parientes de
la montaña, pues hemos sabido que el reino de antaño se ha renovado. Pero
¿quiénes sois vosotros que acampáis en el llano como enemigos ante murallas
defendidas?—Esto, naturalmente, en el lenguaje de entonces, cortés y bastante
pasado de moda, significaba simplemente: "Aquí no tenéis nada que
hacer. Vamos a seguir, o sea marchaos o pelearemos con vosotros". Se
proponían seguir adelante, entre la montaña y el recodo del agua, pues allí el
terreno estrecho no parecía muy protegido.
Por supuesto Bard se
negó a permitir que los enanos fueran directamente a la montaña. Estaba
decidido a esperar a que trajesen fuera la plata y el oro, para ser cambiados
por la Piedra del Arca, pues no creía que esto pudiera ocurrir una vez que
aquella numerosa y hosca compañía hubiera llegado a la fortaleza. Habían traído
consigo gran cantidad de suministros, pues los enanos son capaces de soportar
cargas muy pesadas, y casi toda la gente de Dáin, a pesar de que habían
marchado a paso vivo, llevaba a hombros unos fardos enormes, que se sumaban al
peso de los azadones y los escudos. Hubieran podido resistir un sitio durante
semanas, y en ese tiempo quizá vinieran más enanos, pues Thorin tenía muchos
parientes. Quizá fueran capaces también de abrir de nuevo alguna otra puerta, y
guardarla, de modo que los sitiadores tendrían que rodear la montaña, y no eran
tantos en verdad.
Estos eran
precisamente los planes de los enanos, (pues los cuervos mensajeros habían
estado muy ocupados yendo de Thorin a Dáin); pero por el momento el paso estaba
obstruido, así que luego de unas duras palabras, los enanos mensajeros se
retiraron murmurando, cabizbajos. Bard había enviado en seguida unos mensajeros
a la puerta, pero no había allí oro ni pago alguno. Tan pronto como estuvieron
a tiro, les cayeron flechas, y se apresuraron a regresar. Por ese entonces,
todo el campamento estaba en pie, como preparándose para una batalla, pues los enanos
de Dáin avanzaban por la orilla del este.
—¡Tontos!—rio Bard—.
¡Acercarse así bajo el brazo de la montaña! No entienden de guerra a campo
abierto, aunque sepan guerrear en las minas. Muchos de nuestros arqueros y
lanceros aguardan ahora escondidos entre las rocas del flanco derecho. Las
mallas de los enanos pueden ser buenas, pero se las pondrá a prueba muy pronto.
¡Caigamos sobre ellos desde los flancos antes de que descansen!
Pero el rey elfo dijo:
—Mucho esperaré antes de pelear por un botín de oro. Los enanos no pueden
pasar, si no se lo permitimos, o hacer algo que no lleguemos a advertir.
Esperaremos a ver si la reconciliación es posible. Nuestra ventaja en número
bastará, si al fin hemos de librar un desgraciado combate.
Pero estas
estimaciones no tenían en cuenta a los enanos. Saber que la Piedra del Arca
estaba en manos de los sitiadores, les inflamaba los corazones; sospecharon
además que Bard y sus amigos titubeaban, y decidieron atacar cuanto antes.
De pronto, sin aviso,
los enanos se desplegaron en silencio. Los arcos chasquearon y las flechas
silbaron. La batalla iba a comenzar.
¡Pero todavía más
pronto, una sombra creció con terrible rapidez! Una nube negra cubrió el cielo.
El trueno invernal rodó en un viento huracanado, rugió y retumbó en la montaña
y relampagueó en la cima. Y por debajo del trueno se pudo ver otra oscuridad,
que se adelantaba en un torbellino, pero esta oscuridad no llegó con el viento;
llegó desde el norte, como una inmensa nube de pájaros, tan densa que no había
luz entre las alas.
—¡Deteneos!—gritó
Gandalf, que apareció de repente y esperó de pie y solo, con los brazos
levantados, entre los enanos que venían y las filas que los aguardaban—. ¡Deteneos!—dijo
con voz de trueno, y la vara se le encendió con una luz súbita como el rayo—¡El
terror ha caído sobre vosotros! ¡Ay! Ha llegado más rápido de lo que yo había
supuesto. ¡Los trasgos están sobre vosotros! Ahí llega Bolgo del norte, cuyo
padre, ¡oh, Dáin!, mataste en Moria, hace tiempo. ¡Mirad! Los murciélagos se
ciernen sobre el ejército como una nube de langostas. ¡Montan en lobos, y los huargos
vienen detrás!
El asombro y la
confusión cayó sobre todos ellos. Mientras Gandalf hablaba, la oscuridad no
había dejado de crecer. Los enanos se detuvieron y contemplaron el cielo. Los elfos
gritaron con muchas voces.
—¡Venid!—llamó Gandalf—.
Hay tiempo de celebrar consejo. ¡Que Dáin hijo de Náin se reúna en seguida con
nosotros!
Así empezó una batalla
que nadie había esperado; la llamaron la Batalla de los Cinco
Ejércitos, y fue terrible. De una parte luchaban los trasgos y los lobos
salvajes, y por la otra, los elfos, los hombres y los enanos. Así fue como
ocurrió. Desde que el Gran Trasgo de las montañas Nubladas había caído, los
trasgos odiaban más que nunca a los enanos. Habían mandado mensajeros de acá
para allá entre las ciudades, colonias y plazas fuertes, pues habían decidido
conquistar el dominio del norte. Se habían informado en secreto, y prepararon y
forjaron armas en todos los escondrijos de las montañas. Luego se pusieron en
marcha, y se reunieron en valles y colinas, yendo siempre por túneles o en la
oscuridad, hasta llegar a las cercanías de la gran montaña Gundabad del norte,
donde tenían la capital. Allí juntaron un inmenso ejército, preparado para caer
en tiempo tormentoso sobre los ejércitos desprevenidos del sur. Estaban
enterados de la muerte de Smaug y el júbilo les encendía el ánimo; y noche tras
noche se apresuraron entre las montañas, y así llegaron al fin desde el norte
casi pisándole los talones a Dáin. Ni siquiera los cuervos supieron que
llegaban, hasta que los vieron aparecer en las tierras abruptas, entre la montaña
Solitaria y las colinas. Cuánto sabía Gandalf, no se puede decir; pero está
claro que no había esperado ese asalto repentino.
Este fue el plan que
preparó junto con el rey elfo y Bard; y con Dáin, pues el señor enano ya se les
había unido: los trasgos eran enemigos de todos, y cualquier otra disputa fue
en seguida olvidada. No tenían más esperanza que la de atraer a los trasgos al
valle entre los brazos de la montaña; y ampararse en las grandes estribaciones
del sur y el este. Aún de este modo correrían peligro, si los trasgos
alcanzaban a invadir la montaña, atacándolos entonces desde atrás y arriba;
pero no había tiempo para preparar otros planes o para pedir alguna ayuda.
Pronto pasó el trueno,
rodando hacia el sureste; pero la nube de murciélagos se acercó, volando bajo
por encima de la montaña, y se agitó sobre ellos, tapándoles la luz y
asustándolos.
—¡A la montaña!—gritó Bard—.
¡A la montaña! ¡Tomemos posiciones mientras todavía hay tiempo!
En la estribación sur,
en la parte más baja de la falda y entre las rocas, se situaron los elfos; en
la del este, los hombres y los enanos. Pero Bard y algunos de los elfos y
hombres más ágiles escalaron la cima de la loma occidental para echar un
vistazo al norte. Pronto pudieron ver la tierra a los pies de la montaña,
oscurecida por una apresurada multitud. Luego la vanguardia se arremolinó en el
extremo de la estribación y entró atropelladamente en Valle. Estos eran los
jinetes más rápidos, que cabalgaban en lobos, y ya los gritos y aullidos
hendían el aire a lo lejos. Unos pocos valientes se les enfrentaron, con un
amago de resistencia, y muchos cayeron allí antes que el resto se retirara y
huyese a los lados. Como Gandalf esperara, el ejército trasgo se había reunido
detrás de la vanguardia, a la que se habían resistido, y luego cayó furioso
sobre el valle, extendiéndose aquí y allá entre los brazos de la montaña,
buscando al enemigo. Innumerables eran los estandartes, negros y rojos, y
llegaban como una marea furiosa y en desorden.
