LEGENDARIUM IV: La Primera Edad (Segunda Parte)
ESTE FRAGMENTO ABARCA:
I.LOS HIJOS DE HÚRIN Y LA LLEGADA DE TUOR A GONDOLIN
I.LA INFANCIA DE TÚRIN
II.DE LA QUINTA BATALLA: NIRNAETH ARNOEDIAD
III.LA CONVERSACIÓN DE HÚRIN Y DE MORGOTH
IV.LA PARTIDA DE TÚRIN
V.TÚRIN EN DORIATH
VI.TÚRIN ENTRE LOS
PROSCRITOS
VII.DE MÎM EL ENANO
VIII.LA TIERRA DEL ARCO Y
EL YELMO
IX.LA MUERTE DE BELEG
X.TÚRIN EN NARGOTHROND
XI.DE TUOR Y SU LLEGADA A VINYAMAR
XII.LA CAÍDA DE NARGOTHROND
XIII.DE TUOR Y SU LLEGADA A GONDOLIN
XIV.LA VUELTA DE TÚRIN A
DOR-LÓMIN
XV.LA LLEGADA DE TÚRIN A
BRETHIL
XVI.EL VIAJE DE MORWEN Y
NIËNOR A NARGOTHROND
XVII.NIËNOR EN BRETHIL
XVIII.LA LLEGADA DE
GLAURUNG
XIX.LA MUERTE DE GLAURUNG
XX.LA MUERTE DE TÚRIN
II.LOS VAGABUNDEOS Y FIN DE HÚRIN
III.DE LA RUINA DE DORIATH
IV.DE LA CAÍDA DE GONDOLIN
V.DEL VIAJE DE EÄRENDIL Y LA GUERRA DE LA COLERA
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I.LOS HIJOS DE HÚRIN Y LA LLEGADA DE TUOR A
GONDOLIN[1]
El capítulo
II de Los hijos de Húrin (2006) ha sido sustituido por II.DE LA
QUINTA BATALLA: NIRNAETH ARNOEDIAD narrado en EL SILMARILLION.
I.LA INFANCIA DE TÚRIN
LOS HIJOS DE HÚRIN
Hador Cabeza Dorada era señor de los edain y amado de los eldar. Vivió
mientras duraron sus días al servicio del señorío de Fingolfin, que le concedió
vastas tierras en la región de Hithlum llamada Dor-lómin. Su hija Glóredhel se casó con Haldir, hijo de Halmir, señor de los hombres
de Brethil; y en la misma fiesta su hijo Galdor el de Alta Talla se casó con
Hareth, hija de Halmir.
Galdor y Hareth tuvieron dos hijos: Húrin y Huor. Húrin era tres años
mayor, pero de menor talla que otros hombres de su estirpe; en esto salió al
pueblo de su madre, pero en todo lo demás era como Hador, su abuelo, claro de
cara y de cabellos dorados, fuerte de cuerpo y de ánimo orgulloso. Pero el
fuego de él ardía sin pausa, y era firme de voluntad. De todos los hombres del norte,
nadie conocía como él los designios de los noldor. Huor, su hermano, era alto,
el más alto de todos los edain, salvo su propio hijo Tuor, y muy veloz en la
carrera; pero si la carrera era dura y prolongada, Húrin era quien primero
llegaba a la meta, porque tanto se esforzaba al final como al principio. Había
un gran amor entre los dos hermanos y rara vez se separaron en su juventud.
Húrin se casó con Morwen, la hija de Baragund, hijo de Bregolas, de la casa
de Bëor; y era por tanto pariente cercana de Beren el Manco. Morwen, alta, de
cabellos oscuros, tenía tanta luz en la mirada y un rostro tan hermoso que los hombres
la llamaban Eledhwen, la de élfica belleza; pero era de temple algo severo y orgulloso. Los
pesares de la casa de Bëor le entristecieron el corazón; porque fue como
exiliada a Dor-lómin desde Dorthonion después del desastre de la Bragollach.
Túrin fue el nombre del hijo mayor de Húrin y Morwen, y nació en el año
en que Beren llegó a Doriath y encontró a Lúthien Tinúviel, hija de Thingol.
Morwen le dio a Húrin también una hija, y la llamó Urwen; pero todos los que la
conocieron en los pocos años que vivió le dieron el nombre de Lalaith, que significa Risa.
Huor se casó con Rían, la prima de Morwen; era la hija de Belegund,
hijo de Bregolas. El duro destino hizo que naciera en esos días de aflicción,
porque era gentil de ánimo y no le gustaba la caza ni la guerra. Amaba en
cambio los árboles y las flores del desierto, y era cantante y hacedora de
cantos. Había estado casada con Huor, sólo dos meses cuando él partió con su
hermano a la Nirnaeth Arnoediad, y ella nunca más lo vio.(…)
(…)En los años que siguieron a la Dagor Bragollach y la caída de
Fingolfin, la sombra del miedo de Morgoth se hizo más larga. Pero en el año
cuatrocientos noventa y seis después del retorno de los noldor a la Tierra
Media hubo una nueva esperanza entre los elfos y los hombres; porque corrió el
rumor entre ellos de las hazañas de Beren y Lúthien y de la vergüenza sufrida
por Morgoth, instalado todavía en el trono de Angband, y algunos decían que
Beren y Lúthien vivían aún, o que habían regresado de entre los muertos. En
aquel mismo año los grandes designios de Maedhros estaban casi acabados, y con
la renovación de la fuerza de los eldar y los edain, el avance de Morgoth se
detuvo, y los orcos fueron expulsados de Beleriand. Entonces algunos empezaron
a hablar de las victorias por venir y de una revancha inminente de la batalla
de Bragollach cuando Maedhros condujera las huestes unidas, y expulsara a
Morgoth bajo tierra, y sellara las puertas de Angband.
Pero los más juiciosos estaban
aún intranquilos temiendo que Maedhros no revelara sus fuerzas crecientes
demasiado pronto y que se le diera tiempo a Morgoth de armarse contra él. —Siempre
se habrá de incubar algún nuevo mal en Angband más allá de las sospechas de los
elfos y de los hombres—decían. Y en el otoño de ese año, como para corroborar
estas palabras, vino un viento maligno desde el norte bajo cielos cargados. El
Mal Aliento se lo llamó, porque era pestilente; y muchos enfermaron y murieron
en el otoño del año en las tierras septentrionales que bordeaban la Anfauglith,
y eran en su mayoría los niños o los jóvenes que crecían en las casas de los hombres.
En ese año Túrin, hijo de Húrin, tenía tan sólo cinco años, y Urwen, su
hermana, tenía tres años al empezar la primavera. Cuando corría por los campos,
sus cabellos eran como los lirios amarillos en la hierba, y su risa era como el
canto dichoso del arroyo que bajaba de las colinas y pasaba junto a la casa de
su padre. Nen Lalaith se llamaba, y por él toda la gente de los alrededores
llamó Lalaith a la niña, que les alegró los corazones mientras estuvo entre ellos.
Pero a Túrin no lo amaban tanto. Era de cabellos oscuros, como la
madre, y prometía tener la misma disposición de ánimo; porque no era alegre y
hablaba poco, aunque había aprendido a hablar muy temprano, y pareció siempre
ser mayor de lo que era. Tardaba Túrin en olvidar la injusticia o la burla;
pero también ardía en él el fuego de su padre, y podía ser brusco y violento.
No obstante era compasivo, y el dolor o la tristeza de las criaturas vivientes
lo movían a las lágrimas; y también en esto era como su padre, porque Morwen
era severa con los demás tanto como consigo misma. Amaba a su madre porque ella
le hablaba de un modo directo y sencillo; pero a su padre lo veía poco, pues
Húrin pasaba a menudo largas temporadas fuera de su hogar, con el ejército de
Fingon que guardaba las fronteras orientales de Hithlum, y cuando volvía, sus
abruptos parlamentos, salpicados de bromas y de palabras extrañas y de doble
sentido, lo desconcertaban y lo inquietaban. En ese tiempo todo el calor de su
corazón lo volcaba en Lalaith, su hermana; pero rara vez jugaba con ella y
prefería observarla sin que ella se diera cuenta, y vigilarla mientras la niña
corría por la hierba o bajo los árboles, y cantaba las canciones que los niños
de los edain inventaran mucho tiempo atrás cuando todavía la lengua de los elfos
era nueva en sus labios.
—Lalaith es bella como una niña elfo—decía Húrin a Morwen—pero más
efímera ¡ay! Y por ello más bella, quizá, o más cara. —Y Túrin, al escuchar
esas palabras, meditaba en ellas, pero no las entendía. Porque no había visto
nunca a un niño elfo. Ninguno de los eldar vivía en ese tiempo en las tierras
de su padre, y sólo en una ocasión los había visto, cuando el rey Fingon y
muchos de sus señores habían cabalgado por Dor-lómin y habían cruzado el puente
de Nen Lalaith, resplandecientes en blanco y plata.
Pero antes que transcurriera el año, se reveló la verdad de las
palabras de su padre; porque el Mal Aliento llegó a Dor-lómin, y Túrin enfermó,
y yació largo tiempo afiebrado y perseguido por un sueño tenebroso. Y cuando
curó, porque tal era su destino y la fuerza de vida que había en él, preguntó
por Lalaith. Pero el aya le respondió: —No hables ya de Lalaith, hijo de Húrin;
pero de tu hermana Urwen debes pedir nuevas a tu madre.
Y cuando Morwen vino a verlo, Túrin le dijo: —Ya no estoy enfermo y
deseo ver a Urwen; pero ¿por qué no debo decir nunca más Lalaith?
—Porque Urwen está muerta y no hay risa en esta casa—respondió ella—.
Pero tú vives, hijo de Morwen; y también el Enemigo que nos ha hecho esto.
No intentó darle más consuelo que el que ella misma se daba; porque
guardaba el dolor en el silencio y la frialdad de su corazón. Pero Húrin se
lamentó abiertamente, y tomó el arpa y habría querido componer una endecha;
pero no pudo y quebró el arpa, y saliendo fuera extendió las manos hacia el norte,
gritando: —¡Oh, tú, que
desfiguras la Tierra Media, querría toparme cara a cara contigo y desfigurarte
como lo hizo mi señor Fingolfin!
Y Túrin lloró amargamente solo por la noche aunque nunca más pronunció
ante Morwen el nombre de su hermana. A un solo amigo se volvió por entonces, y
a él le habló de su dolor y del vacío de la casa. Este amigo se llamaba Sador,
un criado al servicio de Húrin; era tullido y se lo tenía en poco. Había sido
leñador y por mala suerte o torpeza el hacha le había rebanado el pie derecho y
la pierna sin pie se le había marchitado; y Túrin lo llamaba Labadal, que significa «Paticojo», aunque el nombre no disgustaba a Sador, pues le era atribuido por
piedad y no por desprecio. Sador trabajaba en las casas anexas, construyendo o
componiendo cosas de escaso valor que se precisaban en la casa central, porque
tenía cierta habilidad para trabajar la madera; y Túrin le buscaba lo que le
hacía falta, para ahorrarle esfuerzos a su pierna; y a veces se llevaba en
secreto alguna herramienta o trozo de madera que encontraba abandonada, si
pensaba que podría serle de utilidad a su amigo. Entonces Sador sonreía y le
pedía que devolviera los regalos. —Da con prodigalidad, pero da sólo lo tuyo—decía.
Recompensaba en la medida de sus fuerzas la bondad del niño, y tallaba para él
figuras de hombres y de animales; pero Túrin se deleitaba sobre todo con las
historias de Sador, que había sido joven en los días de la Bragollach y gustaba
de rememorar los breves días en que había sido un hombre entero, antes de
convertirse en un estropeado.
—Esa fue una gran batalla, según dicen, hijo de Húrin. Fui convocado en
el apremio de aquel año y abandoné mis tareas en el bosque; pero no estuve en
la Bragollach; o hubiese podido ganarme mi herida con más honor. Porque
llegamos demasiado tarde, salvo para cargar de regreso el catafalco del viejo señor
Hador, que cayó entre los de la guardia del rey Fingolfin. Fui soldado después,
y estuve en Eithel Sirion, el gran fuerte de los reyes élficos, durante muchos
años; o así parece ahora, pues los opacos años transcurridos desde entonces
poco tienen que los destaque. En Eithel Sirion estaba yo cuando el Rey Negro lo
atacó, y Galdor, el padre de tu padre, era allí el capitán en sustitución del rey.
Fue muerto en ese ataque; y vi a tu padre tomar para sí el señorío y el mando, aunque
apenas había alcanzado la edad viril. Había un fuego en él que le calentaba la
espada en la mano, según dicen. Tras él revolcamos a los orcos en la arena; y
desde entonces nunca se han atrevido a ponerse al alcance de la vista de los
muros. Pero, ¡ay!, mi amor por la guerra se había saciado, pues había visto
bastantes heridas y sangre derramada; y obtuve permiso para volver a los
bosques que tanto echaba de menos. Y allí recibí mi herida; porque un hombre
que huye de lo que teme a menudo comprueba que sólo ha tomado un atajo para
salirle al encuentro.
De este modo le hablaba Sador a Túrin a medida que éste iba creciendo;
y Túrin empezó a hacer muchas preguntas que a Sador le era difícill responder,
pensando que otros más afines podían instruirlo. Y un día Túrin le preguntó: —¿Se asemejaba Lalaith en verdad
a una niña elfo como mi padre decía? Y ¿a qué se refería cuando afirmó que era
más efímera?
—Es muy probable—dijo Sador—, porque en su primera juventud los hijos
de los hombres y los de los elfos se parecen mucho. Pero los hijos de los hombres
crecen más de prisa, y su juventud pasa pronto; tal es nuestro destino.
Entonces Túrin le preguntó: —¿Qué es el destino?
—En cuanto al destino de los hombres—dijo Sador—tienes que preguntar a
los que son más sabios que Labadal. Pero como todos pueden ver, nos cansamos
pronto, y morimos; y por desgracia muchos encuentran la muerte todavía más
pronto. Pero los elfos no se fatigan, y no mueren, salvo a causa de una gran
herida. De lastimaduras y penas que matarían a los hombres, ellos suelen curar;
y aun cuando pierdan alguna parte del cuerpo, llegan a recobrarse, dicen
algunos. No sucede lo mismo con nosotros.
—¿Entonces Lalaith no ha de retornar?—preguntó Túrin—. ¿A dónde ha ido?
—No ha de retornar—dijo Sador—. Pero a dónde ha ido, ningún hombre lo
sabe; o yo no lo sé.
—¿Ha sido siempre así? ¿O somos víctimas del Rey Malvado, quizá, como
el Mal Aliento?
—No lo sé. Una oscuridad hay por detrás de nosotros, y de ella nos han
llegado muy pocos cuentos. Puede que los padres de nuestros padres hayan tenido
cosas que decir, pero no dijeron nada. Aún sus nombres están olvidados. Las montañas
se interponen entre nosotros y la vida de donde vinieron, huyendo nadie sabe de
qué.
—¿Tenían miedo?
—Puede ser—dijo Sador—. Puede ser que hayamos huido del temor de la
Oscuridad sólo para hallarla delante de nosotros, y no tengamos otro sitio a
dónde huir, salvo el mar.
—Nosotros ya no tenemos miedo—dijo Túrin—, no todos. Mi padre no tiene
miedo y yo tampoco lo tendré; o, cuando menos, como mi madre, tendré miedo,
pero no dejaré que se note.
Le pareció entonces a Sador que los ojos de Túrin no eran los ojos de
un niño y pensó: «El dolor es una piedra de afilar para un temple
duro». Pero en voz alta, dijo:
—Hijo de Húrin y de Morwen, qué será de tu corazón, Labadal no puede
adivinarlo; pero rara vez y a muy pocos mostrarás lo que hay en él.
Entonces Túrin dijo: —Quizá sea mejor no decir lo que se desea, si no
se lo puede obtener. Pero yo deseo, Labadal, ser uno de los eldar. Entonces
Lalaith podría regresar y yo estaría aquí todavía aunque ella hubiera recorrido
un largo camino. Marcharé como soldado del rey elfo tan pronto como pueda, al
igual que tú, Labadal.
—Puedes aprender mucho de ellos—dijo Sador, y suspiró—. Son un pueblo
bello y maravilloso, y tienen poder sobre el corazón de los hombres. Y sin
embargo a veces me parece que habría sido mejor que nunca nos hubiéramos topado
con ellos, y que hubiéramos transitado caminos más humildes. Porque tienen un
conocimiento que se remonta a tiempos muy antiguos; y son orgullosos y
resistentes. A la Luz de los elfos parecemos gente apagada, o ardemos con una
llama demasiado viva que se consume con rapidez, y el peso de nuestro destino
nos abruma todavía más.
—Pero mi padre les ama—dijo Túrin—y no es feliz sin ellos. Dice que
hemos aprendido de ellos casi todo cuanto sabemos, y que así nos hemos
convertido en un pueblo más noble; y dice que los hombres que han cruzado
últimamente las montañas apenas son mejores que los orcos.
—Eso es verdad—respondió Sador—; verdad, al menos de algunos de
nosotros. Pero el ascenso es penoso, y de la cima es fácil caer a lo más bajo.
Por este tiempo Túrin tenía casi ocho años, en el mes de Gwaeron según
cómputo de los edain, en el año que no puede olvidarse. Había ya rumores entre
los mayores y se hablaba de una concentración de armas y reclutamientos de
fuerzas, de los que nada supo Túrin; y Húrin, que conocía el coraje y la lengua
prudente de Morwen, le hablaba a menudo de los designios de los reyes elfos y
de lo que podría acaecer, para bien o para mal. Tenía esperanza en el corazón,
y poco temía los resultados de la batalla; porque no le parecía que fuerza
alguna de La Tierra Media pudiese superar el poder y el esplendor de los eldar.
—Han visto la luz del cielo del Oeste—decía—y al final la oscuridad ha de
desaparecer de sus rostros. —Morwen no lo contradecía; porque en compañía de
Húrin el fruto de la esperanza siempre parecía lo más probable. Pero también en
su estirpe había gentes que conocían la tradición élfica, y a sí misma se
decía: —Y sin embargo, ¿no han abandonado la Luz acaso? ¿No han sido apartados
de la Luz? Quizá los Señores del Oeste no piensan más en ellos, y si es así,
¿cómo los primeros nacidos podrían vencer a uno de los Poderes?
Ni la sombra de una duda semejante parecía perturbar a Húrin Thalion;
no obstante una mañana de la primavera de ese año despertó como de un sueño
agitado y una nube apagaba el brillo del día; y al anochecer dijo de pronto: —Cuando
sea convocado, Morwen Eledhwen, dejaré a tu cuidado al heredero de la casa de
Hador. La vida de los hombres es corta, y en ella suele haber múltiples
infortunios, aún en tiempos de paz.
—Eso ha sido así siempre—respondió ella—. Pero ¿qué hay en tus
palabras?
—Prudencia, no duda—dijo Húrin; no obstante, parecía perturbado—. Pero
quien mira adelante, ha de ver esto: que las cosas no han de permanecer siempre
así. Será ésta una gran conmoción, y una de las partes caerá muy bajo, más de
lo que está ahora. Si son los reyes de los elfos los que caen, no ha de irles
bien a los edain; y nosotros somos los que vivimos más cerca del Enemigo. Pero
si van mal las cosas, no te diré: ¡No tengas miedo! Porque tú temes lo que ha
de ser temido, y sólo eso; y el miedo no arredra. Pero te digo: ¡No esperes! Yo
volveré a ti como pueda, pero ¡no esperes! Ve al sur tan de prisa como te sea
posible; yo iré detrás y te encontraré aunque tenga que registrar toda
Beleriand.
—Beleriand es grande y no hay hogar en ella para los exiliados—dijo
Morwen—. ¿A dónde he de huir con pocos o con muchos?
Entonces Húrin meditó un rato en silencio. —En Brethil están los
parientes de mi madre—dijo—. Eso está a unas treinta leguas [145 kilómetros] a vuelo de águila.
—Si ese infortunado momento llega en verdad, ¿qué ayuda podría
esperarse de los hombres?—dijo Morwen—. La casa de Bëor ha caído. Si cae la
gran casa de Hador, ¿a qué agujeros se arrastrará el pequeño pueblo de Haleth?
—Son pocos y sin muchas luces, pero no dudo de su valor—dijo Húrin—.
¿En qué, si no, tener esperanzas?
—No hablas de Gondolin—dijo Morwen.
—No, porque ese nombre nunca ha pasado por mis labios—dijo Húrin—. No
obstante es cierto lo que has oído: he estado allí. Pero te digo ahora con verdad
lo que nunca le dije a nadie ni le diré a nadie en el futuro: no sé dónde se
encuentra.
—Pero lo supones y lo que supones no está lejos de la verdad, según
creo—dijo Morwen.
—Puede que así sea—dijo Húrin—. Pero a menos que el mismo Turgon me
libre de mi juramento, no puedo decir lo que supongo, ni siquiera a ti; y por
tanto tu búsqueda resultaría inútil. Pero si hablara para mi vergüenza, en el
mejor de los casos sólo llegarías ante una puerta cerrada; porque a no ser que
Turgon salga a la guerra (y de eso nada se ha oído hasta ahora, ni hay
esperanzas de que así ocurra), nadie podrá entrar.
—Entonces, si no hay esperanzas en tus parientes y tus amigos te niegan—dijo
Morwen—, he de concebir mis propios designios; y a mí me viene la idea de
Doriath. De todas las defensas, el Cinturón de Melian ha de ser la última en
romperse, según creo; y la casa de Bëor no ha de ser despreciada en Doriath.
¿No soy ahora pariente del rey? Porque Beren, hijo de Barahir, era nieto de
Bregor, como lo era también mi padre.
—Mi corazón no se inclina a Thingol—dijo Húrin—. Ninguna ayuda ha de
tener de él el rey Fingon; y no sé qué sombra me oscurece el espíritu cuando se
nombra a Doriath
—Al nombre de Brethil también mi corazón se oscurece—dijo Morwen.
Entonces de súbito Húrin se echó a reír, y dijo: —Aquí estamos sentados
discutiendo cosas que están fuera de nuestro alcance, y sombras alimentadas en
sueños. No irán tan mal las cosas; pero si así ocurre en verdad, a tu coraje y
tu juicio todo queda encomendado. Haz entonces lo que tu corazón te indique;
pero hazlo pronto. Y si alcanzamos nuestra meta, los reyes de los elfos están
decididos a devolver todos los feudos de la casa de Bëor a sus herederos; y
nuestro hijo recibirá una gran herencia.
Esa noche Túrin despertó a medias, y le pareció que su padre y su madre
estaban junto a él y lo miraban a la luz de las candelas que llevaban consigo;
pero no pudo verles la cara.
La mañana del día del cumpleaños de Túrin, Húrin le dio a su hijo un
regalo, un cuchillo labrado por los elfos, y la empuñadura y la vaina eran
negras y de plata; y le dijo: —Heredero de la casa de Hador, he aquí un regalo
por tu día. Pero ¡ten cuidado! Es una hoja amarga y el acero sirve sólo a
quienes pueden esgrimirlo. Es tan capaz de cortarte la mano como otra cosa
cualquiera. —Y poniendo a Túrin sobre una mesa, besó a su hijo y dijo: —Ya me
sobrepasas, hijo de Morwen; pronto serás igualmente alto sobre tus propios
pies. Ese día muchos serán los que teman tu hoja.
Entonces Túrin salió corriendo de la estancia y se fue solo, y en su
corazón había un calor como el del sol sobre la tierra fría, que pone en
movimiento todo lo que crece. Se repitió a sí mismo las palabras de su padre, heredero de la
casa de Hador; pero otras palabras le vinieron
también a la mente: Da con prodigalidad, pero da sólo lo tuyo. Y fue al encuentro de Sador, y exclamó: —¡Labadal, es mi cumpleaños,
el cumpleaños del heredero de la casa de Hador! Y te he traído un regalo para
señalar el día. He aquí un cuchillo como el que tú necesitas; cortará lo que
quieras, tan delgado como un cabello.
Entonces Sador se sintió turbado, porque sabía muy bien que Túrin había
recibido él mismo el cuchillo ese día. Le habló gravemente: —Vienes de una
estirpe generosa, Túrin, hijo de Húrin. No he hecho nada para merecer tu
cuchillo, ni espero hacerlo en los días que me restan; pero lo que pueda hacer,
lo haré. —Y cuando Sador sacó el cuchillo de la vaina, dijo: —Es éste un
regalo, en verdad: una hoja de acero élfico. Mucho tiempo he echado en falta
tocarla.
Húrin no tardó en notar que Túrin no llevaba el cuchillo, y le preguntó
si su advertencia lo había asustado. Entonces Túrin contestó: —No, le di el
cuchillo a Sador el carpintero.
—¿Desprecias pues el regalo de tu padre?—preguntó Morwen; entonces
respondió Túrin:
—No; pero amo a Sador y siento piedad por él.
Entonces Húrin dijo: —Tres regalos tenías para dar, Túrin: amor,
piedad, y el cuchillo, de todos el menos valioso.
—Empero, dudo que Sador los merezca—dijo Morwen—. Se ha mutilado a sí
mismo por torpeza y es lento en el trabajo, porque gasta gran parte del tiempo
en bagatelas innecesarias.
—Concédele piedad, sin embargo—dijo Húrin—. Una mano honesta y un
corazón sincero pueden equivocarse; y el daño recibido puede ser más duro de
sobrellevar que la obra de un enemigo.
—Pero ahora tendrás que esperar un tiempo, antes de tener una nueva
hoja—dijo Morwen—. De ese modo el regalo será un verdadero regalo y a tus
propias expensas.
No obstante, Túrin vio que Sador fue tratado con más benevolencia desde
entonces, y se le encomendó la hechura de una gran silla para que el señor se
sentara en ella en la sala.
Llegó una brillante mañana del mes de Lothron en que Túrin fue
despertado por súbitas trompetas; y corriendo a las puertas, vio en el patio a
muchos hombres de a pie o a caballo, y todos plenamente armados como si fueran
a partir a la guerra. Allí también estaba Húrin, y les hablaba a los hombres y
les daba órdenes; y Túrin se enteró de que ese día partían para Barad Eithel.
Éstos eran los guardias y los hombres de la casa de Húrin; pero todos los
hombres de sus tierras habían sido convocados. Algunos habían partido ya con
Huor, hermano de su padre; y muchos otros se unirían al señor de Dor-lómin en el
camino e irían tras su estandarte a la gran congregación del rey.
Entonces Morwen se despidió de Húrin sin derramar lágrimas; y dijo: —Guardaré
lo que me dejas en custodia, tanto lo que es, como lo que será.
Y Húrin le respondió: —Adiós, señora de Dor-lómin; cabalgamos ahora con
más esperanzas que hayamos conocido nunca antes. ¡Pensemos que en medio del
invierno la fiesta será más alegre que todas cuantas hayamos gozado en todos
nuestros años de vida, a la que seguirá una primavera libre de temores!—Luego
puso a Túrin sobre sus hombros y gritó a sus gentes: —¡Que el heredero de la casa
de Hador vea la luz de vuestras espadas!—Y el sol resplandeció sobre cincuenta
hojas, y en el patio resonó el grito de guerra de los edain del norte:
Lacho calad! Drego morn!
¡Llame el día! ¡Huya la noche![2]
Entonces por fin Húrin montó de un salto, y el estandarte dorado se
desplegó en el aire, y las trompetas cantaron nuevamente en la mañana; y así
partió Húrin Thalion a la carrera hacia la Nirnaeth Arnoediad.
Pero Morwen y Túrin se quedaron inmóviles ante las puertas hasta que a
lo lejos oyeron la débil llamada de un único cuerno en el viento: Húrin estaba
más allá de la cima de la colina, desde donde ya no era posible ver la casa.
II.DE LA QUINTA BATALLA: NIRNAETH ARNOEDIAD
EL SILMARILLION
(…)En aquellos días se animó el corazón de Maedhros
hijo de Fëanor al advertir que Morgoth no era inatacable; porque los hechos de
Beren y Lúthien se cantaron en muchos cantos por toda Beleriand. Sin embargo,
Morgoth los destruiría a todos, uno por uno, si no llegaban a unirse otra vez
en una nueva alianza y un consejo común; y Maedhros puso en marcha los planes
con que se acrecentaría la fortuna de los eldar, y que hoy se conocen como la Unión
de Maedhros.
Pero el Juramento de Fëanor y las malas acciones que
había obrado dañaron los designios de Maedhros, y no tuvo toda la ayuda
esperada. Orodreth no marcharía por indicación de hijo alguno de Fëanor, a
causa de la conducta de Celegorm y Curufin; y los elfos de Nargothrond
confiaban todavía en poder defender la fortaleza oculta por medio del secreto y
el ocultamiento. Desde allí acudió tan sólo una pequeña compañía que seguía a
Gwindor hijo de Guilin, un príncipe muy valiente; y en contra de la voluntad de
Orodreth fue a la guerra del norte, porque lamentaba la pérdida de su hermano
Gelmir en la Dagor Bragollach. Adoptaron la insignia de la casa de Fingolfin y
marcharon tras los estandartes de Fingon; y nunca regresaron, salvo uno.
De Doriath tuvieron escasa ayuda. Porque Maedhros y
sus hermanos, obligados por el juramento, habían enviado mensajeros con altivas
palabras, exigiendo a Thingol la entrega del Silmaril, o la enemistad. Melian
aconsejó ceder; pero las palabras de los hijos de Fëanor eran orgullosas y
amenazantes, y Thingol se enfadó mucho pensando en la angustia de Lúthien, y en
la sangre de Beren con que la joya había sido ganada, a pesar de la malicia de
Celegorm y Curufin. Y toda vez que contemplaba el Silmaril, mayor deseo tenía
de guardarlo para siempre; porque tal era el poder de la joya. Por tanto
despidió a los mensajeros con palabras de desprecio. Maedhros no dio respuesta,
porque por entonces había empezado a concebir la alianza y la unión de los elfos;
pero Celegorm y Curufin juraron abiertamente dar muerte a Thingol y destruir a
su pueblo, si volvían victoriosos de la guerra, y la joya no les era devuelta
de buen grado. Entonces Thingol fortificó las fronteras del reino y no acudió a
la guerra, como tampoco ningún otro de Doriath, salvo Mablung y Beleg, que no
estaban dispuestos a no participar en estos grandes hechos. A ellos Thingol los
autorizó a ir, con tal de que no sirvieran a los hijos de Fëanor; y ellos se
unieron a la hueste de Fingon.
Pero Maedhros tuvo la ayuda de los naugrim, tanto en
huestes como en el suministro de armamentos; y las herrerías de Nogrod y de
Belegost estuvieron muy ocupadas en esos días. Y él reunió otra vez a todos los
hermanos y a todas las gentes dispuestas a seguirlo; y a los hombres de Bór y
de Ulfang se les dio instrucción militar, y éstos convocaron aún a más miembros
de los hermanos del este. Además, en el oeste, Fingon, siempre amigo de
Maedhros, pidió consejo en Himring, y en Hithlum los noldor y los hombres de la
casa de Hador se prepararon para la guerra. En el bosque de Brethil, Halmir,
señor del pueblo de Haleth, reunió a sus hombres y les ordenó que afilaran las
hachas; pero Halmir murió antes de que la guerra comenzase, y su hijo Haldir
gobernó a esa gente. Y también a Gondolin llegaron las nuevas, a Turgon, el rey
escondido.
Pero Maedhros se arriesgó demasiado pronto, antes de
que los planes estuvieran completos, y aunque los orcos fueron expulsados de todas
las regiones septentrionales de Beleriand, y Dorthonion fue liberada por un
tiempo, Morgoth quedó advertido del levantamiento de los eldar y de los amigos de
los elfos, y se preparó; y envió entre ellos a muchos espías y traidores, cosa
que le era más fácil ahora, pues los hombres desleales que le servían en
secreto estaban aún bien enterados de lo que pensaban los hijos de Fëanor. Por
fin Maedhros, después de haber reunido todas las fuerzas de elfos y hombres y enanos
que le fue posible, decidió atacar Angband desde el este y el oeste; y se
propuso marchar con estandartes desplegados sobre Anfauglith. Pero cuando
consiguiera hacer salir, como esperaba, a los ejércitos de Morgoth, Fingon
avanzaría por los pasos de Hithlum; de este modo pensaban atrapar a la fuerza
de Morgoth entre el yunque y el martillo, y aniquilarla. Y la señal para
hacerlo sería la luz de un fanal en Dorthonion.
El día señalado, una mañana de pleno verano, las
trompetas de los eldar saludaron la salida del sol; y en el este se izó el
estandarte de los hijos de Fëanor, y en el oeste el estandarte de Fingon, rey supremo
de los noldor. Entonces Fingon miró desde los muros de Eithel Sirion, y el
ejército estaba en orden de batalla en los valles y los bosques al este de Ered
Wethrin, perfectamente oculto a los ojos del Enemigo; aunque él sabía que era
muy numeroso. Porque allí se habían reunido todos los noldor de Hithlum, junto
con los elfos de las Falas y la compañía de Gwindor venida de Nargothrond, y había
también una gran fuerza de hombres; a la derecha estaban las huestes de Dor-lómin, y todo el valor de
Húrin y de su hermano Huor, y a ellos se había sumado Haldir de Brethil con
muchos hombres de los bosques.
Entonces Fingon miró hacia Thangorodrim y había una
nube oscura alrededor, y un humo negro ascendía; y supo que la ira de Morgoth
había despertado, y que él había aceptado el reto. Una sombra de duda cubrió el
corazón de Fingon; y miró hacia el este, intentando ver con vista élfica el
polvo de Anfauglith, que se levantaba bajo las huestes de Maedhros. No sabía
que la marcha de Maedhros había sido impedida por la astucia de Uldor el
Maldecido, que lo engañó con falsas advertencias de ataque desde Angband.
Pero cundió entonces un grito que avanzó por el
viento desde el sur de valle en valle, y los elfos y los hombres alzaron sus
voces con asombro y alegría. Porque aunque nadie lo había llamado y nadie lo
esperaba, Turgon había abierto el cerco de Gondolin, y avanzaba con un ejército
de diez mil soldados, con brillantes cotas de malla y largas espadas y lanzas
como un bosque. Entonces, cuando Fingon oyó desde lejos la gran trompeta de su
hermano Turgon, la sombra se fue, y a Fingon se le reanimó el corazón, y gritó
con voz fuerte: —Utúlie'n aure! Aiya Eldalië ar Atanatári,
utúlie'n auré! ¡El día ha llegado! ¡Mirad, pueblo de los elfos
y padres de los hombres, el día ha llegado!—Y todos los que oyeron el eco de su
poderosa voz en las colinas respondieron gritando: —Auta
i lome! ¡Ya la noche ha pasado!
Ahora bien, Morgoth, que sabía mucho de lo que hacía
y se proponía el enemigo, escogió esta hora, y confiando en que los sirvientes
traidores podrían detener a Maedhros e impedir que los atacantes se uniesen,
envió a Hithlum una fuerza grande en apariencia (y, sin embargo, nada más que
una parte de la que tenía aprontada); y estaban vestidos con ropas pardas, y no
mostraban ningún acero desnudo, y de este modo ya habían avanzado mucho por las
arenas de Anfauglith antes de que fueran vistos.
Entonces los corazones de los noldor se
enardecieron, y sus capitanes desearon atacar al enemigo en la llanura; pero
Húrin se opuso, y les pidió que se cuidaran de la astucia de Morgoth, que
siempre aparentaba tener pocas fuerzas, y un propósito que no era el verdadero.
Y aunque no llegaba la señal de que Maedhros se acercaba, y las huestes se
ponían impacientes, Húrin les instó todavía a esperar, y a dejar que los orcos
se despedazaran entre ellos en el ataque a las colinas.
Pero al capitán de Morgoth en el oeste se le había
ordenado que hiciese salir prontamente a Fingon de las colinas, por cualquier
medio. Fue así que continuó avanzando hasta que el frente del ejército estuvo
apostado delante de las corrientes del Sirion, desde los muros de la fortaleza
de Eithel Sirion hasta las bocas del Rivil en el marjal de Serech; y las
avanzadas de Fingon podían ver los ojos de los enemigos. Pero no hubo respuesta
al desafío del capitán, y la provocación de los orcos perdió firmeza cuando
vieron los muros silenciosos y la amenaza oculta de las colinas. Entonces el
capitán de Morgoth envió jinetes con señales de parlamento y cabalgaron hasta
la obra exterior de la Barad Eithel. Con ellos llevaban a Gelmir hijo de
Guilin, el señor de Nargothrond a quien habían capturado en la Bragollach, y al
que habían cegado. Entonces los heraldos de Angband lo mostraron dando gritos:
—Tenemos a otros como éste en nuestra morada, pero tenéis que daros prisa si
queréis encontrarlos; porque cuando regresemos haremos con ellos de este modo—.
Y rebanaron las manos y los pies de Gelmir, y por último la cabeza, a la vista
de los elfos, y lo dejaron allí.
La mala fortuna quiso que allí en los baluartes
estuviese Gwindor de Nargothrond, el hermano de Gelmir. Y la ira se le encendió
en locura, y montó a caballo de un salto y muchos jinetes lo acompañaron; y
persiguieron a los heraldos y los mataron y se internaron profundamente en el
cuerpo principal del ejército. Y al ver esto, todas las huestes de los noldor
se inflamaron, y Fingon se puso el yelmo blanco y ordenó que sonaran las
trompetas, y las huestes de Hithlum saltaron todas desde las colinas en súbita
embestida. La luz de las espadas desenvainadas de los noldor era como un fuego
en un campo de juncos; y tan fiera y rápida fue la arremetida, que los
designios de Morgoth casi fracasaron. Antes de que pudiera fortalecerse, el
ejército que había enviado al oeste fue barrido en el combate, y los
estandartes de Fingon pasaron por Anfauglith y fueron izados ante los muros de
Angband. Siempre al frente de la batalla iban Gwindor y los elfos de
Nargothrond, y ni siquiera ahora pudieron ser contenidos; e irrumpieron a
través de los portales, y mataron a los guardianes en las mismas escaleras de
Angband, y Morgoth tembló en su trono profundo cuando oyó los golpes en las
puertas. Pero estaban atrapados allí y los mataron a todos, salvo a Gwindor,
que fue capturado vivo; porque Fingon no pudo ir a ayudarlo. Por muchas puertas
secretas en Thangorodrim, Morgoth había hecho salir al grueso de sus ejércitos
que mantenía ocultos, y Fingon fue rechazado de los muros con grandes pérdidas.
Entonces, en la llanura de Anfauglith, el cuarto día
de la guerra, empezaron las Nirnaeth Arnoediad, las Lágrimas
Innumerables, pues no hay canto ni historia que pueda contener tanto dolor. El
ejército de Fingon se retiró por las arenas, y Haldir señor de los haladin fue
muerto en la retaguardia; con él cayó la mayor parte de los hombres de Brethil,
y nunca volvieron a los bosques. Pero en el anochecer del quinto día, y estando
todavía lejos de Ered Wethrin, los orcos rodearon a las huestes de Hithlum, y
lucharon hasta llegar el día, acosándolas y cada vez más cerca. Con la mañana
llegó la esperanza, cuando se oyeron las trompetas de Turgon, que avanzaba con
el principal ejército de Gondolin; porque habían estado apostados en el sur,
montando guardia en el Paso del Sirion, y Turgon evitó que la mayor parte de
los suyos intervinieran en la frenética embestida. Ahora se apresuraba a ir en
ayuda de su hermano; y los gondolindrim eran fuertes y estaban vestidos de cota
de malla, y avanzaban en columnas resplandecientes como ríos de acero al sol.
Entonces la falange de la guardia del rey irrumpió
en las filas de orcos, y Turgon se abrió paso con la espada para llegar junto a
su hermano; y se dice que el encuentro entre Turgon y Húrin, que estaba al lado
de Fingon, fue dichoso en medio de la batalla. Entonces la esperanza renació en
el corazón de los elfos; y en ese preciso instante, a la tercera hora de la
mañana, se oyeron las trompetas de Maedhros que venía por fin desde el este, y
los estandartes de los hijos de Fëanor atacaron al enemigo por la retaguardia.
Han dicho algunos que aún entonces los eldar habrían podido salir victoriosos,
si todas sus huestes se hubieran mantenido fieles; porque los orcos vacilaron y
fueron contenidos, y algunos ya se volvían para huir. Pero cuando la vanguardia
de Maedhros llegó junto a los orcos, Morgoth llamó a sus últimas fuerzas, y
Angband quedó vacía. Llegaron lobos y jinetes de lobos, y llegaron balrogs y
dragones y Glaurung, padre de los dragones. La fuerza y el terror del gran
gusano eran ahora grandes por cierto, y los elfos y los hombres se amilanaron
delante de él; y Glaurung se interpuso entre las huestes de Maedhros y de
Fingon y las separó.
Sin embargo, ni por lobo, ni por balrog, ni por
dragón alguno alcanzaría Morgoth su propósito, sino por la traición de los hombres.
En ese momento se revelaron los planes de Ulfang. Muchos de los orientales se
volvieron y huyeron, llenos de miedo y de mentiras; pero los hijos de Ulfang se
volvieron de pronto hacia Morgoth y atacaron la retaguardia de los hijos de
Fëanor, y en medio de la confusión llegaron cerca del estandarte de Maedhros.
No cosecharon la recompensa que Morgoth les prometiera, porque Maglor mató a
Uldor el Maldecido, la cabeza de la traición, y los hijos de Bór mataron a
Ulfast y a Ulwarth antes de morir ellos mismos. Pero como nuevas fuerzas del
mal llegaron hombres que Uldor había convocado y escondido en las colinas del
este, y el ejército de Maedhros, atacado por tres lados, se deshizo y se
dispersó aquí y allí. Empero, el destino salvó a los hijos de Fëanor, pues aunque
todos fueron heridos, no murió ninguno, porque se unieron, y rodeados del resto
de los noldor y los naugrim se abrieron paso fuera de la batalla y escaparon
lejos, hacia el monte Dolmed, en el este.
La última de las fuerzas orientales que se mantuvo
firme fue el ejército de enanos de Belegost, y así ganaron renombre. Porque los
naugrim resistían el fuego con más osadía que los hombres o los elfos, y además
tenían por costumbre en las batallas llevar grandes máscaras de espantosa
apariencia; y les fueron de provecho frente a los dragones. Y si no hubiera
sido por ellos, Glaurung y su prole habrían quemado a todos los que quedaban de
los noldor. Pero los naugrim hicieron un círculo alrededor del dragón cuando se
les echó encima, y ni siquiera la poderosa armadura le sirvió contra los golpes
de las grandes hachas; y cuando se volvió y furioso derribó a Azaghâl señor de Belegost, y se
precipitó sobre él, Azaghâl
hizo un último esfuerzo y le hundió un cuchillo en el vientre, infligiéndole
tal herida que Glaurung escapó del campo, y las bestias de Angband lo siguieron
turbadas. Entonces los enanos levantaron el cuerpo de Azaghâl y se lo llevaron; y con pasos cortos iban
detrás, y las voces profundas entonaban un canto fúnebre, como si fuera un
funeral en su propio país; y ya no hicieron caso de sus enemigos; y ninguno se
atrevió a molestarlos.
Pero entonces, en la batalla occidental, Fingon y
Turgon fueron atacados por una ola de enemigos tres veces mayor que todas las
fuerzas que les quedaban. Había llegado Gothmog señor de los balrogs, alto
capitán de Angband; y metió una oscura cuña en medio de las huestes de los elfos,
rodeando al rey Fingon, y rechazando a Turgon y a Húrin hacia el marjal de
Serech. Luego se volvió hacia Fingon. Fue ése un amargo encuentro. Por fin
Fingon quedó solo con los guardias muertos a sus pies; y luchó contra Gothmog,
hasta que otro balrog vino por detrás y arrojó un cinturón de fuego alrededor.
Entonces Gothmog lo golpeó con el hacha negra, y una llama blanca brotó del
yelmo hendido de Fingon. Así cayó el rey supremo de los noldor; y lo golpearon
contra el polvo con las mazas; y pisotearon el estandarte azul y plata en el
barro ensangrentado.
El campo estaba perdido; pero todavía Húrin y Huor y
el resto de la casa de Hador se mantenían firmes junto a Turgon de Gondolin, y
las huestes de Morgoth aún no habían ganado el Paso del Sirion. Entonces Húrin
le habló a Turgon, diciendo: —Idos ahora, señor, mientras
todavía es posible. Porque en vos vive la última esperanza de los eldar, y si
Gondolin se mantiene erguida, en el corazón de Morgoth habrá siempre miedo.
Pero Turgon le respondió: —No por mucho tiempo puede
Gondolin permanecer oculta; y cuando sea descubierta, por fuerza ha de caer.
Entonces Huor habló y le dijo: —Pero si resiste un
corto tiempo, de allí vendrá la esperanza de los elfos y de los hombres. Esto
os digo, señor, con la mirada de la muerte: aunque nos separemos aquí para
siempre y yo no vuelva a ver vuestros muros blancos, de vos y de mí se
levantará una nueva estrella. ¡Adiós!
Y Maeglin, el hijo de la hermana de Turgon, que
estaba allí presente, escuchó estas palabras y no las olvidó; pero no dijo
nada.
Entonces Turgon siguió el consejo de Húrin y de
Huor, y convocó lo que quedaba de las huestes de Gondolin y lo que pudo reunir
del pueblo de Fingon, y se retiró hacia el Paso del Sirion; y sus capitanes
Ecthelion y Glorfindel guardaban los flancos de la derecha y la izquierda, para
que el enemigo no se acercase. Pero los hombres de Dor-lómin protegían la
retaguardia, como lo deseaban Húrin y Huor; porque no querían en verdad
abandonar las tierras del norte, y si no podían volver a sus hogares, allí
resistirían hasta el fin. Así se enderezó la traición de Uldor; y de todas las
hazañas de guerra que los padres de los hombres llevaron a cabo en beneficio de
los eldar, la última resistencia de los hombres de Dor-lómin es la que obtuvo
más renombre.
De este modo Turgon se abrió camino hacia el sur
luchando, hasta que protegido por la guardia de Húrin y Huor cruzó el Sirion y
escapó; y desapareció en las montañas y quedó oculto a los ojos de Morgoth.
Pero los hermanos reunieron al resto de los hombres, y palmo a palmo se
retiraron hasta ponerse detrás del marjal de Serech y delante de las costas del
Rivil. Allí resistieron, y ya no cedieron.
Entonces todas las huestes de Angband los rodearon
como un enjambre, e hicieron con los muertos un puente sobre el río, y trazaron
un círculo en derredor del resto de Hithlum como la marea que crece sobre una
roca. Allí, al ponerse el sol el sexto día y oscurecerse la sombra de Ered
Wethrin, Huor cayó con el ojo horadado por una flecha envenenada, y todos los hombres
valientes de Hador fueron muertos alrededor en un montón; y los orcos les
cortaron las cabezas y las apilaron como un montículo de oro en el crepúsculo.
Último de todos resistió Húrin. Al fin arrojó el
escudo y esgrimió con ambas manos el hacha; y se canta que el hacha humeó con
la sangre negra de los trasgos de Gothmog hasta aniquilarlos a todos, y cada
vez que asestaba un golpe, Húrin gritaba: —Aure
enhiluva! ¡Ya se hará de nuevo el día!—Siete veces lanzó ese
grito, pero al cabo lo atraparon vivo, por orden de Morgoth, pues los orcos se
aferraban a él aunque les cortara los brazos; y siempre el caudal de enemigos
se renovaba, hasta que por último cayó sepultado debajo de ellos. Entonces
Gothmog lo encadenó y lo arrastró a Angband, burlándose.
Así terminó la Nirnaeth Arnoediad, al descender el
sol más allá del mar. Se hizo la noche en Hithlum, y del occidente vino una
gran tormenta de viento.
Grande fue el triunfo de Morgoth, y cumplió su
propósito de modo grato a su corazón; porque los hombres quitaron la vida a los
hombres, y traicionaron a los eldar, y el miedo y el odio despertaron entre
aquellos que tendrían que haber estado unidos. Desde ese día los elfos se
mantuvieron apartados de los hombres, excepto las tres casas de los edain.
El reino de Fingon ya no existía; y los hijos de
Fëanor erraron como hojas al viento. Habían perdido las armas y la alianza
estaba rota; y vivieron una existencia salvaje en los bosques al pie de Ered
Lindon, mezclándose con los elfos verdes de Ossiriand, despojados del poder y
la gloria de antaño. En Brethil unos pocos de los haladin vivían todavía en la
protección de los bosques, y Handir hijo de Haldir era el señor; pero de las
huestes de Fingon nadie volvió nunca a Hithlum, ni tampoco ninguno de los hombres
de la casa de Hador, ni hubo nuevas de la batalla ni de la suerte corrida por
sus señores. Pero Morgoth envió allí a los orientales que lo habían servido, negándoles
las ricas tierras que ellos codiciaban; y los encerró en Hithlum y les prohibió
abandonarla. Esa fue la recompensa que les dio por haber traicionado a
Maedhros: saquear y vejar a los ancianos y las mujeres y los niños del pueblo
de Hador. El resto de los eldar de Hithlum fue trasladado a las minas del norte
y trabajaron allí como esclavos, salvo los que pudieron evitarlo y escaparon a
las tierras salvajes y las montañas.
Los orcos y los lobos erraban sin traba por todo el
norte y avanzaban cada vez más hacia el sur, hacia Beleriand, aún hasta Nantathren,
la Tierra de los Sauces y los límites de Ossiriand, y nadie estaba a salvo en
los campos ni en las tierras salvajes. Doriath no había caído por cierto, y los
recintos de Nargothrond estaban escondidos; pero Morgoth les prestaba poca
atención, fuera porque supiera poco de ellos, o porque aún no les había llegado
la hora en los oscuros designios de su propia malicia. Muchos huyeron a los
Puertos y buscaron refugio tras los muros de Círdan, y los marineros recorrían
las costas de arriba abajo y acosaban al enemigo en rápidos desembarcos. Pero
al año siguiente, antes de que llegara el invierno, Morgoth envió grandes
fuerzas sobre Hithlum y Nevrast, y descendieron por los ríos Brithon y Nenning,
y asolaron todas las Falas, y sitiaron los muros de Brithombar y Eglarest.
Llevaban consigo herreros y mineros y hacedores de fuego, e instalaron grandes
maquinarias, y con bravura, aunque se les opuso resistencia, quebrantaron por
fin los muros. Entonces los Puertos quedaron en ruinas y la torre de Barad
Nimras fue derribada; y la mayor parte del pueblo de Círdan fue muerta o
sometida a esclavitud. Pero algunos escaparon por mar en barcos; y entre ellos
estaba Ereinion Gil-galad, el hijo de Fingon, a quien su padre había enviado a
los Puertos después de la Dagor Bragollach.[3]
Este resto navegó con Círdan hacia el sur, a la isla de Balar, y construyeron
un refugio para todo aquel que pudiera llegar hasta allí; porque se
establecieron también en las desembocaduras del Sirion, y allí muchas naves
livianas y rápidas estaban escondidas en arroyos y aguas donde los juncos eran
densos como un bosque.
Y cuando Turgon supo de esto, envió de nuevo
mensajeros a las desembocaduras del Sirion, y pidió la ayuda de Círdan el carpintero
de barcos. A pedido de Turgon, Círdan construyó siete rápidos barcos, y
navegaron hacia el Occidente; pero no hubo nunca noticias de ellos en Balar,
salvo de uno, y fue la última. Los marineros de ese barco se esforzaron largo
tiempo en el mar, y por último, al volver desesperados, naufragaron en una gran
tormenta a la vista de las costas de la Tierra Media; pero uno de ellos fue
salvado por Ulmo de la ira de Ossë, y las olas lo sostuvieron y lo arrojaron a
las costas de Nevrast. Se llamaba Voronwë; y era uno de los mensajeros que
Turgon había enviado desde Gondolin.
Ahora el pensamiento de Morgoth estaba clavado en
Turgon; porque Turgon se le había escapado, y de todos sus enemigos era el que
más deseaba atrapar o destruir. Y ese pensamiento lo perturbaba y le estropeaba
la victoria, porque Turgon, de la poderosa casa de Fingolfin, era ahora por
derecho el rey de todos los noldor; y Morgoth temía y odiaba a la casa de
Fingolfin, porque ésta tenía la amistad de Ulmo, el enemigo de Angband, y por
las heridas que Fingolfin le había abierto con la espada. Y al que más temía
Morgoth de todos ellos era a Turgon; porque hacía ya mucho, en Valinor, la
mirada de Turgon se había fijado en él, y cada vez que se le acercaba una
sombra le oscurecía la mente, y tenía el presagio de que en un tiempo todavía
recóndito, la ruina le vendría de Turgon.(…)
(…)Por orden de Morgoth, los orcos recogieron con
gran trabajo los cuerpos de todos los caídos en la gran batalla, y todos sus
pertrechos y armas, y los apilaron en un montículo en medio de Anfauglith; y
era como una colina que podía verse desde lejos. Haudh-en-Ndengin la
llamaron los elfos, la colina de los Muertos, y Haudh-en-Nirnaeth, la colina
de las Lágrimas. Pero la hierba volvió allí, y creció de nuevo alta y verde
sobre esa colina, única en el desierto que Morgoth había provocado; y ninguna
criatura de Morgoth holló jamás ese suelo, donde las espadas enterradas de los eldar
y los edain se desmenuzaban en herrumbre.
III.LA CONVERSACIÓN DE HÚRIN Y DE MORGOTH
LOS HIJOS DE HÚRIN
(…)Húrin fue llevado ante Morgoth, porque Morgoth sabía, por sus artes
y sus espías, que Húrin tenía amistad con el rey de Gondolin; e intentó
intimidarlo con su mirada. Pero no era posible todavía intimidar a Húrin, y
desafió a Morgoth. Por tanto Morgoth lo hizo encadenar y le dio lento tormento;
pero al cabo de un tiempo le ofreció la posibilidad de optar entre la libertad
de ir donde le placiera o recibir poder y rango como el mayor de los capitanes
de Morgoth, con que sólo quisiera revelarle dónde tenía Turgon su fortaleza y
todo lo que supiese sobre los designios del rey. Pero Húrin el Firme se mofó de
él diciendo: —Eres ciego Morgoth Bauglir, y ciego serás siempre, pues ves tan
sólo la oscuridad. No conoces lo que rige el corazón de los hombres, y si lo conocieras,
no podrías darlo. Pero necio es quien acepta lo que ofrece Morgoth. Primero te
quedarías con el precio y luego faltarías a tu promesa; y yo sólo recibiría la
muerte si te dijera lo que pides.
Entonces Morgoth rio y dijo: —Todavía puede que anheles la muerte como
una merced. —Entonces llevó a Húrin a la Haudhen-Nirnaeth, que por entonces
estaba recién construida, y en la que se respiraba el hedor de la muerte; y
Morgoth lo puso en lo más alto de la torre y le ordenó que mirara al oeste,
hacia Hithlum, y que pensara en su esposa y en su hijo y en el resto de los
suyos.—Porque moran ahora en mi reino—dijo Morgoth—, y están a mi merced.
—No lo están—respondió Húrin—. Y no llegarás por ellos a Turgon; porque
ellos no conocen sus secretos.
La cólera dominó a Morgoth, y dijo: —Todavía he de tenerte a ti y a los
de tu maldita casa; y te quebrantará mi voluntad, aunque estuvieras hecho de
acero. —Y alzó una larga espada que allí había y la quebró ante los ojos de
Húrin, y un fragmento le hirió la cara; pero Húrin no cejó. Entonces Morgoth,
extendiendo sus largos brazos hacia Dor-lómin maldijo a Húrin y a Morwen y a su
prole diciendo: —¡Mira! La sombra de mi pensamiento estará dondequiera que
vayan, y mi odio los perseguirá hasta los confines del mundo.
Pero Húrin dijo: —Hablas en vano. Porque no puedes verlos ni
gobernarlos desde lejos: no mientras conserves estas formas y desees aún ser un
rey visible en la Tierra.
Entonces Morgoth se volvió a Húrin y dijo: —¡Necio, pequeño entre los hombres,
que son lo ínfimo entre todos cuantos hablan! ¿Has visto a los valar o medido
el poder de Manwë y Varda? ¿Conoces el alcance de lo que piensan? ¿O crees,
quizá, que su pensamiento puede llegar a ti y que han de escudarte desde lejos?
—No lo sé—dijo Húrin—. Pero bien pudiera ser así, si ellos lo
quisieran. Porque el Rey Mayor no ha de ser destronado mientras Arda perdure.
—Tú lo has dicho—dijo Morgoth—. Yo soy el Rey Mayor: Melkor, el primero
y más poderoso de los valar, que fue antes que el mundo, y que hizo el mundo.
La sombra de mi propósito se extiende sobre Arda, y todo lo que hay en ella
cede lenta e inflexiblemente a mi voluntad. Pero sobre todos los que tú ames mi
pensamiento pesará como una nube fatídica, y los envolverá en oscuridad y
desesperanza. Dondequiera que vayan, se levantará el mal. Toda vez que hablen,
sus palabras tendrán designios torcidos. Todo lo que hagan se volverá contra
ellos. Morirán sin esperanza, maldiciendo a la vez la vida y la muerte.
Pero Húrin respondió: —¿Olvidas con quién hablas? Las mismas cosas
dijiste hace mucho a nuestros padres; pero escapamos de tu sombra. Y ahora
tenemos conocimiento de ti, porque hemos contemplado las caras de los que han
visto la Luz, y hemos escuchado las voces de los que han hablado con Manwë.
Antes que Arda fuiste, pero otros también; y tú no hiciste Arda. Ni tampoco
eres el más poderoso; porque has malgastado tu fuerza en ti mismo y la has
prodigado en tu propio vacío. No eres más que un esclavo de valar, un esclavo
fugitivo, y las cadenas todavía te esperan.
—Te has aprendido las lecciones de tus amos de memoria—dijo Morgoth—.
Pero de nada te servirá un conocimiento tan infantil ahora que todos han huido.
—Esto último te diré entonces, esclavo Morgoth—dijo Húrin—, y no
proviene de la ciencia de los eldar, sino que me aparece en el corazón en esta
hora. No eres el Señor de los hombres y no lo serás, aunque toda Arda y el
Menel caigan bajo tu dominio. No perseguirás a los que te rechazan más allá de
los círculos del mundo.
—Más allá de los círculos del mundo no los perseguiré—dijo Morgoth—porque
nada hay allí. Pero dentro de ellos no se me escaparán en tanto no entren en la
Nada.
—Mientes—dijo Húrin.
—Ya lo verás, y confesarás que no miento—dijo Morgoth. Y llevando a
Húrin de nuevo a Angband, lo sentó en una silla de piedra sobre un sitio
elevado de Thangorodrim, desde donde podía ver a lo lejos la tierra de Hithlum
al oeste y las tierras de Beleriand al sur. Allí quedó sujeto por el poder de
Morgoth; y Morgoth, de pie al lado de él, lo maldijo otra vez y le impuso su
poder de manera que Húrin no podía ni moverse ni morir, en tanto Morgoth no lo
liberara.
—Ahora quédate ahí sentado—dijo Morgoth—, y contempla las tierras donde
aquellos que me has entregado conocerán el mal y la desesperación. Porque has
osado burlarte de mí y has cuestionado el poder de Melkor, Amo de los destinos
de Arda. Por tanto, con mis ojos verás y con mis oídos oirás, y nada te será
ocultado.
IV.LA PARTIDA DE TÚRIN
LOS HIJOS DE HÚRIN
Tres hombres solamente encontraron por fin el camino de regreso a
Brethil, a través de Taur-nu-Fuin, una ruta peligrosa; y cuando Glóredhel, hija de Hador, supo de la caída
de Haldir, se apenó y murió.
A Dor-lómin no llegaban nuevas. Rían, esposa de Huor, huyó perturbada a
las tierras salvajes; pero recibió la ayuda de los elfos grises de las colinas
de Mithrim, y cuando Tuor nació, ellos lo criaron. Pero Rían fue al Haudh-en-Nirnaeth,
y allí se tendió en el suelo y murió.
Morwen Eledhwen permaneció en Hithlum, silenciosa y entristecida. Su
hijo Túrin sólo había alcanzado el noveno año de vida, y ella estaba de nuevo
encinta. Eran los suyos días de pesadumbre. Los hombres del este habían
invadido la tierra en crecido número, y trataron cruelmente al pueblo de Hador,
y les quitaron todo cuanto tenían, y los sometieron a esclavitud. Se llevaron
consigo a toda la gente de la tierra patria de Húrin que podía trabajar o
servir a algún propósito, aún a las niñas y los niños, y a los viejos los
mataron o los abandonaron para que murieran de hambre. Pero no se atrevieron a
poner manos sobre la señora de Dor-lómin o a arrojarla de la casa; porque la
voz corría entre ellos de que era peligrosa, y una bruja que tenía trato con
los demonios blancos: porque así llamaban ellos a los elfos, a quienes odiaban,
pero a quienes todavía más temían. Por esta razón también temían y evitaban las
montañas, en las que muchos de los eldar se habían refugiado, especialmente al
sur de la tierra; y después de saquear y expoliar, los hombres del este se
retiraron al norte. Porque la casa de Húrin se levantaba en el sureste de Dor-lómin
y las montañas estaban cerca de ella; Nen Lalaith en verdad descendía de una
fuente bajo la sombra de Amon Darthir, que estaba recorrida por un desfiladero
de escarpadas paredes. Por este desfiladero los osados podían cruzar Ered
Wethrin, y descender por la vertiente del Glithul a Beleriand. Pero esto no lo
sabían los hombres del este, ni tampoco Morgoth; porque todo ese país, mientras
duró la casa de Fingolfin, estaba a salvo de Morgoth, y nunca ninguno de sus
sirvientes iba allí. Pensaba que Ered Wethrin era un muro inexpugnable, tanto
para los que pretendieran escapar desde el norte como para quienes quisieran
atacar desde el sur; y no había en verdad otro pasaje para los que no tuvieran
alas entre Serech y el lejano oeste donde Dor-lómin limitaba con Nevrast.
Así sucedió que después de las primeras correrías, Morwen fue dejada en
paz, aunque había hombres que acechaban en los bosques, y era peligroso
arriesgarse muy lejos. Todavía estaban bajo la protección de Morwen, Sador el
carpintero y unos pocos viejos y viejas, y Túrin, a quien no dejaba salir del
patio enclaustrado. Pero la casa de Húrin no tardó en empezar a deteriorarse, y
aunque Morwen trabajaba duro, estaba reducida a la pobreza y habría pasado
hambre si no hubiera sido por la ayuda que le enviaba en secreto Aerin,
pariente de Húrin; porque un tal Brodda, uno de los hombres del este, la había
convertido en su esposa por la fuerza. La limosna le era amarga a Morwen, pero
aceptaba esta ayuda por Túrin y el vástago no nacido aún, y porque, como decía
ella, le venía de lo que le pertenecía. Porque era este tal Brodda quien se
había apoderado de la gente, los bienes y el ganado de la tierra de Húrin, y se
los había llevado a sus propias posesiones. Era un hombre audaz, pero poco
considerado entre los suyos antes de llegar a Hithlum; y así, ávido de riqueza,
estaba dispuesto a hacerse de tierras que otros de su especie no codiciaban. A
Morwen la había visto una vez cuando en una correría había cabalgado hasta la
casa de ella; pero un gran temor lo había dominado. Le pareció que había visto
los ojos de un demonio blanco; tuvo miedo de que un gran mal le ocurriera, y no
saqueó la casa ni descubrió a Túrin; de no haber sido así, corta habría sido la
vida del heredero del legítimo señor.
Brodda convirtió en esclavos a los Cabezas de Paja, como llamaba al
pueblo de Hador, e hizo que le construyeran un palacio de madera en las tierras
que se extendían al norte de la casa de Húrin; y guardaba los esclavos detrás
de una empalizada, pero mal protegida. Entre ellos había algunos que aún no se
habían acobardado, y estaban dispuestos a ayudar a la señora de Dor-lómin incluso
hasta arriesgar la vida, y de ellos llegaban en secreto nuevas de la tierra a
Morwen, aunque había pocas esperanzas en esas noticias. Pero Brodda tomó a
Aerin como esposa y no como esclava, porque había pocas mujeres entre los de su
propia comitiva, y ninguna que pudiera compararse con las hijas de los edain; y
tenía esperanzas de convertirse en un señor de esa tierra y tener un heredero
que le sucediera.
De lo que había acaecido o lo que podría acaecer en los días por venir,
Morwen le debía poco a Túrin; y él temía importunarla con preguntas. Cuando los
hombres del este llegaron por primera vez a Dor-lómin, le había preguntado: —¿Cuándo
volverá mi padre a arrojar de aquí a estos feos ladrones? ¿Por qué no vuelve?
Y Morwen le había respondido: —No lo sé. Puede que lo hayan matado, o
que lo tengan cautivo; o también puede que haya sido arrastrado lejos, y que no
pueda abrirse paso hasta nosotros, entre los enemigos que nos rodean.
—Entonces creo que está muerto—dijo Túrin, y ante su madre contuvo las
lágrimas—; porque nadie podría impedirle que volviera a ayudarnos, si estuviera
vivo.
—No creo que ninguna de esas dos cosas sea cierta, hijo mío—dijo Morwen.
Con el paso del tiempo el temor por su hijo Túrin, heredero de Dor-lómin‚
oscurecía el corazón de Morwen; porque no veía otra esperanza para él que la de
que se convirtiera en esclavo de los hombres del este. Por tanto, recordó las
palabras intercambiadas con Húrin y su pensamiento se volvió otra vez hacia
Doriath; y resolvió por fin enviar a Túrin allí en secreto, si le era posible,
y rogarle al rey Thingol que le diera albergue. Y mientras se estaba sentada y
cavilaba cómo hacerlo, oyó claramente en su pensamiento la voz de Húrin que le
decía: —¡Ve de prisa! ¡No me esperes! —Pero ya el parto se avecinaba, y el
camino sería duro y peligroso; cuantos más fueran, menores serían las
posibilidades de escapar. Y el corazón la engañaba todavía con esperanzas
inconfesadas; y dentro de ella una voz le decía que Húrin no estaba muerto, y
aguardaba el sonido de sus pasos en la insomne vela de la noche, o despertaba
creyendo que había oído en el patio el relincho de Arroch, el caballo de Húrin.
Además, aunque estaba dispuesta a que su hijo se criara en recintos ajenos,
según la costumbre de la época, era una humillación para su orgullo vivir de la
limosna aunque fuera la de un rey. Por tanto, la voz de Húrin, o el recuerdo de
su voz, no fue escuchada, y así se tejió la primera hebra del destino de Túrin.
Ya terminaba el otoño del Año de la Lamentación antes que Morwen se
resolviera, y entonces tuvo prisa; porque el tiempo en que era posible viajar
era breve, pero temía que Túrin fuera atrapado si esperaba a que el invierno
acabara. Los hombres del este merodeaban en derredor del patio enclaustrado y
espiaban la casa. Por tanto, le dijo repentinamente a Túrin: —Tu padre no
viene. De modo que has de partir, y de prisa. Así lo habría deseado él.
—¿Partir?—exclamó Túrin—. ¿A dónde partiremos? ¿Por sobre las montañas?
—Sí—dijo Morwen—, por sobre las montañas, hacia el sur. El sur... quizá
haya allí alguna esperanza. Pero no hablé de nosotros, hijo mío. Tú has de partir; yo me quedaré.
—¡No puedo partir solo!—dijo Túrin—. No te dejaré. ¿Por qué no podemos
irnos juntos?
—Yo no puedo ir—dijo Morwen—. Pero no partirás solo. Enviaré a Gethron
contigo, y también a Grithnir quizá.
—¿No enviarás a Labadal?—preguntó Túrin.
—No, pues Sador es cojo—dijo Morwen—, y el camino será duro. Y como eres
mi hijo y éstos son días sombríos, hablaré sin rodeos: puede que mueras en el
camino. El año ya está avanzado. Pero si te quedas, tu fin será peor todavía:
te convertirás en esclavo. Si deseas ser un hombre, ahora que estás cerca de
serlo, harás lo que te digo con valor.
—Pero ¿te dejaré sola con Sador y Ragnir el ciego y las viejas?—dijo
Túrin—. ¿No dijo mi padre que era yo el heredero de Hador? El heredero ha de
quedarse en la casa de Hador, y defenderla. ¡Ojalá tuviera ahora mi cuchillo!
—El heredero tendría que quedarse, pero no puede hacerlo—dijo Morwen—.
Pero puede retornar un día. Ahora ¡ánimo! Yo te seguiré si las cosas empeoran;
si puedo.
—Pero ¿cómo me encontrarás, perdido en el desierto?—dijo Túrin; y de
pronto el corazón le flaqueó y se echó a llorar abiertamente.
—Cuanto más lloriquees, más pronto te encontrarán—dijo Morwen—. Pero yo
sé a dónde vas, y si llegas allí y allí te quedas, te encontraré, si puedo.
Porque te envío al rey Thingol de Doriath. ¿No prefieres ser huésped de un rey
antes que un esclavo?
—No lo sé—respondió Túrin—. No sé qué es un esclavo.
—Te envío lejos para que no tengas que aprenderlo—respondió Morwen.
Entonces puso a Túrin delante de ella y le miró los ojos como si estuviera
tratando de leer en ellos un acertijo—. Es duro, Túrin, hijo mío—dijo por fin—.
No para ti solamente. Me es difícil en días tan sombríos decidir lo que más
conviene. Pero hago lo que me parece bien; pues ¿por qué he de separarme de lo
más caro de cuanto me queda?
Ya no hablaron más de esto, y Túrin estaba afligido y desconcertado. A
la mañana fue en busca de Sador, que había estado cortando maderos para el
fuego, pues no se atrevían a errar por los bosques, y tenían poca leña. Estaba
ahora inclinado sobre la muleta y miraba la gran silla de Húrin, que había sido
arrojada a un rincón, sin terminar. —Tendré que destruirla—dijo—, pues en estos
días sólo pueden atenderse las más extremas necesidades.
—No la rompas todavía—dijo Túrin—. Quizá vuelva a casa y le gustará ver
lo que hiciste para él en su ausencia.
—Las falsas esperanzas son más peligrosas que el miedo—dijo Sador—, y
no nos mantendrán abrigados en los días invernales. —Acarició las molduras de
la madera y suspiró. —He perdido tiempo—dijo—, aunque las horas transcurrieron
placenteras. Pero estas cosas tienen corta vida; y la alegría de hacerlas es su
único fin verdadero, supongo. Y ahora daría igual que te devolviera tu regalo.
Túrin extendió la mano, pero la retiró de prisa. —Los hombres no
recuperan lo que regalan—dijo.
—Pero si es mío, ¿no puedo darlo a quien yo quiera?—dijo Sador.
—Sí—dijo Túrin—, salvo a mí. Pero ¿por qué querrías darlo?
—No tengo esperanzas de utilizarlo en tareas dignas—le dijo Sador—. No
hay otro trabajo para Labadal, en los días por venir, que el trabajo de
esclavo.
—¿Qué es un esclavo?—preguntó Túrin.
—Un hombre que fue un hombre, pero que es tratado como una bestia—respondió
Sador—. Que es alimentado sólo para que se mantenga vivo, que es mantenido vivo
sólo para trabajar, que trabaja sólo por miedo al dolor o a la muerte. Y de
estos bandidos puede recibir el dolor y la muerte sólo por diversión. He oído
que escogen a algunos de los más ligeros de pies y les dan caza con perros. Han
aprendido más de prisa de los orcos que nosotros de la hermosa gente.
—Ahora entiendo mejor las cosas—dijo Túrin.
—Es una lástima que tengas que entenderlas tan temprano—dijo Sador;
luego, viendo la extraña mirada de Túrin—: ¿Qué es lo que entiendes ahora?
—Por qué quiere alejarme mi madre—dijo Túrin con los ojos llenos de
lágrimas.
—¡Ah!—exclamó Sador, y musitó para sí—: ¿Por qué con tanto retraso?—Luego,
volviéndose hacia Túrin, dijo: —No me parece ésa una noticia para derramar
lágrimas. Pero no has de hablar en alta voz de los designios de tu madre con Labadal
ni con nadie. Todas las paredes y los cercados tienen orejas en este tiempo,
orejas que no crecen en nobles cabezas.
—¡Pero yo tengo que hablar con alguien!—dijo Túrin—. siempre te he
contado cosas. No quiero dejarte, Labadal. No quiero dejar esta casa ni a mi
madre.
—Pero si no lo haces—dijo Sador—, pronto la casa de Hador habrá llegado
a su fin para siempre, como tienes que entenderlo ahora. Labadal no quiere que
te vayas; pero Sador, servidor de Húrin, se sentirá más feliz cuando el hijo de
Húrin esté fuera del alcance de los hombres del este. Bien, bien, es imposible
evitarlo: tenemos que decirnos adiós. ¿No quieres tomar mi cuchillo como regalo
de despedida?
—¡No!—dijo Túrin—. Voy con los elfos, con el rey de Doriath, dice mi
madre. Allí tendré cosas como esa. Pero no podré enviarte regalos, Labadal.
Estaré lejos y completamente solo. —Entonces Túrin lloró; pero Sador le dijo:
—¡Vaya, pues! ¿Dónde está el hijo de Húrin? Porque no hace mucho le oí
decir: Iré de soldado con un rey de los elfos no bien pueda.
Entonces Túrin contuvo las lágrimas y dijo: —Muy bien, si ésas fueron
las palabras del hijo de Húrin he de ser fiel a ellas y me iré. Pero cada vez
que digo que haré esto o lo otro, resulta muy diferente llegado el momento.
Ahora me voy de mala gana. He de tener cuidado y no decir esas cosas.
—Sería mejor, en verdad—dijo Sador—. Así la mayoría de los hombres lo
enseñan y pocos lo aprenden. Déjense en paz los días que aún no se ven. El de
hoy es más que suficiente.
Ahora bien, Túrin se aprontó para el viaje y se despidió de su madre y
partió en secreto con sus dos compañeros. Pero cuando éstos le dijeron que se
volviera a contemplar la casa paterna, la angustia de la separación lo hirió
como una espada, y gritó: —¡Morwen, Morwen! ¿Cuándo te volveré a ver? —Pero
Morwen, de pie en el umbral, oyó el eco de ese grito en las colinas boscosas y
se aferró al pilar de la puerta hasta que los dedos se le desgarraron. Éste fue
el primero de los dolores de Túrin.
A principios del año que siguió a la partida de Túrin, Morwen dio a luz
a una niña y la llamó Niënor, que significa Luto; pero Túrin estaba
ya lejos cuando ella nació. Largo y penoso fue el camino de Túrin, porque el
poder de Morgoth se había acrecentado; pero tenía como guías a Gethron y
Grithnir, que habían sido jóvenes en los días de Hador, y aunque ahora eran
viejos, eran valientes y conocían bien las tierras, porque habían viajado a
menudo por Beleriand en otros tiempos. Así, ayudados por el destino y su propio
coraje, cruzaron las montañas Sombrías, y llegados al valle del Sirion,
penetraron en el bosque de Brethil; y por fin, cansados y macilentos, llegaron
a los confines de Doriath. Pero allí se desconcertaron, y se enredaron en los
Laberintos de la Reina, y erraron perdidos entre los árboles sin senderos hasta
que ya no tuvieron nada para comer. Allí no estuvieron lejos de la muerte,
porque el invierno descendía frío desde el norte; pero no era tan leve el
destino de Túrin. Mientras yacían sumidos en la desesperación, oyeron el sonido
de un cuerno. Beleg Arco Firme cazaba en esa región, porque vivía cerca de la
frontera de Doriath, y era quien mejor conocía los bosques en aquel tiempo. Oyó
sus gritos y acudió a ellos, y cuando les hubo dado de comer y de beber, se
enteró de sus nombres y de dónde venían, y se llenó de asombro y de piedad. Y
contempló con agrado a Túrin, porque tenía la belleza de su madre y los ojos de
su padre, y era lozano y fuerte.
—¿Qué don querrías del rey Thingol?—le preguntó Beleg al muchacho.
—Ser uno de sus caballeros para cabalgar contra Morgoth y vengar a mi
padre—dijo Túrin.
—Eso bien puede ser cuando los años te hayan fortificado—dijo Beleg—.
Porque aunque eres todavía pequeño, tienes la actitud de un hombre valiente,
digno hijo de Húrin el Inmutable, si ello fuera posible.—Porque el nombre de
Húrin era honrado en toda la tierra de los elfos. Por tanto, de buen grado
Beleg sirvió de guía a los viajeros, y los llevó a la morada que compartía por
entonces con otros cazadores, y allí recibieron albergue mientras un mensajero
se encaminaba a Menegroth. Y cuando llegó la noticia de que Thingol y Melian
recibirían al hijo de Húrin y a sus custodios, Beleg los condujo por caminos
secretos al reino escondido.
Así llegó Túrin al gran puente que cruzaba el Esgalduin, y pasó por los
portales de las estancias de Thingol; y, niño aún, contempló las maravillas de
Menegroth que ningún hombre mortal había visto antes, salvo Beren solamente.
Entonces Gethron comunicó el mensaje de Morwen a Thingol y Melian; y Thingol
los recibió con bondad y puso a Túrin sobre su rodilla en honor a Húrin, el más
poderoso de entre los hombres, y de Beren, su pariente. Y todos los que estaban
presentes se maravillaron, porque era signo de que Thingol aceptaba a Túrin
como hijo adoptivo; y eso no era cosa que hicieran los reyes por aquel
entonces, ni lo hizo nunca otra vez un señor elfo con hombre alguno. Entonces
Thingol le dijo: —Aquí, hijo de Húrin, estará tu hogar; y toda mi vida te
tendré por hijo, aunque seas hombre. Se te impartirá una sabiduría mucho mayor
que la de los hombres mortales, y las armas de los elfos estarán en tus manos.
Quizá llegue el tiempo que reconquistes las tierras de tu padre en Hithlum;
pero reside ahora aquí en el amor de todos nosotros.
Así empezó la estadía de Túrin en Doriath. Durante un tiempo se
quedaron con él Gethron y Grithnir, sus custodios, aunque anhelaban volver otra
vez con su señora en Dor-lómin. Entonces la vejez y la enfermedad ganaron a
Grithnir, y se quedó junto a Túrin hasta que murió; pero Gethron partió, y
Thingol envió con él a una escolta que lo guiara y protegiera, y llevaban unas
palabras de Thingol para Morwen. Llegaron por fin a la casa de Húrin, y cuando
Morwen supo que Túrin había sido recibido con honor en las estancias de
Thingol, tuvo menos pena; y los elfos llevaban también ricos regalos de Melian,
y un mensaje por el que se la invitaba a volver con el pueblo de Thingol a
Doriath. Porque Melian era sabia y previsora, y esperaba de ese modo evitar el
mal que se preparaba en el pensamiento de Morgoth. Pero Morwen no quiso
abandonar su casa, porque su corazón no había cambiado, y conservaba todo su
orgullo; además Niënor era una niña de pecho. Por tanto, despidió a los elfos
de Doriath con agradecimiento, y les dio como regalo las últimas pequeñas cosas
de oro que aún conservaba, ocultando la pobreza que la afligía; y les pidió que
le llevaran a Thingol el yelmo de Hador. Pero Túrin esperaba ansioso el regreso
de los mensajeros de Thingol; y cuando éstos volvieron solos, huyó a los
bosques y lloró, porque conocía la invitación de Melian, y había tenido grandes
esperanzas de que Morwen viniera. Éste fue el segundo dolor de Túrin. Cuando
los mensajeros le comunicaron la respuesta de Morwen, Melian comprendió y se
apiadó de ella; y vio que no era fácil evitar el hado que ella presentía.
El yelmo de Hador fue puesto en manos de Thingol. Ese yelmo estaba
hecho de acero gris y adornado de oro, y en él habían grabado las runas de la
victoria. Tenía un poder que protegía a quien lo llevara de heridas y de
muerte, porque la espada que en él diera se quebraría, y el dardo que le
golpeara caería a un lado. Había sido hecho por Telchar, el renombrado herrero
de Nogrod. Tenía una visera (como las que los enanos usan en sus fraguas para
cuidarse los ojos), y la cara de quien lo llevase metería
miedo en el corazón de cuantos la vieran, pero en cambio estaría protegida del
dardo y del fuego. En la cresta tenía montada la imagen dorada y desafiante de
la cabeza de Glaurung el dragón; porque el yelmo había sido hecho poco después
de que Glaurung saliera por primera vez de las puertas de Morgoth. A menudo
Hador, y Galdor después de él, lo habían llevado en la guerra;
y los corazones de las huestes de Hithlum se enardecían cuando lo veían
sobresalir en medio de la batalla, y gritaban: —¡De más valor es el Dragón de Dor-lómin que el gusano dorado de Angband! —Pero en verdad este yelmo no había
sido hecho para hombres, sino para Azaghâl, señor de Belegost, que fue muerto
por Glaurung en el Año de la Lamentación. Azaghâl se lo dio a Maedhros como
galardón por haberle salvado la vida y por el tesoro que había guardado cuando
los orcos lo atacaron en el Camino de los Enanos en Beleriand Oriental. Maedhros
lo envió luego como regalo a Fingon, con quien intercambiaba a menudo señales
de amistad, al recordar cómo Fingon había hecho que Glaurung volviera rechazado
a Angband. Pero en toda Hithlum no había cabeza ni hombros bastante robustos
como para soportar el yelmo de los enanos, salvo los de Hador y su hijo Galdor.
Fingon, por tanto, se lo dio a Hador cuando éste recibió el señorío de Dor-lómin.
Por mala suerte Galdor no lo llevaba cuando defendía Eithel Sirion, porque el
ataque fue repentino y acudió con la cabeza descubierta a los muros y una
flecha disparada por los orcos le atravesó un ojo. Pero Húrin no podía soportar
el yelmo con facilidad, y de cualquier modo desdeñaba llevarlo, pues decía: —Prefiero
mirar a mis enemigos con mi propio rostro. —No obstante, consideraba el yelmo
entre las mayores heredades de su casa.
Ahora bien, Thingol tenía en Menegroth inmensas armerías, repletas de
una gran riqueza en armas: mallas labradas en metal como escamas de peces, y
brillantes como el agua a la luz de la luna; espadas y hachas, escudos y yelmos
forjados por el mismo Telchar o por su maestro Gamil Zirak el viejo, o por
herreros elfos todavía más hábiles. Porque algunas cosas las había recibido
como regalos traídos de Valinor, y eran obra de Fëanor, el maestro herrero,
cuyo arte nunca ha sido igualado desde que el mundo es mundo. No obstante,
Thingol sostuvo el yelmo de Hador como si sus propios tesoros fueran escasos, y
habló con palabras corteses diciendo: —Orgullosa era la cabeza que soportó este
yelmo, que los mayores de Húrin soportaron.
Entonces se le ocurrió una idea, y llamó a Túrin y le dijo que Morwen
le había enviado a su hijo una cosa de gran poder, la heredad de sus padres. —Recibe
ahora la Cabeza del Dragón del norte—dijo—, y cuando llegue el día, llévala
para bien. —Pero Túrin era demasiado pequeño todavía para levantar el yelmo, y
no hizo caso de él por la pena que tenía en el corazón.
V.TÚRIN EN DORIATH
LOS HIJOS DE HÚRIN
En sus años de infancia pasados en Doriath, Túrin era vigilado por
Melian, aunque rara vez la veía. Pero había una doncella llamada Nellas que
vivía en los bosques; y a pedido de Melian, seguía los pasos de Túrin por si se
extraviaba en el bosque, y a menudo lo encontraba allí como si fuera por
casualidad. De Nellas, Túrin aprendió mucho sobre las costumbres y las
criaturas silvestres de Doriath, y ella le enseñó a hablar la lengua sindarin
según la manera del viejo reino, más antigua, más cortés y más rica en hermosas
palabras. Así, por un breve tiempo, se le aligeró el ánimo, hasta que la sombra
lo oprimió otra vez, y esa amistad se desvaneció como una mañana de primavera.
Porque Nellas no iba a Menegroth, y no estaba nunca dispuesta a andar bajo
techos de piedra; de modo que cuando la niñez de Túrin quedó atrás, y dedicó
sus pensamientos a los asuntos de los hombres, la vio cada vez con menor
frecuencia, y por último dejó de buscarla. Pero ella lo vigilaba todavía, aunque
ahora se mantenía oculta.
Nueve años vivió Túrin en las estancias de Menegroth. Tenía el corazón
y los pensamientos puestos siempre en los suyos, y de vez en cuando le traían
alguna noticia, que lo consolaba. Porque Thingol enviaba mensajeros a Morwen
con tanta frecuencia como le era posible, y ella enviaba palabras para su hijo;
así supo Túrin que su hermana Niënor crecía en belleza, una flor en el gris del
norte, y la pesadumbre de Morwen se aliviaba. Y Túrin creció en estatura hasta
que fue alto entre los hombres, y su fuerza y temeridad alcanzaron renombre en
el reino de Thingol. En esos años aprendió mucha ciencia, y escuchaba con ansia
las historias de los días antiguos; y se volvió pensativo y parco en palabras.
A menudo Beleg Arco Firme iba a Menegroth en su busca, y lo conducía lejos por
el campo enseñándole los caminos del bosque y el manejo del arco y (lo que a él
más le gustaba) la esgrima de la espada; pero en las artesanías de la
fabricación no era tan hábil, pues no medía bien sus propias fuerzas, y con
frecuencia estropeaba lo que hacía con algún golpe súbito. En otros asuntos
tampoco la fortuna le era propicia, de modo que lo que se proponía a menudo no
llegaba a buen término, y no obtenía lo que deseaba; tampoco se hacía de amigos
fácilmente, pues no era alegre y rara vez reía, y una sombra envolvía su juventud.
No obstante, era amado y estimado por quienes lo conocían bien, y recibía todos
los honores de hijo adoptivo del rey.
Empero, había uno que le envidiaba este honor, cada vez más a medida
que Túrin se hacía hombre: Saeros, hijo de Ithilbor, lo llamaban. Era uno de
los noldor que se habían refugiado en Doriath después de la caída del señor
Denethor en Amon Ereb, en la primera batalla de Beleriand. Estos elfos vivían
casi todos en Arthórien, entre el Aros y el Celon, en el este de Doriath,
errando a veces más allá del Celon por las tierras desiertas; y no eran amigos
de los edain desde que éstos atravesaron Ossiriand y se establecieron en
Estolad. Pero Saeros moraba sobre todo en Menegroth, y se ganó la estima del
rey; y era orgulloso, y trataba con altivez a los que consideraba de menor
condición y valor que él. Se hizo amigo de Daeron el trovador, porque también
él era hábil para el canto; y no sentía amor alguno por los hombres, y menos
todavía por cualquiera que fuese pariente de Beren Erchamion. —¿No es extraño—decía—que
esta tierra acoja a otro miembro de esa desdichada raza? ¿No hizo el otro ya
bastante daño a Doriath?—Por tanto, miraba de través a Túrin, criticando lo que
hacía cada vez que se presentaba la ocasión. Si se encontraba con Túrin a
solas, le hablaba con altivez y le mostraba claramente su desprecio; y Túrin
estaba cansándose de él, aunque por mucho tiempo contestó con el silencio a sus
torcidas palabras, porque Saeros era grande entre los del pueblo de Doriath y
consejero del rey. Pero el silencio de Túrin displacía a Saeros tanto como lo
que decía.
En el año que Túrin cumplió los diecisiete años, se le reavivó la pena;
porque en ese tiempo dejó de recibir noticias de su hogar. Año a año había
crecido el poder de Morgoth, y toda Hithlum estaba ahora bajo su sombra. Sin
duda sabía mucho de lo que hacía la parentela de Húrin, y no los molestó por un
tiempo, a la espera de la consumación de sus designios; pero ahora, había
apostado una estrecha vigilancia en todos los pasos de las montañas Sombrías,
para que nadie pudiera salir de Hithlum ni entrar en ella, salvo con gran
peligro, y los orcos pululaban alrededor de las fuentes del Narog y del
Teiglin, y por el curso superior de las aguas del Sirion. Así, llegó un momento
en que los mensajeros de Thingol ya no volvieron, y él no estuvo dispuesto a
enviar a ningún otro. Siempre le había disgustado que alguien se alejara más
allá de las fronteras protegidas, y en nada había demostrado mejor voluntad a
Húrin y a su parentela que en el hecho de haber enviado a gentes de su pueblo
por los peligrosos caminos que conducían a Morwen en Dor-lómin.
Pues bien, el corazón de Túrin se llenó de pesadumbre al no saber qué
nuevo mal acechaba, y temiendo que un hado desdichado se cerniera sobre Morwen
y Niënor; y por muchos días permaneció sentado en silencio, pensando en la
caída de la casa de Hador y de los hombres del norte. Luego se puso en pie y
fue al encuentro de Thingol; y lo encontró sentado junto con Melian bajo Hírilorn,
la gran haya de Menegroth.
Thingol miró a Túrin asombrado al ver de pronto frente a él, en lugar
de su niño adoptivo, a un hombre y a un extraño, alto, de oscuros cabellos, que
lo miraba con ojos profundos en una cara blanca. Entonces Túrin le pidió a
Thingol cota de malla, espada y escudo, y reclamó el Yelmo del Dragón de Dor-lómin;
y el rey le concedió lo que pedía diciendo: —Te asignaré un lugar entre mis
caballeros de la espada; porque la espada será siempre tu arma. Con ellos
puedes aprender a guerrear en las fronteras, si tal es tu deseo.
Pero Túrin dijo: —Mi corazón me insta a ir más allá de las fronteras de
Doriath; antes prefiero atacar las fuerzas del Enemigo, que defender los
confines de la tierra.
—Entonces has de partir solo—dijo Thingol—. El papel que desempeñe mi
pueblo en la guerra con Angband, lo dicto según mi mejor parecer, Túrin, hijo
de Húrin. No he de enviar ahora fuerzas de armas de Doriath; ni en tiempo
alguno que pueda prever todavía.
—Pero eres libre de ir donde te plazca, hijo de Morwen—dijo Melian—. El
Cinturón de Melian no estorba la partida de los que entraron en él con nuestro
permiso.
—A no ser que un buen consejo te retenga—le dijo Thingol.
—¿Cuál es vuestro consejo, señor?—preguntó Túrin.
—En estatura pareces un hombre—respondió Thingol—, pero sin embargo no
has alcanzado todavía la plenitud de la edad. Cuando ese momento llegue,
entonces quizá puedas recordar a los tuyos; pero hay poca esperanza de que un hombre
solo pueda hacer más contra el Señor Oscuro que ayudar a la defensa de los
señores elfos, en tanto ella pueda durar.
Entonces Túrin dijo: —Beren, mi pariente, hizo más.
—Beren y Lúthien—dijo Melian—. Pero eres en exceso audaz al hablarle
así al padre de Lúthien. No es tan alto tu destino, según creo, Túrin, hijo de
Morwen, aunque tu hado esté entretejido con el del pueblo de los elfos, para
bien o para mal. Ten cuidado de que no sea para mal. —Luego, al cabo de un
silencio, habló otra vez diciendo: —Vete ahora, hijo adoptivo; y escucha el
consejo del rey. No obstante, no creo que permanezcas mucho con nosotros en
Doriath después de que seas un verdadero hombre. En días por venir, recuerda
las palabras de Melian, será para tu bien: teme a la vez el calor y la frialdad
de tu corazón.
Entonces Túrin hizo una reverencia y se despidió. Y poco después se
puso el Yelmo del Dragón, y se armó, y se dirigió a las fronteras
septentrionales a unirse con los guerreros elfos, trenzados en guerra incesante
con los orcos y todos los sirvientes y las criaturas de Morgoth. Así, aún
apenas salido de la niñez, su fuerza y su coraje fueron puestos a prueba; y
recordando los males sufridos por los suyos, era siempre el primero en hechos
de atrevimiento, y recibió muchas heridas de lanza y de flecha y de las
retorcidas espadas de los orcos.
Pero su hado lo libró de la muerte; y la nueva corrió entre los bosques
y se oyó más allá de Doriath: el Yelmo del Dragón de Dor-lómin había vuelto a
verse. Entonces muchos se asombraron diciendo: —¿Es posible que el espíritu de
Hador o de Galdor el de Alta Talla haya vuelto de entre los muertos? ¿O en
verdad Húrin de Hithlum ha escapado de los fosos de Angband?
En ese tiempo sólo uno era más poderoso que Túrin entre los guardianes
de la frontera de Thingol, y ése era Beleg Cúthalion; y Beleg y Túrin eran
compañeros en todos los peligros; y juntos se alejaban internándose a lo largo
y a lo ancho de los vastos bosques.
