LEGENDARIUM III: La Primera Edad (Primera Parte)
ESTE FRAGMENTO ABARCA:
I.DEL SOL Y LA LUNA Y EL
OCULTAMIENTO DE VALINOR
II.DE LOS HOMBRES
III.DEL RETORNO DE LOS NOLDOR
IV.DE BELERIAND Y SUS REINOS
V.DE LOS NOLDOR EN BELERIAND
VI.DE MAEGLIN
VII.DE LA LLEGADA DE LOS HOMBRES AL
OCCIDENTE
VIII.DE LA RUINA DE BELERIAND Y LA CAÍDA DE
FINGOLFIN
IX.LA CONVERSACIÓN DE FINROD Y ANDRETH
X.DE BEREN Y LÚTHIEN
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I.DEL SOL Y LA LUNA Y EL
OCULTAMIENTO DE VALINOR
EL SILMARILLION[1]
Se
cuenta que después de la huida de Melkor, los valar se quedaron largo tiempo
inmóviles, sentados en los tronos del Anillo del Juicio; pero no estuvieron
ociosos, como declaró Fëanor en la locura de su corazón. Porque los valar pueden
obrar muchas cosas con el pensamiento antes que con las manos, y hablar en
silencio entre ellos. Así se mantuvieron en vela en la noche de Valinor, y
fueron con el pensamiento más allá de Eä y llegaron hasta el Fin; no obstante,
ni el poder ni la sabiduría amortiguaron el dolor y el conocimiento del mal que
se manifestaría más tarde. Y no lamentaron más la muerte de los Árboles que la
enajenación de Fëanor: de las obras de Melkor, una de las peores. Porque
Fëanor, entre todos los hijos de Ilúvatar, era el más poderoso, en cuerpo y
mente, en valor, resistencia, belleza, comprensión, habilidad, fuerza y
sutileza, y una llama resplandeciente ardía en él. Sólo Manwë alcanzaba a
concebir en alguna medida las obras maravillosas que para gloria de Arda podría
haber llevado a cabo en otras circunstancias. Y dijeron los vanyar, que
vigilaron junto con los valar, que cuando los mensajeros comunicaron las
respuestas de Fëanor a los heraldos, Manwë lloró y agachó la cabeza. Pero ante
las últimas palabras de Fëanor: que cuando menos las proezas de los noldor vivirían
por siempre en canciones, levantó la cabeza como quien escucha una voz
lejana y dijo: —¡Así sea! Caras se pagarán esas canciones, pero buena será la
compra. Pues no hay otro precio. Así, pues, como Eru dijo, no antes de concebida
llegará a Eä la belleza, y bueno será que haya habido mal.
Sin
embargo, Mandos dijo: —Con todo, seguirá siendo el mal. Fëanor no tardará mucho
en comparecer ante mí.
Pero
cuando por fin los valar se enteraron de que los noldor habían abandonado
realmente Aman y habían vuelto a la Tierra Media, se incorporaron y trabajaron
en los remedios que habían pensado y que enderezarían los males de Melkor.
Entonces Manwë les pidió a Yavanna y a Nienna que manifestaran todos sus
poderes de crecimiento y curación, y ellas aplicaron esos poderes a los
Árboles. Pero las lágrimas de Nienna de nada le valieron para curar sus propias
y mortales heridas; y por un largo tiempo cantó Yavanna sola en las sombras. No
obstante, aun cuando vacilara la esperanza y se quebrara la canción, Telperion
dio por fin en una rama sin hojas una gran flor de plata, y Laurelin una fruta
de oro.
A
éstas recogió Yavanna; y entonces los Árboles murieron, y los troncos sin vida
se levantan todavía en Valinor, como en memoria de las alegrías de antaño. Pero
la flor y la fruta las dio Yavanna a Aulë, y Manwë las consagró, y el pueblo de
Aulë construyó las naves que las llevarían y preservarían el esplendor de
aquellos dones, como se cuenta en la Narsilion, la Canción del sol y la luna.
Los valar dieron estas naves a Varda para que se convirtieran en lámparas del
cielo, con un fulgor mayor que el de las estrellas por estar más cerca de Arda;
y ella les otorgó el poder de trasladarse por las regiones inferiores de Ilmen,
y las hizo viajar en cursos establecidos sobre el cinturón de la Tierra, desde
el oeste hacia el este y de vuelta.
Estas
cosas hicieron los valar, recordando en el crepúsculo la oscuridad de las tierras
de Arda; y resolvieron entonces iluminar la Tierra Media, y estorbar con luz
las acciones de Melkor. Porque se acordaron de los avari que habían permanecido
junto a las aguas en que despertaron, y no querían abandonar por completo a los
noldor en exilio; y Manwë sabía también que se acercaba la hora de los hombres.
Y se dice que así como los valar le hicieron la guerra a Melkor por el bien de
los quendi, así ahora la evitaban por el bien de los hildor, los nacidos. Después,
los hijos menores de Ilúvatar. Porque tan graves habían sido las heridas
abiertas en la Tierra Media durante la guerra contra Utumno, que los valar temían
que aún ocurriera algo peor; por cuanto los hildor serían gente mortal, y menos
aptos que los quendi para enfrentar el temor y los tumultos. Además, no le estaba
revelado a Manwë dónde aparecerían los hombres: al norte, al sur o al este. Por
tanto, los valar lanzaron la luz, pero fortalecieron la tierra en que morarían
los hombres.
Isil la Refulgente llamaron los vanyar de antaño a
la luna, flor de Telperion en Valinor; y Anar el Fuego de Oro, fruta de
Laurelin, llamaron al sol. Pero los noldor los llamaron también Rána la
Errante, y Vása el Corazón de Fuego, el que despierta y consume; porque
el sol se erigió como signo del despertar de los hombres y la declinación de
los elfos, pero la luna alimenta la memoria de los hijos de Ilúvatar.
La
doncella a quien los valar escogieron para gobernar la barca del sol se llamaba
Arien, y quien gobernaba la isla de la luna era Tilion. En los días de los
Árboles, Arien había cuidado las flores de oro de los jardines de Vána, y las había
regado con el refulgente rocío de Laurelin; pero Tilion era un cazador de las
huestes de Oromë, y tenía un arco de plata. Era un enamorado de la plata, y en los
días de descanso abandonaba los bosques de Oromë, entraba en Lórien, y se
tendía a soñar junto a los estanques de Estë, entre los estremecidos rayos de Telperion;
Tilion rogó que se le encomendara la tarea de cuidar por siempre la última Flor
de Plata. Arien, la doncella, era más poderosa que él, y fue escogida porque no
había tenido miedo del calor de Laurelin, que no la había dañado, pues ella era
desde un principio un espíritu de fuego a quien Melkor no había podido engañar
ni atraer. Demasiado brillantes eran los ojos de Arien para que ni siquiera los
eldar pudiesen mirarlos, y abandonando Valinor se había despojado de la forma y
los vestidos que como todos los valar había llevado allí hasta entonces, y se
convirtió en una llama desnuda, de terrible esplendor.
Isil
fue la primera luz que hicieron y prepararon y la primera en levantarse en el
reino de las estrellas, y la primogénita de las nuevas luces, como lo había sido
Telperion entre los Árboles. Entonces, por un tiempo, el mundo tuvo luz lunar, y
muchas cosas se agitaron y despertaron que habían estado aguardando largamente
en el sueño de Yavanna. Los siervos de Morgoth estaban muy asombrados, pero los
elfos de las Tierras Exteriores miraron arriba con deleite; y mientras la luna se
alzaba por sobre la oscuridad occidental, Fingolfin ordenó que soplaran las
trompetas de plata, e inició su marcha hacia la Tierra Media, y las sombras de
las huestes avanzaban delante, negras y largas.
Tilion
había atravesado el cielo siete veces y se encontraba en el extremo oriental,
cuando la barca de Arien estuvo dispuesta. Entonces Anar se levantó en toda su
gloria, y el primer amanecer del sol fue como una gran llamarada en las torres
de las Pelóri: las nubes de la Tierra Media resplandecieron, y se oyó el sonido
de muchas cataratas. Entonces en verdad se afligió Morgoth, y descendió a las más
hondas profundidades de Angband, e hizo que los siervos se retirasen, despidiendo
una gran emanación y una nube oscura para ocultar sus dominios de la luz de la estrella
del día.
Decidió
entonces Varda que las dos barcas viajaran por Ilmen siempre en las alturas,
pero no juntas; irían de Valinor hacia el este, y luego regresarían partiendo
una del oeste mientras la otra volvía desde el este. Así, pues, los primeros nuevos
días se midieron de acuerdo con el modo de los Árboles, desde la mezcla de las
luces cuando Arien y Tilion recorrían el cielo, por encima del cinturón de la
Tierra. Pero Tilion era inconstante y de marcha incierta y no se atenía al
curso designado; e intentaba aproximarse a Arien atraído por aquel esplendor, aunque
la llama de Anar lo quemara, y la isla de la luna quedara oscurecida.
En
consecuencia, por causa de la inconstancia de Tilion y más todavía por los
ruegos de Lórien y Estë, que dijeron que el sueño y el descanso habían quedado
eliminados de la Tierra, y que las estrellas estaban ocultas, Varda cambió de
decisión y reservó un tiempo para que en el mundo hubiera todavía luz y sombra.
Anar descansó por tanto un rato en Valinor, yaciendo sobre el seno fresco del mar
Exterior; y el atardecer, la hora de la caída y el descanso del sol, fue la de
más luz y alegría en Aman. Pero el sol no tardó en ser arrastrado hacia abajo
por los siervos de Ulmo, y se precipitó entonces de prisa por debajo de la
Tierra y se volvió de ese modo invisible en el este, y allí se elevó otra vez,
por temor de que la noche fuera larga en exceso y el mal echara a andar bajo la
luna. Pero por obra de Anar las aguas del mar Exterior se hicieron cálidas y
resplandecieron como fuego, y Valinor tuvo luz por un rato después de que Arien
partiese. Pero mientras viajaba bajo la Tierra y hacia el este, el resplandor
menguaba y Valinor se oscurecía, y los valar se lamentaban entonces como nunca
por la muerte de Laurelin. Al amanecer, las sombras de las montañas de la
Defensa se extendían pesadas sobre el Reino Bendecido.
Varda
ordenó a la luna que viajara de igual manera, y luego de avanzar bajo la Tierra
que se levantara en el este, aunque sólo después de que el sol hubiera
descendido. Pero Tilion avanzaba con paso incierto, como lo hace todavía, y aún
se sentía atraído por Arien, como siempre le ocurrirá, de modo que con
frecuencia puede vérselos juntos por sobre la Tierra, y acaece a veces que él
se le acerca tanto, que su sombra rebana el brillo del sol y hay oscuridad en
medio del día.
Por
lo tanto y desde entonces los valar contaron los días por la llegada y la
partida de Anar, hasta el Cambio del Mundo. Porque Tilion rara vez se demoraba
en Valinor, y en cambio iba de prisa y a menudo por la tierra occidental, por
Avathar o Araman o Valinor, y se sumergía en el abismo de más allá del mar Exterior,
marchando solo en medio de las grutas y cavernas que se abren en las raíces de
Arda. Allí a menudo erraba largo tiempo y se demoraba en volver.
Además,
al cabo de la Larga Noche, la luz de Valinor era aún más abundante y hermosa
que en la Tierra Media; ya que el sol descansaba allí, y en esa región las
luces del cielo se acercaban a la Tierra. Pero ni el sol ni la luna son capaces
de resucitar la luz de antaño, que venía de los Árboles antes que los tocara el
veneno de Ungoliant. Esa luz vive ahora sólo en los Silmarils.
Pero
Morgoth detestaba a las nuevas luces, y quedó por un tiempo confundido ante
este golpe tan inesperado que le asestaron los valar. Entonces atacó a Tilion,
enviando contra él espíritus de sombra, y hubo lucha en Ilmen bajo el curso de
las estrellas; pero Tilion resultó victorioso. Y Morgoth temía a Arien con un
gran temor, y no se atrevía a acercársele, porque le faltaba poder, ya que
mientras crecía en malicia y daba al mal que él mismo concebía forma de engaños
y criaturas malignas, el poder pasaba a ellas, y se dispersaba, y él estaba
cada vez más encadenado a la tierra, y ya no deseaba abandonar las fortalezas
oscuras. Se escondía junto con los siervos, pues no soportaba el resplandor de
los ojos de Arien; y sobre las tierras próximas a su morada había una mortaja
de vapores y grandes nubes.
Pero
al ver a Tilion atacado, los valar tuvieron una duda, pues no sabían de lo que
eran capaces aún la malicia y la astucia de Morgoth. Resistiéndose a hacerle la
guerra en la Tierra Media, recordaron no obstante la ruina de Almaren; y
resolvieron que no le sucedería lo mismo a Valinor. Por tanto, en ese tiempo,
fortificaron de nuevo las tierras y levantaron los muros montañosos de las Pelóri,
que alcanzaron una altura desnuda y terrible, al este, al norte y al sur. Las laderas
exteriores eran oscuras y lisas, sin asidero para el pie ni saliente, y
descendían en profundos precipicios de piedra dura como vidrio, y se alzaban
como torres coronadas de hielo blanco. Se las sometió a una vigilancia insomne
y no había paso que las atravesara, salvo sólo el Calacirya: pero ese paso no
lo cerraron los valar, pues los eldar les eran todavía fieles, y en la ciudad
de Tirion, sobre la colina verde, Finarfin gobernaba aún al resto de los noldor
en la profunda hendidura de las montañas. Porque la gente de raza élfica, aún
los vanyar e Ingwë, señor de todos ellos, han de respirar a veces el aire exterior
y el viento que viene por encima del mar desde las tierras en que nacieron; y
los valar no estaban dispuestos a apartarse por completo de los teleri. Pero en
el Calacirya levantaron torres fortificadas y pusieron muchos centinelas, y a
sus puertas, en las llanuras de Valmar, acampó un ejército, de modo que ni
pájaro ni bestia, ni elfo ni hombre, ni ninguna otra criatura que viviera en la
Tierra Media, podía romper esa alianza.
Y también en esos tiempos, que los cantos llaman Nurtalë Valinóreva, el Ocultamiento de Valinor, se levantaron las islas Encantadas, y en todos los mares de alrededor hubo sombras y desconcierto. Y estas islas se extendieron como una red por los mares sombríos desde el norte hasta el sur, antes de que quien navegue hacia el oeste llegue a Tol Eressëa, la isla Solitaria. Difícilmente puede pasar un barco entre ellas, pues las olas rompen de continuo con un suspiro ominoso sobre rocas oscuras amortajadas en nieblas. Y en el crepúsculo un gran cansancio ganaba a los marineros, y abominaban el mar; pero todo el que alguna vez puso pie en las islas quedó allí atrapado y durmió hasta el Cambio del Mundo. Así fue que, como predijo Mandos en Araman, el Reino Bendecido quedó cerrado para los noldor; y de los muchos mensajeros que en días posteriores navegaron hacia el oeste, ninguno llegó nunca a Valinor; excepto uno, el más poderoso marinero de los cantos.
II.DE LOS HOMBRES
EL SILMARILLION
Los
valar estaban ahora en paz detrás de sus montañas; y habiendo dado luz a la
Tierra Media, la desatendieron durante mucho tiempo, y el señorío de Morgoth no
era discutido, excepto por el valor de los noldor. Quien más tenía en cuenta a
los exiliados era Ulmo, que recogía nuevas de la Tierra desde todas las aguas.
Desde
este tiempo en adelante se contaron los años del sol. Más rápidos son y más
breves que los largos años de los Árboles de Valinor. En ese tiempo el aire de
la Tierra Media se espesó con el aliento del crecimiento y la mortalidad, y el
cambio y el envejecimiento de todas las cosas se apresuró con exceso; la vida
rebosaba en las tierras y aguas en la segunda Primavera de Arda, y los eldar se
incrementaron, y bajo el nuevo sol, Beleriand lució verde y hermosa.
Cuando
por primera vez se elevó el sol, los hijos menores de Ilúvatar despertaron en
la tierra de Hildórien[2], en
las regiones orientales de la Tierra Media; pero el primer sol se elevó en el
oeste, y los ojos de los hombres se abrieron vueltos hacia allí, y cuando
anduvieron por la Tierra, hacia allí fueron casi siempre. Los eldar llamaron a
los hombres atani el segundo pueblo, pero también hildor, los
seguidores, y muchos otros nombres: apanónar los nacidos después, engwar
los enfermizos, y fírimar los mortales; y además los llamaron los
usurpadores, los forasteros y los inescrutables, los malditos, los de mano
torpe, los temerosos de la noche y los hijos del sol. Poco se dice de los hombres
en estos cuentos, que se refieren a los Días Antiguos, antes del medro de los
mortales y la mengua de los elfos, salvo de esos padres de los hombres, los
atanatári, que en los primeros años del sol y la luna se mudaron al norte del
mundo. Ningún vala fue a Hildórien para guiar a los hombres o llamarlos a
Valinor; y los hombres les han tenido siempre a los valar más miedo que afecto,
y no han comprendido los propósitos de los Poderes, pues les parecen ajenos y
contrarios a la naturaleza del mundo. Ulmo, no obstante, pensó en ellos y apoyó
el consejo y la voluntad de Manwë; y sus mensajeros a menudo llegaron a ellos
por corrientes e inundaciones. Pero los hombres no eran capaces entonces de
manejar tales asuntos, y menos en esos días, antes de que se mezclaran con los elfos.
Por tanto, amaban las aguas y se les estrujaba el corazón, pero no comprendían
los mensajes. No obstante, se dice que antes que transcurriera mucho tiempo, se
toparon con los elfos oscuros en diversos sitios, y tuvieron amistad con ellos;
y los hombres, aún en la niñez, se convirtieron en los compañeros y los
discípulos de este pueblo antiguo, vagabundos de la raza élfica que nunca
tomaron el camino de Valinor, y que sólo habían oído noticias vagas de los valar
y no los conocían más que como un nombre distante.
No
hacía mucho por entonces que Morgoth había vuelto a la Tierra Media; su poder
no llegaba lejos, y además estaba estorbado por la súbita aparición de la gran
luz. Había poco peligro en las tierras y las colinas; y allí nuevas criaturas,
concebidas edades atrás por el pensamiento de Yavanna, y sembradas como
semillas en la oscuridad, llegaron por fin a ser capullo y flor. Por el oeste,
el norte y el sur los hijos de los hombres se extendieron y erraron, y tenían
la alegría de la mañana antes de que el rocío se seque, cuando el verde brilla
en todas las hojas.
Pero
el alba es breve y a menudo el pleno día desmiente la promesa de la primera
luz; y se acercaba el tiempo de las grandes guerras de los poderes del norte,
cuando noldor, sindar y hombres luchaban contra las huestes de Morgoth Bauglir,
y así se arruinaron. Todo esto se alimentaba sin cesar de las astutas mentiras
de Morgoth, que había sembrado antaño y siempre volvió a sembrar entre sus
enemigos, y de la maldición nacida de la Matanza de Alqualondë y del Juramento
de Fëanor. Sólo una parte se cuenta aquí de los hechos de aquellos días y se
habla sobre todo de los noldor y los Silmarils y los mortales cuyos destinos
quedaron confundidos.
En
aquellos días elfos y hombres tenían parecida fuerza y estatura, pero era mayor
la sabiduría, la habilidad y la belleza de los elfos; y los que habían morado
en Valinor, y contemplaran a los Poderes, sobrepasaban a los elfos oscuros en
estas cosas, tanto como ellos sobrepasaban a su vez al pueblo de la raza
mortal. Sólo en el reino de Doriath, cuya reina Melian era del linaje de los valar,
pudieron los sindar igualar en cierta medida a los calaquendi del Reino
Bendecido.
Los
elfos eran inmortales, y de una sabiduría que medraba con los años, y no había
enfermedad ni pestilencia que les diera muerte. Tenían por cierto cuerpos
hechos de la materia de la Tierra y podían ser destruidos; y en aquellos días
se asemejaban más a los hombres, pues aún no habían habitado mucho tiempo el
fuego del espíritu, que los consume desde dentro con el paso de los años. Pero
los hombres eran más frágiles, más vulnerables a las armas o la desdicha, y de
curación más difícil; vivían sujetos a la enfermedad y a múltiples males, y
envejecían y morían. Qué es de ellos después de la muerte, los elfos no lo
saben. Algunos dicen que también los hombres van a las estancias de Mandos;
pero no esperan en el mismo sitio que los elfos, y solo Mandos bajo la égida de
Ilúvatar (y también Manwë) saben a dónde van después del tiempo de la memoria
por las estancias silenciosas junto al mar Exterior. Ninguno ha regresado nunca
de las mansiones de los muertos, con la única excepción de Beren hijo de
Barahir, cuya mano había rozado un Silmaril; pero nunca volvió a hablar con los
hombres mortales. Quizás el hado póstumo de los hombres no esté en manos de los
valar, así como no todo estuvo previsto en la Música de los ainur.
En
los días que siguieron, cuando por causa del triunfo de Morgoth los elfos se
separaron de los hombres, como él tanto deseaba, los miembros de la raza élfica
que aún habitaban en la Tierra Media declinaron y menguaron, y los hombres
usurparon la luz del sol. Entonces los quendi erraron por los sitios solitarios
de las grandes tierras y las islas, y se aficionaron a la luz de la luna y de
las estrellas, y a los bosques y las cavernas, volviéndose como sombras y
recuerdos, salvo los que de vez en cuando se hacían a la vela hacia el oeste y
desaparecían de la Tierra Media. Pero en el alba de los años, elfos y hombres
eran aliados y decían pertenecer al mismo linaje, y hubo algunos de entre los hombres
que aprendieron la sabiduría de los eldar, y llegaron a ser grandes y valientes
entre los capitanes de los noldor. Y en la gloria y la belleza de los elfos, y
en su destino, participaron también los vástagos de elfos y mortales: Eärendil,
y Elwing, y su hijo Elrond.
III.DEL RETORNO DE LOS NOLDOR
EL SILMARILLION
Se
ha dicho que Fëanor y sus hijos fueron los primeros de los exiliados en llegar
a la Tierra Media, y desembarcaron en el yermo de Lammoth, el Gran Eco, en las
costas extremas del estuario de Drengist. Y al poner pie los noldor en la playa,
sus gritos chocaron con las colinas y se multiplicaron, de modo que un clamor de
incontables voces poderosas llegó a todas las costas del norte; y el ruido del
incendio de las naves en Losgar se trasladó por los vientos del mar como el tumulto
de una cólera terrible, y a lo lejos, todos los que oyeron el sonido, quedaron
azorados.
Ahora
bien, no sólo Fingolfin, a quien Fëanor había abandonado en Araman, vio las
llamas de ese incendio, sino también los orcos y los vigías de
Morgoth. No hay cuento que diga lo que pensó Morgoth en lo íntimo de su corazón
ante la nueva de que Fëanor, su más amargo enemigo, había traído consigo un
ejército del oeste. Puede que no le temiera demasiado, porque no había probado
todavía las espadas de los noldor; y pronto se vio que intentaría rechazarlos y
devolverlos al mar.
Bajo
las frías estrellas, antes de que se levantara la luna, las huestes de Fëanor
avanzaron a lo largo del prolongado estuario de Drengist, que horadaba las colinas
del Eco de Ered Lómin, y pasaron así de las costas a la gran tierra de Hithlum;
y llegaron por fin al gran lago de Mithrim, y acamparon en el lugar que tiene
este mismo nombre, alzando las tiendas en la orilla septentrional. Pero el
ejército de Morgoth, alborotado por el tumulto de Lammoth y la luz del incendio
de Losgar, avanzó por los pasos de Ered Wethrin, las montañas de la Sombra, y atacó
de súbito a Fëanor, antes de que el campamento estuviese del todo levantado y
defendido; y allí, en los campos grises de Mithrim, se libró la Segunda Batalla
de las Guerras de Beleriand. Dagor-nuin-Giliath se la llamó, la Batalla
bajo las Estrellas, porque la luna no se había elevado todavía; y fue muy
afamada en los cantos. Los noldor, aunque excedidos en número y sorprendidos de
improviso, no tardaron en imponerse, pues la luz de Aman no se les había
nublado todavía en los ojos, y eran fuertes y rápidos, furiosos si los
arrebataba la cólera, y de espadas largas y terribles. Los orcos huyeron delante
de ellos, y fueron expulsados de Mithrim en medio de una gran matanza y
perseguidos por sobre las montañas de la Sombra hasta la gran llanura de Ard-Galen,
al norte de Dorthonion. Allí los ejércitos de Morgoth, que habían avanzado
hacia el sur al valle del Sirion y sitiado a Círdan en los puertos de las
Falas, acudieron a ayudarlos, y quedaron atrapados en la ruina de los orcos.
Porque Celegorm hijo de Fëanor, advirtiendo que habían llegado, los atacó de
flanco con una parte de las huestes élficas, y bajando sobre ellos desde las
colinas próximas a Eithel Sirion, los empujó hasta el marjal de Serech. Malas por
cierto fueron las nuevas que por fin llegaron a Angband, y Morgoth se sintió
consternado. Diez días duró esa batalla, y de todas las huestes que había destinado
a la conquista de Beleriand sólo regresó un puñado de sobrevivientes.
No
obstante, había razones para que sintiera una gran alegría, pero él no las
conoció hasta después de un tiempo. Porque Fëanor, arrastrado por la furia, no
quiso detenerse, y se precipitó detrás del resto de los orcos, pensando así llegar
hasta el mismo Morgoth; y rio fuerte mientras esgrimía la espada, contento por
haber desafiado la cólera de los valar y los males del camino y por ver llegada
al fin la hora de la venganza. Nada sabía de Angband ni de la gran fuerza
defensiva que tan de prisa había preparado Morgoth; pero aun cuando lo hubiera
sabido, no habría cambiado de planes, pues estaba predestinado, consumido por
la llama de su propia cólera. Así fue que se adelantó demasiado a la vanguardia
de su ejército; y los siervos de Morgoth se volvieron para acorralarlo, y de Angband
salieron unos balrogs que se sumaron al ataque. Allí, en los confines de Dor Daedeloth,
la tierra de Morgoth, Fëanor fue rodeado junto con unos pocos amigos. Largo
tiempo continuó luchando inquebrantable, aunque estaba envuelto en fuego y con múltiples
heridas; pero por fin lo echó por tierra Gothmog, señor de los balrogs, a quien
mató luego Ecthelion en Gondolin. Allí habría perecido, si en ese momento sus
hijos no hubieran acudido a ayudarlo; y los balrogs lo dejaron, y volvieron a
Angband.
Entonces
los hijos levantaron a su padre y lo cargaron de vuelta a Mithrim. Pero al acercarse
a Eithel Sirion, Fëanor ordenó que se detuvieran: porque estaba mortalmente herido,
y sabía que le había llegado la hora. Y desde las laderas de Ered Wethrin,
contemplando por última vez las cumbres lejanas de Thangorodrim, las más
poderosas de las torres de la Tierra Media, supo con la presciencia de la
muerte que jamás poder alguno de los noldor podría derribarla; pero maldijo
tres veces el nombre de Morgoth y encomendó a sus hijos atenerse al juramento y
vengar la muerte del padre. Entonces murió; pero no tuvo entierro ni sepulcro,
pues tan fogoso era su espíritu que al precipitarse fuera dejó el cuerpo
reducido a cenizas, que se desvanecieron como humo; pero nunca reapareció en
Arda, ni abandonó las Estancias de Mandos. Así acabó el más poderoso de los noldor,
por cuyas hazañas obtuvieron a la vez la más alta fama y la más pesada
aflicción.
Ahora
bien, en Mithrim habitaban los elfos grises, pueblo de Beleriand que había errado
hacia el norte por sobre las montañas; y los noldor los recibieron allí con
alegría, como a parientes que no veían desde hacía mucho; aunque les costó
entenderse al principio, pues en el largo tiempo en que habían estado separados
las lenguas de los calaquendi en Valinor y de los moriquendi en Beleriand se
habían distanciado mucho. Por los elfos de Mithrim, supieron los noldor del
poder de Elu Thingol, rey en Doriath, y de la cerca de encantamiento que
rodeaba el reino; y las nuevas de estos grandes hechos en el norte llegaron al
sur a Menegroth, y a los puertos de Brithombar y Eglarest. Entonces todos los elfos
de Beleriand se sintieron asombrados y esperanzados ante la aparición de
aquella poderosa parentela, que regresaba imprevistamente del oeste a la hora
precisa y oportuna, y en verdad al principio los tomaron por emisarios de los valar
que venían a liberarlos.
Pero
aún a la hora de la muerte de Fëanor llegó una embajada de Morgoth en la que se
reconocía derrotado y ofrecía términos de paz, la entrega incluso de uno de los
Silmarils. Entonces Maedhros el Alto, el hijo mayor, aconsejó a sus hermanos
que fingieran interesarse en las tratativas y se reunieran con los emisarios de
Morgoth en el sitio indicado; pero a los noldor les importaba entonces tan poco
la buena fe como al mismo Morgoth. Por lo que cada embajada acudió con más
fuerzas de las convenidas; pero mayores fueron las enviadas por Morgoth, y
había balrogs presentes. Maedhros cayó en una emboscada y todos sus
acompañantes fueron muertos; pero él mismo fue llevado con vida a Angband por
orden de Morgoth.
Entonces
los hermanos de Maedhros retrocedieron y fortificaron un gran campamento en Hithlum;
pero Morgoth retuvo a Maedhros como rehén y envió a decir que no lo dejaría en libertad
a menos que los noldor olvidaran la guerra y regresaran al oeste, o que se
alejaran de Beleriand hacia el sur del mundo. Pero los hijos de Fëanor sabían
que Morgoth los traicionaría y no liberaría a Maedhros, en ninguna
circunstancia; y además estaban obligados por el juramento y nunca dejarían de
luchar contra el Enemigo. Por tanto, Morgoth tomó a Maedhros y lo colgó de lo
alto de un precipicio de Thangorodrim, y lo sujetó a la roca por la muñeca de la
mano derecha con una banda de acero.
Ahora
bien, llegó el rumor al campamento en Hithlum de la marcha de Fingolfin y de
sus seguidores, que habían cruzado el Hielo Crujiente; y todo el mundo estaba
entonces asombrado por la llegada de la luna. Pero cuando las huestes de
Fingolfin entraron en Mithrim, el sol se levantó flameante en el oeste; y Fingolfin
desplegó los estandartes azules y plateados, e hizo sonar los cuernos, y las
flores se abrieron delante de él mientras marchaba, y las edades de las estrellas
habían concluido. Ante la elevación de la gran luz, los siervos de Morgoth
huyeron a Angband, y Fingolfin avanzó libremente a través de la fortaleza de
Dor Daedeloth mientras el enemigo se escondía bajo tierra. Entonces los elfos
golpearon las puertas de Angband y el reto de las trompetas sacudió las torres
de Thangorodrim; y Maedhros las oyó en medio de su tormento y gritó con fuerza,
pero la voz se le perdió entre los ecos de la montaña.
Pero
Fingolfin, de otro temperamento que Fëanor, y cansado de los engaños de
Morgoth, se retiró de Dor Daedeloth y volvió hacia Mithrim, porque había oído
nuevas de que allí encontraría a los hijos de Fëanor, y deseaba también tener
por escudo las montañas de la Sombra mientras sus gentes descansaban y se
fortalecían; porque había comprobado el poder de Angband, y pensaba que no
caería sólo con el sonido de las trompetas. Por lo tanto, al llegar al fin a
Hithlum, levantó su primer campamento y morada junto a las orillas
septentrionales del lago Mithrim. No había amor por la casa de Fëanor en el
corazón de los que seguían a Fingolfin, pues grande había sido la agonía de los
que soportaron el cruce del Hielo, y Fingolfin consideraba a los hijos
cómplices del padre. Era posible entonces que las huestes se enfrentaran; pero aunque
habían tenido graves pérdidas a lo largo del camino, el pueblo de Fingolfin y
de Finrod hijo de Finarfin, era aún más numeroso que los seguidores de Fëanor,
y éstos ahora se retiraron mudándose a las orillas australes; y el lago se extendía
entre ellos. Mucha de la gente de Fëanor se había arrepentido en verdad del
incendio de Losgar, y estaban asombrados por el valor con que los amigos
abandonados habían cruzado el Hielo del norte; y les habrían dado la
bienvenida, pero callaron por vergüenza.
Así,
a causa de la maldición que pesaba sobre ellos, los noldor nada hicieron
mientras Morgoth vacilaba, y el miedo a la luz era nuevo y fuerte entre los orcos.
Pero Morgoth salió al fin de su ensimismamiento, y rio al descubrir que sus
enemigos estaban divididos. Y en los abismos de Angband ordenó que se hiciesen
grandes humos y vapores, y éstos salieron por los picos hediondos de las montañas
de Hierro, y alcanzaron a verse en Mithrim, manchando los aires brillantes de las
primeras mañanas del mundo. Un viento vino del este y los llevó sobre Mithrim oscureciendo
el nuevo sol; y descendieron, y serpentearon por los campos y las hondonadas, y
se tendieron sobre las aguas de Mithrim, lóbregos y ponzoñosos.
Entonces
Fingon el Valiente, hijo de Fingolfin, resolvió poner remedio a la querella que
dividía a los noldor antes de que el Enemigo estuviera pronto para la guerra;
porque la tierra temblaba en el norte con el trueno de las herrerías
subterráneas de Morgoth. Tiempo atrás, en la beatitud de Valinor, antes de que Melkor
fuera desencadenado, o las mentiras los separaran, Fingon había tenido una
estrecha amistad con Maedhros; y aunque no sabía aún que Maedhros no había
olvidado el incendio de las naves, el recuerdo de la vieja amistad le
atormentaba el corazón. Entonces hizo algo que siempre se recordaría entre las
hazañas de los príncipes de los noldor: solo y sin pedirle consejo a nadie se
lanzó al encuentro de Maedhros; y ayudado por la oscuridad que el mismo Morgoth
había extendido alrededor, llegó invisible a la fortaleza del Enemigo. Trepó
muy arriba hasta las salientes de Thangorodrim, y contempló desesperado la
desolación de la tierra; pero no encontró paso ni hendidura por la que pudiera
entrar en la fortaleza de Morgoth. Entonces, desafiando a los orcos, que
acobardados todavía se ocultaban en las oscuras bóvedas subterráneas, tomó el
arpa y cantó un canto de Valinor compuesto antaño por los noldor, antes de que
hubiera rencor entre los hijos de Finwë; y la voz de Fingon resonó en las
hondonadas luctuosas que hasta ese momento nada habían escuchado, excepto
gritos de miedo y de dolor.
Así
encontró Fingon lo que buscaba. Porque de pronto, por encima de él, lejana y
débil, una voz se unió a la canción, y respondió con una llamada. Era Maedhros
que cantaba en medio del tormento. Pero Fingon trepó hasta el pie del
precipicio desde el que colgaba el hijo de Fëanor y no pudo seguir adelante; y lloró
cuando vio la crueldad del ardid de Morgoth. Entonces Maedhros, sumido en una
angustia sin esperanza, rogó a Fingon que le disparara con el arco; y Fingon sacó
una flecha y tendió el arco. Y al ver que no había esperanza mejor, clamó a
Manwë diciendo: —¡Oh, rey, a quien todos los pájaros son caros, apresura ahora esta
lanza emplumada y muestra alguna piedad por los noldor!
El
ruego de Fingon obtuvo pronta respuesta. Porque Manwë, para quien todas las
aves son caras y a quien éstas traen nuevas hasta Taniquetil desde la Tierra
Media, había enviado a la raza de las águilas con la orden de habitar en los
riscos del norte y vigilar a Morgoth; pues Manwë aún sentía piedad por los elfos
exiliados. Y las águilas llevaban nuevas de gran parte de lo que acontecía entonces
a los tristes oídos de Manwë. Ahora, mientras Fingon tendía todavía el arco,
desde los aires altos descendió Thorondor, rey de las águilas, la más poderosa
de cuantas aves haya habido, con alas de una envergadura de treinta brazas
[55 metros]; y deteniendo la mano de Fingon, subió volando con él y lo
transportó hasta el muro de piedra donde colgaba Maedhros. Pero Fingon no pudo
aflojar la banda forjada en el infierno que sujetaba la muñeca, ni romperla, ni
desprenderla de la roca. Por tanto, una vez más, adolorido, Maedhros le rogó
que le diera muerte; pero Fingon le cortó la mano por sobre la muñeca, y
Thorondor los llevó a ambos de regreso a Mithrim.
Allí
Maedhros curó con el tiempo, pues fuerte ardía en él el fuego de la vida, y
conservaba el vigor del mundo antiguo, como todos los que se habían criado en Valinor.
El cuerpo se le recuperó del tormento y cobró nuevas fuerzas, pero en el
corazón le quedaba la sombra de un dolor; y vivió para esgrimir la espada con
la mano izquierda más mortalmente todavía que antes con la mano derecha. Por
esta hazaña Fingon ganó gran renombre, y todos los noldor lo alabaron; y el odio
entre las casas de Fingolfin y Fëanor se mitigó. Porque Maedhros pidió que lo
perdonasen por la deserción en Araman; y abandonó sus pretensiones al trono de los
noldor diciendo a Fingolfin: —Si ya no hay ofensa entre nosotros, el reinado te
corresponde con justicia a ti, ahora el mayor de la casa de Finwë, y en modo alguno
el menos sabio—. Pero con esto no todos los hermanos estuvieron realmente de
acuerdo.
Por
tanto, como predijo Mandos, la casa de Fëanor recibió el nombre de los desposeídos,
porque el dominio soberano pasó de ella, la del mayorazgo, a la casa de
Fingolfin, tanto en Elendë como en Beleriand, y también por causa de la pérdida
de los Silmarils. Pero los noldor, unidos otra vez, pusieron unos centinelas en
los confines de Dor Daedeloth, y Angband fue bloqueada desde el oeste, el sur y
el este; y enviaron mensajeros lejos y alrededor a explorar los países de
Beleriand, y a tratar con los pueblos que allí vivían.
Ahora
bien, el rey Thingol no dio la bienvenida de todo corazón a tantos poderosos
príncipes llegados del oeste, que buscaban nuevos dominios; ni abrió el reino
ni quitó la cerca encantada, pues iluminado por la sabiduría de Melian, no
confiaba en que la quietud de Morgoth durase mucho. De todos los príncipes de
los noldor, sólo a los de la casa de Finarfin admitió dentro de los confines de
Doriath; pues podían proclamar un estrecho parentesco con el mismo rey Thingol;
la madre era Eärwen de Alqualondë, hija de Olwë.
Angrod
hijo de Finarfin fue el primero de los exiliados en llegar a Menegroth como
mensajero de su hermano Finrod, y habló largo tiempo con el rey de los hechos
de los noldor en el norte, y de su número, y del ordenamiento de sus fuerzas;
pero por ser veraz y de sabio corazón y por creer perdonadas ahora todas las
ofensas, no dijo una palabra de la Matanza de los Hermanos, ni de cómo se
habían exiliado los noldor, ni del Juramento de Fëanor. El rey Thingol escuchó las
palabras de Angrod; y antes de que partiera, le dijo: —Así dirás por mí a los
que te enviaron. Se permite a los noldor morar en Hithlum, y en las tierras
altas de Dorthonion, y en las tierras al este de Doriath desiertas y
silvestres; pero en otras partes hay muchos de los míos y no quiero que se les
quite la libertad, y aún menos que se los expulse de sus hogares. Mirad, pues,
cómo os conducís los príncipes del oeste; porque yo soy el señor de Beleriand y
todos los que intenten morar allí oirán de mí. A Doriath nadie entrará, ni
habitará en ella, salvo los que yo llame como huéspedes o los que recurran a mí
en extrema necesidad.
Entonces
los señores de los noldor se reunieron en consejo en Mithrim, y Angrod vino de
Doriath con el mensaje del rey Thingol. A los noldor les pareció un frío saludo
de bienvenida, y los hijos de Fëanor se enfadaron al escucharlo; pero Maedhros rio,
diciendo:
—Rey
es quien puede cuidar de lo suyo; de otro modo vano resulta el título. Thingol
sólo nos cede las tierras donde no tiene ningún poder. En verdad hoy sólo reinaría
en Doriath, si no fuera por la llegada de los noldor. Que reine en Doriath
entonces, y se contente con tener a los hijos de Finwë por vecinos y no los orcos
de Morgoth. En otra parte será como a nosotros nos parezca bien.