Fue una batalla
terrible. Bilbo no había pasado nunca por una experiencia tan espantosa, y que
luego odiara tanto, y esto es como decir que por ninguna otra cosa se sintió
tan orgulloso, hasta tal punto que fue para él durante mucho tiempo un tema de
charla favorito, aunque no tuvo en ella un papel muy importante. En verdad
puedo decir que muy pronto se puso el anillo y desapareció de la vista, aunque
no de todo peligro. Un anillo mágico de esta clase no es una protección
completa en una carga de trasgos, ni detiene las flechas voladoras ni las
lanzas salvajes; pero ayuda a apartarse del camino, e impide que escojan tu
cabeza entre otras para que un trasgo espadachín te la rebane de un tajo.
Los elfos fueron los
primeros en cargar. Tenían por los trasgos un odio amargo y frío. Las lanzas y
espadas brillaban en la oscuridad con un helado reflejo, tan mortal era la
rabia de las manos que las esgrimían. Tan pronto como la horda de los enemigos
aumentó en el valle, les lanzaron una lluvia de flechas, y todas resplandecían
como azuzadas por el fuego. Detrás de las flechas, un millar de lanceros bajó
de un salto y embistió. Los chillidos eran ensordecedores. Las rocas se tiñeron
de negro con la sangre de los trasgos.
Y cuando los trasgos
se recobraron de la furiosa embestida, y detuvieron la carga de los elfos, todo
el valle estalló en un rugido profundo. Con gritos de —¡Moria!—y—¡Dáin, Dáin!—,
los enanos de las colinas de Hierro se precipitaron sobre el otro flanco,
empuñando los azadones, y junto con ellos llegaron los hombres del lago armados
con largas espadas.
El pánico dominó a los
trasgos; y cuando se dieron vuelta para enfrentar este ataque, los elfos
cargaron otra vez con bríos renovados. Ya muchos de los trasgos huían río abajo
para escapar de la trampa; y muchos de los lobos se volvían contra ellos
mismos, y destrozaban a muertos y heridos. La victoria parecía inmediata cuando
un griterío sonó en las alturas.
Unos trasgos habían
escalado la montaña por la otra parte, y muchos ya estaban sobre la puerta, en
la ladera, y otros corrían temerariamente hacia abajo, sin hacer caso de los
que caían chillando al precipicio, para atacar las estribaciones desde encima.
A cada una de estas estribaciones se podía llegar por caminos que descendían de
la masa central de la montaña; los defensores eran pocos y no podrían cerrarles
el paso durante mucho tiempo. La esperanza de victoria se había desvanecido.
Sólo habían logrado contener la primera embestida de la marea negra.
El día avanzó. Otra
vez los trasgos se reunieron en el valle. Luego vino una horda de huargos,
brillantes y negros como cuervos, y con ellos la guardia personal de Bolgo,
trasgos de enorme talla, con cimitarras de acero. Pronto llegaría la verdadera
oscuridad, en un cielo tormentoso; mientras, los murciélagos revoloteaban aún
alrededor de las cabezas y los oídos de hombres y elfos, o se precipitaban como
vampiros sobre las gentes caídas. Bard luchaba aun defendiendo la estribación
del este, y sin embargo retrocedía poco a poco; los señores elfos estaban en la
nave del brazo sur, alrededor del rey, cerca del puesto de observación de la colina
del Cuervo.
De súbito se oyó un
clamor, y desde la puerta llamó una trompeta. ¡Habían olvidado a Thorin! Parte
del muro, movido por palancas, se desplomó hacia afuera cayendo con estrépito
en la laguna. El rey bajo la montaña apareció en el umbral, y sus compañeros lo
siguieron. Las capas y capuchones habían desaparecido; llevaban brillantes
armaduras y una luz roja les brillaba en los ojos. El gran enano centelleaba en
la oscuridad como oro en un fuego mortecino.
Los trasgos arrojaron
rocas desde lo alto; pero los enanos siguieron adelante, saltaron hasta el pie
de la cascada y corrieron a la batalla. Lobos y jinetes caían o huían ante
ellos. Thorin manejaba el hacha con mandobles poderosos, y nada parecía
lastimarlo.
—¡A mí! ¡A mí! ¡Elfos
y hombres! ¡A mí! ¡Oh, pueblo mío!—gritaba, y la voz resonaba como una trompa en
el valle.
Hacia abajo, en
desorden, los enanos de Dáin corrieron a ayudarlo. Hacia abajo fueron también
muchos de los hombres del lago, pues Bard no pudo contenerlos; y desde la
ladera opuesta, muchos de los lanceros elfos. Una vez más los trasgos fueron
rechazados al valle, y allí se amontonaron hasta que Valle fue un sitio
horrible y oscurecido por cadáveres. Los huargos se dispersaron y Thorin se
volvió a la derecha contra la guardia personal de Bolgo. Pero no alcanzó a
atravesar las primeras filas.
Ya tras él yacían
muchos hombres y muchos enanos, y muchos hermosos elfos que aún tendrían que
haber vivido largos años, felices en el bosque. Y a medida que el valle se
abría, la marcha de Thorin era cada vez más lenta. Los enanos eran pocos, y
nadie guardaba los flancos. Pronto los atacantes fueron atacados y se vieron
encerrados en un gran círculo, cercados todo alrededor por trasgos y lobos que
volvían a la carga. La guardia personal de Bolgo cayó aullando sobre ellos,
introduciéndose entre los enanos como olas que golpean acantilados de arena.
Los otros enanos no podían ayudarlos, pues el asalto desde la montaña se
renovaba con redoblada fuerza, y hombres y elfos eran batidos lentamente a
ambos lados.
A todo esto, Bilbo
miraba con aflicción. Se había instalado en la colina del Cuervo, entre los elfos,
en parte porque quizá allí era posible escapar, y en parte (el lado Tuk de la
mente de Bilbo) porque si iban a mantener una última posición desesperada, quería
defender al rey elfo. También Gandalf estaba allí de algún modo, sentado en el
suelo, como meditando, preparando quizá un último soplo de magia antes del fin.
Este no parecía muy
lejano. "No tardará mucho ya", pensaba Bilbo. "Antes
que los trasgos ganen la puerta y todos nosotros caigamos muertos o nos
obliguen a descender y nos capturen. Realmente, es como para echarse a llorar,
después de todo lo que nos ha pasado. Casi habría preferido que el viejo Smaug
se hubiese quedado con el maldito tesoro, antes de que lo consigan esas viles
criaturas, y el pobrecito Bombur y Balin y Fili y Kili y el resto tengan mal fin; y también Bard,
y los hombres del lago y los alegres elfos. ¡Ay mísero de mí! He oído canciones
sobre muchas batallas, y siempre he entendido que la derrota puede ser
gloriosa. Parece muy incómoda, por no decir desdichada. Me gustaría de veras
estar fuera de todo esto."
Con el viento, se
esparcieron las nubes, y una roja puesta de sol rasgó el oeste. Advirtiendo el
brillo repentino en las tinieblas, Bilbo miró alrededor y chilló. Había visto
algo que le sobresaltó el corazón, unas sombras oscuras, pequeñas aunque
majestuosas, en el resplandor distante.
—¡Las águilas! ¡Las águilas!—vociferó—.
¡Vienen las águilas!
Los ojos de Bilbo rara
vez se equivocaban. Las águilas venían con el viento, hilera tras hilera, en
una hueste tan numerosa que todos las aguileras del norte parecían haberse
reunido allí,
—¡Las águilas! ¡Las águilas!—gritaba
Bilbo, saltando y moviendo los brazos. Si los elfos no podían verlo, al menos
podían oírlo. Pronto ellos gritaron también, y los ecos corrieron por el valle.
Muchos ojos expectantes miraron arriba, aunque aún nada se podía ver, excepto
desde las estribaciones meridionales de la montaña.
—¡Las águilas!—gritó
Bilbo otra vez, pero en ese momento una piedra cayó y le golpeó con fuerza el
yelmo, y el hobbit se desplomó y no vio nada más.
XX. EL VIAJE DE VUELTA
EL HOBBIT—CAPÍTULO XVIII
Cuando Bilbo se
recobró, se recobró literalmente solo. Estaba tendido en las piedras planas de
la colina del Cuervo, y no había nadie cerca. Un día despejado, pero frío, se
extendía allá arriba. Bilbo temblaba y se sentía tan helado como una piedra,
pero en la cabeza le ardía un fuego.
"Me pregunto
qué ha pasado" se dijo.