Así transcurrieron tres años, y en ese tiempo Túrin iba rara vez a las
estancias de Thingol; y ya no cuidaba la apariencia ni las vestiduras, y
llevaba los cabellos desgreñados, y la cota de malla cubierta de una capa gris
y desgastada por la intemperie. Pero sucedió en el tercer verano, cuando Túrin
tenía veinte años, que deseando descansar y necesitado de ciertos trabajos de
herrería para la reparación de sus armas, llegó inesperadamente a Menegroth al
caer la tarde; y entró en la sala. Thingol no se encontraba allí, porque había
salido a la floresta en compañía de Melian, como le gustaba hacerlo a veces en
pleno verano. Túrin se dirigió a un asiento inadvertidamente, porque estaba
fatigado por el viaje y ensimismado en sus pensamientos; y por mala suerte se
acercó a una mesa entre los mayores del reino y se sentó precisamente en el
sitio que acostumbraba ocupar Saeros. Saeros, que llegó tarde, se enfadó
creyendo que Túrin lo había hecho por orgullo y con intención de ofenderlo; y
no disminuyó su enfado el hecho de que los que había allí sentados no
rechazaran a Túrin, sino que le dieran la bienvenida.
Por un rato Saeros fingió un igual talante y ocupó otro asiento a la
mesa frente al de Túrin.
—Rara vez el guardián de la frontera nos favorece con su compañía—dijo—,
y de buen grado le cedo mi asiento de costumbre, por la oportunidad de
conversar con él.
Y muchas otras cosas le dijo a Túrin, pidiéndole nuevas sobre la
frontera, y que le contara sus hazañas en el descampado; pero aunque sus
palabras parecían amables, el tono de burla era evidente. Entonces Túrin se
cansó y miró alrededor y conoció la amargura del exilio; y a pesar de la luz y
las risas de las estancias élficas, sus pensamientos se volvieron a Beleg y a
la vida que con él llevaba en los bosques, y de allí, más lejos todavía, a
Morwen en Dor-lómin en casa de su padre; y frunció el entrecejo, tan negros
eran entonces sus pensamientos, y nada contestó a Saeros. Y éste, creyendo que
el mal gesto le estaba dirigido, ya no reprimió su enfado; y tomó un peine de
oro y lo arrojó delante de Túrin diciendo: —Sin duda, hombre de Hithlum,
viniste de prisa a esta mesa y es posible disculpar el mal estado de tu capa;
pero no es necesario que dejes tus cabellos desatendidos como un matorral de
malezas. Y quizá, si tuvieras los oídos destapados, oirías mejor lo que se te
dice.
Túrin no dijo nada, pero volvió los ojos a Saeros y había una chispa en
su negrura. Pero Saeros no hizo caso de la advertencia y devolvió la mirada con
desprecio, diciendo de modo que todos pudieran oírlo: —Si los hombres de
Hithlum son tan salvajes y fieros, ¿cómo serán las mujeres de esa tierra?
¿Corren como los ciervos vestidas sólo con sus cabellos?
Entonces Túrin alzó una copa y la arrojó a la cara de Saeros, que cayó
hacia atrás con gran daño; y Túrin desenvainó la espada y lo habría atacado si
Mablung el Cazador, que estaba junto a él, no lo hubiese retenido. Entonces
Saeros, poniéndose en pie, escupió sangre sobre la mesa, y habló desde una boca
quebrada: —¿Cuánto tiempo
daremos albergue a este hombre salvaje de los bosques? ¿Quién tiene mando aquí
esta noche? La ley del rey es dura para quien hiere a sus súbditos en las salas
del palacio; y para quienes desnudan la espada la proscripción es la menor
condena. ¡Fuera de la sala podría responderte, hombre salvaje de los bosques!
Pero cuando Túrin vio la sangre sobre la mesa, el ánimo se le enfrió; y
librándose de Mablung, abandonó la sala sin decir una palabra.
Entonces Mablung dijo a Saeros: —¿Qué mosca te ha picado esta noche?
Por este mal te hago responsable; y puede que la ley del rey juzgue que una
boca quebrada es una justa retribución por tus provocaciones.
—Si el cachorro ha recibido ofensa, que la exponga al juicio del rey—contestó
Saeros—. Pero aquí es inexcusable desenvainar espadas. Fuera de la sala, si el
salvaje me desafía, lo mataré.
—Eso me parece menos probable—replicó Mablung—, pero será una mala cosa
que alguien muera, más propia de Angband que de Doriath, y mayor será el mal
que de ella se engendre. En verdad creo que parte de la sombra del norte nos ha
alcanzado hoy. Ten cuidado, Saeros, hijo de Ithilbor, no sea que la voluntad de
Morgoth obre en tu orgullo, y recuerda que perteneces a los eldar.
—No lo olvido—dijo Saeros; pero no se apaciguó, y a medida que pasaba
la noche, su rencor crecía, alimentando deseos de venganza.
Por la mañana, cuando Túrin se disponía a abandonar Menegroth para
volver a las fronteras septentrionales, Saeros lo abordó corriendo tras él,
esgrimiendo una espada y con un escudo en el brazo. Pero Túrin, alerta,
entrenado en la vida de las tierras salvajes, lo vio con el rabillo del ojo, y
saltando a un lado, desenvainó con prontitud y se volvió hacia su enemigo. —¡Morwen—gritó—,
quien se haya burlado de ti pagará su escarnio!—Y hendió el escudo de Saeros y
entonces lucharon juntos con rápidas espadas. Pero Túrin había pasado largo
tiempo en dura escuela, y se había vuelto tan ágil como cualquier elfo, pero
más fuerte. Pronto dominó el lance, e hiriendo el brazo con que Saeros sostenía
la espada, lo tuvo a su merced. Entonces puso el pie sobre la espada que Saeros
había dejado caer. —Saeros—dijo—, tienes una larga carrera por delante, y tus
ropas serán un estorbo; el pelo te bastará. —Y arrojándolo por tierra, lo
desnudó, y Saeros sintió la gran fuerza de Túrin, y tuvo miedo. Pero Túrin dejó
que se pusiera en pie: —¡Corre!—le gritó—¡Corre! Y a no ser que seas tan veloz
como el ciervo, te ensartaré por detrás.
Y Saeros corrió internándose en el bosque, pidiendo frenéticamente socorro;
pero Túrin lo perseguía como un sabueso, y como quiera que Saeros corriera o
girara, tenía siempre la espada detrás de él, urgiéndolo a seguir adelante. Los
gritos de Saeros atrajeron a muchos otros a la cacería, pero sólo los más
rápidos de entre ellos podían mantenerse a la par de los corredores. Mablung
era quien iba adelante, y tenía la mente turbada, porque, aunque la provocación
le había parecido mal, «malicia que despierta a la mañana, es regocijo para
Morgoth antes que caiga la tarde»; y se tenía
además por ofensa avergonzar a nadie del pueblo de los elfos sin que el asunto
fuera sometido a juicio. Nadie sabía todavía entonces que Saeros había sido el
primero en atacar a Túrin y que lo habría matado de haberle sido posible.
—¡Detente, detente, Túrin!—gritó—. ¡Ésta es acción de orcos en los
bosques!—Pero Túrin le contestó:—¡Acción de orcos en los bosques por palabras
de orcos en la sala! —Y corrió otra vez en pos de Saeros; y éste, desesperando
de recibir ayuda y creyendo que la muerte lo seguía de cerca por detrás,
continuó corriendo hasta que llegó de pronto a la orilla donde una corriente
que alimentaba al Esgalduin fluía a través de unas rocas afiladas por una
hendidura demasiado ancha para atravesarla de un salto. Allí Saeros, empujado
por un gran temor, intentó saltar; pero el pie le resbaló en la orilla opuesta
y cayó lanzando un grito penetrante, y se estrelló contra una gran piedra que
había en el agua. Así terminó su vida en Doriath; y Mandos lo retendría durante
mucho tiempo.
Túrin miró el cuerpo que yacía en la corriente y pensó: —¡Desdichado
necio! Desde aquí lo habría dejado volver andando a Menegroth. Ha puesto ahora
sobre mí una culpa inmerecida. —Y se volvió y miró sombrío a Mablung y sus
compañeros que ahora llegaban y se detenían junto a él en la orilla. Luego, al
cabo de un silencio, Mablung dijo: —¡Ay! Pero vuelve ahora con nosotros, Túrin,
que el rey ha de juzgar estos hechos.
Pero Túrin dijo: —Si el rey fuera justo, me juzgaría inocente. Pero,
¿no era éste uno de sus consejeros? ¿Por qué un rey justo habría de tener por
amigo un corazón malicioso? Abjuro de su Ley y de su juicio.
—Tus palabras son insensatas—dijo Mablung, aunque en su corazón sentía
piedad por Túrin—. No querrás ocultarte en los bosques. Te ruego que nos
acompañes de regreso, como amigo. Y habrá otros testimonios. Cuando el rey sepa
la verdad, puedes esperar su perdón.
Pero Túrin estaba cansado de las estancias de los elfos y temía ser retenido
en cautiverio; y le dijo a Mablung: —Me niego a lo que me pides. No he de
buscar el perdón de Thingol por nada; e iré ahora donde su justicia no pueda
alcanzarme. No tienes sino dos opciones: dejarme ir en libertad o matarme, si
eso conviene a tu ley. Porque sois muy pocos para atraparme vivo.
Vieron en sus ojos que lo que decía era verdad, y lo dejaron partir; y
Mablung dijo: —Una muerte ya es bastante.
—Yo no la quise, pero no guardo duelo por ella—dijo Túrin—. Que Mandos
le haga justicia; y si alguna vez vuelve a las tierras de los vivos, ojalá
tenga más tino. ¡Adiós!
—Vete en libertad—dijo Mablung—, pues tal es tu deseo. Pero no tengo
esperanzas de nada bueno si te vas de este modo. Tienes una sombra en el
corazón. Que no se haya oscurecido todavía más cuando volvamos a vernos.
No contestó Túrin a eso, sino que los dejó y se fue de prisa nadie supo
a dónde.
Se dice que cuando Túrin no regresó a las fronteras septentrionales de
Doriath, y no se tenía de él noticia alguna, Beleg Arco Firme fue él mismo a
Menegroth a buscarlo; y con pesadumbre en el corazón escuchó la historia de la
huida de Túrin.
Poco después, Thingol y Melian volvieron a su palacio, pues ya menguaba
el verano; y cuando el rey escuchó el informe de lo que había sucedido dijo:—Es
éste un asunto grave que debo escuchar en su totalidad. Aunque Saeros, mi
consejero, esté muerto y Túrin, mi hijo adoptivo, haya huido, mañana me sentaré
en la silla del juicio y volveré a escucharlo todo en el orden debido antes de
pronunciar mi sentencia.
Al día siguiente, el rey se sentó en su trono en la sala del juicio, y
a su alrededor estaban todos los principales y ancianos de Doriath. Entonces se
oyó a muchos testigos, entre los cuales Mablung habló más y con mayor claridad.
Y mientras relataba la pelea de la mesa, al rey le pareció que el corazón de
Mablung se inclinaba hacia Túrin.
—¿Hablas como amigo de Túrin, hijo de Húrin?—preguntó Thingol.
—Lo era, pero he amado la verdad más y durante más tiempo—respondió
Mablung—. ¡Escuchadme hasta el final, señor!
Entonces todo se investigó y se dijo, hasta las palabras de despedida
de Túrin; y por último Thingol suspiró y dijo: —¡Ay! ¿Cómo se ha infiltrado
esta sombra en mi reino? Tenía a Saeros por fiel y prudente; pero si viviera
conocería mi cólera, pues fue maligna su provocación, y lo culpo de todo lo que
sucedió en la sala. En esto tiene Túrin mi perdón. Pero haber avergonzado a
Saeros y haberlo perseguido hasta su muerte son males mayores que la ofensa, y
estos hechos no puedo pasarlos por alto. Son señal de un corazón duro y
orgulloso.
Entonces Thingol guardó silencio, pero por fin volvió a hablar con
tristeza. —No hay
gratitud en éste, mi hijo adoptivo, y es hombre en exceso orgulloso para su
condición. ¿Cómo he de albergar a alguien que me desprecia y desprecia a mi
ley, o perdonar a quien no se arrepiente? Por tanto, he de desterrar a Túrin,
hijo de Húrin, del reino de Doriath. Si intenta volver, me será traído para que
lo juzgue; y hasta que no pida perdón a mis pies, no será ya hijo mío. Si
alguien considera esto injusto, que hable.
Hubo silencio en la sala, y Thingol levantó la mano para pronunciar su
sentencia. Pero en ese momento Beleg entró de prisa y gritó: —¡Señor! ¿Puedo
hablar?
—Llegas tarde—dijo Thingol—. ¿No fuiste invitado con los demás?
—Es cierto, señor—respondió Beleg—, pero me retrasé; buscaba a alguien
que conocía. Traigo ahora por fin un testigo que debe ser escuchado antes que
dictéis vuestra sentencia.
—Todos los que tenían algo que decir fueron convocados—dijo el rey—.
¿Qué puede decir él ahora que tenga más peso?
—Vos juzgaréis cuando lo hayáis oído—dijo Beleg—. Concededme esto, si
he merecido alguna vez vuestra gracia.
—Te está concedido—dijo Thingol. —Entonces Beleg salió, y trajo de la
mano a la doncella Nellas, que vivía en los bosques y jamás iba a Menegroth; y
ella tenía miedo, tanto de la gran sala con columnas como del techo de piedra,
y también de los muchos ojos que la miraban. Y cuando Thingol le pidió que
hablase, dijo: —Señor, estaba yo sentada
en un árbol—pero luego vaciló en respetuoso temor ante el rey, y no le fue
posible decir nada más.
Se sonrió el rey entonces y dijo: —Otros han hecho lo mismo, pero no
sintieron necesidad de venir a decírmelo.
—Otros lo han hecho en verdad—dijo ella, animada por la sonrisa—. ¡Aún
Lúthien! En ella estaba pensando esa mañana, y en Beren, el hombre.
A eso Thingol no contestó y no siguió sonriendo, sino que esperó a que
Nellas continuara hablando.
—Porque Túrin me recordó a Beren—dijo por fin—. Son parientes, según se
nadie ha dicho, y algunos pueden ver este parentesco: los que miran de cerca.
Entonces Thingol se impacientó. —Es posible que así sea—dijo—. Pero
Túrin, hijo de Húrin, se ha ido menospreciando el respeto que me debe, y ya no
lo verás para leer en él el parentesco. Porque ahora pronunciaré mi sentencia.
—¡Señor rey!—exclamó ella entonces—. Tened paciencia conmigo y dejadme
hablar primero. Estaba sentada en un árbol para ver partir a Túrin; y vi a
Saeros salir del bosque con espada y escudo y saltar sobre Túrin que estaba
desprevenido.
Hubo entonces un murmullo en la sala; y el rey levantó la mano
diciendo: —Traes a mis oídos nuevas más graves que lo que parecía probable.
Presta atención ahora a todo lo que dices; porque ésta es una corte de
justicia.
—Así me lo ha dicho Beleg—respondió ella—, y sólo por eso me he
atrevido a venir aquí, para que Túrin no fuera juzgado mal. Es valiente, pero
también piadoso. Lucharon, señor, esos dos, hasta que Túrin despojó a Saeros de
espada y escudo; pero no lo mató. Por tanto, no creo que quisiera finalmente su
muerte. Si Saeros fue sometido a la vergüenza, era una vergüenza que se había
ganado.
—A mí me corresponde juzgar—dijo Thingol—. Pero lo que has dicho
gobernará mi juicio. —Entonces interrogó a Nellas con detalle; y por fin se
volvió a Mablung diciendo: —Me extraña que Túrin no te haya dicho nada de esto.
—Pues no lo hizo—dijo Mablung—. Y si hubiera hablado de ello, otras
habrían sido mis palabras de despedida.
—Y otra será mi sentencia ahora—dijo Thingol—. ¡Escuchadme! La falta
que pudo haber en Túrin la perdono, pues ha sido ofendido y provocado. Y dado
que fue en verdad, como él lo dijo, uno de los miembros de mi consejo el que lo
maltrató, no ha de buscar él este perdón, sino que yo se lo enviaré dondequiera
pueda encontrárselo; y lo traeré de nuevo con honores a mis estancias.
Pero cuando esta sentencia fue pronunciada, Nellas de pronto se echó a
llorar. —¿Dónde podrá encontrárselo?—dijo—.
Ha abandonado nuestra tierra y el mundo es vasto.
—Será buscado—dijo Thingol. Entonces se puso en pie, y Beleg se llevó a
Nellas de Menegroth; y le dijo: —No llores; porque si Túrin vive todavía y anda
por las tierras salvajes, lo encontraré aunque fracasen todos los demás.
Al día siguiente Beleg fue ante Thingol y Melian y el rey le dijo: —Aconséjame,
Beleg; porque estoy apenado. Recibí al hijo de Húrin como hijo propio, y así ha
de seguir siendo, a no ser que el mismo Húrin vuelva de las sombras a reclamar
lo suyo. No quiero que nadie diga que Túrin fuera echado con injusticia al
desierto y de buen grado lo recibiría de nuevo; porque lo quise bien.
Y Beleg respondió: —Dadme permiso, señor—respondió Beleg—, y en vuestro
nombre repararé este mal, si puedo. Porque la hombría que Túrin prometía no
debe quedar reducida a la nada en las tierras salvajes. Doriath lo necesita, y
esa necesidad aumentará. Y yo también lo quiero.
Entonces Thingol dijo a Beleg: —¡Ahora tengo esperanzas en la búsqueda!
Ve con mi buena voluntad y, si lo encuentras, protégelo y guíalo tanto como te
sea posible. Beleg Cúthalion, mucho tiempo has sido el mejor en la defensa de
Doriath, y por numerosas acciones de valor y sabiduría te has ganado mi
agradecimiento. Consideraré la mayor de todas que encuentres a Túrin. En esta
despedida, pídeme cualquier cosa y nada te negaré.
—Pido entonces una espada de valor—solicitó Beleg—; porque los orcos
son ahora demasiados y están demasiado cerca para un solo arco, y la hoja de
que dispongo no es rival para su armadura.
—Escoge entre todas las que tengo—dijo Thingol—, exceptuando sólo
Aranrúth, la mía.
Entonces Beleg escogió Anglachel, que era una espada de gran fama,
llamada así porque fue forjada con hierro que cayó del cielo como una estrella
resplandeciente; podía penetrar cualquier metal extraído de la tierra. En la
Tierra Media, sólo una espada podía comparársele. Esa espada no interviene en
esta historia, aunque fue forjada del mismo metal por el mismo herrero; y ese
herrero era Eöl, el elfo oscuro, que desposó a Aredhel, hermana de Turgon. Eöl
le dio Anglachel a Thingol, con gran pesar como pago a cambio de que se le
permitiera vivir en Nan Elmoth; pero guardó la otra espada, Anguirel, su
compañera, hasta que se la robó Maeglin, su hijo.
Pero cuando Thingol tendió la empuñadura de Anglachel a Beleg, Melian
miró la hoja, y dijo: —Hay maldad en esta espada. El corazón del herrero sigue
morando en ella, y era un corazón oscuro. No amará la mano a la que sirva, y
tampoco estará contigo mucho tiempo.
—No obstante, la empuñaré mientras pueda—dijo Beleg; y dando gracias al
rey tomó la espada y partió. Con muchos peligros, buscó en vano por toda
Beleriand noticias de Túrin, y ese invierno pasó, y también la primavera que lo
siguió.
VI.TÚRIN ENTRE LOS PROSCRITOS
LOS HIJOS DE HÚRIN
Aquí continúa la historia de Túrin. Éste, creyéndose un proscrito
perseguido por el rey, no volvió con Beleg a las fronteras septentrionales de
Doriath, sino que partió hacia el oeste, y abandonando en secreto el reino guardado,
se dirigió a los bosques al sur del Teiglin. Allí, antes de la Nirnaeth, muchos
hombres habían morado en viviendas aisladas; eran en su mayoría del pueblo de
Haleth, pero no tenían señor alguno y vivían de la caza y también de la
agricultura, criando cerdos con bellotas y despejando terrenos en los bosques,
que luego cercaban contra la flora silvestre. Pero la mayor parte había sido
por entonces aniquilada o había huido a Brethil, y toda esa región vivía en el
temor de los orcos y los proscritos. Porque en ese tiempo de ruina, hombres sin
casa y desesperados, despojos de batallas y derrotas en tierras devastadas,
extraviaron la buena senda, y algunos eran hombres que habían huido al
descampado, perseguidos por sus malas acciones. Cazaban y recolectaban los
alimentos que podían; pero en invierno, cuando los acosaba el hambre, eran tan
temibles como los lobos, y gaurwaith, los licántropos, los llamaban aquellos que todavía defendían sus
casas. Unos cincuenta de esos hombres se habían unido en una banda, y erraban
en los bosques más allá de las fronteras occidentales de Doriath; y apenas eran
menos odiados que los orcos, porque había entre ellos gente descastada, dura de
corazón, que guardaban rencor contra los de su propia especie.
El más torvo entre ellos era uno llamado Andróg, que había sido
perseguido en Dor-lómin por haber dado muerte a una mujer; y otros también
provenían de esa tierra: el viejo Algund, el de más edad de la banda, que había
huido de la Nirnaeth, y Forweg, como se llamada a sí mismo, el capitán de la
banda, un hombre de cabellos rubios y ojos brillantes de mirada huidiza,
corpulento y audaz, pero muy apartado de las leyes de los edain y del pueblo de
Hador. Se habían vuelto muy cautelosos y ponían exploradores o guardianes a su
alrededor, avanzaran o se mantuvieran quietos en un sitio; y de ese modo no
tardaron en conocer que Túrin se encontraba en aquellos parajes. Le siguieron
el rastro y lo rodearon; y de pronto, al salir a un claro junto a un arroyo,
Túrin se encontró dentro de un círculo de hombres con arcos tensos y espadas
desenvainadas.
Entonces Túrin se detuvo, pero no mostró ningún temor. —¿Quiénes sois?—preguntó—.
Creí que sólo los orcos asaltaban a los hombres; pero veo que estaba
equivocado.
—Quizá tengas que lamentar el error—le dijo Forweg—, porque ésta es
nuestra guarida, y no permitimos que otros hombres entren en ella. Les cobramos
la vida como prenda, a no ser que lleguen a pagar un rescate.
Entonces Túrin rio. —No obtendréis un rescate de mí—dijo—, descastado y
proscrito. Podréis registrarme cuando esté muerto, pero os costará caro comprobar
la verdad de mis palabras.
No obstante, su muerte parecía cercana, porque muchas flechas se
apoyaban en las cuerdas a la espera de la orden del capitán; y ninguno de sus
enemigos estaba al alcance de un salto con la espada esgrimida. Pero Túrin, que
vio unas piedras a sus pies junto a la orilla del arroyo, se inclinó
repentinamente; y en ese instante uno de los hombres, enfadado por sus
palabras, le disparó un venablo. Pero éste pasó volando sobre Túrin, que
irguiéndose como un resorte, arrojó una piedra con gran fuerza y puntería, y el
arquero cayó con el cráneo roto.
—Vivo podría seros de mayor utilidad en lugar de ese desdichado—dijo
Túrin; y volviéndose a Forweg, dijo—: Si eres el capitán, tus hombres no
deberían disparar sin que se les dé la orden.
—No lo permito—dijo Forweg—; pero la reprimenda no se ha hecho esperar.
Te aceptaré en su lugar si haces más caso de mis palabras.
Entonces dos de los proscritos clamaron contra Túin, y uno era un
amigo del hombre caído. Hurlad se llamaba. —Extraño modo de ingresar en un
grupo de compañeros—dijo—, matando a uno de sus mejores hombres.
—No sin desafío—le dijo Túrin—. Pero ¡venid, pues! Os haré frente a los
dos juntos, con armas o la sola fuerza; y entonces veréis si no soy apto para
reemplazar a uno de vuestros mejores hombres. —Entonces avanzó hacia ellos;
pero Hurlad se retiró y no quiso pelear. El otro arrojó su arco y miro a Túrin
de arriba abajo; y este hombre era Andróg de Dor-lómin.
—No puedo rivalizar contigo—dijo por fin sacudiendo la cabeza—. No creo
que haya nadie aquí que pueda. Por mi parte, puedes unirte a nosotros. Pero hay
algo de extraño en tu apariencia; eres un hombre peligroso. ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Neithan el Ofendido—dijo Túrin, y Neithan lo llamaron en adelante los proscritos; pero aunque les dijo que había
sufrido una injusticia (y a cualquiera que declarara lo mismo, prestaban un
oído demasiado atento), no reveló nada más acerca de su vida y su patria. No
obstante, ellos advirtieron que había caído de una situación elevada, y que aunque
no tenía otra cosa que sus armas, éstas eran de hechura élfica. Pronto se ganó
el aprecio de todos, porque era fuerte y valiente, y tenía más conocimiento que
ellos de los bosques, y confiaban en él, porque no era codicioso y pensaba poco
en sí mismo; pero le tenían miedo por causa de sus súbitas cóleras, que rara
vez entendían.
A Doriath, Túrin no podía volver, o su orgullo no se lo permitía; nadie
era admitido en Nargothrond desde la caída de Felagund. Al pueblo menor de
Haleth en Brethil, no se dignaba ir; y a Dor-lómin no se atrevía, pues estaba
estrechamente vigilado, y un hombre solo en aquel tiempo, pensaba, no podía
atravesar los pasos de las montañas de la Sombra. Por tanto, Túrin se quedó con
los proscritos, pues la compañía de cualquier hombre hacía más soportables las
asperezas de las tierras salvajes y como deseaba vivir y no podía estar
luchando siempre con ellos, no se empeñó demasiado en impedirles sus malas
acciones. No obstante a veces la piedad y la vergüenza despertaban en él, y
estallaba entonces en una cólera peligrosa. Así vivió hasta el final de ese año
y soportó las privaciones y el hambre del invierno, hasta que la animación
llegó, y después una hermosa primavera.
Ahora bien, en los bosques del sur del Teiglin, como se dijo, vivían
todavía algunos hombres, resistentes y cautelosos, aunque en número escaso. A
pesar de que no querían a los gaurwaith, y no sentían por ellos ninguna piedad,
en el crudo invierno ponían los alimentos que les sobraban donde los gaurwaith
pudieran encontrarlos; y así esperaban evitar el ataque de la banda de
hambrientos. Pero obtenían menos gratitud de los proscritos que de las bestias
y las aves, y eran sobre todo los perros y las cercas los que los defendían.
Porque cada vivienda tenía grandes setos alrededor de terrenos despejados, y en
torno de las casas había una zanja y un vallado; y había senderos de vivienda a
vivienda, y los hombres podían pedir ayuda en momentos de necesidad haciendo
sonar un cuerno.
Pero cuando llegaba la primavera, era peligroso para los gaurwaith
demorarse cerca de las casas de los hombres del bosque, que solían reunirse para
perseguirlos; y por tanto a Túrin le extrañaba que Forweg no diera orden de
alejarse. Había más caza y alimento y menos peligro en el sur, donde ya no
quedaban hombres. Entonces un día Túrin echó en falta a Forweg y también a
Andróg, su amigo; y preguntó dónde estaban, pero sus compañeros se rieron.
—Se ocupan de sus propios asuntos, supongo—dijo Ulrad—. Volverán
pronto, y entonces nos pondremos en marcha. De prisa, quizá; porque seremos
afortunados si no traen tras ellos las abejas de las colmenas.
El sol brillaba y las jóvenes hojas verdeaban; y Túrin se cansó del
sórdido campamento de los proscritos, y se alejó a solas por el bosque. A pesar
de sí mismo recordaba el reino escondido, y le parecía oír el nombre de las
flores de Doriath como ecos de una vieja lengua casi olvidada. Pero de pronto
oyó gritos, y de una espesura de avellanos salió corriendo una joven; tenía la
ropa desgarrada por los espinos, y estaba muy asustada, y tropezó y cayó al
suelo jadeando. Entonces Túrin saltó hacia la espesura con la espada
desenvainada, y derribó a un hombre que salía de ella a la carrera; y sólo en
el momento mismo de asestar el golpe, vio que era Forweg.
Pero mientras miraba asombrado la sangre sobre la hierba, apareció
Andróg y se detuvo también, atónito. —¡Una mala obra, Neithan!—exclamó y
desenvainó la espada; pero el ánimo de Túrin se había enfriado, y dijo a Andróg—:
¿Dónde están pues los orcos? ¿Los habéis dejado atrás para socorrerla?
—¿Orcos?—le dijo Andróg—. ¡Necio! Y te llamas un proscrito. Los proscritos
no conocen otra ley que la de la necesidad. Cuídate de las tuyas, Neithan, y
deja que nosotros cuidemos de las nuestras.
—Así lo haré—dijo Túrin—. Pero hoy nuestros caminos se han cruzado. Me
dejarás a mí esta mujer, o te unirás a Forweg.
Andróg rio. —Si así está la cosa, haz como quieras—dijo—. No pretendo
medirme a solas contigo, pero puede que nuestros compañeros tomen a mal esta
muerte.
Entonces la mujer se puso en pie y puso una mano sobre el brazo de
Túrin. Miró la sangre y miró a Túrin, y había alegría en sus ojos. —¡Matadlo,
señor! ¡Matadlo también a él! Y luego venid conmigo. Si traéis sus cabezas,
Larnach, mi padre, no se sentirá disgustado. Por dos «cabezas de
lobo» ha recompensado bien a los
hombres.
Pero Túrin le preguntó a Andróg: —¿Queda lejos su casa?
—A una milla, poco más o menos—respondió—, en una casa cercada en
aquella dirección. Ella se estaba paseando fuera.
—Vuelve, pues, de prisa—dijo Túrin volviéndose a la mujer—. Dile a tu
padre que te guarde mejor. Pero no cortaré las cabezas de mis compañeros para
comprar su favor ni el de nadie.
Entonces envainó la espada. —¡Ven!—le dijo a Andróg—. Volveremos. Pero
si quieres dar sepultura a tu capitán, tendrás que hacerlo solo. Date prisa,
pues puede cundir la alarma. ¡Trae sus armas!
La mujer se fue por los bosques, y miró atrás muchas veces antes de que
los árboles la ocultaran. Entonces Túrin siguió su camino sin decir ya nada
más, y Andróg lo miró partir, y frunció el entrecejo como quien trata de
resolver un acertijo.
Cuando Túrin volvió al campamento de los proscritos, los encontró
inquietos e incómodos; porque habían permanecido ya mucho tiempo en un mismo
sitio, cerca de casas bien guardadas, y murmuraban en contra de Forweg. —Corre
riesgos a nuestras expensas—decían—; y otros pueden tener que pagar por sus
placeres.
—Entonces escoged un nuevo capitán—dijo Túrin irguiéndose delante de ellos—. Forweg ya no puede conduciros
porque está muerto.
—¿Cómo lo sabes?—preguntó Ulrad—. ¿Buscaste miel en la misma colmena?
¿Lo picaron las abejas?
—No—dijo Túrin—. Una picadura bastó. Yo lo maté. Pero perdoné a Andróg
y pronto volverá. —Entonces contó todo lo acaecido, reprochando a los que
cometían tales acciones; y mientras todavía estaba hablando, volvió Andróg cargando
las armas de Forweg. —¡Mira, Neithan!—exclamó—. No ha cundido la alarma. Quizá
ella tiene esperanzas de volver a encontrarte.
—Si me haces bromas—dijo Túrin—, lamentaré haberle escatimado tu
cabeza. Cuenta ahora tu historia, y sé breve.
Entonces Andróg contó sin faltar demasiado a la verdad todo cuanto
había sucedido. —Me pregunto qué tendría que hacer Neithan allí—dijo—. No lo
que nosotros, parece. Porque cuando yo aparecí ya había matado a Forweg. A la
mujer eso la alegró, y le ofreció ir con él pidiéndole nuestras cabezas como
precio nupcial. Pero él no la quiso y la despidió; de modo que no sé adivinar
qué tendría en contra del capitán. Me dejó la cabeza sobre los hombros, lo cual
le agradezco, aunque me intriga.
—Niego entonces tu pretensión de pertenecer al pueblo de Hador—dijo
Túrin—. A Uldor el Maldito perteneces más bien, y tendrías que prestar
servicios en Angband. Pero ¡escuchadme ahora!—exclamó dirigiéndose a todos—. Os
doy dos opciones. Me escogeréis como capitán en lugar de Forweg, o de lo
contrario tendréis que dejarme partir. Yo gobernaré ahora esta comunidad, o la
abandonaré. Pero si deseáis matarme, ¡intentadlo! Lucharé con todos vosotros
hasta que esté muerto... o estéis muertos vosotros.
Entonces muchos hombres cogieron sus armas, pero Andróg gritó: —¡No! La
cabeza que él no rebanó no carece de juicio. Si luchamos, más de uno morirá
innecesariamente antes de que matemos al mejor hombre que hay entre nosotros. —Entonces
se echó a reír. —Como sucedió cuando se nos unió, sucede ahora otra vez; y
puede conducirnos a una mejor fortuna que el mero merodear por estercoleros
ajenos.
Y el viejo Algund dijo: —El mejor de entre nosotros. Tiempo hubo que
habríamos hecho lo mismo si nos hubiéramos atrevido; pero hemos olvidado mucho.
Quizá al final nos conduzca a casa.
Se le ocurrió entonces a Túrin que a partir de esa pequeña banda,
podría conquistar un libre señorío propio. Pero miró a Algund y Andróg y dijo: —¿A
casa, dices? Altas y frías se interponen las montañas de la Sombra. Detrás de
ellas está el pueblo de Uldor, y en derredor las legiones de Angband. Si tales
cosas no os amilanan, siete veces siete hombres, puede que entonces os conduzca
a casa. Pero, ¿hasta dónde, antes de morir?
Todos guardaron silencio. Entonces Túrin habló otra vez. —¿Me escogéis
como vuestro capitán? Entonces os conduciré primero a las tierras salvajes,
lejos de las casas de los hombres. Quizá allí encontremos mejor fortuna, quizá
no; pero al menos no nos ganaremos el odio de los de nuestra propia especie.
Entonces todos los que pertenecían al pueblo de Hador lo rodearon y lo
escogieron como capitán; y los demás, no de tan buen grado, los imitaron. E
inmediatamente se los llevó lejos de ese país.
Muchos mensajeros había enviado Thingol en busca de Túrin dentro de
Doriath y en las tierras cercanas a las fronteras; pero en el año que siguió a
su huida lo buscaron en vano, porque nadie sabía ni podía adivinar que
estuviera con los proscritos y los enemigos de los hombres. Cuando llegó el
invierno, volvieron ante el rey, todos excepto Beleg. Pues cuando todos los
demás hubieron partido, continuó buscando, solo.
Pero en Dimbar, y a lo largo de las fronteras septentrionales de
Doriath, nada marchaba bien. El Yelmo del Dragón ya no se veía en la batalla, y
también se echaba en falta a Arco Firme; y los sirvientes de Morgoth se
envalentonaron, y crecían de continuo en número y atrevimiento. El invierno
llegó y pasó, y con la primavera se renovaron los ataques: Dimbar fue invadida
y los hombres de Brethil tenían miedo, porque el mal rondaba ahora en todas las
fronteras, salvo en la del sur.
Había transcurrido ya casi un año desde la huida de Túrin, y todavía
Beleg lo buscaba, con esperanzas cada vez más escasas. Fue hacia el norte en el
curso de sus viajes, a los cruces del Teiglin, y allí, al oír malas nuevas de
una nueva incursión de orcos venidos de Taur-nu-Fuin, se volvió y llegó por
casualidad a las casas de los hombres de los bosques poco después que Túrin
abandonara esa región. Allí escuchó una extraña historia que circulaba entre
ellos. Un hombre alto y de noble porte, o un guerrero elfo según algunos, había
aparecido en los bosques y había matado a uno de los gaurwaith y rescatado a la
hija de Larnach, a quien perseguían. —Era un hombre orgulloso—dijo la hija de
Larnach a Beleg—, con ojos muy brillantes que apenas se dignaron mirarme. No
obstante llamaba a los hombres lobo sus compañeros, y no dio muerte a otro que
allí se encontraba, y éste lo conocía por su nombre. Neithan, lo llamó.
—¿Puedes descifrar este acertijo?—preguntó Larnach al elfo.
—Sí, puedo, desdichadamente—dijo Beleg—. El hombre de quien me habláis
es uno que yo busco. —Nada más les dijo de Túrin, pero les advirtió del mal que
crecía en el norte. —Pronto los orcos asolarán esta región con fuerzas
demasiado grandes como para que podáis resistiros—dijo—. Ha llegado el año en
que tendréis que sacrificar vuestra libertad o vuestras vidas. ¡Id a Brethil
mientras todavía hay tiempo!
Entonces Beleg siguió de prisa su camino, y buscó la guarida de los
proscritos y los signos que pudieran indicarle a dónde iban. No tardó en
encontrar estos signos; pero Túrin llevaba varios días de ventaja y marchaba
muy rápido temiendo la persecución de los hombres de los bosques, y utilizaba
todas las artes de que disponía para derrotar o desorientar a cualquiera que
intentase seguirlos. Condujo a sus hombres hacia el oeste, lejos de los hombres
de los bosques y de las fronteras de Doriath, hasta que llegaron al extremo
septentrional de las grandes tierras altas que se alzaban entre los valles del
Sirion y el Narog. Allí la tierra era más seca, y el bosque terminaba
abruptamente a los pies de una cordillera. Abajo podía verse el antiguo Camino
del Sur, que subía desde los cruces del Teiglin para pasar junto al extremo
occidental de las llanuras pantanosas, en dirección a Nargothrond. Allí los
proscritos vivieron con cautela durante un tiempo, permaneciendo rara vez dos
noches en el mismo campamento, y dejando pocas huellas de su paso o estancia. Así
fue que aun Beleg los buscó en vano. Guiado por signos que podía leer, o por lo
que le decían las criaturas silvestres con las que podía hablar se acercaba a
menudo a ellos, pero cuando llegaba la guarida estaba siempre desierta; porque
mantenían una guardia alrededor, de día y de noche, y al menor rumor de que
alguien se aproximaba levantaban campamento de prisa y se iban. —¡Ay!—exclamó—¡Demasiado
bien enseñé a este hijo de hombres las artes de los bosques y los campos! Casi
podría pensarse que es ésta una banda de elfos. —Pero ellos sabían que un
infatigable perseguidor al que no podían ver les seguía la pista, y no podían
esquivarlo, y se inquietaron.
No mucho después, como Beleg había temido, los orcos atravesaron el
Brithiach, y resistidos con todas las fuerzas de que pudo disponer Handir de
Brethil, se encaminaron hacia el sur por los cruces del Teiglin en busca de
botín. Muchos de los hombres de los bosques habían seguido el consejo de Beleg
y habían enviado a sus mujeres y a sus hijos a pedir refugio en Brethil. Éstos
y sus escoltas escaparon atravesando a tiempo los cruces; pero los hombres
armados que iban detrás fueron alcanzados por los orcos y cayeron derrotados.
Unos pocos se abrieron camino luchando, y llegaron a Brethil, pero muchos
fueron muertos o hechos prisioneros; y los orcos asaltaron las casas y las
saquearon y las incendiaron. Después se volvieron hacia el oeste en busca del Camino,
porque deseaban ahora regresar al norte tan pronto como pudieran junto con los
cautivos y el botín.
Pero los exploradores de los proscritos no tardaron en enterarse de la
presencia de Beleg; y aunque poco se cuidaban de los cautivos, codiciaban el botín
tomado a los hombres de los bosques. A Túrin le parecía peligroso manifestarse
a los orcos en tanto no supiesen cuántos eran; pero los proscritos no le
hicieron caso, porque tenían necesidad de muchas cosas en tierras desiertas, y
algunos empezaban a lamentar que estuviera al mando. Por tanto, escogiendo a un
tal Orleg como único compañero, Túrin fue a espiar a los orcos; y dejando el
mando de la banda a Andróg, le encomendó que se mantuviera cerca y bien
escondido.
Ahora bien, la hueste de los orcos era mucho más numerosa que la banda
de los proscritos, pero se encontraban en tierras que muy pocas veces habían
osado invadir, y sabían también que más allá del camino estaba la Talath
Dirnen, la Planicie Guardada, en la que vigilaban los exploradores y los espías
de Nargothrond; y presintiendo el peligro, avanzaban con precaución, y los
exploradores se deslizaban de árbol en árbol, a ambos lados de las líneas de la
frontera. Así fue que Túrin y Orleg fueron descubiertos, porque tres
exploradores tropezaron con ellos mientras yacían escondidos; y aunque mataron
a dos, el tercero escapó gritando: Golug! Golug! Ahora bien, ése era el nombre con que designaban a los noldor.
Inmediatamente el bosque se llenó de orcos que se adelantaban en silencio y lo
registraban a todo lo largo y todo lo ancho. Entonces Túrin, viendo que había
pocas esperanzas de escapar, pensó cuando menos en engañarlos y alejarlos del
escondite de sus hombres; y dándose cuenta por el grito de Golug que tenían miedo de los espías de Nargothrond, huyó con Orleg hacia el
oeste. No tardaron en perseguirlos, y por más que giraron y esquivaron al fin
tuvieron que salir del bosque; y allí los orcos los vieron, y cuando trataban
de cruzar el Camino, Orleg fue alcanzado por muchas flechas. Pero a Túrin lo
salvó la malla élfica y consiguió escapar, y por su rapidez y habilidad eludió
a sus enemigos internándose en tierras lejanas y extrañas. Entonces los orcos,
temiendo que los elfos de Nargothrond no fuesen advertidos, dieron muerte a los
cautivos y se dirigieron rápidamente al norte.
Ahora bien, cuando tres días hubieron transcurrido, y Túrin y Orleg no
regresaban, algunos de los proscritos quisieron abandonar la caverna en la que
se escondían; pero Andróg se opuso. Y mientras estaban en medio de este debate,
de pronto una figura gris se irguió ante ellos. Beleg los había encontrado por
fin. Avanzó sin arma alguna en las manos y mostrando las palmas; pero ellos
dieron un salto de miedo, y Andróg, acercándosele por detrás, le echó un lazo
corredizo y tiró de él amarrándole fuertemente los brazos.
—Si no queréis huéspedes, tendríais que mantener una mejor vigilancia—dijo
Beleg—. ¿Por qué me dais esta bienvenida? Vengo como amigo y sólo busco a un
amigo. Sé que lo llamáis Neithan.
—No se encuentra aquí—dijo Ulrad—, pero a menos que nos espíes desde
hace tiempo, ¿cómo sabes su nombre?
—Esta es la sombra que nos viene siguiendo los pasos—dijo Andróg—.
Ahora quizá nos enteremos de sus verdaderos propósitos. —Y ordenó que ataran a
Beleg a un árbol junto a la caverna; y cuando estuvo bien amarrado de manos y
de pies, lo interrogaron. Pero a todas sus preguntas Beleg daba sólo una
respuesta: —He
sido amigo de este Neithan desde que por primera vez lo encontré en los
bosques, y no era entonces más que un niño. Sólo lo busco por cariño y para
darle buenas nuevas.
—Matémosle y librémonos del espía—dijo Andróg, colérico, y miró con
codicia el arco de Beleg, porque él mismo era un arquero. Pero otros menos
duros de corazón hablaron contra él, y Algund le dijo: —El capitán todavía
puede volver, y te arrepentirás si se entera de que le has robado un amigo
junto con buenas nuevas.
—No doy crédito a las palabras de este elfo—dijo Andróg—. Es un espía
del rey de Doriath. Pero si tiene en verdad nuevas, que nos las diga; y
juzgaremos si ellas justifican que lo dejemos vivir.
—Esperaré a vuestro capitán—dijo Beleg.
—Te quedarás ahí hasta que hables—le dijo Andróg.
Entonces, a instancias de Andróg, dejaron a Beleg atado al árbol sin
alimentos ni agua; y se sentaron cerca comiendo y bebiendo; pero él ya no les
habló más. Cuando dos días y dos noches hubieron pasado de este modo, sintieron
enfado y temor, y estaban ansiosos por partir; y la mayoría estaba ahora
dispuesta a dar muerte al elfo. Así que avanzó la noche, se reunieron a su
alrededor, y Ulrad trajo un tizón del pequeño fuego que ardía junto a la boca
de la caverna. Pero en ese mismo momento regresó Túrin. Llegando en silencio,
como era su costumbre, se detuvo en las sombras más allá del anillo de hombres,
y vio la cara macilenta de Beleg a la luz del tizón.
Entonces se sintió como herido por una flecha, y como el súbito
descongelamiento de la escarcha, lágrimas por mucho tiempo retenidas le
llenaron los ojos. Dio un salto y se acercó corriendo al árbol. —¡Beleg, Beleg!—gritó—.
¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Y por qué te encuentras de ese modo? —Sin demora
cortó las ligaduras de su amigo y Beleg cayó hacia adelante en sus brazos.
Cuando Túrin hubo escuchado todo lo que los hombres estuvieron
dispuestos a decir, sintió enfado y pena; pero en un principio sólo prestó
atención a Beleg. Mientras lo atendía con toda la habilidad de que era capaz,
pensó en la vida que llevaba en el bosque, y su enfado se volvió contra él
mismo. Porque muchos forasteros habían muerto cuando se los sorprendía cerca de
la guarida de los proscritos, o habían sido asaltados por ellos, y él no lo
había impedido; y a menudo él mismo había hablado mal del rey Thingol y de los elfos
grises, de modo que tenía que compartir la culpa si se los trataba como a
enemigos. Entonces con amargura se volvió a los hombres. —Fuisteis crueles—dijo—,
y lo fuisteis sin necesidad. Nunca hasta ahora hemos dado tormento a un
prisionero; pero a tal obra de orco nos ha llevado la vida que arrastramos. Sin
ley y sin fruto han sido todos nuestros hechos; sólo a nosotros nos han servido
y han puesto odio en nuestros corazones.
Pero Andróg dijo: —¿A quién hemos de servir sino a nosotros mismos? ¿A
quién hemos de amar cuando todos nos odian?
—Cuando menos mis manos no se levantarán otra vez contra elfos u hombres—dijo
Túrin—. Angband ya tiene bastantes sirvientes. Si otros no hacen este voto
conmigo, partiré solo.
Entonces Beleg abrió los ojos y levantó la cabeza. —Solo no—dijo—.
Ahora por fin puedo comunicarte las nuevas que te traigo. No eres un proscrito,
y Neithan no es nombre que te cuadre. La falta que se vio en ti está perdonada.
Un año has sido buscado para devolverte el honor y al servicio del rey. Durante
demasiado tiempo se ha echado de menos el Yelmo del Dragón.
Pero Túrin no dio muestras de alegría al escuchar las nuevas, y se
quedó sentado largo tiempo en silencio; porque al escuchar las palabras de Beleg
una sombra había caído otra vez sobre él. —Dejemos que transcurra esta noche—dijo
por fin—. Luego
decidiré. Sea como fuere, hemos de abandonar mañana esta guarida; porque no
todos los que nos siguen nos desean el bien.
—No, ninguno—dijo Andróg, y echó a Beleg una mirada torcida.
A la mañana, Beleg, que se había curado pronto de las heridas como
sucedía a los elfos de antaño, habló aparte con Túrin.
—Esperaba más alegría de mis nuevas—dijo—. ¿Volverás sin duda a
Doriath?—Y rogó a Túrin que lo hiciera; pero cuanto más insistía, más se oponía
Túrin. No obstante interrogó a Beleg con detalle acerca de la sentencia de
Thingol. Entonces Beleg le dijo todo lo que sabía y por fin Túrin dijo: —Entonces
Mablung demostró que era mi amigo, como lo pareció una vez.
—Amigo de la verdad, sobre todo—dijo Beleg—, y eso fue lo mejor al fin
y al cabo. Pero ¿por qué, Túrin, no le dijiste que Saeros te había atacado? Muy
diferentes habrían sido las cosas entonces. Y—dijo mirando a los hombres que
yacían tendidos frente a la caverna—mantendrías el Yelmo todavía en alto, y no
habrías caído en esto.
—Es posible, si lo llamas caída—dijo Túrin—. Puede ser. Pero así
sucedió todo; y las palabras se me trabaron en la garganta. Me miraba con aire
de reprobación, sin hacerme preguntas, por un hecho que yo no había cometido.
Mi corazón de hombre era orgulloso, como lo dijo el rey elfo. Y todavía lo es,
Beleg Cúthalion. No soporto la idea de regresar a Menegroth y ser mirado con
piedad y perdón como un niño descarriado que ha vuelto a la buena senda. Yo
tendría que conceder el perdón, en lugar de recibirlo. Y no soy ya un niño,
sino un hombre, según ocurre con mi especie; y un hombre endurecido por el
destino.
Entonces Beleg se sintió perturbado. —¿Qué harás entonces?—preguntó.
—Ir en libertad—dijo Túrin—, como me deseó Mablung al despedirnos. La
gracia de Thingol no se extenderá hasta abarcar a los compañeros de mi caída;
pero no me separaré de ellos ahora, si ellos no quieren separarse de mí. Les
amo a mi manera, aún a los peores de entre ellos, un poco. Son de mi propia
especie, y en cada uno de ellos hay un cierto bien que podría fructificar. Creo
que se quedarán conmigo.
—Ves con ojos diferentes de los míos—dijo Beleg—. Si tratas de
separarlos del mal, te abandonarán. Dudo de ellos, de uno sobre todo.
—¿Cómo ha de juzgar un elfo a los hombres?—dijo Túrin.
—Cómo juzga todos los hechos, no importa quién los ejecute—respondió
Beleg, pero ya no dijo más, y no habló de la malicia de Andróg, principal responsable
del maltrato a que había sido sometido; pues al advertir el estado de ánimo de
Túrin temió que no le creyera y dañar así la vieja amistad que había entre
ellos, empujándolo a recaer en malas acciones.
—Ir en libertad, Túrin, mi amigo—dijo—, ¿qué quiere decir?
—Conduciré a mis propios hombres y haré la guerra a mi propio modo—respondió
Túrin—. Pero en esto, cuando menos, ha cambiado mi corazón: me arrepiento de
todos los golpes que hemos dado, salvo los asestados contra el Enemigo de los hombres
y de los elfos. Y, sobre todo, querría tenerte junto a mí. ¡Quédate conmigo!
—Si me quedara contigo, el amor sería mi guía, no el tino—dijo Beleg—.
El corazón me advierte que deberíamos volver a Doriath.
—No obstante, no iré allí—dijo Túrin.
—Lo lamento—respondió Beleg—, pero como un padre cariñoso que concede
un deseo a su hijo en contra de su instinto, me pliego ante tu voluntad. Si me
lo pides, me quedaré.
—¡Eso está verdaderamente bien!—exclamó Túrin. Entonces, de repente,
guardó silencio, como si él mismo fuera consciente de la sombra, y luchó con su
orgullo, que no le dejaba volverse atrás. Durante mucho tiempo permaneció
sentado, meditando sobre los años pasados.
Saliendo de golpe de sus pensamientos miró a Beleg, y dijo: —La
doncella elfo a la que te referiste: le estoy en deuda por su oportuno
testimonio; sin embargo, no la recuerdo. ¿Por qué vigilaba mis idas y venidas?
—Entonces Beleg lo miró de un modo extraño.—¿Por qué, en verdad?—dijo—. Túrin,
¿has vivido siempre con tu corazón y la mitad de la mente ausentes? Andabas con
Nellas por los bosques de Doriath cuando eras un niño.
—Eso fue hace mucho—dijo Túrin—. O así de distante me parece mi
infancia ahora, y una neblina envuelve todo, salvo el recuerdo de la casa de mi
padre en Dor-lómin. Pero ¿por qué habría yo andado con una doncella elfo?
—Para aprender lo que ella pudiera enseñarte, quizá—dijo Beleg—. ¡Ay,
hijo de los hombres, hay otras penas en la Tierra Media que las tuyas, y hay
heridas que no abren las armas! En verdad, empiezo a pensar que los elfos y los
hombres no deberían conocerse ni mezclarse.
Túrin no dijo nada, pero miró largo rato el rostro de Beleg. como si
quisiera descifrar en él el enigma de sus palabras. Nellas de Doriath no volvió
a verlo, y la sombra de Túrin se alejó de ella. Beleg y Túrin volvieron a otros
asuntos, debatiendo dónde habrían de vivir. —¡Regresemos a Dimbar, en las
fronteras septentrionales, donde antaño caminamos juntos!—propuso Beleg ansioso—.
Allí nos necesitan. Últimamente, los orcos han descubierto una ruta para bajar
de Taur-nu-Fuin, a través del Paso de Anach.
—No recuerdo ese paso—dijo Túrin.
—No, nunca nos alejamos tanto de las fronteras—le explicó Beleg—. Pero
sí has visto las cumbres de las Crissaegrim en la lejanía, y al este los
oscuros muros de Gorgoroth. Anach se encuentra entre ellos, por encima de las
altas fuentes del Mindeb. Es un camino difícil y peligroso, y sin embargo
muchos llegan ahora a través de él. Dimbar, antes en paz, está cayendo bajo la
Mano Oscura, y los hombres de Brethil están perturbados. ¡A Dimbar te convoco!
—No, no retrocederé en la vida—se opuso Túrin—. Y tampoco puedo llegar fácilmente
a Dimbar ahora. El Sirion se interpone, sin más puentes ni vados que los de
debajo del Brithiach, lejos, al norte; es peligroso atravesarlo. Salvo por
Doriath. Y ya te he dicho que no entraré en Doriath, ni usaré el permiso y el
perdón de Thingol.
—Has dicho que te has convertido en hombre duro, Túrin. Tienes razón,
si por duro querías decir terco. Ahora es mi turno de elegir. Con tu permiso,
me iré en cuanto pueda, separándome de ti. Si en verdad deseas tener a
Arcofirme a tu lado, búscame en Dimbar. —Túrin se quedó en silencio.
Al día siguiente, Beleg partió, y Túrin lo acompañó un corto trecho
desde el campamento, pero sin decir nada. —¿Es esto un adiós, pues, hijo de
Húrin?—preguntó Beleg.
—¡Si deseas mantener tu palabra y quedarte a mi lado búscame en Amon
Rûdh!—respondió Túrin, yendo en pos de su destino y sin saber lo que le
aguardaba—. De lo contrario, ésta es nuestra última despedida.
—Tal vez sea lo mejor—dijo Beleg, y prosiguió su camino.
Se dice que Beleg regresó a Menegroth, y se presentó ante Thingol y
Melian y les contó todo cuanto había ocurrido, excepto el maltrato sufrido por
parte de los compañeros de Túrin. Thingol suspiró, y dijo: —Recibí al hijo de
Húrin como hijo propio, y eso no puede cambiarse ni por odio ni por amor, a
menos que regrese el mismo Húrin el Valiente. ¿Qué más podría hacer por él?
Entonces Melian intervino: —Un regalo te daré ahora, Cúthalion, para
ayudarte, y honrarte, pues nada de más valor tengo para dar. —Y le entregó una
ración de lembas, el pan del camino de los elfos, envuelto en hojas de plata; y las
hebras que las ataban llevaban en los nudos el sello de la reina, un óvalo de
cera blanca con la forma de una flor de Telperion, porque, según las costumbres
de los eldalië, sólo a la reina correspondía guardar y dar este alimento. Este
pan del camino, Beleg—prosiguió—, te será de ayuda en las tierras salvajes y en
invierno, y ayudará también a aquellos a quienes tú escojas. Pues esto te
encomiendo, que lo distribuyas como tú desees en mi lugar. —Con ningún otro
presente hubiera podido mostrar Melian mayor favor a Túrin que con este regalo;
porque los eldar nunca antes habían permitido que los hombres consumieran el
pan del camino, y rara vez volvieron a hacerlo.
Beleg partió entonces de Menegroth y regresó a las fronteras
septentrionales, donde tenía su casa y numerosos amigos; pero cuando llegó el
invierno y la guerra se apaciguó, sus viejos compañeros lo echaron de menos de
repente. Beleg no volvió con ellos nunca más.
VII.DE MÎM EL ENANO
LOS HIJOS DE HÚRIN
Ahora la historia vuelve a Mîm, el enano mezquino. Los enanos mezquinos
llevan mucho tiempo olvidados, puesto que Mîm fue el último. Poco se sabía de
ellos, incluso en los Días de Antaño. Nibin-Nogrim los llamaban los elfos de Beleriand tiempo atrás, pero no les tenían
simpatía; y, por su parte, los enanos mezquinos no amaban a nadie salvo a sí
mismos. Odiaban y temían a los orcos, pero también odiaban a los eldar, sobre
todo a los exiliados, porque los noldor, decían, les habían robado sus tierras
y hogares. Los enanos mezquinos fueron los primeros en hablar y empezar a
excavar Nargothrond, mucho antes de que Finrod Felagund llegara desde el otro
lado del mar.
Provenían, decían algunos, de los enanos que habían sido expulsados de
las ciudades enanas del este en los Días Antiguos. Mucho antes del retorno de
Morgoth habían viajado hacia el oeste. Como no tenían señor y eran escasos en
número, les resultaba difícil conseguir metales, y sus trabajos de herrería y provisiones
de armas disminuyeron, por lo que se acostumbraron a llevar una vida de sigilo,
y hasta su estatura menguó un tanto respecto a sus parientes del este, puesto
que caminaban con los hombros inclinados y pasos rápidos y furtivos. No
obstante, como todos los enanos, eran mucho más fuertes de lo que indicaba su
altura, y podían aferrarse a la vida en caso de gran apuro. Pero con el tiempo,
habían ido siendo cada vez menos hasta desaparecer de la Tierra Media, todos
salvo Mîm y sus dos hijos; y Mîm era viejo incluso para la cuenta de los enanos,
viejo y olvidado.
Después de la partida de Beleg (en el segundo verano después de huir
Túrin de Doriath), no les fue bien a los proscritos. Hubo lluvias fuera de
estación, y los orcos, en números más crecidos que nunca, venían desde el norte
y a lo largo del viejo Camino del Sur por sobre el Teiglin, e infestaban todos
los bosques sobre las fronteras occidentales de Doriath. No había para ellos
seguridad ni descanso, y la banda de Túrin era más veces perseguida que
perseguidora.
Una noche, mientras acechaban en medio de la oscuridad sin fuego, Túrin
pensó en la vida que había tenido hasta entonces, y le pareció que podía
mejorarse. «He de encontrar algún refugio seguro—pensó—y reunir provisiones
contra el invierno y el hambre.»
Y al día siguiente condujo lejos a sus hombres, más lejos de lo que
habían estado nunca del Teiglin y de las fronteras de Doriath. Al cabo de tres
días de viaje, se detuvieron en la linde occidental de los bosques del valle
del Sirion. Allí la tierra se hacía más seca y más desnuda a medida que empezaba
a ascender hacia los páramos.
Poco después, un día de lluvia en que la luz grisácea menguaba, Túrin y
sus hombres hallaron refugio en un matorral de acebos; y en derredor se
extendía un espacio vacío de árboles, en el que había muchas grandes piedras
erguidas unas contra otras o derribadas. Todo estaba en silencio, excepto por
las gotas que caían de las hojas.
De pronto un hombre que estaba de guardia dio la alarma, y saliendo del
refugio vieron a tres figuras embozadas, vestidas de gris, que andaban furtivas
entre las piedras. Cada uno cargaba un gran saco, pero, a pesar de ello, iban
de prisa. Túrin les dio la voz de alto, y los hombres corrieron detrás como
perros; pero los encapuchados continuaron su camino, y aunque Andróg les
disparaba flechas, dos de ellos se desvanecieron en el crepúsculo. Uno quedó
atrás, pues era más lento o cargaba un peso mayor; y pronto fue alcanzado y
derribado y sujetado por muchas manos, aunque se debatía y mordía como una
bestia. Pero llegó Túrin y reprendió a sus hombres. —¿Qué tenéis ahí? ¿Qué
necesidad hay de ser tan feroces? Es viejo y pequeño. ¿Qué mal hay en él?
—Muerde—dijo Andróg mostrándole una mano que sangraba—. Es un orco o de
la especie de los orcos. ¿Lo matamos?
—No se merece menos por engañar nuestras esperanzas—dijo otro, que se
había apoderado del saco—. No hay aquí nada más que raíces y piedrecitas.
—No es un orco—replicó Túrin—, tiene barba. Es sólo un enano, me
parece. Dejadlo que se ponga en pie y que hable.
Así fue que Mîm entró en la Historia de
los Hijos de Húrin. Porque se irguió con dificultad
sobre sus rodillas a los pies de Túrin y suplicó que le perdonaran la vida. —Soy
viejo—dijo—y pobre. Sólo un enano como decís, y no un orco. Mîm es mi nombre.
No dejéis que me maten, señor, sin causa alguna, como lo harían los orcos.
Entonces Túrin se apiadó de él en su corazón, pero dijo: —Pareces
pobre, Mîm, en efecto, aunque esto es extraño en un enano; pero nosotros lo
somos más todavía, me parece: hombres sin casa ni amigos. Si dijera que no te
perdonamos por piedad solamente, pues muy grande es la necesidad que padecemos,
¿qué rescate ofrecerías?
—No sé qué deseáis, señor—dijo Mîm precavido.
—¡En este momento, bastante poco!—exclamó Túrin mirando amargamente
alrededor con los ojos nublados de lluvia—. Un sitio seguro donde dormir al
abrigo de los húmedos bosques. Sin duda cuentas con eso para ti.
—Así es—confirmó Mîm—; pero no puedo darlo en rescate. Soy demasiado
viejo para vivir bajo el cielo.
—No es necesario que envejezcas más—dijo Andróg, avanzando con un cuchillo
en la mano que no tenía herida—. Yo puedo prevenirlo.
—¡Señor!—gritó Mîm muy asustado—. Si yo pierdo la vida, vosotros
perderéis la vivienda; porque no la encontraréis sin Mîm. No puedo dárosla,
pero la compartiré. Hay más espacio en ella que el que hubo otrora: tantos son
los que se han ido para siempre—y se echó a llorar.
—Se te perdona la vida, Mîm—dijo Túrin.
—Hasta que lleguemos a su guarida al menos—añadió Andróg.
Pero Túrin se volvió hacia él y dijo: —Si Mîm nos lleva a su morada sin
engaño y la morada es buena, habrá pagado rescate por su vida, y ningún hombre
de los que me siguen lo matará. Lo juro.
Entonces Mîm enlazó con sus brazos las rodillas de Túrin diciendo: —Mîm
será vuestro amigo, señor. Al principio creí que erais un elfo por vuestra
lengua y vuestra voz; pero si sois un hombre, mejor. A Mîm no le gustan los elfos.
—¿Dónde se encuentra esa casa tuya?—preguntó Andróg—. Tendrá que ser
buena, en verdad, si Andróg ha de compartirla con un enano. Porque a Andróg no
le gustan los enanos. No hay mucho de bueno en las historias de esa raza que
vino del este.
—Peores historias sobre sí mismos dejaron los hombres atrás. Juzga mi
casa cuando la veas—dijo Mîm—. Pero necesitaréis luz para el camino, hombres
vacilantes. Volveré pronto y os guiaré.
—¡No, no!—dijo Andróg—. No permitirás esto ¿no es cierto, capitán?
Nunca volverías a ver al viejo bribón.
—Está oscureciendo—dijo Túrin—. Que nos deje alguna prenda. ¿Te
guardaremos el saco con su contenido, Mîm?
Pero entonces el enano cayó de rodillas, otra vez muy perturbado. —Si
Mîm no tuviera intención de volver, no volvería por un viejo saco de raíces—dijo—.
Volveré. ¡Dejadme partir!
—No lo haré—dijo Túrin—. Si no quieres separarte de tu saco, has de
permanecer con él. Una noche pasada bajo las hojas quizá haga que te apiades de
nosotros. —Pero observó, y también los demás, que Mîm daba más importancia a su
cargamento que lo que éste parecía valer a simple vista.
Condujeron al viejo enano al miserable campamento, y mientras él
andaba, murmuraba en una lengua extraña que un antiguo odio volvía áspera; pero
cuando le amarraron las piernas, se calló de repente. Y los que estaban de
guardia lo vieron sentado toda la noche, silencioso e inmóvil como una piedra,
salvo sus ojos insomnes que resplandecían mientras escrutaban la oscuridad.
Antes de la mañana amainó la lluvia, y un viento agitó los árboles. El
alba llegó más brillante que en los últimos días, y los aires ligeros del sur
despejaron el cielo, pálido y claro en torno al sol naciente. Mîm seguía
sentado sin moverse y parecía como muerto; porque ahora tenía cerrados los
pesados párpados, y la luz de la mañana lo mostraba marchito y arrugado de vejez.
Túrin se levantó y lo miró. —Hay
luz bastante ahora—dijo.
Entonces Mîm abrió los ojos y señaló sus ligaduras; y cuando lo
hubieran desatado, habló con fiereza: —¡Enteraos de esto, necios!—dijo—. ¡No
amarréis jamás a un enano! No podrá perdonarlo. No deseo morir, pero el corazón
me arde por lo que habéis hecho. Me arrepiento de lo que os he prometido.
—Pero yo no—dijo Túrin—. Me conducirás a tu casa. Hasta entonces, no
hablaremos de muerte. Ésa es mi voluntad. —Miró fijamente los ojos del enano, y
Mîm no pudo soportarlo; pocos eran en verdad los que podían desafiar la mirada
de Túrin cuando había en ella decisión o cólera. No tardó en volver la cabeza y
se puso en pie.—¡Seguidme, señor!—dijo.
—Bien—dijo Túrin—. Pero ahora añadiré esto: comprendo tu orgullo. Puede
que mueras, pero no volveré a amarrarte.
Entonces Mîm los llevó de nuevo al lugar donde lo habían capturado y
señaló hacia el oeste. —¡Allí está mi casa!—dijo—. La habréis visto a menudo,
supongo, porque es elevada. Sharbhund la llamábamos antes que los elfos cambiaran todos los nombres. —Entonces
vieron que estaba señalando Amon Rûdh, la Colina Calva, cuya cabeza monda dominaba muchas leguas de
descampado.
—La hemos visto, pero nunca de cerca—dijo Andróg—. Porque ¿qué guarida
segura puede haber allí, o agua o cualquier otra cosa que necesitemos? Adiviné
que habría alguna trampa. ¿Acaso los hombres se esconden en la cima de las
montañas?
—Una vista amplia puede resultar más segura que acechar en las sombras—dijo
Túrin—. Amon Rûdh domina grandes distancias. Bien, Mîm, iré a ver qué puedes
ofrecer. ¿Cuánto nos llevará a nosotros, hombres vacilantes, llegar allí?
—Todo este día hasta que anochezca—respondió Mîm.
La compañía se puso en camino hacia el oeste, y Túrin iba a la cabeza
con Mîm a su lado. Caminaban cautelosos cuando abandonaron el bosque, pero toda
la tierra estaba desierta y en silencio. Pasaron por sobre las rocas tumbadas y
comenzaron a escalar; porque Amon Rûdh estaba en el extremo oeste de los altos
páramos, entre los valles del Sirion y el Narog, y la cima se levantaba sobre
el baldío pedregoso a más de mil pies de altura. Sobre la ladera oriental un
terreno quebrantado ascendía lentamente entre abedules y serbales y viejos
árboles de espinos arraigados en la roca. En lo más bajo de las cuestas de Amon
Rûdh, crecían malezas de aeglos; pero la escarpada cabeza gris estaba desnuda,
salvo por el seregon rojo que cubría la piedra.
Cuando caía la tarde, los proscritos se acercaron al pie de la montaña.
Llegaban ahora desde el norte porque por ese camino los había conducido Mîm, y
la luz del sol poniente daba sobre la cima de Amon Rûdh y el seregon estaba
plenamente florecido.
—¡Mirad! Hay sangre en la cima de la montaña—dijo Andróg.
—Aún no—dijo Túrin.
El sol se ponía y la luz declinaba en las hondonadas. La montaña se
levantaba ahora por delante y por encima de ellos, y se preguntaban qué
necesidad había de guía para llegar a una meta tan evidente. Pero mientras Mîm
los conducía y empezaron a ascender las últimas cuestas empinadas, advirtieron
que Mîm seguía algún sendero por signos secretos o por una muy vieja costumbre.
El sendero serpenteaba de continuo, y si miraban de costado veían unos valles
oscuros, que se abrían a un lado y a otro, o que la tierra descendía a baldíos
de piedra gris con aberturas o pendientes ocultas por arbustos y espinos. Allí,
sin guía, habrían tenido que esforzarse y trepar durante muchos días para
encontrar un camino.
Al fin llegaron a un terreno más empinado, pero menos irregular.
Pasaron bajo la sombra de unos viejos serbales a avenidas de altos aeglos: y la
penumbra exhalaba un dulce aroma. Entonces, de repente, encontraron ante ellos
un muro de piedra, liso y escarpado, que se alzaba como una torre en el
crepúsculo.
—¿Es ésta la puerta de tu casa?—preguntó Túrin—. A los enanos les
encanta la piedra, según dicen. —Se acercó a Mîm por temor de que éste les
hiciese, a último momento, alguna jugarreta.
—No la puerta de la casa, sino el portón del patio—dijo Mîm.
Entonces se volvió a la derecha a lo largo del pie del acantilado, y al
cabo de veinte pasos se detuvo de súbito; y Túrin vio que por obra de manos o
del tiempo había una falla en la piedra, donde las dos caras del muro se
superponían, y entre ellas, a la izquierda, había una abertura. Unas plantas
colgantes arraigadas en grietas que había en lo alto disimulaban la entrada, y
dentro había un empinado sendero de piedra que ascendía en la oscuridad. De él
brotaba agua, y todo estaba muy húmedo.
Uno por uno fueron entrando en fila. En la cima el sendero doblaba a la
derecha, y otra vez al sur, y a través de una maleza de espinos llegaba a una
planicie verde, y desaparecía luego en las sombras.
Habían llegado a la casa de Mîm, Baren-Nibin-noeg, que sólo se recuerda
en las antiguas historias de Doriath y Nargothrond, y que ningún hombre había
visto. Pero caía la noche, y el este estaba iluminado de estrellas, y no podían
ver todavía la forma de ese extraño lugar.
Amon Rûdh tenía una corona: una gran masa rocallosa, parecida a una
escarpada gorra de piedra, con una cima chata y desnuda. Sobre el lado norte
había una terraza nivelada y casi cuadrada, que no podía verse desde abajo;
porque detrás de ella se levantaba la corona de la montaña como un muro, y las
vertientes este y oeste eran unos riscos escarpados. Sólo desde el norte, por
donde ellos habían venido, aquellos que conocieran el camino podían llegar
allí. Desde la hendidura salía una senda hacia un bosquecillo de abedules enanos,
que crecían en torno a un límpido estanque en una cuenca abierta en la roca. A
este estanque lo alimentaba una fuente, que manaba al pie del muro que tenía
por detrás, y por un arroyuelo se vertía como una hebra blanca sobre el borde
occidental de la terraza. Detrás de la pantalla de árboles, entre dos altas
estribaciones de roca, había una cueva. No parecía más que una gruta poco
profunda, con un arco bajo y quebrado; pero había sido excavada y horadada profundamente
en la montaña por las manos lentas de los enanos mezquinos, en el curso de los
largos años que allí habían vivido, sin que los elfos grises de los bosques
vinieran a perturbarlos.
A través de la profunda penumbra Mîm los condujo más allá del estanque,
donde ahora se espejaban las pálidas estrellas entre las sombras de los
abedules. A la entrada de la cueva, se volvió e hizo una reverencia a Túrin. —Entrad—dijo—a
Bar-en-Danwedh, la Casa del Rescate; porque ése será su nombre.
—Puede que así sea—dijo Túrin—. Miraré primero. —Entonces entró con
Mîm, y los otros, al ver que no mostraba ningún temor, lo siguieron, aún
Andróg, el que más desconfiaba del enano. Pronto se encontraron en una negra
oscuridad; pero Mîm batió palmas y una lucecita apareció de súbito en un
rincón; y desde un pasaje en el fondo de la gruta exterior, avanzó otro enano
que llevaba una pequeña antorcha.
—¡Ja! ¡Erré tal como lo temía!—dijo Andróg. Pero Mîm habló con el otro
de prisa en su propia áspera lengua, y perturbado o enfadado por lo que estaba
oyendo, se precipitó en el pasaje y desapareció. Entonces Andróg quiso tomar la
delantera: —¡Ataquemos primero!—dijo—.
Puede haber todo un enjambre, pero son pequeños.
—Tres solamente, me parece—dijo Túrin; y emprendió la marcha, mientras
detrás de él los proscritos avanzaban vacilando, palpando las rugosas paredes. —Muchas
veces el pasaje doblaba abruptamente a un lado y a otro; pero por fin, una luz
tenue brilló delante, y llegaron a una estancia pequeña pero alta iluminada
pálidamente por unas lámparas que colgaban de delgadas cadenas desde el techo
en sombras. Mîm no se encontraba allí, pero era posible oír su voz, y guiado
por ella, Túrin llegó a la puerta de una habitación que se abría al fondo de la
estancia. Miró dentro y vio a Mîm arrodillado en el suelo. Junto a él estaba en
silencio el enano con la antorcha; pero sobre un lecho de piedra junto a la
pared más lejana, yacía otro: —Khîm, Khîm, Khîm!—gemía el viejo enano mesándose
la barba.
—No todas tus flechas volaron en vano—dijo Túrin a Andróg—. Pero es
probable que de ésta te arrepientas. Se te van las flechas demasiado a la
ligera; pero también es probable que no vivas lo suficiente como para
corregirte.
Luego, entrando lentamente, Túrin se estuvo a espaldas de Mîm y le
habló. —¿Qué ocurre, Mîm?—dijo—.
Conozco algunas artes curativas. ¿Puedo ayudarte?
Mîm volvió la cabeza y había una luz roja en sus ojos. —No, a no ser
que puedas volver el tiempo atrás, y cortar luego las crueles manos de tus hombres—respondió—.
Este es mi hijo atravesado por una flecha. Está ahora más allá de toda palabra.
Murió al ponerse el sol. Tus ligaduras me impidieron curarlo.
Otra vez la piedad demasiado tiempo petrificada inundó el corazón de
Túrin como agua brotada de una roca. —¡Ay!—dijo—. Haría volver atrás esa flecha
si pudiera. Ahora Bar-en-Danwedh, Casa del Rescate, se llamará ésta en verdad. Porque vivamos en ella o
no, me tendré por tu deudor; y si alguna vez llego a poseer alguna fortuna, te
pagaré un rescate en oro macizo por tu hijo, en señal de dolor aunque eso no
devolverá la alegría que ha perdido tu corazón.
Entonces Mîm se puso en pie y miró largo tiempo a Túrin. —Te escucho—dijo—.
Hablas como los señores enanos de antaño, y eso me maravilla. Mi corazón está
ahora más sereno, aunque no complacido. Por tanto, pagaré mi propio rescate:
puedes vivir aquí si quieres. Pero esto agregaré: el que disparó ese tiro ha de
romper su arco y sus flechas y las ha de poner a los pies de mi hijo; y nunca
más ha de cargar arco ni flechas. Si lo hace, morirá. De este modo lo maldigo.
Andróg tuvo miedo cuando oyó esa maldición; y aunque lo hizo de muy
mala gana, quebró su arco y sus flechas y las puso a los pies del enano muerto.
Pero cuando salió de la cámara, miró con malignidad a Mîm y murmuró: —Dicen que
la maldición de un enano no ceja jamás; pero la de un hombre también puede
llegar a destino. ¡Que muera con la garganta atravesada por un dardo!
Esa noche yacieron en la estancia, y tardaron en dormirse a causa de
los lamentos de Mîm y de Ibun, el otro hijo de Mîm. Pero cuando despertaron,
los enanos se habían ido, y una piedra cerraba la cámara. El día estaba
nuevamente hermoso, y al sol de la mañana los proscritos se lavaron en el
estanque y se prepararon los alimentos de que disponían; y mientras estaban
comiendo Mîm se apareció delante de ellos.
Hizo una reverencia ante Túrin. —Se ha ido y todo está terminado—dijo—.
Yace con sus padres. Volvemos ahora a la vida que nos queda, aunque los días
que tengamos por delante sean breves. ¿Te complace la casa de Mîm? ¿Está pagado
y aceptado el rescate?
—Lo está—dijo Túrin.
—Entonces todo te pertenece y puedes ordenar tu vivienda a tu antojo,
salvo la cámara que está cerrada: nadie la abrirá salvo yo.
—Te escuchamos—dijo Túrin—. En cuanto a nuestra vida aquí, está segura,
o así lo parece al menos; pero tenemos que conseguir alimentos y otras cosas.
¿Cómo saldremos? O, mejor aún, ¿cómo hemos de volver?
Esta inquietud hizo reír a Mîm. —¿Temes haber seguido a una araña hasta
el centro de la tela?—dijo—. ¡Mîm no devora hombres! Y mal se las vería una
araña con treinta avispas al mismo tiempo. Vosotros estáis armados, tenedlo en
cuenta, y yo estoy aquí desnudo. No; tenemos mucho que compartir, vosotros y
yo: casa, alimento y fuego, y quizá otras ganancias. La casa, creo, la
guardaréis y la mantendréis en secreto por vuestro propio bien, aun cuando
conozcáis el camino por el que se sale y se vuelve. Lo conoceréis cuando sea
oportuno. Pero entretanto Mîm debe guiaros, o Ibun, su hijo.
Lo aceptó así Túrin y dio las gracias a Mîm, y la mayor parte de sus
hombres estuvieron conformes; porque al sol de la mañana, todavía alto en el
cielo, el sitio parecía hermoso para vivir en él. Sólo Andróg no estaba
satisfecho. —Cuanto más pronto seamos dueños de nuestras entradas y salidas,
mejor que mejor—dijo—. Nunca habíamos puesto nuestra ventura en manos de un
prisionero ofendido.
Ese día descansaron y limpiaron las armas y compusieron sus enseres;
porque tenían alimentos que les durarían un día o dos todavía, y Mîm sumaba lo
suyo a lo que poseían. Les prestó tres grandes ollas y también fuego; y trajo
un saco. —Basura—dijo—.
Indigna de robo. Sólo raíces silvestres.
Pero una vez cocinadas, esas raíces resultaron muy buenas, algo
semejantes al pan; y los proscritos se alegraron, porque durante mucho tiempo
carecieron de pan, salvo cuando podían robarlo. —Los elfos salvajes no las
conocen; los elfos grises no las han encontrado; los orgullosos de allende el mar
son demasiado orgullosos para cavar—dijo Mîm.
—¿Cómo se llaman?—preguntó Túrin.
Mîm lo miró de soslayo. —No tienen nombre, salvo en la lengua de los enanos,
que mantenemos en secreto—dijo—. Y no enseñamos a los hombres a encontrarlas,
porque los hombres son codiciosos y derrochadores y acabarían con todas las
plantas; en cambio ahora pasan junto a ellas mientras andan a tropiezos por el
descampado. No sabréis más por mí; pero podéis hacer uso de mi liberalidad en
tanto habléis con dulzura y no espiéis ni robéis. —Entonces volvió a reír para
sí. —Tienen un gran valor—dijo—. Más que el oro en el hambre del invierno,
porque pueden atesorarse como las nueces de una ardilla y ya empezábamos su
almacenaje con las primeras maduras. Pero sois tontos si creéis que no habría
estado dispuesto a perder una pequeña cantidad ni siquiera por salvar la vida.
—Te escucho—dijo Ulrad, que había examinado el saco cuando capturaran a
Mîm—. No obstante, no quisiste separarte de él, y tus palabras me intrigan más
todavía.
Mîm se volvió y lo miró sombrío. —Tú eres uno de los tontos que la
primavera no lloraría si murieras en invierno—dijo—. Había dado mi palabra, y
por tanto habría vuelto, lo quisiera o no, con saco o sin él. ¡Que un hombre
sin ley ni fe piense lo que quiera! Pero no me agrada que unos malvados me
quiten por la fuerza lo que es mío, aunque sólo fuera una tirilla de calzado.
¿No recuerdo acaso que tus manos estaban entre las de los que me amarraron y me
impidieron volver a hablar con mi hijo? Cuando saque el pan de la tierra de mi
almacén, a ti no te daré nada, y si lo comes, será por la generosidad de tus
compañeros, no la mía.
Entonces Mîm se apartó; pero Ulrad, que se había amilanado ante su ira,
habló a sus espaldas: —¡Altivas palabras! Pero el viejo bribón tenía otras
cosas en el saco, de forma parecida, sólo que más duras y pesadas. Quizá haya
otras cosas en el descampado además del pan de la tierra que los elfos no han
encontrado y los hombres no conocen.
—Quizá sea así—dijo Túrin—. No obstante, el enano dijo la verdad sobre
un punto al menos: cuando te llamó tonto. ¿Por qué has de dar voz a tus
pensamientos? El silencio, si las buenas palabras se te atragantan, serviría
mejor a nuestros fines.
Ese día transcurrió en paz, y ninguno de los proscritos tuvo deseos de
salir. Túrin se paseó largo tiempo por el verde césped de la terraza de un
extremo al otro; y miró hacia el este y el oeste y el norte, y se asombró al
ver cuán distante se extendía la vista en el aire claro. Miró hacia el norte y
divisó el bosque de Brethil, que verdeaba en las laderas de Amon Obel, y hacia
allí volvía la mirada una y otra vez, no sabía por qué; porque el corazón hacía
que mirara hacia el noroeste, donde al cabo de una legua tras otra, sobre los
bordes del cielo, le parecía poder divisar las montañas de la Sombra, los muros
de su hogar. Pero al caer la tarde Túrin miró en el oeste el cielo del
crepúsculo, mientras el sol rojo atravesaba las nieblas por encima de las
costas distantes, y el valle del Narog yacía profundo en las sombras.
Así empezó la estadía de Túrin, hijo de Húrin, en los recintos de Mîm,
en Bar-en-Danwedh, la Casa del Rescate.
Durante mucho tiempo, la vida de
los proscritos transcurrió según sus deseos. La comida no escaseaba, y tenían
un buen refugio, cálido y seco, con espacio suficiente y aún de sobra; porque
descubrieron que las cavernas podrían haber albergado a un centenar de hombres
o más en caso de necesidad. Más adentro había otra estancia más pequeña.
Disponía de un hogar, cuyo humo escapaba por una hendidura de la roca hasta un
respiradero astutamente oculto en una grieta de la ladera de la colina. Había
también muchas otras cámaras que se abrían en las estancias o en el pasaje que las
unía, algunas destinadas a viviendas, otras a talleres o a almacenes. Sobre
almacenaje, Mîm tenía muchos más conocimientos que ellos, y poseía vasijas así
como cofres de piedra y madera que parecían muy antiguos. Pero la mayoría de
las cámaras estaban ahora vacías: en las armerías colgaban hachas y otras
herramientas oxidadas y polvorientas, las estanterías y alacenas estaban
desnudas, y las herrerías ociosas. Con una excepción: un cuarto reducido al que
se accedía desde la pequeña cámara interior, y que tenía un hogar que compartía
la salida de humo con el de la estancia. Allí trabajaba Mîm a veces, pero no
permitía que nadie estuviese entonces con él. Tampoco les habló nunca de una
escalera, oculta y secreta, que iba de la casa a la cima plana del Amon Rûdh. Andróg
se topó con ella cuando, hambriento, buscaba los almacenes de comida de Mîm y
se perdió en las cavernas; pero mantuvo este descubrimiento en secreto.
Durante el resto de ese año ya no
hicieron incursiones, y si salían para cazar o recolectar alimentos lo hacían
casi siempre en pequeños grupos. Pero durante mucho tiempo les era difícil
encontrar la ruta de regreso, y no más de seis de los hombres, además de Túrin,
conocían el camino con seguridad. No obstante, al ver que los más hábiles en
este tipo de cosas podían llegar a la guarida sin ayuda de Mîm, apostaron una
guardia día y noche cerca de la grieta del muro septentrional. Desde el sur no
esperaban enemigos, ni había por qué temer que nadie escalara el Amon Rûdh por
ese lado; sin embargo, de día había la mayor parte de las veces un guardián
sobre la corona, desde donde podía divisar los alrededores a gran distancia. Aunque
los flancos de la corona eran escarpados, se podía llegar a ella, pues al este
de la entrada de la caverna se habían tallado unos peldaños en la roca por lo
que los hombres podían trepar sin ayuda.
Así fue transcurriendo el año,
sin daño ni alarma, pero a medida que pasaban los días y el estanque se volvía
gris y frío, los abedules perdían sus hojas y regresaban las fuertes lluvias, los
hombres tuvieron que quedarse más tiempo en el refugio. Entonces no tardaron en
cansarse de la oscuridad bajo la colina, o de la penumbra de las estancias, y a
la mayoría les parecía que la vida sería mejor si no tuvieran que compartirla
con Mîm. Con mucha frecuencia surgía de algún rincón oscuro o de una entrada
cuando lo creían en otro sitio; y cuando Mîm estaba cerca sus conversaciones se
volvían incómodas. Se acostumbraron a hablar entre ellos siempre en susurros.
No obstante, y por extraño que
les pareciera, Túrin no sentía como ellos, y se mostraba cada vez más amistoso
con el viejo enano, y prestaba cada vez más atención a sus consejos. Permanecía
muchas horas sentado con Mîm, escuchando sus narraciones y la historia de su
vida; y Túrin no lo reconvenía si hablaba mal de los eldar. Mîm parecía
complacido, y a su vez demostraba una gran predilección por Túrin; sólo a él le
permitía que visitara la herrería de vez en cuando, y allí hablaban los dos en
voz baja.
Pero cuando llegó el invierno,
las cosas se pusieron muy difíciles para los proscritos. Antes de Yule llegaron
del norte las primeras nieves, las más copiosas que nunca se habían visto en
los valles fluviales; por ese entonces, y cada vez más a medida que el poder de
Angband crecía, los inviernos fueron siendo más crudos en Beleriand. Amon Rûdh
quedó totalmente cubierto, y sólo los más fuertes se atrevían a salir. Algunos
enfermaron, y a todos les apretaba el hambre.
En el crepúsculo gris de un día
de pleno invierno, de repente apareció un hombre; era grande y corpulento, y
llevaba capa y capucha blancas. Había eludido a los vigilantes, y caminó hacia
el fuego sin decir una palabra. Cuando los hombres se levantaron de un salto,
se rio y se echó la capucha hacia atrás, entonces vieron que era Beleg
Arcofirme. Bajo la capa blanca ocultaba un gran paquete que contenía muchas
cosas para ayudar a los hombres.
De este modo regresó Beleg con
Túrin, anteponiendo el afecto a la sabiduría. Túrin se alegró profundamente,
pues con frecuencia había lamentado su propia testarudez, y ahora el deseo de
su corazón se había cumplido sin necesidad de humillarse o doblegar su
voluntad. Pero si Túrin estaba complacido, no era ése el caso de Andróg, ni de
algunos otros del grupo. Creían que Beleg y su capitán habían acordado ese
encuentro, manteniéndolo en secreto; y Andróg los contempló celoso hablar
sentados aparte.
Beleg había traído consigo el
Yelmo de Hador, porque con él esperaba poder elevar de nuevo el pensamiento de
Túrin por encima de aquella vida en las tierras salvajes como jefe de una
mezquina compañía. —Te traigo algo que te pertenece—le anunció mientras sacaba
el yelmo—. Quedó a mi custodia en las fronteras septentrionales, pero creo que
no fue olvidado.
—Casi olvidado—dijo Túrin—; pero
eso no volverá a suceder. —Y guardó silencio, mirando a la lejanía con los ojos
del pensamiento, hasta que de pronto atisbó otra cosa que Beleg tenía en la mano.
Era el regalo de Melian, pero las hojas de plata se veían rojas a la luz del
fuego; sin embargo, cuando Túrin vio el sello, se le oscureció la mirada—. ¿Qué
tienes ahí?—preguntó.
—El mayor don que alguien que aún
te ama tiene para dar—respondió Beleg—. He aquí el lembas in-Elidh, el pan del camino de los eldar que ningún hombre ha probado todavía.
—El yelmo de mis padres lo recibo
de buen grado porque tú lo guardaste—replicó Túrin—. Pero no aceptaré regalos
de Doriath.
—Entonces devuelve allí tu espada
y tus armas—indicó Beleg—. Envía también las enseñanzas y la comida que
recibiste en tu juventud. Y que tus hombres, que, según dices, te han sido
fieles, mueran en el desierto para complacer tu talante. No obstante, este pan
del camino no fue un regalo para ti, sino para mí, y puedo hacer con él lo que
se me antoje. No lo comas, si se te atraviesa en la garganta, pero otros pueden
estar más hambrientos y ser menos orgullosos.
Los ojos de Túrin destellaron,
pero al mirar el rostro de Beleg, el fuego que había en ellos se apagó y se
volvieron grises; luego, con una voz que apenas podía oírse dijo: —Me asombra,
amigo, que te hayas dignado volver con semejante patán. De ti aceptaré todo
cuanto me des, incluso reprimendas. En adelante, me aconsejarás en todo, salvo
en lo que respecta a tomar el camino que lleva a Doriath.
VIII.LA TIERRA DEL ARCO Y EL YELMO
LOS HIJOS DE HÚRIN
En los días que siguieron, Beleg
trabajó mucho por el bien de la compañía. A los que estaban heridos o enfermos
los cuidaba y sanaban con rapidez, porque en aquel entonces, los elfos grises
eran todavía un pueblo noble, que poseía un gran poder y conocían las
manifestaciones de la vida y de todas las criaturas vivientes; y aunque eran
inferiores en habilidades y conocimientos a los exiliados de Valinor, tenían
muchas artes que estaban más allá del alcance de los hombres. Por otra parte,
Beleg Arcofirme era grande entre el pueblo de Doriath; era fuerte, y
resistente, y de mente y vista penetrantes, y, en caso de necesidad, era
valiente en combate, porque no sólo contaba con las rápidas flechas de su gran
arco, sino también con la espada Anglachel. Pero el odio por él crecía cada vez
más en el corazón de Mîm, que, como se ha dicho, odiaba a todos los elfos, y contemplaba
con celos el amor que Túrin sentía por Beleg.
Cuando pasó el invierno y llegó
el despertar y la primavera, los proscritos pronto tuvieron un trabajo más
serio al que dedicarse. El poder de Morgoth se movía; y como los largos dedos
de una mano que tantea, las avanzadillas de sus ejércitos exploraban los
caminos a Beleriand.
¿Quién conoce los designios de
Morgoth? ¿Quién puede medir el alcance del pensamiento de aquel que había sido
Melkor, poderoso entre los ainur de la Gran Canción, y era ahora el Señor
Oscuro en un trono oscuro del norte, que desmenuzaba con su malicia todas las nuevas
que recibía, ya fuera por espía o traidor, y veía con los ojos de su mente y de
su conocimiento las acciones y los propósitos de sus enemigos mucho más allá de
lo que temían los más sabios de entre ellos, excepto Melian, la reina? Hacia
ella se dirigía con frecuencia el pensamiento de Morgoth, pero nunca la
alcanzaba.
Ese año volvió su malicia hacia
la tierra al oeste del Sirion, donde todavía había un poder capaz de ponerle
resistencia. Gondolin seguía en pie, pero estaba escondida. Sabía dónde estaba
Doriath pero aún no podía penetrar en ella. Más allá estaba Nargothrond, cuyo
camino no había encontrado todavía ninguno de sus siervos, que temían su
nombre; en ella moraba el pueblo de Finrod, en una fortaleza oculta. Y de
lejos, en el sur, más allá de los bosques blancos de abedules de Nimbrethil, desde
la costa de Arvernien y la desembocadura del Sirion, llegaban rumores de los
Puertos de los Navíos, que no podía alcanzar mientras todo lo demás no hubiera
caído.
Así pues los orcos bajaban del
norte aún en mayor número. Llegaron por Anach y Dimbar fue tomada, y todas las
fronteras septentrionales de Doriath estaban infestadas. Recorrieron el antiguo
camino que atravesaba el largo desfiladero del Sirion, más allá de la isla
donde se había levantado Minas Tirith, de Finrod, y por la tierra que se
extiende entre el Malduin y el Sirion y las orillas de Brethil hasta los cruces
del Teiglin. Desde allí, el camino conducía a la Planicie Guardada, y luego,
siguiendo la parte baja de las elevaciones dominadas por el Amon Rûdh, bajaba
al valle del Narog y llegaba al fin a Nargothrond. Pero los orcos aún no se
aventuraban tanto por ese camino; porque ahora vivía allí un terror escondido,
y sobre la colina roja había ojos vigilantes de los que nada se les había
dicho.
Esa primavera, Túrin se puso otra
vez el Yelmo de Hador, y Beleg se alegró. Empezaron con una compañía de menos
de cincuenta hombres, pero las artes de Beleg en los bosques y el valor de
Túrin hacían que a sus enemigos les parecieran un ejército. Los exploradores de
los orcos eran perseguidos, sus campamentos espiados, y, cuando se reunían
varias huestes para avanzar en cualquier lugar estrecho entre peñascos o a la
sombra de los árboles, aparecía el Yelmo-Dragón y sus hombres, altos y fieros.