Pero
Caranthir, que no amaba a los hijos de Finarfin y era el más duro de los
hermanos y el que se enojaba más pronto, vociferó: —¡Y aún más! ¡Que los hijos
de Finarfin no corran de aquí para allá con sus cuentos ante ese elfo oscuro de
las cavernas! ¿Quién los nombró nuestros portavoces para tratar con él? Y aunque
de hecho lleguen a Beleriand, que no olviden tan de prisa que tienen como padre
a un señor de los noldor, aunque la madre sea de otra estirpe.
Entonces
Angrod montó en cólera y abandonó el consejo. Maedhros reprendió por cierto a
Caranthir; pero la mayor parte de los noldor de ambas facciones sintieron que
estas palabras les perturbaban el corazón, pues tenían el ánimo salvaje de los
hijos de Fëanor, siempre dispuestos a estallar en palabras duras o en violencia.
Pero Maedhros apaciguó a sus hermanos y éstos abandonaron el consejo, y poco
después se marcharon de Mithrim y marcharon hacia el este más allá del Aros, a
las extensas tierras en torno a la colina de Himring. Esa región fue llamada en
adelante la Frontera de Maedhros; porque al norte había escasas defensas de río
o colina contra los ataques de Angband. Allí Maedhros y sus hermanos montaron
guardia con todos los que quisieran unirse a ellos, y tuvieron poco trato con
la gente de su propio linaje en el oeste, salvo en caso de necesidad. Se dice
que en verdad fue el mismo Maedhros quien concibió este plan con el fin de
disminuir las oportunidades de disputa y porque deseaba con fervor que el principal
riesgo de ataque recayera sobre él mismo; y por su parte se mantuvo en términos
amistosos con las casas de Fingolfin y Finarfin, e iba a ellos en ocasiones para
discutir algún asunto común. No obstante, también estaba obligado por el
juramento, aunque durante un tiempo éste pareció dormido.
Por
ese entonces la gente de Caranthir había penetrado profundamente hacia el este,
más allá de las aguas superiores del Gelion en torno al lago Helevorn bajo el monte
Rerir, y hacia el sur; y treparon a las alturas de Ered Luin y miraron hacia el
este con asombro, porque amplios y salvajes les parecieron los terrenos de la
Tierra Media. Y así fue cómo la gente de Caranthir llegó a encontrarse con los enanos,
que después de la matanza de Morgoth y la llegada de los noldor habían dejado
de traficar con Beleriand. Pero aunque ambos pueblos amaban la habilidad manual
y todos deseaban aprender, no hubo gran amor entre ellos; porque los enanos
eran reservados y rápidos para la ofensa, y Caranthir era altivo, y apenas
ocultaba su desprecio por la fealdad de los naugrim, y la gente imitaba al
señor. No obstante, como ambos pueblos temían y odiaban a Morgoth, celebraron una
alianza, y se beneficiaron sobremanera con ella; porque los naugrim conocían
muchos secretos de artesanía por entonces, de modo que los herreros y los
albañiles de Nogrod y Belegost alcanzaron gran renombre entre los suyos, y cuando
los enanos empezaron a viajar otra vez a Beleriand, todo el tráfico de las minas
pasaba primero por las manos de Caranthir, y grandes fueron las riquezas que así
obtuvo.
Cuando
veinte años del sol hubieron pasado, Fingolfin, rey de los noldor, celebró una
gran fiesta; y fue en primavera cerca de los estanques de Ivrin, donde nacía el
río Narog, pues allí las tierras eran verdes y hermosas al pie de las montañas
de la Sombra que los escudaban del norte. La alegría de esa fiesta se recordó
mucho tiempo en los posteriores días de dolor; y se la llamó Mereth Aderthad, la Fiesta de la Reunión. A ella asistieron
muchos capitanes y gente de Fingolfin y Finrod; y los hijos de Fëanor Maedhros
y Maglor con guerreros de la Frontera Oriental; y también asistieron muchos elfos
grises, gente errante de los bosques de Beleriand y de los Puertos, con Círdan,
su señor. Hasta asistieron elfos verdes de Ossiriand, la Tierra de los Siete
Ríos, que se extendía muy lejos, bajo los muros de las montañas Azules; pero de
Doriath sólo vinieron dos mensajeros, Mablung y Daeron, portadores de los
saludos del rey.
En
la Mereth Aderthad se celebraron de buen grado múltiples consejos, y se oyeron
juramentos de alianza y amistad; y se dice que en esta fiesta la gente habló
sobre todo la lengua de los elfos grises, aún los mismos noldor, pues aprendieron
de prisa el idioma de Beleriand; en cambio los sindar eran lentos en dominar la
lengua de Valinor. El corazón de los noldor estaba henchido y lleno de esperanzas,
y a muchos de entre ellos les pareció que las palabras de Fëanor tenían ahora
justificación, cuando les aconsejó buscar libertad y hermosos reinos en la Tierra
Media; y en verdad siguieron luego largos años de paz, mientras un cerco de
espadas defendía Beleriand de la maldad de Morgoth, que ya no tenía poder sino
dentro de sus propias estancias. En aquellos días había alegría bajo el nuevo sol
y la nueva luna, y toda la tierra estaba complacida; pero la Sombra aún
meditaba en el norte.
Y
cuando otra vez hubieron transcurrido treinta años, Turgon hijo de Fingolfin
abandonó Nevrast donde moraba y fue a la isla de Tol Sirion en busca de Finrod,
su amigo, y juntos viajaron hacia el sur a lo largo del río, cansados de las
montañas septentrionales; y mientras viajaban, la noche descendió sobre ellos más
allá de las lagunas del Crepúsculo cerca de las aguas del Sirion, y descansaron
a sus orillas bajo las estrellas del verano. Pero Ulmo llegó hasta ellos río
arriba y los sumió en un sueño profundo y en pesados ensueños; y la
perturbación de los ensueños continuó después que despertaron, pero ninguno le
dijo nada al otro, porque el recuerdo era confuso, y cada cual creía que Ulmo
le había enviado un mensaje sólo a él. Pero la inquietud los ganó en adelante,
y la duda de lo que pudiera acaecer, y con frecuencia erraron solos por tierras
nunca holladas, buscando a lo lejos y a lo ancho sitios de escondida fortaleza;
porque los dos se sentían llamados a prepararse para un día aciago, y a planear
una retirada, temiendo que Morgoth irrumpiera desde Angband y destruyera los
ejércitos del norte.
Ahora
bien, en una ocasión Finrod y Galadriel, su hermana, eran huéspedes de Thingol,
del mismo linaje, y rey en Doriath. Estaba entonces Finrod colmado de asombro
ante la fuerza y la majestad de Menegroth: los tesoros y los armamentos y los
recintos de piedra de múltiples pilares; y quiso en su corazón construir
amplios recintos con portales siempre guardados, en algún sitio profundo y secreto
bajo las colinas. Por tanto, le abrió su corazón a Thingol, confiándole sus
sueños; y Thingol le habló de la profunda garganta del río Narog, y de las
cavernas bajo el Alto Narog en la empinada orilla occidental, y cuando Finrod
partió, le procuró unos guías que lo conducirían hasta el sitio que pocos
conocían aún. Así llegó Finrod a las cavernas del Narog, y empezó a construir
allí profundos recintos y armerías de acuerdo con el modelo de las mansiones de
Menegroth. En esa tarea Finrod tuvo la ayuda de los enanos de las montañas
Azules; y éstos recibieron una buena recompensa, pues Finrod había traído
consigo más tesoros de Tirion que ninguno de los príncipes de los noldor. Y en
ese tiempo se labró para él el Nauglamír, el Collar de los Enanos, la obra más
renombrada de las que hicieron en los Días Antiguos. Era una cadena de oro con
un engarce de innumerables gemas de Valinor; pero tenía un poder que la volvía
tan ligera como una hebra de lino, para quien la llevaba encima, y cualquier
cuello sobre el que se cerrara tenía siempre gracia y encanto.
LA NATURALEZA DE LA TIERRA MEDIA
Durante
el asedio de Angband, mientras Morgoth estaba (o parecía estar) atrapado en su
fortaleza por los ejércitos élficos, y reinaba la paz en la mayor parte de
Beleriand, Finrod fue afligido en sueños por presagios oscuros—tenía las miras más amplias y era el más sabio de entre los jefes de
los noldor—a efectos de que Morgoth estaba esperando su momento y rompería el
sitio de los asediadores, aplastando sus filas. Por ello realizó muchos viajes
para explorar las tierras, sobre todo en las partes australes y occidentales de
Beleriand. Se dice que cuando llegó al Narog, que bajaba veloz siguiendo su
empinado curso bajo la sombra de las colinas, con vistas a un futuro aciago,
decidió construir allí una fortaleza secreta y almacenes, si era capaza de
hacerlo; pero en aquel lugar no se podía cruzar el río, y en la orilla opuesta
pudo ver las entradas de muchas cuevas. El relato de sus interacciones con los
enanos mezquinos, los vestigios de un pueblo que antaño había sido más numeroso
y que aún permanecía allí, se cuenta en otro lugar. Pero durante los años de
paz que quedaban, Finrod llevó a cabo su plan y estableció las grandes
mansiones que más tarde fueron llamadas Nargothrond.
EL SILMARILLION
Allí,
en Nargothrond, Finrod hizo su morada junto con muchos de los suyos, y recibió
en la lengua de los enanos el nombre de Felagund, Tallador de Cavernas;
y ese nombre llevó en adelante hasta el fin. Pero Finrod Felagund no fue el
primero en habitar en las cavernas junto al río Narog.
Galadriel,
su hermana, no fue con él a Nargothrond, porque en Doriath vivía Celeborn,
pariente de Thingol, y un gran amor los unía. Fue así que permaneció en el reino
escondido y vivió con Melian, y de ella aprendió la ciencia y la sabiduría de
la Tierra Media.
Pero
Turgon recordó la ciudad levantada sobre una colina, Tirion la bella con su
torre y su árbol, y no encontró lo que buscaba, de modo que regresó a Nevrast y
se quedó en paz en Vinyamar junto a las orillas del mar. Y al año siguiente Ulmo
mismo se le apareció y le ordenó que fuera otra vez solo al valle del Sirion; y
Turgon fue, y con la guía de Ulmo descubrió el valle escondido de Tumladen en las
montañas Circundantes, en medio de lo que era una colina de piedra. De esto no
habló con nadie entonces, y regresó una vez más a Nevrast, y allí en reuniones
secretas empezó a planear la ciudad de acuerdo con el modelo de Tirion sobre Túna,
por la que su corazón sentía nostalgia en el exilio.
Ahora
bien, Morgoth, al que sus espías comunicaron que los señores de los noldor
andaban errantes sin pensar en la guerra, decidió poner a prueba la fortaleza y
la vigilancia del enemigo. Una vez más, sin advertencia previa, recurrió a sus
poderes, y de pronto hubo terremotos en el norte, y salió fuego de fisuras
abiertas en la tierra, y las montañas de Hierro vomitaron llamaradas; y los orcos
pulularon en la llanura de Ard-Galen. Desde allí descendieron por el Paso del
Sirion al oeste, y al este irrumpieron en la tierra de Maglor, por la hondonada
que corre entre las colinas de Maedhros y los macizos de las montañas Azules.
Pero Fingolfin y Maedhros no dormían, y mientras otros perseguían a los orcos
dispersos que erraban por Beleriand haciendo gran daño, ellos se precipitaron
desde ambos flancos sobre el ejército principal que atacaba entonces a
Dorthonion; y derrotaron a los siervos de Morgoth, y yendo tras ellos por Ard-Galen
los destruyeron por completo, hasta el último y el menor, a la vista de los
portales de Angband. Esa fue la tercera gran batalla de las Guerras de
Beleriand, y se la llamó Dagor Aglareb, la Batalla Gloriosa.
Fue
una victoria, pero también una advertencia; y los príncipes la tuvieron en
cuenta, y fortalecieron la alianza y pusieron más centinelas, e iniciaron el Sitio
de Angband, que duró casi cuatrocientos años del sol. Por largo tiempo, después
de la Dagor Aglareb, ninguno de los siervos de Morgoth se aventuró fuera de los
portales, pues temían a los señores de los noldor; y Fingolfin se jactó de que
si no mediaba traición entre ellos mismos, Morgoth nunca quebrantaría otra vez la
alianza de los eldar ni los sorprendería inadvertidos. Pero los noldor no pudieron
apoderarse de Angband, ni recuperar los Silmarils; y la guerra nunca cesó por
completo en todos esos años del Sitio, pues Morgoth concebía nuevos males, y de
vez en cuando ponía a prueba a los sitiadores. Tampoco era posible mantener la
fortaleza de Morgoth rodeada por completo; porque las montañas de Hierro, en
cuyas enormes laderas curvas se alzaban las torres de Thangorodrim, la defendían
por ambos lados y eran impenetrables para los noldor a causa del hielo y la
nieve. Por tanto, en la retaguardia y en el norte Morgoth no tenía enemigos, y
por ese camino los espías salían a veces y llegaban por múltiples desvíos a
Beleriand. Y deseando por sobre todo sembrar el miedo y la desunión entre los eldar,
ordenaba a los orcos que atraparan vivo a cualquiera de ellos y lo llevaran
encadenado a Angband; y a algunos el terror de los ojos de Morgoth les
intimidaba de tal manera que no necesitaban cadenas, y andaban siempre
atemorizados y dóciles. De este modo se enteró Morgoth de mucho de lo sucedido
a partir de la rebelión de Fëanor, y se regocijó viendo allí la semilla de
muchas disensiones entre los eldar.
Cuando
casi cien años habían transcurrido desde la Dagor Aglareb, Morgoth intentó
sorprender a Fingolfin (porque tenía conocimiento de la vigilancia de Maedhros);
y envió un ejército al norte blanco, y las tropas se volvieron hacia el oeste,
y luego hacia el sur, y llegaron a las costas del estuario de Drengist por la
ruta que Fingolfin había seguido desde el Hielo Crujiente. De ese modo penetrarían
en el reino de Hithlum desde el oeste; pero fueron descubiertos a tiempo y
Fingon cayó sobre ellos entre las colinas, en el nacimiento del estuario, y la
mayor parte de los orcos fueron arrojados al mar. No se la llamó una gran
batalla, pues la tropa de los orcos había sido poco numerosa, y sólo una parte
del pueblo de Hithlum luchó allí. Pero luego hubo paz durante muchos años, y
Angband no atacó nunca abiertamente, porque advertía Morgoth que los orcos no
eran rivales para los noldor; y buscó en su corazón nuevo consejo.
Una
vez más, al cabo de cien años, Glaurung, el primero de entre los urulóki, los dragones de fuego del norte, salió una noche por las puertas de Angband.
Era joven y aún no se había desarrollado del todo, porque larga y lenta es la
vida de los dragones, pero los elfos huyeron acobardados hacia Ered Wethrin y Dorthonion,
y él corrompió los campos de Ard-Galen. Entonces, Fingon, príncipe de Hithlum,
cabalgó hasta el dragón junto con arqueros montados y lo rodeó con un anillo de
rápidos jinetes; y Glaurung no pudo soportar los dardos, pues era aún débil de
armadura, y huyó de vuelta a Angband y no volvió a salir de allí en mucho
tiempo. Fingon ganó grandes alabanzas y los noldor se regocijaron; porque pocos
entendieron el significado y la amenaza de esta nueva criatura. Pero a Morgoth le
disgustaba que Glaurung se hubiera manifestado demasiado pronto; y a su derrota
siguió la Larga Paz de casi doscientos años. En todo ese tiempo sólo hubo
refriegas en las fronteras, y toda Beleriand prosperó y se enriqueció. Detrás
de la guardia de los ejércitos los noldor levantaron torres y edificios, y
muchas otras cosas hermosas hicieron en aquel entonces, y poemas e historias y
libros de sabiduría. En muchos sitios de la tierra los noldor y los sindar se
fundieron en un solo pueblo y hablaron la misma lengua; pero esta diferencia
siguió habiendo entre ellos: los noldor eran más poderosos de mente y cuerpo, y
más grandes guerreros y más sabios, y edificaban con piedra y amaban las pendientes
de las colinas y las tierras abiertas, pero los sindar tenían una voz más
hermosa, y eran más hábiles en la música, exceptuando a Maglor hijo de Fëanor;
y amaban los bosques y las orillas de los ríos; y algunos de los elfos grises
erraban aún sin morada fija por sitios remotos, e iban siempre cantando.
IV.DE BELERIAND Y SUS REINOS
EL SILMARILLION
Esta es la hechura de las
tierras a que llegaron los noldor, al norte de las regiones occidentales de la
Tierra Media, en los días antiguos; también se cuenta aquí cómo los jefes de
los eldar conservaron las tierras y de la alianza contra Morgoth después de la
Dagor Aglareb, la tercera batalla de las Guerras de Beleriand.
En el norte del mundo,
Melkor había levantado tiempo atrás Ered Engrin, las montañas de Hierro, como
cerca defensiva de la ciudadela de Utumno; y se erguían sobre los límites de
esas regiones de frío sempiterno, en una gran curva desde el este al oeste. Tras
los muros de Ered Engrin al oeste, donde retroceden hacia el norte, Melkor
edificó otra fortaleza contra posibles ataques desde Valinor; y cuando regresó
a la Tierra Media, como se ha dicho, habitó en las infinitas mazmorras de
Angband, los Infiernos de Hierro, porque en la Guerra de los Poderes, los valar,
en su prisa por aniquilarlo en la gran fortaleza de Utumno, no destruyeron
totalmente Angband ni registraron los más profundos recovecos. Bajo Ered
Engrin, Morgoth cavó un gran túnel que salía al sur de las montañas; y allí
levantó unas puertas poderosas. Pero por sobre estas puertas y aún detrás de
ellas hasta las montañas, apiló las torres tonantes de Thangorodrim, hechas con
las cenizas y la lava de los hornos subterráneos, y las vastas escorias de la
apertura de los túneles. Eran negras y desoladas y sumamente altas; y de sus
cimas salía un humo oscuro y hediondo, que manchaba el cielo septentrional.
Ante las puertas de Angband, una desolación de inmundicias se extendía hacia el
sur por muchas millas hasta la ancha planicie de Ard-Galen; pero luego de la
llegada del sol, creció allí una abundante hierba, y mientras duró el sitio de
Angband y las puertas permanecieron cerradas, asomaron allí unas cosas verdes, aún
entre los pozos y las rocas quebradas de las puertas del infierno.
Al oeste de Thangorodrim se
encontraba Hísilómë, la Tierra de la Niebla, pues así se la llamó en la
lengua de los noldor a causa de las nubes que Morgoth había enviado allí cuando
acamparon por vez primera; en la lengua de los sindar, que moraban en aquellas
regiones, se la llamó Hithlum. Fue una tierra hermosa mientras duró el
Sitio de Angband, aunque el aire era frío y el invierno muy crudo. El límite
oeste era Ered Lómin, las montañas del Eco, no lejos del mar; en el este y el
sur, en la gran curva de Ered Wethrin, se alzaban las montañas de la Sombra,
frente a Ard-Galen y el valle del Sirion.
Fingolfin y su hijo Fingon
dominaban Hithlum, y la mayor parte del pueblo de Fingolfin moraba en Mithrim,
a orillas del gran lago; a Fingon se le asignó Dor-lómin, que estaba al
oeste de las montañas de Mithrim. Pero la fortaleza principal se levantaba en
Eithel Sirion, al este de Ered Wethrin, desde donde vigilaban Ard-Galen; y la
caballería de Fingolfin cabalgaba por esa llanura aún hasta la sombra de
Thangorodrim; pues los caballos se habían multiplicado con rapidez, y las
hierbas de Ard-Galen eran ricas y verdes. Muchos de los progenitores de esos
caballos provenían de Valinor, y eran un regalo de Maedhros como compensación
por las pérdidas de Fingolfin, y habían sido transportados en barco a Losgar.
Al oeste de Dor-lómin, más allá de
las montañas del Eco, que al sur del estuario de Drengist se adentran en la
tierra, se encontraba Nevrast, que en lengua sindarin significa Costa de
Aquende. Ese nombre se dio en un principio a todas las costas al sur del estuario,
pero luego sólo a aquellas que se extendían entre Drengist y el monte Taras.
Allí, por mucho tiempo, medró el reino de Turgon el Sabio, hijo de Fingolfin,
rodeado por el mar y por Ered Lómin, y por las colinas que continuaban los
muros de Ered Wethrin hacia el oeste, desde Ivrin al monte Taras, que se
levantaba sobre un promontorio. Sostuvieron algunos que Nevrast pertenecía más
bien a Beleriand que a Hithlum, pues era una tierra más amena, regada por los
aires húmedos del mar y protegida de los vientos fríos del norte que soplaban
sobre Hithlum. Nevrast se alzaba en una hondonada, entre los grandes
acantilados de las costas, más elevados que las llanuras de detrás, y no fluía
allí río alguno; y había una gran laguna en medio de Nevrast, sin orillas
precisas, pues estaba rodeada de anchos marjales. Linaewen era el nombre
de esa laguna, por causa de la gran abundancia de aves que allí vivían,
especies que amaban los juncos altos y los vados. A la llegada de los noldor,
muchos de los elfos grises moraban en Nevrast, cerca de las costas, y en
especial en torno al monte Taras, al suroeste; pues a ese sitio Ulmo y Ossë
solían ir en días de antaño. Todo ese pueblo tenía a Turgon por su señor, y la
mezcla entre los noldor y los sindar se dio allí antes que en ningún sitio; y
Turgon habitó largo tiempo en esos recintos que él llamó Vinyamar, bajo el monte
Taras, a orillas del océano.
Al sur de Ard-Galen, las
grandes tierras elevadas llamadas Dorthonion abarcaban sesenta leguas [290 kilómetros] de oeste a este; y había en ellas grandes bosques de pinos,
especialmente al oeste y al norte. Levantándose poco a poco desde la llanura,
llegaba a convertirse en una tierra lóbrega y alta, donde había muchos lagos
pequeños entre peñascos, al pie de montañas desnudas cuyas cumbres eran más
elevadas que las de Ered Wethrin; pero al sur, hacia Doriath, se precipitaba de
pronto en abismos terribles. Desde las cuestas septentrionales de Dorthonion,
Angrod y Aegnor, hijos de Finarfin, dominaban los campos de Ard-Galen, y eran
vasallos de su hermano Finrod, señor de Nargothrond; vivía allí poca gente,
pues la tierra era yerma, y las altas tierras de detrás eran consideradas un
baluarte que Morgoth no intentaría cruzar a la ligera.
Entre Dorthonion y las montañas
Sombrías había un valle angosto con laderas abruptas vestidas de pinos; pero el
valle mismo era verde, pues por él corría el río Sirion, que se apresuraba
hacia Beleriand. Finrod dominaba el Paso del Sirion, y en la isla de Tol Sirion
levantó en medio del río una poderosa torre de vigilancia, Minas Tirith; pero
después de construida Nargothrond entregó esa fortaleza al cuidado de Orodreth,
su hermano[3].
Ahora bien, las vastas y
hermosas tierras de Beleriand se extendían a ambos lados del poderoso río
Sirion, de gran renombre en las canciones, que nacía en Eithel Sirion y
bordeaba el filo de Ard-Galen antes de precipitarse por el paso, cada vez más
caudaloso con las aguas de las montañas. Desde allí fluía hacia el sur durante
ciento treinta leguas [627 kilómetros], recogiendo
las aguas de muchos afluentes, hasta que la corriente poderosa desembocaba en
un delta arenoso de la bahía de Balar. Y siguiendo el Sirion de norte a sur, a
orilla derecha, en Beleriand Occidental, se encontraba el bosque de Brethil
entre el Sirion y el Teiglin, y luego el reino de Nargothrond, entre el Teiglin
y el Narog. Y el río Narog nacía en las cataratas de Ivrin al sur de Dor-lómin, y fluía unas
ochenta leguas [386
kilómetros] antes de unirse al Sirion
en Nantathren, la Tierra de los Sauces. Al sur de Nantathren había una región
de prados floridos donde los habitantes eran escasos; y más allá se extendían
los marjales y las islas de juncos en torno a las desembocaduras del Sirion, y
en las arenas del delta no vivía ninguna criatura, excepto los pájaros del mar.
Pero el reino de
Nargothrond llegaba también al oeste del Narog hasta el río Nenning, que
desembocaba en el mar en Eglarest; y Finrod fue con el tiempo el señor supremo
de todos los elfos de Beleriand entre el Sirion y el mar, salvo sólo las Falas.
Allí vivían los sindar que aún amaban los barcos, y Círdan, el carpintero de
barcos, era el señor de todos ellos; pero entre Círdan y Finrod había amistad y
alianza, y con ayuda de los noldor se reconstruyeron los puertos de Brithombar
y Eglarest. Detrás de los amplios muros se edificaron hermosas ciudades y
desembarcaderos con muelles y malecones de piedra. Sobre el cabo oeste de
Eglarest, Finrod levantó la torre de Barad Nimras para vigilar el mar
Occidental, aunque innecesariamente, como se vio luego; porque en ningún
momento intentó Morgoth construir barcos o hacer la guerra por mar. El agua
intimidaba mucho a sus sirvientes, y ninguno se acercaba a ella de buen grado,
salvo que una dura necesidad lo exigiera. Con ayuda de los elfos de los
Puertos, algunos de los habitantes de Nargothrond construyeron nuevos barcos, y
emprendieron largos viajes y exploraron la gran isla de Balar, con intención de
edificar allí un último refugio, si algún mal sobrevenía; pero el destino no
los llevó a vivir allí.
Así, pues, no había reino
mayor que el de Finrod, aunque él fuera el más joven de los grandes señores de
los noldor, Fingolfin, Fingon y Maedhros, y Finrod Felagund. Pero se tuvo a
Fingolfin como señor supremo de todos los noldor, y Fingon tras él, aunque no
tenían en verdad otro reino que la tierra septentrional de Hithlum; no
obstante, estos pueblos eran los más osados y valientes, los que más temían los
orcos y más odiaba Morgoth.
A mano izquierda del Sirion
se extendía Beleriand Oriental; tenía una anchura de cien leguas [483 kilómetros] desde el Sirion hasta el Gelion y los límites de Ossiriand; y antes,
entre el Sirion y el Mindeb, se encontraba la tierra baldía de Dimbar bajo los
picos de las Crissaegrim, morada de las águilas. La tierra de nadie de Nan
Dungortheb separaba el Mindeb de las aguas superiores del Esgalduin; y había
terror en esa región, porque a uno de sus lados el poder de Melian guardaba la
frontera norte de Doriath, pero al otro los desnudos precipicios de Ered
Gorgoroth, las montañas del Terror, caían a pico desde lo alto de Dorthonion.
Allí, como ya se dijo, había huido Ungoliant de los látigos de los balrogs, y
allí moró por un tiempo ocupando los barrancos con su mortal lobreguez, y allí
todavía, después de que ella partiera, la prole inmunda acechaba y tejía
grandes redes malignas; y las finas aguas vertidas desde Ered Gorgoroth se
contaminaban y era peligroso beberlas, pues las sombras de la locura y la
desesperación invadían el corazón de aquellos que las probaban. Toda criatura
viviente evitaba esa tierra, y los noldor sólo atravesaban Nan Dungortheb si
los acuciaba una gran necesidad, por pasajes cercanos a los límites de Doriath,
lo más lejos posible de las montañas malignas. Ese camino había sido hecho
mucho antes de que Morgoth hubiera vuelto a la Tierra Media; y el que viajara
por él llegaría hacia el este al Esgalduin, donde en los días del Sitio todavía
se levantaba el puente de piedra de Iant
Iaur. De allí avanzaría por Dor Dínen, la Tierra Silenciosa, y cruzando
los Arossiach (que significa los
vados del Aros), llegaría a las fronteras septentrionales de Beleriand,
donde moraban los hijos de Fëanor.
Hacia el sur se extendían
los bosques guardados de Doriath, morada de Thingol, el rey escondido, a cuyo
reino nadie entraba, salvo que él lo quisiera. La parte septentrional, la
menor, el bosque de Neldoreth, estaba limitada al este y al sur por el oscuro río
Esgalduin, que se curvaba hacia el oeste internándose en la tierra; y entre el
Aros y el Esgalduin se alzaban los bosques más densos y mayores de Region. En
la orilla austral del Esgalduin, donde éste se desviaba al oeste hacia el
Sirion, se encontraban las Cavernas de Menegroth; y toda Doriath estaba al este
del Sirion, salvo una estrecha región boscosa entre el encuentro del Teiglin y
del Sirion y las lagunas del Crepúsculo. Los habitantes de Doriath llamaban a
este bosque Nivrim, la Frontera
Occidental; grandes robles crecían allí, y también dentro de la Cintura de
Melian, de modo que cierta parte del Sirion, que ella amaba por reverencia a
Ulmo, estaba enteramente bajo el poder de Thingol.
Al sureste de Doriath, en
donde el Aros une sus aguas con el Sirion, había grandes marjales y lagunas a
ambos lados del río, que detenía allí su curso y se perdía en múltiples
canales. Esa región se llamaba Aelinuial, las lagunas del Crepúsculo,
porque estaba envuelta en neblinas, y el encantamiento de Doriath pendía sobre
ella. Ahora bien, toda la parte septentrional de Beleriand descendía hacia el
sur hasta este punto y luego era plana, durante un trecho, y el flujo del
Sirion se demoraba. Pero al sur de Aelinuial la tierra descendía de súbito en
una pronunciada pendiente; y todos los campos bajos del Sirion quedaban
separados de los más altos por esta caída; y quien mirara desde el sur hacia el
norte, creería ver una interminable cadena de colinas que venía desde el
Eglarest, más allá del Narog al oeste, hacia Amon Ereb al este, que se
alcanzaba a ver desde el Gelion. El Narog avanzaba entre estas colinas por una
profunda garganta y fluía en rápidos, pero sin cascadas, y en la orilla oeste
se alzaban las altas tierras boscosas de Taur-en-Faroth. En el lado occidental
de esta garganta, donde la pequeña corriente espumosa del Ringwil se
precipitaba en el Narog desde el Alto Narog, Finrod estableció Nargothrond.
Pero a unas veinticinco leguas [121 kilómetros] al este de la
garganta de Nargothrond, el Sirion caía desde el norte en una poderosa catarata
bajo las lagunas, y luego se hundía súbitamente en múltiples canales
subterráneos excavados por el paso de las aguas; y surgía otra vez a tres
leguas [15
kilómetros] hacia el sur con gran estrépito
y vapores, y atravesaba los arcos rocosos al pie de las colinas llamadas las Puertas
del Sirion.
Esta catarata divisoria
recibió el nombre de Andram, la Muralla Larga, desde Nargothrond hasta
Ramdal, el Fin de la Muralla, en Beleriand Oriental. Pero al este se iba
haciendo cada vez menos abrupta, pues el valle del Gelion descendía poco a poco
hacia el sur, y en todo el curso del Gelion no había corrientes impetuosas ni
cascadas, pero era siempre más rápido que el Sirion. Entre Ramdal y él no se
levantaba una única colina de gran extensión y pendientes suaves, y aparentaba
mayor poderío del que en realidad tenía, pues se encontraba sola; y esa colina
se llamó Amon Ereb. En Amon Ereb murió Denethor, señor de los nandor que
habitaban en Ossiriand; ellos fueron los que acudieron en ayuda de Thingol
contra Morgoth cuando los orcos descendieron por primera vez en gran número y
quebraron la paz iluminada de estrellas de Beleriand; y en esa colina habitó
Maedhros después de la gran derrota. Pero al sur de la Andram, entre el Sirion
y el Gelion, la tierra era salvaje, y estaba cubierta de enmarañados bosques,
en los que nadie vivía, salvo aquí y allí algunos de los errantes elfos
Oscuros; Taur-im-Duinath se la llamó, el bosque entre los ríos.
El Gelion era un gran río;
y nacía en dos fuentes y tuvo en un principio dos brazos: el Gelion Menor, que
venía de la colina de Himring, y el Gelion Mayor, que venía del monte Rerir. A
partir del encuentro de los dos brazos, fluía hacia el sur por cuarenta leguas [193 kilómetros] antes de toparse con sus afluentes; y ya cerca del mar era dos veces más
largo que el Sirion, aunque menos ancho y caudaloso, pues llovía menos en el
este que en Hithlum y Dorthonion, de donde recibía el Sirion sus aguas. Desde
Ered Luin fluían los seis afluentes del Gelion: Ascar (que se llamó después Rathlóriel),
Thalos, Legolin, Brilthor, Duilwen y Adurant, rápidas corrientes turbulentas
que se precipitan desde empinadas montañas; y entre el Ascar al norte y el
Adurant al sur, y entre el Gelion y Ered Luin, se extendía amplia la verde
tierra de Ossiriand, la Tierra de los Siete Ríos. Ahora bien, en el curso medio
del Adurant, la corriente se dividía para luego volver a unirse; y la isla que
las aguas cercaban se llamó Tol Galen, la Isla Verde. Allí moraron Beren
y Lúthien después de su retorno.
En Ossiriand moraban los elfos
verdes, protegidos por sus ríos; porque después del Sirion, Ulmo amaba al
Gelion por sobre todas las aguas del mundo occidental. Tal era la capacidad de
los elfos de Ossiriand para vivir en los bosques, que un forastero podría
atravesar estas tierras de extremo a extremo sin haber visto a uno solo.
Vestían de verde en primavera y verano, y el sonido de sus cantos alcanzaba a
oírse aún a través de las aguas del Gelion; fue así que los noldor llamaron a
esa tierra Lindon, la tierra de la música, y a las montañas de más allá las
llamaron Ered Lindon, porque las vieron por primera vez desde Ossiriand.
Al este de Dorthonion las
fronteras de Beleriand estaban más expuestas al ataque, y sólo unas colinas de
poca altura guardaban el valle del Gelion desde el norte. En esa región, en la
Frontera de Maedhros y en las tierras de más atrás, vivían los hijos de Fëanor
con mucha gente; y sus jinetes cabalgaban a menudo por la planicie
septentrional, Lothlann, vasta y desierta, al este de Ard-Galen, por temor de
que Morgoth intentara atacar Beleriand Oriental. La principal ciudadela de
Maedhros se levantaba en la colina de Himring, la Siempre Fría; y era ancha,
desprovista de árboles y plana en la cumbre, rodeada de múltiples colinas
menores. Entre Himring y Dorthonion había un paso, excesivamente empinado hacia
el oeste, y era ese el Paso de Aglon, una puerta que llevaba a Doriath; y un
viento crudo soplaba por él desde el norte. Pero Celegorm y Curufin
fortificaron Aglon y lo sostuvieron con gran vigor, y también las tierras de
Himlad al sur, entre el río Aros que nacía en Dorthonion y su afluente el
Celon, que venía de Himring.
Entre los brazos del Gelion
se encontraba el fuerte de Maglor, y aquí las colinas desaparecían por
completo; por allí entraron los orcos en Beleriand Oriental antes de la Tercera
Batalla. Por tanto los noldor guardaban con grandes fuerzas de caballería las
llanuras de ese sitio; y el pueblo de Caranthir fortificó las montañas al este
de la hondonada de Maglor. Allí el monte Rerir, y muchas montañas menores
alrededor, se destacaban de la cadena principal de Ered Lindon hacia el oeste;
y en el ángulo de Rerir con Ered Lindon había un lago sombreado por montañas
desde todos los lados, salvo el sur. Era ése el lago Helevorn, profundo y
oscuro, y junto a él moraba Caranthir; pero a todas las vastas tierras entre el
Gelion y las montañas, y entre Rerir y el río Ascar, los noldor las llamaron Thargelion, que significa la Tierra de
más allá del Gelion, o Dor Caranthir,
la Tierra de Caranthir; y allí fue donde los noldor encontraron por primera vez
a los enanos. Pero Thargelion fue llamada antes por los elfos grises Talath Rhúnen, el valle Oriental.
Así pues, los hijos de
Fëanor bajo la égida de Maedhros eran los señores de Beleriand Oriental, pero
su pueblo en ese tiempo se encontraba sobre todo al norte de la tierra, y hacia
el sur sólo cabalgaban para cazar en los bosques verdes. Pero allí moraban
Amrod y Amras, y no fueron mucho al norte mientras duró el Sitio; y también por
allí cabalgaban a veces otros señores de los elfos, aun recorriendo largas
distancias, porque la tierra era salvaje, pero muy hermosa. De ellos Finrod
Felagund era quien lo hacía con mayor frecuencia, pues amaba ir de un lado a
otro, y llegaba aún a Ossiriand, y se ganó la amistad de los elfos verdes. Pero
ninguno de los noldor fue nunca a Ered Lindon mientras el reino se sostuvo, y
las noticias de lo que pasaba en las regiones del este eran escasas y llegaban
tarde a Beleriand.
V.DE LOS NOLDOR EN BELERIAND
EL SILMARILLION
Se dijo que con la guía de
Ulmo, Turgon de Nevrast descubrió el valle escondido de Tumladen, que se
extendía al este de las aguas superiores del Sirion (como se supo luego), en un
anillo de montañas altas y escarpadas, y ninguna criatura llegaba allí salvo
las águilas de Thorondor. Pero había un camino profundo bajo las montañas,
excavado en la oscuridad del mundo por las aguas que iban a unirse a las
corrientes del Sirion; y este camino encontró Turgon, y así llegó a la llanura
verde en medio de las montañas, y vio la colina-isla que se levantaba allí de
piedra lisa y dura; pues el valle había sido un gran lago en días antiguos.
Entonces Turgon supo que había encontrado el lugar que deseaba, y decidió
edificar allí una hermosa ciudad en memoria de Tirion sobre Túna; pero regresó
a Nevrast, y permaneció allí en paz, aunque siempre meditaba en cómo podría
llevar a cabo lo que se había propuesto.
Ahora bien, después de la
Dagor Aglareb, a Turgon le volvió la inquietud que Ulmo le había puesto en el
corazón, y convocó a muchos de los más osados y hábiles de los suyos, y los
condujo en secreto al valle escondido, y allí empezaron la construcción de la
ciudad que había concebido Turgon; y montaron guardia alrededor para que nadie
los sorprendiese desde fuera, y el poder de Ulmo en el Sirion los protegía.
Pero Turgon continuó residiendo en Nevrast, hasta que por fin la ciudad estuvo
por completo edificada, al cabo de cincuenta y dos años de trabajos ocultos. Se
dice que Turgon había decidido llamarla Ondolindë
en la lengua de los elfos de Valinor, la Roca de la Música de las Aguas, pues
había fuentes en la colina; pero en la lengua sindarin el nombre cambió, y se
convirtió en Gondolin, la Roca
Escondida. Entonces Turgon se preparó a partir de Nevrast y abandonar los
recintos de Vinyamar junto al mar; y allí Ulmo se le presentó otra vez, y le
habló, y dijo: —Irás ahora por fin a
Gondolin, Turgon; y mantendré yo mi poder en el valle del Sirion, y en todas
las aguas que allí hay, de modo tal que nadie advierta tu marcha, ni nadie
encuentre la entrada escondida si tú no lo quieres. Más que todos los reinos de
los eldalië soportará Gondolin contra Melkor. Pero no ames con exceso la obra
de tus manos y las concepciones de tu corazón; y recuerda que la verdadera
esperanza de los noldor está en el Occidente y viene del mar.
Y Ulmo le advirtió a Turgon
que también él estaba sometido a la Maldición de Mandos, y que no tenía poder
para anularla. Dijo: —Puede que el Hado de los noldor te alcance también a ti
antes del fin, y que la traición despierte dentro de tus muros. Habrá entonces
peligro de fuego. Pero si este peligro acecha en verdad entonces vendrá a
alertarte uno de Nevrast, y de él, más allá de la ruina y del fuego, recibiréis
esperanzas los elfos y los hombres. Por tanto, deja en esta casa unas armas y
una espada para que él las encuentre, y de ese modo lo conocerás y no serás
engañado—. Y Ulmo le declaró a Turgon de qué especie y tamaño tenían que ser el
yelmo y la cota de malla y la espada que dejaría en la ciudad.
Entonces Ulmo volvió al
mar, y Turgon reunió a todos los suyos, aún a una tercera parte de los noldor
de Fingolfin, y a una hueste todavía mayor de los sindar; y compañía tras
compañía se alejaron en secreto bajo las sombras de Ered Wethrin, y llegaron
sin ser vistos a Gondolin, y nadie supo a dónde habían ido. Y por último Turgon
se puso también en camino, y fue con los de su casa en silencio por entre las
colinas, y pasó por las puertas de las montañas, que se cerraron tras él.