"De todos
modos no soy todavía uno de los héroes caídos; ¡pero supongo que todavía hay
tiempo para eso!"
Se sentó, agarrotado.
Mirando hacia el valle no alcanzó a ver ningún trasgo vivo. Al cabo de un rato
la cabeza se le aclaró un poco, y creyó distinguir a unos elfos que se movían
en las rocas de abajo. Se restregó los ojos. ¿Acaso había aún un campamento en
la llanura, a cierta distancia, y un movimiento de idas y venidas alrededor de
la puerta? Los enanos parecían estar atareados removiendo el muro. Pero todo
estaba como muerto. No se oían llamadas ni ecos de canciones. De algún modo, había
una tristeza en el aire.
—¡Victoria después de
todo, supongo!—dijo sintiendo el dolor de cabeza—. Bien, la situación parece
bastante sombría.
De súbito, descubrió a
un hombre que trepaba y venía hacia él.
—¡Hola ahí!—llamó con
voz vacilante—¡Hola ahí! ¿Qué ocurre?
—¿Qué voz es la que
habla entre las rocas?—dijo el hombre, deteniéndose y atisbando alrededor, no
lejos de donde Bilbo estaba sentado.
¡Entonces Bilbo
recordó el anillo! —¡Que me aspen!—dijo—. Esta invisibilidad tiene también sus
inconvenientes. De otro modo hubiera podido pasar una noche abrigada y cómoda,
en cama.
—¡Soy yo, Bilbo
Bolsón, el compañero de Thorin!—gritó, quitándose de prisa el anillo.
—¡Es una suerte que te
haya encontrado!—dijo el hombre adelantándose—Te necesitan, y estamos
buscándote desde hace tiempo. Te hubieran contado entre los muertos, que son
muchos, si Gandalf el mago no hubiese dicho que no hace mucho habían oído tu
voz por estos sitios. Me han enviado a mirar aquí por última vez. ¿Estás muy herido?
—Un golpe feo en la
cabeza, creo—dijo Bilbo—. Pero tengo un yelmo, y una cabeza dura. Así y todo me
siento enfermo y las piernas se me doblan como paja.
—Te llevaré abajo, al
campamento del valle—dijo el hombre, y lo alzó con facilidad.
El hombre era rápido y
de paso seguro. No pasó mucho tiempo antes de que depositara a Bilbo ante una
tienda en Valle; y allí estaba Gandalf, con un brazo en cabestrillo. Ni
siquiera el mago había escapado indemne; y había pocos en toda la hueste que no
tuvieran alguna herida.
Cuando Gandalf vio a
Bilbo se alegró de veras. —¡Bolsón!—exclamó—. ¡Bueno! ¡Nunca lo hubiera dicho!
¡Vivo, después de todo! ¡Estoy contento! ¡Empezaba a preguntarme si esa suerte
que tienes te ayudaría a salir del paso! Fue algo terrible, y casi desastroso.
Pero las otras nuevas pueden aguardar. ¡Ven!—dijo más gravemente—Alguien te
reclama. —Y guiando al hobbit, lo llevo dentro de la tienda.
—¡Salud Thorin!—dijo
Gandalf mientras entraba—. Lo he traído.
Allí efectivamente
yacía Thorin Escudo de Roble, herido de muchas heridas, y la armadura abollada
y el hacha mellada estaban junto a él en el suelo. Alzó los ojos cuando Bilbo
se le acercó.
—Adiós, buen ladrón—dijo—Parto
ahora hacia los salones de espera a sentarme al lado de mis padres, hasta que
el mundo sea renovado. Ya que hoy dejo todo el oro y la plata, y voy a donde
tienen poco valor, deseo partir en amistad contigo, y me retracto de mis
palabras y hechos ante la puerta.
Bilbo hincó una
rodilla, ahogado por la pena. —¡Adiós, rey bajo la montaña!—dijo—. Es esta una
amarga aventura, si ha de terminar así; y ni una montaña de oro podría
enmendarla. Con todo, me alegro de haber compartido tus peligros: esto ha sido
más de lo que cualquier Bolsón hubiera podido merecer.
—¡No!—dijo Thorin—.
Hay en ti muchas virtudes que tú mismo ignoras, hijo del bondadoso oeste. Algo
de coraje y algo de sabiduría, mezclados con mesura. Si muchos de nosotros
dieran más valor a la comida, la alegría y las canciones que al oro atesorado,
este sería un mundo más feliz. Pero triste o alegre, ahora he de abandonarlo.
¡Adiós!
Entonces Bilbo se
volvió, y se fue solo; y se sentó fuera arropado con una manta, y aunque quizá
no lo creáis, lloró hasta que se le enrojecieron los ojos y se le enronqueció
la voz. Era un alma bondadosa, y pasó largo tiempo antes de que tuviese ganas
de volver a bromear. "Ha sido un acto de misericordia" se dijo
al fin, "que haya despertado cuando lo hice. Desearía que Thorin
estuviese vivo, pero me alegro de que partiese en paz. Eres un tonto, Bilbo
Bolsón, y lo trastornaste todo con ese asunto de la Piedra; y al fin hubo una
batalla a pesar de que tanto te esforzaste en conseguir paz y tranquilidad, aunque
supongo que nadie podrá acusarte por eso."
Todo lo que sucedió
después de que lo dejasen sin sentido, Bilbo lo supo más tarde; pero sintió
entonces más pena que alegría, y ya estaba cansado de la aventura. El deseo de
viajar de vuelta al hogar lo consumía. Eso, sin embargo, se retrasó un poco, de
modo que entretanto os relataré algo de lo que ocurrió. Las tropas de trasgos
habían despertado hacía tiempo la sospecha de las águilas, a cuya atención no
podía escapar nada que se moviera en las cimas. De modo que ellas también se
reunieron en gran número alrededor de la aguilera de las montañas Nubladas; y
al fin, olfateando el combate, habían venido de prisa, bajando con la tormenta
en el momento crítico. Fueron ellas quienes desalojaron de las laderas de la
montaña a los trasgos que chillaban desconcertados, arrojándolos a los
precipicios, o empujándolos hacia los enemigos de abajo. No pasó mucho tiempo
antes de que hubiesen liberado la montaña Solitaria, y los elfos y hombres de
ambos lados del valle pudieron por fin bajar a ayudar en el combate.
Pero aun incluyendo a
las águilas, los trasgos los superaban en número. En aquella última hora el
propio Beorn había aparecido; nadie sabía cómo o de dónde. Llegó solo, en forma
de oso; y con la cólera parecía ahora más grande de talla, casi un gigante.
El rugir de la voz de
Beorn era como tambores y cañones; y se abría paso echando a los lados lobos y
trasgos como si fueran pajas y plumas. Cayó sobre la retaguardia, y como un
trueno irrumpió en el círculo. Los enanos se mantenían firmes en una colina
baja y redonda. Entonces Beorn se agachó y recogió a Thorin, que había caído
atravesado por las lanzas, y lo llevó fuera del combate.
Retornó en seguida,
con una cólera redoblada, de modo que nada podía contenerlo y ningún arma
parecía hacerle mella. Dispersó la guardia, arrojó al propio Bolgo al suelo, y
lo aplastó. Entonces el desaliento cundió entre los trasgos, que se dispersaron
en todas direcciones. Pero esta nueva esperanza alentó a los otros, que los
persiguieron de cerca, y evitaron que la mayoría buscara cómo escapar.
Empujaron a muchos hacia el río Rápido, y así huyesen al sur o al oeste, fueron
acosados en los pantanos próximos al río del Bosque; y allí pereció la mayor
parte de los últimos fugitivos, y quienes se acercaron a los dominios de los elfos
del bosque fueron ultimados, o atraídos para que murieran en la oscuridad
impenetrable del bosque Negro. Las canciones relatan que en aquel día
perecieron tres cuartas partes de los trasgos guerreros del norte, y las montañas
tuvieron paz durante muchos años.
La victoria era segura
ya antes de la caída de la noche, pero la persecución continuaba aun cuando
Bilbo regresó al campamento; y en el valle no quedaban muchos, excepto los
heridos más graves.
—¿Dónde están las águilas?—preguntó
Bilbo a Gandalf aquel anochecer, mientras yacía abrigado con muchas mantas.
—Algunas están de
cacería—dijo el mago—, pero la mayoría ha partido de vuelta a las aguileras. No
quisieron quedarse aquí, y se fueron con las primeras luces del alba. Dáin ha
coronado al jefe con oro, y le ha jurado amistad para siempre.