Pronto, ante el mero sonido de su cuerno en las colinas, los capitanes
temblaban y los orcos huían antes incluso de que silbaran las flechas y se
desenvainaran las espadas.
Se ha contado cómo, cuando Mîm
entregó su morada escondida de Amon Rûdh a Túrin y su compañía, pidió que quien
había disparado la flecha que mató a su hijo rompiera su arco y sus flechas y
los pusiera a los pies de Khîm; y ese hombre era Andróg. Entonces, con gran renuencia,
Andróg hizo lo que Mîm pedía. Luego, Mîm le dijo a Andróg que no debía llevar
nunca más arco ni flechas, y le echó una maldición según la cual, si alguna vez
lo hacía, encontraría la muerte por ese medio.
Sin embargo, en la primavera de
ese año, Andróg desafió la maldición de Mîm y tomó de nuevo un arco en una
incursión desde Bar-en-Danwedh; en esa escaramuza fue abatido por una flecha de
orco envenenada, y lo llevaron de vuelta moribundo. Pero Beleg le curó la
herida, con lo que el odio que Mîm sentía por Beleg se acrecentó todavía más,
porque de este modo había anulado su maldición; pero «volverá
a actuar», dijo.
Ese año, a todo lo largo y ancho
de Beleriand, entre los bosques y sobre las corrientes, y a través de los pasos
de las colinas, se difundió el rumor de que el Arco y el Yelmo que según se
creía habían caído en Nimbar se habían alzado de nuevo más allá de toda esperanza.
Entonces, muchos, tanto elfos como hombres, que habían quedado sin guía,
desposeídos pero no acobardados, supervivientes de batallas y derrotas y
tierras arrasadas, cobraron nuevo ánimo y fueron en busca de los dos capitanes,
aunque nadie sabía aún dónde tenían su fortaleza. Túrin recibió de buen grado a
todos los que acudieron a él, pero por consejo de Beleg no admitió a ningún
recién llegado en su refugio de Amon Rûdh (que ahora se llamaba Echad
i Sedryn, Campamento de los Fieles); y el
camino para llegar allí sólo los de la vieja compañía lo conocían. Pero otros
fuertes y campamentos protegidos se establecieron en derredor: en el bosque del
este y en las tierras altas, o en los marjales del sur, desde Methed-en-glad
(el final del bosque), al sur de los cruces del Teiglin, hasta Bar Erib, a
algunas leguas al sur de Amon Rûdh, en la tierra antaño fértil que se extendía
entre el Narog y las lagunas del Sirion. Desde todos estos lugares, los
combatientes podían divisar la cima de Amon Rûdh, y mediante señales desde
allí, recibían noticias y órdenes.
De este modo, antes de terminar
el verano, los seguidores de Túrin se habían convertido en una gran fuerza, y
el poder de Angband fue rechazado. Esto llegó a saberse incluso en Nargothrond,
y muchos allí se impacientaron, y dijeron que si un proscrito podía infligir
tantos daños al Enemigo, qué no podría hacer el señor del Narog. Pero Orodreth,
rey de Nargothrond, no estaba dispuesto a alterar sus planes. En todo seguía a
Thingol, con quien intercambiaba mensajeros por vías secretas. Orodreth era un
señor sabio, con la sabiduría de quienes se preocupan en primer lugar por su propio
pueblo, y por alargar el tiempo en que éste pueda preservar su vida y sus
propiedades contra la codicia del norte. Por tanto, no permitió que ninguno de
los suyos fuera a unirse a los de Túrin, y envió mensajeros a decirle que, en
todas sus acciones y planes de guerra no debía pisar las tierras de Nargothrond,
ni empujar hacia allí a los orcos. Pero ofrecía a los dos capitanes cualquier otra
ayuda que necesitaran, excepto armas (y en esto, se cree, seguía la sugerencia
de Thingol y Melian).
Entonces Morgoth retiró la mano;
sin embargo, hacía frecuentes amagos de ataque, para que las victorias fáciles
hicieran crecer desmesuradamente la confianza de los rebeldes. Tal como en efecto
sucedió. Porque Túrin dio ahora el nombre de Dor
Cúarthol a toda la tierra situada entre
el Teiglin y la frontera occidental de Doriath; y reclamando el señorío de ese
territorio, tomó un nuevo nombre, Gorthol, el Yelmo Terrible; y tenía el ánimo enaltecido. Sin embargo, a Beleg
le pareció que el Yelmo había tenido en Túrin un efecto distinto del que él
esperaba; y al pensar en los días venideros su mente se inquietaba.
Un día de finales de verano, él y
Túrin estaban sentados en el Echad, descansando después de una larga pelea y
una marcha prolongada. Entonces Túrin preguntó a Beleg: —¿Por qué estás triste
y pensativo? ¿No va todo bien desde que volviste conmigo? ¿No ha resultado
buena mi decisión?
—Todo va bien por ahora—dijo
Beleg—. Nuestros enemigos están aún sorprendidos y atemorizados. Y todavía nos
esperan días felices durante un tiempo.
—¿Y después?—quiso saber Túrin.
—El invierno—respondió Beleg—. Y
después otro año, para quienes vivan para verlo.
—¿Y después?—insistió Túrin.
—La ira de Angband. Sólo hemos
quemado la yema de los dedos de la Mano Negra. No se retirará.
—Pero ¿no es la ira de Angband
nuestro propósito y deleite?—dijo Túrin—. ¿Qué más querrías que yo hiciera?
—Lo sabes perfectamente—contestó
Beleg—. Pero de eso me has prohibido hablar. Sin embargo, escucha lo que te
diré ahora: el rey o el señor de un gran ejército tiene múltiples necesidades.
Ha de contar con un refugio seguro, y debe tener riquezas y mucha gente a su servicio
cuyo trabajo no sea la guerra. Con el número, crece la necesidad de alimento
más allá de lo que las tierras salvajes puedan procurar a los cazadores. Y así
se difunde el secreto. Amon Rûdh es un buen sitio para unos pocos: tiene ojos y
oídos. Pero se yergue en un lugar solitario, y se divisa desde lejos; no sería
necesaria una gran fuerza para rodearlo, a menos que lo defendieran unas
huestes mucho más grandes de lo que ahora son las nuestras y probablemente lo
sean nunca.
—No obstante, seré el capitán de
mi propio ejército—afirmó Túrin—; y si caigo, caigo. Yo me interpongo en el
camino de Morgoth, y mientras esté aquí, él no puede usar el camino del sur.
Los rumores de la presencia del
Yelmo-Dragón en las tierras al oeste del Sirion llegaron rápidamente a oídos de
Morgoth, y éste rio, porque así se le reveló de nuevo Túrin, que había
permanecido durante mucho tiempo perdido para él en las sombras y bajo los
velos de Melian. Sin embargo, empezó a temer que Túrin creciera hasta adquirir
tal poder, que la maldición que había arrojado sobre él se volviera hueca, y
escapara del destino dispuesto para él, o se retirara a Doriath y lo perdiera
de nuevo de vista. Por tanto, pensó que debía capturar a Túrin y provocarle tanto
sufrimiento como a su padre, torturarlo y esclavizarlo.
Beleg había acertado al decirle a
Túrin que sólo habían chamuscado los dedos de la Mano Negra, y que ésta no se
retiraría. Sin embargo, Morgoth ocultó sus designios, y por ese entonces se
contentó con enviar a sus exploradores más hábiles; y antes de que
transcurriera mucho tiempo, Amon Rûdh estaba rodeada de espías que merodeaban
por las tierras salvajes sin ser observados y sin actuar contra las partidas de
combatientes que entraban y salían.
Pero Mîm era consciente de la
presencia de orcos en las tierras que rodeaban Amon Rûdh y el odio que sentía
por Beleg llevó a su corazón oscurecido a tomar una malvada decisión. Un día, hacia
el final del año dijo a los hombres de Bar-en-Danwedh que se iba con su hijo
Ibun a buscar raíces para las reservas del invierno, pero su verdadero
propósito era buscar a los siervos de Morgoth y conducirlos al escondite de
Túrin.
Mîm intentó imponer ciertas
condiciones a los orcos, que se rieron de él, pero Mîm les dijo que estaban muy
equivocados si creían que podían obtener algo de un enano mezquino mediante la
tortura. Entonces le preguntaron cuáles eran las condiciones, y Mîm expuso sus
exigencias: que le pagaran el peso en hierro de cada hombre que capturaran o
mataran, y el peso en oro de Túrin y Beleg; que su casa, una vez libre de Túrin
y su grupo, volviera a ser para él, y que no lo molestaran; que dejaran atrás a
Beleg, atado, para que Mîm se encargara de él, y que se permitiera a Túrin partir
en libertad.
Los emisarios de Morgoth
accedieron rápidamente a estas condiciones, sin intenciones de cumplir ninguna
de ellas. El capitán de los orcos pensaba que el destino de Beleg quizá podía
quedar en manos de Mîm, pero en cuanto a dejar en libertad a Túrin, sus órdenes
eran llevarlo «vivo a Angband». Por otra parte, aunque aceptaron las condiciones, insistieron en
mantener a Ibun como rehén, y entonces Mîm tuvo miedo e intentó echarse atrás o
escapar. Pero los orcos tenían a su hijo, y Mîm se vio obligado a guiarlos
hasta Bar-en-Danwedh. Así fue traicionada la Casa del Rescate.
Como se ha dicho, la masa rocosa
que constituía la corona o gorra de Amon Rûdh aunque abrupta, era accesible a
los hombres, que podían trepar a ella subiendo por una escalera tallada en la
roca, que partía de la plataforma o terraza ante la entrada de la casa de Mîm.
Allí había dispuestos unos vigilantes, que dieron la alarma al ver llegar a los
enemigos. Pero éstos, guiados por Mîm, alcanzaron la plataforma llana ante las
puertas, y Túrin y Beleg tuvieron que retroceder hasta la entrada de Bar-en-Danwedh.
Algunos de los hombres que intentaron subir los escalones tallados en la roca
fueron derribados por las flechas de los orcos.
Túrin y Beleg retrocedieron al
interior de la cueva, y bloquearon el pasaje con una gran roca. En ese momento,
Andróg les reveló la escalera escondida que llevaba a la cima plana de Amon
Rûdh y que había encontrado cuando se perdió en las cavernas. Entonces, Túrin y
Beleg, con muchos de sus hombres, subieron por esa escalera y salieron a la
cima, sorprendiendo a los pocos orcos que habían llegado ya allí por el sendero
exterior, y los empujaron haciéndolos caer por el borde. Durante un breve
espacio de tiempo, pudieron ir rechazando a los orcos que subían a la roca,
pero en la cima desnuda no contaban con refugio alguno, y muchos fueron
abatidos desde abajo. El más valiente de ellos fue Andróg, que cayó mortalmente
herido por una flecha en los primeros peldaños de la escalera exterior.
Entonces Túrin y Beleg, con los
diez hombres que les quedaban, retrocedieron hasta el centro de la cima, donde
se alzaba una piedra erguida, y, formando un anillo a su alrededor, se defendieron
hasta que todos cayeron muertos, excepto Beleg y Túrin, porque los orcos no
dispararon, sino que los cazaron con redes. A Túrin lo ataron y se lo llevaron;
a Beleg, que estaba herido, lo ataron también, pero lo dejaron en el suelo, con
las muñecas y los tobillos amarrados a unos clavos de hierro hincados en la
roca.
Los orcos que encontraron el
acceso mediante la escalera secreta, abandonaron la cima y entraron en Bar-en-Danwedh,
y la profanaron y saquearon. No encontraron a Mîm, que acechaba escondido en
las cavernas, pero cuando hubieron partido de Amon Rûdh, subió a la cumbre y, dirigiéndose
a donde Beleg yacía postrado e inmóvil, se burló de su sufrimiento mientras
afilaba un cuchillo.
Sin embargo, Mîm y Beleg no eran
las únicas criaturas vivientes en la cumbre de piedra. Andróg, aunque herido de
muerte, se arrastró entre los cadáveres hacia ellos, y tomando una espada se la
arrojó al enano. Gritando aterrorizado, Mîm corrió hacia el borde del barranco
y desapareció: huyó por un sendero de cabras, abrupto y difícil que conocía.
Andróg, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, cortó las ligaduras de las muñecas
y los tobillos de Beleg, y lo liberó; al morir le dijo: —Mis heridas son demasiado profundas
incluso para tus dotes de curación.
IX.LA MUERTE DE BELEG
LOS HIJOS DE HÚRIN
Beleg buscó a Túrin entre los muertos para enterrarlo, pero no pudo
encontrar su cuerpo. Supo entonces que el hijo de Húrin seguía con vida, y que
se lo habían llevado a Angband; sin embargo, se vio obligado a quedarse en Bar-en-Danwedh
hasta que sanó de sus heridas. Partió entonces con escasas esperanzas de
encontrar el rastro de los orcos, pero se topó con sus huellas cerca de los cruces
del Teiglin. Allí el río se dividía, pues algunos brazos seguían las estribaciones
del bosque de Brethil hacia el vado de Brithiach, y otros se alejaban en
dirección oeste; a Beleg le pareció evidente que debía seguir los que iban
directos y a mayor velocidad hacia Angband, en dirección al Paso de Anach. Por
tanto, atravesó Dimbar, y subió al Paso de Anach en Ered Gorgoroth, las montañas
del Terror, llegando así a las tierras altas de Taur-nu-Fuin, el bosque bajo la
Noche, una región de terror y encantamientos oscuros, de vagabundeo y
desesperación.
Perdido en aquella tierra maligna, Beleg vio por casualidad una pequeña
luz entre los árboles, y, dirigiéndose hacia ella, encontró a un elfo dormido
bajo un gran árbol muerto: junto a su cabeza había una lámpara, y el trapo que
la cubría se había deslizado. Entonces Beleg despertó al durmiente, le dio lembas, y le preguntó qué destino lo había llevado a aquel terrible lugar. Él
dijo que su nombre era Gwindor, hijo de Guilin.
Beleg lo contempló apenado, porque Gwindor no era ya sino una pequeña
sombra encorvada del que había sido, cuando en la Batalla de las Lágrimas
Innumerables, ese señor de Nargothrond cabalgó hasta las mismas puertas de
Angband, donde fue capturado. Porque pocos eran los noldor a los que Morgoth
daba muerte, a causa de su habilidad en los metales y las gemas; así hizo con Gwindor,
no lo mató sino que lo puso a trabajar en las minas del norte. Los noldor
poseían muchas de las lámparas fëanorianas, que eran cristales colgados de una
fina red de cadenillas que brillaban continuamente con un maravilloso
resplandor azul que les permitía encontrar el camino en la oscuridad de la
noche o los túneles; ni siquiera ellos conocían el secreto de estas lámparas. Muchos
de los elfos de las minas escaparon de aquella oscuridad, precisamente porque
fueron capaces de encontrar el camino de salida; Gwindor sin embargo, obtuvo
una pequeña espada de uno que trabajaba en las forjas, y, cuando estaba con un
grupo, extrayendo piedra, se enfrentó de repente con los guardias. Pudo
escapar, pero con una mano cortada; y ahora yacía exhausto bajo los grandes
pinos de Taur-nu-Fuin.
Por Gwindor supo Beleg que la pequeña compañía de orcos que tenían por
delante, y de la que él se había escondido, no llevaba cautivos y marchaba con
rapidez: una guardia avanzada, quizá, que llevaba noticias a Angband. Al saber
esto, Beleg se desesperó, porque supuso que las huellas que había visto
alejarse hacia el oeste después de los cruces del Teiglin eran las de una
hueste mayor, que, a la manera orca, habría ido a saquear las tierras en busca
de alimento y botín, y ahora podría estar regresando a Angband por «la Tierra
Estrecha», el largo desfiladero del
Sirion, mucho más al oeste. En ese caso, su única esperanza era volver al vado
de Brithiach, y luego dirigirse al norte hacia Tol Sirion. Pero aún no se había
decidido cuando oyeron el sonido de un gran ejército que se aproximaba por el
bosque desde el sur y, escondiéndose entre las ramas de un árbol, observaron
pasar a los siervos de Morgoth, que avanzaban lentamente, cargados con botín y
cautivos, y rodeados de lobos. Y vieron a Túrin, con las manos encadenadas,
empujado a latigazos.
Entonces Beleg le contó a Gwindor lo que lo había llevado a Taur-nu-Fuin,
y éste trató de disuadirlo, diciendo que sólo lograría sumarse a Túrin en la
desdicha que lo aguardaba. Pero Beleg no estaba dispuesto a abandonar a su
amigo, y aún desesperado, logró despertar de nuevo esperanzas en el corazón de
Gwindor, y juntos continuaron, siguiendo a los orcos hasta que salieron del bosque
y llegaron a las altas pendientes que bajaban hasta las dunas desiertas de
Anfauglith. Allí, a la vista de los picos de Thangorodrim, en un valle baldío,
los orcos montaron el campamento, y pusieron lobos como centinelas alrededor.
Celebraron y festejaron el botín y, después de torturar a los prisioneros, la
mayoría cayeron dormidos y borrachos. Para entonces, el día decaía y lo hacía
sumido en una intensa oscuridad. Una gran tormenta venía desde el oeste, y los relámpagos
resplandecían a lo lejos mientras Beleg y Gwindor se arrastraban hacia el campamento.
Cuando todos estuvieron dormidos, Beleg tomó el arco y disparó a oscuras
sobre cuatro de los lobos centinelas del lado meridional; fueron cayendo uno a
uno y en silencio. Luego, con gran peligro Gwindor y él, se adelantaron hasta
encontrar a Túrin engrillado de pies y manos y atado a un árbol. En el tronco
estaban clavados los cuchillos que le habían arrojado sus torturadores, pero él
no estaba herido, aunque sí sin sentido, narcotizado o bien profundamente
dormido debido al agotamiento. Entonces, Beleg y Gwindor cortaron sus
ligaduras, y sacaron a Túrin del campamento. Sin embargo, pesaba demasiado como
para llevarlo muy lejos, y no pudieron llegar más que a una maleza de espinos
de las pendientes que quedaban por encima del campamento. Allí lo depositaron
en el suelo. Ahora la tormenta estaba más cerca, y un relámpago iluminó
Thangorodrim. Beleg desenvainó la espada Anglachel, y con ella cortó los grilletes
que sujetaban a Túrin; pero ese día el destino pudo más, porque la hoja de Eöl,
el elfo oscuro, resbaló de la mano de Beleg e hirió a Túrin en un pie.
Entonces Túrin despertó de repente, lleno de rabia y miedo, y, al ver
una forma inclinada sobre él en las tinieblas con una hoja desnuda en la mano,
se levantó de un salto con un gran alarido al creer que los orcos habían
empezado otra vez a atormentarlo y, debatiéndose con su amigo en la oscuridad,
tomó a Anglachel y mató con ella a Beleg Cúthalion tomándolo por un enemigo.
Pero al incorporarse, libre ya de ataduras y dispuesto a vender cara la
vida, el gran fulgor de un relámpago estalló en lo alto, y a su luz vio el
rostro de Beleg. Entonces Túrin se quedó callado e inmóvil como una piedra,
contemplando aquella espantosa muerte, consciente de lo que había hecho; y tan
terrible era su rostro, iluminado por los relámpagos que estallaban alrededor,
que Gwindor se echó al suelo y no se atrevió a alzar la vista.
Mientras, en el campamento de abajo los orcos habían despertado, por la tormenta y por el grito de Túrin, y descubrieron que éste había desaparecido; sin embargo, no lo buscaron, porque estaban aterrorizados por un trueno que vino del oeste, y que creyeron dirigido contra ellos por los grandes Enemigos de más allá del mar. Entonces se levantó un gran viento, y cayeron fuertes lluvias, y el agua descendió en torrentes desde las alturas de Taur-nu-Fuin; y aunque Gwindor le gritó a Túrin, avisándole del extremo peligro en que se encontraban, éste no respondió, sino que permaneció allí, sentado, inmóvil y con los ojos secos junto al cuerpo de Beleg Cúthalion, que había muerto por su mano cuando estaba liberándolo de la esclavitud.
Cuando llegó la mañana, la tormenta se había desplazado hacia el este
sobre Lothlann, y el sol del otoño se alzaba cálido y brillante; pero los orcos,
que odiaban a este astro casi tanto como al trueno, y creyendo que Túrin habría
huido lejos de aquel lugar y las huellas de su huida habrían desaparecido,
partieron de prisa, impacientes por regresar a Angband. Gwindor los vio a la distancia
mientras se alejaban hacia el norte por las arenas humeantes de Anfauglith. Así
fue como volvieron a Morgoth con las manos vacías, y dejaron atrás al hijo de
Húrin, que seguía sentado, desesperado y aturdido, en las laderas de Taur-nu-Fuin,
soportando una carga más pesada que sus cadenas.
Cuando Gwindor llamó a Túrin para que lo ayudara a dar sepultura a
Beleg, él se incorporó como quien anda en sueños, y juntos tendieron a Beleg en
una tumba poco profunda, y pusieron junto a él a Belthronding, su gran arco,
que estaba hecho de madera de tejo negro. Pero Gwindor no añadió sin embargo la
terrible espada Anglachel, diciendo que sería mejor utilizarla para vengarse
con ella de los siervos de Morgoth que abandonarla inútil en la tierra; y tomó
también las lembas de Melian para que los fortaleciera en las tierras salvajes.
Así fue el fin de Beleg Arcofirme, el más fiel de los amigos, el más
hábil de todos cuantos se cobijaron en los bosques de Beleriand en los Días
Antiguos; por mano de quien más quería. Y ese dolor se grabó en el rostro de
Túrin y nunca se borró de él.
Pero el elfo de Nargothrond había ido recuperando el coraje y la
fuerza, y, dejando Taur-nu-Fuin, se llevó lejos de allí a Túrin. Ni una vez
habló éste mientras erraron juntos por caminos largos y penosos, y caminaba
como quien no tiene deseos ni propósitos, mientras el año menguaba y el
invierno se acercaba a las tierras septentrionales. Sin embargo, Gwindor estaba
siempre a su lado para protegerlo y guiarlo; y así se dirigieron hacia el
oeste, cruzando el Sirion y llegaron por fin a la Laguna Hermosa y Eithel
Ivrin, las fuentes donde nacía el Narog bajo las montañas de la Sombra. Allí
Gwindor le habló a Túrin, diciendo: —¡Despierta, Túrin, hijo de Húrin! El lago
de Ivrin ríe sin cesar. Se alimenta de fuentes cristalinas que nunca dejan de
manar, y Ulmo, el Señor de las Aguas, que creó su belleza en los Días Antiguos,
cuida de que nada las perturbe. —Entonces Túrin se arrodilló y bebió de aquellas
aguas; y una vez lo hubo hecho, súbitamente se echó de bruces, y las lágrimas
corrieron por fin, y sanó de su locura.
Allí compuso una canción para Beleg, y la llamó Laer Cú Beleg, el Canto del Gran Arquero, cantándolo en alta voz, sin importarle el peligro. Y Gwindor puso en
sus manos la espada Anglachel, y Túrin notó que era pesada y fuerte y que tenía
un gran poder; pero la hoja estaba negra, opaca y sin filo. Entonces Gwindor
dijo: —Ésta es una hoja extraña, y no se asemeja a
ninguna otra que haya visto en la Tierra Media. Guarda luto por Beleg, lo mismo
que tú. Pero consuélate; porque voy de regreso a Nargothrond, de la casa de
Finarfin, donde nací y viví antes de mi pesar. Vendrás conmigo, y allí te
curarás recuperarás.
—¿Quién eres?—preguntó Túrin.
—Un elfo errante, un esclavo fugado, a quien Beleg encontró y confortó—respondió
Gwindor—. Pero otrora fui Gwindor, hijo de Guilin, un señor de Nargothrond,
hasta que fui a la Nirnaeth Arnoediad y me esclavizaron en Angband.
—Entonces habrás visto a Húrin, hijo de Galdor, el guerrero de Dor-lómin—quiso
saber Túrin.
—No lo he visto—contestó Gwindor—, pero en Angband corre el rumor de
que aún desafía a Morgoth; y de que éste le ha echado una maldición, a él y a
todo su linaje.
—Lo creo—dijo Túrin.
Y poniéndose en pie, abandonaron Eithel Ivrin y viajaron hacia el sur a
lo largo de las orillas del Narog, hasta que los exploradores de los elfos los
atraparon y los llevaron cautivos a la fortaleza escondida.
Así fue cómo Túrin llegó a Nargothrond.
X.TÚRIN EN NARGOTHROND
LOS HIJOS DE HÚRIN
Al principio el propio pueblo de
Gwindor no lo reconoció, pues había partido joven y fuerte y volvía con aspecto
de hombre mortal, envejecido por tormentos y trabajos; y además estaba lisiado.
Pero Finduilas, hija de Orodreth, el rey, lo reconoció y le dio la bienvenida,
pues lo había amado, y de hecho estaban prometidos antes de la Nirnaeth, y tan
grande era el amor que la belleza de Finduilas despertaba en Gwindor que la
había llamado Faelivrin, que es el brillo del sol en los estanques de Ivrin.
Así pues, Gwindor llegó a su
hogar y, por consideración a él, Túrin fue admitido; porque Gwindor dijo que
era un hombre valiente, amigo muy querido de Beleg Cúthalion, de Doriath. Pero
cuando Gwindor iba a mencionar su nombre. Túrin se lo impidió, diciendo: —Soy
Agarwaen, el hijo de Úmarth (que significa el Manchado de Sangre, hijo del Desdichado
Destino), un cazador de los bosques. —Pero aunque los elfos supusieron que
tomaba estos nombres a causa de la muerte de su amigo (puesto que no conocían
otras razones), no le preguntaron nada más.
La espada Anglachel fue afilada
de nuevo para él por los hábiles herreros de Nargothrond y, aunque continuó
siendo negra, un fuego pálido brillaba en el filo de la hoja. Entonces Túrin
pasó a ser conocido en Nargothrond como Mormegil, la Espada Negra, por el rumor de sus hazañas con esa arma; pero él la
llamaba Gurthang, Hierro de la Muerte.
Debido a sus proezas y su
habilidad en la guerra contra los orcos, Túrin se ganó el favor de Orodreth, y
fue admitido en su consejo. Ahora bien, a Túrin no le agradaba la manera de
luchar de los elfos de Nargothrond, con emboscada, sigilo y flecha secreta, y
los urgió a abandonarla y a emplear sus fuerzas para atacar a los siervos del
Enemigo, con combate abierto y persecución. Pero Gwindor se oponía siempre a
Túrin en este asunto en el consejo del rey, diciendo que él había estado en
Angband y había visto un atisbo del poder de Morgoth, y algo presentía de sus
designios. —Las pequeñas victorias no nos sirven de nada—decía—; porque es así
cómo Morgoth descubre dónde se encuentran los más audaces de sus enemigos, y
reúne las fuerzas suficientes como para aniquilarlos. Todo el poder de los elfos
y los edain unidos bastó sólo para contenerlo, y para ganar la paz de un estado
de sitio; una paz larga en verdad, pero que durará sólo mientras Morgoth aguarda
la oportunidad de romper el cerco; y por otra parte, nunca más será posible
lograr una unión semejante. Únicamente en el secreto reside la esperanza de
sobrevivir. Hasta que lleguen los valar.
—¡Los valar!—dijo Túrin—. Los valar
os han olvidado, y desprecian a los hombres. ¿De qué sirve mirar a través del mar
infinito una puesta de sol moribunda en el oeste? Sólo hay un valar que nos
importa, y ése es Morgoth; y si al final no podemos vencerlo, cuando menos
podemos hacerle daño y hostigarlo. Una victoria es una victoria, por pequeña
que sea, y no sólo sirve por lo que se obtiene de ella, también es eficaz en sí
misma. Y, en última instancia, el secreto no es posible, la armas son el único
muro contra Morgoth. Si no hacéis nada para detenerlo, toda Beleriand caerá
bajo su sombra antes de que transcurran muchos años, y entonces uno por uno os
hará salir de vuestro escondites. ¿Y entonces qué? Los desgraciados
supervivientes huirán al sur y al oeste, para vivir atemorizados a orillas del mar,
atrapados entre Morgoth y Ossë. Es mejor ganar un tiempo de gloria, aunque sea
efímero, porque el final no será peor por ello. Habláis de secreto y decís que
sólo en él reside la esperanza; pero si pudierais tender emboscadas y atacar a
todo explorador y espía de Morgoth, hasta el último y más pequeño, de modo que
ninguno volviera con noticias a Angband, por esa misma ausencia se enteraría de
que vivís y averiguaría dónde. Y esto digo también: aunque los hombres mortales
tienen poca vida en comparación con la de los elfos, preferirían perderla en combate
que huyendo o sometiéndose. El desafío de Húrin Thalion es una gran hazaña; y aunque
Morgoth mate a quien la ha llevado a cabo, no puede impedir que la hazaña haya
existido. Incluso los Señores del Oeste lo honrarán; y ¿no está acaso inscrita
ya en la historia de Arda, que ni Morgoth ni Manwë pueden borrar?
—Hablas de elevados asuntos—respondió
Gwindor—, y está claro que has vivido entre los eldar. Pero una oscuridad hay
en ti si mencionas juntos a Morgoth y Manwë, o hablas de los valar como si
fueran enemigos de los elfos y los hombres; porque los valar no desprecian a
nadie, y menos todavía a los hijos de Ilúvatar. Tampoco conoces todas las
esperanzas de los eldar. Nosotros tenemos una profecía que dice que un día
llegará un mensajero de la Tierra Media a Valinor atravesando las sombras, y
Manwë lo escuchará, y Mandos se aplacará. ¿No hemos de preservar la simiente de
los noldor, y también la de los edain, hasta ese momento? Círdan vive ahora en
el sur, y allí construye barcos, pero ¿qué sabes tú de barcos, o del mar?
Piensas en ti mismo y en tu propia gloria, y pides que todos hagamos lo mismo; pero
nosotros debemos pensar en otros tanto como en nosotros, porque no todos pueden
luchar y caer, y tenemos que protegerlos de la guerra y la ruina mientras
podamos.
—Entonces envíalos donde tus
barcos, mientras todavía haya tiempo—dijo Túrin.
—No se separarán de nosotros—replicó
Gwindor—, incluso aunque Círdan pudiera mantenerlos a todos. Tenemos que
permanecer juntos tanto tiempo como podamos, y no cortejar a la muerte.
—A todo esto ya he contestado—insistió
Túrin—. Valiente defensa de las fronteras y duros golpes al enemigo antes de
que se recupere; ahí radica la mayor esperanza de que podáis vivir juntos mucho
tiempo. Y esos de los que hablas, ¿aman más a quienes se esconden en los
bosques, de caza furtiva siempre como los lobos, que a quien se pone el yelmo,
toma el escudo decorado, y rechaza al enemigo, aunque sea mayor que todo su
ejército? Al menos las mujeres de los edain no. No impidieron que sus hombres
fueran a la Nirnaeth Arnoediad.
—Pero sufrieron mayores males que
si esa guerra no se hubiera librado—dijo Gwindor.
Pero el favor de Orodreth hacia
Túrin crecía considerablemente, y se convirtió en el principal consejero del
rey, que comentaba con él todos los asuntos. En aquel tiempo, los elfos de Nargothrond
abandonaron el secreto, y se forjó una gran cantidad de armas; y, por consejo
de Túrin, los noldor construyeron un poderoso puente sobre el Narog desde las
Puertas de Felagund para el transporte más rápido del ejército, puesto que la
guerra ahora se desarrollaba sobre todo al este del Narog, en la Planicie
Guardada. Como Marca del Norte, Nargothrond incluía ahora la «Tierra en
Disputa» en torno a las fuentes del
Ginglith, el Narog y los alrededores de los bosques de Núath. Entre el Nenning
y el Narog no había orcos; y al este del Narog, el reino llegaba al Teiglin y las
orillas de los marjales de Nibin-noeg.
Gwindor cayó en deshonra, porque
ya no era audaz en el uso de las armas, y tenía poca fuerza; y el dolor del
brazo izquierdo mutilado lo afectaba con frecuencia. En cambio, Túrin era
joven, y recién llegado a la edad viril; y era en verdad a los ojos de todos el
hijo de Morwen Eledhwen: alto, de cabellos oscuros y piel pálida, con ojos
grises y de rostro más hermoso que ningún otro hombre mortal de los Días
Antiguos. Por el habla y el porte parecía pertenecer al antiguo reino de
Doriath, y aún entre los elfos, a primera vista, podría haber sido tomado por
un miembro de las grandes casas de los noldor. Tan valiente era Túrin, y tan
hábil con las armas, sobre todo con la espada y el escudo, que los elfos decían
que era imposible darle muerte, salvo por mala suerte o por una flecha maligna
disparada desde lejos. Por tanto, le dieron una de las cotas de malla
fabricadas por los enanos, para protegerlo; y encontró, con el ánimo
sobrecogido, una máscara asimismo hecha por enanos enteramente dorada, en las
armerías y se la ponía antes de la batalla, y sus enemigos huían al verla.
Ahora que había conseguido lo que
quería, que todo iba bien, que llevaba a cabo el trabajo que deseaba, y que
había honor en él, era cortés con todos, y menos adusto que antes, y casi todos
los corazones se volcaron en él; y muchos lo llamaron Adanedhel, el hombre elfo. Pero más que todos, Finduilas, la hija de Orodreth,
se conmovía siempre que él se le acercaba, o estaba en la misma estancia. Tenía
los cabellos dorados, como todos los miembros de la casa de Finarfin, y Túrin empezó
a sentirse complacido también cuando la veía o ella lo acompañaba; porque le
recordaba a las gentes de su linaje y a las mujeres de Dor-lómin de la casa de
su padre.
Al principio, sólo se encontraba
con ella en presencia de Gwindor, pero al cabo de un tiempo, Finduilas lo
buscaba, y se encontraban a veces a solas, aunque esto parecía suceder por
casualidad. Entonces ella le hacía preguntas sobre los edain, a quienes había
visto poco y rara vez, y acerca de su país y su gente.
Túrin hablaba libremente con ella
de esos asuntos, aunque nunca mencionó el nombre de la tierra donde había
nacido, ni el de ninguno de sus parientes; y sólo en una ocasión le dijo: —Tuve
una hermana, Lalaith, o así la llamaba yo; y tú me la recuerdas. Pero Lalaith
era una niña, una flor amarilla entre la hierba verde de la primavera; y si
hubiera vivido, quizá la pena la habría deslucido. En cambio, tú eres como una
reina, y como un árbol dorado; me gustaría tener una hermana tan hermosa.
—Pues tú eres como un rey—respondió
ella—, parecido a los señores del pueblo de Fingolfin; me gustaría tener un hermano
tan valiente. Y no creo que Agarwaen sea tu nombre, ni que sea adecuado para
ti, Adanedhel. Yo te llamo Thúrin, el Secreto.
Al oír eso Túrin se sobresaltó,
pero dijo: —Ese no es mi nombre; y no soy rey, porque nuestros reyes son eldar,
y yo no lo soy.
Túrin observó que la amistad que
le mostraba Gwindor empezaba a enfriarse; y le asombró también que, aunque al
principio había soportado bien el dolor y el horror de Angband había empezado a
desaparecer en él, ahora parecía recaer otra vez en la preocupación y la pena.
Y pensó: «Quizá lo ofenda que me oponga a sus iniciativas, y
prevalezcan las mías; ojalá que no sea así». Porque Túrin amaba a Gwindor, que lo había guiado y curado, y sentía
mucha piedad por él. Pero en esos días se apagó también el esplendor de
Finduilas, sus pasos se hicieron más lentos y el rostro más serio, y se volvió
pálida y delgada. Túrin, al darse cuenta, creyó que las palabras de Gwindor habrían
despertado en su corazón temor por lo que pudiera sobrevenir.
En realidad, Finduilas se sentía
dividida. Porque por un lado honraba a Gwindor y lo compadecía, y no deseaba
añadir ni una sola lágrima a su sufrimiento; y por otro, aún a su pesar, el
amor que sentía por Túrin crecía día a día, y pensaba a menudo en Beren y
Lúthien. Pero ¡Túrin no era como Beren! No la despreciaba, y estaba contento en
su compañía, sin embargo, sabía que él no sentía por ella el amor que ella
deseaba. Túrin tenía la mente y el corazón en otro sitio, en ríos de primaveras
que habían desaparecido hacía mucho tiempo.
Entonces Túrin se dirigió a
Finduilas, y le dijo: —No dejes que las palabras de Gwindor te atemoricen. Él
ha sufrido en la oscuridad de Angband; y es triste para alguien tan valiente
estar tullido y no poder participar en el combate. Necesita tranquilidad, y un
tiempo más largo para curarse.
—Lo sé muy bien—respondió ella.
—Pues ¡conquistaremos ese tiempo
para él!—exclamó Túrin—. ¡Nargothrond resistirá! Morgoth el Cobarde nunca
volverá a salir de Angband, y tendrá que depender totalmente de sus siervos; así
dice Melian de Doriath. Ellos son los dedos de sus manos, pero nosotros se los
golpearemos, y se los cortaremos, hasta que retire las garras. ¡Nargothrond
resistirá!
—Quizá—dijo ella—. Resistirá si
tú puedes conseguirlo. Pero ten cuidado, Thúrin; el corazón se me llena de más
pesadumbre cuando tú vas a la batalla, que de temor por la pérdida de Nargothrond.
Después, Túrin buscó a Gwindor, y
le dijo: —Gwindor, querido amigo, otra vez te gana la tristeza, ¡no lo
permitas! Llegarás a curarte. Aquí en las casas de los tuyos y a la luz de
Finduilas.
Entonces Gwindor miró a Túrin
fijamente, pero no dijo nada, y se le oscureció la cara.
—¿Por qué me miras así?—preguntó
Túrin—. Últimamente a menudo me miras de un modo extraño. ¿En qué te he
ofendido? Me he opuesto a tus iniciativas, pero es preciso que un hombre
exprese lo que piensa, y no disimule la verdad de lo que cree, por causa de un
asunto privado. Me gustaría que estuviéramos de acuerdo, porque tengo contigo
una gran deuda, y no la olvidaré.
—¿No la olvidarás?—respondió
Gwindor—. Sin embargo, tus acciones y consejos han cambiado mi hogar y a los
míos. Tu sombra se extiende sobre ellos. ¿Por qué he de estar contento cuando
me lo has quitado todo?
Túrin no comprendió estas
palabras, y pensó sólo que Gwindor estaba celoso del lugar que ocupaba en el
corazón y los designios del rey.
Pero cuando Túrin se hubo
marchado, Gwindor permaneció sentado a solas, pensativo, y maldijo a Morgoth,
que así podía perseguir a sus enemigos causándoles dolor, dondequiera que
estuvieran. «Y ahora al fin—reflexionó en voz alta—, creo el rumor
que circulaba por Angband de que Morgoth ha maldecido a Húrin y a todo su
linaje.» Y buscó a Finduilas y le dijo: —La
tristeza y la duda pesan sobre ti; demasiadas veces te echo de menos ahora, y
empiezo a pensar que estás evitándome. Puesto que tú no me dices el motivo,
debo adivinarlo. Hija de la casa de Finarfin, que ningún pesar se interponga
entre nosotros, porque aunque Morgoth haya hecho una ruina de mi vida yo
todavía te amo. Pero ve a donde el amor te conduzca, pues yo ya no soy adecuado
para desposarte, y ni mis proezas ni mi consejo son ahora merecedores de
honores.
Entonces Finduilas lloró. —¡No
llores todavía!—prosiguió Gwindor—. Pero procura no tener motivo para hacerlo.
No es conveniente que los hijos mayores de Ilúvatar desposen a los menores; ni
es tampoco prudente, pues tienen vidas cortas, y desaparecen pronto, dejándonos
de duelo mientras dure el mundo. Ni lo aceptarán los hados más de una o dos
veces, y eso por alguna gran causa que nosotros desconocemos. Este hombre no es
Beren, aun cuando sea igual de hermoso y valiente. Un destino pesa sobre él; un
destino oscuro. ¡No lo cojas en ti! Si lo haces, tu amor te traicionará,
llevándote a la amargura y la muerte. Porque, ¡escúchame!, aunque es, en
efecto, Agarwaen, hijo de Úmarth, su verdadero nombre es Túrin, hijo de Húrin,
a quien Morgoth retiene en Angband y cuyo linaje ha maldecido. ¡Y no dudes del
poder de Morgoth Bauglir! ¿acaso no está escrito en mí?
Entonces Finduilas se puso en
pie, y parecía en verdad una reina. —Tienes los ojos velados, Gwindor—contestó
ella—. No ves ni entiendes lo que aquí ocurre. ¿Debo someterme ahora a la doble
vergüenza de revelarte la verdad? Porque yo te amo, Gwindor, y me avergüenza no
poder amarte más, porque hay en mí un amor mayor del que no puedo escapar. No lo
busqué, y durante mucho tiempo me aparté de él. Pero si yo me compadezco de tus
heridas, compadécete tú de las mías. Túrin no me ama, y nunca me amará.
—Hablas así—replicó Gwindor—,
para librar de culpa al que amas. ¿Por qué te busca entonces, y se pasa las
horas sentado contigo, y después de eso siempre se lo ve más feliz?
—Porque también él necesita
consuelo—dijo Finduilas—, pero está lejos de los suyos. Los dos tenéis vuestras
necesidades. Pero ¿y Finduilas? ¿No basta con que deba confesarte que no soy
amada sino que además crees que lo hago así por engaño?
—No, una mujer no se engaña
fácilmente en tales casos—respondió Gwindor—. Ni tampoco hay muchos que nieguen
que son amados, si eso es así.
—Si uno de los tres es desleal,
ésa soy yo, aunque no voluntariamente. Pero ¿qué hay de lo que dices y de los
rumores de Angband? ¿Qué de la muerte y la destrucción? Adanedhel será decisivo
en la historia del mundo, y alcanzará en estatura al mismo Morgoth, en un
lejano día por venir.
—Es orgulloso—comentó Gwindor.
—Pero también clemente—replicó
Finduilas—. No está despierto todavía, pero la piedad aún puede sacudir su
corazón, y nunca la negará. Quizá la piedad sea la única vía de acceso a él. Sin
embargo, no siente piedad por mí. Me reverencia como si yo fuera a la vez su
madre y una reina.
Tal vez Finduilas expresara la
verdad, pues veía con los ojos penetrantes de los eldar. Y Túrin, que no sabía
lo hablado entre Gwindor y Finduilas, se mostraba cada vez más gentil con ella,
a medida que ella estaba más triste. Pero un día Finduilas le dijo: —Thúrin
Adanedhel, ¿por qué me ocultaste tu nombre? Si hubiera sabido quién eras no te habría
honrado menos, pero habría comprendido mejor tu pena.
—¿A qué te refieres?—preguntó él—.
¿Quién crees que soy?
—Túrin, hijo de Húrin Thalion,
capitán del norte.
Cuando Túrin supo por Finduilas
cómo se había enterado, se encolerizó y le dijo a Gwindor: —Te tengo amor por
haberme rescatado y mantenido a salvo, pero ahora me has perjudicado, amigo,
revelando mi verdadero nombre, y echando así sobre mí el destino del que quería
ocultarme.
Gwindor, sin embargo, respondió: —El
destino está en ti mismo, no en tu nombre.
En ese tiempo de respiro y esperanza, cuando las hazañas de Mormegil detuvieron el poder de Morgoth al oeste del Sirion y había paz en todos los bosques, Morwen huyó por fin de Dor-lómin con Niënor, su hija, y se aventuró al largo viaje hasta la morada de Thingol. Allí una nueva pena la aguardaba, pues descubrió que Túrin se había ido, y que a Doriath no había llegado ninguna nueva desde que el Yelmo-Dragón desapareciera de las tierras al oeste del Sirion; sin embargo, Morwen se quedó en Doriath con Niënor como huéspedes de Thingol y Melian, y fueron tratadas con honor.
XI.DE TUOR Y SU LLEGADA A VINYAMAR
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA[4]
Rían, esposa de Huor, vivía con el pueblo de
la casa de Hador; pero cuando llegó a Dor-lómin supo del rumor de la Nirnaeth
Arnoediad, y sin embargo no tuvo nuevas de su señor, empezó a desesperar y echó
a andar sola por el descampado. Allí habría perecido, pero los elfos grises
acudieron a ayudarla. Porque parte de este pueblo tenía su morada en las
montañas al oeste del lago Mithrim; y allí la condujeron y allí dio a luz a un
hijo antes que terminara el Año de la Lamentación.
Y Rían dijo a los elfos: —Sea llamado Tuor, porque ése es el nombre que le dio
su padre antes de que la guerra se interpusiera entre nosotros. Y os ruego que
lo crieis y lo mantengáis oculto a vuestro cuidado; porque preveo que será
ocasión de un gran bien para los elfos y para los hombres. Pero yo he de ir en
busca de Huor, mi señor.
Entonces los elfos se apiadaron de ella; pero
un tal Annael, el único de entre todos los de ese pueblo que había vuelto de la
Nirnaeth, le dijo: —Ay, señora, se ha sabido que Huor cayó junto a Húrin, su
hermano; y yace, según creo, en el gran montón de muertos que los orcos han
levantado en el campo de batalla.
Por tanto, Rían se puso en camino y abandonó
la morada de los elfos y atravesó la tierra de Mithrim y llegó por fin a la
Haudh-en-Nelengin en el yermo de Anfauglith, y allí se tendió y murió. Pero los
elfos cuidaron del pequeño hijo de Huor, y Tuor creció entre ellos; y era
blanco de cara y de cabellos dorados, como los parientes de su padre, y se hizo
fuerte y alto y valiente, y como había sido criado por los elfos tenía
conocimientos y habilidad semejantes a los de los príncipes de los edain antes
de que la ruina asolara el norte.
Pero con el paso de los años, la vida de los
habitantes de Hithlum que quedaban todavía, elfos u hombres, fue volviéndose
más dura y peligrosa. Porque como en otra parte se cuenta, Morgoth quebrantó la
promesa que había hecho a los hombres del este, les negó las ricas tierras de
Beleriand que habían codiciado, y llevó a este pueblo malvado a Hithlum y les
ordenó morar allí. Y aunque ya no amaban a Morgoth, lo servían aún por miedo, y
odiaban a todo el pueblo de los elfos; y despreciaron al resto de la casa de
Hador (ancianos y mujeres y niños en su mayoría) y los oprimieron, y desposaron
a las mujeres por la fuerza, y tomaron tierras y bienes y esclavizaron a los
niños. Los orcos iban de un lado a otro por el país y perseguían a los elfos
demorados hasta las fortalezas de las montañas, y se llevaban a muchos cautivos
a las minas de Angband para que trabajaran allí como esclavos de Morgoth.
Por tanto, Annael condujo a su pequeño pueblo
a las cuevas de Androth, y allí tuvieron una vida dura y fatigosa, hasta que
Tuor cumplió quince años y fue hábil en el manejo de las armas, el hacha y el
arco de los elfos grises; y el corazón se le enardeció al escuchar la historia
de las penurias de los suyos y deseó ponerse en camino para vengarse de los
orcos y los hombres del este. Pero Annael se lo prohibió.
—Lejos de aquí, según creo, te aguarda la
destino, Tuor, hijo de Huor—dijo—.
Y esta tierra no se verá libre de la sombra de Morgoth en tanto la misma
Thangorodrim no sea derribada. Por tanto, hemos resuelto abandonarla y partir
hacia el sur; y tú vendrás con nosotros.
—Pero ¿cómo escapar a la red de nuestros
enemigos? Porque sin duda la marcha de un número tan crecido no pasará inadvertida.
—No avanzaremos al descubierto —dijo Annael—,
y si la fortuna nos acompaña, llegaremos al camino secreto que llamamos
Annon-in-Gelydh, la Puerta de los Noldor; porque fue construido por la
sabiduría de ese pueblo, mucho tiempo atrás, en días de Turgon.
Al oír ese nombre Tuor se sobresaltó, aunque
no supo por qué; e interrogó a Annael acerca de Turgon. —Es un hijo de
Fingolfin —dijo Annael—y es ahora considerado alto rey de los noldor desde la
caída de Fingon. Porque vive todavía, el más temido de los enemigos de Morgoth,
y escapó de la ruina de la Nirnaeth cuando Húrin de Dor-lómin y Huor, tu padre,
defendieron tras él los pasos del Sirion.
—Entonces iré en busca de Turgon —replicó
Tuor—; porque sin duda me ayudará en consideración a mi padre.
—No podrás —dijo Annael—. Porque la fortaleza
de Turgon está oculta a los ojos de los elfos y de los hombres, y no sabemos
dónde se encuentra. De entre los noldor, quizá, algunos conocen el camino,
pero nadie habla de eso. No obstante, si quieres hablar con ellos, acompáñame
como te dije; porque en los Puertos lejanos del sur es posible que te topes con
viajeros que vengan del reino escondido.
Así fue que los elfos abandonaron las cuevas de Androth, y Tuor los acompañó. Pero el enemigo vigilaba y no tardó en advertir la partida de los elfos; y no se habían alejado mucho de las colinas cuando fueron atacados por una gran fuerza de orcos y hombres del este, y quedaron esparcidos por todas partes mientras huían hacia la caída de la noche. Pero el corazón de Tuor ardió con el fuego de la batalla , y no quiso huir sino que, aun siendo muchacho, esgrimió el hacha como lo había hecho su padre antes que él, y luchó durante mucho tiempo y mató a muchos de los que le atacaron; pero por fin fue superado y hecho cautivo y llevado ante Lorgan el hombre del este. Ahora bien, este tal Lorgan era considerado el capitán de los hombres del este y pretendía regir toda Dor-lómin como feudo de Morgoth; e hizo de Tuor su esclavo. Dura y amarga fue entonces la vida de Tuor; porque complacía a Lorgan darle un tratamiento más cruel todavía que el acostumbrado por ser de la parentela de los antiguos señores, y pretendía quebrantar, si podía, el orgullo de la casa de Hador. Pero Tuor fue prudente, y soportó todos los dolores y contratiempos con vigilante paciencia; de modo que con el tiempo su suerte se alivió un tanto, y al menos no pereció de hambre como les ocurría a tantos desdichados esclavos de Lorgan. Porque tenía habilidad y fuerza y Lorgan alimentaba bien a sus bestias de carga mientras eran jóvenes y podían trabajar.
Pero al cabo de tres años de servidumbre Tuor
vio por fin una oportunidad de huir. Había crecido mucho en estatura, y era
ahora más alto y más rápido que ninguno de los hombres del este; y habiendo
sido enviado junto con otros esclavos a hacer un trabajo en los bosques, se
volvió de pronto contra los guardias y los mató con un hacha y escapó a las
colinas. Los hombres del este lo persiguieron con perros, pero de nada sirvió;
porque casi todos los perros de Lorgan eran amigos de Tuor, y si lo alcanzaban,
jugaban con él, y se alejaban cuando él así lo ordenaba. De este modo regresó
por fin a las cuevas de Androth y se quedó allí viviendo solo. Y durante cuatro
años fue un proscrito en la tierra paterna, torvo y solitario; y era temido,
porque salía con frecuencia y mataba a muchos de los hombres del este con que
se topaba. Entonces se puso un alto precio a su cabeza; pero nadie se atrevía a
acercarse a su escondite, aún con fuerzas numerosas, pues temían a los elfos y
esquivaban las cuevas donde habían habitado. Sin embargo, se dice que las
expediciones de Tuor no tenían como propósito la venganza, y que buscaba sin
cesar la Puerta de los Noldor, de la que había hablado Annael. Pero no la
encontró, porque no sabía dónde buscar, y los pocos elfos que habitaban aún en
las montañas no habían oído hablar de ella.
Ahora bien, Tuor sabía que, aunque la fortuna
aún lo favoreciese, los días de un proscrito están contados, y son siempre
pocos y sin esperanza. Tampoco estaba dispuesto a vivir siempre como un hombre
salvaje en las colinas desnudas, y el corazón lo instaba sin descanso a grandes
hazañas. Fue entonces, según se dice, que se manifestó el poder de Ulmo.
Porque recogía nuevas de todo lo que sucedía en Beleriand, y cada corriente
que fluía desde la Tierra Media hacia el Gran Mar era para él un mensajero,
tanto de ida como de vuelta; y mantenía también amistad, como antaño, con
Círdan y los carpinteros de barcos en las desembocaduras del Sirion. Y por ese
entonces, Ulmo atendía sobre todo al destino de la casa de Hador, porque se
proponía que ellos desempeñaran un importante papel en la empresa de socorrer a
los exiliados; y conocía perfectamente el infortunio de Tuor, porque en verdad
Annael y muchos de los suyos habían logrado huir de Dor-lómin y habían llegado
por fin al encuentro de Círdan en el lejano sur.
Así fue que un día a principios del año
(veintitrés a partir de la Nirnaeth) Tuor estaba sentado junto a un manantial
que llegaba hasta las puertas de la cueva donde él vivía; y miraba en el oeste
una nubosa puesta de sol. Entonces, de pronto, el corazón le dijo que ya no
seguiría esperando, sino que se pondría en pie y partiría. —¡Abandonaré ahora
las tierras grises de mi parentela que ya no existe —exclamó—e iré en busca de
mi destino! Pero ¿a dónde encaminarme? Mucho tiempo he buscado la Puerta y no
la he encontrado.
Entonces cogió el arpa que siempre llevaba
consigo, pues era hábil en el tañido de sus cuerdas, y sin tener en cuenta el
peligro de su clara voz solitaria en el yermo, cantó una canción élfica del
norte para animar los corazones. Y mientras cantaba, el pozo a sus pies empezó
a bullir con gran incremento de agua, y desbordó, y un riachuelo corrió ruidoso
ante él por la rocosa ladera de la colina. Y Tuor tuvo esto por un signo y se
puso de pie sin demora y lo siguió. De este modo descendió de las altas colinas
de Mithrim y salió a la planicie de Dor-lómin al norte; y el riacho crecía sin
cesar mientras él avanzaba hacia el oeste, hasta que al cabo de tres días pudo
divisar en el oeste los prolongados cordones grises de Ered Lómin que en esas
regiones se extienden hacia el norte y el sur cercando las lejanas playas de
las costas occidentales. Hasta esas montañas nunca había llegado Tuor en sus
viajes.
La tierra se había vuelto más quebrada y
rocosa otra vez al acercarse a las montañas, y pronto empezó a elevarse ante
los pies de Tuor, y la corriente descendió por un lecho hendido. Pero a la luz
penumbrosa del crepúsculo del tercer día, Tuor encontró ante sí un muro de
roca, y había en él una abertura como un gran arco; y la corriente pasó por
allí y se perdió. Se afligió entonces Tuor y dijo: —¡Así pues, mi esperanza me
ha engañado! El signo de las colinas sólo me ha traído a un oscuro fin en medio
de la tierra de mis enemigos. —Y con desánimo en el corazón se sentó entre las
rocas en la alta orilla de la corriente, manteniéndose alerta a lo largo de una
amarga noche sin fuego; porque era todavía el mes de Súlimë y ni el menor
estremecimiento de primavera había llegado a esa lejana tierra septentrional, y
un viento cortante soplaba desde el este.
Pero mientras la luz del sol naciente brillaba
pálida en las lejanas nieblas de Mithrim, Tuor oyó voces, y al mirar hacia
abajo vio con sorpresa a dos elfos que vadeaban el agua poco profunda; y cuando
subían por los escalones cortados en la orilla rocosa Tuor se puso de pie y los
llamó. Ellos en seguida desenvainaron las brillantes espadas y se abalanzaron
sobre él. Entonces él vio que llevaban una capa gris, pero debajo iban vestidos
de cota de malla; y se maravilló, porque eran más hermosos y fieros, a causa de
la luz que tenían en los ojos, que nadie del pueblo de los elfos que hubiera
visto antes. Se irguió en toda su estatura y los esperó; pero cuando ellos
vieron que no esgrimía arma alguna, sino que allí, de pie y solo, los saludaba
en lengua élfica, envainaron las espadas y le hablaron cortésmente. Y uno de
ellos dijo: —Gelmir y Arminas somos, del pueblo de Finarfin. ¿No eres uno de
los edain de antaño que vivían en estas tierras antes de la Nirnaeth? Y en
verdad del linaje de Hador y Húrin me pareces; porque tal te declara el oro de
tus cabellos.
Y Tuor respondió: —Sí, yo soy Tuor, hijo de
Huor, hijo de Galdor, hijo de Hador; pero ahora por fin quiero abandonar esta
tierra donde soy un proscrito y sin parientes.
—Entonces —dijo Gelmir—, si quieres huir y
encontrar los puertos del sur, ya tus pies te han puesto en el buen camino.
—Así me pareció —dijo Tuor—. Porque seguí a
una súbita fuente de agua en las colinas hasta que se unió a esta corriente
traidora. Pero ahora no sé a dónde volverme, porque ha desaparecido en la
oscuridad.
—A través de la oscuridad es posible llegar a
la luz —dijo Gelmir.
—No obstante es preferible andar bajo el sol
mientras es posible —dijo Tuor—. Pero como sois de ese pueblo, decidme si
podéis dónde se encuentra la Puerta de los noldor. Porque la he buscado mucho,
sin cesar desde que Annael de los elfos grises, mi padre adoptivo, me habló de
ella.
Entonces los elfos rieron y dijeron: —Tu
búsqueda ha llegado a su fin; porque nosotros acabamos de pasar esa Puerta.
¡Allí está delante de ti! —Y señalaron el arco por donde fluía el agua.—¡Ven
pues! A través de la oscuridad llegarás a la luz. Pondremos tus pies en el
camino, pero no nos es posible conducirte hasta muy lejos; porque se nos ha
encomendado un recado urgente y regresamos a la tierra de la que huimos.
—Pero no temas —dijo Gelmir—: tienes escrito
en la frente un alto destino, y él te llevará lejos de estas tierras, lejos en
verdad de la Tierra Media, según me parece.
Entonces Tuor descendió los escalones tras los
noldor y vadeó el agua fría, hasta que entraron en la oscuridad más allá del
arco de piedra. Y entonces Gelmir sacó una de esas lámparas por las que los
noldor tenían renombre; porque se habían hecho antaño en Valinor, y ni el
viento ni el agua las apagaban, y cuando se descubrían irradiaban una clara luz
azulina desde una llama encerrada en cristal blanco. Ahora, a la luz que Gelmir
sostenía por sobre su cabeza, Tuor vio que el río empezaba de pronto a
descender por una suave pendiente y entraba en un gran túnel, pero junto al
lecho cortado en la roca había largos tramos de peldaños que descendían y se
adelantaban hasta una profunda lobreguez más allá de los rayos de la lámpara.
Cuando llegaron al pie de los rápidos, se
encontraron bajo una gran bóveda de roca, y allí el río se precipitaba por una
abrupta pendiente con un gran ruido que resonaba en la cúpula, y seguía luego
bajo otro arco y volvía a desaparecer en un túnel. Junto a la cascada los
noldor se detuvieron y se despidieron de Tuor.
—Ahora debemos volvernos y seguir nuestro camino
con la mayor prisa —dijo Gelmir—; porque asuntos de gran peligro se agitan en
Beleriand.
—¿Es, pues, la hora en que Turgon ha de
salir?—preguntó Tuor.
Entonces los elfos lo miraron con gran
asombro. —Ese es asunto que concierne a los noldor más que a los hijos de los
hombres —dijo Arminas—. ¿Qué sabes tú de Turgon?
—Poco —dijo Tuor—, salvo que mi padre lo ayudó
a escapar de la Nirnaeth y que en la fortaleza escondida de Turgon vive la
esperanza de los noldor. Sin embargo, no sé por qué, tengo siempre su nombre en
el corazón y me sube a los labios. Y si de mí dependiese, iría a buscarlo en
vez de seguir este oscuro camino de temor. A no ser, quizá, que esta ruta
secreta sea el camino a su morada.
—¿Quién puede decirlo? —respondió el elfo—.
Porque así como se esconde la morada de Turgon se esconden también los caminos
que llevan a ella. Yo no los conozco, aunque los he buscado mucho tiempo. Sin
embargo, si los conociera, no te los revelaría a ti ni a ninguno de entre los
hombres.
Pero Gelmir dijo: —No obstante he oído que tu
casa goza del favor del Señor de las Aguas. Y si sus designios te llevan a
Turgon, entonces sin duda llegarás ante él, no importa hacia dónde te vuelvas.
¡Sigue ahora el camino por el que las aguas te han traído desde las colinas,
y no temas! No andarás mucho tiempo en la oscuridad. ¡Adiós! Y no creas que
nuestro encuentro haya sido casual; porque el Habitante del Piélago tiene aún mucho influjo en esta tierra. ¡Anar kaluva tielyanna! [¡El Sol brille
sobre tu camino!].
Con eso los noldor se volvieron y ascendieron
de vuelta las largas escaleras; así Tuor permaneció inmóvil hasta que la luz
de la lámpara desapareció, y se quedó solo en una oscuridad más profunda que la
noche en medio de las cascadas rugientes. Entonces, haciéndose de coraje, apoyó
la mano izquierda sobre el muro rocoso y tanteó el camino, lentamente en un
comienzo, y luego con mayor rapidez al ir acostumbrándose a la oscuridad y no
encontrar nada que lo estorbara. Y al cabo de un largo rato, como le pareció,
cuando estaba fatigado, pero sin ganas de descansar en el negro túnel, vio a lo
lejos por delante de él una luz; y apresurándose llegó a una alta y estrecha
hendidura y siguió la ruidosa corriente entre los muros inclinados hasta salir
a una tarde dorada. Porque había llegado a un profundo y escarpado barranco que
avanzaba derecho hacia el oeste; y ante él el sol poniente bajaba por un cielo
claro, brillaba en el barranco y le iluminaba los costados con un fuego
amarillo, y las aguas del río resplandecían como oro al romper en espumas sobre
las piedras refulgentes.
En ese sitio profundo Tuor avanzaba ahora con
gran esperanza y deleite, y encontró un sendero bajo el muro austral, donde
había una playa larga y estrecha. Y cuando llegó la noche y el río siguió
adelante invisible, excepto por el brillo de las estrellas altas que se
reflejaban en aguas oscuras, descansó y durmió; porque no sentía temor junto al
agua por la que corría el poder de Ulmo.
Con la llegada del día siguió caminando, sin
prisa. El sol se levantaba a sus espaldas y se ponía delante de él, y donde el
agua se quebraba en espumas entre las piedras o se precipitaba en súbitas
caídas, en la mañana y en la tarde se tejían arcos iris por sobre la corriente.
Por tanto, le dio al barranco el nombre de Cirith Ninniach.
Así viajó Tuor lentamente tres días bebiendo
el agua fría, pero sin deseo de tomar alimento alguno, aunque había muchos
peces que resplandecían como el oro y la plata o lucían los colores de los
arcos iris en la espuma. Y al cuarto día el canal se ensanchó, y los muros se
hicieron más bajos y menos escarpados; pero el río corría más profundo y con
más fuerza, porque unas altas colinas avanzaban ahora a cada lado, y unas
nuevas aguas se vertían desde ellas en Cirith Ninniach en cascadas de luces
trémulas. Allí se quedó Tuor largo rato sentado, contemplando los remolinos de
la corriente y escuchando aquella voz interminable hasta que la noche volvió
otra vez y las estrellas brillaron frías y blancas en la oscura ruta del cielo.
Entonces Tuor levantó la voz y pulsó las cuerdas del arpa, y por sobre el ruido
del agua el sonido de la canción y las dulces vibraciones del arpa resonaron en
la piedra y se multiplicaron, y avanzaron y se extendieron por las montañas
envueltas en noche, hasta que toda la tierra vacía se llenó de música bajo las
estrellas. Porque aunque no lo sabía, Tuor había llegado a las montañas del Eco
de Lammoth junto al estuario de Drengist. Allí había desembarcado Fëanor en
otro tiempo, y las voces de sus huestes crecieron hasta convertirse en un
poderoso clamor sobre las costas del norte antes del nacimiento de la luna.
Entonces Tuor, lleno se asombró, dejó de
cantar y lentamente la música murió en las colinas y hubo silencio. Y entonces
en medio del silencio oyó arriba en el aire un grito extraño; y no lo
reconoció. Ora decía: —Es la voz de un duende. —decía—No, es una bestezuela que
se lamenta en el yermo. —Y luego, al oírla otra vez, dijo: —Seguramente es el
grito de un ave nocturna que no conozco. —Y le pareció un sonido luctuoso, y no
obstante deseaba escucharlo y seguirlo, porque el sonido lo llamaba, no sabía a
dónde.
Por la mañana siguiente oyó la misma voz, y
alzando los ojos vio tres grandes aves blancas que avanzaban por el barranco en
el viento del oeste, y las alas vigorosas les brillaban al sol recién nacido, y
al pasar sobre él gritaron una nota plañidera. Así, por primera vez, Tuor vio
las grandes gaviotas, amadas de los teleri. Se alzó entonces para seguirlas, y
queriendo observar hacia dónde volaban trepó la ladera de la izquierda y se irguió en la cima y sintió contra la cara un
fuerte viento venido del oeste; y los cabellos se le agitaban. Y bebió
profundamente ese aire nuevo y dijo: —¡Esto anima el corazón como beber vino
fresco! —Pero no sabía que el viento llegaba reciente del Gran Mar.
Ahora bien, Tuor se puso en marcha una vez más
en busca de las gaviotas, altas por sobre el río; y mientras avanzaba los lados
del barranco se iban uniendo otra vez, y así llegó a un estrecho canal, lleno
del gran estrépito del agua. Y al mirar hacia abajo, vio una gran maravilla,
como le pareció; porque una frenética marejada avanzaba por el estrecho y
luchaba contra el río, que seguía precipitándose hacia adelante, y una ola como
un muro se levantó casi hasta la cima del acantilado, coronada de crestas de espuma
que volaban al viento. Entonces el río fue empujado hacia atrás y la marejada
avanzó rugiente por el canal anegándolo con aguas profundas, y las piedras
pasaban rodando como truenos. Así la llamada de las aves marinas salvó a Tuor
de la muerte en la marea alta; y era ésta muy grande por causa de la estación
del año y del fuerte viento que soplaba del mar.
Pero la furia de las extrañas aguas desanimó a
Tuor, que se volvió y se alejó hacia el sur, de modo que no llegó a las largas
costas del estuario de Drengist, sino que erró aún algunos días por un campo
áspero despojado de árboles; y un viento que venia del mar barría este campo, y
todo lo que allí crecía, hierba o arbusto, se inclinaba hacia el alba porque
prevalecía el viento del oeste. De este modo Tuor llegó a los bordes de
Nevrast, donde otrora había morado Turgon; y por fin, sin advertirlo (porque
las cimas del acantilado eran más altas que las cuestas que había por detrás)
llegó súbitamente al borde negro de la Tierra Media y vio el Gran Mar, Belegaer
Sin Orillas. Y a esa hora el sol descendía más allá de las márgenes del mundo
como una llamarada poderosa; y Tuor se irguió sobre el acantilado con los
brazos extendidos y una gran nostalgia le ganó el corazón. Se dice que fue el
primero de los hombres en llegar al Gran Mar, y que nadie, salvo los eldar,
sintió nunca tan profundamente el anhelo que él despierta.
Tuor se demoró varios días en Nevrast, y le
pareció bien hacerlo porque esa tierra, protegida por montañas del norte y el
este y próxima al mar, era de clima más dulce y templado que las llanuras de
Hithlum. Hacía mucho que estaba acostumbrado a vivir como cazador solitario en
el descampado y no le faltó alimento; porque la primavera se afanaba en Nevrast,
y el aire vibraba con ruido de pájaros, Los que moraban en multitudes en las
costas y los que abundaban en los marjales de Linaewen en medio de las tierras
bajas; pero en aquellos días no se oían en todas aquellas soledades voces de
elfos ni de hombres.
Llegó Tuor hasta los bordes de la gran laguna, pero las vastas ciénagas y los apretados bosques de juncos que se extendían en derredor le impedían alcanzar las aguas; y no tardó en volverse y regresar a las costas, porque el mar lo atraía, y no estaba dispuesto a quedarse mucho tiempo donde no pudiera oír el sonido de las olas. Y en esas costas Tuor encontró por vez primera huellas de los noldor de antaño. Porque entre los altos acantilados abiertos por las aguas al sur de Drengist había muchas ensenadas y calas con playas de arena blanca entre las negras piedras resplandecientes, y visitando esos lugares Tuor descubrió a menudo escaleras tortuosas talladas en la piedra viva que llevaban a esos lugares; y junto al borde del agua había muelles en ruinas construidos con grandes bloques de piedra, donde antaño habían anclado navíos de los elfos. En esas regiones Tuor se quedó mucho tiempo contemplando el mar siempre cambiante, mientras el año lento se consumía dejando atrás la primavera y el verano, y la oscuridad crecía en Beleriand, y el otoño de la condenación de Nargothrond estaba acercándose.
Y, quizá, los pájaros vieron desde lejos el Fiero
Invierno que se aproximaba; porque los que acostumbraban migrar hacia el sur se
agruparon temprano para partir, y los que solían habitar en el norte volvieron
a sus hogares en Nevrast. Y un día, mientras Tuor estaba sentado en la costa,
oyó un sibilante batir de grandes alas y miró hacia arriba y vio siete cisnes
blancos que volaban en una rápida cuña hacia el sur. Pero cuando estuvieron sobre
él, giraron y descendieron de pronto y se dejaron caer ruidosamente salpicando
agua.
Ahora bien, Tuor amaba a los cisnes, a los que
había conocido en los estanques grises de Mithrim; y el cisne además había sido
la señal de Annael y su familia adoptiva. Se puso en pie por tanto para saludar
a las aves y las llamó maravillado al ver que eran de mayor tamaño y más
orgullosas que ninguna otra de su especie que hubiera visto nunca; pero ellas
batieron las alas y emitieron ásperos gritos como si estuvieran enfadadas con
él y quisieran echarlo de la costa. Luego, con gran ruido, se alzaron otra vez
de las aguas y volaron por encima de la cabeza de Tuor, de modo que el aleteo
sopló sobre él como un viento ululante; y girando en un amplio círculo subieron
por el aire y se alejaron hacia el sur.
Entonces Tuor exclamó en voz alta: —¡He aquí
otro signo de que me he demorado demasiado tiempo! —Y en seguida trepó a la
cima del acantilado y allí vio todavía a los cisnes que giraban en las alturas;
pero cuando se volvió hacia el sur y empezó a seguirlos, escaparon rápidamente.
Tuor viajó hacia el sur a lo largo de la costa
durante siete días completos, y cada día lo despertaba un batir de alas sobre
él en el alba, y cada día los cisnes avanzaban volando mientras él los seguía.
Y mientras andaba los altos acantilados se hacían más bajos y las cimas se
cubrían de hierbas altas y florecidas; y hacia el este había bosques que amarilleaban
con el desgaste del año. Pero por delante de él, cada vez más cerca, veía una
línea de altas colinas que le cerraban el camino y se extendían hacia el oeste
hasta terminar en una alta montaña: una torre oscura y tocada de nubes apoyadas
en hombros poderosos sobre un gran cabo verde que se adentraba en el mar.
Esas colinas grises eran en verdad las
estribaciones occidentales de Ered Wethrin, el cerco septentrional de
Beleriand, y la montaña era el monte Taras, la más occidental de las torres de
esa tierra y lo primero que veía el marino desde millas de mar adentro al
acercarse a las costas mortales. Turgon había morado en otro tiempo bajo las
prolongadas laderas, en los recintos de Vinyamar, las más antiguas obras de
piedra de cuantas levantaran los noldor en las tierras del exilio. Allí se
alzaba todavía, desolada pero perdurable, alta sobre amplias terrazas que
miraban al mar. Los años no la habían sacudido, y los servidores de Morgoth habían pasado de largo; pero el viento y la lluvia y la escarcha
la habían esculpido, y sobre la albardilla de los muros y las grandes tejas de
la techumbre crecían plantas de un verde grisáceo que, viviendo del aire
salino, medraban aún en las hendeduras de la piedra estéril.
Llegó entonces Tuor a las ruinas de un camino
perdido, y pasó entre montículos verdes y piedras caídas, y de ese modo y
cuando menguaba el día llegó al viejo recinto y los patios altos y barridos por
el viento. Ninguna sombra de temor o mal acechaba en estos sitios, pero lo ganó
un miedo reverente al pensar en los que habían vivido allí y ahora habían
partido nadie sabía a dónde: el pueblo inmortal pero condenado, venido desde
mucho más allá del mar. Y se volvió y miró, como los ojos de ellos habían mirado
a menudo, el resplandor de las aguas agitadas que se perdían a lo lejos.
Entonces se volvió otra vez y vio que los cisnes se habían posado en la terraza
más alta, y se detuvieron ante la puerta occidental del recinto; y ellos batieron
las alas y le pareció que le hacían señas de que entrase. Entonces Tuor subió
por las escaleras ahora medio ocultas entre la hierba y la colleja y pasó bajo
el poderoso dintel y penetró en las sombras de la casa de Turgon; y llegó por
fin a una sala de altas columnas. Si grande había parecido desde fuera, ahora
vasta y magnífica le pareció desde dentro, y por respetuoso temor no quiso
despertar los ecos de su vacío. Nada podía ver allí salvo en el extremo
oriental, un alto asiento sobre un estrado, y tan quedamente como pudo se acercó
a él; pero el sonido de sus pies resonaba sobre el suelo
pavimentado como los pasos del destino, y los ecos corrían delante de él por
los pasillos de columnas.
Al llegar delante de la gran silla en la
penumbra y ver que estaba tallada en una única piedra y cubierta de signos
extraños, el sol poniente llegó al nivel de una alta ventana bajo el gaviete
occidental y un haz de luz dio sobre el muro que tenía enfrente y resplandeció
como sobre metal pulido.
Entonces Tuor, maravillado, vio que en el muro
detrás del trono colgaban un escudo y una magnífica cota y un yelmo y una larga
espada envainada. La cota resplandecía como labrada en plata sin mácula, y el
rayo de sol la doraba con chispas de oro. Pero el escudo le pareció extraño a
Tuor, pues era largo y ahusado; y su campo era azul y el emblema grabado en el
centro era el ala blanca de un cisne. Entonces Tuor habló, y su voz resonó
como un desafío en la techumbre: —Por esta señal tomaré estas armas
para mí y sobre mí cargaré el destino que deparen. —Y levantó el escudo y lo
encontró más liviano y fácil de manejar de lo que había supuesto; porque
parecía que estaba hecho de madera, pero con suma habilidad los elfos herreros
lo habían cubierto de láminas de metal, fuertes y sin embargo delgadas como hojuelas,
por lo que se había preservado a pesar del desgaste y el tiempo.
Entonces Tuor se puso la cota y se cubrió la cabeza con el yelmo y se ciñó la espada; negros eran la vaina y el cinturón con hebilla de plata. Así armado salió del recinto de Turgon y se mantuvo erguido en las altas terrazas de Taras a la luz roja del sol. Nadie había allí que lo viera mientras miraba hacia el oeste, resplandeciente de plata y de oro, y no sabía él que en aquel momento lucía como uno de los Poderosos del Oeste, capaz de ser el padre de los reyes de los reyes de los hombres más allá del mar; y ése era en verdad su destino; pero al tomar las armas un cambio había ocurrido en Tuor, hijo de Huor, y el corazón le creció dentro del pecho. Y cuando salió por las puertas los cisnes le rindieron homenaje, y arrancándose cada uno una pluma del ala se la ofrecieron tendiendo los largos cuellos sobre la piedra ante los pies de Tuor; y él tomó las siete plumas y las puso en la cresta del yelmo, y en seguida los cisnes levantaron vuelo y se alejaron hacia el norte a la luz del sol poniente, y Tuor ya no los vio más.(…)
XII.LA CAÍDA DE NARGOTHROND
LOS HIJOS DE HÚRIN
Cinco años después de la llegada
de Túrin a Nargothrond, en primavera llegaron dos elfos, que dijeron llamarse
Gelmir y Arminas, del pueblo de Finarfin diciendo que tenían un mensaje para el
señor de Nargothrond. Túrin capitaneaba entonces todas las fuerzas de
Nargothrond, y gobernaba en todos los asuntos de la guerra. Se había vuelto en
verdad severo y orgulloso, y disponía todas las cosas como mejor le parecieran
según su criterio. Por tanto, los mensajeros fueron llevados ante Túrin, pero
Gelmir dijo: —Es con Orodreth, hijo de Finarfin, con quien queremos hablar.
Y cuando Orodreth se presentó,
Gelmir le dijo: —Señor, pertenecemos al pueblo de Angrod, pero hemos viajado
mucho desde la Nirnaeth; últimamente hemos vivido entre los seguidores de
Círdan, junto a las bocas del Sirion. Un día, Círdan nos llamó y nos envió a
veros, porque se le había aparecido Ulmo mismo, el Señor de las Aguas, y lo
había advertido del gran peligro que acecha cerca de Nargothrond.
Pero Orodreth era precavido, y
contestó: —¿Por qué entonces habéis llegado aquí desde el norte? ¿O quizá
tenéis también otros asuntos entre manos?
Entonces Arminas dijo: —Sí,
señor. Desde la Nirnaeth, siempre he buscado el reino escondido de Turgon sin
encontrarlo; y temo ahora que esta búsqueda haya retrasado en exceso el mensaje
que os traemos. Porque Círdan nos envió en barco a lo largo de la costa, para
ganar en secreto y rapidez, y fuimos desembarcados en Drengist. Pero entre los
marineros había algunos que se habían trasladado al sur en años pasados como
mensajeros de Turgon, y me pareció, por la cautela con que hablaban, que quizá
Turgon habite todavía en el norte, y no en el sur, como la mayoría cree. Pero
no hemos encontrado signo ni rumor de lo que buscábamos.
—¿Por qué buscáis a Turgon?—quiso
saber Orodreth.
—Porque se dice que su reino será
el que resista más tiempo a Morgoth—respondió Arminas. Y estas palabras le
parecieron ominosas a Orodreth, y se sintió disgustado.
—Entonces no os demoréis en
Nargothrond—dijo—; aquí no oiréis noticias de Turgon. Y no necesito que nadie
me diga que Nargothrond está en peligro.
—No os enfadéis, señor—replicó
Gelmir—, si contestamos vuestras preguntas con verdad. Por otra parte, habernos
apartado del camino directo no ha sido infructuoso, porque hemos ido más allá
de donde han llegado vuestros más alejados exploradores; hemos atravesado Dor-lómin
y todas las tierras que hay bajo las estribaciones de Ered Wethrin, y hemos
rastreado el Paso del Sirion espiando los senderos del Enemigo. Hay una gran
concentración de orcos y criaturas malignas en esas regiones, y se está
reuniendo un ejército en torno a la isla de Sauron.
—Lo sé—dijo Túrin—. Vuestras
noticias son viejas. Si el mensaje de Círdan tenía algún objeto, debió haber
llegado antes.
—Como mínimo, señor, escuchad el
mensaje ahora—rogó Gelmir a Orodreth—. ¡Escuchad las palabras del Señor de las
Aguas! Así le habló a Círdan: «El Mal del norte ha
corrompido las fuentes del Sirion, y mi poder se retira de los dedos de las
aguas que fluyen. Pero una cosa peor ha de acaecer todavía. Decid, por tanto,
al señor de Nargothrond: Cerrad las puertas de la fortaleza, y no salgáis de
ella. Arrojad las piedras de vuestro orgullo al río sonoro, para que el mal
reptante no pueda encontrar la puerta».
Estas palabras le parecieron
oscuras a Orodreth y, como siempre hacía, se volvió hacia Túrin para oír su
consejo. Pero Túrin desconfiaba de los mensajeros, y dijo con desdén: —¿Qué
sabe de nuestras guerras Círdan, quienes vivimos cerca del Enemigo? ¡Que el
marinero se ocupe de sus barcos! Y si en verdad el Señor de las Aguas quiere
darnos su consejo, que hable más claramente. De otro modo, a los que conocen la
guerra les seguirá pareciendo mejor reunir fuerzas y salir valientemente al
encuentro de nuestros enemigos, antes de que se acerquen demasiado.
Entonces Gelmir se inclinó ante
Orodreth, y declaró: —He hablado como se me ordenó, señor. —Y se apartó. Pero
Arminas se dirigió a Túrin: —¿Eres en verdad de la casa de Hador, como he oído
decir?
—Aquí me llamo Agarwaen, la
Espada Negra de Nargothrond—respondió Túrin—. Mucho hablas de lo que es
secreto, amigo Arminas. Es conveniente que el secreto de Turgon esté oculto para
ti, o no tardaría en saberse en Angband. El nombre de un hombre es cosa que le
pertenece a él, y si el hijo de Húrin se entera de que lo has traicionado
cuando él prefiere ocultarse, ¡que Morgoth te atrape y te queme la lengua!
Arminas se sintió consternado
ante la negra cólera de Túrin; pero Gelmir dijo: —No traicionaremos al hijo de Húrin,
Agarwaen. ¿No estamos reunidos en consejo tras puertas cerradas, donde el
lenguaje puede ser más claro? Y si Arminas te ha preguntado, me parece que es
porque de todos los que viven junto al mar es sabido que Ulmo siente gran amor
por la casa de Hador, y algunos dicen que Húrin y Huor, su hermano, llegaron
una vez al reino escondido.
—Si fuera así, no habría hablado
de eso con nadie, ni con los grandes ni con los pequeños, y menos aún con su
hijo, que era sólo un niño—respondió Túrin—. Por tanto, no creo que Arminas me
haya hecho la pregunta esperando saber algo de Turgon. Desconfío de los
mensajeros de la desdicha.
—¡Guarda tu desconfianza!—replicó
Arminas con enfado—. Gelmir se equivoca. He preguntado porque he dudado de lo
que aquí parece creerse; pues poco pareces en verdad del linaje de Hador, sea
cual fuere tu nombre.
—¿Y tú qué sabes de ellos?—preguntó
Túrin.
—A Húrin lo he visto—respondió
Arminas—, y a sus antepasados antes que a él. Y en las ruinas de Dor-lómin me
encontré con Tuor, hijo de Huor, hermano de Húrin; y él es como sus antepasados,
pero tú no.
—Es posible—comentó Túrin—, aunque
de Tuor nada he oído antes de ahora. Pero si mis cabellos son oscuros y no
dorados, no me avergüenzo de ello. No soy el primero de los hijos que se
asemeja a su madre; y yo desciendo de la casa de Bëor, y del linaje de Beren
Camlost a través de Morwen Eledhwen.
—No me refería a la diferencia
entre el negro y el oro—prosiguió Arminas—. Pero otros de la casa de Hador se
comportan de otra manera, y Tuor entre ellos. Tienen maneras corteses y
escuchan los buenos consejos, pues reverencian a los Señores del Oeste. Pero
tú, según parece, sólo recibes consejo de tu propia sabiduría o de tu espada, y
hablas con altivez. Y te digo, Agarwaen Mormegil, que si así lo haces, tu
destino será distinto al que pueda esperar un miembro de las casas de Hador y Bëor.
—Distinto ha sido siempre—respondió
Túrin—. Y si, como parece, he de soportar el odio de Morgoth por el valor de mi
padre, ¿he de soportar también las provocaciones y los malos augurios de un
fugitivo de la guerra, aunque pretenda ser pariente de reyes? ¡Vuelve a las
seguras orillas del mar!
Entonces Gelmir y Arminas
partieron, y regresaron al sur, aunque, a pesar de los insultos de Túrin, de
buen grado habrían aguardado la batalla junto a sus parientes, y sólo partieron
porque Círdan les había pedido, por orden de Ulmo, que le llevaran la respuesta
de Nargothrond y la recepción de su mensaje allí. Orodreth se sintió muy
perturbado por las palabras de los mensajeros, pero, en cambio, tanto más fiero
se volvió el ánimo de Túrin, y de ningún modo quiso escuchar sus consejos, y
menos aún consintió en que se derribara el puente. Porque al menos eso sí comprendieron
bien de las palabras de Ulmo.
Poco después de la partida de los
mensajeros, Handir, señor de Brethil, fue muerto cuando los orcos invadieron su
tierra, buscando asegurarse los cruces del Teiglin para seguir avanzando.
Handir les presentó batalla, pero los hombres de Brethil fueron derrotados y
obligados a retroceder a los bosques. Los orcos no los persiguieron, pues
habían logrado su propósito por el momento; y siguieron congregando fuerzas en
el Paso del Sirion.
En otoño de ese año, Morgoth, que
esperaba el momento adecuado, lanzó sobre el pueblo del Narog el gran ejército
que tanto tiempo había estaba reuniendo; y Glaurung, el padre de los dragones,
atravesó Anfauglith, y, desde allí, fue a los valles septentrionales del Sirion
donde hizo mucho daño. Bajo las sombras de Ered Wethrin, encabezando un gran
ejército de orcos, mancilló Eithel Ivrin, y desde allí pasó al reino de
Nargothrond donde quemó la Talath Dirnen, la Planicie Guardada, entre el Narog
y el Teiglin.
Entonces los guerreros de
Nargothrond les hicieron frente, y alto y terrible se veía ese día Túrin; los
corazones de sus huestes se inflamaron cuando él avanzó, cabalgando a la
derecha de Orodreth. Pero el ejército de Morgoth era mucho mayor de lo que
había dicho ningún explorador, y nadie, excepto Túrin, protegido por la máscara
de los enanos, podía resistir la cercanía de Glaurung.
Los elfos fueron rechazados y
derrotados en el campo de Tumhalad, y allí se marchitó todo el orgullo del
ejército de Nargothrond. Orodreth, el rey, murió en el frente de batalla, y
Gwindor, hijo de Guilin, fue herido de muerte. Túrin acudió, sin embargo, en su
ayuda, y todos huyeron ante él; entonces, llevándose a Gwindor de la batalla
perdida, escapó con él a un bosque y lo depositó sobre la hierba.
Gwindor, malherido, le dijo a
Túrin: —¡Doy por bien empleado mi sacrificio! Pero desventurado ha sido mi
sino, y vano el tuyo; porque mi cuerpo está dañado más allá de toda cura, y he
de abandonar la Tierra Media. Y aunque te amo, hijo de Húrin, lamento el día en
que te arrebaté a los orcos. Si no fuera por tus proezas y tu orgullo, aún
gozaría del amor y la vida, y Nargothrond se mantendría aún un tiempo en pie.
Ahora, si tú también me amas, ¡déjame!, ve de prisa a Nargothrond, y salva a
Finduilas. Y esto último te digo: sólo ella se interpone entre ti y tu destino.
Si le fallas a ella, él no fallará en encontrarte. ¡Adiós!
Entonces Túrin volvió de prisa a
Nargothrond como Gwindor le había dicho, reuniendo a todos los derrotados que
encontró en el camino; y mientras avanzaban, las hojas caían de los árboles
agitadas por un gran viento, porque el otoño cedía ante un invierno implacable.
Pero Glaurung y su ejército de orcos llegaron antes que él, debido al tiempo
que había dedicado a rescatar a Gwindor, y cayeron sobre Nargothrond de
repente, antes de que los que estaban de guardia supieran lo que había ocurrido
en el campo de Tumhalad. Ese día se reveló que el puente que Túrin había hecho
construir sobre el Narog los perjudicó; porque era grande y sólido y no
pudieron destruirlo con rapidez; y así el enemigo avanzó fácilmente sobre la
profunda garganta, y Glaurung lanzó todo su fuego contra las puertas de Felagund,
derribándolas y penetrando en su interior.
Y cuando Túrin llegó, el
espantoso saqueo de Nargothrond estaba casi terminado. Los orcos habían matado
o expulsado a todos los que todavía portaban armas, y aún estaban saqueando las
grandes salas y cámaras, pillando y destruyendo. A las mujeres y doncellas a
las que no habían quemado o matado las habían agrupado como un rebaño en el
patio ante las puertas, para transportarlas como esclavas a Angband. A esta
ruina y pena llegó Túrin, y nadie pudo resistírsele, o no estuvo dispuesto a
hacerlo, porque derribaba a todos los que se le ponían por delante, y así
atravesó el puente intentando abrirse camino con la espada hacia las cautivas.
Pero ahora estaba solo, porque
los pocos que lo seguían habían corrido a ocultarse. En ese momento, Glaurung
el cruel salió por las abiertas puertas de Felagund, y se interpuso entre Túrin
y ellas. Entonces, el mal espíritu que lo habitaba, habló diciendo: —Salve,
hijo de Húrin. ¡Feliz encuentro!
Túrin avanzó sobre él de un
salto, y había fuego en sus ojos, y los filos de Gurthang brillaban como
llamas. Pero Glaurung paró el golpe, y abrió mucho sus ojos hipnotizadores,
fijando la vista en Túrin. Sin temor, Túrin le sostuvo la mirada mientras
alzaba la espada, pero en seguida cayó bajo el terrible hechizo del dragón y se
detuvo como si se hubiera convertido en piedra. Durante largo rato
permanecieron así inmóviles y silenciosos ante las puertas de Felagund.
Entonces Glaurung habló otra vez, burlándose de Túrin. —Malas han sido todas
tus acciones, hijo de Húrin—dijo—. Hijo adoptivo desagradecido, proscrito,
asesino de tu amigo, ladrón de amor, usurpador de Nargothrond, capitán
imprudente y desertor de los tuyos. Como esclavas viven tu madre y tu hermana
en Dor-lómin, sufriendo miseria y necesidades, vestidas con harapos, mientras
tú llevas las galas de un príncipe. Penan por ti, pero a ti eso no te importa.
Tu padre estará muy contento cuando se entere de que tiene semejante hijo: y se
enterará.
Y Túrin, bajo el hechizo de
Glaurung, oyó sus palabras, y se vio como en un espejo deformado por la
malicia, y aborreció lo que veía. Y mientras los ojos de Glaurung inmovilizaban
su mente atormentada y no podía moverse, a una señal del dragón los orcos se
llevaron el grupo de las cautivas, que pasaron junto a Túrin y cruzaron el
puente. Entre ellas estaba Finduilas, que tendió los brazos hacia Túrin y lo
llamó por su nombre. Pero Glaurung no lo dejó libre hasta que los gritos y
lamentos de las mujeres se perdieron por el camino del norte; pero Túrin no
pudo dejar de oír esas voces que lo perseguirían ya para siempre.
De pronto, Glaurung apartó la
mirada y esperó; y Túrin se movió lentamente, como quien despierta de un sueño
espantoso. Pero entonces volvió en sí con un fuerte grito y saltó sobre el dragón.
Glaurung, sin embargo, se rio, diciendo: —Si quieres morir, de
buen grado te mataré. Pero poco les servirá eso a Morwen y Niënor. Hiciste caso
omiso de los gritos de la mujer elfa, ¿negarás también los vínculos de la
sangre?
Pero Túrin, desenvainando la
espada, lanzó un golpe contra sus ojos, aunque Glaurung retrocedió con rapidez
y se alzó sobre él como una torre, diciendo: —Al menos eres valiente. Más
que cualquiera con quien me haya topado. Y mienten quienes dicen que nosotros
no honramos el valor de los enemigos. ¡Mira! Te ofrezco la libertad. Ve con los
tuyos si puedes. ¡Ve! Y si queda elfo u hombre para contar la historia de estos
días, sin duda hablarán de ti con desprecio si desdeñas este regalo.
Entonces Túrin, todavía aturdido
por los ojos del dragón, como si tratara con un enemigo capaz de tener piedad,
creyó en las palabras de Glaurung y, volviéndose se precipitó a la carrera por el
puente. Pero mientras se iba, Glaurung dijo tras él con fiera voz: —¡Ve de
prisa a Dor-lómin, hijo de Húrin! O quizá los orcos lleguen antes que tú otra
vez. Y si te demoras por causa de Finduilas, nunca volverás a ver a Morwen o
Niënor, y ellas te maldecirán.
Sin embargo, Túrin se alejó por
el camino del norte, y Glaurung rio una vez más, porque había cumplido la
misión que le encomendara su Amo. Entonces atendió a su propio placer, y
echando su llamarada lo quemó todo. Puso en fuga a todos los orcos que
continuaban el saqueo, los expulsó de allí y les negó hasta el último objeto de
valor. Luego destruyó el puente y lo arrojó a la espuma del Narog. Una vez
estuvo de ese modo seguro, buscó todo el tesoro y las riquezas de Felagund y
las amontonó, luego se tendió sobre ellas en el recinto más recóndito y
descansó por un tiempo.
Mientras, Túrin se apresuraba por
los caminos que llevaban al norte, a través de las tierras entre el Narog y el
Teiglin, ahora desoladas, pero el Fiero Invierno le salió al encuentro; porque
ese año nevó antes de que terminara el otoño, y la primavera llegó tardía y
fría. Al avanzar, siempre le parecía oír los gritos de Finduilas, que lo
llamaba desde bosques y colinas, y su angustia era grande; pero tenía el
corazón inflamado por las mentiras de Glaurung e, imaginando que los orcos quemaban
la casa de Húrin o daban tormento a Morwen y Niënor, seguía adelante sin
apartarse nunca del camino.