Por muchos largos años
nadie entró por allí salvo sólo Húrin y Huor; y las huestes de Turgon no
volvieron a aparecer hasta el Año de la Lamentación, después de transcurridos
trescientos cincuenta años y más todavía. Pero detrás del círculo de las
montañas el pueblo de Turgon creció y medró, y trabajó sin descanso, de modo
que Gondolin de Amon Gwareth llegó a ser realmente hermosa y digna de
compararse aún con Tirion de los elfos, más allá del mar. Elevados y blancos
eran los muros, y pulidas las escaleras, y alta y poderosa la Torre del Rey.
Allí refulgían las fuentes y en los patios de Turgon se alzaban imágenes de los
Árboles de antaño, que el mismo Turgon talló con élfica artesanía; y el árbol
que hizo de oro se llamó Glingal, y el árbol cuyas flores hizo de plata
se llamó Belthil. Pero más hermosa que todas las maravillas de Gondolin
era Idril, la hija de Turgon, que fue llamada Celebrindal, la de los Pies de Plata, y sus cabellos eran como el
oro de Laurelin antes de la llegada de Melkor. Así vivió largo tiempo Turgon en
serena felicidad, pero en la desolada Nevrast nadie habitó hasta la ruina de
Beleriand. Ahora bien, mientras la ciudad de Gondolin se construía en secreto,
Finrod Felagund trabajaba en los sitios profundos de Nargothrond; pero
Galadriel, su hermana, moraba como se dijo en el reino de Thingol en Doriath. Y
a veces Melian y Galadriel hablaban juntas de Valinor y de la dicha de antaño;
pero los relatos de Galadriel no iban nunca más allá de la hora oscura de la
muerte de los Árboles. Y Melian dijo en una ocasión: —Hay una pena secreta en ti
y en los tuyos. Eso puedo verlo, pero todo lo demás está oculto para mí; porque
ni con los ojos ni con el pensamiento veo nada de lo que sucedió o sucede en el
Occidente: una sombra pende sobre toda la tierra de Aman, que se extiende hasta
el océano. ¿Por qué no me dices más?
—Porque esa pena pertenece
al pasado—dijo Galadriel y acepto de buen grado cualquier alegría que haya
aquí, sin recuerdos que me perturben. Y quizá nos aguardan otras pesadumbres, aunque
parezca que aún brilla la esperanza.
Entonces Melian la miró a
los ojos y le dijo: —No creo que los noldor vinieran como mensajeros de los valar,
como se dijo al principio: no, aunque llegaran a la hora precisa de nuestra
necesidad. Porque no hablan nunca de los valar, ni ninguno de esos altos
señores han traído mensaje alguno a Thingol, ni de Manwë ni de Ulmo, ni
siquiera de Olwë, el hermano del rey, y de su propio pueblo que se hizo a la
mar. ¿Por qué motivo, Galadriel, las altas gentes de los noldor fueron expulsadas
de Aman como exiliados? O ¿qué mal pesa sobre los hijos de Fëanor, para que se
muestren tan altivos y feroces? ¿No me acerco a la verdad?
—Te acercas—dijo Galadriel—,
pero no fuimos expulsados, y partimos porque así lo quisimos nosotros, y en contra
de la voluntad de los valar. Y aunque con gran peligro y a despecho de los valar,
con este propósito vinimos: para vengarnos de Morgoth y recuperar lo que se
robó.
Entonces le habló Galadriel
a Melian de los Silmarils, y del asesinato del rey Finwë en Formenos; aunque no
dijo una palabra acerca del Juramento, ni de la Matanza de los Hermanos, ni del
incendio de las naves en Losgar. Pero Melian dijo: —Mucho me dices ahora y, sin
embargo, adivino más todavía. Una sombra arrojas sobre el largo camino desde
Tirion, pero veo allí un mal del que Thingol tendría que estar enterado.
—Quizá—dijo Galadriel—,
pero no por mí.
Y Melian ya no siguió
hablando de estas cosas con Galadriel; pero le contó al rey Thingol lo que
había oído acerca de los Silmarils. —Este es asunto de gran importancia—dijo—,
más todavía de lo que sospechan los noldor; pues la Luz de Aman y el destino de
Arda están encerrados ahora en esos artificios de Fëanor, que se ha ido. Y digo
ahora que no serán recuperados por poder alguno de los eldar; y las batallas
devastarán el mundo antes de que le sean arrebatados a Morgoth. ¡Tenlo en
cuenta! Han matado a Fëanor y a muchos otros, sospecho; pero antes que ninguna
otra muerte provocada por Morgoth, ahora o en el futuro, ocurrió la de Finwë,
tu amigo. Morgoth lo mató antes que partiera de Aman.
Entonces Thingol guardó
silencio, lleno de dolor y malos presagios; pero luego dijo: —Entiendo al fin
ahora lo que tanto me había intrigado: por qué vinieron los noldor desde
Occidente. No acudieron en nuestra ayuda (salvo por azar); porque a aquellos
que permanecen en la Tierra Media, los valar dejarán librados a sus propios
recursos, hasta que conozcan la necesidad más extrema. Para vengarse y
recuperar lo robado han venido los noldor. Y sin embargo, y por la misma razón,
tendrían que ser nuestros aliados más seguros, pues a nadie se le ocurriría que
lleguen a pactar con Morgoth.
Pero Melian dijo: —En
verdad, por esas causas han venido; pero también por otras. ¡Cuídate de los
hijos de Fëanor! La sombra de la ira de los valar pende sobre ellos; y han
hecho daño, según entiendo, tanto en Aman como contra los de su propio linaje.
Hay un dolor, aunque ahora esté adormecido, entre todos los príncipes de los noldor.
Y Thingol respondió: —No sé
si eso me concierne. De Fëanor sólo me han llegado noticias, y todas lo
engrandecen por cierto. Y de los hijos de Fëanor poco oigo que me complazca; no
obstante, es probable que sean los más mortales enemigos de nuestro común
enemigo.
—Las espadas y los consejos
de los noldor serán siempre de doble filo—dijo Melian; y ya no hablaron más de
este asunto.
No transcurrió mucho antes de que los sindar
empezaran a hablar en voz baja entre ellos de los hechos de los noldor antes
que llegaran a Beleriand. Sobre el origen de estos rumores no cabe ninguna
duda, y la triste verdad fue disfrazada y envenenada con engaños, pero los sindar
eran todavía inocentes y confiaban en las palabras, y (como bien puede
entenderse) la malicia de Morgoth los escogió como víctimas propiciatorias,
pues no lo conocían. Y Círdan, al escuchar estos relatos sombríos, se sintió
perturbado; pues era de buen juicio, y comprendió en seguida que verdaderos o
falsos, era la malicia quien los difundía en aquel momento, y la atribuyó a los
celos que separaban a las distintas casas de los noldor. Por tanto envió
mensajeros a Thingol para comunicarle lo que había oído.
Ocurrió que por ese
entonces los hijos de Finarfin eran otra vez huéspedes de Thingol, pues
deseaban ver a la hermana de ellos, Galadriel. Entonces Thingol, muy conmovido,
le habló con enfado a Finrod diciendo: —Has obrado mal conmigo, hermano, al
ocultarme asuntos de tanta importancia. Pues acabo de enterarme de todas las
malas acciones de los noldor.
Pero Finrod respondió: —¿De
qué modo he obrado mal contigo? ¿Y qué daño te han hecho los noldor que tanto
te apena? Nunca pensaron o hicieron nada malo, ni contra ti ni contra nadie de
tu pueblo.
—Me maravilla, hijo de
Eärwen—replicó Thingol—, que te hayas acercado así a la mesa de un hombre de tu
linaje, con manos enrojecidas por la sangre de tus hermanos maternos, sin
adelantar alguna defensa o buscar el perdón.
Entonces Finrod se sintió
grandemente perturbado, pero guardó silencio, pues no podía defenderse, excepto
acusando a otros príncipes de los noldor; y detestaba hacer algo semejante
delante de Thingol. Pero en el corazón de Angrod el recuerdo de las palabras de
Caranthir creció en amargura, y exclamó: —Señor, no sé qué mentiras habrás
escuchado, ni por boca de quién; pero no hemos venido con las manos
enrojecidas. Sin culpa hemos venido, salvo quizá de locura, a escuchar las
palabras del feroz Fëanor, que nos aletargaron, como si un vino nos hubiera
embriagado, y también sólo por un momento. Ningún mal cometimos en el camino,
pero en cambio lo sufrimos nosotros; perdónanos. Por esto se nos acusa de que
venimos aquí con cuentos, y de que hemos traicionado a los noldor: falsamente
como lo sabes, porque de nuestra lealtad no te hemos hablado, y de ese modo nos
hemos ganado tu enojo. Pero ahora ya no es posible soportar estas acusaciones y
sabrás la verdad.
Entonces Angrod habló con
amargura contra los hijos de Fëanor, de la sangre derramada en Alqualondë, y de
la Maldición de Mandos, y del incendio de las naves en Losgar. Y exclamó: —¿Por
qué a nosotros, que soportamos el Hielo Crujiente, han de llamarnos traidores y
asesinos de hermanos?
—No obstante, la sombra de
Mandos pesa también sobre vosotros—dijo Melian. Pero Thingol calló largo tiempo
antes de hablar: —¡Idos ahora!—dijo—. Pues tengo un peso en el corazón. Más
tarde podréis regresar si queréis; porque no os cerraré mis puertas para
siempre, ya que fuisteis atraídos a la trampa de un mal que no buscasteis. No
me apartaré tampoco del pueblo de Fingolfin, pues han expiado con amargura el
mal que cometieron. Y nuestro odio al Poder que provocó toda esta aflicción
apagará todas las quejas. Pero ¡escuchad mis palabras! ¡Nunca otra vez quiero
oír la lengua de los que mataron a mi gente en Alqualondë! Ni nadie la hablará
abiertamente en el reino, mientras dure mi poder. Esta orden alcanzará a todos
los sindar: no hablarán la lengua de los noldor, ni responderán a ella cuando
la oigan. Y todos los que la empleen serán considerados asesinos de hermanos y
traidores incontritos.
Entonces los hijos de
Finarfin se alejaron de Menegroth con el corazón apesadumbrado, pues
entendieron que las palabras de Mandos serían siempre ciertas, y que los noldor
que habían seguido a Fëanor no podían escapar de la sombra que pendía sobre
ellos. Y así ocurrió tan pronto como hubo hablado Thingol; pues los sindar que
lo oyeron rechazaron desde entonces en todo Beleriand la lengua de los noldor,
y evitaban a quienes la hablaban en alta voz; pero los exiliados adoptaron la
lengua sindarin en la vida cotidiana, y la alta lengua del Occidente solo fue
hablada por los señores de los noldor y entre ellos. No obstante, esa lengua
sobrevivió siempre como el lenguaje del conocimiento, en cualquier lugar en que
habitara algún noldor.
Sucedió al fin que
Nargothrond estuvo del todo edificada (y Turgon vivía aún en los recintos de
Vinyamar), y los hijos de Finarfin se reunieron allí para celebrar una fiesta;
y Galadriel vino de Doriath y permaneció un tiempo en Nargothrond. Ahora bien,
el rey Finrod Felagund no tenía esposa, y Galadriel le preguntó por qué; pero
Finrod creyó tener una visión mientras ella hablaba y respondió: —También yo haré un
juramento, y he de ser libre para cumplirlo y adentrarme en las tinieblas. Nada
perdurará en mi reino que un hijo pueda heredar.
Pero se dice que esos
pensamientos helados no lo habían dominado hasta entonces, pues en verdad él
había amado a Amarië de los vanyar, quien no lo acompañó al exilio.
VI.DE MAEGLIN
EL SILMARILLION
Aredhel Ar-Feiniel, la blanca
señora de los noldor, hija de Fingolfin, vivía en Nevrast con su hermano
Turgon, y fue con él al reino escondido. Pero se cansó de la ciudad guardada de
Gondolin, deseando más que nunca volver a cabalgar en las vastas tierras y
andar por los bosques, como había sido su costumbre en Valinor; y cuando
hubieron transcurrido doscientos años después de concluida la construcción de
Gondolin, habló con Turgon y le pidió autorización para marcharse. Turgon se
resistía a que se fuera, y durante mucho tiempo no lo consintió, pero por fin
cedió, diciendo: —Ve, si ésa es tu voluntad, aunque se oponga a lo que me dicta
mi buen juicio, y preveo que será para mal de los dos. Pero irás sólo en busca
de Fingon, nuestro hermano; y los que envío contigo volverán a Gondolin tan de
prisa como les sea posible.
Pero Aredhel dijo: —Soy tu
hermana y no tu sirvienta, y más allá de tus confines iré tal como me parezca
conveniente. Y si me escatimas una escolta, iré sola.
Entonces Turgon le
respondió: —No te escatimo nada de lo que tengo. Empero, no deseo que nadie que
viva fuera de mis muros conozca el camino hacia aquí; confío en ti, hermana
mía, pero no en que otros mantengan la boca cerrada.
Y Turgon designó a tres
señores de su casa para que cabalgaran junto con Aredhel, y les pidió que la
llevaran al encuentro de Fingon, en Hithlum, si podían convencerla.
—Y sed precavidos—les dijo—,
porque aunque Morgoth esté aún confinado en el norte, hay peligros en la Tierra
Media que la señora no conoce. —Entonces Aredhel abandonó Gondolin y el corazón
de Turgon quedó apesadumbrado.
Pero cuando ella llegó al vado
de Brithiach en el río Sirion, les dijo a sus compañeros: —Doblad ahora hacia
el sur, no hacia el norte, porque no iré a Hithlum; mi corazón prefiere ir al
encuentro de los hijos de Fëanor, mis amigos de antaño—. Y como no pudieron
disuadirla, doblaron hacia el sur, como ella) ordenaba, e intentaron ser
admitidos en Doriath. Pero los guardianes de la frontera se opusieron; porque
Thingol no quería que ninguno de los noldor cruzara la Cintura (salvo las
gentes de la casa de Finarfin) y menos aún algún amigo de los hijos de Fëanor.
Por este motivo los guardianes de la frontera le dijeron a Aredhel: —Para
llegar a la tierra de Celegorm, a la que ahora vais, señora, no podéis de
ninguna manera atravesar el reino del rey Thingol; tenéis que cabalgar más allá
de la Cintura de Melian, hacia el sur o hacia el norte. El camino más rápido es
por los senderos que conducen al este desde Brithiach a través de Dimbar y a lo
largo de la frontera septentrional de este reino, y que después de cruzar el puente
de Esgalduin y los vados del Aros entrar en las tierras de más allá de la colina
de Himring. Allí viven, según lo creemos, Celegorm y Curufin, y puede que los
encontréis; pero el camino es difícil.
Entonces Aredhel se volvió y buscó el peligroso camino entre los valles encantados de Ered Gorgoroth y los cercados septentrionales de Doriath; y mientras se acercaban a la región maligna de Nan Dungortheb, unas sombras envolvieron a los jinetes, y Aredhel perdió a sus compañeros y se extravió.
Durante mucho tiempo la
buscaron en vano, temiendo que hubiera caído en una trampa o hubiera bebido de
las corrientes envenenadas de esa región; pero las criaturas salvajes de
Ungoliant que moraban en los barrancos los persiguieron y apenas pudieron escapar
con vida. Cuando por fin regresaron y contaron su historia, hubo gran dolor en
Gondolin; y Turgon pasó largo tiempo solo, soportando en silencio la congoja y
la cólera.
Pero Aredhel, después de
haber buscado en vano a sus compañeros, siguió adelante, pues no tenía miedo y
era de corazón animoso, como todos los hijos de Finwë; y sin desviarse del
camino cruzó el Esgalduin y el Aros, y llegó a la tierra de Himlad entre el
Aros y el Celon, donde vivían Celegorm y Curufin en aquellos días, antes de
romperse el Sitio de Angband. No estaban allí en ese momento y cabalgaban con
Caranthir hacia el este, en Thargelion; pero las gentes de Celegorm la
recibieron con grandes honores y la invitaron a habitar entre ellos hasta el
regreso del señor. Por un tiempo estuvo allí contenta, y disfrutaba paseando
libremente por los bosques; pero como el año se prolongaba y Celegorm no
regresaba, se sintió inquieta otra vez, y tomó como costumbre cabalgar sola,
siempre más lejos, en busca de nuevos senderos y claros umbrosos y vírgenes.
Así fue que al menguar el año, Aredhel llegó al sur de Himlad y cruzó el Celon;
y antes de que se diera cuenta estaba atrapada en Nan Elmoth.
Eöl y Aredhel por Ted Nasmith
En ese bosque, en edades atrás, Melian iba de un lado a otro por el crepúsculo de la Tierra Media, cuando los árboles eran jóvenes y todo parecía envuelto en un sereno encantamiento. Pero ahora los árboles de Nan Elmoth eran los más altos y los más oscuros de toda Beleriand, y allí nunca llegaba el sol; y allí moraba Eöl, a quien llamaban el elfo oscuro. Era pariente de Thingol, pero se había sentido inquieto e incómodo en Doriath, y cuando la Cintura de Melian rodeó el bosque de Region, donde él vivía, escapó a Nan Elmoth. Allí habitó en la sombra profunda, enamorado de la noche y del crepúsculo bajo las estrellas. Evitaba a los noldor, pues los tenía por culpables del regreso de Morgoth, que había perturbado la quietud de Beleriand; pero le agradaban los enanos, más que a ningún otro de los elfos de antaño. Por él se enteraron los enanos de lo que había ocurrido en las tierras de los eldar.
Ahora bien, el tráfico de
los enanos que bajaban de las montañas Azules seguía dos caminos a través de
Beleriand Oriental, y el camino septentrional, que conducía a los vados del
Aros, pasaba cerca de Nan Elmoth; y allí Eöl solía encontrarse con los naugrim;
y cuando la amistad creció entre ellos, iba a veces invitado como huésped a las
profundas mansiones de Nogrod o Belegost. Allí aprendió mucho sobre los
trabajos en metal, en los que llegó a ser hábil en extremo, e inventó un metal
tan duro como el acero de los enanos, pero tan maleable que podía hacerlo
delgado y flexible; y sin embargo seguía siendo resistente a todas las espadas
y dardos. Lo llamó galvorn, porque era negro y brillante como el
azabache, y se vestía con él cada vez que salía. Pero Eöl, aunque encorvado por
sus trabajos de herrero, de ningún modo era un enano, sino un elfo de elevada
estatura, de la alta estirpe de los teleri, noble aunque ceñudo de cara; y con
ojos capaces de traspasar las honduras de las sombras y los lugares oscuros. Y
sucedió que vio a Aredhel Ar-Feiniel extraviada entre los árboles altos cerca
de los bordes de Nan Elmoth, un resplandor blanco en la tierra en penumbra. Muy
bella le pareció, y la deseó; y le echó un encantamiento para que no le fuera
posible encontrar el camino de salida y se acercara cada vez más a donde él
moraba, en las profundidades del bosque. Allí tenía su herrería y sus estancias
oscuras y sus sirvientes, silenciosos y callados como él. Y cuando Aredhel,
fatigada de errar, llegó por fin a las puertas de la casa de Eöl, él se le
apareció y le dio la bienvenida y la hizo entrar en la casa. Y allí se quedó;
porque Eöl la tomó como esposa; y transcurrió mucho tiempo antes de que algún
pariente de Aredhel volviera a saber de ella.
No se dijo que Aredhel no
estuviera del todo descontenta, ni que durante muchos años la vida en Nan
Elmoth le fuera odiosa. Porque, aunque por orden de Eöl tuviera que evitar la
luz del sol, erraban juntos muy lejos bajo las estrellas o a la luz de la luna
menguante; también podía pasearse sola por donde quisiera, aunque Eöl le había
prohibido que buscara a los hijos de Fëanor o a ningún otro de los noldor. Y
Aredhel tuvo un hijo de Eöl en las sombras de Nan Elmoth, y le puso un nombre
secreto en la lengua prohibida de los noldor, Lómion, que significa Hijo
del Crepúsculo; pero el padre no le dio ningún nombre hasta que tuvo doce
años. Lo llamó entonces Maeglin, que significa Mirada Aguda, pues
advirtió que los ojos de su hijo eran más penetrantes que los de él, y que era
capaz de leer los secretos de los corazones más allá de la niebla de las
palabras.
A medida que Maeglin
crecía, tenía cada vez más la cara y talla de los noldor, pero en temple y
mente era el hijo de su padre. Parco en palabras, hablaba sólo cuando los
asuntos le incumbían de cerca, y entonces su voz tenía el poder de convocar a
quienes lo escuchaban y de derribar a quienes se le oponían. Era alto y de
cabellos negros, y de ojos oscuros, brillantes y profundos como los ojos de los
noldor, y de piel blanca. A menudo iba con Eöl a las ciudades de los enanos al
este de Ered Lindon, y allí aprendía lo que estuvieran dispuestos a enseñarle,
y sobre todo el arte de descubrir las vetas de los metales en las montañas.
Sin embargo, se cuenta que
Maeglin amaba más a su madre, y que si Eöl salía, se quedaba sentado largo
tiempo junto a ella, y escuchaba todo cuanto pudiera contarle de las gentes de
su casa, y de las hazañas que habían llevado a cabo en Eldamar, y del poderío y
el valor de los príncipes de la casa de Fingolfin. Todas estas cosas guardaba
celosamente en el corazón, pero sobre todo lo que oía de Turgon, y de que no
había heredero; pues su esposa, Elenwë, había muerto en el cruce del Helcaraxë,
y no le quedaba otro hijo que la joven Idril Celebrindal.
Mientras contaba estas
historias, se despertó en Aredhel el deseo de volver a ver a los suyos; y se
maravilló de que se hubiera cansado de la luz de Gondolin, y de las fuentes al
sol y las verdes hierbas de Tumladen bajo los cielos ventosos de la primavera;
además, a menudo se sentía sola en las sombras cuando el hijo y el marido se
ausentaban. De esas historias nacieron también las primeras disputas entre
Maeglin y Eöl. Porque de ningún modo quiso Aredhel revelarle a Maeglin dónde
habitaba Turgon, ni de qué manera se podía llegar allí, y él decidió esperar,
confiando en que algún día le sonsacaría el secreto, o quizá pudiera leerle la
mente desprevenida; pero antes que nada deseaba ver a los noldor y conversar
con los hijos de Fëanor, sus parientes, que no vivían lejos.
Pero cuando declaró sus
propósitos, Eöl entró en cólera. —Tú perteneces a la casa de Eöl, Maeglin, hijo
mío—le dijo—, y no a la de Golodhrim. Toda esta tierra es la tierra de los teleri,
y no tendré trato ni permitiré que mi hijo tenga trato con los asesinos de
nuestros hermanos, los invasores y los usurpadores de nuestros hogares. En esto
me obedecerás o te pondré en prisión—. Y Maeglin no le contestó, pero se
mantuvo frío y silencioso, y ya no salió con Eöl; y Eöl desconfiaba de él.
Sucedió que en pleno estío,
los enanos, como era su costumbre, invitaron a Eöl a una fiesta que se
celebraría en Nogrod; y él se ausentó. Maeglin y su madre fueron libres por un
tiempo de ir a donde se les antojara, y a menudo cabalgaron hasta los extremos
del bosque en busca de la luz del sol; y en el corazón de Maeglin se encendió
el deseo de abandonar Nan Elmoth para siempre. Por tanto le dijo a Aredhel: —Señora,
partamos mientras podamos. ¿Qué esperanza hay en el bosque para vos y para mí?
Estamos aquí prisioneros, y no encontraré en este sitio beneficio alguno;
porque he aprendido todo lo que sabe mi padre, o lo que pueden revelarme los enanos.
¿No iremos a Gondolin? ¡Vos seréis mi guía, y yo vuestro guardián!
Entonces Aredhel se sintió
complacida y contempló con orgullo a su hijo; y diciendo a los sirvientes de
Eöl que iban en busca de los hijos de Fëanor, partieron y cabalgaron hacia el
confín septentrional de Nan Elmoth. Allí cruzaron la estrecha corriente del
Celon a la tierra de Himlad y cabalgaron hacia los vados de Aros, y luego hacia
el oeste a lo largo de los cercados de Doriath.
Ahora bien, Eöl volvió del este más pronto de
lo previsto por Maeglin, y descubrió que su esposa y su hijo habían partido
solo dos días atrás; y tan grande fue su cólera, que corrió tras ellos aún a la
luz del día. Al entrar en Himlad, se dominó y fue más cauteloso, recordando el
peligro que corría, pues Celegorm y Curufin eran poderosos señores que no
amaban a Eöl, y Curufin, además, era de peligroso temple; pero los exploradores
de Aglon habían descubierto la cabalgata de Maeglin y Aredhel hacia los vados
del Aros, y Curufin, advirtiendo que días extraños se avecinaban, marchó hacia
el sur desde el Paso y acampó cerca de los vados. Y antes de que Eöl se hubiera
internado mucho en Himlad fue abordado por unos jinetes, y llevado luego ante
el Señor Curufin.
Entonces le dijo Curufin a
Eöl: —¿Qué os trae a mis tierras, elfo oscuro? Un asunto urgente, quizá, que
expone a la luz del día a alguien que tanto esquiva el sol.
Y Eöl, conociendo el
peligro en que se encontraba, retuvo las amargas palabras que le nacían en la
mente. —He sabido, señor Curufin—dijo—, que mi hijo y mi esposa, la blanca
señora de Gondolin, han ido a visitaros mientras yo me encontraba ausente de mi
casa; y me pareció adecuado unirme a ellos en este cometido.
Entonces Curufin se rio de
Eöl y dijo: —Quizás habrían encontrado la bienvenida menos cálida de lo
esperado si vos los hubierais acompañado; pero no tiene importancia, porque no
venían aquí. Hace dos días que han cruzado los Arossiach, y de allí cabalgaron
rápidamente hacia el oeste. Parece que queréis engañarme; a no ser en verdad
que vos mismo seáis el engañado.
Y Eöl respondió: —Entonces,
señor, quizá me deis permiso para partir, y descubrir la verdad en este asunto.
—Tenéis mi permiso, pero no
mi amor—dijo Curufin—Cuanto antes abandonéis esta tierra, tanto más estaré
complacido.
Entonces Eöl montó su
caballo diciendo: —Es afortunado, señor Curufin, encontrar a un pariente tan
amable en momentos de necesidad. Lo recordaré cuando regrese—. Entonces Curufin
miró sombrío a Eöl. —No ostentéis el título de vuestra esposa ante mí—dijo—.
Porque los que roban a las hijas de los noldor y las desposan sin dote o
autorización no ganan parentesco con los noldor. Os doy permiso para partir.
Aprovechadlo e idos. De acuerdo con las leyes de los eldar, no puedo mataros en
esta ocasión. Y este consejo añado: volved a vuestra morada en la oscuridad de
Nan Elmoth; pues me advierte el corazón que si perseguís ahora a los que ya no
os aman, nunca volveréis.
Entonces Eöl se alejó
cabalgando de prisa, y lleno de odio por todos los noldor, pues comprendía
ahora que Maeglin y Aredhel huían a Gondolin. Y llevado por la ira y la
vergüenza de su humillación, cruzó los vados del Aros y se precipitó por el
camino que ellos habían recorrido antes; pero aunque no sabían que él los
seguía, montado en el corcel más rápido, Eöl no consiguió verlos antes que
llegaran al Brithiach y dejaran allí los caballos. Los traicionó entonces la
mala suerte, porque los caballos relincharon con fuerza, y el corcel de Eöl los
oyó, y se apresuró hacia ellos; y Eöl vio desde lejos el blanco vestido de
Aredhel y observó que iba en busca del sendero secreto en las montañas.
Ahora bien, Aredhel y
Maeglin llegaron al Portal Exterior de Gondolin y la Guardia Oscura bajo las montañas;
y allí ella fue recibida con alegría, y pasando por las Siete Puertas llegó con
Maeglin ante Turgon sobre Amon Gwareth. Entonces el rey escuchó maravillado
todo lo que Aredhel tenía que contar; y miró con agrado a Maeglin, el hijo de
su hermana, viendo en él a un príncipe digno de contarse entre los noldor.
—Me alegro, en verdad, de
que Ar-Feiniel haya regresado a Gondolin—dijo—, y ahora mi ciudad parecerá otra
vez más hermosa que en los días en que daba a mi hermana por perdida. Y Maeglin
tendrá los más grandes honores de mi reino.
Entonces Maeglin le hizo
una profunda reverencia y tuvo a Turgon por rey y señor, y se le sometió; pero
se mantuvo silencioso y alerta, porque la dicha y el esplendor de Gondolin
sobrepasaban todo lo que había imaginado por las historias de su madre, y
estaba asombrado ante la fortaleza de la ciudad y de los ejércitos, y las
muchas cosas extrañas y hermosas que contemplaba. Sin embargo, nada atraía
tanto su mirada como Idril, la hija del rey, que estaba sentada junto a él;
porque era dorada como los vanyar, el linaje de su madre, y se parecía al sol,
del que el palacio entero del rey recibía la luz.
Pero Eöl, siguiendo los
pasos de Aredhel, encontró el río Seco y el sendero secreto y así,
arrastrándose sigiloso, llegó a la guardia, y fue atrapado e interrogado. Y
cuando la guardia oyó que reclamaba a Aredhel como esposa, se sorprendió y
envió un rápido mensajero a la Ciudad; y fue a la estancia del rey.
—Señor—exclamó—, la guardia
ha hecho prisionero a uno que ha llegado encubierto ante el Portal Oscuro. Dice
llamarse Eöl, y es un elfo de alta talla, oscuro y ceñudo, de la parentela de
los sindar; no obstante, reclama a la señora Aredhel como esposa, y pide que lo
traigan ante vos. Es mucha su cólera, y cuesta contenerlo; pero no lo hemos
matado, tal como vuestra ley lo exige.
Entonces Aredhel dijo: —¡Ay!
Eöl nos ha seguido, como lo temía. Pero lo ha hecho con gran cuidado, pues no
vimos ni oímos nada al entrar en el Camino Escondido—. Luego le
dijo al mensajero: —No ha dicho sino la verdad. Él es Eöl y yo soy su esposa, y
él es el padre de mi hijo. No lo matéis, sino traedlo ante el juicio del rey,
si éste así lo dispone.
Y así se hizo; y Eöl fue
llevado al palacio, y se mantuvo en pie ante el alto trono de Turgon, con una
expresión torva y orgullosa. Aunque no estaba menos asombrado que su hijo ante
todo cuanto veía, más le pesaban en el corazón la ira y el odio que sentía por
los noldor. Pero Turgon lo trató con honores y se puso de pie y quiso tomarle
la mano; y le dijo: —Bienvenido, mi pariente, pues por tal os tengo. Aquí
moraréis a vuestro gusto, pero no abandonaréis mi reino; porque es mi ley que
quien encuentre el camino a mi morada ya no podrá irse.
Pero Eöl retiró la mano. —No
reconozco yo tu ley—dijo—. Ni vos ni ninguno de vuestro linaje tenéis derecho
en esta tierra a apoderaros de reinos o poner límites en sitio alguno. Esta es
la tierra de los teleri, a quienes traéis guerra e inquietud, y a los que
tratáis siempre con orgullo e injusticia. Nada me importa de vuestros secretos
y no vine a espiaros, sino a reclamar lo mío: mi esposa y mi hijo. No obstante,
si cierto derecho tenéis a Aredhel, vuestra hermana, que ella se quede; que el
pájaro vuelva a la jaula, donde pronto volverá a enfermar, como ya enfermó
antes. Pero no Maeglin. A mi hijo no lo retendréis. ¡Ven, Maeglin, hijo de Eöl!
Tu padre te lo ordena. ¡Abandona la casa de los enemigos y los asesinos de mis
gentes, o seas maldito!—Pero Maeglin no respondió.
Entonces Turgon se sentó en
su alto trono sosteniendo el cetro del juicio y habló con voz severa: —No
discutiré con vos, elfo oscuro. Sólo las espadas de los noldor defienden
vuestros bosques sin sol. La libertad que allí tenéis de errar libremente se la
debéis a mi gente; si no fuera por ellos, hace ya tiempo que trabajaríais
esclavizado en las mazmorras de Angband. Y aquí yo soy el rey; y lo queráis o
no, mi juicio es inapelable. Sólo tenéis esta alternativa: vivir aquí o morir
aquí; y lo mismo en lo que se refiere a tu hijo.
Entonces Eöl miró al rey
Turgon a los ojos y no se intimidó, y permaneció erguido largo rato sin decir
una palabra, y completamente inmóvil, mientras un rotundo silencio se hacía en
la estancia; y Aredhel sintió miedo, pues sabía que Eöl era peligroso. De
pronto, rápido como una víbora, Eöl sacó una jabalina que llevaba oculta bajo
la capa y se la arrojó a Maeglin exclamando: —¡Elijo la segunda opción y
también para mi hijo! ¡No retendréis aquello que me pertenece!
Pero Aredhel saltó delante del dardo, que la hirió en el hombro; y Eöl fue sometido por muchos, y encadenado, y llevado afuera, mientras otros asistían a Aredhel. Pero Maeglin observaba a su padre en silencio.
Se decidió que Eöl fuera
llevado al día siguiente ante el rey para ser juzgado; y Aredhel e Idril
inclinaron a Turgon a que se mostrara clemente. Pero al caer la tarde, Aredhel
enfermó, aunque la herida no había parecido grave, y se hundió en la oscuridad,
y a la noche murió; porque la punta de la jabalina estaba envenenada, aunque
nadie lo supo hasta que fue demasiado tarde.
Por tanto, cuando Eöl fue
llevado ante Turgon, no encontró clemencia; y lo condujeron al Caragdûr, un
precipicio de piedra negra sobre la ladera norte de la colina de Gondolin, para
arrojarlo desde los muros escarpados de la ciudad. Y Maeglin se encontraba allí
y no decía nada; pero por fin Eöl gritó: —¡Así, pues, abandonas a tu padre y a
tu gente, hijo mal nacido! Aquí fracasarán todas tus esperanzas, y que aquí
tengas la misma muerte que yo.
Entonces arrojaron a Eöl
por el Caragdûr, y así él perdió la vida, y a todos en Gondolin les pareció
justo; pero Idril se sintió perturbada y desde ese día desconfió de Maeglin. Pero
Maeglin prosperó y se engrandeció entre los gondolindrim, alabado por todos y
alto en la estima de Turgon; porque si bien aprendía con ansiedad y rapidez
todo cuanto estaba a su alcance, también tenía mucho que enseñar. Y reunió a su
alrededor a todos los que se interesaban por la herrería y la minería; y
exploró las Echoriath (que son las montañas Circundantes) y encontró ricos
filones de metales diversos. Sobre todo apreció el duro hierro de la mina de
Anghabar al norte de las Echoriath, y de allí obtuvo gran riqueza en acero y
metal forjado, de modo que las armas de los gondolindrim se hacían cada vez más
fuertes y afiladas; y eso les valió de mucho en los días por venir. Maeglin era
de buen juicio, y precavido; y sin embargo también osado y valiente en la hora
de la necesidad. Y eso se vio en días posteriores: porque cuando en el año
terrible de las Nirnaeth Arnoediad, Turgon fue en ayuda de Fingon al norte,
Maeglin no quiso quedarse en Gondolin como regente del rey, y marchó a la
guerra y luchó junto a Turgon y se mostró feroz y temerario en la batalla.
De manera que todo parecía
favorecer la fortuna de Maeglin, que había llegado a ser poderoso entre los
príncipes de los noldor, y el más grande, excepto uno solo, entre los de mayor
renombre en los reinos. Sin embargo, no revelaba lo que tenía en el corazón; y aunque
no todo iba como él lo había querido, lo soportaba en silencio, ocultando su
mente de manera que pocos podían leer en ella, excepto Idril Celebrindal.
Porque desde que llegara a Gondolin, Maeglin tenía una pena que se le hacía cada
vez más dura y lo privaba de toda alegría: amaba la belleza de Idril y la
deseaba sin esperanzas. Los eldar no se desposaban con parientes tan cercanos,
ni tampoco nadie lo había deseado antes. Pero sea como fuere, Idril no quería a
Maeglin; y conociendo cómo pensaba él en ella, lo quería todavía menos. Porque
le parecía una cosa extraña y perversa en él, como en verdad siempre en
adelante les pareció a los eldar: un fruto maligno de la Matanza de los
Hermanos, por la que la sombra de la Maldición de Mandos cayó sobre la última
esperanza de los noldor. Pero al paso de los años Maeglin continuaba observando
a Idril, y aguardaba, y el amor se le ennegreció en el corazón. Y tanto más
intentaba imponerse en otros asuntos, sin esquivar faena ni peso, si de ese
modo ganaba en poder.
Así sucedía en Gondolin; y
en medio de toda la dicha de ese reino, en días todavía de gloria, se había
sembrado allí una oscura semilla maligna.
VII.DE LA LLEGADA DE LOS HOMBRES AL OCCIDENTE
EL SILMARILLION
Cuando trescientos años y
aún más hubieron transcurrido desde la llegada de los noldor a Beleriand, en
los días de la Larga Paz, Finrod Felagund, señor de Nargothrond, viajó al este
del Sirion y fue de caza con Maglor y Maedhros, hijos de Fëanor. Pero se fatigó
de la caza y se encaminó solo a las montañas de Ered Lindon, que vio
resplandecer a lo lejos, y tomando el Camino de los Enanos, cruzó el Gelion por
el vado de Sarn Athrad, se volvió hacia el sur por encima de las corrientes
superiores del Ascar, y llegó al norte de Ossiriand.
En un valle al pie de las montañas,
bajo las fuentes del Thalos, vio luces en la noche, y oyó a la distancia el
sonido de una canción. Esto le sorprendió, pues los elfos verdes de esa tierra
no hacían fogatas ni cantaban en la oscuridad. En un principio temió que una
incursión de orcos hubiera llegado desde el norte, pero al acercarse vio que no
era así; porque aquellas gentes cantaban en una lengua que nunca había
escuchado antes y no era la de los enanos ni la de los orcos. Entonces Felagund,
silencioso en la sombra nocturna de la floresta, miró hacia abajo donde estaba
el campamento y vio un pueblo extraño.
Ahora bien, era éste parte
del linaje y de los seguidores de Bëor el Viejo, como se lo llamó después, un
cacique de hombres. Al cabo de muchas vidas de errar desde el este, los había
conducido por fin por sobre las montañas Azules, los primeros de la raza de los
hombres en penetrar en Beleriand; y cantaban porque estaban alegres y creían
haber escapado a todos los peligros y llegado a una tierra donde no había por
qué tener miedo.
Durante mucho tiempo los
observó Felagund, y un amor por ellos se le encendió en el corazón; pero
permaneció oculto entre los árboles hasta que todos se quedaron dormidos.
Entonces fue entre ellos y se sentó junto al fuego mortecino donde nadie vigilaba;
y tomó un arpa rústica que Bëor había dejado a un lado, y tocó en ella una
música tal como nunca la habían escuchado los oídos de los hombres; porque en
este arte no habían tenido hasta entonces maestros, salvo sólo los elfos oscuros
en las tierras salvajes.
Entonces los hombres
despertaron y escucharon a Felagund que tocaba el arpa y cantaba, y cada cual
creyó que estaba en un hermoso sueño, hasta que vio que los demás estaban
también despiertos junto a Felagund; pero no hablaron ni se movieron mientras
él siguió tocando, a causa de la belleza de la música y la maravilla de la
canción. Había sabiduría en las palabras del rey elfo, y los corazones que lo
escuchaban se volvían a su vez más sabios; porque las cosas que cantaba, la
hechura de Arda y la beatitud de Aman más allá del mar, aparecían como claras
visiones delante de los ojos de los hombres, y cada uno de ellos interpretaba
el lenguaje élfico de acuerdo con su propia medida.
Así fue que los hombres
llamaron al rey Felagund, el primero que conocieron de todos los eldar, Nóm,
esto es, Sabiduría en la lengua de ese pueblo, y a las gentes del rey
les dieron el nombre de nómin, los sabios. En verdad, creyeron en un
principio que Felagund era uno de los valar, de quienes habían oído decir que
vivían lejos en el Occidente; y que esto (decían algunos) era la causa de que
hicieran tantos viajes. Pero Felagund se quedó a vivir con los hombres y les
enseñó verdaderos conocimientos, y ellos lo amaron, y lo tomaron por señor, y
fueron siempre fieles a la casa de Finarfin.