—Lo lamento. Quiero
decir, me hubiera gustado verlas otra vez—dijo Bilbo adormilado—, quizá las vea
en el camino a casa. ¿Supongo que iré pronto?
—Tan pronto como
quieras—dijo el mago.
En verdad pasaron
algunos días antes de que Bilbo partiera realmente. Enterraron a Thorin muy
hondo bajo la montaña, y Bard le puso la Piedra del Arca sobre el pecho.
—¡Que yazga aquí hasta
que la montaña se desmorone!—dijo—¡Que traiga fortuna a todos los enanos que en
adelante vivan aquí!
Sobre la tumba de Thorin, el rey elfo puso
luego a Orcrist, la espada élfica que le habían arrebatado al enano cuando lo
apresaron. Se dice en las canciones que brilla en la oscuridad, cada vez que se
aproxima un enemigo, y la fortaleza de los enanos no puede ser tomada por
sorpresa. Allí Dáin hijo de Náin vivió desde entonces y se convirtió en rey
bajo la montaña; y con el tiempo muchos otros enanos vinieron a reunirse
alrededor del trono, en los antiguos salones. De los doce compañeros de Thorin,
quedaban diez. Fili
y Kili habían caído defendiéndolo con el cuerpo y los escudos, pues era el
hermano mayor de la madre de ellos. Los otros permanecieron con Dáin, que
administró el tesoro con justicia.
No hubo, desde luego, ninguna discusión sobre
la división del tesoro en tantas partes como había sido planeado, para Balin y
Dwalin, y Dori y Nori y Ori, y Óin y Glóin, y Bifur y Bofur y Bombur, o para
Bilbo. Con todo, una catorceava parte de toda la plata y oro, labrada y sin
labrar, se entregó a Bard pues Dáin comentó: —Haremos honor al acuerdo del muerto, y
él custodia ahora la Piedra del Arca.
Aún una catorceava
parte era una riqueza excesiva, más grande que la de muchos reyes mortales. De
aquel tesoro, Bard envió gran cantidad de oro al gobernador de la Ciudad del
Lago; y recompensó con largueza a seguidores y amigos. Al rey de los elfos le
dio las esmeraldas de Girion, las joyas que él más amaba, y que Dáin le había
devuelto.
A Bilbo le dijo: —Este tesoro es tanto tuyo
como mío, aunque antiguos acuerdos no puedan mantenerse, ya que tantos
intervinieron en ganarlo y defenderlo. Pero aun cuando dijiste que renunciarías
a toda pretensión, desearía que las palabras de Thorin, de las cuales se
arrepintió, no resultasen ciertas: que te daríamos poco. Te recompensaré más
que a nadie.
—Muy bondadoso de tu
parte—dijo Bilbo—. Pero realmente es un alivio para mí. Cómo demonios podría
llevar ese tesoro a casa sin que hubiera peleas y crímenes todo a lo largo del
camino, no lo sé. Y no sé qué haría con ese tesoro una vez en casa. En tus
manos estará mejor.
Por último accedió a tomar sólo dos pequeños
cofres, uno lleno de plata y el otro lleno de oro, que un poni fuerte podría
cargar. —Un poco más y no sabría qué hacer con él—dijo.
Por fin llegó el momento de despedirse.
—¡Adiós Balin!—exclamó—.
¡Y adiós, Dwalin; y adiós Dori, Nori, Ori, Óin, Glóin, Bifur, Bofur, y Bombur!
¡Que vuestras barbas nunca crezcan ralas!—Y volviéndose hacia la montaña añadió:
—¡Adiós, Thorin Escudo de Roble! ¡Y Fili
y Kili! ¡Que nunca se pierda vuestra memoria!
Entonces los enanos se
inclinaron profundamente ante la puerta, pero las palabras se les trabaron en
las gargantas. —¡Adiós y buena suerte, dondequiera que vayas!—dijo Balin al fin—.
Si alguna vez vuelves a visitarnos, cuando nuestros salones estén de nuevo
embellecidos, entonces ¡el festín será realmente espléndido!
—¡Si alguna vez pasáis
por mi camino—dijo Bilbo—, no dudéis en llamar! El té es a la cuatro; ¡pero
cualquiera de vosotros será bienvenido, a cualquier hora!
Luego dio media vuelta y se alejó.
La hueste élfica estaba en marcha; y aunque
tristemente disminuida, todavía muchos iban alegres, pues ahora el mundo
septentrional sería más feliz durante largos años. El dragón estaba muerto y
los trasgos derrotados, y los corazones élficos miraban adelante, más allá del
invierno hacia una primavera de alegría.
Gandalf y Bilbo cabalgaban detrás del rey, y
junto a ellos marchaba Beorn a grandes pasos, una vez más en forma humana, y
reía y cantaba con una voz recia por el camino. Así fueron hasta aproximarse a
los lindes del bosque Negro, al norte del lugar donde nacía el río del Bosque.
Hicieron alto entonces, pues el mago y Bilbo no penetrarían en el bosque, aun
cuando el rey les ofreció que se quedaran un tiempo. Se proponían marchar a lo
largo del borde de la floresta, y circundar el extremo norte, internándose en
el yermo que se extendía entre él y las montañas Grises. Era un largo y triste
camino, pero ahora que los trasgos habían sido aplastados, les parecía más
seguro que los espantosos senderos bajo los árboles. Además Beorn iría con
ellos.
—¡Adiós, oh rey elfo!—dijo
Gandalf—¡Que el bosque Verde sea feliz mientras el mundo es todavía joven! ¡Y
que sea feliz todo tu pueblo!
—¡Adiós, oh Gandalf!—dijo
el rey—. ¡Que siempre aparezcas donde más te necesiten y menos te esperen!
¡Cuantas más veces vengas a mis salones, tanto más me sentiré complacido!
—¡Te ruego—dijo Bilbo
tartamudeando, vacilante—que aceptes este presente!—y sacó un collar de plata y
perlas que Dáin le había dado al partir.
—¿Cómo me he ganado
este presente, oh hobbit?—dijo el rey.
—Bueno... este...
pensé—dijo Bilbo bastante confuso—, que... algo tendría que dar por tu...
este... hospitalidad. Quiero decir que también un saqueador tiene sentimientos.
He bebido mucho de tu vino y he comido mucho de tu pan.
—¡Aceptaré tu
presente, oh Bilbo el Magnífico!—dijo el rey gravemente—. Y te nombro amigo del
elfo y bienaventurado. ¡Que tu sombra nunca disminuya (o robarte sería
demasiado fácil)! ¡Adiós!
Luego los elfos se
volvieron hacia el bosque, y Bilbo emprendió la larga marcha hacia el hogar.
Pasó muchos infortunios y aventuras antes de
estar de vuelta. El Yermo era todavía el Yermo, y había allí otras cosas en
aquellos días, además de trasgos; pero iba bien guiado y custodiado—el mago
estaba con él, y Beorn lo acompañó una buena parte del camino—y nunca volvió a
encontrarse en un apuro grave. Con todo, hacia la mitad del invierno, Gandalf y
Bilbo habían dejado atrás los lindes del bosque, y volvieron a las puertas de
la casa de Beorn; y allí se quedaron una temporada. El invierno pasó con días
agradables y alegres; y hombres de todas partes vinieron a festejarlo invitados
por Beorn. Los trasgos de las montañas Nubladas eran pocos, y se escondían
aterrorizados en los agujeros más profundos que podían encontrar; y los huargos
habían desaparecido de los bosques, de modo que los hombres iban de un lado a
otro sin temor. Beorn llegó a convertirse en el jefe de aquellas regiones y
gobernó una extensa tierra entre el bosque y las montañas, y se dice que
durante muchas generaciones los varones que él engendraba podían transformarse
en osos, y algunos se mostraron inflexibles y perversos, pero la mayor parte
fue como Beorn, aunque de menos tamaño y fuerza. En esos días, los últimos
trasgos fueron expulsados de las montañas Nubladas y hubo una nueva paz en los
límites del Yermo.
Era primavera, y una hermosa primavera con
aires tempranos y un sol brillante, cuando Bilbo y Gandalf se despidieron al
fin de Beorn; y aunque anhelaba volver al hogar, Bilbo partió con pena, pues
las flores de los jardines de Beorn eran en primavera no menos maravillosas que
en pleno verano.