XIII.DE TUOR Y SU LLEGADA A GONDOLIN
CUENTOS INCONCLUSOS DE NÚMENOR Y LA TIERRA MEDIA[5]
(…)Tuor sintió entonces que sus pies lo
llevaban a la playa y descendió las largas escaleras hasta una amplia costa, en
el lado septentrional del monte Taras; y vio que el sol se hundía en una gran
nube negra que asomaba sobre el mar oscurecido: y el aire se enfrió y hubo una
agitación y un murmullo como de una tormenta que acecha. Y Tuor estaba en la
costa y el sol parecía un incendio humeante tras la amenaza del cielo; y le
pareció que una gran ola se alzaba en la lejanía y avanzaba hacia tierra, pero
el asombro lo retuvo y permaneció allí inmóvil. Y la ola avanzó hacia él y
había sobre ella algo semejante a una neblina de sombra. Entonces, de pronto,
se encrespó y se quebró y se precipitó hacia adelante en largos brazos de
espuma; pero allí donde se había roto se erguía oscura sobre la tormenta una
forma viviente de gran altura y majestad.
Entonces Tuor se inclinó reverente, porque le
pareció que contemplaba a un rey poderoso. Llevaba una gran corona que parecía
de plata y de la que le caían los largos cabellos como una espuma que brillaba
pálida en el crepúsculo; y al echar atrás el manto gris que lo cubría como una
bruma, ¡oh, maravilla!, estaba vestido con una cota refulgente que se le
ajustaba como la piel de un pez poderoso y con una túnica de color verde
profundo que resplandecía y titilaba como los fuegos marinos mientras él se
adelantaba con paso lento. De esta manera el Habitante de las Profundidades, a
quien los noldor llaman Ulmo, Señor de las Aguas, se manifestó ante Tuor, hijo
de Huor, de la casa de Hador bajo Vinyamar.
No puso pie en la costa, y hundido hasta las
rodillas en el mar sombrío, le habló a Tuor, y por la luz de sus ojos y el
sonido de su voz profunda, el miedo ganó a Tuor, que se arrojó de bruces sobre
la arena.
—¡Levántate, Tuor, hijo de Huor! —dijo Ulmo—.
No temas mi cólera, aunque mucho tiempo te llamé sin que me escucharas; y
habiéndote puesto por fin en camino, te retrasaste en el viaje hacia aquí.
Tenías que haber llegado en primavera; pero ahora un Fiero Invierno vendrá
pronto desde las tierras del Enemigo. Tienes que aprender a darte prisa, y el camino
placentero que tenía designado para ti ha de cambiarse. Porque mis consejos han
sido despreciados, y un gran mal se arrastra por el valle del Sirion y ya una
hueste de enemigos se ha interpuesto entre tú y tu meta.
—¿Cuál es mi meta, Señor? —preguntó Tuor.
—La que tu corazón ha acariciado siempre —respondió
Ulmo—: encontrar a Turgon y contemplar la ciudad escondida. Porque te has
ataviado de ese modo para ser mi mensajero, con las armas que desde hace mucho
tenía dispuestas para ti. Pero ahora has de atravesar el peligro sin que nadie
te vea. Envuélvete por tanto en esta capa y no te la quites hasta que hayas
llegado al final del viaje.
Entonces le pareció a Tuor que Ulmo partía su
manto gris y le arrojaba un trozo como una capa que al caer sobre él lo cubrió
por completo desde la cabeza a los pies.
—De ese modo andarás bajo mi sombra —dijo Ulmo—.
Pero no te demores; porque la sombra no resistirá en las tierras de Anar y en
los fuegos de Melkor. ¿Llevarás mi recado?
—Lo haré, Señor —dijo Tuor.
—Entonces pondré palabras en tu boca que dirás
a Turgon —dijo Ulmo—. Pero primero he de enseñarte, y oirás algunas cosas que
no ha oído nunca hombre alguno, no, ni siquiera los poderosos de entre los
eldar. —Y Ulmo le habló a Tuor de Valinor y de su oscurecimiento, y del exilio
de los noldor y la Maldición de Mandos y del ocultamiento del Reino Bendecido.—Pero
ten en cuenta —le dijo—que en la armadura del Hado (como los hijos de la Tierra
lo llaman) hay siempre una hendidura y en los muros del destino una brecha
hasta la plena consumación que vosotros llamáis el Fin. Así será mientras yo
persista, una voz secreta que contradice y una luz en el sitio en que se
decretó la oscuridad. Por tanto, aunque en los días de esta oscuridad parezca
oponerme a la voluntad de mis hermanos, los Señores del Occidente, ésa es la
parte que me cabe entre ellos y para la que fui designado antes de la hechura
del mundo. Pero el destino es fuerte y la sombra del Enemigo se alarga; y yo
estoy disminuido; en la Tierra Media soy apenas un secreto susurro. Las aguas
que manan hacia el oeste menguan cada día, y las fuentes están envenenadas, y
mi poder se retira de las aguas de la Tierra; porque los elfos y los hombres ya
no me ven ni me oyen por causa del poder de Melkor. Y ahora la Maldición de
Mandos se precipita hacia su consumación, y todas las obras de los noldor
perecerán, y todas las esperanzas que abrigaron se desmoronarán. Sólo queda la
última esperanza, la esperanza que no han previsto ni preparado. Y esa
esperanza radica en ti; porque así yo lo he decidido.
—¿Entonces Turgon no se opondrá a Morgoth como
todos los eldar lo esperan todavía? —preguntó Tuor—. ¿Y qué queréis vos de mí,
Señor, si llego ahora ante Turgon? Porque aunque estoy en verdad dispuesto a
hacer como mi padre, y apoyar a ese rey en su necesidad, no obstante de poco
serviré, un mero hombre mortal, entre tantos y tan valientes miembros del alto
pueblo del Oeste.
—Si decidí enviarte, Tuor, hijo de Huor, no
creas que tu espada es indigna de la misión. Porque los elfos recordarán
siempre el valor de los edain, mientras las edades se prolonguen, maravillados
de que prodigaran tanta vida, aunque poco tienen de ella en la tierra. Pero no te
envío sólo por tu valor, sino para llevar al mundo una esperanza que tú ahora
no alcanzas a ver, y una luz que horadará la oscuridad.
Y mientras Ulmo decía estas cosas, el murmullo
de la tormenta creció hasta convertirse en un gran aullido, y el viento se
levantó, y el cielo se volvió negro; y el manto del Señor de las Aguas se
extendió como una nube flotante. —Vete ahora —le dijo Ulmo—. ¡No sea que el mar
te devore! Porque Ossë obedece la voluntad de Mandos y está irritado, pues es
sirviente del destino.
—Sea como vos mandáis —dijo Tuor—. Pero si
escapo del destino, ¿qué palabras le diré a Turgon?
—Si llegas ante él—respondió Ulmo—, las
palabras aparecerán en tu mente, y tu boca hablará como yo quiera. ¡Habla y no
temas! Y en adelante haz como tu corazón y tu valor te lo dicten. Lleva siempre
mi manto, porque así estarás protegido. Quitaré a uno de la cólera de Ossë, y
lo enviaré a ti, y de ese modo tendrás guía: sí, el último marinero del último
navío que irá hacia el Occidente, hasta la elevación de la estrella. ¡Vuelve
ahora a tierra!
Entonces estalló un trueno y un relámpago
resplandeció sobre el mar; y Tuor vio a Ulmo de pie entre las olas como una
torre de plata que titilara con llamas refulgentes; y gritó contra el viento:
—¡Ya parto, Señor! Pero ahora mi corazón
siente nostalgia del mar.
Y entonces Ulmo alzó un cuerno poderoso y
sopló una única gran nota, ante la cual el rugido de la tormenta parecía una
ráfaga de viento sobre un lago. Y cuando oyó esa nota, y fue rodeado por ella,
y con ella colmado, le pareció a Tuor que las costas de la Tierra Media se
desvanecían, y contempló todas las aguas del mundo en una gran visión: desde
las venas de las tierras hasta las desembocaduras de los ríos, y desde las
playas y los estuarios hasta las profundidades. Al Gran Mar lo vio a través de sus inquietas regiones, habitadas de
formas extrañas, aún hasta los abismos privados de luz, en los que en medio de
la sempiterna oscuridad resonaban voces terribles para los oídos mortales. Las
planicies inconmensurables las contempló con la rápida mirada de los valar; se
extendían inmóviles bajo la mirada de Anar, o resplandecían bajo la luna
cornamentada o se alzaban en montañas de cólera que rompían sobre las islas
Sombrías, hasta que a lo lejos, en el límite de la visión, y más allá de
incontables leguas, atisbó una montaña que se levantaba a alturas a las que no
alcanzaba su mente, hasta tocar una nube brillante, y debajo refulgía una larga rompiente. Y mientras se esforzaba por oír el sonido de esas olas lejanas, y por
ver con mayor claridad esa luz distante, la nota murió, y Tuor se encontró bajo
los truenos de la tormenta, y un relámpago de múltiples brazos rasgó los cielos
por encima de él. Y Ulmo se había ido, y en el mar tumultuoso las salvajes olas
de Ossë chocaban contra los muros de Nevrast.
Entonces Tuor huyó de la furia del mar, y con
trabajo consiguió volver por el camino a las altas terrazas; porque el viento
lo llevaba contra el acantilado, y cuando llegó a la cima lo hizo caer de
rodillas. Por tanto, entró de nuevo al oscuro recinto vacío en busca de
protección, y permaneció sentado toda la noche en el asiento de piedra de
Turgon. Aún las columnas temblaban por la violencia de la tormenta, y le
pareció a Tuor que el viento estaba lleno de lamentos y de gritos frenéticos.
No obstante, la fatiga lo venció a ratos, y durmió perturbado por sueños, de
los que ningún recuerdo le quedó en la vigilia, salvo uno: la visión de una
isla, y en medio de ella había una escarpada montaña, y detrás de ella se ponía
el sol, y las sombras cubrían el cielo; pero por encima de la montaña brillaba
una única estrella deslumbrante.
Después de este sueño, Tuor durmió profundamente,
porque antes de que la noche hubiera terminado, la tormenta se alejó
arrastrando consigo los nubarrones negros hacia el oriente del mundo. Despertó
por fin a una luz grisácea, y se levantó y abandonó el alto asiento, y cuando
bajó a la sala en penumbras vio que estaba llena de aves marinas ahuyentadas
por la tormenta; y salió mientras las últimas estrellas se desvanecían en el oeste
ante la llegada del día. Entonces vio que las grandes olas de la noche habían
avanzado mucho tierra adentro, y habían arrojado sus crestas por sobre la cima
de los acantilados, y tejas rotas y algas cubrían aún las terrazas delante de
las puertas. Y al mirar desde la terraza más baja, Tuor vio, apoyado contra el
muro, entre piedras y despojos del mar, a un elfo que vestía una empapada capa
gris. Sentado, en silencio, miraba más allá de la ruina de las playas las
largas lomas de las olas. Todo estaba quieto, y no había otro sonido que el de
la impetuosa marejada.
Al ver Tuor la silenciosa figura gris, recordó
las palabras de Ulmo y le vino a los labios un nombre que nadie le había
enseñado, y dijo en alta voz: —¡Bienvenido, Voronwë! Te esperaba.
Entonces el elfo se volvió y miró hacia
arriba, y Tuor se encontró con la penetrante mirada de unos ojos grises como el
mar, y supo que pertenecía al alto pueblo de los noldor. Pero hubo miedo y
asombro en la mirada del elfo cuando vio a Tuor erguido en el muro por encima
de él, vestido con una gran capa que era como una sombra, cubriéndole una malla
élfica que le resplandecía en el pecho.
Así permanecieron un momento, examinándose las
caras, y entonces el elfo se puso en pie y se inclinó ante Tuor. —¿Quién sois,
señor? —preguntó—. Durante mucho tiempo he luchado contra el mar embravecido.
Decidme: ¿ha habido grandes nuevas desde que abandoné la tierra? ¿Fue vencida
la Sombra? ¿Ha salido el pueblo escondido?
—No —respondió Tuor—. La Sombra se alarga, y
los escondidos permanecen escondidos.
Entonces Voronwë se quedó mirándolo largo
tiempo en silencio. —Pero ¿quién sois? —volvió a preguntar—. Durante muchos
años mi pueblo estuvo ausente de estas tierras, y ninguno de ellos moró aquí
desde entonces. Y ahora advierto que a pesar de vuestro atuendo no sois uno de
ellos, como lo creí, sino que pertenecéis a la raza de los hombres.
—Así es en efecto —dijo Tuor—. ¿Y no eres tú
el último marinero del último navío en salir hacia Occidente desde los Puertos
de Círdan?
—Lo soy, en efecto —dijo el Elfo—. Voronwë,
hijo de Aranwë. Pero cómo conocéis mi nombre y mi destino, no lo entiendo.
—Los conozco porque el Señor de las Aguas
habló conmigo la víspera —respondió Tuor—, y dijo que te
salvaría de la cólera de Ossë, y que te enviaría aquí con el fin de que fueras
mi guía.
Entonces con miedo y asombro Voronwë exclamó: —¿Habéis
hablado con Ulmo el Poderoso? ¡Grandes han de ser entonces en verdad vuestro
valor y vuestro destino! Pero ¿a dónde habré de guiaros, señor? Porque de
seguro sois un rey de hombres, y muchos han de obedecer vuestra palabra.
—No, soy un esclavo fugado —dijo Tuor—, y soy
un proscrito solitario en una tierra desierta. Pero tengo un recado para
Turgon, el rey escondido. ¿Sabes por qué camino llegar a él?
—Muchos son proscritos y esclavos en estos
malhadados días que no nacieron en esa condición—respondió Voronwë—. Un señor
de hombres sois por derecho, según me parece. Pero aun cuando fuerais el más
digno de todo vuestro pueblo, no tendríais derecho a ir en busca de Turgon, y
vano seria que lo intentaseis. Porque aun cuando yo os condujera hasta sus
puertas, no podríais entrar.
—No te pido que me lleves sino hasta esas
puertas—dijo Tuor—. allí el destino luchará con los designios de Ulmo. Y si
Turgon no me recibe, mi misión habrá acabado, y el destino será el que
prevalezca. Pero en cuanto a mi derecho de ir en busca de Turgon: yo soy Tuor,
hijo de Huor y pariente de Húrin, nombres que Turgon no habrá de olvidar. Y lo
busco también por orden de Ulmo. ¿Habrá de olvidar Turgon lo que éste le dijo
antaño: Recuerda que la última esperanza de
los noldor ha de llegar del mar? O también: Cuando el peligro esté cerca, uno vendrá de Nevrast para advertírtelo.
Yo soy el que había de venir y estoy así investido con las armas que me
estaban destinadas.
Tuor se maravilló de oírse a sí mismo hablar
de ese modo, porque las palabras que Ulmo le dijo a Turgon al partir de Nevrast
no le eran conocidas de antemano, ni a nadie salvo al pueblo escondido. Por lo
mismo, tanto más asombrado estaba Voronwë; pero se volvió y miró el mar y
suspiró.
—¡Ay! —dijo—. No querría volver nunca. Y a
menudo he prometido en las profundidades del mar que si alguna vez pusiera el
pie otra vez en tierra, moraría en paz lejos de la Sombra del norte, o junto a
los Puertos de Círdan, o quizá en los bellos prados de Nantathren, donde la
primavera es más dulce que los deseos del corazón. Pero si el mal ha crecido
desde que partí de viaje y el peligro definitivo acecha a mi pueblo, entonces
debo regresar a él. —Se volvió hacia Tuor.—Os guiaré hasta las puertas
escondidas —dijo—, porque los prudentes no han de desoír los consejos de Ulmo.
—Entonces marcharemos juntos como se nos ha
aconsejado —dijo Tuor—. Pero ¡no te aflijas, Voronwë! Porque mi corazón me dice
que tu largo camino te conducirá lejos de la Sombra, y que tu esperanza volverá
al mar.
—Y también la vuestra —dijo Voronwë—. Pero
ahora tenemos que abandonarlo e ir de prisa.
—Sí —dijo Tuor—. Pero ¿a dónde me llevarás y a
qué distancia? ¿No hemos de pensar primero cómo viajaremos por las tierras
salvajes, o si es el camino largo, cómo pasar el invierno sin abrigo?
Pero Voronwë no dio una respuesta clara acerca
del camino. —Vos conocéis la fortaleza de los hombres —dijo—. En cuanto a mí,
pertenezco a los noldor, y grande ha de ser el hambre y frío del invierno que
maten al pariente de los que atravesaron el Hielo. ¿Cómo creéis que pudimos
trabajar durante días incontables en los yermos salados del mar? ¿Y no habéis
oído del pan de viaje de los elfos? Y conservo todavía el que todos los marineros
guardan hasta el final. —Entonces le mostró bajo la capa un bolsillo sellado
sujeto con una hebilla al cinturón.—Ni el agua ni el tiempo lo dañan en tanto
esté sellado. Pero hemos de economizarlo hasta que sea mucha la necesidad; y
sin duda un proscrito y cazador habrá de encontrar otro alimento antes que el
año empeore.
—Quizá —dijo Tuor—. Pero no en todas las
tierras es posible cazar sin riesgo, por abundantes que sean las bestias. Y los
cazadores se demoran en los caminos.
Entonces Tuor y Voronwë se dispusieron a
partir. Tuor llevó consigo el pequeño arco y las flechas que traía además de
las armas encontradas en la sala; pero la lanza sobre la que estaba escrito su
nombre en runas élficas del norte la dejó junto al muro en señal de que había
pasado por allí. No tenía armas Voronwë, salvo una corta espada.
Antes de que el día hubiera avanzado mucho
abandonaron la antigua vivienda de Turgon, y Voronwë guio a Tuor hacia el oeste
de las empinadas cuestas de Taras, y a través del gran cabo. Allí en otro
tiempo había pasado el camino desde Nevrast a Brithombar, que no era ahora sino
una huella verde entre viejos terraplenes cubiertos de hierba. Así llegaron a
Beleriand y la región septentrional de las Falas; y volviéndose hacia el este,
buscaron las oscuras estribaciones de Ered Wethrin, y allí encontraron refugio
y descansaron hasta que el día se desvaneció en el crepúsculo. Porque aunque
las antiguas viviendas de los falathrirn, Brithombar y Eglarest estaban todavía
lejos, allí moraban orcos ahora, y toda la tierra estaba infestada de espías de
Morgoth: temía éste los barcos de Círdan que llegaban a veces patrullando las
costas y se unían a las huestes enviadas desde Nargothrond.
Mientras estaban allí sentados envueltos en
sus capas como sombras bajo las colinas, Tuor y Voronwë conversaron juntos
durante mucho tiempo. Y Tuor interrogó a Voronwë acerca de Turgon, pero poco
hablaba Voronwë de tales asuntos; hablaba en cambio de las moradas de la isla
de Balar y de la Lisgardh, la tierra de los juncos en las desembocaduras del
Sirion.
—Allí crece ahora el número de los eldar —dijo—porque cada vez son más abundantes los que, de uno y otro linaje, huyen por miedo de Morgoth, cansados de la guerra. Pero no abandoné yo a mi pueblo por propia decisión. Porque después de la Bragollach y el fin del Sitio de Angband, por primera vez abrigó el corazón de Turgon la duda de que quizá Morgoth fuera demasiado fuerte. Ese año envió a unos pocos, los primeros que atravesaron las puertas desde dentro, y llevaban una misión secreta. Fueron Sirion abajo hasta las costas próximas a las desembocaduras, y allí construyeron barcos. Pero de nada les sirvió, salvo tan sólo para llegar a la gran isla de Balar y establecer allí viviendas solitarias, lejos del alcance de Morgoth. Porque los noldor no dominan el arte de construir barcos que resistan mucho tiempo las olas de Belegaer el grande.
»Pero cuando más tarde Turgon se enteró de los
ataques de las Falas y del saqueo de los antiguos Puertos de los carpinteros de
barcos que se encuentran allá lejos delante de nosotros, y se dijo que Círdan
había salvado a unos pocos y navegado con ellos hacia el sur a la bahía de
Balar, volvió a enviar un grupo de mensajeros. Eso fue poco tiempo atrás; no
obstante, en mi memoria parece la más larga porción de mi vida. Porque yo fui
uno de los que envió, cuando era joven en años entre los eldar. Nací aquí en la
Tierra Media en el país de Nevrast. Mi madre pertenecía a los elfos grises de
las Falas, y era pariente del mismo Círdan; hubo mucha mezcla de pueblos en
Nevrast, durante los primeros años del reinado de Turgon, y yo tengo el corazón
marino del pueblo de mi madre. Por tanto, yo estuve entre los escogidos, puesto
que nuestro recado era para Círdan, que nos ayudara en la construcción de
barcos, con el fin de que algún mensaje y ruego de auxilio
pudiera llegar a los Señores del Oeste antes que todo se perdiera. Pero me
demoré en el camino. Porque había visto poco de la Tierra Media y llegamos a
Nantathren en la primavera del año. Amable al corazón es esa tierra como veréis
si alguna vez seguís hacia el sur por el Sirion abajo. Allí se encuentra cura a
las nostalgias del mar, salvo para aquellos a quienes no suelta el destino.
Allí Ulmo es sólo el servidor de Yavanna, y la tierra ha dado vida a hermosas criaturas
que los corazones de las duras montañas del norte no pueden imaginar. En esa
tierra el Narog se une al Sirion, y ya no se apresuran, sino que fluyen anchos
y tranquilos por los prados vivientes; y todo alrededor del río brillante
crecen lirios cárdenos como un bosque florecido, y la hierba está llena de
flores como gemas, como campanas, como llamas rojas y doradas, como estrellas
multicolores en un firmamento verde. Sin embargo, los más bellos de todos son
los sauces de Nantathren, de verde pálido, o plateados en el viento, y el
murmullo de sus hojas innumerables es un hechizo de música: día y noche
resonaban incontables mientras yo me hundía silencioso hasta las rodillas en la
hierba y escuchaba. Allí quedé encantado y olvidé el mar en mi corazón. Por
allí erré dando nombre a flores nuevas o yaciendo entre sueños en medio del
canto de los pájaros y el zumbido de las abejas, olvidado de todos mis
parientes, fueran los barcos de los teleri o las espadas de los noldor, pero mi
destino no lo permitió. O quizá el mismo Señor de las Aguas; porque era muy
fuerte en esa tierra.
»Así me vino al corazón la idea de construir
una balsa con ramas de sauce y trasladarme por el brillante seno del Sirion; y
así lo hice, y así fui llevado. Porque un día, mientras estaba en medio del río
sopló un viento súbito y me atrapó, y me arrastró fuera de la Tierra de los
Sauces hacia el mar. De este modo llegué el último de entre los mensajeros
junto a Círdan; y de los siete barcos que construyó a pedido de Turgon todos menos
uno estaban plenamente acabados. Y uno por uno se hicieron a la mar hacia el
Oeste, y ninguno ha vuelto nunca ni se han tenido noticias de ellos.
»Pero el aire salino del mar agitaba de nuevo el
corazón de la parentela de mi madre en mi pecho, y me regocijé en las olas
aprendiendo toda la ciencia del mar como si la tuviera ya almacenada en mi
mente. De modo que cuando el último barco y el mayor estuvo pronto, yo estaba
ansioso por partir y me decía a mí mismo: “Si son ciertas las palabras de
los noldor, hay entonces en el Oeste prados con los que la Tierra de los Sauces
no puede compararse. Allí nunca nada se marchita ni tiene fin la primavera. Y
quizá aún yo, Voronwë, pueda llegar allí. Y en el peor de los casos errar por
las aguas es mucho mejor que la Sombra del norte”. Y no tenía miedo, porque
no hay agua que pueda anegar los barcos de los teleri.
»Pero el Gran Mar es terrible, Tuor, hijo de
Huor; y odia a los noldor, porque es el destino de los valar. Peores cosas
guarda que hundirse en el abismo y perecer: hastío y soledad y locura; terror
del viento y el tumulto, y silencio y sombras en las que toda esperanza se
pierde y todas las formas vivientes se apagan. Y baña muchas costas extrañas y
malignas, y lo infestan muchas islas de miedo y peligro. No he de oscurecer tu
corazón, hijo de la Tierra Media, con la historia de mis trabajos durante siete
años en el Gran Mar, desde el norte hasta el sur, pero nunca hacia el Oeste.
Porque éste permanece cerrado para nosotros.
»Por fin, completamente desesperados,
fatigados del mundo entero, dimos la vuelta y escapamos del hado que nos había
perdonado durante tanto tiempo, sólo para golpearnos más duramente. Porque
cuando divisamos una montaña desde lejos y yo exclamé: “¡Mirad! Allí está
Taras y la tierra que me vio nacer”, el viento despertó, y grandes nubes
cargadas de truenos vinieron desde el oeste. Entonces las olas nos
persiguieron como criaturas vivas llenas de malicia, y los rayos nos hirieron;
y cuando estuvimos reducidos a un casco indefenso, los mares saltaron
furiosos sobre nosotros. Pero, como veis, yo fui salvado; porque me pareció que
a mi acudía una ola, más grande, y sin embargo más calma que todas las otras, y
me cogió y me levantó del barco, y me transportó alto sobre sus hombros, y
precipitándose a tierra me arrojó sobre la hierba retirándose luego y
descendiendo por el acantilado como una gran cascada. Allí estaba desde hacía
una hora todavía aturdido por el mar, cuando vinisteis a mi encuentro. Y siento
todavía el miedo que produce, y la amarga pérdida de los amigos que me
acompañaron tanto tiempo y hasta tan lejos, más allá de la vista de las tierras
mortales.
Voronwë suspiró y continuó en voz baja, como
si se hablara a sí mismo: —Pero muy
brillantes eran las estrellas sobre el margen del mundo cuando a veces las
nubes se retiraban del Oeste. No obstante si vimos sólo nubes más remotas, o
atisbamos en verdad, como lo han sostenido algunos, las montañas de las Pelóri
en torno a las playas perdidas de nuestra antigua patria, no lo sé. Lejos, muy
lejos se levantan, y nadie de las tierras mortales volverá nunca a ellas, según
creo. —Entonces Voronwë guardo silencio; porque había llegado la noche y las
estrellas brillaban blancas y frías.
Poco después Tuor y Voronwë se levantaron y
volvieron sus espaldas al mar, e iniciaron su largo viaje en la oscuridad; del
cual hay poco que decir, pues la sombra de Ulmo estaba sobre Tuor, y nadie los
vio pasar por bosque o por piedra, por campo o por valle, entre la puesta y la
salida del sol. Pero siempre avanzaban precavidos evitando los cazadores de
ojos nocturnos de Morgoth y esquivando los caminos transitados de los elfos y
los hombres. Voronwë escogía el camino y Tuor lo seguía. No hacía éste
preguntas vanas, pero no dejaba de advertir que marchaban siempre hacia el este
a lo largo de las fronteras de las montañas cada vez más altas, y que nunca se
volvían hacia el sur, lo cual lo asombró, porque creía, como la mayor parte de
los hombres y los elfos, que Turgon moraba lejos de las batallas del norte.
Lentamente avanzaban en el crepúsculo y en la
noche por el descampado sin caminos, y el Fiero Invierno descendía rápido desde
el reino de Morgoth. A pesar del abrigo que procuraban las montañas, los
vientos eran fuertes y amargos, y pronto la nieve cubrió espesa las alturas, o
giraba en remolinos en los pasos, y caía sobre los bosques de Núath antes de
que perdieran del todo sus hojas marchitas. Así, a pesar de haberse puesto en
camino antes de mediados de Narquelië, llegó Hísimë con su cruel escarcha mientras se
acercaban todavía a las fuentes del Narog.
Allí al cabo de una noche fatigosa, hicieron
alto a la luz gris del alba; y Voronwë estaba desanimado y miraba en torno con
aflicción y temor. Donde otrora había estado el hermoso estanque de Ivrin, en
su gran cuenco de piedra abierto por la caída de las aguas, y todo alrededor
había sido una hondonada cubierta de árboles bajo las colinas, veía ahora una
tierra mancillada y desolada. Los árboles estaban quemados y arrancados de
raíz; y los bordes de piedra del estanque estaban rotos, de modo que las aguas
de Ivrin se extendían en un gran pantano estéril entre las ruinas. Todo era
ahora un cenagal de lodo congelado, y un hedor de corrupción cubría el suelo
como una niebla inmunda.
—¡Ay! ¿Ha llegado el mal por aquí? —exclamó
Voronwë—. Otrora este sitio estaba lejos de la amenaza de Angband; pero los
dedos de Morgoth llegan cada vez más lejos.
—Es lo que Ulmo me dijo —recordó Tuor—: «Las fuentes están envenenadas, y mi poder
se retira de las aguas de la tierra».
—Sin embargo—dijo Voronwë—, un mal ha estado aquí de
fuerza más grande que la de los orcos. El miedo se demora en este sitio. —Y examinó a
su alrededor los bordes del lodo hasta que de repente se detuvo y gritó: —¡Sí,
un gran mal! —E hizo señas a Tuor, y Tuor al acercarse vio una gran hendidura,
como un surco que avanzaba hacia el sur, y a cada lado, ora borrosas, ora firme
y claramente selladas por la nieve, las huellas de unas grandes garras.—¡Mirad!
—dijo Voronwë, la cara pálida de repugnancia y miedo—. ¡Aquí estuvo hace no
mucho el gran gusano de Angband, la más fiera de todas las criaturas del
Enemigo! Mucho se ha retrasado ya el recado que tenemos para Turgon. Es
necesario darse prisa.
Mientras así hablaba, oyeron un grito en los
bosques, y se quedaron inmóviles como piedras grises, escuchando. Pero la voz
era una hermosa voz, aunque apenada, y parecía decir un nombre como quien busca
a alguien que se ha perdido. Y mientras aguardaban, una figura surgió de entre
los árboles, y vieron que era un hombre alto armado, vestido de negro, con una
larga espada desenvainada; y se asombraron, porque la hoja de la espada era también
negra, pero el filo brillaba claro y frío. Tenía el dolor grabado en la cara, y
cuando vio la ruina de Ivrin clamó en alta voz apenado, diciendo: —¡Ivrin,
Faelivrin! ¡Gwindor y Beleg! Aquí una vez fui curado. Pero ahora, nunca más
beberé el trago de la paz.
Entonces se volvió rápido hacia el norte como
quien persigue a alguien o tiene un cometido de gran prisa, y lo oyeron gritar ¡Faelivrin, Finduilas! hasta que la voz
se perdió en los bosques. Pero ellos no sabían que Nargothrond había caído y
que éste era Túrin, hijo de Húrin, la Espada Negra. Así, sólo por un momento, y
nunca otra vez, se cruzaron los caminos de estos dos parientes, Túrin y Tuor.
Cuando la Espada Negra hubo pasado, Tuor y
Voronwë siguieron adelante por un rato, aunque ya era de día; porque el
recuerdo de la desdicha de Túrin les pesaba, y no podían soportar quedarse
junto a la profanación de Ivrin. Pero no tardaron en buscar un sitio donde
ocultarse, porque toda la tierra estaba llena ahora de presagios de mal.
Durmieron poco e intranquilos, y cuando transcurrió el día y cayeron las
sombras, empezó a nevar, y con la noche llegó una mordiente escarcha. En
adelante la nieve y el hielo no cedieron nunca y durante cinco meses el Fiero
Invierno, mucho tiempo recordado, tuvo sometido el norte. Ahora el frío
atormentaba a Tuor y a Voronwë, y temían que la nieve los revelara a sus
enemigos, o que pudieran caer en peligros ocultos traicioneramente
enmascarados. Nueve días siguieron adelante, de manera cada vez más lenta y
penosa, y Voronwë se desvió algo hacia el norte, hasta que cruzaron los tres
brazos del Teiglin; y luego se encaminó otra vez hacia el este abandonando las
montañas, y avanzó precavido, hasta que pasaron el Glithul y llegaron a la
corriente del Malduin, y estaba cubierto de negra escarcha.
Entonces Tuor le dijo a Voronwë: —Fiera es la
escarcha y la muerte está cerca de mí, y quizá también de ti. —Pues se
encontraban ahora en un verdadero aprieto: hacía ya mucho que no conseguían
alimento en el descampado, y el pan de viaje menguaba; y tenían frío y estaban
fatigados. —Malo es estar atrapados entre la Maldición de los valar y la malicia
del Enemigo—dijo Voronwë—. ¿He escapado de las bocas del mar para caer aquí y
morir sepultado bajo la nieve?
Pero Tuor dijo: —¿Cuánto tenemos que avanzar
todavía? Porque, Voronwë, ya no has de tener secretos para mí. ¿Me llevas por
camino directo y a dónde? Pues si tengo que consumir mis últimas fuerzas,
quiero saber al menos con qué beneficio.
—Os he conducido tan directamente como me
pareció posible—respondió Voronwë—. Sabed pues ahora que Turgon habita aún en
el norte de la tierra de los eldar, aunque pocas gentes lo creen. Ya estamos
cerca de él. No obstante, hay todavía muchas leguas que recorrer, aún a vuelo
de pájaro; todavía nos espera el Sirion por delante, que hemos de cruzar, y quizá
encontremos grandes males en el camino. Porque llegaremos pronto al camino que
otrora descendía desde la Minas del rey Finrod hasta Nargothrond. Por allí
andan y vigilan los sirvientes del Enemigo.
—Me tenía por el más resistente de los hombres—dijo
Tuor—, y he soportado muchas penurias de invierno en las montañas; pero
entonces tenía al menos una cueva para abrigarme, y fuego, y dudo ahora que
las fuerzas me alcancen para seguir así mucho más, hambriento y en un tiempo
tan fiero. Pero continuemos mientras sea posible, antes que la esperanza se
agote.
—No tenemos otra elección—dijo Voronwë—, salvo
la de yacer aquí tendidos y aguardar el sueño de la nieve.
Por tanto, todo ese amargo día avanzaron
trabajosamente, pensando menos en el peligro del enemigo que en el invierno;
pero a medida que seguían adelante no era tanta la nieve con que se topaban,
pues iban nuevamente hacia el sur, descendiendo por el valle del Sirion, y las montañas
de Dor-lómin quedaron muy atrás. En las primeras sombras del crepúsculo
llegaron al camino al pie de una elevación arbolada. De pronto advirtieron que
estaban oyendo voces, y al mirar cautelosos por entre los árboles, vieron abajo
una luz roja. Una compañía de orcos había acampado en medio del camino,
amontonados en torno a un fuego de leña.
—Gurth an Glamhoth!—musitó Tuor—¡La espada saldrá ahora de debajo de la capa!
Arriesgaré la vida por apoderarme de ese fuego, y aún la carne de orcos sería
un regalo.
—¡No!—dijo Voronwë—. En esta misión sólo la
capa es de utilidad. Tenéis que renunciar al fuego, o a Turgon. Esta banda no
está sola en el descampado: ¿vuestros ojos mortales no pueden distinguir las
llamas distantes de otros puestos al norte y al sur? Un tumulto atraería sobre
nosotros a todo un ejército. ¡Escuchadme, Tuor! Es contra la ley del reino
escondido acercarse a las puertas con enemigos a tus talones; y esa ley no
quebrantaré, ni por orden de Ulmo ni por la muerte. Alerta a los orcos y te
abandono.
—Los dejaré estar entonces—dijo Tuor—. Pero
viva yo para ver el día en que no haya de esquivar a un puñado de orcos como
perro acobardado.
—¡Ven, pues!—dijo Voronwë—. Ya no discutas más
o nos olfatearán. ¡Sígueme!
Se arrastró entonces por entre los árboles,
marchando hacia el sur con el viento, seguido por Tuor, hasta que estuvieron a
mitad de camino entre el primer fuego de los orcos y el siguiente. Allí Voronwë
se detuvo largo rato, escuchando.
—No oigo a nadie que se mueva en el camino—dijo—,
pero no sabemos qué pueda acechar en las sombras.—Atisbó en la penumbra y se
estremeció.—Hay un mal en el aire—musitó—. ¡Ay! Más allá se encuentra la tierra
de nuestra misión y nuestra esperanza de vida, pero la muerte camina por el medio.
—La muerte nos rodea por todas partes—dijo
Tuor—. Pero sólo me quedan fuerzas para el camino más corto. Aquí he de cruzar
o perecer. Confiaré en el manto de Ulmo, y también a ti te cubrirá. ¡Ahora seré
yo el que conduzca!
Así diciendo, se deslizó hasta el borde del
camino, y abrazando allí a Voronwë arrojó sobre ambos los pliegues de la capa
gris del Señor de las Aguas, y se adelantó.
Todo estaba en silencio. El viento frío
suspiraba barriendo la antigua ruta, y luego también él calló. En la pausa, Tuor
advirtió un cambio en el aire, como si el aliento de la tierra de Morgoth
hubiera cesado un momento, y una brisa leve que parecía un recuerdo del mar vino
desde el Oeste. Como una neblina gris en el viento cruzaron la calle empedrada
y penetraron en la maleza por el borde oriental.
De pronto, desde muy cerca, se oyó un grito
frenético, y muchos otros le respondieron a lo largo de los bordes del camino.
Un cuerno áspero resonó y se oyó un ruido de pies a la carrera. Pero Tuor no se
detuvo. Había aprendido bastante de la lengua de los orcos durante su
cautiverio como para conocer el significado de esos gritos: los guardias los
habían olfateado y los habían oído, aunque no podían verlos. Se había desatado
la caza. Desesperadamente tropezó y se arrastró junto con Voronwë, trepando por
una prolongada cuesta cubierta de una espesura de tojos y arándanos, entre
nudos de serbales y abedules enanos. En la cima de la cuesta se detuvieron
escuchando los gritos detrás de ellos, y el ruido de los matorrales aplastados
por los orcos.
Junto a ellos había una piedra que se alzaba
sobre una maraña de brezos y zarzas, y por debajo había una guarida como la que
habría buscado y anhelado una bestia perseguida para evitar la caza, o por lo
menos para vender cara su vida, de espaldas a la piedra. Tuor arrastró a
Voronwë hacia abajo a la sombra oscura, y uno junto al otro, cubiertos por la
capa gris, yacieron mientras jadeaban como zorros cansados. Ni una palabra
hablaron; eran todo oídos.
Los gritos de los cazadores se hicieron más
débiles; porque los orcos nunca se internaban demasiado en tierras salvajes a
un lado y otro del camino, y se contentaban con patrullar el camino en una y
otra dirección. Poco se cuidaban de los fugitivos perdidos, pero temían a los
espías y a los exploradores de las fuerzas enemigas; porque Morgoth había montado
una guardia en la ruta no para atrapar a Tuor y a Voronwë (de quienes nada
sabía aún), ni a nadie que viniera del oeste, sino para vigilar a la Espada
Negra por temor de que escapara y siguiera a los cautivos de Nargothrond, quizá
con la ayuda de Doriath.
Llegó la noche y un triste silencio pesó otra
vez sobre las tierras desoladas. Cansado y agotado, Tuor durmió bajo la capa de
Ulmo; pero Voronwë se arrastró y se mantuvo erguido como una piedra,
silencioso, inmóvil, tratando de ver en las sombras con sus ojos de elfo. Al
romper el día despertó a Tuor, y arrastrándose fuera de la guarida vio que en
verdad el tiempo había mejorado un tanto y que las nubes negras se habían
retirado. El alba era roja y alcanzaba a ver a lo lejos la cima de unas
extrañas montañas que resplandecían al fuego del este.
Entonces Voronwë dijo en voz baja: —‘Alae! Ered en Echoriath, ered embar nín!’ —Porque
sabía que estaba contemplando las montañas Circundantes y los muros del reino
de Turgon. Por debajo de ellos, hacia el este, en un valle profundo y oscuro,
corría Sirion el bello, renombrado en los cantos; y más allá, envuelta en
niebla, ascendía una tierra gris desde el río hasta las colinas quebradas al
pie de las montañas. —Allí se encuentra Dimbar —dijo Voronwë—. ¡Ojalá ya
hubiéramos llegado! Porque rara vez nuestros enemigos se aventuran hasta allí.
O así era al menos cuando el poder de Ulmo dominaba el Sirion. Pero puede que
haya cambiado ahora; salvo el peligro que presenta el río: es profundo y
rápido, y peligroso de cruzar aún para los eldar. Pero te he conducido bien;
porque allí, aunque algo hacia el sur, refulge el vado de Brithiach, donde el
Camino del Este, que antaño conducía a Taras en el oeste, atravesaba el río.
Nadie ahora se atreve a utilizarlo, salvo en caso de desesperada necesidad, ni elfo
ni hombre ni orco, pues el camino conduce a Dungortheb y la tierra de terror
entre el Gorgoroth y el Cinturón de Melian; y desde hace ya mucho se ha
confundido con los matorrales, y no es más que una huella cubierta de malezas y
hiedras.
Entonces Tuor miró hacia donde señalaba
Voronwë, y vio a lo lejos un resplandor de aguas extendidas a la escasa luz del
amanecer; pero más allá asomaba el oscuro bosque de Brethil y escalaba hacia el
sur las distantes tierras elevadas. Avanzaron con cautela por el extremo del
valle, y al fin llegaron al antiguo camino que bajaba desde el cruce en los bordes de Brethil, donde cruzaba la ruta de Nargothrond. Entonces Tuor vio que estaban
cerca del Sirion. Las orillas se apartaban en aquel sitio, y las aguas,
interceptadas por grandes desechos de piedras, se extendían en amplios bajíos,
donde murmuraban unos temblorosos arroyos. Un poco más allá, el río se recogía
otra vez y, excavando un nuevo lecho, seguía fluyendo hacia el bosque, y se
desvanecía a lo lejos en una niebla profunda que la mirada no podía penetrar;
porque allí estaba, aunque él no lo sabía, la frontera septentrional de
Doriath, a la sombra del Cinturón de Melian.
Inmediatamente Tuor quiso ir de prisa hacia el
vado, pero Voronwë se lo impidió diciendo: —No podemos cruzar el Brithiach en
pleno día, mientras haya una posibilidad de que estén persiguiéndonos.
—¿Nos sentaremos entonces aquí hasta pudrirnos?—le
dijo Tuor—. Porque esa duda persistirá mientras dure el reino de Morgoth. ¡Ven!
Bajo la sombra de la capa de Ulmo tenemos que seguir adelante.
Aún Voronwë vacilaba y miraba atrás hacia el
oeste; pero el sendero estaba desierto y todo en derredor había silencio salvo por
el murmullo del agua. Miró a lo alto y el cielo estaba gris y vacío, sin
pájaros. Y de pronto la cara se le iluminó de alegría y exclamó en alta voz: —¡Todo
está bien! Los enemigos del Enemigo guardan todavía el Brithiach. Los orcos no
nos seguirán hasta aquí; y bajo la capa podemos cruzar ahora, sin esperar más.
—¿Qué has visto de nuevo?—preguntó Tuor.
—¡Muy corta es la vista de los hombres mortales!—dijo
Voronwë—. Veo las águilas de las Crissaegrim, y vienen hacia aquí. ¡Observa un
momento!
Entonces Tuor se quedó mirando fijamente; y
pronto, altas en el aire, vio a tres formas que batían unas fuertes alas y
descendían de los picos distantes coronados de nubes. Lentamente bajaban en
grandes círculos, y luego se lanzaron de pronto sobre los viajeros, pero antes
que Voronwë pudiera llamarlas, giraron veloces y se alejaron volando hacia el
norte a lo largo de la línea del río.
—Vayamos ahora—dijo Voronwë—. Si hay un orco
en las cercanías estará acobardado, con las narices aplastadas contra el suelo,
hasta que se hayan alejado las águilas.
Descendieron de prisa por una larga cuesta y
cruzaron el Brithiach, andando a menudo con los pies secos sobre bancos de
piedras, o vadeando los bajíos con el agua no más que hasta las rodillas. Fría
y clara era el agua, y había hielo sobre los estanques poco profundos, donde
las corrientes errantes habían perdido el camino entre las piedras; pero
nunca, ni siquiera en el Fiero Invierno de la caída de Nargothrond, pudo el
mortal aliento del norte helar el flujo central del Sirion, que parecía el
lecho de una antigua corriente, y en la que no fluía ahora agua alguna; no
obstante, según parecía, un torrente había abierto un profundo canal,
descendiendo del norte de las montañas de las Echoriath y transportando desde allí
todas las piedras del Brithiach al Sirion.
—¡Por fin la encontramos después de agotada
toda esperanza!—exclamó Voronwë—. ¡Mira! Aquí está la desembocadura del río Seco
y éste es el camino que hemos de tomar.—Entonces entraron en la cañada, de
laderas cada vez más altas a medida que giraba hacia el norte, donde el terreno
era más empinado. Y Tuor tropezaba en la penumbra, entre las piedras que
cubrían el lecho —Si esto es un camino—dijo—, no es bondadoso con el viajero
fatigado.
—Sin embargo, es el camino que lleva a Turgon—dijo
Voronwë.
—Tanto más me maravillo entonces—le dijo Tuor—que
el acceso permanezca abierto y sin guardia. Me figuraba que encontraría un gran
portal poderosamente guardado.
—Espera y verás —dijo Voronwë—. Este es sólo
el comienzo. Lo llamé un camino, sin embargo, nadie lo ha recorrido por más de
trescientos años, salvo mensajeros, pocos y en secreto, y todo el arte de los
noldor se ha concentrado en ocultarlo desde que lo tomó el pueblo escondido.
¿Permanece abierto, dices? ¿Lo habrías conocido si no hubieras tenido a
alguien del reino escondido como guía? ¿O habrías pensado que no era sino la
obra del viento y de las aguas del desierto? Y no has visto las águilas? Son el
pueblo de Thorondor que vivieron otrora en Thangorodrim antes que Morgoth
cobrara tanto poder, y viven ahora en las montañas de Turgon desde la caída de
Fingolfin. Sólo ellas con excepción de los noldor conocen el reino escondido, y
guardan los cielos por sobre él, aunque hasta ahora ningún sirviente del
Enemigo se ha atrevido a ascender a las alturas del aire; y llevan al rey
muchas nuevas de todo lo que se mueve en las tierras de fuera. Si hubiéramos
sido orcos, se nos hubieran echado encima y nos habrían arrojado sobre rocas
despiadadas.
—No lo dudo—dijo Tuor—. Pero me pregunto
también si la noticia de nuestra cercanía no le llegará a Turgon antes que
nosotros. Y sólo tú puedes decir si eso es bueno o malo.
—Ni bueno ni malo—dijo Voronwë—. Porque no
podemos atravesar las Puertas Guardadas inadvertidos, se nos espere o no; y si
llegamos allí, los guardianes no necesitarán que se les advierta que no somos
orcos. Pero para pasar necesitaremos de mejores argumentos. Porque no sabes,
Tuor, a qué peligro estaremos expuestos entonces. No me culpes como quien está
desprevenido de lo que pueda ocurrir. ¡Que se manifieste en verdad el poder del
Señor de las Aguas! Porque sólo por esa esperanza he consentido en ser tu guía,
y si falla, con más seguridad moriremos entonces que por todos los peligros del
desierto y el invierno.
Pero Tuor le dijo: —¡Déjate de pronósticos! La
muerte en el desierto es segura; y la muerte ante las Puertas es para mí dudosa
todavía, a pesar de todas tus palabras. ¡Adelante, condúceme!
Muchas millas avanzaron con trabajo por las
piedras del río Seco, hasta que ya no pudieron más, y la noche derramó
oscuridad sobre la cañada profunda; treparon entonces a la orilla oriental y
llegaron a las colinas derrumbadas al pie de las montañas. Y al mirar arriba,
Tuor vio que se elevaban como ninguna otra montaña que hubiera visto nunca;
porque las laderas eran como muros escarpados, apilados todo por encima y por
detrás del más bajo, como si fueran grandes torres y precipicios escalonados.
Pero el día se había desvanecido, y todas las tierras estaban grises y
neblinosas, y la sombra amortajaba el valle del Sirion. Entonces Voronwë lo
llevó a una cueva poco profunda, que se abría en la ladera de una colina sobre
las solitarias cuestas de Dimbar, y se metieron dentro arrastrándose, y allí se
quedaron escondidos; y se comieron los últimos mendrugos de alimento, y tenían
frío y estaban cansados, pero no durmieron. Así llegaron Tuor y Voronwë a las
torres de las Echoriath y al umbral de Turgon, en el crepúsculo del décimo
octavo día de Hísimë, el trigésimo séptimo de su viaje, y por el poder de Ulmo
escaparon tanto del destino como de la malicia.
Cuando el primer resplandor del día se filtró
gris a través de las nieblas de Dimbar, volvieron arrastrándose al río Seco, y
pronto el curso se desvió hacia el este, serpenteando en ascenso por entre los
muros mismos de las montañas; y delante de ellos había un gran precipicio
escarpado que se levantaba de pronto en una pendiente cubierta de una enmarañada
maleza de espinos. En esa maleza penetraba el pétreo canal y allí estaba
todavía oscuro como la noche; e hicieron alto, porque los espinos crecían espesos
a ambos lados del lecho, y las ramas entrelazadas formaban una densa techumbre,
de modo que Tuor y Voronwë a menudo tenían que arrastrarse como bestias que
vuelven furtivas a su guarida subterránea.
Pero por último, cuando con gran esfuerzo
llegaron al pie mismo del acantilado, encontraron una falla, parecida a la boca
de un túnel abierto en la dura roca por aguas que fluyeran del corazón de los
montes. Penetraron por ella y dentro no había ninguna luz, pero Voronwë avanzó
sin vacilar; Tuor lo seguía con una mano apoyada en el hombro de Voronwë, e
inclinándose un poco pues el techo era bajo. Así, por un tiempo anduvieron a
ciegas, hasta que sintieron que el suelo se había nivelado y ya no había
pedruscos sueltos. Entonces hicieron alto y respiraron profundamente,
escuchando. El aire parecía puro y fresco, y tenían la impresión de un gran
espacio en derredor y por encima de ellos; pero todo era silencio, y ni
siquiera podía oírse el goteo del agua. Le pareció a Tuor que Voronwë estaba
perturbado y perplejo, y le susurró: —¿Dónde están las Puertas Guardadas? ¿O es
que en verdad las hemos pasado ya?
—No—dijo Voronwë—. Pero me asombra que nadie
pueda llegar hasta aquí sin ser estorbado. Me temo un ataque en la oscuridad.
Pero sus susurros despertaron los ecos
dormidos y se agrandaron y se multiplicaron y recorrieron el techo y las
paredes invisibles siseando y murmurando como el sonido de muchas voces
furtivas. Y cuando los ecos morían en la piedra, Tuor oyó desde el corazón de
la oscuridad una voz que hablaba en lenguas élficas: primero en la alta lengua
de los noldor, que no conocía; y luego en la lengua de Beleriand, aunque con
inflexiones algo extrañas, como las de un pueblo que hace mucho tiempo se
separó de sus hermanos.
—¡Alto!—le decía—. ¡No os mováis! O moriréis,
seáis amigos o enemigos.
—Somos amigos—dijo Voronwë.
—Entonces haced lo que se os ordene—les dijo
la voz.
El eco de las voces se apagó en el silencio.
Voronwë y Tuor permanecieron inmóviles, y le pareció a Tuor que transcurrían
muchos lentos minutos, y sintió un miedo en el corazón, como en ningún otro de
sus pasados peligros. Entonces se oyó un ruido de pasos, que crecieron hasta
parecer casi que unos troles martilleaban en aquel sitio sonoro. De repente,
alguien descubrió una lámpara élfica, y los brillantes rayos enfocaron primero
a Voronwë, pero Tuor no pudo ver nada más que una estrella deslumbrante en la
sombra; y supo que mientras ese rayo lo iluminara no podría moverse para huir
ni avanzar.
Por un momento fueron mantenidos así en el ojo
de la luz, y luego la voz volvió a hablar diciendo: —¡Mostrad vuestras caras!—Y
Voronwë echó atrás la capucha y la cara resplandeció en la luz, clara y dura,
como grabada en piedra; y su belleza maravilló a Tuor. Entonces habló con
orgullo diciendo: —¿No conoces a quien estás mirando? Soy Voronwë, hijo de
Aranwë, de la casa de Fingolfin. ¿O al cabo de unos pocos años se me ha
olvidado en mi propia tierra? Mucho más allá de los confines de la Tierra Media
he viajado, pero aún recuerdo tu voz, Elemmakil.
—Entonces recordará también Voronwë las leyes
de su tierra—dijo la voz—. Puesto que partió por mandato, tiene derecho a
retornar. Pero no a traer aquí a forastero alguno. Por esa acción pierde todo
derecho, y ha de ser llevado prisionero ante el juicio del rey. En cuanto al
forastero, será muerto o mantenido cautivo según juicio de la guardia. Traedlo
aquí para que yo pueda juzgar.
Entonces Voronwë condujo a Tuor a la luz, y
entretanto muchos noldor vestidos de malla y armados avanzaron de la oscuridad,
y los rodearon con espadas desenvainadas. Y Elemmakil, capitán de la guardia,
que portaba la lámpara brillante, los miró larga y detenidamente.
—Esto es extraño en ti, Voronwë—dijo—. Hemos
sido amigos durante mucho tiempo. ¿Por qué, entonces, me pones así tan
cruelmente entre la ley y la amistad? Si hubieras traído aquí a un intruso de
alguna de las otras casas de los noldor, ya habría sido bastante. Pero has traído
al conocimiento del camino a un hombre mortal, porque veo en sus ojos a qué
linaje pertenece. No obstante jamás podrá partir en libertad, puesto que conoce
el secreto; y como a alguien de linaje extraño que ha osado entrar, tendría que
matarlo... aun cuando fuera tu queridísimo amigo.
—En las vastas tierras de fuera, Elemmakil,
muchas cosas extrañas pueden acaecerle a uno, y misiones inesperadas pueden
imponérsele—contestó Voronwë—. Otro será el viajero al volver que el que
partió. Lo que he hecho lo he hecho por un mandato más grande que la ley de la guardia.
El rey tan sólo ha de juzgarme, y a aquel que viene conmigo.
Entonces habló Tuor y ya no sintió miedo. —Vengo
con Voronwë, hijo de Aranwë, porque el Señor de las Aguas lo designó para que
me guiara. Con este fin fue librado de la condenación de los valar y de la
cólera del mar. Porque traigo un recado de Ulmo para el hijo de Fingolfin y con
él hablaré.
Entonces Elemmakil miró con asombro a Tuor. —¿Quién
eres, pues? ¿Y de dónde vienes?
—Soy Tuor, hijo de Huor, de la casa de Hador y
de la parentela de Húrin, y estos nombres, se cuenta, no son desconocidos en el
reino escondido. He pasado desde Nevrast por muchos peligros para encontrarlo.
—¿Desde Nevrast?—preguntó Elemmakil—. Se dice
que nadie vive allí desde la partida de nuestro pueblo.
—Se lo dice con verdad—respondió Tuor—. Vacíos
y helados están los patios de Vinyamar. No obstante, de allí vengo. Llevadme
ahora ante el que construyó esas estancias de antaño.
—En asuntos de tanto monto, no me cabe decidir—dijo
Elemmakil—. Por tanto he de llevarte a la luz donde más sea revelado y te
entregaré a la guardia del Gran Portal.
Entonces dio voces de mando y Tuor y Voronwë
fueron rodeados de altos guardianes, dos por delante y tres por detrás de
ellos; y el capitán los llevó desde la caverna de la guardia exterior y
entraron, según parecía, a un pasaje recto, y por allí anduvieron largo rato
por un suelo nivelado hasta que una pálida luz brilló adelante. Así llegaron
por fin a un amplio arco con altas columnas a cada lado, talladas en la roca, y
en el medio había un portal de barras de madera cruzadas, maravillosamente
talladas y tachonadas con clavos de acero.
Elemmakil lo tocó, y el portal se alzó
lentamente y siguieron adelante; y Tuor vio que se encontraban en el extremo de
un barranco. Nunca había visto nada igual ni había alcanzado a imaginarlo,
aunque tanto había andado por las montañas del desierto del norte; porque junto
al Orfalch Echor, el Cirith Ninniach no era sino una grieta en la roca. Aquí
las manos de los mismos valar, durante las antiguas guerras de los inicios del
mundo, habían separado las grandes montañas, y los lados de la hendidura eran
escarpados, como si hubieran sido abiertos con un hacha, y se alzaban a alturas
incalculables. Allí arriba a lo lejos corría una cinta de cielo, y sobre su
profundo azul se recortaban unas cumbres oscuras y unos pináculos dentados,
remotos, pero duros, crueles como lanzas. Demasiado altos eran esos muros
poderosos para que el sol del invierno llegara a dominarlos, y aunque era ahora
pleno día, unas estrellas pálidas titilaban por sobre la cima de las montañas,
y abajo todo estaba en penumbra, salvo por la desmayada luz de las lámparas
colocadas junto al camino ascendente. Porque el suelo del barranco subía
empinado hacia el este, y a la izquierda Tuor vio al lado del lecho de la
corriente un ancho camino pavimentado de piedras, que ascendía serpenteando
hasta desvanecerse en la sombra.
—Habéis atravesado el Primer Portal, el Portal
de Madera—dijo Elemmakil—. Ese es el camino. Tenemos que apresurarnos.
Cuán largo era aquel profundo camino, Tuor no
podía saberlo, y mientras miraba fijamente hacia adelante, un gran cansancio lo
ganó, como una nube. Un viento helado siseaba sobre la cara de las piedras, y
él se envolvió en la capa. —¡Frío sopla el viento del reino escondido!—dijo.
—Sí, en verdad—dijo Voronwë—; a un forastero
podría parecerle que el orgullo ha vuelto despiadados a los servidores de
Turgon. Largas y duras parecen las leguas de las Siete Puertas al hambriento y
al cansado del viaje.
—Si nuestra ley fuera menos severa, hace ya
mucho que la astucia y el odio nos habrían descubierto y destruido. Eso bien lo
sabéis—dijo Elemmakil—. Pero no somos despiadados. Aquí no hay alimentos y el
forastero no puede volver a cruzar la puerta, una vez que la ha franqueado.
Tened, pues, un poco de paciencia y en la Segunda Puerta encontraréis alivio.
—Bien está—dijo Tuor, y avanzó como se le
había dicho. Al cabo de un rato se volvió y vio que sólo Elemmakil junto con
Voronwë lo seguían.—No hacen falta más guardianes—dijo Elemmakil leyéndole el
pensamiento—. Del Orfalch no se puede escapar, elfo u hombre, y no hay camino de vuelta.
De este modo ascendieron el camino empinado, a
veces por largas escaleras, otras por cuestas ondulantes bajo la intimidante
sombra del acantilado, hasta que a una media legua poco más o menos de la
Puerta de Madera, Tuor vio que el camino estaba bloqueado por un gran muro que
cruzaba el barranco de lado a lado, con robustas torres de piedra en cada
extremo. En la pared había una gran arcada sobre el camino, pero parecía que
los albañiles la habían cerrado con una única poderosa piedra. Cuando se
acercaron, la oscura y pulida superficie resplandecía a la luz de una lámpara
blanca que colgaba en el medio del arco.
—Aquí se encuentra el Segundo portal, el
Portal de Piedra—dijo Elemmakil y yendo hacia él le dio un ligero empellón. La
piedra giró sobre un pivote invisible hasta que los enfrentó de canto, dejando
abierto el camino a un lado y a otro; y ellos pasaron y entraron en un patio
donde había muchos guardianes armados vestidos de gris. Nadie dijo nada, pero
Elemmakil condujo a los que tenía bajo custodia a una cámara bajo la torre
septentrional; y allí se les llevó alimentos y vino y se les permitió descansar
un momento.
—Escaso puede parecer el alimento—dijo
Elemmakil a Tuor—. Pero si lo que pretendes resulta verdadero, se te compensará
con creces.
—Es bastante—le dijo Tuor—. Débil sería el
corazón que necesitara remedio mejor.—Y en verdad tal alivio recibió de la
bebida y la comida de los noldor, que pronto estuvo dispuesto a partir otra
vez.
Al cabo de un corto trecho se toparon con un
muro más alto todavía y más fuerte que el anterior, y en él se abría el Tercer
Portal, el Portal de Bronce: un gran portal de dos hojas recubiertas de escudos
y placas de bronce en los que había grabados muchas figuras y signos extraños.
Sobre el muro, por encima del dintel, había tres torres cuadradas, techadas y
revestidas de cobre, que (por algún recurso de hábil herrería) brillaba siempre
y resplandecía como fuego a los rayos de las lámparas rojas, alineadas como
antorchas a lo largo del muro. Otra vez silenciosos cruzaron la puerta y vieron
en el patio del otro lado una compañía de guardianes todavía mayor, con trajes
de malla que brillaban como fuego opacado; y las hojas de las hachas eran
rojas. Del linaje de los sindar de Nevrast eran la mayoría de los que guardaban
esta puerta.
Llegaron entonces a lo más trabajoso del
camino, porque en medio del Orfalch la cuesta era empinada como en ningún otro
sitio, y mientras subían Tuor vio unos muros todavía más altos, que se
levantaban oscuros sobre él. Así, por fin, se acercaron al Cuarto Portal, el
Portal de Hierro Retorcido. Alto y negro era el muro y ninguna lámpara lo
iluminaba. Sobre él había cuatro torres de hierro, y entre las dos del medio
asomaba la figura de un águila enorme labrada en hierro, a semejanza del rey
Thorondor cuando bajando de los cielos más altos se posa sobre la cima de una
montaña. Pero cuando Tuor estuvo frente a la puerta, asombrado, tuvo la
impresión de que estaba mirando a través de las ramas y los troncos de unos
árboles imperecederos un pálido valle de la luna. Porque una luz venía a través
de las tracerías de la puerta, forjadas y batidas en forma de árboles, con
raíces retorcidas y ramas entretejidas cargadas de hojas y de flores. Y al
pasar al otro lado, vio cómo esto era posible; porque la puerta era de un
grosor considerable, y no había un solo enrejado, sino tres en sucesión,
puestos de tal modo que para quien venía por medio del camino eran parte del
conjunto; pero la luz de más allá era la luz del día. Porque habían subido
ahora hasta una gran altura por sobre las tierras bajas donde habían iniciado
el camino, y más allá del Portal de Hierro el camino era casi llano. Además,
habían atravesado la corona y el corazón de las Echoriath, y las tórreas
montañas se precipitaban ahora bajando y transformándose en colinas, y el
desfiladero se ensanchaba y los lados se volvían menos escarpados. Las amplias
laderas estaban cubiertas de nieve, y la luz del cielo reflejada en la nieve
llegaba como la luz de la luna a través de la neblina clara que flotaba en el
aire.
Pasaron entonces por medio de las filas de la guardia
de hierro que estaba detrás del Portal; de mantos, mallas y largos escudos
negros; y las viseras de pico de águila de los cascos les cubrían las caras.
Entonces Elemmakil fue delante y ellos lo siguieron hasta la pálida luz; y
Tuor vio junto al camino hierba en la que resplandecían como estrellas las
blancas flores de uilos, la
siempreviva que no conoce estaciones y que jamás se marchita; y así,
maravillado y con el corazón aliviado, fue conducido al Portal de Plata.
El muro del Quinto Portal estaba construido de
mármol blanco, y era bajo y macizo, y el parapeto era un enrejado de plata
entre cinco grandes globos de mármol; y había allí muchos arqueros vestidos de
blanco. La puerta tenía la forma de tres arcos de círculo, y estaba hecha de
plata y de perlas de Nevrast a semejanza de la luna; pero sobre el Portal, en
medio del globo, se levantaba la imagen del Árbol Blanco de Telperion, de plata
y malaquita, con flores hechas con las grandes perlas de Balar. Y más allá del
Portal, en un amplio patio pavimentado de mármol verde y blanco, había arqueros
con malla de plata y yelmos de cresta blanca, un centenar de ellos a cada lado.
Entonces Elemmakil condujo a Tuor y a Voronwë a través de las filas silenciosas
y entraron en un largo camino blanco que llevaba derecho al Sexto Portal; y
mientras avanzaban, las veredas de hierba a la vera del camino se hacían más
anchas, y entre las blancas estrellas de uilos,
se abrían muchas flores menudas, como ojos de oro.
Así llegaron al Portal Dorado, el último de
los antiguos portales de Turgon construidos antes de la Nirnaeth; y era muy
semejante al Portal de Plata, salvo que el muro estaba hecho de mármol amarillo
y los globos y el parapeto eran de oro rojo; y había seis globos, y en medio,
sobre una pirámide dorada, se levantaba la imagen de Laurelin, el Árbol del
sol, con flores de topacio labradas en largos racimos, engarzados en cadenas de
oro. Y el Portal mismo estaba adornado con discos de oro de múltiples rayos, a
semejanza del sol, engarzados en medio de figuras de granate y topacio y
diamantes amarillos. En el patio del otro lado había trescientos arqueros con
largos arcos, y las cotas de malla eran doradas, y unas largas plumas doradas
les coronaban los yelmos; y los grandes escudos redondos eran rojos como llamas
de fuego.
Ahora el sol bañaba el camino que tenían por
delante, porque los muros de las colinas eran bajos a cada lado, y verdes,
salvo por la nieve que cubría las cimas; y Elemmakil avanzó de prisa porque se
acercaban al Séptimo Portal, llamado el Grande, el Portal de Acero que
Maeglin labró después de volver de la Nirnaeth, a través de la amplia entrada
al Orfalch Echor.
No había allí ningún muro, pero a cada lado se
levantaban dos torres redondas de gran altura, con múltiples ventanas
escalonadas en siete plantas que culminaban en una torrecilla de acero
brillante, y entre las torres había un poderoso cerco de acero que no se
oxidaba, y resplandecía frío y pulido. Había siete grandes columnas de acero,
con la altura y la circunferencia de fuertes árboles jóvenes, pero terminadas
en una punta cruel afilada como una aguja; y entre las columnas había siete
travesaños de acero, y en cada espacio siete veces siete varas de acero
verticales, terminadas como anchas puntas de lanza. Pero en el centro, sobre
la columna central y la más grande, se levantaba una poderosa imagen del yelmo
real de Turgon: la corona del reino escondido, toda engarzada de diamantes.
No veía Tuor puerta ni portal en este poderoso
seto de acero, pero al acercarse a través de los espacios entre las barras, le
pareció que una luz deslumbrante venía hacia él, y tuvo que escudarse los ojos
y detenerse inmóvil de miedo y maravilla. Pero Elemmakil avanzó y ninguna
puerta se abrió; pero golpeó una barra y el cerco resonó como un arpa de
múltiples cuerdas que emitió unas claras notas armónicas que fueron
repitiéndose de torre en torre.
En seguida surgieron jinetes de las torres,
pero delante de los de la torre septentrional venía uno montado en un caballo
blanco; y desmontó y avanzó hacia ellos. Y alto y noble como era Elemmakil, más
alto y más señorial todavía era Ecthelion, señor de las Fuentes, por ese tiempo
guardián de la Gran Puerta. Vestía todo de plata, y sobre el yelmo
resplandeciente llevaba una punta de acero terminado en un diamante; y cuando el
escudero le tomó el escudo, éste brilló como cubierto de gotas de lluvia, que
eran en verdad un millar de tachones de cristal.
Elemmakil lo saludó y dijo: —He traído aquí a
Voronwë Aranwion, que vuelve de Balar; y he aquí el extranjero que él ha
conducido y que demanda ver al rey.
Entonces Ecthelion se volvió hacia Tuor, pero
éste se envolvió en su capa y guardó silencio frente a él; y le pareció a
Voronwë que una neblina cubría a Tuor y que había crecido en estatura, de modo
que el extremo de la capucha sobrepasaba el yelmo del señor élfico, como si
fuera la cresta gris de una ola marina que se precipita a tierra. Pero
Ecthelion posó su brillante mirada sobre Tuor y al cabo de un silencio habló
gravemente diciendo: —Has llegado hasta el Último Portal. Entérate pues que
ningún extranjero que lo atraviese volverá a salir otra vez, salvo por la
puerta de la muerte.
—¡No pronuncies augurios ominosos! Si el
mensajero del Señor de las Aguas pasa por esa puerta, todos los que aquí moran
han de ir tras él. Señor de las Fuentes: ¡no estorbes al mensajero del Señor de
las Aguas!
Entonces Voronwë y todos los que estaban cerca
volvieron a mirar a Tuor con asombro, maravillados de sus palabras y su voz. Y
a Voronwë le pareció como si oyera una gran voz, pero como de alguien que clama
desde lejos. Pero Tuor tuvo la impresión de que se oía a sí mismo como si otro
hablara por su boca.
Por un tiempo Ecthelion se mantuvo en silencio
mirando a Tuor, y poco a poco un temor reverente le asomó a la cara, como si en
la sombra gris de la capa de Tuor viera visiones distantes. Luego se inclinó
ante él y fue hacia el cerco y puso sus manos sobre él, y las puertas se
abrieron hacia adentro a ambos lados de la columna de la corona. Entonces Tuor
pasó entre ellas, y llegando a un elevado prado que daba sobre el valle,
contempló Gondolin en medio de la nieve blanca. Y tan maravillado quedó que
durante largo rato no pudo mirar nada más; porque tenía ante él por fin la
visión de su deseo, nacido de sueños de nostalgia.
Así se mantuvo erguido sin pronunciar palabra.
Silenciosas a ambos lados formaban las huestes del ejército de Gondolin; todas
las siete clases de las Siete Puertas estaban representadas en él; pero los capitanes
jineteaban caballos blancos y grises. Entonces, mientras miraban a Tuor
asombrados, a éste se le cayó la capa, y apareció ante ellos vestido con la
poderosa librea de Nevrast. Y muchos había allí que habían visto al mismo
Turgon poner esos adornos sobre la pared, detrás del alto asiento de Vinyamar.
Entonces Ecthelion dijo por fin: —Ya no hace
falta otra prueba; y aún el nombre que reivindica, como hijo de Huor, importa
menos que esta clara verdad: es el mismo Ulmo quien lo envía.
LA CAÍDA DE GONDOLIN VERSIÓN ENTÉCINA[6]
Por orden de Ecthelion, las trompetas sonaron en las
torres de la Gran Puerta, y las colinas devolvieron el eco; y lejano, pero
claro, llegó el sonido de otras trompetas, que respondían desde los muros
blancos de la ciudad, arrebolados con el alba que se extendía por la llanura.
Entonces Elemmakil habló así a Tuor:
—Alegraos de haberla encontrado, porque ante vosotros
se alza la Ciudad de los Siete Nombres, donde todos los que luchan contra
Morgoth pueden encontrar consuelo.
Entonces Tuor preguntó:
—¿Cuáles son esos nombres?
—Se dice y se canta:
«Me llaman
Gondobar y Gondolindrimbar, la Ciudad de Piedra y la Ciudad de los que Habitan
entre Piedras; Gonlin, la Piedra Cantante, y Minas Tirith me llaman, la Torre
de la Vigilancia; Garthúrian o el Lugar Secreto, porque estoy oculta a los ojos
de Morgoth; pero los que más me aman me llaman Loth, porque soy como una flor,
como Lothladen, el Lirio que Florece en el Valle».
Pero comúnmente la llamamos más que nada Gondolin,
la Piedra Escondida.
Entonces dijo Voronwë:
—Condúcenos allí, porque estamos ansiosos por entrar a
ella.
Y Tuor también dijo que su corazón anhelaba recorrer
los senderos de esa hermosa ciudad. Entonces Elemmakil les dijo que ellos
debían quedarse allí, porque aún faltaban muchos días de la luna en que debían
montar guardia, pero que Voronwë y Tuor podía seguir rumbo a Gondolin; y,
además, a partir de allí no necesitarían que nadie los guiara, porque:
—¡Mirad! Podéis verla fácilmente y con claridad, y sus
torres apuntan hacia el cielo sobre la colina de la Defensa que hay en el centro
del valle.
Entonces Tuor y su compañero atravesaron el valle, que
era una planicie maravillosa, interrumpida aquí y allá por enormes piedras
redondas y lisas en medio de la hierba o junto a pozas de fondo pedregoso. A
medio camino se refrescaron en la fuente de Tinúviel, Eithel Nínui, las más
curativas de las aguas hasta que las secó la llama. Dicen las canciones que
cuando Beren y Lúthien sobrevolaron Tumladen transportados por las águilas, las
lágrimas de ella cayeron desde lo alto como gotas de lluvia de plata en la
llanura, y que allí nació aquella fuente.
Muchos bellos senderos cruzan esa planicie y al cabo
de un día de fácil marcha llegaron a los pies de la colina de la Defensa,
llamada Amon Gwareth en la lengua de los Sindar. Entonces comenzaron a subir
las sinuosas escaleras que conducían a la entrada de la ciudad; y nadie podía
llegar a la ciudad sino a pie y observado desde las murallas. Cuando los
últimos rayos del sol cubrían de reflejos dorados el portal del oeste, llegaron
a lo alto de la larga escalera y muchos ojos los observaban desde las almenas y
las torres.
Pero Tuor contempló las murallas de piedra y las altas
torres que se elevaban sobre los pináculos resplandecientes de la ciudad, y
contempló las escaleras de piedra y mármol, orilladas por esbeltas balaustradas
y que recibían el frescor de los hilos de agua de las cascadas que bajaban
hacia el valle desde las fuentes del Amon Gwareth. Caminaba como en un sueño
enviado por los Valar, porque no creía que los hombres pudiesen contemplar cosas
como ésas en las visiones de sus sueños, tal era su asombro ante la gloria de
Gondolin.
Así llegaron ante las puertas, Tuor maravillado y Voronwë
lleno de júbilo porque al actuar con tanta osadía había llevado a Tuor hasta
allí, obedeciendo el pedido de Ulmo, y había logrado liberarse de sus deseos de
permanecer junto al mar y no volver junto a su pueblo.
De súbito, un grupo atravesó las puertas de Gondolin y
una multitud maravillada los rodeó, feliz de que un elfo hubiese retornado del
mar, y todos se asombraron ante la estatura y las enjutas piernas de Tuor y
ante sus relucientes armas y ante su hermosa arpa. Su aspecto era tosco y
llevaba los cabellos desgreñados, pero iba cubierto con el yelmo y la cota de
Nevrast. Se ha escrito que en ese entonces los padres de los padres de los hombres
no eran tan altos como los hombres de hoy en día y que los hijos de Eldamar
eran de mayor tamaño, pero aun así Tuor era más alto que todos los que allí
había. En realidad, los gondolindrim no tenían la espalda curvada como llegaron
a tenerla muchos desdichados de su mismo linaje que cavaban y martillaban sin
descanso para Morgoth, sino que eran pequeños y delgados y muy ágiles. Eran
veloces y de aspecto muy agradable; tenían una boca hermosa y triste, y en el
fondo de sus ojos alegres se agitaban las lágrimas, porque en esos tiempos los noldor
llevaban el exilio en el corazón y vivían obsesionados por una constante
añoranza por su hogar de antaño.
He aquí que los guardias armados de la entrada
obligaron a apartarse a la multitud que se había reunido en torno a los
viajeros y uno de ellos dijo:
—Ésta es una ciudad que está constantemente alerta y
vigilante, Gondolin, la que se eleva en el Amon Gwareth, donde todos los que
tienen un corazón leal pueden vivir en libertad, pero aquí no puede entrar
nadie sin que se sepa quién es. Decidme vuestros nombres.
Pero Voronwë explicó que era del linaje de los Noldor,
y que había vuelto allí por orden de Ulmo, como guía de ese hijo de los
Hombres; y Tuor dijo:
—Soy Tuor, hijo de Huor, de la casa del Cisne de los
hijos de los elfos del norte que vivían lejos de este lugar liderados por
Annael, y he llegado hasta aquí por mandato de Ulmo, el de los Océanos
Exteriores.
Entonces todos los que escuchaban se quedaron en
silencio, y su voz profunda y vibrante los tenía cautivados, porque sus voces
eran delicadas como el sonido de las fuentes. En ese momento todos empezaron a
decir:
—Llevémoslo ante el rey.
LA HISTORIA DE LA TIERRA MEDIA II: EL LIBRO DE LOS CUENTOS PERDIDOS II
»Entonces la multitud volvió a cruzar las puertas junto con los
viajeros, y Tuor vio que eran de hierro y muy altas y fuertes. Las calles de
Gondolin eran anchas y empedradas y orladas de mármol, y a lo largo del camino
había hermosas casas y plazoletas rodeadas de flores de colores brillantes y
muchas torres de mármol blanco, delicadas y de graciosas formas y con
hermosísimas figuras grabadas, que se elevaban hasta el cielo. Había plazas
decoradas con fuentes y llenas de pájaros que cantaban en las ramas de sus
vetustos árboles, pero el más extraordinario de todos esos lugares era aquel en
que se encontraba el palacio del rey, y su torre era la más alta de la ciudad y
el agua de las fuentes que jugueteaban ante las puertas se elevaba a
veintisiete brazas en el aire y caía en una lluvia cantarina de cristal; allí
el sol resplandecía esplendorosamente durante el día y la luna lanzaba mágicos
destellos por la noche. Los pájaros que vivían allí eran blancos como la nieve
y sus cantos eran más melodiosos que el arrullo de la música.
»A cada lado de la puerta del palacio había un árbol, uno con
flores de oro y el otro con flores de plata, que jamás se marchitaban porque
eran imágenes talladas de los magníficos Árboles de Valinor que alegraban esos
lugares antes de que Melko y la Tejedora de Tinieblas los marchitaran; y los gondolindrim
los llamaban Glingol y Bansil.
»Entonces Turgon, el rey de Gondolin, que llevaba una túnica
blanca con un cinturón de oro y una pequeña corona de granates, se irguió ante
las puertas y habló desde lo alto de las blancas escaleras que conducían a
ellas: —Bienvenido, hombre de la Tierra de las Sombras. En nuestros libros
sabios se habla de tu llegada y está escrito que muchas cosas prodigiosas han
de suceder en Gondolin cuando llegues aquí.
»A continuación habló Tuor, y Ulmo dio fuerzas a su corazón y
majestuosidad a su voz: —Escuchad, oh padre de la Ciudad de Piedra, aquel que
crea melodías de tonos profundos en los abismos y que sabe lo que piensan los
elfos y los hombres me ha ordenado deciros que se acerca el día de la
Liberación. Han llegado a oídos de Ulmo rumores sobre vuestra morada y vuestra
colina de alerta contra las maldades de Melko y eso lo alegra; pero hay ira en
su corazón, y los corazones de los valar que están en las montañas de Valinor y
observan el mundo desde la cima del Taniquetil se sienten airados ante el dolor
del cautiverio de los noldor y el deambular de los hombres; porque Melko los
tiene cercados en la Tierra de las Sombras, allende las colinas de Hierro. Por
tanto, me han traído hasta aquí por senderos secretos para deciros que contéis
vuestras huestes y os preparéis para la batalla, porque ha llegado el momento
de luchar.
»Entonces dijo Turgon: —No lo haré, aunque me lo ordenen Ulmo y
todos los valar. No haré que mi pueblo se aventure contra el terror de los
orcos ni expondré mi ciudad al fuego de Melko.
»Entonces dijo Tuor: —Si no os mostráis temerario los orcos
vivirán eternamente y terminarán conquistando la mayoría de las montañas de la
Tierra, y no dejarán de hostigar a los elfos y a los hombres, aunque los valar
procuren liberar por otros medios a los noldor; pero si confiáis en los valar,
aunque el enfrentamiento sea terrible los orcos serán destruidos y el poder de
Melko quedará reducido a muy poca cosa.
»Pero Turgon le respondió que era el rey de Gondolin y que ningún
mandato lo obligaría a poner en peligro contra su voluntad las valiosas
conquistas logradas a lo largo de tanto tiempo; pero Tuor, obedeciendo el
mandato de Ulmo, que temía que Turgon se resistiera, le dijo: —Entonces me han
ordenado deciros que algunos hombres de los gondolindrim se dirijan rápidamente
y en secreto hacia el mar por el río Sirion, y que allí construyan
embarcaciones y partan en busca de Valinor; ya se han olvidado los senderos que
conducen allí y los caminos se han borrado de la faz de la Tierra y el lugar
está rodeado de mares y montañas, pero aún viven allí los elfos en la colina de
Kôr y los dioses moran en Valinor, aunque el dolor y el temor que despierta
Melko opacan su alegría y mantienen oculta su tierra y entretejen sortilegios
impenetrables alrededor de ella para que el mal no llegue a sus costas. Pero
aun así vuestros mensajeros pueden llegar allí y convencerlos de que se alcen
iracundos y aniquilen a Melko y destruyan los infiernos de hierro que ha creado
tras las montañas de la Oscuridad.
»Entonces dijo Turgon: —Cada año al final del invierno algunos
mensajeros se dirigen veloces y furtivamente por el río que llaman Sirion hacia
las costas del Gran Mar, donde construyen embarcaciones que avanzan arrastradas
por cisnes y gaviotas o empujadas por las poderosas alas del viento, y en ellas
han ido en busca de Valinor, más allá del sol y de la luna; pero los senderos
que conducen allí han sido olvidados y los caminos se han borrado de la faz de
la Tierra y el lugar está rodeado de mares y montañas, y poco les importa a
quienes viven felices allí el terror que inspira Melko o las penurias del
mundo, y mantienen oculta su tierra y entretejen sortilegios impenetrables alrededor
de ella, de modo que ninguna nueva de los males que ocurren llegue jamás a sus
oídos. No, muchos de los míos se han marchado por innumerables años rumbo a las
extensas aguas para no regresar jamás, porque han perecido en las profundidades
o vagan extraviados entre sombras sin senderos; y cuando llegue el próximo año
ninguno volverá a marcharse rumbo al mar, sino que confiaremos en nosotros y en
nuestra ciudad para protegernos de Melko; y en esta empresa escasa ayuda nos
dieron antaño los valar.
»Entonces el corazón de Tuor se sintió abrumado y Voronwë se echó
a llorar; y Tuor se sentó junto a la gran fuente del rey y el sonido de sus
aguas le recordó la melodía de las olas, y las conchas de Ulmo turbaron su
corazón y sintió deseos de regresar al mar bajando por las aguas del Sirion.
Pero Turgon sabía que, pese a ser un mortal, Tuor contaba con la estima de los
valar y, advirtiendo su enérgica mirada y su potente voz, lo mandó amar y le
pidió que se quedara en Gondolin gozando de su favor e incluso que viviera en
el palacio si así lo deseaba.
»Entonces Tuor aceptó, porque estaba agotado y ése era un bello
lugar; y así comenzó la estancia de Tuor en Gondolin. Los cuentos no narran
todas sus hazañas entre los gondolindrim, pero se dice que muchas veces, cuando
lo agobiaba la cercanía de las gentes y soñaba con bosques solitarios y páramos
u oía a lo lejos las melodías marinas de Ulmo, se habría marchado de allí si el
amor que sentía por una mujer de los gondolindrim no hubiese colmado su
corazón, y ella era hija del rey.(…)
XIV.LA VUELTA DE TÚRIN A DOR-LÓMIN
LOS HIJOS DE HÚRIN
Por fin, fatigado por la prisa y el largo camino (porque durante más de
cuarenta leguas [193 kilómetros] había viajado sin descanso),
Túrin llegó junto con los primeros hielos del invierno a los estanques de
Ivrin, donde antes había conseguido curarse. Pero no eran ahora más que lodo
congelado, y ya no le fue posible beber allí.
Llegó luego a los pasos por los que se accedía a Dor-lómin; y la nieve
venía amarga desde el norte, y los caminos eran fríos y peligrosos. Aunque
habían transcurrido veintitrés años desde que había pisado esa senda, la tenía
grabada en el corazón, tanto había sido el dolor de cada paso que lo separaba
de Morwen. Así, por fin, volvió a la tierra de su infancia. Estaba lóbrega y
vacía; y la gente era allí escasa e intratable, y hablaba el lenguaje áspero de
los hombres del este, y la vieja lengua se había convertido en la lengua de los
siervos o de los enemigos. Por tanto Túrin avanzó cauteloso, embozado y en
silencio, y llegó por fin a la casa que buscaba. Se alzaba vacía y oscura, y
nada viviente había cerca; porque Morwen había partido, y Brodda, el Intruso
(él que había desposado por la fuerza a Aerin, pariente de Húrin), había
saqueado la casa y se había llevado bienes y sirvientes. La casa de Brodda era
la que quedaba más cerca de la vieja casa de Húrin, y hacia allí se encaminó
Túrin, agotado por el viaje y la pena, para pedir albergue; y le fue concedido,
porque Aerin todavía conservaba allí algunas de las bondadosas prácticas de
antaño. Se le dio un asiento junto al fuego entre los sirvientes y unos pocos
vagabundos casi tan tristes y cansados como él; y pidió noticias de la tierra.
Entonces los allí reunidos guardaron silencio, y algunos se alejaron y
miraron con desconfianza al forastero. Pero un viejo vagabundo con una muleta
dijo: —Si por fuerza tienes que hablar en la vieja lengua, hazlo más despacio y
no pidas noticias. ¿Quieres que te azoten por bribón o te cuelguen por espía?
Porque bien puede que seas alguna de las dos cosas por tu aspecto. Lo que
quiere decir—y acercándose le habló al oído a Túrin—una de las buenas gentes de
antaño que vino con Hador en los días dorados, antes que las cabezas tuvieran
pelo de lobo. Algunos aquí son de esa especie, aunque convertidos en esclavos y
mendigos, y si no fuera por la señora Aerin no estarían junto a este fuego ni
recibirían este caldo. ¿De dónde eres y que nuevas traes?
—Hubo una señora llamada Morwen—contestó Túrin—, y hace mucho tiempo
viví en su casa. Allí fui, después de haber viajado muy lejos, en busca de
bienvenida, pero no hubo gente ni fuego que me recibieran.
—Ni los ha habido durante todo este largo año y todavía más—respondió
el viejo. —Aunque ya desde la guerra mortal no abundaron en esa casa la gente y
el fuego. Porque ella era de la gente de antaño; como sin duda sabes, la viuda
de nuestro señor, Húrin, hijo de Galdor. No obstante, no se atrevieron a
tocarla, porque le tenían miedo; orgullosa y bella como una reina antes que el
dolor la marcara. Bruja la llamaban, y la evitaban. Bruja: no significa sino «amiga de los elfos» en la nueva lengua. Sin embargo, la despojaron de todo. A menudo ella
y su hija habrían pasado hambre si no hubiera sido por la señora Aerin. Las
ayudaba en secreto, se dice, y por eso el palurdo Brodda, su marido por
necesidad, la golpeaba a menudo.
—¿Y todo este largo año y más?—preguntó Túrin—. ¿Están muertas o han
sido convertidas en esclavas? ¿O han sido atacadas por los orcos?
—No se sabe de cierto—dijo el viejo—. Pero se ha ido con su hija; y
este tal Brodda ha saqueado la casa y se ha apoderado del resto de los bienes.
Ni un perro queda siquiera, y los hombres que quedaban fueron convertidos en
esclavos; salvo algunos que se han vuelto mendigos, como yo. Yo, Sador el Cojo,
la serví muchos años, y al gran amo antes: un hacha maldita intervino en los
bosques hace ya mucho tiempo; de no haber sido así yacería ahora en el Gran
Túmulo. Bien recuerdo el día en que el hijo de Húrin fue enviado lejos, y cómo
lloraba; y ella, después que el niño se hubo marchado. Fue al reino escondido,
según dijeron.
De pronto el viejo calló y miró a Túrin con aire dubitativo. —Soy viejo
y un charlatán—dijo—. ¡No me hagas caso! Pero es agradable hablar la vieja
lengua con alguien que la habla tan bien como en tiempos pasados; son duros
estos días y es necesario tener cautela. No todos los que hablan la noble
lengua tienen noble el corazón.
—En verdad—dijo Túrin—. Mi corazón está lóbrego. Pero si temes que sea
un espía del norte o del este, tienes ahora menos sabiduría que la que tuviste
hace mucho, ¡Sador Labadal!
El viejo lo miró boquiabierto; luego, temblando, habló: —¡Ven afuera!
Hace más frío, pero hay menos peligro. Tú hablas muy alto y yo demasiado para
estar en casa de un hombre del este.
Cuando los dos hubieron salido al patio, aferró la capa de Túrin. —Hace
mucho viviste en esa casa dices. Señor Túrin, hijo de Húrin, ¿por qué has
regresado? Mis ojos se han abierto, y mis oídos, por fin; tienes la voz de tu
padre. Pero sólo el joven Túrin me dio siempre ese nombre: Labadal. No lo hacía con malicia: éramos amigos felices en esos días. ¿Qué
busca él aquí ahora? Pocos somos los que quedamos; y somos viejos e inermes.
Más felices son los que yacen en el Gran Túmulo.
—No he venido aquí con pensamientos de batalla—dijo Túrin—, aunque tus
palabras los hayan despertado ahora, Labadal. Pero es necesario esperar. Vine
en busca de la señora Morwen y de Niënor. ¿Qué puedes decirme, y de prisa?
—Poco, señor—dijo Sador—. Partieron en secreto. Se rumoreaba entre
nosotros que el señor Túrin las había llamado; porque no dudábamos por entonces
de que se hubiera vuelto grande, un rey o un señor en algún país del sur. Pero
parece que no es así.
—No es así—respondió Túrin—. Un señor fui en un país del sur, aunque
ahora soy un vagabundo. Pero yo no las llamé.
—Entonces no sé qué puedo decirte—replicó Sador—. Pero seguramente la señora
Aerin lo sabrá, no tengo ninguna duda. Ella conocía todos los designios de tu
madre.
—¿Cómo puedo llegar a ella?
—Eso no lo sé. Le costaría gran pena si se la sorprendiera susurrando a
la puerta con un desdichado vagabundo del pueblo derrotado, si fuera posible
hacerlo llegar un mensaje. Y un mendigo como tú no podrá acercarse mucho por la
sala hasta la mesa encumbrada antes que los hombres del este lo atrapen y lo
echen a golpes o algo todavía peor.
Entonces Túrin gritó encolerizado: —¿No puedo yo andar por la sala de
Brodda sin que me golpeen? ¡Ven y lo verás!
Entró entonces en la sala, echó hacia atrás el capuchón, y arrojando a
un lado todo lo que encontró al paso avanzó a grandes zancadas hacia la mesa a
la que estaban sentados el amo de la casa y su esposa y otros señores del este.
En seguida algunos acudieron para atraparlo, pero él los arrojó al suelo y
gritó: —¿Nadie gobierna esta casa o es un habitáculo de orcos? ¿Dónde está el
amo?
Entonces Brodda se puso en pie iracundo: —Yo gobierno esta casa—dijo. Pero
antes de que pudiera decir más, dijo Túrin: —Entonces no has aprendido la
cortesía que había en esta tierra antes que tú llegaras. ¿Se estila ahora que
los hombres permitan que los lacayos maltraten a los parientes de sus esposas?
Eso soy, y tengo un recado para la señora Aerin. ¿Me acercaré sin trabas o lo
haré a mi manera?
—¡Acércate!—dijo Brodda y frunció el entrecejo; pero Aerin palideció.
Entonces con largos pasos Túrin se acercó a la mesa encumbrada y se
mantuvo erguido ante ella e hizo luego una reverencia. —Perdón, señora Aerin—dijo—,
que irrumpa de este modo ante vos; pero el cometido que tengo es urgente y con
él vengo de lejos. Busco a Morwen, señora de Dor-lómin, y a Niënor, su hija.
Pero la casa de Morwen está vacía y ha sido saqueada. ¿Qué podéis decirme?
—Nada—dijo Aerin con gran temor, porque Brodda la vigilaba de cerca—.
Nada, salvo que se ha ido.
—Eso no lo creo—dijo Túrin.
Entonces Brodda se adelantó de un salto, y una ira de embriaguez le
enrojecía la cara. —¡Basta!—gritó—. ¿He de oír cómo contradice a mi esposa un
mendigo que habla una lengua de siervos? No existe una señora de Dor-lómin. En
cuanto a Morwen, era del pueblo de los esclavos, y huyó como una esclava. ¡Haz
tú lo mismo y en seguida, o te haré colgar de un árbol!
Entonces Túrin saltó sobre él y desenvainó la espada negra, y tomó a
Brodda por los cabellos y le echó la cabeza hacia atrás. —¡Que nadie se mueva—dijo—o
esta cabeza abandonará sus hombros! Señora Aerin, os pediría perdón una vez más
si no pensara que este patán no os ha hecho nada más que daño. Pero ¡hablad
ahora y no me lo neguéis! ¿No soy acaso Túrin, señor de Dor-lómin? ¿No tengo
mando sobre vos?
—Lo tenéis—respondió ella.
—¿Quién ha saqueado la casa de Morwen?
—Brodda.
—¿Cuándo partió ella y hacia dónde?
—Hace un año y tres meses—dijo Aerin—. El amo Brodda y otros venidos
del este la oprimían con crueldad. Hace mucho había sido invitada al reino
escondido, y allí fue por fin. Porque por un tiempo las tierras intermedias
quedaron libres de mal, gracias a las proezas de la Espada Negra en el sur del
país según se dice; pero eso ahora ha acabado. Esperaba encontrar allí a su
hijo, aguardándola. Pero si vos sois él, me temo que todo ha salido torcido.