Ahora bien, los eldar, más
que ningún otro pueblo, eran hábiles para las lenguas; y Felagund descubrió
también que podía leer en las mentes de los hombres los pensamientos que
deseaban revelar en el discurso, de modo que interpretaba fácilmente todo lo
que ellos decían. También se cuenta que estos hombres tenían trato desde hacía
ya mucho con los elfos oscuros, al este de las montañas, y que de ellos habían
aprendido gran parte de la lengua élfica; y como todas las lenguas de los quendi
tenían un único origen, la lengua de Bëor y de su gente se asemejaba a la
élfica en muchas palabras y modos. No pasó mucho tiempo sin que Felagund
pudiera conversar sin dificultad con Bëor; y mientras habitó con él hablaron
mucho juntos. Pero cuando lo interrogó acerca del despertar de los hombres y de
los viajes que habían hecho, Bëor dijo muy poco; y en verdad poco era lo que
sabía, porque los más viejos de entre ellos nunca habían contado historias del
pasado, y un silencio había caído sobre la memoria de los hombres. —Hay una oscuridad
detrás de nosotros—dijo Bëor—, y le hemos dado la espalda, y no deseamos volver
allí ni siquiera con el pensamiento. Al Occidente se han vuelto nuestros
corazones, y creemos que allí encontraremos la Luz.
Pero se dijo después entre
los eldar que cuando los hombres despertaron en Hildórien al levantarse el sol,
los espías de Morgoth vigilaban, y él pronto se enteró, y esto le pareció
asunto de tanta importancia, que abandonó en secreto Angband al abrigo de las
sombras y se dirigió a la Tierra Media, dejando a Sauron el mando de la Guerra.
De los tratos de él con los hombres, nada sabían por ese entonces los eldar, y
de poco se enteraron después; pero que había una oscuridad en el corazón de los
hombres (como la sombra de la Matanza de los Hermanos y la Maldición de Mandos
que pesaba entre los noldor) lo advirtieron claramente aún en el pueblo de los amigos
de los elfos, a quienes vieron por primera vez. Corromper o destruir todo lo
que pareciese nuevo y hermoso fue siempre el principal deseo de Morgoth; y sin
duda esto era lo que se proponía: por el miedo y la mentira hacer de los hombres
los enemigos de los eldar, y llevarlos desde el este contra Beleriand. Pero
este plan maduró lentamente, y nunca fue llevado a cabo por entero, pues los hombres
(se dice) eran al principio muy escasos en número, mientras que Morgoth temía
el creciente poder y la unión de los eldar y volvió a Angband, dejando atrás en
esa ocasión unos pocos servidores, y los de menos poder y astucia.
Por Bëor supo Felagund que
había otros muchos hombres de mente parecida que también viajaban hacia el
oeste. —Otros de mi propio linaje han cruzado las montañas—dijo—y yerran no muy
lejos; y los haladin, un pueblo del que estamos divididos por la lengua, están
todavía en los valles de las laderas orientales, a la espera de nuevas antes de
aventurarse más. Hay todavía otros hombres cuya lengua se parece más a la
nuestra, con los que mantenemos trato en ocasiones. Se nos habían adelantado en
la marcha hacia el oeste, pero al fin los dejamos atrás; porque son un pueblo
numeroso, pero se mantienen unidos y avanzan lentamente, y a todos los rige un
único cacique, al que llaman Marach.
Ahora bien, la llegada de
los hombres perturbó a los elfos verdes de Ossiriand, y cuando oyeron que un
señor de los eldar de más allá del mar se encontraba con ellos, enviaron
mensajeros a Felagund.
—Señor—le dijeron—, si
tenéis poder sobre estos recién llegados, decidles que vuelvan por el camino que
los trajo aquí, o de lo contrario que sigan adelante. Porque en esta tierra no
queremos forasteros que quebranten la paz en que vivimos. Y esa gente son
taladores de árboles y cazadores de bestias; por tanto, no somos amigos, y si no
parten, les haremos todo el daño que podamos.
Entonces, por consejo de
Felagund, Bëor reunió a todas las familias errantes del mismo linaje, y
cruzaron el Gelion, y eligieron por morada las tierras de Amrod y Amras, en las
orillas orientales del Celon, al sur de Nan Elmoth, cerca de los confines de
Doriath; y el nombre de esa tierra fue en adelante Estolad, el
Campamento. Pero cuando hubo transcurrido un año, Felagund deseó volver a su
propio país y Bëor le pidió permiso para acompañarle; y estuvo al servicio del rey
de Nargothrond mientras vivió. De este modo obtuvo el nombre de Bëor, aunque
antes lo habían llamado Balan; porque Bëor significa «vasallo»
en su propia lengua. El gobierno de su pueblo lo encomendó a su hijo mayor,
Baran; y no regresó nunca a Estolad.
Poco después de la partida
de Felagund, los otros hombres de los que había hablado Bëor también llegaron a
Beleriand. Primero vinieron los haladin; pero al tropezar con la hostilidad de
los elfos verdes, se dirigieron al norte y vivieron en Thargelion, en el país
de Caranthir hijo de Fëanor; allí tuvieron paz por un tiempo, y el pueblo de
Caranthir les prestaba escasa atención. Al año siguiente Marach condujo a su
pueblo por sobre las montañas; eran gente de alta talla y aspecto guerrero, que
marchaba en compañías ordenadas, y los elfos de Ossiriand se escondieron de
ellos. Pero Marach, al oír que el pueblo de Bëor moraba en una tierra verde y
fértil, descendió por el Camino de los Enanos, y se asentó en el país al sur y
al este de la morada de Baran hijo de Bëor; y hubo una gran amistad entre esos
pueblos.
Felagund, por su parte,
volvió con frecuencia a visitar a los hombres; y muchos otros elfos de las
tierras occidentales, tanto noldor como sindar, viajaron a Estolad, pues
querían ver a los edain, cuya llegada se había predicho hacía ya mucho tiempo.
Ahora bien, atani, el segundo pueblo, era el nombre que habían dado a
los hombres en Valinor, en las historias que hablaban de su llegada; pero en la
lengua de Beleriand se los llamó edain, y allí se lo empleó sólo para
designar a los tres linajes de los amigos de los elfos.
Fingolfin, como rey de
todos los noldor, les envió mensajeros de bienvenida; y entonces muchos de los hombres
de los edain, jóvenes y ansiosos, fueron y se pusieron al servicio de los reyes
y los señores de los eldar. Entre ellos estaba Malach hijo de Marach, y vivió
en Hithlum durante catorce años; y aprendió la lengua élfica y se le dio el
nombre de Aradan.
Los edain no vivieron mucho
tiempo contentos en Estolad, pues muchos deseaban continuar avanzando hacia el
oeste; aunque no conocían el camino. Ante ellos se extendía la cerca de
Doriath, y hacia el sur estaba el Sirion, de marjales impenetrables. Por tanto,
los reyes de las tres casas de los noldor, viendo esperanzas de fuerza en los
hijos de los hombres, enviaron a decir que cualquiera de los edain que lo
deseara podía ir a vivir con los noldor. Así empezó la migración de los edain:
en un principio, poco a poco, pero luego en familias y casas se pusieron en
camino y abandonaron Estolad, hasta que al cabo de unos cincuenta años muchos
millares habían penetrado en las tierras de los reyes. Algunos de ellos tomaron
el largo camino hacia el norte, hasta que conocieron bien todas las sendas. El
pueblo de Bëor llegó a Dorthonion y vivió en las tierras regidas por la casa de
Finarfin. El pueblo de Aradan (pues Marach, el padre, se quedó en Estolad hasta
su muerte) marchó casi todo hacia al oeste; y algunos llegaron a Hithlum, pero
Magor hijo de Aradan, y muchos del pueblo fueron por el Sirion abajo hasta
Beleriand y vivieron un tiempo en los valles de las laderas australes de Ered Wethrin.
Se dice que en relación con
todos estos asuntos, nadie, excepto Finrod Felagund, consultó con el rey
Thingol, y éste se sintió insatisfecho por esta razón, también porque tenía
malos sueños acerca del advenimiento de los hombres, aún antes de que se
supiera algo de ellos. Por tanto, ordenó que los hombres nunca dispusiesen de
tierras en las que vivir, excepto en el norte, y que los príncipes a los que
servían serían responsables de todo lo que los hombres hicieran; y dijo: —En Doriath
no entrará hombre alguno mientras dure mi reino, ni siquiera aquellos de la casa
de Bëor que sirven a Finrod, el bienamado. —Melian no dijo nada en esa ocasión,
pero más tarde le habló a Galadriel: —Ahora el mundo gira rápidamente al
encuentro de grandes nuevas. Y uno de los hombres, y de la casa de Bëor, vendrá
por cierto, y la Cintura de Melian no lo estorbará, pues lo enviará un hado más
grande que mi poder; y los cantos que nazcan de esa venida sobrevivirán aun
cuando la Tierra Media haya cambiado.
Pero muchos hombres
permanecieron en Estolad, y había un pueblo de distintas gentes viviendo allí
al cabo de muchos años, hasta que fueron aplastados en la ruina de Beleriand o
huyeron de nuevo hacia el este. Porque además de los viejos que creían haber
dejado atrás los años de migración, había no pocos que deseaban seguir su
propio camino, y temían a los eldar de ojos fulgurantes; y hubo entonces
disensiones entre los edain, en las que se advierte la sombra de Morgoth,
porque por cierto ya estaba enterado de la llegada de los hombres a Beleriand y
de la creciente amistad que tenían con los elfos.
Los que encabezaban el
descontento eran Bereg de la casa de Bëor, y Amlach, nieto de Marach; y decían
abiertamente: —Emprendimos largos caminos deseando escapar de los peligros de
la Tierra Media y las oscuras criaturas que allí habitan; porque habíamos oído
que había Luz en el Oeste. Pero nos dicen ahora que la Luz está más allá del mar.
No nos es posible llegar allí, donde moran dichosos los dioses. Salvo uno;
porque el Señor de la Oscuridad está aquí delante de nosotros; y los eldar,
sabios aunque fieros, libran contra él una guerra infinita. Mora en el norte,
dicen; y allí encontraríamos otra vez el dolor y la muerte de los que hemos
huido. No iremos en esa dirección.
Entonces se convocó un
consejo y una asamblea de hombres que acudieron en gran número. Y los amigos de
los elfos respondieron a Bereg diciendo: —En verdad, del Rey Oscuro vienen los
males de los que huimos; pero él pretende dominar toda la Tierra Media y ¿no ha
de perseguirnos cuando nos marchemos? La alternativa es vencerlo aquí mismo, o
al menos mantenerlo sitiado. Sólo el valor de los eldar lo retiene, y quizá fue
con este propósito, para ayudarlos en esta necesidad, que fuimos traídos aquí.
A esto respondió Bereg: —¡Dejemos
ese cuidado a los eldar! Ya bastante cortas son nuestras vidas—. Pero entonces
se puso de pie uno que a todos pareció Amlach hijo de Imlach, pronunciando
palabras coléricas que conmovieron a cuantos lo escuchaban: —Todo esto son sólo
historias de los elfos, cuentos para seducir a quienes llegan aquí
desprevenidos. El mar no tiene costa alguna. No hay Luz en el Occidente. ¡Habéis
seguido el fuego engañoso de los elfos hasta el fin del mundo! ¿Quién de entre
vosotros ha visto al menor de los dioses? ¿Quién ha contemplado al Rey Oscuro
en el norte? Los que intentan dominar la Tierra Media son los eldar. Codiciosos
de riqueza han cavado la tierra en busca de secretos y han despertado la cólera
de las criaturas que viven debajo, como siempre lo han hecho y siempre lo
harán. Que los orcos dispongan del reino que les pertenece y nosotros tendremos
el nuestro. ¡Hay sitio en el mundo si los eldar nos dejan en paz!
Entonces quienes lo
escucharon se quedaron inmóviles y desconcertados, y una sombra de miedo les
ganó el corazón; y decidieron alejarse de las tierras de los eldar. Pero luego
Amlach volvió entre ellos y negó haber estado presente en el debate o haber
pronunciado las palabras que le atribuían. Entonces los amigos de los elfos
dijeron: —Esto creerán cuando menos: hay por cierto un Señor Oscuro, y sus
espías y emisarios están entre nosotros; porque nos teme; teme la fuerza con
que podamos apoyar a sus enemigos.
Pero otros replicaron: —En
verdad nos odia, y nos odiará más si nos demoramos aquí, mezclándonos en sus
querellas con los reyes de los eldar, sin beneficio alguno para nosotros—.
Muchos de los que permanecían todavía en Estolad se prepararon entonces para la
partida; y Bereg condujo hacia el sur a un millar de los hombres de Bëor, y
desaparecieron de las canciones de aquellos días. Pero Amlach se arrepintió
diciendo: —Tengo ahora mi propia querella con el Amo de las Mentiras, que
durará hasta el día de mi muerte—Y marchó hacia el norte y entró al servicio de
Maedhros. Pero aquellos de los de su pueblo que pensaban como Bereg, eligieron
un nuevo conductor, y volvieron por sobre las montañas a Eriador, y han quedado
olvidados.
Durante este tiempo los haladin
permanecieron en Thargelion y estuvieron contentos. Pero Morgoth, al ver que
con mentiras y engaños no podía apartar a los elfos de los hombres, tuvo un
arrebato de furia e intentó dañar a los hombres tanto como pudiera. Envió por
tanto una incursión de orcos, y dirigiéndose hacia el este, evitó el cerco y
volvió sigiloso por sobre Ered Lindon por los pasos del Camino de los Enanos, y
cayó sobre los haladin en los bosques australes de la tierra de Caranthir.
Ahora bien, los haladin no
vivían bajo la égida de señores, ni en grupos numerosos, sino que cada casa
estaba situada aparte y gobernaba sus propios asuntos, y demoraban mucho en
unirse. Pero había entre ellos un hombre de muchos recursos llamado Haldad, que
no conocía el miedo; y él reunió a todos los hombres valientes que encontró, y
retrocedió al rincón de tierra formado por el Ascar y el Gelion, y en el ángulo
extremo levantó una empalizada que iba de corriente a corriente; y atrás de
ella llevaron a todas las mujeres y los niños que pudieron salvar. Allí fueron
sitiados, hasta que se les acabaron los alimentos.
Haldad tenía hijos
mellizos: Haleth, su hija, y Haldar su hijo; y ambos eran valientes en la
defensa, porque Haleth era mujer de gran fuerza y corazón. Pero por fin Haldad
fue muerto en una salida contra los orcos; y Haldar, que se precipitó para
salvar a su padre de la carnicería, murió junto a él. Entonces Haleth mantuvo
unido al pueblo, aunque no tenían esperanzas; y algunos se arrojaron a los ríos
y se ahogaron. Pero siete días más tarde, cuando los orcos se habían lanzado al
último ataque y ya habían roto la empalizada, se oyó de súbito una música de
trompetas, y el ejército de Caranthir llegó desde el norte y empujó a los orcos
hacia los ríos.
Entonces Caranthir miró con
bondad a los hombres; y ofreció compensar de algún modo las muertes del padre y
del hermano de Haleth, y le rindió grandes honores. Y descubriendo demasiado
tarde el valor con que contaban los edain, le dijo: —Si queréis partir y marchar hacia
el norte, allí tendréis la amistad y la protección de los eldar, y tierras de
las que podréis disponer con libertad.
Pero Haleth era orgullosa y
no quería que se la guiara o se la gobernara, y la mayor parte de los haladin
eran de temple semejante. Por tanto agradeció a Caranthir, pero le dijo: —Estoy
decidida, señor, a abandonar la sombra de las montañas e ir hacia el oeste, a
donde han ido ya algunos de los nuestros.—Así fue que cuando los haladin
hubieron reunido a todos los que quedaban con vida, y que habían huido a los
bosques delante de los orcos, juntaron lo que quedaba de sus pertenencias en
las casas quemadas, y escogieron a Haleth como jefa; y ella los condujo por fin
a Estolad y allí permanecieron por un tiempo.
Pero fueron un pueblo
aparte, y desde entonces los elfos y los hombres lo conocieron como el pueblo
de Haleth. Haleth siguió conduciéndolo hasta el fin de sus días, pero no se
casó, y el mando pasó luego a Haldan hijo de Haldar, su hermano. Pronto, sin
embargo, Haleth deseó marchar otra vez hacia el oeste; y aunque la mayor parte
del pueblo era contrario a esta medida, allí los llevó ella una vez más; y
avanzaron sin ayuda ni guía de los eldar, y cruzando el Celon y el Aros
viajaron por las peligrosas tierras que se extienden entre las montañas del
Terror y la Cintura de Melian. En esa tierra no había entonces tanta malignidad
como se conoció después, pero no era camino que hombres mortales pudiesen tomar
sin ayuda, y Haleth los condujo por ella a costa de muchas penurias y pérdidas,
obligándolos con obstinación a seguir adelante. Por fin cruzaron el Brithiach,
y muchos se arrepintieron amargamente de haber emprendido el viaje; pero no
había ahora modo de regresar. Por lo tanto en las nuevas tierras volvieron a la
vida de antes lo mejor que pudieron; y allí habitaron en viviendas que
levantaron en los bosques de Talath Dirnen más allá del Teiglin, y algunos se
internaron profundamente en el reino de Nargothrond. Pero había muchos que
amaban a la señora Haleth y deseaban ir a donde ella fuese, y someterse a su
égida; y a éstos ella los condujo al bosque de Brethil, entre el Teiglin y el
Sirion. Allí, en los luctuosos días que siguieron, regresaron muchas de las
gentes de Haleth, que se habían desperdigado.
Ahora bien, Brethil era
considerado por el rey Thingol parte de su propio reino, aunque no se
encontraba dentro de la Cintura de Melian, y se lo habría negado a Haleth; pero
Felagund, que contaba con la amistad de Thingol, al oír lo que le había
sucedido al pueblo de Haleth, obtuvo esta gracia para ella: que pudiera vivir
libremente en Brethil, con la sola condición de montar guardia en los cruces
del Teiglin contra todos los enemigos de los eldar, y no permitiera que los orcos
entraran en los bosques. A esto Haleth contestó: —¿Dónde están Haldad, mi
padre, y Haldar, mi hermano? Si el rey de Doriath teme una amistad entre Haleth
y quienes han devorado a Haldad y Haldar, entonces los hombres no entienden los
pensamientos de los eldar—Y Haleth habitó en Brethil hasta que murió; y su
pueblo levanto un montículo verde en las alturas del bosque, Tûr Haretha,
el Túmulo de la Señora, Haudh-en-Arwen en lengua sindarin.
Así los edain habitaron en
las tierras de los eldar, algunos aquí, otros allá, algunos errantes, otros
asentados en tribus o poblados pequeños; y la mayor parte de ellos no tardó en
aprender la lengua de los elfos verdes, como habla común, y también porque
había muchos que deseaban sobre todo aprender la ciencia de los elfos. Pero al
cabo de un tiempo, los reyes de los elfos, advirtiendo que no era bueno que los
elfos y los hombres vivieran entremezclados, y que los hombres necesitaban
señores de su propia especie, buscaron regiones apartadas donde los hombres
pudieran vivir su propia vida, y designaron caciques que rigieran libremente
estas tierras. Eran aliados de los elfos en la guerra, pero obedecían a sus
propios jefes. No obstante, muchos de los edain disfrutaban de la amistad de
los elfos, y vivieron entre ellos tanto como les fue permitido; muchos hombres
jóvenes llegaban a servir en los ejércitos de los reyes.
Ahora bien, Hador Lórindol,
hijo de Hathol, hijo de Magor, hijo de Malach Aradan, se unió a la casa de
Fingon cuando aún era joven, y fue amado por el rey. Fingolfin, por tanto, le
concedió el señorío de Dor-lómin, y en esa tierra reunió a la mayor parte de los suyos, y se convirtió
en el cacique más poderoso de los edain. En la casa de Hador sólo se hablaba la
lengua élfica; pero no olvidaron la lengua que les era propia, y de ella
provino el habla común de Númenor. Pero en Dorthonion, el señorío del pueblo de
Bëor y el país de Ladros le fueron concedidos a Boromir hijo de Boron, que era
el nieto de Bëor el Viejo.
Los hijos de Hador fueron
Galdor y Gundor; y los hijos de Galdor fueron Húrin y Huor; y el hijo de Húrin
fue Túrin, la Ruina de Glaurung; y el hijo de Huor fue Tuor, padre de Eärendil
el Bendito. El hijo de Boromir fue Bregor, cuyos hijos fueron Bregolas y
Barahir; y los hijos de Bregolas fueron Baragund y Belegund. La hija de
Baragund fue Morwen, la madre de Túrin, y la hija de Belegund fue Rían, la
madre de Tuor. Pero el hijo de Barahir fue Beren el Manco, que ganó el amor de
Lúthien hija de Thingol, y regresó de entre los muertos; de ellos descendieron
Elwing, la esposa de Eärendil, y todos los reyes de Númenor.
Todos ellos vivieron
atrapados en la red de la Maldición de los noldor; e hicieron grandes hazañas
que los eldar recuerdan todavía en las historias de los reyes de antaño. Y en
aquellos días la fuerza de los hombres se sumó al poder de los noldor y todos
ellos tenían grandes esperanzas; y Morgoth estaba estrechamente cercado, porque
el pueblo de Hador, capaz de soportar el frío y los largos viajes, no temía en
ocasiones avanzar lejos hacia el norte, para allí vigilar estrechamente los
movimientos del Enemigo. Los hombres de las tres casas medraron y se
multiplicaron, pero la más grande entre ellas fue la casa de Hador Cabeza de
Oro, par de los señores elfos. La gente de Hador era fuerte y de gran estatura,
listos de mente, resistentes y audaces, rápidos para el enfado y la risa,
poderosos entre los hijos de Ilúvatar en la juventud de la humanidad. Eran casi
todos de cabellos amarillos, y de ojos azules; pero no así Túrin, cuya madre
era Morwen, de la casa de Bëor. Los hombres de esa casa tenían cabellos oscuros
o castaños y ojos grises; y de todos los hombres eran los más parecidos a los noldor
y los más amados por ellos; porque tenían mentes inquisitivas, manos hábiles,
entendimiento rápido, memoria larga, y estaban más inclinados a la piedad que a
la risa. Semejante a ellos era el pueblo de Haleth, que habitaba en los
bosques, aunque más bajos de talla, y menos curiosos. Utilizaban pocas palabras
y no se sentían atraídos por las grandes aglomeraciones de hombres; y muchos de
entre ellos se deleitaban en la soledad y erraban libres por los bosques verdes
mientras la maravilla de la tierra de los eldar era todavía una novedad para
ellos. Pero en los reinos del occidente las gentes de Haleth estuvieron poco
tiempo, y fueron desdichadas.
Los años de los edain se
prolongaron, de acuerdo con las cuentas de los hombres, después de que llegaron
a Beleriand; pero por último Bëor el Viejo murió; había vivido noventa y tres
años, y cuarenta y cuatro de ellos al servicio del rey Felagund. Y cuando yació
muerto, no de herida ni de pena, sino vencido por la edad, los eldar vieron por
primera vez la rápida mengua de la vida de los hombres, y la muerte de
cansancio, que ellos no conocían; y lloraron mucho la pérdida de sus amigos.
Pero Bëor había abandonado la vida de buen grado, y falleció en paz; y los eldar
se asombraron grandemente del extraño destino de los hombres, del que nada se
decía en las canciones e historias, y que les estaba oculto.
No obstante, los edain de
antaño aprendieron de prisa de los eldar todos los conocimientos y artes que
estuvieran al alcance de ellos, y sus hijos crecieron en habilidad y sabiduría,
hasta dejar muy atrás a todos los otros miembros de la humanidad, que moraban
todavía al este de las montañas y no habían visto a los eldar ni mirado las
caras de los que habían contemplado la Luz de Valinor.
VIII.DE LA RUINA DE BELERIAND Y LA CAÍDA DE
FINGOLFIN
EL SILMARILLION
Ahora bien, Fingolfin, rey
del norte y rey supremo de los noldor, al ver que su pueblo se había hecho
numeroso y fuerte y que los hombres aliados suyos eran muchos y valerosos,
pensó una vez más en atacar Angband; porque sabía que vivían en peligro
mientras no completaran el círculo del Sitio, y Morgoth pudiera trabajar
libremente en las minas profundas, inventando males que nadie era capaz de
adivinar antes de que él los revelara. Este propósito era pertinente de acuerdo
con lo que él sabía; porque los noldor no comprendían todavía la fuerza del
poder de Morgoth, ni entendían que si libraban solos una guerra contra él no
había la menor esperanza de triunfo, fuera que la apresuraran o la demoraran.
Pero porque la tierra era hermosa y sus reinos vastos, la mayor parte de los noldor
estaban satisfechos con las cosas tal como eran, confiando en que durarían, y
retrasaban un ataque en el que sin duda morirían muchos, fuera en la victoria o
en la derrota. Por tanto, estaban poco dispuestos a escuchar a Fingolfin, y los
hijos de Fëanor, por aquel tiempo, menos que nadie. Entre los jefes de los noldor,
sólo Angrod y Aegnor pensaban como el rey; porque vivían en regiones desde
donde podía verse Thangorodrim, y nunca olvidaban la amenaza de Morgoth. De
este modo, los planes de Fingolfin no llegaron a nada, y la tierra aún tuvo paz
por un tiempo.
Pero cuando la sexta
generación de hombres después de Bëor y Marach no había alcanzado aún la plenitud
de la madurez, habiendo transcurrido por entonces cuatrocientos cincuenta y
cinco años desde la llegada de Fingolfin, sucedió el mal que por tanto tiempo
habían temido, pero más terrible y repentino todavía que en sus miedos más
oscuros. Porque Morgoth había preparado su fuerza en secreto y durante largo
tiempo, mientras la malicia de su corazón no dejaba de aumentar y su odio por
los noldor se hacía más amargo; y deseaba no sólo acabar con sus enemigos, sino
también destruir y mancillar las tierras que habían tomado y embellecido. Y se
dice que su odio pudo más que su prudencia, de modo que si sólo hubiera
aguardado un tiempo más, hasta estar bien preparado, los noldor habrían sido
aniquilados por completo. Pero tomó demasiado a la ligera el valor de los elfos,
y a los hombres no daba todavía ninguna importancia. Llegó el tiempo del
invierno, cuando la noche era oscura y sin luna; y la amplia llanura de Ard-Galen
se extendía en la sombra bajo las frías estrellas, desde los fuertes en las
colinas de los noldor hasta el pie de Thangorodrim. Las hogueras ardían
débilmente y los guardianes eran escasos; pocos velaban en los campamentos de
los jinetes de Hithlum. Entonces, de pronto, Morgoth envió desde Thangorodrim
caudalosos ríos de llamas que más rápidos que balrogs se esparcieron por toda
la llanura; y las montañas de Hierro eructaban fuegos venenosos de muchos colores
y el humo descendía por el aire, y era mortal. Así pereció Ard-Galen, y el
fuego devoró sus hierbas, convirtiéndola en un baldío quemado y desolado, de
aire polvoriento y sofocante, yermo y sin vida. Desde entonces cambió de nombre
y se llamó Anfauglith, el Polvo Asfixiante. Allí tuvieron tumba sin
techo montones de huesos chamuscados; porque en ese incendio perecieron muchos
de los noldor que no pudieron llegar a las colinas y fueron atrapados por la
precipitación de las llamas. Las alturas de Dorthonion y Ered Wethrin
detuvieron los fogosos torrentes, pero los bosques sobre las laderas que daban
a Angband ardieron todos, y el humo confundió a los defensores. Así empezó la
cuarta de las grandes batallas, Dagor Bragollach, la Batalla de la Llama
Súbita.
Al frente de ese fuego
avanzó Glaurung el Dorado, padre de los dragones, ya entonces en la plenitud de
su poder, y con un séquito de balrogs; y detrás de ellos venían los ejércitos
negros de los orcos, en multitudes que los noldor no habían visto ni imaginado
jamás. Y atacaron las fortalezas de los noldor y quebrantaron el sitio en torno
a Angband y mataban a los noldor y a sus aliados, los elfos grises y los hombres,
en cualquier sitio que los encontraran. Muchos de los más vigorosos de los
enemigos de Morgoth fueron destruidos en los primeros días de combate, sorprendidos
y dispersos e imposibilitados de unir sus fuerzas.
Desde entonces la guerra
nunca cesó del todo en Beleriand; pero la Batalla de la Llama Súbita se dio por
concluida con la llegada de la primavera, cuando disminuyó la feroz embestida
de Morgoth.
De este modo terminó el
Sitio de Angband; y los enemigos de Morgoth fueron dispersados y separados los
unos de los otros. La mayor parte de los elfos grises huyó hacia el sur y
abandonó la guerra del norte; muchos fueron recibidos en Doriath, y el reino y
la fuerza de Thingol se hicieron más grandes en ese tiempo, pues el poder de la
reina Melian se había extendido más allá de las fronteras y el mal no podía
penetrar aún en ese reino escondido. Otros se refugiaron en las fortalezas
junto al mar, y en Nargothrond; y algunos huyeron y se ocultaron en Ossiriand,
o atravesaron las montañas, errando sin casa en la intemperie. Y el rumor de la
guerra y del quebrantamiento del Sitio llegó a oídos de los hombres en el este
de la Tierra Media.
Los hijos de Finarfin
fueron los que más sintieron la pujanza del ataque, y Angrod y Aegnor murieron
allí y junto a ellos cayeron Bregolas, señor de la casa de Bëor, y gran parte
de los guerreros de ese pueblo. Pero Barahir, el hermano de Bregolas, estaba en
una batalla que se libraba más hacia el oeste, cerca del Paso del Sirion. Allí
el rey Finrod Felagund, que se apresuraba desde el sur, quedó aislado con unos
pocos de los suyos y fue rodeado en el marjal de Serech; y habría sido muerto o
tomado prisionero, pero acudió Barahir con los más valientes de sus hombres y
lo rescató levantando un muro de lanzas alrededor; y se abrieron paso entre las
tropas enemigas, y abandonaron el campo de batalla aunque con grandes pérdidas.
Así escapó Felagund, y volvió a su profunda fortaleza de Nargothrond; pero hizo
un juramento de amistad eterna y de ayuda en toda necesidad a Barahir y a su
gente, y como prenda del juramento le dio su anillo. Barahir era ahora por
derecho señor de la casa de Bëor, y regresó a Dorthonion; pero la mayor parte
del pueblo escapó y se refugió, abandonando sus hogares, en la fortaleza de
Hithlum.
Tan grande fue la embestida
de Morgoth, que Fingolfin y Fingon no pudieron acudir en ayuda de los hijos de
Finarfin; y los ejércitos de Hithlum fueron rechazados con grandes pérdidas hasta
las fortalezas de Ered Wethrin, y apenas consiguieron defenderlas de los
ataques de los orcos. Ante los muros de Eithel Sirion cayó Hador, el de
Cabellos Dorados, en la defensa de la retaguardia del señor Fingolfin, a la
edad de sesenta y seis años; y con él cayó Gundor, su hijo menor, atravesado
por muchas flechas; y fueron llorados por los elfos. Entonces Galdor el Alto
sucedió como señor a su padre. Y por causa de la fortaleza y la altura de las montañas
Sombrías, que resistieron el torrente de fuego, y el valor de los elfos y de
los hombres del norte, que ni orcos ni balrogs pudieron vencer, Hithlum no fue
conquistada y amenazó el flanco del ataque de Morgoth; pero un mar de enemigos
separó a Fingolfin de su gente.
Porque dura había sido la
guerra para los hijos de Fëanor, y casi todas las fronteras orientales habían
sido tomadas por asalto. El Paso de Aglon fue forzado, aunque los ejércitos de
Morgoth pagaron por ello un alto precio; y Celegorm y Curufin huyeron
derrotados hacia el sur y el oeste por las fronteras de Doriath, y cuando por
fin llegaron a Nargothrond, buscaron refugio con Finrod Felagund. De este modo
acrecentaron la fuerza de Nargothrond; pero habría sido mejor, como se vio
después, que se hubieran quedado en el este junto con los de su propio linaje. Maedhros
llevó a cabo hazañas de insuperable valor, y los orcos huían delante de su
cara; porque desde el tormento padecido en Thangorodrim, ardía por dentro como
una llama blanca, y era como uno que regresa de entre los muertos. Así, la gran
fortaleza sobre la colina de Himring no pudo ser tomada, y muchos de los más
valientes que quedaban aún, tanto del pueblo de Dorthonion como de las
fronteras orientales, se juntaron allí para ir al encuentro de Maedhros; y
durante un tiempo él cerró una vez más el Paso de Aglon, de modo que los orcos
no pudieron penetrar en Beleriand por ese camino. Pero abrumaron a los jinetes
del pueblo de Fëanor en Lothlann, pues hacia allí marchó Glaurung, y pasó por
la hondonada de Maglor, y destruyó todas las tierras entre los brazos del
Gelion. Y los orcos tomaron la fortaleza de las laderas occidentales del monte Rerir
y devastaron toda Thargelion, la tierra de Caranthir; y contaminaron el lago
Helevorn. De allí cruzaron el Gelion con fuego y terror y penetraron
profundamente en Beleriand Oriental. Maglor se unió a Maedhros en Himring; pero
Caranthir huyó y sumó el resto de su gente al pueblo disperso de los cazadores,
Amrod y Amras, y se retiraron y pasaron Ramdal en el sur. En Amon Ereb
mantuvieron una guardia y algunas fuerzas de combate, y recibieron la ayuda de
los elfos verdes; y los orcos no entraron en Ossiriand, ni tampoco en Taur-im-Duinath
y las tierras salvajes del sur.
Llegó entonces a Hithlum la
nueva de la caída de Dorthonion y la derrota de los hijos de Finarfin y el
exilio de los hijos de Fëanor, expulsados de sus tierras. Entonces vio
Fingolfin lo que era para él la ruina total de los noldor, y la derrota de sus
casas más allá de toda recuperación; y lleno de desesperación y de furia, montó
a Rochallor, su gran caballo, y cabalgó solo sin que nadie pudiera impedírselo.
Atravesó Dor-nu-Fauglith como un viento entre el polvo, y aquellos que
alcanzaban a verlo pasar huían azorados, creyendo que había llegado el mismo
Oromë; porque corría dominado por una cólera enloquecida, y los ojos le brillaban
como los ojos de los valar. Así pues, llegó solo a las puertas de Angband, e
hizo sonar su cuerno, y golpeó una vez más las puertas de bronce, y desafió a
Morgoth a un combate singular. Y Morgoth salió.
Esa fue la última vez
durante esas guerras que Morgoth cruzó las puertas de su fortaleza, y se dice
que no aceptó el desafío de buen grado; porque aunque su poder era mayor que
todas las cosas de este mundo, sólo él entre los valar conocía el miedo. Pero no
podía negarse a aceptar el desafío delante de sus propios capitanes; pues la
aguda música del cuerno de Fingolfin resonaba en las rocas, y su voz llegaba
penetrante y clara hasta las profundidades de Angband; y Fingolfin llamó a
Morgoth cobarde y señor de esclavos. Por lo tanto Morgoth salió,
subiendo lentamente desde el trono profundo, y el sonido de sus pisadas era
como un trueno bajo tierra. Y salió vestido con una armadura negra; y se erguía
ante el rey como una torre coronada de hierro y el vasto escudo, negro y sin
blasón, arrojaba una sombra de nubes tormentosas. Pero Fingolfin brillaba
debajo como una estrella; porque la cota de malla era de hilos de plata
entretejidos, y en el escudo azul llevaba cristales incrustados; y desenvainó
la espada, Ringil, que relució como el hielo.(…)
LA NATURALEZA DE LA TIERRA MEDIA
(…)e hizo sonar una nota
desafiante con su cuerno de plata, llamando a Morgoth para que se presentase en
batalla gritando:
»¡Salid, cobarde señor agazapado,
y luchad vos mismo con acero desenfundado!
Vos, que dirigís las huestes de esclavos y sometidos,
morador de pozos, tras fuertes muros protegido,
enemigo de los dioses y del pueblo hermoso,
¡salid y mostrad vuestro rostro temeroso![4]
»Morador de cavernas, capitán de esclavos,
mentiroso agazapado, enemigo de dioses y de elfos, ¡salid; quiero ver vuestra
cara de miedoso!».
EL SILMARILLION
(…)Entonces Morgoth
esgrimió el Martillo de los Mundos Subterráneos, llamado Grond, lo alzó
bruscamente, y lo hizo caer como un rayo de tormenta. Pero Fingolfin saltó a un
lado, y Grond abrió un gran boquete en la tierra, de donde salían humo y fuego.
Muchas veces intentó Morgoth herirlo y otras tantas Fingolfin esquivó los
golpes, como relámpagos lanzados desde una nube oscura; e hirió a Morgoth con
siete heridas, y siete veces lanzó Morgoth un grito de angustia, mientras los
ejércitos de Angband caían de bruces consternados, y el eco de los gritos
resonaba en las tierras septentrionales.
Pero por fin el rey se
fatigó, y Morgoth lo abatió con el escudo. Tres veces cayó el rey de rodillas y
tres veces se volvió a levantar con el escudo roto y el yelmo mellado. Pero la
tierra estaba desgarrada en boquetes todo alrededor, y el rey tropezó y cayó de
espaldas ante los pies de Morgoth; y le puso Morgoth el pie izquierdo sobre el
cuello, y el peso era como el de una montaña derrumbada. No obstante, en un
último y desesperado intento, Fingolfin golpeó con Ringil y rebanó el pie, y la
sangre manó negra y humeante y llenó los boquetes abiertos por Grond.
De este modo pereció
Fingolfin, rey supremo de los noldor, el más orgulloso y valiente de los reyes elfos
de antaño. Los orcos no se jactaron de ese duelo ante las puertas; ni tampoco
lo cantan los elfos, pues tienen una pena demasiado profunda. No obstante, la
historia se recuerda todavía, porque Thorondor, rey de las águilas, llevó la
nueva a Gondolin y a Hithlum, a lo lejos. Y Morgoth levantó el cuerpo del rey elfo
y lo quebró, y se lo habría arrojado a los lobos; pero Thorondor se precipitó
desde su nido en las cumbres de Crissaegrim, se lanzó sobre Morgoth y le
desfiguró la cara. La embestida de las alas de Thorondor era como el ruido de
los vientos de Manwë, y aferró el cuerpo con sus garras poderosas y elevándose
de súbito por sobre los dardos de los orcos, se llevó al rey consigo. Y lo puso
sobre la cima de una montaña que daba desde el norte sobre el valle escondido
de Gondolin; y Turgon construyó un alto túmulo de piedras sobre su padre.
Ningún orco se aventuró luego a pasar por el monte de Fingolfin ni se atrevió a
acercarse a la tumba, hasta que el destino de Gondolin se hubo cumplido, y la
traición apareció entre los suyos. Morgoth renqueó siempre de un pie desde ese
día, y el dolor de las heridas no se le curó nunca y en la cara llevaba la
cicatriz que Thorondor le había hecho.
Grande fue el duelo en
Hithlum cuando se supo la caída de Fingolfin, y Fingon, lleno de aflicción, se
convirtió en señor de la casa de Fingolfin y el reino de los noldor; pero a su
joven hijo Ereinion (que se llamó luego Gil-galad) lo envió a los Puertos.[5]
Ahora el poder de Morgoth
ensombrecía las tierras septentrionales; pero Barahir no huía de Dorthonion y
se quedó allí disputando al enemigo cada palmo de tierra. Entonces Morgoth
persiguió a muerte a las gentes de Barahir, hasta que sólo quedaron muy pocos;
y todo el bosque de las laderas septentrionales de esa tierra fue
convirtiéndose día a día en una región de tal lobreguez y oscuros
encantamientos que ni siquiera los orcos entraban en ella, si no era por una
extrema necesidad, y se la llamó Deldúwath y Taur-nu-Fuin, el bosque
bajo la Sombra de la Noche. Los árboles que crecieron allí después del incendio
eran negros y tétricos, de raíces embrolladas y que amenazaban como garras en
la oscuridad; y los que caminaban entre ellos se extraviaban y enceguecían, y
eran estrangulados o perseguidos hasta la locura por fantasmas de terror.