Al fin ascendieron por el largo camino y
alcanzaron el paso donde los trasgos los habían capturado antes. Pero llegaron
a aquel sitio elevado por la mañana, y mirando hacia atrás vieron un sol blanco
que brillaba sobre la vastedad de la tierra. Allá atrás se extendía el bosque
Negro, azul en la distancia, y oscuramente verde en el límite más cercano, aún
en los días primaverales. Allá, bien lejos, se alzaba la montaña Solitaria,
apenas visible. En el pico más alto todavía brillaba pálida la nieve.
—¡Así llega la nieve
tras el fuego, y aún los dragones tienen su final!—dijo Bilbo, y volvió la
espalda a su aventura. El lado Tuk estaba sintiéndose muy cansado, y el lado
Bolsón se fortalecía día a día—. ¡Ahora sólo me falta estar sentado en mi
propio sillón!—dijo.
XXI.LA
ÚLTIMA JORNADA
EL HOBBIT
Era el primer día de
mayo cuando los dos regresaron por fin al borde del valle de Rivendel, donde se
alzaba la Última (o la Primera) Morada. De nuevo caía la tarde, los ponis se
estaban cansando, en especial el que transportaba los bultos, y todos necesitaban
algún reposo. Mientras descendían el empinado sendero, Bilbo oyó a los elfos
que cantaban todavía entre los árboles, como si no hubieran callado desde que
él estuviera allí hacía tiempo, y tan pronto como los jinetes bajaron a los
claros, inferiores del bosque, las voces entonaron una canción muy parecida a
la de aquel entonces. Era algo así:
¡El dragón se ha marchitado,
le han destrozado los huesos,
y le han roto la armadura,
y el brillo le han humillado!
Aunque la espada se oxide,
y la corona perezca,
con una fuerza inflexible
y bienes atesorados,
aún crecen aquí las hierbas,
y aún, el follaje se mece,
el agua blanca se mueve,
y cantan las voces élficas.
¡Venid! ¡Tra-la-la-lalle!
¡Venid de vuelta al valle!
Las estrellas brillan más
que las gemas incontables,
y la luna es aún más clara,
que los tesoros de plata,
el fuego es más reluciente
en el hogar a la noche,
que el oro hundido en las
minas.
¿Por qué ir de un lado a
otro?
¡Oh! ¡Tra-la-la-lalle!
¡Venid de vuelta al valle!
¿Adónde marcháis ahora
regresando ya tan tarde?
¡Las aguas del río fluyen,
y arden todas las estrellas!
¿Adónde marcháis cargados,
tan tristes y temerosos?
Los elfos y sus doncellas
saludan a los cansados
con un tra-la-la-lalle,
venid de vuelta al valle.
¡Tra-la-la-lalle!
¡Fa-la-la-lalle!
¡Fa-la![35]
Luego los elfos del
valle salieron y les dieron la bienvenida, conduciéndolos a través del agua
hasta la casa de Elrond. Allí los recibieron con afecto, y esa misma tarde hubo
muchos oídos ansiosos que querían escuchar el relato de la aventura. Gandalf
fue quien habló, ya que Bilbo se sentía fatigado y somnoliento. Bilbo conocía
la mayor parte del relato, pues había participado en él, y además le había
contado muchas cosas al mago en el camino, o en la casa de Beorn; pero algunas
veces abría un ojo y escuchaba, cuando Gandalf contaba una parte de la historia,
de la que él aún no estaba enterado.
Fue así como supo dónde había estado Gandalf; pues alcanzó a oír las palabras del mago a Elrond. Parecía que Gandalf había asistido a un gran concilio de los magos blancos, señores del saber tradicional y la magia buena; y que habían expulsado al fin al Nigromante de su oscuro dominio al sur del bosque Negro.
—Dentro de no mucho
tiempo—decía Gandalf—, el bosque medrará de algún modo. El norte estará a salvo
de ese horror por muchos años, espero, ¡Aun así, desearía que ya no estuviese
en este mundo!
—Sería bueno, en
verdad—dijo Elrond—, pero temo que eso no ocurrirá en esta época del mundo, ni
en muchas que vendrán después.
Cuando el relato de
los viajes concluyó, hubo otros cuentos, y todavía más, cuentos de antaño, de
hogaño y de ningún tiempo, hasta que Bilbo cabeceó y roncó cómodamente en un
rincón.
Despertó en un lecho
blanco, y la luna entraba por una ventana abierta. Debajo muchos elfos cantaban
en voz alta y clara a orillas del arroyo.
¡Cantad regocijados, cantad
ahora juntos!
El viento está en las copas,
y ronda en el brezal,
los capullos de estrellas y
la luna florecen,
las ventanas nocturnas
refulgen en la torre.
¡Bailad regocijados, bailad
ahora juntos!
¡Que la hierba sea blanda, y
los pies como plumas!
El río es plateado, y las
sombras se borran,
feliz el mes de mayo, y feliz
nuestro encuentro.
¡Cantemos dulcemente
envolviéndolo en sueños!
¡Dejemos que repose y vámonos
afuera!
El vagabundo duerme; que la
almohada sea blanda.
¡Arrullos! ¡Más arrullos! ¡De
alisos y de sauces!
¡Pino, tú no suspires, hasta
el viento del alba!
¡Luna, escóndete! Que haya
sombra en la tierra.
Silencio! ¡Silencio! ¡Roble, fresno
y espino!
¡Que el agua calle hasta que
apunte la mañana![36]
—¡Bien, pueblo festivo!—dijo
Bilbo asomándose—¿Qué hora es según la luna? ¡Vuestra nana podría despertar a
un trasgo borracho! No obstante, os doy las gracias.
—Y tus ronquidos
podrían despertar a un dragón de piedra. No obstante, te damos las gracias—contestaron
los elfos con una risa—Está apuntando el alba, y has dormido desde el principio
de la noche. Mañana, tal vez, habrás remediado tu cansancio.
—Un sueño breve es un
gran remedio en la casa de Elrond—dijo Bilbo—, pero trataré de que el remedio
no me falte. ¡Buenas noches por segunda vez, hermosos amigos!—Y con estas
palabras volvió al lecho y durmió hasta bien entrada la mañana.
Pronto perdió toda
huella de cansancio en aquella casa, y no tardó en bromear y bailar, tarde y
temprano, con los elfos del valle. Sin embargo, aún este sitio no podía
demorarlo por mucho tiempo más, y pensaba siempre en su propia casa. Al cabo
pues de una semana, le dijo adiós a Elrond, y dándole unos pequeños regalos que
el elfo no podía dejar de aceptar, se alejó cabalgando con Gandalf.
Dejaban el valle,
cuando el cielo se oscureció al oeste y sopló el viento y empezó a llover.
—¡Alegres días de
mayo!—dijo Bilbo cuando la lluvia le golpeó la cara—. Pero hemos vuelto la
espalda a muchas leyendas y estamos llegando a casa. Supongo que esto es el
primer sabor del hogar.
—Hay un largo camino—dijo
Gandalf.
—Pero es el último
camino—dijo Bilbo.
Llegaron al río que
señalaba el límite del Yermo, y al vado bajo la orilla escarpada que quizá
recordéis. El agua había crecido con el deshielo de las nieves (pues el verano
estaba próximo) y con el largo día de lluvia; pero al fin lo cruzaron luego de
algunas dificultades y continuaron marchando mientras caía la tarde; era la
última jornada.
Esta fue parecida a la
primera, pero ahora la compañía era más reducida, y más silenciosa; además esta
vez no hubo troles. En cada punto del camino Bilbo rememoraba los hechos y
palabras de hacía un año—a él le parecían más de diez—y por supuesto, reconoció
en seguida el lugar donde el poni había caído al río, y donde habían dejado
atrás aquella desagradable aventura con Tom, Berto y Guille.
No lejos del camino
encontraron el oro enterrado de los troles, aún oculto e intacto. —Tengo
bastante para toda la vida—dijo Bilbo cuando lo desenterraron—. Sería mejor que
lo tomases tú, Gandalf. Quizá puedas encontrarle alguna utilidad.
—¡Desde luego que
puedo!—dijo el mago—¡Pero dividámoslo en partes iguales! Puedes encontrarte con
necesidades inesperadas.