Entonces Túrin rio con amargura. —¿Torcido, torcido?—gritó—. Sí,
siempre torcido: ¡encorvado como Morgoth!—Y repentinamente una cólera negra lo
sacudió; y se le abrieron los ojos, y las últimas hebras del hechizo de
Glaurung se rompieron al fin, y conoció las mentiras con que había sido
engañado. —¿He sido embaucado para que viniera aquí a morir con deshonra en
lugar de terminar con valentía ante las puertas de Nargothrond?—Y le pareció
oír los gritos de Finduilas en la noche de más allá de la sala.
—¡No seré yo quien muera primero aquí!—exclamó. Y sujetó a Brodda, y
con la fuerza de una gran angustia y una ira terrible, lo levantó en alto y lo
sacudió como si fuera un perro. —¿Morwen del pueblo de esclavos, has dicho?
¡Tú, hijo de la vileza, ladrón, esclavo de esclavos!—Entonces arrojó a Brodda
de cabeza por sobre su propia mesa, a la cara de un hombre del este que se
levantaba para atacarlo. En esa caída el cuello de Brodda se quebró; y Túrin
saltó detrás de él y mató a tres más que habían retrocedido, porque no tenían armas.
Hubo un tumulto en la sala. Los hombres del este sentados a la mesa habrían
atacado a Túrin, pero había allí muchos otros, del viejo pueblo de Dor-lómin:
durante mucho tiempo habían sido sirvientes domesticados, pero ahora se ponían
de pie con gritos de rebeldía. No tardó en estallar una gran pelea en la sala,
y aunque los esclavos sólo disponían de cuchillos de mesa y otras cosas
semejantes contra las dagas y las espadas, muchos de ambos bandos murieron en
seguida, antes que Túrin saltara entre ellos y matara al último de los hombres
del este que quedaba en la sala.
Entonces descansó, apoyándose contra una columna y el fuego de la
cólera quedó en cenizas. Pero el viejo Sador se arrastró hacia él y lo asió por
las rodillas, porque estaba herido de muerte. —Tres veces siete años y más
todavía fue mucho tiempo a la espera de esta hora—dijo—. ¡Pero ahora vete,
vete, señor! Vete y no vuelvas, si no traes contigo fuerzas poderosas.
Levantarán la tierra contra ti. Muchos han huido de la sala. Vete o tendrás aquí
tu fin. ¡Adiós!—Y Sador resbaló al suelo y murió.
—Habla con la verdad de la muerte—dijo Aerin—. Os enterasteis de lo que
queríais. ¡Ahora, marchaos, de prisa! Pero id primero ante Morwen y consoladla;
de lo contrario, me será difícil perdonaros toda la tempestad que habéis
levantado aquí. Porque, aunque mala era mi vida, me habéis traído la muerte con
vuestra violencia. Los hombres del este se vengarán esta noche en todos los que
estaban aquí. Precipitadas son vuestras acciones, hijo de Húrin, como si
fuerais todavía el niño que conocí en otro tiempo.
—Y débil corazón es el vuestro, Aerin, hija de Indor, como lo era
cuando os llamaba tía, y un perro alborotador os asustó—dijo Túrin—. Fuisteis
hecha para un mundo más dulce. Pero ¡venid! Os llevaré a Morwen.
—La nieve cubre el país, pero es más espesa todavía sobre mi cabeza—respondió
ella—. En el desierto moriría tan pronto como con los brutales hombres del este.
No podéis componer lo que habéis hecho. ¡Marchaos! Quedaros lo empeoraría todo
y Morwen os perdería sin objeto alguno. ¡Marchaos, os lo ruego!
Entonces Túrin le hizo una profunda reverencia, y se volvió, y abandonó
la sala de Brodda; y los rebeldes que aún tenían fuerzas lo siguieron. Huyeron
hacia las montañas, porque algunos de entre ellos conocían bien los caminos, y
bendijeron la nieve que caía detrás y borraba sus huellas. Así, aunque pronto
se organizó la persecución, con muchos hombres y perros y relinchos de
caballos, escaparon hacia el sur, entre las colinas. Entonces, al mirar atrás,
vieron una luz roja a lo lejos en la tierra que acababan de abandonar.
—Han pegado fuego a la sala—dijo Túrin—. ¿Con qué fin?
—¿«Han»? No, señor, «ha»: ella lo ha hecho, según creo—dijo uno de nombre Asgon—. Muchos
hombres de armas interpretan mal la paciencia y la quietud. Ella hizo mucho
bien entre nosotros pero a un alto precio. No era débil de corazón, y la
paciencia un día se acaba.
Ahora bien, algunos de los más resistentes, capaces de soportar el invierno,
se quedaron con Túrin, y lo condujeron por extraños senderos a un refugio en
las montañas, una caverna conocida de los proscritos y los vagabundos; y había
allí escondidos algunos alimentos. Esperaron dentro de la caverna hasta que
cesó la nieve, y luego le dieron comida y lo llevaron a un paso poco transitado
que conducía hacia el sur, al valle del Sirion, donde aún no había nieve. En el
camino de descenso se separaron.
—Adiós, señor de Dor-lómin—le dijo Asgon—. Pero no nos olvidéis. Ahora
seremos hombres perseguidos; y el pueblo de los lobos será más cruel por causa
de vuestra venida. Por tanto, marchaos, y no volváis si no traéis fuerzas para
liberarnos. ¡Adiós!
XV.LA LLEGADA DE TÚRIN A BRETHIL
LOS HIJOS DE HÚRIN
Entonces Túrin descendió hacia el Sirion, con la mente desgarrada.
Porque le parecía que mientras antes había tenido por delante dos amargas
opciones, ahora tenía tres, y su pueblo oprimido, al que sólo había traído más
dolor, clamaba por él. Sólo un consuelo le quedaba: que más allá de toda duda,
Morwen y Niënor, hacía ya mucho tiempo, habían llegado a Doriath, y sólo por
las proezas de la Espada Negra de Nargothrond, que había librado de peligros el
camino. Y dijo en sus pensamientos: «¿A qué sitio
mejor podría haberlas llevado si yo hubiera venido más pronto? Si el Cinturón
de Melian se rompe, entonces todo está perdido. No, es mejor así; porque por
causa de mi cólera y mis acciones precipitadas, arrojo una sombra dondequiera
que voy. —¡Que Melian las ayude! Y las dejaré en paz, sin que la sombra las
alcance por un tiempo».
Pero demasiado tarde buscó Túrin a Finduilas, rondando los bosques bajo
las crestas de Ered Wethrin, salvaje y cauteloso como una bestia; y registró
todos los caminos que conducían hacia el norte al Paso del Sirion. Demasiado
tarde. Porque todas las sendas habían sido borradas por las lluvias y las
nieves. Pero así fue que Túrin, al descender por el Teiglin, se topó con
algunos del pueblo de Haleth, que vivían en el bosque de Brethil. A causa de la
guerra eran ahora un pueblo poco numeroso, y vivían casi todos en secreto,
dentro de un vallado sobre Amon Obel, en lo profundo del bosque. Ephel Brandir se llamaba ese sitio; porque Brandir, hijo de Handir, era ahora el
señor del lugar, desde que mataran a su padre. Y Brandir no era hombre de
guerra, pues cojeaba de una pierna que se le había roto por accidente en la
infancia; y era además de ánimo gentil, y amaba más la madera que el metal, y
el conocimiento de las cosas que crecen en la tierra más que el de otra ciencia
alguna.
Pero algunos de los hombres del bosque perseguían todavía a los orcos
en los confines, y así fue que Túrin, al llegar allí, oyó el ruido de una
refriega. Se apresuró hacia él, y al acercarse cauteloso entre los árboles vio
a unos pocos hombres rodeados de orcos. Se defendían desesperadamente de
espaldas a un grupo de árboles que crecía en un claro, pero el número de orcos
era crecido, y los hombres tenían pocas esperanzas de escapar, a no ser que los
socorrieran. Por tanto, invisible entre los matorrales, Túrin hizo un gran
ruido de pisadas y desgarramiento de ramas, y gritó luego con grandes voces,
como si condujera a toda una compañía: —¡Ja! ¡Pues aquí están! ¡Seguidme todos!
¡Adelante y a matar!
Entonces muchos orcos miraron atrás, amilanados, y Túrin emergió de un
salto haciendo señas, como si otros hombres lo siguiesen, y esgrimiendo a
Gurthang, cuyos bordes chisporroteaban como llamas. Demasiado bien conocían los
orcos esa hoja, y aún antes que Túrin saltara entre ellos, muchos se
dispersaron y escaparon. Entonces los hombres del bosque corrieron al encuentro
de Túrin, y juntos persiguieron a los orcos hasta el río: pocos lo cruzaron. Por
último se detuvieron en la orilla, y Dorlas, conductor de los hombres del bosque,
dijo: —Rápido sois en la persecución, señor; pero vuestros hombres son lentos
en seguiros.
—No—dijo Túrin—, todos corremos a una como un único hombre y jamás nos
separamos.
Entonces los hombres de Brethil se echaron a reír, y dijeron: —Bien,
uno solo de esta especie vale por muchos. Tenemos una gran deuda de
agradecimiento con vos. Pero ¿quién sois y qué hacéis aquí?
—No hago sino ejercer mi oficio, que es el de matar orcos—dijo Túrin—.
Y vivo donde mi oficio me lo exige. Soy el hombre salvaje de los bosques.
—Entonces venid y vivid con nosotros—dijeron—. Porque nosotros vivimos
en los bosques y necesitamos un artesano como vos. ¡Seríais bienvenido!
Entonces Túrin los miró de manera extraña y dijo: —¿Hay, pues, quien
soporte todavía que ensombrezca sus puertas? Pero, amigos, tengo aún por
delante un penoso cometido: encontrar a Finduilas, hija de Orodreth de
Nargothrond, o, al menos, saber nuevas de ella. ¡Ay! Muchas semanas han
transcurrido desde que fue llevada desde Nargothrond, pero todavía he de ir en
su busca.
Entonces los hombres de Brethil lo miraron apiadados, y Dorlas dijo: —Ya
no la busques. Porque una hueste de orcos vino de Nargothrond hacia los cruces
del Teiglin, y nosotros estábamos advertidos desde hacía ya mucho: marchaban
lentamente a causa del número de cautivos que escoltaban. Entonces pensamos en
tener nuestra pequeña participación en la guerra, y tendimos una emboscada a
los orcos con todos los arqueros que pudimos reunir, esperando poder salvar a
algunos prisioneros. Pero, ¡ay!, no bien fueron atacados, los inmundos orcos
mataron primero a las mujeres cautivas; y a la hija de Orodreth la clavaron en
un árbol con una lanza.
Túrin quedó como herido de muerte. —¿Cómo lo sabes?—preguntó.
—Porque ella me habló antes de morir—dijo Dorlas—. Nos miró como si
buscara a uno que esperara ver, y dijo: «Mormegil.
Decid a Mormegil que Finduilas está aquí». No dijo más. Pero por causa de sus últimas palabras le dimos
sepultura donde murió. Yace en un túmulo junto al Teiglin. Fue un mes atrás.
—Llevadme allí—dijo Túrin; y lo llevaron a un montículo junto a los cruces
del Teiglin. Allí él se tendió en el suelo, y una oscuridad cayó sobre él, de
modo que los demás creyeron que había muerto. Pero Dorlas lo miró de cerca y se
volvió hacia sus hombres y dijo: —¡Demasiado tarde! Es ésta una lamentable
ocasión. Pero ¡mirad!: aquí yace el mismo Mormegil, el gran capitán de
Nargothrond. Por su espada tuvimos que haberlo conocido, como lo conocieron los
orcos. —Porque la fama de la Espada Negra del sur había viajado lejos a lo
largo y a lo ancho, aún hasta las profundidades del bosque.
Entonces lo alzaron con reverencia y lo llevaron hasta Ephel Brandir; y
Brandir salió a encontrarlos y se asombró al ver el féretro que cargaban.
Entonces, retirando el paño que lo cubría, examinó la cara de Túrin, hijo de
Húrin; y una oscura sombra le ganó el corazón. —¡Oh, crueles hombres de Haleth!—exclamó—.
¿Por qué arrebatasteis a este hombre de la muerte? Con gran trabajo trajisteis
aquí la causa final de nuestra ruina.
—Por el contrario, es el Mormegil de Nargothrond, un poderoso matador
de orcos, y nos será de gran ayuda si vive. Y si así no fuera, ¿habríamos de
dejar a un hombre caído de dolor yacer como carroña a la vera del camino?
—No, en verdad—dijo Brandir—. El destino no lo quiso así. —Y llevó a
Túrin a su casa y lo atendió con cuidado.
Pero cuando Túrin salió al fin de la oscuridad, la primavera había
vuelto; y despertó y vio el sol sobre los capullos verdes. Entonces el coraje
de la casa de Hador despertó también en él, y se levantó y dijo de corazón: —Todos
mis hechos y mis días pasados fueron oscuros y llenos de maldad. Pero un nuevo
día ha llegado. Aquí me quedaré, y renuncio a mi nombre y mi parentela; y así
me libraré quizá de mi sombra, o al menos no caerá sobre los que amo.
Por tanto, tomó un nuevo nombre, y se llamó a sí mismo Turambar, que en la lengua alta de los elfos significa Amo del
Destino; y vivió entre los hombres del
bosque y fue amado por ellos, y les pidió que olvidaran su nombre de antes, y
lo consideraran nacido en Brethil. No obstante, el cambio de nombre no pudo
cambiar del todo su temperamento, ni hacerle olvidar las penas provocadas por
los sirvientes de Morgoth; e iba a perseguir a los orcos en compañía de
aquellos que compartían sus sentimientos, aunque esto disgustaba a Brandir.
Pues esperaba proteger a su pueblo con el silencio y el secreto.
—Ya no existe el Mormegil—decía—, pero tened cuidado, no sea que el
valor de Turambar provoque la venganza contra Brethil.
Por tanto, Turambar guardó la espada negra y no la llevó más a la
batalla, y prefirió la lanza y la flecha. Pero no soportaba que los orcos
utilizaran los cruces del Teiglin o se acercaran al montículo donde yacía
Finduilas. Haudh-en-Elleth se llamaba, el montículo de la doncella elfo, y pronto los orcos
aprendieron a temer ese sitio, y lo evitaban. Y Dorlas dijo a Turambar: —Has
renunciado a tu nombre, pero eres todavía la Espada Negra; y ¿no dice el rumor
que era en verdad el hijo de Húrin de Dor-lómin, señor de la casa de Hador?
Y Turambar contestó: —Así he oído decir. Pero no lo difundas, te ruego,
si te tienes por mi amigo.
XVI.EL VIAJE DE MORWEN Y NIËNOR A NARGOTHROND
LOS HIJOS DE HÚRIN
Cuando el Fiero Invierno acabó, nuevas noticias de Nargothrond llegaron
a Doriath. Porque algunos que escaparon del saqueo y habían sobrevivido al
invierno en el descampado, llegaron por fin en busca de refugio junto con
Thingol, y los guardianes de la frontera los condujeron ante el rey. Y algunos
dijeron que todos los enemigos se habían retirado hacia el norte, y otros que
Glaurung moraba todavía en las estancias de Felagund; y algunos decían que el
Mormegil había muerto, y otros, que estaba sometido a un hechizo del dragón, y
que se encontraba allí todavía, tieso como una estatua. Pero todos declararon
que ya se sabía en Nargothrond, antes del fin, que la Espada Negra no era otro
que Túrin, hijo de Húrin de Dor-lómin.
Grandes fueron entonces el miedo y la pena de Morwen y de Niënor; y
Morwen dijo: —¡Esta duda es obra del mismo Morgoth! ¿No podemos saber la verdad
y conocer claramente lo peor que tendremos que soportar?
Ahora bien, el mismo Thingol tenía grandes deseos de saber más acerca
del hado de Nargothrond, y tenía ya en mente la intención de enviar a algunos
que fueran allí y averiguaran qué había ocurrido, pero él estaba convencido de
que Túrin había muerto, o que era imposible rescatarlo, y temía la hora en que
Morwen lo supiera con toda certeza. Por tanto, le dijo: —Este es un asunto
peligroso, señora de Dor-lómin, y requiere un tiempo de reflexión. Puede ser en
verdad obra de Morgoth, para arrastrarnos a la precipitación.
Pero Morwen, enloquecida, gritó: —¡Precipitación, señor! Si mi hijo
yerra hambriento por los bosques, si vive encadenado, si su cuerpo yace
insepulto, me precipitaría. No perdería ni una hora en ir a buscarlo.
—Señora de Dor-lómin—dijo Thingol—, ése por cierto no sería el deseo
del hijo de Húrin. Pensaría que mejor os encontráis mejor aquí que en cualquier
otro sitio: en la protección de Melian. Por consideración a Húrin y por la que
le tengo a Túrin, no permitiré que vayáis por ahí errante en estos días de
extremo peligro.
—No apartasteis a Túrin del peligro, pero a mí queréis apartarme de
Túrin—gritó Morwen—. ¡En la protección de Melian! Sí, prisionera del Cinturón.
Mucho tiempo dudé antes de entrar en él, y ahora lo deploro.
—No, puesto que así habláis, señora de Dor-lómin—dijo Thingol—, sabed
esto: el Cinturón está abierto. Libre vinisteis aquí; libre os quedaréis... o
partiréis.
Entonces Melian, que había permanecido en silencio, habló: —No te vayas
de aquí, Morwen. Una verdad dijiste: esta duda viene de Morgoth. Si te vas, te
vas por voluntad suya.
—El miedo de Morgoth no me impedirá acudir al llamado de mi raza—respondió
Morwen—. Pero si teméis por mí, señor, prestadme entonces a algunos de los
vuestros.
—Yo no mando en vos—dijo Thingol—. Pero mi gente me pertenece y mando
en ella. Los enviaré según lo crea conveniente.
Entonces Morwen ya no dijo nada y se echó a llorar; y se apartó de la
presencia del rey. Thingol tenía un peso en el corazón, porque le parecía que
el ánimo de Morwen era aciago; y le preguntó a Melian si no la retendría con su
poder.—Contra un mal que viene mucho puedo hacer—respondió ella—. Pero no
contra la partida de los que quieren marcharse. Esa parte te incumbe. Si ha de
ser retenida aquí, tendrás que hacerlo por la fuerza. No obstante, de ese modo
corres el peligro de que pierda la razón.
Entonces Morwen fue al encuentro de Niënor y le dijo: —Adiós, hija de
Húrin. Parto en busca de mi hijo, o de noticias ciertas sobre él, pues aquí
nadie hará nada, hasta que sea demasiado tarde. Aguárdame aquí por si regreso.
—Entonces Niënor, asustada y afligida, quiso retenerla, pero Morwen no
contestó, y fue a su cámara; y cuando llegó la mañana, había montado a caballo
y se había ido.
Ahora bien, Thingol había ordenado que nadie la detuviera, y que no
pareciese que estaban vigilándola. Pero tan pronto como ella se marchó, reunió
una compañía de los más audaces y hábiles de entre los guardianes de las
fronteras, y puso a Mablung al mando.
—Ahora seguidla velozmente—dijo—, pero no permitáis que ella lo note. Y
cuando llegue a las tierras salvajes, si el peligro amenaza, entonces mostraos;
y si se resiste a volver, protegedla como podáis. Pero quiero que algunos de
vosotros os adelantéis tanto como sea posible, y averigüéis lo más que esté a
vuestro alcance.
Así fue que Thingol envió a una compañía más numerosa que la que él había
previsto, y había diez jinetes entre ellos con caballos de reserva. Fueron en
pos de Morwen y ella se encaminó hacia el sur a través de Region, y así llegó a
orillas del Sirion sobre el lago del Crepúsculo; allí se detuvo, porque el Sirion
era ancho y precipitado, y ella no conocía el camino. Por tanto, los guardias
tuvieron por fuerza que mostrarse; y Morwen dijo: —¿Quiere Thingol retenerme?
¿O me envía retrasada la ayuda que me negó?
—Ambas cosas—le respondió Mablung—. ¿No queréis regresar?
—¡No!—dijo ella.
—Entonces he de ayudaros—dijo Mablung—, aunque sea en contra de mi
propia voluntad. Amplio y profundo es aquí el Sirion, y es peligroso
atravesarlo a nado, para hombres o para bestias.
—Entonces llevadme por donde lo cruzan los elfos—dijo Morwen—; de lo contrario,
lo intentaré nadando.
Por tanto, Mablung la condujo al lago del Crepúsculo. Allí, entre los
arroyos y los juncos de la orilla oriental, se guardaban unas balsas
escondidas; porque de ese modo los mensajeros iban y venían entre Thingol y la
gente de Nargothrond. Entonces esperaron un tiempo bajo el cielo estrellado, y
cruzaron por entre las blancas neblinas antes del amanecer. Y cuando el sol se
alzó rojo más allá de las montañas Azules, y un fuerte viento matinal sopló y
dispersó la neblina, los guardias llegaron a la costa occidental y abandonaron
el Cinturón de Melian. Eran altos elfos de Doriath, vestidos de gris, y una
capa les cubría la cota de malla. Morwen los observaba desde la balsa, mientras
ellos avanzaban en silencio, y entonces, de pronto, lanzó un grito, y señaló al
último de la compañía.
—¿De dónde viene él?—preguntó—. Tres veces tres vinisteis a mí. ¡Tres
veces tres y una más bajáis a tierra!
Entonces los otros se volvieron y vieron que el sol resplandecía sobre
una cabeza de oro: porque era Niënor, y el viento le había volado el capuchón.
Así se reveló que había venido siguiendo a la compañía y se había unido a ellos
en la oscuridad, antes de que cruzaran el río. Estaban consternados y ninguno
más que Morwen. —¡Vuelve, vuelve! ¡Te lo ordeno!—gritó.
—Si la esposa de Húrin puede acudir contra todo consejo a la llamada de
la sangre—dijo Niënor—, también puede hacerlo su hija. Luto me llamaste; pero no guardaré luto sola, por padre, hermano y madre. Y
de los tres sólo a ti he conocido, y por sobre todos te amo. Y nada que tú no
temas, temo yo.
En verdad, poco temor se le veía, en la cara o la actitud. Parecía alta
y fuerte, porque los de la casa de Hador eran de gran estatura, y así vestida
con el traje de los elfos no deslucía junto a los guardias, siendo sólo más
pequeña que los más altos de entre ellos.
—¿Qué pretendes?—preguntó Morwen.
—Ir donde tú vayas—dijo Niënor—. Esta decisión te ofrezco en verdad.
Llevarme de regreso y entregarme a la protección de Melian; porque no es
atinado desatender su consejo. O saber que iré a enfrentar el peligro si tú lo
haces. —Porque en verdad Niënor había ido allí, sobre todo, con la esperanza de
que por temor y amor hacia ella, su madre regresaría; y la mente de Morwen
estaba en verdad desgarrada.
—Una cosa es rechazar consejos—dijo—. otra desobedecer la orden de tu
madre. ¡Vuelve inmediatamente!
—No—dijo Niënor—. Hace ya mucho que dejé de ser una niña. Tengo
voluntad y juicio propios, aunque hasta ahora no se hayan opuesto a los tuyos.
Voy contigo. Con preferencia a Doriath, por veneración a los que la gobiernan;
pero si no, entonces al oeste. En verdad, si alguna de las dos debe ir allí,
soy yo, en la plenitud de mis fuerzas.
Entonces Morwen vio en los ojos grises de Niënor la firmeza de Húrin; y
vaciló; pero no pudo doblegar el orgullo de su hija, y no quiso parecer (aún
tras aquellas hermosas palabras) ser conducida de regreso por ella, como una
persona vieja e incapaz.
—Seguiré mi camino, como me lo había propuesto—dijo—. Ven tú también,
pero en contra de mi voluntad.
—Así sea—dijo Niënor.
Entonces Mablung dijo a su compañía: —En verdad, es por falta de tino,
no de coraje, que la gente de Húrin lleva la aflicción a los demás. Lo mismo
sucede con Túrin; sin embargo, no con sus antecesores. Pero ahora son todos
gente aciaga, y no me gusta. Más temo esta misión que el rey nos encomienda que
ir a la caza del lobo. ¿Qué hacer?
Pero Morwen, que había ido a tierra y estaba ahora cerca oyó sus
últimas palabras. —Haz lo que el rey te ordena—le dijo—. Busca noticias de
Nargothrond y de Túrin. Con ese fin estamos aquí todos juntos.
—Hay mucho que andar todavía y es peligroso—dijo Mablung—. Si habéis de
seguir adelante, ambas montaréis e iréis entre los jinetes, sin apartaros de
ellos.
Así fue que en la plenitud del día se pusieron en marcha, y abandonaron
lenta y cautelosamente la región de juncos y de sauces bajos, y llegaron a los
bosques grises que cubrían gran parte de la planicie austral antes de llegar a
Nargothrond. Todo el día se dirigieron hacia el oeste, y no vieron sino
desolación, y no oyeron nada; porque las tierras estaban en silencio, y le
parecía a Mablung que un peligro los amenazaba en aquellos parajes. Ese mismo
camino había recorrido Beren años atrás, y entonces en los bosques habían
acechado los ojos de los perseguidores; pero ahora todo el pueblo de Narog
había partido, y los orcos, según parecía, no habían llegado aún tan al sur.
Esa noche acamparon en el bosque gris sin luz ni fuego.
Los dos días siguientes continuaron avanzando, y al caer la tarde del
tercer día, después de abandonado el Sirion, llegaron al fin de la planicie, y
se acercaron a las orillas orientales del Narog. Entonces tanta fue la
intranquilidad de Mablung, que le rogó a Morwen que no siguieran adelante.
Pero ella se rio y dijo: —Ya pronto tendrás el placer de librarte de
nosotras, como es bastante probable. Pero has de soportarnos todavía un poco
más. Estamos demasiado cerca ahora para que el miedo nos haga retroceder.
Entonces Mablung gritó: —¡Aciagas sois las dos, y temerarias! No
ayudáis en la búsqueda de noticias, sino que al contrario, la entorpecéis.
¡Escuchadme ahora! Se me ordenó no reteneros por la fuerza; pero se me ordenó
también protegeros, como fuera posible. En este trance sólo una cosa puedo
hacer. Y os protegeré. Mañana os conduciré a Amon Ethir, la colina de los
Espías, que se encuentra cerca; y allí estaréis custodiadas, y no seguiréis avanzando,
en tanto yo mande aquí. —Ahora bien, Amon Ethir era un monte de la altura de
una colina que mucho tiempo atrás Felagund había hecho levantar con gran
esfuerzo en la planicie, delante de sus puertas, una legua [5 kilómetros] al este de Narog. Estaba sembrada de árboles, salvo en la cima, desde
donde se alcanzaba a ver el lejano horizonte, y todos los caminos que conducían
al gran puente de Nargothrond, y las tierras del entorno. A esta colina
llegaron ya avanzada la mañana, y la escalaron desde el este. Entonces, al
mirar hacia las altas Faroth, pardas y desnudas más allá del río, Mablung vio,
con la vista penetrante de los elfos, las terrazas de Nargothrond sobre la
empinada orilla occidental, y como un pequeño boquete negro en los muros formados
por las colinas, las puertas abiertas de Felagund. Pero no oyó sonido alguno y
no vio signos del enemigo ni señales del dragón, salvo del incendio del día del
saqueo, junto a las puertas. Todo yacía en silencio bajo un sol pálido.
Ahora bien, Mablung, como había dicho, ordenó a sus diez jinetes que
mantuvieran a Morwen y a Niënor en la cima de la colina, y no moverse de allí
en tanto él no regresara, a no ser que se presentara un gran peligro: y si eso
ocurría, los jinetes tenían que poner a Morwen y Niënor en medio de ellos y
huir tan de prisa como les fuera posible, hacia el este, a Doriath, enviando
por delante a uno de ellos para que llevara las nuevas y buscar ayuda.
Entonces Mablung reunió a los otros veinte, y descendieron la colina; y
luego llegando a los campos hacia el este donde los árboles eran escasos, se
dispersaron, y cada cual siguió su propio camino, atrevidos, pero cautelosos,
hacia las orillas del Narog. Mablung tomó el camino medio que se dirigía al
puente, y así llegó a su extremo más alto, y lo encontró derrumbado; y el río
profundo, que corría frenético después de las lluvias, se alejaba hacia al
norte, espumoso y rugiente entre las piedras caídas.
Pero Glaurung estaba allí echado, a la sombra del gran pasaje que
conducía al interior desde las puertas derribadas, y hacía ya mucho que había
advertido la presencia de los espías, aunque muy pocos ojos en la Tierra Media
habrían sido capaces de divisarlos. Pero la mirada de sus ojos fieros era más
aguda que la de las águilas, y superaba el largo alcance de la vista de los elfos;
y en verdad sabía también que algunos habían quedado atrás, y que esperaban
sobre la cima desnuda de Amon Ethir.
Así pues, mientras Mablung se deslizaba entre las rocas, tratando de
ver si podría cruzar el río que corría alborotado entre las piedras caídas del
puente, Glaurung avanzó de pronto con una gran bocanada de fuego, y descendió
arrastrándose a la corriente. Hubo entonces un prolongado siseo, y se
levantaron unos vastos vapores, y Mablung y los que lo seguían quedaron
envueltos en una nube y un hedor inmundo; y la mayoría huyó a tientas hacia la colina
de los Espías. Pero mientras Glaurung estaba cruzando el Narog, Mablung se hizo
a un lado y se ocultó bajo una roca, y allí se quedó; pero pensó que aún tenía
un cometido que cumplir. Sabía ahora con certeza que Glaurung moraba en
Nargothrond, pero se le había pedido también que averiguara la verdad acerca
del hijo de Húrin, si le era posible; y por tanto, con firmeza de corazón, se
proponía cruzar el río no bien Glaurung se hubiera ido, y registrar las
estancias de Felagund. Porque pensaba que todo lo que podía hacerse para la
protección de Morwen y Niënor, ya había sido hecho: seguramente habrían
advertido la aparición de Glaurung, y los jinetes debían de estar ya a toda
carrera camino de Doriath.
Glaurung, por tanto, pasó junto a Mablung como una vasta forma en la
niebla; y avanzó rápidamente, porque, aunque era un poderoso gusano, también
era ágil. Entonces Mablung vadeó tras él el Narog con gran riesgo; pero los
guardianes apostados en Amon Ethir vieron al dragón y quedaron consternados.
Inmediatamente ordenaron a Morwen y a Niënor que montaran sin discusión alguna,
y se dispusieron a huir hacia el este. Pero cuando descendieron de la colina a
la planicie, un mal viento sopló los vastos vapores sobre ellos, trayendo un
hedor que los caballos no soportaron. Cegados por la niebla, y despavoridos por
el inmundo olor del dragón, los caballos se volvieron ingobernables y se
precipitaron frenéticos de aquí para allí; y los guardianes se dispersaron y
fueron lanzados contra los árboles, y cayeron malheridos, y se buscaban en vano
unos a otros. El relincho de los caballos y los gritos de los jinetes llegaron
a oídos de Glaurung; y se sintió complacido.
Uno de los jinetes elfos, que luchaba con su caballo en la niebla, vio
pasar cerca a la señora Morwen, un espectro gris sobre un corcel enloquecido;
pero ella se desvaneció en la niebla gritando Niënor, y ya no volvieron a verla.
Pero cuando el terror ciego ganó a los jinetes, el caballo desbocado de
Niënor tropezó de pronto, y la echó por tierra. Cayó suavemente sobre la hierba
y no se lastimó; pero cuando se puso de pie, estaba sola: perdida en la neblina
sin caballo ni compañía.
No le flaqueó el corazón, y reflexionó un momento y le pareció inútil
acudir a esta llamada o aquella otra, porque los gritos la rodeaban por todas
partes, aunque cada vez más débiles. Le pareció mejor entonces buscar otra vez
la colina: allí sin duda iría Mablung antes de partir, aunque sólo fuera para
asegurarse de que ninguno de los suyos quedaba abandonado.
Por tanto, andando a la ventura, encontró la colina, que en verdad
estaba cerca; y lentamente trepó por el sendero del este. Y a medida que
trepaba, la niebla se hacía menos densa, hasta que llegó por fin hasta la cima
desnuda a pleno sol. Entonces avanzó un paso y miró hacia el oeste. Y allí,
delante de ella, se alzaba la gran cabeza de Glaurung, que había trepado al
mismo tiempo por el otro lado; y antes de darse cuenta sus ojos miraron los del
Gusano, y eran ojos terribles en los que moraba el fiero espíritu de Morgoth,
su amo.
Entonces Niënor luchó contra Glaurung, pues era de voluntad firme, pero
él dirigió sus poderes contra ella. —¿Qué buscas aquí?—preguntó.
Y obligada a responder, ella contestó: —Busco a un tal Túrin que vivió
aquí un tiempo. Pero está muerto, quizá.
—No lo sé—dijo Glaurung—. Quedó aquí para defender a las mujeres y a
los débiles; pero cuando yo llegué, él desertó y huyó. Jactancioso, aunque cobarde,
según parece. ¿Por qué buscas a alguien de esa especie?
—Mientes—dijo Niënor—. Los hijos de Húrin no son cobardes. No te
tememos.
Entonces Glaurung rio, porque así se reveló la hija de Húrin a su
malicia. —Entonces sois
tontos tú y tu hermano—dijo—. Y tu jactancia será vana. Porque ¡yo soy
Glaurung!
Entonces atrajo la mirada de ella a la suya, y la voluntad de Niënor
desmayó. Y le pareció que el sol enfermaba, y que todo se hacía opaco en torno;
y lentamente una gran oscuridad fue rodeándola, y en esa oscuridad se abría el
vacío; no supo nada, y no oyó nada, y no recordaba nada.
Largo tiempo exploró Mablung las estancias de Nargothrond, tan bien
como pudo en medio de la oscuridad y el hedor; pero no encontró allí ningún ser
viviente: nada se movía entre los huesos, y nadie respondía a sus llamadas. Por
fin, abatido por el horror del sitio, y temiendo el regreso de Glaurung, volvió
a las puertas. El sol se ponía por el occidente, y las negras sombras de las
Faroth cubrían por detrás las terrazas y el río que se precipitaba allá abajo
pero a lo lejos, junto a Amon Ethir, creyó divisar la forma maligna del dragón.
Más duro y más peligroso fue volver a cruzar el Narog de prisa y con miedo; y
apenas había alcanzado la orilla oriental, y se había ocultado arrastrándose
junto a la ribera, cuando Glaurung se acercó. Pero avanzaba lento ahora, y
sigiloso; porque había consumido sus fuegos; había prodigado un gran poder y
ahora necesitaba descansar y dormir en la oscuridad. Así, serpenteó en el agua,
y se escurrió por las puertas como una víbora de color ceniciento, enlodando el
suelo con el vientre.
Pero se volvió antes de entrar, y miró atrás hacia el este, y emitió la
risa de Morgoth, débil, pero horrible, como un eco de malicia llegado de las
negras profundidades lejanas. Y esta voz, fría y baja, le llego entonces al elfo:
—¡Ahí estás como rata de agua en la ribera, Mablung el poderoso! Mal cumples
con los cometidos de Thingol. ¡Ve de prisa ahora a la colina y verás lo que ha
sido de las que tenías a tu cargo!
En seguida Glaurung entró en la guarida, y el sol se ocultó, y la tarde
gris se enfrió sobre los campos. Pero Mablung fue de prisa a Amon Ethir; y
cuando llegó a la cima, las estrellas brillaban en el este. Contra ellas vio
una figura oscura y erguida, inmóvil como una estatua de piedra. Así estaba Niënor,
y no oyó nada de lo que él le dijo, ni le respondió. Pero cuando por fin él le
tomó la mano, se puso en movimiento, y permitió que él la condujera; y mientras
la conducía, ella caminaba, pero si la soltaba, se detenía.
Muy grandes fueron entonces el dolor y el desconcierto de Mablung; pero
no tenía otro remedio que conducir de ese modo a Niënor por el largo camino
hacia el este, sin ayuda ni compañía. Así avanzaron andando como sonámbulos por
la planicie en las sombras de la noche. Y cuando volvió la mañana, Niënor
tropezó y cayó, y quedó allí tendida inmóvil; y Mablung, desesperado, se sentó
junto a ella.
—No por nada tenía yo miedo de este cometido—dijo—. Porque será el
último para mí, según parece. Con esta desdichada hija de los hombres pereceré
en el descampado, y mi nombre será despreciado en Doriath: si alguna vez en
verdad llega alguna nueva de nuestra suerte. Todos los demás han muerto, sin
duda, y sólo ella fue perdonada, pero no por piedad.
Así fueron encontrados por tres de la compañía que habían huido del
Narog a la llegada de Glaurung. Después de mucho errar, cuando se aligeró la
niebla, habían vuelto a la colina; y encontrándola vacía, habían decidido
retomar el camino de Doriath. A Mablung le había vuelto la esperanza; y se
pusieron en marcha ahora todos juntos, hacia el norte y el este; porque no
había camino de regreso a Doriath en el sur, y desde la caída de Nargothrond,
se les había prohibido a los guardianes de la balsa que cruzaran a nadie, salvo
los que vinieran desde dentro.
Lento era el viaje, como gentes que arrastran tras ellos un niño
cansado. Pero a medida que se alejaban de Nargothrond y se acercaban a Doriath,
Niënor iba recuperando poco a poco las fuerzas, y caminaba hora tras hora,
sumisa, llevada de la mano. No obstante, sus grandes ojos no veían nada, y sus
oídos no oían ninguna palabra, y sus labios no pronunciaban ninguna palabra.
Y entonces, por fin, al cabo de muchos días, llegaron cerca de la
frontera occidental de Doriath, algo al sur del Teiglin; porque tenían
intención de cruzar los cercos de la pequeña tierra de Thingol más allá del
Sirion, y llegar así al puente protegido, cerca de la desembocadura del
Esgalduin. Allí se detuvieron un tiempo; e hicieron que Niënor se acostase
sobre un lecho de hierbas, y ella cerró los ojos como no lo había hecho hasta
entonces, y pareció que dormía. Entonces los elfos descansaron también, y la
fatiga los volvió imprudentes. Y una banda de orcos cazadores, de las que por
entonces merodeaban en esa región, tan cerca de los vallados de Doriath como
osaban hacerlo, los sorprendió desprevenidos. De pronto, en medio de la
refriega, Niënor se incorporó de un salto, como quien despierta por una alarma
en la noche, y lanzando un grito, se internó corriendo entre los árboles.
Entonces los orcos se volvieron y la persiguieron, y los elfos fueron detrás.
Pero Niënor había sufrido un extraño cambio y los superaba ahora a todos en la
carrera, precipitándose como un ciervo en la espesura, con los cabellos
llameantes al viento. Mablung y sus compañeros alcanzaron en seguida a los orcos,
y los mataron a todos, y siguieron adelante. Pero para entonces Niënor había
desaparecido como un espectro; y ni rastros de ella encontraron, aunque
estuvieron buscándola durante muchos días.
Entonces, por fin, Mablung volvió a Doriath abrumado de dolor y de
vergüenza. —Escoged a otro jefe para vuestros cazadores, señor—le dijo al rey—.
Porque yo estoy deshonrado.
Pero Melian dijo: —No es así, Mablung. Hiciste lo que pudiste, y ningún
otro de entre los servidores del rey habría hecho tanto. Pero por mala suerte
tuviste que enfrentar un poder excesivo para ti; excesivo en verdad para todos
los que ahora habitan en la Tierra Media.
—Te he enviado en busca de noticias y las has traído—dijo Thingol—. No
es tu culpa que aquellos a quienes las noticias tocan más de cerca no estén
aquí para escucharlas. Doloroso es en verdad este fin de toda la parentela de
Húrin, pero nadie podría atribuírtelo.
Porque no sólo Niënor se había internado enloquecida en los bosques;
también Morwen se había perdido. Nunca entonces ni después, ni en Doriath ni en
Dor-lómin, se sabría algo cierto de las dos. No obstante, Mablung no se dio
descanso, y con una pequeña compañía se encaminó al desierto, y durante tres
años erró por allí hasta muy lejos, desde Ered Wethrin hasta las desembocaduras
del Sirion, en busca de huellas, o noticias de las desaparecidas.
XVII.NIËNOR EN BRETHIL
LOS HIJOS DE HÚRIN
Pero Niënor había corrido por el bosque oyendo a sus espaldas gritos de
persecución; y la ropa se le desgarró, e iba librándose de ella a medida que
huía, hasta que corrió desnuda; y todo ese día siguió corriendo, como una
bestia perseguida a punto de desfallecer, y que no se atreve a detenerse a
recobrar el aliento. Pero de pronto, al atardecer, pareció que recobraba el
juicio. Se detuvo un instante, como asombrada, y en seguida, en un desmayo de
completo agotamiento, cayó sobre una profunda maleza de helechos como si un
golpe la hubiera derribado. Y allí, en medio del viejo helechal y las frescas
frondas de la primavera, yació y durmió olvidada de todo.
A la mañana despertó y se regocijó en la luz como quien por primera vez
es llamado a la vida; y todas las cosas que veía le parecían nuevas y extrañas,
y no tenían nombre. Porque detrás de ella sólo había un oscuro vacío, a través
del cual no le llegaba ningún recuerdo de lo que había sabido en todo tiempo,
ni el eco de una palabra. Sólo recordaba una sombra de miedo y por tanto era
precavida, y buscaba siempre escondites; subía a los árboles o se deslizaba
entre las malezas, rápida como una ardilla o un zorro, si algún sonido o una
sombra la asustaban; y desde allí espiaba largo rato entre las hojas antes de
partir.
Así, siguiendo por el camino por el que había corrido antes, llegó al
río Teiglin y calmó su sed: pero no encontró alimento, ni sabía cómo buscarlo,
y tenía hambre y frío. Y como los árboles del otro lado de la corriente
parecían más densos y más oscuros (como lo eran en realidad, pues se trataba
del bosque de Brethil), cruzó por fin las aguas y llegó a un montículo verde
sobre el que se dejó caer: porque estaba agotada, y le parecía que la oscuridad
que había dejado atrás estaba envolviéndola de nuevo, y que el sol se
oscurecía.
Pero en realidad era una negra tormenta que venía del sur, cargada de
relámpagos y de grandes lluvias; y Niënor estaba allí, acurrucada, aterrorizada
por los truenos, y la oscura lluvia hería su desnudez.
Ahora bien, sucedió que algunos hombres del bosque de Brethil volvían a
esa hora de una incursión contra los orcos, apresurándose por los cruces del
Teiglin hacia un albergue de las cercanías; y hubo el resplandor de un
relámpago, de modo que la Haud-en-Elleth quedó iluminada por una llamarada
blanca. Entonces Turambar, que conducía a los hombres, se sobresaltó y se
cubrió los ojos, y se echó a temblar; porque le pareció que había visto el
espectro de una doncella asesinada sobre la tumba de Finduilas.
Pero uno de los hombres corrió hacia el montículo y lo llamó: —¡Acudid,
señor! ¡Hay una joven tendida aquí, y está viva!—Y Turambar acudió y la alzó, y
el agua caía de los cabellos empapados de Niënor, pero ella cerró los ojos, y
se estremeció, y dejó de resistirse. Entonces Turambar, maravillándose de verla
así desnuda, la envolvió en su capa y la condujo a la morada de los cazadores
en los bosques. Allí encendieron un fuego y la cubrieron con mantas, y ella
abrió los ojos y los miró; y cuando su mirada se posó en Turambar, una luz le
iluminó la cara, y tendió una mano hacia él, porque le pareció que por fin
había encontrado algo que venía buscando en la oscuridad, y se sintió
consolada. Pero Turambar le tomó la mano y se sonrió y dijo: —Pues bien,
señora, ¿no nos diréis vuestro nombre y vuestra parentela y qué mal os ha
acaecido?
Entonces ella sacudió la cabeza y no dijo nada, pero se echó a llorar;
y ellos ya no la molestaron hasta que hubo comido los alimentos que pudieron
procurarle. Y cuando hubo comido, suspiró, y puso su mano otra vez en la de
Turambar; y él dijo: —Con nosotros no corréis peligro. Aquí podéis descansar
esta noche, y a la mañana os conduciremos a nuestras casas, en medio del
bosque. Pero querríamos conocer vuestro nombre, para que así quizá podamos
encontrar a vuestros padres, y llevarles noticias de vos. ¿No queréis
decírnoslo? —Pero ella tampoco respondió esta vez, y lloró.
—¡Tranquilizaos!—dijo Turambar—. Quizá la historia es demasiado triste
para contarla ahora. Pero os daré un nombre y os llamaré Níniel, Doncella de las Lágrimas. —Y al oír ese nombre ella alzó los ojos y
sacudió la cabeza, pero dijo: —Níniel. —Y esa fue la primera
palabra que pronunció después de hundirse en la oscuridad, y desde entonces ése
fue su nombre entre los hombres del bosque.
A la mañana llevaron a Níniel a Ephel Brandir, y el camino ascendía
empinado hacia Amon Obel, hasta que llegaba a un sitio en que cruzaba la
precipitada corriente del Celebros. Allí se había construido un puente de
madera, y debajo el torrente avanzaba sobre un suelo de piedras desgastadas, y
descendía espumoso varios peldaños, y más allá caía en cascada en un cuenco
rocoso; y todo el aire estaba lleno de un rocío que era como una llovizna.
Había un amplio prado en la parte superior de las cascadas, y a su alrededor
crecían unos abedules, pero desde el puente se alcanzaban a ver en el horizonte
las hondonadas del Teiglin, a unas dos millas [3.2
kilómetros] hacia el oeste. Allí el aire era
fresco, y los viajeros descansaban en verano, y bebían agua fría. Dimrost, la Escalera de las lluvias, se llamaban esas cascadas, pero después
de ese día se llamaron Nen Girith, las Aguas Estremecedoras; porque cuando Turambar y sus hombres se
detuvieron allí, Níniel tuvo frío, y se puso a temblar, y no pudieron darle
calor ni consuelo. Por tanto, emprendieron otra vez la marcha,
precipitadamente, pero antes de llegar a Ephel Brandir, Níniel tenía fiebre, y
deliraba.
Mucho tiempo yació enferma, y Brandir recurrió a toda su habilidad para
curarla, y las mujeres de los leñadores la vigilaban de noche y de día. Pero
sólo cuando Turambar estaba cerca de ella, daba muestras de paz o dormía sin
quejarse; y esto observaron todos los que la cuidaban: durante todo el tiempo
que le duro la fiebre, aunque a menudo se la veía muy perturbada, nunca murmuró
una palabra en la lengua de los elfos o la de los hombres. Y cuando lentamente
recobró la salud, y empezó a andar y comer nuevamente, las mujeres de Brethil
tuvieron que enseñarle a hablar como a un niño, palabra por palabra. Pero en
este aprendizaje era rápida, y se deleitaba en él, como quien vuelve a
encontrar grandes y pequeños tesoros que se habían perdido; y cuando hubo
aprendido bastante como para conversar con sus amigos, decía: —¿Cuál es el
nombre de esa cosa? Porque en mi oscuridad lo he perdido. —Y cuando fue capaz
de andar otra vez, buscaba la casa de Brandir; porque quería aprender en
seguida los nombres de todas las criaturas vivientes, y él sabía mucho de esos
asuntos; y solían ir juntos de paseo por los jardines y los valles.
Entonces Brandir la amó; y cuando ella se recuperó le ofrecía el brazo
para ayudarlo a caminar, pues él cojeaba, y lo llamaba hermano. Pero su corazón
estaba entregado a Turambar, y sólo sonreía cuando lo veía llegar, y sólo reía
cuando él hablaba alegremente.
Un atardecer de aquel otoño dorado estaban sentados juntos, y el sol
fulguraba sobre la ladera de la colina y las casas de Ephel Brandir, y había
una profunda quietud. Entonces Níniel le dijo: —De todas las cosas he
preguntado el nombre, salvo el tuyo. ¿Cómo te llamas?
—Turambar—respondió él.
Entonces ella hizo una pausa, como si escuchara un eco; pero dijo: —¿Y
qué significa ese nombre? ¿O es sólo tu nombre?
—Significa—dijo él—Amo de la Sombra Oscura. Porque yo también, Níniel, tuve mi oscuridad, en la que se perdieron
mis cosas queridas; pero ahora creo haberla vencido.
—¿Y también huiste de ella corriendo hasta llegar a estos hermosos
bosques?—preguntó ella—. ¿Y cuándo escapaste, Turambar?
—Sí—respondió él—, hui durante muchos años. Y escapé cuando tú
escapaste. Porque estaba oscuro cuando viniste, Níniel, pero desde entonces
hubo luz. Y me parece que lo que he buscado durante tanto tiempo, en vano, ha
venido a mí. —Y cuando regresaba a su casa en el crepúsculo, se dijo a sí mismo:
—¡Haudh-en-Elleth! Vino desde el montículo verde. ¿Es ése un signo? Y ¿cómo he
de interpretarlo?
Ahora bien, el año dorado se desvaneció al fin, y dio paso a un gentil
invierno, y luego siguió otro año brillante. Hubo paz en Brethil, y los hombres
del bosque se mantenían tranquilos, y no se alejaban, y no tenían noticias de
las tierras de alrededor. Porque en ese tiempo los orcos avanzaban hacia el
sur, hasta el oscuro reino de Glaurung, o eran enviados a espiar las fronteras
de Doriath, evitando los cruces del Teiglin, e iban hacia el oeste mucho más
allá del río.
Y ahora Níniel estaba del todo recuperada y eran muchas sus fuerzas y
su belleza; y Turambar ya no se contuvo y la pidió en matrimonio. Entonces
Níniel sintió alegría; pero cuando Brandir lo supo, se le sobrecogió el
corazón, y le dijo: —¡No te
apresures! No pienses que es falta de bondad de mi parte si te aconsejo
esperar.
—Nada de lo que haces es hecho sin bondad—dijo ella—. Pero ¿por qué
entonces me das ese consejo, sabio hermano mío?
—¿Sabio hermano?—respondió él—. Hermano cojo más bien, ni amado ni
amable. Y apenas sé por qué. No obstante, hay una sombra en ese hombre y tengo
miedo.
—Hubo una sombra—dijo Níniel—, porque él así me lo dijo. Pero escapó de
ella, al igual que yo. Y ¿no es acaso digno de amor? Y aunque ahora sea hombre
de paz, ¿no fue uno de los más grandes capitanes, de quien todos nuestros
enemigos huían al verlo?
—¿Quién te lo ha dicho?—preguntó Brandir.
—Dorlas—dijo ella—. ¿No dice la verdad?
—La dice, por cierto—dijo Brandir, pero estaba descontento, porque
Dorlas encabezaba el partido que deseaba hacer la guerra a los orcos. Y, no
obstante, buscaba todavía razones para demorar a Níniel; y dijo, por tanto: —La
verdad, pero no toda la verdad; porque fue capitán de Nargothrond, y llegó
antes del norte, y era (se dice) hijo de Húrin de Dor-lómin, de la guerrera casa
de Hador. —Y Brandir, al ver la sombra que pasó por la cara de Níniel al oír
ese nombre, la interpretó mal, y continuó: —Por cierto, Níniel, bien puedes
creer que alguien semejante no tardará en volver a la guerra, lejos de esta
tierra quizá. Y si es así, ¿lo soportarás? Ten cuidado, porque pronostico que
si Turambar va de nuevo a la batalla, no él entonces, sino la Sombra será la
vencedora.
—Mal lo soportaría—respondió ella—, pero soltera no mejor que casada. Y
una esposa, quizá, sería más capaz de retenerlo, y mantener alejada la sombra.
—No obstante, las palabras de Brandir la perturbaron, y le pidió a Turambar que
aguardara todavía un tiempo. Y él quedó asombrado y abatido; pero cuando supo
por Níniel que Brandir le había aconsejado esperar, se sintió disgustado.
Pero cuando llegó la primavera siguiente, le dijo a Níniel: —El tiempo pasa.
Hemos esperado, y ahora ya no seguiré esperando. Haz lo que tu corazón te
dicte, mi muy cara Níniel, pero ten en cuenta: ésta es la elección que tengo
por delante. Volveré ahora a hacer la guerra en el desierto; o me casaré
contigo y ya no volveré a guerrear, salvo sólo en tu defensa, si algún mal
irrumpe en nuestra casa.
Y la alegría de Níniel fue grande en verdad, y empeñó su palabra de
casamiento, y en mitad del verano se casaron; y los hombres del bosque
celebraron una gran fiesta y les dieron una hermosa casa que levantaron para
ellos en Amon Obel. Allí vivieron felices, pero Brandir se sentía perturbado, y
la sombra le pesó aún más en el corazón.
XVIII.LA LLEGADA DE GLAURUNG
LOS HIJOS DE HÚRIN
Ahora bien, el poder y la malicia de Glaurung crecieron de prisa, y se
hinchó y reunió orcos a su alrededor, y gobernó como rey dragón, y todo el
reino devastado de Nargothrond le estaba sometido. Y antes de que ese año
terminara, el tercero de la estadía de Turambar entre los hombres del bosque,
empezó a atacar aquellas tierras, que durante un tiempo habían tenido paz;
porque por cierto era bien conocido de Glaurung y de su Amo que en Brethil
habitaban todavía unos pocos hombres libres, los últimos de las tres casas que
habían desafiado el poder del norte. Y esto no lo toleraban; porque era
propósito de Morgoth someter a toda Beleriand, y registrar hasta el último de
sus rincones, de modo que no hubiera nadie que viviera en algún agujero o
escondite que no fuera su esclavo. Así, pues, poco importaba que Glaurung
adivinara dónde estaba escondido Túrin, o que (como sostienen algunos) hubiera
logrado por entonces escapar a la mirada del Mal. Porque en última instancia
los consejos de Brandir fueron vanos, y sólo dos opciones tenía Turambar por
delante: permanecer inactivo hasta que fuese encontrado y acosado como una
rata; o salir pronto a la batalla y mostrarse tal como era.
Pero cuando por primera vez llegaron a Ephel Brandir las nuevas de la
llegada de los orcos, Turambar no salió al campo de batalla e hizo caso de los
ruegos de Níniel. Porque ella dijo: —No han atacado todavía nuestras casas,
como tú mismo dijiste. Se cuenta que los orcos no son muchos. Y Dorlas me dijo
que antes que tú llegaras, esas refriegas no eran infrecuentes, y que los
hombres del bosque los mantenían a raya.
Pero los hombres del bosque fueron derrotados, porque estos orcos eran
de una raza maligna, feroces y astutos; y venían en verdad con el propósito de
invadir el bosque de Brethil, no como en ocasiones anteriores, cuando pasaban
por sus orillas con otros cometidos, o iban de cacería en grupos pequeños. Por
tanto, Dorlas y sus hombres fueron rechazados con muchas pérdidas, y los orcos
cruzaron el Teiglin y se internaron profundamente en los bosques. Y Dorlas se
presentó ante Turambar y le mostró sus heridas, y dijo: —Ved, señor, el tiempo
de la necesidad nos ha llegado, después de una falsa paz, como yo lo tenía
predicho. ¿No pedisteis ser considerado uno de nuestro pueblo y no un
forastero? ¿No es este peligro el vuestro también? Porque nuestras casas no
permanecerán ocultas si los orcos se adentran más en nuestras tierras.
Por tanto, Turambar se puso de pie y esgrimió de nuevo su espada
Gurthang, y fue a la guerra; y cuando los hombres del bosque lo supieron,
cobraron nuevos ánimos y acudieron a él, hasta que contó con la fuerza de
muchos centenares. Entonces avanzaron por los bosques y mataron a todos los orcos
que allí se agazapaban, y los colgaron de los árboles que crecían cerca de los cruces
de Teiglin. Y cuando llegó una nueva hueste de orcos, les tendieron una trampa,
y sorprendidos a la vez por el número de hombres del bosque y por el terror de
la Espada Negra, se dispersaron con desorden y fueron muertos en gran cantidad.
Entonces los hombres del bosque levantaron grandes piras y quemaron los cuerpos
de los soldados de Morgoth en montones, y el humo de la venganza se alzó negro
por el ciclo, y el viento lo arrastró hacia el oeste. Pero sólo unos pocos
sobrevivientes regresaron a Nargothrond con estas nuevas.
Entonces Glaurung se encolerizó realmente; pero por un tiempo permaneció
inmóvil, y reflexionó sobre lo que había escuchado. Así, el invierno
transcurrió en paz, y los hombres decían: —Grande es la Espada Negra de
Brethil, porque todos nuestros enemigos están derrotados. —Y Níniel se consoló
y regocijó con el renombre de Turambar; pero él continuaba encerrado en sus
propios pensamientos, y decía en su corazón: —La suerte está echada. Viene
ahora la prueba en que se dará razón a mi jactancia o fracasaré por completo.
Ya no he de huir. Turambar seré en verdad, y por mi propia voluntad y mis
proezas superaré mi destino... o caeré. Pero caído o a caballo, cuando menos
mataré a Glaurung.
No obstante, estaba intranquilo, y envió lejos a hombres osados, como
exploradores. Porque en verdad, aunque ninguna palabra había sido dicha,
ordenaba ahora las cosas a su antojo, como si él fuera el señor de Brethil, y
nadie hacía caso de Brandir.
La primavera llegó cargada de esperanzas, y los hombres cantaban en sus
faenas. Pero en esa primavera Níniel concibió, y palideció, y se marchitó, y
unas sombras apagaron su felicidad. Y no tardaron en llegar extrañas nuevas de
los hombres que habían ido más allá del Teiglin: había un gran incendio a lo
lejos en los bosques de la planicie de Nargothrond, y los hombres se preguntaban
qué podría significar.
Poco después llegaron nuevos mensajes: que los fuegos se dirigían
siempre hacia el norte, y que en verdad Glaurung era el que los hacía arder.
Porque había abandonado Nargothrond con algún propósito. Entonces los más
tontos o los más esperanzados decían: —Su ejército está destruido y ahora por
fin recobra el tino y vuelve al sitio del que salió. —Y otros decían: —Esperemos
que pase de largo junto a nosotros. —Pero Turambar no tenía esa esperanza, y
sabía que Glaurung venía a buscarlo. Por tanto, aunque ocultaba su preocupación
a Níniel, reflexionaba día y noche sobre la decisión que tendría que tomar; y
la primavera se hizo verano.
Un día, dos hombres volvieron aterrados a Ephel Brandir, porque habían
visto al mismísimo gran gusano. —En verdad, señor—dijeron a Turambar—, se
acerca ahora al Teiglin, y no se desvía. Yace en medio de un gran incendio y
los árboles echan humo alrededor. Exhala un hedor que apenas puede soportarse.
Y su paso inmundo ha desolado todas las largas leguas que recorrió desde
Nargothrond, en una línea que no se tuerce, nos parece, sino que se dirige
directamente hacia nosotros. ¿Qué hemos de hacer?
—Poco—dijo Turambar—, pero sobre ese poco he reflexionado mucho tiempo.
Las nuevas que me traéis antes son de esperanza porque si en verdad se acerca
recto, como decís, y no tuerce el camino, tengo preparado un consejo para
vuestros bravos corazones. —Los hombres quedaron intrigados, porque Turambar no
dijo nada más. Pero, en ese momento, la firmeza de su actitud animó los
corazones de todos.
Ahora bien, éste era el curso del Teiglin. Descendía desde Ered
Wethrin, rápido como el Narog, pero en un principio entre orillas bajas, hasta
que después de los cruces, fortalecido por la afluencia de otras corrientes, se
abría camino al pie de las tierras altas del bosque de Brethil. En seguida
corría entre profundas hondonadas, cuyos altos costados eran como muros de
roca; y confinadas en el fondo, las aguas se adelantaban con gran fuerza y
estruendo. Y en el camino de Glaurung se abría una de esas gargantas, de ningún
modo la más profunda, pero sí la más estrecha, al norte de la afluencia del
Celebros. Por tanto Turambar escogió a tres hombres atrevidos para que desde la
orilla vigilaran los movimientos del dragón; y él se dirigió a caballo a las altas
cataratas de Nen Girith, donde las noticias podían llegarle de prisa, y desde
donde era posible ver a gran distancia.
Pero primero reunió a los hombres del bosque en Ephel Brandir y les
habló diciendo: —Hombres de Brethil, un peligro mortal nos acecha que sólo con
gran osadía puede evitarse. Pero en este asunto el número de nada nos vale;
tenemos que recurrir a la astucia y esperar lo mejor. Si atacáramos al dragón
con todas nuestras fuerzas, como si se tratara de una banda de orcos, no
haríamos más que entregarnos todos a la muerte, y dejar sin defensa a nuestras
esposas y nuestros hijos. Por tanto, digo que tenéis que quedaros aquí y
prepararos para la huida. Porque si Glaurung llega, abandonaréis este sitio y
os dispersaréis a lo largo y a lo ancho; y de ese modo algunos podrán escapar y
vivir. Porque por cierto, si puede, vendrá a nuestra fortaleza, y a nuestras
casas, y las destruirá, y destruirá todo lo que vea; pero no se quedará aquí.
Tiene su tesoro en Nargothrond, y allí están las profundas estancias en las que
puede yacer con seguridad, y medrar.
Entonces los hombres quedaron consternados y completamente abatidos,
pues confiaban en Turambar, y habían esperado palabras más animosas. Pero él
dijo: —Eso sólo en el peor de los casos. Y no ocurrirá si mi decisión y mi
fortuna me responden. Porque por cierto no creo que este dragón sea invencible,
aunque crezca con los años en fuerza y malicia. Sé algo de él. Su poder depende
más del mal espíritu que lo habita que de la fuerza de su cuerpo, por grande
que ésta sea. Porque, escuchad ahora esta historia que me contó uno que fue
testigo en el año de la Nirnaeth, cuando yo y la mayor parte de los que me
escuchan éramos todavía niños. En ese campo los enanos le opusieron
resistencia, y Azaghâl de Belegost lo hirió tan profundamente que el dragón escapó
de regreso a Angband. Pero ésta es una espina más aguda y más larga que el
cuchillo de Azaghâl.
Y Turambar desenvainó Gurthang y la blandió por sobre su cabeza, y les
pareció a los que miraban que una llama surgía de la mano de Turambar y se
elevaba muchos pies en el aire. Entonces todos se unieron en un grito: —¡La
Espina Negra de Brethil!
—La Espina Negra de Brethil—dijo Turambar—: bien puede temerla. Porque
sabed esto: es el destino de este dragón (y de toda su especie). Según se dice
que por dura que sea su armadura de cuerno, más todavía que el hierro, tiene
por debajo el vientre de una serpiente. Por tanto, hombres de Brethil, voy
ahora en busca del vientre de Glaurung, por los medios de que pueda disponer.
¿Quiénes serán mis compañeros? Sólo necesito a unos pocos de brazo fuerte y
corazón todavía más fuerte.
Entonces Dorlas se adelantó y dijo: —Iré con vos, señor; porque siempre
prefiero salirle al encuentro al enemigo que esperarle.
Pero ningún otro respondió tan de prisa a la llamada, porque les pesaba
el temor a Glaurung, y la historia de los exploradores que lo habían visto se
había difundido y había crecido en el camino. Entonces Dorlas exclamó: —Escuchad,
hombres de Brethil, es ahora manifiesto que para el mal de los tiempos que
corren los designios de Brandir eran vanos. No hay modo de escapar escondiéndose.
¿Ninguno de vosotros ocupará el lugar del hijo de Handir para que la casa de
Haleth no quede reducida a la vergüenza?—Entonces Brandir, que estaba sentado
en el alto asiento del señor de la asamblea, pero a quien ningún caso se hacía,
fue despreciado, y sintió amargura en el corazón; porque Turambar no reprimió a
Dorlas. Pero un tal Hunthor, pariente de Brandir, se puso en pie y dijo: —Haces
mal, Dorlas, en hablar así para vergüenza de nuestro señor, cuyos miembros por
mala fortuna no pueden hacer lo que él tanto querría. ¡Cuidado, no sea que lo
contrario te ocurra a ti, venida la ocasión! Y ¿cómo puede decirse que sus
designios fueran vanos cuando nunca se siguieron? Tú, su vasallo, siempre los
tuviste en nada. Te digo que Glaurung viene a nosotros, como antes a
Nargothrond, porque nuestros hechos nos han traicionado, tal como él lo temía.
Pero como la desdicha nos ha llegado ahora, con vuestra venia, hijo de Handir,
iré yo en nombre de la casa de Haleth.
Entonces Turambar dijo: —¡Tres son bastantes! A vosotros dos llevo
conmigo. Señor, no es menosprecio. Pero hemos de acudir con gran prisa y
nuestra misión requiere miembros fuertes. Considero que vuestro lugar está con
vuestro pueblo. Porque sois sabio y sabéis curarlo; y es posible que haya gran
necesidad de sabiduría y curaciones antes de no mucho. —Pero estas palabras, aunque
dichas con cortesía, no consiguieron otra cosa que amargar a Brandir todavía más,
y dijo a Hunthor: —Ve, pues, pero no con mi venia. Porque en este hombre hay
una sombra, y te conducirá a la perdición.
Ahora bien, Turambar tenía prisa por partir; pero cuando fue a Níniel
para despedirse, ella se aferró a él con fuerza llorando desesperadamente. —¡No
te vayas, Turambar, te lo ruego!—dijo—. ¡No desafíes a la sombra de la que
huiste! ¡No, no, sigue huyendo todavía, y llévame lejos contigo!
—Níniel, mi muy amada—respondió él—, no podemos seguir huyendo, tú y
yo. Estamos confinados en esta tierra. Y aún si me fuera, abandonando al pueblo
que nos dio su amistad, sólo podría llevarte al desierto, sin protección, y eso
significaría tu muerte y la muerte de nuestro hijo. Un centenar de leguas [483 kilómetros] nos separan de cualquier tierra que esté fuera del alcance de la
Sombra. Pero, reanima tu corazón, Níniel. Porque esto te digo: ni tú ni yo
seremos muertos por el dragón, ni por ningún enemigo del norte. —Entonces
Níniel dejó de llorar y guardó silencio, pero su beso fue frío cuando se
separaron.
Entonces Turambar, junto con Dorlas y Hunthor, se puso rápidamente en
marcha hacia Nen Girith, y cuando llegaron allí, el sol ya se ponía, y se
habían alargado las sombras; y los dos últimos exploradores los aguardaban en
el sitio.
—No venís demasiado pronto, señor—dijeron—. Porque el dragón ha
llegado, y cuando nos íbamos ya había alcanzado las orillas del Teiglin, y sus
ojos miraban relumbrantes por encima del agua. Avanza de noche, y hemos de
intentar algún golpe antes de que amanezca.
Turambar miró por sobre las cascadas del Celebros y vio el sol que
llegaba a su ocaso; unas negras espirales de humo se levantaban de los bordes
del río. —No hay tiempo que perder—dijo—; no obstante, éstas son buenas
noticias. Porque mi temor era que se desviara; y si se dirigiera al norte y
llegara a los cruces, y así al viejo camino de las tierras bajas, nuestra
esperanza habría acabado. Pero alguna furia de orgullo y malicia lo impulsa a
avanzar en línea recta. —Pero mientras hablaba, se sintió intrigado y se dijo:
—¿O será quizá que aún uno tan maligno y feroz evite los cruces al igual que
los orcos? ¡Haudh-en-Elleth! ¿Todavía se interpone Finduilas a mi destino?
Entonces se volvió hacia sus compañeros y dijo: —Esta tarea tenemos
ahora por delante. Hemos de esperar un poco todavía; porque adelantarnos sería
en este caso tan malo como la excesiva tardanza. Pero llega el crepúsculo, y es
hora de descender con todo sigilo hacia el Teiglin. Pero, ¡cuidado!, porque los
oídos de Glaurung son tan agudos como su mirada, y pueden ser fatales para
nosotros. Si llegamos al río sin ser advertidos, hemos de bajar a la hondonada
y cruzar las aguas, y así llegar al camino que él tomará al ponerse en
movimiento.
—Pero ¿cómo puede avanzar de ese modo?—dijo Dorlas—. Ágil, quizá lo
sea, pero es también un gran dragón, y ¿cómo ha de descender por un acantilado
y ascender del otro lado, cuando una parte tendrá que estar ascendiendo antes
que la otra haya descendido del todo? Y si es capaz de hacerlo, ¿de qué nos
servirá a nosotros estar abajo en las aguas torrentosas?
—Quizá pueda hacerlo—respondió Turambar—y si en verdad lo hace, será
para nuestra desdicha. Pero es mi esperanza por lo que de él sabemos, y por el
sitio en que ahora se encuentra, que su propósito sea otro. Ha llegado al borde
de Cabed-en-Aras, el abismo que un ciervo, como tú contaste, franqueó una vez
de un salto huyendo de los cazadores de Haleth. Tan grande es ahora, que creo
que intentará lo mismo. Ésa es nuestra esperanza, y hemos de confiar en ella.
El corazón de Dorlas se sobrecogió al oír estas palabras; porque
conocía mejor que nadie toda la tierra de Brethil, y Cabed-en-Aras era por
cierto un sitio lóbrego. El lado este era un acantilado escarpado de unos
cuarenta pies [12 metros], desnudo, pero coronado de árboles en la cima; del otro lado, la
orilla era algo menos escarpada y de menor altura, cubierta de árboles
colgantes y de malezas, pero entre ambas orillas el agua se precipita con furia
sobre las rocas, y aunque un hombre audaz y de pie seguro podría vadearla de
día, era peligroso intentarlo de noche. Pero ése era el designio de Turambar, y
era inútil contradecirlo.
Por tanto, se pusieron en camino en el crepúsculo, y no fueron
directamente al encuentro del dragón, y tomaron primero por el camino a los cruces;
entonces, antes de llegar hasta allí, se volvieron hacia el sur por una senda
estrecha, y penetraron en la penumbra de los bosques por sobre el Teiglin. Y
mientras se acercaban paso a paso a Cabed-en-Aras, deteniéndose a menudo para
escuchar, el olor de un incendio los alcanzó, y un hedor les hizo daño. Pero
todo estaba mortalmente silencioso, y no había un movimiento en el aire. Las
primeras estrellas brillaban en el este detrás de ellos, y unas tenues
espirales de humo ascendían derechas y sin vacilación sobre las últimas luces
del oeste.
Ahora bien, después que Turambar hubo partido, Níniel permaneció de
pie, callada como una piedra; pero Brandir se le acercó y dijo: —Níniel, no
temas lo peor hasta que sea preciso. Pero ¿no te había aconsejado esperar?
—Lo hiciste—respondió ella—. No obstante, ¿de qué me habría servido
ahora? Porque el amor puede aguardar y sufrir sin matrimonio.
—Eso lo sé—dijo Brandir—. Pero el matrimonio no es por nada.
—Llevo dos meses preñada de su hijo—dijo Níniel—. Pero no me parece que
mi temor a perderlo sea mi carga más pesada. No te entiendo.
—Tampoco yo me entiendo—dijo él—. Pero tengo miedo.
—¡Vaya el consuelo que me das!—exclamó ella—. Pero Brandir, amigo:
soltera o casada, madre doncella, el miedo que siento es insoportable. El Amo
del Destino ha ido a desafiar a su destino, lejos de aquí, y ¿cómo podría
quedarme esperando la lenta llegada de las noticias, buenas o malas? Esta
noche, quizá, se encuentre con el dragón, y ¿cómo he de pasar, de pie o
sentada, estas horas espantosas?
—No lo sé—dijo él—, pero de algún modo las horas tienen que pasar, para
ti y para las esposas de los que fueron con él.
—¡Hagan ellas lo que su corazón les dicte!—gritó Níniel—. En cuanto a
mí, partiré. No se interpondrán las leguas entre mí y el peligro de mi señor.
¡Partiré al encuentro de las noticias!
Entonces el miedo de Brandir se ennegreció al oír estas palabras, y
exclamó: —No lo harás si puedo
evitarlo. Porque así pondrás a todos en peligro. Las millas que se interponen
pueden dar tiempo a escapar, si algo malo ocurre.
—Si algo malo ocurre, no querré escapar—dijo ella—. Y ahora tu
sabiduría resulta vana, y no estorbarás mi camino. —Y se irguió ante el pueblo
que estaba todavía reunido en el sitio abierto, y gritó: —¡Hombres de Brethil!
No esperaré aquí. Si mi señor fracasa, es vana toda esperanza. Vuestros campos
y bosques serán quemados por completo, y todas vuestras casas quedarán
reducidas a cenizas, y ninguno, ninguno escapará. Por tanto, ¿para qué
demorarnos aquí? Ahora parto al encuentro de las noticias, y lo que fuere que
el destino me depare. ¡Que los que piensen igual vengan conmigo!
En seguida muchos estuvieron dispuestos a ir con ella: las esposas de
Dorlas y de Hunthor, porque aquellos a los que amaban habían partido con
Turambar; otros por piedad a Níniel y el deseo de ayudarla; y otros muchos
(temerarios e inconscientes y poco familiarizados con el mal) seducidos por la
fama del dragón, con la esperanza de ver hechos extraños y gloriosos. Porque en
verdad, tanta era la grandeza que para ellos tenía la Espada Negra, que pocos
creían que Glaurung pudiera derrotarla. Por tanto, no tardaron en ponerse en
camino, una gran compañía, e ir al encuentro de un peligro del que no sabían
nada; y avanzando sin darse mucho descanso, por fin llegaron, fatigados, a Nen Girith,
a la caída de la noche, aunque algo después de que Turambar abandonara el
sitio. Pero la noche es un frío consejero, y muchos ahora se asombraban de su
propia precipitación; y cuando se enteraron por los exploradores que allí
habían quedado que Glaurung estaba tan cerca, y el desesperado propósito de
Turambar, sus corazones desfallecieron y no se atrevieron a seguir avanzando.
Algunos miraban hacia Cabed-en-Aras con ojos ansiosos, pero nada podían ver, ni
oír, salvo las voces frías de las cascadas. Y Níniel se sentó apartada, y un
gran estremecimiento la sobrecogió.
Cuando Níniel y su compañía hubieron partido, Brandir dijo a los que
quedaban: —¡Mirad cómo se me menosprecia, y cómo se desdeñan mis pareceres! Que
sea Turambar vuestro señor, puesto que ya me ha arrebatado toda autoridad.
Porque aquí renuncio tanto a mi señorío como a mi pueblo. ¡Que en adelante
nadie me pida nunca consejo, ni que lo cure!—Y rompió el báculo. A sí mismo se
dijo: «Ahora nada me queda, salvo el amor que siento por
Níniel: por tanto, a donde vaya, con tino o locura, ahí he de ir yo. En esta
hora oscura nada puede preverse; pero quizá yo pueda evitarle algún mal, si me
encuentro cerca».
Se ciñó por tanto una corta espada, como rara vez lo había hecho antes,
y cogió su muleta, y avanzó tan de prisa como le fue posible, dejando atrás las
puertas del Ephel, y renqueando en pos de los demás por el largo sendero que
llegaba a la frontera occidental de Brethil.
XIX.LA MUERTE DE GLAURUNG
LOS HIJOS DE HÚRIN
Por fin, cuando la noche ya se cerraba sobre la tierra, Turambar y sus
compañeros llegaron a Cabed-en-Aras, y se alegraron del gran estruendo que
hacían las aguas; porque si prometía un descenso peligroso, acallaba también
todo otro ruido. Entonces Dorlas los condujo un tanto hacia el sur, y
descendieron por una hendidura hasta el pie del acantilado; pero allí el
corazón le flaqueó, porque en el río había muchas rocas y grandes piedras, y el
agua se precipitaba en desorden rechinando los dientes. —Este es un camino
seguro a la muerte—dijo Dorlas.
—Es el único camino, a la muerte o a la vida—dijo Turambar—, y la
demora no lo volverá más esperanzado. Por tanto, ¡seguidme!—Y avanzó delante de
ellos, y por habilidad y osadía, o por suerte, llegó al otro extremo, y en la
profunda oscuridad se volvió para ver quién venía detrás. Una forma oscura
estaba a su lado. —¿Dorlas?—preguntó.
—No, soy yo—dijo Hunthor—. Dorlas no se atrevió a intentar la travesía.
Porque un hombre puede amar la guerra, y sin embargo tener miedo de muchas
cosas. Está sentado temblando en la orilla, supongo; y que la vergüenza lo gane
por las palabras que dirigió a mis parientes.
Entonces Turambar y Hunthor descansaron un momento, pero pronto los
mordió el frío de la noche, porque ambos estaban empapados, y empezaron a
buscar un camino al norte de la corriente, que los llevara a Glaurung. Allí la
hondonada se volvía más oscura y estrecha, y mientras avanzaban a tientas,
vieron arriba una luz temblorosa, como de llamas bajas, y oyeron el ronquido
del gran gusano, que dormía vigilante. Entonces buscaron un camino de ascenso
que los acercara al borde; porque ésa era la única esperanza que tenían;
sorprender al enemigo. Pero tan inmundo era ahora el hedor, que se sintieron
marcados, y resbalaban al trepar, y se aferraban de las ramas de los árboles, y
vomitaban, olvidados en su miseria de todo temor, salvo el de caer entre los
dientes del Teiglin.
Entonces Turambar dijo a Hunthor: —Gastamos en vano las fuerzas que ya
se nos agotan. Porque en tanto no estemos seguros de por dónde cruzará el dragón,
de nada nos sirve trepar.
—Pero cuando lo sepamos—dijo Hunthor—, no tendremos tiempo de buscar
cómo salir del abismo.
—Es cierto—dijo Turambar—. Pero donde todo depende de la suerte, en la
suerte hemos de confiar. Se detuvieron, por tanto, y esperaron, y desde la
oscura hondonada vieron una estrella blanca que se deslizaba a través de la
estrecha franja de cielo; y entonces, lentamente, Turambar se hundió en un sueño
en el que tenía un único cuidado: aferrarse a las ramas más próximas, aunque
una negra corriente lo absorbía y le roía los miembros.
De pronto hubo un gran estruendo, y las paredes del abismo se
estremecieron y resonaron. Turambar despertó y dijo a Hunthor: —Se mueve. Ha
llegado la hora. ¡Hiere hondo, porque somos sólo dos, y tenemos que herir por
tres!
Y así empezó el ataque de Glaurung a Brethil; y todo sucedió en gran
parte como lo había esperado Turambar porque ahora el dragón se arrastraba
pesadamente hacia el borde del acantilado, y no se volvió, sino que se preparó
a saltar por encima del abismo apoyándose en las grandes patas delanteras. El
terror llegó con él, porque no empezó a cruzar justo por encima de los hombres,
sino algo hacia el norte, y los que lo miraban desde abajo podían ver la enorme
sombra de su cabeza recortada sobre las estrellas; y abría las mandíbulas, y
tenía siete lenguas de fuego. De pronto emitió una llameante bocanada, de modo
que toda la hondonada se ilumino de rojo, y unas sombras negras volaron entre
las rocas; pero los árboles delante de él se marchitaron, y se desvanecieron en
humo, y las piedras cayeron al río. Y entonces se lanzó hacia adelante, y se
aferró al acantilado del otro extremo con sus garras poderosas, y empezó a
arrastrarse a través del abismo.
Ahora era necesario ser audaz y rápido, porque aunque Turambar y
Hunthor no se encontraban en el paso de Glaurung, y habían escapado a la
bocanada de fuego, tenían que alcanzarlo antes de que terminara de cruzar, de
lo contrario todo habría sido en vano. Sin hacer caso del peligro, Turambar
trepó a gatas a lo largo del borde del agua hasta quedar por debajo del dragón;
pero el calor y el hedor eran allí tan horribles que se tambaleó, y habría
caído si Hunthor, que lo había seguido valientemente por detrás, no lo hubiera
tomado por el brazo, ayudándolo a recobrar el equilibrio.
—¡Gran corazón!—le dijo Turambar—. ¡Feliz la elección que te hizo mi
compañero!—Pero mientras hablaba, una gran piedra que se había desprendido allá
arriba cayó y golpeó a Hunthor en la cabeza, precipitándolo a las aguas que
corrían debajo, y así llegó a su fin quien no era el menos valiente de la casa
de Haleth. Entonces Turambar gritó: —¡Ay! ¡Es fatal andar a mi sombra! ¿Por qué
busqué ayuda? Porque ahora te encuentras solo, ¡oh ‚ Amo del Destino!, como
sabías sin duda que ocurriría. Ahora ¡solo a la lucha!
Entonces recurrió a toda su voluntad y a todo el odio que sentía por el
dragón y su Amo, y le pareció que de pronto tenía una fuerza de corazón y de
cuerpo que no había conocido antes; y trepó el acantilado piedra por piedra y
raíz por raíz, hasta que se aferró por fin a un árbol delgado que crecía bajo
el borde del abismo, y aunque la copa estaba chamuscada, aún se mantenía firme
sobre sus raíces. Y mientras Turambar intentaba afirmarse en la horqueta de las
ramas, la parte media del dragón pasó sobre él, y descendió hasta casi tocarle
la cabeza. Pálido y rugoso era el vientre, cubierto por un humor viscoso y
gris, al que se habían adherido toda clase de inmundicias; y hedía a muerte.
Entonces Turambar desenvainó la Espada Negra de Beleg, y arremetió con ella
hacia arriba, con todo el poder de su brazo y de su odio, y la hoja mortal,
larga y codiciosa, penetró en el vientre hasta la empuñadura.
Entonces Glaurung, sintiéndose tocado de muerte, lanzó un grito que
sacudió todos los bosques, y los guardianes de Nen Girith se espantaron.
Turambar quedó aturdido, como si le hubieran asestado un golpe, y resbaló, y
tuvo que soltar la espada, que quedó clavada en el vientre del dragón. Porque
Glaurung, en un poderoso espasmo, curvó todo el cuerpo estremecido y lo lanzó
sobre el abismo, y allí, sobre la otra orilla, se retorció en convulsiones
agónicas, aullando, azotando el aire hasta que abrió un espacio de estragos
alrededor, y yació allí por fin en medio del humo y de la ruina, y quedó
inmóvil.
Ahora bien, Turambar se había aferrado a las raíces del árbol, aturdido
y casi desvanecido. Pero luchó contra sí mismo y se sostuvo, y a medias
deslizándose y a medias sujetándose, descendió al río e intentó otra vez el
peligroso cruce, arrastrándose a veces sobre las manos y los pies, enceguecido
por la espuma, hasta que estuvo al fin del otro lado y ascendió trabajosamente
a lo largo de la hendidura por la que habían bajado antes. Así llegó por fin al
sitio en que agonizaba el dragón, y contempló implacable al enemigo herido de
muerte, y se sintió complacido.
Allí yacía Glaurung con las fauces abiertas; pero todos sus fuegos
estaban agotados, y tenía cerrados los ojos malignos. Estaba extendido a todo
lo largo sobre uno de sus flancos, y la empuñadura de Gurthang le sobresalía en
el vientre. Entonces Turambar sintió que el corazón se le animaba en el pecho,
y aunque el dragón respiraba todavía, quiso recobrar la espada, pues si antes
le había sido un arma preciosa, valía ahora para él más que todo el tesoro de
Nargothrond. Ciertas resultaron las palabras que se dijeron cuando fue forjada:
nadie, ni grande ni pequeño, sobreviviría después que ella hubiera mordido.
Por tanto, yendo hacia su enemigo, le apoyó el pie en el vientre, y
tomando a Gurthang por la empuñadura, tiró con todas sus fuerzas. Y gritó
burlándose de las palabras de Glaurung en Nargothrond: —¡Salve, gusano de
Morgoth! ¡Feliz es este nuevo encuentro! ¡Muere ahora, y que la oscuridad sea
contigo! Así se venga Túrin, hijo de Húrin. —Entonces arrancó la espada, y un
chorro de sangre negra brotó y le bañó la mano, y el veneno le quemó la carne,
y lanzó un grito de dolor. Entonces Glaurung se movió y abrió los ojos
ominosos, y miró a Turambar con tal malicia que le pareció a éste que una
flecha lo había traspasado de parte a parte, y por eso y por el dolor de su
mano, cayó desvanecido, y yació como muerto junto al dragón, tendido sobre la
espada.
Ahora bien, los gritos de Glaurung habían llegado a Nen Girith, y el
pánico cundió entre todos; y cuando los guardianes vieron desde lejos las
devastaciones y quemaduras producidas por el dragón en su agonía, creyeron que
estaba pisoteando y destruyendo a los que lo habían atacado. Entonces en verdad
desearon que las millas que los separaban de aquel sitio fueran más largas;
pero no se atrevían a abandonar el lugar elevado en que se habían reunido,
porque recordaban las palabras de Turambar: si Glaurung vencía, iría primero a
Ephel Brandir. Por tanto esperaban aterrados algún signo de que se hubiera
puesto en movimiento; pero nadie era bastante osado como para descender e ir en
busca de noticias al lugar de la batalla. Y Níniel estaba sentada y no se
movía, aunque temblaba de pies a cabeza. Pero cuando oyó la voz de Glaurung, el
corazón le murió por dentro, y sintió que la oscuridad volvía a invadirla.
Así la encontró Brandir. Porque llegó finalmente al puente del
Celebros, lento y fatigado; todo el camino había
avanzado solo, cojeando con su muleta, y se encontraba a cinco leguas [24 kilómetros] cuando menos de su casa. El temor por Níniel lo había impulsado, y
ahora las noticias que escuchaba no eran peores que las que había temido. «El dragón ha
cruzado el río—le dijeron los hombres—, y parece que
la Espada Negra ha muerto, y también los que fueron con ella.» Entonces Brandir, junto a Níniel, adivinó su desdicha y la
compadeció; pero pensó sin embargo: «La Espada
Negra está muerta y Níniel vive». Y se estremeció,
porque de pronto le pareció que hacía frío junto a las aguas de Nen Girith; y
envolvió a Níniel con su capa. Pero no supo qué decirle, y ella no hablaba.
El tiempo transcurría, y todavía Brandir guardaba silencio junto a
Níniel, atisbando la noche y escuchando, pero no podía ver nada ni oír nada,
salvo el ruido de las aguas de Nen Girith, y pensó: «Seguramente
Glaurung habrá avanzado sobre Brethil». Pero ya no sentía lástima por su pueblo, necios todos, que habían
desdeñado los consejos que él les daba, y lo habían menospreciado. «Que vaya el dragón
a Amon Obel, y habría tiempo entonces de escapar, de llevarse a Níniel lejos.» A dónde, no lo sabía, porque nunca había abandonado Brethil.
Por fin se inclinó y tocó el brazo de Níniel, y le dijo: —¡El tiempo
pasa, Níniel! ¡Ven! Es tiempo de partir. Si quieres, yo te llevaré. Entonces,
en silencio, ella se levantó, y le tomó la mano, y cruzaron el puente y fueron
por el sendero que conducía a los cruces del Teiglin. Pero los que los vieron
moverse como sombras en la oscuridad, no sabían quiénes eran, ni se cuidaban de
saberlo. Y cuando hubieron avanzado un tanto por entre los árboles silenciosos,
la luna se alzó más allá de Amon Obel, y una luz gris iluminó los claros del
bosque. Entonces Níniel se detuvo y preguntó a Brandir: —¿Es éste el camino?
Y él respondió: —¿Cuál es el camino? Porque todas nuestras esperanzas
en Brethil han terminado. No hay ningún camino, excepto aquel que nos lleve a alejarnos
de prisa del dragón, y escapar mientras haya todavía tiempo.
Níniel lo miró asombrada y dijo: —¿No me ofreciste llevarme hasta él?
¿O pretendes engañarme? La Espada Negra era mi amado y mi marido, y sólo para
encontrarlo he venido aquí. ¿Cómo se te puede ocurrir otra cosa? Haz ahora lo
que quieras, pero yo he de darme prisa.
Y como Brandir quedó por un momento desconcertado, ella se alejó de él
rápidamente, y él gritó llamándola: —¡Espera, Níniel! ¡No vayas sola! No sabes
qué podrás encontrar. ¡Iré contigo!—Pero ella no le hizo caso, y avanzaba como
si le ardiera la sangre, que poco antes tenía helada; y aunque él se apresuraba
tanto como podía, ella no tardó en alejarse y desaparecer. Entonces él maldijo
su destino y su debilidad; pero no se volvió.
Ahora la luna se alzaba blanca en el cielo, y estaba casi llena, y
mientras Níniel descendía de las tierras altas hacia las tierras junto al río,
le pareció que recordaba el lugar, y sintió miedo. Porque había llegado a los cruces
del Teiglin, y allí, delante de ella, se levantaba Haudh-en-Elleth, pálido a la
luz de la luna, echando una negra sombra oblicua; y un gran temor emanaba del
montículo.
Entonces se volvió con un grito y huyó hacia el sur a lo largo del río,
y arrojó lejos la capa mientras corría, como si se deshiciera de una sombra que
se le adhería al cuerpo, y debajo estaba toda vestida de blanco y resplandecía
a la luz de la luna mientras escapaba entre los árboles. Así la vio Brandir
desde la ladera de la colina, y se volvió para cruzársele en el camino, si le
era posible; y encontrando por suerte el estrecho sendero que había utilizado
Turambar, y que se alejaba del camino más transitado descendiendo por la cuesta
escarpada hacia el sur, al encuentro del río, llegó muy cerca de ella por
detrás. Pero aunque la llamó, ella no le hizo caso, ni lo oyó siquiera, y
pronto desapareció otra vez; y así se acercaron a los bosques junto a Cabed-en-Aras
y al sitio de la agonía de Glaurung.
La luna se movía entonces hacia el sur, despojada de nubes, y la luz
era fría y clara. al llegar al borde de la devastación producida por Glaurung, Níniel
vio el cuerpo yaciente del dragón, y su vientre gris al resplandor de la luna
pero junto a él estaba tendido un hombre. Entonces, olvidando el miedo, corrió
entre los vestigios humeantes y así llegó junto a Turambar. Estaba caído de
lado, sobre la espada, pero su cara tenía la palidez de la muerte a la luz
blanquecina. Entonces ella se arrojó junto a él, llorando, y lo besó; y le
pareció que respiraba débilmente, pero creyó que eso era una jugarreta de una
falsa esperanza, porque estaba frío, y no se movía, ni le respondía. Y mientras
lo acariciaba, vio que tenía la mano negra como si se la hubiera chamuscado, y
se la bañó con lágrimas; y arrancándose una tira del vestido le vendó la mano.
Pero él siguió sin moverse, y Níniel lo besó otra vez y clamó en alta voz: —¡Turambar,
Turambar, vuelve! ¡Escúchame! ¡Despierta! Porque soy Níniel. El dragón está
muerto, muerto, y yo estoy sola aquí a tu lado. —Pero él no respondió. Brandir
oyó los gritos, porque había llegado al borde de la devastación; pero mientras
avanzaba hacia Níniel, se detuvo y permaneció inmóvil. Porque al grito de
Níniel, Glaurung se movió por última vez, y un estremecimiento le recorrió todo
el cuerpo; y entreabrió los ojos espantosos en los que brillaba una luz de
luna, y dijo con voz jadeante:
—¡Salve, Niënor, hija de Húrin! Volvemos a encontrarnos antes del
final. Te doy la alegre nueva de que por fin has encontrado a tu hermano. Y lo
conocerás ahora: ¡es quien apuñala en la noche, traiciona a sus enemigos, no
guarda fidelidad a sus amigos, y es una maldición para los de su casa, Túrin,
hijo de Húrin! Pero el peor de sus hechos lo sentirás en ti misma.
Entonces Niënor se quedó allí como aturdida, pero Glaurung murió; y con
su muerte el velo de su malicia se desprendió de ella. Y ella recordó
claramente todo su pasado, de día en día, y las cosas que le habían ocurrido
desde que yaciera en Haudh-en-Elleth. Y el cuerpo se le estremeció de horror y
de angustia. Pero Brandir, que lo había oído todo, se sintió sobrecogido y se
apoyó en un árbol.
Entonces, súbitamente, Niënor se puso en pie de un salto, y se irguió
pálida como un espectro a la luz de la luna, y mirando a Túrin, gritó: —¡Adiós,
oh, dos veces amado!
A Túrin Turambar turún’ amhartanen: ¡Amo del destino, por el destino dominado! ¡Dichoso de ti, que estás
muerto!—En seguida, enloquecida de dolor y de espanto, se alejó frenética de
aquel sitio y Brandir tropezaba tras ella gritando: —¡Espera! ¡Espera, Níniel!
Ella se detuvo un momento mirando atrás con ojos fijos. —¿Esperar? —gritó—.
¿Esperar? Ese fue siempre tu consejo. ¡Ojalá lo hubiera seguido! Pero ahora es
demasiado tarde. Y ahora ya no esperaré en la Tierra Media. —Y siguió corriendo
por delante de él.
Rápidamente llegó al borde de Cabed-en-Aras, y allí se detuvo y
contempló las estruendosas aguas gritando: —¡Aguas, aguas! ¡Recibid ahora a
Níniel Niënor, hija de Húrin! ¡Luto, Luto, hija de Morwen! ¡Recibidme y
llevadme al mar!