Por fin la situación de
Barahir se hizo tan desesperada, que su esposa Emeldir, la de Corazón Viril
(que antes prefería luchar junto a su hijo y su marido que huir y
abandonarlos), convocó a todas las mujeres y los niños que estaban todavía con
vida y dio armas a los que pudieran cargarlas; y los condujo a las montañas que
se levantaban detrás, y lo hizo por caminos peligrosos, hasta que al fin
llegaron con pérdida y desdicha a Brethil. Algunos fueron recibidos allí por
los haladin, pero otros cruzaron las montañas y fueron a Dor-lómin y se unieron
al pueblo de Galdor, el hijo de Hador; y entre ellos estaban Rían, hija de
Belegund, y Morwen, que era llamada Eledhwen, que significa Resplandor
Élfico, hija de Baragund. Pero ninguna volvió a ver a los hombres que
habían dejado. Porque todos ellos fueron muertos uno por uno, hasta que sólo
doce hombres le quedaron a Barahir: Beren, su hijo, y Baragund y Belegund, sus
sobrinos, hijos de Bregolas, y nueve fieles servidores de su casa, cuyos
nombres se recordaron largo tiempo en los cantos de los noldor: Radhruin y
Dairuin eran ellos, Dagnir y Ragnor, Gildor y Gorlim el Desdichado, Arthad y
Urthel, y Hathaldir el Joven. Al fin se convirtieron en proscritos sin mañana,
una banda desesperada que no podía huir, pero que se negaba a ceder, porque sus
viviendas habían sido destruidas, y sus mujeres e hijos habían sido capturados
o muertos, o habían escapado. Desde Hithlum no llegaban nuevas ni ayuda, y
Barahir y sus hombres eran perseguidos como bestias salvajes; y se retiraron a
las altas tierras yermas por sobre los bosques y erraron entre los pequeños
lagos y los páramos rocosos de esa región, lo más lejos posible de los espías y
los hechizos de Morgoth. Tenían como cama los brezales y como techo el cielo
nuboso.
Durante casi dos años
después de la Dagor Bragollach siguieron los noldor defendiendo el paso
occidental en torno a las fuentes del Sirion, porque el poder de Ulmo estaba en
esas aguas, y Minas Tirith resistió a los orcos. Pero por fin, después de la
caída de Fingolfin, Sauron, el más grande y terrible de los servidores de
Morgoth, que en lengua sindarin se llama Gorthaur, fue al encuentro de
Orodreth, el guardián de la torre en Tol Sirion. Sauron se había convertido por
ese entonces en un hechicero de espantoso poder, amo de sombras y de fantasmas,
de inmunda sabiduría, de fuerza cruel, que retorcía todo cuanto tocaba, y
deformaba todo cuanto regía, señor de licántropos; su dominio era el tormento.
Tomó Minas Tirith por asalto, pues una oscura nube de miedo cayó sobre los
defensores; y Orodreth fue expulsado y huyó a Nargothrond. Entonces Sauron la
convirtió en una atalaya para Morgoth, en una fortaleza del mal y en una
amenaza; y la hermosa isla de Tol Sirion quedó maldecida y se llamó Tol-in-Gaurhoth,
la isla de los Licántropos. No había criatura viviente que pudiera pasar por el
valle sin que Sauron la viera desde la torre. Y Morgoth dominaba ahora el paso
del oeste, y había terror en los campos y los bosques de Beleriand. Implacable,
perseguía a sus enemigos más allá de Hithlum, y registraba sus escondrijos y
tomaba sus fortalezas una por una. Los orcos, cada vez más audaces, recorrían a
su antojo las vastas lejanías, llegando hasta el Sirion por el oeste, y hasta
el Celon por el este, y rodeaban Doriath; y asolaban las tierras de modo que
bestias y aves huían delante de ellos, y el silencio y la desolación se
extendían desde el norte. A muchos de los noldor y los sindar tomaron cautivos
y llevaron a Angband, y los esclavizaron, obligándolos a poner su capacidad y
sus conocimientos al servicio de Morgoth. Y Morgoth envió espías vestidos con
falsedad, y había engaño en lo que decían; mintieron prometiendo recompensas, y
con palabras astutas intentaron provocar miedo y celos entre los pueblos,
acusando a los reyes y capitanes de codicia y traición mutua. Y por causa de la
maldición de la Matanza de los Hermanos de Alqualondë, estas mentiras a menudo
se creyeron; y por cierto, a medida que el tiempo se oscurecía, llegaron a tener
un cierto viso de verdad, pues en Beleriand la desesperación y el miedo
nublaban los corazones y las mentes de los elfos. Pero los noldor temían sobre
todo la traición de aquellos parientes que habían servido en Angband; porque
Morgoth había utilizado algunos para sus malvados propósitos, y fingiendo
darles libertad, los dejaba partir, pero les había encadenado la voluntad, y
sólo se alejaban para volver de nuevo a él. Por lo tanto, cuando alguno de
estos cautivos conseguía escapar realmente, y volvía con su propio pueblo, no
eran bien recibidos, y erraban solos, proscritos y desesperados.
De los hombres, Morgoth
fingía tener piedad, si alguien oía sus mensajes, y les decía que las
aflicciones que habían caído sobre ellos provenían sólo de que estaban
sometidos a los rebeldes noldor, pero que de manos del verdadero Señor de la
Tierra Media recibirían en cambio honores, y el valor tendría una justa
recompensa. Pero pocos eran los hombres de las tres casas de los edain que le
prestaban oído, ni siquiera cuando se los atormentaba en Angband. Por tanto,
Morgoth los persiguió con odio; y envió a sus mensajeros por encima de las
montañas.
Se dice que en este tiempo
llegaron por primera vez a Beleriand los hombres cetrinos. Algunos estaban ya
sojuzgados por Morgoth en secreto, y acudieron a su llamada; pero no todos,
pues los rumores acerca de Beleriand, de sus tierras y sus aguas, de sus
guerras y sus riquezas, habían llegado lejos, y los pies errantes de los hombres
se dirigían siempre hacia el oeste en aquellos días. Estos hombres eran de
escasa talla y corpulentos, de brazos largos y fuertes, de piel cetrina o
amarillenta, y de cabellos oscuros al igual que los ojos. Eran de muchas casas,
y algunos preferían los enanos de las montañas a los elfos. Pero Maedhros,
conociendo la debilidad de los noldor y de los edain, mientras que los abismos
de Angband parecían inagotables, colmados siempre de pertrechos renovados,
celebró una alianza con estos hombres recién venidos, y dio su amistad a los
más grandes de los caciques, Bór y Ulfang. Y Morgoth se sintió complacido, pues
esto era lo que había planeado. Los hijos de Bór-Borlad, Borlach y Borthand-siguieron
a Maedhros y a Maglor, y frustraron las esperanzas de Morgoth, y permanecieron
fieles. Los hijos de Ulfang el Negro-Ulfast y Ulwarth y Uldor el Maldecido-siguieron
a Caranthir y juraron mantener una alianza con él, pero no fueron leales.
No había mucha amistad
entre los edain y los orientales y se reunían rara vez; porque los recién
llegados moraron por largo tiempo en Beleriand Oriental, y el pueblo de Hador
estaba encerrado en Hithlum, y poco quedaba de la casa de Bëor. El pueblo de
Haleth apenas fue afectado en un principio por la guerra, ya que vivía al sur
en el bosque de Brethil, aunque ahora libraba una batalla con los orcos
invasores, pues eran hombres de corazón valeroso y no estaban dispuestos a
abandonar a la ligera los bosques que tanto amaban. Y entre las historias de
las derrotas de entonces, los hechos de los haladin se recuerdan con honor:
porque luego de tomar Minas Tirith, los orcos avanzaron por el paso occidental,
y quizás habrían desolado aún las desembocaduras del Sirion; pero Halmir, señor
de los haladin, envió sin demora un mensaje a Thingol, pues tenía amistad con
los elfos que guardaban las fronteras de Doriath. Entonces Beleg Arcofirme,
jefe de los centinelas de Thingol, condujo a Brethil una gran fuerza de sindar,
armada con hachas; y saliendo de las profundidades del bosque, Halmir y Beleg
sorprendieron a la legión de los orcos y la destruyeron. En adelante la ola
oscura que venía del norte fue contenida en esa región, y los orcos ya no se
atrevieron a cruzar el Teiglin durante muchos años. El pueblo de Haleth vivió
en una paz cautelosa en el bosque de Brethil, y detrás de la guardia que ellos
montaban, el reino de Nargothrond tuvo sosiego, y le fue posible recuperar
fuerzas.
En este tiempo Húrin y
Huor, los hijos de Galdor de Dor-lómin, vivían con los haladin, pues eran del mismo linaje. En los días
anteriores a la Dagor Bragollach, estas dos casas de los edain celebraron
juntas una gran fiesta, cuando Galdor y Glóredhel, hijos de Hador Cabeza de
Oro, se casaron con Hareth y Haldir, hijos de Halmir, señor de los haladin. Así
fue que Haldir, tío de ellos, agasajó en Brethil a los hijos de Galdor, de
acuerdo con las costumbres de los hombres en aquel tiempo; y ambos fueron a la
guerra contra los orcos, aún Huor, pues no fue posible impedírselo aunque sólo
tenía trece años. Pero eran parte de una compañía que fue separada del resto, y
fueron perseguidos hasta el vado de Brithiach, y allí habrían caído prisioneros
o habrían muerto si no hubiera intervenido el poder de Ulmo, que era aún fuerte
en el Sirion. Una niebla se levantó del río y los ocultó de sus enemigos, y
escaparon de Brithiach a Dimbar, y erraron entre las colinas bajo los muros
escarpados de las Crissaegrim, hasta que los confundieron los engaños de la
tierra y ya no distinguieron el camino que iba del que venía. Allí los vio
Thorondor y envió a dos de las águilas en su ayuda; y las águilas los cargaron
y los llevaron más allá de las montañas Circundantes al valle secreto de
Tumladen y la ciudad escondida de Gondolin, que ningún hombre había visto
todavía.
Allí Turgon el rey les dio
la bienvenida, cuando supo de qué linaje eran; porque mensajes y sueños le habían
llegado por el Sirion desde el mar, enviados por Ulmo, Señor de las Aguas,
advirtiéndole sobre penas futuras, y aconsejándole tratar con bondad a los
hijos de la casa de Hador, quienes lo ayudarían en momentos de necesidad. Húrin
y Huor vivieron como huéspedes en casa del rey casi por un año; y se dice que
en este tiempo Húrin aprendió mucho de la ciencia de los elfos, y algo entendió
también de los juicios y los propósitos del rey. Porque Turgon llegó a tener
afecto a los hijos de Galdor y conversaban mucho juntos; y en verdad deseaba
retenerlos en Gondolin por amor a ellos, y no sólo por la ley que exigía que
ningún forastero, fuera éste elfo u hombre, que encontrara el camino al reino
secreto y viera la ciudad, nunca pudiera volver a irse, en tanto el rey no
abriera el cerco, y el pueblo oculto saliera.
Pero Húrin y Huor deseaban
regresar, compartir con su pueblo guerras y dolores. Y Húrin le dijo a Turgon:
—Señor, sólo somos hombres mortales, muy distintos de los eldar. Ellos pueden
aguardar muchos años la guerra contra el Enemigo, en algún día distante; pero
para nosotros la vida es corta, y nuestra esperanza y nuestra fuerza pronto se
marchitan. Además, nosotros no encontramos el camino a Gondolin, y no sabemos
de cierto dónde está esta ciudad; pues fuimos traídos con miedo y asombro a
través de los altos caminos del aire, y por misericordia nos velaron los ojos. Entonces
Turgon accedió y dijo: —Por el camino que vinisteis, tenéis permiso para
partir, si Thorondor está dispuesto. Me apena esta separación; sin embargo, en
un corto tiempo, de acuerdo con las cuentas de los eldar, puede que volvamos a
encontrarnos.
Pero Maeglin, el hijo de la
hermana del rey, que era poderoso en Gondolin, no lamentó para nada que
partiesen, aunque les reprochaba el favor del rey, y no sentía amor alguno por
el linaje de los hombres; y le dijo a Húrin: —La gracia del rey es mayor de lo
que sospechas, y la ley se ha vuelto menos severa que antaño; de lo contrario
no tendrías otra opción que vivir aquí hasta el final de tus días.
Entonces Húrin le respondió:
—Grande es en verdad la gracia del rey; pero si nuestra palabra no basta, te haremos
a ti un juramento—.Y los hermanos juraron no revelar nunca los designios de
Turgon y mantener en secreto todo lo que habían visto en el reino. Entonces se
despidieron, y las águilas se los llevaron por la noche, y los depositaron en Dor-lómin antes del
amanecer. Las gentes se regocijaron al verlos, pues los mensajes llegados de
Brethil los daban por perdidos; pero ellos no quisieron revelar ni siquiera al
padre dónde habían estado, salvo que habían sido rescatados en el páramo por
las águilas, que los habían transportado de vuelta. Pero Galdor preguntó: —¿Habéis
vivido un año entonces a la intemperie? ¿Acaso las águilas os albergaron en sus
nidos? Pero encontrasteis alimento y vestidos hermosos, y volvéis como jóvenes
príncipes, no como abandonados en el bosque—. Y Húrin contestó: —Conténtate con
que hayamos regresado; pues sólo por un voto de silencio se nos permitió hacerlo—.
Entonces Galdor no les hizo más preguntas, pero él y muchos otros adivinaron la
verdad; y con el tiempo la extraña fortuna de Húrin y Huor llegó a oídos de los
servidores de Morgoth.
Ahora bien, cuando Turgon
supo del quebrantamiento del Sitio de Angband, no permitió que nadie partiera a
la guerra; porque pensaba que Gondolin era fuerte, y el tiempo no estaba aún
maduro para que él se mostrara abiertamente. Pero creía también que el fin del
Sitio era también el principio de la caída de los noldor, a no ser que llegara
ayuda; y envió compañías de los gondolindrim en secreto a las desembocaduras
del Sirion y a la isla de Balar. Allí construyeron embarcaciones y navegaron al
extremo Occidente en cumplimiento del cometido de Turgon, en busca de Valinor,
para pedir el perdón y la ayuda de los valar; y rogaron a las aves del mar que
los guiasen. Pero los mares eran bravos y vastos, y la sombra y el hechizo
flotaban sobre ellos; y Valinor estaba oculta. Por tanto, ninguno de los
mensajeros de Turgon llegó al Occidente, y muchos se perdieron y pocos
regresaron; pero la condenación de Gondolin se aproximaba.
Le llegó a Morgoth el rumor
de estos hechos, y se sintió inquieto en medio de sus victorias; y deseó
sobremanera tener nuevas de Felagund y de Turgon. Porque nada se sabía de
ellos, y sin embargo no habían muerto; y él temía aún lo que pudieran hacer. De
Nargothrond conocía por cierto el nombre, pero no su situación ni su fortaleza;
y de Gondolin nada sabía, y sobre todo lo perturbaba pensar en Turgon. Por
tanto envió todavía más espías a Beleriand; pero a las principales huestes de
los orcos las llamó a Angband, pues advertía que no podía emprender aún una
batalla final en tanto no reuniera nuevas fuerzas, y que no había medido con
exactitud el valor de los noldor ni el poder de los brazos de los hombres que
luchaban junto a ellos. Aunque grande había sido la victoria en la Bragollach
en años anteriores, y lamentable el daño que había hecho a sus enemigos, no
menores habían sido sus pérdidas; y aunque tenía en su poder a Dorthonion y el
Paso del Sirion, los eldar, que se recuperaban de su primer desconcierto,
empezaban a recobrar lo que habían perdido. Así, pues, hubo en el sur de
Beleriand una apariencia de paz por unos pocos breves años; pero abundante era
la faena en las herrerías de Angband.
Cuando hubieron pasado
siete años después de la Cuarta Batalla, Morgoth volvió al ataque, y envió una
gran fuerza contra Hithlum. Duro fue el ataque contra los pasos de las montañas
Sombrías, y en el sitio de Eithel Sirion, Galdor el Alto, señor de Dor-lómin, fue muerto
por una flecha. Ocupaba esa fortaleza en nombre de Fingon, el rey supremo; y en
el mismo sitio y poco tiempo antes había muerto su padre, Hador Lórindol.
Húrin, su hijo, apenas alcanzaba la virilidad en ese entonces, pero era muy
fuerte, tanto de mente como de cuerpo; y arrojó a los orcos de Ered Wethrin en
medio de una gran matanza, y los persiguió por las arenas de Anfauglith.
Pero al rey Fingon no le
fue fácil detener al ejército de Angband que descendía desde el norte; y la
batalla se libró en las llanuras mismas de Hithlum. Allí Fingon fue superado en
número; pero los barcos de Círdan navegaban con denuedo por el estuario de
Drengist, y en el momento de necesidad los elfos de las Falas cayeron sobre las
huestes de Morgoth desde el oeste. Entonces los orcos cedieron y huyeron, y los
eldar obtuvieron la victoria, y sus arqueros montados los persiguieron aún
hasta las montañas de Hierro.
En adelante, Húrin hijo de
Galdor gobernó la casa de Hador en Dor-lómin, y sirvió a Fingon. Húrin, de menor talla que sus padres, o que su hijo
mayor, era sin embargo infatigable y resistente de cuerpo, ágil y rápido como
los del linaje de su madre, Hareth de los haladin. Tenía como esposa a Morwen
Eledhwen hija de Baragund, de la casa de Bëor, la que huyó de Dorthonion con
Rían hija de Belegund, y Emeldir, la madre de Beren.
En ese tiempo también los
proscritos de Dorthonion fueron destruidos, como se cuenta más tarde; y Beren
hijo de Barahir, el único que logró escapar, llegó con mucha dificultad a
Doriath.
IX.LA CONVERSACIÓN DE FINROD Y
ANDRETH
LA HISTORIA DE LA TIERRA MEDIA VII: EL ANILLO DE MORGOTH
ATHRABETH FINROD AH ANDRETH (DE LA MUERTE Y LOS HIJOS DE ERU Y DEL MAL DE LOS HOMBRES)
Ahora bien, los eldar
aprendieron que, según el conocimiento de los edain, los hombres creían que sus
hröar no eran de corta vida por estricta naturaleza, sino que eso era así por
la malicia de Melkor. Los eldar no veían con claridad a qué se referían los hombres:
si a la mácula general de Arda (a la cual ellos mismos atribuían la causa del
desvanecimiento de sus propios hröar); o a alguna maldad especial contra los hombres
en tanto que hombres, que fue perpetrada en las edades oscuras antes de que los
edain y los eldar se encontraran en Beleriand; o a ambas. Pero a los eldar les
parecía que si la mortalidad de los hombres había venido por una maldad
especial, la naturaleza de los hombres había sido gravemente cambiada desde el
diseño primero de Eru; y esto era materia de asombro y terror para ellos,
porque, si en verdad así era, entonces el poder de Melkor debía ser (o haber
sido en el principio) mucho más grande de lo que los mismos eldar habían
comprendido; mientras que la naturaleza original de los hombres debía haber
sido extraña en verdad y distinta a la de todos los otros moradores de Arda.
Acerca de estas cosas se registra en las historias de los eldar que Finrod
Felagund y Andreth la Sabia conversaron en Beleriand una vez hace mucho tiempo.
Esta historia, que los eldar llaman Athrabeth Finrod ah Andreth, se
ofrece aquí en una de las formas que se ha conservado.
Finrod (hijo de Finarfin,
hijo de Finwë) era el más sabio de los exiliados noldor, estando más preocupado
que todos los demás por asuntos del pensamiento (más que por las artesanías o
la destreza manual); y estaba dispuesto a descubrir todo lo que pudiera acerca
de los hombres. Él fue quien por vez primera encontró hombres en Beleriand y se
hizo su amigo; y por esta razón a menudo los eldar lo llamaban Edennil,
el Amigo de los Hombres. Amaba sobre todo a la gente de Bëor el Viejo, porque
era a éstos a quienes encontró primero en los bosques de Beleriand Oriental.
Andreth era una mujer de
la casa de Bëor, la hermana de Bregor, padre de Barahir (cuyo hijo fue Beren el
Manco, de gran renombre). Era sabia en pensamiento, y entendida en el saber de
los hombres y sus historias; por esta razón los eldar la llamaban Saelind,
Corazón Sabio.
De los sabios algunos
eran mujeres y eran muy apreciadas entre los hombres, especialmente por su
conocimiento acerca de las leyendas de los días antiguos. Otra mujer sabia fue
Adanel, hermana de Hador Lórindol, que fue señor del pueblo de Marach, cuya
cultura y tradiciones, además de la lengua, diferían de las del pueblo de Bëor.
Pero Adanel estaba casada con un pariente de Andreth, Belemir de la casa de
Bëor: fue abuelo de Emeldir, madre de Beren. En su juventud Andreth vivió largo
tiempo en casa de Belemir y así había aprendido de Adanel mucho del
conocimiento del pueblo de Marach, además del de su propia gente.
En los días de paz antes
de que Melkor rompiera el Sitio de Angband, Finrod visitaba a menudo a Andreth,
a quien amaba con gran amistad, porque la encontraba más dispuesta a compartir
sus conocimientos con él de lo que lo estaban la mayoría de los sabios de los hombres.
Una sombra parecía cernirse sobre ellos, y los seguía una oscuridad de la cuál
eran reacios a hablar incluso entre ellos. Y tenían miedo de los eldar y no les
revelarían fácilmente sus pensamientos o leyendas. En verdad, los sabios entre
los hombres (que eran pocos) mantenían en secreto su saber y lo pasaban sólo a
aquellos que escogían.
Otra mujer sabia, aunque
de una casa y una tradición diferentes, era Adanel, hermana de Hador. Se casó
con Belemir de la casa de Bëor, nieto de Belen, segundo hijo de Bëor el Viejo,
quien le había transmitido gran parte de sus conocimientos (porque el mismo
Bëor fue uno de los sabios). Y había gran amor entre Belemir y Andreth, su
joven pariente (la hija de su primo segundo Boromir), y ella vivió mucho tiempo
en la casa de él, y así aprendió de Adanel mucho también del saber del «pueblo
de Marach» y de la casa de Hador.
Ahora bien, sucedió que
una primavera Finrod fue por un tiempo huésped en la casa de Belemir y dio en
hablar con Andreth la Sabia acerca de los hombres y sus destinos. Pues por
aquellos días Boron, señor de la gente de Bëor, había muerto poco después de Yule,
y Finrod estaba apenado.
—Triste para mí, Andreth—dijo—es
el paso fugaz de tu gente. Pues ahora Boron, el padre de tu padre, se ha ido; y
aunque era anciano, decís, para la edad de los hombres, aun así le conocí
demasiado brevemente. Poco tiempo en verdad me parece que ha pasado desde que
vi por primera vez a Bëor al este de esta tierra, pero ahora ya no está, ni su
hijo, ni tampoco el hijo de su hijo.
—Han pasado ya más de
cien años—dijo Andreth—, desde que cruzamos las montañas; y Bëor y Baran y
Boron vivieron todos más de noventa años. Nuestra vida era más corta antes de
encontrar esta tierra.
—Entonces, ¿estáis
satisfechos aquí?—dijo Finrod.
—¿Satisfechos?—dijo
Andreth—. Ningún corazón de hombre está satisfecho. El tránsito y la muerte le
es siempre penoso; pero un declive más lento proporciona cierto consuelo, y
retira ligeramente la Sombra.
—¿Qué quieres decir?—dijo
Finrod.
—¡Bien lo sabéis!—dijo
Andreth—. La oscuridad que ahora está contenida en el norte, pero que una vez...
—y aquí hizo una pausa y sus ojos se oscurecieron, como si su mente hubiera
retrocedido a años negros que debieran olvidarse—que una vez se extendió por
toda la Tierra Media, mientras vosotros morabais en vuestra beatitud.
—Yo no preguntaba sobre
la Sombra—dijo Finrod—. ¿A qué te referías, decía, con su retirada? ¿O cómo se
relaciona ello con el fugaz destino de los hombres? También vosotros, creemos
(instruidos por los Grandes que lo saben) sois hijos de Eru, y vuestro destino
y naturaleza provienen de Él.
—Veo—dijo Andreth—que en
eso vosotros, los altos elfos, no diferís de vuestros parientes menores que
hemos encontrado por el mundo, aunque nunca hayan morado en la Luz. Todos los elfos,
aseguráis que morimos pronto porque tal es nuestra naturaleza. Que somos
frágiles y breves, y vosotros fuertes y duraderos. Puede que seamos "hijos
de Eru", como decís en vuestras historias; pero también para vosotros
somos niños: para ser quizá un poco amados, y sin embargo criaturas de menos
valía, a las que podáis mirar por encima del hombro desde la altura de vuestro
poder y conocimiento, con una sonrisa, o con lástima, o sacudiendo la cabeza.
—Ay, te acercas a la
verdad—dijo Finrod—. Al menos así sucede con muchos entre mi gente; pero no con
todos y en absoluto conmigo. Mas ten bien presente, Andreth, que cuando os
llamamos "hijos de Eru" no hablamos a la ligera; porque ese
nombre no lo pronunciamos en broma ni sin completa voluntad. Cuando hablamos
así, lo hacemos desde el conocimiento, no desde la mera tradición élfica; y
proclamamos nuestro parentesco, mucho más próximo (tanto en hröa como en fëa)
que el que une a todas las otras criaturas de Arda o a nosotros con ellas.
También amamos a otras criaturas de la Tierra Media en su medida y raza: las
bestias y pájaros que son nuestros amigos, los árboles e incluso las hermosas
flores que perecen más rápido que los hombres. Su muerte nos entristece, pero
creemos que es parte de su naturaleza, tanto como lo son sus formas o colores.
Pero por vosotros, que sois nuestros parientes más cercanos, nuestra pena es
mucho mayor. Más, si tenemos en cuenta la brevedad de la vida en toda la Tierra
Media, ¿no debemos creer que vuestra brevedad es también parte de vuestra
naturaleza? ¿No piensa esto también vuestra propia gente? Y aun así, de tus
palabras y su amargura adivino que piensas que erramos.
—Pienso que erráis
vosotros y todos los que piensan igual—dijo Andreth—; y que ese mismo error
procede de la Sombra. Pero hablemos de los hombres. Algunos dirán esto y otros
aquello; pero la mayoría, que piensa poco, sostendrá que su breve periodo en el
mundo siempre ha sido tal. Mas hay algunos que piensan distinto; los hombres
los llaman "sabios", pero poco los escuchan. Porque no hablan
con seguridad ni con una sola voz, ya que no tienen la certeza de la que tú te
enorgulleces, sino que han de depender de la "tradición", en
la que la verdad (si es que puede hallarse) debe ser cribada. Y en cada criba
hay paja con el grano elegido, y sin duda algo de grano con la paja que se rechaza.
Mas entre mi gente, de sabio a sabio, procedente de la noche, llega la voz que
dice que los hombres no son ahora como fueron, ni como era su verdadera
naturaleza en un principio. Y aún más claro lo dicen los sabios del pueblo de
Marach, que han conservado un nombre para aquel que llamáis Eru, aunque en mi
pueblo Él está casi olvidado. Esto aprendí de Adanel. Ellos dicen sencillamente
que los hombres no son de corta vida por naturaleza, sino que así es por la
maldad del Señor de la Oscuridad, a quien no nombran.
—Eso bien puedo creerlo—dijo
Finrod—que vuestros cuerpos sufren en alguna medida la maldad de Melkor. Porque
vivís en Arda Maculada, como nosotros, y toda la materia de Arda fue tocada por
él, antes de que vosotros o nosotros llegáramos y nutriéramos nuestros hröar y
su mantenimiento: toda excepto quizá Aman, antes de que él llegara allí. Pues
sabe que no es distinto con los propios quendi: su salud y estatura han
disminuido. Ya aquellos de nosotros que moran en la Tierra Media, e incluso los
que a ella hemos retornado, encuentran que el cambio de sus cuerpos es más
rápido que al principio. Y eso, creo, debe anunciar que se harán menos
resistentes al desgaste de para lo que fueron diseñados, aunque puede que esto
no sea evidente por muchos años. Y de igual forma sucede con los hröar de los hombres,
son más débiles de lo que debieran. Así, pues, sucede que aquí en el oeste,
donde antaño su poder se extendió menos, tienen más salud, como tú dices.
—¡No, no!—dijo Andreth—. No
entiendes mis palabras. Porque siempre pensáis lo mismo, mi señor: los elfos
son elfos, y los hombres son hombres, y aunque tienen un Enemigo común, que los
ha injuriado a ambos, aún se mantiene la distancia entre los señores y los
humildes, los primeros llegados altos y resistentes, los seguidores menores y
de breve servicio. Ésa no es la voz que los sabios oyen en la oscuridad y más
allá. No, señor, los sabios de entre los hombres dicen: "No se nos hizo
para la muerte, no nacemos para morir. La muerte se nos impuso." Y
¡observa! el miedo a ella siempre nos acompaña y siempre la rehuimos como la
liebre al cazador. Pero en lo que a mí respecta, creo que no hay escapatoria en
este mundo, no, ni aunque pudiésemos llegar a la Luz más allá del mar o ese Aman
del que habláis. Con esa esperanza hemos viajado durante muchas vidas de hombres,
mas la esperanza era vana. Eso dijeron los sabios, pero no se detuvo la marcha
porque, como he dicho, poco se les escucha. Y ¡mira! hemos huido de la Sombra
hasta las últimas costas de la Tierra Media, ¡sólo para encontrar que está
aquí, delante de nosotros!
Entonces Finrod guardó
silencio; pero al cabo de un rato dijo:
—Esas palabras son
extrañas y terribles. Y tú hablas con la amargura de aquella cuyo orgullo ha
sido humillado y no busca sino herir a sus contertulios. Si todos los sabios
entre los hombres hablan así, entonces bien puedo creer que habéis sufrido un
gran daño. Pero no por mi gente, Andreth, ni por ninguno de los quendi. Si
somos como somos, y si sois como os encontramos, no se debe a nuestros actos ni
a nuestros deseos, y vuestras penas no nos causan regocijo ni alimentan nuestro
orgullo. Sólo uno diría lo contrario: aquel Enemigo que no nombráis. ¡Cuidado
con la paja de tu grano, Andreth! Pues podría ser mortal: mentiras del Enemigo
que alimentándose en la envidia podrían criar odio. No todas las voces que
surgen de la oscuridad dicen la verdad a las mentes que buscan extrañas nuevas.
¿Pero quién os hizo este daño? ¿Quién os impuso la muerte? Melkor, dirías
seguramente, o cualquiera que sea el nombre que le deis en secreto. Porque
hablas de la muerte y su sombra como si fueran una y la misma; y como si
escapar de la Sombra fuera también escapar de la muerte. Pero no son lo mismo,
Andreth. Así creo, o la muerte no se encontraría en absoluto en este mundo que
él no diseñó, sino Otro. No, muerte no es sino el nombre que damos a
algo que él ha tocado, y suena por lo tanto maligno, pero intacto su nombre
sería bueno.
—¿Qué sabéis de la
muerte? No la teméis porque no la conocéis—dijo Andreth.
—Yo había oído—dijo
Andreth—que era para recuperar vuestro tesoro, que vuestro Enemigo había
robado, mas quizá la casa de Finarfin no es una con los hijos de Fëanor. Pero
pese a todo vuestro valor, yo te digo de nuevo: ¿qué sabéis de la muerte? Puede
que para vosotros sea dolorosa y una pérdida, pero sólo por un tiempo, un
puñado robado a la abundancia, a menos que se me hayan contado falsedades.
Porque sabéis que al morir no abandonáis el mundo, y que podéis retornar a la
vida. Con nosotros es distinto: al morir morimos, y nos vamos para no volver.
La muerte es el final último, una pérdida irremediable. Y es abominable, porque
también es una maldad que se nos hace.
—Esa diferencia la
percibo—dijo Finrod—. ¿Dirías que hay dos muertes: una es un daño y una
pérdida, pero no un final y la otra es un final sin retorno? ¿Y los quendi sólo
experimentan la primera?
—Sí, pero hay además otra
diferencia—dijo Andreth—. Una no es sino un daño entre las posibilidades del
mundo, que los valientes, o los fuertes, o los afortunados pueden esperar
evitar. La otra es ineludible, una muerte de cuyo cazador no hay escape último
posible. Sea un hombre fuerte o rápido o temerario, sea sabio o necio, sea
malvado o justo y piadoso en todas las acciones de sus días, ame al mundo o lo
aborrezca, debe morir y abandonarlo, y convertirse en carroña que los hombres
se apresuran en quemar o esconder.
—¿Y estando así,
perseguidos, no tienen los hombres esperanza alguna?—dijo Finrod.
—No tienen ni certeza ni
conocimiento, sólo miedo y sueños en la oscuridad—respondió Andreth—¿Pero
esperanza? Esperanza, ese es otro asunto del cual incluso los sabios apenas
hablan.—Entonces su voz se hizo más amable—. Sin embargo, señor Finrod de la casa
de Finarfin, de los altos y noble elfos, quizá nosotros podamos hablar de ello,
vos y yo.
—Quizá podamos—dijo
Finrod—pero mientras tanto caminamos en las sombras del temor. Hasta ahora,
entonces, percibo que la gran diferencia entre elfos y hombres está en la
rapidez del fin. Sólo en esto. Pues, si pensáis que para los quendi no hay
muerte ineludible, erráis. Porque ninguno de nosotros sabe, aunque quizá lo
sepan los valar, cómo será el futuro de Arda o cuánto se ha ordenado que dure.
Pero no durará por siempre. Fue hecha por Eru, pero no está en Él. Sólo el
Único no tiene límites. Arda, y la misma Ëa, deben por lo tanto tener límites.
Nos veis a los quendi aún en las primeras edades de nuestra existencia y el fin
está lejos. De igual forma es posible que suceda con vuestros jóvenes, quienes
ven la muerte aún lejana, salvo que nosotros tenemos ya largos años de vida y
pensamiento detrás. Pero el fin llegará. Eso lo sabemos todos. Y entonces
deberemos morir, habremos de perecer para siempre, parece, puesto que
pertenecemos a Arda (en hröa y fëa). ¿Y más allá, qué? ¿"La ida al no
retorno", como tú dices, "el fin más absoluto, la pérdida
irremediable"? Nuestro cazador es de pies pesados, pero nunca pierde
el rastro. Más allá del día en que nos golpee con la muerte, no tenemos
certezas ni conocimiento. Y nadie nos ha hablado de esperanza.
—No lo sabía—dijo Andreth—,
y aún así...
—Así es, en verdad—dijo
Andreth.
—Entonces esto es un
asunto de terror—dijo Finrod—. Conocemos a Melkor, el Morgoth, y sabemos que es
poderoso. Sí, yo lo he visto y he oído su voz, y he quedado ciego en la noche
que está en el corazón de su sombra, de la cual tú, Andreth, nada sabes excepto
de oídas y a través de la memoria de tu pueblo. Pero nunca, incluso en la
noche, hemos creído que él pudiera prevalecer sobre los hijos de Eru. Podría
apresar a uno, y a otro quizá corromper, pero no cambiar el destino de un
pueblo entero de los hijos, robarles su herencia: si tal pudiera hacer contra
la voluntad de Eru, entonces es más grande y más terrible de lo que
adivinábamos; entonces, todo el valor de los noldor no es sino presunción y
locura... no, Valinor y las montañas de las Pelóri están construidas sobre
arena.
—¡Observa!—dijo Andreth—.
¿No dije que no conocías la muerte? Y ¡mira!, cuando tienes que enfrentarla
sólo en pensamiento, mientras que nosotros la conocemos en hechos y
pensamientos durante toda nuestra vida, enseguida caes en la desesperación.
Sabemos, si es que vosotros no, que el Sin Nombre es señor de este mundo y
vuestro valor, y el nuestro también, es una locura, o al menos estéril.
—¡Cuidado!—dijo Finrod—. Cuida
no hables de lo inefable, voluntariamente o por ignorancia, confundiendo a Eru
con el Enemigo, quien disfrutaría si así lo hicieses. El Señor de este mundo no
es él, sino el Único que lo hizo, y su Regente es Manwë, Rey Mayor de Arda, que
está bendito. No, Andreth. La mente oscurecida y extraviada, inclinarse y
seguir odiando, huir pero no rechazar, amar al cuerpo y aún así vejarlo, el
desprecio de la carroña: estas cosas pueden venir del Morgoth, en verdad. Pero
destinar a los inmortales a morir, de padres a hijos, y dejarles la memoria de
una herencia robada y el deseo de lo que se perdió... ¿podría Morgoth hacer
eso? Yo digo que no. Y por esa razón digo que si tu historia es cierta,
entonces todo en Arda es vano, desde el pináculo de Oiolossë hasta el más
profundo abismo. Pero yo no creo en tu historia. Nadie podría haber hecho eso
salvo el Único. Por lo tanto te digo, Andreth, ¿qué hicisteis vosotros, los hombres,
tiempo ha en la oscuridad? ¿Qué hicisteis que enfureció a Eru? Porque de lo
contrario todas vuestras historias no son sino sueños oscuros concebidos en una
Mente Oscura. ¿Me dirás lo que sabes o lo que has oído?
—No lo haré—dijo Andreth—.
No hablamos de esto con los de otras razas. Pero la verdad es que los sabios no
están seguros y hablan con voces contradictorias, porque de lo que ocurriera
hace tiempo hemos huido, hemos intentado olvidar, y tanto tiempo lo hemos
intentado que no podemos recordar ninguna época en la que no fuéramos como
somos ahora, excepto sólo leyendas de días cuando la muerte no era tan rápida y
nuestras vidas eran mucho más largas, pero aún entonces ya había muerte.
—¿No puedes recordar?—dijo
Finrod—. ¿No hay historias de vuestros días antes de la muerte, aunque no se
las contéis a extraños?
—Quizá—dijo Andreth—. Si
no entre mi gente, entonces puede que entre el pueblo de Adanel.
LA HISTORIA DE ADANEL
Entonces Andreth, a
instancias de Finrod, dijo al fin:
—Ésta es la historia que
me contó Adanel, de la casa de Hador.
Algunos dicen que el
Desastre tuvo lugar al principio de la historia de nuestro pueblo, antes de que
ninguno hubiera muerto aún. La Voz nos había hablado, y nosotros la habíamos
escuchado. La Voz dijo: «Sois mis hijos. Os he enviado para que moréis aquí.
Con el tiempo heredaréis toda esta Tierra, pero primero debéis ser niños y
aprender. Llamadme y yo os oiré, porque velo por vosotros».
Comprendíamos la Voz con
el corazón, aunque aún no teníamos palabras. Se nos despertó entonces el deseo
de las palabras, y empezamos a hacerlas. Pero éramos pocos, y el mundo era
amplio y extraño. Aunque grande era el deseo de comprender, aprender resultaba
difícil y la hechura de palabras lenta. En ese entonces llamábamos a menudo y
la Voz respondía. Pero rara vez respondía nuestras preguntas, diciendo sólo:
«Buscad primero la respuesta en vosotros mismos. Pues tendréis alegría al
encontrarla, y de ese modo abandonaréis la infancia y os haréis sabios. No
intentéis dejar la infancia antes de tiempo». Pero nosotros teníamos prisa, y
deseábamos ordenar las cosas según nuestra voluntad; y las formas de muchas
cosas que deseábamos hacer despertaron en nuestras mentes. Por tanto cada vez
le hablábamos menos a la Voz.
Apareció entonces alguien
entre nosotros, en nuestra propia forma visible, pero más grande y hermoso,
diciendo que había acudido por compasión. «El mundo está lleno de riquezas
maravillosas que el conocimiento puede revelar. Podríais tener alimentos más
abundantes y deliciosos que las minucias que coméis ahora. Podríais tener
cómodas moradas donde guardar la luz y expulsar la noche. Podríais vestiros aún
como yo.» Lo miramos entonces y he aquí que estaba vestido con galas que
brillaban como la plata y el oro, y llevaba una corona en la cabeza, y gemas en
los cabellos. «Si queréis ser como yo—dijo—, os enseñaré.» Entonces lo tomamos
como maestro.
No era tan rápido como
habríamos deseado en enseñarnos cómo encontrar o hacer nosotros mismos las
cosas que deseábamos, aunque nos había despertado muchos deseos en los
corazones. Pero si alguien dudaba o se impacientaba traía y nos mostraba todo
cuanto deseábamos. «Soy el Dador de Regalos—decía—; y los regalos nunca
faltarán mientras confiéis en mí.»