De modo que pusieron
el oro en costales y lo cargaron en los ponis, quienes no se mostraron muy
complacidos. Desde entonces la marcha fue más lenta, pues la mayor parte del
tiempo avanzaron a pie. Pero la tierra era verde y había mucha hierba por la
que el hobbit paseaba contento. Se enjugaba el rostro con un pañuelo de seda
roja—¡no!, no había conservado uno sólo de los suyos, y éste se lo había
prestado Elrond—, pues ahora junio había traído el verano, y el tiempo era otra
vez cálido y luminoso.
Como todas las cosas
llegan a término, aún esta historia, un día divisaron al fin el país donde
Bilbo había nacido y crecido, donde conocía las formas de la tierra y los
árboles tanto como sus propias manos y pies. Alcanzó a otear la Colina a lo
lejos, y de repente se detuvo y dijo:
Los caminos siguen avanzando,
sobre rocas y bajo árboles,
por curvas donde el sol no
brilla,
por arroyos que el mar no
encuentran,
sobre las nieves que el
invierno siembra,
y entre las flores alegres de
junio,
sobre la hierba y sobre la
piedra,
bajo los montes a la luz de
la luna.
Los caminos siguen avanzando
bajo las nubes, y las
estrellas,
pero los pies que han echado
a andar
regresan por fin al hogar
lejano.
Los ojos que fuegos y espadas
han visto,
y horrores en salones de
piedra,
miran al fin las praderas
verdes,
colinas y árboles conocidos.[37]
Gandalf lo miró. —¡Mi
querido Bilbo!—dijo—. ¡Algo te ocurre! No eres el hobbit que eras antes.
Y así cruzaron el
puente y pasaron el molino junto al río, y llegaron a la mismísima puerta de
Bilbo.
—¡Bendita sea! ¿Qué
pasa?—gritó el hobbit. Había una gran conmoción, y gente de toda clase,
respetable, y no respetable, se apiñaba en la puerta, y muchos entraban y
salían, y ni siquiera se limpiaban los pies en el felpudo, como Bilbo observó
disgustado.
Si él estaba
sorprendido, ellos lo estuvieron más. ¡Había llegado de vuelta en medio de una
subasta! Había una gran nota en blanco y rojo en la verja, manifestando que el
veintidós de junio los señores Cavada, Cavada y Madriguera sacarían a subasta
los efectos del finado señor don Bilbo Bolsón, de Bolsón Cerrado, Hobbiton.
La venta comenzaría a
las diez en punto. Era casi la hora del almuerzo, y muchas de las cosas ya
habían sido vendidas, a distintos precios, desde casi nada hasta viejas
canciones (como no es raro en las subastas). Los primos de Bilbo, los Sacovilla
Bolsón, estaban muy atareados midiendo las habitaciones para ver si podrían
meter allí sus propios muebles. En síntesis: Bilbo había sido declarado "presuntamente
muerto", y no todos lamentaron que la presunción fuera falsa.
La vuelta del señor
Bilbo Bolsón creó todo un disturbio, tanto bajo la Colina como sobre la Colina,
y al otro lado de el Agua;
el asombro duró mucho más de nueve días. El problema se prolongó en verdad
durante años. Pasó mucho tiempo antes de que el señor Bolsón fuese admitido
otra vez en el mundo de los vivos. La gente que había conseguido unas buenas
gangas en la subasta fue dura de convencer; y al final, para ahorrar tiempo,
Bilbo tuvo que comprar de nuevo muchos de sus propios muebles. Algunas cucharas
de plata desaparecieron de modo misterioso, y nunca se supo de ellas, aunque
Bilbo sospechaba de los Sacovilla Bolsón. Por su parte ellos nunca admitieron
que el Bolsón que estaba de vuelta fuera el genuino, y las relaciones con Bilbo
se estropearon para siempre. En realidad, habían pensado mucho tiempo en
mudarse a aquel agradable agujero-hobbit.
Sin embargo, Bilbo
había perdido más que cucharas; había perdido su reputación. Es cierto que tuvo
desde entonces la amistad de los elfos y el respeto de los enanos, magos y
todas esas gentes que alguna vez pasaban por aquel camino. Pero ya nunca fue
del todo respetable. En realidad, todos los hobbits próximos lo consideraron
"raro", excepto los sobrinos y sobrinas de la rama Tuk; aunque
los padres de estos jóvenes no los animaban a cultivar la amistad de Bilbo.
Lamento decir que no
le importaba. Se sentía muy contento; y el sonido de la marmita sobre el hogar
era mucho más musical de lo que había sido antes, incluso en aquellos días
tranquilos anteriores a la fiesta inesperada. La espada la colgó sobre la
repisa de la chimenea. La cota de malla fue colocada sobre una plataforma en el
vestíbulo (hasta que la prestó a un museo). El oro y la plata los gastó en
generosos presentes, tanto útiles como extravagantes, lo que explica hasta
cierto punto el afecto de los sobrinos y sobrinas. El anillo mágico lo guardó
muy en secreto, pues ahora lo usaba sobre todo cuando llegaban visitas
desagradables.
Se dedicó a escribir
poemas y a visitar a los elfos; y aunque muchos meneaban la cabeza y se tocaban
la frente, y decían: —¡Pobre viejo Bolsón!—, y pocos creían en las historias
que a veces contaba, se sintió muy feliz hasta el fin de sus días, que fueron extraordinariamente
largos.
Una tarde otoñal,
algunos años después, Bilbo estaba sentado en el estudio escribiendo sus
memorias—pensaba llamarlas Historia de una ida y de una vuelta. Las
vacaciones de un hobbit—cuando sonó la campanilla. Allí en la puerta
estaban Gandalf y un enano, y el enano no era otro que Balin.
—¡Entrad! ¡Entrad!—dijo
Bilbo, y pronto estuvieron sentados en sillas junto al fuego. Y si Balin
advirtió que el chaleco del señor Bolsón era más ancho (y tenía botones de oro
autentico), Bilbo advirtió también que la barba de Balin era varias pulgadas
más larga, y que él llevaba un magnífico cinturón enjoyado.
Se pusieron a hablar
de los tiempos que habían pasado juntos, desde luego, y Bilbo preguntó cómo
iban las cosas por las tierras de la montaña. Parecía que iban muy bien. Bard
había reconstruido la ciudad de Valle, y muchos hombres se le habían unido,
hombres del lago, y del sur y el oeste, y cultivaban el valle que era próspero otra vez, y en la desolación de Smaug
había pájaros y flores en primavera, y fruta y festejos en otoño. Y la Ciudad
del Lago había sido fundada de nuevo, y era más opulenta que nunca, y muchas
riquezas subían y bajaban por el río Rápido; y había amistad en aquellas
regiones entre elfos y enanos y hombres.
El viejo gobernador
había tenido un mal fin. Bard le había dado mucho oro para que ayudara a la
gente del lago, pero era un hombre propenso a contagiarse de ciertas
enfermedades, y había sido atacado por el mal del dragón, y apoderándose de la
mayor parte del dinero, había huido con él, y murió de hambre en el Yermo,
abandonado por sus compañeros.
—El nuevo gobernador
es más sabio—dijo Balin—, y muy popular, pues a él se atribuye mucha de la
prosperidad presente. Las nuevas canciones dicen que en estos días los ríos
corren con oro.
—¡Entonces las profecías
de las viejas canciones se han cumplido de alguna manera!—dijo Bilbo.
—¡Claro!—dijo Gandalf—.
¿Y por qué no tendrían que cumplirse? ¿No dejarás de creer en las profecías
sólo porque ayudaste a que se cumplieran? No supondrás. ¿verdad?, que todas tus
aventuras y escapadas fueron producto de la mera suerte, para tu beneficio
exclusivo. Te considero una gran persona, señor Bolsón, y te aprecio mucho;
pero en última instancia ¡eres sólo un simple individuo en un mundo enorme!
—¡Gracias al cielo!—dijo
Bilbo riendo, y le pasó el pote de tabaco.
Descarga las Lecturas Completas de Tolkien en PDF en: Lecturas Completas de la Tierra Media de J.R.R.Tolkien (lecturascompletastolkien.blogspot.com)
[1] Este capítulo es un resumen muy breve de lo que se desarrolla en siguientes capítulos de esta parte cuya fuente es el Apéndice A de El Retorno del Rey, en concreto los Capítulos V, VI, VIII y IX.
[2] La Naturaleza de la Tierra Media: El río Gilrain, si tiene vínculos con la leyenda de Nimrodel, debe contener un elemento derivado de ran que quiere decir vaagar, errar, caminar sin rumbo fijo en sindarin.