Entonces se arrojó desde lo alto de la orilla: un blanco resplandor se
hundió en el torbellino oscuro, y un grito se perdió entre los rugidos del río.
Las aguas del río siguieron fluyendo, pero Cabed-en-Aras dejó de
existir: Cabed
Naeramarth la llamaron los hombres; porque
los ciervos ya no volvieron a saltar allí, y toda criatura viviente la evitaba,
y los hombres no se acercaban a sus orillas. El último de los hombres que
escrutó su oscuridad fue Brandir, hijo de Handir; y se apartó horrorizado,
porque le flaqueó el corazón, y aunque ahora odiaba su vida, no pudo recibir la
muerte que deseaba. Entonces sus pensamientos volvieron a Túrin Turambar, y
exclamó: —¿Siento por ti odio o siento piedad? Pero estás muerto. No te debo las
gracias, depredador de todo lo que tuve o deseé haber tenido. Pero mi pueblo
está endeudado contigo. Es conveniente que por mí lo sepan.
Y así inicio el camino de regreso a Nen Girith, renqueando, y evitó el
sitio en que yacía el dragón con un escalofrío; y mientras ascendía el empinado
camino de regreso, vio a un hombre que atisbaba entre los árboles, y
retrocedió. Pero pudo verle la cara a la luz de la luna que se ponía.
—¡Ah, Dorlas!—exclamó—. ¿Qué nuevas tienes? ¿Cómo saliste con vida? Y
¿qué es de mi pariente?
—No lo sé—respondió Dorlas con hosquedad.
—Pues eso es raro—dijo Brandir.
—Si quieres saberlo—dijo Dorlas—, la Espada Negra pretendía que
vadeáramos los rápidos del Teiglin en la oscuridad. ¿Es raro que no me fuera
posible hacerlo? En el manejo del hacha no soy peor que otros muchos pero no
tengo patas de cabra.
—Entonces, ¿fueron al encuentro del dragón sin ti?—preguntó Brandir—.
Pero ¿y cuándo cruzó? al menos tendrías que haberte quedado cerca para ver lo
que sucedía.
Pero Dorlas no respondió, y se quedó mirando a Brandir con ojos de
odio. Entonces Brandir comprendió, al fin, dándose cuenta de que este hombre
había abandonado a sus compañeros, y que, humillado y avergonzado, se había
escondido en los bosques. —¡Que la vergüenza caiga sobre ti, Dorlas!—dijo—.
Eres el instigador de nuestros males: incitaste a la Espada Negra, atrajiste al
dragón sobre nosotros, fuiste causa de que se me menospreciara y llevaste a
Hunthor a la muerte para luego huir y esconderte en el bosque. —Y mientras hablaba,
se le ocurrió otro pensamiento, y dijo con gran cólera: —¿Por qué no trajiste
noticias? Hubiera sido tu penitencia menor. Si lo hubieras hecho, la señora
Níniel no tendría que haber ido a buscarlas. No habría sido necesario que nunca
viera al dragón. Ahora estaría con vida. Dorlas, ¡te odio!
—¡Guárdate tu odio!—dijo Dorlas—. Es tan débil como todos tus
designios. Si no hubiera sido por mí, los orcos te habrían colgado como un
espantajo en tu propio huerto. ¡Conserva para ti la costumbre de huir y
esconderte!—Y entonces, la vergüenza se le convirtió en ira, y amagó un golpe a
Brandir con su gran puño, y así terminó su vida antes que una mirada de perplejidad
abandonara sus ojos: porque Brandir desenvainó la espada, y le dio con ella una
estocada de muerte. Por un momento, se quedó allí, temblando, mirando la
sangre; y luego dejó caer la espada, se volvió, y siguió su camino, curvado
sobre la muleta.
Cuando Brandir llegó a Nen Girith, la luna pálida había partido y ya se
desvanecía la noche; la mañana se abría en el este. La gente que estaba allí
todavía encogida junto al puente, lo vio llegar como una sombra gris en el
alba, y algunos le gritaron desde lejos, asombrados: —¿Dónde has estado? ¿La
has visto? Porque la señora Níniel se ha ido.
—Sí, se ha ido—dijo—. ¡Se ha ido, se ha ido para nunca más volver! Pero
he venido para traeros noticias. ¡Escuchad ahora, pueblo de Brethil, y decid si
hubo jamás una historia como la historia que os cuento! El dragón está muerto,
pero muerto está también Turambar, a su lado. Y ésas son buenas noticias: sí,
ambas son buenas, en verdad.
Entonces la gente murmuró, asombrada con estas palabras, y algunos
dijeron que se había vuelto loco; pero Brandir gritó: —¡Escuchadme hasta el
fin! Níniel también está muerta, Níniel, la bella, a la que todos amabais, a la
que yo amaba más que a nadie. Saltó desde el borde del Salto del Ciervo, y los
dientes del Teiglin la atraparon. Se ha ido aborreciendo la luz del día. Porque
de esto se enteró antes de huir: hijos de Húrin eran ambos, hermana y hermano.
El Mormegil era su nombre, Turambar se llamó a sí mismo ocultando el pasado: Túrin, hijo de Húrin. Níniel la llamamos nosotros desconociendo el pasado: Niënor era, hija de
Húrin. A Brethil trajeron la sombra de un destino oscuro. Y el destino de ambos
se cumplió aquí, y esta tierra no volverá nunca a estar libre de dolor. ¡No la
llaméis Brethil, no la llaméis la tierra de los Halethrim, sino Sarck nia Hîn Izhírin, Sepulcro de los hijos de Túrin!
Entonces, aunque no entendía todavía cómo este mal había ocurrido, la
gente se echó a llorar allí donde se encontraba, y algunos decían: —Un sepulcro
hay en el Teiglin para Níniel la bienamada, un sepulcro habrá para Turambar, el
más valiente de los hombres. No dejaremos que nuestro libertador yazga bajo el
cielo. Vayamos en su busca.
XX.LA MUERTE DE TÚRIN
LOS HIJOS DE HÚRIN
Ahora bien, mientras Níniel huía, Túrin se movió, y en la profunda
oscuridad le pareció que ella lo llamaba a lo lejos; pero cuando Glaurung
murió, salió del negro desmayo y volvió a respirar profundamente, y luego
suspiró y cayó en un sueño de gran fatiga. Pero antes de amanecer hizo mucho
frío, y se volvió en sueños, y la empuñadura de Gurthang se le hundió en un
costado, y de pronto despertó. Ya se iba la noche, y en el aire había un hálito
de la mañana; y se puso en pie de un salto recordando su victoria y el veneno
quemante en la mano. La levantó, y se la miró y quedó maravillado. Porque la
tenía envuelta en un trozo de tela blanca todavía húmeda y ya no le dolía; y
dijo para sí: «¿Por qué alguien habría de atenderme de este modo,
y sin embargo me dejaría abandonado en el frío en medio de las devastaciones, y
el hedor del dragón? ¿Qué cosas extrañas han ocurrido?».
Entonces dio voces, pero no hubo respuesta. Todo estaba sumido en la
oscuridad y la lobreguez de alrededor, y una emanación de muerte flotaba en el
aire. Se agachó y levantó la espada, y estaba intacta, y la luz del filo no
había declinado. —¡Tu
mundo era el veneno de Glaurung—dijo—, pero tú eres más fuerte que yo,
Gurthang! Te bebes toda la sangre. Tuya es la victoria. Pero ¡ven! He de ir en
busca de ayuda. Mi cuerpo está cansado y siento frío en los huesos.
Entonces volvió la espalda a Glaurung, dejando que se pudriera allí;
pero a medida que se alejaba, cada paso se le hacía más pesado, y pensó: «En Nen Girith
quizá encuentre a algún explorador que me esté esperando. Pero querría llegar
pronto a mi casa y sentir las gentiles manos de Níniel y recibir los hábiles
cuidados de Brandir». Y así, por fin, andando con
fatiga, apoyado en Gurthang, a través de la luz gris de las primeras horas de
la mañana, llegó a Nen Girith, y cuando los hombres se ponían en camino en
busca de su cuerpo, se les presentó delante erguido.
Entonces ellos retrocedieron aterrados, creyendo que era el espíritu de
Túrin, que no tenía descanso, y las mujeres gimieron y se cubrieron el rostro.
Pero él dijo: —¡No, no lloréis, por
el contrario, alegraos! ¡Mirad! ¿Acaso no estoy vivo? Y he dado muerte al dragón
que tanto temíais.
Entonces ellos se volvieron a Brandir y exclamaron: —¡Tú y tus falsas
historias! ¡Decirnos que estaba muerto! ¿No dijimos acaso que te habías vuelto
loco?—Pero Brandir estaba espantado y miraba con miedo en los ojos, y no decía
nada.
Pero Túrin le dijo: —¿Eras tú el que estuvo allí y me atendió la mano?
Te lo agradezco. Pero tu habilidad te está faltando si no te es posible
distinguir el desmayo de la muerte. —Entonces se volvió a la gente: —No le
habléis así, necios de vosotros. ¿Quién podría haberlo hecho mejor? Al menos,
él tuvo el ánimo de acudir al sitio de la batalla, mientras vosotros os lamentabais.
»Pero ahora, hijo de Handir, ¡ven! Hay más cosas de las que quiero
enterarme. ¿Por qué estáis aquí tú y toda esta gente que dejé en Ephel? Si yo
enfrento un peligro de muerte por vosotros, ¿no he de ser obedecido cuando
parto? Y ¿dónde está Níniel? Cuando menos espero que no la hayáis traído, y que
la hayáis dejado en mi casa, encomendada al cuidado de hombres fieles.
Y como nadie le respondiera: —¡Vamos, decid! ¿Dónde está Níniel?—gritó—.
Porque a ella quiero ver primero; y a ella primero le contaré la historia de
los hechos de esta noche.
Pero todos apartaban la cara, y Brandir dijo por fin: —Níniel no está
aquí.
—Mejor así—dijo él—. Entonces iré a mi casa. ¿Hay un caballo que me
lleve? O una litera sería más apropiada. Mis trabajos me han agotado.
—¡No, no!—dijo Brandir lleno de angustia—. Tu casa está vacía. Níniel
no está allí. Ha muerto.
Pero una de las mujeres, la esposa de Dorlas, que sentía poco cariño
por Brandir, gritó con voz aguda: —¡No le hagáis caso, señor! Porque está loco.
Llegó gritando que vos habíais muerto y llamó a eso una buena noticia. Pero
vivís. ¿Por qué entonces habría de ser cierta esta historia de que Níniel ha
muerto y cosas peores aún?
Entonces Túrin avanzó a grandes zancadas sobre Brandir. —¿De modo que
mi muerte era una buena noticia?—gritó—. Sí, tú siempre me guardaste rencor por
ella, lo sé. Ahora está muerta, dices. ¿Cosas peores aún? ¿Qué mentira has
concebido en tu malicia, Pata Coja? ¿Querrías matarnos con tu lengua inmunda ya
que no puedes blandir otra arma?
Entonces la ira ahogó la piedad en el corazón de Brandir, y gritó: —¿LOCO?
No, ¡tú eres el loco, Espada Negra del negro destino! ¡Y toda esta gente es
necia! ¡Yo no miento! ¡Níniel está muerta, muerta, muerta! ¡Búscala en el
Teiglin!
Entonces Túrin se detuvo, frío. —¿Cómo lo sabes?—preguntó lentamente—.
¿De qué modo maquinaste la historia?
—Lo sé porque la vi saltar—respondió Brandir—. Pero la maquinación fue
tuya. Huyó de ti, Túrin, hijo de Húrin, y al Cabed-en-Aras se arrojó, para no
verte nunca más. ¡Níniel! ¿Níniel? No, Niënor, hija de Húrin.
Entonces Túrin lo aferró por los hombros y lo sacudió; porque en estas
palabras oía que los pasos del destino lo alcanzaban, pero en su horror y su
furia no quiso escucharlos, como una bestia herida de muerte que daña todo lo
que tiene cerca.
—Sí, soy Túrin, hijo de Húrin—gritó—. De modo que ya lo habías
adivinado desde mucho tiempo atrás. Pero nada sabes de Niënor, mi hermana. ¡Nada!
Ella vive en el reino escondido, y está a salvo. Esa es una mentira pergeñada
por tu mente vil, para enloquecerme y enloquecer a mi esposa. Malvado cojo...
¿quieres acosarnos a ambos hasta la muerte?
Pero Brandir se arrancó de sus manos. —¡No me toques!—dijo—. ¡Quédate
con tus devaneos! La que llamas tu esposa fue hacia ti y te cuidó, y tú no
respondiste a su llamada. Pero uno respondió por ti. Glaurung, el dragón, que
según creo os hechizó a ambos para que no escaparais a vuestro destino. Así
habló antes de sucumbir: «Niënor, hija de Húrin, he aquí a tu hermano:
traidor con sus enemigos, infiel con sus amigos, maldición para su casa, Túrin,
hijo de Húrin». —Entonces una risa aciaga
asaltó a Brandir. —En su lecho de muerte los hombres hablan con verdad, según
cuentan—apenas pudo decir, entrecortadamente—. ¡Y también los dragones, parece!
¡Túrin, hijo de Húrin, una maldición sobre tu casa y sobre todos los que te
acogen!
Entonces Túrin esgrimió a Gurthang y una luz fiera le fulguraba en los
ojos. —¿Qué se dirá de
ti, Pata Coja?—dijo lentamente—. ¿Quién le dijo en secreto y a mis espaldas mi
verdadero nombre? ¿Quién la llevó ante la malicia del dragón? ¿Quién estaba a
su lado y la dejó morir? ¿Quién vino aquí de prisa a hacer público este horror?
¿Quién se exulta a mis expensas? ¿Hablan los hombres con verdad antes de morir?
Pues entonces habla ahora, rápido.
Entonces Brandir, viendo su propia muerte en los ojos de Túrin, se
mantuvo inmóvil y no flaqueó, aunque no tenía otra arma que la muleta; y dijo: —Todo
lo que ha acaecido es historia larga de contar, y estoy cansado de ti. Pero me
calumnias, hijo de Túrin. ¿Te calumnió Glaurung a ti? Si me matas, todos verán
que no lo hizo. Pero no tengo miedo de morir, porque entonces iré al encuentro
de Níniel, a quien amaba, y quizá la vuelva a encontrar más allá del mar.
—¡Al encuentro de Níniel!—gritó Túrin—. ¡No, a Glaurung encontrarás, y
juntos concebiréis mentiras! ¡Dormirás con el gusano, el compañero de tu alma,
y os pudriréis en una misma oscuridad!—Y alzando a Gurthang, hendió con ella a
Brandir, y lo hirió de muerte. Pero la gente apartó la mirada, y cuando Túrin
se volvió y abandonó Nen Girith, todos huían aterrados.
Entonces Túrin avanzó como quien ha perdido el juicio por los bosques
salvajes, ora maldiciendo la Tierra Media y la vida toda de los hombres, ora
llamando a Níniel. Pero cuando por fin la locura de su dolor lo abandonó, se
sentó un momento y meditó en todas sus acciones, y se oyó a sí mismo que
gritaba: —¡Vive en el reino escondido y está a salvo!—Y pensó que ahora, aunque
toda su vida estaba en ruinas, tenía que ir allí; porque las mentiras de
Glaurung siempre lo habían extraviado. Por tanto, se puso de pie y fue hacia
los cruces del Teiglin, y al pasar junto a Haudh-en-Elleth, exclamó: —Amargamente
he pagado, ¡oh, Finduilas!, haber hecho caso del dragón. ¡Aconséjame ahora!
Pero mientras así gritaba vio a doce cazadores bien armados que
vadeaban el Teiglin, y eran elfos; y cuando se acercaron, reconoció a uno de
ellos, porque era Mablung, cazador mayor de Thingol. Y Mablung lo saludó
gritando: —¡Túrin! Nos encontramos por fin. Te estaba buscando y me alegro de
encontrarte vivo, aunque los años han sido gravosos para ti.
—¡Gravosos!—dijo Túrin—. Sí, como los pies de Morgoth. Pero si te
alegras de encontrarme vivo, eres el último de tu especie en la Tierra Media.
¿Por qué te alegras?
—Porque eras honrado entre nosotros—respondió Mablung—; y aunque
escapaste de muchos peligros, temí por ti al final. Vi la salida de Glaurung y
pensé que había cumplido su funesto propósito y volvía con su Amo. Pero se
encaminó a Brethil y al mismo tiempo supe por viajeros que la Espada Negra de
Nargothrond había aparecido allí otra vez, y que los orcos evitaban la región
como a la muerte. Entonces tuve miedo y me dije: «¡Ay! Glaurung
se atreve a ir donde no se atreven los orcos, en busca de Túrin». Por tanto vine aquí tan de prisa como me fue posible para advertirte
y ayudarte.
—De prisa, pero no lo bastante—dijo Túrin—. Glaurung está muerto.
Entonces los elfos lo miraron maravillados y dijeron: —¡Has dado muerte
al gran gusano! ¡Alabado por siempre será tu nombre entre los elfos y los hombres!
—No me importa—dijo Túrin—. Porque también está muerto mi corazón. Pero
como venís de Doriath, dadme noticias de mis parientes. Porque se me dijo en Dor-lómin
que habían huido al reino escondido.
Los elfos no respondieron, pero por fin Mablung dijo: —Así lo hicieron,
en verdad, en el año antes de la aparición del dragón. Pero por desgracia, ya
no están allí. —Entonces el corazón de Túrin se detuvo, escuchando los pasos
del destino que lo perseguían hasta el fin.
—¡Sigue hablando!—gritó—. ¡Y no te demores!
—Fueron al descampado en tu busca—dijo Mablung—. Fue en oposición a
todo consejo; pero insistieron en ir a Nargothrond cuando se supo que tú eras
la Espada Negra; y Glaurung apareció, y todos los que las custodiaban se
dispersaron. A Morwen nadie la ha visto desde ese día; pero un hechizo había
enmudecido a Niënor, que huyó hacia el norte y se perdió. —Entonces, para
asombro de los elfos, Túrin rio con fuerte risa penetrante. —¿No es acaso una
broma?—gritó—. Oh, la hermosa Niënor! De modo que huyó de Doriath al encuentro
del dragón, y del dragón a mi encuentro. ¡Qué dulce gracia de la fortuna! Era
parda como una baya, oscuros sus cabellos, pequeña y esbelta como una niña elfo,
nadie podía confundirla.
Entonces se desconcertó Mablung, y dijo: —Pero aquí hay un error. No
era así tu hermana. Era alta, y de ojos azules y de oro fino los cabellos: la
imagen misma de Húrin, su padre en forma femenina. ¡No pudiste haberla visto!
—¿No? ¿No pude haberla visto, Mablung?—gritó Túrin—. Pero... ¡no!
Porque, ¿sabes?, ¡soy ciego! ¿No lo sabías? ¡Ciego, ciego, y ando a tientas
desde la infancia en las oscuras nieblas de Morgoth! Por tanto, ¡dejadme!
¡idos, idos! ¡Volved a Doriath, y ojalá el invierno la marchite! ¡Maldita sea
Menegroth! ¡Y maldito sea tu cometido! Esto sólo faltaba. ¡Ahora llega la
noche!
Entonces huyó de ellos como el viento, y todos quedaron pasmados de
asombro y de temor. Pero Mablung dijo: —Algo extraño y espantoso ha sucedido de
lo que nosotros nada sabemos. Sigámoslo y ayudémoslo si nos es posible: porque
ahora corre desesperado y sin juicio.
Pero Túrin se les adelantó mucho, y llegó a Cabed-en-Aras, y se detuvo;
y oyó el rugido del agua y vio que todos los árboles que crecían en las cercanías
y a lo lejos se habían marchitado, y las hojas secas y luctuosas caían como si
el invierno hubiera llegado en los primeros días del verano.
—¡Cabed-en-Aras, Cabed Naeramarth!—gritó—. No mancillaré tus aguas en
las que se bañó Níniel. Porque todas mis acciones han sido malas, y la última
la peor.
Entonces desenvainó la espada y dijo: —¡Salve, Gurthang, hierro de la
muerte, sólo tú quedas ahora! Pero ¿qué señor o lealtad conoces salvo la mano
que te esgrime? ¡Ante ninguna sangre te intimidas! ¿Recibirás a Túrin Turambar?
¿Me matarás de prisa?
Y en la hoja resonó una fría voz: —Sí, beberé tu sangre para olvidar
así la sangre de Beleg, mi amo, y la sangre de Brandir, derramada injustamente.
Te mataré de prisa.
Entonces Túrin aseguró la empuñadura en el suelo y se arrojó sobre la
punta de Gurthang, y la hoja negra le arrebató la vida.
Pero Mablung llegó y miró la espantosa forma de Glaurung que yacía
muerto y miró a Túrin y se sintió apenado pensando en Húrin, tal como lo había
visto en la Nirnaeth Arnoediad, y en el terrible destino de la casa de Túrin. Y
mientras los elfos estaban allí, llegaron hombres desde Nen Girith a mirar el dragón,
y cuando vieron cuál había sido el fin de la vida de Túrin Turambar, se echaron
a llorar; y los elfos, enterándose por fin del sentido de las palabras de
Túrin, se sintieron espantados. Entonces Mablung dijo amargamente: —También yo
he sido atrapado en el destino de los hijos de Húrin, y así, con palabras, he
dado muerte a quien amaba. —Entonces levantaron a Túrin y vieron que la espada
se había partido. Así acababa todo lo que había poseído en vida.
Con el trabajo de muchas manos recogieron leña, y la apilaron e
hicieron una gran fogata, y destruyeron el cuerpo del dragón, hasta que no fue
sino unas negras cenizas, y golpearon sus huesos hasta que quedaron confundidos
con el polvo, y el sitio de la cremación fue siempre en adelante desnudo y
baldío. Pero a Túrin lo colocaron sobre un alto túmulo levantado en el lugar
donde había caído, y los fragmentos de Gurthang fueron puestos a su lado. Y
cuando todo estuvo terminado y los cantores de los elfos y de los hombres
hubieron compuesto un lamento en el que se hablaba del valor de Turambar y de
la belleza de Níniel, trajeron una lápida gris que se colocó sobre el túmulo; y
sobre ella los elfos grabaron en las runas de Doriath:
TÚRIN TURAMBAR
DAGNIR GLAURUNGA
y debajo escribieron también:
NIËNOR NÍNIEL.
Pero ella no estaba allí, ni nunca se supo dónde la habían llevado las
frías aguas del Teiglin.
Así termina la Historia de los hijos de
Húrin, la más larga de las baladas de Beleriand.
II.LOS VAGABUNDEOS Y FIN DE
HÚRIN
LA HISTORIA DE LA TIERRA MEDIA VIII: LA GUERRA DE LAS JOYAS[7]
(…)Así concluyó la historia de Túrin
el Desdichado, la peor de las obras de Morgoth entre los hombres en el antiguo
mundo. Sin embargo, Morgoth no dormía ni descansaba del mal, y ése no fue el
fin de sus tratos con la casa de Hador, impulsado contra ellos por una malicia
insaciable, aunque nunca perdía de vista a Húrin, y Morwen erraba enloquecida
por las tierras salvajes.
Desdichada era la suerte de
Húrin. Porque todo lo que sabía Morgoth de los resultados de su propia malicia,
también lo sabía Húrin, pero las mentiras se confundían con la verdad, y todo
lo bueno se ocultaba o tergiversaba. Aquel que ve por los ojos de Morgoth,
queriéndolo o no, ve todas las cosas torcidas. Morgoth intentaba especialmente
arrojar una luz maligna sobre todo lo que Thingol y Melian habían hecho, porque
los odiaba y los temía por encima de todos; y, por tanto, cuando creyó que el
momento era oportuno, en el año posterior a la muerte de Túrin, dejó en libertad
a Húrin y lo dejó ir donde quisiera.
Fingió que lo movía la piedad por
un enemigo por completo derrotado, asombrado ante su resistencia.
—Tanta firmeza—dijo—, debería
haberte servido en una causa mejor, y otra habría sido tu recompensa. Pero ya no
me sirves para nada, Húrin, en el marchitamiento de tu pequeña vida. —Y mentía,
porque su propósito era que Húrin sintiera todavía más odio por elfos y hombres,
antes de morir.
Entonces, aunque poco confiaba
Húrin en lo que Morgoth dijera o hiciera, pues sabía que no conocía la piedad,
aceptó la libertad y se alejó dolorido, amargado por las mentiras del Señor
Oscuro.
Durante veintiocho años había
permanecido Húrin cautivo en Angband, y fue liberado en su sexagésimo año, pero
todavía tenía una gran fuerza, a pesar del peso de su dolor, pues así convenía
al propósito de Morgoth. Los guardas lo llevaron hasta las fronteras orientales
de Hithlum, y allí lo dejaron ir.
Nadie que lo hubiera conocido de
joven podía confundirlo todavía, aunque tenía un aspecto tétrico: llevaba los
cabellos y la barba largos y encanecidos, pero había una luz fiera en sus ojos.
Caminaba erguido, apoyándose en un gran cayado negro; pero ceñía una espada.
Hubo asombro y terror en la tierra cuando cundió el rumor de que el señor Húrin
había regresado. Los orientales se sintieron consternados, temiendo que el Amo
volviera a engañarlos y devolviera la tierra a los occidentales, y que ellos
fueran esclavizados a su vez. Porque los vigilantes habían informado que Húrin
venía de Angband. Había un gran movimiento—dijeron—de los soldados negros de
Thangorodrim sobre la Anfauglith, y con ellos venía este hombre, como quien es
tratado con altos honores.
Por tanto, los caudillos de los orientales
no levantaron la mano contra Húrin y lo dejaron andar libremente; en lo que se
mostraron prudentes, y el resto del pueblo de Húrin lo evitó, pues llegaba de
Angband como quien tiene alianza con Morgoth y en verdad en aquellos días de
todos los cautivos que escapaban se sospechaba que eran espías y traidores,
como se ha contado antes. Así, pues, la libertad acrecentaba todavía más la amargura
del corazón de Húrin; porque aunque lo hubiera querido, no podría haber provocado
rebelión alguna contra los nuevos señores de la tierra. Todos los seguidores
que reunió fue una pequeña compañía de hombres sin hogar y proscritos que se
escondían en las montañas; pero no habían realizado ninguna gran hazaña contra
los extranjeros desde la desaparición de Túrin, unos cinco años antes.
De las acciones de Túrin en las
estancias de Brodda supo ahora Húrin la verdadera historia por los proscritos;
y contempló a Asgon y a sus hombres, y dijo: —Los hombres han cambiado aquí. En
la esclavitud han hallado corazones esclavos. No deseo ningún señorío sobre
ellos, ni en ningún otro lugar de la Tierra Media. Dejaré esta tierra y vagaré
solo, a menos que alguno de vosotros desee acompañarme, para enfrentar lo que
encontremos. Porque no tengo otro propósito ahora que el de vengar si puedo los
males que se le hicieron a mi hijo. —Asgon y otros seis hombres desesperados
quisieron ir con él; y Húrin los condujo a las estancias de Lorgan, que todavía
se daba el título de señor de Hithlum. Lorgan supo de su llegada y tuvo miedo,
y reunió a otros caciques y a sus hombres en su casa para defenderse.
Pero cuando Húrin llegó a las
puertas miró a los hombres del este con desprecio. —¡No temáis!—dijo—. No tendría
necesidad de compañeros, si hubiera venido a luchar con vosotros. He venido
sólo a despedirme del señor de la tierra. Ha dejado de gustarme, ahora que la
habéis mancillado. Guardadla como podáis, hasta que vuestro Amo os llame para
las tareas de esclavo que son más adecuadas para vosotros.
Entonces a Lorgan no le disgustó
saber que se vería libre del miedo que sentía por Húrin tan pronto y con tanta
facilidad sin oponerse a la voluntad de Angband; y se adelantó. —Como quieras,
amigo—dijo—. No te he hecho ningún mal, y te he dejado en paz, y espero que
cuentes la verdad, si vuelves con el Amo.
Húrin lo miró con ira. —¡No me
trates de amigo, esclavo canalla!—dijo—. Y no creas las mentiras que he oído:
que estoy al servicio del Enemigo. Pertenezco a los edain y lo sigo siendo nunca
habrá amistad entre los míos y los tuyos.
Al saber entonces que después de
todo Húrin no tenía el favor de Morgoth, o renegaba de él, muchos de los
hombres de Lorgan desenvainaron las espadas para darle muerte. Pero Lorgan los
detuvo; porque estaba cansado, y era más astuto y malvado que los otros, y por
tanto más rápido para comprender los propósitos del Amo. —Ve entonces,
barbagrís, a una mala fortuna—dijo—. Porque ése es tu destino. Locura, violencia
y mortificación son los hechos de tu linaje. ¡Que te vaya mal!
—¡Tôl acharn!—dijo Húrin—. Llega la venganza. No soy el último de los edain, me
vaya mal o bien. —Y dicho esto partió, y dejó la tierra de Hithlum.
De los viajes de Húrin no se cuenta
ninguna historia, hasta que a finales de ese año llegó a Nargothrond. Se dice
que para entonces había reunido otros fugitivos y hombres sin amo en las
tierras salvajes, y que llegó al sur con cien seguidores o más.
Pero se desconoce por qué razón se
dirigió a Nargothrond, salvo que su destino y el hado de las Joyas lo llevaron
allí. Algunos han dicho que quizá no sabía que Glaurung estaba muerto, y su
corazón agitado tenía la esperanza de vengarse de esa maligna criatura; pues
Morgoth le habría ocultado la muerte de Glaurung, si hubiera podido, porque la
pérdida era dolorosa para él y una herida para su orgullo, y porque habría ocultado
(sobre todo a Húrin) la que fue la más valiente y afortunada de las hazañas de
Túrin. Sin embargo, es difícil que fuera así, puesto que la muerte de Glaurung
estaba muy ligada a la de sus hijos y al desenlace de la tragedia; además, los
rumores del ataque de Glaurung a Brethil habían cundido por toda la tierra. Sin
duda Morgoth había cercado a los hombres en Hithlum, pues podía hacerlo, y les
llegaban pocas nuevas de los acontecimientos de otras tierras; pero tan pronto
como Húrin partiera hacia el sur o encontrara algún caminante en el descampado,
habría escuchado nuevas de la batalla en el barranco del Teiglin. Lo más
probable es que quisiera así obtener noticias de Túrin; a Brethil no quería ir
aún, ni a Doriath. Buscó primero un camino a Gondolin, y la amistad de Turgon.
Se dice que los cazadores de
Lorgan siguieron la pista de Húrin y no abandonaron el rastro hasta que él y
sus compañeros ascendieron a las montañas. Cuando Húrin se encontró de nuevo en
los elevados parajes, divisó a lo lejos en medio de las nubes los picos de las Crissaegrim,
y se acordó de Turgon; y deseó volver al reino escondido, si le era posible,
porque al menos allí se lo recordaría con honores. Nada había oído de las cosas
que habían sucedido en Gondolin, e ignoraba que Turgon había endurecido el
corazón contra la sabiduría y la piedad, y no permitía que nadie entrara o
saliera por ningún motivo. Por tanto, sin saber que todos los caminos estaban
cerrados más allá de toda esperanza, decidió volver los pasos hacia las Crissaegrim;
pero nada dijo de su propósito a sus compañeros, porque el juramento no le
permitía revelar a nadie que conocía la región donde moraba Turgon.
No obstante, necesitaba ayuda;
porque nunca había vivido en las tierras salvajes, mientras que los proscritos
estaban habituados a la dura vida de los cazadores y los recolectores, y llevaban
consigo toda la comida que podían, aunque el Fiero Invierno había diezmado sus
reservas. Por tanto, Húrin les dijo: —Debemos abandonar esta tierra; porque
Lorgan no me dejará tranquilo por más tiempo. ¡Descendamos a los valles del Sirion,
donde la primavera ha llegado al fin!
Asgon los guio entonces a uno de
los antiguos pasos que iban hacia el este desde Mithrim, y descendieron del nacimiento
del Lithir, hasta que llegaron a las cascadas donde se precipitaba en el Sirion
en el extremo meridional de la Tierra Estrecha.
Ahora bien, avanzaban con gran
cansancio, porque Húrin no confiaba en la libertad que le había concedido Morgoth.
Y con razón: pues Morgoth sabía de todos sus movimientos, y aunque durante un
tiempo estuvo oculto en las montañas, su descenso pronto fue descubierto. A
partir de entonces lo seguían y con tanta astucia que Húrin lo advirtió pocas
veces. Todas las criaturas de Morgoth evitaban ser vistas, y nunca lo
molestaron ni lo apartaron de su camino. Avanzaron hacia el sur por la orilla
occidental del Sirion, y Húrin se preguntaba cómo separarse de sus compañeros durante
el tiempo suficiente para poder buscar una entrada a Gondolin sin romper su
promesa.
Al cabo llegaron al Brithiach y
allí Asgon le dijo a Húrin: —¿Adónde iremos ahora, señor? Más allá de este vado
los caminos del este son demasiado peligrosos para los hombres mortales, si las
historias dicen la verdad.
—Vayamos entonces a Brethil, que
está cerca de aquí—dijo Húrin—. Tengo algo que hacer allí. Mi hijo murió en esa
tierra. —Así que esa noche se refugiaron en un grupo de árboles, los primeros
del bosque de Brethil, cuyo límite septentrional sólo se encontraba un poco al
sur del Brithiach. Húrin yació un poco apartado de los otros; y el día
siguiente, antes de que hubiera luz, despertó mientras ellos dormían vencidos
por el cansancio, y los dejó y cruzando el vado llegó a Dimbar.
Cuando los hombres despertaron ya
estaba lejos, y había una espesa niebla matutina en torno al río. Según pasaba
el tiempo y no volvía ni respondía ninguna llamada, empezaron a temer que
hubiera caído en manos de alguna bestia o enemigo merodeador.
—Nos hemos vuelto descuidados
últimamente, Asgon—. La tierra está tranquila, demasiado tranquila, Pero hay
ojos bajo las hojas y oídos detrás de las piedras. Cuando la niebla se levantó,
siguieron el rastro de Húrin; pero llevaba al vado y allí desaparecía, y no
supieron qué hacer.
—Si nos ha dejado, regresemos a
nuestra propia tierra—dijo Ragnir. Era el más joven de la compañía, y no recordaba
apenas los días anteriores a la Nirnaeth. —El anciano no tiene bien el
entendimiento. Durante el sueño habla a las sombras con extrañas voces.
—Poco me extrañaría que así fuera—dijo
Asgon—. Pero ¿quién podría mantenerse en pie como él, después de tanto dolor?
No, Húrin es nuestro verdadero señor, haga lo que haga y juré que lo seguiría.
—¿Aún al este, más allá del vado?—dijeron
los otros.
—No, poca esperanza hay en ese
camino—dijo Asgon—, y no creo que Húrin lo siga largo tiempo. De su propósito
sólo sabemos que era ir pronto a Brethil, y que tiene algo que hacer allí. Nos
encontramos en sus mismos bordes. Busquémoslo allí.
—¿Con permiso de quién?—dijo
Ragnir—. Los hombres de allí no quieren a los extranjeros.
—Los hombres que viven allí son
buena gente—dijo Asgon—, y el señor de Brethil es pariente de nuestros señores.
—No obstante, los otros dudaban, porque no habían llegado noticias de Brethil
desde hacía algunos años. —Por lo que sabemos, es posible que esté gobernada
por los orcos—decían.
—Pronto averiguaremos cómo están
las cosas—dijo Asgon—. Los orcos son poco peores que los hombres del este,
supongo, si debemos seguir siendo proscritos, prefiero esconderme en los
hermosos bosques que en las colinas frías.
Por tanto, Asgon se volvió hacia
Brethil; y los otros lo siguieron, pues tenía un corazón valeroso y los hombres
decían que había nacido con buena suerte. Antes del final del día se habían internado
profundamente en el bosque, y su llegada fue advertida; porque los haladin eran
más cautos que nunca, y mantenían una vigilancia constante en sus fronteras.
En el gris de la mañana, cuando
todos los extranjeros dormían excepto uno, rodearon el campamento, y agarraron y
amordazaron al vigilante en cuanto se puso a gritar.
Entonces Asgon se levantó de un
salto, y pidió a sus hombres que no desenvainaran las armas.
—¡Mirad—dijo—venimos en paz!
Somos edain de Dor-lómin.
—Es posible que así sea—dijeron
los guardas de las fronteras—. Pero la luz de la mañana es débil. Nuestro
capitán os juzgará mejor cuando haya más luz.
Entonces, superados ampliamente
en número, Asgon y sus hombres fueron hechos prisioneros, y les quitaron las
armas y les ataron las manos. Así fueron llevados ante Ebor, el capitán; y les
preguntó los nombres y de dónde venían.
—Así que sois edain del norte—dijo—.
Vuestro lenguaje lo confirma, y vuestros pertrechos. Buscáis amistad, tal vez.
Pero por desgracia hemos tenido malos momentos aquí, y vivimos temerosos.
Manthor, mi señor, el señor de la frontera del norte, no se encuentra aquí, y
por tanto debo obedecer las órdenes del halad, el caudillo de Brethil. En
seguida os conducirán ante él, sin más preguntas. ¡Que tengáis un buen viaje!
Ebor habló con cortesía, pero no
tenía grandes esperanzas, porque el nuevo caudillo era ahora Hardang hijo de
Hundad. A la muerte de Brandir sin hijos, se había convertido en halad, pues
era de los haladin, el linaje de Haleth, de donde se escogían todos los
caudillos. No había amado a Túrin, y ahora no tenía amor alguno por la casa de
Hador, de cuya sangre no tenía parte. Tampoco tenía una gran amistad por
Manthor, que también era de los haladin.
Asgon y sus hombres fueron
conducidos a Hardang por caminos tortuosos, con los ojos vendados. Así, al cabo
llegaron a la estancia de los caudillos en Obel Halad; y les destaparon los ojos,
y los guardianes les hicieron entrar. Hardang estaba sentado en el gran sitial,
y los miró con severidad.
—Venís de Dor-lómin, me han dicho—dijo—.
Pero por qué, no lo sé. Poco bien ha llegado a Brethil de esa tierra, y ahora
no deseo ninguno: es un feudo de Angband. ¡Fría será la bienvenida que
encontraréis aquí, entrando furtivamente para descubrir nuestros caminos!
Asgon contuvo su ira, y respondió
resueltamente. —No vinimos furtivamente, señor. Nuestra habilidad en los
bosques es tan grande como la de vuestro pueblo, y no nos habrían capturado con
tanta facilidad de haber sabido que había algo que temer. Somos edain, y no
servimos a Angband, sino a la casa de Hador. Creíamos que los hombres de
Brethil eran de temple semejante, y amistosos con todos los hombres fieles.
—Con aquellos de fidelidad
demostrada—dijo Hardang—. No basta con ser edain. Y en cuanto a la casa de
Hador, poco amor le tenemos aquí. ¿Por qué habría de venir aquí la gente de esa
casa?
A esto Asgon no dio respuesta,
porque la enemistad del caudillo le hizo pensar que era mejor no hablar todavía
de Húrin.
—Veo que no quieres contar todo
lo que sabes—dijo Hardang—. Que así sea. Debo juzgar lo que veo, pero obraré con
justicia. Este es mi decreto. Aquí Túrin hijo de Húrin moró por un tiempo, y
libró a la tierra de la serpiente de Angband. Por eso os concedo la vida. Pero
menospreció a Brandir, caudillo verdadero de Brethil, y le dio muerte sin
justicia o piedad. Por tanto, no os acogeré aquí. Seréis expulsados por donde
vinisteis. Idos ahora, y si regresáis será para morir.
—Entonces ¿no se nos devolverán
las armas?—dijo Asgon—, ¿Nos arrojarás a las tierras salvajes sin arco o acero,
para que perezcamos entre las bestias?
—Ningún hombre de Hithlum volverá
a esgrimir un arma en Brethil—dijo Hardang—. No por permiso mío. Sacadlos de
aquí. Pero cuando los expulsaban de la sala, Asgon gritó:
—¡Esta es la justicia de los hombres
del este, no la de los edain! Nosotros no estuvimos aquí con Túrin, ni en las
buenas acciones ni en las malas. Servimos a Húrin, que todavía vive. Ocultos en
vuestros bosques, ¿no recordáis la Nirnaeth? ¿Acaso lo deshonraréis también a
vuestro pesar, si viene?
—¿Si viene Húrin, dices?—dijo
Hardang—. ¡Cuando Morgoth duerma, quizá!
—No—dijo Asgon—. Ha regresado.
Con él llegamos a tus fronteras. Tiene algo que hacer aquí—dijo—. ¡Vendrá!
—Entonces aquí estaré para
encontrarlo—dijo Hardang—, Pero vosotros no. ¡Idos ahora!—Hablaba como con
desdén, pero su rostro empalideció, temiendo de súbito que hubiera sucedido
algo extraño que presagiara algo todavía peor. Entonces un gran miedo de la
sombra de la casa de Hador cayó sobre él, y el corazón se le oscureció. Porque
no era un hombre de gran valor, a diferencia de Hunthor y Manthor,
descendientes de Hiril.
Volvieron a vendar los ojos a
Asgon y su compañía, por miedo a que pudieran descubrir los senderos de Brethil,
y los condujeron a la frontera del norte.
Ebor no se sintió complacido cuando
supo lo que había pasado en Obel Halad, y les hablo con más cortesía. —¡Ay!—dijo—.
Debéis partir otra vez. Pero he aquí que os devuelvo vuestros pertrechos y
armas. Porque es lo que habría hecho mi señor Manthor, por lo menos. ¡Ojalá
estuviera aquí! Manthor es ahora el hombre más valiente de nosotros; y, por orden
de Hardang, capitán de los guardias de los cruces del Teiglin. Allí es donde
más tememos un ataque, y más lucha. Bien, esto es lo que haré en su lugar; pero
os pido que no volváis a Brethil, porque si lo hacéis, es posible que nos
veamos obligados a obedecer la orden que Hardang ha hecho cundir por todas las
fronteras: mataros en cuanto seáis vistos.
Entonces Asgon le dio las gracias,
y Ebor los condujo a los últimos árboles de Brethil, y se despidió de ellos. —Bueno,
no has perdido la buena suerte—dijo Ragnir—, porque al menos no estamos muertos,
aunque estuvimos cerca. ¿Qué haremos ahora?
—Todavía deseo encontrar a mi
señor Húrin—dijo Asgon—, y el corazón me dice que vendrá a Brethil.
—Adonde nosotros no podemos
regresar—dijo Ragnir—, a menos que busquemos una muerte más rápida que el
hambre.
—Si viene, lo hará, supongo, por
la frontera septentrional, entre el Sirion y el Teiglin—dijo Asgon—. Bajemos hacia
los cruces del Teiglin. Allí es más probable que oigamos noticias.
—O cuerdas de arco—dijo Ragnir.
Sin embargo, siguieron el consejo de Asgon y se alejaron hacia el oeste, vigilando
desde lejos en todo lo posible los árboles oscuros de Brethil.
Pero Ebor estaba perturbado, y
envió rápidamente un mensaje a Manthor para informarle de la llegada de Asgon y
sus extrañas palabras acerca de Húrin. Pero el rumor había cundido ya por toda
Brethil. Y Hardang dudaba en Obel Halad, y celebró consejo con sus amigos.
Ahora bien, Húrin, llegado a
Dimbar, hizo acopio de fuerzas y prosiguió solo hacia los pies oscuros de las
Echoriad. Toda la tierra estaba fría y desolada, y cuando al fin se alzó abruptamente
ante él y no pudo encontrar ningún camino para continuar, se detuvo y miró alrededor
con pocas esperanzas, Se encontraba ahora al pie de una pendiente de piedras
bajo un muro escarpado, y no sabía que eso era todo lo que podía verse del
antiguo Paso de la Huida: habían bloqueado el río Seco y el portal de piedra
estaba bajo tierra.
Entonces Húrin miró el cielo
gris, creyendo que quizá viera nuevamente a las águilas, como hacía ya mucho,
en su juventud. Pero sólo vio las sombras venidas del este, y las nubes que rodeaban
los picos inaccesibles; y el viento silbaba sobre las piedras. Pero la
vigilancia de las grandes águilas había sido redoblada, y pronto descubrieron a
Húrin, allá abajo, abandonado a la luz declinante. Y en seguida el mismo Thorondor,
pues la noticia parecía de importancia, le llevó el mensaje a Turgon.
Pero Turgon dijo: —¡No! Es
imposible, a menos que Morgoth duerma. Te equivocas.
—No es así—respondió Thorondor—.
Si las águilas de Manwë acostumbraran a errar de esa manera, hace ya tiempo, señor,
que vuestro escondite habría sido inútil.
—Entonces no hay duda de que tus
palabras auguran el mal—dijo Turgon—, pues sólo pueden significar que aún Húrin
Thalion se ha sometido a la voluntad de Morgoth. Mi corazón está cerrado. —Pero
cuando hubo despedido a Thorondor, Turgon se quedó largo tiempo meditando, y
recordó perturbado los hechos de Húrin. Y abrió su corazón, y pidió a las águilas
que buscaran a Húrin e intentaran traerlo a Gondolin. Pero era demasiado tarde,
y no lo vieron más, ni a la luz ni a la sombra.
Porque Húrin estaba entonces
desesperado mirando los riscos silenciosos de las Echoriad; y el sol poniente
horadó las nubes y le tiñó de rojo los cabellos blancos. Entonces gritó en el desierto,
sin importarle que nadie lo escuchara, y maldijo la tierra implacable, «dura como los
corazones de los elfos y los hombres». Y de pie sobre una roca elevada miró por último hacia Gondolin y
llamó en alta voz: —¡Turgon,
Turgon, recuerda el marjal de Serech!—Y de nuevo: —¡Turgon, Húrin te llama! ¡Turgon!
¿No me oyes en tus estancias ocultas?
Pero no hubo respuesta, y no oyó
otro sonido que el del viento en las hierbas secas.
—Así silbaban en Serech al
ponerse el sol—dijo. Y mientras hablaba el sol se puso tras las montañas de la
Sombra, y una oscuridad cayó alrededor, y el viento cesó, y hubo silencio en el
yermo.
Sin embargo, hubo oídos que
oyeron las palabras de Húrin, y ojos que observaron bien sus gestos; y el
mensaje llegó sin demora ante el Trono Oscuro del norte. Entonces Morgoth sonrió.
Y ahora sabía claramente en qué región moraba Turgon, aunque por causa de las águilas
no había podido mandar ningún espía a que observara aquellas tierras, detrás de
las montañas circundantes. Este fue el primer mal que la libertad de Húrin trajo
al mundo.
Cuando se hizo la oscuridad, Húrin
resbaló de la roca y cayó en un pesado sueño de dolor. Pero en el sueño oyó la
voz de Morwen que se lamentaba y que lo llamaba una y otra vez; y le pareció
que la voz venía de Brethil. Por tanto, cuando despertó junto con la venida del
día, se puso en pie y se volvió; y llegó de nuevo al vado, y como quien está
guiado por una mano invisible avanzó a lo largo de Brethil, hasta que al cabo
de cuatro días de viaje llegó al Teiglin, y se le había acabado la escasa
comida, y tenía hambre. Pero prosiguió como la sombra de un hombre empujado por
un viento oscuro, y llegó en la noche a los cruces, y los dejó atrás y entró en
Brethil.
Los centinelas nocturnos lo vieron
pero se sintieron atemorizados, y no se atrevieron a moverse o dar la alarma;
pues creían ver a un fantasma salido de un viejo túmulo de guerra, y que ahora
andaba en la oscuridad. Y transcurrieron muchos días antes de que los hombres se
atrevieran a acercarse a los cruces en la noche, salvo en gran compañía y con
el fuego encendido.
Pero Húrin siguió andando, y al
atardecer del sexto día llegó al fin al sitio en que Glaurung había sido
quemado, y vio la piedra erguida a orillas del Cabed Naeramarth.
Pero Húrin no miró la piedra,
pues sabía lo que allí estaba escrito, y había visto que no se encontraba solo.
Sentada a la sombra de la piedra había una figura inclinada y de rodillas. Parecía
un caminante sin hogar quebrantado por la edad, demasiado cansado para advertir
su llegada; pero los harapos que lo cubrían eran los restos de un vestido de
mujer. Al cabo, mientras Húrin guardaba silencio, ella echó atrás la destrozada
capucha y levantó la cara lentamente, ojerosa y hambrienta como un lobo
perseguido. Tenía el pelo cano, la nariz afilada y los dientes rotos, y una
mano enjuta se aferraba a la capa sobre su pecho. Pero de pronto las miradas de
los dos se encontraron, y Húrin la reconoció porque aunque había espanto y
frenesí en los ojos de ella, aún conservaban la luz élfica que mucho tiempo atrás
le había ganado el nombre de Eledhwen, la más orgullosa y bella entre las mujeres mortales de antaño.
—¡Eledhwen, Eledhwen!—gritó Húrin,
y ella se levantó y se tambaleó hacia adelante, y Húrin la cogió en sus brazos.
—Has venido por fin—dijo ella—. He
esperado demasiado.
—El camino era oscuro. Vine como
me fue posible—respondió él.
—Pero has llegado demasiado tarde—le
dijo Morwen—. Se han perdido.
—Lo sé—dijo él—. Pero tú no.
—Casi—dijo ella—. Estoy agotada.
Me iré con el sol. Se han perdido. —Se aferró a la capa—. Queda poco tiempo—dijo—.
Si lo sabes ¡dímelo! ¿Cómo llegó ella a encontrarlo?
Pero Húrin no respondió, y se
sentó junto a la piedra con Morwen en los brazos, y no volvieron a hablar. El
sol se puso, Morwen suspiró y le tomó la mano, y se quedó quieta; y Húrin supo
que había muerto.
Así pereció Morwen, la orgullosa
y bella; y Húrin la miró en el crepúsculo, y le pareció que las líneas trazadas
por el dolor y las penurias se habían borrado. Frío, pálido y serio era su rostro.
—Nunca fue vencida—dijo; y le
cerró los ojos y permaneció sentado e inmóvil junto a ella mientras la noche
continuaba avanzando. Las aguas del Cabed Naeramarth rugían próximas, pero él
no oía nada, y no veía nada, y no sentía nada, porque el corazón se le había
vuelto de piedra en su interior, y pensó que seguiría allí sentado hasta morir
él también.
Entonces sopló un viento frío, una
lluvia le golpeó la cara, y despertó, y la ira se levantó en él como un humo
que le oscurecía el juicio, de modo que ahora no deseaba otra cosa que vengarse
los daños que habían sufrido él y los suyos, acusando en su angustia a todos
los que habían tenido algún trato con ellos. Se levantó y alzó a Morwen; y de
pronto supo que no tenía fuerza para llevarla. Estaba hambriento, y viejo, y
cansado como el invierno. Lentamente la depositó junto a la piedra erguida.
—Quédate un poco más aquí, Eledhwen—dijo—,
hasta mi regreso. Ni siquiera un lobo podría hacerte más daño. ¡Pero las gentes
de esta dura tierra lamentarán el día en que moriste aquí! Entonces Húrin se
alejó, y volvió al vado del Teiglin; y allí cayó junto al Haud-en-Elleth, y la
oscuridad lo cubrió, y yació como quien ha muerto ahogado mientras dormía. Por
la mañana, antes de que la luz lo despertara, lo encontraron los guardas que
Hardang había ordenado vigilar especialmente ese lugar. El primero en verlo fue
un hombre llamado Sagroth, y lo miró asombrado y sintió miedo, pues creyó saber
quién era el anciano.
—¡Venid!—gritó a los que lo
seguían—. ¡Mirad aquí! Debe de ser Húrin. Los extranjeros dijeron la verdad.
¡Ha venido!
—¡Siempre dando problemas,
Sagroth!—dijo Forhend—. El halad no se sentirá complacido ante semejante
hallazgo. ¿Qué hacer ahora? Quizá Hardang preferiría oír que hemos detenido el
problema en las fronteras y lo hemos echado fuera.
—¿Echarlo fuera?—dijo Avranc. Era
hijo de Dorlas, un joven oscuro y de poca estatura, apreciado por Hardang,
igual que su padre—. ¿Echarlo fuera? ¿De qué serviría? ¡Vendría otra vez! Puede
caminar, todo el camino desde Angband, si es quien tú supones. ¡Mira! Parece
triste y tiene una espada, pero duerme profundamente. ¿Para qué despertar a más
dolor? Si quisieras complacer al caudillo, Forhend, terminaría sus días aquí.
Tal era la sombra que yacía en el
corazón de los hombres, según se extendía el poder de Morgoth y el miedo
invadía toda la tierra; pero no todos los corazones se habían oscurecido.
—¡Vuestras palabras os deshonran!—gritó
Manthor, el capitán, que venía detrás y había oído lo que decían—. ¡Sobre todo
a ti, Avranc, por joven que seas! ¿No has oído al menos de las hazañas de Húrin
de Hithlum, o acaso las tomaste por cuentos del hogar de la lumbre? ¿Qué hacer
ahora, en verdad? Así que aconsejas darle muerte mientras duerme. ¡Del infierno
viene esa idea!
—Y él también—respondió Avranc—.
Si en verdad es Húrin. ¿Quién lo sabe?
—Lo sabremos en seguida—dijo
Manthor, y dirigiéndose a Húrin, que yacía en el suelo, se arrodilló y le tomó
la mano para besarla—. ¡Despertad!—gritó—. La ayuda está próxima. Y si sois Húrin,
no hay ayuda que me parezca suficiente para vos.
—Ni ayuda que no te pague con el
mal—dijo Avranc—. Viene de Angband, digo.
—Lo que puede hacer, no lo
sabemos—dijo Manthor—. Sabemos lo que ha hecho, y aún no hemos pagado la deuda.
—Volvió entonces a llamar en voz alta: —¡Salve, Húrin Thalion! ¡Salve capitán de
hombres!
A esto Húrin abrió los ojos,
recordando las malignas palabras que había oído durante el sueño, antes de
despertar, y vio hombres en torno con armas en las manos. Se levantó con dificultad,
buscando la espada, y los miró con furia y desprecio.
—¡Canallas!—exclamó—. ¿Mataríais
a un anciano mientras duerme? Tenéis aspecto de hombres, pero apuesto a que por
dentro no sois más que orcos. ¡Venid, pues! Matadme despierto, si os atrevéis.
Pero eso no le gustará a vuestro Negro Amo, creo. Soy Húrin hijo de Galdor, un
nombre que por los menos los orcos recordarán.
—No, no—dijo Manthor—. No soñéis.
Somos hombres, pero éstos son días malignos de incertidumbre, y estamos muy exigidos.
Nos encontramos en un lugar peligroso. ¿Querréis venir con nosotros? Al menos
podremos ofreceros alimento y descanso.
—¿Descanso?—dijo Húrin—. No lo
podréis hallar para mí. Pero tomaré alimento en mi necesidad.
Entonces Manthor le dio un poco
de pan, carne y agua; pero se le atragantaron, y los escupió.
—¿Está muy lejos la casa de vuestro
señor?—preguntó—. Hasta que no lo vea la comida que le negasteis a quien yo
amaba no me bajará por la garganta.
—Está delirando, y nos
menosprecia—murmuró Avranc—. ¿Qué os dije?
Pero Manthor lo miró con piedad, aunque
no entendió sus palabras.
—Es un largo camino para quien
está agotado, señor—dijo—; y la casa de Hardang halad está escondida para los
extraños.
—¡Entonces llevadme allí!—dijo Húrin—.
Iré como pueda. Tengo algo que hacer en esa casa.
Partieron poco después. De la
gran compañía, Manthor dejó a la mayor parte cumpliendo su obligación; pero él
se fue con Húrin, y también llevó a Forhend. Húrin caminaba como podía, pero al
cabo de un rato empezó a tambalearse y caer; y sin embargo siempre volvía a levantarse
y andar, y no permitió que nadie lo ayudara. De este modo, después de detenerse
muchas veces, llegaron al fin a la estancia de Hardang en Obel Halad en las
profundidades del bosque; y él sabía de su venida porque Avranc, sin que nadie
se lo pidiera, se había adelantado corriendo y le había dado la nueva; y no se
olvidó de hablarle de las fieras palabras de Húrin al despertar, y de que había
rechazado su comida.
Sucedió así que encontraron la
sala bien guarnecida muchos hombres la entrada, y en las puertas. En la puerta
de entrada el capitán de los guardas los detuvo.
—¡Entregadme al prisionero!—dijo.
—¡Prisionero!—dijo Manthor—. No
llevo ningún prisionero.
—Son palabras del halad, no mías—dijo
el capitán—. Pero tú puedes venir también. También tiene algo que decirte a ti.
Entonces condujeron a Húrin ante
el caudillo; y Hardang no lo saludó, sino que permaneció sentado en el gran
sitial y miró a Húrin de arriba abajo. Pero Húrin le devolvió la mirada y se
mantuvo tan erguido como pudo, aunque apoyándose en el bastón. Así guardó
silencio un rato, hasta que al final se desplomó en el suelo.
—¡Vaya!—dijo—. Veo que en Brethil
hay tan pocas sillas que los huéspedes tienen que sentarse en el suelo.
—¿Huésped?—dijo Hardang—. Nadie a
quien yo haya invitado. Pero traedle un taburete al viejo canalla. Si no quiere
desdeñarlo, aunque escupa nuestra comida.
A Manthor no le complació la
descortesía; y al oír reír a alguien en la sombra de detrás del gran sitial
miró y vio que era Avranc, y el rostro se le oscureció de ira.
—Con perdón, señor—le dijo a
Húrin—. Hay un malentendido aquí. —Entonces, volviéndose a Hardang, dio un paso
al frente. —¿Hay en mi compañía un nuevo capitán, mi halad?—dijo—. Porque de
otro modo no entiendo cómo alguien que ha abandonado sus obligaciones y desobedecido
mis órdenes está aquí sin que lo reprendan. Veo que ha traído la nueva antes
que yo; pero a mi parecer olvidó el nombre del huésped, o a Húrin Thalion no se
le habría dejado en pie.
—Conozco su nombre—respondió
Hardang—, y sus crueles palabras también lo revelan. Así son los de la casa de
Hador, pero corresponde al extraño decir su nombre primero en mi casa, y
esperaba oírle. Y en cuanto a tu obligación, no son asuntos que se discutan
ante extraños.
Entonces se volvió hacia Húrin,
que mientras tanto había permanecido encorvado sentado en el taburete bajo;
tenía los ojos cerrados, y parecía no prestar atención a lo que se decía.
—Bien, Húrin de Hithlum—dijo Hardang—,
¿qué hay de tu cometido? ¿Es urgente? ¿O prefieres reflexionar y descansar y hablarás
de él más tarde, cuando así lo desees? Mientras tanto podemos encontrar comida
para ti que no sea tan desagradable. —El tono de Hardang era ahora más gentil,
y se levantó para hablar; porque era un hombre cauto, y había advertido el
descontento en los rostros de otros además de Manthor.
Entonces Húrin se levantó de
pronto.
—Bien, señor junco de la ciénaga—dijo—.
Así que os encorváis con cada soplo de viento, ¿no es cierto? Cuidad que no os
tumbe el mío. Desprecias a los ancianos, eres avaro con la comida, matas de
hambre a los caminantes. Este taburete te sienta mejor. —A esto arrojó a Hardang
el taburete, que lo golpeó en la frente; luego se volvió para salir de la
estancia.
Algunos de los hombres le dejaron
pasar, fuera por compasión o por miedo a su cólera; sin embargo, Avranc corrió
ante él.
—¡No tan rápido, canalla Húrin!—gritó—.
Al menos ahora ya no dudo de tu nombre. Traes los modales de Angband. Pero nosotros
no queremos acciones de orcos en la sala. Has atacado al caudillo en su sitial,
y serás encarcelado, te llames como te llames.
—Te lo agradezco, capitán Avranc—dijo
Hardang, que seguía sentado en el sitial, mientras restañaba la sangre que le
brotaba de la frente—. Que el viejo loco sea encarcelado y vigilado de cerca.
Lo juzgaré después.
Entonces ataron los brazos de Húrin
con correas, y le pusieron un ronzal en el cuello, y se lo llevaron; y él no se
resistió más, porque la ira se le había apagado, y caminó como quien sueña, con
los ojos cerrados. Pero Manthor, aunque Avranc lo miró con ceño, le puso el brazo
en torno a los hombros y lo guio para que no tropezara.
Pero cuando Húrin fue encerrado
en una cueva y Manthor no pudo hacer más para ayudarlo, regresó a la sala. Allí
encontró a Avranc hablando con Hardang, y aunque al llegar él guardaron silencio,
alcanzó a oír las últimas palabras de Avranc, y le pareció que Avranc insistía
en que Húrin fuera ejecutado de inmediato.
—Parece, capitán Avranc—dijo—,
que las cosas te van muy bien en el día de hoy. Te he visto en un divertimento
similar: provocando un viejo tejón y haciéndolo matar cuando muerde. ¡No tan
rápido, capitán Avranc! Ni tú tampoco, Hardang halad. No es éste un asunto que
pueda resolver el señor sin más. La llegada de Húrin, y su recibimiento aquí,
atañe a toda la gente, y oirán todo lo que se diga, antes de que se pronuncie
el juicio.
—Tienes permiso para irte—dijo
Hardang—. Regresa a tus deberes en las fronteras, hasta que llegue el capitán Avranc
para asumir el mando.
—No, señor—dijo Manthor—. No
tengo deberes. Desde hoy estoy fuera de tu servicio. Al mando queda Sagroth un
hombre de los bosques algo más viejo y sabio que uno que tú nombras. A su
debido tiempo regresaré a mis propias fronteras. Pero ahora convocaré a las
gentes.
Porque Manthor descendía de
Haldad, y tenía una pequeña tierra de su propiedad en la frontera oriental de
Brethil, junto a donde el Sirion pasa por Dimbar. Pero todas las gentes de
Brethil eran gentes libres, y poseían por derecho quintas y más o menos tierras
alrededor. El amo era elegido entre los descendientes de Haldad, debido a la
veneración por las hazañas de Haleth y Haldar; y aunque hasta ese entonces el
título se le había dado, como si de un señorío o reino se tratase, al mayor de
la línea más antigua, el pueblo tenía el derecho de apartar a alguien o
quitarle el título, por causa mayor. Y algunos sabían muy bien que Harathor
había intentado que se saltara a Brandir el Cojo en su propio favor.
Cuando se dirigía a la puerta
Avranc tomó el arco para disparar a Manthor, pero Hardang lo contuvo.
—Todavía no—dijo—. Pero Manthor
no se dio cuenta (aunque algunos de los que estaban en la sala lo advirtieron),
y salió, y envió a todos los que pudo encontrar y estuvieron dispuestos a
llevar el mensaje de que se reunieran todos los amos de las quintas y todo
aquel que no fuera imprescindible.
Ahora bien, el rumor cundió por
los bosques, y las historias se exageraron; y algunos decían una cosa, y otros
otra, y la mayoría hablaban a favor del halad y describían a Húrin como un cruel
cacique orco; porque Avranc también había enviado mensajeros. No tardó en haber
una gran concurrencia de gente, y la pequeña villa que había en torno a la
Estancia de los Caudillos había crecido con tiendas y barracas. Pero todos los
hombres llevaban armas, pues temían una súbita alarma en las fronteras.
Cuando hubo enviado a sus mensajeros,
Manthor se dirigió a la prisión de Húrin, y los guardas no quisieron dejarle
entrar.
—¡Vamos!—dijo Manthor—. Bien
sabéis que tenemos la buena costumbre de que todo prisionero disponga de un
amigo que pueda venir a él y ver cómo está y ofrecerle consejo.
—El amigo es escogido por el
prisionero—dijeron los guardas—; pero este salvaje no tiene amigos.
—Tiene uno—dijo Manthor—, y pido
permiso para ofrecerme a su elección. —El halad nos ha prohibido admitir a
nadie, salvo a los guardas—dijeron. Pero Manthor, que conocía las leyes y
costumbres de su pueblo, replicó:
—Sin duda. Pero a esto no tiene
derecho. ¿Por qué está cautivo el extranjero? No aprisionamos a ancianos o
caminantes porque pronuncien palabras malignas en momentos de confusión. Este
está cautivo porque atacó a Hardang, y Hardang no puede juzgar su propio caso,
sino que debe someter la ofensa al juicio del pueblo. Mientras tanto, no puede
negar al prisionero consejo ni ayuda. Si fuera prudente, advertiría que eso no
favorece su propia causa. ¿O es que alguna otra boca habló por él?
—Es cierto—dijeron—. Avranc trajo
la orden.
—Entonces olvidadla—dijo Manthor—.
Porque Arvanc tenía la orden de quedarse en las fronteras. Escoged pues entre
un joven renegado y las leyes del pueblo.
Entonces los guardas lo dejaron
entrar en la cueva; porque Manthor gozaba de gran estima en Brethil, y a los
hombres no les gustaban los caudillos que intentaban desautorizar al pueblo.
Manthor encontró a Húrin sentado en un banco, le habían engrillado los
tobillos, pero tenía las manos desatadas y había algo de comida ante él,
intacta. No alzó la vista.
—¡Salve, señor!—dijo Manthor—.
Las cosas no han ido como debieran, ni como yo las habría dispuesto. Pero ahora
tenéis necesidad de un amigo.
—No tengo amigos, y no deseo
ninguno en esta tierra—dijo Húrin.
—Hay uno delante de vos—respondió
Manthor—. No me desdeñéis. Porque por desgracia el asunto entre vos y Hardang halad
debe ser sometido al juicio del pueblo, y estaría bien que, tal como permite la
ley, tuvierais un amigo que os aconsejara y defendiera.
—No me defenderé, y no necesito
consejo—dijo Húrin.
—Necesitáis éste por lo menos—dijo
Manthor—. Dominad vuestra cólera por un tiempo, y tomad algo de comida, para tener
fuerzas ante vuestros enemigos. Ignoro qué tenéis que hacer aquí, pero lo
haréis mejor si no os morís de hambre. ¡No os quitéis la vida mientras todavía
haya esperanza!
—¿Quitarme la vida?—exclamó
Húrin, y se levantó tambaleándose para apoyarse en la pared, con los ojos rojos—.
¿Seré arrastrado ante una chusma de hombres de los bosques, engrillado, para
oír qué tipo de muerte quieren darme? Antes me mataré yo mismo, si me dejan las
manos libres. —Entonces, de repente, rápido como una vieja bestia atrapada,
saltó adelante, y antes de que Manthor pudiera evitarlo le quitó un cuchillo
del cinturón. Luego se desplomó en el banco.
—Podría haberos dado el cuchillo
como regalo—dijo Manthor—, aunque no consideramos el suicidio una acción noble
en aquellos que no han perdido la razón. ¡Ocultad el cuchillo y guardadlo para
un uso mejor! No digáis nada, pero si ahora queréis comer conmigo lo tomaré por
un sí.
Entonces Húrin lo miró y la furia
le abandonó los ojos; y juntos bebieron y comieron en silencio. Y cuando no
quedó nada, Húrin dijo: —Por la voz me has vencido. Nunca, desde el Día del
Terror, había escuchado una voz humana tan hermosa, ¡Ay! me recuerda a las
voces de la casa de mi padre hace mucho tiempo, cuando la sombra parecía muy
lejos.
—Es muy posible—dijo Manthor—.
Hiril, mi antepasada, era hermana de vuestra madre, Hareth.
—Entonces eres pariente además de
amigo—dijo Húrin,
—Pero no sólo yo—dijo Manthor—.
Somos pocos y tenemos pocas riquezas, pero también somos edain, y estamos
unidos por muchos lazos a vuestro pueblo. Vuestro nombre ha sido honrado aquí;
pero nunca habríamos tenido nuevas de vuestras hazañas si Haldir y Hundar no hubieran
marchado a la Nirnaeth cayeron allí, pero tres hombres de su compañía regresaron,
porque recibieron la ayuda de Mablung de Doriath y sanaron de sus heridas. Los
días se han oscurecido desde entonces, muchos corazones se han ensombrecido,
pero no todos.
—Sin embargo, la voz de vuestro caudillo
viene de las sombras—dijo Húrin—, y tu pueblo lo obedece, aún en hechos deshonrosos
y crueles.
—El dolor os oscurece los ojos, señor,
si me atrevo a decirlo, pero para que no sea verdad, celebremos un consejo
juntos. Porque veo el peligro del mal delante, para vos y para mi pueblo, aunque
quizá pueda evitarse con sabiduría. Debo advertiros de algo, aunque tal vez no
os agrade. Hardang es un hombre menor que sus padres, pero no vi ningún mal en
él hasta el día de vuestra llegada. Traéis una sombra con vos, Húrin Thalion,
en la que las sombras menores se oscurecen.
—¡Oscuras palabras de un amigo!—dijo
Húrin—. Mucho tiempo viví en la Sombra, pero resistí y no cedí. Si hay una
oscuridad sobre mí, es sólo la del dolor más allá del dolor que me ha robado la
luz. Pero en la Sombra no tengo parte alguna.
—No obstante, yo os digo—dijo
Manthor—que está detrás de vos. Ignoro cómo obtuvisteis la libertad, pero el
pensamiento de Morgoth no os ha olvidado. Tened cuidado.
—No chochees, viejo, quieres decir—respondió
Húrin—. Aceptaré eso de ti, por tu hermosa voz y el parentesco que nos une, ¡pero
no más! Hablemos de otras cosas, o dejemos de hablar.
Entonces Manthor fue paciente, y
se quedó largo tiempo con Húrin, hasta que el atardecer llenó la cueva de
oscuridad; y volvieron a comer juntos. Entonces Manthor ordenó que le trajeran
una luz a Húrin, y se despidió hasta el día siguiente, y partió a su tienda con
el corazón oprimido.
Con el nuevo día se anunció que
la Asamblea del Pueblo celebraría el juicio la mañana siguiente, pues ya habían
llegado quinientos caciques, y según la costumbre ése era el número mínimo que
podía considerarse una verdadera Asamblea. Manthor fue temprano a ver a Húrin,
pero los guardas no eran los mismos. Ahora había en la puerta tres hombres de
la propia casa de Hardang, y no se mostraron amistosos.
—El prisionero está dormido—dijo
su jefe—. Y eso está bien: quizá le devuelva el juicio.
—Pero he sido designado amigo
suyo, como se anunció —dijo Manthor.
—Un amigo lo dejaría tranquilo,
mientras pueda estarlo. ¿Para qué querrías despertarlo?
—¿Por qué habría de despertarlo
mi llegada, antes que los pies de un carcelero?—dijo Manthor—. Quiero ver cómo
duerme
—¿Acaso piensas que todos mienten
menos tú?
—No, no; pero creo que algunos
olvidan las leyes muy fácilmente cuando no convienen a su propósito—respondió
Manthor. No obstante, le pareció que no haría ningún bien al caso de Húrin que
siguiera discutiendo, y se fue.
De este modo, sucedió que demasiadas
cosas quedaron sin hablar entre ellos antes de que fuera demasiado tarde.
Porque cuando regresó el día estaba declinando. Esta vez no se le dificultó la
entrada, y encontró a Húrin tumbado en un jergón; y advirtió con ira que ahora
tenía también grilletes en las muñecas, unidos con una corta cadena.
—Un amigo que llega tarde es una
esperanza negada—dijo Húrin—. Te he esperado largo tiempo, pero ahora tengo
sueño y los ojos nublados.
—Vine a media mañana—dijo Manthor—,
pero me dijeron que dormíais.
—Dormitaba, dormitaba con
esperanzas menguadas—dijo Húrin—; pero tu voz podría haberme ayudado. Estoy así
desde que rompí el ayuno. Seguí al menos ese consejo tuyo, amigo; pero la
comida me hace más mal que bien. Ahora debo dormir. Pero ven por la mañana. Manthor
reflexionó sombríamente sobre esto. No podía ver el rostro de Húrin, pues quedaba
poca luz, pero inclinándose escuchó su respiración. Entonces, con el rostro
sombrío, se levantó y ocultó la comida que quedaba bajo su capa, y salió.
—Bien, ¿cómo hallaste al salvaje?—preguntó
el jefe de los guardas.
—Aturdido por el sueño—respondió
Manthor—. Mañana estará despierto. Llamadlo temprano. Traed comida para dos,
porque vendré y tomaré el desayuno con él.
Al día siguiente, mucho antes de
la hora designada a media mañana, la Asamblea empezó a congregarse. Había ahora
casi mil asistentes, en su mayor parte hombres, pues la guardia de las
fronteras no podía descuidarse.
El Anillo de la Asamblea no tardó
en estar lleno. Tenía la forma de una gran media luna, con siete gradas de
césped que se levantaban desde una superficie llana excavada en la ladera de la
colina. Una cerca elevada lo rodeaba, y la única entrada era una pesada puerta abierta
en la estacada que cerraba el extremo abierto de la media luna. En medio de la
grada más baja de asientos se alzaba la Angbor o Roca del Juicio, una gran
piedra plana donde se sentaba el halad. Los enjuiciados permanecían de pie
frente a la piedra, de cara a la asamblea.
Había una gran confusión de
voces, pero sonó un cuerno y se hizo el silencio, y el halad entró, con muchos
hombres de su casa. La puerta se cerró detrás de él, y se acercó lentamente a
la piedra. Entonces consagró la Asamblea de cara a la gente, de acuerdo con la
costumbre. Primero nombró a Manwë y a Mandos, según la manera que los edain
habían aprendido de los eldar, y luego, hablando en la vieja lengua del pueblo,
que había caído en desuso, declaró que la Asamblea estaba correctamente constituida,
siendo la tricentésima primera Asamblea de Brethil, convocada para someter a
juicio un grave asunto. Cuando, según la costumbre, toda la asamblea hubo dicho
en la misma lengua «Estamos preparados», tomó asiento en la Angbor, y ordenó en el habla de Beleriand a los hombres
que había junto a él: —¡Haced sonar el cuerno! ¡Que traigan al prisionero ante
nosotros!
El cuerno sonó dos veces, pero
durante un rato no entró nadie, y fuera de la cerca pudo oírse un ruido de voces
airadas. Al cabo la puerta se abrió de golpe, y entraron seis hombres llevando
a Húrin.
—Me llevan con violencia y abusos—gritó—.
No acudiré encadenado como un esclavo a ninguna Asamblea de la tierra, ni aunque
estuvieran presentes los reyes de los elfos. Y mientras esté así atado niego la
autoridad y la justicia de vuestros decretos. —Pero los hombres lo sentaron en
el suelo ante la piedra y allí lo aguantaron por la fuerza.
Ahora bien, la costumbre de la
Asamblea era que, cuando un hombre era llevado ante ella, el halad fuera el
acusador, y para empezar refiriera brevemente el delito del que se le acusaba. A
esto el enjuiciado tenía derecho, por su propia boca o mediante su amigo, a
negar el cargo y a defenderse de lo que había hecho. Y cuando todo estaba
dicho, si quedaba alguna duda o una de las partes negaba algún punto, se
llamaban a los testigos. Hardang, por tanto, se levantó y volviéndose a la
asamblea empezó a referir los cargos.
—Este prisionero—dijo—, que veis ante
vosotros, se da el nombre de Húrin hijo de Galdor y antaño fue de Dor-lómin,
pero llevaba mucho tiempo en Angband cuando vino aquí. Sea como fuere.
Pero a esto Manthor se levantó y
se situó delante de la piedra.
—¡Con vuestro permiso, mi señor halad
y pueblo!—gritó—Como amigo del prisionero reclamo el derecho a preguntar lo siguiente:
¿Acaso el cargo del que se le acusa atañe al halad en persona? ¿O tiene el halad
algún agravio contra él?
—¿Agravio?—gritó Hardang, y la
ira le nubló el entendimiento, de modo que no advirtió a dónde iba Manthor—.
¡Agravio, en verdad! Esto no es una nueva moda de sombreros para la Asamblea.
Vengo aquí con heridas que acaban de ser vendadas.
—¡Ay!—dijo Manthor—. Pero si así
es, exijo que el asunto no se trate de este modo. Según la ley, nadie puede
referir una ofensa contra sí mismo; tampoco puede ocupar el sitial del juicio
mientras se escuchan los cargos. ¿No es así la ley?
—Es la ley—respondió la asamblea.
—Entonces—dijo Manthor—, antes de
escuchar los cargos, hay que designar a alguien que no sea Hardang hijo de
Hundad para que ocupe la piedra.
A esto la gente gritó muchos
nombres, pero la mayoría de las voces, y las más altas, llamaban a Manthor.
—No—dijo él—, estoy comprometido
en una de las partes y no puedo ser juez. Además, en tales casos el halad tiene
derecho a nombrar a quien ocupe su lugar, como sin duda él lo sabe bien.
—Te lo agradezco—dijo Hardang—, aunque
no necesito ningún hombre de leyes que me enseñe. —Entonces miró en torno, como
considerando a quién llamar. Pero había caído presa de una cólera negra, y toda
la sabiduría lo abandonó. Si hubiera nombrado a cualquiera de los caciques
presentes, las cosas podrían haber ido de otra manera. Pero escogió en un mal momento,
y ante el asombro de todos exclamó: —¡Avranc, hijo de Dorlas! Parece que el halad
también precisa de un amigo en este día, ante la impertinencia de los hombres
de leyes. Te convoco a la piedra.
Se hizo el silencio. Pero cuando
Hardang bajó y Avranc llegó a la piedra, se alzó un murmullo como el rumor de
una tormenta que se aproximaba. Avranc era un hombre joven, que no llevaba
mucho tiempo casado, y los caciques más ancianos que allí había tomaron a mal
su juventud. Y no era amado por sí mismo, porque a pesar de su valentía era
desdeñoso, como lo fuera su padre antes que él. Y se rumoreaban oscuras
historias acerca de Dorlas, porque aunque nada se sabía con certeza, lo encontraron
muerto lejos del combate con Glaurung, y la espada enrojecida que había junto a
él era la espada de Brandir, pero Arvanc no escuchó el murmullo, y se dirigió
con confianza, como si se tratara de un asunto sin importancia que no tardaría
en aclararse.
—Bien—dijo—, si así se ha
dispuesto, no perdamos más tiempo. El asunto está bastante claro. —Entonces, se
levantó y prosiguió su relato—. Este prisionero, este salvaje—dijo—, viene de Angband,
como habéis oído. Lo encontramos en nuestras fronteras. No fue casualidad,
porque, como él mismo declaró, tiene algo que hacer aquí. Lo que es no lo ha
revelado, pero no puede ser nada de buena voluntad. Odia este pueblo. Tan pronto
como nos vio, nos llenó de injurias. Le ofrecimos comida y escupió en ella.
Hemos visto cómo los orcos hacían lo mismo, si había alguien lo suficientemente
estúpido para mostrarles piedad. Que procede de Angband, está claro. Pero lo
peor vino después. A petición propia fue llevado ante el halad de Brethil, por
este hombre que ahora se nombra amigo suyo; pero llegado a la sala no quiso
decir su nombre. Y cuando el halad le preguntó cuál era su misión aquí y le
pidió que descansara antes y hablara después, si así lo deseaba, empezó a
delirar, injuriando al halad, y de pronto le arrojó un taburete al rostro,
causándole una gran herida. Por fortuna no tenía nada más mortífero a mano, o
el halad ahora estaría muerto. Esa era sin duda la intención del prisionero, y
apenas suaviza su culpa el hecho de que no llegara a hacerlo, pues el castigo
es la muerte. Pero aún así, el halad estaba sentado en el gran sitial de su
sala: injuriarlo allí constituyó una acción malvada, y atacarlo, un ultraje. Estos
son, pues, los cargos del prisionero: venir aquí con malas intenciones para con
nosotros, y para con el halad de Brethil en especial (por órdenes de Angband,
puede suponerse); injuriar al halad en su presencia, y luego intentar darle muerte
en su sitial. El castigo está en manos de la Asamblea pero sería con justicia
la muerte.
Algunos creyeron que Avranc
hablaba con justicia, y todos que había hablado con pericia. Durante un rato,
nadie alzó la voz por ningún partido. Entonces Avranc, sin ocultar la sonrisa,
se levantó de nuevo y dijo: —El prisionero puede ahora responder a los cargos,
si quiere, pero que sea breve y no desvaríe. Pero Húrin guardó silencio, aunque
se tensó contra los que lo sostenían. —Prisionero ¿no quieres hablar?—dijo
Avranc.
Húrin seguía sin responder.
—Que así sea—dijo Avranc—. Si no quiere
hablar, ni siquiera para negar los cargos, no hay más que hacer. Los cargos son
verdaderos, y quien ha sido asignado para ocupar la piedra debe proponer a la
Asamblea un castigo justo.
Pero Manthor se levantó y dijo: —Antes
debería preguntársele al menos por qué no quiere hablar. Y a esto su amigo
puede responder por él.
—La pregunta está hecha—dijo Avranc,
encogiéndose de hombros—. Si conoces la respuesta, hazla saber.
—Porque está encadenado de pies y
manos,—dijo Manthor—. Hasta hoy nunca habíamos llevado a la Asamblea encadenado
a un hombre que todavía no ha sido condenado. Y menos a uno de los edain, cuyo
nombre es digno de honores, independientemente de lo que haya pasado después.
Sí, he dicho «no condenado», porque el acusador ha omitido muchas cosas que la Asamblea debe oír
antes de emitir un veredicto.
—Es una locura—dijo Avranc—edain o
no, cualquiera que sea su nombre, el prisionero es intratable y malicioso. Las
cadenas son una precaución necesaria. Aquellos que están cerca de él deben
protegerse de su violencia.
—Si quieres engendrar violencia—respondió
Manthor—, qué mejor manera de deshonrar abiertamente a un hombre orgulloso,
anciano en años de gran dolor. Y aquí tenemos a uno debilitado por el hambre y
un largo viaje, desarmado entre una hueste. Quisiera preguntar a la gente aquí
reunida: ¿consideráis esa precaución digna de los hombres libres de Brethil, o preferiríais
que usáramos la cortesía de antaño?
—El prisionero fue encadenado por
orden del halad—dijo Avranc. —A este respecto, empleó su derecho a evitar la
violencia en su sala por tanto, esta orden no puede ser revocada, excepto por
la totalidad de la asamblea.
Entonces se alzó un gran grito: —¡Liberadlo,
liberadlo! ¡Húrin Thalion! ¡Liberad a Húrin Thalion!—No todos se unieron al grito
pero no se oyeron voces que reclamaran lo contrario.
—¡No, no!—dijo Avranc—. Gritar no
servirá de nada. Hay que celebrar una votación como es debido.
Ahora bien, según la costumbre,
en casos de gravedad o en los que hubiera alguna duda los votos de la Asamblea
se emitían mediante guijarros, y todos los asistentes llevaban consigo dos, uno
negro para el no y uno blanco para el sí. Sin embargo, reunirlos y contarlos
requeriría demasiado tiempo, y mientras tanto Manthor advirtió que el humor de Húrin
empeoraba a cada momento que pasaba.
—Hay una manera más simple de
hacerlo—dijo—. No hay peligro aquí que justifique las cadenas, y así piensan
todos los que han utilizado su voz. El halad se encuentra en el Anillo de la Asamblea,
y puede revocar su propia orden, si quiere.
—Sí quiere—dijo Hardang, pues le
pareció que la asamblea estaba intranquila, y con esta jugada esperaba ganarse
su favor. —¡Que el prisionero sea liberado, y se ponga en pie ante vosotros!
Entonces retiraron las cadenas de
las manos y los pies de Húrin. En seguida se levantó, y apartándose de Avranc
se encaró a la asamblea.
—Estoy aquí—dijo—. Daré mi
nombre. Soy Húrin Thalion, hijo de Galdor Orchal, señor de Dor-lómin y antaño capitán
de la hueste de Fingon, rey del reino del norte, ¡Que nadie se atreva a
negarlo! Esto debería bastar. No me defenderé ante vosotros, ¡Haced lo que
queráis! Tampoco replicaré las palabras del advenedizo a quien permitís ocupar
el alto sitial ¡Que mienta como le plazca!
»En nombre de los Señores del
Oeste, ¿qué tipo de gente sois, o en qué os habéis convertido? Mientras la
ruina de la Oscuridad os rodea, ¿os quedaréis aquí sentados pacientemente escuchando
a este guarda renegado pedir que se me condene a muerte, porque le rompí la cabeza
a un joven insolente, estuviera en una silla o no? En verdad, antes de que lo
nombrarais caudillo, debería haber aprendido cómo tratar a sus mayores.
»¿Muerte? Por Manwë, si no
hubiera soportado veintiocho años de tormento, si fuera como en la Nirnaeth, no
os atreveríais a sentaros ahí para encararme. Pero ya no soy peligroso, he oído.
Así que os sentís valientes. Puedo ponerme en pie, desencadenado, para que se
me acose. En la guerra me quebranté y me volví dócil. ¡Dócil! ¡No estéis tan
seguros!—Levantó los brazos y juntó las manos.
Pero Manthor le puso una mano
apaciguadora en el hombro, y le habló al oído con fervor. —Señor mío, os
equivocáis con ellos. La mayoría son amigos vuestros, o lo serían. Pero también
aquí hay orgullosos hombres libres. ¡Dejadme dirigirme a ellos! —Hardang y
Avranc guardaron silencio, pero se sonrieron, porque el discurso de Húrin,
pensaban, no le haría ningún bien. Pero Manthor gritó: —Que el señor Húrin se
siente mientras yo hablo. Entenderéis mejor su ira, y quizá la perdonaréis, después
de escucharme. Oídme ahora, pueblo de Brethil. Mi amigo no niega el cargo
principal, pero reivindica que sufrió maltrato y provocaciones más allá de lo
soportable. Mis señores, yo era el capitán de los guardas de la frontera que encontraron
a este hombre dormido junto al Haud-en-Elleth. O dormido parecía estar, aunque
en realidad se encontraba sumido en el agotamiento y a punto de despertar, y
mientras así yacía escuchó, me temo, lo que allí se dijo.
»En mi compañía había un hombre
llamado Avranc, hijo de Dorlas, recuerdo, y allí debería estar todavía, pues
ésas eran mis órdenes. Cuando llegué por detrás oí al tal Avranc aconsejar al hombre
que había encontrado a Húrin y adivinado su nombre. pueblo de Brethil, lo oír
hablar así: "Lo mejor sería matar al anciano dormido y evitar
problemas futuros. Y eso complacería al halad", dijo.
»Ahora bien, quizá no os
sorprenda tanto que cuando lo desperté del todo y encontró hombres armados
alrededor, nos dirigiera amargas palabras. Al menos uno de nosotros se las merecía.
Sin embargo, en cuanto al hecho de que escupiera nuestra comida: la tomó de mis
manos, y no escupió sobre ella.
La escupió, porque se le atragantó.
Señores míos, ¿nunca habéis visto a un hombre medio muerto de hambre no poder
tragar la comida rápidamente, por mucho que la necesitara? Y este hombre tenía
un gran pesar, además de ser presa de la cólera.
»No, no desdeñó nuestra comida. ¡Aunque
bien podría haberlo hecho, de haber sabido las estratagemas a las que han caído
algunos de los que aquí habitan! Escuchadme ahora, y no dudéis de mis palabras,
si podéis, pues puedo traer testigos. En esta prisión el señor Húrin comió
conmigo, porque lo traté con cortesía. Eso fue hace dos días. Pero ayer estaba
adormilado y no podía hablar con claridad, ni celebrar consejo conmigo para preparar
el juicio de hoy.
—¡Eso no tiene nada de extraño!—exclamó
Hardang.
Manthor hizo una pausa y miró a
Hardang. —En verdad nada tiene de extraño, mi señor halad—dijo—; porque su comida
había sido drogada.
Entonces Hardang cayó presa de la
cólera y gritó: —¿Han de contarse aquí los sueños soporíferos de este viejo
chocho hasta cansarnos?
—No estoy hablando de sueños—respondió
Manthor—. Ahora vendrán los testigos. Pero ya que en contra de la costumbre se
me ha desafiado mientras hablaba, responderé ahora. Me llevé de la prisión
comida de la que había tomado Húrin. Delante de testigos, se la di a un perro,
y desde entonces yace dormido como si estuviera muerto. Quizá no fuera idea del
halad de Brethil, pero sí de alguien que está ansioso por complacerlo. Pero
¿con qué justo propósito? ¿Para evitar que cometiera actos violentos, en
verdad, cuando ya estaba encadenado y encerrado en prisión? ¡Hay malicia entre
nosotros, pueblo de Brethil, y espero que la asamblea le ponga remedio!
A esto hubo una gran agitación y
murmuraciones en el Anillo de la Asamblea; y cuando Avranc se levantó y pidió
silencio, el clamor aumentó. Al cabo, cuando la asamblea se tranquilizó, Manthor
dijo: —¿Puedo continuar?, pues tengo algo más que decir.
—¡Prosigue!—dijo Avranc—. Pero
con brevedad. Y debo advertiros, señores míos, que escuchéis a este hombre con
cautela. No se puede confiar en su buena fe. El prisionero y él son parientes
cercanos.
Estas palabras no fueron acertadas,
pues Manthor respondió en seguida. —Es cierto. La madre de Húrin era Hareth
hija de Halmir, antaño halad de Brethil, y su hermana Hiril era la madre de mi
madre. Pero este linaje no prueba que yo sea un mentiroso. Además, si Húrin de Dor-lómin
es pariente mío también lo es de toda la casa de Haleth. Sí, y de todo este pueblo.
Sin embargo, ¡lo tratamos como a un proscrito, un ladrón un salvaje sin honor!
»Volvamos, pues, al cargo principal,
que el acusador ha dicho puede conllevar la pena de muerte. Ante vosotros
tenéis una cabeza rota, aunque parece sostenerse firme sobre los hombros y
puede utilizar la lengua. Resultó herida al arrojarle un pequeño taburete de
madera. Una malvada acción, diréis. Y mucho peor cuando la sufre el halad de
Brethil en su gran sitial.
»No obstante, señores míos, las
acciones malvadas pueden ser provocadas. Que cada uno de vosotros se imagine en
el lugar de Hardang hijo de Hundad. Bien, Húrin, señor de Dor-lómin, tu
pariente, se presenta ante ti: cabeza de una gran casa, un hombre cuyas hazañas
se cantan entre los elfos y los hombres. Pero ahora está viejo, desposeído,
cargado de aflicciones, agotado tras un largo viaje. Pide verte. Estás
cómodamente sentado en tu sitial. No te levantas. No le hablas. En cambio, lo
miras desde arriba, y él está abajo, hasta que se desploma y cae al suelo.
Entonces, por piedad y cortesía, gritas: "¡Traedle un taburete
al viejo canalla!"
»¡Oh, vergüenza y asombro! Te lo
arroja a la cabeza. ¡Oh, vergüenza y asombro, yo digo más bien que así
deshonras tu sitial, que así deshonras al pueblo de Brethil!
»Señores míos, admito con
franqueza que habría sido mejor que el señor Húrin hubiera sido paciente,
maravillosamente paciente. ¿Por qué no esperó a ver qué otros desaires había de
soportar? Estando en la sala, viendo lo que ocurría, me pregunté, y todavía me
pregunto, y os pregunto a vosotros: ¿Qué os parecen tales modos en el hombre
que hemos nombrado halad de Brethil?
Un gran alboroto siguió a la
pregunta, hasta que Manthor levantó la mano y de pronto se hizo el silencio.
Pero protegido por el ruido Hardang se había acercado a Avranc para hablarle, y
sorprendidos por el silencio hablaron demasiado alto, de modo que Manthor y
otros oyeron también a Hardang decir: —¡Ojalá no hubiera detenido tu flecha!—Y
Avranc respondió: —Buscaré otra ocasión todavía.
Sin embargo, Manthor prosiguió: —He
recibido respuesta. Nada de esto os complace, veo. Entonces, ¿qué habríais
hecho con el que arrojó el taburete? ¿Atarlo, ponerle un ronzal en el cuello,
encerrarlo en una cueva, encadenarlo, narcotizar su comida y por último arrastrarlo
aquí para darle muerte? ¿O lo pondríais en libertad? ¿O quizá le pediríais
perdón, o le ordenaríais al halad que lo hiciese?
A esto hubo un tumulto todavía
mayor, y los hombres se levantaron de los terraplenes, uniendo los brazos y
gritando: —¡Liberadlo! ¡Liberadlo! ¡Ponedlo en libertad!—Y se oyeron muchas voces
gritando además: —¡Echad a este halad! ¡Metedlo en las cuevas!
Muchos de los hombres mayores que
se encontraban en la grada más baja corrieron hasta Húrin y se arrodillaron
ante él para pedirle perdón; uno le ofreció una vara, y otro le dio una hermosa
capa y un cinturón de plata. Y cuando Húrin estuvo así vestido, con una vara en
la mano, se dirigió a la piedra Angbor y se subió encima, de un modo en
absoluto suplicante, sino con el porte de un rey; y poniéndose de cara a la
asamblea, gritó en alta voz: —Os doy las gracias, señores de Brethil aquí presentes,
que me habéis salvado del deshonor. Todavía hay, pues, justicia en vuestra
tierra, aunque dormida y lenta en despertar. Pero ahora tengo una acusación que
exponer a mi vez.