Por tanto lo reverenciábamos,
y nos esclavizó; dependíamos de sus regalos, temerosos de volver a la vida en
que estaban ausentes y que ahora nos parecía pobre y dura. Y creíamos todo
cuanto nos enseñaba. Porque queríamos saber acerca del mundo y su existencia:
acerca de las bestias y las aves, y las plantas que crecían en la Tierra;
acerca de nuestra propia creación; y acerca de las luces del cielo, y las
estrellas innumerables, y lo Oscuro en que estaban puestas. Todas sus
enseñanzas parecían buenas, pues tenía grandes conocimientos. Pero hablaba cada
vez más de lo Oscuro. «Más grande que todo es lo Oscuro—decía—, porque no tiene
límites. Procede de lo Oscuro, pero yo soy Su amo. Porque he hecho la Luz. Hice
el sol y la luna y las estrellas innumerables. Yo os protegeré de lo Oscuro,
que de otro modo os devoraría.»
Le hablamos entonces de
la Voz. Pero su rostro se hizo terrible; pues estaba furioso. «¡Estúpidos!—dijo—.
Era la Voz de lo Oscuro. Desea manteneros alejados de mí, porque tiene hambre
de vosotros.» Partió entonces, y no lo vimos durante un largo tiempo, y sin sus
regalos éramos pobres. Y llegó un día en que de repente la luz del sol empezó a
menguar, hasta que desapareció y una gran sombra cayó sobre el mundo; y todas
las bestias y aves tuvieron miedo. Entonces regresó, caminando a través de la
sombra como un fuego brillante.
Nos postramos ante él.
«Algunos de vosotros todavía escuchan a la Voz de lo Oscuro—dijo—, y por tanto
se está aproximando. ¡Escoged ahora! Podéis tener a lo Oscuro como Señor, no
podéis tenerme a Mí. Pero si no Me tomáis como Señor y juráis servirme partiré
y os abandonaré; porque tengo otros reinos y moradas, y no necesito la Tierra,
ni a vosotros». Con miedo hablaron entonces nuestros caudillos, diciendo:
—Tú eres el Señor; sólo a
Ti serviremos. Renunciamos a la Voz y no volveremos a escucharla.
—¡Qué así sea!—dijo él—.
Ahora construidme un hogar en un lugar elevado y llamadlo la Casa del Señor.
Allí iré cuando quiera. Allí Me llamaréis y Me haréis vuestras peticiones.
Y cuando hubimos
construido una gran casa, vino y se irguió ante el alto trono, y la casa estaba
iluminada como con fuego. «Ahora—dijo—, que se adelante todo aquel que todavía
escuche a la Voz.»
Algunos había, pero por
miedo permanecieron quietos y en silencio. «¡Inclinaos entonces ante Mí y
reconoced Mi soberanía!», dijo. Y todos se postraron ante él, diciendo: «Tú
eres el Único Grande, y Te pertenecemos.»
En seguida subió como en
una gran llama y humo y el calor nos quemó. Pero de repente había desaparecido,
y estaba más oscuro que la noche; y huimos de la Casa. Después de aquello
siempre íbamos con gran miedo de lo Oscuro; pero rara vez volvió él a aparecer
entre nosotros en una forma hermosa, y traía pocos regalos. Si en caso de
extrema necesidad acudíamos a la Casa y le rogábamos que nos ayudara, su voz
nos decía lo que debíamos hacer. Pero ahora siempre nos ordenaba hacer algo, o
a entregarle algún regalo, antes de escuchar nuestro ruego; y cada vez nos
exigía cosas peores y nos daba menos regalos.
Nunca volvimos a oír la
primera Voz, salvo una vez. En la quietud de la noche nos habló, diciendo:
«Habéis renegado de Mí, pero seguís siendo Míos. Yo os di la vida. Ahora se
acortará, y cada uno de vosotros acudirá a Mí tras un breve tiempo, y sabrá
quién es el Señor: si aquel a quien adoráis, o Yo, que os hice.»
Aumentó entonces nuestro
miedo por lo Oscuro; porque creíamos que la Voz venía de la Oscuridad que había
detrás de las estrellas. Y algunos de nosotros empezamos a morir con horror y
angustia, temerosos de ir a lo Oscuro. Pedimos entonces al Amo que nos librara
de la muerte, y no respondió. Pero cuando fuimos a la Casa y todos nos
postramos allí, acudió al fin, grande y majestuoso, pero había crueldad y
orgullo en su rostro.
«Ahora sois Míos y debéis
hacer Mi voluntad—dijo—. No me preocupa que algunos de vosotros muráis para
apaciguar el hambre de lo Oscuro; pues de otro modo pronto serías demasiados,
arrastrándoos como el hielo sobre la superficie de la Tierra. Pero si no hacéis
Mi voluntad sentiréis Mi furia y moriréis antes, porque yo os mataré.»
Después sufrimos
enormemente de agotamiento, hambre y enfermedades; y la Tierra y todas las
cosas que habitaban en ella se volvieron contra nosotros. El fuego y el agua se
nos rebelaron. Las aves y bestias nos esquivaban, o nos atacaban si eran
fuertes. Las plantas nos daban veneno; y temíamos a las sombras bajo los
árboles. Añoramos entonces la vida tal como era antes de la llegada del Amo; y
lo odiamos, pero lo temíamos tanto como a lo Oscuro. Y hacíamos lo que nos
pedía, y más de lo que nos pedía: pues cualquier cosa que pensáramos que lo
complacería, por maligno que fuera, lo hacíamos con la esperanza de que él
suavizaría nuestros pesares, y que por lo menos no nos mataría. Para la mayoría
de nosotros fue en vano. Pero a algunos empezó a demostrarles su favor: a los
más fuertes y crueles, y a aquellos que iban más a menudo a la Casa. Y les daba
regalos y conocimientos que ellos guardaban en secreto; y se hicieron poderosos
y altivos, y nos esclavizaron, de modo que no teníamos descanso del trabajo
entre nuestros pesares.
Hubo entonces algunos de
entre nosotros que hablaron abiertamente en su desesperación: «Ahora sabemos al
fin quién mentía y quién deseaba devorarnos. La Oscuridad no era la primera
Voz, sino el Amo que hemos tomado; y no provenía de ella, como dijo, sino que
mora allí. ¡Ya no le serviremos más! Él es nuestro Enemigo». Entonces,
temerosos de que los oyera y nos castigara a todos, los matamos, cuando nos fue
posible; y los que huyeron fueron perseguidos; y cuando capturábamos a alguno,
nuestros amos, los amigos de él, ordenaban que lo llevaran a la Casa y allí le
dieran muerte con fuego. Eso le causaba gran placer, decían sus amigos; y de
hecho durante un tiempo pareció que nuestros pesares se aligeraban.
Pero se dice que hubo
unos pocos que escaparon de nosotros, y se fueron lejos, a países lejanos. Sin
embargo, no escaparon de la ira de la Voz; porque habían construido la Casa y
se habían postrado en ella. Y al fin llegaron al final de la tierra y a las
orillas del agua infranqueable; y he aquí que el Enemigo estaba allí, delante
de ellos.
Andreth se hundió en el
silencio y observó el fuego fijamente.
—¿Pensáis que nadie lo
sabe excepto vosotros?—dijo Finrod al fin—. ¿No lo saben los valar?
Andreth alzó la vista y
sus ojos se oscurecieron.
—¿Los valar?—dijo—. ¿Cómo
podría yo saberlo, o cualquier hombre? Vuestros valar no nos molestan con
cuidados ni instrucción. No nos convocaron.
—¿Qué sabéis de ellos?—dijo
Finrod—. Yo los he visto y he morado entre ellos, y en presencia de Manwë y
Varda he estado en la Luz. No hables de ellos así, ni de nada que está muy alto
por encima de ti. Tales palabras surgieron por vez primera de la Boca
Mentirosa. ¿Nunca se te ha ocurrido, Andreth, que allí fuera, en edades pasadas
hace largo tiempo, podríais haberos puesto fuera de su amparo y más allá del
alcance de su ayuda? ¿O incluso que vosotros, los hijos de los hombres, no
erais algo que ellos pudieran gobernar? Porque erais demasiado grandes. Sí, eso
es lo que quiero decir, y no sólo halagar vuestro orgullo: demasiado grandes.
Los únicos amos de vosotros mismos dentro de Arda, bajo la mano del Único.
¡Cuida, pues, tus palabras! Si no vas a hablar a otros de vuestra herida o cómo
llegasteis a ella, escucha, no sea que como sanguijuelas ignorantes, confundáis
las heridas o, por orgullo, acuséis fuera de lugar. Pero volvamos a otros
asuntos, puesto que no dirás más sobre esto. Consideremos vuestro estado
primero, antes de la herida. Porque lo que dices es también una maravilla y
difícil de entender. Tú afirmas: "no fuimos hechos para la muerte, ni
nacíamos para morir". ¿Qué quieres decir: que erais como nosotros u
otra cosa?
—Este conocimiento no os
toma en consideración—dijo Andreth—, pues nada sabemos de los eldar. Sólo
incumbe al morir y al no morir. De la vida mientras dure el mundo pero no más
allá, nada hemos oído. En realidad, nunca hasta ahora pasó por mi mente.
—A decir verdad—dijo
Finrod—había pensado que esta creencia vuestra, de que también vosotros no
fuisteis hechos para la muerte, no era sino un sueño de vuestra soberbia,
nacido por envidia a los quendi, para igualarlos o sobrepasarlos. No es así,
dirás tú. Y sin embargo, mucho antes de que llagarais a esta tierra,
encontrasteis otros pueblos de los quendi, y con algunos trabasteis amistad.
¿No erais ya entonces mortales? ¿Y nunca hablasteis con ellos acerca de la vida
y la muerte? Porque incluso sin palabras ellos pronto descubrirían vuestra mortalidad,
y mucho hace que debisteis advertir que ellos no morían.
—No es así, afirmo en
verdad. —respondió Andreth—. Puede que fuéramos mortales cuando por vez primera
encontramos a los elfos lejos de aquí, o puede que no. Nuestro conocimiento no
lo dice, o al menos, ninguno que yo haya aprendido. Pero ya entonces teníamos
nuestro saber, y no necesitamos ninguno de los elfos: sabíamos que en nuestro
origen nacíamos para no morir nunca. Y con esto, mi señor, queremos decir:
nacidos para la vida eterna, sin sombra de final alguno.
—¿Han considerado
entonces los sabios entre vosotros cuán extraña es la verdadera naturaleza que
reclaman para los atani?—dijo Finrod.
—¿Tan extraña es?—dijo
Andreth—. Muchos de los sabios sostienen que en su verdadera naturaleza, ninguna
cosa viviente moriría.
—En eso los eldar os
dirían que erráis—dijo Finrod—. Para nosotros, lo que reclamáis para los hombres
es extraño y muy difícil de aceptar, por dos razones. Afirmáis, si es que
entendéis completamente vuestras propias palabras, haber tenido cuerpos
imperecederos, no limitados por las fronteras de Arda, y sin embargo derivados
de su materia y sustentados en ella. Y reclamáis, además (aunque esto quizá no
lo hayas advertido) haber poseído hröar y fëar que desde el principio carecían
de armonía. Y sin embargo, la armonía de hröa y fëa es, creemos, esencial en la
verdadera naturaleza inmaculada de todos los encarnados: los mirröanwi,
como llamamos a los hijos de Eru.
—Veo el primer problema—dijo
Andreth—, y para ello tienen nuestros sabios su propia respuesta. El segundo,
como adivinas, no lo percibo.
—¿No?—dijo Finrod—. Entonces
no os veis a vosotros mismos con claridad. Pero puede suceder a menudo que las
amistades y parientes vean con facilidad algunas cosas que están escondidas
para su propio amigo. Bien, los eldar somos vuestros parientes, y vuestros
amigos también (si quieres creerlo) y os hemos observado durante tres vidas de
los hombres con amor y preocupación y reflexionando mucho. De esto, entonces,
estamos completamente seguros, o de lo contrario nuestra sabiduría no es más
que vanidad: los fëar de los hombres, aunque cercanos y emparentados con los
fëar de los quendi, no son iguales. Aunque nos resulte extraño, vemos
claramente que los fëar de los hombres no están, como los nuestros, confinados
a Arda, ni es Arda su hogar. ¿Puedes negarlo? Ahora bien, nosotros los eldar no
negamos que améis Arda y todo lo que hay en ella (en tanto que estáis libres de
la Sombra) tanto como nosotros lo hacemos. Pero de otra forma. Cada una de
nuestras estirpes percibe Arda de forma diferente y aprecia sus bellezas en
distinto grado y modo. ¿Cómo explicarlo? Para mí la diferencia es similar a la
que hay entre el que visita un país extranjero y habita allí un tiempo (aunque
no lo necesita) y el que ha vivido en esa tierra siempre (y debe hacerlo). Para
el primero, todas las cosas que ve le parecen nuevas y asombrosas y por ello
dignas de amor. Al otro todo le es familiar, lo único que realmente existe para
él, sus cosas, y por ello le son preciosas.
—Queréis decir que los hombres
son los huéspedes—dijo Andreth.
—Has dicho la palabra
exacta—dijo Finrod—. Ese es el nombre que os hemos concedido.
—Señorialmente, como
siempre—dijo Andreth—. Pero incluso si somos invitados en una tierra donde todo
es de vuestra propiedad, señores míos, decidme, ¿qué otras tierras o cosas
conocemos?
—¡No, dímelo tú!—dijo
Finrod—. Pues si no lo sabéis vosotros, ¿cómo podemos saberlo nosotros? ¿Sabes
que los eldar dicen de los hombres que no miran a las cosas por sí mismas; que
si estudian algo, es para descubrir algo más; que si la aman es sólo (parece)
porque les recuerda a algo más precioso? Entonces, ¿con qué comparan? ¿Dónde
están esas otras cosas? Nosotros, tanto elfos como hombres, estamos en Arda y
somos de Arda, y el conocimiento que los hombres tienen procede de Arda (o así
parece). ¿De dónde entonces viene esa memoria que tenéis antes incluso de que
empecéis a aprender? No es de otras regiones en Arda por las que hayáis
viajado. Porque si tú y yo fuéramos juntos a vuestro antiguo hogar, lejos al este,
reconocería las cosas de allí como parte de mi hogar, mientras que vería en tus
ojos el mismo asombro y comparación que veo en los hombres de Beleriand que han
nacido aquí.
—Decís extrañas palabras,
Finrod—dijo Andreth—, que nunca antes he oído. Y sin embargo, mi corazón se
agita como si reconociera alguna verdad aún sin entenderla. Pero tenue es esa
memoria y se aleja antes de que podamos asirla y entonces quedamos ciegos. Y
aquellos entre nosotros que han conocido a los eldar, y que quizá los han
amado, dicen por nuestra parte: "No hay cansancio en los ojos de los elfos."
Y hemos descubierto, además, que ellos no entienden el dicho de los hombres: lo
que se ve demasiado a menudo, deja de ser visto. Y se maravillan que en las
lenguas de los hombres la misma palabra pueda significar tanto "conocido
desde antaño" como "ajado". Pensamos que se debe sólo
a que los elfos tienen vidas duraderas y vigor inagotable. "Niños
crecidos" os llamamos a veces nosotros los huéspedes, mi señor. Pero aún
así... aún así, si nada en Arda mantiene para nosotros su sabor por largo
tiempo, y todas las cosas hermosas se vuelven oscuras, ¿entonces qué? ¿Acaso no
es por la Sombra de nuestros corazones? ¿O dirías que no es esa la razón sino
que tal fue siempre nuestra naturaleza, antes incluso de la herida?
—Eso
diría, en verdad—respondió Finrod—. La Sombra puede haber oscurecido vuestra
inquietud, aportando un cansancio más rápido y convirtiéndolo pronto en desdén,
pero la inquietud siempre estuvo ahí, creo. Y si así es, ¿no puedes ahora
captar la contradicción de la que hablaba? Si es que vuestro Saber tiene el
conocimiento, como el nuestro, según el cual los mirroänwi están hechos de la
unión de cuerpo y mente, de hröa y fëa, o como decimos en imágenes, de la Casa
y el Morador. ¿Pues qué es la muerte de la que te lamentas sino la separación
de estos dos? Y ¿qué es la inmortalidad que habéis perdido sino que los dos
resten unidos para siempre? ¿Pero qué debemos pensar entonces de esta unión en
el hombre: de un Morador que no es más que un invitado aquí en Arda y que no
está en su hogar, con una Casa que está construida con la materia de Arda y
debe por lo tanto (se supone) permanecer aquí? Uno no esperaría para esta Casa
una vida más larga que la de Arda, de quien forma parte. Pero aseguráis que la
Casa también era inmortal, ¿no es así? Yo más bien creería que un fëa así, por
su propia naturaleza, abandonaría en su momento la casa de su periplo aquí,
incluso si este periplo era antes más largo de lo que ahora se permite. Entonces
la "muerte" os habría (como dije) sonado muy distinta: como
una liberación, o un retorno, o, mejor, una vuelta al hogar. Pero esto no es lo
que vosotros creéis, parece.
—No,
en eso no creo—dijo Andreth—. Pues eso sería cansancio del cuerpo, y es éste un
pensamiento de la Oscuridad, antinatural en cualquiera de los encarnados cuya
vida incorrupta es una unión de mutuo amor. Porque el cuerpo no es una posada
para mantener caliente al viajero durante una noche, antes de que prosiga su
camino, para luego recibir a otro. Es una casa construida para un solo morador,
y no sólo casa, sino también ropaje; y no está claro para mí que debamos en
este caso hablar sólo de ropajes adecuados al portador y no de un portador que
es apropiado para las ropas. Sostengo, entonces, que no se puede pensar que la
separación de ambos sea acorde a la verdadera naturaleza de los hombres. Pues
si fuera "natural" para el cuerpo ser abandonado y morir, y
"natural" para el fëa continuar viviendo, entonces habría sin
duda una contradicción en el hombre, y sus partes no estarían unidas por amor.
Su cuerpo sería, en el mejor de los casos, un impedimento, o una cadena. Una
imposición, realmente, no un don. Pero hay uno que impone, y que fabrica
cadenas, y si tal fuera nuestra naturaleza en los comienzos, entonces de él
procederíamos; pero de ello tú dices que no se debe hablar. ¡Ay! Lejos en la
oscuridad los hombres lo afirman pese a todo, aunque no los atani que vos
conocéis, no ahora. Afirmo que en esto nosotros somos como vosotros, verdaderos
encarnados, y que no vivimos nuestro ser auténtico en plenitud excepto por la
unión de paz y amor entre la Casa y el Morador. Por lo tanto, la muerte que los
divide es un desastre para ambos.
—Más aún asombras mis
pensamientos, Andreth—dijo Finrod—. Pues si tu reclamación es cierta, entonces
¡mira! un fëa que no es aquí sino un viajero está indisolublemente casado con
un hröa de Arda; separarlos es una dañina herida, y aún así cada uno ha de
completar su naturaleza sin tiranía por parte del otro. Entonces con seguridad
se puede inferir lo siguiente: cuando el fëa parte debe llevar consigo al hröa.
¿Y que puede significar esto sino que el fëa tiene el poder de elevar al hröa
como eterno esposo y compañero, hacia una existencia eterna más allá de Ëa y
más allá del Tiempo? Así Arda, o parte de ella, sería curada no sólo de la
mancha de Melkor sino liberada incluso de los límites que se le establecieron
en la "Visión de Eru" de la que los valar hablan. Por lo tanto
digo que si podemos creer esto, poderosos en verdad fueron hechos los hombres
bajo Eru en su inicio; y terrible sobre todas las calamidades fue el cambio de
su estado. ¿Es entonces una visión de lo que Arda sería si estuviera completa—de
cosas vivientes e incluso de las mismas tierras y mares de Arda hechas eternas
e indestructibles, para siempre hermosas y nuevas—con lo que los fëar de los hombres
comparan lo que ven aquí? ¿O existe en algún sitio un mundo del cual todo lo
que vemos, todas las cosas que los hombres y elfos conocemos, no son más que
recuerdos o imágenes?
—Si es así, está en la
mente de Eru, estimo yo—dijo Andreth—. A tales preguntas, ¿cómo podemos hallar
respuestas, aquí en las nieblas de Arda Maculada? Sería distinto si no
hubiéramos sido cambiados; pero siendo como somos, incluso los sabios entre
nosotros han dedicado poco pensamiento a Arda en sí misma, o a las otras cosas
que aquí residen. Hemos pensado sobre todo en nosotros: de cómo nuestros hröar
y fëar deberían haber morado juntos en eterna felicidad, y en la oscuridad
impenetrable que ahora nos espera.
—Entonces no sólo los altos
elfos se olvidan de su linaje—dijo Finrod—. Pero esto me resulta extraño, y
como hizo tu corazón cuando hablé de vuestro malestar, así ahora el mío salta
como oyendo buenas nuevas. Ésta, pues, propongo, fue la razón de ser de los hombres,
no los seguidores, sino los herederos y culminadores de todo: curar la Mácula
de Arda, ya prevista antes de su creación, y hacer aún más, como agentes de la
magnificencia de Eru: agrandar la Música y superar la Visión del Mundo. Porque
Arda Curada no será Arda Inmaculada, sino una tercera cosa, mayor y aún así, la
misma. He conversado con los valar que estuvieron presentes en la Música antes
de que la existencia del mundo empezara. Y ahora me pregunto: ¿escucharon ellos
el final de la Música? ¿No había algo en los acordes finales de Eru o más allá
que, sobrecogidos, no percibieron? O, de nuevo, puesto que Eru es libre por
siempre, quizá no hizo Música ni mostró Visión más allá de un cierto punto. Más
allá de ese punto no podemos ver o conocer, hasta que por nuestros caminos
lleguemos allí, valar o eldar u hombres. Como un maestro en la narración de
cuentos puede mantener oculto el momento cumbre hasta que llegue su tiempo.
Puede ser adivinado, por supuesto, hasta cierto punto, por aquellos que han
escuchado con toda su mente y corazón; pero eso es lo que el narrador desea. La
sorpresa y maravilla de su arte no disminuye así, pues de esta forma nosotros
compartimos, como si lo fuéramos, su autoría. ¡No así si a todos nosotros se
nos dijera en el prefacio, antes de que nos adentráramos!
—¿Cuál dirías entonces
que es el momento cumbre que Eru ha reservado?—preguntó Andreth.
—¡Ah, sabia señora!—dijo
Finrod—. Soy un elda y de nuevo pensaba en mi propia gente. Aunque, no, en
todos los hijos de Eru. Estaba pensando que por los segundos hijos podríamos
haber sido librados de la muerte. Porque mientras hablábamos de la muerte como
una separación de lo unido, mi corazón pensó una muerte que no es eso, sino el
final conjunto de ambos. Pues eso es lo que yace ante nosotros, hasta donde
nuestra razón puede ver: la culminación de Arda y su final, y por lo tanto
también el nuestro, hijos de Arda; el final donde todas las largas vidas de los
elfos estarán por completo en el pasado. Y entonces, de repente, observé como
en una visión Arda Rehecha; y allí los eldar completos, pero no acabados podían
permanecer en el presente para siempre, y allí caminar, quizá, con los hijos de
los hombres, sus liberadores, y cantarles tales canciones que, incluso en la
Felicidad más allá de toda felicidad, los verdes valles resonarían y las cimas
eternas de las montañas palpitarían como arpas.
Entonces Andreth miró a
Finrod por debajo de las cejas:
—¿Y qué es lo que, cuando
no estuvierais cantando, nos diríais?—preguntó.
Finrod rio.
—Sólo puedo adivinarlo—dijo—.
Fíjate, sabia señora, pienso que os contaremos historias del pasado y de la
Arda que fue, de los peligros y las grandes hazañas y de la creación de los Silmarils.
¡Entonces éramos nosotros los señoriales! Pero vosotros... vosotros estaréis en
vuestro hogar, mirando todas las cosas intensamente, como vuestras. Entonces
seréis los señores. "Los ojos de los elfos siempre piensan en algo más",
diréis. Pero entonces sabréis de qué nos acordamos: de los días cuando por vez
primera nos encontramos y nuestras manos se tocaron en la oscuridad. Más allá
del Fin del Mundo no cambiaremos, porque en la memoria está nuestro gran
talento, como se verá con más claridad a medida que pasen las Edades de Arda:
una pesada carga, me temo, pero en los Días de los que ahora hablamos será una
gran riqueza.
Y entonces hizo una pausa
porque vio que Andreth sollozaba en silencio.
—¡Ay, señor!—dijo—. ¿Qué
debemos hacer, entonces? Porque hablamos como si estas cosas fueran ya seguras.
Pero los hombres han sido disminuidos y se han llevado su poder. No buscamos
ninguna Arda Rehecha: la oscuridad se extiende ante nosotros, frente a la que
nos alzamos en vano. Si por nuestra ayuda tuvieran que construirse vuestras
mansiones eternas, no se prepararían ahora.
—¿No tienes entonces
esperanza?—dijo Finrod.
—¿Qué es la esperanza?—dijo
ella—. ¿La espera de un bien que, aunque incierto, tiene su fundamento en lo
conocido? Entonces no tengo ninguna.
—Eso es algo que los hombres
llaman "esperanza",—dijo Finrod—. Amdir la llamamos
nosotros, "alzar la vista". Pero hay otra que se fundamenta
más hondo. Estel, la llamamos, esto es, "confianza". No
es derrotada por las fuerzas del mundo, porque no viene de la experiencia, sino
de nuestra naturaleza y nuestro primer ser. Si somos realmente los Eruhin,
los hijos del Uno, entonces seguro que Él no permitirá que se Le prive de lo
Suyo, ni por ningún Enemigo ni por nosotros mismos. Estos son los cimientos
finales de Estel, que mantenemos incluso cuando contemplamos el Fin: que todos
Sus designios son para la felicidad de Sus hijos. Dices que no tienes Amdir.
¿Tampoco posees Estel?
—Quizá... —dijo ella. —Pero...
¡no! ¿No te das cuenta que es parte de nuestra herida el que nos falte la Estel
y que sus cimientos se tambaleen? ¿Somos los hijos del Uno? ¿No hemos sido
finalmente expulsados? ¿O siempre lo estuvimos? ¿Acaso no es el Innombrable el señor
del mundo?
—¡No lo preguntes
siquiera!—dijo Finrod.
—No
puede dejar de ser dicho—respondió Andreth,—si entiendes la desesperación en la
que caminamos. O en la que caminan la mayoría de los hombres. Entre los atani,
como nos llamáis, o los buscadores, como decimos nosotros, entre
aquellos que dejaron las tierras de desesperación y a los hombres de la
oscuridad y viajaron hacia el oeste con vanas esperanzas; entre ellos se cree
que la cura puede hallarse o que hay algún medio de escapar. ¿Mas es eso Estel?
¿No es más bien Amdir, pero sin razón alguna, una mera huida en un sueño al
despertar del cual saben que no hay escapatoria de la oscuridad y la muerte?
—Mera
huida en un sueño, dices—respondió Finrod. —En los sueños se revelan muchos
deseos, y el deseo puede ser la última chispa de Estel. Pero tú no quieres
decir sueño, Andreth. Confundes sueño y vigilia con esperanza y creencia, por
hacer la una más dudosa y la otra más segura. ¿Duermen cuando hablan de huida y
curación?
—Dormidos
o despiertos, no dicen nada con claridad—respondió Andreth.
—¿Cómo
o cuándo ha de llegar esa curación? ¿Qué tipo de existencia recibirán los que
vean esos tiempos? ¿Y qué será de nosotros, que antes nos habremos hundido en
las tinieblas sin sanar? A tales preguntas, sólo los de la "Vieja
Esperanza" (como se denominan a sí mismos) atisban alguna respuesta.
—¿Los
de la Vieja Esperanza?—dijo Finrod—.¿Quiénes son?
—Unos pocos,—dijo ella—; pero
su número ha aumentado desde que llegamos a esta tierra y ven que el
Innombrable puede (o eso creen) ser desafiado. Aunque eso no es una razón.
Desafiarle no deshará su obra de antaño. Y si aquí fracasa el valor de los eldar,
entonces su desesperación será mayor. Porque no era en el poder de los hombres
ni en el de ningún pueblo de Arda en lo que la vieja esperanza se fundamentaba.
—¿Cuál era entonces esta
esperanza, si lo sabes?—preguntó Finrod.
—Ellos dicen... —respondió
Andreth—, ellos dicen que el propio Uno entrará en Arda y sanará a los hombres
y toda la Mácula de principio a fin. Esto, dicen, o imaginan, es un rumor que
se ha transmitido durante años innumerables, incluso desde los días de nuestra
herida.
—¿Dicen, imaginan...?—dijo
Finrod—. ¿No eres entonces una de ellos?
—¿Cómo podría serlo,
señor? Toda sabiduría está en su contra. ¿Quién es el Uno, a quien vos llamáis
Eru? Si dejamos de lado a los hombres que sirven al Innombrable, como hacen
muchos en la Tierra Media, aún muchos hombres perciben el mundo como una guerra
entre la Luz y una Oscuridad equipotente. Tú dirás: no, eso es Manwë contra
Melkor; Eru está sobre ellos. ¿Es entonces Eru el mayor de los valar, un gran
dios entre dioses, como muchos hombres dicen, incluso entre los atani: un rey
que vive lejos de su reino y deja aquí príncipes menores para que hagan lo que
quieran? De nuevo tú dirás: no, Eru es Uno, solo y sin igual, y Él hizo Ëa y
está por encima de ella; y los valar son más grandes que nosotros pero, pese a
todo, no están más cerca de Su majestad. ¿No es así?
—Sí—dijo Finrod.—. Eso
afirmamos, y los valar, que conocemos, dicen lo mismo, todos excepto uno. Pero
cuál, piensas, es más capaz de mentir: ¿aquellos que se hacen humildes o el que
se ensalza?
—No dudo—dijo Andreth—. Y
por esa razón lo afirmado por la Esperanza sobrepasa mi entendimiento. ¿Cómo
puede Eru entrar en una cosa que Él ha hecho y sobre la cual Él es mayor más
allá de toda medida? ¿Puede el cantante entrar en su canto o el pintor en sus
imágenes?
—Él ya está dentro, así
como fuera—dijo Finrod—pero en verdad ese "dentro" y "fuera"
no son del mismo modo.
—Cierto—dijo Andreth—. Así
puede Eru estar presente en Ëa, que procede de Él. Pero hablan de Eru Mismo
entrando en Arda, y eso es algo totalmente distinto. ¿Cómo podría Él, el más
grande, hacerlo? ¿No destruiría eso Arda e incluso toda Ëa?
—No me preguntes a mí—dijo
Finrod—. Estas cosas están más allá del alcance de la sabiduría de los eldar, o
de los valar quizá. Pero me temo que las palabras nos pueden confundir y que
cuando dices más grande piensas en las dimensiones de Arda, en las
cuales el contenido no puede ser mayor que el continente. Porque tales palabras
no pueden usarse con lo Inconmensurable. Si Eru lo deseara, no dudo de que
encontraría un modo de hacerlo, aunque no puedo ver cómo. Pues, según creo yo,
si Él en Sí Mismo hubiera de entrar, debería aún permanecer como Él es: sin
Autor. Y, sin embargo, Andreth, hablando con humildad, no puedo concebir de qué
otra forma podría lograrse la curación. Porque Eru seguramente no permitirá que
Melkor cambie el mundo a su voluntad y que triunfe al fin. Y no hay poder
concebible mayor que el de Melkor, salvo el de Eru. Por lo tanto Eru, si no ha
de ceder su obra a Melkor, que alcanzaría el dominio, debe venir para
conquistarle. Mas, incluso si Melkor (o el Morgoth en que se ha convertido)
pudiera de alguna forma ser arrojado o expulsado de Arda, aún su Sombra
permanecería, y el mal que ha traído y cultivado como una semilla crecería y se
multiplicaría. Y si algún remedio a esto ha de ser encontrado antes de que todo
termine, cualquier luz nueva que se oponga a la sombra, o una medicina para las
heridas, entonces, creo yo, debe venir de fuera.
—Entonces, señor,—dijo
Andreth, y alzó la mirada con asombro—¿crees en esta Esperanza?
—No me preguntes todavía—respondió—.
Porque todavía no es para mí sino extrañas nuevas que me llegan de lejos. Jamás
se habló de una esperanza así a los quendi. Sólo a vosotros se envió. Y sin
embargo, a través de vosotros podemos oírla y elevar los corazones—. Hizo una
pausa y después, mirando gravemente a Andreth, dijo: —Sí, Sabia, quizá fue
ordenado que nosotros los quendi y vosotros, los atani, antes de que el mundo
envejeciera, nos encontráramos y compartiéramos noticias, y así nosotros
aprenderíamos la Esperanza de vosotros. Fue ordenado, en verdad, que vos y yo,
Andreth, nos sentáramos aquí y hablásemos juntos, a través del abismo que
separa a nuestras estirpes, de forma que aunque la Sombra crece en el norte
nosotros no estemos completamente asustados.
—¡A través del abismo que
divide nuestras estirpes!—dijo Andreth—. ¿No hay más puente que las meras
palabras?—y de nuevo sollozó.
—Puede que lo haya. Para
algunos. No lo sé—dijo Finrod—. El abismo es quizá entre nuestros destinos, más
bien, puesto que por lo demás somos parientes cercanos, más cercanos que
cualquier otra criatura en el mundo. Pero es peligroso cruzar un abismo
impuesto por el destino, y si alguien lo hiciera, no encontraría felicidad al
otro lado, sino pesares. Eso me temo. Mas ¿por qué decís "meras
palabras"? ¿No cruzan acaso las palabras los abismos entre una vida y
otra? Entre vos y yo sin duda ha pasado algo más que sonido vacío. ¿No nos
hemos acercado? Pero esto es, creo, de poco consuelo para vos.
—¡No he pedido consuelo!—dijo
Andreth—. ¿Para qué lo necesito?
—Por el destino de los hombres,
que os ha tocado como mujer—dijo Finrod—. ¿Creéis acaso que no lo sé? ¿No es él
mi querido hermano, al que amo? Aegnor: Aikanár, Llama Afilada, rápido y
dispuesto. No están lejos los años en los que os encontrasteis por primer vez,
y vuestras manos se tocaron en esta oscuridad. Entonces vos erais una doncella,
valiente y decidida, en la mañana sobre las altas colinas de Dorthonion.
—¡Decidlo!—dijo Andreth—.
Decid: qué sois ahora sino una sabia solitaria, y la edad que a él no lo tocará
ha pintado ya el gris del invierno en vuestros cabellos. ¡Pero esto no me lo
digáis vos, porque ya lo hizo él una vez!
—¡Ay!—dijo Finrod—. Esa
es la amargura, amada adaneth, mujer de los hombres, ¿no?, presente en todas
vuestras palabras. Si pudiera daros algún consuelo, lo veríais como un gesto
condescendiente desde mi lado del destino que nos separa. Pero ¿qué puedo
decir, excepto recordaros la Esperanza que vos misma habéis revelado?
—No dije que fuera jamás
mi esperanza—respondió Andreth—. Y aunque lo fuera, aún así gritaría: ¿por qué
este dolor, aquí y ahora? ¿Por qué hemos de amaros y por qué habéis de amarnos
(si lo hacéis) y aún así mantener el abismo entre nosotros?
—Porque así se nos hizo,
parientes cercanos—dijo Finrod—. Pero no nos hicimos a nosotros mismos y por lo
tanto, nosotros, los eldar, no pusimos ahí el abismo. No, adaneth, no somos
señoriales en esto, sino dignos de lástima. Esa palabra os disgustará. Pero la
lástima es de dos tipos: una es de similitud reconocida, y está cercana al
amor. La otra es la percepción de una fortuna distinta, y está cercana al
orgullo. Yo hablo de la primera.
—¡No me habléis de
ninguna!—dijo Andreth—. Ninguna deseo. Era joven y miré en su llama, y ahora
soy vieja y estoy perdida. Él era joven y su llama se extendía hacia mí, pero
se dio la vuelta y se alejó, y es joven todavía. ¿Tienen piedad las velas de
los topos?
—O los topos de las
velas, cuando sopla el viento y las apaga—dijo Finrod—. Adaneth, yo os digo que
Aikanár la Llama Afilada os amaba. Por amor a vos nunca tomará la mano de
ninguna novia de su propia raza, sino que vivirá solo hasta el final,
recordando la mañana en las colinas de Dorthonion. ¡Pero demasiado pronto su
llama se irá en el viento del norte! Visión se ha dado a los eldar sobre muchas
cosas que no están lejos, aunque pocas felices, y os digo que vos viviréis
largo tiempo de acuerdo a vuestra raza, y él se irá antes que vos y no deseará
volver.
Entonces Andreth se
levantó y estiró sus manos hacia el fuego.
—¿Entonces por qué se
fue? ¿Por qué me abandonó, cuando aún me quedaban unos pocos años buenos?
—Ay—dijo Finrod—. Temo
que la verdad no os satisfará. Los eldar tienen una estirpe y vosotros otra y
cada uno juzga a los demás según él mismo... hasta que aprenden, como hacen
unos pocos. Éste es tiempo de guerra, Andreth, y en estos días los eldar no se
casan ni engendran niños, sino que se preparan para la muerte... o la huida.
Aegnor no confía (ni yo tampoco) en que este asedio a Angband dure mucho. Y
entonces, ¿qué será de esta tierra? Si su corazón mandara, habría deseado
tomaros y huir lejos, al este o al sur, abandonando a su gente y a la vuestra.
El amor y la lealtad le contuvieron. ¿Qué decís de las vuestras? Vos misma
habéis dicho que no se puede escapar huyendo dentro de los límites del mundo.
—Por un año, un día de la
llama, lo habría dado todo: pueblo, juventud y la esperanza misma: Adaneth soy—dijo
Andreth.
—Él lo sabía—dijo Finrod.
—. Y se retiró y no aferró lo que estaba a su alcance: Elda es. Pues tales
tratos se pagan con una angustia que no se puede adivinar, y de ignorancia, más
que de coraje, juzgan los eldar que están hechos. No, adaneth, si algún
matrimonio ha de haber entre nuestra estirpe y la vuestra, entonces ha de ser
por algún alto propósito del Destino. Breve será y duro al final. Sí, el hado
menos cruel que le podría acontecer es que la muerte pronto lo finalizara.
—Pero el final siempre es
cruel... para los hombres—dijo Andreth—. Yo no le habría molestado, cuando
acabara mi corta juventud. No habría cojeado como una bruja tras sus pies
brillantes, cuando ya no fuera capaz de correr junto a él.
—Quizá no—dijo Finrod—. Así
lo crees ahora. ¿Pero has pensado en él? Él no habría corrido delante de vos.
Habría permanecido a vuestro lado para sosteneros. Entonces, cada hora,
habríais experimentado pena, una pena sin escapatoria. Él no soportaría veros
tan dolida. Andreth adaneth, la vida y el amor de los eldar reside en gran
medida en la memoria, y nosotros, si no vosotros, preferimos tener recuerdos
hermosos aunque incompletos que recuerdos con un final desgraciado. Ahora él
siempre os recordará bajo el sol de la mañana, y aquel último crepúsculo, junto
a las aguas de Aeluin en las que vio vuestro rostro reflejado con una estrella
atrapada en vuestro cabello... siempre, hasta que el viento del norte traiga la
noche a su llama. Sí, y después, lo recordará sentado en la Casa de Mandos en
los Salones de Espera hasta el final de Arda.
—¿Y yo qué recordaré?—dijo
ella—. ¿Y cuándo me vaya a qué salas llegaré? ¿A una oscuridad en las que
incluso la memoria de la llama aguda se apagará? Incluso el recuerdo del
rechazo. Eso al menos.
Finrod suspiró y se
levantó.
—Los eldar no tienen
palabras para curar esos pensamientos, adaneth—dijo—. ¿Pero desearías que hombres
y elfos nunca se hubieran conocido? ¿Es que la luz de la llama, que de otra
forma no habríais conocido, no tiene valor, incluso ahora? ¿Crees haber sido
ofendida? Desecha al menos ese pensamiento, que proviene de la Oscuridad, y así
nuestra conversación no habrá sido totalmente en vano. ¡Adiós!
La oscuridad caía en la
habitación. Él tomo su mano a la luz del fuego.
—¿Dónde vas?—dijo ella.
—Lejos al norte—dijo él—.