[3] Los fuertes son un tipo de la raza de los hobbits junto con los albos y los pelosos.
[4] Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media: Fue también Rómendacil I quien estableció el cargo de senescal (arandur, «servidor del rey»), cuyos titulares serían elegidos por los reyes por ser hombres de gran confianza y sabiduría, habitualmente de edad avanzada, pues no se les permitía ir a la guerra ni abandonar el reino. No eran nunca miembros de la casa real.
[5] Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media: (acerca de la esposa del rey Tarannon): La reina Berúthiel, existe, aunque sólo en un esbozo muy «primitivo» en parte ilegible. En Moria, Aragorn decía de Gandalf: «Estoy seguro de que en una noche cerrada encontraría el camino de vuelta a casa más fácilmente que los gatos de la reina Berúthiel» [La Comunidad del Anillo, Libro II, Capítulo 4].
Era la perversa, solitaria, fría esposa de Tarannon, el duodécimo rey de Gondor (Tercera Edad, 830—913) y el primero de los «reyes de los navíos», que fue coronado con el nombre de Falastur, «señor de las costas», y fue el primer rey que no tuvo hijos (El Señor de los Anillos, Apéndice A, I, ii y iv). Berúthiel vivía en la casa del rey en Osgiliath, llena de odio por los sonidos y los olores del mar y la casa que Tarannon levantó bajo Pelargir «sobre arcos cuyos pies se hundían profundamente en las amplias aguas de Ethir Anduin»; detestaba toda elaboración, todo color y adorno, y sólo vestía de negro y de plata y vivía en habitaciones desnudas, y los jardines de la casa de Osgiliath estaban llenos de atormentadas esculturas bajo los cipreses y los tejos. Tenía nueve gatos negros y uno blanco, sus esclavos, con quienes conversaba o leía sus memorias, y les encomendaba el descubrimiento de todos los negros secretos de Gondor, de modo que se enteraba de todas esas cosas «que los hombres quieren mantener ocultas», y hacía que el gato blanco espiara a los negros, y los atormentaba. Ningún hombre en Gondor se atrevía a tocarlos; todos les tenían miedo y maldecían al verlos pasar. Lo que sigue es casi ilegible en el único manuscrito, salvo el final, en el que se dice que su nombre fue borrado del Libro de los Reyes («pero la memoria de los hombres no se encierra enteramente en los libros, y los gatos de la reina Berúthiel nunca desaparecieron del todo de boca de los hombres») y que el rey Tarannon la hizo embarcar sola con los gatos y la hizo viajar a la deriva por el mar a favor de un viento del norte. El barco fue visto por última vez frente a Umbar bajo la hoz de la luna, con un gato en el palo mayor y otro como mascarón de proa.
[6] Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media: El río Celebrant (cauce de Plata) estaba dentro de los límites del reino de Lórien, y la frontera real del reino de Gondor al norte (al oeste del Anduin) era el río Limclaro. Todos los pastizales entre el cauce de Plata y el Limclaro, hacia los que los bosques de Lórien se extendían en otro tiempo por el sur, recibían en Lórien el nombre de Parth Celebrant (es decir, el campo o el pastizal cercado del cauce de Plata) y se los consideraba parte del reino, aunque ningún pueblo élfico habitaba más allá de las orillas de los bosques. En días posteriores, Gondor levantó un puente sobre el curso superior del Limclaro, y a menudo ocupó el estrecho territorio entre el curso inferior del Limclaro y el Anduin como parte de sus defensas orientales, pues en los vastos meandros del Anduin (donde se precipitaba cruzando Lórien, y penetraba en las bajas tierras llanas antes de descender otra vez por el abismo de las Emyn Muil) había vados y piedras planas por las que un enemigo decidido y bien equipado hubiera podido aventurarse, ayudándose con balsas o pontones, especialmente en los dos vados del oeste, conocidos como vado norte y vado sur. Era a esta tierra a la que se daba en Gondor el nombre de Parth Celebrant; de ahí su empleo para definir los viejos límites septentrionales. En el tiempo de la Guerra del Anillo, cuando toda la tierra al norte de las montañas Blancas (salvo Anórien) hasta el Limclaro se habían convertido en parte del reino de Rohan, el nombre Parth (Campo de) Celebrant sólo designaba la gran batalla en la que Eorl el Joven destruyó a los invasores de Gondor.
[7] Las fechas corresponden al cómputo de Gondor (Tercera Edad) y hacen referencia al nacimiento y muerte.
[8] En versión original:
Will thou learn the lore / that was long secret
of the Five that came / from a far country?
One only returned. / Others never again
under Men's dominion / Middle-earth shall seek
until Dagor Dagorath / and the Doom cometh.
How hast thou heard it: / the hidden counsel
of the Lord of the West / in the land of Aman?
The long roads are lost / that led thither,
and to mortal Men / Manwë speaks not.
From the West-that-was / a wind bore it
to the sleeper's ear, / in the silences
under night-shadow, / when news is brought
from lands forgotten / and lost ages
over seas of years / to the searching thought.
Not all are forgotten / by the Elder King.
Sauron he saw / at a slow menace ....
[9] Esta es una de las versiones de la historia, según Christopher Tolkien la última de ellas, si bien los primeros párrafos pertenecen a una versión anterior. La versión más reciente empezaba de una manera muy brusca con (...) “Ese día [Gandalf] ya no siguió hablando”. El propio Christopher nos dice “aunque aparentemente se perdió parte del principio”.
[10] En versión original:
Chip the glasses and crack the plates!
Blunt the knives and bend the forks!
That's what Bilbo Baggins hates!
Smash the bottles and burn the corks!
Cut the cloth and tread on the fat!
Pour the milk on the pantry floor!
Leave the bones on the bedroom mat!
Splash the wine on every door!
Dump the crocks in a boiling bawl;
Pound them up with a thumping pole;
And when you've finished, if any are whole,
Send them down the hall to roll!
That's what Bilbo Baggins hates!
So, carefully! carefully with the plates!
[11] En versión original:
Far over the misty mountains cold
To dungeons deep and caverns old
We must away ere break of day
To seek the pale enchanted gold.
The dwarves of yore made mighty spells,
While hammers fell like ringing bells
In places deep, where dark things sleep,
In hollow halls beneath the fells.
For ancient king and elvish lord
There many a gloaming golden hoard
They shaped and wrought, and light they caught
To hide in gems on hilt of sword.
On silver necklaces they strung
The flowering stars, on crowns they hung
The dragon-fire, in twisted wire
They meshed the light of moon and sun.
Far over the misty mountains cold
To dungeons deep and caverns old
We must away, ere break of day,
To claim our long-forgotten gold.
Goblets they carved there for themselves
And harps of gold; where no man delves
There lay they long, and many a song
Was sung unheard by men or elves.
The pines were roaring on the height,
The winds were moaning in the night.
The fire was red, it flaming spread;
The trees like torches biased with light,
The bells were ringing in the dale
And men looked up with faces pale;
The dragon's ire more fierce than fire
Laid low their towers and houses frail.
The mountain smoked beneath the moon;
The dwarves, they heard the tramp of doom.
They fled their hall to dying -fall
Beneath his feet, beneath the moon.
Far over the misty mountains grim
To dungeons deep and caverns dim
We must away, ere break of day,
To win our harps and gold from him!
[12] En versión original:
Far over the misty mountains cold
To dungeons deep and caverns old
We must away, ere break of day,
To find our long-forgotten gold.
[13] Esta conversación tiene lugar en un momento cercano a la coronación del rey Elessar en LXI.EL SENESCAL Y EL REY.
[14] En versión original:
O! What are you doing,
And where are you going?
Your ponies need shoeing!
The river is flowing!
O! tra-la-la-lally
here down in the valley!
O! What are you seeking,
And where are you making?
The faggots are reeking,
The bannocks are baking!
O! tril-lil-lil-lolly
the valley is jolly,
ha! ha!
O! Where are you going
With beards all a-wagging?
No knowing, no knowing
What brings Mister Baggins,
And Balin and Dwalin
down into the valley
in June ha! ha!
O! Will you be staying,
Or will you be flying?
Your ponies are straying!
The daylight is dying!
To fly would be folly,
To stay would be jolly
And listen and hark
Till the end of the dark
to our tune ha! ha!
[15] En versión original:
Clap! Snap! the black crack!
Grip, grab! Pinch, nab!