»¿Cuál es mi misión aquí, se me
preguntó? ¿Qué creéis vosotros? ¿Acaso no murieron en esta tierra Túrin, mi hijo,
y Niënor, mi hija? ¡Ay! desde lejos he sabido de las desgracias que aquí tenían
lugar. ¿Sorprende acaso que un padre busque las tumbas de sus hijos? Más sorprende,
a mi parecer, que nadie haya pronunciado aquí sus nombres ante mí.
»¿Os avergüenza haber permitido
que Túrin, mi hijo, muriera por vosotros? ¿Que sólo dos osaran acompañarlo a
enfrentarse al terror del gusano? ¿Que nadie osara ir en su auxilio cuando
terminó la batalla, aun cuando así podrían haberse evitado los mayores males?
»Avergonzados podéis estar. Pero
no es de eso de lo que os acuso. No pido a nadie de esta tierra que iguale en
valentía al hijo de Húrin. Pero si perdono esos pesares, ¿he de perdonar éste?
¡Escuchadme, hombres de Brethil! Junto a la Piedra Erguida que levantasteis
yace una anciana mendiga. Largo tiempo estuvo en vuestra tierra, sin fuego, sin
comida, sin misericordia. Ahora está muerta. Era Morwen, mi esposa. Morwen Eledhwen,
la dama de belleza élfica que alumbró a Túrin, el matador de Glaurung. Está
muerta.
»Si vosotros, que mostráis cierta
compasión, me decís que sois inocentes, ¿de quién es la culpa entonces? ¿Por
orden de quién fue desterrada para que muriera de hambre en vuestras puertas
como un perro abandonado?
»¿Fue idea de vuestro caudillo?
Así lo creo. Porque ¿acaso no me habría tratado a mí de igual modo, de haber
podido? Esos son sus dones: deshonor, muerte por hambre, veneno. ¿No tenéis
parte de esto? ¿No queréis cumplir toda su voluntad? Entonces ¿por cuánto
tiempo, señores de Brethil, vais a soportarlo? ¿Cuánto tiempo permitiréis que
el hombre llamado Hardang ocupe vuestro sitial?
Ahora fue Hardang el que se quedó
horrorizado a su vez, y su rostro palideció de miedo y asombro. Pero antes de
que pudiera hablar, Húrin lo señaló con la mano: —¡Mirad!—gritó—. ¡Allí está,
con una sonrisa despectiva en la boca! ¿Se siente seguro? Porque me han
despojado de la espada, y estoy viejo y cansado, piensa. No, me ha llamado
salvaje demasiadas veces. ¡Un salvaje va a ver ahora! Me bastan las manos, las
manos, para arrancarle la garganta cuajada de mentiras.
Con esto Húrin dejó la piedra y
echó a andar hacia Hardang; pero Hardang huyó ante él, llamando a los hombres
de su casa, y se retiraron hacia la entrada. Así, pues, muchos creyeron que
Hardang admitía su culpa, y sacaron las armas, y bajaron de los bancos,
gritándole. Hubo entonces peligro de batalla en el Anillo sagrado. Porque otros
se unieron a Hardang, algunos de los cuales no tenían amor por él o por sus
acciones, pero que le eran leales y estaban dispuestos a defenderlo de un
ataque, hasta que pudiera responder ante la Asamblea.
Manthor se interpuso entre las
dos partes y les gritó que se detuvieran y no derramaran sangre en el Anillo de
la Asamblea; sin embargo, la chispa que él había inflamado estalló en llamas más
allá de su control, y una multitud de hombres lo apartó a un lado. —¡Echad a
este halad!—gritaban—. ¡Echad a Hardang, llevarlo a las cuevas! ¡Abajo Hardang!
¡Arriba Manthor! ¡Queremos a Manthor!—Y se arrojaron sobre los hombres que
obstruían el camino a la puerta, para que Hardang tuviera tiempo de escapar.
Pero Manthor volvió con Húrin,
que ahora estaba solo junto a la piedra. —¡Ay! señor—dijo—, temía que este día
entrañara un gran peligro para todos. Poco puedo hacer ahora, pero aun así debo
evitar el mal mayor. No tardarán en salir, y tengo que seguirlos. ¿Vendréis
conmigo?
Cayeron muchos de ambas partes
antes de que la puerta fuera tomada. Avranc luchó con valentía y fue el último
en retirarse. Entonces, cuando se volvía para huir, sacó el arco y arrojó una
flecha a Manthor, que se encontraba junto a la piedra. Pero tiró con prisa y la
flecha erró el blanco y dio a la piedra, junto a Manthor, y se rompió.
—¡La próxima vez irá más cerca!—gritó
Avranc huyendo detrás de Hardang.
Entonces los rebeldes quebrantaron
la puerta del Anillo y persiguieron con vehemencia a los hombres de Hardang
hacia el Obel Halad, a cerca de media milla de distancia. Sin embargo, antes de
que pudieran alcanzarlo, Hardang llegó a la sala y la cerró; y ahora estaba
allí sitiado. La Estancia de los Caudillos se encontraba en un patio rodeado
por un muro de piedra circular que surgía de un antiguo canal seco. En el muro
sólo había una entrada, desde donde un camino de piedra a las grandes puertas.
Los atacantes irrumpieron por la entrada y rápidamente rodearon toda la sala; y
todo estuvo tranquilo por un tiempo.
Manthor y Húrin llegaron a la
puerta; y Manthor quiso parlamentar, pero los hombres dijeron: —¿De qué sirven
las palabras? Las ratas no saldrán mientras los perros estén sueltos. —Y algunos
gritaron: —¡Han muerto parientes nuestros, y los vengaremos!
—Bien—dijo Manthor—, entonces
dejadme al menos hacer lo que pueda.
—¡Hazlo!—dijeron—. Pero no te
acerques demasiado, o quizá recibas una aguda respuesta.
Por tanto, Manthor se quedó junto
a la entrada y alzó la gran voz, gritando a ambas partes que cesaran aquella
matanza de parientes. Y a los de dentro les prometió que todo aquel saliera
desarmado conservaría la libertad, aún Hardang, si daba su palabra de que
comparecería ante la Asamblea al día siguiente.—Y a la Asamblea nadie llevará
armas—dijo.
Pero mientras hablaba alguien
tiró desde una ventana y una flecha pasó junto a la oreja de Manthor y se clavó
profundamente en el poste de la entrada. Entonces se oyó la voz de Avranc
gritar: —¡La tercera vez dará mejor fruto!
La ira de los de fuera estalló
entonces otra vez, y muchos corrieron a las grandes puertas e intentaron
echarlas abajo; pero hubo una escaramuza, y muchos cayeron muertos o heridos, y
algunos de los que se encontraban en el patio murieron atravesados por flechas
arrojadas desde las ventanas. Así, pues, los atacantes, presas de una cólera
demente, llevaron ahora leña menuda y una gran cantidad de madera y la
dispusieron junto a la entrada; y gritaron a los de dentro: —¡Mirad! El sol se
pone. Os damos de tiempo hasta el anochecer. ¡Si no habéis salido para
entonces, quemaremos la sala con vosotros dentro!—Entonces todos se retiraron
del patio fuera del alcance de las flechas, pero hicieron un anillo de hombres
rodeando el canal exterior.
El sol se puso, y nadie salió de
la estancia. Y cuando se hizo la oscuridad, los atacantes volvieron al recinto
con la madera, y la apilaron junto a las paredes de la sala. Entonces algunos hombres
atravesaron corriendo el recinto llevando antorchas de pino encendidas para
prender fuego a la leña. Uno de ellos cayó muerto por una flecha, pero otros
llegaron a las pilas, que pronto empezaron a llamear.
Manthor contempló horrorizado la
ruina de la estancia y la malvada acción de la quema de los hombres. —Esto
proviene de los días oscuros del pasado—dijo—, antes de que volviéramos el
rostro al oeste. Una sombra yace sobre nosotros. —Y sintió que alguien le ponía
la mano en el hombro, y se volvió y vio a Húrin detrás de él, mirando con una
sonrisa inexorable cómo los hombres encendían los fuegos; y Húrin reía.
—Sois una gente extraña—dijo—.
Ahora fríos, ahora ardientes. Primero airados, luego compasivos. Postrados a
los pies del caudillo o arrojándoos a su cuello. ¡Abajo Hardang! ¡Arriba Manthor!
¿Quieres tú ascender?
—El pueblo debe escoger—dijo Manthor—.
Y Hardang todavía vive.
—No por mucho tiempo, espero—dijo.
Ahora bien, el fuego creció y la
Estancia de los haladin no tardó en arder por muchos sitios. Los hombres de
dentro arrojaban a la leña toda la tierra y el agua de que disponían, y se alzó
una gran torre de humo. Entonces algunos intentaron escapar bajo su sombra,
pero pocos atravesaron el anillo de hombres; la mayoría fueron capturados, o
muertos si se resistían. En la parte posterior de la estancia había una pequeña
puerta con un porche que llegaba más cerca del muro del recinto que las grandes
puertas de delante; y en ese punto el muro no era tan alto, porque la estancia
se alzaba en la ladera de una colina. Al cabo, cuando las vigas del techo
estaban ardiendo, Hardang y Avranc se arrastraron afuera por la puerta de
atrás, y subieron el muro y se deslizaron al canal, y nadie advirtió su
presencia hasta que intentaron salir. Pero entonces los hombres corrieron
gritando hacia ellos, aunque no sabían quiénes eran. Avranc se arrojó a los
pies de un hombre que quería atraparlo, de modo que éste cayó al suelo y Avranc
se levantó de un salto y escapó en la oscuridad. Pero otro le arrojó una lanza
a Hardang mientras corría, que cayó con una gran herida en la espalda.
Cuando vieron quién era, los
hombres lo levantaron y lo depositaron ante Manthor.
—No me lo traigáis a mí—dijo Manthor—,
sino a aquel a quien injurió. Yo no le guardo rencor.
—¿De veras?—dijo Hardang—.
Entonces es que no dudas de que moriré. Yo pienso que siempre me has guardado
rencor porque el pueblo me escogió para el sitial y no a ti.
—¡Piensa lo que quieras!—dijo
Manthor, y se alejó. Entonces Hardang advirtió que Húrin estaba detrás de él. Y
Húrin contemplaba a Hardang, una forma oscura en las tinieblas, pero la luz del
fuego le iluminaba el rostro, y Hardang vio que en él había piedad.
—Eres más poderoso que yo, Húrin
de Hithlum—dijo—Tanto temía tu sombra que la sabiduría y la generosidad me abandonaron.
Pero ahora creo que ni la sabiduría ni la misericordia me habrían salvado de
ti, porque tú no tienes ninguna. Viniste para destruirme, y eso al menos no lo
has negado. Pero antes de morir arrojo sobre ti la última de tus falsas
acusaciones. Nunca…—pero a esto le salió sangre a borbotones de la boca, y cayó
hacia atrás y no dijo más.
Entonces Manthor dijo: —¡Ay! No
debería haber muerto así. A pesar de todo el mal que causó, no merecía este
final.
—¿Por qué no?—dijo Húrin—. El
odio habló por su sucia boca hasta el final. ¿De qué mentira le he acusado yo?
Manthor suspiró. —De ninguna
mentira consciente, quizá—dijo—. Pero lo último de lo que le acusasteis es
falso, creo; y no tuvo oportunidad de negarlo. ¡Ojalá me hubierais hablado de
ello antes de la Asamblea!
Húrin apretó los puños. —¡No es
falso!—gritó—. Yace donde yo dije. ¡Morwen! ¡Está muerta!
—¡Ay!, señor, no dudo de dónde
murió. Pero de esto, a mi entender, Hardang no sabía nada más que yo hasta que
hablasteis. Decidme, señor: ¿llegó a internarse alguna vez más profundamente en
esta tierra?
—No lo sé. La encontré como dije.
Está muerta.
—Pero, señor, si no se internó
más profundamente, sino que al encontrar la piedra quedó sumida en el dolor y
la desesperación junto a la tumba de su hijo, como puedo creer, entonces...
—Entonces ¿qué?—dijo Húrin.
—Entonces, Húrin Hadorion, desde
la oscuridad de vuestro dolor, ¡sabed esto! Señor mío, tan grande es el dolor,
y el horror, que sentimos por las cosas que aquí sucedieron que desde el
levantamiento de la piedra ningún hombre y ninguna mujer se han acercado a ese
lugar. ¡No! Si el Señor Oromë en persona se sentara junto a ella con toda su
caza alrededor, nosotros no lo sabríamos. A menos que hiciera sonar el gran
cuerno, y ni siquiera su llamada nos haría acercarnos allí.
—Pero si Mandos el Justo hablara,
¿os negaríais a escucharlo?—dijo Húrin—. Ahora algunos irán allí, si tenéis
alguna misericordia. ¿O acaso queréis dejarla yacer allí hasta que emblanquezcan
sus huesos? ¿Limpiaría eso vuestra tierra?
—¡No, no!—dijo Manthor—.
Encontraré algunos hombres de gran valor y algunas mujeres compasivas, y vos
nos llevaréis allí, y haremos lo que nos pidáis. Pero es un largo camino, y
este día ha envejecido en el mal. Será en el nuevo día.
Al día siguiente, cuando se
propagó la nueva de la muerte de Hardang, una gran multitud de gente buscó a
Manthor, gritando que él tenía que ser el caudillo.
Pero Manthor dijo: —No, eso debe
exponerse ante la Asamblea entera. Y todavía no puede ser; porque el Anillo no
está consagrado, y hay otras cosas más urgentes. Primero tengo que hacer algo.
Debo ir al Campo del Gusano y a la Piedra de los Desventurados, donde Morwen, la
madre de ellos, yace sin atenciones. ¿Quiere alguien acompañarme?
Entonces la piedad conmovió los
corazones de aquellos que lo escuchaban; y aunque algunos retrocedieron
temerosos, muchos quisieron ir; sin embargo, entre ellos había más mujeres que
hombres. Por tanto, al cabo tomaron en silencio el sendero que seguía el
impetuoso torrente del Celebros. Casi ocho leguas [39 kilómetros] tenía el camino, y se hizo la oscuridad antes de que llegaran a Nen Girith,
y allí pasaron la noche como pudieron.
Y a la mañana siguiente
descendieron el abrupto camino que iba al Campo del Incendio, y hallaron el cuerpo
de Morwen al pie de la Piedra Erguida. Entonces la miraron con piedad y
asombro; porque les pareció estar contemplando una gran reina, a quien ni la
edad ni la vida errante ni todo el dolor del mundo le habían arrebatado la
dignidad.
Desearon entonces honrarla en la
muerte, y algunos dijeron: —Este es un lugar oscuro. Alcémosla, y llevemos a la
señora Morwen al Recinto de las Tumbas para que yazca entre la casa de Haleth,
con la que estaba emparentada.
Pero Húrin dijo: —No, Niënor no
está aquí, pero mejor que descanse junto a su hijo que entre extraños. Así lo
habría querido ella. —Por tanto, hicieron una tumba para Morwen sobre Cabed
Naeramarth, al lado oeste de la piedra; y sobre ella grabaron las palabras: Aquí yace
también Morwen Eledhwen, mientras algunos cantaban en la
antigua lengua los lamentos compuestos mucho tiempo atrás para aquellos de su
pueblo que habían caído en la frontera, más allá de las montañas. Y mientras
cantaban llegó una lluvia gris, y todo aquel lugar desolado se llenó de pesar,
y el rugido del río era como el lamento de muchas voces.
Y cuando todo estuvo acabado se
volvieron, y Húrin caminaba encorvado sobre su vara. Pero se dice que desde ese
día el miedo abandonó el lugar, aunque no así el dolor, y en adelante siempre
estuvo desnudo y sin hojas. Pero hasta el final de Beleriand, las mujeres de Brethil
llevaban allí flores en primavera, y bayas en otoño, y durante un rato
entonaban canciones sobre la dama gris, que en vano buscó a su hijo. Y un
vidente y arpista de Brethil, Glirhuin, compuso un canto en que se decía que la
Piedra de los Desventurados nunca sería mancillada por Morgoth, ni nunca
caería, aun cuando el mar anegara la tierra, como en verdad más tarde acaeció;
y todavía Tol Morwen se yergue sola en el agua más allá de las costas que
fueron hechas en los días de la cólera de los valar. Pero Húrin no yace allí,
pues el destino lo llevó a otro sitio, y la Sombra aún iba detrás de él.
Ahora bien, cuando la compañía
regresó a Nen Girith se detuvieron; y Húrin miró atrás, más allá del Teiglin,
hacia el sol poniente que se veía entre las nubes; y era reacio a regresar a
Brethil. Pero Manthor miró hacia el este y se turbó, porque allí también un
resplandor enrojecía el cielo.
—Señor—dijo—, demoraos aquí si
queréis, y todos los que estéis cansados. Pero soy el último de los haladin, y
temo que el fuego que encendimos no esté apagado aún. Debo regresar con presteza,
no sea que la locura de los hombres lleven a todo Brethil a la ruina.
Pero mientras hablaba una flecha
surgió de los árboles, y Manthor se tambaleó y cayó al suelo. Los hombres
corrieron entonces en busca del arquero, y vieron a un hombre correr como un
ciervo por el camino que iba al Obel, y aunque no pudieron alcanzarlo
advirtieron que era Avranc.
Ahora bien, Manthor respiraba con
dificultad con la espalda apoyada en un árbol.
—Malo sería el arquero que yerre
el blanco a la tercera ocasión—dijo.
Húrin se inclinó sobre su vara y
miró a Manthor. —Pero tú has errado tu blanco, pariente—dijo—. Has sido un
amigo valeroso, y sin embargo pienso que tu vehemencia en el proceso era también
por ti mismo. Manthor habría ocupado con más dignidad el sitial de los caudillos.
—Tenéis una mirada dura, Húrin,
que penetra en todos los corazones salvo en el vuestro—dijo Manthor—. Sí,
vuestra oscuridad me ha tocado a mí también. Ahora, ¡ay!, los haladin han terminado,
porque estoy herido de muerte. ¿No era ésta vuestra verdadera misión, hombre
del norte, traernos la ruina para igualar la vuestra? La casa de Hador nos ha
conquistado, y cuatro han caído ahora bajo su sombra: Brandir, Hunthor, Hardang
y Manthor. ¿No es suficiente? ¿No os iréis y abandonaréis esta tierra antes de
que muera?
—Lo haré—dijo Húrin—. Pero si el
manantial de mis lágrimas no se hubiera agotado por completo, lloraría por ti,
Manthor; porque me has salvado del deshonor, y amabas a mi hijo.
—Entonces, señor, utilizad en paz
la vida que he obtenido para vos—dijo Manthor—. ¡No llevéis vuestra sombra
sobre otros!
—¿No debo acaso seguir caminando
por el mundo?—dijo Húrin—. Seguiré adelante hasta que la sombra me dé alcance,
¡Adiós!
Así se separó Húrin de Manthor.
Cuando los hombres llegaron para atender la herida, vieron que era grave,
porque la flecha se había internado profundamente en el costado; y quisieron
llevar a Manthor al Obel lo más pronto posible, para que lo atendieran las
hábiles sanadoras.
—Demasiado tarde—dijo Manthor, y
se arrancó la flecha, y dio un gran grito, y se quedó inmóvil. Así terminó la casa
de Haleth, y en el tiempo que le quedaba, los hombres menores gobernaron en
Brethil.
Pero Húrin guardó silencio, y
cuando la compañía partió llevándose el cuerpo de Manthor, no miró atrás.
Mantuvo los ojos fijos en el oeste, hasta que el sol se hundió en una nube oscura
y la luz declinó; y entonces prosiguió solo hacia el Haud-en-Elleth.
EL SILMARILLION—CAPÍTULO XXII
(…)Ahora bien, Húrin cruzó el Teiglin y fue hacia el
sur por el antiguo camino que conducía a Nargothrond; y vio a lo lejos hacia el
este la elevación solitaria de Amon Rûdh, y supo lo que allí había sucedido.
Por fin llegó a las orillas del Narog, y se aventuró a cruzar las aguas
precipitadas pisando las piedras caídas del puente, como lo había hecho Mablung
de Doriath antes que él; y se encontró ante las quebradas puertas de Felagund,
apoyado en su vara.
Es necesario contar aquí que después de la partida
de Glaurung, Mîm el enano mezquino había encontrado el camino a Nargothrond y
se había deslizado dentro de los recintos en ruinas; y había tomado posesión de
ellos, y estaba allí acariciando de continuo el oro y las gemas, pues nadie
venía nunca a despojarlo, por miedo al espíritu de Glaurung y su solo recuerdo.
Pero ahora alguien había venido y estaba en el umbral; y Mîm salió y quiso
saber qué propósitos lo traían.
Pero Húrin le dijo: —¿Quién eres tú, que pretendes
impedirme la entrada a la casa de Finrod Felagund?
Entonces el enano respondió: —Soy Mîm; y antes que
los orgullosos llegaran desde el mar, los enanos excavaron los recintos de Nulukkizdín.
No he venido sino a tomar lo que es mío; porque soy el último de mi pueblo.
—Pues entonces ya no seguirás gozando de tu herencia—dijo
Húrin—; porque yo soy Húrin hijo de Galdor vuelto de Angband, y mi hijo era
Túrin Turambar, a quien no has olvidado; y él fue quien dio muerte a Glaurung
el dragón, el que arrumó los recintos en que estás ahora; y aquel que traicionó
al Yelmo-Dragón de Dor-lómin
no me es desconocido.
Entonces Mîm, atemorizado, le rogó a Húrin que
tomara lo que quisiera, y que le perdonara la vida; pero Húrin no le hizo caso,
y lo mató allí ante las puertas de Nargothrond. Luego entró y se demoró un rato
en aquel espantoso lugar, donde los tesoros de Valinor estaban esparcidos por
los suelos en oscuridad y deterioro; pero se dice que cuando Húrin salió de las
ruinas de Nargothrond y estuvo de nuevo bajo el cielo, de todo ese tesoro había
tomado tan sólo una cosa.
Luego Húrin se encaminó hacia el este y llegó a las lagunas
del Crepúsculo sobre las cataratas del Sirion; y allí fue detenido por
los elfos que vigilaban las fronteras occidentales de Doriath, y llevado ante
el rey Thingol en las Mil Cavernas.
Entonces Thingol sintió gran dolor y pena cuando lo
miró y reconoció en ese hombre lóbrego y envejecido a Húrin Thalion, el cautivo
de Morgoth; pero lo saludó amablemente y le rindió honores. Húrin no respondió
al rey, y sacó de debajo de la capa la única cosa que había traído de Nargothrond;
y era nada menos que el Nauglamír, el Collar de los Enanos, hecho para Finrod
Felagund hacía ya mucho tiempo por los artesanos de Nogrod y Belegost, la más
afamada de todas las obras de los Días Antiguos, y la más apreciada por Finrod
entre todos los tesoros de Nargothrond. Y Húrin lo arrojó a los pies de Thingol
con furiosas y amargas palabras.
—¡Recibe la paga—exclamó—por lo bien que has cuidado
de mis hijos y mi esposa! Porque éste es el Nauglamír, cuyo nombre es conocido
de muchos entre los elfos y los hombres; y te lo traigo desde la oscuridad de
Nargothrond, donde Finrod, tu pariente, lo dejó cuando partió con Beren hijo de
Barahir, para cumplir el cometido de Thingol de Doriath.
Entonces Thingol miró el gran tesoro, y reconoció el
Nauglamír, y comprendió en seguida las intenciones de Húrin; pero movido por la
compasión, se contuvo, y soporto el desprecio de Húrin. Y por último Melian
habló, y dijo: —Húrin Thalion, Morgoth te ha embrujado; porque quien ve por los
ojos de Morgoth, quiéralo o no, ve las cosas torcidas. Mucho tiempo tu hijo
Túrin fue cuidado en las estancias de Menegroth, y recibió amor y honores como
hijo del rey; y no fue por voluntad del rey ni por la mía que no volvió nunca a
Doriath. Y después tu esposa y tu hija fueron albergadas aquí con honor y buena
voluntad; e hicimos todo lo que pudimos por apartarlas del camino a
Nargothrond. Con la voz de Morgoth reprochas ahora a tus amigos.
Y al escuchar estas palabras de Melian, Húrin se
quedó inmóvil y miró largamente a la reina en los ojos; y allí, en Menegroth,
defendida todavía por la Cintura de Melian de la oscuridad del Enemigo, leyó la
verdad de todo cuanto había sido hecho, y conoció por fin la plenitud del daño
que para él había concebido Morgoth Bauglir. Y no habló más del pasado, e inclinándose
levantó el Nauglamír de donde estaba delante del trono de Thingol, y se lo
entregó diciendo: —Recibid, señor, el Collar de los Enanos como regalo de uno
que no tiene nada y como recuerdo de Húrin de Dor-lómin. Porque ahora mi destino
está cumplido, y también el propósito de Morgoth, pero ya no soy esclavo de él.
Entonces se volvió y abandonó las Mil Cavernas, y
todos los que lo veían caían hacia atrás al verle la cara; y nadie intentó
impedir que partiese, ni nadie supo entonces a dónde iba. Pero se dice que Húrin
ya no quiso seguir viviendo; despojado de todo deseo y de todo propósito se
arrojó por fin al mar Occidental; y así terminó el más poderoso de los
guerreros de los hombres mortales.(…)
III.DE LA RUINA DE DORIATH
EL SILMARILLION
(…)Pero cuando Húrin se hubo marchado de Menegroth,
Thingol permaneció largo tiempo en silencio mirando el gran tesoro que tenía
sobre las rodillas; y pensó que tenía que ser rehecho, y que en él había que engarzar
el Silmaril. Porque al paso de los años el pensamiento de Thingol había vuelto
una y otra vez a la joya de Fëanor, y al fin se apegó a ella, y no le gustaba
dejarla, ni siquiera tras las puertas de su cámara más profunda, y ahora estaba
decidido a llevarla siempre consigo, despierto y dormido.
En aquellos días los enanos viajaban todavía a
Beleriand desde las mansiones de Ered Lindon, y cruzando el Gelion en Sarn
Athrad, el vado de piedras, tomaban el viejo camino a Doriath; pues eran muy
hábiles para el trabajo de los metales y las piedras, y se los necesitaba a
menudo en las estancias de Menegroth. Pero ya no venían en grupos reducidos
como antes, sino en grandes compañías bien armadas para protegerse en las peligrosas
tierras que se extienden entre el Aros y el Gelion; y en esas ocasiones se
alojaban en Menegroth en cámaras y herrerías reservadas para ellos. Y
precisamente en ese tiempo habían llegado a Doriath grandes artífices de
Nogrod; y por tanto el rey los convocó y les dijo qué deseaba, y que si no les
faltaba habilidad tenían que rehacer el Nauglamír y engarzar el Silmaril.
Entonces los enanos miraron la obra de sus padres, y contemplaron maravillados
la joya refulgente de Fëanor; y sintieron un gran deseo de apoderarse de los
dos tesoros y llevarlos a las montañas. Pero disimularon estos pensamientos y aceptaron
la tarea.
Larga fue la tarea; y Thingol bajaba solo a las
profundas herrerías y se sentaba entre ellos mientras trabajaban. Con el tiempo
el deseo de Thingol quedó cumplido, y las obras más grandes de los elfos y los enanos
se unieron y se hicieron una; y era de una extremada belleza; porque ahora las
incontables joyas del Nauglamír reflejaban y expandían alrededor con maravillosos
matices la luz del Silmaril. Entonces Thingol, solo entre ellos, hizo ademán de
levantarlo y de ponérselo al cuello; pero en ese momento los enanos lo
retuvieron y exigieron que se los cediera preguntando:
—¿Con qué derecho reclama el rey elfo el Nauglamír, hecho
por nuestros padres para Finrod Felagund, que ya ha muerto? Sólo lo tiene de
manos de Húrin, el hombre de Dor-lómin,
que lo tomó como un ladrón de la oscuridad de Nargothrond—. Pero Thingol leyó
en los corazones de los enanos y vio que el deseo del Silmaril no era sino un
pretexto y un manto bordado que ocultaba otras intenciones; e iracundo y
orgulloso no hizo caso del peligro en que se encontraba, y les habló con
desprecio diciendo: —¿Cómo os atrevéis, torpe raza, a exigir nada de mí, Elu
Thingol, señor de Beleriand, cuya vida empezó junto a las aguas de Cuiviénen
incontables años antes que despertaran los padres del pueblo reducido?—. E
irguiéndose alto y orgulloso entre ellos les ordenó con palabras humillantes
que abandonaran Doriath sin ser recompensados.
Entonces la codicia de los enanos se convirtió en
rabia por las palabras del rey; y lo rodearon, y le pusieron las manos encima,
y lo mataron. De este modo Elwë Singollo, el rey de Doriath, el único de los hijos
de Ilúvatar que desposara a una de las ainur, y el único de los elfos abandonados
que había visto la luz de los Árboles de Valinor, murió en las profundidades de
Menegroth, con una última mirada posada en el Silmaril.
Entonces los enanos recogieron el Nauglamír y
abandonaron Menegroth, y huyeron hacia el este a través de Region. Pero la
noticia corrió rápidamente por el bosque, y pocos de esa compañía llegaron al
Aros, pues fueron perseguidos a muerte mientras buscaban el camino del este; y
el Nauglamír fue recuperado y llevado con amarga pena a Melian la reina. No
obstante, dos fueron los asesinos de Thingol que escaparon a la persecución por
las fronteras del este, y volvieron por fin a la ciudad lejana de las montañas
Azules; y allí en Nogrod contaron en parte lo sucedido, diciendo que los enanos
habían sido muertos en Doriath por orden del rey elfo para no darles así la
prometida recompensa.
Entonces muy grandes fueron la ira y las
lamentaciones de los enanos de Nogrod por la muerte de sus hermanos y de sus
grandes artífices, y se mesaron las barbas y gimieron; y durante mucho tiempo meditaron
vengarse. Se dice que pidieron la ayuda de Belegost, que les fue negada, y que
los enanos de Belegost intentaron disuadirlos; pero de nada les valió este
consejo, y no tardaron en preparar un gran ejército que partió de Nogrod, y cruzando
el Gelion marchó hacia el oeste a través de Beleriand.
Una gran pesadumbre había descendido sobre Doriath.
Melian se quedaba largo rato sentada en silencio junto a Thingol el rey,
recordando los años iluminados por las estrellas y la primera vez que se
encontraran entre los ruiseñores de Nan Elmoth en edades anteriores; y sabía que
la despedida de Thingol anunciaba una despedida todavía mayor, y que el destino
de Doriath estaba próximo a cumplirse. Porque Melian era de la raza divina de
los valar, una maia de gran poder y sabiduría; aunque por amor a Elwë Singollo
había adoptado la forma de los hijos mayores de Ilúvatar; y con esa unión quedó
atada por las cadenas y trabas de la carne de Arda. En esa forma concibió para
él a Lúthien Tinúviel; y en esa forma ganó poder sobre la sustancia de Arda, la
Cintura de Melian defendió a Doriath durante largas edades de los males exteriores.
Pero ahora Thingol yacía muerto, y su espíritu había entrado en los recintos de
Mandos; y esta muerte había traído un cambio también a Melian. Fue así que el
poder de ella se retiró por ese tiempo de los bosques de Neldoreth y Region; y el
Esgalduin, el río encantado, habló con una voz diferente, y Doriath quedó
abierta a los enemigos.
En adelante Melian habló sólo con Mablung,
pidiéndole que cuidara del Silmaril, y transmitiera sin demora la nueva a Beren
y Lúthien en Ossiriand; y desapareció de la Tierra Media y pasó a la tierra de
los valar, más allá del mar Occidental, para llorar su dolor en los jardines de
Lórien, de donde había venido, y en esta historia nada más se dice de ella.
Así fue que el ejército de los naugrim, cruzando el
Aros, penetró sin ser estorbado en los bosques de Doriath; y nadie les opuso
resistencia, pues eran muchos y feroces, y los capitanes de los elfos grises
titubearon y se desesperaron, y fueron de aquí para allá sin objeto alguno.
Pero los enanos siguieron adelante, y cruzaron el gran puente y penetraron en
Menegroth; y allí ocurrió uno de los hechos más dolorosos de los Días Antiguos.
Porque se libró una batalla en las Mil Cavernas, y muchos enanos y elfos
murieron; y esto no se olvidó. Pero vencieron los enanos, que saquearon y
vaciaron las estancias de Thingol. Allí cayó Mablung el de la Mano Pesada, ante
las puertas del tesoro donde estaba el Nauglamír; y el Silmaril fue tomado.
En ese tiempo Beren y Lúthien vivían todavía en Tol
Galen, la isla Verde, en el río Adurant, la más austral de las corrientes que
descendiendo de Ered Lindon iban a parar al Gelion; y su hijo Dior Eluchíl
tenía por esposa a Nimloth, pariente de Celeborn, príncipe de Doriath, que
estaba desposado con la dama Galadriel. Los hijos de Dior y Nimloth fueron
Eluréd y Elurín; y también tuvieron una hija, y se llamaba Elwing, que
significa Rocío de Estrellas, porque nació en una noche estrellada cuya
luz resplandecía en el rocío de la cascada de Lanthir Lamath junto a la casa de
su padre.
Ahora bien, pronto se supo entre los elfos de
Ossiriand que una gran hueste de enanos con pertrechos de guerra había descendido
de las montañas y había cruzado el Gelion por el vado de piedras. Estas nuevas
no tardaron en llegar a Beren y Lúthien; y en ese tiempo arribó también un
mensajero de Doriath que les contó lo que allí había ocurrido. Entonces Beren
se puso de pie y abandonó Tol Galen; y llamó a Dior, su hijo, y se encaminaron
al norte hacia el río Ascar; y junto con ellos fueron muchos elfos verdes de
Ossiriand.
Así ocurrió que cuando los enanos de Nogrod, que
volvían de Menegroth con huestes disminuidas, llegaron nuevamente a Sarn
Aturad, fueron atacados por enemigos invisibles; porque mientras subían por las
orillas del Gelion cargados del botín de Doriath, las trompetas de los elfos
resonaron de pronto en los bosques de alrededor y de todos lados llovieron
lanzas sobre los enanos. Allí muchos de ellos murieron en el primer ataque;
pero algunos consiguieron escapar y se mantuvieron unidos, y huyeron hacia el
este a las montañas. Y mientras escalaban las pendientes del monte Dolmed, los pastores
de árboles cayeron sobre los enanos y los expulsaron hasta los bosques sombríos
de Ered Lindon; desde allí, según se dice, ninguno volvió a escalar los altos
pasos que conducían a las cavernas.
En esa batalla junto a Sarn Athrad, Beren luchó por
última vez, y él fue quien mató al señor de Nogrod, y le arrancó el Collar de
los Enanos; pero el señor de Nogrod murió maldiciendo el tesoro. Entonces Beren
miró con asombro la joya de Fëanor que él había cortado de la corona de hierro
de Morgoth, y que ahora refulgía en medio de oro y gemas, engarzada por la
destreza de los enanos; y le quitó la sangre en las aguas del río.
Y cuando todo hubo terminado, el tesoro de Doriath
se hundió en el río Ascar, y desde ese momento el río tuvo nuevo nombre: Rathlóriel,
el Lecho de Oro; pero Beren tomó el Nauglamír y volvió a Tol Galen. Poco alivió
la pena de Lúthien enterarse de que el señor de Nogrod había muerto y con él
muchos enanos; pero se dice, y se canta que Lúthien, engalanada con el collar y
la joya inmortal era la visión más bella y gloriosa que se hubiera contemplado
alguna vez fuera del Reino de Valinor; y por un breve tiempo la Tierra de los
Muertos que Viven pareció una visión de la tierra de los valar, y
desde entonces ningún sitio fue tan hermoso, tan fértil y tan lleno de luz.
Ahora
bien, Dior, el heredero de Thingol, se despidió de Beren y de Lúthien, y
abandonando Lanthir Lamath con su esposa Nimloth fue a Menegroth e hizo allí su
morada; y con ellos fueron sus jóvenes hijos Eluréd y Elurín, y su hija Elwing.
Entonces los sindar les recibieron con alegría, y salieron de la oscuridad de
su pena por el rey y pariente caído y por la partida de Melian; y Dior Eluchíl
se propuso devolver la gloria al reino de Doriath.
Una
noche de otoño, ya tarde, alguien llegó y llamó a las puertas de Menegroth
pidiendo ser admitido ante el rey. Era un señor de los elfos verdes que venía
apresurado de Ossiriand, y los guardianes lo condujeron a la cámara donde Dior
se encontraba solo; y allí, en silencio, el elfo le dio al rey un cofre y se despidió.
Pero ese cofre guardaba el Collar de los Enanos en que estaba engarzado el Silmaril;
y al verlo Dior reconoció el signo de que Beren Erchamion y Lúthien Tinúviel habían
muerto en verdad, y habían ido a donde va la raza de los hombres, a un destino
más allá del mundo.
Durante
mucho tiempo contempló Dior el Silmaril, que más allá de toda esperanza su
padre y su madre habían traído del terror de Morgoth; y mucho se dolió de que
la muerte los hubiera sorprendido tan temprano. Pero dicen los sabios que el Silmaril
apresuró su fin; porque la llama de la belleza de Lúthien era demasiado
brillante para tierras mortales.
Entonces
Dior se puso en pie y se prendió el Nauglamír en torno al cuello; y era ahora
el más hermoso de todos los hijos del mundo de las tres razas: la de los edain,
y la de los eldar, y la de los maiar del Reino Bendecido.
Pero
cundió el rumor entre los elfos dispersos de Beleriand de que Dior, el heredero
de Thingol, llevaba el Nauglamír, y dijeron: —Un Silmaril de Fëanor arde de
nuevo en los bosques de Doriath. —Y el juramento de los hijos de Fëanor despertó
otra vez. Porque mientras Lúthien llevaba el Collar de los Enanos, ningún elfo
se habría atrevido a atacarla; pero ahora, al enterarse de la renovación de Doriath
y del orgullo de Dior, los siete elfos abandonaron la vida errante y volvieron a
reunirse; y le enviaron mensajeros a Dior reclamando la posesión del Silmaril.
Pero
Dior no dio respuesta a los hijos de Fëanor, y Celegorm instó a sus hermanos a
que atacaran a Doriath. Llegaron inadvertidos en pleno invierno, y lucharon con
Dior en las Mil Cavernas; y así ocurrió la segunda matanza de elfos por elfos.
Allí cayó Celegorm a manos de Dior, y allí cayeron Curufin y el oscuro Caranthir,
pero Dior fue también muerto, y Nimloth su esposa; y los crueles sirvientes de
Celegorm se apoderaron de los jóvenes hijos y los dejaron abandonados en el
bosque para que murieran de hambre. De esto, en verdad, se arrepintió Maedhros,
y los buscó largo tiempo en los bosques de Doriath; pero de nada le valió la
busca; y del hado de Eluréd y de Elurín no se cuenta ninguna historia.
Así fue destruida Doriath y nunca volvió a levantarse. Pero los hijos de Fëanor no obtuvieron lo que buscaban; porque un resto del pueblo huyó ante ellos, y con él iba Elwing hija de Dior, y escaparon, y llevando consigo el Silmaril llegaron con el tiempo a las desembocaduras del Sirion, junto al mar.
IV.DE
LA CAÍDA DE GONDOLIN[8]
LA HISTORIA DE LA TIERRA MEDIA II: EL LIBRO DE LOS CUENTOS PERDIDOS II[9]
(…)»Y en ese reino [Gondolin] Tuor aprendió muchas cosas que le enseñó Voronwë, al que quería y
que también sentía un gran amor por él; y también aprendió lo que le enseñaron
los hábiles hombres de la ciudad y los sabios que estaban al servicio del rey.
Así se convirtió en un hombre mucho más fuerte que antes y sus palabras
encerraban sabiduría; y comprendió muchas cosas que antaño no comprendía y
llegó a conocer muchas cosas que aún desconocen los hombres mortales. Allí le
contaron lo que se decía sobre esa ciudad, la ciudad de Gondolin, y llegó a
saber cómo muchísimos años de incansable esfuerzo no habían bastado para
construirla y embellecerla y que su pueblo seguía dedicado a esa tarea; también
se enteró de cómo habían cavado el túnel oculto, que ese pueblo llamaba el Paso
de la Huida, y de que había habido distintos pareceres al respecto, pero que
finalmente había prevalecido la compasión por los noldor que vivían en
cautiverio y habían decidido construirlo; le hablaron de la constante
vigilancia armada de ese lugar y también de algunos parajes a los pies de las
montañas circundantes y de los vigías que observaban sin cesar desde las cimas
más altas de esa cadena de montañas junto a faros que habían construido,
siempre dispuestos a luchar; porque ese pueblo se mantenía constantemente
alerta ante un posible ataque de los orcos en caso de que descubrieran su
fortaleza.
»No obstante, la vigilancia de las colinas ya se mantenía más por
costumbre que por necesidad, porque mucho tiempo atrás, con un esfuerzo
inimaginable, los gondolindrim habían allanado y desbrozado y excavado todo el
valle en torno a Amon Gwareth para que ningún elfo o pájaro o animal o
serpiente pudiera acercarse sin ser visto desde muchas leguas de distancia,
porque muchos gondolindrim tenían una mirada más penetrante aún que los
halcones de Manwë Súlimo, el Señor de los dioses y los elfos, que mora en el
Taniquetil; y, por ese motivo, llamaban a ese valle Tumladen, el valle
Ancho. Entonces consideraron que esa enorme tarea estaba terminada, y el pueblo
se dedicaba con gran afán a la extracción de metales o a la forja de todo tipo
de espadas y de hachas, lanzas y alabardas y a la fabricación de cotas de malla,
camisotes y plaquines, grebas y avambrazos, yelmos y escudos. Y le dijeron a
Tuor que, incluso si todo el pueblo de Gondolin hubiese comenzado a disparar
con sus arcos sin cesar, día y noche, no habría agotado en muchos años todas
las flechas que había acumulado, y que, por tanto, su temor ante los orcos
disminuía año a año.
»Allí le enseñaron a Tuor mampostería y albañilería y a trabajar
la piedra y el mármol; dominaba el arte del tejido y de la hilanza, del bordado
y la pintura, y era muy diestro con los metales. Allí escuchó melodías de una
delicadeza incomparable; y los que vivían en esa ciudad del sur eran los
músicos más virtuosos, porque en ella se escuchaba el murmullo de una profusión
de fuentes. Tuor llegó a dominar muchas de esas sutiles melodías y aprendió a
entretejerlas con sus canciones para asombro y alegría de todos los que lo
escuchaban. Le contaron curiosas historias sobre el sol y la luna y las estrellas,
y sobre la naturaleza de la Tierra y sus elementos, y sobre los cielos
recónditos; aprendió los caracteres secretos de los elfos y sus idiomas y sus
antiguas lenguas y oyó hablar de Ilúvatar, el Señor para Siempre, que vivía más
allá del mundo, de la prodigiosa música de los ainur que rodeaba a Ilúvatar en
los abismos del tiempo, del origen del mundo y de sus cualidades, y de todo lo
que había en él y de su gobierno.
»Gracias a su destreza y su extraordinario dominio de todas las
ciencias y las artes y al gran valor de su corazón y su cuerpo, Tuor se
convirtió en un consuelo y un sostén para el rey, que no tenía hijos varones; y
todo el pueblo de Gondolin lo amaba. Después de un tiempo, el rey les ordenó a
sus artesanos más hábiles que hicieran una armadura para dársela a Tuor como un
gran obsequio, y la hicieron de acero forjado por los noldor y recubierto de
plata; y adornaron su yelmo con un emblema de metales y joyas con la figura de
dos alas de cisne, una a cada lado, y en su escudo labraron un ala de cisne;
pero Tuor no llevaba una espada sino un hacha, a la que dio el nombre de Dramborleg
en el idioma de los gondolindrim, porque su golpe era capaz de aturdir y su
filo atravesaba cualquier armadura.
»Le construyeron una casa en las murallas del sur, porque amaba el
aire libre y no le gustaba la cercanía de otras viviendas allí le agradaba
pararse a menudo en las almenas a la hora del alba y todos se alegraban al ver
los destellos del nuevo día sobre las alas de su yelmo; y muchos murmuraban y
habrían deseado que volviese a luchar contra los orcos, puesto que muchos
sabían lo que habían dicho esos dos, Tuor y Turgon, ante el palacio; pero no
hicieron nada por respeto a Turgon y porque en ese entonces el recuerdo de las
palabras de Ulmo parecía haberse desvanecido y alejado del corazón de Tuor.
»Llegó entonces una época en que Tuor ya había vivido por largo
tiempo entre los gondolindrim. Ya hacía mucho que conocía y amaba a la hija del
rey, y ahora ese amor colmaba su corazón. Idril también sentía un gran amor por
Tuor y las hebras de su destino se habían entretejido con el destino de él ya
desde ese primer día en que lo había visto desde una alta ventana, fatigado por
el viaje y suplicante, ante el palacio del rey. Turgon tenía pocos motivos para
oponerse a su amor, porque veía a Tuor como uno de los suyos, que daba consuelo
y despertaba grandes esperanzas. Así fue como por primera vez un hijo de los
hombres desposó a una hija de los noldor, pero Tuor no fue el último. Muchos
han conocido menos alegrías que ellos y al final grandes fueron sus pesares.
Pero en aquellos días hubo gran regocijo cuando Idril y Tuor se casaron ante el
pueblo en Gar Ainion, el Lugar de los Dioses, cercano al palacio del rey. El
día de la boda fue un día de júbilo en la ciudad de Gondolin y de intensa
felicidad para Tuor e Idril. A partir de entonces vivieron felices en la casa
construida en lo alto de las murallas que miraban al Tumladen hacia el sur y
eso alegró los corazones de todos en la ciudad, con la excepción de Maeglin.
Ese elfo provenía de un antiguo linaje que ahora era menos numeroso que otros,
pero era sobrino del rey por parte de su madre, Aredhel, la hermana del rey;
pero no es éste el momento para contar la historia de Aredhel y Eöl.
»Ahora bien, el emblema de Maeglin era un topo negro, y era un
notable picapedrero y el jefe de los mineros y muchos de ellos eran de su mismo
linaje. Pero era menos afable que la mayoría de sus bondadosos parientes: era maligno
y su carácter no era absoluto agradable, de modo que el amor no lo acompañaba y
se decía que por sus venas corría sangre de orco, pero no sé cómo podría haber
sido cierto. Muchas veces le había pedido la mano de Idril, pero Turgon se daba
cuenta de la repulsión que despertaba en ella y también muchas veces se la
había negado, porque le parecía que Maeglin la cortejaba tanto por su deseo de
convertirse en un personaje poderoso de la casa real como por el amor que
sentía por la bellísima doncella. Idril era en verdad muy hermosa y se
enorgullecía de su belleza; y el pueblo la llamaba Idril, la de los Pies de
Plata, porque andaba siempre descalza y con la cabeza descubierta aunque era
hija del rey, excepto en las celebraciones de los ainur; y Maeglin se consumía
de ira al ver que Tuor lo desplazaba.
»En ese entonces se hicieron realidad los deseos de los valar y
las esperanzas de los Eldalië, porque con inmenso amor Idril dio un hijo a Tuor
y lo llamaron Eärendil. Tanto los hombres como los noldor dan muchas
interpretaciones a ese nombre, pero probablemente haya sido un nombre que
provenía de una lengua secreta de los gondolindrim y que desapareció de la
Tierra junto con ellos.
»El recién nacido era extraordinariamente hermoso; tenía la piel
blanca y reluciente y los ojos de un azul más intenso que el de los cielos de
las tierras de más al sur, más azul aún que los zafiros del atuendo de Manwë; y
Maeglin sintió una profunda envidia cuando nació, pero Turgon y todo el pueblo
se regocijaron.
»Ya habían transcurrido muchos años desde que Tuor se había
extraviado a los pies de las colinas y los noldor lo habían abandonado; pero
también habían pasado muchos años desde que Melko había oído hablar por primera
vez de las curiosas proezas —vagas y variadas—de un hombre que deambulaba por
los claros del río Sirion. Melko era muy poderoso en ese entonces y no sentía
mucho temor ante la raza de los hombres, y, por esa razón, Ulmo había recurrido
a uno de ellos para engañarlo más fácilmente al ver que ningún valar y casi ningún
eldar y muy pocos noldor podían hacer algo sin que Melko lo supiera. Sin
embargo, al escuchar las nuevas ese malvado corazón tuvo un presentimiento y
organizó una legión de espías con hijos de los orcos de ojos amarillos y verdes
como los gatos capaces de atravesar todas las sombras y de ver a través de la
niebla o la bruma o la oscuridad; serpientes que podían ir a cualquier parte y
escudriñar todas las grietas o los abismos más profundos o las cimas más
elevadas, escuchar cualquier susurro que recorriera las hierbas o retumbara en
las colinas; lobos y perros voraces y enormes comadrejas sedientas de sangre
cuyas narices podían olfatear a través de las corrientes rastros de olores que
se remontaban a muchas lunas y cuyos ojos podían rastrear entre los guijarros
huellas dejadas toda una vida atrás; y había búhos y halcones cuyas miradas
penetrantes divisaban de noche o de día el aleteo de pájaros pequeños en todos
los bosques del mundo y el movimiento de todo ratón o ratón de agua o rata que
se arrastrara o viviera en la faz de la Tierra. Melko los mandó llamar a todos
a su Morada de Hierro y una multitud se congregó allí. Desde allí los lanzó a
la Tierra en busca de ese hombre que había escapado de la Tierra de las Sombras
y, aún con más curiosidad y afán, del lugar donde vivían los noldor que habían
escapado de su cautiverio; porque su corazón ardía en deseos de destruirlos o
esclavizarlos.
»Mientras Tuor vivía feliz y convirtiéndose en un hombre cada vez
más sabio y poderoso en Gondolin, esas criaturas escudriñaban sin cesar, por
años de años, entre las piedras y las rocas y asolaban las florestas y los
páramos, husmeaban el aire y las alturas, rastreaban todos los senderos de los
valles y las planicies, y no desistían de su propósito ni se quedaban quietas.
De esa persecución regresaron junto a Melko con un cúmulo de nuevas; muchas
cosas sacaron a la luz y entre ellas descubrieron el Paso de la Huida que Tuor
y Voronwë habían atravesado mucho tiempo atrás. Pero no habrían podido
descubrirlo si no hubiesen obligado a algunos de los noldor menos valientes a
participar en la exploración con horrorosas amenazas de tormentos; porque,
gracias a la magia que rodeaba la entrada, ningún vasallo de Melko podría haber
llegado hasta allí sin la ayuda de los elfos. Sin embargo, ahora se habían
internado hasta el fondo de los túneles, donde habían capturado a muchos noldor
que se escondían allí huyendo de la esclavitud. También habían escalado las colinas
Circundantes en algunos puntos y contemplado desde lejos la bella ciudad de
Gondolin y la fortaleza de Amon Gwareth; pero no podían aventurarse hasta el
valle porque estaba vigilado por los guardianes y las montañas eran escarpadas.
En verdad, los gondolindrim eran hábiles arqueros y fabricaban arcos
extraordinariamente potentes. Podían disparar una flecha al cielo siete veces
más lejos que el mejor arquero de los hombres podía hacerlo a un blanco en la tierra;
y no permitían que ningún halcón revoloteara por mucho tiempo sobre su valle ni
que una serpiente se arrastrase por allí; porque detestaban a las criaturas
sanguinarias de la ralea de Melko.
»Eärendil tenía un año cuando llegaron a la ciudad las nefastas
nuevas sobre los espías de Melko que habían rodeado el valle de Tumladen.
Entonces el corazón de Turgon se entristeció al recordar lo que Tuor le había
dicho hacía años ante las puertas del palacio; y ordenó que se triplicara la
vigilancia y la defensa en todos los puntos, y que sus artífices inventaran
nuevas armas y las emplazaran en las colinas. Estaba dispuesto a arrojar fuegos
venenosos y líquidos ardientes, flechas y rocas enormes contra cualquiera que
atacara esas murallas deslumbrantes; y luego se quedó muy satisfecho, pero el
corazón de Tuor estaba más abrumado que el del rey, porque recordaba
constantemente las palabras de Ulmo y ahora comprendía mejor que antes su
sentido y su gravedad; tampoco encontraba un gran consuelo en Idril, porque su
corazón estaba aún más acongojado que el suyo.
»Debéis saber entonces que Idril tenía el don de atravesar con su
pensamiento la sombra de los corazones de los elfos y los hombres y de saber la
triste suerte que correrían... y en eso superaba el don que tenían todos los
del linaje de los eldalië; por tanto, un día le dijo a Tuor: —Esposo mío, has
de saber que mi corazón desconfía de Maeglin y temo que haga caer una desgracia
sobre este hermoso reino, aunque no logro saber cómo o cuándo, pero temo que
todo lo que sabe sobre nuestros quehaceres y nuestros preparativos llegue de
alguna manera oídos del Enemigo, y que conciba nuevos medios para atacarnos
contra los cuales no estamos preparados para defendernos. ¡Escucha!, una noche
soñé que Maeglin fabricaba una caldera y que, sin que nadie lo advirtiera, llegaba
hasta aquí y arrojaba a ella a nuestro hijo Eärendil y que a continuación nos
arrojaba también a ti y a mí, pero que yo no me resistía, por el dolor que me
causaba la muerte de nuestro bello hijo.
»Y Tuor le respondió: —Tienes razón para temer, porque mi corazón
también recela de Maeglin; pero es sobrino del rey y primo tuyo y no se le
reprocha nada, y no se me ocurre qué hacer salvo esperar y mantenernos alertas.
»Pero Idril le dijo: —Esto es lo que he ideado: congrega en
secreto a todos los mineros que demuestren sin lugar a dudas sentir menos
aprecio por Maeglin por el orgullo y la arrogancia con que los trata. Entre
ellos elige a hombres de confianza que lo vigilen siempre que se dirija a las
colinas remotas, pero te aconsejo que agrupes en una oquedad secreta a la
mayoría de aquellos en cuya discreción confíes y que con su ayuda, aunque
trabajen con gran cautela y muy lentamente, abran en las rocas de esta colina
un túnel subterráneo que vaya desde tu casa hasta el valle. Ese túnel no debe
conducir al Paso de la Huida, porque mi corazón me dice que no se debe confiar
en él, sino hacia ese paso remoto, la Grieta de las Águilas, en las montañas
del sur; y mientras más profunda sea esa oquedad que atraviese el valle mejor
me parecerá, pero hay que mantener oculta toda esa tarea y sólo unos pocos
deben saber de ella.
»Pero nadie es capaz de excavar la tierra o las rocas mejor que
los noldor (y Melko lo sabe) y en esos parajes la tierra es muy dura; y Tuor
dijo: —Las rocas de la colina de Amon Gwareth son como el hierro y sólo con
gran esfuerzo es posible abrir un sendero a través de ellas; sin embargo, si
eso se hace en secreto tardaremos mucho y tendremos que ser muy pacientes; pero
las piedras del fondo del valle de Tumladen son como acero forjado, y sin el
conocimiento de los gondolindrim tardaríamos lunas y años en cavarlas.
»Entonces Idril le dijo: —Tal vez tengas razón, pero eso es lo que
he ideado y aún disponemos de tiempo. —Entonces Tuor dijo que no comprendía
bien el sentido de hacerlo: —Pero "cualquier plan es mejor que la falta
de ideas" y haré lo que tú digas.
»Lo que sucedió es que, poco después de que Maeglin se marchó a
las colinas en busca de metales, mientras vagaba solo por las montañas se le
acercaron algunos orcos que merodeaban por allí y que le habrían hecho mucho
mal y mucho daño si hubiesen sabido que era un hombre de los gondolindrim. Pero
los vigías de Melko no lo sabían. Sin embargo, la maldad se apoderó del corazón
de Maeglin y les dijo a quienes lo habían capturado: —Debéis saber que soy
Maeglin, hijo de Eöl, que hubo de casarse con Aredhel la hermana de Turgon, rey
de los gondolindrim. —Pero ellos le respondieron:—¿Por qué nos ha de importar
eso? Y Maeglin respondió: —Debe
importaros mucho, porque si me dais muerte, ya sea rápida o lentamente, no os
enteraréis de muchas cosas relacionadas con la ciudad de Gondolin que a vuestro
amo le complacería saber.—Entonces los orcos se quedaron quietos y le dijeron
que le perdonarían la vida si les hacía revelaciones dignas de ello; y Maeglin
les informó de todas las características del valle y de la ciudad, de sus
murallas y su altura y su grosor y de la resistencia de sus puertas; y habló de
las huestes armadas que obedecían a Turgon y de las innumerables armas que
guardaban como pertrechos y de los instrumentos de guerra y de los fuegos
venenosos.
»Entonces los orcos se enfurecieron y, después de escuchar todo
eso, se dispusieron a darle muerte de inmediato por haber exagerado
imprudentemente el poderío de su miserable pueblo para burlarse de la fuerza y
el poder de Melko; pero Maeglin, agarrándose de un pelo, les dijo: —¿No creéis
que vuestro amo se alegraría si condujerais ante sus pies a un cautivo tan
noble, para que así pudiera recibir esa información de mis labios y juzgar si
digo la verdad?
»Eso les pareció bien a los orcos y se alejaron de las montañas
que rodeaban a Gondolin rumbo a las colinas de Hierro y la sombría morada de
Melko; hasta allá arrastraron a Maeglin, que ahora sentía un inmenso pavor.
Pero cuando se arrodilló ante el trono negro de Melko, aterrorizado por el
aspecto siniestro de las formas que lo rodeaban, por los lobos que estaban
sentados bajo su silla y las víboras que se retorcían en sus patas, Melko le
ordenó hablar. Entonces le informó de todo y, luego de escucharlo, Melko le
habló con tal amabilidad que su corazón recuperó gran parte de su insolencia.
»Lo que ocurrió entonces es que Melko, con la ayuda de la astucia
de Maeglin, fraguó un plan para la destrucción de Gondolin. Como recompensa, Maeglin
habría de convertirse en un importante capitán de los orcos —aunque en el fondo
de su corazón Melko se proponía no cumplir lo prometido—, pero Melko debía
quemar a Tuor y a Eärendil y arrojar a Idril a los brazos de Maeglin... y el
malvado sí estaba dispuesto a cumplir esas promesas. Sin embargo, como
recompensa por su traición Melko amenazó a Maeglin con los tormentos de los
balrogs. Éstos eran demonios que tenían látigos de llamas y tenazas de acero
con que atormentaban a los noldor que osaban oponerse a él de alguna manera; y
los eldar los llamaban malkarauki. Pero Maeglin le dijo a Melko que ni
todas las huestes de orcos y de balrogs con toda su crueldad podrían apoderarse
de las murallas y las puertas de Gondolin, ya fuese atacándolas o sitiándolas
aunque lograran llegar al valle que se extendía fuera de ellas. Por tanto, le
aconsejó a Melko que, con sus poderes de brujería, creara algo que sirviera de
ayuda a sus guerreros en esa empresa. Le dijo que recurriera a su plétora de
metales y a su dominio sobre el fuego para crear bestias parecidas a las
serpientes y los dragones cuyo poder fuese irresistible y pudieran atravesar
las colinas Circundantes y sumir a la planicie y la hermosa ciudad en el fuego
y la destrucción.
»Entonces se le ordenó a Maeglin que regresara a su hogar para que
su ausencia no despertara sospechas entre los hombres; pero Melko arrojó sobre
él el Hechizo del Miedo Insondable y, a partir de entonces, no volvió a sentir
alegría ni paz en el corazón. Sin embargo, lucía una bella máscara de agrado y
jovialidad que hacía decir a los hombres: —Maeglin se ha vuelto compasivo —y no
despertaba tanta aversión, pero Idril le temía aún más.
»Entonces Maeglin dijo: —He trabajado mucho y deseo descansar y
sumarme a los bailes y los cantos y al júbilo del pueblo —y dejó de extraer
piedras y metales en las colinas; pero en realidad con ello pretendía ahogar su
temor y su inquietud. Vivía aterrorizado porque creía que Melko estaba siempre
cerca de él y eso se debía al hechizo; y nunca más se atrevió a recorrer las
minas por temor a encontrarse con los orcos y a que lo sometieran nuevamente a
los terrores de la morada de las sombras.
»Pasaron los años y, a instancias de Idril, Tuor seguía entregado
a su túnel secreto pero, al ver que el número de espías se había reducido,
Turgon vivía más en paz y con menos temor. Sin embargo, mientras transcurrían
esos años, Melko no abandonaba su agitado afán y todos los noldor cautivos se
veían obligados a cavar constantemente en busca de metales mientras Melko se
quedaba quieto concibiendo fuegos e incitando a las llamas y a los humos a
salir de las calderas abismales, sin permitir que ninguno de los noldor se
alejara siquiera un palmo de su lugar de cautiverio. Entonces llegó el momento
en que Melko congregó a sus mejores herreros y brujos, y con hierro y llamas
forjaron una hueste de monstruos jamás vista hasta entonces y que nunca se
volverá a ver hasta el Gran Final. Algunos de ellos eran de hierro y sus piezas
estaban unidas con tal maestría que podían deslizarse como lentos ríos de metal
o enroscarse en los obstáculos que les salían al paso o serpentear por encima
de ellos, y en lo más profundo de sus cuerpos llevaban un sinnúmero de los
orcos más siniestros armados de cimitarras y lanzas; otros eran de bronce o de
cobre y tenían corazones y espíritus de fuego abrasador, y quemaban todo lo que
encontraban con sus horribles bufidos o aplastaban a quienes lograban escapar
con su resuello ardiente; y también había otros hechos sólo de fuego y que se
retorcían como sogas de metal fundido y destruían cualquier objeto que
estuviese cerca, y el hierro y la piedra se derretían a su paso hasta licuarse,
y en ellos cabalgaban cientos de balrogs; y éstos eran los monstruos más
espantosos que Melko creó para atacar a Gondolin.
»Cuando hubieron pasado siete años desde la traición de Maeglin y
Eärendil, a pesar de sus cortos años, ya era un niño muy valiente, Melko mandó
llamar a todos sus espías, porque ya conocía todos los senderos y los rincones
de las montañas; sin embargo, los gondolindrim creían en su imprudencia que
Melko no volvería a tratar de atacarlos debido a su poderío y a su fortaleza
inexpugnable.
»Pero Idril se sumió en la pesadumbre y su rostro se ensombreció,
y muchos se preguntaban qué le sucedía; pero Turgon redujo sus huestes de
guardianes y guerreros al número que antes tenían e incluso a un poco menos y,
cuando llegó el otoño y hubo pasado la temporada de la cosecha de frutos, el
pueblo se dispuso jubiloso a celebrar las fiestas del invierno; pero Tuor se
irguió sobre las almenas y contempló las colinas Circundantes.
»Y he aquí que Idril estaba a su lado y el viento le agitaba los
cabellos, y Tuor pensó que era extraordinariamente hermosa y se inclinó a
besarla; pero la tristeza se reflejaba en su rostro y le dijo: —Ahora vendrán
los días en que tendrás que tomar una decisión –y Tuor no comprendió sus
palabras. Entonces ella lo condujo al interior de su hogar, y le dijo que su
corazón temía por su hijo Eärendil y porque presentía que se aproximaban
grandes males, y que Melko era su causa. Entonces Tuor trató en vano de
consolarla, y ella le preguntó por el túnel secreto y él le dijo que ya se
internaba por una legua [5 kilómetros] en el valle, y eso aligeró un
tanto su corazón. Pero aun así le aconsejó que siguiera cavando el túnel y que
a partir de entonces sería más importante hacerlo a toda prisa que guardar el
secreto, porque ahora falta poco... Y también le dio otro consejo y también en
eso él le obedeció; le dijo que habría que elegir con gran cuidado a algunos de
los señores y los guerreros más valientes y fieles de los gondolindrim para
informarles del pasadizo secreto y de su salida. Le aconsejó que organizara con
ellos un intrépido grupo de guardianes y que les diera su emblema para que se
convirtieran en sus súbditos, y que hiciera eso bajo pretexto de ser un gran
señor y pariente del rey. —Además —le dijo—lograré que mi padre te dé su apoyo
en esto. —También les dijo en secreto a los del pueblo que si la ciudad se
enfrentaba a su última posibilidad de sobrevivir o si Turgon era asesinado
debían agruparse en torno a Tuor y a su hijo, y, al escuchar esto, asentían
entre risas diciendo que Gondolin perduraría por tanto tiempo como el
Taniquetil o las montañas de Valinor.
»Pero Idril no le habló abiertamente a Turgon ni dejó que Tuor lo
hiciera, como era su deseo, pese al amor y al respeto que sentía por él —gran
rey, noble y majestuoso—, porque advertía que confiaba en Maeglin y seguía
creyendo con ciega obstinación que la ciudad era una fortaleza inexpugnable y
que Melko ya no pretendía atacarla por creer que era en vano intentarlo. Y las
arteras palabras de Maeglin reforzaban constantemente esa convicción de Turgon.
Pero ese elfo era muy astuto, porque fraguaba muchos planes en secreto, de modo
que las gentes decían: —Hace bien en llevar el emblema del topo negro. —Y,
debido a la insensatez de algunos mineros y, más aún, a la imprudencia con que
hablaban algunos de ese linaje, a los que Tuor había informado un tanto
incautamente, se enteró de lo que hacían en secreto y fraguó un plan propio
para impedirlo.
»El invierno siguió avanzando y hacía un frío poco común en esas
regiones, de modo que la helada se internó en el valle de Tumladen y las pozas
estaban cubiertas de hielo; pero las fuentes seguían danzando en Amon Gwareth y
los Dos Árboles florecían, y el pueblo siguió viviendo feliz hasta el día en
que se desencadenó el terror oculto en el corazón de Melko.
»Así transcurrió ese crudo invierno y gruesas capas de nieve
cubrieron las colinas Circundantes como nunca antes; sin embargo, llegó la
época en que una primavera de prodigioso esplendor derritió las capas de esos
mantos blancos, y el valle bebió las aguas y se cubrió de flores. Así llegó y
se celebró entre la algazara de los niños el festival de Nostna-Lothion o del
Nacimiento de las Flores y los corazones de los gondolindrim se exaltaron ante
las benignas promesas del año; y entonces llegó por fin el preludio de la gran
fiesta de Tarnin Austa, las Puertas del Verano. Porque habéis de saber que
tenían la costumbre de iniciar una solemne ceremonia al llegar una medianoche y
que ésta continuaba incluso hasta el alba de Tarnin Austa, y desde la
medianoche hasta el comienzo del día no se escuchaba una sola voz en toda la
ciudad, pero la llegada del alba era celebrada con antiguos cantos. Por
incontables años habían recibido así el comienzo del verano, con melodías de
coros, sobre la resplandeciente muralla oriental; y ahora llega entonces la
noche de la vigilia y la ciudad se cubre de lámparas de plata, mientras en los
bosquecillos luces de colores brillantes se balancean en los árboles cubiertos
de retoños y sutiles melodías recorren los caminos, pero nadie canta hasta el
amanecer.
»El sol se oculta tras las colinas y todos se preparan con gran
alegría y ansiedad para el festival, observando expectantes hacia el oriente.
He aquí que cuando la luz acababa de desaparecer y todo estaba a oscuras, una
nueva luz comenzó a brillar y se vio un resplandor que venía de allende las
cimas del norte, y los hombres se maravillaron y las gentes se apiñaron en las
murallas y las almenas. Entonces el asombro se transformó en duda cuando la luz
se volvió más intensa y rojiza, y la duda dio paso al temor cuando los hombres
vieron que la nieve de las montañas se cubría de manchas que parecían ser de
sangre. Y así llegaron a Gondolin las serpientes de fuego de Melko.
»Entonces atravesaron el valle jinetes jadeantes con nuevas
enviadas por los centinelas de las cimas; y hablaron de las huestes flameantes
y de las siluetas parecidas a dragones y dijeron: —Melko se aproxima. —Un
enorme temor y una inmensa angustia se apoderaron de esa hermosa ciudad, y las
calles y los caminos apartados se inundaron de llantos de mujeres y lamentos de
niños y las plazas de soldados que se congregaban y tintineo de armas. Se
desplegaron todas las banderas brillantes de todas las grandes casas y todos
los linajes de los gondolindrim. Las tropas de la casa del rey formaban una
hueste poderosa cuyos colores eran el blanco y el dorado y el rojo, y sus
emblemas eran la luna y el sol y el corazón escarlata. En el centro se
encontraba Tuor, más alto que todos los demás, y su cota de malla plateada
lanzaba destellos y en torno a él se apiñaban los más valientes. Y he aquí que
todos ellos lucían en los yelmos figuras que parecían alas de cisnes o de
gaviotas y el emblema del Ala Blanca en los escudos. Pero en ese mismo sitio se
congregaron los de la hueste de Maeglin, que llevaban arreos negros y no lucían
ningún distintivo ni emblema sino cascos redondos de acero cubiertos con piel
de topo y que iban armados con hachas de dos filos como azadones. Maeglin,
príncipe de Gondobar, reunió allí a muchos guerreros de talantes sombríos y
miradas amenazadoras, y un destello infame se reflejaba en sus rostros y en las
superficies bruñidas de sus atavíos. Hacia el norte se veía arder las colinas y
parecía que ríos de fuego bajaban por las laderas que se prolongaban en el
valle de Tumladen, y ya se sentía el calor que surgía de allí.
»Y se reunieron también muchos otros linajes, el de la Golondrina
y el del Arco Celestial, de los que provenía la mayoría de los arqueros y los
mejores, y se apostaron en las amplias terrazas de las murallas. Los del linaje
de la Golondrina lucían un abanico de plumas en los yelmos y llevaban arreos
blancos y azul oscuro y púrpura y negro, y lucían una punta de flecha en los
escudos. Su jefe era Duilin, el hombre más veloz para correr y saltar y el
arquero más certero. Pero los del linaje del Arco Celestial, una estirpe que
poseía incontables riquezas, lucían una gama esplendorosa de colores y llevaban
los brazos cubiertos de joyas que fulguraban con la luz que ahora cubría el cielo.
Todos los escudos del batallón eran de color azul cielo y su tachón de adorno
estaba hecho con siete gemas; rubíes y amatistas y zafiros esmeraldas,
crisoprasa, topacio y ámbar, y en los yelmos lucían un ópalo de gran tamaño. Su
jefe era Egalmoth, que llevaba una capa azul bordada con estrellas de cristal y
su espada era curva —aunque ningún otro noldor llevaba una espada curva—, pero
la prefería al arco y con ella podía llegar más lejos que cualquier otro de esa
hueste.
»También estaban allí los del linaje del Pilar y de la Torre de
Nieve, que obedecían a Penlod, el más alto de todos los noldor. Y estaban los
de la casa del Árbol, una casa muy importante, que llevaban atavíos verdes.
Luchaban con porras tachonadas de hierro o con hondas y se decía que su jefe,
Galdor, era el más valeroso de todos los gondolindrim con la excepción de
Turgon. Allí estaban los de la casa de la Flor Dorada, que lucían un sol de
rayos abiertos en los escudos, y su jefe, Glorfindel, llevaba una capa bordada
con hilos de oro de tal manera que estaba cubierta de celidonias como una
campiña en primavera, y sus armas lucían damasquinados de oro trabajado con
gran habilidad.
»Entonces llegaron desde el sur de la ciudad los de la casa de la
Fuente, cuyo señor era Ecthelion y a quienes fascinaban la plata y los
diamantes; y empuñaban espadas muy largas y brillantes y blandían bastones, y
marchaban a la batalla acompañados por la música de flautas. Detrás de ellos
venía la hueste del Arpa, un batallón de valerosos guerreros cuyo jefe,
Salgant, era un cobarde que adulaba a Maeglin. Iban adornados con borlas de
plata y oro, y en su blasón brillaba un arpa de plata sobre un fondo negro;
pero Salgant lucía un arpa de oro y era el único hijo de los gondolindrim que
marchaba cabalgando a la batalla, y era pesado y rechoncho.
»El último batallón era el de la casa del Martillo Iracundo, de la
que procedían los mejores herreros y artesanos y todos ellos veneraban a Aulë
el Herrero más que a cualquier otro ainur. Iban armados con mazos parecidos a
martillos y llevaban pesados escudos, porque tenían brazos muy fuertes. En
otros tiempos, los noldor fugitivos de las minas de Melko habían reclutado a
muchos de ellos, y los miembros de esa casa sentían un odio inmenso por los
actos que cometía el malvado y por sus demonios, los balrogs. Su jefe era Rog,
el más fuerte de los noldor, cuyo valor casi igualaba al de Galdor, de la casa del
Árbol. El emblema de esas gentes era el yunque y en los escudos lucían un
martillo que lanzaba chispas al golpear, y sus colores favoritos eran el dorado
y el negro. Era un batallón numeroso y ningún cobarde formaba parte de él, y en
esa lucha contra el mal fue el que conquistó mayor gloria entre todas las
nobles casas; sin embargo, la suerte no los acompañaba y ninguno de ellos salió
con vida de la batalla, porque todos cayeron en torno a Rog y desaparecieron de
la faz de la Tierra; y con ellos también desaparecieron para siempre muchos
oficios y artes.
»Así eran y así iban ataviadas las once casas de los gondolindrim
con sus símbolos y emblemas, y la escolta de Tuor, la hueste del Ala, era
considerada como la duodécima casa. Su jefe tiene una expresión sombría y no
espera vivir por largo tiempo; y en la casa construida sobre las murallas Idril
se cubre con una cota de malla y va en busca de Eärendil. El niño estaba sumido
en llanto por las extrañas luces rojas que se reflejaban en las paredes del
cuarto donde dormía; y recordaba los cuentos sobre el iracundo Melko que le
relataba su nodriza Meleth cuando desobedecía, y esos relatos lo inquietaban.
Pero su madre se le acercó y le colocó una diminuta cota de malla que había
hecho fabricar en secreto, y eso lo hizo sentir feliz y extraordinariamente
orgulloso y dio gritos de alegría. Pero Idril rompió a llorar, porque su
corazón siempre se había conmovido ante la bella ciudad y su hermoso hogar y el
amor que Tuor y ella habían conocido en ese lugar; y ahora sentía que su
destrucción era inminente y temía que sus maquinaciones no fuesen suficientes
para resistir el poder abrumador de las pavorosas serpientes.
»Ya habían pasado cuatro horas desde la medianoche y el cielo
estaba cubierto de rojo hacia el norte, el este y el oeste; y las serpientes de
hierro ya habían llegado al valle de Tumladen y las criaturas ardientes estaban
al pie de las colinas, de modo que habían capturado a los guardianes y les
hacían sufrir los atroces tormentos de los balrogs, que quemaban cuanto había a
su alrededor, salvo los parajes más remotos del sur donde se encontraba
Cristhorn, la Grieta de las Águilas.
»Entonces el rey Turgon convocó un consejo y a él llegaron
Tuor y Maeglin como príncipes reales; y llegaron Duilin y Egalmoth y Penlod, el
de alta talla, y se presentaron Rog y Galdor, el de la casa del árbol, y el
dorado Glorfindel y Ecthelion, el de la voz melodiosa. También acudieron
Salgant, trémulo ante el llamado, y otros nobles de menor alcurnia pero de
corazón más noble.
»Entonces Tuor comenzó a hablar y les expuso su plan: debían
lanzar de inmediato una violenta embestida, antes de que la luz y el calor
cobraran gran fuerza en el valle; y muchos lo apoyaban aunque tenían distintas
opiniones con respecto a la embestida: algunos decían que todas las huestes
debían salir a la vez junto con las doncellas y las mujeres y los niños, y
otros decían que debían salir en grupos y desbandarse en distintas direcciones;
y Tuor prefería esto último.
»Pero sólo Maeglin y Salgant estaban en desacuerdo, y se mostraban
partidarios de quedarse en la ciudad y de tratar de proteger los tesoros que
había en su interior. Pero las palabras de Maeglin ocultaban un ardid, porque
temía que algún noldor lograra escapar de la fatalidad en la que los había
sumido para sobrevivir, y tenía pavor de que su traición quedara al descubierto
y que alguien le hiciera pagar por ello más adelante. Pero Salgant dijo eso
para mostrarse de acuerdo con Maeglin y también porque sentía terror de
abandonar la ciudad, ya que prefería luchar desde una fortaleza inexpugnable
que arriesgarse a sufrir graves heridas fuera de ella.
»Entonces el señor de la casa del Topo intentó aprovecharse de la
única debilidad de Turgon diciendo: —¡Oh, rey!, la ciudad de Gondolin encierra
un caudal de joyas y metales y bienes y objetos de incomparable belleza
forjados por los noldor, y todos vuestros señores, que a mi juicio son más
valientes que sensatos, están dispuestos a dejarla en manos del Enemigo. Aunque
salgas victorioso en el valle, la ciudad será saqueada y los balrogs se
marcharán de aquí con un botín inconmensurable.— Turgon dejó escapar un gemido,
porque Maeglin sabía que adoraba las riquezas y la hermosura de esa ciudadela
construida sobre Amon Gwareth. Y Maeglin volvió a hablar con gran ardor: —¡Escuchad!
¿Habéis trabajado en vano por incontables años levantando murallas de un grosor
inexpugnable y construyendo puertas tan fuertes que es imposible derribarlas?
¿Acaso la grandeza de la colina Amon Gwareth se ha vuelto tan insignificante
como el profundo valle, o el cúmulo de armas que hay en ella y sus
inconmensurables flechas tienen tan poco valor que en la hora de peligro dejáis
todo a un lado y os marcháis desnudos a campo abierto contra enemigos de hierro
y de llamas cuyo avance hace temblar la tierra mientras las colinas
Circundantes retumban con el estruendo de sus pasos?
»Y Salgant se estremeció al pensar en ello y dijo estridentemente:
—Maeglin tiene razón, oh rey, escuchadlo. —Entonces el rey aceptó el consejo de
esos dos aunque todos los señores estaban en desacuerdo y la mayoría de ellos
decía que no debían hacerlo; por tanto, les ordenó a todos resistir el ataque
desde las murallas. Pero Tuor se echó a llorar y se marchó de la sala del rey
y, luego de reunir a los hombres del Ala, atravesó las calles rumbo a su hogar;
y ya entonces la luz se había extendido y era espeluznante y hacía un calor
asfixiante, y los senderos que conducían a la ciudad estaban cubiertos de humo
negro y hedores.
»Y entonces los monstruos atravesaron el valle y las blancas
torres de Gondolin se tiñeron de rojo ante su cercanía; pero los más valientes
se aterrorizaron al ver a los dragones de fuego y las serpientes de bronce y de
hierro que ya rodeaban la colina de la ciudad; y en vano les dispararon
flechas. Entonces se oyó un clamor esperanzado, porque he aquí que las
serpientes de fuego no podían trepar la colina puesto que era empinada y
resbaladiza, y también por las aguas refrescantes que bajaban por sus laderas;
pero se quedaron a los pies de la colina y una extensa nube de vapor se elevó
allí donde las aguas de los arroyos del Amon Gwareth se unieron con las llamas
de las serpientes. Entonces se apoderó del lugar un calor tan intenso que las
mujeres se desmayaban y los hombres transpiraban hasta agotarse bajo las cotas
de malla, y todas las fuentes de la ciudad, excepto la del rey, se volvieron
hirvientes y humeantes.
»Pero entonces Gothmog, el señor de los balrogs, capitán de las
huestes de Melko, llamó a consejo y reunió todos los objetos de hierro que
podían enroscarse en torno y por encima de todos los obstáculos que les
salieran al paso. Y les ordenó que se apiñaran ante la puerta del norte; y he
aquí que con sus enormes espirales llegaron hasta su umbral, y arremetieron
contra las torres y los bastiones que la rodeaban, y el enorme peso de sus
cuerpos derrumbó las puertas con gran estruendo; sin embargo, parte de las
murallas aún estaba en pie. Entonces los mecanismos y las catapultas del rey
arrojaron una lluvia de dardos y piedras y metal derretido contra esas bestias
despiadadas, y el embate hizo retumbar sus cuerpos huecos, pero no sirvió de
nada porque eran indestructibles y desde su interior salían llamas ondulantes.
Entonces las más grandes se abrieron por la mitad y por las aberturas salieron
innumerables orcos, los trasgos aborrecibles; y nadie puede describir el brillo
de sus cimitarras ni el destello de las lanzas de hojas anchas con las que
daban estocadas.
»Entonces Rog lanzó un fuerte grito y todos los guerreros del Martillo
Iracundo y los del linaje del Árbol con el valeroso Galdor se arrojaron contra
el enemigo. Los golpes de sus enormes martillos y de sus garrotes retumbaban en
las colinas Circundantes y los orcos caían como hojas; y los de la Golondrina y
del Arco les arrojaban un diluvio de flechas como las oscuras lluvias del
otoño, y el humo y la confusión derribaban por igual a los orcos y a los gondolindrim.
Ésa fue una batalla portentosa pero, a pesar de su valor y debido a la fuerza
de las huestes cada vez más numerosas, poco a poco los gondolindrim se vieron
obligados a retroceder hasta que los trasgos se apoderaron del norte de la
ciudad.
»Mientras, Tuor lucha a la cabeza de la casa del Ala en medio de
la confusión que reina en las calles, y cuando logra llegar a su hogar, se
encuentra frente a Maeglin. Confiando en la batalla que ya se libraba ante la
puerta del norte y en la conmoción que remaba en la ciudad, Maeglin había
esperado ese momento para consumar sus planes. Se había enterado de muchos
detalles sobre el túnel secreto de Tuor (aunque sólo al último momento, cuando
ya no podía enterarse de todo), pero no le había dicho nada al rey ni a ningún
otro, porque estaba seguro de que el túnel conducía al Paso de la Huida, por
ser el más cercano a la ciudad, y planeaba aprovechar eso en su favor y para
hacer daño a los noldor. Había enviado a veloces mensajeros a pedirle a Melko
que apostara guardianes en el otro extremo del Paso cuando se iniciara el
ataque; pero lo que pensaba hacer ahora era coger a Eärendil y arrojarlo a las
llamas a los pies de las murallas, y obligar a Idril a revelarle los secretos
del pasadizo, para escapar de ese fuego aterrador y de la matanza y llevarla
con él a las tierras de Melko. Pero Maeglin temía que ni siquiera la contraseña
secreta que le había dado Melko sirviera en ese espantoso saqueo y estaba
dispuesto a ayudar al ainu para que cumpliera su promesa de protegerlo. Sin
embargo, no dudaba de que Tuor moriría en medio de ese gigantesco incendio,
porque había confiado a Salgant la tarea de retenerlo en la morada del rey y de
incitarlo a salir de allí en lo más peligroso de la lucha; pero he aquí que un
pavor mortal se había apoderado de Salgant, que se marchó cabalgando a su casa
y allí estaba ahora temblando en su cama; pero Tuor se dirigió a su hogar con
la hueste del Ala.
»Ahora bien, Tuor hizo eso pese a que su valor lo impulsaba a
regresar a la batalla, porque deseaba despedirse de Idril y de Eärendil y
enviarlos de prisa con una escolta por el pasadizo secreto antes de unirse
nuevamente al tropel de guerreros, dispuesto a morir si era preciso; pero
encontró que ante su puerta se apiñaba una multitud del linaje del Topo, y
éstos eran los seres más repulsivos y malvados que Maeglin había podido reunir
en la ciudad. Sin embargo, eran noldor libres que no habían caído víctimas de
ningún maleficio de Melko como su señor, y por ello, aunque Maeglin era su
jefe, no dieron ayuda a Idril pero tampoco le ayudaron a él a lograr su
propósito, a pesar de todas sus maldiciones.
»Entonces Maeglin cogió a Idril por los cabellos y trató de
arrastrarla hasta las almenas impulsado por la crueldad de su corazón, para que
viera cómo se precipitaba Eärendil entre las llamas; pero el niño se resistía y
así, sola como estaba, Idril lucho como una tigresa a pesar de su hermosura y
su esbeltez. Ahora el niño lucha y se resiste entre juramentos mientras se
acerca la hueste del Ala y, ¡por fin!, Tuor lanza un grito tan fuerte que los
orcos lo escuchan desde lejos y se quedan perplejos al oírlo. Los guardianes
del Ala se arrojaron como el estallido de una tormenta sobre los hombres del
Topo, que quedaron divididos. Al ver eso, Maeglin intentó enterrarle su daga a
Eärendil, pero el niño le mordió la mano izquierda hasta que sus dientes se
enterraron en ella, y Maeglin se tambaleó y hundió débilmente el cuchillo y la
hoja resbaló en la pequeña cota de malla; y entonces Tuor se le abalanzó encima
con una ira pavorosa. Cogió la mano de Maeglin que blandía el cuchillo y le
retorció el brazo quebrándoselo y tomándolo por la cintura, saltó con él sobre
las murallas y lo arrojó lejos. El cuerpo cayó lentamente y golpeó tres veces
en Amon Gwareth antes de precipitarse en medio de las llamas: y el nombre de
Maeglin quedó cubierto de ignominia en el recuerdo de los eldar y los noldor.
»Entonces los guerreros del Topo, que superaban en número a los
pocos que allí había de la casa del Ala, fieles a su señor, atacaron a Tuor y
se inició una encarnizada lucha, pero ningún hombre escapó a la ira de Tuor y
huyeron derrotados a ocultarse en cualquier agujero negro o fueron arrojados
desde las murallas. Entonces Tuor y sus hombres deben acudir a la batalla que
se libra ante la puerta, porque su fragor se ha vuelto estridente y Tuor sigue
creyendo que la ciudad puede resistir; pero deja a Voronwë contra su voluntad y
a unos cuantos soldados para que protejan a Idril hasta que él regrese o envíe
nuevas desde el campo de batalla.
»En torno al portal se libraba una cruel batalla y mientras
Duilin, el de la casa de la Golondrina, disparaba desde las murallas los
balrogs saltaron desde las faldas de Amon Gwareth y le enterraron una flecha
ardiente; y Duilin cayó desde las almenas y allí murió.
Entonces los balrogs siguieron lanzando al cielo dardos ardientes
y flechas envueltas en llamas que parecían pequeñas serpientes y que caían en
los techos y los jardines de Gondolin hasta quemar todos los árboles y prender
fuego a las flores, y la hierba y las murallas y las columnas blancas quedaron
ennegrecidas y chamuscadas; pero lo peor fue que algunos demonios se treparon a
las espirales de las serpientes de hierro y, desde allí, comenzaron a disparar
sin cesar con los arcos y las hondas hasta que estalló un incendio dentro de la
ciudad, a espaldas del principal batallón de defensores.
»Entonces Rog gritó: —¿Quién temerá ahora a los balrogs por todos
sus horrores? Ante vosotros están los malditos que por años de años han
atormentado a los hijos de los noldor que ahora han hecho estallar un incendio
a nuestras espaldas con el fuego que han arrojado. Venid vosotros, los de la
casa del Martillo Iracundo; los aniquilaremos por su crueldad. —Y levantó el
mazo, que tenía una larga empuñadura, y con la furia de su embestida se abrió
paso hasta llegar a la puerta capturada; pero toda la hueste del Yunque se
abalanzó detrás de él en una cuña con chispas en los ojos por la violencia de
su cólera. Esa embestida fue muy valerosa, como aún se dice en los cantos de
los noldor, y en ella obligaron a retroceder a muchos orcos hasta arrojarlos
entre las llamas; pero los hombres de Rog se treparon de un salto a las
espirales de las serpientes y atacaron a los balrogs y los destruyeron sin
piedad, porque todos llevaban látigos de llamas y tenían tenazas de acero y
eran de gran estatura. Los atacaron hasta destruirlos o se apoderaron de sus
látigos y los blandieron contra ellos, despedazándolos como ellos mismos habían
despedazado antes a los elfos; fueron tantos los balrogs que cayeron que el
pavor y el asombro se apoderaron de las huestes de Melko, porque hasta entonces
ningún elfo ni hombre había dado muerte a un balrog.
»Entonces Gothmog, el señor de los balrogs, congregó a todos los
demonios que había en la ciudad y les ordenó lo siguiente: algunos de ellos
debían dirigirse a donde estaban los del Martillo sin presentar resistencia,
pero la mayoría debía precipitarse a lo largo del flanco hasta sus espaldas
sobre las colas de los dragones y más cerca de la puerta, para que Rog no
pudiera llegar hasta allí sin perder a muchos de los suyos. Pero, al ver esto, Rog
no intentó retroceder como se esperaba, sino que se dejó caer con todos sus
guerreros sobre los que no debían resistir; y entonces huyeron de él, no porque
eso obedeciera a una maniobra sino simplemente para escapar con vida. Los
persiguieron hasta el valle y sus chillidos desgarraron los cielos de Tumladen.
Entonces los de la casa del Martillo se abalanzaron contra las perplejas bandas
de Melko, golpeando e hiriendo, hasta que finalmente quedaron rodeados por un
batallón de orcos y balrogs que los superaba en número y que arrojó contra
ellos a un dragón de fuego. Allí perecieron en torno a Rog blandiendo sus
martillos sin cesar hasta que el hierro y el fuego los dominaron, y aún se dice
en los cantos que cada hombre del Martillo Iracundo dio muerte a siete enemigos
como precio de su propia vida. Después de la muerte de Rog y la pérdida de su
batallón, el terror se desencadenó aún con más fuerza contra los gondolindrim,
que tuvieron que seguir retrocediendo hacia el interior de la ciudad, y Penlod
perdió la vida en una callejuela, de espaldas a la muralla, y alrededor de él
cayeron muchos hombres del Pilar y la Torre de Nieve.
»Entonces los trasgos de Melko se apoderaron de la puerta y de
gran parte de las murallas a ambos lados, desde donde arrojaron a la muerte a
muchos guerreros de la Golondrina y del Arco Iris; y dentro de la ciudad habían
conquistado mucho terreno hasta llegar casi al centro, incluso hasta el lugar
del pozo, contigua a la plaza del palacio. Sin embargo, en torno a esos lugares
y a la puerta los cadáveres de los trasgos se apilaban en incontables cúmulos y
se detuvieron a deliberar, al ver que debido al valor de los gondolindrim
habían perdido a muchos más de los que esperaban perder y muchos más que los
defensores. También sentían temor porque Rog había dado muerte a muchos
balrogs, puesto que esos demonios eran muy valientes y seguros.
»Entonces decidieron conservar lo que ya habían conquistado
mientras las serpientes de bronce, capaces de aplastar con sus enormes patas,
se trepaban lentamente sobre las serpientes de hierro y llegaban a las murallas
para abrir una brecha que pudieran atravesar los balrogs montados en los dragones
de fuego; pero sabían que debían darse prisa para hacerlo, porque el calor que
despedían los dragones no era eterno y sólo podían llenarlos nuevamente de
fuego en los pozos que había construido Melko en el bastión de sus propias
tierras.
»Pero, tan pronto como enviaron a sus mensajeros, comenzaron a oír
una melodía encantadora que tocaban los gondolindrim y el miedo se apoderó de
ellos porque no sabían qué se proponían; y he aquí que aparecieron Ecthelion y
la hueste de la Fuente que Turgon había mantenido en reserva hasta entonces,
porque observaba gran parte de la contienda desde lo alto de su torre. Los de
esa casa marchaban acompañados por la sonora música de sus flautas, y el
cristal y la plata de sus atavíos adquirían una hermosura inigualable entre las
luces rojas del fuego y la negrura de las ruinas.
»La música cesó de pronto y Ecthelion, el de la voz melodiosa,
ordenó que desenvainaran las espadas y, antes de que los orcos alcanzaran a
prever su embestida, se vieron rodeados por los destellos de sus hojas
deslumbrantes. Y se dice que la hueste de Ecthelion dio muerte allí a más
trasgos que todos los caídos en las batallas entre los Eldalië y esa raza, y
que su nombre aún los aterroriza y es un grito de guerra para los eldar.
»Y entonces Tuor y los hombres del Ala se lanzan a la lucha
alineados junto a Ecthelion y a los de la Fuente, y los dos atacan con gran
ardor desviando muchos golpes que les están destinados a uno o al otro y
hostilizan a los orcos hasta llegar casi a la puerta. Pero allí todo es temblor
y estruendo de pisadas porque los dragones se esfuerzan por abrirse camino
hacia lo alto de Amon Gwareth y por derribar las murallas de la ciudad; y ya
han abierto una brecha y allí donde antes se elevaban las torres de los vigías
ahora sólo hay escombros. Las huestes de la Golondrina y del Arco Celestial
luchan encarnizadamente entre los restos o disputan las murallas hacia el este
y el oeste con el enemigo; pero, precisamente cuando Tuor llega casi hasta allí
haciendo retroceder a los orcos, una de las serpientes de bronce se arroja
contra la muralla del oeste y gran parte de ella tiembla y se derrumba, y por
detrás aparece una criatura de fuego con balrogs sobre su lomo. De las fauces
del dragón salen llamaradas que abrasan a los guerreros y ennegrecen las alas
del yelmo de Tuor, pero sigue en pie y congrega en torno a él a sus guardianes
y a todos los de la casa del Arco y de la Golondrina que logra encontrar,
mientras a su derecha Ecthelion reúne a los hombres de la Fuente del Sur.