A las espadas y al asedio y a los muros de defensa; que al menos por un tiempo
en Beleriand los ríos fluyan claros, broten las hojas y los pájaros construyan
sus nidos, antes de que llegue la Noche.
—¿Estará él allí, alto y
resplandeciente, y el viento en su cabello? Háblale. Dile que no sea
imprudente. ¡Que no busque el peligro sin necesidad!
—Se lo diré—dijo Finrod—.
Pero lo mismo podría deciros a vos que no sollocéis. Es un guerrero, Andreth, y
un espíritu de ira. En cada golpe que asesta ve al Enemigo que hace mucho os
hizo este daño. Pero no estáis hechos para Arda. Donde vayas, puedes encontrar luz.
Espéranos allí: a mi hermano y a mí.
X.DE BEREN Y LÚTHIEN
EL SILMARILLION
Entre las historias de dolor y de ruina que nos
llegaron de la oscuridad de aquel entonces, hay sin embargo algunas en las que
en medio del llanto resplandece la alegría, y a la sombra de la muerte hay una
luz que resiste. Y de estas historias la más hermosa a los oídos de los elfos
es la de Beren y Lúthien. De sus vidas se hizo la Balada de Leithian, La
Liberación del Cautiverio, que es la más extensa, salvo una de las
canciones dedicadas al mundo antiguo; pero aquí se cuenta la historia con menos
palabras y sin canto.
Se ha dicho
que Barahir se negó a abandonar Dorthonion y que allí Morgoth lo persiguió a
muerte, hasta que por fin sólo quedaron con él doce compañeros. Ahora bien, el
bosque de Dorthonion se extendía hacia el sur hasta los páramos montañosos; y
al este de esas altas tierras había un lago, Aeluin, con brezales silvestres
alrededor, y esa tierra no tenía ningún sendero y era indómita, pues ni
siquiera en los días de la Larga Paz había vivido alguien allí. Sin embargo,
las aguas del lago Aeluin eran veneradas; claras y azules durante el día,
parecían de noche un espejo para las estrellas; y se decía que la misma Melian
había consagrado esas aguas en días de antaño. Allí se retiraron Barahir y sus
compañeros proscritos, e hicieron de ese lugar su guarida, y Morgoth no pudo
descubrirlo. Pero el rumor de los hechos de Barahir y sus compañeros se
extendió hasta muy lejos; y Morgoth ordenó a Sauron que los encontrara y los
destruyera.
Ahora bien, entre los compañeros de Barahir estaba
Gorlim hijo de Angrim. Su esposa se llamaba Eilinel, y grande era el amor que
se tenían, antes de que llegara el mal. Pero Golim, al volver de la guerra,
encontró su casa saqueada y abandonada; su esposa había desaparecido; si muerta
o raptada, él no lo sabía. Entonces acudió a Barahir, y de toda la compañía fue
el más feroz y desesperado; pero la duda le roía el corazón, pensando que
quizás Eilinel no estuviera muerta. A veces partía solo y en secreto y visitaba
su casa que todavía estaba en pie en medio de los campos y los bosques que
otrora fueran suyos; y esto llegaron a saberlo los servidores de Morgoth.
En un día de otoño, llegó a la casa a la caída del
sol, y al acercarse le pareció ver una luz en la ventana; y avanzando con
cautela miró dentro. Allí vio a Eilinel, y la cara de ella estaba devastada por
el dolor y el hambre, y le pareció oír que se lamentaba de que él la hubiera
abandonado. Pero cuando la llamó a grandes voces, la luz se apagó en el viento,
aullaron los lobos, y de súbito sintió en los hombros las pesadas manos de los
cazadores de Sauron. De este modo se le tendió la trampa a Gorlim; y llevándolo
al campamento, lo atormentaron con el propósito de averiguar el escondite de
Barahir y todas sus andanzas. Pero Gorlim nada dijo. Entonces le prometieron
que sería puesto en libertad y devuelto a Eilinel si cedía; y por fin, abrumado
por el dolor y añorando estar con su mujer, vaciló. Entonces, sin más, lo
condujeron a la espantosa presencia de Sauron; y Sauron dijo: —Me entero ahora
de que estás dispuesto a hacer trato conmigo. ¿Cuál es tu precio?
Y Gorlim respondió que quería volver a ver a Eilinel
y con ella ser puesto en libertad; porque creía que también Eilinel estaba
cautiva.
Entonces Sauron sonrió diciendo: —Pequeño precio en
verdad por tan gran traición. Así será entonces sin duda. ¡Habla!
Gorlim habría callado entonces, pero intimidado por
los ojos de Sauron dijo por fin todo lo que este quería saber. Entonces Sauron rio;
y se burló de Gorlim, y le reveló que sólo había visto a un fantasma inventado
por hechicería, para atraparlo; porque Eilinel estaba muerta. —No obstante,
accederé a tu ruego—dijo Sauron—, e irás al encuentro de Eilinel y te libraré
de mi servicio—. Entonces hizo que le diesen una muerte cruel.
De este modo se reveló el escondite de Barahir, y
Morgoth tendió su red sobre él; y los orcos, acercándose en las horas
silenciosas de antes del alba, sorprendieron a los hombres de Dorthonion y los
mataron a todos, salvo a uno. Porque Beren, hijo de Barahir, había sido enviado
por su padre en una misión peligrosa, a espiar los pasos del Enemigo, y se
encontraba muy lejos cuando la guarida fue tomada. Pero mientras dormía en la
noche del bosque, soñó que unas aves alimentadas de carroña se apretaban como
hojas en las ramas desnudas de los árboles que crecían junto a una ciénaga, y
que la sangre goteaba de sus picos. Entonces Beren vio en el sueño que una
forma se le acercaba por encima del agua, y era el espectro de Gorlim; y el
espectro le habló confesando su traición y su muerte, y le pidió que se diera
prisa para advertírselo a su padre. Entonces Beren despertó y se apresuró en la
noche, y regresó a la guarida de los proscritos en la segunda mañana. Pero al
acercarse, las aves carroñeras levantaron vuelo y se posaron en los alisos
junto al lago Aeluin, y graznaron burlonas.
Allí sepultó Beren los huesos de su padre y levantó
sobre él un túmulo de piedras, y prometió que lo vengaría. Por tanto persiguió
primero a quienes habían matado a su padre y a los suyos, y encontró de noche
el campamento de los orcos junto a la Fuente del Rivil sobre el marjal de
Serech, y hábil como era para trasladarse en los bosques, pudo acercarse sin
ser visto al fuego del campamento.
Allí se jactaba el capitán de sus hazañas, y levantó
la mano de Barahir que había tronchado para mostrársela a Sauron como señal de
que la misión había sido cumplida; y el anillo de Felagund estaba en esa mano.
Entonces Beren saltó de detrás de una roca y mató al capitán, y tomando la mano
y el anillo, escapó defendido por los hados; y los orcos desconcertados
lanzaron en desorden sus flechas.
Desde entonces, durante cuatro años más erró Beren
por Dorthonion, como proscrito solitario; pero se hizo amigo de los pájaros y
las bestias, y éstos lo ayudaron y no lo traicionaron, y en adelante no comió
carne ni mató a ninguna criatura que no estuviera al servicio de Morgoth. No
temía la muerte, sino sólo el cautiverio, y como era audaz y estaba
desesperado, escapó no sólo de la muerte, sino también de las prisiones; y las
hazañas de su solitario atrevimiento tuvieron renombre en toda Beleriand, y las
historias de esas hazañas llegaron aún a Doriath. Por fin Morgoth puso a su
cabeza un precio no menor al precio de la cabeza de Fingon, rey supremo de los noldor;
pero los orcos no iban detrás de él, y huían cuando se decía que andaba cerca.
Por tanto se envió contra él un ejército al mando de Sauron; y Sauron llevó
consigo licántropos, bestias salvajes habitadas por espíritus espantosos que él
les había puesto.
Toda esa tierra rebosaba ahora de mal, y todas las
criaturas limpias la evitaban; y tanto se presionó a Beren, que por último se
vio forzado a huir de Dorthonion. En tiempos de invierno y de nieve abandonó la
tierra y la tumba de su padre, y subiendo a las altas regiones de Gorgoroth,
las montañas del Terror, divisó a lo lejos la tierra de Doriath. Allí le dijo
el corazón que descendería al reino escondido, no hollado todavía por pie
mortal.
Terrible fue su viaje hacia el sur. Los precipicios
de Ered Gorgoroth eran escarpados, y debajo había sombras poco antes que se
levantara la luna. Más allá se encontraba el descampado de Dungortheb, donde la
hechicería de Sauron y el poder de Melian estaban juntos, y el horror y la
locura andaban sueltos. Allí habitaban las arañas de la raza feroz de
Ungoliant, tejiendo las telas invisibles en las que quedaban atrapadas todas
las criaturas; y allí erraban monstruos nacidos durante la larga oscuridad,
antes del nacimiento del sol, que iban de caza en silencio mirando alrededor
con múltiples ojos. No había alimento para elfos ni hombres en esa tierra
maldita, sino sólo muerte. Ese viaje no fue la menor de las grandes hazañas de
Beren, pero luego nunca se refirió a él, temiendo que el horror lo dominara
otra vez; y nadie sabe cómo pudo orientarse y encontrar senderos que ningún hombre
o elfo se había atrevido a hollar hasta entonces, y llegar a las fronteras de
Doriath. Y atravesó los laberintos que Melian había tejido en torno al reino de
Thingol, como ella lo había previsto; porque una gran maldición pesaba sobre
él.
Se dice en la Balada de Leithian que Beren
llegó tambaleándose a Doriath, con cabeza cana y como agobiado por muchos años
de pesadumbre, tanto había sido el tormento del camino. Pero errando en el
verano por los bosques de Neldoreth, se encontró con Lúthien, hija de Thingol y
Melian, a la hora del atardecer, al elevarse la luna, mientras ella bailaba
sobre las hierbas inmarcesibles del claro umbroso junto al Esgalduin. Entonces
todo recuerdo de su pasado dolor lo abandonó, y cayó en un encantamiento;
porque Lúthien era la más hermosa de todos los hijos de Ilúvatar. Llevaba un
vestido azul como el cielo sin nubes, pero sus ojos eran grises como la noche
iluminada de estrellas; estaba el manto bordado con flores de oro, pero sus
cabellos eran oscuros como las sombras del crepúsculo. Como la luz sobre las
hojas de los árboles, como la voz de las aguas claras, como las estrellas sobre
la niebla del mundo, así eran la gloria y la belleza de Lúthien; y tenía en la
cara una luz resplandeciente.
Pero ella desapareció de súbito; y él se quedó sin
voz, como presa de un hechizo, y durante mucho tiempo erró por los bosques,
impetuoso y precavido como una bestia, buscándola. La llamó en su corazón Tinúviel,
que significa Ruiseñor, Hija del Crepúsculo, en la lengua de los elfos
grises, pues no conocía otro nombre para ella. Y la vio a lo lejos como las
hojas en los vientos de otoño, y en invierno como una estrella sobre una
colina, pero una cadena le aprisionaba los miembros.
En la víspera de la primavera, poco antes del alba,
Lúthien bailó en una colina verde; y de pronto se puso a cantar. Era un canto
vehemente que traspasaba el corazón como el canto de la alondra que se alza
desde los portones de la noche y se vierte entre las estrellas agonizantes,
cuando el sol asoma tras las murallas del mundo; y el canto de Lúthien aflojó
las ataduras del invierno, y las aguas congeladas hablaron, y las flores
brotaron desde la tierra fría por la que ella había pasado.
En ese momento el hechizo de silencio cesó de
repente, y Beren la llamó, gritando Tinúviel; y los bosques devolvieron
el eco del nombre. Entonces ella se detuvo maravillada y no huyó más, y Beren
se le aproximó. Pero cuando Tinúviel lo miró, la mano del destino cayó sobre
ella, y lo amó; no obstante, se deslizó de entre los brazos de Beren y
desapareció en el momento en que rompía el día. Entonces Beren cayó desmayado
en tierra como quien ha sido herido a la vez por el dolor y la felicidad, y se
hundió en el sueño como en un abismo de sombra; y al despertar estaba frío como
la piedra, y sentía el corazón árido y desamparado. Y con la mente errante
andaba a tientas como quien ha sido atacado de súbita ceguera y trata de
atrapar con las manos la luz desvanecida. Y así empezó a pagar el precio de la
angustia, por el destino que le había sido impuesto; y en este destino estaba
atrapada Lúthien, y siendo inmortal compartió la mortalidad de Beren, y siendo
libre se ató con las cadenas de Beren; y ninguna eldalië había conocido una
angustia mayor.
Sin que Beren lo esperara, ella regresó al sitio
donde él estaba sentado en la oscuridad, y hace ya mucho en el reino escondido
puso su mano en la de él. En adelante vino a verlo con frecuencia, y se
paseaban secretamente por los bosques desde la primavera hasta el verano; y
ningún otro de los hijos de Ilúvatar tuvo alegría tan grande, aunque el tiempo
fue breve.
Pero Daeron el Bardo también amaba a Lúthien y espió
sus encuentros con Beren, y los denunció a Thingol. Entonces el rey se llenó de
enojo, porque amaba a Lúthien más que a ninguna otra cosa, poniéndola por
encima de todos los príncipes de los elfos; mientras que a los hombres mortales
ni siquiera los tomaba como sirvientes. Por tanto, le habló a Lúthien con pena
y asombro, pero ella no quiso revelarle nada, hasta que él le juró que no haría
morir a Beren ni lo tomaría prisionero. Pero envió a unos sirvientes a que se
apoderaran de él y lo condujeran a Menegroth como a un malhechor; y Lúthien se
anticipó, y llevó ella misma a Beren ante el trono de Thingol como si fuera un
huésped honorable.
Entonces Thingol miró a Beren con desprecio y
enfado; pero Melian guardaba silencio. —¿Quién eres—preguntó el rey—, que
llegas aquí como un ladrón y te aproximas a mi trono sin ser invitado?
Pero Beren, atemorizado, porque el esplendor de
Menegroth y la majestad de Thingol eran muy grandes, nada respondió. Por tanto,
Lúthien habló y dijo: —Él es Beren hijo de
Barahir, señor de los hombres, poderoso enemigo de Morgoth; la historia de sus
hazañas se canta aún entre los elfos.
—¡Que sea Beren quien hable!—exclamó Thingol—. ¿Qué quieres,
desdichado mortal, y por qué motivo has abandonado tu tierra para entrar aquí,
lo que está prohibido a tus iguales? ¿Puedes dar una razón por la que no deba
imponerte un severo castigo por tu insolencia y tu locura?
Entonces Beren, levantando la cabeza, contempló los
ojos de Lúthien y luego miró también a Melian; y le pareció que le ponían
palabras en la boca. Perdió el miedo y recuperó el orgullo de la más antigua
casa de los hombres; y dijo: —Mi destino, oh rey, me condujo aquí, a través de
peligros que aún pocos de entre los elfos se atreverían a afrontar. Y he
encontrado aquí lo que en verdad no buscaba, pero que ahora quiero tener para
siempre. Porque está por encima de la plata y el oro, y ninguna joya se le
iguala. Ni la roca, ni el acero, ni los ruegos de Morgoth, ni todos los poderes
de los reinos de los elfos me separarán del tesoro de mis deseos. Porque
Lúthien, tu hija, es la más bella de todas las criaturas del mundo.
Entonces un grave silencio pesó en el recinto,
porque los que allí se encontraban estaban asombrados y asustados, y creyeron
que Beren sería muerto. Pero Thingol habló con lentitud diciendo: —Con esas
palabras te has ganado la muerte; y la muerte encontrarías en seguida, si yo no
hubiera hecho un juramento apresurado; de lo que estoy arrepentido, mortal de
bajo nacimiento que has aprendido a arrastrarte secretamente como los espías y
esclavos de Morgoth.
Entonces le respondió Beren: —La muerte podéis
darme, la haya yo ganado o no; pero no soportaré que me llaméis de bajo
nacimiento, ni espía, ni esclavo. Por el anillo de Felagund, que él mismo dio a
Barahir, mi padre, en el campo de batalla del norte, mi casa no se ha ganado
epítetos tales de elfo alguno, sea él rey o no.
Las palabras de Beren eran orgullosas y todas las
miradas se fijaron en el anillo; porque lo sostenía en alto, y en él
resplandecían las joyas verdes que los noldor habían inventado en Valinor.
Porque este anillo era como dos serpientes gemelas con ojos de esmeralda, y
encima de las cabezas había una corona de flores de oro, que una de ellas
sostenía y la otra devoraba; ésa era la insignia de la casa de Finarfin.
Entonces Melian se inclinó hacia Thingol, y en un susurro le aconsejó que se
tranquilizara. —Porque no serás tú—le dijo—quien dé muerte a Beren; y lejos y
libre irá guiado por el destino antes de que le llegue el final; no obstante,
ese destino está unido al tuyo. ¡Haz caso!
El anillo de Barahir por Daniel Reeve
Pero Thingol miró en silencio a Lúthien, y pensó en
su corazón: "Hombres desdichados, hijos de pequeños señores y reyes de
corta vida, ¿ha de poner alguien semejante las manos en ti, y sin embargo
seguir con vida?" Entonces, rompiendo el silencio, dijo: —Veo el
anillo, hijo de Barahir, y entiendo que eres orgulloso y crees tener mucho
poder. Pero las hazañas de un padre, aún cuando estuviera a mi servicio, no
bastan para ganar a la hija de Thingol y Melian. ¡Escucha ahora! También yo
deseo un tesoro al que no tengo acceso. Porque roca y acero y los fuegos de
Morgoth me apartan de la joya que querría poseer en oposición a todos los
poderes de los reinos de los elfos. No obstante dices que tales impedimentos no
te amilanan. ¡Haz pues como lo propones! Tráeme en la mano uno de los Silmarils
de la corona de Morgoth; y entonces, si así ella lo quiere, Lúthien podrá poner
su mano en la tuya. De ese modo tendrás mi joya; y aunque el destino de Arda esté
ligado a los Silmarils, me tendrás por generoso.
De esta manera forjó el destino de Doriath y quedó
atrapado en la Maldición de Mandos. Y quienes lo escucharon, advirtieron que
Thingol, aunque renunciaba al juramento, lo mismo mandaba a Beren a la muerte;
pues sabían que todo el poder de los noldor, antes de que se quebrantara el
Sitio, no había valido ni siquiera para ver desde lejos los relumbrantes Silmarils
de Fëanor. Pues habían sido engarzados en la corona de hierro, y en Angband se
estimaban por encima de toda riqueza; y en torno estaban los balrogs, e
innumerables espadas, y fuertes rejas, y muros inexpugnables, y la oscura
majestad de Morgoth.
Pero Beren rio. —Por bajo precio—dijo—venden a sus
hijas los reyes de los elfos; por gemas y por cosas de artesanía. Pero si ésta
es vuestra voluntad, Thingol, la cumpliré. Y cuando volvamos a encontrarnos, mi
mano sostendrá un Silmaril de la corona de hierro; porque no veis por última
vez a Beren hijo de Barahir.
Entonces miró los ojos de Melian, que nada dijo; y
se despidió de Lúthien Tinúviel, e inclinándose ante Thingol y Melian, apartó a
los guardianes que lo rodeaban y partió solo de Menegroth.
Entonces, por fin habló Melian, y dijo a Thingol: —Oh,
rey, has concebido un plan astuto. Pero si mis ojos no han perdido la vista,
será para tu mal, no importa que Beren fracase en su cometido o lo lleve a cabo.
Porque has condenado a tu hija o te has condenado a ti mismo. Y ahora Doriath
está sometida a los hados de un reino más poderoso.
Pero Thingol contestó: —No vendo a hombres o elfos
lo que amo y estimo por sobre todos los tesoros. Y si hubiera esperanza o temor
de que Beren volviera vivo a Menegroth, no contemplaría otra vez la luz del
cielo, aunque yo lo haya jurado.
Pero Lúthien calló, y desde esa hora no volvió a
cantar en Doriath. Un silencio profundo se hizo en los bosques, y las sombras
se alargaron en el reino de Thingol.
Se dice en la Balada de Leithian que Beren
pasó por Doriath sin ser molestado, y llegó al fin a la región de las lagunas
del Crepúsculo y los marjales del Sirion; y dejando atrás la tierra de Thingol,
trepó a las montañas sobre las cataratas del Sirion, donde las aguas se
precipitan bajo tierra con gran estrépito. Desde allí miró hacia el oeste, y a
través de la niebla y las lluvias que bañaban esas colinas vio Talath Dirnen,
la Planicie Guardada, que se extendía entre el Sirion y el Narog; y, más allá,
divisó a lo lejos las altas tierras de Taur-en-Faroth que se levantan sobre
Nargothrond. Y sin esperanza ni designio, volvió hacia allí sus pasos.
En toda aquella planicie, los elfos de Nargothrond
mantenían una vigilancia incesante; y en todas las colinas de los bordes había
torres ocultas, y en todos los bosques y campos vecinos deambulaban en secreto
arqueros de gran habilidad. Las flechas llegaban seguras a destino y eran
mortales, y nada entraba allí furtivamente si ellos no lo deseaban. Por tanto,
antes de que Beren hubiera avanzado mucho, supieron que andaba por el bosque, y
que su muerte estaba próxima. Pero conociendo el peligro en que se encontraba,
Beren llevaba siempre en alto el anillo de Felagund; y aunque no veía a nadie a
causa de la cautela de los cazadores, se sentía vigilado y a menudo exclamaba en
voz alta:
—Soy Beren hijo de Barahir, amigo de Felagund.
¡Llevadme al rey!
Así fue que los cazadores no lo mataron, y le
salieron juntos al paso y le ordenaron que se detuviera. Pero al ver el anillo,
se inclinaron ante él, aunque Beren pareciera un hombre salvaje y abandonado; y
lo condujeron hacia el norte y hacia el oeste, avanzando de noche por temor de
que alguien descubriera el camino que seguían. Porque por ese tiempo no había
vado ni puente sobre el torrente del Narog ante las puertas de Nargothrond;
pero más hacia el norte, donde el Ginglith se unía al Narog, el caudal
disminuía, y cruzando por allí y volviéndose otra vez hacia el sur, los elfos
llevaron a Beren bajo la luz de la luna hacia los portones oscuros de unos
recintos escondidos.
De ese modo Beren llegó ante el rey Finrod Felagund;
y Felagund supo quién era, pues no necesitaba el anillo para reconocer a la
gente de Bëor y de Barahir. Se reunieron a puertas cerradas, y Beren habló de
la muerte de Barahir, y de todo lo que le había ocurrido en Doriath; y lloró
recordando a Lúthien y la alegría que habían sentido juntos. Pero Felagund
escuchó la historia con asombro e inquietud; y supo que el juramento que había
hecho era su propia sentencia de muerte, como mucho antes se lo había predicho
a Galadriel. Le habló entonces a Beren con pesadumbre en el corazón. —Es claro
que Thingol desea tu muerte; pero parece que esta condena va más allá de sus
designios, y que el Juramento de Fëanor obra de nuevo. Porque los Silmarils
están malditos, por un juramento de odio; y quien los nombra con algún deseo
despierta un gran poder del sopor en que están sumidos; y los hijos de Fëanor
llevarían a todos los reinos de los elfos a la ruina antes que consentir que
algún otro gane o posea un Silmaril, porque los impulsa el Juramento. Y ahora
Celegorm y Curufin habitan en mis estancias; y aunque yo, hijo de Finarfin, soy
rey, ellos han ganado gran poder y rigen a muchos. Me han demostrado amistad en
un apuro, pero me temo que no te mostrarían amor ni clemencia si tu cometido se
supiera. No obstante, mi propio juramento se mantiene; y de ese modo todos
estamos atrapados.
Entonces el rey Felagund habló ante el pueblo
recordando las hazañas de Barahir, y su voto: y declaró que pesaba sobre sus
espaldas la obligación de ayudar al hijo de Barahir en esta necesidad, y buscó
el apoyo de los capitanes. Entonces Celegorm se alzó de entre la multitud, y
desenvainando la espada gritó: —Sea amigo
o enemigo, demonio de Morgoth, elfo o hijo de los hombres o cualquier otra
criatura viviente de Arda, no habrá ley, ni amor, ni alianza del infierno, ni
poder de los valar, ni capacidad de hechicería que lo defienda del odio
sempiterno de los hijos de Fëanor si toma o encuentra un Silmaril y lo guarda.
Porque a los Silmarils solo nosotros tenemos derecho hasta que termine el
mundo.
Muchas otras palabras pronunció, tan poderosas como
lo habían sido mucho antes en Tirion las palabras de su padre, que por primera
vez inflamaron la rebelión de los noldor. Y después de Celegorm, habló Curufin,
con mayor gentileza, pero no con menor poder, conjurando en la mente de los elfos
una visión de guerra y la ruina de Nargothrond. Tan grande fue el miedo que
puso en los corazones, que desde entonces y hasta el tiempo de Túrin, ningún elfo
de ese reino quiso ir a una batalla campal; sino que con cautela y emboscadas,
con hechicería y dardos emponzoñados, persiguieron a todos los forasteros
olvidando los vínculos de linaje. De este modo perdieron el valor y la libertad
de los elfos de antaño, y hubo oscuridad en aquellas tierras.
Y murmuraron entonces que el hijo de Finarfin no era
un vala como para darles órdenes, y apartaron de él los ojos. Pero la Maldición
de Mandos cayó sobre los hermanos, y en ellos brotaron oscuros pensamientos, y
pensaron enviar a Felagund solo a la muerte, y usurpar, si era posible, el
trono de Nargothrond; porque eran del linaje más antiguo de los príncipes de
los noldor.
Y Felagund, viendo que lo abandonaban, se quitó de
la cabeza la corona de plata de Nargothrond y la arrojó a los pies de los
hermanos diciendo: —Podéis romper vuestros juramentos de fidelidad pero yo he
de cumplir con mi obligación. No obstante, si hay alguien sobre el que no ha
caído aún la sombra de nuestra maldición, no me sería difícil encontrar al
menos unos pocos seguidores, y no tendría que irme de aquí como un mendigo que
ha sido echado de las puertas—Hubo diez que se mantuvieron a su lado; y el jefe
de ellos, que se llamaba Edrahil, inclinándose, recogió la corona y preguntó si
tenía que dársela a un senescal, en tanto Felagund no regresara. —Porque vos
seguís siendo mi rey y el de ellos—dijo—, no importa lo que ocurra.
Entonces Felagund dio la corona de Nargothrond a
Orodreth, su hermano,[6]
para que gobernara en su lugar; y Celegorm y Curufin nada dijeron, pero sonrieron
y abandonaron la estancia.
Una tarde de otoño Felagund y Beren abandonaron
Nargothrond con sus diez compañeros; y viajaron juntos a orillas del Narog
hasta su fuente en las cataratas de Ivrin. Bajo las montañas de la Sombra
descubrieron un campamento de orcos y los mataron a todos por la noche; y se
llevaron los pertrechos y las armas. Por las artes de Felagund cambiaron de
forma y de rostro hasta que parecieron orcos; y así disfrazados llegaron al
camino del norte y se aventuraron por el paso hacia el oeste, entre Ered Wethrin
y las tierras altas de Taur-nu-Fuin.
Pero Sauron los vio desde la torre, y dudó; porque iban de prisa y no se detuvieron
a dar cuenta de sus actos, como estaban obligados a hacer los sirvientes de
Morgoth que fueran por ese camino. Por tanto mandó detenerlos y conducirlos ante
él.
De este modo se libró la contienda entre Sauron y
Felagund que alcanzó tanto renombre. Porque Felagund luchó contra Sauron con
cantos de poder, y el rey era muy poderoso; pero fue Sauron quien se impuso,
como se dice en la Balada de Leithian:
Entonó
un canto de hechicería, de ocultaciones
y
revelaciones, de falsedades y traiciones.
Allí
Felagund respondió de pronto con un canto
de
obstinada firmeza, de guerra contra el poder
y
resistencia, de secretos guardados,
de
una fuerza de torre, de confianza, de libertad,
de
huida; de formas cambiantes y móviles,
de
emboscadas fallidas, trampas destruidas,
de
prisiones abiertas, y de cadenas rotas.
Los
cantos se adelantaban y retrocedían,
flaqueando,
zozobrando, y cuanto más crecía
la
fuerza de ese canto, más Felagund luchaba,
y
puso en sus palabras el poder y la magia
que
había traído de la Tierra de los Elfos.
Suavemente
en la sombra oyeron a los pájaros
que
a lo lejos cantaban en Nargothrond, y
el
suspiro del mar mucho más lejos,
más
allá del mundo del oeste, en la arena,
en
la arena de perlas del País de los Elfos.
Se
espesó entonces la sombra; creció la noche
en
Valinor, manaba la sangre roja
junto
al mar, donde los noldor mataron
a
los jinetes de la espuma, donde robaron
las
naves blancas de velamen blanco
de
los puertos claros de lámparas. El viento
se
lamenta, el lobo aúlla. Los cuervos vuelan.
El
hielo murmura en las bocas del mar.
Los
cautivos lloran tristes en Angband
Retumba
el trueno, los fuegos arden...
Y
Finrod cae a los pies del trono.[7]
Entonces Sauron los despojó de los disfraces, y
ellos aparecieron allí ante él desnudos y asustados. Pero aunque así se reveló
lo que eran, no pudo descubrir Sauron cómo se llamaban ni qué se proponían. Los
arrojó por tanto a un foso profundo, oscuro y silencioso, y los amenazó con una
muerte atroz a menos que uno de ellos le confesara la verdad. De vez en cuando
veían dos ojos que ardían en la negrura; y un licántropo devoró a uno de los
compañeros; pero ninguno traicionó al señor.
En el momento en que Sauron arrojó a Beren al foso,
un abismo de horror se abrió en el corazón de Lúthien; y al ir a Melian en
busca de consejo, se enteró de que Beren estaba en las mazmorras de Tol-in-Gaurhoth
sin esperanza de salvación. Entonces Lúthien, al ver que no tendría ayuda de
nadie sobre la tierra, resolvió escapar de Doriath y ayudar ella misma a Beren;
pero buscó la asistencia de Daeron, quien delató al rey lo que ella pretendía.
Entonces Thingol sintió miedo y asombro; y porque no quiso privar a Lúthien de
las luces del cielo por temor de que desmejorara y menguara, aunque quería
impedir que partiese, hizo construir una casa de la que no podría escapar. No
lejos de las puertas de Menegroth se erguía el más alto de todos los árboles
del bosque de Neldoreth, un bosque de hayas en la mitad septentrional del
reino. Esta haya poderosa se llamaba Hírilorn, y tenía tres troncos, iguales de
dimensión, de corteza tersa y extremadamente altos; las ramas se extendían muy
por encima del suelo. Bien arriba, entre los tallos de Hírilorn, se construyó
una casa de madera, y ahí se hizo morar a Lúthien; y las escaleras se retiraron
y se guardaron, excepto sólo cuando los sirvientes de Thingol le traían lo que
ella necesitaba.
Se cuenta en la Balada de Leithian cómo ella
escapó de la casa de Hírilorn; porque recurrió a sus artes de encantamiento e
hizo que los cabellos le crecieran muy largos, y con ellos tejió un vestido
oscuro que la cubría como una sombra, y que estaba cargado con un hechizo de
sueño. Con las hebras que quedaban trenzó una cuerda y la dejó caer desde la
ventana; y cuando el extremo se meció sobre los guardianes que estaban sentados
bajo el árbol, éstos cayeron en un profundo sopor. Entonces Lúthien abandonó
aquella cárcel, y envuelta en la capa de sombras escapó a todas las miradas y
desapareció de Doriath.
Dio la casualidad que Celegorm y Curufin habían ido
de caza a la Planicie Guardada; y esto hicieron porque Sauron, entrado en
sospechas, envió muchos lobos a las tierras de los elfos. Por tanto los elfos
montaron los caballos y echaron, a correr junto con sus propios perros, y
creían que antes de regresar tendrían nuevas del rey Felagund. Ahora bien, el
principal de los perros lobos que seguían a Celegorm se llamaba Huan. No había
nacido en la Tierra Media, sino que venía del Reino Bendecido; pues Oromë se lo
había dado a Celegorm en Valinor hacía mucho tiempo, y allí había seguido el
cuerno de Celegorm, antes de la llegada del mal. Huan siguió a Celegorm en el
exilio y le era fiel; y de ese modo también él quedó sometido a la maldición de
dolor que pesaba sobre los noldor; y se decretó que se toparía con la muerte, aunque
no antes de encontrarse con el lobo más poderoso que hubiera andado por el
mundo.
Fue entonces que Huan halló a Lúthien, que huía como
una sombra sorprendida por la luz bajo los árboles, cuando Celegorm y Curufin
descansaban por un momento cerca de los confines occidentales de Doriath;
porque nada escapaba a la vista y el olfato de Huan, ni lo detenía ningún
encantamiento, y no dormía ni de noche ni de día. La llevó a Celegorm, y
Lúthien, al enterarse de que él era un príncipe de los noldor y enemigo de
Morgoth, se alegró; y declaró quién era dejando caer la capa. Tan grande fue la
súbita belleza revelada bajo el sol, que Celegorm se enamoró de ella; pero le
habló con tino, y le prometió que encontraría ayuda, si volvía con él a
Nargothrond. No mostró en ningún momento que ya sabía de Beren y de su
cometido, a los que ella se refirió, ni tampoco que el asunto le interesaba de
cerca.
Así, pues, interrumpieron la cacería y volvieron a
Nargothrond, y Lúthien fue traicionada; porque la retuvieron y le quitaron la
capa y no se le permitió atravesar las puertas ni hablar con nadie, salvo con
los hermanos, Celegorm y Curufin. Porque ahora, creyendo que Beren y Felagund
habían caído prisioneros y nada ni nadie podía rescatarlos, se propusieron
dejar morir al rey y retener a Lúthien y obligar a Thingol a conceder la mano
de ella a Celegorm. De este modo crecerían en poder y se convertirían en los
más poderosos príncipes de los noldor. Y no tenían intención de recuperar los Silmarils
por arte o por guerra, ni permitir que nadie más lo hiciese, en tanto no
dominaran todos los reinos élficos. Orodreth no tenía poder para resistírseles,
pues ellos gobernaban los corazones del pueblo de Nargothrond; y Celegorm envió
mensajeros a Thingol con su apremiante petición.
Pero Huan, el perro, era de corazón fiel, y amaba a
Lúthien desde el momento en que la había encontrado, y el cautiverio de ella lo
apenaba. Por tanto, iba a menudo a la cámara de Lúthien, y a la noche yacía
delante de su puerta; pues sentía que el mal había llegado a Nargothrond.
Lúthien se sentía sola y hablaba a menudo con Huan, y le contaba de Beren, que
era amigo de todos los pájaros y las bestias que no servían a Morgoth; y Huan
la escuchaba. Porque comprendía el lenguaje de todas las criaturas dotadas de
voz; pero sólo le estaba permitido hablar con palabras tres veces antes de
morir.
Ahora bien, Huan concibió un plan de ayuda para
Lúthien; y llegada la noche, le llevó la capa y por primera vez le habló
dándole consejo. Entonces, por caminos secretos, la condujo fuera de
Nargothrond, y huyeron juntos hacia el norte; y él se humilló y permitió que
ella lo cabalgara a modo de corcel, como hacían a veces los orcos sobre los
grandes lobos. Y así avanzaron muy de prisa, pues Huan era rápido e
infatigable.
En los fosos de Sauron yacían Beren y Felagund, y
todos sus compañeros habían muerto ya; pero Sauron se proponía conservar a
Felagund hasta el final, porque entendía que era un noldor de gran poder y
sabiduría, y creía que era él quien guardaba el secreto de la misión de los elfos.
Pero cuando el lobo vino en busca de Beren, Felagund recurrió a todo su poderío
y rompió las ligaduras; y luchó con el licántropo y lo mató con dientes y
manos; no obstante, él mismo estaba herido de muerte. Entonces le habló a Beren
diciendo: —Me voy ahora a mi largo descanso en los recintos intemporales de más
allá de las aguas y las montañas de Aman. Transcurrirá mucho antes de que
vuelva a ser visto entre los noldor; y puede que no nos encontremos una segunda
vez en la vida o en la muerte, porque los destinos de nuestras gentes se
apartan. ¡Adiós!—Así murió Felagund en la oscuridad de Tol-in-Gaurhoth, cuya
gran torre él mismo había construido. De esta manera el rey Finrod Felagund, el
más hermoso y el más amado de la casa de Finwë, cumplió su juramento; pero
Beren se lamentó desesperado junto a él.
A esa hora llegó Lúthien, y erguida sobre el puente
que conducía a la isla de Sauron, cantó un canto que ningún muro de piedra
podía detener. Beren la oyó y pensó que soñaba; pues arriba brillaban las
estrellas y en los árboles cantaban los ruiseñores. Y como respuesta cantó un
canto de desafío que él había compuesto en alabanza de las siete estrellas, la
Hoz de los Valar que Varda había colgado sobre el norte como signo de la caída
de Morgoth. Luego las fuerzas le faltaron y se desmoronó en la oscuridad.
Pero Lúthien oyó la voz que le había contestado y
entonó entonces un canto de gran poder. Los lobos aullaron y la isla tembló.
Sauron se encontraba en la alta torre envuelto en negros pensamientos; pero se
sonrió al oír la voz, porque sabía que era la de la hija de Melian. La fama de
la belleza de Lúthien y de la maravilla de su canción hacía ya mucho que había
traspasado los muros de Doriath; y Sauron pensó que podía capturar a Lúthien y
entregarla al poder de Morgoth, pues la recompensa sería grande.
Por tanto, envió a un lobo al puente. Pero Huan le
dio muerte en silencio. Sauron continuó enviando lobos, uno a uno; y uno a uno
Huan los aferraba por el pescuezo y los mataba. Entonces Sauron envió a
Draugluin, una bestia espantosa, ya vieja en el mal, señor y ancestro de los
licántropos de Angband. Tenía mucha fuerza; y la batalla entre Huan y Draugluin
fue larga y feroz. No obstante, por fin Draugluin escapó y volviendo a la torre
murió a los pies de Sauron; y al morir le dijo: —¡Huan está allí!—Ahora bien,
Sauron conocía perfectamente, como todos en esa tierra, el hado que le estaba
decretado al perro de Valinor; y se le ocurrió que él mismo lo cumpliría. Por
tanto tomó la forma de un licántropo, la del más poderoso que hubiera andado
por el mundo, y corrió a ganar el paso del puente.
Tan grande fue el espanto de la llegada de Sauron,
que Huan saltó a un lado. Entonces Sauron se abalanzó sobre Lúthien; y ella se
desvaneció ante la amenaza del espíritu maligno que miraba por los ojos del
lobo y los inmundos vapores que le salían por la boca. Pero antes de caer, ella
le arrojó a los ojos un pliegue de la capa oscura, y él se tambaleó, dominado
por una súbita somnolencia. En ese momento saltó Huan, y así empezó la
contienda entre Huan y Sauron el lobo, y los aullidos y bramidos resonaron en
las colinas, y más allá del valle, y los guardianes de los muros de Ered
Wethrin los oyeron a la distancia y se turbaron.
Pero ni la brujería ni el hechizo, ni el colmillo ni
el veneno, ni la habilidad demoníaca ni la fuerza bestial podían superar a Huan
de Valinor; y apresó a su enemigo por el cuello y dio con él por tierra.
Entonces Sauron mudó de aspecto: de lobo se convirtió en serpiente, y de
monstruo volvió a la forma de costumbre; pero no podía deshacerse de los
dientes de Huan sin abandonar el cuerpo por completo. Antes de que el espíritu
horrible de Sauron dejara su oscura morada, Lúthien se le acercó y anunció que
le quitarían las investiduras de carne, y que el fantasma tembloroso sería
devuelto a Morgoth; y le dijo: —Allí por siempre jamás, así desnudado,
soportarás el desprecio de Morgoth, que te traspasará con la mirada a menos que
me cedas ahora la posesión de tu torre. —Entonces Sauron se rindió, y Lúthien
tomó posesión de la isla y de todo cuanto allí se encontraba; y Huan lo soltó.
Y en seguida Sauron tomó la forma de un vampiro, grande como una nube oscura
sobre la luna, y huyó, goteando sangre del cuello sobre los árboles, y fue a Taur-nu-Fuin, y vivió allí, llenando el sitio de horror.