And down down to Goblin-town
You go, my lad!
Clash, crash! Crush, smash!
Hammer and tongs! Knocker and gongs!
Pound, pound, far underground!
Ho, ho! my lad!
Swish, smack! Whip crack!
Batter and beat! Yammer and bleat!
Work, work! Nor dare to shirk,
While Goblins quaff, and Goblins laugh,
Round and round far underground
Below, my lad!
[16] En versión original:
What has roots as nobody sees,
Is taller than trees,
Up, up it goes,
And yet never grows?
[17] En versión original:
Thirty white horses on a red hill,
First they champ,
Then they stamp,
Then they stand still.
[18] En versión original:
Voiceless it cries,
Wingless flutters,
Toothless bites,
Mouthless mutters.
[19] En versión original:
An eye in a blue face
Saw an eye in a green face.
"That eye is like to this eye"
Said the first eye,
"But in low place,
Not in high place.”
[20] En versión original:
It cannot be seen, cannot be felt,
Cannot be heard, cannot be smelt.
It lies behind stars and under hills,
And empty holes it fills.
It comes first and follows after,
Ends life, kills laughter.
[21] En versión original:
A box without hinges, key, or lid,
Yet golden treasure inside is hid.
[22] En versión original:
A live without breath,
As cold as death;
Never thirsty, ever drinking,
All in mail never clinking.
[23] En versión original:
No-legs lay on one-leg,
two-legs sat near on three-legs,
four-legs got some.
[24] En versión original:
This thing all things devours:
Birds, beasts, trees, flowers;
Gnaws iron, bites steel;
Grinds hard stones to meal;
Slays king, ruins town,
And beats high mountain down.
[25] En versión original:
Fifteen birds in five firtrees,
their feathers were fanned in a fiery breeze!
But, funny little birds, they had no wings!
O what shall we do with the funny little things?
Roast 'em alive, or stew them in a pot;
fry them, boil them and eat them hot?
[26] En versión original:
Burn, burn tree and fern!
Shrivel and scorch! A fizzling torch
To light the night for our delight,
Ya hey!
Bake and toast 'em, fry and roast 'em
till beards blaze, and eyes glaze;
till hair smells and skins crack,
fat melts, and bones black
in cinders lie
beneath the sky!
So dwarves shall die,
and light the night for our delight,
Ya hey!
Ya-harri-hey!
Ya hoy!
[27] En versión original:
The wind was on the withered heath,
but in the forest stirred no leaf:
there shadows lay by night and day,
and dark things silent crept beneath.
The wind came down from mountains cold,
and like a tide it roared and rolled;
the branches groaned, the forest moaned,
and leaves were laid upon the mould.
The wind went on from West to East ;
all movement in the forest ceased,
but shrill and harsh across the marsh
its whistling voices were released.
The grasses hissed, their tassels bent,
the reeds were rattling-on it went
o' er shaken pool under heavens cool
where racing clouds were torn and rent.
It passed the Lonely Mountain bare
and swept above the dragon's lair :
there black and dark lay boulders stark
and flying smoke was in the air.
It left the world and took its flight
over the wide seas of the night.
The moon set sail upon the gale,
and stars were fanned to leaping light.
[28] En versión original:
Old fat spider spinning in a tree!
Old fat spider can't see me!
Attercop! Attercop!
Won't you stop,
Stop your spinning and look for me!
Old Tomnoddy, all big body,
Old Tomnoddy can't spy me!
Attercop! Attercop!
Down you drop!
You'll never catch me up your tree!
[29] En versión original:
Lazy Lob and crazy Cob
are weaving webs to wind me.
I am far more sweet than other meat,
but still they cannot find me!
Here am I, naughty little fly;
you are fat and lazy.
You cannot trap me, though you try,
in your cobwebs crazy.
[30] En versión original:
Roll-roll-roll-roll,
roll-roll-rolling down the hole!
Heave ho! Splash plump!
Down they go, down they bump!
[31] En versión original:
Down the swift dark stream you go
Back to lands you once did know!
Leave the halls and caverns deep,
Leave the northern mountains steep,
Where the forest wide and dim
Stoops in shadow grey and grim!
Float beyond the world of trees
Out into the whispering breeze,
Past the rushes, past the reeds,
Past the marsh's waving weeds,
Through the mist that riseth white
Up from mere and pool at night!
Follow, follow stars that leap
Up the heavens cold and steep;
Turn when dawn comes over land,
Over rapid, over sand,
South away! and South away!
Seek the sunlight and the day,
Back to pasture, back to mead,
Where the kine and oxen feed!
Back to gardens on the hills
Where the berry swells and fills
Under sunlight, under day!
South away! and South away!
Down the swift dark stream you go
Back to lands you once did know!
[32] Sin embargo lo podemos leer en el capítulo que sigue, conforme al orden cronológico de sucesos.
[33] En versión original:
The King beneath the mountains,
The King of carven stone,
The lord of silver fountains
Shall come into his own!
His crown shall be upholden,
His harp shall be restrung,
His halls shall echo golden
To songs of yore re-sung.
The woods shall wave on mountains
And grass beneath the sun;
His wealth shall flow in fountains
And the rivers golden run.
The streams shall run in gladness,
The lakes shall shine and burn,
And sorrow fail and sadness
At the Mountain-king's return!
[34] En versión original:
Under the Mountain dark and tall
The King has come unto his hall!
His foe is dead, the Worm of Dread,
And ever so his foes shall fall.
The sword is sharp, the spear is long,
The arrow swift, the Gate is strong;
The heart is bold that looks on gold;
The dwarves no more shall suffer wrong.
The dwarves of yore made mighty spells,
While hammers fell like ringing bells
In places deep, where dark things sleep,
In hollow halls beneath the fells.
On silver necklaces they strung
The light of stars, on crowns they hung
The dragon-fire, from twisted wire
The melody of harps they wrung.
The mountain throne once more is freed!
O! wandering folk, the summons heed!
Come haste! Come haste! across the waste!
The king of friend and kin has need.
Now call we over mountains cold,
'Come hack unto the caverns old'!
Here at the Gates the king awaits,
His hands are rich with gems and gold.
The king is come unto his hall
Under the Mountain dark and tall.
The Worm of Dread is slain and dead,
And ever so our foes shall fall!
[35] En versión original:
The dragon is withered,
His bones are now crumbled;
His armour is shivered,
His splendour is humbled!
Though sword shall be rusted,
And throne and crown perish
With strength that men trusted
And wealth that they cherish,
Here grass is still growing,
And leaves are yet swinging,
The white water flowing,
And elves are yet singing
Come! Tra-la-la-lally!
Come back to the valley!
The stars are far brighter
Than gems without measure,
The moon is far whiter
Than silver in treasure:
The fire is more shining
On hearth in the gloaming
Than gold won by mining,
So why go a-roaming?
O! Tra-la-la-lally
Come back to the Valley.
O! Where are you going,
So late in returning?
The river is flowing,
The stars are all burning!
O! Whither so laden,
So sad and so dreary?
Here elf and elf-maiden
Now welcome the weary
With Tra-la-la-lally
Come back to the Valley,
Tra-la-la-lally
Fa-la-la-lally
Fa-la!
[36] En versión original:
Sing all ye joyful, now sing all together?
The wind's in the free-top, the wind's in the heather;
The stars are in blossom, the moon is in flower,
And bright are the windows of Night in her tower.
Dance all ye joyful, now dance all together!
Soft is the grass, and let foot be like feather!
The river is silver, the shadows are fleeting;
Merry is May-time, and merry our meeting.
Sing we now softly, and dreams let us weave him!
Wind him in slumber and there let us leave him!
The wanderer sleepeth. Now soft be his pillow!
Lullaby! Lullaby! Alder and Willow!
Sigh no more Pine, till the wind of the morn!
Fall Moon! Dark be the land!
Hush! Hush! Oak, Ash, and Thorn!
Hushed be all water, till dawn is at hand!
[37] En versión original:
Roads go ever ever on,
Over rock and under tree,
By caves where never sun has shone,
By streams that never find the sea;
Over snow by winter sown,
And through the merry flowers of June,
Over grass and over stone,
And under mountains in the moon.
Roads go ever ever on
Under cloud and under star,
Yet feet that wandering have gone
Turn at last to home afar.
Eyes that fire and sword have seen
And horror in the halls of stone
Look at last on meadows green
And trees and hills they long have known.
Comentarios
Publicar un comentario