»Los orcos recuperan su valor al ver que los dragones se acercan y
se unen a los balrogs, que se precipitan a través de la brecha y atacan con
furia a los gondolindrim. Allí Tuor dio muerte a Othrod, un capitán de los
orcos, partiéndole el yelmo en dos, y despedazó a Balcmeg y destruyó a Lug con
su hacha cortándole las piernas desde las rodillas, mientras Ecthelion
traspasaba a dos capitanes de los trasgos de un solo golpe y le abría la cabeza
hasta los dientes a Orcobal, su principal paladín; y, gracias a la extraordinaria
valentía de esos dos señores, llegaron incluso hasta donde estaban los balrogs.
Ecthelion dio muerte a tres de esos demonios poderosos, porque el brillo de su
espada atravesaba sus hierros y aplacaba su fuego y ellos se retorcían, pero
temían aún más al hacha Dramborleg que Tuor blandía en sus manos, porque
silbaba como el rápido batir de las alas de las águilas en el aire y daba
muerte a cada golpe, y cinco de ellos cayeron aniquilados por ella.
»Pero unos pocos no pueden luchar incesantemente contra muchos, y
un látigo de los balrogs hirió a Ecthelion en el brazo izquierdo y así perdió
el escudo precisamente cuando el dragón de fuego se acercaba entre los
escombros de las murallas. Entonces Ecthelion tuvo que apoyarse en Tuor, que no
podía abandonarlo aunque ya casi los aplastaban las pisadas de la bestia y
corrían peligro de que los aniquilara; pero Tuor le enterró el hacha a la
criatura en una de las patas, de modo que le comenzaron a salir llamaradas por
la herida y el dragón lanzó un chillido mientras daba latigazos con la cola; y
así perecieron muchos orcos y noldor. Entonces Tuor hizo acopio de sus fuerzas y
levantó a Ecthelion, y con el resto de las huestes lograron pasar por debajo
del dragón y escapar; pero la bestia había dado muerte a muchos hombres y los gondolindrim
habían perdido a gran parte de sus fuerzas.
»Así fue como Tuor, hijo de Huor, se rindió ante el enemigo y,
luchando mientras retrocedía, sacó del campo de batalla a Ecthelion, el de la
Fuente, pero los dragones y los enemigos se habían apoderado de la mitad de la
ciudad y de todo el norte de ella. Allí bandas de merodeadores recorrían las
calles, saqueando por doquier o asesinando en la oscuridad a hombres y mujeres
y niños y, cuando podían, capturaban a muchos de ellos, los empujaban y los
arrojaban a las cámaras de hierro dentro de los dragones de hierro, para
llevárselos después y convertirlos en esclavos de Melko.
»Tuor llegó entonces a la plaza del Pozo del Pueblo desde el norte
y allí encontró a Galdor, que junto al Arco de Inwë trataba de impedir la
entrada desde el oeste a una horda de trasgos, pero sólo lo rodeaban unos pocos
hombres de la casa del Árbol. Allí Galdor se convirtió en la salvación de Tuor,
que había quedado a la zaga de sus hombres al tropezar con un cuerpo en medio
de la oscuridad mientras cargaba a Ecthelion, y los orcos los habrían capturado
a los dos de no haber sido por ese paladín, que se arrojó de pronto contra
ellos, y por la fuerza de su garrote.
»Entonces un puñado disperso de guardianes del Ala y de las casas
del Árbol y de la Fuente y de la Golondrina y del Arco se agruparon en un
batallón numeroso y, siguiendo el consejo de Tuor, abandonaron el lugar del pozo,
al darse cuenta de que era más fácil defender la plaza del rey, que estaba
junto a él. En ese lugar había habido antes muchos árboles de gran belleza,
robles y álamos, que rodeaban un ancho y profundo pozo de aguas muy puras; pero
ahora estaba asolado por el desenfreno y la fealdad de las repugnantes huestes
de Melko y sus cadáveres cubrían las aguas.
»En la plaza del palacio de Turgon se congregan los últimos
defensores valerosos. Muchos están heridos y desfallecientes y Tuor está
agotado por todo el esfuerzo de la noche y el peso de Ecthelion, sumido en un
letargo mortal. Mientras conducía a ese batallón por el Camino de los Arcos
desde el noroeste (y se habían visto en aprietos para evitar que los enemigos
entraran detrás de ellos), se oyó un ruido al este de la plaza y hasta allí
llegó retrocediendo Glorfindel con los últimos hombres de la Flor Dorada.
»Éstos habían librado una cruenta batalla en el Gran Mercado, al
este de la ciudad, donde una hueste de los orcos encabezada por balrogs los
sorprendió cuando se dirigían dando un rodeo a luchar ante la puerta. Lo habían
hecho con la intención de sorprender al enemigo en el flanco izquierdo, pero
ellos mismos cayeron en una emboscada; allí lucharon encarnizadamente por horas
de horas hasta que un dragón de fuego que acababa de atravesar la brecha los
aplastó y Glorfindel se abrió camino con gran dificultad y con unos pocos
hombres; pero ese lugar, con todas sus tiendas y sus valiosos objetos
confeccionados con tanto esmero, estaba ahora asolado por las llamas.
»Según cuenta la historia, Turgon había enviado a los hombres del
Arpa a ayudarlos ante el apremio de los mensajeros de Glorfindel, pero Salgant
impidió que recibieran la orden diciéndoles que debían defender la plaza del
Mercado Menor en el sur, donde él vivía, y los hombres había recibido esa orden
con irritación. Sin embargo, se alejaron de Salgant para dirigirse a la morada
del rey; y llegaron muy oportunamente, porque una multitud triunfante de
enemigos le pisaba los talones a Glorfindel. Por su propia decisión, los
hombres del Arpa se arrojaron con gran ímpetu sobre ellos y compensaron con
creces la cobardía de su señor al hacer retroceder nuevamente al enemigo hasta
el mercado, y, por no tener jefe, siguieron avanzando embravecidos, de modo que
muchos quedaron atrapados entre las llamas o cayeron víctimas del aliento de la
serpiente que se refocilaba allí.
»Tuor bebió entonces de la gran fuente y se sintió reanimado y
luego de soltarle el yelmo, le dio de beber a Ecthelion y le echó agua en el
rostro, de modo que salió de su letargo. Entonces esos dos señores, Tuor y
Glorfindel, despejaron la plazoleta y retiraron a todos los hombres que
pudieron de las entradas, para luego cerrar todos los pasos con vallas, aunque
no pudieron hacerlo en el sur. Desde esa dirección apareció entonces Egalmoth.
Había estado ocupado con los mecanismos de las murallas, pero ya se había dado
cuenta hacía mucho de que la situación exigía un ataque en las calles en lugar
de disparos desde las almenas, y había congregado a algunos guerreros del Arco
y de la Golondrina a su alrededor y arrojado su arco. Entonces había atravesado
la ciudad atacando con ímpetu cada vez que una banda de enemigos le salía al
paso. Así había logrado liberar a muchos cautivos y reunir a no pocos hombres extraviados
y forzados a retroceder, y así había llegado a la plaza del rey luchando
encarnizadamente; y los hombres se alegraron al verlo aparecer, porque temían
que estuviese muerto. Todas las mujeres y los niños que se habían congregado
allí o que Egalmoth había llevado hasta ese lugar atestaron el palacio real, y
los batallones de las distintas casas se prepararon para la embestida final.
Entre esos sobrevivientes hay unos pocos de todos los linajes, con la única
excepción de la hueste del Martillo Iracundo; y la casa del rey aún no ha
perdido a ninguno de los suyos. Pero éste no es un motivo de deshonra, porque
se había dispuesto que debía acopiar fuerzas hasta el final y defender al rey.
»Pero los hombres de Melko ya habían congregado a sus guerreros, y
desde el norte, el este y el oeste se acercaban siete dragones de fuego
rodeados de orcos y con balrogs montados sobre ellos que se dirigían hacia la plaza
del rey. Así empezó la matanza alrededor de las vallas, y Egalmoth y Tuor iban
de un lado a otro entre los defensores, pero Ecthelion se apostó junto a la
fuente; y su resistencia fue la más obstinada y valerosa que se recuerde en
todas las canciones o en cualquier relato. Sin embargo, finalmente un dragón
destruyó la valla del norte, donde antes había estado al extremo de la callejuela
de las Rosas, un hermoso lugar para mirar y recorrer, pero que ahora no era más
que una senda ennegrecida y cubierta de estruendo.
»Tuor no se apartó del camino de la bestia, pero quedó muy lejos
de Egalmoth y se vio obligado a retroceder hasta el mismo centro de la
plaza, cerca de la fuente. Agobiado por el calor sofocante, cayó derribado por
un enorme demonio, el mismísimo Gothmog, señor de los balrogs, hijo de Melko.
Pero he aquí que Ecthelion, cuyo rostro lucía tan pálido como el acero verdoso
y cuyo escudo colgaba flácido a su costado, se le acercó veloz al verlo caer; y
el elfo atacó al demonio, pero no logró darle muerte, porque fue herido en el
brazo en el que blandía la espada y ésta se soltó de su puño. Entonces,
Ecthelion, señor de la Fuente, el más noble de los noldor, se abalanzó sobre
Gothmog cuando éste levantaba el látigo, y enterró la púa de su yelmo en el
malévolo pecho y enroscó las piernas en los muslos del enemigo; y el balrog se
desplomó hacia adelante con un chillido pero los dos cayeron en la profunda
fuente del rey. Allí encontró la muerte esa criatura; y Ecthelion, abrumado por
el peso del acero, se hundió hasta el fondo y así murió el señor de la Fuente
después de una fogosa lucha en esas aguas frías.
»Tuor se había puesto de pie gracias a la embestida de Ecthelion
y, al ver esa notable hazaña, el amor que sentía por ese noble elfo de la
Fuente lo hizo romper en llanto, pero, por encontrarse en medio de la batalla,
apenas logró abrirse camino hasta llegar junto a los guerreros que rodeaban el
palacio. Allí, al ver que el enemigo flaqueaba espantado por la caída de
Gothmog, el jefe de las huestes, los de la casa real atacaron y el rey bajó con
gran magnificencia entre ellos y comenzó a dar golpes junto con ellos, de modo
que nuevamente lograron despejar gran parte de la plaza y los balrogs dieron
muerte a cuarenta, lo que en realidad es una gran proeza; pero ellos lograron
aún más, porque rodearon a un dragón de fuego pese a todas las llamaradas que
arrojaba y lo empujaron hasta las mismas aguas de la fuente para que pereciera
en ellas. Pero ése fue el fin de esas hermosas aguas, porque se evaporaron y su
manantial se secó y dejaron de elevarse hacia lo alto, porque una columna de
vapor se alzó hasta el cielo y la nube que de allí surgió se extendió por toda
esa tierra.
»Ante la destrucción de la fuente el horror se apoderó de todos y
la plaza se cubrió de brumas ardientes y nieblas enceguecedoras, y el calor y
el enemigo y las serpientes diezmaron allí a los de la casa real, que también
se dieron muerte unos a otros: pero un grupo logró salvar al rey y algunos
hombres se reagruparon en torno a Glingol y Bansil.
«Entonces el rey dijo: —Magna ha sido la caída de Gondolin. —Y los
hombres se estremecieron, porque ésas eran las palabras del antiguo profeta
Amnon; pero el dolor y el amor sentía por el rey hicieron gritar a Tuor con
vehemencia: —¡Gondolin aún no ha caído y Ulmo no permitirá que desaparezca! —En
ese momento estaban de pie, Tuor junto a los árboles y el rey en las escaleras,
donde habían estado otrora cuando Tuor le transmitió el mensaje de Ulmo. Pero
Turgon dijo: —He dejado que el mal cayera sobre la flor del valle a despecho de
Ulmo y ahora él deja que el fuego la destruya. ¡No!, ya mi corazón no abriga
esperanza alguna para mi hermosa ciudad, pero los hijos de los noldor no se
sumirán por siempre jamás en la derrota.
»Entonces los gondolindrim aprestaron sus armas, porque muchos de
ellos estaban cerca, y Turgon dijo: —Oh, hijos míos, no luchéis contra el
destino. Aquellos que podáis, huid para salvaros, si aún hay tiempo para
hacerlo; pero sed fieles a Tuor. —Pero Tuor dijo: —Vos sois el rey. —Y Turgon
respondió: —Sin embargo, no seguiré luchando —y arrojó la corona a los pies de
Glingol. Entonces Galdor, que estaba allí, la recogió, pero Turgon no la aceptó
y, con la cabeza descubierta, subió hasta lo alto de la torre blanca que se
elevaba cerca del palacio. Y desde allí gritó con una voz que parecía el toque
de un cuerno entre las montañas, y todos los que estaban congregados bajo los
árboles y los enemigos rodeados por las brumas en la plaza lo escucharon:—¡Magna
es la victoria de los noldor! —Y se dice que eso ocurrió a medianoche y que los
orcos lanzaron gritos de burla.
»Entonces los hombres propusieron lanzar una embestida, pero había
dos pareceres. Muchos decían que era imposible abrirse paso violentamente y
que, incluso si podían hacerlo, tal vez no pudiesen llegar al valle ni
atravesar las colinas y que, por tanto, era preferible morir en torno al rey.
Pero Tuor no podía soportar la idea de que tantas bellas mujeres y tantos niños
hermosos murieran, ya fuera a manos de los suyos como último recurso o
aniquilados por las armas del enemigo, y les habló de la oquedad y del sendero
secreto. Por tanto, les dijo que le suplicaran a Turgon que cambiara de parecer
y uniéndose a ellos, condujo a los sobrevivientes en dirección al sur, hacia
las murallas, donde estaba la entrada al túnel; pero Tuor ardía de deseos de
entrar allí para saber cómo estaban Idril y Eärendil o para enviarles un
mensaje y pedirles que se alejaran velozmente porque Gondolin había sido
conquistada. Pero, al ver que el túnel era tan estrecho y que eran tantos los
que debían atravesarlo los señores juzgaron demasiado arriesgado el plan de
Tuor, aunque en su desesperación estaban dispuestos a seguir sus consejos. Pero
Turgon no prestó oído a lo que le decían y les pidió que se marcharan antes de
que fuese demasiado tarde y les dijo: —Dejad que Tuor sea vuestro guía y
vuestro jefe. Pero yo, Turgon, no abandonaré mi ciudad y arderé con ella. —Entonces
enviaron nuevamente mensajeros a la torre para que le dijeran: —Señor, ¿qué
será de los gondolindrim si vos perecéis? ¡Guiadnos! —Pero él dijo: —¡No! Aquí
me quedaré. —Y lo repitió tres veces, y luego dijo: —Si soy vuestro rey,
obedeced mi mandato y no sigáis argumentando contra mis órdenes. —Después de
eso no mandaron más mensajeros y se dispusieron a intentar la desesperada
empresa. Pero los de la casa real que aún quedaban vivos no dieron un solo
paso, sino que se congregaron en gran número a los pies de la torre del rey. —Aquí
nos quedaremos —dijeron—si Turgon no se marcha. —Y su decisión era
inquebrantable.
»Entonces Tuor se sintió desgarrado entre el respeto al rey y el
amor por Idril y su hijo, y, ante eso, su corazón se acongojó; pero la plaza ya
estaba rodeada de serpientes que pisoteaban a los muertos y los moribundos, y
el enemigo se aprestaba para el último ataque en medio de las brumas; y había
que tomar una decisión. Entonces, ante los lamentos de las mujeres en las
estancias del palacio y la profunda compasión que sentía por esos tristes
habitantes de Gondolin que aún quedaban vivos, reunió al lastimoso grupo —doncellas,
niños y madres—y, colocándolo en el centro, lo rodeó con sus hombres lo mejor
que pudo. Congregó a muchos hombres en los flancos y a la zaga del grupo,
porque se proponía retirarse hacia el sur luchando lo mejor que pudiese con los
de la retaguardia a medida que avanzaran; y así, si era posible, atravesarían
el Camino de las Pompas hasta llegar al Lugar de los Dioses, antes de que enviaran
a una hueste numerosa a rodearlo. Después de eso pretendía atravesar el Camino
de las Aguas Ligeras, pasando por las Fuentes del Sur hasta llegar a las
murallas y a su hogar; pero el cruce del túnel secreto le despertaba muchas
dudas. El enemigo, que espiaba sus movimientos, lanzó entonces un violento
ataque contra el flanco izquierdo y la retaguardia, desde el este y el norte,
tan pronto como comenzó a retirarse; pero a la derecha lo protegía el palacio y
la cabeza de la columna ya estaba cerca del Camino de las Pompas.
»Entonces aparecieron algunos de los dragones más gigantescos, que
fulguraban entre la niebla, y Tuor se vio obligado a ordenar al grupo que
echara a correr, mientras luchaban sin organizarse en el flanco izquierdo; pero
Glorfindel resistió valientemente en la retaguardia y muchos más de la Flor
Dorada cayeron allí. Así cruzaron el Camino de las Pompas y llegaron a Gar
Ainion, el Lugar de los Dioses; éste era un lugar abierto y su centro era el
punto más alto de la ciudad. Allí Tuor busca un lugar donde pueda resistir
violentamente, aunque tiene pocas esperanzas de avanzar mucho más; pero he aquí
que al parecer el enemigo flaquea y sólo unos cuantos los siguen, y esto es
prodigioso. Con Tuor a la cabeza llegan entonces al Lugar de las Bodas, donde
he aquí que Idril se yergue delante de él, con los cabellos sueltos como el día
de su boda; y el asombro de Tuor no tiene límites. Sólo Voronwë se encontraba a
su lado, pero Idril no veía a Tuor porque tenía los ojos clavados en el palacio
del rey, que ahora estaba un tanto más abajo que ellos. Entonces todos se
detuvieron y miraron hacia atrás, hacia donde ella miraba, y el corazón se les
paralizó; porque ahora se daban cuenta de por qué el ataque del enemigo había
sido tan débil y comprendían el motivo de su salvación. He aquí que un dragón
se había enroscado en la misma escalinata del palacio, profanando su blancura;
y un enjambre de orcos se entregaba al saqueo en su interior, y de allí sacaban
arrastrando a las mujeres y a los niños que habían quedado atrás o daban muerte
a los hombres que luchaban solos. Glingol se había marchitado hasta las raíces
y Bansil estaba totalmente ennegrecido, y la torre del rey estaba sitiada. En
lo alto alcanzaban a divisar la silueta del rey, pero en la base una serpiente
de hierro que arrojaba llamaradas agitaba y fustigaba la cola, rodeada de
balrogs; y los de la casa del rey sufrían horribles tormentos, y gritos de
terror llegaban a los oídos de los que observaban. Al enemigo sólo le
preocupaba el saqueo de las estancias de Turgon y la valerosa resistencia de la
casa real, y así Tuor había podido llegar hasta allí con el grupo, pero ahora
el llanto lo dominaba en el Lugar de los Dioses.
»Entonces dijo Idril: —Desgraciada de mí, porque mi padre se
enfrenta a su perdición en la más alta de sus torres; pero siete veces más
desgraciada porque mi señor ha caído ante el embate de Melko y jamás regresará
a su hogar —porque los sufrimientos de esa noche la enloquecían.
»Entonces dijo Tuor: —¡Idril, mira!, soy yo, y estoy vivo; y ahora
traeré aquí a tu padre, aunque sea desde el mismo Infierno de Melko. —Y, con
esas palabras, se dispuso a descender solo la colina, enloquecido ante el dolor
de su esposa; pero ella, recuperando la cordura, se abrazó a sus rodillas en un
frenesí de llanto, diciendo: —¡Señor
mío! ¡Señor mío! —y trató de retenerlo. Pero mientras hablaban se escuchó un
estruendo y un grito se escapó desde el funesto lugar. La torre quedó envuelta
en una llamarada y se derrumbó con un estallido, porque los dragones habían
aplastado la base y a todos los que allí estaban. El estruendo de la terrible
caída fue espantoso y así pereció Turgon, el rey de los gondolindrim, y
entonces la victoria quedó en manos de Melko.
Tuor e Idril observan la caída de
la torre del rey por John Howe
»Entonces dijo Idril con tono grave: —¡Qué triste es la ceguera de
los sabios! Pero Tuor dijo: —Triste es también la obstinación de los que
amamos, pero fue un error valeroso —y se agachó para alzarla y la besó, porque
ella era más valiosa para él que todos los gondolindrim; e Idril se echó a
llorar inconsolablemente por su padre.
»Entonces Tuor se volvió hacia los capitanes y les dijo: —¡Escuchad!,
debemos marcharnos a toda prisa para que no nos rodeen. —Y de inmediato
comenzaron a avanzarlo más rápidamente que podían y lograron llegar muy lejos
de allí antes de que los orcos se cansaran de saquear el palacio y de celebrar
la caída de la torre de Turgon.
»Llegan entonces al sur de la ciudad, donde sólo se cruzan con
bandas dispersas de saqueadores que huyen al verlos; sin embargo, encuentran
por doquier las llamas y el incendio que ha dejado el enemigo despiadado.
También encuentran mujeres, algunas con criaturas y otras cargadas de objetos,
pero Tuor no las deja llevar nada excepto algunos alimentos. Después de mucho
andar llegaron a un extenso paraje tranquilo y Tuor le pidió nuevas a Voronwë porque
Idril no hablaba y estaba sumida en semiletargo: y Voronwë le contó cómo habían
esperado los dos ante las puertas de la casa mientras crecía el estruendo de la
batalla y les estremecía el corazón; e Idril lloraba porque no tenía nuevas de
Tuor. Finalmente Idril había ordenado a la mayoría de los guardianes que
bajaran al túnel secreto con Eärendil obligándolos a marcharse con palabras
imperiosas, aunque esa separación le provocaba un inmenso dolor. Pero su
intención era esperar y había dicho que no deseaba vivir si su señor moría; y,
entonces, había comenzado a congregar a las mujeres y a los que deambulaban por
allí, a quienes ordenaba entrar rápidamente al túnel, y también había
aniquilado a algunos saqueadores con sus escasos hombres; pero no lograban
convencerla de que cogiera una espada.
»Al final se habían enfrentado a una banda muy numerosa y Voronwë
la había arrastrado lejos de allí, pero sólo porque así lo habían querido los dioses,
porque todos los demás habían perecido y el enemigo había prendido fuego a la
casa de Tuor pero no había encontrado el túnel secreto. —Entonces—dijo Voronwë—tu
dama, enloquecida de fatiga y dolor, se marchó impetuosamente rumbo a la ciudad
ante mi inmenso temor, pero no podía lograr que se apartara del fuego.
»Junto con esas palabras llegaron a las murallas del sur, cerca de
la casa de Tuor, y he aquí que estaba destruida y salía humo de sus escombros;
y, al ver eso, Tuor se enfureció. Pero se oían ruidos que anunciaban la
cercanía de los orcos y Tuor ordeno a todo el grupo bajar lo más velozmente que
pudiesen al túnel secreto.
»Un gran dolor se adueña de esa escalera cuando los exiliados dicen
adiós a Gondolin; pero no tienen muchas esperanzas de llegar vivos allende las colinas,
porque ¿cómo puede escapar nadie de las manos de Melko?
»Tuor se alegra mucho cuando todos han cruzado la entrada y su
temor se disipa un tanto; en realidad, sólo porque así lo quisieron los valar
pudieron bajar todos sin que los orcos advirtieran. Atrás quedan unos pocos que
dejan las armas a un lado y bloquean la entrada al túnel desde dentro a golpes
de pico, y luego se suman al grupo como pueden; pero cuando hubieron bajado la
escalera hasta llegar al nivel del valle, el calor se volvió insoportable por
el fuego de los dragones que cubría toda la ciudad: y en realidad estaban
cerca, porque el túnel no era muy profundo. El temblor de la tierra soltaba
grandes piedras que aplastaban a muchos al caer, y el aire estaba impregnado de
un humo que apagaba las antorchas y las lámparas. Allí se tropezaban en los
cuerpos de los que habían caído antes y perecían, y Tuor temía por Eärendil; y
se apresuraban en medio de la profunda oscuridad y la angustia. En ese túnel
cavado en la tierra estuvieron por cerca de dos horas, y hacia el final apenas
estaba abierto y sus flancos eran ásperos y estrechos.
»Así llegó por fin el grupo, diezmado casi en una décima parte, al
extremo del túnel que, astutamente, habían hecho desembocar en un gran pozo que
otrora había estado lleno de agua pero que ahora estaba cubierto de arbustos.
En ese lugar se habían congregado en gran número los miembros de distintos
linajes que Idril y Voronwë habían obligado a entrar al túnel secreto delante
de ellos, y todos lloraban quedamente de cansancio y dolor, pero Eärendil no se
encontraba allí. Ante eso, Tuor e Idril sintieron una gran congoja en el
corazón. Todos los demás se lamentaban también, porque en medio del valle que
los rodeaba se distinguía a lo lejos la colina de Amon Gwareth coronada de
llamas, donde antes se elevaba la deslumbrante ciudad que había sido su hogar.
La rodean dragones de fuego y monstruos de hierro salen y entran por sus
puertas, y los balrogs y los orcos se entregan a un cruel saqueo. Sin embargo,
los jefes encuentran en esto algún consuelo, porque piensan que en el valle ya
casi no quedan guerreros de Melko y que éstos sólo están cerca de la ciudad,
porque todos los malvados se han precipitado allá para deleitarse ante su
destrucción.
»—Ahora —dijo por tanto Galdor—tenemos que alejarnos cuanto
podamos en dirección a las colinas Circundantes antes de que llegue el alba, y
no tenemos mucho tiempo, porque falta poco para el verano. —Pero no todos
estaban de acuerdo, porque algunos decían que era insensato dirigirse a
Cristhorn como proponía Tuor. —El sol –decían saldrá mucho antes de que
lleguemos al pie de las colinas, y los dragones y los demonios nos aplastarán
en el valle. Debemos dirigirnos a Bad Uthwen, el Paso de la Huida, porque la
distancia es menos de la mitad, y aquellos que están agotados y heridos podrán
tener la esperanza de llegar al menos hasta allí.
»Pero Idril se opuso a esa idea y convenció a los señores de que
no confiaran en la magia del paso que antaño había impedido que los descubrieran:
—Porque ¿qué magia puede sobrevivir a la caída de Gondolin? —Sin embargo,
muchos hombres y mujeres se alejaron de Tuor y partieron rumbo a Bad Uthwen, y
allí cayeron en las fauces de un monstruo que Melko, siguiendo los consejos de
Maeglin, había apostado con astucia en la entrada para que nadie pudiese salir.
Pero los demás, guiados por un tal Legolas Hoja Verde, de la casa del Árbol,
que conocía todo el valle de día y de noche y era capaz de ver en la oscuridad,
atravesaron velozmente el valle pese a su cansancio y sólo se detuvieron al
cabo de una larga marcha. Entonces toda la Tierra se cubrió con la luz grisácea
de ese triste amanecer que ya no contempló la belleza de Gondolin; pero el
valle estaba cubierto de bruma y eso era extraordinario, porque nunca había
niebla o bruma en ese lugar y tal vez eso se debía a la destrucción de la
fuente del rey. Volvieron a ponerse en camino, y siguieron caminando entre
aquellos vapores hasta mucho después del alba sin correr peligro y se alejaron
tanto que ya nadie podía divisarlos, así, envueltos en la niebla, desde la
colina o desde los escombros de las murallas.
»Las montañas, o más bien sus colinas más bajas, estaban a siete
leguas menos una milla de Gondolin, y Cristhorn, la Grieta de las Águilas,
estaba a dos leguas del pie de la montaña, porque se encontraba a gran altura;
por tanto, aún debían recorrer dos millas y parte de una tercera de
estribaciones y laderas, y estaban extenuados. El sol ya brillaba en lo alto de
una garganta de las colinas del este, y lucía rojo y majestuoso; y la niebla
que los envolvía se disipó casi por completo, pero las ruinas de Gondolin
estaban ocultas como si una nube las envolviese. Entonces, cuando el aire se
despejó, vieron a unas pocas yardas de distancia a un grupo de hombres que
huían a pie, perseguidos por una extraña carga de caballería, porque unas
criaturas que parecían orcos cabalgaban en enormes lobos, blandiendo lanzas.
Entonces Tuor dijo: —¡Mirad!, allí está Eärendil, mi hijo; ¡mirad!, su rostro
brilla como una estrella en el páramo, y mis hombres del Ala lo rodean y corren
mucho peligro. —De inmediato seleccionó a cincuenta hombres que estaban menos
fatigados y, dejando que el grupo principal siguiera su camino, se lanzó hacia
el valle acompañado por esa tropa tan velozmente como sus fuerzas les
permitían. Cuando llegó a donde podían escucharlo, Tuor les gritó a los hombres
que rodeaban a Eärendil que se detuvieran y no siguieran huyendo, porque los
que montaban en lobos los dispersaban y les daban muerte uno a uno, y un tal
Hendor, criado de Idril, llevaba al niño en los hombros y parecía que iba a
quedar atrás con su carga. Entonces quedaron espalda contra espalda y en medio
de ellos estaban Hendor y Eärendil; pero Tuor llegó rápidamente a su lado,
aunque todos los de su tropa estaban jadeantes.
»Los que montaban en lobos eran una veintena y alrededor de
Eärendil sólo quedaban seis hombres vivos; por tanto, Tuor desplegó a sus
hombres en un semicírculo sin ninguna brecha con la esperanza de rodear a los
jinetes, para que ninguno de ellos escapase e informara al gran enemigo y
provocara así la ruina de los exiliados. Tuor logró su propósito y sólo dos
lograron huir, pero heridos y sin los animales, de modo que llegaron muy tarde
a la ciudad para comunicar las nuevas.
»Eärendil estaba feliz de reunirse con Tuor, y éste sintió una
alegría inmensa al encontrarlo; pero Eärendil dijo: —Tengo sed, padre, porque
he corrido desde lejos y no era necesario que Hendor me cargara. —Pero su padre
no dijo nada, porque no tenía agua y pensaba en la miseria de todo el grupo que
lo había seguido; pero Eärendil dijo entonces:—Fue bueno ver morir a Maeglin,
porque rodeó a mi madre con los brazos y no me gustaba; pero yo no atravieso
ningún túnel a pesar de todos los guerreros de Melko que montan en lobos. —Entonces
Tuor sonrió y se lo puso en los hombros. Poco después llegó todo el grupo y
Tuor entregó a Eärendil a su madre, que sentía una inmensa alegría; pero
Eärendil no permitió que lo cargara en brazos, porque le dijo: —Idril, madre, estás
agotada y entre los gondolindrim nadie lleva en brazos a un guerrero con cota
de malla, salvo el viejo Salgant. Y su madre rio en medio de su dolor; pero
Eärendil le dijo: —Dime, ¿dónde está Salgant? —porque a veces Salgant le
contaba curiosas historias o lo divertía con bufonadas y Eärendil reía mucho
con el viejo elfo cuando solía ir a la casa de Tuor, porque le gustaban el buen
vino y las comidas sabrosas que allí le daban. Pero nadie sabía dónde estaba
Salgant ni podía saberlo. Tal vez el fuego lo había sorprendido en su lecho,
aunque algunos creían que lo habían llevado como prisionero a la morada de
Melko y lo habían convertido en su bufón... y ese es un triste destino para un
noble de la ilustre raza de los noldor. Entonces Eärendil se entristeció y echó
a andar en silencio al lado de su madre.
»Así llegaron a las laderas y, a pesar de que ya era media mañana,
aún estaba gris y allí, cerca de la subida, se tendieron a descansar en un
pequeño claro rodeado de árboles y avellanos, y muchos durmieron pese al
peligro, porque estaban terriblemente agotados. Pero Tuor organizó una estricta
vigilancia y se quedó despierto. Allí comieron unos pocos alimentos que tenían
y pedazos de carne, y Eärendil sació su sed y se puso a jugar junto a un
pequeño arroyo. Entonces le dijo a su madre: —Idril, madre, sería bueno que
estuviese aquí Ecthelion, el de la Fuente, para tocarme algo en la flauta o
hacerme silbatos de sauce. ¿Se ha adelantado a nosotros? —Pero Idril le
respondió que no y le dijo que había oído hablar de su fin. Entonces Eärendil
dijo que temía no volver a ver las calles de Gondolin y lloró amargamente; pero
Tuor le dijo que no volvería a verlas: —Porque Gondolin ya no existe.
»Más tarde, poco antes de que el sol se ocultara tras las colinas,
Tuor les ordenó a todos ponerse en pie y echaron a andar por senderos
escarpados. Poco después la hierba desapareció y en su lugar aparecieron
piedras cubiertas de musgo y los árboles se alejaron y hasta los pinos y los
abetos empezaron a ralear. Guando se puso el sol, el camino se desvió de tal
manera detrás de una saliente de las colinas que ya no pudieron seguir mirando
hacia Gondolin. Allí todo el grupo miró hacia atrás y he aquí que el valle
estaba despejado y relucía bajo los últimos rayos como antaño; pero, mientras
miraban, a lo lejos se elevó una inmensa llamarada en el sombrío norte... y así
cayó la última torre de Gondolin, la misma que se erguía enhiesta junto a la puerta
del sur y cuya sombra solía caer sobre las murallas de la casa de Tuor.
Entonces el sol se ocultó y no volvieron a ver Gondolin.
»Ahora bien, el cruce del paso de Cristhorn, la Grieta de las
Águilas, es un sendero peligroso y no se habrían arriesgado a atravesarlo de
noche, sin lámparas ni antorchas, agotados y con el lastre de mujeres y niños y
enfermos y heridos, de no haber sido por el pavor que les inspiraban los vigías
de Melko, porque eran muchos, y no podían avanzar sin ser vistos. Mientras se
acercaban a esas alturas, comenzó a caer rápidamente la noche y tuvieron que
dispersarse para formar una larga fila. A la cabeza iban Galdor y algunos
hombres armados con lanzas, acompañados por Legolas, cuyos ojos eran como los
de un gato en la oscuridad aunque alcanzaban a distinguir aún más lejos. A
continuación iban las mujeres que estaban menos fatigadas, ayudando a los
enfermos y a los heridos que podían caminar. Con ellos iban Idril y Eärendil,
que mostraba gran resistencia, pero Tuor iba en el centro, detrás de ellos, con
todos los hombres del Ala, cargando a algunos de los que habían quedado
malheridos, y Egalmoth lo acompañaba, aunque había sido herido en el combate de
la plaza. Más atrás iban muchas mujeres con criaturas, niñas y hombres que
cojeaban, pero podían seguir a los demás porque avanzaban lentamente. Al final
iba el grupo más numeroso de hombres que aún podían luchar y, entre ellos,
Glorfindel, el de los cabellos dorados.
»Así llegaron a Cristhorn, un lugar funesto por su gran altura,
porque está tan alto que no conoce ni la primavera ni el verano y es muy frío.
De hecho, mientras el valle juguetea bajo la luz del sol, la nieve cubre esos
páramos todo el año, y, cuando llegaron allí, el viento bramaba desde el norte,
a sus espaldas, y golpeaba sin piedad. La nieve que caía giraba en remolinos y
les entraba en los ojos, y eso era malo porque allí el sendero es estrecho y a
la derecha, hacia el oeste, se eleva un abrupto muro hasta unas veintiocho
varas del camino, antes de quebrarse en lo alto en pináculos dentados donde hay
muchos nidos de águilas. Allí vive Thorondor, el rey de las águilas, señor de thornhoth,
a quien los eldar llaman Sorontur. Pero al otro lado hay una pendiente
que no alcanza a ser abrupta pero que es espantosamente empinada y tiene largos
dientes rocosos que sobresalen, por los que se puede bajar —o caer tal vez—,
pero que es imposible escalar. Y no se puede salir de ese abismo por ninguno de
sus extremos ni por los lados, y el Thorn Sir corre al fondo. Allí cae desde el
sur sobre un alto precipicio, pero sus aguas son escasas porque en esas cumbres
es un arroyo angosto y, después de atravesar sobre la tierra casi una milla
cubierta de rocas, se dirige hacia el norte adentrándose en un estrecho túnel
que se interna en la montaña, y pocos peces pueden entrar allí junto con las
aguas.
»Galdor y sus hombres habían llegado al final, cerca del lugar
donde el Thorn Sir se precipita al abismo, pero, pese a todos los esfuerzos de
Tuor, los demás avanzaban dispersos casi a todo lo largo de la peligrosa milla
entre el precipicio y el muro, de modo que los hombres de Glorfindel recién
habían comenzado a atravesarla cuando en medio de la noche se oyó un chillido
que retumbó en el siniestro paraje. En la oscuridad, los hombres de Galdor se
vieron rodeados de pronto por figuras que saltaban desde atrás de las rocas,
donde se habían ocultado para que ni siquiera Legolas pudiese verlos. Tuor
supuso que se habían encontrado con una de las huestes de vigías de Melko y
sólo temía una violenta escaramuza en la oscuridad, pero ordenó a las mujeres y
a los enfermos que lo rodearan y se dirigieran a la retaguardia, y se unió con
sus hombres a los de Galdor y allí se inició un combate en el peligroso
sendero. Pero entonces comenzaron a caer piedras y la situación se volvió
difícil porque dejaron a muchos malheridos; pero más grave le pareció aún a
Tuor cuando escuchó un entrechoque de armas en la retaguardia, y un hombre de
la casa de la Golondrina le anunció que un grupo de enemigos acosaba a
Glorfindel desde atrás y que entre ellos había un balrog.
»Entonces sintió mucho temor de que les hubieran tendido una
trampa, y en realidad eso es lo que había sucedido; porque Melko había
emplazado a vigías en todas las colinas circundantes. Sin embargo, el valor de
los gondolindrim había atraído a tantos de ellos a la lucha antes de que
pudiesen apoderarse de la ciudad que sólo había unos cuantos dispersos y muchos
menos aún en el sur. Pero uno de ellos los había divisado cuando iniciaban el
ascenso desde el claro de los avellanos y congregaron a todas las bandas que
pudieron para atacarlos, con la intención de dejarse caer sobre los exiliados
por atrás y por delante en el peligroso sendero de Cristhorn. Galdor y
Glorfindel lograron resistir pese a la sorpresa del asalto y muchos orcos
fueron arrojados al abismo; pero las piedras que caían amenazaban con diezmar
todo su valor y hacer fracasar la huida de Gondolin. Entonces la luna se elevó
en lo alto del paso y disipó un tanto las sombras, porque su débil luz
iluminaba los lugares oscuros pero no así el sendero, por lo alto del muro.
Entonces levantó vuelo Thorondor, el rey de las águilas, que odiaba a Melko
porque había apresado a muchos de los suyos y los había encadenado a rocas
afiladas para obligarlos a revelar las palabras mágicas que tal vez le
permitieran aprender a volar (porque soñaba con enfrentarse incluso con Manwë
en los aires); y, cuando se negaron a revelarlas, Melko les había cortado las
alas para tratar de fabricarse un fabuloso par de ellas, pero su intento había
sido en vano.
»Cuando el vocerío se elevó hasta su morada desde el paso,
Thorondor dijo: —¿Cómo es posible que estos seres detestables, los orcos de las
colinas, hayan llegado cerca de mi trono? Y ¿por qué el temor ante las
criaturas del maldito Melko hace gritar a los hijos de los noldor allá abajo?
¡Alzaos, oh thornhoth, con vuestros picos de acero y espadas en las garras!
»Entonces se produjo una gran agitación entre las rocas, como si
fuese un viento furioso, y los thornhoth, los del pueblo de las águilas, se
dejaron caer sobre los orcos que se habían trepado en lo alto del sendero, y
les desgarraron el rostro y las manos y los arrojaron a las rocas del Thorn Sir
al fondo del abismo. Entonces los gondolindrim se alegraron y, tiempo después,
adoptaron el águila como emblema de su linaje para expresar su júbilo, e Idril
lo lucía, pero Eärendil prefería las alas de cisne de su padre. Entonces, sin
que nadie se lo impidiera, los hombres de Galdor hicieron retroceder a sus
contendores, porque no eran muchos y el ataque de los thornhoth los había
aterrorizado; y el grupo emprendió nuevamente la marcha, aunque Glorfindel
seguía luchando encarnizadamente en la retaguardia. Ya la mitad había
atravesado el peligroso sendero y la cascada del Thorn Sir cuando el balrog que
estaba con los enemigos en la retaguardia saltó con gran ímpetu a unas rocas
altas que bordeaban el lado izquierdo del camino, sobre el borde del
precipicio, y desde allí, con un salto furioso, cruzó sobre los hombres de
Glorfindel hasta llegar adelante, donde estaban las mujeres y los enfermos,
agitando su látigo de llamas. Entonces Glorfindel se abalanzó sobre él mientras
su armadura dorada lanzaba extraños destellos a la luz de la luna y
golpeó de tal manera al demonio que éste volvió a saltar sobre una piedra
enorme, seguido de Glorfindel. Entonces se trabaron en una lucha a muerte en
esa roca elevada encima de los del grupo, que, empujados desde atrás y sin
poder avanzar, se acercaron tanto unos a otros que casi nadie alcanzaba a ver,
y los hombres de Glorfindel sólo lograron llegara su lado después de terminado
el combate. El furor de Glorfindel hizo saltar al balrog de un lugar a otro y
la cota de malla lo protegía de su látigo y sus garras. Le hundió su porra en
el yelmo de hierro y le dislocó el hombro del brazo con el que blandía el
látigo. Atormentado de dolor y de miedo, el balrog se abalanzó sobre Glorfindel,
que lanzaba dentelladas como una serpiente; pero sólo alcanzó a cogerlo por un
hombro y entonces se enfrentaron cuerpo a cuerpo, acercándose peligrosamente al
filo del risco. Entonces Glorfindel comenzó a manotear con la mano izquierda en
busca de una daga y se la hundió en el vientre al balrog cerca de su propia
cara (porque ese demonio tenía el doble de su estatura); con un chillido, cayó
de espaldas desde la roca, pero, al caer, alcanzó a agarrarse de los cabellos
dorados de Glorfindel que se le escapaban del yelmo y así se precipitaron los
dos al abismo.
»Éste fue un hecho funesto, porque todos sentían un gran amor por
Glorfindel, y he aquí que el estruendo de su caída retumbó en las colinas y el
abismo del Thorn Sir se estremeció. Entonces, al oír el grito de agonía del
balrog, los orcos que luchaban adelante y en la retaguardia vacilaron y así les
dieron muerte o los arrojaron lejos y el mismo Thorondor, que era un ave muy
noble, se hundió en el abismo para regresar con el cuerpo de Glorfindel; pero el
cadáver del balrog quedó allí y por muchos días las aguas del Thorn Sir
corrieron teñidas de negro a lo lejos, en Tumladen.
»Cuando presencian un combate en el que el bien se enfrenta a una
furia maligna que lo supera, los eldar aún dicen: —¡Ay! Es como Glorfindel y el
balrog —y sus corazones aún sufren por la suerte de ese noble noldor. Por el
amor que le tenía, a pesar de la prisa y del temor de que llegaran más
enemigos, Tuor ordenó que cubrieran el cuerpo de Glorfindel con un gran
montículo de piedras en ese mismo lugar, más allá del peligroso sendero, junto
al precipicio del río de las Águilas, y Thorondor no ha permitido que nadie lo
destruya y se ha cubierto de flores amarillas que ahora adornan sin cesar el
montículo en esos parajes inhóspitos; pero los de la casa de la Flor Dorada
rompieron a llorar mientras lo construían y no podían enjugar las lágrimas.
¿Quién podría contar cómo Tuor y los exiliados de Gondolin deambularon por los
páramos qué hay allende las montañas del sur del valle de Tumladen? Sufrieron
dolores y muertes y frío y hambre, y vivían constantemente vigilados. Sólo
pudieron atravesar esas regiones asoladas por la crueldad de Melko gracias a la
cruenta matanza y al duro golpe que había sufrido su poder en ese ataque, y a
la rapidez y la cautela con que los condujo Tuor; porque sin duda Melko llegó a
saber que se habían salvado y eso lo enfurecía. En los profundos océanos, Ulmo
había recibido nuevas de todas las hazañas, pero aún no los podía ayudar porque
estaban muy lejos de las aguas y los ríos, e incluso sufrían de sed y no
conocían el camino.
»Pero, al cabo de un año o más de andar errantes, extraviándose a
menudo por largo tiempo en medio de la magia de esos páramos sólo para volver
luego sobre sus pasos, el verano llegó una vez más y, poco antes de su
culminación, llegaron por fin a orillas de un río que comenzaron a seguir hasta
tierras más hospitalarias donde encontraron un poco de consuelo. Allí Voronwë
se convirtió en su guía, porque una noche de fines del verano había escuchado
un susurro de Ulmo en el río y el sonido de las aguas siempre le traía grandes
enseñanzas. Entonces los condujo hasta llegar al Sirion, porque ese río era su
afluente, y allí Tuor y Voronwë vieron que no estaban a gran distancia de la
antigua entrada al Paso de la Huida y llegaron una vez más al umbrío claro de
alisos. Todos los arbustos estaban aplastados y todos los árboles quemados, y
las paredes del claro tenían rastros de llamas, y todos lloraron porque les
pareció adivinar la suerte que habían corrido en la entrada del túnel los que
se habían separado de ellos tiempo atrás.
»Siguieron avanzando hacia la desembocadura del río, pero una vez
más Melko los aterrorizó, y lucharon con bandas de orcos y sufrieron el acoso
de los que montaban en lobos, pero sus dragones de fuego no se les acercaron,
porque la conquista de Gondolin había agotado sus llamas y también porque el poder
de Ulmo iba aumentando a medida que el río se hacía más caudaloso. Así
llegaron, después de muchos días —porque avanzaban lentamente y les era muy
difícil conseguir alimentos—, a los extensos páramos y ciénagas que había antes
de llegar a la Tierra de los Sauces, y Voronwë no conocía esos parajes. Allí el
Sirion corre bajo tierra por largo trecho, internándose en la enorme caverna de
los Vientos Agitados, pero vuelve a correr diáfano poco antes de los marjales
del Crepúsculo, allí donde Tulkas luchó tiempo después con Melko. Tuor había
recorrido esas regiones por la noche y al anochecer después de que Ulmo se le
apareció entre los juncos, y no reconocía los senderos. En algunos parajes esa
tierra es muy traicionera y pantanosa; y allí se demoraron mucho y los insectos
los atacaban implacablemente, porque aún era otoño, y sufrían escalofríos y
fiebres y maldecían a Melko.
»Aun así, por fin lograron llegar a los grandes marjales y a los
confines de la hermosísima Tierra de los Sauces; y el solo soplo de los vientos
les trajo alivio y paz, y el consuelo que encontraron en ese paraje mitigó el
dolor de los que lloraban por los que habían muerto en esa espantosa derrota.
Allí las mujeres y las doncellas recuperaron su belleza y los enfermos sanaron,
y las viejas heridas dejaron de doler; pero aquellos que, con razón, temían que
los suyos aún vivieran sometidos a un amargo cautiverio en los Infiernos de
Hierro no cantaban ni sonreían.
»Allí se quedaron por mucho tiempo, y Eärendil ya se había
convertido en un muchacho cuando el sonido de las conchas de Ulmo desgarró el
corazón de Tuor y su añoranza por el mar renació con mucho más ardor por todos
los años en que la había refrenado; y todo el grupo se puso en movimiento
cuando él lo ordenó y los condujo por el Sirion en dirección al mar.
»Ahora bien, los que habían atravesado la Grieta de las Águilas y
habían presenciado la muerte de Glorfindel eran cerca de ochocientos, un
numeroso grupo de caminantes, aunque nada más que un triste vestigio de una
ciudad tan habitada y hermosa. Sin embargo, cuando la primavera hubo cubierto
de celidonias las praderas y después de celebrar una triste ceremonia en
recuerdo de Glorfindel, los que años más tarde emprendieron la marcha rumbo al
mar desde los prados de la Tierra de los Sauces no eran más que unos
trescientos veinte hombres y jóvenes, y doscientas sesenta mujeres y doncellas.
Ahora bien las mujeres eran menos numerosas porque algunas se habían escondido
o los suyos las habían ocultado en rincones secretos de la ciudad. Allí
perecieron en el incendio o les dieron muerte o se las llevaron para
convertirlas en esclavas, y las partidas de salvamento sólo encontraron a unas
pocas; y esto es muy doloroso, porque las doncellas y las mujeres de los gondolindrim
eran tan hermosas como el sol y tan encantadoras como la luna y más
deslumbrantes que las estrellas. Gondolin, la ciudad de los Siete Nombres,
había conocido la gloria y su destrucción fue el más pavoroso de todos los
saqueos de ciudades que ha habido en la faz de la Tierra. Ni Bablon ni Ninwi,
ni tampoco las torres de Trui, ni todas las conquistas de Rûm, que es la ciudad
más maravillosa de los hombres, fueron testigos de un horror como el que cayó aquel
día sobre el linaje de los noldor en Amon Gwareth; y se dice que ésa es la
mayor maldad que Melko ha cometido en el mundo.
»Los exiliados de Gondolin se establecieron entonces en la
desembocadura del Sirion, junto a las olas del Gran Mar. Allí se dan el nombre
de lothlim, el pueblo de la flor, porque el nombre gondolindrim es muy
triste para ellos; y entre los lothlim, Eärendil se convierte en un hermoso
joven en la casa de su padre, y así llega a su fin el extraordinario cuento de
Tuor.
EL SILMARILLION—CAPÍTULO XXIII[10]
(...)Entonces
Turgon meditó largo tiempo el consejo de Ulmo, y le vinieron a la mente las
palabras que oyera en Vinyamar: «No ames demasiado la obra de tus manos y
las invenciones de tu corazón; y recuerda que la verdadera esperanza de los noldor
está en el Occidente y viene del mar». Pero Turgon se había vuelto
orgulloso, y Gondolin era tan bella como un recuerdo de Tirion de los elfos, y
él confiaba todavía en el secreto y en la fuerza inexpugnable de estas tierras,
aun cuando un vala lo negara; y después de la Nirnaeth Arnoediad, el pueblo de
esa ciudad no deseaba volver a mezclarse en los males de los elfos y los hombres
de fuera, ni regresar a Occidente por el camino del miedo y del peligro.
Encerrados tras sus colinas encantadas y sus sendas, no toleraban que nadie
entrase, aunque estuviera huyendo del odio de Morgoth; y las nuevas de las
tierras de más allá les llegaban débiles y lejanas, y muy poco caso hacían de
ellas. Los espías de Morgoth los buscaban en vano; y Gondolin era como un rumor
y un secreto que nadie podía descubrir. Maeglin hablaba siempre en contra de
Tuor en los consejos del rey, con palabras que parecían convincentes, en tanto
respondían a los deseos de Turgon, y por fin el rey se negó al mandato de Ulmo
y rechazó la advertencia. Sin embargo, en ese consejo del vala escuchó otra vez
las palabras que fueran pronunciadas en la costa de Araman mucho tiempo atrás,
antes que los noldor partieran; y el miedo a la traición despertó en el corazón
de Turgon. Cerraron por tanto las puertas escondidas de las montañas
Circundantes; y desde entonces nadie salió nunca de Gondolin en misión de paz o
de guerra mientras la ciudad estuvo allí. Thorondor, el señor de las águilas,
les anunció la caída de Nargothrond y luego trajo la noticia de la muerte de
Thingol y la de Dior, el heredero, y de la ruina de Doriath; pero Turgon cerró
los oídos a los males de fuera, e hizo voto de no marchar nunca al lado de
ningún hijo de Fëanor; y prohibió a su pueblo que atravesara el cerco de las
colinas.
Y
Tuor permaneció en Gondolin, subyugado por la beatitud y la belleza de esas
tierras y la sabiduría de la gente; y se hizo poderoso de mente y estatura, y
aprendió a fondo la ciencia de los elfos exiliados. Entonces el corazón de
Idril se volvió hacia él, y el de Tuor hacia el de ella; y el odio secreto de
Maeglin fue cada vez mayor, porque deseaba poseer a Idril por sobre todas las
cosas, heredera única del rey de Gondolin. Pero tan alto estaba Tuor en la
estima del rey después de haber vivido allí siete años, que Turgon no le rehusó
ni siquiera la mano de su hija, porque aunque no quería hacer caso del mandato
de Ulmo, entendía que el destino de los noldor estaba atado a aquél a quien
Ulmo había enviado; y no olvidó las palabras que Huor le había dicho antes de
que el ejército de Gondolin abandonara la Batalla de las Lágrimas Innumerables.
Entonces
se celebró una gran fiesta, porque Tuor se había ganado todos los corazones,
excepto los de Maeglin y sus secuaces secretos; y así ocurrió la segunda unión
entre elfos y hombres.
En
la primavera del año siguiente nació en Gondolin Eärendil medio elfo, el hijo
de Tuor e Idril Celebrindal; y habían transcurrido quinientos tres años desde
la llegada de los noldor a la Tierra Media. De sobrecogedora belleza era
Eärendil, pues llevaba en la cara una luz que parecía la luz del cielo, y tenía
la belleza y la sabiduría de los eldar, y la fuerza y la audacia de los hombres
de antaño; y el mar le hablaba siempre al oído y al corazón, como a su padre
Tuor.
En
ese entonces los días de Gondolin eran felices y pacíficos; y nadie sabía que
la región en donde estaba el reino escondido había sido revelada al fin a
Morgoth por los gritos de Húrin, cuando en las tierras de más allá de las montañas
Circundantes, y no pudiendo encontrar la entrada, había llamado desesperado a
Turgon. En adelante los pensamientos de Morgoth se volvieron incesantemente
hacia la tierra que se extendía entre Anach y el curso superior de las aguas
del Sirion, a donde no habían ido nunca sus sirvientes; aunque es cierto que
ningún espía o criatura de Angband podía entrar allí, a causa de la vigilancia
de las águilas, lo que impedía la consumación de los designios de Morgoth. Pero
Idril Celebrindal era sabia y previsora, y tenía una inquietud en el corazón, y
la sombra de un mal presagio descendió sobre ella como una nube. Por este
motivo hizo preparar un camino subterráneo y secreto, que iría desde la ciudad
y bajo el llano hasta más allá de los muros, al norte de Amon Gwareth; y
dispuso que sólo muy pocos supieran de él, y que ni siquiera un rumor sobre
estas obras llegara a oídos de Maeglin.
Ahora
bien, una vez, y cuando Eärendil era todavía joven, Maeglin se perdió. Porque
como ya se dijo amaba la minería y la extracción de metales por sobre toda otra
tarea; y era amo y conductor de los elfos que trabajaban en las montañas
distantes, buscando metales con que forjarían luego instrumentos de guerra y de
paz. Pero Maeglin a menudo iba con algunos de los suyos más allá del cerco de
las colinas, y el rey no sabía de esta desobediencia; y así ocurrió, como lo
quiso el destino, que Maeglin cayera en manos de los orcos y fuera llevado a
Angband. Maeglin no era ni débil ni cobarde, pero el tormento con que fue
amenazado le amilanó el espíritu, y compró su vida y su libertad revelándole a
Morgoth el sitio preciso de Gondolin y los caminos por los que se podía llegar
a ella y atacarla. Grande por cierto fue la alegría de Morgoth, y a Maeglin le
prometió el señorío de Gondolin en calidad de vasallo, y la posesión de Idril
Celebrindal cuando la ciudad hubiera sido tomada; y en verdad el deseo de
Maeglin por Idril y el odio que le tenía a Tuor lo ayudaron en esta traición,
la más infame de todas en la historia de los Días Antiguos. Pero Morgoth lo
envió de regreso a Gondolin, por miedo de que alguien sospechara, y para que
Maeglin ayudara en el ataque desde dentro cuando fuese la hora; y Maeglin vivió
en los recintos del rey con cara sonriente y maldad en el corazón mientras la
oscuridad se hacía cada vez más espesa en torno de Idril.
Por
último, en el año que Eärendil cumplió siete años, Morgoth estuvo preparado, y
lanzó sobre Gondolin a balrogs y orcos y lobos; y con ellos iban dragones de la
estirpe de Glaurung, numerosos y terribles. El ejército de Morgoth vino por las
montañas septentrionales donde era mayor la altura y menos atenta la
vigilancia, y llegó por la noche en tiempo festivo, cuando todo el pueblo de
Gondolin estaba sobre los muros esperando el amanecer, para cantar cuando el
sol se elevara en el cielo; porque al día siguiente era la gran fiesta que
ellos llamaban las Puertas del Verano. Pero la luz roja tiñó las colinas
del norte y no las del este; y nada detuvo a los enemigos hasta que estuvieron
bajo los muros mismos de Gondolin, y ya no hubo modo de impedir el sitio de la
ciudad. De todos los hechos de valor desesperado que allí llevaron a cabo los
capitanes de las casas nobles y sus guerreros, y no fue Tuor el menos valiente,
mucho se cuenta en La caída de Gondolin: la lucha de Ecthelion de la
Fuente con Gothmog señor de los balrogs, librada en la misma plaza del rey, en
la que se dieron muerte el uno al otro; y la defensa de la torre de Turgon,
hasta que fue derribada; y grandes fueron la caída y ruina de la torre, y la
caída de Turgon.
Tuor
intentó rescatar a Idril del pillaje de la ciudad, pero Maeglin se había
apoderado de ella, y de Eärendil; y Tuor luchó con Maeglin sobre los muros, y
lo arrojó lejos, y el cuerpo de Maeglin cayó y dio tres veces contra las
rocosas pendientes de Amon Gwareth antes de hundirse en las llamas que ardían
abajo. Entonces Tuor e Idril condujeron a los pocos del pueblo de Gondolin que
pudieron reunir en la confusión del incendio por el camino secreto que Idril
había preparado; y de ese pasaje los capitanes de Angband nada sabían, y no
pensaron que ningún fugitivo tomara un camino hacia el norte y las cimas de las
montañas, y el más próximo a Angband. El humo del incendio y el vapor de las
hermosas fuentes de Gondolin, que se marchitaban en las llamas de los dragones
del norte, descendieron sobre el valle de Tumladen en luctuosas tinieblas; y
así fue favorecida la huida de Tuor y los suyos, porque aún tenían que recorrer
un camino largo y descubierto desde la boca del túnel hasta el pie de las
montañas. No obstante llegaron allí, y más allá de toda esperanza treparon con
dolor y desconsuelo, porque esas altas cimas eran frías y espantosas, y tenían
entre ellos muchos heridos, y mujeres y niños.
Había
un pasaje terrible, Cirith Thoronath se llamaba, la Grieta de las Águilas,
donde a la sombra de los picos más altos serpeaba un estrecho sendero; a la
derecha se abría un precipicio abismal, y a la izquierda una pendiente tremenda
descendía al vacío. A lo largo de ese estrecho sendero marchaban en línea,
cuando cayeron en una emboscada de orcos, pues Morgoth había montado guardia en
las colinas de alrededor, y un balrog estaba con ellos. La situación fue
entonces espantosa, y difícilmente podría haberlos salvado el valor de
Glorfindel, el de cabellos dorados, jefe de la casa de la Flor Dorada de
Gondolin, si Thorondor no hubiera llegado en el momento oportuno.
Muchos
son los cantos que han cantado el duelo de Glorfindel con el balrog sobre el
pináculo de una roca; y ambos cayeron perdiéndose en el abismo. Pero las
águilas se lanzaron sobre los orcos, que retrocedieron chillando; y todos
fueron muertos o arrojados a las profundidades, de modo que Morgoth nada supo
de la huida desde Gondolin hasta mucho después. Entonces Thorondor rescató el
cuerpo de Glorfindel del abismo, y lo sepultaron bajo un montículo de piedras
junto al pasaje; y allí crecieron hierbas verdes, y de la esterilidad de la
piedra nacieron flores amarillas, hasta que el mundo cambió.
Así,
conducidos por Tuor hijo de Huor, el resto de los habitantes de Gondolin pasó
por encima de las montañas, y descendió al valle del Sirion; y huyendo hacia el
sur por fatigosas y peligrosas sendas, arribó por fin a Nan-tathren, la Tierra
de los Sauces, porque el poder de Ulmo estaba aún en el gran río y alrededor.
Allí descansaron un tiempo y se curaron de las heridas y el cansancio; pero del
dolor no pudieron curarse. Y celebraron la memoria de Gondolin y de los elfos
que habían perecido allí, las doncellas, y las esposas, y los guerreros del
rey; y por el amado Glorfindel muchos fueron los cantos que se oyeron bajo los
sauces de Nan-tathren en la declinación del año. Allí compuso Tuor una canción
para su hijo Eärendil, en la que contaba la llegada de Ulmo, el Señor de las
Aguas, a las costas de Nevrast en tiempo pasado; y la nostalgia por el mar
despertó en el corazón de Tuor y también en el de su hijo. Por tanto Idril y
Tuor partieron de Nan-tathren, y se dirigieron hacia el sur, río abajo, al
encuentro del mar; y vivieron allí junto a las desembocaduras del Sirion; y se
unieron a las gentes de Elwing hija de Dior que habían huido allí sólo un
tiempo antes. Y cuando llegó a Balar la noticia de la caída de Gondolin y la
muerte de Turgon, Ereinion Gil-galad, hijo de Fingon, fue designado rey supremo
de los noldor en la Tierra Media.[11]
Pero
Morgoth pensó que este triunfo era irreversible, y poco se cuidó de los hijos
de Fëanor, y de su juramento, que a él nunca lo había dañado y le había sido
siempre de gran ayuda; y rio en la negrura de su mente, sin lamentar haber
perdido uno de los Silmarils, pues le parecía que por él los últimos jirones
del pueblo de los eldar se desvanecerían de la Tierra Media y ya no la
perturbarían. Si estaba enterado de los moradores a orillas del Sirion, no dio
la menor señal, esperando su oportunidad y aguardando la obra del
aborrecimiento y la mentira. Pero junto al Sirion y el mar creció un pueblo de elfos,
espigas de Doriath y Gondolin; y de Balar llegaron los marineros de Círdan y se
sumaron a ellos y se dedicaron a la navegación y a la fabricación de barcos,
habitando siempre cerca de las costas de Arvernien bajo la sombra de la mano de
Ulmo.
Y
se dice que por ese tiempo Ulmo fue a Valinor desde las aguas profundas y les
habló allí a los valar del apuro de los elfos y les pidió que los perdonaran y
los rescataran del abrumador poder de Morgoth y recobraran los Silmarils, pues
sólo en ellos florecía ahora la luz de los Días de Bienaventuranza, cuando los
Dos Árboles brillaban todavía en Valinor. Pero Manwë no se dejó conmover; y de
los designios de su corazón ¿qué historia puede hablarnos? Han dicho los sabios
que la hora no había llegado todavía, y que sólo si alguien se pronunciara en
favor de la causa de los elfos y también de la de los hombres y pidiera perdón
por sus malandanzas y piedad por sus infortunios, podría alterarse el designio
de los Poderes; y quizá ni siquiera Manwë alcanzaría a desatar el Juramento de
Fëanor antes de que se cumpliera y los hijos de Fëanor renunciaran a los
Silmarils, que pretendían con encono. Porque la luz que brillaba en los
Silmarils era obra de los mismos valar.
En
esos días Tuor sintió que la vejez lo invadía, y que el deseo de la alta mar le
crecía con fuerza en el corazón. Por tanto construyó un gran navío y lo llamó Eärrámë,
que significa Ala del Mar; y junto con Idril Celebrindal navegó hacia el
poniente, y no apareció nunca más en historias o canciones. Pero en días
posteriores se cantó que sólo Tuor, entre los hombres mortales, llegó a ser
miembro de la raza mayor, y se unió con los noldor, a quienes amaba; y su
destino quedó separado del destino de los hombres.
V.DEL VIAJE DE EÄRENDIL Y LA
GUERRA DE LA COLERA
EL SILMARILLION
El resplandeciente Eärendil era
entonces el señor del pueblo que vivía cerca de las desembocaduras del Sirion;
y tomó por esposa a Elwing la Bella, y ella le dio a Elrond y Elros, que fueron
llamados medio elfos. Pero a Eärendil no le era posible descansar, y los viajes por las
costas de las tierras de Aquende no lo apaciguaban. Dos propósitos le crecieron
en el corazón, unidos en la nostalgia del anchuroso mar; y se propuso navegar
en busca de Tuor e Idril, que no volvían; y pensó que quizá encontraría la
última costa, y que antes de morir llevaría el mensaje de los elfos y de los hombres
a los valar de Occidente, a quienes los dolores de la Tierra Media moverían a
piedad.
Ahora bien, Eärendil tenía gran
amistad con Círdan el carpintero de barcos, que vivía en la isla de Balar con
quienes habían escapado del saqueo de los Puertos de Brithombar y Eglarest. Con
ayuda de Círdan, Eärendil construyó Vingilot, la Flor de Espuma, el más bello
de los navíos en todas las canciones, de remos dorados y maderos blancos,
cortados en los bosques de abedules de Nimbrethil; y de velas como la luna de plata.
En la Balada de
Eärendil muchas cosas se cantan de las aventuras
de Eärendil en alta mar, y en tierras nunca antes pisadas, y en múltiples mares
e islas; pero Elwing no estaba con él, y esperaba tristemente junto a las desembocaduras
del Sirion.
Eärendil no encontró a Tuor ni a
Idril, ni llegó nunca en ese viaje a las costas de Valinor, derrotado por las
sombras y el encantamiento, arrastrado por vientos contrarios hasta que el
recuerdo de Elwing lo llevó hacia la costa de Beleriand, de vuelta al hogar. Y
el corazón le ordenó que se diera prisa, pues lo había asaltado un súbito
temor, venido de un sueño; y los vientos con los que antes había luchado no lo
llevaban ahora de regreso tan de prisa como él hubiera querido.
Ahora bien, cuando le llegó a Maedhros la nueva de que Elwing todavía vivía, y que en posesión del Silmaril moraba junto a las desembocaduras del Sirion, decidió no intervenir, arrepentido de los hechos de Doriath. Pero con el tiempo, el recuerdo del juramento sin consumación lo atormentó otra vez, y también a sus hermanos, y abandonando los errantes senderos de la cacería, se reunieron y enviaron a los Puertos mensajes de amistad, pero también de severa exigencia. Entonces Elwing y el pueblo del Sirion no quisieron ceder la joya que Beren había ganado, y que Lúthien había llevado consigo, y por la que Dior el Hermoso había sido muerto; y menos todavía mientras el señor Eärendil estaba de viaje por el mar, porque les parecía que la curación y la bendición descendidas sobre casas y barcos les venían del Silmaril. Y así ocurrió la última y la más cruenta de las matanzas de elfos por elfos; y fue ése el tercero de los grandes males causados por el juramento maldito.
Porque los hijos de Fëanor que
todavía vivían atacaron de improviso a los exiliados de Gondolin y a los restos
de Doriath y los aniquilaron. Durante esa batalla hubo gente de los dos pueblos
que se mantuvo aparte, y unos pocos se rebelaron y fueron muertos por ayudar a
Elwing contra sus propios señores (tan grandes eran el dolor y la confusión que
había en el corazón de los eldar en aquellos días); pero Maedhros y Maglor ganaron
entonces, aunque sólo ellos quedaron de los hijos de Fëanor, pues tanto Anrod
como Amras fueron muertos. Demasiado tarde acudieron los barcos de Círdan y Gil-galad
el rey supremo en ayuda de los elfos del Sirion; y Elwing había desaparecido, y
también sus hijos. Entonces los pocos del pueblo que no habían perecido en el
ataque se unieron a Gil-galad, y fueron con él a Balar; y dijeron que Elros y
Elrond habían sido hechos prisioneros, pero que Elwing se había arrojado al mar
con el Silmaril al pecho.
Así fue que Maedhros y Maglor no
obtuvieron la joya; pero ésta no se había perdido. Porque Ulmo sacó a Elwing de
las aguas y le dio la forma de una gran ave blanca, y en el pecho le brillaba
el Silmaril como una estrella; y ella flotó sobre las ondas en busca de
Eärendil, su bien amado. Una noche, mientras Eärendil estaba al timón de la
nave, la vio venir hacia él como una nube blanca en exceso veloz bajo la luna,
como una estrella sobre el mar que se moviera en un curso extraño, una pálida
llama en alas de la tormenta. Y se canta ahora que cayó ella del aire sobre los
maderos de Vingilot, en una suerte de desmayo, no lejos de la muerte por la urgencia
del apremio que la había impulsado, y Eärendil la acogió en su regazo; pero por
la mañana, con ojos maravillados, contempló junto a él a su esposa, que recobraba
la forma de antes, y cubría con sus cabellos el rostro de Eärendil, y ella dormía.
Grande fue el dolor de Eärendil y
Elwing por la ruina de los Puertos del Sirion y el cautiverio de sus hijos, y
temían que les dieran muerte; pero no ocurrió así. Porque Maglor tuvo piedad de
Elros y Elrond, y los estimó, y el amor creció luego entre ellos, aunque pocos
lo hubieran imaginado antes, pero Maglor tenía el corazón enfermo y cansado por
la carga del terrible juramento.
Pero Eärendil no veía ahora
ninguna esperanza en la Tierra Media, y no sabiendo otra vez qué hacer, no
regresó a su casa, sino que trató de ir de nuevo hacia Valinor, junto con
Elwing. Se pasaba las horas de pie erguido en la proa de Vingilot, y sujeto en
la frente llevaba el Silmaril, y la luz de la joya se iba haciendo cada vez más
intensa a medida que avanzaban hacia Occidente. Y han dicho los sabios que fue
por el poder de esa joya sagrada que llegaron con el tiempo a aguas que ningún
navío había conocido excepto los barcos de los teleri, y arribaron a las islas
Encantadas y escaparon al encantamiento; y entraron en los mares sombríos y
atravesaron las sombras, y miraron Tol Eressëa, la isla Solitaria, y no se demoraron;
y por fin echaron anclas en la bahía de Eldamar, y los teleri vieron la llegada
del barco en el oriente y quedaron asombrados al contemplar desde lejos la luz
del Silmaril, y era muy intensa. Entonces Eärendil, el primero entre los hombres
vivientes, pisó las costas inmortales; y habló allí a Elwing y a los que
estaban con él, los tres marineros que habían navegado por todos los mares en
su compañía: Falathar, Erellont y Aerandir. Y les dijo Eärendil: —Aquí no otro
que yo ha de poner pie, no sea que la cólera de los valar se desate contra
vosotros. Pues yo solo correré ese peligro, en nombre de los dos linajes.
Pero Elwing respondió: —Entonces
nuestros caminos se separarían; pero yo correré contigo ese peligro. Y saltó a
la espuma blanca y corrió hacia él; pero Eärendil se sintió apenado, pues temía
el enojo de los Señores del Occidente contra cualquiera de la Tierra Media que
osara atravesar el cerco de Aman. Y allí se despidieron de los compañeros de
viaje y se separaron de ellos para siempre.
Entonces Eärendil le habló a
Elwing: —Espérame aquí; porque sólo uno puede llevar el mensaje, y tal es mi
destino—. Y avanzó solo por la tierra y llegó al Calacirya, y le pareció
desierto y silencioso; porque como Morgoth y Ungoliant en edades pasadas,
llegaba Eärendil ahora en tiempos de festividad, y casi todo el pueblo de los elfos
había ido a Valimar o estaba reunido en las estancias de Manwë sobre
Taniquetil, y pocos eran los que habían quedado de guardia sobre los muros de
Tirion.
Pero algunos había allí que
vieron venir de lejos a Eärendil, y la gran luz que transportaba; y fueron de
prisa a Valimar. Pero Eärendil subió a la verde colina de Túna y la encontró
desierta; y sintió una pesadumbre en el corazón, pues temía que el mal hubiera
llegado aún al Reino Bendecido. Anduvo por los caminos desiertos de Tirion, y
el polvo que se le posaba sobre los vestidos y zapatos era un polvo de
diamantes, y él brillaba y resplandecía mientras subía por la larga escalinata
blanca. Y llamó en alta voz en muchas lenguas, tanto élficas como humanas, pero
no había nadie que le respondiese. Por fin se volvió hacia el mar; pero al
tomar el camino de la costa, alguien le hablo desde la colina gritando:
—¡Salve, Eärendil, de los
marineros el más afamado, el buscado que llega de improviso, el añorado que
viene cuando ya no queda ninguna esperanza! ¡Salve, Eärendil, portador de la
luz de antes del sol y de la luna! ¡Esplendor de los hijos de la Tierra,
estrella en la oscuridad, joya en el crepúsculo, radiante en la mañana!
Esa voz era la voz de Eönwë,
Heraldo de Manwë, y venía de Valimar, y pidió a Eärendil que se presentara ante
los Poderes de Arda. Y Eärendil fue a Valinor y a las estancias de Valimar, y
nunca volvió a poner pie en las tierras de los hombres. Entonces los valar se
reunieron en consejo, y convocaron a Ulmo desde las profundidades del mar; y
Eärendil compareció ante ellos y comunicó el recado de los dos linajes. Pidió
perdón para los noldor y piedad por los que habían soportado penurias, y
clemencia para los hombres y los elfos y que los socorrieran en sus necesidades.
Y este ruego fue escuchado.
Se dice entre los elfos que
después de que Eärendil hubo partido, en busca de su esposa Elwing, Mandos
habló sobre el destino del medio elfo; y dijo: —¿Ha de pisar hombre mortal las
tierras inmortales y continuar con vida?—Pero Ulmo dijo: —Para esto nació en el mundo. Y
respóndeme: ¿es Eärendil hijo de Tuor del linaje de Hador, o el hijo de Idril
hija de Turgon, de la casa élfica de Finwë?—Y Mandos respondió: —Los noldor que
se exiliaron voluntariamente tampoco pueden retornar aquí.
Pero cuando todo quedó dicho,
Manwë pronunció su sentencia: —El poder del destino depende de mí en este
asunto. El peligro en que se aventuró por amor de los dos linajes no caerá
sobre Eärendil, ni tampoco sobre Elwing, que se aventuró en el peligro por amor
a Eärendil; pero nunca volverán a andar entre elfos u hombres en las Tierras
Exteriores. Y esto es lo que decreto en relación con ellos: a Eärendil y a
Elwing y a sus hijos se les permitirá elegir libremente a cuál de los linajes
unirán su destino y bajo qué linaje serán juzgados.
Ahora bien, después de haber
transcurrido mucho tiempo desde la partida de Eärendil, Elwing se sintió sola y
tuvo miedo; y errando a orillas del mar llegó cerca de Alqualondë, donde
estaban las flotas telerin. Allí los teleri hicieron amistad con ella, y
escucharon lo que contó de Doriath y Gondolin y las penurias de Beleriand, y
mostraron piedad y asombro; y cuando Eärendil regresó la encontró allí, en el
Puerto de los Cisnes. Pero antes de no mucho tiempo fueron convocados a Valimar;
y allí se les anunció el decreto del Rey Mayor.
Entonces Eärendil le dijo a
Elwing: —Elige tú, porque ahora estoy cansado del mundo. —Y Elwing eligió ser
juzgada entre los primeros hijos de Ilúvatar a causa de Lúthien; y por ella
Eärendil eligió de igual modo, aunque se sentía más unido al linaje de los hombres
y el pueblo de su padre. Entonces, por orden de los valar, Eönwë fue a la costa
de Aman, donde los compañeros de Eärendil todavía esperaban noticias; y soltó
un bote, y los tres marineros fueron embarcados en él, y los valar los
transportaron hacia el oriente en un gran viento. Pero tomaron el Vingilot, y
lo consagraron, y lo cargaron a través de Valinor hasta la margen extrema del
mundo; y allí pasó por la Puerta de la Noche y fue levantado hasta los océanos
del cielo.
Ahora bien, bella y maravillosa
era la hechura de ese navío, envuelto en una llama estremecida, pura y
brillante; y Eärendil el Marinero estaba al timón, y relucía con el polvo de
las gemas élficas, y llevaba el Silmaril sujeto a la frente. Lejos viajaba en
ese navío, aún hasta el vacío sin estrellas; pero con más frecuencia se lo veía
por la mañana o el atardecer, resplandeciente al alba o al ponerse el sol, cuando
volvía a Valinor de viajes hasta más allá de los confines del mundo.
En esos viajes Elwing no lo
acompañaba, porque no podía soportar el frío y el vacío sin senderos, y antes
prefería la tierra y los dulces vientos que soplan en el mar o las colinas. Por
tanto construyeron para ella una blanca torre en el norte, a orillas de los mares
divisorios; y allí a veces buscaban reparo todas las aves marinas de la tierra.
Y se cuenta que Elwing aprendió las lenguas de los pájaros, ella que una vez
había tenido forma de ave; y le enseñaron el arte del vuelo, y tuvo alas
blancas y grises como de plata. Y a veces, cuando Eärendil se acercaba de regreso
a Arda, ella solía volar a su encuentro, como lo había hecho mucho tiempo atrás
cuando la rescataran del mar. Entonces aquellos de vista penetrante entre los elfos
que vivían en la isla Solitaria alcanzaban a verla como un pájaro blanco, resplandeciente,
teñido de rosa por el crepúsculo, cuando se elevaba dichosa para saludar el
regreso a puerto de Vingilot.
Ahora bien, cuando por primera
vez Vingilot se hizo a la mar del cielo, se elevó de pronto, refulgente y
brillante; y la gente de la Tierra Media lo vio desde lejos y se asombró, y lo
tomaron por un signo, y lo llamaron Gil-Estel, la Estrella de la Gran Esperanza. Y cuando esta nueva estrella fue
vista en el crepúsculo, Maedhros le habló a su hermano Maglor y le dijo: —¿No
es acaso un Silmaril, que brilla ahora en el Occidente?
Y Maglor respondió: —Si es en
verdad el Silmaril que vimos hundirse en el mar y que se eleva otra vez por el
poder de los valar, regocijémonos entonces; porque su gloria es vista ahora por
muchos, y no obstante está más allá de todo mal. —Entonces los elfos miraron
hacia arriba y ya no desesperaron; pero Morgoth se llenó de duda.
Sin embargo, se dice que Morgoth
no esperaba el ataque que le llegó desde Occidente; porque había crecido mucho
en orgullo, y le parecía que nadie más se atrevería a librar una guerra abierta
contra él. Además, imaginaba que había malquistado para siempre a los noldor
con los Señores del Occidente, y que contentos en su propio reino, los valar ya
nunca harían caso del mundo exterior; porque para aquel que no conoce la
piedad, los hechos piadosos son extraños e incomprensibles. Pero el ejercito de
los valar se preparaba para la batalla; y tras sus estandartes blancos
marchaban los vanyar, el pueblo de Ingwë, y aquellos de los noldor que nunca
habían abandonado Valinor, y cuyo conductor era Finarfin, el hijo de Finwë.
Pocos de entre los teleri estaban dispuestos a ir a la guerra, porque recordaban
la matanza en el Puerto de los Cisnes y la captura de los navíos; pero escucharon
a Elwing, que era la hija de Dior Eluchíl y del linaje de ellos, y enviaron marineros
para las naves que transportaban el ejército de Valinor por el mar hacia el
este. No obstante, permanecieron a bordo, y ninguno de ellos puso pie en las tierras
de Aquende.
De la marcha del ejército de los valar hacia el norte de la Tierra Media poco se dice en historia alguna; porque entre ellos no iba ninguno de los elfos que habían vivido y sufrido en las tierras de Aquende, y que compusieron las historias de aquel tiempo que aún se conocen; y sólo se enteraron de esos hechos mucho después, por sus hermanos de Aman. Pero al fin el poder de Valinor apareció en el Occidente, y las trompetas de Eönwë clamaron desafiantes en el cielo; y Beleriand se encendió con la gloria de las armas, pues el ejército de los valar se componía de figuras jóvenes y hermosas y terribles, y las montañas resonaban bajo sus pies.
El encuentro de los ejércitos del
Occidente y del norte se llamó la Gran Batalla y la Guerra de la Cólera. Allí se concentró todo el poder del trono de Morgoth, que había
crecido sin medida, de modo que Anfauglith no podía ya contenerlo; y todo el norte
ardía con la guerra.
Pero de nada le valió. Los balrogs
fueron destruidos, salvo unos pocos que huyeron y se escondieron en cuevas
inaccesibles en las raíces de la tierra; y las incontables legiones de los orcos
perecieron como paja en un incendio, o fueron barridas como hojas marchitas
delante de un viento ardiente. Durante largos años, pocos quedaron para
perturbar el mundo. Y los sobrevivientes de las tres casas de los amigos de los
elfos, los padres de los hombres, lucharon de parte de los valar; y fueron
vengados en esos días por la muerte de Baragund y Barahir, de Galdor y Gundor,
de Huor y Húrin, y muchos otros de sus señores. Pero la mayoría de los hijos de
los hombres del pueblo de Uldor, y otros recién llegados del este, marcharon
junto con el Enemigo; y los elfos no lo olvidan.
Entonces, al ver que sus huestes
eran aniquiladas y su poder dispersado, Morgoth se amilanó, y no se atrevió él
mismo a salir a la batalla. Pero lanzó sobre el enemigo el último ataque
desesperado que había previsto, y de los abismos de Angband salieron los
dragones alados que habían estado ocultos hasta entonces; y tan súbita y
ruinosa fue la embestida de la terrible flota, que el ejército de los valar retrocedió,
porque los dragones venían junto con grandes truenos, y relámpagos, y una
tormenta de fuego.
Pero llego Eärendil, brillando
con una llama blanca, y alrededor de Vingilot estaban reunidas todas las
grandes aves del cielo, y las capitaneaba Thorondor, y hubo una batalla en el
aire todo el día y a lo largo de una noche de duda. Antes de salir el sol,
Eärendil mató a Ancalagon el Negro, el más poderoso del ejército de los dragones,
y lo arrojó del cielo; y cayó sobre las torres de Thangorodrim, que se quebraron
junto con él. Entonces salió el sol, y el ejército de los valar prevaleció, y casi
todos los dragones fueron destruidos; y todos los fosos de Morgoth quedaron desmoronados
y sin techo, y el poder de los valar descendió a las profundidades de la
tierra. Allí por fin quedó Morgoth acorralado y acobardado. Huyó a la más profunda
de sus minas y pidió la paz y el perdón; pero los pies le fueron rebanados
desde abajo, y fue arrojado al suelo de bruces. Luego fue atado con la cadena Angainor,
que él había llevado en otro tiempo, y de la corona de hierro le hicieron un
collar, y le hundieron la cabeza entre las rodillas. Y los dos Silmarils que Morgoth
conservaba los quitaron de la corona, y brillaron inmaculados bajo el cielo; y
Eönwë los recogió y los guardó.
Así se puso fin al poder de
Angband en el norte, y el reino maldito fue reducido a nada; y de las profundas
prisiones una multitud desesperanzada de esclavos emergió a la luz del día, y
contemplaron un mundo que había cambiado. Porque tan grande era la furia de
esos adversarios, que las regiones septentrionales del mundo occidental se
habían partido, y el mar entraba rugiendo por múltiples grietas, y había mucho
ruido y confusión; y los ríos perecieron o buscaron nuevos cursos, y los valles
se levantaron y las colinas se derrumbaron; y ya no había Sirion.
Entonces Eönwë, como Heraldo del Rey
Mayor, convocó a los elfos de Beleriand para abandonar la Tierra Media. Pero
Maedhros y Maglor no lo escucharon, y se prepararon, aunque ahora con fatiga y
aversión, para un intento desesperado: cumplir con el juramento; porque combatirían
por los Silmarils, si se los estorbaba, aún contra el ejército victorioso de
Valinor, aunque estuvieran solos contra todo el mundo. Y por tanto enviaron
mensaje a Eönwë, exigiendo que se les cedieran esas joyas que antaño había
hecho Fëanor, el padre de ellos, y que Morgoth le había robado.
Pero Eönwë respondió que los
hijos de Fëanor no tenían ya ningún derecho a reclamar los Silmarils, y esto a
causa de las muchas e impías acciones que ellos habían llevado a cabo,
enceguecidos por el juramento y por el asesinato de Dior y el ataque a los
puertos. La luz de los Silmarils iría ahora hacia el Occidente, donde había
tenido principio; Maedhros y Maglor regresarían a Valinor, y se someterían al
juicio de los valar; y sólo si ellos así lo decretasen cedería Eönwë las joyas
que él guardaba ahora. Entonces Maglor deseó en verdad someterse, pues sentía
una congoja en el corazón, y dijo: —El juramento no exige que no aprovechemos
el momento oportuno, y puede que en Valinor todo quede perdonado y olvidado, y que
así al fin tengamos paz.
Pero Maedhros respondió que si
volvían a Aman, y el favor de los valar no les era concedido, el juramento
continuaría siendo válido, aunque ya nadie esperaría que se cumpliese alguna
vez, y preguntó: —¿Quién puede saber a qué condena espantosa no seremos
sometidos si desobedecemos a los Poderes en su propia tierra o nos proponemos
llevar la guerra otra vez a su reino sagrado?
Pero Maglor aún insistió diciendo:
—¿No queda invalidado el juramento si los mismos a quienes nombramos como
testigos, Manwë y Varda, se oponen a que se cumpla?
Y Maedhros le respondió:
—Pero ¿cómo llegarán nuestras
voces a Ilúvatar más allá de los círculos del mundo? Y por Ilúvatar juramos en
nuestra locura, y pedimos que la Oscuridad Sempiterna descendiera sobre
nosotros si no manteníamos nuestra palabra. ¿Quién nos liberará?
—Si nadie puede liberarnos—dijo
Maglor—, la Oscuridad Sempiterna será en verdad nuestra suerte, mantengamos
nuestro juramento o lo quebrantemos; pero menos daño haremos quebrantándolo
No obstante, cedió por fin a la
voluntad de Maedhros, y planearon juntos cómo se adueñarían de los Silmarils. Y
se disfrazaron y fueron por la noche al campamento de Eönwë, y se deslizaron al
lugar donde se guardaban los Silmarils; y mataron a los guardianes, y se
apoderaron de las joyas. Entonces todo el campamento se levantó contra ellos, y
ellos se prepararon para defenderse y morir. Pero Eönwë no permitió la matanza
de los hijos de Fëanor; y sin que nadie los molestase huyeron lejos. Cada uno
de ellos llevó uno de los Silmarils, porque dijeron: —Puesto que uno se nos ha
perdido, y sólo quedan dos, y sólo tú y yo de nuestros hermanos, la voluntad
del destino es clara: quiere que compartamos la reliquia de nuestro padre.
Pero la joya quemaba la mano de
Maedhros con un dolor insoportable; y entendió que era como había dicho Eönwë,
y que no tenía derecho al Silmaril, y que el juramento no servía de nada. Y
lleno de angustia y desesperación, se arrojó a una grieta de grandes fauces que
despedían fuego, y así llegó a su fin; y el Silmaril que llevaba quedo
sepultado en las entrañas de la Tierra.
Y se dice que Maglor no pudo
resistir el dolor con el que el Silmaril lo atormentaba; y lo arrojó por fin al
mar, y que desde entonces anduvo sin rumbo por las costas cantando junto a las
olas con dolor y remordimiento. Porque Maglor era grande entre los cantores de
antaño, y sólo a Daeron de Doriath se nombra antes que él. Y así fue que los Silmarils
encontraron su prolongado hogar: uno en los aires del cielo, y uno en los fuegos
del corazón del mundo, y uno en las aguas profundas.
En esos días construyeron muchos
barcos en las costas del mar Occidental; y desde allí numerosas flotas de los eldar
navegaron hacia el Occidente, y no regresaron nunca a las tierras del llanto y
de la guerra. Y los vanyar volvieron bajo los blancos estandartes y fueron
llevados en triunfo a Valinor; pero el regocijo de la victoria estaba
disminuido, pues volvían sin los Silmarils de la corona de Morgoth, y sabían
que esas joyas ya nunca podrían encontrarse y reunirse de nuevo, a no ser que
el mundo se rompiera y se rehiciera.
Y cuando llegaron al Oeste, los elfos
de Beleriand vivían en Tol Eressëa, la isla Solitaria, que mira al oeste y al
este; desde donde podrían llegar aún a Valinor. Fueron admitidos nuevamente en
el amor de Manwë y en el perdón de los valar; y los teleri olvidaron la antigua
aflicción, y la maldición descansó un tiempo.
No obstante, no todos los eldalië
estaban dispuestos a abandonar las tierras de Aquende, donde habían sufrido
mucho y habían vivido mucho tiempo; y algunos permanecieron durante muchas
edades en la Tierra Media. Entre ellos se contaban Círdan el carpintero de
barcos, y Celeborn de Doriath, con su esposa Galadriel, única que quedaba de
los que condujeron a los noldor al exilio en Beleriand. En la Tierra Media
vivía también Gil-galad el rey supremo, y con él estaba Elrond medio elfo, que
eligió, como le fue permitido, ser contado entre los eldar; pero Elros, su
hermano, eligió vivir con los hombres. Y de estos hermanos solamente ha llegado
a los hombres la sangre de los primeros nacidos, y una traza de los espíritus
divinos que fueron antes de Arda; porque eran los hijos de Elwing, hija de
Dior, hijo de Lúthien, hija de Thingol y Melian; y Eärendil, su padre, era el
hijo de Idril Celebrindal, hija de Turgon de Gondolin.
Pero a Morgoth los valar lo
arrojaron por la Puerta de la Noche, más allá de los Muros del Mundo, al Vacío
Intemporal; y sobre esos muros hay siempre una guardia, y Eärendil vigila desde
los bastiones del cielo. No obstante, las mentiras que Melkor el poderoso y
maldito, Morgoth Bauglir, el Poder del Terror y del Odio, sembró en el corazón
de los elfos y de los hombres, son una semilla que no muere y no puede
destruirse; y de vez en cuando germina de nuevo; y dará negro fruto aún hasta
los últimos días.
Aquí concluye EL
SILMARILLION. Si ha pasado desde la altura y
la belleza a la oscuridad y la ruina, ése era desde hace mucho el destino de
Arda Maculada: y si un cambio sobreviene y la maculación se remedia, Manwë y
Varda lo saben; pero no lo han revelado, y no está declarado en los juicios de
Mandos.
Descarga las Lecturas Completas de Tolkien en PDF en: Lecturas Completas de la Tierra Media de J.R.R.Tolkien (lecturascompletastolkien.blogspot.com)
[1] Cuentos inconclusos: «Narn i Hîn Húrin» fue obra de un poeta del pueblo de los hombres, Dírhavel, que vivió en los puertos del Sirion en los días de Eärendil, y allí recogió todas las noticias que pudo sobre la casa de Hador, provinieran de hombres o de elfos, sobrevivientes y fugitivos de Dor-lómin, de Nargothrond, de Gondolin o de Doriath. El mismo Dírhavel pertenecía a la casa de Hador. Esta balada, la más larga de todas las de Beleriand, fue lo único que compuso, pero los eldar le concedieron gran valor, pues Dírhavel empleó en ella la lengua de los elfos grises con suma habilidad. Utilizó el tipo de verso élfico llamado Minlamed thent/estent, antaño propio de la narn (historia contada en verso, pero para ser dicha y no cantada). Dírhavel pereció cuando los hijos de Fëanor atacaron los puertos de Sirion.
[2] En versión original:
Flame light! Flee night!
[3] Tolkien, en textos posteriores, quiso que Orodreth fuera el padre de Gil-galad.
[4] Versión previa a la publicación de El Silmarillion.
[5] Versión previa a la publicación de El Silmarillion.
[6] Fragmento de texto reconstruido por Lorenzo Carrera gracias a las diferentes versiones y apuntes de la historia en el legendarium de Tolkien y el trabajo editorial de su hijo Christopher.
[7] Christopher Tolkien sobre por qué no incluyó este relato en El Silmarillion publicado: Haberlo incluido, como me pareció, habría implicado una gran reducción, de hecho, todo un recuento de un tipo que no quería emprender; y dado que la historia es intrincada, temía que esto produjera una maraña densa de narración con toda la sutileza desaparecida, y sobre todo que disminuiría la temible figura del viejo hombre, el gran héroe, Húrin Thalion, aún más los propósitos de Morgoth, ya que estaba condenado a cumplirlo. Pero me parece ahora, muchos años después, que era una intromisión excesiva en las ideas y las intenciones reales de mi padre: planteando así la pregunta, si el intento de hacer un Silmarillion 'unificado' debería haberse emprendido.
[8] En esta única ocasión dejamos dos versiones diferentes de la historia por su variación en forma y fondo entre la versión de los Cuentos Perdidos y la finalmente publicada en El Silmarillion. Sin embargo, como ya mencionamos en una de las notas anteriores, existe una versión denominada por su autor entécica, el cual es un texto reconstruido por Lorenzo Carrera gracias a las diferentes versiones y apuntes de la historia en el legendarium de Tolkien y el trabajo editorial de su hijo Christopher. Recomendamos su lectura.
[9] Versión previa a la publicación de El Silmarillion.
[10] Versión publicada en El Silmarillion.
[11] Tolkien, en textos posteriores, quiso que Orodreth fuera el padre de Gil-galad.
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