Entonces Lúthien se irguió sobre el puente y declaró
su poder: y el encantamiento que unía piedra con piedra se deshizo, y los
portones se derrumbaron, y los muros se abrieron, y los fosos quedaron vacíos;
y muchos esclavos y cautivos salieron con asombro y turbación, protegiéndose
los ojos de la pálida luz de la luna, pues habían pasado mucho tiempo sumidos
en la oscuridad de Sauron. Pero Beren no salió. Por tanto, Huan y Lúthien lo
buscaron en la isla; y Lúthien lo encontró doliéndose junto a Felagund. Beren
estaba tan angustiado que no se movió y no oyó los pasos de ella. Entonces,
creyéndolo ya muerto, Lúthien lo abrazó y cayó en un negro olvido. Pero Beren, saliendo
a la luz desde los abismos de la desesperación, la levantó, y volvieron a
mirarse; y el día que se elevaba sobre las colinas oscuras brilló sobre ellos.
Sepultaron el cuerpo de Felagund en la colina de su
propia isla, que estuvo limpia otra vez; y la tumba verde de Finrod hijo de
Finarfin, el más hermoso de todos los príncipes de los elfos, permaneció
inviolada, hasta que la tierra cambió y se quebró y se hundió bajo mares
destructores. Pero Finrod pasea con su padre Finarfin bajo los árboles de
Eldamar.
Ahora bien, Beren y Lúthien Tinúviel estaban otra
vez libres y juntos recorrían los bosques, recobrada por un tiempo la alegría;
y aunque llegó el invierno, a ellos no los dañó, porque las flores no se
marchitaban por donde andaba Lúthien, y los pájaros cantaban al pie de las
colinas vestidas de nieve. Pero Huan, que era fiel, volvió a la casa de
Celegorm; sin embargo, el amor que los unía ya no fue tan grande.
Hubo un tumulto en Nargothrond. Porque allí se
reunieron muchos elfos que habían sido prisioneros en la isla de Sauron; y se
levantó un clamor que las palabras de Celegorm no lograron apaciguar.
Lamentaban amargamente la caída del rey Felagund, y decían que una doncella se
había atrevido a lo que no se habían atrevido los hijos de Fëanor; pero muchos
advirtieron que era la traición antes que el miedo lo que había guiado a
Celegorm y Curufin. Así ocurrió que los habitantes de Nargothrond ya no se
sintieron obligados a obedecerles, y volvieron otra vez a la casa de Finarfin;
y sirvieron a Orodreth. Pero él no permitió que dieran muerte a otros hermanos,
como deseaban algunos, porque el derramamiento de la sangre de parientes por
parientes haría que la Maldición de Mandos pesara aún más sobre todos ellos. No
obstante, ni pan ni descanso concedió a Celegorm y a Curufin dentro del reino,
y juró que en adelante habría poco amor entre Nargothrond y los hijos de
Fëanor.
—¡Así sea!—dijo Celegorm, y hubo una luz de amenaza
en sus ojos; pero Curufin sonrió. Entonces montaron a caballo y se alejaron de
prisa como el fuego, al encuentro, si les era posible, de los hermanos del
este. Pero nadie quiso acompañarlos, ni siquiera los que eran de su propio
linaje; porque todos advirtieron que la Maldición pesaba sobre los hermanos, y
que el mal los seguía. En ese tiempo Celebrimbor, el hijo de Curufin, repudió
las acciones de su padre, y se quedó en Nargothrond; pero Huan iba siempre
detrás del caballo de Celegorm.
Cabalgaron hacia el norte, pues estaban impacientes
e intentaban pasar a través de Dimbar y a lo largo de las fronteras
septentrionales de Doriath, en busca del camino más rápido a Himring, donde
vivía Maedhros, el hermano de ellos; y tenían aún la esperanza de ir por ese
camino, pues estaba cerca de las fronteras de Doriath, evitando Nan Dungortheb
y la lejana amenaza de las montañas del Terror.
Ahora bien, se dice que Beren y Lúthien fueron de un
lado a otro hasta que llegaron al bosque de Brethil, y se acercaron por fin a
los confines de Doriath. Entonces Beren recordó el juramento; en contra de él
mismo resolvió que cuando Lúthien llegara otra vez a la seguridad de su propia
tierra, él se pondría de nuevo en camino. Pero ella no estaba dispuesta a
volver a separarse, y dijo: —Tienes que elegir, Beren, entre dos cosas: abandonar
la misión y tu juramento y llevar una vida errante sobre la faz de la tierra; o
mantener tu palabra y desafiar el poder entronizado de la oscuridad. Pero por
cualquiera de esos caminos yo te seguiré, y nuestra suerte será la misma.
Mientras conversaban juntos de estas cosas, andando
sin hacer caso de nada más, Celegorm y Curufin llegaron de prisa cabalgando por
el bosque; y los hermanos los vieron y los reconocieron desde lejos. Entonces
Celegorm dio media vuelta y espoleó el caballo hacia Beren, con la intención de
atropellarlo; pero Curufin se volvió de pronto, e inclinándose alzó a Lúthien
sobre la montura, pues era un jinete fuerte y hábil. Entonces Beren saltó de
delante de Celegorm al caballo de Curufin que pasaba rápido junto a él; y el salto
de Beren alcanzó renombre entre hombres y elfos. Aferró a Curufin por la
garganta desde atrás, y echándose de espaldas cayeron juntos al suelo. El
caballo se encabritó y rodó, pero Lúthien fue arrojada a un lado sobre la
hierba.
Entonces Beren empezó a estrangular a Curufin, pero
la muerte se le acercaba, pues Celegorm cabalgaba hacia él con una espada en
alto. En ese momento Huan olvidó que servía a Celegorm y le saltó encima, de
modo que el caballo se volvió y no quiso acercarse a Beren por miedo al gran perro
de caza. Celegorm maldijo al perro y al caballo, pero Huan no se alteró.
Entonces Lúthien se incorporó e impidió la muerte de Curufin; Beren sin
embargo, lo despojó de pertrechos y armas y
le sacó el cuchillo Angrist, que le colgaba sin
vaina a un costado. Ese cuchillo había sido hecho por Telchar de Nogrod, y
atravesaba el hierro como si fuera madera verde. Entonces Beren, alzando a
Curufin, lo empujó lejos, y le ordenó que volviera a reunirse con su noble
parentela, y quizás allí le enseñarían a dedicarse a empresas de mayor valor.
—Me quedo con tu caballo—le dijo—para servicio de
Lúthien, y puede considerarse dichoso de librarse de amo semejante.
Entonces Curufin maldijo a Beren bajo las nubes y el
cielo. —Vete de aquí—le dijo—y que encuentres una muerte pronta y amarga. —Celegorm
lo puso junto a él sobre la montura, y los hermanos se prepararon para
alejarse; y Beren se volvió y no les prestó atención. Pero Curufin, lleno de
vergüenza y malicia, tomó el arco de Celegorm y disparó mientras avanzaban; y
la flecha estaba destinada a Lúthien. Huan saltó y la atrapó con la boca; pero
Curufin disparó otra vez, y Beren saltó delante de Lúthien, y el dardo lo hirió
en el pecho.
Se cuenta que Huan persiguió a los hijos de Fëanor y
que ellos huyeron atemorizados; y al volver le trajo a Lúthien una hierba del
bosque. Y con esa hoja ella restañó la herida de Beren y por medio de sus artes
y de su amor lo curó; y así, por fin, volvieron a Doriath. Allí Beren,
desgarrado entre el juramento y su amor y sabiendo que ahora Lúthien estaba a
salvo, se levantó una mañana antes que el sol asomara, y la encomendó al
cuidado de Huan; luego partió con gran angustia mientras ella aún dormía sobre
la hierba.
Cabalgó rápido otra vez hacia el norte, hacia el
Paso del Sirion, y al llegar a los bordes de Taur-nu-Fuin, miró a través del yermo de Anfauglith y vio
a lo lejos los picos de Thangorodrim. Allí soltó al caballo de Curufin y le
dijo que abandonara miedo y servidumbre y que corriera libre por la hierba
verde en las tierras del Sirion. Entonces, encontrándose solo y en el umbral
del último peligro, compuso la Canción de la Partida en alabanza de
Lúthien y de las luces del cielo; porque creía que había llegado el momento de
despedirse del amor y de la luz. De esa canción forman parte estas palabras:
Adiós
dulce tierra y cielo del norte,
benditos
para siempre, pues aquí yació
y
aquí corrió con miembros ligeros
bajo
la luna, bajo el sol,
Lúthien
Tinúviel,
tan
bella que ninguna lengua mortal
puede
decirlo.
Aunque
cayese en ruinas todo el mundo,
y
se deshiciera, arrojado de vuelta,
desvanecido
en el viejo abismo,
aún
así fue bueno que se hiciese
el
crepúsculo, el alba, la tierra, el mar
para
que Lúthien fuera por un tiempo.[8]
Y cantó en alta voz, sin cuidarse de que alguien
pudiera oírlo, pues estaba desesperado y no encontraba modo de escapar.
Pero Lúthien escuchó la canción, y respondió
cantando mientras avanzaba inadvertida por los bosques. Porque Huan,
consintiendo una vez más en que ella lo cabalgase, la había llevado tras el
rastro de Beren. Mucho había reflexionado Huan en algún recurso que alejara del
peligro a esos dos a quienes amaba. Se desvió por tanto ante la isla de Sauron,
mientras corrían otra vez hacia el norte, y tomó desde entonces la forma del
espantoso licántropo Draugluin, y ella la del horrendo murciélago Thúringwethil.
Thúringwethil era el mensajero de Sauron, y acostumbraba volar a Angband con
forma de vampiro; y los dedos que sostenían las grandes alas membranosas
terminaban en una garra de hierro. Vestidos con estos horribles atavíos, Huan y
Lúthien atravesaron Taur-nu-Fuin a la carrera, y no había criatura que no
huyera ante ellos.
Cuando Beren vio que se aproximaban, se sintió
consternado; y se asombró, pues había oído la voz de Tinúviel, y pensó que era
un espectro, y que le estaban tendiendo una trampa. Pero ellos se detuvieron y
se quitaron los disfraces, y Lúthien corrió hacia él. Fue así que Beren y
Lúthien volvieron a encontrarse entre el desierto y el bosque. Por un momento
él calló, y se sintió contento; pero al cabo de un rato le rogó una vez más a
Lúthien que interrumpiera el viaje. —Tres veces maldigo ahora lo que le juré a
Thingol—dijo—, y preferiría que me hubiera dado muerte en Menegroth antes que
conducirte a la sombra de Morgoth.
Entonces, por segunda vez, Huan habló con palabras;
y aconsejó a Beren diciendo: —Ya no puedes salvar a Lúthien de la sombra de la
muerte, porque por amor se ha sometido a ella. Quizá quieras apartarte de tu
destino y llevarla al exilio, buscando en vano la paz mientras te dure la vida.
Pero si no reniegas de tu destino, entonces por fuerza Lúthien habrá de morir
sola; y desafiará contigo el destino que te aguarda, desesperanzado pero no
seguro. No tengo más consejos para ti, ni tampoco he de seguir tu camino. Pero
mi corazón predice que encontrarás algo ante las puertas, y que yo lo veré.
Todo lo demás me es oscuro; no obstante puede que nuestros tres caminos lleven
de vuelta a Doriath, y que volvamos a vernos antes del fin.
Entonces Beren advirtió que Lúthien no podía ser
apartada del destino que se les había impuesto, y ya no trató de disuadirla.
Por consejo de Huan y las artes de Lúthien tomó entonces la forma de Draugluin,
y ella la del horror alado de Thúringwethil. Beren tenía todo el aspecto de un
licántropo, excepto los ojos en los que brillaba un espíritu sombrío pero
limpio; y hubo horror en su mirada cuando vio junto a él a una criatura
semejante a un murciélago que se le aferraba al lomo con unas alas arrugadas.
Entonces aullando bajo la luna descendió a saltos por la colina, y el
murciélago giraba y revoloteaba sobre él.
Pasaron por todos los peligros hasta que luego del
largo y fatigoso camino llegaron cubiertos de polvo al valle terrible que se
extiende ante las puertas de Angband; junto al camino se abrían unas grietas
negras por donde asomaban unas serpientes ondulantes. Los acantilados se
levantaban a un lado y a otro como muros fortificados. Ante ellos estaba el portal
inexpugnable, un arco ancho y oscuro al pie de la montaña; por encima de él se
alzaba un risco de mil pies de altura.
Allí los ganó el desánimo, pues ante las puertas
había un guardián, del que no habían tenido hasta entonces ninguna noticia. A
Morgoth le habían llegado rumores sobre no sabía qué designios de los príncipes
de los elfos, y siempre se oían en las veredas del bosque los aullidos de Huan,
el gran perro de guerra, que hacía mucho habían soltado los valar. Entonces
Morgoth recordó el Hado de Huan, y escogió a uno de los cachorros de la raza de
Draugluin; y lo alimentó de su propia mano con carne viviente, y puso en él su
poder. El lobo creció de prisa, hasta que no pudo arrastrarse dentro de ningún
cubil, y yacía enorme y hambriento a los pies de Morgoth. Allí el fuego y la
angustia del infierno entraron en él, y desarrolló un espíritu devorador,
atormentado, terrible, y fuerte. Carcharoth, Fauces Rojas, se lo llamó
en las historias de aquellos días, y Anfauglir, las Quijadas de la Sed.
Y Morgoth lo tenía despierto a las puertas de Angband por temor de que Huan viniera.
Ahora bien, Carcharoth los vio a lo lejos y titubeó,
porque la noticia de la muerte de Draugluin había llegado a Angband hacía ya
mucho tiempo. Por tanto cuando se acercaron les cerró el paso, y les ordenó que
se detuvieran; y se les acercó con aire amenazante, oliendo algo extraño en el
aire de alrededor. Pero de pronto, algún poder ancestral, heredado de la raza
divina, poseyó a Lúthien, y despojándose del inmundo disfraz, avanzó, pequeña
ante el poderoso Carcharoth, pero radiante y terrible. Levantó la mano, y le
ordenó que durmiera diciendo: —Oh, espíritu engendrado del dolor, cae ahora en
la oscuridad y olvida por un momento el espantoso destino de la vida. —Y
Carcharoth cayó como herido por el rayo.
Entonces Beren y Lúthien atravesaron el portal y
descendieron las escaleras laberínticas; y juntos llevaron a cabo la más grande
de las hazañas jamás intentada por hombre o por elfo alguno. Porque llegaron
hasta el trono de Morgoth en el más profundo de los recintos, un palacio
sostenido por el horror, iluminado por el fuego, y repleto de armas de tormento
y muerte. Allí Beren se escabulló en forma de lobo bajo el trono; pero Lúthien
perdió el disfraz por voluntad de Morgoth, que le clavó la mirada. Y ella no se
amilanó, dijo cómo se llamaba, y ofreció cantar ante él a la manera de un
trovador. Entonces Morgoth, al ver la belleza de Lúthien, concibió pensamientos
de una malvada lujuria, y un designio más oscuro que ninguno que hubiese
albergado en el corazón desde que huyera de Valinor. Así fue burlado por su propia
malicia, porque la observaba, dejándola libre por un rato, complaciéndose
secretamente en sus propios pensamientos. Entonces de súbito ella escapó a los
ojos de Morgoth, y empezó a cantar desde las sombras una canción de tan
sobrecogedora belleza y de un poder tan enceguecedor que él no pudo dejar de
escucharla, y se quedó ciego, y volvía los ojos a un lado y a otro buscando a
Lúthien.
Toda la corte yacía ahora adormilada y todos los
fuegos vacilaron y se extinguieron; pero los Silmarils en la corona de Morgoth
refulgieron de pronto como llamas blancas; y el peso de la corona y de las
joyas le dobló la cabeza, como si sobre ella llevara el mundo, cargado con un
peso de inquietud, de dolor y de deseo que ni siquiera la voluntad de Morgoth
podía soportar. Entonces Lúthien, sosteniéndose el vestido alado, saltó al aire
y su voz descendió como la lluvia sobre los lagos, profunda y oscura. Echó la
capa ante los ojos de Morgoth y lo sumió en un sueño, tenebroso como el Vacío Exterior
por el que una vez él había andado solo. De pronto Morgoth cayó, como un monte
que se derrumba, y arrojado como el rayo fuera del trono quedó postrado boca
abajo sobre los suelos del infierno. La corona se le soltó de la cabeza y rodó
retumbando. Todo estaba quieto alrededor.
Como una bestia muerta Beren yacía en el suelo; pero
Lúthien lo despertó tocándolo con la mano, y él se sacó el disfraz de lobo; y
esgrimió el cuchillo Angrist; y de las garras de hierro que lo sostenían, quitó
uno de los Silmarils.
Cuando lo tuvo en la mano cerrada, el resplandor le
atravesó la carne, y la mano se le convirtió en una lámpara encendida, pero la
joya no se resistió y no le hizo daño. A Beren se le ocurrió entonces que iría
más allá de lo exigido por el juramento, y que se llevaría de Angband las tres joyas
de Fëanor; pero no era ése el destino de los Silmarils. El cuchillo Angrist se
partió, y un fragmento de la hoja hirió a Morgoth en la mejilla. Morgoth gruñó
y se agitó, y todas las huestes de Angband se movieron en sueños.
Entonces el terror ganó a Beren y a Lúthien, y
huyeron, despavoridos y sin disfraces, sólo deseando ver la luz una vez más. No
fueron estorbados ni perseguidos, pero las puertas cerraban la salida; porque
Carcharoth había despertado y estaba ahora erguido de cólera sobre el umbral de
Angband. Antes de que se dieran cuenta, él los vio y les saltó encima mientras
corrían.
Lúthien estaba agotada, y no tuvo tiempo ni fuerza
para rechazar al lobo. Pero Beren la cubrió con el cuerpo, y en la mano derecha
sostuvo en alto el Silmaril. Carcharoth se detuvo y por un instante tuvo miedo.
—¡Vete, y corre!—gritó Beren—porque he aquí un fuego que te consumirá, y junto
contigo a todas las criaturas malvadas. —Y puso el Silmaril ante los ojos del
lobo.
Pero Carcharoth miró la joya sagrada y no se
acobardó, y el espíritu devorador que tenía dentro despertó en un fuego súbito;
y abriendo las fauces mordió de pronto la mano de Beren y la arrancó de la
muñeca. En ese momento una llama de angustia le ardió en las entrañas, y el Silmaril
le quemó la carne maldita. Aullando huyó de delante de ellos, y los muros del
valle de las puertas retumbaron con el clamor atormentado de Carcharoth. Tan
terrible se volvió en su locura, que todas las criaturas de Morgoth que moraban
en ese valle, o que andaban por los caminos que allí conducen, huyeron lejos;
porque mataba a toda criatura viviente con que tropezara, e irrumpió desde el norte
llevando la ruina sobre el mundo. De todos los terrores llegados a Beleriand
antes de la caída de Angband, la locura de Carcharoth fue el más espantoso;
porque el poder del Silmaril estaba escondido en él.
Ahora bien, Beren yacía desmayado junto a las
peligrosas puertas, y la muerte se le acercaba, porque había veneno en los
colmillos del lobo. Lúthien extrajo con los labios el veneno, y aún desfalleciente
intentó restañar la espantosa herida. Pero detrás y en los abismos de Angband
crecía el rumor de una gran cólera. Las huestes de Morgoth habían despertado.
Fue así que la búsqueda del Silmaril pudo haber terminado en ruina y
desesperación; pero en ese momento aparecieron sobre los muros del valle tres
aves poderosas; volaban hacia el norte, con alas más rápidas que el viento. Todas
las bestias y aves tenían ya noticia del viaje y del apuro de Beren, y el mismo
Huan les había pedido que lo ayudaran vigilando. Altas por sobre el reino de Morgoth,
volaron Thorondor y las otras águilas, y al ver la locura del lobo y la caída
de Beren bajaron de prisa, al tiempo que los poderes de Angband despertaban de
las faenas del sueño.
Entonces alzaron a Lúthien y a Beren de la tierra y
los llevaron allá arriba entre las nubes. Bajo ellos de pronto retumbó el
trueno, rebotaron los rayos, y temblaron las montañas. Thangorodrim echó fuego
y humo, y unas centellas llameantes fueron arrojadas muy lejos, y cayeron
arruinando los campos; y los noldor en Hithlum se estremecieron. Pero Thorondor
seguía un camino muy alto sobre la tierra en busca de los senderos celestes,
donde el sol brilla todo el día sin velos, y la luna se mueve en medio de
estrellas sin nubes. De este modo pasaron rápidos sobre Dor-nu-Fauglith y sobre
Taur-nu-Fuin, y llegaron al valle escondido de Tumladen. No había allí nubes ni
niebla, y mirando hacia abajo, Lúthien vio a lo lejos, como una
Allí las águilas la dejaron al lado de Beren, y
volvieron a los altos nidos de Crissaegrim; pero Huan vino en
ayuda de Lúthien, y juntos asistieron a Beren, como antes le curara ella la
herida abierta por Curufin. Pero esta herida era terrible y emponzoñada.
Durante mucho tiempo yació Beren, y su espíritu erraba por los oscuros límites
de la muerte, conociendo siempre una angustia que lo perseguía de sueño en
sueño. Entonces, de pronto, cuando la esperanza de ella casi se había agotado,
Beren despertó, y al mirar hacia arriba, vio hojas contra el cielo; y oyó bajo
las hojas a Lúthien junto a él, que cantaba con una voz suave y lenta. Y era
primavera otra vez.
En adelante Beren fue llamado Erchamion, que
significa el Manco; y llevaba el sufrimiento grabado en la cara. Pero
por fin fue devuelto a la vida por el amor de Lúthien, y se puso en pie, y
juntos caminaron por los bosques una vez más. Y no se apresuraron a abandonar
ese sitio, porque les parecía bello. Lúthien en verdad deseaba errar al aire
libre y no regresar nunca, olvidada de la casa y la gente, y de toda la gloria
de los reinos de los elfos, y entonces Beren se sintió feliz; pero durante
mucho tiempo no pudo olvidar el juramento de que volvería a Menegroth, y que no
siempre tendría apartada a Lúthien de Thingol. Porque se atenía a la ley de los
hombres, creyendo peligroso hacer caso omiso de la voluntad del padre, salvo en
extrema necesidad; y le parecía también inadecuado que alguien de tan real
linaje y tan hermosa como Lúthien viviera siempre en los bosques, como los rudos
cazadores entre los hombres, sin casa, ni honor, ni las cosas bellas que
deleitan a las reinas de los eldalië. Por tanto, al cabo de un tiempo la
persuadió, y abandonó aquellas tierras sin moradas, y llegó a Doriath
conduciendo a Lúthien de vuelta al hogar. Así lo quería el destino.
En Doriath habían transcurrido días de pesadumbre.
La congoja y el silencio habían ganado a todos cuando Lúthien se perdió. Mucho
tiempo la buscaron en vano. Y se dice que por entonces Daeron, el bardo de
Thingol, desapareció de la ciudad y no fue visto nunca más. Él era el que hacía
la música de la danza y el canto de Lúthien antes de que Beren viniera a
Doriath; y él la había amado y había puesto todos sus pensamientos de amor en
la música. Así llegó a ser el más grande de los bardos de los elfos al este del
mar, aún de mayor renombre que Maglor hijo de Fëanor. Pero en busca de Lúthien,
desesperado, erró por caminos extraños, y pasando sobre las montañas bajó al
este de la Tierra Media, donde por muchas edades lamentó junto a las aguas
oscuras la suerte de Lúthien hija de Thingol, la más bella de todas las
criaturas vivientes.
En esa ocasión Thingol recurrió a Melian; pero ella
no quiso aconsejarle más, y dijo que el destino que él había concebido tenía
que obrar hasta el fin, y que por ahora no podía hacer otra cosa que esperar el
tiempo oportuno. Pero Thingol se enteró de que Lúthien se había ido muy lejos
de Doriath, porque llegaron en secreto mensajeros de Celegorm, como ya se ha
dicho, diciendo que Felagund había muerto, y que Beren había muerto, pero que
Lúthien estaba en Nargothrond, y que Celegorm la desposaría. Entonces Thingol
montó en cólera y envió espías con intención de combatir contra Nargothrond; y
así se enteró de que Lúthien había huido otra vez, y que Celegorm y Curufin
habían sido expulsados de Nargothrond. Entonces dudó de sus propios propósitos,
pues no tenía fuerzas suficientes para atacar a los siete hijos de Fëanor; pero
envió mensajeros a Himring solicitando ayuda en la busca de Lúthien, ya que
Celegorm no la había enviado a la casa de su padre ni había logrado retenerla
en sitio seguro.
Pero en el norte del reino los mensajeros se toparon
con un peligro súbito e insospechado: la embestida de Carcharoth, el lobo de
Angband. En su locura había venido furioso desde el norte, y pasando por el
lado oriental de Taur-nu-Fuin descendió desde las fuentes del Esgalduin como un
fuego destructor. Nada lo estorbaba, y el poder de Melian en los límites de la
tierra no lo detuvo; porque lo empujaba el destino, y el poder del Silmaril que
lo atormentaba dentro. Así irrumpió en los bosques inviolados de Doriath, y
todos huyeron aterrados. De los mensajeros sólo escapó Mablung, principal
capitán del rey, y fue él quien llevó las terribles nuevas a Thingol.
A esa hora oscura volvían Beren y Lúthien,
apresurados desde el oeste, y la noticia de que se acercaban iba delante de
ellos como el sonido de una música que el viento arrastra hacia las casas
sombrías, donde los hombres están acongojados. Llegaron por fin a las puertas
de Menegroth y una gran multitud los seguía.
Entonces Beren condujo a Lúthien ante el trono de
Thingol, su padre; y Thingol miró asombrado a Beren, a quien creía muerto; pero
no lo amaba, a causa de los dolores que había traído sobre Doriath. Pero Beren
se arrodilló ante él y dijo: —Vuelvo según la palabra dada.
Vengo a reclamar lo mío.
Y Thingol respondió: —¿Qué es de tu cometido, y de
tu voto?
Pero Beren dijo: —He cumplido con él. Tengo en este
mismo momento un Silmaril en la mano.
Entonces Thingol dijo: —¡Muéstramelo!
Y Beren tendió la mano izquierda abriendo lentamente
los dedos; pero estaba vacía. Luego levantó el brazo derecho; y desde ese
momento él mismo se dio el nombre de Camlost, la Mano Vacía.
Entonces se dulcificó el ánimo de Thingol; y Beren
se sentó ante el trono a la izquierda, y Lúthien a la derecha, y contaron la
historia de la Misión mientras todos escuchaban y estaban asombrados. Y le
pareció a Thingol que este hombre no se parecía a ningún otro hombre mortal, y
que se contaba entre los grandes de Arda, y que el amor de Lúthien era algo
nuevo y extraño; y entendió que el destino de ambos no podría ser estorbado por
ningún poder en el mundo. Por lo tanto cedió, y Beren tomó la mano de Lúthien
ante el trono de su padre.
Pero entonces una sombra cayó sobre la alegría de
Doriath, que celebraba el regreso de Lúthien la bella; porque al enterarse de
la causa de la locura de Carcharoth, la gente tuvo todavía más miedo,
advirtiendo que el peligro estaba cargado de terrible poder por causa de la
joya sagrada, y que difícilmente podría ser evitado. Y Beren, al enterarse de
la embestida del lobo, comprendió que no había cumplido aún su cometido.
Por tanto, como Carcharoth se acercaba cada día más
a Menegroth, se prepararon para la Caza del Lobo; de todas las persecuciones de
bestias que aparecen en los cuentos, la más peligrosa. A esa cacería fueron
Huan, el perro de Valinor, y Mablung, el de la Mano Pesada, y Beleg Arcofirme,
y Beren Erchamion, y Thingol, rey de Doriath. Cabalgaron en la mañana y
cruzaron el río Esgalduin; pero Lúthien se quedó atrás a las puertas de
Menegroth. Una sombra oscura la cubrió, y le pareció que el sol había enfermado
y se había vuelto negro.
Los cazadores giraron hacia el este y luego hacia el
norte, y siguiendo el curso del río encontraron por fin a Carcharoth el lobo en
un valle oscuro, bajo el lado norte de la empinada cascada del Esgalduin.
Carcharoth bebía al pie de la cascada apaciguando una sed devoradora, y aulló,
y así lo descubrieron. Pero él, aunque vio que se acercaban, no se dio prisa en
atacarlos. Quizás una astucia demoníaca había despertado en él, cuando las
dulces aguas del Esgalduin le quitaron el dolor de momento; y mientras los
cazadores venían cabalgando, se escabulló en un profundo matorral, y allí se
quedó escondido. Pero ellos montaron guardia todo alrededor, y esperaron, y las
sombras se alargaron en el bosque.
Beren esperaba junto al rey Thingol, y de pronto
advirtieron que Huan ya no estaba con ellos. Entonces un gran bramido se oyó en
la espesura; porque Huan, impaciente y con deseos de ver al lobo, se había
adelantado a buscarlo. Pero Carcharoth lo evitó, e irrumpiendo de entre los
espinos se abalanzó de súbito sobre Thingol. Rápidamente Beren avanzó ante él
con una lanza, pero Carcharoth lo hizo a un lado y lo derribó mordiéndolo en el
pecho. En ese instante Huan saltó desde la espesura sobre el lomo del lobo, y
cayeron juntos luchando ferozmente; y nunca hubo batalla entre perro y lobo que
igualara a ésta, porque en los ladridos de Huan se oía la voz de los cuernos de
Oromë y la ira de los valar, y en los aullidos de Carcharoth estaban el odio de
Morgoth y una malicia más cruel que dientes de acero; y las rocas se partieron
por el clamor y cayeron desde lo alto e interceptaron las cascadas del
Esgalduin. Allí lucharon a muerte; pero Thingol no hacía ningún caso, porque se
había arrodillado junto a Beren al ver que estaba malherido.
En ese momento Huan mató a Carcharoth; pero allí, en
los bosques entrelazados de Doriath, su propio destino desde tanto atrás
pronunciado, tuvo cumplimiento, y estaba herido mortalmente, y el veneno de
Morgoth entró en él. Entonces se acercó, y cayendo junto a Beren habló por
tercera vez con palabras; y le dijo adiós a Beren antes de morir. Beren no
habló, pero puso su mano sobre la cabeza del perro, y así se despidieron.
Mablung y Beleg acudieron de prisa en ayuda del rey,
pero cuando vieron lo sucedido, arrojaron a un lado las lanzas y lloraron.
Luego Mablung sacó un cuchillo y abrió el vientre del lobo; y por dentro
parecía todo consumido, como si hubiera sido abrasado con fuego; aunque la mano
de Beren que sostenía la joya estaba todavía intacta. Pero cuando Mablung iba a
tocarla, la mano desapareció, y el Silmaril estaba allí desnudo, y las sombras
del bosque retrocedían con la luz. Entonces Mablung, rápido y con miedo, la
tomó, y la puso en la mano viva de Beren; y Beren se reanimó con el contacto
del Silmaril, y lo sostuvo en alto, y le pidió a Thingol que lo recibiera. —Ahora
mi misión está cumplida—dijo—, y mi destino ha sido forjado. —Y ya no habló
nada más.
Cargaron a Beren Camlost hijo de Barahir sobre una
litera de ramas con Huan el perro lobo a su lado; y cayó la noche antes de que
hubieran regresado a Menegroth. A los pies de Hírilorn, la gran haya, Lúthien
les salió al encuentro andando lentamente, y algunos llevaban antorchas junto a
la litera. Allí abrazó a Beren, y lo besó, pidiéndole que la esperara más allá
del mar Occidental; y él la miró a los ojos antes de que el espíritu lo
abandonara. Pero la luz de las estrellas desapareció, y la oscuridad cayó aún
sobre Lúthien Tinúviel. Así terminó la Búsqueda del Silmaril; más la Balada
de Leithian, Liberación del Cautiverio, no termina.
Porque el espíritu de Beren, a requerimiento de
Lúthien, se demoró en las Estancias de Mandos, resistiéndose a abandonar el
mundo mientras ella no fuera a decir un último adiós a las lóbregas costas del mar
Exterior, en el que se internan los hombres que mueren para no volver nunca
más. Pero el espíritu de Lúthien se oscureció, y por último huyó volando, y su
cuerpo quedó tendido sobre la hierba como una flor tronchada de súbito, y que
por un tiempo no se marchita.
Entonces el invierno, como si fuera la edad cana de
los hombres mortales, descendió sobre Thingol. Pero Lúthien llegó a las
Estancias de Mandos, donde están los sitios designados para los eldalië, más
allá de las mansiones del Occidente en los confines del mundo. Allí los que
esperan se sientan a la sombra del pensamiento de los eldalië. Pero la belleza
de Lúthien era mayor que la de ellos, y tenía un dolor más profundo; y se
arrodilló ante Mandos y le cantó.
La canción de Lúthien ante Mandos fue la más hermosa
de las compuestas con palabras, y la más triste que nadie haya escuchado jamás.
Inalterada, imperecedera, se la canta todavía en Valinor más allá de los oídos
del mundo, y al escucharla los valar se entristecen. Porque Lúthien compuso dos
temas: el dolor de los elfos y la congoja de los hombres, los dos linajes que
hizo Ilúvatar para que morasen en Arda, el Reino de la Tierra, en medio de las
estrellas innumerables. Y cuando Lúthien se arrodilló a los pies de Mandos, sus
lágrimas cayeron como la lluvia sobre la piedra, y Mandos se conmovió, él que
nunca así se conmoviera antes, y que nunca así se conmovió después.
Por tanto, convocó a Beren, y como Lúthien se lo
había dicho a la hora de la muerte, volvieron a encontrarse más allá del mar
Occidental. Pero Mandos no tenía poder para retener a los espíritus de los hombres
muertos dentro de los confines del mundo, después de que esperaran un tiempo;
ni podía cambiar el destino de los hijos de Ilúvatar. Por tanto fue ante Manwë,
Señor de los valar, que gobernaba el mundo bajo la égida de Ilúvatar; y Manwë
buscó consejo en lo más íntimo de su propio pensamiento, donde se revelaba la
voluntad de Ilúvatar.
Esta es la alternativa que ofreció a Lúthien. Por
causa de sus fatigas y sus dolores, podría abandonar a Mandos, e ir a Valinor,
para morar allí hasta el fin del mundo entre los valar, y olvidar todas las
penas. Allí no la seguiría Beren. Porque no les estaba permitido a los valar
evitarle la muerte, que es el don de Ilúvatar a los hombres. Pero la otra
elección posible era la que sigue: regresar a la Tierra Media y llevar consigo
a Beren para morar allí otra vez, mas sin ninguna seguridad de vida o de
alegría. Ella se volvería entonces mortal, y estaría sometida a una segunda
muerte, lo mismo que él; y antes de no mucho abandonaría el mundo para siempre,
y su belleza no sería más que un recuerdo en el canto.
Este destino eligió Lúthien, abandonando el Reino
Bendecido, y olvidando todo parentesco con los que allí moran; así, cualquiera
fuera el dolor que tuvieran por delante, el hado de Beren y Lúthien sería
siempre el mismo, y los dos senderos irían juntos más allá de los confines del
mundo. Así fue que sólo ella entre todos los eldalië murió realmente, y dejó el
mundo mucho tiempo atrás. No obstante, con su elección los dos linajes se
unieron; y aunque el mundo haya cambiado, ella fue la precursora de muchos en
quienes los eldar ven todavía la imagen de Lúthien, la amada, a quien han
perdido.
(…)Se dice que Beren y Lúthien volvieron a las tierras septentrionales de la Tierra Media y moraron allí juntos por un tiempo, como hombre y mujer, y adoptaron nuevamente la forma mortal que habían tenido en Doriath. Quienes los vieron sintieron a la vez alegría y miedo; y Lúthien fue a Menegroth y curó el invierno de Thingol tocándolo con la mano. Pero Melian le miró los ojos y leyó el destino que tenía allí escrito; porque sabía que una separación más allá del fin del mundo se interponía entre ellas, y no hubo dolor de pérdida más hondo que el dolor de Melian la maia en aquel momento. Entonces Beren y Lúthien se marcharon solos sin temor a pasar hambre o sed; y fueron más allá del río Gelion a Ossiriand, y vivieron allí en Tol Galen, la isla verde, en medio del Adurant, hasta que no hubo más noticias acerca de ellos. Los eldar llamaron luego a ese país Dor Firn-i-Guinar, la Tierra de los Muertos que Viven; y allí nació Dior Aranel el Hermoso, que fue luego conocido como Dior Eluchíl, el heredero de Thingol. Ningún hombre mortal volvió a hablar con Beren hijo de Barahir; y nadie vio a Beren o a Lúthien abandonar el mundo, ni supo dónde reposaron por última vez.
[1] Esto contradice los cálculos realizados por Tolkien y publicados en La Naturaleza de la Tierra Media: «Los hombres deben «despertar» antes de la Cautividad de Melkor. Es demasiado tarde tras el regreso a Angband; porque no hay tiempo suficiente: cuando los atani llegan a Beleriand en c.310, ya están parcialmente civilizados. (…) Para aquel entonces, los hombres habían existido durante 448 años valianos + 22 años solares; 64534 años solares que, aunque sin duda insuficientes desde el punto de vista científico (ya que esto solo ocurre—estando nosotros en 1960 en la Séptima Edad—hace 16000 años: en total unos 80000), resultan adecuados para el propósito de El Silmarillion, etc.».
[2] Esto contradice los cálculos realizados por Tolkien y publicados en La Naturaleza de la Tierra Media: «Los hombres deben «despertar» antes de la Cautividad de Melkor. Es demasiado tarde tras el regreso a Angband; porque no hay tiempo suficiente: cuando los atani llegan a Beleriand en c.310, ya están parcialmente civilizados. (…) Para aquel entonces, los hombres habían existido durante 448 años valianos + 22 años solares; 64534 años solares que, aunque sin duda insuficientes desde el punto de vista científico (ya que esto solo ocurre—estando nosotros en 1960 en la Séptima Edad—hace 16000 años: en total unos 80000), resultan adecuados para el propósito de El Silmarillion, etc.».
[3] Orodreth, en la última versión del
legendarium, pareciera que realmente era hijo de Angrod y padre de Finduilas y
Gil-galad. Sobrino de Finrod Felagund.
[4] En versión original:
“Come
forth, thou coward lurking lord
to
fight with thine own hand and sword!
Thou
wielder of hosts of slaves and thrall,
pit-dweller,
shielded by strong walls,
thou
foe of gods and elven-race,
come
forth and show thy craven face!
[5] Tolkien,
en textos posteriores, quiso que Orodreth fuera el padre de Gil-galad.
[6] Orodreth, en la última versión del legendarium, pareciera que
realmente era hijo de Angrod y padre de Finduilas y Gil-galad. Sobrino de Finrod Felagund.
[7] En
versión original:
He chanted a song of
wizardry,
Of piercing, opening,
of treachery,
Revealing,
uncovering, betraying.
Then sudden Felagund
there swaying,
Sang in a song of
staying,
Resisting, battling
against power,
Of secrets kept,
strength like a tower,
And trust unbroken,
freedom, escape;
Of changing and
shifting shape,
Of snares eluded,
broken traps,
The prison opening,
the chain that snaps.
Backwards and
forwards swayed their song.
Reeling foundering,
as ever more strong
The chanting swelled,
Felagund fought,
And all the magic and
might he brought
Of Elvenesse into his
words.
Softly in the gloom
they heard the birds
Singing afar in
Nargothrond,
The sighting of the
Sea beyond,
Beyond the western
world, on sand,
On sand of pearls on
Elvenland.
Then in the doom
gathered; darkness growing
In Valinor, the red
blood flowing
Beside the Sea, where
the Noldor slew
The Foamriders, and
stealing drew
Their white ships
with their white sails
From lamplit havens.
The wind wails,
The wolf howls. The
ravens flee.
The ice mutters in
the mouths of the Sea.
The captives sad in
Angband mourn.
Thunder rumbles, the
fires burn—
And Finrod fell
before the throne.
[8] En
versión original:
Farewell sweet earth
and northern sky,
for ever blest, since
here did lie
and here with lissom
limbs did run
beneath the Moon,
beneath the Sun,
Lúthien Tinúviel
more fair than mortal
tongue can tell.
Though all to ruin
fell the world
and were dissolved
and backward hurled
unmade into the old
abyss,
yet were its making
good, for this—
the dusk, the dawn,
the earth, the sea—
that Lúthien for a time should be.
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